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Rastreando en legajos olvidados yhaciéndose eco de las historias quela tradición popular habíaconvertido en verdaderas leyendas,Alexandre Dumas fue entregando ala imprenta la reconstrucciónfidedigna de todos aquelloscrímenes históricos que habíanllegado a ser célebres, ya fuera porlo macabro y sangriento de suejecución, o por el horror de lapropia justicia de la época, queaplicaba la tortura más inhumanapara conseguir las confesiones delos condenados.

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El misterio, el horror, las escenas depesadilla, la tortura, el desenfrenode las pasiones… son los elementosde los que se nutre la literaturagótica, y que Dumas recogió de larealidad para dar cumplidotestimonio a sus lectores deltenebroso corazón de los hombres.De esta diversidad de «dramasjudiciarios», tan del gusto de unpúblico romántico ávido dehorrores, hemos escogido cuatrocasos que destacan por sutruculencia e intensidad dramática:Los Cenci, La Marquesa deBrinvilliers, Urbano Grandier yVaninka.

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Alexandre Dumas

CrímenesCélebres (2ª

ed.)Valdemar - Gótica 07

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ePub r1.0Titivillus 15.05.16

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Alexandre Dumas, 2013Traducción: M. Busquets, M. Angelon y E.de InzaDiseño/Retoque de cubierta: Francisco deGoya: Bandido asesinando a una mujer(1798-1800)

Editor digital: TitivillusePub base r1.2

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PRÓLOGO

La posición de Alexandre Dumas dentrode la literatura romántica es singular.Existe una opinión general, según lacual, Dumas sería un buen narrador,pero un mal novelista, pues en sus obrassiempre aparecen descritas accionesexteriores y no hay cabida para unanálisis de la psicología interior de lospersonajes. Es cierto que su producciónse revela como antiintelectual, pero nopor ello se puede afirmar que su obracarezca de vitalidad y de una gran

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imaginación a la hora de construir lassituaciones y resolverlas, elementos quemuchas veces están ausentes en obrassupuestamente superiores por sucarácter intelectual, pero vacías de todaintensidad. Los orígenes de Dumas semuestran ya novelescos y pococonvencionales; su padre, soldado en elantiguo régimen y general con Napoleón,era un mulato hijo de una esclava negrade Santo Domingo y del marqués de laPailleterie y célebre por su fuerzahercúlea. Pronto el joven Dumas va enbusca de mejor vida a París y entra alservicio del Duque de Orleans, peroenseguida se introduce en los mediosliterarios parisinos y prueba fortuna en

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el teatro con la representación de suobra Enrique III y su corte, consideradacomo la primera pieza dramática delromanticismo francés. También hizoincursiones en la novela histórica, queno se caracterizan por contener datoshistóricos verdaderos, pero llenas depersonajes, que se mueven en unescenario magnífico y colorista, y deacciones trepidantes, lo que constituyeel atractivo de sus novelas, como en Lostres mosqueteros, El tulipán negro, etc.La producción de Dumas es ingente;para llevarla a efecto se ayudó enocasiones de los llamados «negros»,quienes desarrollaban, bajo susindicaciones, los bocetos de novelas. La

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obra completa, aparecida en el siglopasado, constaba de casi trescientosvolúmenes, en la que se podían contarmás de cien obras dramáticas, uncentenar de novelas, además de escritosautobiográficos como sus Memorias, susCauseries, sus Souvenirs dramatiques,etc. La revolución de 1848 arruinóbastantes de sus empresas teatrales yperiodísticas; huyendo de susacreedores se instaló en Bélgica, dondetambién llegaron refugiados políticos acausa de la revolución. Dumas fuetambién un hombre prolífico en el amor,cambiaba con mucha facilidad deamantes y tuvo al menos seis hijosnaturales de distintas mujeres. Su

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vitalidad también se refleja en suespíritu viajero, visitó Rusia, África, yen Nápoles trabajó comosuperintendente de los museos, cargopara el que fue nombrado por eldictador. Murió en Marsella en 1870cuando París se encontraba asediada porlos prusianos.

Dentro de la obra de Dumas nofaltan elementos fantásticos y el gustopor las sensaciones fuertes, como en Losmil y un fantasmas o Le meneur deloups, ésta última basada en el folclorepopular francés. Las tres piezas queahora presentamos, basadas en procesosjudiciales y escritas entre 1839 y 1840,aunque no puedan ser consideradas en

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sentido estricto como pertenecientes a laforma literaria de la novela gótica, suintención estética, que subyace a lacomposición, se inscribe dentro de laconcepción gótica de la obra de arte,que tiene como objetivo provocar en ellector el sentimiento estético del terrormediante la representación de losaspectos de la barbarie contenidos en elalma humana, como las deformacionespsicológicas provocadas por la pasión.Las descripciones truculentas, laviolencia de las pasiones, laspersecuciones, supuestos actossobrenaturales —todo ello ordenadomediante la elocuencia para despertaruna sensación estética fuerte—

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componen la materia de estos relatos.Así, Urbano Grandier representa en laficción la gran farsa de una posesióncolectiva, donde los demonios,invasores de frágiles cuerpos de monjas,tienen dificultades para expresarse enlatín con corrección, habilidad supuestaen cualquier demonio que se precie. Apesar de eso, la farsa prosigue su curso.En esta obra la psicopatía criminal no seencuentra en el reo, sino en los propiosjueces, junto a una colectividad másnumerosa; el odio mutuo entre loshombres sufre la mediatización de lajusticia, que lejos de imponer unamedida y un freno a la pasión, se erigeen escenario donde la violencia alcanza

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nuevas formas de expresión a través delcálculo judicial. En los otros tres relatostambién aparecen descritos caracteresdeformes que nos van siendo mostradosa través de sus acciones que, en uncontinuo crescendo, nos acaban porrevelar la totalidad de su monstruosidad.

Agustín Izquierdo

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LOS CENCI

(1598)

Cualquiera que vaya a Roma y visite lavilla Pamfilio, después de haberdisfrutado bajo sus viejos pinares y a lolargo de sus canales la sombra y lafrescura que tan raras veces se goza enla capital del mundo cristiano, seencaminará, sin duda, hacia el monteJanículo, por una senda deliciosa, amitad de la cual se encuentra la fuente

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Paulina. Dejando este monumento, ydespués de haberse detenidomomentáneamente en el atrio de laiglesia de San Pedro en Montorio, quedomina a toda Roma, visitará el claustrodel Bramante, en cuyo centro, y en unahondonada de algunos pies, veráconstruido en el mismo sitio donde fuecrucificado San Pedro, un pequeñotemplo de arquitectura grecorromana.Luego entrará otra vez en la iglesia poruna puerta lateral, y allí le enseñará elsolícito cicerone, en la primera capilla amano derecha, el Jesús azotado, deSebastián del Piombo, y en la tercera, amano izquierda, un Jesucristo en elsepulcro, de Fiamingo. Después de

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examinadas detenidamente estas dosobras maestras, le conducirá a losextremos del crucero, y le hará ver enuno de ellos un cuadro de Salviati,pintado sobre pizarra, y en el otro, unapintura de Vasari. En seguida,enseñándole con triste ademán una copiadel Martirio de San Pedro, de Guido,colocada sobre el altar mayor, le contaráque allí fue venerada durante tres siglosla Transfiguración, del divino Rafael,arrebatada por los franceses en 1809 ydevuelta por los aliados al SumoPontífice en 1814. Sin embargo, comoprobablemente habrá ya admirado estaobra maestra en el Vaticano, dejaráhablar al cicerone, y dirigiendo la vista

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al pie del mismo altar, verá una baldosade túmulo, que se distingue por una cruzy la sola palabra: Orate. Debajo deaquella baldosa está enterrada BeatrizCenci, cuya trágica historia ha dejadoprofundos recuerdos.

Beatriz era hija de Francisco Cenci.Por poco que nuestros lectores creanque los hombres nacen en armonía consu siglo y que los unos son uncompendio de cuanto bueno hay en él, ylos otros, de cuanto malo contiene, seráquizá curioso para ellos echar unarápida ojeada al periodo que acababa detranscurrir, cuando tuvieron lugar losacontecimientos que vamos a contar.Francisco Cenci se les presentará desde

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luego como la personificación diabólicade su época.

Alejandro VI había subido a la sillapontificia el 11 de agosto de 1592,después de la larga agonía de InocencioVIII, durante la cual se perpetrarondoscientos veinte asesinatos en lascalles de Roma. Hijo de una hermanadel papa Calixto III, Roderico LenzuoliBorgia había tenido, antes de sercardenal, cinco hijos de Rosa Vanozza, ala que en seguida diera en matrimonio aun opulento romano. Estos eran:

Francisco, después duque deGandía.

César, que fue obispo y cardenal, ymás adelante duque de Valentino.

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Lucrecia, que después de habertenido por amantes, entre otros, a dos desus hermanos, se casó cuatro veces: laprimera con Juan Esforcia, señor dePezaro, y a quien abandonó impotente:la segunda con Alfonso, duque deBisiglia, que fue asesinado por César; latercera con Alfonso de Este, duque deFerrara, y del cual la separó un segundodivorcio; la cuarta, en fin, con Alfonsode Aragón, que fue cosido a puñaladasen las gradas de la basílica de SanPedro y ahogado tres semanas después,porque sus heridas, a pesar de sermortales, no acababan con él tan prontocomo se deseaba.

Guifry, conde de Squilache, de quien

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muy poco se sabe.Y, finalmente, otro de quien no se

sabe nada.El más conocido de estos tres

hermanos era César Borgia. Habiéndolopreparado todo para hacerse rey deItalia, después de la muerte de su padre,tomó tan bien sus medidas, que ya nodebía de caberle duda alguna sobre eléxito de tan vasto proyecto. Todos loscasos estaban previstos, excepto unosolo; pero que para adivinarlo hubierasido necesario ser el mismo Satanás,como va a juzgarlo el lector.

Deseando el Papa heredar al rico yopulento cardenal Adriano, del mismomodo que había ya heredado a los

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cardenales de San Angelo de Capua y deMódena, le convidó a cenar en suposesión de Belvedere. Para supropósito, César Borgia envió al coperode su padre dos botellas de vinoenvenenado; advirtiéndole, tan sólo, ysin descubrirle el secreto, que nosirviese de aquel vino hasta que él se lopreviniese. Por desgracia, el copero sealejó un momento durante la cena, y enaquel intervalo un torpe criado sirviócabalmente del vino envenenado alPapa, a César Borgia y al cardenal deCorneto.

Alejandro VI murió al cabo de pocashoras; César Borgia quedó postrado enla cama, donde cambió enteramente la

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piel; y al cardenal de Corneto le costóuna enfermedad, de la cual creyó morir,después de haber perdido la vista y eluso de los sentidos.

Pío III sucedió a Alejandro VI; reinóveinticinco días, y al vigésimo sexto fueenvenenado.

Había dieciocho cardenalesespañoles que debían a César Borgia suentrada en el sacro colegio. Estoscardenales le eran enteramente adictos ypodía disponer de ellos a su arbitrio.Sin embargo, no pudiendo hacer nadapor sí mismo, en razón de estarcontinuamente enfermo, los vendió aJulián de la Rovere, quien fue elegidopapa bajo el nombre de Julio II.

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Entonces a la Roma de Nerón sucedió laAtenas de Pericles.

Bajo el pontificado de León X, quesubsiguió al de Julio II, tomó elcristianismo un carácter pagano que,pasando de las artes a las costumbres,dio a aquella época un aspectoparticular. Desaparecieronmomentáneamente los crímenes para darpaso a los vicios; pero a viciosseductores; a vicios de buen gusto, comolo eran los que cultivaba Alcibíades ycantaba Catulo. León X murió, despuésde haber reunido durante su reinado —que duró ocho años, ocho meses ydiecinueve días— a Miguel Ángel,Rafael, Leonardo da Vinci, el Correggio,

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el Tiziano, Andrés del Sarto, frayBartolomeo, Julio Romano, Ariosto,Guicciardini y Maquiavelo.

Julio de Médicis y PompeyoColonna pretendían sucederle, y comoeran políticos consumados, cortesanosmuy versados en los negocios, y ademáshombres de un mérito casi igual yverdadero, ninguno de los dos podíaobtener la mayoría; y el cónclave se ibaprolongando con bastante fastidio de loscardenales. Sucedió un día que uncardenal, más aburrido que todos losdemás, propuso que se eligiera, en lugarde Médicis o de Colonna, al hijo de untejedor, según unos, o según otros de uncervecero de Utrech, en el cual nadie

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había pensado hasta entonces, y que enaquel momento regentaba la monarquíade España durante la ausencia de CarlosV. Esta chanza tuvo buen éxito. Todoslos cardenales aplaudieron laproposición de su colega, y Adriano fueelegido papa por casualidad.

Era este un verdadero flamenco queno entendía ni una sola palabra deitaliano. Cuando llegó a Roma y vio lasobras maestras de la Grecia, a tantocoste reunidas por León X, quisodestruirlas, exclamando: «Sunt idolaantiquorum!» Su primer cuidado fueenviar al nuncio Francisco Cheregar a ladieta de Núremberg, que se hallabareunida entonces a causa de las

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turbulencias que motivara Lutero,dándole unas instrucciones que pintanexactamente cuáles eran las costumbresde aquella época.

«Confesad ingenuamente —decía—que Dios ha permitido este cisma y estapersecución en castigo de los pecadosde los hombres, y particularmente de losque han cometido los sacerdotes yprelados de la Iglesia; pues sabemos queen la Santa Sede han sucedido cosasabominables». Adriano quería que losromanos volviesen a las costumbresseveras y patriarcales de la Iglesiaprimitiva, y a este fin llevó la reformahasta el último extremo. Así que, de cienpalafreneros que tenía León X, sólo

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conservó doce, para no tener —segúndecía— sino dos más que loscardenales.

Un papa como Adriano no podíareinar mucho tiempo; así que muriódespués de un año de pontificado. Alotro día de su muerte, se encontró lapuerta del cuarto de su médico adornadade flores con esta inscripción: Allibertador de la patria.

Julio de Médicis y PompeyoColonna volvieron otra vez a suspretensiones. Las intrigas empezaron denuevo y el cónclave se encontródividido, de manera que los cardenalesllegaron a creer que tampoco les seríafácil salir del apuro, a no hacerlo como

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en la elección anterior, esto es,eligiendo un tercer competidor. Hasta setrataba ya de nombrar al cardenalOrsini, cuando Julio de Médicis se valióde una estratagema bastante ingeniosa.Le faltaban cinco votos: cinco de suspartidarios propusieron a cinco de losde Colonna si querían apostar diez milducados contra cien mil, a que Julio deMédicis no sería elegido. En el primerescrutinio que siguió a la apuesta, Juliode Médicis obtuvo los cinco votos quele faltaban. No había nada que decir,pues los cardenales no se habíanvendido, solo habían apostado.

En consecuencia, el 18 denoviembre de 1523, Julio de Médicis

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fue proclamado papa con el nombre deClemente VII, y en el mismo díasatisfizo generosamente los quinientosmil ducados que sus cinco partidarioshabían perdido.

Durante aquel pontificado, y lossiete meses en que Roma —conquistadapor los soldados luteranos delcondestable de Borbón— veía profanarimpaciente las cosas más sagradas,nació Francisco Cenci.

Era hijo de monseñor Cenci,tesorero apostólico en el pontificado dePío V. Como este venerable prelado sehabía ocupado más de la administraciónespiritual que de la temporal de sureino, al parecer Nicolás Cenci se

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aprovechó de este desprendimiento delas cosas mundanas, para recoger unarenta limpia de ciento sesenta milpiastras (cerca de ocho millonesquinientos mil reales de nuestramoneda): y Francisco Cenci, su únicohijo, heredó esta fortuna colosal.

El cisma de Lutero había ocupadotanto a los papas mientras Cenci erajoven, que no les había quedado muchotiempo para pensar en otra cosa. De aquífue que Francisco Cenci, que habíanacido con inclinaciones perversas yque se veía dueño de una fortuna que lepermitía comprar la impunidad, seabandonó a cuantos excesos learrastraba su temperamento fogoso y

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apasionado. Tres veces se libró de lacárcel, adonde le habían conducido susamores ilícitos, mediante doscientas milpiastras (cerca de diecinueve millonesde reales); sin embargo, debe tenerse encuenta que en aquella época los papasnecesitaban mucho dinero.

En el reinado de Gregorio XIII fueprincipalmente cuando Francisco Cenciempezó a llamar la atención.

Verdad es que este pontificado seprestaba maravillosamente al vuelo deuna nombradla tal como aquella a la queparecía aspirar aquel extraño donjuán.Todo era permitido en Roma en tiempodel boloñés Buoncompagni, a cualquieraque pudiese comprar a la vez asesinos y

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jueces. Tan comunes eran el robo y elasesinato, que los tribunales apenas seocupaban de semejantes bagatelas, amenos de aprehender al culpable en elacto; pero Dios recompensó al buenGregorio XIII por su indulgencia, puestoque tuvo el gusto de ver la jornada deSan Bartolomé.

Francisco Cenci era ya, en la épocade que hablamos, un hombre de unoscuarenta y cuatro a cuarenta y cincoaños; de estatura de cinco pies y cuatropulgadas, poco más o menos; de buenapresencia y muy robusto, aunque parecíaalgo flaco. Tenía el cabello canoso, ojosgrandes y expresivos, no obstante que elpárpado superior los ofuscaba; nariz

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larga, labios delgados y una sonrisagraciosísima; si bien aquella sonrisacambiaba fácilmente de expresión,siendo muy terrible cuando su vistadistinguía un enemigo: por pococonmovido o irritado que entoncesestuviese, le acometía cierto temblorconvulsivo, que le duraba aun despuésde pasada la causa que lo produjera. Eradiestro en todos los ejerciciosgimnásticos, sobre todo en la equitación,de modo que de una sola jornada iba deRoma a Nápoles, a pesar de las cuarentay una leguas de distancia que se cuentan,atravesando los bosques de SanGermano y los pantanos de Pontino, sinhacer caso de los malhechores, aun

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cuando fuera solo, y muchas veces sinmás armas que su espada o el puñal. Sisu caballo caía reventado de cansancio,compraba otro; si no se lo queríanvender, lo arrebataba a la fuerza; y si leresistían, hería y siempre por la punta,nunca por el pomo de su espada. Por lodemás, nadie se oponía a su voluntad,pues sabían que era tan generoso comoarrebatado; teniendo que ceder al temorlos que no cedían al interés. Era impío,sacrílego y ateo; y si alguna vez entrabaen una iglesia, era sólo para blasfemarde Dios. Se decía que le gustabanmuchísimo las aventuras arriesgadas yque no había crimen que no cometiesesólo para poder presumir de haber

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disfrutado de una sensación nueva.A la edad de cuarenta y cinco años

casó con una mujer muy rica, cuyonombre no se encuentra en las crónicas,y de cuyo matrimonio tuvo siete hijos, asaber: cinco niños y dos niñas. Luegocasó de segundas nupcias con LucreciaPetroni que, exceptuando su tez detremenda blancura, era el tipo perfectode una hermosa romana. Este segundomatrimonio fue estéril.

Como si todos los sentimientosnaturales al hombre estuvieranprohibidos a Francisco Cenci, aborrecíade tal suerte a sus hijos que ni siquierase tomaba la molestia de ocultar el odioque les profesaba. Dijo un día al

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arquitecto a quien hacía construir en elparque de su magnífico palacio, situadocerca del Tíber, una iglesia dedicada aSanto Tomás, al mandarle levantar elplano de un sepulcro: «Aquí esperoverlos a todos». Más adelante, elarquitecto confesó varias veces que detal manera le asustó la carcajada conque Cenci acompañara estas palabrasque, a no haberle tenido tanta cuentatrabajar para él, se hubiera negado acontinuar las obras de un padre tandesnaturalizado.

Apenas vio a sus hijos endisposición de poderse gobernar por símismos, envió a los tres mayores(Santiago, Cristóbal y Roque) a la

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Universidad de Salamanca en España,creyendo sin duda que, con alejarlos desí, bastaba para verse libre de ellos parasiempre: puesto que apenas hubieronmarchado cuando ya no pensó más enellos, ni aun para enviarles con quésubsistir. Así fue que, tras algunos mesesde llanto y miseria, aquellos tresdesgraciados jóvenes tuvieron que dejarSalamanca y atravesar mendigando, apie y descalzos, toda la Francia y laItalia para llegar a Roma, dondeencontraron a su padre más severo, másferoz y más desnaturalizado que nunca.

Sucedía esto en los primeros añosdel reinado de Clemente VIII, reinadocélebre por su justicia. Los tres jóvenes

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resolvieron acudir al Papa, paraconseguir una pequeña pensión sobre lasinmensas riquezas de su padre. Al efectopasaron a Frascati, donde residíaentonces el Padre Santo, mientras seconstruía la hermosa ciudad deAldobrandini, y le refirieron el motivoque allí los traía. Reconociendo el Papael derecho que les asistía, obligó aFrancisco a que asignara a cada uno desus hijos una pensión de dos milescudos. En vano procuró Franciscoeludir la sentencia por cuantos mediosestaban a su alcance: recibió órdenes tanterminantes que se vio precisado aobedecer.

En aquella época fue encarcelado

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por tercera vez a causa de sus ilícitosamores. Entonces sus tres hijos sepresentaron nuevamente al Papa,suplicándole que, ya que su padredeshonraba su nombre, descargase sobreél todo el rigor de la ley. El Papa,calificando de odioso semejante paso,los despidió ignominiosamente de supresencia. En cuanto a Francisco, sesalvó también aquella vez, como lohabía hecho las dos anteriores: a pesode oro.

Fácilmente se concibe que la acciónde los hijos de Francisco no convertiríaen amor el odio que les tenía; pero comoellos estaban fuera de los alcances de sucólera, porque eran independientes

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desde que obtuvieran la pensión, recayótoda su rabia sobre las desgraciadasniñas, cuya situación muy en breve llegóa ser tan insoportable que la mayor,aunque vigilada continuamente, pudoremitir al Papa un memorial en que,después de contarle los malostratamientos que experimentaba, lesuplicaba que la casase o la hicieseentrar en un convento. Compadeciéndosede ella, Clemente VIII obligó aFrancisco Cenci a darle una dote desesenta mil escudos y la casó con CarlosGabriel, descendiente de una noblefamilia de Gubbio. Fue incontenible lacólera de Francisco al ver que learrebataban una víctima.

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Al mismo tiempo la muerte puso enlibertad a otros dos: Roque y CristóbalCenci fueron asesinados con un año deintervalo, el uno por un tocinero, cuyonombre se ignora, y el otro por PabloCorso de Masa. Esto mitigó algún tantoel dolor de Francisco, cuya avariciapersiguió a sus hijos aun después demuertos, previniendo a los sacerdotesque él no daría ni un octavo para losgastos de la iglesia. Así pues, fueronconducidos a la sepultura que les habíapreparado en vida en el ataúd de losmendigos; y cuando los vio allítendidos, dijo que se tenía por muydichoso de verse libre de aquellas dosmalditas criaturas; pero que su dicha no

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sería completa hasta que los cinco hijosque aún le quedaban estuvierandepositados junto a los dos primeros; yque, cuando muriese el último,iluminaría su palacio en señal dealegría, pegándole fuego.

