Recogiendo Los Pasos DeArguedas-Alfredo Torero

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ColecciónInsumisos Latinoamericanos

Recogiendo los pasos de José María Arguedas

Alfredo Torero

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Dirección General: Marcelo PerazoloDirección de Contenidos: Ivana BassetDiseño de cubierta: Emil Iosipescu

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INSUMISOS LATINOAMERICANOS

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Pablo González Casanova, Jorge Alonso Sánchez, Fernando Mires, Manuel A. Garretón, Martín Shaw, Jorge Rojas Hernández, Gerónimo de Sierra, Alberto Riella, Guido

Galafassi, Atilio Borón, Roberto Follari, Eduardo A. Sandoval Forero, Ambrosio Velasco Gómez, Celia Soibelman Melhem,

Ana Isla, Oscar Picardo Joao, Carmen Beatriz Fernández, Edgardo Ovidio Garbulsky, Héctor Díaz-Polanco, Rosario

Espinal, Sergio Salinas, Lincoln Bizzozero, Álvaro Márquez Fernández, Ignacio Medina, Marco A. Gandásegui, Jorge Cadena Roa, Isidro H. Cisneros, Efrén Barrera Restrepo,

Robinson Salazar Pérez, Ricardo Pérez Montfort, José Ramón Fabelo, Bernardo Pérez Salazar, Laura Mota Díaz, María Pilar

García, Ricardo Melgar Bao, Norma Fuller.

Comité de Redacción

Eduardo SandovalMarcela Galeano Bedoya

Corrección de estilo

Amelia Suárez Arriaga

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ÍNDICE

Palabras sentidas 7

Introducción 13

La voz antigua de Huarochirí 14

Las últimas cartas 14

La ofrenda al pueblo de Vietnam 16

El crucero de Latauzaco 18

El demonio feliz 21

Recogiendo los pasos 23

El último diario 25

Los tiempos del Perú 28

Lo “indio” de 1492 al presente 28

Un viejo orgullo andino 32

La ruralización de la civilización andina 36

Una oposición milenaria 40

Ciclos del siglo XX 44

... hasta 1930 44

De 1930 a 1960 48

En torno a los años 60 54

Fin de ciclo 56

La vigencia de la obra arguediana 65

Correspondencia epistolar y estudios 65

Para vivir 69

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Bibliografía 70

Acerca del Autor 72

Editorial LibrosEnRed 77

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PALABRAS SENTIDAS

Escribir en caliente, de corrido, tiene sus riesgos. El principal, expresar lo sentido acerca de esa unidad inevitable entre la obra, el autor y el lector: el lugar cultural y la particular temporalidad que los carga de sentidos múlti-ples, explícitos e implícitos. También es posible otra escritura, la que privi-legia el sentido crítico. Optamos por la confluencia de estas dos vertientes escriturales para presentar una obra de explícito contenido polémico como es Recogiendo los pasos de José María Arguedas, título que se ajusta más al contenido de este peculiar ensayo-testimonio que nos brinda Alfredo Torero.

Ningún lector, distancias teóricas y discrepancias ideológicas aparte, podrá negarle valores a este libro del conocido lingüista latinoamericano Alfredo Torero, considerando la relación entre su corpus textual y las particulares condiciones de su producción y de sus tiempos de expresión. En realidad, nuestro autor, cultivó a lo largo de su vida una visión humanista del saber académico, estableciendo puentes entre la filosofía, la historia, la litera-tura y las ciencias sociales. Algo de todo ello, se deja traslucir en cada una de sus obras, incluyendo la presente.

El tiempo de las palabras de Torero sobre José María Arguedas contrasta en su tenor y proyección con las que casi simultáneamente han sacado a luz Henri Favre y John Murra, las cuales debemos diferenciar de la nueva lectura de Mario Vargas Llosa, toda vez que el testimonio y la interpreta-ción si bien se aproximan, no llegan a confundirse. Hervores emocionales, pasiones y posturas de las revelaciones testimoniales de esta trilogía com-plican su recepción y debate entre el siglo XX y el siglo XXI. Sin confun-dirse, el testimonio de Alfredo Torero forma parte de esta tardía, pero reveladora, trilogía testimonial sobre el universo arguediano: sus anclajes multiculturales y sus redes intelectuales.

El tiempo y lugar cultural desde el que escribe Alfredo Torero están sig-nificados por esa recurrente liminaridad del exilio y su condición trans-fronteriza, que tanto ha marcado a la intelectualidad crítica en la historia republicana del Perú, en su ya casi bicentenaria existencia. Pocos países de América Latina como el Perú exhiben la frondosa historia por armar de sus

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exilios intelectuales y políticos; así como los productos del quehacer, fuera y desde fuera, de tales protagonistas.

La Escuela Nacional de Antropología e Historia de México, con motivo del Segundo Coloquio Internacional “José María Arguedas” de Antropología y Literatura (1999), encontró en el perfil académico y humano de Alfredo Torero un participante excepcional, dada su lectura y cercanía con José María Arguedas. Debemos decir que nuestro lingüista rebasó todas las expectativas cifradas en él. Nos trajo algo más que una ponencia de cir-cunstancias, entregándonos un texto que por su extensión y profundidad debió tener mejor suerte, mejor tiempo y oportunidad de edición. Torero rompió las fronteras disciplinarias por su necesidad de entender la lógica cultural del mundo andino.

La rectificación ha llegado por fin con la obra de Torero. Su inclusión en la colección Insumisos Latinoamericanos pareciera estar hecha a la medida del autor. Los que lo conocen, saben que fue un insumiso probado y con-feso a lo largo de su existencia, abrazando con fervor a su Perú profundo y a su América Latina toda. Los lectores sabrán apreciar las muchas ventanas acerca de la historia intelectual que nos abre Alfredo, tomando como pre-texto al inolvidable José María Arguedas, novelista, antropólogo y folklo-rista andino.

Para Alfredo Torero, decir Arguedas -el suyo, el que conoció desde sus muchas cercanías y hermandades-, era también un modo de darse él mismo, y así puede ser también leído. El desarraigo de Arguedas pudo ser mirado desde el vivido por Torero, más allá de las distancias de sus diferen-ciados procesos y experiencias. Alfredo nos acompañó puntualmente en el coloquio arguediano. Sesión a Sesión hizo sentir el peso de sus palabras, rememoró sus pesquisas interdisciplinarias y sus lecturas latinoamericanas, al mismo tiempo que reactivó sus redes intelectuales mexicanas. El pro-fesor peruano, más allá del evento, actualizó su mirada sobre el México profundo y el académico. México lo había calado afectivamente de nueva cuenta, ya lo tenía presente en su memoria y en su vida.

Pocos saben que Alfredo Torero en el curso del año de 1978, apostó a la posibilidad de venir a México, las adversas condiciones políticas y acadé-micas de su país de origen no le dejaban muchas opciones. Así nos los hizo saber Alfredo a través de su amiga Susana Uzategui, haciéndonos llegar como carta de presentación cinco ejemplares de su libro Historia Social del Quechua (1974). Bajo tales circunstancias, nos tocó explorar la posibilidad de una estancia académica en la Escuela Nacional de Antropo-logía e Historia (ENAH), su condición de espacio receptor de muchos exi-

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lios intelectuales así lo sugería, también la filiación disciplinaria de Torero. Lamentablemente no supimos ubicar los canales adecuados para obtener la invitación académica a favor de nuestro lingüista, quizás influyó en ello la crisis y anarquía institucional que vivía la Escuela. Intentos similares rea-lizados por otros colegas y amigos de Torero en la Universidad Nacional Autónoma de México, tampoco dieron resultado positivo. Supimos a dis-tancia que Torero tuvo que vivir varios capítulos dramáticos de la histo-ria peruana, entre la crisis crónica y una depredadora y traumática guerra interna. Pasarían algo más de dos décadas para que el reencuentro breve, intenso, fecundo de Alfredo Torero con la comunidad académica de la ENAH y México se cumpliese, gracias a la simbólica figura de Arguedas y al colectivo de antropólogos sociales La Feria que acogió una feliz iniciativa de Enrique Amayo enviada desde Sao Paulo.

Hubo una motivación adicional que iluminó el viaje de Torero a México. Para el profesor peruano acercarse a México fue un modo de aproximarse al Perú, así se lo hizo saber a sus coterráneos y colegas. ¿Se trataba de esa lógica del espejo cultural tan recurrente en el imaginario de los exiliados y migrantes que no pueden acceder a su tierra primordial? Es posible. En julio de 2003, gracias a otro congreso, el de Americanistas, celebrado en Santiago de Chile, Alfredo Torero vivió análogas experiencias, sentía quizás más cercana su tierra y sus lealtades primordiales hacia ella y los suyos. Viajar y transitar por los bordes de la tierra originaria ha sido una manera de romper el círculo de hierro del poder y la arbitrariedad que acosa al intelectual disidente, condenado al destierro sin límites ni treguas.

Las condiciones de producción del ensayo-testimonio que ahora publica-mos merecen también unos comentarios. Alfredo Torero vivió en el exilio años muy duros, demasiados, tantos que transcendieron el trágico periodo del fujimorato en su país, allí se le fue la vida. De nada valieron las muchas iniciativas para la repatriación de Torero, ni las académicas, ni las políticas, ni las jurídicas, ni las humanitarias. Tampoco el gobierno se conmovió ante la iniciativa de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos de otorgarle a uno de los más destacados lingüistas latinoamericanos el más relevante reconocimiento académico que posee tal casa de estudios. Las razones humanitarias que consideraban la extrema precariedad de salud del lin-güista tampoco fueron tomadas en cuenta por el gobierno de Alejandro Toledo.

La controvertida Comisión de la Verdad y la Reconciliación no dio luces sobre el caso Torero, tenía otras urgencias en su agenda, también muchos candados legados por el aparato de fuerza del Estado peruano aunado a la indiferencia de algunos de sus integrantes, marcados por su dudosa

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reputación moral y política durante el curso de la guerra interna. Ninguna otra instancia gubernamental tuvo solvencia legal en la administración de justicia, tampoco voluntad política para reexaminar las causas del exilio forzoso de Alfredo Torero tras los dos fallidos atentados contra su vida. Sólo contaba en la memoria oficial la presunta filiación “terrorista” de Torero, al considerar como subversivas tanto su cátedra como su gestión como funcionario universitario en defensa de la autonomía universitaria y los derechos humanos.

Si otros países latinoamericanos que vivieron sus respectivas y costosas guerras internas supieron impulsar una política del retorno y de la amnis-tía, la clase política peruana siguió un camino diferente, el de la irrespon-sable simulación democrática frente a las heridas abiertas. Así las cosas, fue inevitable la reproducción de sutiles y desmesurados agravios, Torero es un botón de muestra. La única institución que no olvidó homenajear al desaparecido profesor, fue la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Sin lugar a dudas, algunos costos de la guerra interna siguen en activo en el Perú; también muchos fantasmas, reales e inventados de la frágil y con-tradictoria democracia posfujimorista.

No es nuestra intención debatir la muerte de Torero sino el contexto del exilio, dada la proximidad simbólica entre el estar bajo la tierra o fuera de la tierra por mano ajena. La repatriación de las cenizas de Alfredo Torero, por acción familiar, ha propiciado un discreto y sentido temblor en la memoria herida de la intelectualidad democrática de este país latino-americano. También el lanzamiento editorial de este agudo y controver-sial texto, suscitará más de una interpretación en torno a la relación entre Torero y Arguedas.

Esta obra de Alfredo Torero merece tres entradas adicionales, entre muchas otras posibles. La primera, sobre las coordenadas sustantivas de la obra. Testimonio que tiene como punto de partida el 28 de noviembre de 1969 en la ciudad de Lima, durante el cual Arguedas y Torero charlaron a todo lo largo de la jornada. Alfredo Torero, nos conduce -ya sea en su auto o en el de José María- de la Universidad Agraria a la librería “El sótano” en la ciudad de Lima, y nos hace partícipes del peso que las cartas de Arguedas poseían: eran las epístolas de un suicida.

Este trabajo describe la forma en la cual Arguedas recogió sus pasos en las casas de sus amigos Racila Ramírez, Máximo Damián Huamaní y de su hermana Nelly, hogares en donde se pusieron las mesas para cenar con José María Arguedas, el cual hizo sentir su presencia-ausencia, mientras se quitaba la vida. Torero con fino detalle se percató de que este evento final, traducía más que la versión arguediana de su última cena, la pichqa

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andina (comida y juego funerario). Ese banquete ceremonial nocturno que une gozosamente a los vivos y a los muertos como en familia. Bajo esta comida ritual los muertos son agasajados a través de los selectos sabores y aromas que le gustaron en vida. Agregaríamos que Arguedas al carnavali-zar la pichqa, adelantó su tiempo ritual y función simbólica, convirtiendo el cinco en uno, acelerando su retorno, borrando la frontera entre la vida y la muerte.

José María ya había almorzado media palta en un restaurante japonés -narra Torero-, porque ese día nada le podría hacer daño; también se evoca la admiración de Arguedas por Hugo Blanco y José Carlos Mariátegui, así como la propuesta que la agrupación política Vanguardia Revolucionaria le hace a José María, para ocupar la decanatura de la Universidad, tan sólo para elegir a otro profesor y asestarle un duro golpe al autor de Yawar Fiesta. El marrullero estilo de la izquierda criolla quedó bajo cuerda en la memoria de sus sentimientos. A pesar de ello, Arguedas mantuvo en su corazón la esperanza en la juventud y la justicia social. Corazón que siguió latiendo después de su muerte cerebral y que aún hoy escuchamos cuando abrimos algún libro de su autoría.

En este ensayo, Torero comenta críticamente algunos escritos de Henri Favre, John Murra y Mario Vargas Llosa. Presenta también una visión panorámica sobre la problemática de lo “indio”, de 1492 a la fecha (1999), analiza algu-nos aspectos sobre las formas en que se recomponen los grupos indígenas y su relación con el desarrollo de las lenguas quechua y aymara. Presenta de manera paralela los diversos niveles socioculturales de las comunida-des, así como un actualizado panorama indígena. Todo esto sazonado con notas autobiográficas o bien de su relación con Arguedas.

La segunda, que nuestro intelectual durante su exilio logró reescribir una gran y voluminosa obra largamente esperada: Idioma de los Andes. Lin-güística e Historia. No sólo eso, la obra se publicó en 2003 en el país que le negó el derecho al buen retorno, gracias a una feliz iniciativa del Insti-tuto Francés para América Latina y la editorial Horizonte. La primera ver-sión, entregada años atrás al Centro de Estudios Andinos “Bartolomé de las Casas” para fines de edición, fue “extraviada” en dicha institución. A Torero le preocupaban los potenciales malos usos de la piratería intelec-tual. Quien como Torero había probado en carne propia la enajenación parcial de su dispersa obra édita e inédita, una y otra vez, por parte de discípulos y colegas inescrupulosos y de hasta de alguna compañera de ruta sentimental, el exilio y la distancia lo volvían más vulnerable. Tal fue su postura en las conversaciones que tuvimos con él acerca de la recepción peruana de su pensamiento y obra. Sabido es que el sembrador de ideas,

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el intelectual, defiende lo suyo. En palabras de Torero: “Me agrada ir sem-brando buena semilla, pero no que me hurten el grano maduro”. Esta edi-ción del texto arguediano de Torero aspira a cumplir su deseo de atenuar los riesgos depredadores de la rapacidad intelectual que parece haberse desbordado en estos tiempos grises de los mercados de ideas, propios del ALCA y del régimen de propiedad intelectual de la OMC.

La tercera entrada nos remite a la condición del exilio de los eufemística-mente denominados adultos mayores y merece ser discutida. No es poca cosa subrayar el eslabonamiento entre el exilio y la tercera edad, aunque a Torero le resultase superflua esta nimiedad generacional acerca de la veteranía intelectual y política. Quizás se explique la postura del profesor andino, considerando la jovialidad de su modo de ser y pensar, así como su pasión por la vida.

A pesar suyo, Torero, es un intelectual reconocido que merece ser estu-diado, el espesor de su trayectoria merece ser narrado por los que estu-vieron más cerca de sus escindidos entornos, no por nosotros. Lo que si tenemos la certeza es que en el exilio a Alfredo Torero se le fue lo mejor de su último tramo de existencia, y más en Holanda que en España, sus dos países-refugio. En estos escenarios del exilio, Torero cumplió bien su jornada y su compromiso intelectual, a pesar de su ceguera progresiva, de los mil y un otros desgastes corporales, de su biblioteca fracturada, de su indeseado desarraigo y de su soledad cultural. El peso de las nostalgias y esperanzas del autor se condensaron en su escritura y en el filo acerado de sus críticas al poder que podemos o no compartir. En este caso sirva Arguedas de pretexto para también leer sentidamente a Alfredo Torero sin renunciar al ejercicio del pensamiento crítico.

Francisco Amezcua Pérez y Ricardo Melgar Bao

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INTRODUCCIÓN

Expresión de una creciente vigencia, numerosos artículos y libros han venido apareciendo en los tres últimos decenios acerca de la producción literaria y científica del escritor y antropólogo peruano José María Argue-das y de aspectos diversos de su vida y su muerte, con enfoques variados y a menudo contradictorios, que los ya tres largos decenios transcurridos desde su fallecimiento no han logrado uniformar.

Mi testimonio consistirá en informaciones y reflexiones surgidas de mi trato personal con José María en los años de nuestra amistad, desde la segunda mitad de 1965 hasta pocos minutos antes de su acto suicida, el viernes 28 de noviembre de 1969. Para refrescar mis recuerdos del amigo, cronologizarlos y comprender mejor algunos de sus gestos, he revisado noticias y estudios de otros autores, sin poder tener acceso a todo el mate-rial deseado, en particular al publicado en el último decenio, en que estoy ausente de mi país.

Por esto, y porque en la bibliografía a la que no he tenido alcance tal vez se hayan dilucidado temas relativos a Arguedas en los que no es preciso redundar, me limitaré, en la presente exposición, a citar las contribuciones, antiguas o recientes, para mí significativas, y a centrarme en aquéllas con las que coincido, mucho o poco, y en esas otras con las que, por lo contra-rio, disiento radicalmente.

Mi exposición comprende tres partes, si bien a veces la definición de cada una aparezca transponiéndose en otra:

La primera recuenta los años de mi amistad con JMA; las condiciones y motivación que hicieron posible esa amistad, profunda y compenetrante.

La segunda trata de interpretar, a trazos rápidos, las vivencias e impresio-nes vitales de José María a partir de mis propia vivencias e impresiones; considerando, tanto las edades generacionales -él nació en enero de 1911, casi veinte años antes que yo, en septiembre de 1930-, cuanto los tiempos del Perú y del mundo que recibimos como historia o que nos tocaron vivir.

La tercera comenta algunas obras de aproximación a la producción literaria y al pensamiento de José María aparecidas después de su muerte, en espe-cial las más recientes (correspondencia epistolar, ensayos interpretativos).

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LA VOZ ANTIGUA DE HUAROCHIRÍ

LAS ÚLTIMAS CARTAS

Después de un día de conversación ininterrumpida, desde las ocho de la mañana de ese 28 de noviembre de 1969, acababa de dejar a Arguedas en nuestro despacho común del departamento de Ciencias Humanas de la Universidad Agraria, hacia las cinco y media de la tarde. Los sobres que, al despedirnos, me había encomendado, pesaban enormemente en mis bol-sillos, aunque no eran sino dos o tres -sólo uno de ellos algo grueso, mas todos de formato postal normal.

En mi recuerdo de ese momento, me veo caminando pensativo por una de las alamedas del campus universitario y vistiendo un sobretodo ancho y anticuado, de Opera de principios de siglo, que compré en 1960 en Génova cuando arribé por mar para tomar allí el tren a París y tenía poco dinero y ni la más mínima idea de la moda en materia de abrigos de invierno. Pero es un recuerdo construido; porque a ese sobretodo lo había abandonado al volver de París hacía más de cuatro años; y ahora estaba en el Perú a fines de primavera; y el clima especial, soleado, cálido y seco del campus de la Universidad Agraria, en la Molina -una ‘rinconada’ a media hora en auto de la húmeda y neblinosa Lima- invitaba a ropas más bien livianas. Si las cartas pesaban, y pesaban mortalmente, se debía a que yo estaba seguro de lo esencial de su contenido: con ellas José María se despedía de la vida.

Dos días antes, el 26 de noviembre, a la salida de nuestra oficina, José María me había pedido que volviera al siguiente día temprano en la mañana, porque deseaba conversar extensamente conmigo; pero yo tenía ese día ya comprometido para encontrarme desde las primeras horas con un hablante de un peculiar dialecto quechua en un mercado de Lima y no podría prever el tiempo que esa persona pudiera dispensarme. Por eso, convinimos en tener la charla el día 28; sólo me intrigó que, algo risueño y como hablando para sí, me dijese: “Voy a tener que cambiar ciertas fechas”; me disculpé por el contratiempo, y partí.

