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RECORTES 1 Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de ba- rro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enor- mes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que seña- larlas con el dedo. GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ Cien años de soledad

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RECORTES

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Muchos años después, frente al pelotón de

fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía

había de recordar aquella tarde remota en que

su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo

era entonces una aldea de veinte casas de ba-

rro y cañabrava construidas a la orilla de un

río de aguas diáfanas que se precipitaban por

un lecho de piedras pulidas, blancas y enor-

mes como huevos prehistóricos. El mundo era

tan reciente, que muchas cosas carecían de

nombre, y para mencionarlas había que seña-

larlas con el dedo.

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

Cien años de soledad

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Me punza una emoción tan anacrónica,

un penoso latir, hondo y absurdo,

por ese mar. Por ese sólo mar. Busco una dosis

de mares sucedáneos.

Cómo podría desintoxicarme.

Dependo de por vida

de una droga. De Grecia.

AURORA LUQUE

«Gel»

Carpe noctem

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LEANDRO. Gran ciudad ha de ser esta, Crispín;

en todo se advierte su señorío y riqueza.

CRISPÍN. Dos ciudades hay. ¡Quiera el Cielo

que en la mejor hayamos dado!

LEANDRO. ¿Dos ciudades dices, Crispín? Ya

entiendo: antigua y nueva, una de cada parte

del río.

CRISPÍN. ¿Qué importa el río ni la vejez ni la

novedad? Digo dos ciudades como en toda

ciudad del mundo: una para el que llega con

dinero, y otra para el que llega como nosotros.

JACINTO BENAVENTE

Los intereses creados

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Al anochecer, Concha sintió un gran frío y

tuvo que acostarse. Alarmado al verla tem-

blar pálida como la muerte, quise mandar por

un médico a Viana del Prior, pero ella se

opuso, y al cabo de una hora ya me miraba

sonriendo con amorosa languidez. Descansan-

do inmóvil sobre la blanca almohada, mur-

muró:

—¿Creerás que ahora me parece una feli-

cidad estar enferma?

—¿Por qué?

—Porque tú me cuidas.

RAMÓN DEL VALLE-INCLÁN

Sonata de otoño

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Si como afirma Borges todos los hombres

son el mismo hombre, aurora y agonía,

y poco importan sus nombres y sus rasgos,

yo quisiera —olvidando la anécdota

[banal de mi destino—

buscar en otro rostro a ese único hombre,

otra sombra, otro sueño mejor,

[igualmente perdido.

JUAN LUIS PANERO

«El poeta y la muerte»

Galería de fantasmas

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DON SACRAMENTO. La niña está triste.

La niña está triste y la niña llora. La niña

está pálida. ¿Por qué martiriza usted a mi

pobre niña?...

DIONISIO. Don Sacramento... Ya se lo he

dicho... Yo salí a la calle... No podía dor-

mir.

DON SACRAMENTO. La niña se desmayó

en el sofá malva de la sala rosa... ¡Ella cre-

yó que usted se había muerto! ¿Por qué sa-

lió usted a la calle a pasear bajo la lluvia?...

DIONISIO. Me dolía la cabeza, don Sacra-

mento...

DON SACRAMENTO. ¡Las personas decen-

tes no salen por la noche a pasear bajo la

lluvia...! ¡Usted es un bohemio, caballero!

MIGUEL MIHURA

Tres sombreros de copa

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Pero nadie aparece, ni se percibe el más li-

gero ruido en la casa. Yo entonces hago so-

nar unas fuertes palmadas y pregunto, gri-

tando, a uso de pueblo:

—¿Quién está aquí?

Y nadie sale. Yo ya conozco estas casas

extrañas, que parecen abandonadas, en que

vive uno de esos misántropos de pueblo;

estas casas con los muebles rotos, viejos,

con las salas cerradas y polvorientas, con la

cocina apagada siempre, con el pequeño

huerto lleno de plantas silvestres; estas ca-

sas en que no hay nadie jamás, y en que de

tarde en tarde se oye el chirrido de una

puerta y se ve la silueta negra, sigilosa, de

su único morador, que pasa.