Sin embargo, Francisco tomó desdeluego todas las precauciones para que lahija que le quedaba, Beatriz Cenci, nosiguiese el ejemplo de su hermana.Contaba esta entonces de doce a treceaños, y era hermosa e inocente como unángel: sus largos cabellos castaños(circunstancia tan rara en Italia queRafael la apropió a todas sus imágenes,suponiéndola divina) dejaban ver unafrente encantadora, separándose y

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ondeando en graciosos bucles que caíansobre sus hombros.

Sus ojos de un azul celeste tenían lamás sublime expresión. Era de estaturamediana, pero bien proporcionada; y enlos cortos intervalos en que su carácternatural podía abrirse paso a través desus lágrimas, aparecía vivo, alegre ysensible, aunque dotado de entereza.

Francisco la había encerrado en unaposento retirado de su palacio paraestar más seguro de ella, y del cual sóloél guardaba la llave. Allí iba cada díaaquel extraño e inflexible carcelero avisitarla y a llevarle la comida. Fuesiempre para ella de una durezaimplacable, hasta la edad de trece años,

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en que por fin rayaba; pero bien pronto,no sin grande admiración de la pobreBeatriz, suavizó el tratamiento, porquela niña iba a ser mujer, y su hermosurase desarrollaba como una flor.Francisco, a quien ningún crimen debíade ser desconocido, había ya dirigidosobre ella una mirada incestuosa.

No es de extrañar que con laeducación que Beatriz había recibido,apartada de toda sociedad y privadahasta de la compañía de su madrastra,estuviese ignorante del bien como delmal. Era, pues, más fácil seducirla que acualquier otra, y, sin embargo, Franciscose valió para aquella acción tandiabólica de todos los resortes

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imaginables. Sucedió durante algúntiempo, que todas las noches despertabaa Beatriz una música deliciosa queparecía celestial. Cuando se lo refería asu padre, la dejaba este en su error,añadiendo que, si era sumisa yobediente, por un favor particular deDios no sólo oiría, sino que vería.

En efecto, cierta noche, en querecostada en su cama escuchaba la jovenaquella encantadora armonía, seabrieron súbitamente las puertas de sucuarto, y desde la oscuridad que en élreinaba se fijaron sus miradas en unosaposentos soberbiamente iluminados yde donde se exhalaban aromas cualeslos respiramos en los sueños; jóvenes de

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ambos sexos medio desnudos, como losque había visto en los cuadros de Guidoy de Rafael, se paseaban por aquellosaposentos y parecían entregados a laalegría y al placer. Eran estos losfavoritos y las cortesanas de Francisco,quien renovaba cada noche las orgías deAlejandro en las bodas de Lucrecio ylos excesos de Tiberio en Capri. Unahora después la puerta se cerró y laseductora visión desapareció, dejando aBeatriz llena de turbación y embeleso.

La misma aparición se renovó en lanoche siguiente, pero esta vez FranciscoCenci entró en el cuarto de su hija y laconvidó a tomar parte en el festín.Francisco estaba desnudo, y Beatriz, sin

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saber por qué, conoció que haría mal enacceder a los ruegos de su padre; lerespondió, pues, que no viendo entretodas aquellas mujeres a LucreciaPetroni, su madrastra, no se atrevía aabandonar su lecho y presentarse deaquel modo entre gentes extrañas.Francisca le rogó y la amenazó, perotodo fue inútil: Beatriz se envolvió ensus sábanas y rehusó tenazmenteobedecerle.

Al otro día se acostó vestida. Lapuerta se abrió a la hora acostumbrada yvolvió a presentarse el mismoespectáculo nocturno, pero esta vezLucrecia Petroni estaba entre lasmujeres que atravesaban por delante de

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la puerta de Beatriz: la violencia lahabía obligado a aquel acto dehumillación y Beatriz estaba demasiadoapartada para poder distinguir su rubor ysus lágrimas. Enseñándole entoncesFrancisco a su madrastra, a quien envano había buscado el día anterior, yanada tenía que replicar: se dejó conducirentre confusa y avergonzada a la orgía.

Allí vio Beatriz cosas infames queignoraba…

Por mucho tiempo resistió, sinembargo: una voz interior le decía quetodo aquello era abominable; peroFrancisco, que poseía la tenazperseverancia de un demonio, juntaba aaquellas escenas que creía propias para

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despertar los sentidos las más horriblesblasfemias con el fin de extraviar surazón. Le decía que los más grandeshombres que la iglesia venera habíannacido del comercio del padre con lahija; y Beatriz cometió un crimen,ignorando todavía lo que era un pecado.

Entonces ya no tuvo límites labrutalidad de Francisco, obligando aLucrecia y a Beatriz a que dividieran sulecho con él, amenazando con la muertea su mujer si con una sola palabrarevelaba a su hija lo odioso desemejante comunidad. En este estadopermanecieron las cosas por espacio detres años.

Aconteció que Francisco tuvo que

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emprender un viaje, viéndose por lotanto en la necesidad de dejar a lasmujeres solas y libres. Lo primero quehizo Lucrecia fue revelar a Beatriz todala infamia que se encerraba en aquelmodo de vivir; y de común acuerdohicieron un memorial al Papa,exponiéndole los ultrajes que habíanrecibido; pero Francisco Cenci habíatomado muy bien sus medidas antes departir, comprando a cuantos rodeaban alPontífice: los que no lo estaban,deseaban venderse. Así pues, la súplicano llegó a manos de Su Santidad, yaquellas dos infelices, acordándose deque Clemente VIII había arrojado de supresencia a sus hermanos Santiago,

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Cristóbal y Roque, se creyeroncomprendidas en la misma proscripcióny, por consiguiente, abandonadas.

Entretanto, aprovechándose Santiagode la sustancia de su padre, fue avisitarlas acompañado de un abad amigosuyo, llamado Guerra; era este un jovende unos veinticinco a veintiséis años,hijo de una de las familias más noblesde Roma, de carácter ardiente,emprendedor y animoso, y a quien todaslas mujeres citaban por su gallardía.Reunía, en efecto, a sus nobles faccionesromanas, unos ojos azules de seductoraamabilidad, largos cabellos rubios y unabarba y cejas de color castaño. Se añadaa esto una exquisita instrucción, una

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elocuencia natural llena de atractivos yuna voz melodiosa y se tendrá una ideade monseñor el abad Guerra.

Apenas vio éste a Beatriz quedóperdidamente enamorado de ella, y laniña por su parte no tardó en simpatizarcon el hermoso prelado. Aún no se habíaverificado el concilio de Trento, y, porconsiguiente, los sacerdotes podíancasarse. Convinieron en que, a la vueltade Francisco, el abad Guerra pediría lamano de Beatriz a su padre; y lasmujeres, dichosas con la ausencia de sutirano, pasaban entretanto sus díaspensando en un porvenir más risueño.

Volvió finalmente Francisco,después de tres o cuatro meses de

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ausencia, durante los cuales todo elmundo ignoró lo que había hecho. Desdela primera noche quiso volver acontinuar con su hija sus incestuososcaprichos, pero Beatriz no era ya lamisma: la niña tímida y sumisa se habíaconvertido en una joven ultrajada; ysupo resistirse no menos a los ruegosque a las amenazas y a los golpes,porque su amor la hacía fuerte ypoderosa.

Entonces recayó en su mujer toda lacólera de Francisco, acusándola dehaberle hecho traición; la apaleóbrutalmente; y Lucrecia Petroni, que erauna verdadera loba romana, tan ardienteen el amor como en la venganza, lo

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sufrió todo sin perdonar nada.Al cabo de algunos días, el abad

Guerra se presentó en casa de FranciscoCenci para cumplir con lo convenido. Eljoven, el rico, el noble y hermosoGuerra, sin embargo de poseer cuantascalidades pueden dar algunasesperanzas, fue brutalmente despedidopor Francisco. Pero, lejos dedesanimarse con aquella primerarepulsa, volvió a la carga por segunda ypor tercera vez, ponderando lasconveniencias de semejante unión; hastaque Francisco respondió a aquel amanteobstinado que mediaba una razónpoderosísima para que Beatriz no fuerade él ni de ningún otro hombre. Cuando

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Guerra preguntó cuál era aquella razón,respondió Francisco: «Porque es miquerida».

Palideció Guerra al oír semejanterespuesta, a pesar de que al principio nolo creyera; pero al observar la sonrisacon que Francisco Cenci acompañaba loque decía, por muy terrible que fuerasemejante declaración, hubo de darlecrédito porque le había dicho la verdad.

Tres días estuvo Guerra sin poderacercarse a Beatriz; pero al fin la vio.Le quedaba la esperanza de que Beatriznegaría semejante delito, pero loconfesó todo. Ya no hubo desde entoncesninguna esperanza humana para los dosamantes; un abismo insondable los

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dividía. Se separaron bañados enlágrimas y prometiendo amarseeternamente. Sin embargo, las dosmujeres no habían tomado ningunaresolución criminal, y quizá todo sehubiera pasado de aquel modo oculto ysin escándalo de no haber entradoFrancisco en el cuarto de su hija,forzándola a cometer un nuevo crimen.Desde entonces se decretó su sentencia yFrancisco fue condenado.

Hemos dicho ya que Beatriz estabadotada de una de aquellas almascapaces, así de los más nobles como delos más perversos sentimientos. Podíaelevarse a lo sublime y bajarse al lodo.Fue a encontrarse con su madrastra y le

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refirió el nuevo ultraje de que acababade ser víctima: aquella comunicacióndespertó en la otra mujer el recuerdo delos malos tratamientos que habíarecibido, y excitándose a porfía,decidieron ambas la muerte deFrancisco.

Guerra fue también llamado a aquelconsejo de muerte. Tenía también elcorazón lleno de rabia y sólo deseabavengarse. Se encargó de avisar aSantiago Cenci, sin el cual las mujeresno podían hacer nada, puesto que comoprimogénito era el jefe de la familia.Santiago Cenci entró fácilmente en laconspiración. Ya se acordará el lectorde cuánto su padre le había hecho sufrir

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en otro tiempo; después se había casado,y el inflexible anciano habíaabandonado a la miseria a él, a su mujery a sus hijos. Se escogió el alojamientode monseñor Guerra para tratar elasunto. Santiago presentó un asesino,llamado Marzio, y monseñor Guerraotro, llamado Olimpio.

Ambos tenían sus razones paracometer aquel crimen; el uno por suamor y el otro por su odio. Marzio eracriado de Santiago y había tenidoocasión de ver muchas veces a Beatriz,se había enamorado de ella; pero conaquel amor silencioso y sin esperanzaque devora el alma. Así pues, aceptó sincondiciones el crimen que le proponían,

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sólo por complacer a Beatriz.En cuanto a Olimpio, aborrecía a

Francisco porque este le había hechoperder su empleo de alcalde deRocapetrella, fortaleza situada en elreino de Nápoles, perteneciente alpríncipe Colonna. Casi todos los añosiba Francisco Cenci, con su familia, apasar algunos meses en Rocapetrella,porque el príncipe Colonna, que era muynoble y poderoso, guardaba todas lasatenciones imaginables para con suamigo Francisco, en cuyo bolsillohallaba el dinero de que tenía necesidadbastante a menudo. Prevaliéndose de suinflujo, Francisco, que creía tenermotivos de descontento con Olimpio, se

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quejó de él al príncipe Colonna yOlimpio fue despedido.

He aquí lo que la junta determinódespués de varias deliberaciones en quecada uno de los asistentes dio suparecer.

Al acercarse el tiempo en queFrancisco Cenci solía ir a Rocapetrella,se convino en reunir doce bandidosnapolitanos, a quienes Olimpio,valiéndose de sus antiguas relaciones enel país, encargó de municionar; loscuales, ocultos en un bosque que sehallaba al paso, y avisados del momentoen que Francisco Cenci se pondría encamino, debían arrebatarle junto con sufamilia, pedir por él un cuantioso

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rescate y enviar a sus hijos a Roma paraprocurarse el dinero; y estos, fingiendono encontrarlo, dejarían transcurrir eltiempo prefijado por los bandidos, loscuales acabarían entonces conFrancisco. De esta suerte alejaban todasospecha de complicidad y losverdaderos asesinos se escapaban de laspesquisas de la justicia.

Pero la empresa no tuvo éxito, apesar de lo bien combinada que estaba.Cuando Francisco salió de Roma, elespía de los conjurados no supo dar conlos ladrones; y estos, que no estabanprevenidos, bajaron demasiado tarde alcamino para poder cumplir su promesa.Francisco había ya pasado y en aquel

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momento entraba sano y salvo enRocapetrella. Conociendo los bandidos—después de haber recorridoinútilmente el camino— que su presa seles había escapado de las manos, y noqueriendo detenerse por más tiempo enun sitio donde habían permanecido porespacio de una semana, determinaron ira buscar en otra parte alguna expediciónmenos dudosa.

Entretanto, Francisco había tomadoposesión del castillo; y para podertiranizar con más libertad a Lucrecia y aBeatriz, dispuso que Santiago regresasea Roma con los otros dos hijos que lequedaban. Allí volvió otra vez a susinfames tentativas contra Beatriz,

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llevándolas a tal extremo, que estaresolvió consumar por sí misma elcrimen que al principio confiara amanos extrañas.

Olimpio y Marzio, que nada teníanque temer de la justicia, no habíancesado un momento de divagar poraquellas cercanías. Divisándolos un díaBeatriz desde su ventana, les dio aentender por señas que deseabahablarles. Como Olimpio había sidoalcalde de aquel castillo, conocía todassus entradas y salidas, y fácilmente pudopenetrar en él aquella misma noche consu compañero. Beatriz les estabaesperando en una ventana baja, que dabaa un patio retirado, y desde allí les

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entregó unas cartas para monseñorGuerra y para Santiago. Este debíaaprobar como la primera vez elasesinato de su padre, porque Beatriz noquería pasar adelante sin su beneplácito,y monseñor Guerra debía enviarle milpiastras, que era la mitad del precioestipulado con Olimpio; pues en cuantoa Marzio, obraba solamente impulsadodel amor que profesaba a Beatriz, aquien adoraba cual si fuera una Virgen.La joven lo notó y le regaló una capamagnífica de grana, bordada y galoneadade oro, diciéndole que la llevase por suafecto. Las dos mujeres se obligaron apagar lo restante de la suma estipuladacon Olimpio, cuando la muerte del

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anciano las hubiese hecho dueñas de suinmensa fortuna.

Partieron ambos cómplices mientraslas prisioneras quedaban esperando conansiedad su vuelta, que fue en el mismodía que habían prometido. Traían las milpiastras de monseñor Guerra y elconsentimiento de Santiago. Nooponiéndose ya nada a la ejecución delterrible proyecto, se señaló para el día 8de septiembre, día de la Natividad de laVirgen; pero Lucrecia, que al mismotiempo era muy devota, al advertir estacircunstancia, no quiso cometer un doblepecado y se difirió la ejecución hasta elnueve.

En su consecuencia, el 9 de

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septiembre de 1598, durante la cena, lasdos mujeres le echaron un narcótico enel vaso del anciano con tanto disimuloque este no reparó en ello, a pesar de lodifícil que era engañarle; de cuyasresultas quedó bien pronto sumergido enun profundo sueño.

Marzio y Olimpio habían sidointroducidos el día anterior en elcastillo, donde estuvieron ocultos nochey día, pues ya se acordará el lector deque, a no ser por los escrúpulosreligiosos de Lucrecia Petroni, sehubiera consumado el asesinato aqueldía. A medianoche fue Beatriz a sacarlosde su escondite y los llevó al aposentode su padre, cuya puerta les abrió ella

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misma: entraron los asesinos y las dosmujeres quedaron aguardando el éxito enel aposento inmediato.

Al poco rato conocieron que nada sehabía hecho y vieron volver a suscómplices pálidos, desfigurados ymeneando la cabeza.

—¿Qué hay?, ¿qué os detiene? —exclamó Beatriz.

—Perdonad —respondieron losasesinos—, es una cobardía matar a unhombre anciano que está durmiendo. Suscanas nos han causado lástima.

Entonces, levantando Beatriz sucabeza con orgullo, con vozdestemplada y trémula empezó aapostrofarlos diciendo:

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—¡Os preciáis de valientes y notenéis ánimo para matar a un ancianodurmiendo! ¡Qué sería si estuviesedespierto! ¡Y nos venís ahora con estodespués de habernos robado el dinero!¡Pues bien, yo mataré a mi padre, ya quevuestra cobardía me obliga a ello!, perono le sobreviviréis mucho tiempo.

Los asesinos se abochornaron al oírestas palabras, y manifestando con ungesto que cumplirían su promesa,entraron en el cuarto acompañados delas dos mujeres. Un rayo de lunapenetraba a la sazón por la ventana queestaba entreabierta e iluminaba el rostrotranquilo del anciano, cuyos blancoscabellos habían hecho retroceder a los

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asesinos.Pero esta vez ya no tuvieron

compasión. El uno iba armado de dosgrandes clavos, como los que sin dudaservirían para la pasión de Cristo, y elotro de un martillo. Colocando elprimero uno de los clavos verticalmentesobre el ojo del anciano, hirió el otrocon el martillo y el clavo se hundió en lacabeza. Del mismo modo le clavaron elotro en la garganta; por manera queaquella pobre alma, cargada de tantoscrímenes durante su vida, salióviolentamente, y a pesar suyo, delcuerpo que se revolcaba por elpavimento en donde había caído.

Fiel a su palabra, la joven puso en

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manos de los asesinos un gran bolsilloque contenía lo restante de la sumaconvenida y los despidió.

En cuanto se vieron solas las dosmujeres, arrancaron los clavos de lasheridas, y tras envolver el cadáver enuna sábana lo llevaron arrastrando porlos aposentos hasta una azotea, desde laque pensaban arrojarlo a un jardínabandonado. Contaban hacer creer deaquel modo que el anciano había muertoal ir por la noche a un gabinete situadoal extremo de la galería. Cuandollegaron al dintel de la puerta del últimoaposento les fallaron las fuerzas, ymientras Lucrecia se detenía un instantepara descansar divisó a los cómplices

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que todavía no se habían retirado y queestaban repartiéndose el dinero. Lesllamó en su ayuda, y entoncestransportaron el cuerpo a la azotea y loarrojaron por el paraje que indicaronBeatriz y Lucrecia, sobre un sauce, entrecuyas ramas se detuvo. Todo sucediócomo lo habían previsto Beatriz y sumadrastra; y cuando a la mañanasiguiente se encontró el cadáversuspendido en las ramas del sauce, todoel mundo creyó que habiéndole faltadotierra a Francisco en la azotea, al ir aponer el pie donde no había parapeto, sehabía caído y quedado muerto. Nadiereparó en las heridas hechas por losclavos entre los mil rasguños de que

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estaba cubierto el cuerpo. Por otra parte,al comunicar las mujeres la catástrofe,salieron lanzando agudos gritos yllorando amargamente, por manera quesi alguien hubiese podido concebir lamenor sospecha, aquel dolorrepresentado con tanta verdad la habríadisipado en el acto. Nadie sospechó,pues, excepto la lavandera del castillo, aquien Beatriz dio a lavar la sábana enque envolvieran a su padre, diciéndoleque aquellas grandes manchas de sangreeran de una pérdida que había tenidoaquella misma noche. La lavanderafingió creerlo, y por entonces no hablóni una palabra de esta circunstancia, desuerte que, después de celebradas las

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exequias, volvieron las dos mujereslibremente a Roma, donde se proponíandisfrutar por fin de una existencia mástranquila.

Con todo, mientras que vivían sininquietud, aunque tal vez no sinremordimientos, la justicia de Diosempezaba a obrar. Habiendo sabido lacorte de Nápoles la muerte repentina einesperada de Francisco Cenci, concibióalgunas sospechas de que aquella muerteno había sido natural. En consecuencia,dispuso que un comisionado especialpasase a Rocapetrella para hacerexhumar el cadáver y buscar en él lashuellas del asesinato, caso de haberlohabido. Tan luego como llegó aquel

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comisionado, todos los habitantes delcastillo fueron conducidos presos aNápoles. Pero no se halló el menorindicio, excepto la declaración de lalavandera, quien dijo que Beatriz lehabía dado a lavar una sábana manchadade sangre; indicio que no dejaba de serterrible, puesto que habiéndoselepreguntado si realmente y en concienciacreía que aquella sangre proviniese dela causa que Beatriz le había indicado,contestó negativamente, atendiendo aque las manchas eran de un color másvivo que lo natural.

A pesar de haberse enviado estadeclaración a la corte de Roma, no secreyó suficiente para proceder al arresto

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de la familia Cenci. Pasaron todavíaalgunos meses sin que esta fuesemolestada, durante los cuales falleció elmás joven de los hermanos. De cinco noquedaban ya más que dos, a saber:Santiago, que era el primogénito, yBernardo, el penúltimo. Con muchafacilidad hubieran podido salvarsedurante este tiempo, huyendo a Veneciao a Florencia; pero ni siquiera se lesocurrió esta idea, y se quedaron enRoma a esperar los acontecimientos.

Mientras tanto, monseñor Guerrasupo que se había visto a Marzio yOlimpio divagando por los alrededoresdel castillo en los días que precedierona la muerte de Francisco, y que la

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policía de Nápoles había dado orden dearrestarlos.

Monseñor Guerra, como hombreprudente, llamó a otros dos matones quese encargasen de asesinar a Marzio y aOlimpio. El que se encargó de Olimpiolo encontró en Terni y le dio depuñaladas, cumpliendo honradamente supalabra. El que debía despachar aMarzio llegó, por desgracia, demasiadotarde a Nápoles, pues hacía ya dos díasque el asesino estaba en poder de lajusticia.

Puesto a cuestión de tormento,Marzio lo confesó todo.

La declaración fue enviada a Roma,adonde debía él seguirla de cerca, para

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carearlo con los que en aquella acusaba.Santiago, Bernardo, Lucrecia y Beatrizfueron arrestados, teniendo al principiopor cárcel el palacio de su padre, conuna fuerte guardia de celadores; perocomo los indicios iban agravándose másy más cada día, se tuvo por convenientetrasladarlos al castillo de Corte Savella.Allí hubo el careo con Marzio; peroellos negaron obstinadamente, no sólo sucomplicidad en el crimen, sino tambiénque conociesen al asesino. Beatriz,particularmente, mostró la mayorserenidad, siendo la primera que pidióser careada con Marzio; y afirmó contanta calma y tal dignidad que elacusador mentía, que al verla este más

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bella que nunca resolvió salvarlamuriendo, puesto que no podía vivirpara ella. Dijo, pues, que cuanto habíadeclarado hasta entonces era unaimpostura, y que pedía perdón por ello aDios y a Beatriz; desde entonces, ni lasamenazas ni el tormento pudieronarrancarle otra palabra y murió con laboca cerrada, en medio de los doloresmás agudos.

Ya se creían salvados los Cenci;pero Dios lo había dispuesto de otromodo. El asesino que matara a Olimpiofue, mientras esto sucedía, arrestado porotro delito; y como nada le importaseocultar un delito con preferencia a otro,confesó que monseñor Guerra le había

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encargado le desembarazase de algunasinquietudes que tenía respecto de unasesino llamado Olimpio. Por fortuna,monseñor Guerra supo cuanto pasabacon tiempo y, como hombre de valor, nose dejó intimidar ni abatir, como lohubiera hecho otro en su lugar.