Me fui pensando en que mi amigo estaría cruzando por una de esas crisis de angustia que a veces lo asaltaban y de las que solía hablarme. De una

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de ellas tuve una vivencia trágica en abril de 1966, cuando vino a mi casa hacia las dos de la mañana -yo solía estar leyendo o escribiendo en mi sala hasta la madrugada y José María padecía de insomnios que calificaba de atroces- para indagar por un antiguo texto quechua que estábamos tradu-ciendo y que creía -dijo- haber dejado en mi poder; como yo no lo tenía, me solicitó que lo acompañara a buscarlo al Museo de Historia Nacional, del cual era director; puesto que el museo ocupaba una gran casona colo-nial que daba frente a un parquecillo recoleto y solitario (y en la que se había alojado Simón Bolívar durante su campaña del Perú), mi amigo me dio una explicación en broma acerca de su deseo de pedirme compañía: él no quería ir solo en la noche porque temía que allí “penaran” y sabía que yo no tenía miedo a las “penas”. Simplemente sonreí y lo acompañé, porque me complacía conversar con él y porque pensaba mitigar así su insomnio.

Charlamos por más de una hora en el museo. Como de paso, me pre-guntó si alguna vez yo había deseado suicidarme; le dije que sí, en París, en una situación de intensa fatiga, de ‘surmenage’. Recordamos cómo se había quitado la vida el antropólogo francés Alfred Metraux: ingi-riendo una alta dosis de somníferos en un bosquecillo de París, después de escribir una carta en que expresaba su repudio por el trato que, en el marco de la competitividad capitalista, da la sociedad occidental a la gente de edad: marginándola y privándola de toda función social, de toda razón de ser; en tanto que, dentro de los pueblos llamados primi-tivos, los ancianos son respetados y consultados, cumpliendo un papel en la colectividad hasta el fin de sus días. Luego José María me confesó que el período más negro de su vida había sido aquél en que aceptó y desempeñó el cargo de director de la Casa de la Cultura [a principios del primer gobierno de Belaúnde]. Hablamos algo más, y me llevó después de vuelta a casa en su auto.

En realidad, me había y se había tendido una trampa: dos horas más tarde, cuando apenas me acostaba, llegaron presurosos a mi casa Sybila, su esposa, y el lingüista peruano Alberto Escobar; al despertarse en la mañana, Sybila no había hallado a José María, pero sí unas cartas en las que éste anun-ciaba que iba a suicidarse; acudió entonces a Alberto y luego a mí para dar con él. Supuse que había regresado al local del museo, y era así: fue encon-trado allí exánime, bajo el efecto de una poderosa dosis de barbitúricos. Se le internó de inmediato en el Hospital del Empleado, donde estuvo hasta la siguiente noche sin conocimiento; pero pudo ser salvado.

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LA OFRENDA AL PUEBLO DE VIETNAM

Hacia fines de junio de l969, José María me había escrito desde Santiago de Chile para solicitarme que tradujese del quechua un poema al pueblo de Vietnam, cuyo texto acompañaba; me rogaba que de ningún modo lo diese a conocer porque se proponía incorporarlo como dedicatoria al pueblo vietnamita en la novela El zorro de arriba y el zorro de abajo, que estaba por terminar.

Me causó extrañeza que me hiciera tal pedido, puesto que, si bien me había reclamado ayuda otras veces para interpretar textos quechuas, lo había hecho cuando éstos se hallaban anotados en quechua antiguo o en dialectos alejados del ayacuchano-cuzqueño que él manejaba, o cuando no podía identificar los trazos gráficos; jamás cuando él mismo los había escrito. Era un excelente narrador y poeta tanto en castellano como en quechua; de magra ayuda podría servirle en este caso. Además, yo estaba bastante atareado en esos días por la lucha que llevábamos contra una nueva Ley universitaria que había expedido el gobierno mili-tar peruano de la época. Guardé el texto unos días sin leerlo, hasta que una noche me decidí a traducirlo. No tuve dificultades, pero el párrafo final me inquietó: era críptico en la forma, pero transparente en el sen-tido para quien estuviera cercano al pensamiento de su autor. Esas últi-mas líneas dicen, en su versión castellana, que Arguedas revisó y aprobó (JMA, KATATAY, 1984: 57):

“Vietnamita, semejante mío. Recibe este pequeño polvo esencia de mi pueblo, como ofrenda. Te lo entrego, con un poco de rubor pero de pie, firme, no de rodillas.

“Para siempre firme y de pie, por ti, en tu nombre”.

Ciertos puntos esenciales podían extraerse de esos versos, a mi parecer: José María, por el prestigio literario y el ascendiente social que había alcanzado, se veía sometido a solicitaciones y a ofertas de bienes y venta-jas por el sistema de poder capitalista reinante, nacional e internacional, mas las rechazaba firmemente, sin rendirse; por otra parte, no se estimaba en capacidad de encabezar un movimiento liberador, para el cual también se sentía solicitado -por las juventudes universitarias, en primer lugar, y por sectores populares potencialmente. Aunque se estimaba inepto para el liderazgo, señalaba, sin embargo, la vía revolucionaria: la invencibilidad del pueblo, si se rebela y pasa al combate como el de Vietnam; para refor-zar este paradigma, se ofrendaba a sí mismo ‘de pie, no de rodillas’.

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Esta dedicatoria no aparecería, finalmente, en su última novela, porque -me dijo más tarde- ofrecerla al pueblo vietnamita ‘sería muy presuntuoso’ de su parte. En cambio, dio el poema a responsables de la Federación de Estudiantes de la Universitaria Nacional Agraria (F.E.U.N.A.), que lo publicó antes de su muerte en uno de sus boletines mimeografiados. Estaba por salir, igualmente, con otros poemas de Arguedas, en la página central de la revista de la Dirección Universitaria de Proyección Social de la Universidad de San Marcos, cuyo responsable era el arqueólogo Luis Lumbreras; pero el repentino fallecimiento del líder vietnamita Hô Chi Minh, el tres de sep-tiembre de l969, modificó la plana, y, en lugar de los poemas arguedianos, apareció una página ilustrada sobre Hô Chi Minh.

De otro lado, una tarde, pocos días antes de nuestro último encuentro, hacia el 25 de noviembre, reunidos en casa de Racila Ramírez, cantante puquiana en cuya familia José María era muy querido y recibido a menudo, el escritor nos dio a leer una carta que, dijo, acababa de dirigir en quechua y en castellano a Hugo Blanco, dirigente sindical y campesino trotskista, que se hallaba en prisión desde hacía varios años, condenado bajo el cargo de haber organizado una insurrección popular en la región del Cuzco. En la carta, Arguedas expresaba a Blanco afecto y admiración por su gesta y afirmaba compartir la confianza en que se aproximaba el día de la libera-ción del pueblo, que probablemente costaría mucha sangre. El estado de ánimo que traslucía la carta era, sin embargo, contradictorio: “te he escrito -decía-, feliz, en medio de la gran sombra de mis mortales dolencias”; “si ahora muero, moriré más tranquilo”.

Racila le preguntó qué lo había movido a escribir al líder trotskista. Res-pondió que Blanco era quien mejor había interpretado las aspiraciones del campesinado indio y sabido hablarle en su lengua y en sus modos, y mover a la esperanza incluso a los más pobres y despreciados entre los pobres. En especial, le había conmovido, dijo, esa capacidad de devolver la esperanza a quienes, como los siervos de los latifundios serranos, parecían haberla perdido para siempre.

Luego solicitó permiso para retirarse a descansar en un cuarto que gene-ralmente le tenían reservado. Racila y yo quedamos conversando a solas, y ella me manifestó su gran preocupación de que nuestro amigo estuviese tramando algo grave; incluso, le había parecido que llevaba un revólver en su maletín de mano.

Ninguna opción teníamos, sin embargo. En otras ocasiones, José María mismo había tomado la iniciativa de referir a alguno de nosotros sus inquietudes, en busca de consejo o mero desahogo, y conocíamos enton-ces de los altibajos de su ánimo. Pero esta vez sus gestos y el tono de su

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voz eran calmos y revelaban como una paz interior. Nada nos autorizaba a abordarlo con inquisiciones; y si, aún así, lo hubiésemos hecho, habría contestado con un risueño ademán.

Era, pues, del todo probable que las cartas que yo llevaba ahora en mis bol-sillos dijeran algo similar a lo de las que en 1966 dejó encima de una mesa de su casa. Pero ¿qué podía hacer? ¿abrir los sobres y leerlas?; José María sabía que no cometería una incorrección tal y, además, que ‘entendía’ su contenido. Todo estaba bien amarrado. Deshice el andar por la alameda y fui a tomar mi auto para partir a Lima. Sobre el parabrisas hallé una nota de Arguedas en que me rogaba lo buscara para un último encargo; ya en el despacho, me pidió ‘por un momento’ las cartas, sacó dos de sus sobres y escribió algo -tal vez ‘rectificó’ fechas-, las puso en sobres nuevos que cerró después de añadir un billete en uno de ellos, y me las devolvió. Como me quedé en pie, quizá inquisitivo, vacilando para partir, me miró y me pre-guntó algo que seguramente había estado meditando: “¿Crees, Alfredo, que entre los jóvenes estudiantes habrá un nuevo Mariátegui?”; yo creía que sí y eso le dije; entonces exclamó: “¡Gracias!”, se irguió y me dio un abrazo casi triunfal.

EL CRUCERO DE LATAUZACO

Conocía desde años atrás las obras de José María y lo admiraba como escritor -su novela Los ríos profundos fue conmigo a París, y con frecuen-cia volvía a leer sus páginas-; pero nuestra amistad personal se inició a mediados de 1965, siendo él director del Instituto Nacional de Historia, y continuó en la Universidad Agraria, a la que ambos habíamos ingresado como profesores de la Facultad de Ciencias Sociales. La revista de la uni-versidad, Anales Científicos, había acogido un artículo mío, “Los dialectos quechuas”, que habría de resultar fundacional en la dialectología y la his-toria interna y externa de la familia lingüística quechua. Arguedas, eximio hablante del dialecto ayacuchano, había ingresado inicialmente a tiempo parcial, en l962, para dictar un curso de quechua de cuatro horas, el el cual lo remplacé más tarde cuando tomó períodos de licencia; incluso, empe-zamos a desarrollar juntos una nueva metodología de enseñanza; en 1967 pasó a ser profesor a tiempo completo, con despacho en nuestro local.

Al entablar amistad, le sorprendió descubrir que yo había visto casi todos los pueblos y caminos de la sierra por los que él, forzoso andariego desde su infancia, había transitado; y que sabía de muchos más en el Perú y parte de Bolivia; pero, naturalmente, sin una profundidad comparable a la que

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él poseía de los de su región natal, el centro-sur de los Andes. Esto, sumado a nuestro común y profundo respeto por las comunidades andinas y a mi conocimiento de fuentes del quechua antiguo, nos fue acercando cada vez más.

Mi interés por el estudio del quechua estuvo enteramente ligado a la pre-ocupación por el cambio social y político en mi país. Para participar en tal cambio, tenía que empezar por comprender al Perú en su diversidad y complejidad; y hacia allí estuvieron dirigidos mis empeños desde mi pri-mera juventud. Por ello, no me limité a hurgar en las lecturas y la realidad solamente lo relativo al quechua y a otras lenguas nativas, sino a tratar de entender la tan varia geografía, la historia de milenios, el hervor de cultu-ras y las agudas tensiones sociales que hacen del Perú países mil.

Siento que en esta preocupación social y política y en esta ansia de saber el Perú coincidíamos plenamente José María y yo. Su creciente confianza en mí fue, posiblemente, lo que le movió a consultarme, hacia fines de 1965, acerca de una traducción al castellano que había venido efectuando para ser publicada por una entidad multidisciplinaria a la que él pertenecía -el Instituto de Estudios Peruanos (I.E.P.)- y que daba casi por concluida: la de un voluminoso conjunto de textos quechuas de la provincia de Huarochirí (serranías de Lima), de principios del siglo XVII, que había hecho recopilar a la sazón Francisco de Avila, un cura empeñado en destruir creencias y lugares de culto indígenas. Yo conocía bien esos textos porque los había estudiado en la edición trilingüe (latino-hispano-quechua) con el manus-crito fotocopiado, que realizó el filólogo italiano Hipólito Galante en 1942; pero me había restringido a traducir y poner en limpio los fragmentos que estimaba más difíciles de interpretar o más característicos de ese dialecto, efectuando personalmente la transcripción paleográfica.

Me ofrecí, entonces, a revisar la traducción de José María, y, al hacerlo, encontré un buen número de fallas, algunas graves, atribuibles en parte a su desconocimiento de formas y símbolos ya desaparecidos y en mucho a una transcripción paleográfica -no debida a él- equivocada y casi caótica. En posición inicial de palabra, por ejemplo, se confundía toda <h>, real o parásita, con <s>: <(h)ullu> “pene” resultaba <sullu> “aborto”. La compe-tencia lingüística del traductor y los sentidos globales, cuando podían ser captados, le habían permitido salvar muchos escollos, y su capacidad poé-tica, lograr bellas formulaciones; pero las trampas eran demasiadas para poder salir suficientemente airoso.

Ante la evidencia de estas serias fallas, José María me pidió que lo acom-pañara a hablar con el antropólogo José Matos Mar, director del I.E.P., para que ordenara suspender la impresión y permitiera corregir los errores

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más graves. Matos se opuso, arguyendo que ya se había hecho los gastos y estaba casi todo impreso, incluso un estudio biobibliográfico del etno-historiador francés Pierre Duviols sobre Francisco de Avila, y únicamente se esperaba en breve el estudio etnohistórico en base a los textos hua-rochirenses prometido por el antropólogo rumano-norteamericano John Murra. Luego de larga puja, se consiguió que Matos consintiera al menos en el cambio de un número reducido de segmentos breves y en el reem-plazo de dos ‘suplementos’ quechuas que cerraban la traducción. Sugirió, además, que yo hiciera prontamente un estudio lingüístico del dialecto huarochiriense, que se incluiría en el libro por editar, estudio mediante el cual podría enmendar algunos errores de la transcripción paleográfica; y propuso emprender más tarde una segunda edición debidamente corre-gida.

Estos argumentos parecieron convencer a Arguedas, y nos pusimos a intro-ducir las enmiendas y, por mi parte, a la redacción del estudio lingüístico. Infelizmente, cuando me hallaba avanzando en éste, sufrí una gravísima peritonitis que me tuvo al borde de la muerte por más de un mes y me reclamó otros dos meses de recuperación. Mi estudio quedó en nada por la urgencia de la publicación, y ésta salió en esos meses bajo el título de Dioses y Hombres de Huarochirí, con la transcripción paleográfica fallada, la hermosa traducción de Arguedas y el excelente trabajo de Duviols, y sin el estudio etnohistórico de John Murra.

Yo había apostado a Arguedas -sobre seguro- que el antropólogo rumano-norteamericano no haría el estudio etnohistórico sobre los textos de Hua-rochirí; porque éstos, en lugar de sustentar sus tesis -místicas, innatistas, de sociedades andinas siempre solidarias, sin ricos ni pobres, y de ‘archipiéla-gos multiétnicos’ cuyos recursos explotaban sin conflictos las más diversas etnias-, las contradecían flagrantemente, con sus Huatyacuri comedores apenas sólo de papas, y sus Tutaykire conduciendo guerreros desde las punas para despojar violentamente a los yungas costeños de sus valles cáli-dos y de sus preciadas tierras de coca.

Latauzaco es el nombre de un cerro situado en algún punto de las ver-tientes oceanopacíficas del Perú central, en camino de la costeña ciudad de Lima al pueblo serrano de Huarochirí; allí se daban (¿o se dan?) cita, de tiempo en tiempo, desde época inmemorial, los zorros mágicos que se menciona en uno de los textos en quechua de Huarochirí. De los zorros, el uno llega a la cita bajando de la sierra, y el otro, subiendo de la costa.

Creo que la fuerte compenetración que José María y yo alcanzamos pudo darse porque él era un ‘zorro de arriba’ que había sabido bajar al litoral, y yo, un ‘zorro de abajo’ que había sabido subir al Ande. El

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último encuentro que tuvimos en La Molina -vía igualmente de Lima a Huarochirí- había sido quizá nuestro cruce definitivo por los senderos de Latauzaco.

En todo caso, los zorros magos habrían de constituir, como sabemos, per-sonajes de importancia -actores, intérpretes e inspiradores, o un personaje múltiple, ubicuo e intercambiable- de la novela última, sobre Chimbote, el Perú y el mundo, que Arguedas comenzaría a escribir en 1968 y que, enla-zada con su propia muerte, dejaría para publicación póstuma con el título precisamente de El Zorro de arriba y el Zorro de abajo.

EL DEMONIO FELIZ

Rumbo al centro de Lima, en los más o menos sesenta minutos que se requería durante las horas de congestión vehicular para hacer el trayecto de La Molina a la librería “El Sótano” -donde debería encontrar a los des-tinatarios de los sobres: a Sybila, secretaria, y Francisco Moncloa, el propie-tario- fui examinando la situación y recordando los temas principales de mi extensa charla con Arguedas. Se me hacía claro que, al dejar la última nota sobre el parabrisas del coche, la intención de José María había sido la de asegurarse que yo partiese; en cuanto lo hubiese verificado, apenas per-diese mi carro de vista, haría su tentativa de suicidio; ya la habría hecho, entonces. Yo únicamente había podido prolongar su vida un día, el de la víspera, cuando no adelanté nuestro encuentro.

Al empezar nuestra charla, el 28, no me aventuré a inquirir cuál era la cuestión que le preocupaba tratar. Me sugirió salir en su carro o en el mío por los alrededores del campus adonde no hubiese ocasión de toparnos con alguien que pudiese interrumpirnos; y así lo hicimos, alternando de coche y yendo a varios lugares vecinos y tranquilos a lo largo del día, salvo en cortos momentos de atención en oficina; pero José María no planteó un asunto en particular; estuvo jovial y relajado casi todo el tiempo, y pasa-mos, como en ratos de ocio, de un tema a otro, aunque tocando los que más cercanos sentíamos: Cuba -donde yo había estado en 1965 y él en 1968 como jurados de los premios Casa de las Américas, él de Literatura, yo de Ensayo-; la derrota de las guerrillas en el Perú y en Bolivia; la muerte de Che Guevara; el Mayo 68 de París; las resistencias estudiantiles en el Perú a la Ley universitaria impuesta por el gobierno de Velasco; la adhesión de algunos ‘progresistas’ a ese gobierno militar; la guerra de Vietnam; la imposibilidad de instaurar el sistema socialista por la vía pacífica; el futuro de nuestro país inmenso, hermoso y diverso.

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Le propuse, entonces, irnos a recorrer su tierra natal, Andahuaylas, de la que yo guardaba un agradable pero ya lejano recuerdo de mi primera visita, a los diecisiete años; o la zona del caluroso y encajonado pueblo de Abancay y de su vecino río profundo, o la provincia de Lucanas; en ésta quería ver el pueblo antiguo de Aucará, misteriosas ruinas de una ciudad milenaria que describe una relación colonial del siglo XVI. Habían sido ésos los escenarios más íntimos de casi todos los relatos arguedianos. El des-cartó mi propuesta; temía regresar, dijo, porque la gente de muchos de esos lugares había cambiado demasiado, para bien y para mal, tanto que ya no lo soportaría; que los jóvenes solían reír de las creencias de los ancia-nos y él prefería guardar vívidas en la memoria las imágenes que grabó de niño. Tenía razón.

De los tiempos bellos,de los sitios bellos,de los seres bellos,hay que irse prontoy jamás volver.

Fue un breve instante de añoranza, que pareció desechar para contarme, risueño, que acababan de asignarle el dictado del curso de Sociología Urbana para el siguiente semestre académico. “¡A mí -exclamó- que no sé lo que es ciudad! ¡Dicen que porque he estudiado Chimbote, el mayor puerto pesquero del mundo! ¡Pero si Chimbote no es ciudad; es una mez-colanza de brebajes!”. Le ofrecí reclamar para que le dieran otra asigna-tura; pero me interrumpió, diciendo: “¡Dejémoslo así! ¡De todas maneras, no lo voy a dictar!”. Me sentí pillado: por más que él siempre había sido responsable y circunspecto, olvidé que ahora estábamos en un diálogo de zorros.

Durante el almuerzo, corroboró su estado de buenaventura, su adiós sin penas, de ‘demonio feliz’ (como él mismo se había calificado un año antes al recibir el premio ‘Garcilaso de la Vega’). Me sugirió ir a un pequeño restaurante de japoneses, de muy buena cocina, situado dentro de un campo de experimentación agrícola lindante con la universidad, al que había que acudir temprano para coger mesa; fuimos al momento, y él, de entrada, pidió media palta; yo sabía que la palta le agradaba, pero que nunca la pedía porque ‘no le sentaba bien’; y al ver que virtual-mente la estaba devorando con regocijo, volví a pillarme: “Ojalá no te haga daño”, le dije; me replicó “Hoy nada me hace daño”; y pidió la otra mitad.

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Unicamente al fin del día, cuando detuve el coche frente a nuestro local del Departamento de Ciencias Humanas, se puso serio y caviloso; estuvo un rato en silencio, y luego contó que la víspera, solo en su casa, había estado varias horas grabando cantos andinos para Sybila. Tenía Arguedas una voz melodiosa y entonaba con sentimiento. Sucedió, sin embargo, que Sybila llegó demasiado cansada y no quiso oírlos esa noche, sino al día siguiente, y se fue a dormir. Contrariado, José María borró toda la grabación.