JOSÉ MARTÍNEZ RUIZ «AZORÍN»

Los pueblos

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Escuchadme, Señor: de Madrid a Moscú

he viajado en vano, me persiguen los lobos

del Santo Oficio, llevo un huracán de lenguas

detrás de mi persona, de lenguas venenosas.

Y yo sólo deseo salvar mi claridad,

sonreír a la luz de cada nuevo día,

mostrar mi firme horror a todo lo que muere.

Señor, aquí me quedo en vuestra biblioteca,

traduzco a Homero, escribo de mis días de entonces,

sueño con los serrallos azules de Estambul.

ANTONIO COLINAS

«Giacomo Casanova acepta el cargo de bibliotecario

que le ofrece, en Bohemia, el conde de Waldstein»

Sepulcro en Tarquinia

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NUMERIANO Atiende. Muchos días, efusivo

Menéndez, ¿no te ha chocado a ti verme

entrar a deshora en este salón de lectura?

MENÉNDEZ. Mucho; sí, señor.

NUMERIANO. Pues bien: ¿al entrar yo en el

salón de lectura tú no leías nada en mis

ojos?

MENÉNDEZ. No, señor; yo casi nunca leo

nada.

NUMERIANO. Pero ¿no te chocaba verme

huraño, triste y solo, metido en ese rincón?

MENÉNDEZ. Sí, señor; pero yo decía, será

que le gusta la soledad.

NUMERIANO. Y eso era, perspicaz Menéndez,

que me gusta la Soledad... Pero no la de

aquí, sino la de ahí enfrente.

CARLOS ARNICHES

La señorita de Trevélez

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Piensa en esto: cuando te regalan un reloj

te regalan un pequeño infierno florido, una

cadena de rosas, un calabozo de aire. No te

dan solamente el reloj, que los cumplas

muy felices y esperamos que te dure porque

es de buena marca, suizo con áncora de ru-

bíes; no te regalan solamente ese menudo

picapedrero que te atarás a la muñeca y

pasearás contigo. Te regalan no lo saben,

lo terrible es que no lo saben, te regalan un

nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo,

algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que

hay que atar a tu cuerpo con su correa co-

mo un bracito desesperado colgándose de

tu muñeca.

JULIO CORTÁZAR

Historias de cronopios y de famas

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Cuando sobrepasemos la raya que separa

la tarde de la noche, pondremos un caballo

a la puerta del sueño y, tal Lady Godiva,

puesto que así lo quieres, pasearé mi cuerpo

—los postigos cerrados— por la ciudad en vela...

MARÍA VICTORIA ATENCIA

«Godiva en Blue Jeans»

El mundo de M. V.

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CORUJEDO. ¿Da usted su permiso?

EMILIANO. Adelante, caballero. (Para sí.) A ver

si éste está al tanto. (A Corujedo.) Pase usted, há-

game el favor.

CORUJEDO. Muchas gracias.

EMILIANO. Siéntese y póngase cómodo.

CORUJEDO. (Sentándose.) Es usted muy amable.

EMILIANO. Con toda confianza. Está usted en su

casa... El que no está en su casa soy yo, pero da

igual.

CORUJEDO. Me llamo Elías Corujedo.

EMILIANO. Hace usted bien.

CORUJEDO. ¿Eh?

EMILIANO. Y como le supongo a usted enterado

de lo que ocurre aquí...

CORUJEDO. Pues verá usted: yo no tengo la me-

nor idea de lo que pueda ser.

EMILIANO. ¡Hum!...

ENRIQUE JARDIEL PONCELA

Cuatro corazones con freno

y marcha atrás

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Salieron, y si en Dahlmann no había espe-

ranza, tampoco había temor. Sintió, al

atravesar el umbral, que morir en una pelea

a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo,

hubiera sido una liberación para él, una

felicidad y una fiesta, en la primera noche

del sanatorio, cuando le clavaron la aguja.