Cuando recibió esta noticia sehallaba cabalmente en su casa elcarbonero que le proveía de carbón.Llamándole a su gabinete, empezó pordarle una considerable suma de dineropara comprar su silencio, pagándoleademás a peso de oro los viejos y suciosharapos de que iba vestido; luego cortósu hermosa cabellera rubia y que tantoestimaba, se tiñó la barba y el rostro,

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compró dos jumentos, los cargó decarbón y empezó a recorrer las calles deRoma cojeando y gritando, con la bocallena de pan negro y de cebolla: «Quiéncompra carbón». Y mientras que todoslos celadores se empeñaban en buscarlepor dentro y fuera de la ciudad, salió deella y topando con una cuadrilla dearrieros, se mezcló con ellos y llegó aNápoles donde se embarcó, de suerteque nunca más se supo de él. Sinembargo, algunos suponen —aunque sinafirmarlo— que se fue a Francia, endonde sentó plaza y sirvió en unregimiento suizo que Enrique IV tenía asus órdenes.

La confesión del asesino y la

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desaparición de monseñor Guerra nodejaban duda alguna de la culpabilidadde los Cenci: fueron, pues, trasladadosdel castillo a la cárcel y puestos acuestión de tormento: los dos hermanosno tuvieron bastantes fuerzas pararesistir y confesaron que erandelincuentes. Lucrecia Petroni, sobretodo a causa de su gordura, no pudosoportar el tormento de la cuerda, yapenas la levantaron del suelo cuandopidió que la bajasen y confesó cuantosabía.

En cuanto a Beatriz, se sostuvoimpasible; ni las promesas, ni lasamenazas, ni el tormento, nada pudieronsobre aquella organización robusta y

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viva; todo lo sobrellevó con un valoradmirable, y el juez Ulises Moscati, apesar de su celebridad, no le pudoarrancar ni una sola palabra que ella noestuviera en ánimo de decir. Este juez selo refirió todo a Clemente VIII, noatreviéndose a tomar sobre síresponsabilidad alguna en un negocio detanta importancia. Receloso el Papa deque seducido el juez por la belleza de ladelincuente hubiese usado de excesivablandura en la aplicación de la tortura,quitó la causa de sus manos y la encargóa otro juez muy conocido por suinflexibilidad.

Volviendo este a empezar todo elproceso relativo a Beatriz, examinó

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todos los interrogatorios y observandoque sólo habían aplicado a Beatriz latortura ordinaria, mandó que fuesepuesta a tormento ordinario yextraordinario. Este era, como hemosdicho ya, el tormento de la cuerda, unode los más terribles que el hombre, taningenioso en tormentos, haya podidoinventar.

Pero como estas cuatro palabras,tormento de la cuerda, no presentan anuestros lectores una idea bien clara delgénero de suplicio que indican, vamos aentrar en algunos pormenores sobre esteasunto. Después daremos el procesoverbal copiado de los autos que existenen el Vaticano.

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Se empleaban en Roma variasespecies de tormentos: los más usadoseran el de la cuña, el del fuego, el de lavigilia y el de la garrucha.

El de la cuña, el más sencillo detodos, se aplicaba solamente a los niñosy a los ancianos, y consistía enintroducir entre la carne y las uñas delpaciente pedacitos de caña.

El del fuego, que frecuentementeempleaban antes de haber inventado elde la vigilia, se aplicaba acercando lospies del delincuente a un gran brasero.

El de la vigilia, cuyo inventor fueMarsilio, consistía en hacer sentar alacusado sobre un caballete de cinco pies

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de altura y que formaba un ángulo agudo.El paciente estaba desnudo con losbrazos atados a la espalda al caballete;dos hombres sentados a sus lados, y quese relevaban cada cinco horas, impedíanque se durmiese cada vez que el sueñole cerraba los ojos. Marsilio dice que noha visto jamás un hombre que resistiesea semejante tormento, pero aquí hay unpoco de jactancia. Farinasi afirmasolamente que de cien acusados puestosa esta clase de tormento, no hubo másque cinco que dejaran de confesar. Nodeja de ser un resultado bastantesatisfactorio para el inventor.

En Fin, el de la garrucha —el másusual— era de tres especies, a saber:

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tormento leve, tormento grave ytormento gravísimo.

El primer grado, o el tormento leve,consistía en el terror que infundían alreo con amenazas, llevándole al lugar dela tortura donde, después de haberledesnudado, le ataban a la cuerda comosi fueran a aplicárselo. Prescindiendodel terror que inspiraban estospreparativos, ya se concibe el dolor queles causaría la compresión de lasmuñecas; de modo que este primer gradode tormento bastaba muchas veces parahacer confesar el delito a las mujeres oa los hombres de poco ánimo.

El segundo grado —o el tormentograve— consistía, desnudado ya el

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paciente y atado por las muñecas, enpasar la cuerda por una garruchaclavada en el techo, cuyo cabo sesujetaba en un torno, por medio del cualse subía o bajaba al reo, yapaulatinamente, ya de golpe, al arbitriodel juez. Terminada esta operación se lemantenía suspendido, sin tocar a tierrapor espacio de un Pater noster, de unAve María o de un Miserere; si insistíanegando, se duplicaba la suspensión.Este segundo grado de tormento y últimode la cuestión ordinaria, se aplicabacuando el delito era probable y noprobado.

El tercer grado —o la torturagravísima— y con el cual empezaba el

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tormento extraordinario, consistía entener suspendido al reo por las muñecasdurante uno, dos o tres cuartos de hora, ya veces hasta una hora. Luego lebamboleaba el verdugo a manera debadajo de campana, o bien le dejabacaer desde el techo parándole deimproviso a poca distancia del suelo. Siel reo se resistía a este tormento, cosacasi inaudita porque sajaba las muñecashasta el hueso y dislocaba los miembros,se le ponían pesas en los pies, que,redoblando la gravedad, aumentaban eltormento. Esta última clase de torturaúnicamente se aplicaba cuando elcrimen no tan sólo era probado, sinoatroz, habiendo sido perpetrado en una

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persona sagrada como un padre, uncardenal, un príncipe o un sabio.

Hemos visto que Beatriz fuecondenada al tormento ordinario yextraordinario. Sabemos ya en quéconsistía este tormento, veamos ahora loque dice el escribano:

«Y como durante el interrogatorio noquisiese ella confesar, dispusimos quedos alguaciles la trasladasen de lacárcel al lugar del tormento, dondeesperaba el verdugo; y allí, después deraparle este la cabeza, la hizo sentar, ladesnudó, la descalzó, le ató las manos ala espalda, se las sujetó a una cuerdaque bajaba de una garrucha clavada enla pared más elevada del aposento, y

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cuyo extremo opuesto se fijaba a untorno que daba vueltas al impulso de doshombres.

»Y antes de mandar que tirasen de lacuerda, la interrogamos nuevamentesobre el susodicho parricidio, pero apesar de las confesiones de su hermanoy de su madrastra, que firmadas lefueron presentadas por segunda vez,negó resueltamente diciendo: “Haced demí lo que gustéis, he dicho la verdad; yaun cuando me desmembraseis no diríayo lo contrario”. Por lo cual la hicimossuspender con las manos atadas a lasusodicha cuerda hasta la altura de cercade dos pies; y habiéndola tenido de esemodo durante el tiempo necesario para

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rezar un padrenuestro, la interrogamosde nuevo sobre los hechos ycircunstancias del susodicho parricidio;pero nada contestó, exclamandoúnicamente: “¡Me matáis! ¡Me matáis!”.

»Entonces dispusimos que laelevasen hasta la altura de cuatro pies yempezamos a rezar un avemaría, perofingió desmayarse a la mitad de nuestraoración.

»Nos mandamos echarle un cubo deagua en la cabeza, cuya frialdad la hizovolver en sí exclamando: “¡Dios mío!Yo muero; ¡me matáis! ¡Dios mío!”. Perosin querer contestar ni decir otra cosa.

»Nos hicimos elevarla más yrezamos un miserere, durante el cual, en

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vez de orar con nosotros, se estremecióy exclamó: “¡Dios mío! ¡Dios mío!”.

»E interrogada de nuevo sobre elreferido parricidio, insistió en sunegativa, diciendo: “Soy inocente”. Y alinstante se desmayó.

»Nos mandábamos echarle agua porsegunda vez; volviendo en sí, abrió losojos y exclamó: “¡Oh malditosverdugos!, me matáis, me matáis”. Perosin querer decir nada más.

»Visto lo cual y que ella persistíasiempre en la negativa, mandamos alverdugo que pasase adelante.

«Entonces la elevó este hasta laaltura de diez pies, donde la conjuramosque nos dijese la verdad; pero bien sea

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que hubiese perdido el uso de lapalabra, o bien que no quisiese hablar,sólo nos indicó con un movimiento decabeza que no podía o no queríacontestar.

»Visto lo cual, hicimos seña alverdugo de soltar la cuerda, que cayó degolpe desde la altura de diez pies a la dedos; y del sacudimiento se ledescoyuntaron los brazos. Lanzó un gritoagudo y quedó sin sentidos.

«Echándole otra vez agua en elrostro volvió en sí, exclamando:“Infames asesinos, vosotros me matáis,pero aunque me arranquéis los brazos nodiré nada más”.

»Por lo cual, nos dispusimos que se

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le atase a los pies una pesa de cincuentalibras, pero en aquel momento,abriéndose la puerta, se oyeron vocesde: “Basta, basta, no la hagáis padecermás…”.

Aquellas voces eran las de loshermanos Santiago y Bernardo Cenci yde Lucrecia Petroni. Viendo laobstinación de Beatriz, habían ordenadolos jueces el careo de los acusados, quehacía cinco meses que no se habíanvisto.

Se adelantaron hacia el lugar deltormento, y viendo a Beatriz suspendidacon los brazos descoyuntados y bañadaen la sangre que manaba de susmuñecas, exclamaron:

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—Se ha cometido el pecado —ledijo Santiago—, tiempo es ya de hacerpenitencia para salvar el alma; vale mássufrir la muerte con resignación quedejarse torturar tan cruelmente.

Entonces meneando ella la cabezacomo para respirar:

—Ya que queréis morir —dijoBeatriz—, sea enhorabuena.

Luego, volviéndose a los alguaciles,añadió:

—Desatadme y leedme elinterrogatorio, que yo diré la verdad.Habiéndose mandado bajar y desatar aBeatriz, fue curada por un cirujano delmodo acostumbrado y se le leyó elinterrogatorio; conforme lo había

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prometido, lo confesó todo.Concluida la confesión la pusieron

en la misma cárcel de sus hermanos,pero al siguiente día Santiago yBernardo fueron trasladados a loscalabozos de Tordinona.

Causó tal horror al Papa la lecturade los pormenores del crimenconfesado, que mandó que losdelincuentes fuesen arrastrados por lascalles de Roma, atados a la cola deindómitos caballos; pero tan terriblesentencia conmovió de tal suerte a todoel mundo, que muchos personajes, entreellos varios cardenales y príncipes,fueron a postrarse humildemente a lospies del Santo Padre, suplicándole con

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empeño que se dignase revocar lasentencia o que, a lo menos, permitiese alos condenados presentar sus defensas.

—¿Dieron ellos tiempo a sudesgraciado padre —respondióClemente VIII— para presentar la suya,cuando le asesinaron tan despiadada ycobardemente?

Sin embargo, vencido de tantassúplicas, les concedió tres días. En elacto, los más célebres abogados deRoma tomaron a su cargo aquellaruidosa causa, y recogiendo datos sepresentaron el día aplazado para lalectura de la causa y de las defensas quedebía hacerse ante Su Santidad.

El primero que habló fue Nicolás de

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los Ángeles, y tal fue la elocuencia desus palabras en su exordio que,conmovido el auditorio, dio fácilmente acomprender el interés que tomaba porlos delincuentes. Asustado el Papa desemejante efecto, le mandó callar.

—¡Qué! —dijo con indignación—,¿habrá entre la nobleza personas quepuedan matar a su padre y entre losabogados hombres que las defiendan?Nunca lo creyéramos, ¡ni hubiéramosllegado a imaginarlo!

Callaron todos a la terribleamonestación del Papa, exceptoFarinacci, quien pensando en la sagradamisión de que estaba encargado, replicórespetuosamente, pero con entereza:

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—Santísimo Padre, nosotros nohemos venido aquí a defendercriminales, sino a salvar inocentes;porque si podemos probar que algunosde los acusados sólo han obrado enlegítima defensa, creo que seránexcusables a los ojos de VuestraSantidad, porque del mismo modo quehay casos previstos en que el padrepuede matar al hijo[1], los hay en que elhijo puede matar al padre; así pues,hablaremos si Vuestra Santidad nos lopermite.

Entonces Clemente VII se mostró tanpacífico como antes se habíamanifestado arrebatado y escuchó ladefensa de Farinacci, la cual se fundaba

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principalmente en que Francisco Cencihabía dejado de ser padre desde el díaen que violara a su hija. Presentó comoprueba de aquella violencia el memorialenviado por Beatriz a Su Santidad, y enel que le suplicaba, como había hecho suhermana, la sacase de la casa paterna yla pusiese en un convento.Desgraciadamente, como dijimos, aquelmemorial había desaparecido y, a pesarde las escrupulosas investigaciones quese hicieron en la secretaría, no se pudohallar de él indicio alguno.

Pidió el Papa todos los escritos ydespidió a los abogados, quienes seretiraron inmediatamente, exceptoAltieri, quien, habiéndose quedado el

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último, se arrodilló a los pies del Papa,diciéndole:

—Santísimo Padre, yo no podíamenos de presentarme en esta causa,siendo como soy el abogado de lospobres, pero os pido humildementeperdón de ello.

El Papa le levantó con bondad y ledijo:

—Idos; no nos admiramos de quevos protejáis y defendáis a los Cenci,pero sí lo extrañamos de los demás.

Y como el Papa hubiese tomado apecho aquella causa, no quiso dormir entoda la noche, que la pasó estudiándolacon el cardenal de San Marcelo, hombremuy inteligente y experimentado en la

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materia; hizo en seguida un resumen quecomunicó a los abogados, quienesquedaron satisfechos de él, esperandoque perdonaría la vida a losdelincuentes, pues resultaba de losinformes tomados que si los hijos sehabían rebelado contra su padre, habíaeste dado motivo a ello con sus agraviosy ultrajes, siendo estos de tal naturalezarespecto a los de Beatriz, que había sidocompelida en algún modo a cometer tanenorme delito por la tiranía, la maldad yla brutalidad de su padre. El Papa,dominado entonces por un sentimientode clemencia, mandó conducir de nuevoa los acusados al calabozo, y aunpermitió que se les dejase entrever la

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esperanza de conservar la vida.Respiraba ya Roma, y confiaba ya

tanto como aquella infeliz familia,alegrándose como si aquella graciaparticular fuese un favor público,cuando las buenas intenciones del Papase desvanecieron en presencia de unnuevo crimen. Pablo de Santa Cruz, hijode la marquesa de este nombre, acababade asesinar atrozmente a su madre, desesenta años de edad, dándole de quincea veinte puñaladas, sólo porque no leprometía nombrarle su único heredero.El asesino había desaparecido.

Clemente VIII se asustó, viéndosedelante de aquellos dos crímenes casiiguales; sin embargo, tuvo aquel día que

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ir a Monte Cavallo, donde debía lamañana siguiente consagrar a uncardenal como titular de la iglesia deSanta María de los Ángeles; pero al díasiguiente, viernes 10 de septiembre de1599, mandó llamar a eso de las ocho dela mañana a monseñor Taverna, que eragobernador de Roma, y le dijo:

—Monseñor, os entregamos la causade los Cenci para que hagáis justicia, yeso lo más pronto posible.

Se despidió monseñor Taverna de SuSantidad y, vuelto a palacio, convocó atodos los jueces del crimen, en cuyareunión se decidió la sentencia demuerte de los Cenci.

Pronto se difundió la noticia de la

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irrevocable condena; y como aquelladesgraciada familia inspiraba un interésque iba siempre en aumento, muchoscardenales no cesaron de hacerdiligencias, ya a caballo, ya en carroza,para conseguir a lo menos que lasmujeres sufriesen el castigosecretamente y en la cárcel, y que seperdonara a Bernardino, niño de quinceaños, comprendido también en lasentencia, a pesar de no haber tenido lamenor parte en el crimen. El que semostró más infatigable en esta causa fueel cardenal Sforza; sin embargo, no pudoalcanzar de Su Santidad ni unaesperanza vaga. Sólo Farinacci, despuésde largas instancias, pudo obtener del

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Papa, el sábado por la mañana, la graciade Bernardino, despertando en él unescrúpulo de conciencia.

Las congregaciones de losConfortieri se hallaban ya reunidas enlas cárceles de Corte Savella yTordinona desde el día anterior; noobstante, como los preparativos delterrible drama que iba a representarseen el puente de Sant’ Angelo habíanocupado toda la noche, eran ya las cincode la mañana cuando el escribano entróen el calabozo de Beatriz y de LucreciaPetroni para leerles la sentencia.

Dormían entrambas muy ajenas decuanto había pasado en aquellos tresdías, y el escribano las despertó para

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decirles que, juzgadas por los hombres,era necesario que se preparasen paracomparecer ante Dios.

Aquel golpe anonadó al principio aBeatriz: no encontraba palabras paraquejarse, y se levantó de su cama,desnuda y vacilante, como si estuvieraaletargada; sin embargo, pronto recobróel uso de la palabra, desahogándose engritos y alaridos. Lucrecia escuchó lasentencia con más presencia de espírituy constancia y empezó a vestirse para ira la capilla, exhortando a Beatriz a laresignación; mas esta, como una loca,corría de una parte a otra, torciendo losbrazos, dando cabezadas contra la paredy exclamando continuamente: «¡Morir!,

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¡y he de morir tan de repente, en uncadalso!, ¡en una picota! ¡Dios mío!¡Dios mío!». Aquella crisis fue enaumento hasta terminar en un paroxismoterrible, después del cual,desfalleciendo el cuerpo, recobró elalma su energía. Desde este momentofue un ángel de humildad y un modelo deconstancia.

Sus primeras palabras fueron parapedir un escribano que le recibiese sutestamento. Le fue otorgado lo quepedía, y cuando llegó aquel ministro dela ley, al despedirse ella para siempredel mundo, le dictó sus últimasdisposiciones con mucha calma yserenidad. Acababa el testamento

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pidiendo que su cuerpo fuese depositadoen la iglesia de San Pedro en Montorio,que se divisaba desde el palacio de supadre, y a la que tenía una devociónparticular. Dejó quinientos escudos a lasmonjas jesuitas y mandó que su dote,que ascendía a quince mil escudos, sedistribuyera entre cincuenta doncellaspobres. Eligió para lugar de su sepulturael pie del altar mayor, en el cual estabacolocado el hermoso cuadro de laTransfiguración, que tantas veces habíaadmirado durante su vida.

Edificada Lucrecia con aquelejemplo, dictó a su vez sus últimasdisposiciones, ordenando que su cuerpofuese llevado a la iglesia de San Jorge

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en Velabria, con 532 escudos delimosnas, haciendo otros varios legadospiadosos. Luego ambas mujeres unieronsus almas para rogar a Dios y,arrodillándose, se pusieron a rezar lossalmos, las letanías y la oración de losagonizantes.

Permanecieron en este estado hastalas ocho de la noche, en cuya horapidieron un confesor, oyeron misa ycomulgaron. Convertidas a más dulcessentimientos por aquellos santospreparativos, hizo Beatriz observar a sumadrastra que sería muy irregularpresentarse con aquel traje de fiestapara ir al cadalso y mandó traer dosvestidos, uno para Lucrecia y otro para

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ella, encargando que fuesen, como losque usan las monjas, cerrados hasta elcuello, con pliegues y con mangasanchas y largas. El de Lucrecia era detela negra de algodón y de tafetán el deBeatriz. Había mandado hacer ademásun turbante para cubrirse la cabeza. Lesllevaron los vestidos con algunascuerdas para ceñírselas, y haciéndoloscolocar cerca de sí en una silla,prosiguieron orando.

Llegado el momento de la ejecución,la avisaron de que se acercaba su últimahora. Beatriz, que permanecía aúnarrodillada, se levantó con airetranquilo y casi risueño y dijo: «Madremía, se acerca la hora del suplicio;

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tiempo es ya de que nos preparemos yde que nos prestemos el último servicio,ayudándonos a vestir mutuamente cualsolíamos».

Se pusieron entonces los vestidosque les habían traído, se los ciñeron conuna cuerda, se cubrió Beatriz la cabezacon el turbante y esperaron en estadisposición su último momento.

En este intervalo Santiago yBernardo habían oído igualmente susentencia y esperaban también la hora dela muerte. A eso de las ocho de lamañana llegó a la cárcel de Tordinona lacongregación florentina de los hermanosde la caridad y se detuvo en el umbralcon el santo crucifijo, esperando a los

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infelices jóvenes. Poco faltó para quesucediera entonces una desgracia. Comotodas las ventanas de la cárcel estabanatestadas de gente para ver salir a losreos, alguno empujó, sin quererlo, unamaceta de flores llena de tierra quehabía en una de ellas, la cual cayó tancerca de uno de los cofrades que ibandelante del crucifijo con hachas, queapagó la llama con el viento quemoviera su caída.

Se abrieron en aquel instante laspuertas y apareció Santiago en elumbral: allí se arrodilló y adoró congran devoción el santo crucifijo.Llevaba un ancho manto negro, que lecubría por completo, y debajo del cual

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llevaba el pecho enteramente desnudo,porque el verdugo debía atanaceárselodurante el camino con tenazas ardiendoy que se calentaban en un braserillocolgado en la misma carreta. Subió alcarruaje, donde el verdugo le colocó demanera que pudiese obrar con mayorcomodidad. Salió a su vez Bernardo, yen el mismo instante el fiscal de Romapronunció en alta voz estas palabras:

—Bernardo Cenci: en nombre denuestro bienaventurado Redentor,nuestro Santo Padre el Papa os concedela vida, sentenciándoos tan sólo a queacompañéis a los vuestros al cadalso yhasta la muerte, y recomendándoosespecialmente que no os olvidéis de

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orar por aquellos con quienes debíaismorir.

A tan inesperada nueva se alzó en lamultitud un murmullo de alegría, y lospenitentes quitaron al momento unalaminita que Bernardo llevaba delantede los ojos y que le habían puesto paraocultarle la vista del cadalso, a causa desu tierna edad.

El verdugo, que había colocado ya aSantiago, bajó para ir a buscar aBernardo y, después de haberse hechoenseñar el perdón, le quitó las manillas,le hizo subir a la misma carreta de suhermano y le cubrió con una magníficacapa bordada de oro; porque como elpobre niño debía haber sido decapitado,

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llevaba el cuello y las espaldasdesnudas. No dejó de admirar a muchosel ver tan rico manto en poder de unverdugo; pero se dijo que era el mismoque Beatriz había dado a Marzio paraobligarle a asesinar a su padre, y que elejecutor lo había heredado después deajusticiado el asesino. La vista de tantagente reunida hizo tal impresión enBernardo, que se desmayó.

Empezaron los cánticos y laprocesión se puso en marcha,dirigiéndose hacia la cárcel de CorteSavella. Al llegar el crucifijo frente a lapuerta, se detuvieron para esperar a lasmujeres, que no tardaron en salir, y quearrodillándose en el umbral, adoraron

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también al crucifijo. En seguida elacompañamiento volvió a ponerse enmarcha.

Las dos mujeres iban detrás de laúltima fila de penitentes, la una despuésde la otra, a pie y tapadas hasta lacintura, con la sola diferencia de queLucrecia, como viuda, llevaba un velonegro y chinelas del mismo color, detacón alto con lazos de cinta, según lamoda de aquel tiempo, al paso queBeatriz, como soltera, llevaba un bonetede seda igual a la sobrevesta, con unafelpa bordada de plata que le caía sobrelas espaldas y cubría su sotanilla decolor violado, chinelas blancas de altostacones, adornadas con borlillas de oro

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y franjas de color de cereza; por lodemás, las dos iban con los brazoslibres, aunque sujetados a una cuerdafloja que les permitía llevar un crucifijoen una mano y un pañuelo en la otra.