Esto fue un preámbulo a sus confidencias, porque seguidamente empezó a hablar de su vida con Celia, su primera esposa. Sostuvo que no se sintió feliz con ella; que, en realidad, fue un prisionero de Celia y de su hermana Alicia, quienes al parecer lo cuidaban solícitamente, pero manejando celosa y posesivamente todos sus vínculos con el exterior, incluso con los amigos que él mismo llevaba a su círculo; de modo que, cuando se separó de Celia, todos o casi todos lo censuraron y quedó en el vacío. Lamentaba profunda-mente, dijo, no haber sabido liberarse de ese cerco engañoso y asfixiante cuando aún era joven, muchos años atrás.

De pronto, habló de mí. Lo hizo dejando de tutearme y tratándome de ‘usted’, gravemente. “Perdóneme -me dijo-, pero por su bien, por lo que he observado de su vida familiar y por mi propia experiencia, que acabo de contarle, le aconsejo que se separe de su esposa; usted es también su prisionero y su víctima; si no se separa lo antes posible, lo va a destruir”. Me sorprendió que Arguedas, siempre tan respetuoso de la vida ajena, se atreviese a tocar tal punto; pero ésta era una jornada especial. Yo me sentía fuerte, sin embargo, frente a cualquier agresión. Agradecí a José María por su advertencia; y allí terminó nuestra charla. [Años después, sería un psiquiatra, al que acudimos mi mujer y yo para una ‘terapia de pareja’, quien ‘dictaminase’ la necesidad de nuestra separación y de mi supervivencia].

Fuimos al despacho y me dio los sobres, que puse en los bolsillos de mi pesado sobretodo...

RECOGIENDO LOS PASOS

Cuando llegué a la librería “El Sótano”, Sybila y Francisco Moncloa habían salido apresuradamente no mucho antes, según me dijo la única empleada que había quedado atendiendo al público; desde alguna clínica, cuyo nombre ignoraba, habían llamado telefónicamente de emergencia avi-

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sando que Arguedas había sufrido un accidente. Quedé aguardando otro aviso que me orientara. A los pocos minutos se presentó en la librería Juan Larco, un escritor y amigo que estaba residiendo desde hacía diez años en Cuba y de cuya venida a Lima yo no estaba enterado. Después de saludar-nos, me dijo que tenía una cita con José María, acordada pocos días antes para ese mismo lugar y esa misma hora. “Arguedas se ha matado y tengo conmigo sus cartas de despedida”, le dije a mi vez, indicando los motivos de mi convicción. Viendo mi pesadumbre, me sugirió esperar en un bar de al lado, tomando algún café, y trató de que me sintiera libre de toda culpa: “Son -afirmó- las bromas que la muerte le juega a la vida; a mí también me las acaba de hacer”.

En realidad, más tarde me fui enterando de varias trampas más que José María había tendido y que tomarían coherencia quizá sólo en su cielo interno: había quedado en ir a cenar esa misma noche, simultáneamente, en varias otras casas de amigos, que lo estuvieron aguardando con las mesas puestas por largas horas. Así lo hizo con Racila Ramírez; con Máximo Damián Huamani -el violinista de San Diego de Ishua, a quien, y al poeta Emilio Adolfo Westphalen, dedicó finalmente su última novela-; con su hermana Nelly; y no recuerdo con quiénes más.

En una parte del Perú (la costa central, la región acerca de la cual puedo hablar con mas certeza), se dice que quien fallece va inmediatamente a ‘recoger sus pasos’ por los lugares que más ha querido, y que a veces se escucha su descaminar. En ciertas regiones de la sierra, en memoria de una tradición milenaria según la cual antiguamente los hombres, renaciendo al quinto día de morir, volvían a su hogar, se celebra en ese quinto día la ceremonia de la pichqa, que consiste en alistar una cena con las viandas que el finado prefería, y aguardarlo todos los familiares juntos hasta cierta hora para comer con él. Arguedas, zorro de arriba aclimatado abajo, debe haber combinado creencias a fin de que su presencia/ausencia fuese sen-tida en muchos lugares esa misma noche.

El escritor se había dado un balazo en la sien, y se hallaba internado en el Hospital del Empleado -descerebrado, clínicamente muerto, pero con el corazón latiendo. No lo pude ver, pero estuve varias veces junto a un pequeño cuarto donde lo habían instalado con un aparato amplificador de sonido; por cuatro días, hasta el dos de diciembre, se pudo escuchar el latido rítmico de su corazón. Habría tenido corazón para siglos.

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EL ÚLTIMO DIARIO

El Rectorado de la Universidad Agraria me encomendó que organizara todo lo relativo al velatorio y al sepelio de José María, con plena auto-ridad y de acuerdo con los deseos expresados al respecto por el escritor en sus últimos documentos. A mi vez, pedí la asesoría y el respaldo activo de todos los estamentos universitarios, en particular del estudiantil, como José María lo había reclamado.

Escogí para velarlo un pequeño y acogedor edificio junto al Rectorado que había sido el antiguo local de la biblioteca, asignado después para oficinas, al que se dejó libre para instalar la capilla ardiente. El local estaba rodeado de jardines y césped y a su vera, casi en la puerta de entrada, se erguía un hermoso pisonay, el árbol cantado con lirismo en varias narraciones argue-dianas.

El velatorio duró toda la noche. Hubo ofrendas florales de diversas ins-tituciones, entre ellas las de varias organizaciones de izquierda, incluido el Partido Comunista ‘oficial’. Celia, Sybila y amigos de todos los tiempos vivieron a recogerse un momento. Afuera, grupos de trabajadores y de estudiantes encendieron fogatas.

El desfile mortuorio se inició cerca de la plaza Dos de Mayo, adonde con-fluyeron profesores y estudiantes de La Molina, San Marcos, la Cantuta y otras universidades, así como delegaciones de trabajadores. Desde allí hasta el Cementerio El Angel, donde se efectuó el sepelio, los estudiantes fueron enarbolando banderas de Cuba y Vietnam y entonando “La Inter-nacional”, en tanto que, alrededor del féretro, iban ‘danzantes de tijeras’ bailando al sonido de violines y arpas. Todo lo que José María había que-rido ver y oír.

En el cementerio, en medio de autoridades universitarias, los amigos más cercanos y Sybila y el edecán presidencial, se realizó la ceremonia oficial; en la que habló con plena libertad -como lo había estipulado Arguedas- el entonces presidente de la Federación de Estudiantes de la Universidad Nacional Agraria, Alberto González, mientras yo me limité a leer en voz alta el “¿Ultimo diario?” arguediano. Durante la inhumación misma, Nelly -la hermana- y Racila Ramírez entonaron juntas yaravíes andinos.

Un antiguo amigo de José María, a la vez su abogado, José Ortiz Reyes, quien en l937-1938 sufrió con él prisión en la cárcel de El Sexto por sus comunes acciones antifascistas y de respaldo a la República Española, escri-biría al día siguiente, 5 de diciembre, en su diario: “El sepelio fue ayer. Numeroso acompañamiento. Los estudiantes lo llevaron desde el hospi-

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tal Dos de Mayo hasta el cementerio cantando “La Internacional”. En el cementerio, casi sin discursos, por encargo de José María, hubo en cambio música indígena, quena, arpas. Hecho singular”

(Ortiz, 1996: 38). Siquiera por ese día -y prefigurando un tiempo que ha de venir- Arguedas había logrado lo que en vida deseara: juntar ‘todas las sangres’.

Si el nervio crítico de la revolución mundial hubiese estado en esos tiempos, no en Vietnam, sino en España, como en los años 1936-1939, los estudian-tes habrían enarbolado la bandera de la República Española y banderolas rojas, y coreado igualmente “La Internacional”.

El mismo J. Ortiz, aludiendo al repudio general que los universitarios san-marquinos, y en especial un grupo en el que se contaba Arguedas, expre-saron en junio de 1937 a la presencia en el claustro académico del general italiano Camarotta, recuerda que en San Marcos “los estudiantes estába-mos al tanto de los acontecimientos mundiales y tomábamos partido. Había entre los estudiantes verdadera identificación con la causa de la República Española y total aversión al fascismo. Vimos en el personaje que nos visi-taba a un representante de aquel fascismo que alentaba los bombardeos contra pueblos españoles. Naturalmente, empezamos a protestar contra su presencia, hasta que ocurrió lo que todos saben: Camarotta recibió una sonora y humillante silbatina” (Ortiz, 1996: 26).

Como bien dice J. Ortiz, el entierro de José María se realizó de acuerdo con lo previsto por el propio escritor. Va, pues, descaminado el sociólogo fran-cés Henri Favre, cuando afirma, en un reciente artículo, que “una cierta izquierda nacionalista” transformó el sepelio “en un mitin político”, y -más dramáticamente- que hizo “aprovechamiento para fines políticos de su cadáver aún tibio” (Favre, l996: 24, 31).

En cambio, Mario Vargas Llosa escribe correctamente que en los fune-rales fue acatada la voluntad de Arguedas, según las instrucciones que dejó. Yerra, sin embargo, al sugerir, en su ensayo La Utopía Arcaica, que las manifestaciones estudiantiles que lo acompañaron fueron, de algún modo, excesivas: “ ... Arguedas, que había sido en vida un hombre retraído y tímido, sin filiación partidaria -dice-, tuvo un entierro espectacular y de claro tinte político, pues los estudiantes que lo escoltaron hasta el cemen-terio El Angel fueron cantando por las calles La Internacional y enarbo-lando banderas de Vietnam del norte y de Cuba, con las que envolvieron su ataúd”.

En el mismo ensayo, no obstante, Vargas Llosa relata cómo este hombre ‘retraido y tímido’ fue parte del grupo decidido y firme de estudiantes

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sanmarquinos antifascistas que, entonando “La Internacional”, embistió contra el protegido general Camarotta para tratar de echarlo a la pila del Patio de Derecho de San Marco; y cómo, por esta acción, sufrió un año de cárcel en la prisión de El Sexto, en 1937-1938 (Vargas, 1996: 13-14, 109-110). Si bien el reconocimiento (o el desquite) venía muchos años después, Arguedas -es obvio- lo merecía y lo deseaba.

Vargas Llosa pone en duda también la aptitud de Arguedas para ser un militante por esa carencia de ‘filiación partidaria’; pero, contradictoria-mente, le reconoce un período, de mediados de los años treinta a prin-cipios de los cuarenta, ‘de abierta militancia política’ en favor del Partido Comunista Peruano (Vargas, 1996: 108, 144).

Estimo, por mi parte, que Arguedas se apartó del PCP porque éste se alejó de la doctrina mariateguista -de la convicción y la fe socialistas que Mariá-tegui reclamaba.

En cuanto a la manera en que se desenvolvieron sus funerales, es claro que correspondió a los deseos de José María: baste considerar el hecho mismo de que escogiera, para quitarse la vida, no su domicilio particular, sino el edificio de Ciencias Sociales de la Universidad Agraria, en tiempos de aguda politización en el Perú y en el mundo -agravada, en el caso de la universidad peruana, por la lucha contra una nueva Ley Universitaria que el escritor había repudiado públicamente-; y el que dirigiera una carta final “al Rector y a los jóvenes estudiantes” pidiéndoles explícitamente que aco-gieran y acompañaran su cuerpo “hasta el sitio en que deba quedar defi-nitivamente”. Y el que me eligiera como el mensajero de sus documentos finales, se debió sin duda, tanto a nuestro mutuo aprecio y a la afinidad de nuestras ideas, como al hecho de que yo gozara de un respeto bas-tante general de todos los estamentos de la Universidad Agraria, con lo que garantizaría el cumplimiento de sus últimas voluntades.

En realidad, Arguedas montó tan cuidadosamente el escenario y el acto de su suicidio, urdió tan sabiamente la trama, con tan medido suspenso, que hasta hoy hay quienes siguen tratando de enterrarlo.

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LOS TIEMPOS DEL PERÚ

LO “INDIO” DE 1492 AL PRESENTE

Intentar definir a los pueblos nativos de América pudo ser sin duda una tarea de extrema complejidad hace medio milenio. Dar hoy una definición de la América indígena -circunscribirla, deslindarla, situarla en sus pará-metros básicos- es un reto mayor todavía, puesto que los términos mismos de esa complejidad primera se han tornado difusos en los siglos transcu-rridos.

Si alguien hubiese podido recorrerla por entonces detenidamente, habría observado diversos tipos físicos, muy variadas costumbres, niveles marca-damente diferentes de manejo tecnológico y de organización sociopolítica y, sobre todo, numerosísimas (no menos de dos mil) lenguas distintas -cri-terio etnolingüístico al que hoy se suele recurrir en la clasificación antro-pológica-; y a ninguno de tales rasgos habría podido negarle la calidad de ‘indígena’ -de “indio” como se dijo en España antes de advertir que se estaba ante un ‘nuevo’ continente; o de ‘americano’, como se diría luego con significado inicialmente cuasi sinónimo.

Ahora, cinco siglos después, profunda e irremediablemente transtornado ese estado original: destruidos con la conquista europea sus más altos logros civilizatorios -aparatos productivos y organizativos, cuadros intelec-tuales y artísticos, centros de culto y gobierno, reinos y ciudades-, extingui-dos muchísimos de sus pueblos e idiomas por inacabables expolios; y con otras razas, otras lenguas, otras culturas -con otros continentes- metidos en América ¿en qué puede consistir la identidad de un indígena americano?

A esta complicada realidad configurada en el transcurso de esos cinco siglos, han venido a sumarse fenómenos recientes, de los últimos cin-cuenta o cuarenta años apenas, como el crecimiento poblacional explosivo en América Latina -uno de los más altos del orbe y que se da también en muchas ‘minorías’ amerindias-; el incremento de la situación de pobreza y desamparo, mayor precisamente entre la población indígena; el proceso masivo de migración interna, desruralización y aglomeración urbana -esto es, de ‘reconquista’ de un espacio citadino, pero sin recuperación del poder

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económico y político-; el rápido progreso de los transportes, la radio y las telecomunicaciones; etc.. Fenómenos que han vuelto más intrincado el panorama y más difícil aún la definición de la etnicidad americana (de lo ‘indio’, o lo ‘no occidental’ dicho vagamente), y la determinación de su vigencia y su fuerza en la actualidad.

Debe estar claro, en cualquier caso, que, pese a la enorme y drástica reduc-ción de la diversidad étnica americana desde hace medio milenio, aún queda por realizar una ingente, y cada día más premiosa, labor antropo-lógica de apoyo y de estudio de los pueblos indígenas americanos; pero, igualmente, debe cobrarse conciencia de que ‘lo indio’ en la América de hoy no es exclusiva, ni prioritariamente, un problema etnológico, sino una cuestión sociológica, que se inserta en el marco clasista y semicolonial de cada país latinoamericano. En los párrafos que siguen, trataremos de con-signar a grandes trazos el proceso de esta transformación.

Cuando se procede a la identificación y clasificación de grupos étnicos, se ha de tener en mente que los indicadores de ‘tipo racial’, ‘cultura’ e ‘idioma’ son históricamente disociables. El esfuerzo por establecer la separación entre ‘raza’ y ‘cultura’ ha ocupado buena parte del siglo XX, incluso con períodos de trágico retroceso, como el período nazi -que llevó a doctrina el racismo: un proclamado vínculo entre determinados conjuntos de rasgos físicos (siempre bastante difíciles de definir) y niveles de ‘inteligencia’, y habló (y habla) de ‘superioridad de raza’. Apenas se ha esbozado, en cambio, el deslinde, también metodológicamente nece-sario, entre ‘cultura’ y ‘lengua’, deslinde dificultado por su muy estrecha ligazón.

La historia americana del último medio milenio es rica en fenómenos de ruptura entre caracteres somáticos, idiomas y tradiciones; y, en el plano específicamente lingüístico, de mudanza de lenguas, de plurilingüismos y aún de glotogénesis (los ‘créoles’, por ejemplo): y todo indica que sucedió lo mismo en la América precolombina, sobre todo en las áreas agro-urba-nas más avanzadas.

Años atrás, por ejemplo, se sostuvo que en la cuenca hidrológica cerrada de los lagos Titicaca-Poopó-Coypasa, en el Altiplano peruano-boliviano, sobrevivía un grupo humano, los uros, caracterizado por ciertos rasgos físi-cos láguidos ‘paleoamericanos’, por una cultura ‘primitiva’ de cazadores-recolectores y por una lengua propia, la uru-chipaya o uruquilla, que se suponía oriunda de la selva amazónica; los más conspicuos sostenedores de esta teoría reconocían ya, sin embargo, que parte de los individuos de esa ‘raza’ se habían transformado en agricultores-pastores, o que hablaban también, o únicamente, otras lenguas: puquina, aymara o quechua altiplá-

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nico, castellano incluso. Esto es, que el conjunto de rasgos ‘originales’ del grupo lacustre propuesto se había disociado.

Tras la conquista de América y los consiguientes aportes étnicos foráneos, este proceso ha producido muchas situaciones peculiares. Una de éstas, en la que han resultado armónicamente asociados rasgos étnicos de la más disímil procedencia, es la de los garífunas o ‘caribes negros’. Ya los primeros navegantes y soldados españoles habían advertido en las islas Antillas una intensa contienda desatada por grupos lingüísticamente caribes contra poblaciones arahuacas. En una de las Pequeñas Antillas, la isla hoy llamada San Vicente, guerreros caribes habían aniquilado a la población masculina arahuaca y posesionándose de sus mujeres; la socie-dad resultante, a través de la crianza materna, adoptó entonces la lengua arahuaca -el iñeri o ‘caribe isleño’- como medio de comunicación. Más tarde, de los siglos XVI a XVIII, esclavos negros fugitivos de otras islas fueron llegando en número creciente a San Vicente y tomando para sí mujeres indias, hasta hacer predominante en la población isleña rasgos somáticos y culturales africanos, pero conservando en lo esencial el iñeri. Estos ‘caribes negros’, rebelados contra el poder colonial inglés, fueron masivamente trasladados a fines del siglo XVIII al litoral de la actual Hon-duras, donde en parte permanecieron y en parte se extendieron hacia la costa atlántica de Nicaragua y hacia Belice, lugares en los que se mantie-nen relativamente aislados, desenvolviendo su peculiar cultura. De este modo, el arahuaco, a través de uno de sus idiomas, puso pie por primera vez en Centroamérica, y descendientes de africanos hablan hoy en ame-rindio.

De 1492 a hoy, muchos grupos indígenas se han ‘recompuesto’, fusionán-dose y adoptando un idioma común; éste puede ser una lengua amerin-dia, como el quechua, por ejemplo, o una ‘mixtura’ de las que hablaban los grupos originarios (como el callahuaya del noreste boliviano, ‘híbrido’ del puquina que usaban los oriundos del lugar y del quechua que trajeron consigo los ‘mitimaes’ o colonos incaicos); o puede, asimismo, consistir en un idioma de origen europeo: esto es, que se pudo mudar a una habla no americana sin dejar de ser amerindio.

En cuanto a corrimiento de una lengua amerindia a otra entre grupos indí-genas, han sido muy numerosos los casos observados en los siglos recien-tes. Los más estuvieron condicionados por la necesidad de las economías coloniales europeas de extender entre los nativos las lenguas indígenas ‘más generales’ ante la imposibilidad de difundir sus propias lenguas -cas-tellano, portugués, etc.-, por entonces enteramente minoritarias; de este modo, se ‘facilitó’, por ejemplo, la extensión de las variedades más gene-

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rales del quechua a lo largo de toda la cordillera andina; el quechua erra-dicó así, en poco más de un siglo, a los idiomas originarios de las sierras ecuatorianas y el noroeste argentino, de la mayoría de los cuales no nos ha quedado siquiera testimonios escritos.

Ha sucedido también que sociedades originariamente americanas han alcanzado un alto grado de ‘occidentalización’ sin abandonar la lengua amerindia. Un caso tratado ampliamente en la literatura sociológica y lin-güística es el del mantenimiento de una variedad de guaraní, idioma de la macrofamilia tupí, como el habla de la mayor parte de la población del Paraguay. Diversos factores históricos -débil presencia de colonos españo-les y, sobre todo, de españolas; escasez de metales preciosos u otras rique-zas en su territorio; aislamiento prolongado respecto de las principales vías de comunicación y comercio, y necesidad para España, sin embargo, de guardar allí una plaza militar para tener a raya a las etnias indígenas belicosas y, principalmente, para contener la expansión portuguesa en el área; intervención de los sacerdotes jesuitas en la constitución entre los indígenas de misiones católicas enteramente gobernadas por esa orden religiosa, etc.- terminaron por convertir a sociedades tribales guaraníes en sociedades agrarias indohispanas; mestizas, pero con predominancia en su base social de los componentes racial y lingüístico amerindios. En realidad, estamos aquí frente a una sociedad comparable por su comportamiento cultural con la nicaragüense o la salvadoreña actuales, aun cuando con-serve -si bien influido por el castellano y en interacción con éste- el manejo predominante de un idioma americano.