Sintió que si él, entonces, hubiera podido

elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte

que hubiera elegido o soñado.

Dahlmann empuña con firmeza el cuchi-

llo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la

llanura.

JORGE LUIS BORGES

«El sur»

Ficciones

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Luego, la abuela, aquellas zapatillas

de nube que llevaba,

aquel ir y venir, como volando,

de la escoba al misal, de sus gallinas

a las sábanas frescas,

de la labor de lana a los geranios,

del pan a las mejillas de sus nietos...

que entonces, suavemente, quedábamos dormidos

creyendo que la abuela no se acostaba nunca.

MIGUEL D’ORS

«Los abuelos»

Del amor, del olvido

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DON MENDO. Es que tu inocencia ignora

que a más de una hora, señora,

las siete y media es un juego.

MAGDALENA. ¿Un juego?...

DON MENDO. ...Y un juego vil

que no hay que jugarlo a ciegas,

pues juegas cien veces, mil,

y de las mil, ves febril

que o te pasas o no llegas.

Y el no llegar da dolor,

pues indica que mal tasas

y eres del otro deudor.

Mas ¡ay de ti si te pasas!

¡Si te pasas es peor!

PEDRO MUÑOZ SECA

La venganza de Don Mendo

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Quand Charles, après être monté

dire adieu au père Rouault, rentra

dans la salle avant de partir, il la

trouva debout, le front contre la

fenêtre, et qui regardait dans le

jardin, où les échalas des haricots

avaient été renversés par le vent.

Elle se retourna.

—Cherchez-vous quelque chose?

demanda-t-elle.

—Ma cravache, s’il vous plaît,

répondit-il.

GUSTAVE FLAUBERT

Madame Bovary

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Bajaban con nosotros

cuando el último rayo de sol.

La arena salitrosa

(no había acera entonces)

crujía en los vestidos

exageradamente protectores.

Y ellos con sus tabardos y sus gorras

nos escoltaban a la esquina próxima

donde estaba aguardando el automóvil

anguloso y solemne como un acorazado.

CARLOS BARRAL

«Sol de invierno»

Diecinueve figuras

de mi historia civil

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SR. TEPÁN. Hijo, átale también los pies para que

no se escape.

ZAPO. ¿También los pies? Qué de cosas...

SR. TEPÁN. Pero, ¿es que no te han enseñado las

ordenanzas?

ZAPO. Sí.

SR. TEPÁN. Bueno, pues todo eso se dice en las

ordenanzas.

ZAPO. (Con buenas maneras.) Por favor, tenga

la bondad de sentarse en el suelo que le voy a

atar los pies.

ZEPO. Pero no me haga daño como la primera

vez.

SR. TEPÁN. Ahora te vas a ganar que te tome

tirria.

ZAPO. No me tomará tirria. ¿Le hago daño?

ZEPO. No. Ahora está perfecto.

FERNANDO ARRABAL

Pic-Nic

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Yo, señor, no soy malo, aunque no me fal-

tarían motivos para serlo. Los mismos

cueros tenemos todos los mortales al nacer

y sin embargo, cuando vamos creciendo,

el destino se complace en variarnos como

si fuésemos de cera y en destinarnos por

sendas diferentes al mismo fin: la muerte.

Hay hombres a quienes se les ordena mar-

char por el camino de las flores, y hombres

a quienes se les manda tirar por el camino

de los cardos y de las chumberas. Aquellos

gozan de un mirar sereno y al aroma de su

felicidad sonríen con la cara del inocente;

estos otros sufren del sol violento de la

llanura y arrugan el ceño como las alima-

ñas por defenderse.

CAMILO JOSÉ CELA

La familia de Pascual Duarte

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Ha muerto mi padre.

Se repite su ausencia cada día

en el hogar vacío.

Yo pregunto,

y además de la ausencia, y además

de perder los caminos de esta tierra,

¿qué es la muerte?

ALFONSO COSTAFREDA

«Canto I»

Nuestra elegía

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DOÑA CLARA. ¡Usted no tiene derecho a hablar!