En la noche del sábado habíanconstruido en la plaza del puente deSant’Angelo un espacioso cadalso sobreel cual se veían preparados la tabla y eltajo: encima de este, y entre dostravesaños, colgaba una ancha cuchillaque por medio de cierto resorte caía contodo su peso sobre el tajo, deslizándosepor entre dos ranuras.

La procesión se dirigió hacia elpuente. Lucrecia, como más débil,lloraba amargamente: al contrario de

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Beatriz, que caminaba con semblantesereno y animoso. Al llegar a la plaza deSant’Angelo hicieron entrar a lasmujeres en una capilla, adondecondujeron en seguida a Santiago y aBernardo. Allí estuvieron reunidos loscuatro por un momento; luego fueron abuscar primero a Santiago y a Bernardopara llevarlos al cadalso, sin embargode que aquel debía morir el último yeste estaba perdonado. Llegados a laplataforma, Bernardo se desmayó porsegunda vez y, al acudir el verdugo parasocorrerle, creyendo algunos que iba aajusticiarle, se pusieron a gritar: «¡Estáperdonado!». Pero pronto se sosegaronal ver que el verdugo le hacía sentar al

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lado del tajo, al otro lado del cual sepuso Santiago de rodillas.

Volvió a bajar el verdugo y sedirigió a la capilla a buscar a Lucrecia,que debía morir la primera. Al llegar alpie del cadalso, le ató las manos a laespalda, le rasgó la parte superior delcorsé para dejar sus hombros aldescubierto y la movió a hacer sureconciliación invitándola a que besaselas llagas del crucifijo. Después de locual la condujo a la escalera, que subiócon no poca dificultad a causa de sugordura, y al llegar a la plataforma learrancó el velo que le cubría la cabeza.Mucho se ruborizó Lucrecia de que laviesen en aquel estado, con el seno

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descubierto, y al mirar el tajo le dio untemblor convulsivo que hizo estremecera todo el concurso.

—Dios mío —dijo entonces anegadaen lágrimas y en alta voz—, tenedmisericordia de mí; y vosotros,hermanos míos, rogad por mi alma.

Pronunciadas estas palabras y nosabiendo cómo colocarse, se dirigió alprimer verdugo, llamado Alejandro,preguntándole lo que debía hacer. Estele respondió que subiera sobre la tabla yse tendiera encima, lo cual ejecutó conmucho trabajo y llena de vergüenza;entonces no pudiendo colocar el cuellosobre el tajo, a causa de tener el senomuy abultado, fue necesario añadirle un

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pedazo de madera para elevarlo.Esperaba entretanto la infeliz,padeciendo más por la vergüenza quesentía que por el temor de la muerte; seacomodó en fin lo mejor que pudo, tocóel verdugo el resorte y la cabezaseparada del tronco rodó, dando tres ocuatro saltos por el cadalso; la cogióaquel, la enseñó al pueblo yenvolviéndola en seguida con un tafetánnegro la colocó junto al cuerpo en unataúd, al pie del cadalso.

Mientras que el verdugo volvía acolocar cada cosa en su lugar paraejecutar a Beatriz, se hundieron variasgraderías sobrecargadas de gente,muriendo muchas personas y quedando

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no pocas heridas y estropeadas.Arreglada la máquina y lavadas las

manchas de sangre, volvió el verdugo ala capilla en busca de Beatriz, la cual,viendo el lío de cuerdas que aquelllevaba en la mano exclamó:

—¡Quiera Dios que ates este cuerpopara la corrupción y desates mi almapara la inmortalidad!

Y volviendo a levantarse salió a laplaza, adoró devotamente al crucifijo y,dejando sus chinelas al pie del cadalso,subió con ligereza la escalera; y comoya se había enterado con anticipación, setendió en un momento sobre la tabla ycolocó la cabeza en el tajo con la mayorprontitud posible, para que no le vieran

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sus espaldas desnudas. Pero a pesar delas precauciones que había tomado paraque la cosa se hiciese pronto, le fuepreciso esperar, porque conociendo elPapa su carácter arrebatado y temiendoque, entre la absolución y la muertecometiese algún pecado, había dadoorden para que en el momento en queBeatriz estuviera en el cadalso, dieran laseñal disparando un cañonazo en elcastillo de Sant’Angelo.

Aquella detonación inesperadasorprendió a todo el concurso, queestaba bien lejos de preverla, y hasta lamisma Beatriz se incorporó. El Papa,que estaba orando en Monte Cavallo,dio en el mismo instante la absolución a

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la rea in articulo mortis. Cinco minutostranscurrieron aún, durante los cualesestuvo esperando Beatriz con el cuelloatravesado en el tajo, hasta quepareciéndole al verdugo que estaría yadada la absolución, tocó el resorte ycayó la cuchilla. Entonces se vio unextraño fenómeno: mientras que lacabeza daba saltos por un lado, elcuerpo retrocedió como andando haciaatrás. Al instante cogió el verdugo lacabeza y la enseñó al público; luego lacubrió como lo hiciera con la otra, e ibaa poner el cuerpo de Beatriz junto al desu madrastra, cuando los hermanos de lacaridad se lo quitaron de las manos; y alir a colocarlo uno de ellos en el ataúd,

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se deslizó, cayendo desde el cadalso alsuelo; y como al caer se salió el troncode los vestidos, se llenó de polvo y desangre, por manera que fue precisogastar mucho tiempo en lavarlo. A esteespectáculo le dio por tercera vez aBernardino un desmayo tan fuerte, quefue necesario darle cordial para quevolviera en sí.

Le llegó por fin su turno a Santiago:había visto morir a su madrastra y suhermana, y sus vestidos estabanmanchados con la sangre de entrambas.Se llegó a él el verdugo y al quitarle lacapa se vio todo su pecho lacerado porlas tenazas ardientes, y levantándose deaquel modo medio desnudo, se volvió

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hacia su hermano y le dijo:—Si te he comprometido y culpado

en mi interrogatorio, Bernardo, no hedicho la verdad: y aunque he desmentidoya aquella declaración, vuelvo a repetir,en el momento de comparecer ante Dios,que eres inocente y que es tan injustacomo atroz la sentencia que te hacondenado a tan horrible espectáculo.

Entonces el verdugo le mandó que searrodillara y le sujetó las piernas a unode los maderos que se levantaban sobreel cadalso; y vendándole los ojos, leaplastó la cabeza de una mazada,descuartizándole en seguida a la vista detodo el mundo.

Terminada aquella carnicería, se

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retiró el acompañamiento, llevándoseconsigo a Bernardo, a quien sangraron ehicieron guardar cama a causa de unaardiente fiebre que le había acometido.

Colocaron los cadáveres de las dosmujeres en dos ataúdes bajo la efigie deSan Pablo, a la entrada del puente, concuatro blandones de cera blanca queardieron hasta las cuatro de la tarde.Después los transportaron junto con losrestos de Santiago a la iglesia de SanJuan Bautista; y finalmente, a las nuevede la noche, llevaron al convento de SanPedro en Montorio el cuerpo de Beatriz,cubierto de flores y con el mismo trajecon que había sido ajusticiada,acompañada de los agonizantes y de

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todos los franciscanos de Roma; ycumpliendo con su última voluntad, fueenterrada al pie del altar mayor de dichoconvento.

En la misma noche transportaron aLucrecia a la iglesia de San Jorge enVelabria, conforme lo había dispuesto.

Puede decirse que toda Romapresenció aquella sangrienta escena, yque los coches y los caballos, los carrosy las gentes de a pie estaban, por decirloasí, unos sobre otros; desgraciadamentehizo tanto calor aquel día que muchaspersonas, a causa de haber permanecidoal sol por espacio de tres horas que duróla ejecución, se desmayaron; otrasvolvieron a casa con una fuerte

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calentura, y muchas de ellas murieronaquella misma noche.

El martes siguiente, 14 deseptiembre, con motivo de la fiesta de laSanta Cruz, la cofradía de San Marcelosacó de la cárcel, con consentimientodel Papa, al pobre Bernardo Cenci,imponiéndole una multa de dos milquinientos escudos romanos, pagaderosen el transcurso de un año a la compañíade la Santísima Trinidad del PuenteSixto, como puede verse aún en el díaconsignado en sus archivos.

Ahora bien, si después de habervisitado el sepulcro se quiere formar dela persona que en él descansa una ideamás exacta de la que echa de sí una

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narración, visitad la galería Barberini,en donde —entre otras obras maestras—hallaréis el retrato de Beatriz por Guido,que, según unos, fue hecho en la nocheque precedió a la ejecución y, segúnotros, en el momento de marchar alsuplicio. Es una cabeza delicada,cubierta con un turbante de cuyos ladosse desprenden sus brillantes cabellosrubios envueltos en los pliegues de unhermoso ropaje; unos ojos negros, en loscuales cree uno distinguir todavía lashuellas de sus lágrimas apenas enjutas;con una nariz perfecta y una boca deniño: pero no se puede juzgar por elretrato de su blanquísima tez, porhaberse enrojecido la pintura y haberse

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vuelto las carnes de color de arcilla; lapersona allí representada parece tenerde unos veinte a veintidós años.

No lejos de aquel retrato está el deLucrecia Petroni, que a juzgar por lamagnitud de la cabeza se ve quepertenece a un cuerpo más bien pequeñoque grande: es el tipo de la matronaromana en toda su altivez, con su tezcolorada, sus hermosos perfiles, su narizperpendicular, sus cejas negras y sumirada soberbia y voluptuosa a unmismo tiempo. En sus mejillas redondasy carnosas se encuentran aquelloshoyuelos encantadores de que habla elcronista, y que hacían que después demuerta pareciese aún sonreírse. Se

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añada a esto una boca admirable y unosrizados cabellos que le caen a lo largode las sienes, y se tendrá una ideaperfecta de su retrato.

Nos vemos obligados a presentaraquí los retratos de Santiago y Bernardo,tal como los hemos leído en elmanuscrito de donde hemos sacado lospormenores de esta sangrienta historia,por no haber quedado de ellos dibujo nipintura alguna.

Helos aquí tales como los describeel autor que fue testigo ocultar de latragedia en que tanto figuraron.

Santiago, pequeño de estatura, teníala barba y el pelo negro y era de unosveintiséis años de edad, bien formado y

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muy robusto.Por lo tocante a Bernardo, que podía

tener de unos catorce a quince años, erael vivo retrato de su hermana, y tanparecido que muchos, al presentarse enel cadalso, con su larga cabellera y surostro de mujer, creyeron a primera vistaque era la misma Beatriz. ¡Dios la tengaen su santa gloria!

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LA MARQUESA DEBRINVILLIERS

(1676)

En una hermosa tarde de otoño, a finalesdel año 1665, se había agolpado ungentío considerable en la parte delpuente nuevo que da a la calle Delfina.El objeto que se hallaba en el centro deaquella reunión y que llamaba laatención pública era un coche

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enteramente cerrado, y cuya portezuelase empeñaba en abrir un celador,mientras que de los cuatro alguacilesque formaban su comitiva, dos deteníanlos caballos al mismo tiempo que losotros dos sujetaban al cochero, quien nohabía contestado de otro modo a lasintimidaciones que se le habían hechomás que intentando poner los caballos algalope. Hacía rato que duraba aquellaespecie de lucha, cuando abriéndose derepente —y con violencia— una de lasportezuelas, salta del coche un oficialjoven, con uniforme de capitán decaballería, y vuelve a cerrar actoseguido la portezuela, pero no con tantapresteza como para que los que estaban

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más cerca no hubiesen tenido tiempo dedistinguir en el fondo del coche a unamujer envuelta en un manto y cubiertacon un velo, quien, por las precaucionesque había tomado para ocultar su rostro,parecía tener mucho interés en no serreconocida.

—Caballero —dijo el jovendirigiéndose al celador con tono altivo eimperioso—, como presumo que, amenos que os equivoquéis, es sóloconmigo con quien tenéis que ver, osruego que me enseñéis la orden que sinduda tendréis para detener mi coche; yahora que ya no estoy dentro, osrequiero que deis orden a vuestrasgentes para que le dejen proseguir su

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camino.—Ante todo —respondió el celador,

sin intimidarse por aquel tono deimportancia y haciendo seña a losalguaciles de no soltar al cochero ni alos caballos—, tened la bondad decontestar a mis preguntas.

—Ya escucho —respondió el joven,esforzándose visiblemente por aparentarserenidad.

—¿Sois vos el caballero Gaudin deSaint Croix?

—El mismo.—¿Capitán del regimiento de Tracy?—Sí, señor.—Entonces quedáis preso en nombre

del rey.

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—¿En virtud de qué orden?—En virtud de esta orden de arresto.Pasó el caballero una rápida ojeada

sobre aquel papel que le presentaban, yreconociendo la firma del jefe deseguridad pública, ya no se ocupó sinode la mujer que había quedado dentrodel carruaje. Insistió, pues, en suprimera demanda:

—Está bien, caballero —dijo alcelador—, pero en esta orden sólo de ninombre se hace mención, y os lo repito,no os autoriza para exponer a lacuriosidad pública, como lo hacéis, a lapersona que yo acompañaba cuando mehabéis detenido. Vuelvo a rogaros, pues,que deis orden a vuestros dependientes

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para que dejen proseguir libremente sucamino al coche, y luego quedo avuestra disposición.

Es de suponer que aquella peticiónpareciera muy justa al dependiente deseguridad pública, cuandoinmediatamente indicó por señas a susgentes que dejaran partir al cochero y alos caballos. Y, como si éstos noaguardaran más que la señal paramarchar, atravesaron la muchedumbre,que se apartó para dejar paso,llevándose precipitadamente a la señorapor la cual tanto interés acababa demanifestar el detenido.

Éste, como lo había prometido, noopuso la menor resistencia. Siguió a su

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conductor durante algunos instantes porentre el gentío —cuya atención llamabaya él sólo—, y al llegar a una esquinadel malecón del Reloj, a cierta señal delcelador, se acercó un coche simón queestaba allí oculto. Subió Saint Croix enél, con la misma altivez y desdén quehabía manifestado durante la escena queacabamos de describir, colocóse a sulado el celador, dos dependientessubieron a la trasera y los otros dos, envirtud seguramente de una orden queantes recibieran, se retiraron, diciendoal cochero:

—¡A la Bastilla!Permítannos ahora nuestros lectores

que les hagamos entrar en mayor

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conocimiento del personaje que primeropresentamos en la escena de estahistoria.

El caballero Gaudin de Saint Croix,de origen desconocido, era, segúndecían unos, hijo bastardo de un granseñor; otros, por el contrario, afirmabanque era hijo de padres pobres y que, nopudiendo soportar la humildad de sunacimiento, pretería una brillantedeshonra, aparentando lo que no era enrealidad. Todo lo que se sabía depositivo era que nació en Montoban; yen cuanto a su estado social, que eracapitán del regimiento de Tracy.

En la época en que empieza estahistoria, esto es, finales del año 1665,

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Saint Croix contaba de unos veintiocho atreinta años. Era un joven de muy buenafigura, de fisonomía atractiva y llena deexpresión, compañero alegre, de broma,y valiente capitán, cuyo placer consistíaen el placer de los demás. Tenía uncarácter tan voluble que participabatanto en un proyecto piadoso como enuna francachela[2]; fácil en enamorarse,celoso hasta el extremo, aun de mujer demala nota con tal que ésta le hubiesecaído en gracia; pródigo como unpríncipe, sin que renta alguna sostuvieraaquella prodigalidad; en fin, sensible ala injuria, como todos los que colocadosen una posición excepcional se figuranque todo el mundo tiene intención de

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ofenderles aludiendo a su origen.Veamos ahora la serie de

circunstancias que habían conducido aSaint Croix hasta el punto en que lohemos encontrado al principio.

En el año de 1660, hallándose SaintCroix en el ejército, contrajo relacionescon el marqués de Brinvilliers, coroneldel regimiento de Normandía. Ambos dela misma edad, de una misma carrera,con prendas y defectos casi comunes,bien pronto un sencillo conocimiento setrocó en una sincera amistad; de maneraque al dejar el ejército el marqués deBrinvilliers, no sólo presentó a SaintCroix a su esposa, sino que le hospedóen su misma casa.

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Una amistad tan indiscretamentecontraída no podía menos de producirlos resultados de siempre. La marquesade Brinvilliers rayaba entonces en losveintiocho años, y hacía nueve, esto es,en 1651, que se había casado con elmarqués, dueño de una renta de treintamil libras, y al que le llevó en dotedoscientas mil libras, sin contar con loque debía heredar. Llamábase MaríaMagdalena, y tenía dos hermanos y unahermana: su padre, el caballero deDreux d’Aubray, era lugarteniente civildel Chatelet de París.

Hallábase entonces la marquesa enel apogeo de su hermosura: aunque deestatura algo baja, era muy bien

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proporcionada; en su fisonomía se veíanreunidas todas las gracias, y susfacciones eran tanto más regularescuanto que ninguna sensación interiorera capaz de alterarlas: hubiérase dichoque eran las de una estatua que por unpoder mágico recibieranmomentáneamente la vida. Pero, lo queaparentemente se consideraría la imagende la tranquilidad de un alma pura, noera más que una máscara con queencubría sus remordimientos.

Saint Croix y la marquesasimpatizaron desde el instante en que sevieron y poco tardaron en ser amantes,en cuanto al marqués, ya sea porqueestuviese dotado de aquella filosofía

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conyugal que constituía el buen gusto deaquella época, o porque los placeres aque se entregaba sin reserva no ledejasen el tiempo suficiente paraadvertir lo que pasaba casi a su vista, locierto es que sus celos no perturbaron enlo más mínimo aquella intimidad,continuando en el despilfarro que habíaya cercenado considerablemente sufortuna. Y el desarreglo de sus negociosllegó a tal extremo que la marquesa, queya no le amaba, y que en el delirio de unamor nuevo deseaba tener más libertad,pidió y alcanzó su divorcio. Desdeluego abandonó la casa conyugal, y noguardando ya ningún miramiento, noreparaba en presentarse en público y en

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todas partes con Saint Croix.Autorizado por otra parte aquel trato

con el ejemplo de los más elevadospersonajes, ninguna impresión causabaesto en el marqués de Brinvilliers, quienprosiguió arruinándose alegremente, sincuidarse de lo que hacía su mujer. Nosucedió otro tanto con Monsieur Dreuxd’Aubray, quien conservaba todavía losescrúpulos de la nobleza del foro:escandalizado por los desórdenes de suhija, y temeroso de que manchasen lareputación de la familia, obtuvo unaorden para arrestar a Saint Croix encualquier parte donde le encontrase elportador. Hemos visto ya cómo severificó el arresto de Saint Croix cuando

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iba en el coche de la marquesa deBrinvilliers, a quien sin duda habrán yareconocido nuestros lectores en la mujerque con tanto cuidado se ocultaba.

Fácil es suponer, conociendo elcarácter de Saint Croix, la violencia quese haría a sí mismo para no dejarsearrebatar por su cólera cuando se vioarrestado de aquel modo, en medio de lacalle. Y si bien no pronunció ni una solapalabra en todo el tránsito, fácil erasuponer que no tardaría en estallar laterrible borrasca que se agitaba en suinterior. Sin embargo, conservó aquellaimpasibilidad que había mostrado hastaentonces, no sólo cuando vio abrir ycerrar las fatales puertas que,

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semejantes a las del infierno, obligabanmuchas veces a los que engullían a quedejasen toda esperanza en el umbral,sino también al responder a laspreguntas de estilo que le dirigió elgobernador. No se le alteró la voz yfirmó con mano segura el libro deregistro que le presentaron. En seguida,después de haber tomado las órdenesdel gobernador, lo llamó un carcelero, elcual, después de dar varios rodeos poraquellos fríos y húmedos corredoresdonde la luz penetraba algunas veces,pero donde jamás lo hacía el aire, abrióla puerta de un aposento, en donde,apenas había entrado Saint Croix, oyóque se cerraba otra vez detrás de él.

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Volvióse Saint Croix al ruido de loscerrojos y vio que le había dejado elcarcelero sin más luz que la de la luna,cuyos rayos, deslizándose por entre lasbarras de hierro de una reja situada aunos tres metros de altura, iba a dar enun catre, dejando el resto de la estanciaen la más completa oscuridad. Elprisionero se detuvo un momento en piea escuchar, y cuando oyó que los pasosde su guía se perdían a lo lejos, seguroen fin de estar solo, y habiendo llegadoya a aquel grado de cólera en que espreciso que el corazón se desahogue ose rompa, se echó sobre la cama dandorugidos más propios de una fiera que deuna criatura humana, maldiciendo de los

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hombres que le privaban de la libertadencerrándole en un calabozo:maldiciendo de Dios que lo permitía, einvocando en su auxilio un podersobrenatural, cualquiera que fuese, paraque le trajera la venganza y la libertad.

En el mismo instante entró conlentitud en el círculo de amarillenta luzque penetraba por la ventana un hombremacilento, pálido, de larga cabellera yvestido de negro, como si aquellaspalabras le hubiesen sacado del seno dela tierra, y se acercó al pie de la camaen que Saint Croix estaba echado. Apesar del valor natural del preso,aquella aparición respondía tanperfectamente a sus palabras que, en

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aquella época en que todavía se creía enlos misterios de encantos y de magia, yano dudó un solo instante de que elenemigo del género humano, que rondasin cesar al hombre, le había oído yacudido a su voz. Se incorporó pues, enla cama, buscando maquinalmente elpuño de su espada en el sitio en que latenía dos horas antes, erizándosele loscabellos y bañándosele el rostro ensudor frío a cada paso que aquel sermisterioso y fantástico daba hacia él.Por fin, la visión se detuvo, y elfantasma y el preso permanecieron porun instante mirándose uno a otro, hastaque el ser misterioso tomó la palabracon voz sombría.

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—Joven —le dijo—, acabas depedir al infierno el medio de vengarte delos hombres que te han proscrito y depoder luchar con Dios que te abandona;yo poseo ese medio y vengo aofrecértelo. ¿Tienes valor paraaceptarlo?

—Pero ante todo —preguntó SaintCroix—, ¿quién eres tú?

—¿Para qué necesitas saber quiénsoy —replicó el desconocido—,después que vengo a tu llamamiento y tetraigo lo que pides?

—No importa respondió SaintCroix, creyendo siempre que trataba conun ser sobrenatural—; siempre es buenosaber con quién se trata cuando se hacen

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semejantes pactos.—Pues bien, supuesto que lo quieres

—respondió el extranjero—, soy elitaliano Exili.