Tal no parece ser el caso de los actuales grupos quechuas y aymaras de Ecuador, Perú y Bolivia. Si bien en las últimas centurias la mayor parte de éstos, en variada medida, ha aceptado por imposición o -cuando su pau-perizada economía se lo permitió- se ha apropiado por decisión espontá-nea de elementos ‘occidentales’ útiles para su bienestar, las ‘sociedades nacionales’ respectivas -esto es, los sectores que manejan el poder en cada país- siguen mirándolos con menosprecio por sus rasgos raciales, sus cos-tumbres y trajes ‘anticuados’ y sus lenguas, y guardando respecto de ellos una ‘distancia social’, con elementos supérstites de la sociedad escindida que diferenció en el siglo XVI a la “nación española” (peninsular o criolla) de la “república de los indios”, y de la compleja sociedad de castas que se estableció en los siglos ulteriores a raíz de la importación de esclavos afri-canos y de los múltiples mestizajes ocurridos. A su vez, los grupos nativos así discriminados, para mejor protegerse, trataron de mantener su cohe-sión a través de la defensa comunal solidaria de sus rasgos vigentes de identidad cultural y lingüística.

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De todos modos, el status de prestigio ganado por el castellano como idioma de los conquistadores y de sus sucesores directos en el poder polí-tico hizo y hace de él la lengua dominante (inclusive en un país como Paraguay, aunque su uso sea menos generalizado allí que el del guaraní paraguayo). Esta fue precisamente la situación en países de Mesoamérica y de la América andina hasta el siglo XIX: un castellano minoritario en cuanto a número de hablantes frente a las lenguas nativas; pero, ya enton-ces como ahora, idioma del poder. Y ésta continúa siendo la realidad en vastas regiones de Guatemala, Bolivia, Perú y Ecuador; si bien durante el siglo XX un elevado número de comunidades ‘indias’ haya pasado a hablar, predominante exclusivamente, el castellano -como ha sucedido en la sierra norteña del Perú.

Lo ‘indio’ es, hoy, el corolario de medio milenio de expoliación de las socie-dades oriundas americanas; de la succión de sus recursos y su fuerza de trabajo por la estructura sociopolítica colonial y feudal y por el capitalismo semicolonial extranjero; de la secular ausencia de economías dinámicas a nivel nacional y regional que fuesen capaces de movilizar esa fuerza de tra-bajo de manera autónoma y en su propio provecho. Es la expresión actual, o de siglos de resistencia social lograda en torno a antiguas o menos anti-guas pautas culturales cohesionadoras, en perenne acomodo dentro de marcos de pobreza; o de la mera supervivencia de grupo desculturado y en perdición.

El capitalismo, que ha penetrado en diversos modos y en variable grado todo el tejido económico latinoamericano. ha ‘integrado’ ya, pero en la marginalidad, a ese sector ‘indio’, desechable porque no le reporta benefi-cios, y cuya activación no le interesa -por el momento al menos.

Lo que cuenta, entonces, para la calificación de un grupo como ‘indio’ es el que éste, marcado por un empobrecimiento y una marginación seculares, se autoidentifique de esa forma o el que la sociedad nacional dominante (‘blancos’, ‘criollos’) lo mire y trate desdeñosamente como tal en razón de sus características raciales o de la posesión de rasgos culturales ‘no modernos’.

UN VIEJO ORGULLO ANDINO

Examinar los diferentes niveles socioculturales existentes en América en l592, en especial los socioeconómicos, brinda en parte la clave para enten-der el ‘destino’ de cada pueblo americano tras las conquistas europeas e, inclusive, de su situación y conducta en la actualidad.

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Para el período preconquista, puede separarse a los pueblos americanos en dos grandes grupos: 1º, aquellos que se encontraban en nivel pre-urbano: paleolíticos o neolíticos aldeanos; y 2º, aquellos que habían constituido ya, desde siglos atrás, sociedades urbanas altamente jerarquizadas. En el primer caso, la capacidad tecnológica y organizativa para producir un excedente almacenable o expropiable, o no existía (paleolíticos de la mitad septen-trional de Norteamérica, de la Sudamérica pampeana y austral, de algunas zonas de la Amazonía y el Chaco y los uros del Altiplano perú-boliviano), o no era elevada (pueblos del Caribe y Centroamérica, de la Amazonia-Ori-noquia, de la Araucanía, e, inclusive, de la altiplanicie colombiana). En el segundo caso, se había alcanzado una alta capacidad productora agrícola y artesanal y la población del campo, sedentaria desde milenios atrás, venía siendo educada y encuadrada plurisecularmente para rendir una fuerte tri-butación en favor de las ciudades, las capas señoriales, los templos y depó-sitos, con fines de comercio, reserva social o enriquecimiento de las clases dirigentes (sociedades mesoamericanas y andinas, principalmente México, Guatemala, Ecuador, Perú y Bolivia).

Los pueblos del primer grupo, o fueron extinguidos prontamente ante el trato y las exigencias de los invasores, o sobrevivieron diezmados, refu-giándose, cuando pudieron hacerlo, en selvas impenetrables o desiertos inhóspitos, donde todavía permanece alguna parte de ellos. Aun puede marcarse, desde los primeros decenios de la presencia hispana, una suerte diferente para la población masculina y la femenina: la primera mayori-tariamente sucumbió en los enfrentamientos con desiguales armas, los ‘castigos’ y la sobreexplotación en trabajos de intensidad inhabitual para sociedades tribales (lavaderos auríferos, extracción de perlas, siembra de caña, cultivo intensivo de alimentos, potaje excesivo); la segunda sufrió el amancebamiento o la violación, pero guardó en general la vida, para pro-crear mestizos indohispanos que irían a constituir una porción apreciable de los ‘españoles’ americanos.

El aislamiento ha preservado en las etnias supérstites del primer grupo -aunque sin duda deterioradas- costumbres y lenguas. En ellas se encuen-tra, comparativamente, la mayor diversidad de idiomas, con muchísimos rasgos peculiares cuyo estudio enriquecería la teoría lingüística general. Componen, pues, un tesoro lingüístico y etnológico, además de humano en lo que respecta a derecho a la vida como individuos y como entidades sociales.

Los del segundo grupo sufrieron igualmente una terrible baja (la pobla-ción de toda América se redujo en 90% en el siglo que siguió a 1492; cf. Sánchez-Albornoz, l994: 53-74). Sin embargo, la complejidad que habían

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alcanzado en cuanto sociedades agrarias y urbanas; la disciplina laboral y la alta productividad de su base social; la estricta jerarquización de sus estamentos, etc., les permitió superar la hecatombe, para convertirse en ‘vasallos’ del rey de España y sustentar con sus trabajos y tributos a los encomenderos hispanos y a las cortes virreinales.

Aquí, en cuanto al área andina, debemos distinguir las contingencias demo-gráficas ocurridas en la franja litoral oceánica respecto de las habidas en la sierra desde los primeros episodios de la conquista: la costa sufrió una despoblación nativa fulminante, que implicó el abandono y la destrucción de lo esencial del aparato productivo en sus valles; los indígenas costeños -que poca resistencia podían ofrecer a la caballería hispana en los llanos- fueron forzados a ‘auxiliar’ a los españoles en sus conquistas y ‘entradas’ a la sierra, a la costa extremo sur (Chile) o a la selva; a enfrentar la rebelión de Manco Inca en la sierra central y sur, y a servir a alguno de los campos en las cruentas guerras civiles españolas que incendiaron por dos lustros el ex Tahuantinsuyo.

La mayoría de los valles costeños quedó virtualmente despoblada de indí-genas, y ‘repoblada’ con esclavos negros; además, por la suavidad de su clima, la proximidad al mar y la consiguiente facilidad de comercio con la metrópoli, varias villas (pueblos) de españoles surgieron en el litoral, y fueron como postas de Lima hacia el norte y hacia el sur durante la admi-nistración colonial. En estas condiciones, hacia 1700 la castellanización de los valles costeños era un hecho consumado.

Es importante subrayar que las sociedades andinas, a las que las huestes españolas hallaron reunidas en su expresión política imperial, el Tahuan-tinsuyo, habían alcanzado un nivel civilizatorio que en muchos aspectos superaba al de Europa. Poco podía ofrecer ésta, en verdad, a pueblos que, en un esfuerza de milenios, habían logrado desarrollar la agricultura más diversificada del mundo, tanto en especies y variedades, cuanto en tecno-logías aplicadas para producir vida vegetal desde el nivel del mar hasta el nivel del hielo: en los arenales áridos, en las punas gélidas o en las empina-das laderas, quitándole tierra al cielo; que habían avanzado sorprendente-mente en procesamientos y almacenamiento alimentarios, estructura vial y organización poblacional; que si bien no habían inventado la rueda -inser-vible en los médanos costeños, la infructuosa serranía y las marañas de la jungla- sí habían, en cambio, domesticada ‘inventado’ a la llama, todo terreno y frugal; que habían obtenido más de 400 variedades de papas,

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100 de maíces, 50 de ajíes, de frijoles y pallares y de calabazas; diversida-des de quinuas, maníes, yucas, camotes, ollucos, tomates, mashwas, ocas, tabaco, cacao, coca, etc.; algodones de casi todos los colores; las más finas lanas; hierbas medicinales y aromáticas ... . La presencia de Europa no era aquí necesaria; era enteramente prescindible.

Esto es lo que subraya Arguedas, con un viejo orgullo andino, en su poema bilingües “Llamado a algunos doctores”, de julio de 1966.

Los invasores hispanos tenían, frente a los guerreros de América, como frente a los de Asia o Africa, la indudable superioridad de sus instrumen-tos y técnicas militares, la junción de elementos ofensivos más efectiva en el mundo de entonces; a la que, en la mayoría de ellos, se sumaba, en el terreno moral, un ansia irrefrenable de enriquecimiento, una absoluta carencia de escrúpulos para las tretas y el engaño y una total ausencia del sentido del honor como vencedores y de la merced con los vencidos. En verdad,

Dieron a España Américacaballos, hierro y perros;y España, para haberla,dio la hez del infierno.

El desarrollo mismo alcanzado por el imperio inca facilitó el avance militar de los invasores y su afianzamiento en tan inmenso territorio, debido a que brindaba excelentes caminos y tambos, innumerables rebaños de llamas y almacenes repletos de víveres, ropas y otros abastecimientos, en que los extranjeros hallaron mantenimiento por decenios. Inclusive, la maquinaria productiva y tributaria del caído imperio continuó funcionando por algu-nos años, como el cuerpo de esas enormes tarántulas picadas por avispo-nes, que pierden su movimiento autónomo pero sigue vivas para servir de sustento a las larvas de sus agresores.

La burocracia estatal nativa, casi imperturbable, prosiguió su tarea de hacer constar por el quipu, la escritura inca, los eventos diarios, habili-tando nuevas cifras para categorizar las novísimas realidades. El quipu seguiría en uso al establecerse la administración colonial hispana, para el control de las tasas toledanas y para la relación de pecados ante los con-fesores -hasta caer en desuso durante el siglo XVII en favor de la escritura española.

Ya a principios del siglo XVII, el cronista indio Guamán Poma de Ayala, que se ilusionó en su juventud conque la España colonizadora aportase a los

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pueblos del ex Tahuantinsuyo los preciados conocimientos que indudable-mente había acumulado Europa, expresó a la vejez su desengaño en una “Carta al Rey”, con duras frases y láminas de crítica, mediante el único bien que la presencia europea había puesto al alcance de sus fatigadas manos: la escritura alfabética.

El Tercer Concilio Limensa, por su parte, ordenó que se quemasen todos los quipus antiguos, con el fin de borrar la memoria histórica colectiva, y señaló que, a decir de los nativos, “tanta razón ay de creer a sus antepasa-dos, y a sus Quipos y memoriales, como a los mayores y antepasados de los Christianos y a sus Quillcas y escripturas” (Tercer Concilio, 1985: 262).

No es de extrañar que, en estas condiciones de virtual equiparidad cultural de ambos bandos, la población andina, aunque bélicamente vencida, ofre-ciese una prolongada resistencia -militar durante cuarenta años desde Vil-cabamba; pero, sobre todo cultural, por espacio de más de siglo y medio, en que los

dominadores desenvolvieron las campañas llamadas de “extirpación de idolatrías”, que consistieron realmente en el desencadenamiento de accio-nes de una represión étnica que continúa hasta hoy.

LA RURALIZACIÓN DE LA CIVILIZACIÓN ANDINA

Los conquistadores despojaron rápidamente a los señores locales de las ciudades precolombinas -redes de comercio y gobierno y sedes religiosas a la vez- e hicieron construir algunas otras, como puertos, nexos viales, resguardos fronterizos o pueblos-campamento de explotación de metales preciosos. La colonización hispana en América fue una empresa eminente-mente urbana: los españoles se agruparon en núcleos compactos, y esto, sumado al prestigio del conquistador y al mantenimiento de su vínculo con la metrópoli, les permitió preservar su idioma y sus costumbres, a través del contacto asiduo entre sus hablantes, e irlos acomodando a los cambios que ocurrían en España, como señala bien Nicolás Sánchez-Albornoz; si se hubieran dispersado en el campo, su lengua y su cultura castellanas habrían desaparecido frente a las del entonces enormemente mayoritario número de hablantes de lenguas indígenas, algunas de éstas bastante prestigiosas o extendidas. Algo así estuvo a punto de ocurrir -y tal vez ocurrió por algún tiempo- en el Paraguay.

El castellano, por lo tanto, no avanzó frontalmente, es decir, ocupando un territorio tras otro, sino en un movimiento de dentro hacia afuera, del

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núcleo urbano hacia el campo circundante; y, podríamos añadir que, en cuanto a las tierras del interior, permaneció virtualmente atrincherado en esos núcleos durante todo el período colonial, puesto que, desconta-das algunas islas antillanas y franjas del litoral del Pacífico sur, su hoy tan amplia extensión por el continente americano es un fenómeno que no excede los dos siglos atrás.

A este modo de avance espacial correspondió, en lo sociológico, una priori-taria hispanización de las altas jerarquías nativas conquistadas; éstas fueron constreñidas a aprender el castellano (o, de lo contrario, a perder privile-gios de ex reyes, príncipes o caciques), pero sin dejar de usar la lengua indí-gena, para poder cumplir un papel de transmisores de la voluntad colonial sobre la gran masa monolingüe nativohablante. Corriendo el tiempo, esas jerarquías nativas -vigentes hasta la revolución de Túpac Amaru a fines del siglo XVIII- se convirtieron a su vez en focos de ‘ladinización’ del pueblo indígena.

Pronto ese sector indio señorial se “españoló” igualmente en costumbres y trajes y se mestizó hasta entroncarse -y confundirse a la larga, en muchos casos de la sierra del Perú- con los descendientes de españoles que queda-ron viviendo en el área rural del interior (en la costa, hemos visto, el pro-ceso fue distinto): se constituyó así la casta de los ‘mistis’.

La plata de Potosí, en los Andes, y de Zacatecas, en México -entre otros sitios-, extraída y procesada por la sobreexplotada fuerza de trabajo indí-gena, fluyó abundantemente a Europa a muy bajo costo. La bonanza de los virreinatos de México (Nueva España) y del Perú se fundó, por lo tanto, sobre las mismas regiones y las mismas fuerzas y organizaciones indígenas que habían producido el esplendor de las más avanzadas culturas preco-lombinas. Regiones en las cuales se hallaban difundidas, por acción del comercio o la administración política prehispánicas, ‘lenguas generales’, como el náhuatl y el quechua, que sirvieron también útilmente al gobierno y al poder hispanos coloniales.

Acabada la bonanza creada por la riqueza de las minas de plata y oro y la mano de obra indígena esclavizada, se acentuó la ruralización de las poblaciones nativas desde el siglo XVIII. Esta misma masa indígena fue más tarde el sostén de la feudalidad criolla republicana, la que, sin embargo, extremó el despojo de las tierras comunales y el desdén hacia las lenguas y las tradiciones autóctonas. Las nuevas ‘naciones’ sólo lo serían realmente, según la ideología proclamada por los clases gobernantes el siglo pasado y la primera mitad del presente, si hablaban castellano, si incorporaban al indio ‘a la vida civilizada’ y si se blanqueaban racialmente.

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En el Perú, no obstante, desde el advenimiento de la República, no hubo migración blanca apreciable. Más bien, la escasez de braseros que se pro-dujo con la interrupción de la trata esclavista y la liberación de los negros, a mediados del siglo XIX, fue llenada, en la segunda parte de ese siglo, con la ‘importación’ masiva de culíes chinos, y con la inmigración japonesa en los primeros decenios del siglo XX; otro procedimiento fue el “engan-che”, contratación por los común fraudulenta de indígenas del interior, o su traslado forzado a la costa tras la adquisición por hacendados costeños de haciendas serranas con su población incluida. Chinos y japoneses cons-tituyeron en el Perú sus respectivas ‘colonias’, bastante bien organizadas y cohesionadas, pero asumieron el castellano como lengua de intercambio.

Después de la segunda posguerra mundial, grandes cambios han afectado al sector de la población indígena y, con ella, a la fisonomía nacional de los países en la que constituye globalmente un importante segmento pobla-cional: su número ha aumentado vertiginosamente -como el de toda Lati-noamérica-; se ha movilizado masivamente del campo a la ciudad, sin dejar necesariamente de mantener ligazón con su terruño de origen; se ha habi-tuado a los grandes medios modernos de comunicación y se ha ejercitado en formas inéditas de organización -clubes provincianos y ‘comunidades urbanas autogestionarias’- y de trabajo, básicamente en la llamada ‘econo-mía informal’. En un proceso de ‘reconquista’ de la ciudad, ha constituido grandes asentamientos en las capitales nacionales o regionales, a menudo distribuyéndose espacialmente de acuerdo con su zona de procedencia; y ha aprendido a manejar, en diverso grado, la antigua ‘lengua colonial’, el castellano -que va convirtiendo en su ‘lengua general’ y en la lengua principal o única de sus hijos y nietos. Al establecerse en la costa y las ciu-dades y (semi)occidentalizarse, ha devenido de ‘indio’ en ‘cholo’ (esto es, ha experimentado lo que el sociólogo peruano Aníbal Quijano ha denomi-nado ‘proceso de cholificación’).

El panorama indígena actual tiene, pues, muchas notas singulares que lo distinguen del de hace unos decenios atrás. Y la amplia movilización popu-lar en que viene consistiendo ha movido a los gobiernos nacionales a deci-siones antes impensadas e impensables siquiera: semirreformas agrarias y urbanas, teórica oficialización de las lenguas indígenas mayores, acepta-ción en principio de la educación bilingüe bicultural, etc.

El peso demográfico y social de lo indígena y la respuesta de los gobier-nos frente a su emergencia varía, sin embargo, de país a país. Los países con mayor población indígena en el continente americano son México y el Perú, con cerca de nueve millones cada uno; el primero, con casi un décimo de indígenas en su población total, posee una de las legislacio-

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nes indigenistas teóricamente más avanzadas; el Perú, con más de 38%, tiene un conjunto de disposiciones positivas adoptadas en los últimos veinticinco años, pero con débil efecto práctico. Países en que esta pobla-ción es mayoritaria, como Bolivia y Guatemala, donde se cifra entre el cincuenta y el sesenta por ciento de sus totales, y donde desempeñará, por lo tanto, tarde o temprano, un papel dirimente a nivel nacional, las actitudes gubernamentales han sido muy distintas: reconocimiento a las organizaciones comunales y étnicas aymara y quechua en Bolivia, y perse-cución de las mayas en Guatemala. En el Ecuador, con un 25% del total, se está viviendo un interesante y alentador movimiento desde la misma base social indígena, que crea sus propios programas de alfabetización y educación en idioma nativo.

Para lograr su cohesión y defender su identidad, la organización étnica tiene, a menudo, que superar y desbordar las fronteras políticas, como es el caso de algunos grandes grupos mayas entre México y Guatemala, de los aymaras entre Bolivia y Perú, etc.; y enfrentar, entonces, a diversos dispositivos legales y a recelos oficiales ‘patrióticos’ de cada lado de la frontera.

Poco a poco, la lucha por el respeto de los derechos étnicos se va fun-diendo con la lucha por la justicia social; puesto que, salvo excepciones de acomodo exitoso de algunas comunidades indígenas a la demanda del mercado internacional, sobre todo en producción de artesanías, la mayo-ría de las poblaciones nativas viven situaciones de pobreza extrema tanto en el campo como en la ciudad. La atención a sus reclamos de suficiencia alimentaria, vivienda, salud y educación entraña, pues, un coste muy alto que pocos gobiernos pretenden afrontar. En este marco, el postulado de educación bilingüe bicultural o intercultural, propugnado en los últimos decenios por intelectuales y políticos pro-indígenas o desarrollados y recla-mados por las propias organizaciones étnicas, se ha convertido en algunos países latinoamericanos en precepto constitucional y en cuerpo de leyes, pero sin aplicación o de efectividad azarosa e imperfecta.

El movimiento por los derechos de los pueblos indígenas al manejo de sus territorios y medio ambiente y al ejercicio de sus culturas y sus len-guas crece, no obstante, y asume un impulso ahora internacional. Este impulso halló un eco en la Organización de las Naciones Unidas, que acordó reconocer al último decenio del siglo XX como el Decenio de los Pueblos Indígenas. Sin embargo, como es fácil advertir, el camino por recorrer para un mundo sin discriminaciones étnicas y sin racismo es todavía inmenso.