CARLOS. A hablar siempre se tiene derecho, aunque

el mundo haya perdido la costumbre de ejercerlo.

DOÑA CLARA. Bien… Págueme las trescientas cin-

cuenta pesetas que me debe.

CARLOS. Señora, yo podré no tener las trescientas

cincuenta pesetas; pero usted no tiene razón.

DOÑA CLARA. (Frenética.) ¡Páguemelas!

CARLOS. (Tras una pausa, encogiéndose de hom-

bros.) No las tengo. Pero pronto tendré algo más

que eso. Mucho más.

DOÑA CLARA. (Burlona.) Va a estrenar, ¿no?

CARLOS. Sí.

DOÑA CLARA. Con Conchita Montes.

CARLOS. No. No con Conchita Montes. Mi obra no

le iba bien a su género. En mi comedia no están a

punto de engañar a ningún marido. En mi comedia

lo engañan.

ALFONSO PASO

Los pobrecitos

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If you really want to hear about it, the first

thing you'll probably want to know is where

I was born, an what my lousy childhood was

like, and how my parents were occupied and

all before they had me, and all that David

Copperfield kind of crap, but I don't feel like

going into it, if you want to know the truth.

In the first place, that stuff bores me, and in

the second place, my parents would have

about two hemorrhages apiece if I told any-

thing pretty personal about them. They're

quite touchy about anything like that, espe-

cially my father. They're nice and all —I'm

not saying that— but they're also touchy as

hell.

JEROME DAVID SALINGER

The Catcher in the Rye

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¡Nunca serenos! ¡Siempre

con vino encima! ¿Quién va a aguarlo ahora

que estamos en el pueblo y lo bebemos

en paz? Y, sin especies,

no en el sabor la fuerza, media azumbre

de vino peleón, doncel o albillo,

tinto de Toro. Cuánto necesita

mi juventud; mi corazón, qué poco.

CLAUDIO RODRÍGUEZ

«Con media azumbre de vino»

Conjuros

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DON RAMÓN. Gracias, gracias… No sé qué

decir... Ya sabéis que nunca supe hablar

en público. A vuestra llamada no he po-

dido negarme a salir; pero todavía me

pregunto que por qué, conociéndome co-

mo me conocéis, me habéis hecho salir.

¿Qué queréis que os diga en un momen-

to? No sé improvisar. Ya sabéis que me

presenté un año a concejal y, no…, por

eso, precisamente porque no… (Don

Ramón, turbado, no puede seguir hablan-

do.)

DOÑA MARÍA. ¡Sigue, Ramón, sigue; si no

sigues, leeré tus versos!

DON RAMÓN. Doña María, me avergüenza

usted. ¿Leer unos versos?

JOSÉ MARTÍN RECUERDA

El teatrito de don Ramón

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Vine a Comala porque me dijeron que acá

vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi

madre me lo dijo. Y yo le prometí que ven-

dría a verlo en cuanto ella muriera. Le apre-

té sus manos en señal de que lo haría, pues

ella estaba por morirse y yo en un plan de

prometerlo todo. «No dejes de ir a visitarlo

—me recomendó—. Se llama de este modo y

de este otro. Estoy segura de que le dará

gusto conocerte.» Entonces no pude hacer

otra cosa sino decirle que así lo haría, y de

tanto decírselo se lo seguí diciendo aun des-

pués de que a mis manos les costó trabajo

zafarse de sus manos muertas.

JUAN RULFO

Pedro Páramo

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No es fácil cambiar de casa,

de costumbres, de amigos,

de lunes, de balcón.

Pequeños ritos que nos fueron

haciendo como somos, nuestra vieja

taberna, cerveza

para dos.

ÁNGELES MORA

«Elegía y postal»

La dama errante

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JULIÁN. ¿Lo ves? Nos amenaza.

PEDRO. Tú tienes la culpa; el monopolio de las

broncas conyugales y más cuando se trata de

asunto de celos, le corresponde al marido,

nunca a un amigo, por íntimo que sea.