Saint Croix se estremeció de nuevo,porque pasaba de una visión infernal auna terrible realidad. En efecto, elnombre que acababa de oír era entonceshorriblemente célebre, no sólo enFrancia, sino también en Italia. Exili,después de haber sido desterrado deRoma por sospechas de numerososenvenenamientos que no se habíanpodido probar, había pasado a París, endonde no tardó —como en su país natal— en llamar la atención de la autoridad.Pero sucedió en París como en Roma,

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que no pudieron probarse los delitos deldiscípulo de Renes y de la Trofana. Contodo, a falta de pruebas, había unaconvicción moral bastante fuerte paraque sin vacilar se decretase su arresto.Una orden del rey fue expedida contraél, y Exili había sido arrestado yconducido a la Bastilla. Seis meseshacía que se hallaba en ella cuandoSaint Croix, a su vez, fue conducido allí.Y como a la sazón se hallasen en laBastilla muchos presos, el gobernadorhabía dispuesto alojar al nuevo huéspeden el cuarto del otro, reuniendo así aExili con Saint Croix, bien ajeno depensar que juntaba dos demonios. Ahoranuestros lectores ya comprenden lo

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demás. El carcelero había dejado aoscuras en el cuarto a Saint Croix, y, porconsiguiente, no había podido éstedistinguir a su compañero de celda; y,desahogando entonces su cólera conimprecaciones y blasfemias, habíarevelado a Exili el odio de que sehallaba poseído. Aprovechó éste laocasión de hacerse con un discípulopoderoso y adicto que, al salir, o lehiciese abrir las puertas, o le vengasecuando menos, si tuviese que quedarperpetuamente encerrado.

Poco tiempo duró la antipatía queSaint Croix sintiera en el primermomento hacia su compañero de prisión;muy en breve halló aquel hábil maestro

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un discípulo digno de él. Saint Croix,con su extraño carácter, compuesto debien y de mal, conjunto de defectos y debuenas cualidades, mezcla de vicios yvirtudes, había llegado a aquel puntosupremo de su vida en que los unosdebían ceder a los otros. Si en aquelinstante le hubiese inspirado un ángel,quizá le habría conducido a Dios; perotropezó con un demonio, y éste lecondujo a Satanás.

No se crea que Exili era unenvenenador vulgar; era un granprofesor en el arte de los venenos, comolo habían sido los Médicis y los Borgia.El homicidio era para él un arte quehabía sometido a reglas fijas y positivas,

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de suerte que había llegado a un puntotal en que no era ya el interés lo que lemovía, sino un deseo irresistible dehacer experimentos. Dios se hareservado la creación para su poderdivino, y ha abandonado la destrucciónal poder humano: de ahí que el hombrecree hacerse igual a Dios destruyendo.Tul era el orgullo de Exili, sombrío ypálido alquimista de la nada, quedejando a los otros el cuidado de buscarel secreto de la vida, había encontradoel de la muerte.

Saint Croix vaciló por algún tiempo,pero por fin cedió a los sarcasmos de sucompañero, quien, acusando a losfranceses de proceder de buena fe hasta

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en sus crímenes, le hizo ver como casisiempre se envolvían en su propiavenganza y sucumbían con su enemigo,mientras que habrían podidosobrevivirle y gozarse en su exterminio.En vez de aquel aparato que muchasveces acarrea al asesino una muertemucho más cruel que la que él causa, leenseñó la astucia florentina, con su bocarisueña y su implacable veneno. Lenombró aquellos polvos y licores de loscuales unos sordamente consumen contanta lenta languidez que el enfermomuere después de una larga dolencia; yotros obran con tal rapidez y violenciaque matan como el rayo, sin dejartiempo de arrojar un solo ¡ah! a los que

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hieren. Saint Croix fue aficionándosepoco a poco a este juego terrible quepone las vidas de todos entre las manosde uno solo. Empezó por tomar parte enlos experimentos de Exili; luego ya erabastante hábil para practicarlos por símismo; y cuando al cabo de un año salióde la Bastilla, el discípulo casi habíaalcanzado la destreza del maestro.

Saint Croix volvió por fin a entrar enla sociedad que le había desterrado poruna temporada, armado con un funestosecreto, con el cual podía devolverletodo el mal que de ella había recibido.Al poco tiempo salió también Exili, nose sabe por qué medios, y fue aencontrar a Saint Croix, quien le alquiló

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un cuarto en nombre de su mayordomoMartin de Brenille. Este cuarto estabasituado en la callejuela sin salida de losmercaderes de caballos de la plazaMaubert, y pertenecía a una tal señoraBrunet.

Se ignora si durante la permanenciade Saint Croix en la Bastilla tuvoocasión la marquesa de Brinvilliers deverle; pero no cabe duda de que tanpronto como el preso se vio libre, losdos amantes aparecieron másenamorados que nunca. Sin embargo, laexperiencia les había enseñado lo quetenían que temer, y así resolvieronensayar la ciencia que Saint Croix habíaaprendido, y Monsieur d’Aubray fue la

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primera víctima escogida por su propiahija. De este modo, al tiempo que sedesembarazaba de un rígido censor desus placeres, restauraba con la herenciade su padre la fortuna que su maridohabía casi totalmente disipado.

Pero antes de descargar tamañogolpe, era preciso asegurarse de quesería decisivo, y la marquesa creyóconveniente ensayar antes los venenosde Saint Croix con otro que no fuese supadre. Para ello, un día que su camareraFrancisca Roussel entraba en su cuartodespués del desayuno, le dio una tajadade jamón y dulce de grosellas para quealmorzase. No recelando nada lamuchacha, comió lo que su señora le

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había dado, y casi al mismo tiempo sesintió indispuesta «experimentandofuertes dolores en el estómago ysintiéndose como si le hubiesenpinchado el corazón con alfileres[3]». Apesar de esto no murió, y la marquesavio que el veneno debía adquirir mayorgrado de intensidad: por consiguiente, lodevolvió a Saint Croix, quien le llevóotro al cabo de algunos días.

La ocasión de emplearlo habíallegado. Monsieur d’Aubray, cansado delas fatigas de su destino, se proponía ir apasar el tiempo de las vacaciones en suquinta de Offemont. La marquesa deBrinvilliers se ofreció a acompañarle, yMonsieur d’Aubray, creyendo rotas

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enteramente sus relaciones con SaintCroix, acepta con satisfacción.

Casualmente, Offemont se hallaba enun paraje retirado, como convenía paraejecutar semejante crimen. Situado enmedio del bosque de l’Aign, tres ocuatro leguas distante de Compiegne, elveneno podría haber hecho progresosbastante rápidos, para que cuandollegasen los socorros fuesen ya inútiles.

Monsieur d’Aubray partió con suhija y un solo criado. La marquesa nuncahabía manifestado hacia su padre elsumo cuidado y las atenciones delicadasque le prodigó durante este viaje. Por suparte, Monsieur d’Aubray, semejante aJesús, la quería más después de este

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arrepentimiento que si nunca hubiesepecado.

Entonces fue cuando la marquesa searmó con aquella terrible impasibilidadde que ya hemos hablado, noapartándose ni un instante de su padre,durmiendo en un cuarto contiguo al suyo,comiendo con él, y abrumándole con suesmero, sus caricias y agasajos, hasta elpunto de no querer que nadie más queella le sintiese. Era necesario, en mediode sus infames proyectos, presentar unrostro risueño, franco y abierto, en elque el ojo más suspicaz no pudiese leermás que ternura y amor o respeto. Conesta máscara presentó una noche uncaldo envenenado a Monsieur d’Aubray.

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Éste lo cogió de sus manos, y ella viocómo se lo acercaba a la boca, siguió alveneno con los ojos hasta su pecho, yningún gesto hizo patente en aquel rostrode bronce la terrible ansiedad que debíaoprimirle el corazón. Y luego, cuandoMonsieur d’Aubray hubo tomado toda labebida, recibió sin temblar la taza en elplato que le presentaba, retirándose a sucuarto para aguardar y escuchar.

El brebaje hizo pronto su efecto: lamarquesa oyó que su padre se quejaba,que pasaba de las quejas a los gemidos,y que, en fin, no pudiendo ya resistir losdolores que experimentaba, llamaba a suhija a voz en grito. La marquesa entróentonces.

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Pero esta vez se veía impresa en sufisonomía la más viva inquietud, demodo que Monsieur d’Aubray se vioprecisado a tranquilizarla sobre supropio estado, y no creyendo él mismoque esto fuese más que una leveindisposición, no quiso que seincomodase al médico. Por fin, le dieronunos vómitos tan terribles, seguidos detan insoportables dolores de estómago,que cedió a las instancias de su hija ymandó llamar al médico. Llegó éste alas ocho de la mañana, pero todo cuantopodía ilustrar las investigaciones de laciencia había ya desaparecido. El doctorno vio en la relación de Monsieurd’Aubray más que los síntomas de una

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indigestión, le recetó como si lo fuese yse volvió a Compiegne.

En todo aquel día la marquesa no seapartó un momento del enfermo, y por lanoche se hizo armar una cama en elmismo cuarto, y declaró que le velaríaella sola: así pudo observar todos losprogresos del mal, y seguir con la vistala lucha que la muerte y la vidasostenían en el pecho de su padre.

El doctor volvió al día siguiente.Monsieur d’Aubray estaba peor: losvómitos habían cesado, pero los doloresde estómago eran más agudos y uninsólito ardor le abrasaba las entrañas.El doctor ordenó por consiguiente untratamiento que exigía la vuelta del

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enfermo a París. Pero se hallaba éste tandébil que quiso hacerse conducirsimplemente a Compiegne. La marquesainsistió de tal modo sobre la necesidadque había de una asistencia máscompleta e inteligente de la que podíarecibir fuera de su casa, que Monsieurd’Aubray se decidió a volver a ella.

Hizo el camino echado en sucarruaje y con la cabeza apoyada en loshombros de su hija. Ni por un momentodurante el viaje desmintió la marquesalas apariencias, siempre fue la misma.Finalmente, Monsieur d’Aubray llegó aParís. Todo había ido como la marquesadeseaba: se había trocado el teatro de laescena y el médico que había visto los

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síntomas no vería la agonía. Y, alestudiar los progresos del mal, ningúnojo podría descubrir sus causas. El hilode la investigación estaba roto por lamitad, y las dos partes se hallaban ahorademasiado separadas para que ningúnacaso pudiese volverlas a anudar.

A pesar de los más solícitoscuidados, Monsieur d’Aubraycontinuaba empeorando. La marquesa,fiel a su misión, no le dejó ni uninstante: en fin, al cabo de cuatro días deagonía expiró en los brazos de su hija,bendiciendo a la que le había asesinado.

El dolor de la marquesa estallóentonces con sentimientos tan vivos ycon tan profundos sollozos, que el de sus

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hermanos pareció frío en comparacióncon el suyo. Por lo demás, como nadiesospechaba el crimen, no se procedió ala autopsia, y la tumba se cerró sin quela menor sospecha recayera sobre ella.

No obstante, la marquesa no habíallegado más que a la mitad de supropósito: es verdad que habíaconseguido un grado mayor de libertaden sus amores, pero el legado de supadre no le había sido tan ventajosocomo esperaba, pues la mayor parte delos bienes y el empleo habían recaído ensu hermano primogénito, y en su segundohermano, que era consejero delparlamento. Así, la posición de lamarquesa mejoró sólo medianamente en

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cuanto a su fortuna.Por lo que toca a Saint Croix, se

daba una vida holgada y alegre, aunquea nadie constase su fortuna. Tenía unmayordomo llamado Martín, treslacayos llamados Jorge, Lapierre yLachaussee, y ademas de su carroza ytren, tenía mozos para llevar su silla demano en sus excursiones nocturnas. Porlo demás, como era joven y buen mozo,nadie se preocupaba de inquirir dedonde le venía aquel lujo. Por unacostumbre de aquella época, nuncafaltaba nada a los caballeros bienparecidos, y se decía entonces de SaintCroix que había encontrado la piedrafilosofal.

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Entre las muchísimas relaciones quetenía, había trabado amistad con variospersonajes, notorios ya por su nobleza,ya por su fortuna. Entre estos últimos secontaba a un tal Reich de Penautier,recaudador general del clero y tesorerode los estados del Languedoc. Este,como millonario, era de aquelloshombres que todo lo consiguen, y quecon su dinero parece que dictan leyes alas cosas que sólo las reciben de Dios.

En efecto, Reich de Penautier sehabía asociado en intereses y negocioscon un tal Alibert, su primerdependiente, quien murió de repente deuna apoplejía. Penautier tiene noticia deesta apoplejía mucho antes que su

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familia; los papeles que establecen lasociedad desaparecen sin saber cómo yla esposa e hijo de Alibert quedanarruinados.

El señor de la Magdalena, cuñadode Alibert, concibe algunas sospechas,aunque vagas, sobre aquella muerte, yquiere cerciorarse de la verdad. Porconsiguiente, empieza a hacerinvestigaciones; pero al poco mueresúbitamente.

Sólo en un punto parecía que lafortuna había abandonado a su favorito.Penautier tenía grandes deseos desuceder al señor de Mennevillette,recaudador del clero. Este empleo valíaunas sesenta mil libras, y sabiendo que

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Monsieur de Mennevillette queríadesprenderse de él en favor de su primerdependiente, Pedro Hannyvel, señor deSaint-Laurent, Penautier había dadotodos los pasos necesarios paracomprarlo, en menoscabo de esteúltimo. Pero el señor de Saint-Laurent,apoyado perfectamente por lasjerarquías del clero, había obtenidogratis la futura titularidad, cosa quenunca se había hecho. Penautier le habíaofrecido entonces cuarenta mil escudospara que le dejase entrar por mitad enaquel empleo, pero Saint-Laurent seexcusó. Sus relaciones, sin embargo, nose habían interrumpido y continuabanvisitándose. Por lo demás, Penautier

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pasaba por ser un hombre tan afortunadoque no se dudaba que un día u otroconseguiría por un medio cualquieraaquel empleo que tanto había deseado.

Los que ninguna fe tenían en losmisterios de la alquimia decían queSaint Croix hacía negocios conPenautier.

Durante este tiempo había concluidoel luto de la marquesa, y sus relacionescon Saint Croix habían vuelto a adquirirsu antigua publicidad. Los señoresd’Aubray hicieron advertir esto a laseñora de Brinvilliers por una hermanamenor que tenía en un convento de lascarmelitas, y la marquesa supo queMonsieur d’Aubray había encargado al

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morir a sus hermanos que vigilasen suconducta.

De este modo el primer crimen de lamarquesa venía a ser casi inútil, y envano había querido desembarazarse delas reconvenciones de su padre yheredar su fortuna, pues esta fortunahabía llegado a ella tan disminuida conla parte que tocara a sus hermanosmayores que apenas bastó para pagarsus deudas, y las reconvenciones sereproducían en boca de sus hermanos,uno de los cuales podía, por su calidadde lugarteniente civil, separarla de suamante por segunda vez.

Era preciso solucionar estos casos.Lachaussee dejó el servicio de Saint

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Croix, y tres meses después entró, pormediación de la marquesa, al serviciodel consejero del parlamento, quienvivía con su hermano, el lugartenientecivil.

Esta vez no podía emplearse unveneno tan activo como el que habíaservido para Monsieur d’Aubray,porque estas muertes tan prontamenterepetidas en una misma familia habríanpodido infundir sospechas. Seempezaron de nuevos los experimentos,no ya en animales, porque lasdiferencias anatómicas que existen entrelas diversas especies pudieran frustrarlos efectos de la ciencia, sino que, comola primera vez, se ensayó en individuos

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humanos in anima vili.La marquesa gozaba la fama de ser

una mujer religiosa y bienhechora.Pocas veces acudía a ella la miseria sinser socorrida; más todavía: se asociabaa las santas jóvenes que se dedicaban alservicio de los enfermos, y recorría devez en cuando los hospitales a dondeenviaba vino y medicamentos. No causópor lo tanto ninguna extrañeza el verla,como de costumbre, presentarse en elHotel-Dieu. Esta vez trajo bizcochos ydulces para los convalecientes, dádivasque como siempre fueron recibidas conagradecimiento. Al cabo de un mesvolvió al hospital y preguntó poralgunos enfermos, por cuya salud

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manifestaba tener el mayor interés.Desde su visita habían tenido unarecaída, y la enfermedad, cambiando decarácter, había adquirido mayorgravedad. Era una languidez mortal, queles llevaba a la muerte, deteriorándolosde una manera extraña. Ella interrogó alos médicos, que nada pudieron decirle:esta enfermedad les era desconocida ydejaba burlados todos los recursos delarte.

Quince días después volvió allí.Algunos de los enfermos habían muerto,otros estaban vivos todavía, pero en unaagonía desesperada: eran unosesqueletos animados que no tenían otraexistencia que la voz, la vista y el

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aliento.Pasados dos meses todos habían

muerto, y la medicina había quedado tana ciegas en la autopsia del cadávercomo lo había estado en el tratamientodel moribundo.

El éxito de estos ensayos inspirabaconfianza, así que Lachaussee recibióorden de llevar a efecto lasinstrucciones que tenía.

Un día en que el lugarteniente civilhabía llamado con la campanilla,Lachaussee, quien, como ya se ha dicho,estaba al servicio del consejero, entrópara ver lo que se ofrecía, y le hallótrabajando con su secretario, llamadoCousté. Monsieur d’Aubray quería un

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vaso de agua con vino, y un momentodespués volvió a entrar Lachaussee conel vaso que le habían pedido.

El lugarteniente civil llevó el vaso asus labios, mas, al primer sorbo, lorechazó exclamando:

—¿Qué me has dado, miserable?Creo que quieres envenenarme.

Y luego, alargando el vaso a susecretario, le dijo:

—Mirad esto, Cousté, ¿qué hay aquídentro?

El secretario tomó algunas golas delicor con una cuchara de café, yacercándosela a su boca y nariz,observó que tenía el olor y amargor delvitriolo. Entonces Lachaussee se dirigió

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al secretario, diciendo que ya sefiguraba qué había ocurrido: que unayuda de cámara del consejero habíatomado medicina aquella mañana, y quedistraídamente sin duda habríaempleado el vaso de que se sirviera sucompañero. Y, tomando el vaso de lasmanos del secretario, lo acercó a suslabios y, fingiendo probarlo a su vez,dijo: «En efecto, no es otra cosa, hartolo reconozco», y arrojó el licor a lachimenea.

Como la cantidad de brebaje que ellugarteniente había sorbido no erasuficiente para que pudiera causarle lamenor indisposición, no tardó en olvidareste suceso, y se borró enteramente la

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sospecha que por instinto había asomadoen su imaginación. En cuanto a SaintCroix y la marquesa, vieron que el golpehabía fallado, y con riesgo de envolveren su venganza a muchas personas,resolvieron emplear otro medio.

Tres meses transcurrieron sin que sepresentase ninguna otra ocasiónfavorable, pero al fin, en los primerosdías del mes de abril de 1670, ellugarteniente civil se llevó a su hermanoel consejero a su posesión de Villequoij,en Beauce, para pasar las fiestas dePascua, y Lachaussee siguió a su amodespués de haber recibido nuevasinstrucciones en el momento de supartida.

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Al día siguiente de haberse instaladoen el campo, se sirvió en la comida unaempanada de pichones: siete personasque comieron de ella se sintieronindispuestas después de comer, y otrastres que no la habían probado noexperimentaron ninguna desazón.

Los que más habían sufrido por laacción de la sustancia venenosa fueronel lugarteniente civil, el consejero y elcapitán de la ronda. El lugartenientecivil, sea que hubiese comido mayorcantidad, sea que el ensayo que ya habíahecho del veneno le hubiesepredispuesto a recibir su impresión, fueel primero que se vio atacado porterribles vómitos. Dos horas después,

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sintió el consejero los mismos síntomas,y el caballero de la ronda y las demáspersonas padecieron durante algunosdías unos dolores de estómagoespantosos. Pero su estado no presentópor de pronto el mismo carácter degravedad que el de ambos hermanos.

Esta vez los socorros de la medicinafueron, como siempre, impotentes. Eldía 12 de abril, es decir, cinco díasdespués del envenenamiento, ellugarteniente y el consejero volvieron aParís tan mudados que se hubiera dichoque acababan de salir de una larga ycruel enfermedad. La señora deBrinvilliers se hallaba entonces en elcampo, y allí permaneció todo el tiempo

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que duró la indisposición de sushermanos.

Los médicos, desde la primeraconsulta que hicieron al lugartenientecivil, no dieron ya ninguna esperanza.Los síntomas eran los mismos que los dela enfermedad que había hecho sucumbira Monsieur d’Aubray padre. Se creyóque esta enfermedad desconocida erahereditaria, y el enfermo quedódesahuciado.

En efecto, su estado iba siempre demal en peor: sentía una insuperableaversión a toda especie de comida, y susvómitos eran continuos. En los tresúltimos días de su vida se quejaba deque en el pecho sentía como un horno

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ardiendo; y, en efecto, parecía que lallama interior que le devoraba le salíapor los ojos, única parte de su cuerpoque todavía daba señales de vidacuando lo restante era ya cadáver. Enfin, el 17 de junio de 1670, expiródespués de setenta y dos días desde quetomase el veneno.

Las sospechas empezaron ya adespuntar: el lugarteniente fue abierto yse hizo un proceso Verbal de la autopsia.Monsieur Bachot, médico de cabecerade ambos hermanos, ejecutó laoperación en presencia de los señoresDupré y Durant, cirujanos, y de Gavart,boticario, quienes encontraron elestómago y el duodeno negros y casi

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hechos pedazos, y el hígado gangrenadoy quemado. Reconocieron que estossíntomas manifestaban la acción de unveneno. Pero, como la presencia deciertos humores da lugar algunas veces alos mismos fenómenos, no se atrevierona aseverar que la muerte dellugarteniente no fuese natural, y leenterraron sin que se hiciese ningunainvestigación ulterior.

El señor Bachot había reclamadoque se hiciese la autopsia del cadáver,con tanto más motivo cuanto que era elmédico del hermano consejero, quien, alparecer, era víctima de la mismaenfermedad, y el doctor esperaba sacararmas de la misma muerte para defender

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la vida. Estaba el consejero con unaardiente calentura, y sufría agitacionesde espíritu y de cuerpo, cuya virulenciaera extremada y continua: no encontrabaninguna posición en la que pudiesepermanecer cinco minutos. La cama erapara él un suplicio; y, sin embargo, en elmomento que la abandonaba, volvía apedirla para cambiar al menos dedolores. En fin, al cabo de tres mesesexpiró. Tenía el estómago, el duodeno yel hígado en el mismo estado dedescomposición que habían presentadolos de su hermano, y además el cuerpoestaba quemado exteriormente, «lo cualera —dijeron los médicos— una señalinequívoca del veneno; aunque —

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añadieron— una cacoquimia podíaproducir los mismos efectos». En cuantoa Lachaussee, tan lejos estuvo de quenadie sospechase de él que el consejero,agradecido por el esmero con que lehabía cuidado en su última enfermedad,le dejó en su testamento un legado decien escudos. Por otro lado, Saint Croixy la marquesa le dieron mil francos.

Tanta destrucción en una misma casano sólo afligía el corazón, sino quesobresaltaba el espíritu. Porque, comola muerte borra indistintamente los seresdel libro de la vida, era muy de extrañarsu perseverancia en destruir a losmiembros de una misma familia. Contodo, las miradas se perdieron, las

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investigaciones se extraviaron y nadiedio con los verdaderos delincuentes. Lamarquesa se vistió de luto por sushermanos, Saint Croix continuóderrochando y todo fue como decostumbre.