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UNA OPOSICIÓN MILENARIA

Si lo juzgamos por el Perú de hoy, el territorio equivalente del Antiguo Perú tenía únicamente un 2% de su suelo apto para el cultivo y una costa que, con sólo la mitad de tierra cultivable que la sierra, la doblaba en pro-ductividad. Esa potencia económica de los valles costeños se acrecentó y consolidó a principios de la era presente con la realización de complejas obras hidráulicas y el desarrollo de un comercio provechoso con el interior. Los más favorecidos fueron los pueblos de la costa central (de Pativilca a Chincha), porque a sus riquezas naturales sumaban una ubicación geográ-fica inmejorable para hacer el nexo y facilitar el intercambio de regiones tan distantes entre sí como el Ecuador y el Altiplano del Collao, espacio sobre el cual lograron extender una red de comercio que articulaba los alejados reinos y señoríos (Torero, 1974: 72-77).

De tal bonanza y del papel de vínculo interandino derivó desde antiguo un mayor prestigio de la costa sobre la sierra, expresado particularmente en la universalización del dios Pachacámac, o, desde la conquista hispánica, por la elección de Lima, en un valle vecino con el de Pachacámac, y no del Cuzco, la ex capital inca, como sede del poder virreinal.

Para los pueblos serranos, los costeños, yunga ó yunca, era gente refinada, pero muelle y temerosa, mezquina y amante del lucro (los pobladores de Chincha o Pachacámac destacaban como mercaderes); en tanto que la gente serrana era valiente, estoica, solidaria y honesta. Así queda consignado en diversas crónicas. En su Vocabulario de la lengua aymara, de 1612, Ludovico Bertonio registra la voz yunca con el significado de “escaso, mezquino” (Bertonio, 1952: II-397) y la expresión Qheura, vel Yunca haque como cali-ficativo de “Uno que no se humana con nadie, y q’ gusta de comer a solas, ni habla con nadie, escaso, mezquino” (Bertonio, l952: II-294). Los serranos, a su vez, se reconocían a sí mismos como gente solidaria y presta a la labor en común y a la ayuda recíproca.

En realidad, tanto en la geografía cuanto en la historia andinas hallamos factores que posibilitan o, aún, condicionan el ejercicio de la reciproci-dad, la ayuda mutua y la solidaridad comunitarias -remanentes quizá de antiquísimas relaciones gentilicias-; o que, por lo contrario, restringen e, incluso, impiden tal ejercicio.

Un factor adverso ha sido en todo tiempo la ecología de las tierras más altas, de las ‘punas bravas’, escasamente utilizables para el cultivo y sólo aprovechables para la ganadería de camélidos o apenas como reservas e caza de animales silvestres. En tiempo precolombino, la rala población que

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las habitaba vivía básicamente de la caza y constituida en parejas o peque-ñas familias aisladas; era tenida por bárbara -purum runa, llaqwash, cho-quela, shallqa runa- y mirada con temor por los propios habitantes de los valles serranos, por cuanto podía eventualmente congregarse para invadir estos valles.

En las tierras y valles menos altos, la inclemencia del clima se reducía; y una familia extensa (ayllu) podía contribuir a reducirla más, mediante un tra-bajo en conjunto para represar lagunas, abrir y conservar canales de riego, construir terrazas de cultivo, sembrar y cosechar, organizar las tareas pas-toriles y de manufactura, etc.; y repartirse de la manera más igualitaria los beneficios de la labor común. La producción final, en todo caso, no rendía un gran excedente económico ni permitía, por lo tanto, un fuerte comercio supralocal ni el surgimiento de marcadas diferencias sociales internas; tal excedente, cuando se daba, era consumido en festividades generales y en el sostenimiento de jerarquías comunales no dispendiosas.

En cambio, como se dijo, en los fértiles valles costeños, de clima suave y poseedores de islas guaneras y de un mar riquísimo en fauna, el desen-volvimiento de grandes obras de irrigación había generado la producción global de grandes excedentes, el comercio transregional y la formación de ciudades; pero, por lo mismo, también el surgimiento de profundos desniveles sociales y la aparición de aristocracias y teocracias económica y políticamente poderosas, montadas sobre una masa campesina que tal vez realizaba todavía determinadas tareas en forma colectiva, mas no por libre determinación, sino como forzada servidumbre.

El imperio incaico había introducido drásticos ajustes ‘correctivos’ a la acti-vidad mercantil costeña. Frente a una geografía de tan duros contrastes, estableció una racionalidad económica por la cual los habitantes de tierras fértiles tributaron fuertemente en alimentos para proveer al conjunto de la población del imperio, en tanto que la gente de tierras nula o insuficien-temente productivas fue asignada a los ejércitos, el laboreo de minas y la construcción de almacenes y caminos. Sobre tal racionalidad se fundaba la ‘Pax inca’ (Torero, 1984: 367-383).

La conquista española ocasionó la total desorganización de este mundo. Todo el aparato productivo y distributivo resultante de un esfuerzo de milenios quedó destruido, lo mismo que las extensas redes comerciales, y la propia población fue en gran parte liquidada en guerras y mitas mineras. En los siglos siguientes, la mayor parte de los valles costeños se transformó en plantaciones de caña de azúcar para la exportación; mientras que, en los valles serranos, la mayoría de los ayllus sufrió el despojo de sus tierras y la conversión de sus miembros en meros siervos de encomenderos (más

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tarde, gamonales de horca y cuchillo) o en pongos de moral quebrantada y sin pujanza comunal. Aquí fueron factores sociales -las largas y múltiples represiones- los que inhibieron la solidaridad del grupo. Otros ayllus con cierta capacidad de excedente e intercambio se desintegraron por contra-dicciones interiores o por rencillas suscitadas desde el exterior. Varios miles, sin embargo, que hoy llamamos ‘comunidades’, ha logrado conservar sus sembradíos y pastizales y guardar la solidaridad y reciprocidad internas, esa fraternidad que Arguedas admirada y quería universalizar.

La ubicación en Lima -la ‘Ciudad de los Reyes’- de la sede político-adminis-trativa, económica e intelectual del Virreinato peruano, primero, y de la República después, no podía hacer menos que reforzar la primacía de la costa sobre la sierra. A mediados del presente siglo XX, esta oposición se manifestaba todavía, reductoramente, en los términos ‘criollo’ (costeño en general)/’paisano’ (serrano en general, ya fuese ‘indio’ o ‘misti’). Un cos-teñismo militante desdeñaba y maltrataba impunemente al serrano que venía a las ciudades o al campo costeños; en el mejor de los casos, costa y sierra eran dos mundos que se ignoraban, cada cual gustando sus propias músicas, sus propias viandas, sus propias fiestas. Sólo la descomunal migra-ción a Lima de provincianos, sobre todo de la sierra, ocurrida en los últimos cuarenta años, ha dado al traste con ese “criollismo”; al traste con la polca, con la música negroide, y, casi, con el vals y la marinera; por su parte, el huayno, el huaylash y la cashua serranos, después de hacerse un sitio en suelos costeños, han tendido a confluir más bien con ritmos centroameri-canos.

Cuando, en l926, Arguedas vino a la ciudad costeña de Ica y se enamoró perdidamente de Pompeya, una chica del lugar, fue abruptamente repu-diado justo por ser serrano. Tal vez como defensa anímica ante este des-engaño, José María se refugió idealmente y para siempre en sus parajes serranos, de picaflores y pisonayes, de parihuanas y lagos de altura, de cumbres nevadas y ríos profundos.

Pero buscó un refugio psíquico más hondo todavía: en el regazo de los indios que lo acogieron en su temprana orfandad y le brindaron esa intensa ternura que únicamente una madre habría podido dar. Sin embargo, allí -lo entendía- habría quedado a medio camino: ‘recogido’, mas no integrado, porque la sociedad india, inevitablemente, habría seguido viendo en él a un niño ‘misti’, perteneciente a otra casta. Y este medio camino, este des-amparo, esta íntima contradicción, lo habrían de acompañar el resto de sus días: siempre rehusaría incorporarse ‘en alma’ a la sociedad costeña, criolla y urbana, pese a afirmarse como escritor en castellano y a adquirir prestigio en la intelectualidad de la sociedad dominante; y aunque se fue

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alejando en espacios y tiempos de sus parajes indios infantiles, se quiso siempre, por sentimiento, vocación y compromiso, un quechua a parte entera, un ‘serrano por angas y por mangas’. Inclusive, algunas veces en sus obras, por reacción frente al costeñismo y el anti-indigenismo agresivos que percibió en las ciudades del litoral, tendió a acentuar las virtudes en la gente serrana y los defectos en la costeña.

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CICLOS DEL SIGLO XX

En la edición crítica de El Zorro de arriba y el Zorro de abajo coordinada por Eve-Marie Fell se presenta un cuadro sinóptico, que correlaciona la biografía de Arguedas y los años de aparición de las obras de este autor y algunas de otros escritores peruanos, con las circunstancias políticas que a la sazón se vivían en el Perú (Fell, 1990: 269-274). A este cuadro sinóp-tico nos remitiremos, aunque ampliándolo con referencias a momentos internacionales y a algunos acontecimientos peruanos contemporáneos no considerados allí.

... HASTA 1930

Los sucesos más tempranos del siglo XX consignados por Eve-Marie Fell no entrarían de manera directa en las vivencias de José María (quien nació en enero de 1911) sino en cuanto se constituyeran en marcos permanentes en los que más tarde se movería; como la creaciones de la Central de Traba-jadores (C.G.T.P.) y de la Federación de Estudiantes del Perú F.E.P.), ambas en 1917.

En cambio, sí debió vivir más intensamente los acontecimientos del llamado Oncenio de gobierno del presidente Augusto B. Leguía, de 1919 a 1930: las luchas por la jornada de trabajo de ocho horas, las huelgas estudiantiles, las rebeliones indígenas en la región Puno-Arequipa, los abusos y reacciones a la aplicación de la Ley de Conscripción Vial, los movimientos pro-indíge-nas, la agitación social que llevó a la creación de la Alianza Popular Revo-lucionaria Americana (A.P.R.A.) por Haya de la Torre exiliado en México, la fundación por José Carlos Mariátegui de la revista Amauta y del quin-cenario obrero Labor, la muerte de Mariátegui y la fundación del Partido Comunista en 1930. Sin duda, lo conmovieron los ecos y eventuales efectos en el Perú de grandes acontecimientos mundiales: la revolución china, la revolución mexicana, la primera guerra mundial, la revolución rusa, la crisis capitalista mundial de 1929-1930, el surgimiento del fascismo...

Dentro del Perú se dieron, igualmente, en los tres primeros decenios del siglo XX, diversos intentos de desarrollos regionales, en general de

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inspiración burguesa, que se oponían al centralismo económico y polí-tico dictado desde Lima, o, más aún, desde el extranjero -sobre todo los Estados Unidos- vía Lima y el Estado leguísta; y que acabarían sucum-biendo por acción centralista de este Estado, por las resistencias feuda-les lugareñas y por la crisis mundial capitalista; excepto en ciertas zonas que poseían condiciones particulares, como la de comunidades libres, tradicionalmente manufactureras y mercantiles, del valle del Mantaro, o como la del eje obrero de Cuzco-Sicuani-Puno, que perduraría por cierto tiempo.

Numerosas monografías regionales, departamentales o provinciales, fueron editadas en esa época para mostrar las potencialidades de sus respectivas regiones en recursos naturales; o cuáles vías -terrestres, fluviales o maríti-mas- podrían sacar esas riquezas al mercado, ya como materia prima, ya como productos de industrias y fábricas locales por instalarse; cuánta era la población; qué sistemas de instrucción y planteles educativos se requeri-rían, etc.. El duro centralismo estatal de Leguía contuvo el impulso progre-sista de esas regiones y suscitó en ellas reacciones populares campesinas o semiurbanas, e, incluso, movimientos caudillistas, como los de Benel en la sierra norte, Durand en la sierra central y Samanez-Ocampo en la sierra sur; este último lograría el derrocamiento de Leguía mediante un golpe militar que encabezó en Arequipa el general Sánchez-Cerro. Pero el capitalismo regional como tal quedó herido de muerte; las vías de comunicación que se abrieron por voluntad popular o por aplicación de la Ley de Conscripción Vial acabarían facilitando el traslado a la capital de las empresas manufac-tureras o las sedes mercantiles y la succión de las riquezas regionales, bajo forma de materias primas, hacia Lima o, directamente, hacia el extran-jero.

Con un similar telón de fondo transcurren los escenarios que, años más tarde, en 1941, construye Arguedas en su novela Yawar Fiesta. Los ayllus del pueblo de Puquio, capital provincial de Lucanas, se emulan y rivalizan en dos tareas directamente vinculadas con la vida económica de su zona: en tiempos sorprendente breves, edifican la plaza de mercado del pueblo y abren la carretera de Puquio a Nasca, en la costa. Además, en demostra-ción de voluntariosa pujanza, llevan a cabo una cruenta fiesta tradicional, un rito de afirmación étnica, que acababa de prohibir un edicto subpre-fectural, bien acogido por un grupo estudiantil lucanino y ‘mariateguista’ venido de Lima: la ‘Yawar Fiesta’, acto en que capean a un toro bravo cap-turado en las punas.

El escritor peruano Mario Vargas Llosa cree ver en la descripción de este último tipo de actos un apego de José María por el mantenimiento entre

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los indios de ‘pulsiones atávicas’, de bárbaros símbolos de ‘la idiosincrasia del pueblo quechua’, con los cuales éste intenta preservar algo que estima precioso: ‘su identidad, la perennidad de lo indio’; esto es, ‘la derrota de la razón’ y la victoria de su cultura ‘mágica y ceremonial, arcaica y andina, quechua y rural’; estática y refractaria a la modernidad; colectivista hasta el punto que el individuo queda aplastado por el grupo, puesto que ‘todo se hace en función de la comunidad, instancia moral superior a la del indi-viduo’; etc..(Vargas Llosa, 1996: 135-148).

El crítico parece no advertir que los ayllus indios que así actúan, lo que buscan defender es, no una ‘identidad perenne y atávica’, -de ser así, no construirían con tanto empeño plazas de mercado y carreteras-; sino su democrática entidad grupal, y con ella y gracias a ella, la sobrevivencia misma de sus miembros individuales, que sólo la solidaridad y la cohesión en torno a determinadas conductas sociales puede asegurar -conductas efi-caces ‘ahora’, que irán cambiando colectivamente, controladamente, tal como ha sucedido tantas veces en el pasado. Obrar de otra manera sería desintegrarse en individuos sueltos y abandonados a una suerte de lacayos de señores feudales o de peones de alguna hacienda costera, justamente gracias a los medios de comunicación que han abierto al mundo. En tanto no surjan nuevas formas de enfrentar el expoliador entorno nacional e internacional -como una combativa federación campesina, por ejemplo- su fuerza residirá en la unidad y la democracia comunales.

Si no hubiese existido el riesgo de agresión y despojo desde el poder externo, con sus tendencias ‘atávicas’ a la explotación, experimentadas durante siglos; si tal poder externo se hubiese extinguido tiempo atrás en el mundo cercano y lejano, hace mucho que no habría ayllus aislados, ni oposición de indios y mistis, ni de serranos y costeños, ni de clases popula-res y maquinarias de estado, ni de colonias o semicolonias y metrópolis... . Esto es, habría una grande y fraterna sociedad que vincularía en la equi-dad a todos los grupos étnicos, una sociedad socialista, en la que podrían convivir armónicamente las más diversas manifestaciones comunales, sin oprimidos ni opresores.

La ‘yawar fiesta’ cumple, en lo esencial, la misma función de afirmación social que tienen los ‘sanfermines’ en Pamplona y las ‘fallas’ valencianas, o las competencias barriales en el ‘palio’ de la plaza mayor de Siena, y cien o mil otras celebraciones similares a través de Europa; a las que, no obstante, Vargas Llosa no calificaría de ‘irracionales’ y ‘atávicas’ sencilla-mente porque ya no poseen (o no tan claramente, al menos) el significado de acto subversivo, de reto a la sociedad dominante que reviste la ‘yawar fiesta’.

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En “No soy un aculturado”, el mensaje que leyó en octubre de 1968 al recibir el premio “Inca Garcilaso de la Vega”, Arguedas destacó la impor-tancia que la teoría socialista, aprendida de Mariátegui y de Lenin, tuvo en la orientación de su obra: “... fue la ideología socialista y el estar cerca de los movimientos socialistas -dijo- lo que dio dirección y permanencia, un claro destino a la energía que sentí desencadenarse durante la juventud ...” (Fell, 1990: 258). En otras palabras, el homenajeado quiso subrayar que, por sus lecturas de Mariátegui y Lenin, había comprendido que la libera-ción del indio, el logro de su capacidad de optar a su albedrío por cualquier rasgo de cultura, pasaba por la liberación económica y política nacional, y ésta, a su vez, requería la derrota del capitalismo internacional y el esta-blecimiento del socialismo.

Y no ser un aculturado significaba el no haberse convertido en un mal remedo de influencias externas, sino el ubicarse armoniosa y creativa-mente -abierto a todos los estímulos- en el cruce de diversas tradiciones milenarias, escritas u orales, históricas o míticas -como se quisiere-, pero todas vitalmente enriquecedoras.

Es cierto que José María muestra en Yawar Fiesta y otras narraciones suyas, una irrestricta adhesión a la conducta de los ayllus indios, y suele hacer de sus integrantes seres consustancialmente nobles y altruístas, que actúan solidaria y fraternalmente, sin afán de lucro personal, en cualquier lugar y tiempo. Aparte del acertado reconocimiento de la real democracia y la auténtica reciprocidad comunitarias, tan devota adhesión tenía tal vez otras múltiples raíces: la gratitud para con los comuneros que lo acogieron con ternura en su orfandad de niño; la intensa nostalgia de esa época; una reacción apasionada contra la propaganda nazi de la raza aria ‘superior’ -que llevó a la muerte a centenas de miles de judíos y gitanos-; el repudio del costeñismo y el hispanismo militantes que hasta mediados del siglo XX atribuían sistemáticamente rasgos físicos y morales negativos al ‘indio’, o al serrano en general; el rechazo de la prédica ‘liberal’ que presenta como virtudes el individualismo y la competitividad egoísta.

De otro lado, no hay que olvidar que José María era, esencialmente, un artista; y en tal sentido hay que entender ciertas actitudes emocionales suyas, como su intento de conciliar socialismo y magia. Es claro, en todo caso, que, en él, la adhesión a lo indio, la autoidentificación con lo indio hasta el punto de su idealización, respondía a un sentimiento íntima, auténticamente vivido; no a una mera simpatía por un tema, o, menos aún, a esnobismo.

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DE 1930 A 1960

(I). Los años treinta estarán marcados en el Perú por los gobiernos mili-tares y por la agitación sindical y social, conducida por el Partido Comu-nista Peruano (P.C.P.) y, sobre todo, por el Partido Aprista Peruano (P.A.P.), fundado en l931 por Víctor Raúl Haya de la Torre. Hay igualmente movi-mientos fascistizantes, como la Unión Revolucionaria, de Luis A. Flores; y el propio P.A.P. asumirá rasgos mussolinianos. El nazi-fascismo campea en Alemania e Italia, y los ojos del mundo se dirigen hacia España, que inicia la República y que pronto, de 1936 a 1939, se verá arrasada por una guerra civil, a uno de cuyos bandos, al antirrepublicano, apoya militarmente el nazi-fascismo, hasta que la República es derrotada y se produce la diáspora de la ‘España peregrina’. José María, hemos visto, se porta como activo defensor de los ideales republicanos, y va a pagarlo con un año de cárcel en la prisión de “El Sexto”, en Lima, experiencia que narrará años después, en 1961, en una novela que lleva el nombre de esa prisión.

Entretanto, estalla la Segunda Guerra Mundial, y en el Perú se inicia, ese mismo año de 1939, el gobierno civil y plutocrático de Manuel Prado, al cual se aproximará el P.C. peruano, en especial cuando, en 1941, la U.R.S.S. y los Estados Unidos entran como aliados en el conflicto mundial, contra el ‘eje’ de Alemania-Italia-Japón. Frente a la actitud conciliadora que asume el P.C. ante los intereses de la plutocracia nativa y de los Estados Unidos, José María -por entonces, profesor en Sicuani, centro de manufacturas tex-tiles de la sierra sur peruana- abandonará el franco activismo pro-P.C. que estaba desenvolviendo en los años de 1939 a 1941 y que se percibe en su correspondencia con Manuel Moreno Jimeno (Forgues, 1993: 61-131).

Años después, cuando Arguedas y Emilio Choy coincidían en sus visitas a mi casa -y sucedía con creciente frecuencia-, solían recordar aquellos años de ‘defensismo’ y conciliación del P.C. peruano; Choy reconocía ante José María que éste había advertido más lúcida y tempranamente la línea clau-dicante y contraria a los intereses populares que tomaba ese partido, y se había desvinculado críticamente de él. No sería improbable que la casi sistemática oposición que en El Sexto asume Gabriel -el personaje que encarna a Arguedas en esa novela- frente a las postulaciones de los presos comunistas, tuviese su verdadera raíz en las ulteriores reacciones que le produjo la práctica colaboracionista del P.C. con el gobierno pradista; ni sería improbable tampoco que de allí procediese la grave depresión que lo atacó desde 1944 (por “las caídas hondas de los Cristos del alma”, como diría nuestro admirado poeta César Vallejo).