JULIÁN. Es que yo soy más que un amigo; yo

estoy enamorado de Adela antes que tú, y

si no te engaña conmigo, entiéndelo bien, es

porque ella no quiere, nada más que por eso,

que yo estoy dispuesto a marcharme con ella

en cuanto me lo diga.

ADELA. ¿Y serías capaz de dejar a tu queridí-

simo amigo, a tu adorado compañero de cole-

gio, a tu colega en la investigación solo y tris-

te…?

PEDRO. (Se ríe.) ¡Qué canalla eres!

JULIÁN. No; eso, no. Al cabo de un tiempo te

traeríamos a vivir con nosotros.

EDGAR NEVILLE

El baile

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Cuando Fendetestas abandonó sus ta-

reas de jornalero en Armental para

emprender la higiénica vida del ladrón

de caminos, no disponía más que de un

pistolón probado algunas veces en las

reyertas de romería, y cuyo cañón, enmohe-

cido y atado con cuerdas, parecía casi el ca-

ñón de un trabuco. Fendetestas llevó tam-

bién a la fraga un ideal: robar la casa de al-

gún c ur a. No hubo ni hay en e l

campo gal le go un s olo l adr ón que

no haya r obad o a un c ur a o soñado

en robarle. Es un tópico de la profesión.

Puede ocurrir —y hasta es frecuente— que

los curas sean más pobres que los mismos

labriegos, pero esto no librará a sus casas del

asalto.

WENCESLAO FERNÁNDEZ FLÓREZ

El bosque animado

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Al día siguiente,

—hoy—

al llegar a mi casa —Altamirano, 34— era de noche,

y ¿quién te cuida?, dime; no llovía;

el cielo estaba limpio;

—«Buenas noches, don Luis» —dice el sereno,

y al mirar hacia arriba,

vi iluminadas, obradoras, radiantes, estelares,

las ventanas,

—sí, todas las ventanas—.

Gracias, Señor, la casa está encendida.

LUIS ROSALES

«Siempre mañana y nunca mañanamos»

La casa encendida

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ELVIRA. Prefiero no entrar.

FERNANDO. Entraré yo solo entonces.

ELVIRA. ¡Tampoco! Eso es lo que tú quieres:

ver a Carmina y decirle cositas y tonterías.

FERNANDO. Elvira, no te alteres. Entre

Carmina y yo terminó todo hace mucho

tiempo.

ELVIRA. No te molestes en fingir. ¿Crees que

no me doy cuenta de las miraditas que le

echas encima, y de cómo procuras hacerte

el encontradizo con ella?

FERNANDO. Fantasías.

ELVIRA. ¿Fantasías? La querías y la sigues

queriendo.

FERNANDO. Elvira, sabes que yo te he...

ELVIRA. ¡A mí nunca me has querido! Te

casaste por el dinero de papá.

FERNANDO. ¡Elvira!

ANTONIO BUERO VALLEJO

Historia de una escalera

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Cuando vino el tiempo de la siega, Alfanhuí bajaba

con los hombres al campo. Iba en un borriquillo

tras del tropel de los segadores. Bajaban por el ca-

mino de los huertos, flanqueado de tapias, de las

que sobresalían las ramas de los frutales. Alfanhuí

iba siempre el último, callado y pensativo, sobre el

montón de alforjas, con las hoces y las meriendas.

En la siega, Alfanhuí ataba gavillas o guardaba

el hato de los segadores. Un día le mandaron prepa-

rar el gazpacho, porque el que siempre lo hacía no

había bajado aquella mañana. Alfanhuí fue picando

cosa por cosa, en la artesa de barro: tomates, pan,

melón, pimientos rojos, pimientos verdes, pepinos,

cebollas, etc., y todo lo iba echando a flotar sobre el

agua y el aceite. Luego entornaba los ojos y miraba,

por el color, cómo iba quedando, para echar más de

esto o de aquello, según le parecía que quedara me-

jor compuesto.

RAFAEL SÁNCHEZ FERLOSIO

Industrias y andanzas de Alfanhuí