Mientras esto pasaba, Saint Croixhabía trabado conocimiento y entrado enrelaciones con el señor de Saint-Laurent, aquél cuyo empleo habíasolicitado Penautier sin poderlo obtener.Aunque en este intervalo Penautier habíaheredado al señor Lesecg, su suegro,que había muerto cuando menos seesperaba, dejándole el segundo empleode la bolsa del Languedoc y unos bienesinmensos, no había por esto cesado de

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aspirar a la plaza de recaudador delclero. La casualidad le favoreciótambién en esta circunstancia: el señorde Saint-Laurent, después de algunosdías de haber tomado a su servicio unnuevo criado que le mandó Saint Croix,llamado Jorge, se puso malo, y suenfermedad presentó muy pronto elmismo carácter de gravedad que sehabía notado en la de los señoresd’Aubray padre e hijos: con ladiferencia de que fue más aguda, porqueno duró más que veinticuatro horas. Elseñor de Saint-Laurent murió comoellos, sufriendo los más crueles dolores.Aquel mismo día fue a verle un oficialde la corte, a quien refirieron todas las

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circunstancias de la muerte de su amigo,y, oída la relación de los síntomas y delos accidentes, dijo en presencia de loscriados al notario Sainfray que erapreciso abrir el cadáver. Una horadespués había desaparecido Jorge, sindecir nada a nadie ni pedir su salario.Las sospechas se agravaron, perotampoco esta vez pudieron comprobarse.La autopsia presentó unos fenómenosgenerales y que no eran precisamentepeculiares al veneno: sólo los intestinos,a los cuales la mortal bebida no habíatenido tiempo de quemar, como habíasucedido con los señores d’Aubray,estaban salpicados de puntos rojizos,semejantes a picaduras de pulga.

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En junio de 1669 consiguióPenautier el empleo del señor de Saint-Laurent.

La viuda, empero, había concebidoalgunas sospechas que se convirtieroncasi en convicción con la huida deJorge. Cierta casualidad vino a aumentarsu perplejidad. Un abate, que había sidoamigo del difunto y que estaba enteradode la desaparición de Jorge, encontró aéste algunos días después en la calle delos Masones, cerca de la Sorbona. Ibanambos por una misma acera, y un carrode heno que pasaba por la calle lesimpide de improviso el paso. Jorgelevanta la cabeza, divisa al abate, lereconoce como a un amigo de su antiguo

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amo, se desliza por debajo del carro,pasa al otro lado y, con riesgo de seraplastado, se salva de la vista de unhombre cuyo solo aspecto le recuerda sucrimen y le hace temer el castigo.

La señora de Saint-Laurent puso unademanda contra Jorge, pero por másdiligencias que se practicaron no pudodarse con tal individuo.

El rumor de tantas muertes extrañasy repentinas se difundía entretanto porParís, que empezaba ya a alarmarse.Saint Croix, siempre elegante y festivo,oyó estos rumores en los salones quefrecuentaba y se sobresaltó. Es verdadque ninguna sospecha recaía sobre él;sin embargo, era prudente tomar

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precauciones: se propuso, pues,elevarse a una posición que le pusiesefuera del alcance de este temor. Enpalacio iba a quedar vacante un empleo,y para obtenerlo debían gastarse cienmil escudos. Saint Croix no tenía, comohemos dicho, ningún recurso aparente, y,con todo, no tardó en murmurarse queiba a comprar aquel destino.

Para tratar de este negocio conPenautier, se dirigió a Belleguise, quienno dejó de encontrar alguna dificultad departe de Penautier. La suma eraexorbitante, y Penautier, que para nadanecesitaba ya a Saint Croix, pues habíaadquirido cuantas herenciasambicionara, trató de hacerle renunciar

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a su proyecto.He aquí lo que entonces escribió

Saint Croix a Belleguise:«¿Es posible, querido amigo, que me

vea precisado a dirigiros nuevasamonestaciones para un negocio tanseguro, tan importante y tan grande comosabéis que es el que traigo entre manos,y que puede darnos a ambos el sosiegopara toda la vida? En cuanto a mí, yocreo que el diablo lo enreda, o que vosno queréis poneros a la razón. Os pido,pues, amigo mío, que seáis razonable;dad mil vueltas a mi proposición,tomadla por el peor sesgo y siempreencontraréis que, del modo en que paravuestra seguridad trato de establecer las

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cosas, me quedáis todavía deudor, yaque todos nuestros intereses seconsolidan en esta coyuntura. En fin,querido amigo, ayudadme, os lo suplico;y estad seguro de una perfecta gratitud yde que jamás habréis hecho en el mundouna cosa que tan agradable pueda serosa vos mismo y a mí. Harto lo sabéis,puesto que os hablo con más franquezaque si fuerais mi propio hermano. Sipodéis, pues, venid esta tarde al parajeconsabido; o bien aguardaré mañana porla mañana, o iré a buscaros según seavuestra respuesta».

Saint Croix tenía su habitación en lacalle de Bernardinos, y el paraje en quedebía aguardar a Belleguise era aquel

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cuarto que había alquilado en casa de laviuda de Brunet, en la callejuela sinsalida de la plaza Monbert.

En este cuarto y en casa delboticario Glazer era donde Saint Croixhacía sus experimentos. Pero, por unajusta compensación, aquellamanipulación de venenos era fatal a losmismos que los preparaban. El boticarioenfermó y murió; unos vómitos terriblesatacaron a Martín y le llevaron a laagonía; y el mismo Saint Croix, que sehallaba indispuesto, sin conocer lacausa, no pudiendo apenas salir por sugran debilidad, se hizo traer un hornillode casa de Glazer para continuar susexperimentos, no obstante su

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enfermedad. Saint Croix lo hizo asíporque estaba buscando un veneno tansutil, cuya sola emanación pudiesecausar la muerte. Había oído hablar deaquella servilleta envenenada con lacual el joven Delfin, hermano mayor deCarlos VII, se había enjugado en eljuego de la pelota, cuyo solo contacto lehabía dado la muerte. Y tradiciones casivivas todavía, le habrían contado lahistoria de los guantes de Juana deAlbret. Estos secretos se habían perdidoy Saint Croix esperaba volverlos aencontrar.

En aquella época fue cuando sucedióuno de esos extraños acontecimientosque parecen más bien un castigo del

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cielo que un accidente casual. En elmomento en que Saint Croix, inclinadosobre su hornillo, contemplaba cómoaquella fatal preparación llegaba al másalto grado de intensidad, la mascarillade vidrio con que se cubría el rostropara resguardarse de las mortíferasexhalaciones que se desprendían dellicor en ebullición, se le suelta derepente y Saint Croix cae herido comode un rayo.

Su mujer, viendo que había llegadola hora de cenar y que todavía no habíasalido del gabinete donde estabaencerrado, llamó a la puerta y nadierespondió. Y, como sabía que su maridose ocupaba en unos trabajos sombríos y

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misteriosos, temió que le hubiesesucedido alguna desgracia. Llamó a loscriados, que derribaron la puerta, y seencontró a Saint Croix tendido al ladodel hornillo, y junto a él la mascarilla devidrio hecha pedazos.

Las circunstancias de esta muerteextraña y repentina[4] no podíanocultarse al público: los criados habíanvisto el cadáver y podían hablar. Elcomisario Picard fue requerido para quepusiese los sellos, y la viuda de SaintCroix sólo pudo esconder el hornillo ylos restos de la mascarilla.

Bien pronto se esparció por todoParís el rumor de este suceso. SaintCroix era muy conocido, y la noticia de

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que iba a comprar un empleo en la cortehabía extendido aún más la reputaciónde su nombre. Lachaussee fue uno de losprimeros que tuvieron noticia de lamuerte de su señor, y, habiendo sabidoque habían sellado la puerta de sugabinete, se apresuró a presentar un actode oposición concebido en estostérminos:

«Oposición de Lachaussee,manifestando que hace siete años sehallaba al servicio del difunto, a quienhabía entregado, hace dos años, paraque se los guardara, cien doblones deoro y cien escudos de plata, que debenestar en un saquito de tela detrás de laventana del gabinete, y en el cual hay un

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billete que justifica pertenecerle dichacantidad, con un traspaso de una sumade trescientas libras del difuntoconsejero Monsieur d’Aubray, traspasoque éste había hecho a favor de Laserre,y tres cartas de pago de su maestro deaprendizaje, de cien libras cada una,cuyas cantidades y papeles reclama».

Se respondió a Lachaussee queesperase el día en que se quitaran lossellos, y que si todo estaba como éldecía, se le entregaría cuanto fuese suyo.

No fue sólo a Lachaussee a quiencausó inquietud la muerte de SaintCroix: la marquesa, a quien eranfamiliares los secretos de aquel fatalgabinete, en cuanto supo lo acaecido,

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corrió a casa del comisario, y aunqueeran las diez de la noche, dijo que teníaque hablarle sobre un asunto urgente.Pero el primer escribiente, llamadoPedro Frater, le respondió que su amoestaba en la cama. La marquesa insistióentonces, suplicándole que ledespertaran, y reclamando una arquillaque le importaba muchísimo tener en supoder antes que nadie la abriese. Envista de esto, el escribiente subió alcuarto del señor Picard, pero luegovolvió a bajar manifestando que lo quela marquesa pedía era imposible enaquel momento, porque el comisariodormía. Viendo la señora de Brinvilliersque sus instancias eran inútiles, se retiró

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diciendo que al día siguiente mandarlaun hombre a buscar la arquilla. Enefecto, presentóse el hombre muy demañana, ofreciendo de parte de lamarquesa cincuenta luises al comisariosi accedía a entregarle la arquilla. Éstecontestó que la arquilla estabaembargada, que se abriría cuando sequitaran los sellos, y que si los objetosque reclamaba la marquesa eranefectivamente suyos, le serían fielmentedevueltos.

Aterrada quedó la marquesa con estarespuesta. No había tiempo que perder;desde la calle Neuve-Saint-Paul, dondetenía su casa en la ciudad, se fuecorriendo a su casa de campo en Picpus,

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y aquella misma noche salió en postapara Lieja, donde llegó dos díasdespués, y se retiró a un convento.

El 31 de julio de 1672 se habíanpuesto los sellos en casa de Saint Croix,y no se quitaron hasta el 8 de agostosiguiente. Al ir a empezar elprocedimiento, se presentó unprocurador con plenos poderes de lamarquesa e hizo insertar en el procesoverbal la declaración siguiente:

«Se ha presentado AlejandroDelamarre, procurador de la señora deBrinvilliers, quien ha declarado que sien la arquilla reclamada por sumandataria se encuentra un vale firmadopor ella de la cantidad de treinta mil

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libras, es un documento que se learrancó por sorpresa, y contra el cual,en caso de que su firma sea verdadera,se reserva instaurar una instancia parahacerlo declarar nulo».

Cumplida esta formalidad, seprocedió a la apertura del gabinete deSaint Croix, cuya llave fue presentada alcomisario Picard por un carmelitallamado fray Victorin, El comisarioabrió la puerta. Las partes interesadas,los oficiales y la viuda, entraron en él, yse empezó poniendo aparte los papelescorrientes, a fin de repasarlos por ordenunos después de otros. Mientras seestaban ocupando en estos pormenores,cayó un pequeño rollo de papel, en el

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que había escritas estas dos palabras:Mi confesión. Todos los que se hallabanpresentes, que no tenían ningún motivopara pensar que Saint Croix fuese unmalvado, decidieron entonces que aquelpapel no debía leerse. Consultóse alefecto al sustituto del procuradorgeneral, y la confesión de Saint Croixfue quemada.

Cumplido este acto de conciencia, seprocedió al inventario. Uno de losprimeros objetos que se presentaron a lavista de los ministros de justicia fue laarquilla reclamada por la señora deBrinvilliers. Sus instancias habíandespertado de tal suerte la curiosidadque se empezó por ella. Todos se

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agolparon para saber lo que contenía, yse procedió a la apertura. Dejaremosahora que hable el proceso verbal: nadaes más poderoso y terrible ensemejantes casos que el propiodocumento oficial.

«En el gabinete de Saint Croix se haencontrado una pequeña arquilla detreinta centímetros cuadrados, al abrir lacual se ha presentado medio pliego depapel titulado Mi testamento, que estabaescrito por una sola cara y conteníaestas palabras:

»“Suplico encarecidamente aaquellos o aquellas en cuyas manoscaiga esta arquilla que me hagan el favorde entregarla en mano a la señora

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marquesa de Brinvilliers, que habita enla calle Neuve-Saint-Paul, en atención aque todo cuanto contiene incumbe ypertenece a ella sola, y que por otraparte no hay nada que pueda ser útil anadie más, excepto a dicha señora; y,caso de que ella muriese antes que yo,suplico se queme con todo cuantocontiene sin abrirla ni tocar cosa alguna.Y, a fin de que nadie pueda alegarignorancia, juro por el Dios que adoro ypor todo lo que hay de más sagrado quecuanto aquí digo es la pura verdad. Si apesar de esto hay quien contravenga amis justas y razonables intenciones, locargo en este mundo y en el otro sobresu conciencia para descargo de la mía,

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protestando que esta es mi últimavoluntad”.

»“Hecho en París hoy 25 de mayo de1672. Firmado: de Saint Croix”.

»Y más abajo hay escritas estaspalabras:

»“Un solo paquete va dirigido aMonsieur Penautier, a quien deberáentregarse”».

Ya se deja ver que semejantepreludio no haría más que aumentar elinterés de aquella escena: un murmullode curiosidad se dejó oír. Pero,restablecido ya el silencio, continuó elinventario de este modo:

«Se ha encontrado un paquetecerrado con ocho sellos grandes de

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diferentes armas, y sobre el cual estabaescrito: “Papeles que deben quemarseen caso de muerte, y que no tienenninguna relación con nadie. Ruegoencarecidamente a aquellos en cuyasmanos caigan estos papeles que losquemen sin abrir el paquete, y aun leshago de ello un cargo de conciencia”. Eneste paquete se han encontrado dosporciones de sublimado.

»Ítem, otro paquete cerrado con seissellos de diferentes armas, que tenía unainscripción semejante, y en el cual se haencontrado más sublimado, hasta el pesode media libra.

»Ítem, otro paquete cerrado con seissellos de varias armas que tenía igual

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inscripción, y en el cual se hanencontrado tres paquetes que contenían,el uno media onza de sublimado, el otrodos onzas y un cuarto de vitrioloromano, y el tercero vitriolo calcinado ypreparado.

»En la arquilla se ha encontrado ungran frasco cuadrado, de un cuartillo decapacidad, lleno de agua clara, la cual,habiendo sido examinada por el médicoMonsieur Moreau, ha dicho éste que nopodía determinar su calidad hasta que sehiciese el análisis.

»Ítem, otro frasco de un mediosextario de agua clara, en cuyo fondohay un sedimento blanquecino. Moreauha dicho de éste lo mismo que del

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precedente.»Un bote de loza, que contenía dos o

tres dracmas de opio preparado.»Ítem, un papel doblado que

contenía dos dracmas de sublimadocorrosivo en polvo.

»Más una cajita, en la cual se haencontrado una especie de piedrallamada piedra infernal.

»Más un papel que contenía una onzade opio.

»Un pedazo de regula de antimoniodel peso de tres onzas.

»Más un paquete de polvos con estesobrescrito: "Para detener el flujo desangre en las mujeres. "Moreau ha dichoque estos polvos eran la flor y el capullo

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del membrillo seco.»Ítem, se ha encontrado un paquete

cerrado con seis sellos, en el cual estabaescrito: "Papeles para quemar en casode muerte. "En el cual se han encontradotreinta y cuatro cartas, que se ha dichoeran escritas por la señora deBrinvilliers.

»Ítem, otro paquete cerrado con seissellos, en el que había una inscripcióncomo la susodicha, y que conteníaveintisiete pedazos de papel, en cadauno de los cuales estaba escrito: “Variossecretos curiosos”.

»Ítem, otro paquete que conteníatambién seis sellos, y en el que estabaescrito un sobre como los antedichos, en

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el cual se han encontrado setenta y cincolibras dirigidas a diferentes personas».

Además de estos objetos, seencontraron en la arquilla dosobligaciones: una de la marquesa deBrinvilliers y otra de Penautier. Laprimera de treinta mil francos y lasegunda de diez mil; aquéllacorrespondía a la época de la muerte deMonsieur d’Aubray, padre, y la segundaa la del señor de Saint-Laurent. Ladiferencia de estas cantidades hace verque Saint Croix había establecido unatarifa, y que el parricidio era más caroque el asesinato.

Pero Saint Croix, al morir, legabasus venenos a su querida y a su amigo:

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no siendo bastantes los crímenespasados, quería ser cómplice hasta delos futuros.

Lo primero que hicieron losministros de justicia fue someter alanálisis aquellas diversas sustancias yhacer con ellas experimentos endiferentes animales. He aquí la relaciónde Huy Simón, farmacéutico, que fue elencargado de aquel examen y deaquellas pruebas:

«Este artificioso veneno burla todaslas investigaciones, se disfraza de talsuerte que no puede reconocerse, es tansutil que engaña el arte, y tan penetranteque frustra la sabiduría de los médicos.En este veneno los experimentos son

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falsos, las reglas defectuosas y ridículoslos aforismos.

»Los experimentos más seguros ymás comunes se hacen con los animales,o por medio de los elementos.

»En el agua, el peso del venenoordinario lo precipita al fondo: aquéllaqueda superior, y éste obedece,desciende y va a ocupar la parteinferior.

»La prueba del luego no es menossegura: el fuego evapora, disipa,consume todo lo que es inocente y puro,sólo deja una materia acre y picante queresiste a su acción.

»Más sensibles son todavía losefectos que el veneno produce en los

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animales: lleva su malignidad a todaslas partes en donde se distribuye einfecta todo lo que toca; quema y tuestatodas las entrañas con un fuego extraño yviolento.

»He sometido el veneno de SaintCroix a todas las pruebas, y se burla detodos los experimentos: este venenosobrenada en el agua, queda superior, yes él quien supedita a este elemento;escapa a la acción del fuego, tras el cualno deja más que una materia dulce einocente; en los animales se esconde contal arte y destreza que no se le puededescubrir; todas las partes del animalquedan sanas y vivas: al mismo tiempoque difunde por sus venas un manantial

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de muerte, este veneno artificioso dejasubsistente la imagen y las señales devida.

»Se han practicado toda suerte deensayos: el primero vertiendo algunasgotas de un licor que se ha encontradoen uno de los frascos en aceite tártaro yen agua marina, y nada se ha precipitadoen el fondo de las vasijas en que se havertido el licor; el segundo,introduciendo el mismo licor en unavasija con arena, y no se ha encontradoen el fondo de este vaso ninguna materiaárida, ni acre a la lengua, y casi nada desal fija; el tercero, administrándoselo aun pavipollo, un pichón, un perro y otrosanimales, los cuales, habiendo muerto

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algún tiempo después, han sido abiertosal día siguiente, y no se ha encontradomás que un poco de sangre cuajada en elventrículo del corazón.

»Habiendo hecho otra prueba conunos polvos blancos que se dieron a ungato en una asadura de carnero, estuvomedia hora vomitando, y, habiéndoloencontrado muerto al día siguiente, loabrieron sin que se le encontraseninguna parte alterada por el veneno.

»Habiendo hecho un segundo ensayode los mismos polvos en un pichón,murió poco tiempo después, fue abiertoy no se encontró nada de particular,excepto un poco de agua roja en elestómago».

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Estos ensayos, al mismo tiempo queprobaron que Saint Croix era un químicoprofundo, hicieron creer que no sededicaba a este arte gratuitamente:aquellas muertes repentinas einesperadas se presentaron a la memoriade lodo el mundo, y aquellasobligaciones de la marquesa y dePenautier parecían ser el precio de lasangre. Y, como la una estaba ausente yel otro era demasiado rico y poderosopara que se atreviesen a arrestarlo sinpruebas, se acordaron de la oposiciónde Lachaussee.

Se decía en aquella ocasión queLachaussee había estado al servicio deSaint Croix hacía siete años. Por

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consiguiente, Lachaussee no mirabacomo una interrupción de este servicioel tiempo que había pasado en casa delos señores d’Aubray. El saco quecontenía los mil doblones y las tresobligaciones de cien libras fue halladoefectivamente en el lugar indicado. Portanto, Lachaussee tenía un perfectoconocimiento de la localización deaquel gabinete. Si conocía el gabinete,debía conocer la arquilla, y si conocíala arquilla, no podía ser inocente.

Estos indicios bastaron para que laseñora Mangot de Villarceaux, viuda dellugarteniente Monsieur d’Aubray, hijo,formulara demanda contra él: en cuyavirtud se decretó la captura de

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Lachaussee, que fue arrestado,encontrándole en el acto del arresto unveneno que llevaba consigo.

La causa se llevó al Chatelet[5].Lachaussee negó obstinadamente, y losjueces, creyendo tener bastantes pruebascontra él, le condenaron al tormentopreparatorio[6]. La señora Mangot deVillarceaux apeló esta sentencia, queprobablemente habría salvado alculpable si hubiese tenido la fuerza deresistir los tormentos sin confesar nada.Y una sentencia de la Toumelle, fechadael 4 de marzo de 1673, declaró en virtudde aquella apelación, que «Juan Amelin,llamado Lachaussee, estaba convicto dehaber envenenado al lugarteniente civil

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y al consejero; en reparación de lo cualse le condenaba a ser descoyuntado vivoy a expirar en la rueda, después dehaberle aplicado el tormento ordinario yextraordinario, para que diese a conocera sus cómplices».

En el mismo auto se condenaba porcontumacia a la marquesa deBrinvilliers a ser decapitada.

Lachaussee sufrió el tormento de losborceguíes, que consistía en colocarcada pierna del reo entre dos planchas,aproximando luego ambas piernas pormedio de una argolla de hierro, y enintroducir unas cuñas entre las planchasdel medio; en el tormento ordinario seponían cuatro cuñas, y ocho en el

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tormento extraordinario.A la tercera cuña, dijo Lachaussee

que estaba dispuesto a declarar: enconsecuencia se suspendió el tormento yse le transportó con un colchón a lacapilla. Allí, como estaba muy débil yapenas podía hablar, pidió media horade tiempo para repararse: he aquí elextracto del mismo proceso verbal deltormento y ejecución de la muerte.

«Lachaussee, quitado del tormento ytendido en el colchón, ha hecho pedir alseñor relator, cosa de media horadespués de retirarse, que hiciese elfavor de volver. Dijo que era culpable;que Saint Croix le había dicho querecibiera de la marquesa de Brinvilliers

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los tósigos[7] para envenenar a sushermanos; que él los envenenó con aguay con caldo, poniendo agua rojiza en elvaso del lugarteniente, en París, y aguaclara en la empanada de Villegnoy; queSaint Croix le había prometido ciendoblones y que le tendría siempre a sulado; que él iba a darle cuenta delresultado de los venenos; que SaintCroix le había entregado dichas aguasmuy a menudo; que Saint Croix le habíadicho que la señora de Brinvilliers nadasabía de los otros envenenamientos quehabía hecho, pero que él cree que losabía, porque ella le hablaba siempre desus venenos, y quería obligarle a huirdándole dos escudos para que se fuese;

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que le había preguntado dónde estaba laarquilla y lo que contenía, que si SaintCroix hubiese podido colocar alguno delos suyos en casa de la señora d’Aubray,esposa del lugarteniente civil, tambiénla habría hecho envenenar; finalmente,que Saint Croix odiaba sobremanera a laseñorita d’Aubray».

Esta declaración, que no dejabaduda alguna, dio lugar al decretosiguiente, que extractamos de losregistros del Parlamento:

«Visto por el tribunal el procesoverbal del tormento y ejecución demuerte del 24 del presente mes de marzode 1673, que contiene las declaraciones

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y confesiones de Juan Amelin, por otronombre Lachaussee, el tribunal ordenaque los nombrados Belleguise, Martín,Poitevin, Polivier, el padre Veron y lamujer del peluquero llamado Quesdon,sean citados y emplazados para quecomparezcan ante el ministro relator delpresente auto, para ser oídos einterrogados sobre los casos queresultan del proceso; ordenamos ademásque se ejecute el auto de captura contrael llamado Lapierre y la orden deemplazamiento contra Penautier para seroído. Dado en el Parlamento, a 27 demarzo de 1673».