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En 1944, José María es nombrado profesor de castellano en el Colegio Nacional Nuestra Señora de Guadalupe, de Lima, colegio de educación experimental con un excelente plantel de profesores, pero con una pobla-ción escolar excesiva: cerca de siete mil alumnos, mil de ellos internos y becados, por cupos, de todas las provincias del Perú. Mientras es docente de este colegio, se produce a nivel nacional la elección de José Luis Busta-mante y Rivero, candidato del “Frente Nacional”, una inestable coalición de apristas, comunistas y democristianos en ciernes. El partido aprista pro-mueve una intensa agitación y confrontaciones al interior Frente Nacio-nal -y, naturalmente, dentro del politizado Colegio Guadalupe-, hasta el 3 de octubre de 1948, en que, tras una fracasada rebelión de las bases del P.A.P., este partido es ilegalizado. Pero, pocas semanas después, el propio Bustamante y Rivero es depuesto por un golpe militar encabezado por el general Odría, su antiguo Ministro del Interior, el cual pone fuera de la ley igualmente al Partido Comunista. En la ‘depuración’ política que sobre-viene, Arguedas queda separado del plantel docente.

Desde fines del “ochenio” de gobierno que instauró el general Odría, el P.C. ‘oficial’ retomó la vía conciliadora y la mantuvo con los siguientes gobiernos. Su descrédito ante trabajadores, estudiantes e intelectuales, se expresó pronto en sucesivas subdivisiones y en tentativas de reestructura-ción desde dentro o desde fuera del partido, que se vieron incentivadas, algo después, por las contradicciones políticas e ideológicas entre Moscú y Pekín. A diferencia de la independencia y creatividad no dogmáticas que Mariátegui trató de infundirle en sus inicios, el P.C. peruano se había con-vertido en un ente burocratizado y teóricamente estéril, que ni conducía masas ni producía ideas.

El vacío político e ideológico dejado por el P.C. fue cubierto hasta los años cincuenta, en buena parte, por el Partido Aprista Peruano, al que Argue-das combatía; también en los años cincuenta surgieron otras organiza-ciones, de inspiración trotskista o generadas por una intelectualidad con inquietudes sociales, como el Partido Social Progresista, al que pertenecie-ron muchos amigos y conocidos de Arguedas; o como el Partido de Acción Popular, de tendencia populista y acaudillado por el arquitecto Fernando Belaúnde. A ninguno de éstos se afilió José María.

En 1946, Arguedas se inscribe como alumno en el recién creado Instituto de Etnología de San Marcos. Allí recibe una formación acorde con el funciona-lismo norteamericano. Esta tendencia, inserta en la línea del desarrollismo capitalista, influye en él y se percibe en sus investigaciones y publicaciones de la época, como bien ha señalado Nelson Manrique en un artículo sobre “José María Arguedas y la cuestión del mestizaje” (1995). Está en la misma

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línea su tesis de bachiller, que sostendrá en 1957: Evolución de las comu-nidades indígenas. El valle del Mantaro y la ciudad de Huancayo: un caso de fusión de culturas no comprometidas por la acción de instituciones de origen colonial.

Tal vez como un desprendimiento de este mismo tema, se propone estu-diar las comunidades aldeanas de España, a fin de deslindar, mediante la comparación, lo propiamente andino y lo resultante del influjo colonial en nuestras comunidades peruanas. Con beca de la UNESCO, viaja a España de enero a julio de l958. Escoge para su estudio el área zamorana de Sayago, en la hoy Comunidad Autónoma de Castilla y León. Se asienta principal-mente en el pueblo de Bermillo de Sayago, entre el río Duero y su afluente el Tormes. El resultado de sus observaciones se vertirán en su tesis doctoral Las comunidades de España y el Perú, sustentada en 1968.

El poblador de la comarca de Sayago fue tenido en el siglo XVI (y más adelante) por hombre ‘rústico’, ‘no cultivado’; y el primitivo teatro espa-ñol recurrió a una lengua convencional, basada en el dialecto aragonés, a la que se dio el nombre de sayagués, para ponerla en boca de la gente campesina (en las Eglogas de Antonio del Encina, por ejemplo). Un día que pregunté a José María qué lo había movido a escoger Sayago, me respon-dió risueñamente con un antiguo refrán: “Porque soy como el sayagués; pienso bien, pero después”.

Recorrí durante l995-1996 la cuenca del Duero, y estuve en Bermillo por unas horas ‘recogiendo los pasos’ de Arguedas por tierras castellanas. Pero quise hacer otro viaje especial, a una de las cumbres de la Cordillera Central española, sobre la divisoria de aguas del Duero y el Tajo, entre las provincias de Salamanca y Cáceres: la Peña de Francia, donde se levanta una capilla a la Virgen, cuidada por los dominicos. Y recordé allí intensamente a otro paisano mío que nunca llegó a salir del Perú, pero que se declaraba devotí-simo de la Virgen de la Peña de Francia: Guamán Poma de Ayala. Entiendo que esa devoción fue llevada desde aquí hasta ese remoto Ayacucho por los frailes dominicos; pero no sé cómo imaginaría Guamán Poma a la Virgen de la Peña; probablemente como una diosa montaña con la huaca en la cima, tal como dibuja a los dioses andinos en algunas de sus láminas.

(II). Por mi parte, viví en mi niñez los ecos de la Guerra Civil Española, de la Guerra Chino-Japonesa y de la Segunda Guerra Mundial. Mi padre era prorrepublicano, pero me había matriculado en un colegio de Hermanos Maristas de nuestro pueblo, Huacho, puerto y campiña situados a 150 kiló-metros al norte de Lima. Y los2 maristas eran ferozmente antirrepublica-nos: en pleno Perú, nos enseñaron a cantar el himno de la Falange mejor que el himno nacional, y a estudiar en unos libros en cuya primera página,

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antes de la del presidente peruano -a la sazón el general Benavides- se hallaba la imagen del ‘generalísimo’ Francisco Franco, con la leyenda “Cau-dillo de la Fe. Martillo del Comunismo”. Demás está decir que no soporté a esos frailes y acabé expulsado por hereje, por no querer dar un centavo para las ‘santas misiones’ y la ‘santa cruzada’.

Para mí fue una enorme suerte. Entretanto, a mi padre lo habían trasla-dado como administrador a una vieja fábrica de aceite y jabón, que las necesidades de la guerra mundial habían vuelto a hacer rentable, ubicada en la hacienda Esquivel, conjunta con el pueblo de Huaral, del valle de Chancay, más cercano a Lima que mi ciudad natal. Allí seguí mis estudios de primaria en la escuela de la hacienda, mientras mis hermanos queda-ban en Huacho a cuidado de mi madre. El valle de Chancay, sobre todo la hacienda Esquivel, contaba con numerosísimos labradores japoneses, cuya mayor parte trabajaba bajo el sistema de “yanaconaje” que implicaba, en general, el partir el producto de la cosecha en proporciones iguales entre el hacendado y el ‘yanacona’.

Mi padre fue un excelente amigo mío; también lo fueron mis compañeros de escuela, hijos de los peones de la hacienda; ninguno de ellos era japo-nés, porque la colonia nipona tenía cerca de la ranchería de la hacienda dos hermosos colegios, bien dotados de aulas, laboratorios y campos de juego, en los que se enseñaba en japonés. El domingo seis de diciembre de 1941 -lo tengo en la memoria- cientos de niños japoneses se hicieron cris-tianos mediante un bautizo masivo. Mi padre fue el padrino de decenas de ellos. Horas después, supimos del ataque nipón a Pearl Harbor.

En mi ciudad natal, en cambio, había pocos japoneses y bastantes chinos (nacidos en China o en el Perú) y su colonia estaba bien asentada: tenía pagoda, cementerio particular aunque ya en desuso, dos restaurantes de muy buena comida cantonesa a la que acudíamos chinos y no chinos, bene-ficencia de buenos caudales e, incluso, un local del Kuo Min Tang en la mejor avenida de la localidad. Confundir a un japonés con un chino, o al revés, era una falla grave, y habíamos aprendido a distinguirlos cuidadosa-mente (‘Cejas hacia arriba, chino; cejas hacia abajo, japonés’). Se nos volvía más difícil, en cambio, distinguir a unos chinos de otros, lo cual era igual-mente imprescindible: unos eran ‘nacionalistas’ y otros comunistas, y se llevaban a muerte. Teníamos que aprender a identificarlos por los retratos o símbolos que colocaban, o no colocaban, en sus tiendas o en sus casas. Así, sabíamos que ‘el chino Chu es comunista’ e íbamos clasificando a los demás según que Chu los tratase gentilmente o rugiese con ellos. Como las lenguas chinas son tonal es, los chinos, aunque discutan entre sí acalorada-mente, no pueden ‘desentonar’: rugen, gesticulan y cambian de color.

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Como se puede advertir, las vivencias que tuve en mi niñez en el valle cos-teño de Huaura fueron muy diferentes de las que experimentó José María durante su infancia en los valles de la sierra sur peruana.

En la propia costa, sin embargo, había marcadas diferencias de algunos valles a otros, a veces contiguos, en razón de sus particulares historias; y esto se expresaba también en los pueblos matrices. El valle de Chancay estaba dividido desde siglos atrás en grandes latifundios; Huaral mismo, a diez kilómetros del mar, era un pueblo cautivo, mitad perteneciente a la hacienda Esquivel, algonera y rentista, mitad a la hacienda Huando, naran-jera y empresarial capitalista. El dinamismo de Huaral -que lo tenía- pro-cedía en buena parte de su función de feria permanente para el comercio entre la costa, Lima incluida, y la sierra, comprendido el altiplano de Junín; miles de personas, de todas las razas y procedencias, iban y venían y se agi-taban diariamente en el gran mercado en que consistía la ciudad: negros del núcleo afroperuano de Aucallama, indias con polleras, chinos filosófi-cos, japoneses alertas, yugoeslavos arribados no sé por dónde y con qué esperanza, y el amasijo resultante de todo ello, en el que naufragaba toda pauta de conducta y campeaba un libertinaje sexual obvio y obsesivo.

El valle de Huaura era otra cosa. La mayor parte de la llanura aluvial, su fértil y ancha margen izquierda, nunca fue latifundizada; se conservó como propiedad de ayllus de indios, más tarde barrios de ‘cholos campiñe-ros’; esto es, que se subdividió en chacras familiares, medianas o pequeñas, productoras de frutas y panllevar para su venta en la plaza de mercado de Huacho, o su canje contra productos del mar con los pobladores de los barrios de Chaquila y Carquín, exclusivamente dedicados a la pesca y a la salazón de peces. Algunas manufacturas huachanas ganaron cierta fama, como la fabricación de salchichas, la cestería y la talabartería. Poseía la ciudad algunas fábricas y un ferrocarril de vía estrecha, que la conectaba con Huaral y Ancón-Lima hacia el sur; con Supe, Barranca y Paramonga hacia el norte, y con Sayán hacia su serranía vecina. Todos los barrios, pes-queros o chacareros -y estos últimos eran muchos, repartidos por el valle- conservaban fuertes patrones de conducta social y mantenían la mayor distancia de los ‘blanquitos’ de la ciudad. Cuando yo era niño, en la cam-piña y en las caletas de pescadores todas las mujeres vestían de negro y todos los hombres de azul.

La margen derecha del valle, más estrecha y larga, estaba fragmentada en grandes latifundios que cultivaban sobre todo la caña de azúcar, salvo en Végueta, pequeño pueblo al borde del mar y con grandes lagunas de totora, que se conservó campiña, como la de Huacho. Las plantacio-nes cañeras habían pertenecido en buena parte a la Compañía de Jesús,

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hasta la segunda mitad del siglo XVIII, y explotado como mano de obra a esclavos negros; los descendientes de éstos estaban ya casi enteramente absorbidos por la población indígena del valle en el presente siglo. En esa margen derecha estuvo durante el período colonial la sede administrativa del valle, la ciudad de Huaura, donde el general San Marstín proclamó la independencia del Perú en 1820, un año antes que en Lima -gracias al apoyo que dieron a sus tropas los indios-cholos de los ayllus-barrios de Huacho y Végueta.

En Huacho se iniciaron, en 1911, las luchas por las jornadas de trabajo de ocho horas, con una huelga en la que los obreros y gremios tuvieron el apoyo activo de la campiña, que cercó la ciudad y la privó de alimentos. José Carlos Mariátegui, a quien los huachanos damos por nacido en Huacho -donde, al menos, vivió su niñez y adolescencia-, habla con entusiasmo de la campiña, y expresa la esperanza de que el ferrocarril que unía el puerto con Sayán se extendiera pronto hasta Cerro de Pasco. Sin embargo, hoy ese ferrocarril ya no existe -fue malamente desmantelado, y dispersada su maquinaria, durante el primer gobierno de Fernando Belaúnde-; la proxi-midad de Lima ha succionado los recursos de Huacho y sus empresas; su campiña se ha esterilizado virtualmente, debido a la parcelación minifun-dista y la sobreexplotación, y su antaño riquísimo mar se ve hoy, tras los furiosos años de extracción masiva de la anchoveta para volverla harina exportable, casi vacío y muerto.

Sólo le han quedado los límpidos manantiales de su playa-oasis y sus bellí-simas puestas de sol.

Cuando, terminada la guerra, la fábrica de Esquivel dejó de ser rentable, y mi padre tenía que volver a Huacho y yo a algún colegio de secundaria religioso (en mi pueblo no existía todavía un colegio nacional secundario), gestioné y obtuve una beca para ir interno a Lima, al Colegio Nacional de Guadalupe. Para mí fue ver cumplido un sueño. Mi padre también había estudiado allí y me había hablado mucho de ‘su’ colegio; éste tenía una bien ganada fama de rebelde, que se acentuó en los años de 1944 a 1948, en que estudié allí (coincidiendo con los años en que Arguedas estuvo de pro-fesor, aunque no fui alumno suyo). Había en ese colegio una riqueza aún mayor, sin embargo: los mil internos de todas las provincias del país, como he dicho. Casi todo ellos habían tenido por primera lengua un habla que-chua, o aymara, o idiomas de la selva. Todas las lenguas del Perú reunidas.

En Esquivel mismo había empezado a aprender quechua buscando con-versación con las señoras que venían de Pacaraos, un pueblo de la serranía del valle de Chancay, para trabajar en la paña del algodón. Pero en Gua-dalupe advertí que ‘mi habla’ de Pacaraos no era la misma que las de mis

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condiscípulos quechuahablantes de, por ejemplo, Puno, Ayacucho, Tarma o Huaraz; y, más aún, que éstos se entendían entre sí con dificultad o, simplemente, no se entendían; antes bien, se corregían unos a otros, se mofaban y solían acabar en disputa. La comprobación de tal diversidad me movió a reunir los datos por regiones cada vez más pequeñas, y a acudir a las bibliotecas, sobre todo a la Biblioteca Nacional de Lima, para leer cuanto libro, folleto o artículo existía sobre quechua.

Ciertamente, hallé información casi únicamente de quechua cuzqueño, ayacuchano, boliviano, argentino inclusive, pero nada, o casi nada, de lo que yo estaba escuchando a mis compañeros que procedían de las provin-cias cercanas a Lima. Elaboré, entonces, mis primeros cuestionarios, plani-fiqué mi investigación y empecé a viajar por el interior del Perú, a los más diversos lugares (en carros, acémilas o a pie), especialmente a aquellos de los que no existía información, o la había muy escasa. En Lima, frecuenté los clubes provinciales (más propiamente, los distritales, puesto que algunos provinciales -como la mayor parte de los departamentales- eran centros de reunión y recreo de señores serranos a los que resultaba insultante pre-guntarles si sabían quechua), así como los “coliseos”, esas grandes carpas donde los fines de semana se congregaban migrantes de la sierra para escuchar y ver músicas y danzas de sus pueblos.

Por ello, cuando, años después (acabados mis estudios de antropología y lingüística en Lima y en París), entregué mis primer artículo, “Los dialectos quechuas”, a la revista Anales Científicos de la Universidad Agraria, con-densaba ya en él unos veinte años de investigación.

Como en la época se tenía al quechua como el idioma extendido por los incas desde el Cuzco y al habla cuzqueña como la única ‘pura’; y, en las conclusiones de mi artículo se sostenía, en cambio, que el quechua se había originado en la costa central, en torno a Lima, y que el habla cuzqueña era un dialecto tan ‘puro’ como el ancashino o el huanca, o cualquier otro, un miembro de la comisión editora, que había aprobado la publicación, consi-deró su deber advertirme: “Doctor, cuando lean su artículo, los cuzqueños lo van a odiar, y los limeños no se lo van a agradecer”. Estaba en lo cierto.

EN TORNO A LOS AÑOS 60

Hacia 1960, mientras la característica de las organizaciones de izquierda era de fragmentación y debilidad políticas, en el campo, en cambio, empe-zaron a producirse, como en cadena y con intensidad creciente, acciones de

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comuneros que, de 1958 a 1963, conmovieron el Perú de norte a sur, sobre todo a la sierra, con ocupaciones de haciendas y recuperación de tierras. Estos movimientos reivindicativos -que en varios lugares fueron cruenta-mente reprimidos- obedecieron casi en su totalidad a decisión e impulso de los propias comunidades rurales, y sólo en contados casos a la actividad organizativa de determinados líderes, como la del sindicalista quechuaha-blante Hugo Blanco, en el valle de La Convención, no lejos del Cuzco.

Dentro de este contexto político-social, José María escribió una de sus más bellas obras literarias, Los ríos profundos (1958), en la cual una rebelión encabezada por las expendedoras de chicha del pueblo de Abancay, en la sierra centro-sur peruana, traspone a la novela los movimientos de rebe-lión que a la sazón se gestaban efectivamente en el campo.

Sin duda, tomarle el pulso al movimiento campesino que recorría el Perú reanimó a Arguedas y le devolvió su creatividad artística. Aparte de su pro-ducción antropológica, vienen, tras Los ríos profundos de 1958, la novela El Sexto en 1961, el relato La agonía de Rasu-Ñiti y el haylli o himno-canción A nuestro padre creador Túpac Amaru -ambos en quechua y castellano- en 1962, y la novela Todas las sangres en 1964.

Esta última, en la que Arguedas esperaba ver su obra cumbre, fue dura-mente tratada por la crítica en una mesa redonda convocada específica-mente para su análisis y efectuada el 23 de junio de 1965, en el local del I.E.P., con participación del propio autor; las críticas procedieron en particular de sociólogos y economistas, pero también de críticos literarios, que notaban en ella desajustes con la realidad social del momento, voces e imágenes de un Perú ya ido. Las críticas más duras fueron formuladas por el sociólogo francés Henri Favre y por los peruanos Jorge Bravo Bresani -economista-, José Miguel Oviedo -crítico literario-, Sebastián Salazar Bondy -cuentista y también crítico literario-, y Aníbal Quijano -antropólogo y sociólogo. Tras el debate, José María tornó a caer en una honda depresión y sintió que su vida había “dejado por entero de tener razón de ser”, según escribió en la noche del mismo día (Escobar, 1985: 67).

Logró, no obstante, sobreponerse lo suficiente como para emprender en los meses siguientes de 1965 -y proseguir en los primeros de 1966- la versión castellana del Manuscrito de Huarochirí, a la que antecedió la escritura en quechua y la traducción al castellano de un breve pero hermoso cuento popular quechua, El sueño del pongo (l965). Pero, estaba íntimamente lacerado: una vez concluido lo esencial de la versión de lo que sería Dioses y Hombres de Huarochirí, realizó su primera, la frustrada, tentativa de sui-cidio, en abril de l966.

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FIN DE CICLO

Hasta los tiempos de mi juventud, y aún después, se creyó que una verda-dera revolución popular en el Perú procedería del Ande, porque allí estaba la población más numerosa, la más explotada y urgida, la recia e históri-camente capaz de domeñar la más contrastada y difícil geografía del pla-neta. El criollo costeño miraba con sentimientos de recelo al Ande: ahí se habían dado los Túpac Amaru y Túpac Catari, los Atusparia, las monto-neras crecientemente victoriosas durante la ocupación chilena. González-Prada había señalado que allá estaba el verdadero Perú; y las rebeliones y ocupaciones de tierras que ocurrieron en torno a 1960 parecían confirmar el aserto. Hacia el Ande se vuelve, pues, Arguedas para encontrar el motor de la revolución; y nacen Rendón Willka y Todas las sangres.

Todavía en l972, cuando estuve preso con otro profesor de la Universidad Agraria por ponernos junto a los obreros en huelga al saber que el campus iba a ser asaltado por las fuerzas policiales, un agente de investigaciones, que me interrogaba, quiso mofarse de mí diciéndome que ‘la revolución no iba a hacerse en Huacho, sino en Apurímac, donde costaba sudores sobrevivir, mientras en Huacho, con sólo echar un anzuelo al mar, se con-seguía al momento la comida familiar para todo el día’.

Pero los términos de esa realidad así descrita habían cambiado. De un lado, ya el mar no era la mar; estaba casi sin peces que se dejaran coger, ni aves que dieran guano para abonar sin gran costo las tierras agotadas. Y el Ande, por su parte, había venido resolviendo, o creyendo resolver, sus más acuciantes problemas con la migración hacia Lima, la costa o los valles de la vertiente amazónica. Decenios atrás, hacia los años treinta o cuarenta, se habían trasladado a la capital los más adinerados o los grandes comer-ciantes, dejando establecidas en el interior sus redes de succión. Luego vinieron las familias de recursos medios: la composición de mi internado del Guadalupe de mediados de los cuarenta prefiguraba la de la población que migraría a Lima a mediados de los sesenta. Luego, desde principios de los setenta, ocurrió la riada de los cientos de miles que sólo traían su cuerpo consigo.