En virtud de este decreto fueroninterrogados Penautier, Martín y

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Belleguise, en los días, 21, 22 y 24 deabril.

El 26 de julio Penautier quedóexonerado de su emplazamiento,mandándose que se procediese con másamplio informe contra Belleguise y seexpidió un decreto de captura contraMartín.

Lachaussee había sido enrodado enla Greve[8] el 24 de marzo.

En cuanto a Exili, causa principal detodo el daño, había desaparecido comoMefistófeles después de la muerte deFausto, y nadie supo más de él.

A fines de aquel año, Martín filepuesto en libertad por falta de cargossuficientes.

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Entretanto, la marquesa deBrinvilliers permanecía siempre enLieja, retirada en un convento. No habíapor esto renunciado a uno de los puntosmás mundanos de la vida: pronto sehabía consolado de la muerte de SaintCroix, a quien sin embargo había amadohasta el extremo de quererse matar porél, dándole por sucesor a un tal Theria,del cual no hemos hallado más indiciosque su nombre, frecuentemente repetidoen este proceso.

Todos los cargos de la acusaciónhabían recaído, pues, como se ha visto,sobre ella, y así se resolvió perseguirlaen el retiro donde creía estar segura.Esta misión era de suyo muy difícil y

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delicada, y Desgrais, uno de los máshábiles oficiales de la gendarmería, seofreció a realizarla. Era éste un buenmozo, de unos treinta y seis a treinta yocho años, que en nada se parecía a unmiembro de la policía, que llevaba conigual soltura todos los trajes y en cuyosdisfraces recorría todos los grados de laescala social, desde el de mendigo hastael de gran personaje. Era el hombre quese necesitaba, y, por lo tanto, fueaceptado.

Partió hacia Lieja con una escolta demuchos alguaciles y provisto de unacarta del rey dirigida al consejo de losSetenta que gobernaba la ciudad, por lacual Luis XIV reclamaba a la

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delincuente para hacerla castigar. Elconsejo, después de haber examinadolos autos —que Desgrais había tenido laprecaución de llevar consigo—, autorizóla prisión de la marquesa.

Esto ya era mucho, pero no erabastante. La marquesa, como ya se hadicho, había buscado asilo en unconvento, donde Desgrais no se atrevíaa prenderla a la fuerza, por dos razones:la primera, porque podía ser prevenidacon tiempo y esconderse en alguno deaquellos retiros claustrales, cuyo secretoposeen sólo las superioras; la segunda,porque, en una ciudad tan religiosacomo la de Lieja, el estrépito quecausaría sin duda semejante

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acontecimiento podría ser mirado comouna profanación y producir algúntumulto popular, en medio del cualpudiera suceder que se le escapase lamarquesa.

Desgrais pasó revista a su equipaje,y creyendo que un vestido de abate erael más a propósito para ponerle acubierto de toda sospecha, se presentó alas puertas del convento como uncompatricio que llegaba de Roma, y queno había querido pasar por Lieja sinponerse a los pies de una mujer tancélebre por su belleza y por susdesgracias, como era la marquesa.Desgrais poseía todos los modales de unsegundón de buena familia, siendo

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adulador como un cortesano yemprendedor como un mosquetero. Ensu primera visita estuvo tan amable, yacon sus agudezas, ya con sus majaderías,que obtuvo más fácilmente de lo queesperaba el permiso de repetirla.

No retardó Desgrais la segundavisita, puesto que se presentó al díasiguiente. Con tanto celo lisonjeaba a lamarquesa, que la acogida que recibióDesgrais fue aún mejor que la de lavíspera. La marquesa, como mujer detalento y categoría, que se hallabaprivada hacía casi un año de todacomunicación con las gentes de tono,encontraba en Desgrais sus costumbresparisienses. Por desgracia, el hechicero

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abate tenía que irse de Lieja dentro depocos días, por lo cual se hizo mássolicito, y pidió y obtuvo para el díasiguiente otra visita que tenía todos losvisos de una cita.

Desgrais fue puntual. La marquesa leaguardaba con impaciencia, pero, poruna reunión de circunstancias que elmismo Desgrais había sin dudapreparado, tuvieron que interrumpir doso tres veces su plática amorosa, en elmomento mismo en que, haciéndose másintima, más importunaban los testigos.Desgrais se quejó de aquellaincomodidad, que por otra partecomprometía a la marquesa, y aun a élmismo, que tenía que guardar ciertos

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miramientos al hábito que llevaba. Porlo tanto, suplicó a la marquesa que leconcediera una cita fuera de la ciudad,en cierto paraje del paseo muy pococoncurrido, y en el cual no era de temerque nadie les conociese ni les siguiese.La marquesa no se excusó más que eltiempo necesario para dar más precio alfavor que concedía, y la cita quedóconvenida para aquella misma noche.

Llegó ésta por fin. Ambos laesperaban con igual impaciencia, perocon diferentes esperanzas. La marquesaencontró a Desgrais en el lugarconvenido, quien le ofreció el brazo. Y,en cuanto tuvo su mano entre las suyas, auna señal acudieron los alguaciles. El

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amante, quitándose la máscara, dio aconocer a Desgrais y la marquesa quedópresa.

Desgrais dejó a la marquesa deBrinvilliers en manos de los alguaciles ycorrió hacia el convento, Sólo entoncesexhibió la orden de los Setenta, con lacual se hizo abrir el cuarto de lamarquesa. Entró en él, se apoderó deuna arquilla que encontró debajo de lacama y la selló. En seguida, volviódonde había dejado a la marquesa y diola orden de marchar.

Cuando la marquesa vio la arquillaen manos de Desgrais, quedópetrificada. Después se recobró,reclamó un papel que estaba encerrado

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en ella y que contenía su confesión.Desgrais se lo negó, y al volverse parahacer adelantar el carruaje, la marquesatrató de ahogarse tragando un alfiler.Pero uno de los corchetes, llamadoClaudio Rolla, advirtió su intención yconsiguió quitarle el alfiler de la boca.Desgrais mandó que se redoblase lavigilancia.

Se detuvieron para cenar, y unalguacil, llamado Antonio Barbrier,asistía a la cena para cuidar de que nose pusiese sobre la mesa ningún cuchilloni tenedor, ni otro instrumento con elcual pudiese la marquesa matarse oherirse. La señora de Brinvilliers llevósu vaso a la boca haciendo como que

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quería beber, y rompió un pedazo entrelos dientes. Al advertirlo, el alguacil laobligó a echarlo otra vez en el plato.Díjole ella entonces que si queríasalvarla le haría su fortuna, y él lepreguntó qué tenía que hacer para eso.La marquesa le propuso que degollase aDesgrais, pero él se excusó, diciéndoleque para cualquier otra cosa que nofuese esto estaba a su disposición. Envista de lo cual, le pidió pluma y papel yescribió esta carta:

«Querido Theria: me encuentro enmanos de Desgrais, quien me conduce aParís por el camino de Lieja.Apresuraos a libertarme de él».

Antonio Barbrier tomó la carta y

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prometió remitirla a su destino. Pero, enlugar de ello, la puso en manos deDesgrais.

Al día siguiente, pensando lamarquesa que esta carta no apremiaba lobastante, escribió otra al mismo Theria,diciéndole que la escolta sólo constabade ocho hombres, que fácilmente podíanser derrotados por cuatro o cincohombres decididos, y que contaba con élpara este golpe de mano.

En fin, recelosa al ver que no teníarespuesta, y que sus cartas no producíanefecto, expidió a Theria una terceramisiva. En ésta le pedía por Dios que, sino se sentía con bastante ánimo paraatacar la escolta y libertarla de ella,

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matase a lo menos dos de los cuatrocaballos que la conducían y aprovechaseel momento de confusión que debíaproducir aquel accidente paraapoderarse de la arquilla y arrojarla alfuego; si no —decía ella—, estoyperdida.

Aunque Theria no había recibidoninguna de aquellas tres cartas quesucesivamente habían sido entregadas aDesgrais, no por eso dejó de hallarse demotu proprio, en Maestrich, por dondetenía que pasar la marquesa. Allí probóa sobornar a los alguaciles,ofreciéndoles hasta diez mil libras; perolos alguaciles fueron incorruptibles.

La comitiva encontró en Rocroy al

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señor consejero Palluau, a quien habíaenviado el Parlamento para que se leentregase a la marquesa y parainterrogarla cuando menos lo esperase,no dejándola así tiempo para meditarsus respuestas. Desgrais le informó detodo cuanto había pasado y leencomendó con eficacia la famosaarquilla, objeto de tantos recelos y detan vivas súplicas. El señor de Palluaula abrió y encontró en ella, entre otrascosas, un papel titulado: Mi confesión.

Esta confesión era una pruebasingular de la necesidad que tienen losdelincuentes de deponer sus crímenes enel seno de los hombres o en lamisericordia de Dios. Ya se ha visto que

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Saint Croix había escrito también unaconfesión que fue quemada, y ahora lamarquesa comete a su vez la mismaimprudencia. Por lo demás, estaconfesión, que contenía siete artículos yque empezaba con estas palabras: «Meconfieso a Dios y a vos, padre mío», erauna declaración completa de todos loscrímenes que había cometido.

En el primer artículo se acusaba dehaber sido incendiaria.

En el segundo, de haber perdido lavirginidad a la edad de siete años.

En el tercero, de haber envenenado asu padre.

En el cuarto, de haber envenenado asus dos hermanos.

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En el quinto, de haber intentadoenvenenar a su hermana, religiosa delconvento de las carmelitas.

Los otros dos artículos estabanconsagrados a la narración dedesórdenes extraños y monstruosos. Estamujer, que participaba a la vez de lascalidades de Locusta y de Mesalina,sobrepujaba todo lo que la antigüedadnos presenta en este género.

El señor Palluau, seguro con elconocimiento de este importantedocumento, dio principio desde luego alinterrogatorio que trasladaremostextualmente, teniéndonos porafortunados siempre que podamosaportar documentos oficiales a nuestra

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propia relación.Habiéndole preguntado por qué se

había escapado a Lieja:—Ha dicho que había tenido que

irse de Francia para arreglar unosasuntos que tenía pendientes con sucuñada.

Preguntándole si tenía conocimientode los papeles que la arquilla contenía:

—Ha dicho que en su arquilla hayvarios papeles de familia, y entre ellos,una confesión general que quería hacer,pero que, cuando la escribió, estabadesesperada; que no sabía lo que habíapuesto en ella porque en aquel momento,viéndose en un país extranjero, sinningún socorro de su familia y reducida

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a pedir prestado un escudo, tenía elespíritu enajenado y no sabía lo que sehacía.

Habiéndole preguntado, conforme alprimer artículo de su confesión, cuál erala casa que había incendiado:

—Ha dicho que no lo había hecho, yque cuando escribió semejante cosa noestaba en si.

Interrogada sobre los otros seisartículos de su confesión:

—Ha dicho que no sabía de qué lehablaban y que no se acordaba de talcosa.

Habiéndole interrogado si habíaenvenenado a su padre y a sus hermanos:

—Ha dicho que ignora todo esto.

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Interrogada si era Lachaussee quienenvenenó a sus hermanos:

—Ha dicho que no lo sabía.Interrogada si sabía que su hermana

no podía vivir mucho tiempo porquehabía sido envenenada:

—Ha dicho que lo había previsto,porque su hermana estaba sujeta a lasmismas desazones que sus hermanos;que no se acuerda del tiempo en queescribió su confesión; y confiesa habersalido de Francia por consejo de susparientes.

Interrogada por qué la habían dadosus parientes aquel consejo:

—Ha dicho que era a causa delasunto de sus hermanos; y confiesa haber

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visto a Saint Croix desde su salida de laBastilla.

Interrogada si era Saint Croix quienla había incitado a deshacerse de supadre:

—Ha dicho que no se acordaba,como tampoco de si Saint Croix le habíadado polvos u otras drogas, ni si SaintCroix le había dicho que sabía el mediode hacerla rica.

Se le han mostrado ocho cartas, yrequerida que declarase a quién lasescribía:

—Ha dicho que no lo tenía presente.Interrogada por qué había firmado un

vale de treinta mil libras a favor deSaint Croix:

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—Ha dicho que para tener estacantidad a salvo de sus acreedores ypoder disponer de ella siempre que lanecesitase; que al efecto poseía unrecibo de Saint Croix, que había perdidoen su viaje, y que su marido nada sabíade este vale.

Interrogada si había firmado el valeantes o después de la muerte de sushermanos:

—Ha dicho que no lo tenía presente,y que esto importaba muy poco.

Interrogada si conocía a un boticariollamado Glazer:

—Ha dicho que había estado tresveces en su casa a causa de susfluxiones[9].

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Interrogada por qué había escrito aTheria que se apoderase de la arquilla:

—Ha dicho que no sabía lo quequerían decir.

Interrogada por qué escribiendo aTheria, le decía que estaba perdida si nose apoderaba de la arquilla y delproceso:

—Ha dicho que no se acordaba.Interrogada si durante su viaje a

Offemont había advertido los primerossíntomas de la enfermedad de su padre:

—Ha dicho que en su viaje aOffemont en 1666 no había reparado quesu padre estuviera enfermo, ni a la ida nia la vuelta.

Interrogada si había tenido algún

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comercio con Penautier:—Ha dicho que no había más

comercio con Penautier que el de treintamil libras que éste le debía.

Interrogada cómo y cuando Penautierle era deudor de estas treinta mil libras:

—Ha dicho que su marido y ellahabían prestado diez mil escudos aPenautier, que éste les había devueltoaquella cantidad y que después delreembolso no habían tenido másrelaciones con él.

La marquesa se atrincheraba, comose ve, en un sistema completo dedenegación. Trasladada a París ycontinuando su nombre en el registro delos presos de la Consejería, perseveró

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en el mismo sistema, pero poco se tardóen añadir nuevos cargos a los yaterribles que la abrumaban.

El alguacil Cluet declaró:«Que viendo que Lachaussee servía

de lacayo al consejero d’Aubray, y quehabiéndole visto también al servicio deSaint Croix, dijo a la señora deBrinvilliers que si el lugarteniente civilsupiera que Lachaussee había servido aSaint Croix, era seguro que no lohubiese admitido; y que entonces dichaseñora de Brinvilliers exclamó:

»“No se lo digáis, por Dios, a mishermanos, porque le harían apalear yvale más que lo que ha de ganar otro logane él”.

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»Por consiguiente, que nada dijo alos dichos señores d’Aubray, aunqueveía cómo Lachaussee iba todos los díasa casa de Saint Croix y a casa de lasusodicha señora de Brinvilliers, quienhalagaba a Saint Croix para obtener suarquilla y para que le devolviese subillete de dos o tres mil doblones; enotro caso, ella le hubiese hecho dar depuñaladas; que había dicho que por elmundo entero no quisiera que se viese loque la arquilla contenía, pues eran cosasde suma importancia y que sólo a ellainteresaban. El testigo añadió que,después de haber sido abierta laarquilla, había ido a decir a laexpresada señora que el comisario

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Picard había dicho a Lachaussee que sehabían encontrado cosas extraordinarias;que entonces la señora de Brinvilliers,poniéndose colorada, varió deconversación. Él le preguntó si eracómplice, a lo cual respondió: “¿Yo, ypor qué?”. Y luego añadió, como sihablase para sí: “Es preciso queLachaussee marche a Picardia”. Dicetambién el declarante que desde hacíamucho tiempo iba ella detrás de SaintCroix para conseguir la arquilla, y quede haberlo conseguido le habría hechoasesinar. Añade además el testigo que,habiendo dicho a Briancourt queLachaussee estaba preso y que sin dudadiría cuanto sabía, Briancourt había

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respondido, aludiendo a la señora deBrinvilliers: “Esa mujer está perdida”.Que habiendo dicho la señoritad’Aubray que Briancourt era un bribón,había éste respondido que la señoritad’Aubray aún no sabía cuánto le debía,pues él había impedido que laenvenenasen a ella y a la esposa dellugarteniente civil. También ha oídodecir a Briancourt que la señora deBrinvilliers decía a menudo que nofaltaban medios para deshacerse de lasgentes que nos desagradan, y que con uncaldo se les podía disparar unpistoletazo».

La muchacha Edma Huet, por otronombre Briscien, declaró:

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«Que Saint Croix iba todos los díasa casa de la marquesa de Brinvilliers, yque en una arquilla que pertenecía aaquella señora, había visto dos cajitasque contenían sublimado en polvo y enpasta, lo cual había conocido muy bienporque era hija de un boticario. Añadeque un día en que la señora deBrinvilliers había comido en reunión yestaba alegre, le enseñó una cajita,diciéndole: “Con esta caja puede unovengarse de sus enemigos; es pequeña,pero está rebosando herencias”. Queentonces le había dejado la caja entrelas manos, pero que muy pronto,disipándose aquella alegría, exclamó:“¡Ay de mí, qué te he dicho!, no se lo

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cuentes a nadie”. Que Lambert, capellánde la casa, le había dicho que él habíallevado las dos cajitas a la señora deBrinvilliers, de parte de Saint Croix;que Lachaussee iba a menudo a su casa;y que no habiéndole pagado a ella diezdoblones que la marquesa deBrinvilliers le estaba debiendo, fue aquejarse a Saint Croix y le amenazó conque diría lo que había visto allugarteniente civil, en vista de lo cual ledieron los diez doblones; que SaintCroix y dicha señora de Brinvilliersllevaban siempre consigo un veneno,para servirse de él en caso de que fuerancapturados».

Lorenzo Peirete, que habitaba en

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casa del boticario Glazer, declaró:«Que a menudo veía llegar a una

señora, acompañada de Saint Croix, acasa de su amo; que el lacayo le habíacontado que esta señora era la marquesade Brinvilliers; que creía que eraveneno lo que mandaban fabricar aGlazer; que cuando llegaban dejaban sucarroza en la feria de Saint-Germain».

María de Villeray, doncella deconfianza de dicha señora deBrinvilliers, declaró:

«Que después de la muerte delconsejero d’Aubray, Lachaussee llegó alencuentro de la señora de Brinvilliers yle habló aparte; que Briancourt le habíacontado que dicha señora había

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asesinado a gentes honestas; que elmismo Briancourt tomaba todos los díasun contraveneno por temor de serenvenenado, y que sin duda gracias aesta precaución estaba aún con vida;pero que temía ser apuñalado, porqueella le había confesado el secreto de losenvenenamientos, que era necesarioadvertir a la señorita d’Aubray que se laquería envenenar; que existe idénticoproyecto con el preceptor de los hijosdel señor de Brinvilliers. Maria deVilleray añade que dos días después dela muerte del consejero, estandoLachaussee en los aposentos de laseñora de Brinvilliers, y como seanunciase a Cousté, secretario que fue

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del lugarteniente civil, ella ocultó aLachaussee entre la pared y su cama.Lachaussee era portador de una carta deSaint Croix para la marquesa».

Francisco Desgrais, antiguo oficial,declaró:

«Que habiendo sido encargado pororden real, arrestó en Lieja a la señorade Brinvilliers, encontrando bajo sucama una arquilla que él selló; que dichaseñora le pidió un escrito que allí habíay que era su confesión, a lo cual élrehusó; que por los caminos que ellossiguieron juntos hasta llegar a París, laseñora de Brinvilliers le confesó queella creía que era Glazer quienfabricaba los venenos de Saint Croix;

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que Saint Croix, habiéndola citado undía junto a la cruz de San Honorato, lemostró cuatro botellitas diciéndole: “Heaquí lo que Glazer me ha enviado”; que,como ella lo pidiese una, Saint Croix lehabía respondido que antes quisieramorir que dársela. Añade que el alguacilAntonio Harbier le había entregado trescartas que la señora Brinvilliersescribió a Theria.

»Que en la primera apremiaba a éstepara que sin demora acudiese alibertarla de las manos de los soldadosque la escoltaban.

»En la segunda le decía que laescolta sólo se componía de ochopersonas en grupo, que podían ser

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derrotadas por cinco hombresdecididos.

»En la tercera, que si no podía ir asacarla de las manos de los que laconducían, se dirigiese a lo menos alcomisario, que matase el caballo de suayuda de cámara y dos de los cuatrocaballos del coche que la conducía; quetomase la arquilla y el proceso y loarrojase todo al fuego; que de no hacerloasí estaba perdida sin remedio».

El alguacil Laviolette declaró:«Que en la misma noche de su

arresto la señora de Brinvilliers habíaintentado tragarse un largo alfiler; que élse lo impidió, diciéndole que esto eramuy ruin, que ya veía que todo cuanto

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decían de ella era verdad, y que habíaenvenenado efectivamente a toda sufamilia; a lo cual contestó que si lohabía hecho era sólo porque la habíanaconsejado, y que por otra parte no sonbuenos todos los momentos».

Antonio Barbier, alguacil, declaró:«Que estando la señora de

Brinvilliers en la mesa, intentó tragarseun pedazo del vaso en que bebía, y que,como él se lo impidiese, le dijo ella quesi quería salvarla le haría su fortuna; queella había escrito varias cartas a Theria;que durante el viaje había hecho todo loposible para tragar vidrio, tierra oalfileres; que le había propuestodegollar a Desgrais, y matar al ayuda de

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cámara del señor comisario; igualmenteque se apoderase de la arquilla y laquemase; que había escrito a Penautierde la Consejería, cuya carta le entregó, yque él fingió llevársela».

Finalmente, Francisca Rousseldeclaró:

«Que estando al servicio de laseñora de Brinvilliers, cierto día estaseñora le dio a comer dulce degrosellas, de cuyas resultas se sintióindispuesta inmediatamente. Que le dioademás una rebanada de jamón húmedo,que comió, padeciendo desde entoncescrueles dolores en el estómago, que apoco de haberlo comido se sintió comosi le hubiesen pinchado el corazón con

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alfileres y había estado tres años de estemodo, creyendo que la habíaenvenenado».

Difícil era continuar en el mismosistema de absoluta denegación contratales pruebas. Con todo, la marquesa deBrinvilliers persistió en sostener que erainocente, y monsieur Nivelle, uno de losmejores abogados de aquella época,consintió en encargarse de su causa.

Con un talento admirable rebatió unopor uno todos los cargos de laacusación; confesando, empero, losadúlteros amores de la marquesa conSaint Croix, negaba que tuviese partealguna en los asesinatos de los señoresd’Aubray padre e hijos, que él atribuía

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enteramente a la venganza que SaintCroix había querido hacer en ellos. Encuanto a la confesión, que era el másfuerte y, según él, el único cargo quepodía oponerse a la señora deBrinvilliers, rechazó la validez desemejante testimonio con hechossacados de otros casos parecidos, en loscuales el testimonio que los reos emitíancontra sí mismos no había sido admitidoen virtud de este axioma de legislación:Non auditus[10] perire volens.

Citó tres ejemplos, y como no dejande tener interés, los copiamostextualmente de su memoria.

EJEMPLO PRIMERODomingo Soto, famoso canonista y

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célebre teólogo, que era confesor deCarlos V y había asistido a las primerassesiones del Concilio de Trento bajo elpontificado de Pablo III, propone lacuestión de un hombre que habíaperdido un papel en el cual había escritosus pecados. Sucedió que un juezeclesiástico encontró aquel papel, yhabiendo querido con este documentoinformar contra el que lo había escrito,fue justamente castigado por su superior,en razón a que la confesión es una cosatan sagrada, que aun la materia que sedestina para hacerla, debe quedarsepultada en un eterno silencio.