Las guerrillas del MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria) y del FLN (Frente de Liberación Nacional) habían buscado en la sierra a mediados de los sesenta el apoyo de una población que a la sazón optaba por la fuga. El mismo soporte campesino había imaginado Arguedas. Demasiados y muy drásticos cambios en muy corto tiempo a escala humana para subvertir los escenarios mentales al mismo ritmo; y no es nada fácil estar dentro del fuego y mirarlo de lejos.

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Mis propias observaciones durante mi trabajo de campo en la sierra no eran en esa época muy diferentes de las que evocaba Arguedas; observa-ciones punzantemente dolorosas por el trato que veía dar a los indios por parte de gamonales y autoridades civiles y policíaco-militares; trato que Henri Favre, sin duda, no tuvo ocasión de constatar en el área restringida o en las condiciones especiales en que se movió; o que estimó ‘normales’.

En mi búsqueda de informantes quechuahablantes, yo no acudía a las autoridades provinciales (gobernadores, alcaldes, jueces, jefes policiales) ni a los hacendados; puesto que, si así hubiese actuado, éstos habrían hecho ‘comparecer’ ante mí a una o más personas, servidores o peones suyos, y les habrían ordenado ‘hablar en quechua al señor’. Solía viajar previo contacto con el responsable de algún club distrital en Lima, o situa-ción similar; y una vez hecha la amistad con el habitante de algún lugar, le solicitaba me diera las señas de parientes suyos en pueblos cercanos, adonde me presentaba luego con saludos familiares y a veces regalos, tras pedir la venia de las autoridades comunales, si las había. y ac. Mas, lo que solía ocurrirme con este comportamiento, era el hacerme malquisto por los dueños de haciendas, los alcaldes y los representantes gubernativos en el área, ganarme la abierta hostilidad de éstos y, en algunas ocasiones, verme ‘despedido’ por policías que advertían a mis informantes que ‘aquí nadie sabe quechua’.

Cuando me desplazaba desde un centro urbano (Cuzco. Huánuco, Caja-marca, por ejemplo) a aldeas o anexos por medio de los pequeños autobuses que en las provincias peruanas llaman ‘góndolas’, advertía ‘normalmente’ que, aunque la góndola estuviese aún vacía, aquellos pasajeros que tenían rostro de indio, ropa de indio, fatiga de indio, pasaban automáticamente a los asientos posteriores, donde se iban apretujando; en tanto que en los asientos delanteros se acomodaban los jueces, los jefes policiales, los abo-gados, los profesores; yo me ubicaba al medio del carro, donde solían sen-tarse también los licenciados del ejército o los comerciantes de ferias; con éstos empezaba mi conversación acerca de la región que visitaba y, luego, poco a poco, buscaba hacer intervenir a la gente del fondo a propósito del significado quechua de los sitios que avistábamos y, si todo iba bien, de la manera de decir ciertas cosas en quechua lugareño. Finalmente descendía con las personas o en los sitios más prometedores. Si yo me hubiese insta-lado en los asientos delanteros, habría tenido que hablar únicamente con los personajes ‘oficiales’; y si hubiera ido directamente al fondo del carro, habría causado ahí tal espanto que nadie habría abierto la boca. Estas son las vivencias que tuve en la mayor parte de los valles serranos, incluso hasta los años ochenta, en que la guerra subversiva y la violencia antisubversiva

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introdujeron ‘situaciones anómalas’ en el escenario. Y conste que los indios que abordaban el fondo de una góndola eran los más pudientes.

He hablando de la migración masiva, sobre todo a las ciudades costeñas, como un escape para el exceso de presión demográfica sobre las gastadas tierras serranas. Pero migración masiva del campo a la ciudad, de la sierra a la costa, no debe ser entendida, de ningún modo, como un cambio con-siguiente, automático, de mentalidades en los migrantes; ni menos como un abandono inmediato y radical de concepciones y sentimientos -resen-timientos inclusos. Esa masa que se desplazaba, sobre todo a Lima, traía una historia milenaria y una una frustración secular; había en ella, hay, un difuso fondo vindicativo, por siglos acendrado, que aún no se ha de apaci-guar sin cobrarse desquites, tal vez por varias generaciones todavía.

José María no había entonado ‘por gusto’ en l962 su himno-canción a Túpac Amaru; y no ‘por gusto’ lo había escrito, no sólo en castellano, sino -por primera vez para una obra suya- en quechua. Un mar de fondo -andino mar de fondo- se estaba agitando, sin que la mayoría del medio intelectual lo percibiese. Tal vez, como me dijo en broma, José María, algunas veces (como cualquier ser humano) ‘pensase bien, pero después’; en cuanto a intuición, sin embargo, ‘intuía antes’.

Algunos años después de la muerte de José María, yo mismo cobré con-ciencia repentina y dolorosa de mi propia alienación intelectual. La vís-pera de la dación de la ley de oficialización del quechua, en mayo de 1975, dos periodistas oficialistas me dieron a conocer el texto que iba a ser promulgado y me pidieron que lo comentase, bajo compromiso firmado de que ese comentario mío, hecho por escrito, se publicaría sin modifica-ción alguna; anoté los pro y contra e hice sugerencias modificatorias. Al siguiente día, al lado del texto legal y de las loas consabidas, se publicó mi comentario amputado, reducido sólo a las críticas en contra. Gajes del oficio. El tiempo habría de confirmar enteramente la corrección de mis críticas. Pero esa misma noche, en Lima, estuve en una gran feria popular de artesanías, acompañando a una amiga que tenía un puesto de venta; pues bien, cuando finalizó la feria, pasada la medianoche, los vendedores cerraron los grandes portones y empezó una fiesta general y espontánea para celebrar la obtención de la nueva ley, con bebidas y bailes andinos y costeños que duraron hasta la madrugada. Me había vuelto un censor sin censores.

Migración masiva no significaba, tampoco, dejar atrás vacío el mundo, ni aliviar los problemas de quienes se quedaban en ese mundo. En l977, a todo lo largo del Perú, movimientos de protesta contra el gobierno mili-tar de entonces se fueron encendiendo en provincia tras provincia, ciu-

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dades y campos, hasta asumir visos insurreccionales; se concluyó en una huelga verdaderamente general porque la población del país la hizo suya; Lima quedó paralizada por la acción combativa de los habitantes de las barriadas periféricas. Las comunidades campesinas de la sierra se sumaron espontáneamente bloqueando los caminos por varios días. El campo no estaba dormido y la ciudad se despertaba. El gobierno militar reprimió duramente, sobre todo con despidos de dirigentes sindicales, a los que no se pudo defender por la ausencia de una gran organización nacional de los trabajadores; pero, a la vez, percibió los riesgos potenciales, y buscó redu-cir la tensión convocando a elecciones para la formación de un Congreso Constituyente en 1978.

Los resultados de estas elecciones trajeron una nueva sorpresa: sin que el movimiento trotskista tuviese un real arraigo en el país y sin que desple-gase ninguna gran campaña propagandística, Hugo Blanco obtuvo una votación inesperadamente alta. La ‘voz’ había circulado extensa e inadver-tida a través del país; una muchedumbre ‘que sabía’, había comulgado en silencio con él. Otra vez, José María no se había equivocado. Como en la fiesta por la oficialización del quechua, diversos factores étnico-populares estaban a la obra.

Más adelante, vino la convocatoria para elecciones presidenciales en l980. Diversos partidos de izquierda y fuerzas progresistas constituyeron la Alianza Revolucionaria de Izquierda (A.R.I., sigla coincidente con la voz quechua que significa ‘Sí’). Esta formación despertó una gran esperanza en el pueblo, pero, a la vez, ciegos cálculos partidarios y sordas ambicio-nes personales en las dirigencias políticas. Y terminó rompiéndose, pese al clamor popular. La organización que le sucedió en las justas electorales, Izquierda Unida, mucho menos representativa de bases, terminaría autoli-quidándose a mediados de los años ochenta.

Entretanto, se iniciaron las guerrillas y se agudizaron las acciones represi-vas -los fúnebres escarmientos que Arguedas decía-, en un desangre de casi veinte años.

Felizmente para su supervivencia como creador, tras el ‘fracaso’ de Todas las sangres, José María había venido pasando desde 1943 sus vacaciones de verano en el valle de Supe -situado inmediatamente al norte del de Huaura-, en una casita junto al mar de lo que era por entonces una tran-quila y limpia caleta de pescadores; y la había visto convertirse en pocos años en un agitado y hediendo centro de elaboración de harina de pescado, con varias fábricas faenando día y noche y bolicheras yendo y viniendo mar afuera/mar adentro. Había concebido entonces, desde 1966, las líneas

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generales de una novela sobre la tremenda transformación de ese rincón costeño, novela que inicialmente preintituló Harina Mundo.

Por sugerencia hecha en carta de mayo de 1966 por su sobrina Vilma Arguedas, que trabajaba en Chimbote, puerto más norteño, trasladó el escenario de su futura novela a esa ciudad, situada en una gran bahía, con un número mayor de fábricas y, por consiguiente, de población, y en la cual se hallaba establecida, además, la mayor planta siderúrgica del país. Viajó a Chimbote desde enero de 1967, y, deslumbrado por ese trapiche (in)humano, en cuyas barriadas crecientes se hacinaba gente de todo el Perú (“el más grande y miserable puerto de pescadores del mundo -diría- y acaso el testimonio más interesante sobre el hombre actual”) (Fell, 1990: 275-277), empezó a grabar febrilmente cintas de horas de conversación, con los más diversos personajes, en los más variopintos castellanos y entre-lenguas (no más necesitó idear un castellano que pareciese quechua); y puso en andadura a sus ya viejos amigos, “el zorro de arriba” y “el zorro de abajo”; juntos ahora, los tres, en los arenales de la costa.

En enero-febrero de 1968 va a Cuba, con Sybila, como jurado del Premio de Literatura de la Casa de las Américas. Al respecto, escribe a John Murra el 17 de marzo: “Mientras estuve en Cuba me sentí bastante bien. Ese es un país en que todas las gentes a quienes traté y observé no desean sino trabajar para la felicidad del ser humano, para el desarrollo de las cualidades que el hombre tiene como hermano de sus semejantes. Detestan cualquier forma de aprovechamiento egoísta de las energías ajenas. Así soñé siempre que debía ser el hombre. Pero, ya en Lima volví a hundirme en las negruras de la depresión” (Murra y L-B, 1996: 168).

En octubre de 1968 recibe el premio “Inca Garcilaso de la Vega”, y lee, en el acto de recepción del premio, su mensaje “No soy un aculturado”. De la lectura de ese texto, entendemos que él concebía ‘aculturarse’ como el adoptar apariencias y poses falsas, una conducta inauténtica; y que, si bien él mismo era producto de tradiciones y aportes culturales múltiples -andi-nos y europeos, antiguos y modernos-, se sentía íntegra e íntimamente dueño de una sabiduría creadora; exponente de una feliz síntesis cultural que podría universalizarse. Le satisfizo el homenaje (aunque tal vez recor-daría los versos de González-Prada, de un siglo atrás: “Las honras y las glo-rias de la vida,/ o nunca llegan, o nos llegan tarde”).

Hacia esos mismos días, una delegación de alumnos del tercio estudiantil cogobernante de la Facultad, controlado por el partido de izquierda Van-guardia Revolucionaria (V.R.), vino una noche a mi casa para solicitarme que pidiese a Arguedas que aceptase ser candidato a decano de Ciencias Sociales, cargo que iba a elegirse próximamente; si José María votase por sí

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mismo, con el voto favorable mío, de otro profesor amigo y del tercio estu-diantil en el Consejo de Facultad, se tendría la victoria asegurada. Les indi-qué que Arguedas se encontraba en plena redacción de su novela y que, justamente por eso, acababa de solicitar una licencia sin goce de sueldo, y estaba por partir a Chimbote. Me rogaron, de todas maneras, que intentase persuadirlo para que retirara su solicitud de licencia y diera su aprobación al proyecto. Prometí hacer esa misma noche la gestión, pero acompañado por el presidente del tercio, Sr. Enrique Solari, para que expresase perso-nalmente el compromiso estudiantil.

Llegamos tarde a la casa de José María, situada en Chosica, a más de una hora en auto de Lima. La conversación fue larga y difícil; él defendió su deseo de concluir antes que nada la novela, y la necesidad de gozar del tiempo de licencia; y no cedió en su posición.

Después de este encuentro, José María volvió a Chimbote a continuar sus observaciones y escritura, y debió quedar considerando la sugerencia que le habíamos hecho. El caso es que, pocos días después, llegando tarde a mi casa, hallé una nota suya en la cual me decía que, ‘ya que los estudiantes lo querían, aceptaba la propuesta’ y que ‘la novela podía esperar’.

Comuniqué de inmediato telefónicamente la ‘buena nueva’ a Solari; y al rato llegaron dos estudiantes del tercio con el profesor Walter Quinteros, para comunicarme una decisión inesperada: en algún nivel de la jerarquía de V.R. se había acordado no postular la candidatura de Arguedas, ‘porque traería riesgos’. Ni los estudiantes ni Quinteros quisieron o pudieron espe-cificar más. Intenté de inmediato, por diversos canales, obtener que, vista la aceptación de José María, la decisión se modificase; pero sólo obtuve la confirmación de que era definitiva. Pedí, entonces a Alfredo Stecher, ex presidente de la Federación de Estudiantes de la Agraria, que fuera con-migo a Chosica, puesto que Arguedas le tenía estimación; pero se excusó arguyendo que no podía intervenir en una cuestión interna de CC.SS.. Solari, por su parte, estuvo inhallable.

Partí solo a casa de Arguedas. Fue una conversación dolorosa. Traté de dar la mala nueva de la manera menos directa, menos hiriente, haciendo valer ante mi amigo los mismos argumentos que él había esgrimido para rechazar la candidatura en la visita anterior: que mejor continuara escri-biendo la novela; que para decanaturas o rectorados había tiempo; que la vida en la Universidad lo agotaría -como efectivamente había sucedido antes, cuando tuvo la dirección del departamento de Sociología- ... En un momento, Sybila se retiró; quedaba claro; José María me preguntó si era una decisión de los estudiantes; le respondí que, de todos modos, los impli-caba. No entramos en pormenores.

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Se acababa de cometer un terrible error -y un error doble: humano y polí-tico. Humano; porque Arguedas había empezado a confiar en la juventud universitaria, como antes en los ayllus andinos; y cuando la dirigencia de ella, cuyunturalmente, tuvo la posibilidad de darle una nueva vida, le dio un golpe mortal. José María -incapaz, sin embargo, de rencores ambicio-sos- siguió confiando en los estudiantes; por eso dejó previsto que, en la ceremonia de su sepelio, sólo un delegado de la Federación de Estudiantes de la Universidad Agraria tuviese libertad de palabra. Quizá comprendió lo justo: era la dirigencia de un partido la que lo vetaba, precisamente porque jamás habría podido manejarlo a su antojo y porque todos sus intentos de ganarlo -y fueron múltiples- habían fracasado. Y un error político; puesto que, poco más tarde, en febrero de 1969, se dictó la nueva Ley Orgánica de la Universidad Peruana, a la cual los estudiantes y muchos profesores nos opusimos, y a la que Arguedas condenó con vehemencia y lucidez en un artículo periodístico. Cuánto habría valido, para quienes habríamos de impugnar esa ley, contar por entonces con un Arguedas como autoridad universitaria, aunque eso nos hiciese ‘correr riesgos’; y cuánto hubiese sig-nificado para Arguedas sentirse políticamente útil -puesto que en él la afir-mación política cobraba más importancia que la afirmación literaria.

Malherido, José María, con el acuerdo de Sybila, decide trasladarse a San-tiago de Chile para poder continuar escribiendo allá su novela; va de fines de octubre a la primera semana de diciembre de l968; luego vuelve a Lima y hace un viaje corto a Chimbote; después, desde febrero de 1969, sale por varios meses a Santiago.

Hacia mediados de diciembre de 1968, me había llamado a La Molina y pedido encontrarnos en algún lugar de Lima fuera del campus. Sentía su voz ansiosa. Acordamos vernos en un café pequeño de la avenida Mariá-tegui, casi frente al ex colegio japonés de Lima, luego unidad escolar de mujeres. Llegamos casi al mismo tiempo. Quería contarme que había dado a leer algunos capítulos de su nueva novela, y que los críticos consultados no los hallaban acordes con la realidad de Chimbote. Estaba inquieto y contrariado. Me dijo que, incluso, alguien -no dijo quién- le había argüido que, antes de ponerse a escribir, tenía que programar una investigación de dos o tres años en la que participasen antropólogos, sociólogos, econo-mistas, etc., para, únicamente después de alcanzar las conclusiones, hacer la novela.

Por mi parte, le dije lo de otras veces: que, siendo una ‘vaca sagrada’, se portaba como un novillo; y, ya seriamente, que él había reunido material de todo tipo sobre Chimbote -preguntando, oyendo, grabando, obser-vando, participando- por espacio de dos años; que, antes de eso, había

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vivido, directamente, año tras año, desde 1943, la transformación de Supe, originariamente una pequeña caleta de pescadores a vela, en un activí-simo puerto pesquero; que nadie, en esas condiciones, le iba a contar el cuento; que era un creador y que hiciera lo que aconseja Lenín cuando, jus-tamente, se tiene consigo mucha información que se resiste al análisis: no seguir atiborrándose, sino soñar; dejar que vuele y vuele la imaginación, hasta que se rompan los viejos hilos podridos, y se establezcan en el fondo de la mente esos nuevos y misteriosos enlaces que nos dan la clave de nues-tros propios enigmas. Yo había seguido tal consejo, y me había servido, cuantas veces mi cerebro bullía a reventar con miríadas de datos sobre dialectos quechua o lenguaje e historia andinas. Si después de proceder él de ese modo, seguía viendo en Chimbote un magma, pues, que lo pintase así. Ese sería su Chimbote, mirado, como lo estaba haciendo, dentro de una coyuntura nacional y mundial.

El 16 de diciembre de 1968 y el seis de enero de l969, el escritor fue a La Molina, para trámites de su licencia, y halló al nuevo decano, el ingeniero Aste, flanqueado por los profesores Benavides, Murrugarra, Quinteros (Murra y L.-B., 1996: 182-190).

Ya no reaparecería allí hasta octubre de 1969, cuando vendría a la Universi-dad, ‘su casa de todas las edades’, para recogerse de este mundo, tras dejar escrito, en su “¿Ultimo Diario?”, su supuesto esencial: “... quizá conmigo empieza a cerrarse un ciclo y a abrirse otro en el Perú y lo que él repre-senta: se cierra el de la calandria consoladora, del azote, del arrieraje, del odio impotente, de los fúnebres “alzamientos”, del temor a Dios y del predominio de ese Dios y sus protegidos, sus fabricantes; se abre el de la luz y de la fuerza liberadora invencible del hombre de Vietnam, el de la calandria de fuego, el del dios liberador, Aquel que se reintegra...”.

Tras la muerte de Arguedas y de más de tres años de resistencia y lucha contra la Ley universitaria del gobierno de Velasco, en la Universidad Agraria será, una vez más, intervenida militarmente, en 1972; se decretará, entonces, el cierre de la que fuera Facultad de Ciencias Sociales, el cese de sus profesores y la dispersión de su alumnado. El ciclo del azote seguiría abierto.

Pocos años después, fui a recorrer La Molina en un aniversario del acto suicida de José María; era un día domingo o feriado, porque el campus se encontraba desierto. No hallé nuestro antiguo local de Ciencias Sociales: lo habían desaparecido, arrancado de cuajo, con rabia, desde sus cimientos, incluidos sus jardines. Ocupaba ahora su lugar una extensa explanada de parqueo de automóviles, con suelo de cascajo, que ese día estaba vacía. Me detuve frente al fantasma de edificio; y pensé que, algún día, en el sitio en

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que se mató Arguedas, se pondría una gran roca, una simple gran roca de esas cristalinas que había visto algunas veces en las punas. Lo estaba pen-sando, cuando, repentinamente, al fondo de la explanada, por la derecha, apareció un remolino violento que vino removiendo y alzando los pedrus-cos; giró varias veces en el terreno frente a mí, ondulando y resonando sus aristas; luego se dirigió a la izquierda, hacia otro edificio, trepó por sus paredes y se fue por sus techos. Nunca había visto en el campus un espec-táculo así. Cada cual tiene su modo.

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LA VIGENCIA DE LA OBRA ARGUEDIANA

El contenido de las muchas obras de Arguedas; los contrastados mundos que describió; las tan diversas facetas de su accionar vital (maestro, periodista, político, ideólogo, folclorista, antropólogo, poeta, narrador; investigador disciplinado y tesonero y creador libérrimo); su existencia extrañamente torturada y la lógica de su suicidio, han venido suscitando estudios cada vez más numerosos, y un creciente interés por él mismo como personaje. Sorprende su vigencia.

CORRESPONDENCIA EPISTOLAR Y ESTUDIOS

Es ya tan vasta la producción de temas arguediados, publicada, que no pretenderíamos abarcarla. Más bien, abreviaremos. Entre los estudios y la correspondencia que incluimos en la bibliografía, queremos destacar positivamente los análisis efectuados por Escobar, Flores Galindo, Forgues, Lienhard y Carmen Pinilla; y, entre la correspondencia, los valiosos volú-menes de cartas dirigidas por Arguedas a Manuel Moreno Jimeno, a José y Alejandro Ortiz, y a Pedro Lastra, además de las cartas a Sybila Arredondo que aparecen en la edición crítica de Eve-Marie Fell.

Mención aparte reclaman tres trabajos aparecidos todos el año 1996 y que parecen sostenerse mutuamente: un volumen epistolar publicado por John Murra y Mercedes López-Baralt, un artículo del sociólogo francés Henri Favre y un ensayo de Mario Vargas Llosa. Estos tienen en común, aparte del traslucir egolatrías, un propósito como concertado de deslucir la imagen favorable que la opinión y la mayoría de los críticos otorgan hoy de la per-sona y la obra de Arguedas.

Acerca de las cartas que dan a luz Murra y López-Baralt, sé de manera muy general que han suscitado expresiones de rechazo. No conozco estas expresiones en detalle, pero me atengo a mis propias extrañezas.

Extrañeza de que una profesional como la doctora Lola Hoffmann infrin-giese todo principio ético al enviar a un individuo ajeno -un extraño- los informes y misivas personales de su paciente Arguedas; éste material bien

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habría podido servirle para presentar ‘un caso’ ante otros especialistas, siempre y cuando conservase la más absoluta reserva sobre la identidad del paciente. John Murra sabía bien, por su parte, que tal material no podía ser puesto con nombre propio ante nadie más que Arguedas y Lola Hoffmann. ¿Por qué, entonces, lo publicó?. ¿Qué ventaja reportó tal falta de ética a la doctora Hoffmann y al propio doctor Murra? ¿Qué o quién estuvo atrás de todo?

Extrañeza, de otro lado, por el grado de abierta confidencialidad que se advierte en algunas de las cartas dirigidas por Arguedas a John Murra; éste trató, evidentemente, de ganarse la confianza de José María con sus protestas de fe pro-indígena, y de conseguir el máximo de información -y no sólo a través de Arguedas- acerca de lo que ocurría en el ‘terreno antro-pológico’ peruano, de modo de estar presente allí cizañeramente. ¿Qué le dijo en sus propias cartas a fin de suscitar tales confidencias? ¿Por qué no las ha publicado (puesto que seguramente las conserva bien archivadas, como conservó las del escritor peruano), si sólo el conocimiento de ellas da la clave para captar plenamente algunos giros desconcertantes de la parte publicada? ¿Por qué no ha incluido en la selección epistolar que nos presenta las cartas con que Lola Hoffmann lo tuvo al tanto de su paciente Arguedas? ¿Qué papel jugó Murra en la desestabilización emocional de José María -cosa que se entrevé en algunos párrafos de la correspondencia arguediana-?

Hay, sin duda, en ciertas misivas de Arguedas a Murra o Lola Hoffmann, notas que pueden interesar a un biógrafo o a un investigador de su obra; pero la mayoría tiene un contenido afectivo o muy personal; y algunas, además, están trucadas en fechas y datos [por ejemplo, en la carta 55 (p.169) hace decir a Arguedas: “Anteanoche en casa de Alfredo Torero escuché un llanto general de amigos por tu decisión de no hacer publicar tu libro”. Quienes solían visitarme (Pablo Macera, Emilio Choy -terror de Murra-, etc.) y yo mismo, sabíamos demás lo que el antropólogo rumano-norteamericano hubiese podido escribir, así como las réplicas que cabría formularle].

Henri Favre, uno de los críticos que intervino en la mesa redonda de 1965 sobre Todas las sangres, escribe, por su parte, un artículo a la vez resentido y desdeñoso. Dolido, en primer lugar, porque José María no le hubiese rendido desde el día de conocerlo las atenciones debidas a un investigador francés, por más joven que fuere, y que sí había recibido de otros repre-sentantes de la inteligentsia limeña, sorprendentemente atentos a todos los avances de las ciencias y las letras europeas; en segundo lugar, porque estudiosos peruanos como Alberto Flores Galindo, Nelson Manrique y

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Carmen Pinilla, lo señalasen como el principal responsable del maltrato que sufrió José María y de la dureza con que se enjuició su obra en aquella mesa redonda. Achaca esta inculpación al hecho de que, tras el suicidio de Arguedas, “Todas las sangres había hecho renacer otra vez esa ‘utopía andina’ a la que se aferran desde siempre, en períodos de incertidumbre, todas las nostalgias peruanas” (Favre, 1996: 2).

Reitera que José María volvió a ignorarlo cuando almorzaron, un domingo después, en el restaurante campestre “La Granja Azul”, en las afueras de Lima, junto con (José) Matos, Sebastián (Salazar Bondy) y Jorge (Bravo Bresani): “Arguedas vino a reunirse con nosotros -dice-, y aunque yo me hallaba sentado cerca de él, no se dignó dirigirme la palabra durante la comida. Una vez que acabó su pollo con papas fritas, dejó la mesa para ir a flirtear en los jardines con la que habría de convertirse finalmente en su segunda esposa” (Favre, 1996: 26-27).

Aparte de lo infortunado de las palabras que acabo de citar, el sentimiento de lastimada arrogancia del sociólogo francés lo lleva aquí a confundir o construir ‘recuerdos’; puesto que Sebastián Salazar Bondy falleció a princi-pios de julio de 1965, en tanto que la segunda esposa de Arguedas, Sybila Arredondo, sólo llegó al Perú a fines de ese mes. En su torturada mente, tal vez Favre almorzó con fantasmas.

José María no era persona que gustase de ‘ningunear’ (uso una de sus expresiones habituales) a nadie; tal vez su comportamiento con Henri Favre se explique como una viva reacción de rechazo frente al ‘acatamiento’ que daba al sociólogo extranjero el resto de la intelligentsia limeña; a la cual difícilmente habría podido tener acceso, en cambio, algún joven egresado de cualquier universidad nacional peruana. El gesto habría estado dirigido, entonces, contra el comportamiento de tal intelligentsia.

Por su parte, el libro de Vargas Llosa, La utopía arcaica. José María Argue-das y las ficciones del indigenismo, apunta esencialmente a desdibujar la imagen de Arguedas y a restar validez a sus obras; trata a José María vir-tualmente como a un adversario y busca poner atajos al creciente movi-miento de revalorización de su producción literaria y de captación de su mensaje de protesta y esperanza.

Desde la primera página de su ensayo, empieza el empequeñecimiento de la obra arguediana (y de la literatura peruana toda): “... Entre los escritores nacidos en el Perú -afirma- es [Arguedas] el único con el que he llegado a tener una relación entrañable, como la tengo con Flaubert o Faulkner o la tuve de joven con Sartre. No creo que Arguedas fuera tan importante como ellos, sino un buen escritor que escribió por lo menos una hermosa

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Alfredo Torero

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novela, Los ríos profundos, y cuyas obras, aunque éxitos parciales o fraca-sos, son siempre interesantes y a veces turbadoras” (Vargas: 1996:9).

Añade, acto seguido. que su interés por José María se debe esencialmente, no a sus libros, sino a que se trató de un caso patético, por su escisión entre dos mundos, su vida triste, sus traumas de infancia, sus crisis de adulto y su suicidio. En otras palabras, si Vargas Llosa desciende a escribir un libro sobre un autor de dudosa calidad literaria, es porque lo patético de su exis-tencia le brinda suficientes materiales como para elaborar un buen folletín. Y punto. El lector puede continuar adelante; pero el veneno está echado. Y seguirá destilando a lo largo del ensayo:

Vargas Llosa utiliza sistemáticamente el lado peyorativo de las compara-ciones y símiles para descalificar la producción arguediana y anular su sig-nificado: “Todas las sangres, publicada en 1964, es la novela más larga y más ambiciosa que Arguedas escribió, aunque, tal vez, la peor de sus novelas” (Vargas, l996: 254). Se entiende que, si ésta es tal vez la peor, las demás van de malas a pésimas.

Con su acto suicida, además -afirma-, José María trata de que el lector otorgue a las páginas de El zorro de arriba y el zorro de abajo una valía de que carecen: “... no hay duda, ese cadáver inflige un chantaje al lector; lo obliga a reconsiderar juicios que el texto por sí solo hubiera merecido, a conmoverse con frases que, sin su sangrante despojo, lo hubieran dejado indiferente. Es una de sus trampas sentimentales” (Vargas, l995: 300).

Vargas Llosa, no queda duda, teme a Arguedas; teme que en la posteridad la presencia arguediana sobreviva a la suya. Por ello, trata de convertirlo en ferviente propugnador de una utopía ‘arcaica’, cargo que ni su propio ensayo, lleno de adjetivaciones, pero confuso e impreciso, logra demostrar; y que, naturalmente, las obras y la vida de José María refutan por entero.

Hay que preguntar a Mario Vargas Llosa, declarado admirador del Estado de Israel, por qué no consideró ‘arcaica’ la utopía sionista, que desde prin-cipios del siglo XX, pugnó por la formación de un Estado judío en la ‘tierra prometida’ al pueblo de Jehová sobre suelo árabe palestino, y por la resu-rrección, entre otras antiguallas, del hebreo, lengua muerta?. Si los inte-reses económico-políticos más poderosos del mundo, sobre todo los de Estados Unidos de Norteamérica, se conjugaron para hacer realidad esa utopía y revivir al hebreo, hoy lengua oficial de Israel, ¿es claro que lo ‘arcaico’ no existe en abstracto, y que cualquier utopía deja de serlo si la respalda el dinero?

Habría que preguntarle, asimismo, acerca de la utopía neoliberal, de la que es conspicuo predicador, y de las ventajas de las privatizaciones -en

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realidad, transnacionalizaciones-, o/y de las bondades universales del mer-cado libre y de su mundialización. Especialmente ahora, cuando el capi-talismo acelera su krach graduado (que dura ya 25 años), procediendo a la fusión de sus empresas y desencadenando todas las agresiones posibles contra los trabajadores -despidos y desempleo crecientes, precariedad en el trabajo y salarios negros- y contra los pueblos (bombardeos de Iraq y de Yugoeslavia; hambreamiento generalizado); pero sin lograr contener su propio descalabramiento.

Entretanto, las miles y miles de comunidades andinas, adaptadas multi-secularmente a la sobre vivencia, continúan, y continuarán, existiendo; porque ellas son, como dice Aníbal Quijano, lo “privado social”, opuesto a la vez a lo privado y a lo estatal capitalistas, y porque en su interior se da una efectiva democracia: tanto la solidaridad y reciprocidad del conjunto, cuanto la libertad individual (mas no individualista) de sus miembros (Qui-jano, 1988: 25-42).

Por su parte, los miles de millones de pobres del mundo, todavía hoy mane-jados unos contra otros, aprenderán inevitablemente a congregarse; y aca-barán cercando las murallas de Jericó...

PARA VIVIR

Arguedas escogió, para morir, los gloriosos años 60; los de la solidaridad planetaria, de la generosidad sin límite ni fronteras; los del asalto al cielo. Mas sentía que habíamos quemado las alas y que venía el repliegue, la caída. Y quiso irse en un tiempo de ilusión y dejando un mensaje de espe-ranza. Suélese decir que, mientras hay vida, hay esperanza; pero eso no es tan cierto. Porque puede haber una vida sin esperanza de que se logre ahora lo más caro para el individuo; y esto es agonía. Y puede haber espe-ranza más allá de la vida: la esperanza de que vendrá un mundo nuevo, justo y solidario -otros años 60, pero victoriosos. Con los ojos puestos en ese mundo venidero, y con la alegría de haber combatido por su forja, con el arma o con el alma, se vivirán muchas vidas aunque venga una muerte.

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BIBLIOGRAFÍA

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ARGUEDAS, José María (1991). Música, danze e riti degli indios del Perú. Introducción y notas de Antonio Malis, Ed. Einaudi, Turín.

ARGUEDAS, José María (1976). Señores e indios, selección y prólogo de Angel Rama, Arca/Calicanto Ed. Montevideo.

ARGUEDAS, José María (1970). Todas las sangres, dos tomos, Ed. Lozada. Buenos Aires.

CORNEJO POLAR, Antonio (1973). Los universos narrativos de José María Arguedas, Ed. Lozada, Buenos Aires.

DAMIAN, Máximo; ARGUEDAS, Arístides; MURRUGARRA, Edmundo; BLANCO, Hugo (1978). Testimonios sobre José María Arguedas. Lima.

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FORGUES, Roland (1993). José María Arguedas, la letra inmortal. Corres-pondencia con Manuel Moreno Jimeno. Lima.

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INSTITUTO DE ESTUDIOS PERUANOS (1985). ¿He vivido en vano? Mesa redonda sobre Todas las Sangres. Lima.

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MONTOYA, Rodrigo (1995). “Arguedas en España: crónica de un viaje de la nostalgia”; en: Amor y Fuego. José María Arguedas 25 años después. Lima.

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ORTIZ RESCANIERE (Ed.). José María Arguedas, recuerdos de una amistad, Ed. Pontificia Universidad Católica. Lima.

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VARGAS LLOSA, Mario (1996). La utopía arcaica. José María Arguedas y las ficciones del indigenismo, Ed. Fondo de Cultura Económica. México.

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Acerca del Autor

Alfredo Torero

Nació en Huacho, Lima, Perú, el 10 de septiembre de 1930.

Falleció el 19 de junio de 2004 en Valencia, España.

ESTUDIOS

Doctorado en Lingüística, Universidad de París (Sorbona) 1963-1965.

Licenciatura de Letras. Universidad de París (Sorbona) 1960-1963.

Derecho. Universidad Nacional Mayor de San Marcos 1950-1956 (Egresado en 1956).

GRADOS

Doctor en Lingüística, 1965. Universidad de París, con la tesis: Le puquina, la troisiéme langue générale du Pérou. Bajo la dirección de André Mar-tinet. Grado convalidado en el Perú por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.

Licenciado en Letras, 1963. Universidad de París.

CARGOS OCUPADOS

Vicerrector de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM), 1985-1990.

Director del Instituto de Investigaciones Lingüísticas, Facultad de Letras y Ciencias Humanas, UNMSM, 1982-1992.

Director Decano del Programa de Lingüística. Literatura y Comunicación Social, UNMSM, 1977-1980.

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Jefe del Departamento de Lingüística de la UNMSM. 1975-1977.

Jefe del Departamento de Sociología de la Universidad Nacional Agraria La Molina. 1968-1969.

Director de la Maestría de Comunicación Social de la Universidad Nacional Agraria. 1969-1972.

ACTIVIDADES LABORALES

Docencia Universitaria e Investigación

Universidades de Valladolid y Salamanca, España. Docente invitado. Octu-bre 1995- mayo 1998.

Universidad de Valencia, España. Docente invitado. Octubre 1992-diciem-bre 1994.

Netheriands Institute for Advanced Study (NIAS), Wassenaar, Holanda. Investigador invitado. Septiembre 1991-junio 1992.

Universidad de Leiden, Holanda. Investigador invitado. Enero 1983- marzo 1984.

Centro Nacional de Investigación Científica (CNRS), Francia. Inestigador invitado. Abril 1974-abril 1975.

Universidad de Paris V (René Descartes). Docente. 1974-1975.

Universidad Particular Ricardo Palma. Investigador. 1972-1974.

Universidad Nacional Agraria, Docente. 1965-1972.

Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Docente 1965-1992.

Periodismo

Agencia France-Presse, de 1954 a 1965; de 1954 a 1960 en Lima; de 1961 a 1965 en París.

PARTICIPACIÓN EN CONGRESOS

Congreso Internacional de Americanistas: 1966, 1970, 1972, 1974.

Congreso del Programa Interamericano de Lingüística y Enseñanza de Idio-mas (PILEI) y de la asociación de Lingüística y Filología de América Latina (ALFAL). México, 1968. Río de Janeiro. 1970.

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Primer y Segundo Coloquio de Estudios Andino. Aix-en-Provence. 1976 y 1989.

Primer Seminario Nacional de Educación Bilingüe. Lima. 1972. Presidente.

Primer Congreso del Hombre Andino. Arica-Iquique-Antofagasta. 1973.

Congreso Peruano del Hombre y la Cultura Andina: Fundador en 1963 y participante en sus celebraciones.

Primer y segundo Seminario de Ciencias Sociales del Norte Peruano, 1984 y 1986.

Segundas Jornadas Internacionales de Lengua y Cultura Amerindias. Valen-cia. 1993.

Primer Congreso de Historia de la Lengua Española en América y España. Valencia. 1994-1995.

Primer Congreso Europeo de Latinoamericanistas. Salamanca. 1996. Coor-dinador del Taller de las Lenguas amerindias. Estado actual. Perspectivas y tareas.

Diversas conferencias internacionales sobre problemas de Lingüística, general o americana, Etnolingüística y Enseñanza de idiomas, conferen-cias, seminarios, etc.

PUBLICACIONES

1964 “Los dialectos quechuas”; en Anales Científicos de la Universidad Agraria. Vol. II, Núm. 4. Lima.

1968 “Procedencia geográfica de los dialectos quechuas de Ferreñafe y Cajamarca”, en Anales Científicos de la Universidad Nacional Agraria. Vol. VI, Núm. s.3-4. Lima.

1970 “Lingüística e Historia de la Sociedad Andina”; en Anales Científicos de la Universidad Nacional Agraria. Vol. VIII, Núm. s.3-4. Lima.

1974 El Quechua y la Historia Social Andina. Ed. Universidad Particular Ricardo Palma. Lima. 2° Ed. 1980. La Habana.

1983 (1978) “La familia lingüística quechua”; en América en sus lenguas indígenas. Ed. UNESCO- Monte Avila Editores. Caracas.

1984-1985 “El Comercio lejano y la difusión del quechua. El caso de Ecua-dor”; en Revista Andina. No. 6. Cuzco. Debate continuado en 1985 en el Núm. 7.

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1986 “Deslindes lingüísticos en la costa norte peruana; en Revista Andina. Núm. 8. Cuzco.

1987 “Lenguas y Pueblos Altiplánicos en torno al siglo XVI”; en Revista Andina. Núm. 10. Cuzco.

1989 “Areas toponímicas e idiomas en la sierra norte peruana. Un trabajo de recuperación lingüística”; en Revista Andina. Núm. 13. Cuzco.

1990 “Procesos lingüísticos e identificación de dioses en los Andes Centra-les”; en Revista Andina. Núm. 15. Cuzco.

1990 “Comentarios sobre el llamado quechua costeño”; en Revista Andina. Núm. 16. Cuzco.

1992 “Acerca de la familia lingüística uruquilla (Uru-Chipaya)”, en Revista Andina. Núm. 19. Cuzco.

1993 “Principios metodológicos para el estudio de la familia lingüística quechua”; en Estado actual de la clasificación de las lenguas indígenas de Colombia. Ed. Instituto Caro y Cuervo. Bogotá.

1993 “Fronteras lingüísticas y difusión de cultos en los Andes Centrales; el caso de Huari y de Contiti Viracocha”. En Actas del 2° Coloquio de Estu-dios Andinos. Aix-en-Provence.

1993 “Lenguas del nororiente peruano. La Hoya de Jaén en el siglo XVI”, en Revista Andina. Núm. 22. Cuzco.

1994 “El idioma particular de los incas”. Actas de las II Jornadas Internacio-nales de Lengua y Cultura Ameridindias. Valencia.

1996 “Las sibilantes del quechua yunga y del castellano en el siglo XVI”. Actas de las II Jornadas Internacionales de Lengua.

1999 “Testimonio sobre José María Arguedas”, ponencia presentada en el Segundo Coloquio Internacional “José María Arguedas” de Antropolo-gía y Literatura, Escuela Nacional de Antropología e Historia, México.

2003 Idioma de los Andes. Lingüística e Historia, Instituto Francés para América Latina y editorial Horizonte, Lima.

2003 “El altiplano del Collao-Charcas como área lingüística” ponencia pre-sentada en el 51º Congreso Internacional de Americanistas, Santiago de Chile.

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Otros títulos de la colección Insumisos Latinoamericanos

América Latina: Integración, democracia y desarrollo. Retos para el siglo XXI, Ignacio Medina

La educación superior en América Latina. Globalización, exclusión y pobreza, Laura Mota Díaz y José Luis Cisneros

Redes e imaginario del exilio en México y América Latina: 1934-1940, Ricardo Melgar Bao

Venezuela: Horizonte democrático en el siglo XXI, Eduardo Sandoval Forero, Robinson Salazar Pérez y Alexis Romero Salazar

Democracias en riesgo en América Latina, Robinson Salazar Pérez, Eduardo Sandoval Forero y Dorangélica de la Rocha Almazán

El sindicalismo mexicano en la transición al siglo XXI, Ignacio Medina

América Latina: conflicto, violencia y paz en el siglo XXI, Robinson Salazar Pérez

Lectura crítica del Plan Puebla Panamá, Robinson Salazar Pérez

Comportamiento de la sociedad civil latinoamericana, Robinson Salazar Pérez

Sujetos y alternativas contrahegemónicas en el espacio andino amazónico, Jorge Lora Cam y Robinson Salazar Pérez

Los valores y sus desafíos actuales, José Ramón Fabelo Corzo

Nuevas prácticas políticas insumisas en Argentina: aprendizaje para Latino-américa, Guido P. Galafassi y Paula Lenguita

El dinero y la democracia. Un caso de estudio, Félix Ulloa

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