El siguiente fallo, sacado delTratado de los confesores, de Rodrigo

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Acuno, célebre arzobispo portugués, fuepronunciado en virtud de estaproposición. Un catalán, natural de laciudad de Barcelona, condenado amuerte por un homicidio del que estabaconfeso y convicto, no quiso confesarsecuando llegó la hora del suplicio. Pormás instancias que le hicieron se resistiócon tanta obstinación, sin dar razónalguna de sus repulsas, que todo elmundo se persuadió de que aquellaconducta, atribuida a la turbación de suespíritu, era causada por el temor de lamuerte.

Refiriéndose aquella obstinación aSanto Tomás de Villanueva, arzobispode Valencia, en cuya capital debía

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verificarse la ejecución, el dignoprelado tuvo entonces la caridad de ir élmismo para persuadir al reo a que seconfesase. Pero quedó muy sorprendidocuando habiendo preguntado al reo quémotivos tenía para no querer confesarse,contestó este que porque detestaba a losconfesores, ya que había sido condenadoa consecuencia de la denuncia que elsuyo había hecho del homicidio que lerevelara en confesión, y del cual nadietenía conocimiento; pues confesándosehabía declarado su delito e indicado elparaje donde había enterrado a suvíctima, con todos los demáspormenores del crimen, y su confesorreveló luego todas las circunstancias,

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que no pudo negar, siendo de resultascondenado. Que sólo en su última horahabía sabido lo que ignoraba cuando seconfesó, es decir, que su confesor erahermano del muerto, y que el deseo devenganza había inducido a este malsacerdote a revelar su confesión.

Santo Tomás de Villanueva vio enesta declaración un incidente de muchamás importancia que el proceso mismo,en el que sólo se trataba de la vida de unparticular, al paso que se comprometíael del honor de la religión, cuyasconsecuencias eran infinitamente másinteresantes. Creyó que era precisoinformarse de la verdad de estadeclaración: hizo llamar al confesor, y

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habiéndole convencido de este crimende revelación, obligó a los jueces quehabían condenado al acusado a revocarsu sentencia absolviéndole; lo cual seefectuó con admiración y aplausos delpúblico.

En cuanto al confesor, fue condenadoa un castigo ejemplar, que Santo Tomásde Villanueva suavizó en consideracióna la pronta confesión que de su crimenhabía hecho, y sobre todo a la ocasiónque había dado de patentizar el respetoque los jueces mismos deben tener a lasconfesiones.

EJEMPLO SEGUNDOEn 1579, un tabernero de Tolosa

mató él solo, sin saberlo nadie de la

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casa, a un extranjero que habíahospedado en ella, enterrándolosecretamente en la bodega. Estemiserable, perseguido por susremordimientos, confesó este asesinato,declarando todas las circunstancias, yaun indicó a su confesor el paraje dondehabía enterrado el cadáver. Losparientes del difunto, después de haberpracticado todas las pesquisas posiblespara saber de él, hicieron publicar porla ciudad que darían una recompensaconsiderable a la persona que lesdescubriese su paradero. El confesor,tentado por el cebo de la cantidadprometida, avisó secretamente que nohabía más que buscar en la bodega del

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tabernero y que allí se encontraría elcadáver. Se encontró, en electo, en elparaje indicado, el taberneroencarcelado y aplicado al tormento,confesó su crimen. Pero después de estaconfesión sostuvo siempre que suconfesor era el único que podía haberlevendido.

Entonces, el Parlamento, indignadodel conducto de que se habían validopara descubrir la verdad, declaróinocente al acusado mientras no sepresentasen otras pruebas que dejasende fundarse en la denuncia del confesor.

En cuanto a éste, fue condenado aser ahorcado y arrojado después alfuego, tanto era lo que el tribunal había

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reconocido en su sabiduría laimportancia de dejar ileso unsacramento indispensable a la salvación.

EJEMPLO TERCEROUna mujer armenia había inspirado

una violenta pasión a un joven turco,pero la honestidad de la mujer opusopor mucho tiempo un obstáculoinsuperable a los deseos del amante. Enfin, no guardando ya ningún miramiento,la amenazó que la mataría a ella y a sumarido si no condescendía con susdeseos. Temerosa ella de esta amenaza,de cuya pronta ejecución estaba más quesegura, fingió rendirse, y dio al turcouna cita en su casa en un momento enque le dijo que su marido estaría

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ausente. Pero en el instante convenidoapareció el marido, y aunque el turcoiba armado con un sable y dos pistolas,las cosas se pusieron de tal modo quelos esposos tuvieron la fortuna de matara su enemigo, y lo enterraron en su casasin que nadie lo supiese.

Algunos días después de estesuceso, fueron a confesarse con unsacerdote de su comunión y le revelaronaquella trágica historia con todos susdetalles. Aquel indigno ministro delSeñor, creyendo que en un país sometidoa las leyes mahometanas, donde elcarácter del sacerdocio y las funcionesdel confesor son ignorados o proscritos,no se indagaría el origen de las

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revelaciones que él hiciese a la justicia,y que su testimonio tendría el mismopeso que el de cualquier otro delator,resolvió, pues, sacar partido de lascircunstancias en provecho de suavaricia. Desde entonces visitófrecuentemente al marido y a la mujer,haciéndose prestar cada vez sumasconsiderables, amenazándoles con quedescubriría su crimen si no le dabancuanto les pedía. En un principio,aquellos desgraciados tuvieron queceder a las exigencias del sacerdote,pero al fin, despojados de todo lo queposeían, se vieron obligados a rehusarlela cantidad que les exigía. Fiel elsacerdote a la amenaza que había hecho,

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fue al momento a denunciarlos al padredel difunto para sacar más dinero. Éste,que adoraba a su hijo, se presentó alvisir. Le dijo que él conocía a losasesinos de su hijo por la denuncia delsacerdote con quien se habíanconfesado, y le pidió justicia. Pero estadenuncia no produjo el efecto queesperaba, antes bien el visir se sintió tancompadecido de los desgraciadosarmenios como indignado contra elsacerdote que los había vendido.

Entonces, haciendo pasar alacusador a un aposento que daba aldiván, llamó al obispo armenio parapreguntarle en qué consistía laconfesión, qué castigo merecía el

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sacerdote que la revelase y cuálesimponían a aquellos cuyos crímenes sehubiesen descubierto por este medio. Elobispo respondió que el secreto de laconfesión era inviolable, que la justiciade los cristianos mandaba quemar acualquier sacerdote que la revelase yabsolvía a los acusados, porque laconfesión que el delincuente hacía alsacerdote era un precepto de religión, sopena de eterna condenación.

Satisfecho el visir con estarespuesta, le hizo retirar a otro aposentoy llamó a los acusados para saber de suboca las circunstancias del caso.Aquellos infelices se arrojaron casimuertos a los pies del visir, y la mujer,

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tomando entonces la palabra, hizopresente que sólo la necesidad dedefender su honor y su vida les habíapuesto las armas en las manos y habíadirigido los golpes que derribarían a sucomún enemigo. Añadió que sólo Dioshabía sido testigo de su crimen, el cualestaría todavía oculto, de no estarobligados por la ley de este mismo Diosa depositar su secreto en el seno de unode sus ministros para obtener suremisión, pero que la insaciableavaricia del sacerdote los habíadenunciado, después de haberlesreducido a la mayor miseria.

El visir hizo que pasasen a otrotercer aposento, y mandó llamar al

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sacerdote denunciador, en cuyapresencia hizo que el obispo repitiese loque antes había dicho. Luego, aplicandouna de las penas al delincuente, lecondenó a ser quemado vivo en la plazapública, mientras llegaba el tiempo —añadió— de ser quemado en el infierno,en donde no podía dejar de recibir elcastigo de sus perfidias y de suscrímenes.

La sentencia fue ejecutada sindemora.

A pesar del efecto que el abogado seprometía causar con estos tres ejemplos,sea que los jueces los recusasen, seaque, prescindiendo de la confesión,estimasen suficientes las otras pruebas,

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lo cierto es que al observar el giro quetomaba el proceso, todo el mundo opinóque la marquesa sería condenada. Enefecto, el jueves por la mañana, el 16 dejulio de 1676, aun antes de que sepronunciase la sentencia, vio lamarquesa entrar en su prisión a monsieurPirot, doctor de la Sorbona, enviado porel primer presidente. Este dignomagistrado, previendo el fallo que iba apronunciarse y creyendo que no debíaesperarse a última hora para enviar aalguien que asistiese a una mujer tandelincuente, había llamado a este dignosacerdote. Y, aunque este le observó queen la Consejería había dos capellanesdestinados para estos casos, añadiendo

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que él se sentía harto débil para tanpenosa tarea, pues no podía ver nisiquiera sangrar a una persona sinsentirse indispuesto, el primerpresidente había insistido tanto,repitiendo que tenía necesidad en estaocasión de un hombre en quien pudieradepositar toda su confianza, quefinalmente aceptó tan triste misión.

En efecto, el mismo primerpresidente confesó que, a pesar de lofamiliarizado que estaba a verdelincuentes, la señora de Brinvilliersestaba dotada de una fortaleza tanextraordinaria que le imponía. Lavíspera del día en que llamara aMonsieur Pirot, había trabajado en este

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proceso desde la mañana hasta la noche,por el espacio de trece horas, y laacusada había sido careada conBriancourt, uno de los testigos que másla culpaban. En el mismo día, tuvo lugarotro careo de cinco horas, y ella habíasoportado ambos careos con tantorespeto hacia los jueces como altivez altestigo, echándole en cara que era unmiserable criado, entregado a laembriaguez, y que, habiendo sidodespedido de su casa por su malaconducta, no podía ser válido sutestimonio. No le quedaba pues alprimer presidente otra esperanza paradoblegar aquella alma inflexible quevalerse de un ministro de la religión,

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porque no bastaba ajusticiarla en laGreve, era preciso que sus venenosmuriesen con ella; de lo contrario,ningún alivio conseguía la sociedad consu muerte.

El doctor Pirot se presentó a lamarquesa con una carta de su hermana,que, como hemos dicho, era unareligiosa del convento de San Jaime,llamada María, quien exhortaba en estacarta a la señora de Brinvilliers delmodo más tierno y afectuoso a tenerconfianza en este digno prelado, y amirarlo no sólo como un apoyo, sinotambién como un amigo.

Cuando Monsieur Pirot se presentó ala acusada, acababa ésta de dejar el

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banquillo donde había permanecido treshoras sin haber confesado nada, y sininmutarse. Por ello, el primerpresidente, después de haber cumplidocon los deberes de juez, le habíahablado como cristiano, manifestándolelo deplorable de su situación, puesto quese presentaba por última vez ante loshombres, y debía comparecer muy enbreve ante Dios. Tales cosas le dijo paraenternecerla, que las lágrimas leembargaron la voz, y hasta los juecesmás inflexibles lloraron al escucharle.Apenas la marquesa divisó al doctor,sospechando que su proceso seencaminaba a la muerte, se adelantóhacia él, diciéndole:

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—Conque es el señor quien vienepara…

Interrumpiéndola, el padre Chavigny,que acompañaba a Monsieur Pirot, dijo:

—Señora, empecemos por orar.Se arrodillaron los tres y dirigieron

una invocación al Espíritu Santo. Lamarquesa de Brinvilliers pidió entoncesa los asistentes otra para la Virgen, y,concluida ésta, se acercó al doctor y,volviendo a su frase, le dijo:

—Sois vos seguramente, señor, elque me envía el primer presidente paraconsolarme. Con vos debo pasar lospocos instantes que me quedan de vida.Hace rato que estaba impaciente porveros.

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—Señora —respondió el doctor—,vengo a prestaros todos los serviciosque caben en lo espiritual. Ciertamentehabría deseado conoceros en ocasiónmás favorable.

—Señor —replicó la marquesasonriéndose—, es preciso resignarse atodo.

Y luego, dirigiéndose al padreChavigny:

—Padre mío —continuó—, osquedo sumamente obligada por habermepresentado al señor y por cuantas visitashabéis tenido la bondad de hacerme; ossuplico que roguéis a Dios por mí. Enadelante ya no hablaré sino con el señor,pues tengo que tratar con él asuntos que

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sólo se discuten mano a mano. Adiós,pues, padre mío, él recompensará loscuidados que habéis tenido la bondad deprestarme.

A estas palabras se retiró el padre, ydejó a la marquesa sola con el doctor ycon los dos hombres y la mujer que lahabían custodiado todo el tiempo.

Sucedía esto en un vasto aposentosituado en la torre de Montgommery, yque cogía todo su frente. Había en elfondo una cama con cortinas de un colorpardo para la señora, y otra de correaspara la asistenta. Este aposento era elmismo en que había estado encerrado enotro tiempo, según decían, el poetaTheófilo, y todavía se veían junto a la

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puerta unos versos suyos escritos de supuño.

Apenas conocieron los dos hombresy la mujer el objeto de la visita deldoctor, se retiraron al fondo delaposento y dejaron a la marquesa enlibertad para pedir y recibir losconsuelos que le llevaba el hombre deDios. La marquesa y el doctor sesentaron entonces enfrente uno de otro.La marquesa, que se creía ya condenada,entabló conversación siguiendo aquellaidea, pero el doctor le dijo que noestaba juzgada todavía, que no sabía conexactitud cuando se pronunciaría elfallo, y aún menos cuál sería. Pero lamarquesa, interrumpiéndole, dijo:

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—Señor, no me da cuidado elporvenir: si no se ha fallado misentencia pronto se fallará. Creo querecibiré esta mañana la noticia de ello, yno me prometo otra cosa que la muerte.La sola gracia que espero del señorprimer presidente es una dilación entrela sentencia y la ejecución. Porque, enfin, si me ajusticiasen hoy mismo, pocotiempo tendría para prepararme, y biensé, señor, que tengo necesidad de ello.

El doctor, que no esperaba oír estaspalabras, se alegró infinito de verlaposeída de tan resignados sentimientos.En efecto, además de cuanto el primerpresidente le había dicho, el padreChavigny le había insinuado el domingo

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precedente que era probable que fuesecondenada a la pena capital, y que sidebían creerse los rumores que corríanpor la ciudad, podía comenzar arecogerse. Ante estas palabras habíaquedado de pronto muy sobrecogida, yle había dicho asustadísima:

—¿Y qué, padre mío, habré de morirquizá de resultas de este negocio?

Como él intentase sosegarla conalgunas palabras de consuelo, ella selevantó al momento, y meneando lacabeza, contestó con aire altivo:

—No, no, padre mío, no haynecesidad de que me tranquilicéis, voy atomar mi partido ahora mismo y sabrémorir con fortaleza.

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Y habiéndole dicho el padre que lamuerte no era cosa a la que pudiese unodisponerse tan pronto ni con tantafacilidad, y que era menester, alcontrario, prevenirla de lejos, para queno pudiese sorprendernos, le habíarespondido que ella no necesitaba másque un cuarto de hora para confesarse, yun segundo para morir. El doctor quedó,pues, agradablemente sorprendido,cuando vio el cambio que del domingoal jueves se había producido en sussentimientos.

—Sí —continuó, después de unmomento de pausa—, cuanto más loreflexiono, más me voy convenciendo deque no tendría bastante con un día para

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hallarme en estado de presentarme anteel tribunal de Dios, para ser juzgada porél después de haberlo sido por loshombres.

—Señora —respondió el doctor—,ignoro cuál será vuestra sentencia, nicuándo se pronunciará, pero aun cuandofuese una sentencia de muerte y que sediese hoy mismo, me atrevo aresponderos que no será ejecutada hastamañana. Pero, por incierta que sea lasentencia de muerte, apruebo mucho queestéis preparada para todo lo que puedaacontecer.

—¡Oh! en cuanto a mi muerte, esharto segura —repuso ella— y no puedoanimarme con una esperanza inútil. Sé

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que debo haceros una confesión absolutade toda mi vida. Pero antes de abrirosmi pecho permitidme, padre mío, que ospregunte qué idea os habéis formado demí y cuál es vuestro parecer acerca delo que debo ejecutar en el estado en queme encuentro.

—Os habéis adelantado a mipensamiento —respondió el doctor— yhabéis prevenido lo que quería deciros.Antes de entrar en el secreto de vuestraconciencia, y de establecer la discusiónde vuestros asuntos con Dios, me alegro,señora, de poderos indicar algunasreglas por las cuales podréis regiros. Yono sé todavía si sois culpable, ysuspendo mi juicio sobre todos los

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crímenes que se os imputan, porque nadapuedo saber sino por vuestra confesión.Por lo tanto, debo dudar todavía si soiso no criminal, pero no puedo ignorar delo que se os acusa: esta acusación espública y ha llegado a mi conocimiento.Porque —continuó el doctor— yapodéis figuraros, señora, que vuestroasunto ha hecho mucho ruido, y que sonmuy pocas las personas que ignoren algode él.

—Sí, sí —contestó sonriéndose—,ya sé que se habla mucho de mí y quesoy la comidilla del pueblo.

—Por consiguiente —replicó eldoctor—, el crimen que se os imputa esel de envenenamiento, y debo deciros

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que si efectivamente lo habéis cometido,como se cree, no podéis esperar perdóndelante de Dios, si no declaráis avuestros jueces cuál es vuestro veneno,cuál su composición, cuál su antídoto ycuáles vuestros cómplices. Es preciso,señora, pasar a cuchillo a todos estosmalvados, sin que escape uno solo,porque si los perdonarais, podríancontinuar sirviéndose de vuestro venenoy entonces seríais culpable de cuantosasesinatos se cometiesen después devuestra muerte, por no haberlosdenunciado a los jueces durante vuestravida, de modo que pudiera decirse quesobrevivís a vos misma, puesto quevuestro crimen os sobreviviría. Además,

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ya sabéis, señora, que si el pecadoacompaña a la muerte, jamás obtieneperdón, y que para conseguir la remisiónde vuestro crimen, si sois criminal, espreciso que éste muera antes que vos,porque si no lo matáis, señora, pensadlobien, él será quien os mate.

—Sí, señor, convengo en ello —dijola marquesa después de un momento desilencio y de reflexión—, y sin confesarpor esto que yo sea culpable, osprometo, si lo soy, que pesaré bienvuestras máximas. Con todo, señor,quisiera proponeros una cuestión yatended que su resolución me es muynecesaria. ¿Hay algún crimen, señor, queno sea irremisible en esta vida? ¿Hay

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acaso pecados que por su enormidad ypor su número infinito no se atreve laIglesia a redimirlos, pues, aunque lajusticia de Dios pueda contarlos, nopuede absolverlos su misericordia? Notoméis a mal, señor, que empiece poresta pregunta, porque sería inútil que meconfesase si no tuviera esperanzas.

—Me complazco en creer, señora —respondió el doctor, contemplando apesar suyo a la marquesa comoespantada—, que vuestra pregunta nopasa de una tesis general que meproponéis, y que ninguna relación tienecon el estado de vuestra conciencia. Porlo tanto responderé a vuestra cuestiónsin aplicárosla de ningún modo. No,

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señora, no hay pecados por enormes quesean, y por infinito que sea su número,que no puedan perdonarse en esta vida.Esto es un artículo de fe, hasta el puntode que no moriríais católica si de ellodudaseis. Es verdad que algunosdoctores han sostenido en otro tiempo locontrario, pero han sido condenadoscomo herejes. No hay más pecadosirremisibles que la desesperación y laimpenitencia final, pero estos pecadosson pecados de muerte y no de vida.

—Señor —respondió la marquesa—, Dios me hace la gracia de estarconvencida de cuanto me decís, puescreo que puede perdonar todos mispecados, y creo también que ha ejercido

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muchas veces este poder conmigo.Ahora todo mi temor consiste en quequiera aplicar su bondad a un ser tanmiserable como yo, y a una criatura quetan indigna se ha hecho de las mercedesque le ha concedido.

El doctor la tranquilizó del mejormodo que pudo, y al mismo tiempo quehablaba con ella se puso a examinarlacon detenimiento. «Era una mujer —dice— naturalmente intrépida y de granánimo, y parecía haber nacido con unaimaginación bastante dulce y muyhonrada. Con cierto aire de indiferenciapara todo, su carácter era vivo ypenetrante, concibiendo las cosas confacilidad y expresándolas con precisión,

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en pocas palabras y con exactitud.Siempre encontraba un expediente paraevadirse de un paso intrincado, y tomabaal instante su partido sobre las cosasmás enredadas. Por lo demás,inconstante, sin apego a nada, y de uncarácter desigual y poco sostenido, seimpacientaba si se le hablaba muchasveces de una misma cosa, y esto fue loque me obligó —continúa el doctor— avariar de vez en cuando de objeto parano tenerla ocupada mucho tiempo sobreun mismo asunto, al cual volvía, sinembargo, fácilmente dándole un nuevogiro y proponiéndolo bajo otro aspecto.Hablaba poco y bastante bien, pero sinestudio ni afectación. Se dominaba

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perfectamente y no decía más de lo quequería: a juzgar por su semblante y porsu conversación nadie la habría creídouna persona tan malvada como parecíaserlo por la confesión pública de suparricidio. Sorprendente es en verdad, ypor ello se deben adorar los juicios deDios cuando abandona al hombre a símismo, ver un alma que, teniendo en sunaturaleza algo de grande, mucha sangrefría en los más imprevistos accidentes,una firmeza inalterable y una resolucióncapaz de arrostrar la muerte y de sufrirlasi hubiese sido necesario, fuera capaz decometer tan atroces delitos como los quese deducen del atentado parricida queconfesó ante los jueces. Nada en su

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rostro se descubría que indicase tantamaldad: tenía el cabello castaño y muyespeso, la cara redonda y bastanteregular; ojos azules, benignos y muyhermosos; su piel era de unaextraordinaria blancura y tenía la narizapolínea. Todas sus facciones eranagradables, aunque su semblante no erade los más seductores: ya había en élalgunas arrugas y manifestaba más añosde los que realmente tenía. Desdenuestra primera conversación tuveocasión de preguntarle qué edad tenía:«Señor —me contestó—, si viviesehasta el día de Santa Magdalena, tendríacuarenta y seis años. En este día vine almundo y me pusieron el nombre de

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aquella santa, bautizándome con el deMaría Magdalena. Pero aunque este díadista poco, no viviré hasta entonces. Espreciso que esto se acabe de hoy amañana a más tardar, y me harían unagracia si quisieran diferirlo un día,gracia que espero, contando con lapalabra que me habéis dado». Habríasecreído, al verla, que tenía cuarenta yocho años, y a pesar de la dulzura quenaturalmente respiraba su semblante,cuando le pasaba algún disgusto por laimaginación, lo manifestaba con un gestoque daba miedo de mirar, y de vez encuando observaba en ella unasconvulsiones que denotaban laindignación, el desdén y el despecho. Se

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me olvidaba decir que su estatura eramuy pequeña y diminuta.

»Ésta es poco más o menos ladescripción de su cuerpo y de suespíritu, que me pude formar en muypoco tiempo, habiéndome puesto aobservarla, desde luego, para orientaren seguida mi conducta, según lo quehubiese notado».

La marquesa, en medio del primerbosquejo de su vida que trazaba a suconfesor, se acordó de que él no habíadicho misa todavía y ella mismaaconsejó que ya era hora de hacerlo,indicándole la capilla de la Consejería,y pidiéndole que la dijese por ella y enhonor de Nuestra Señora, a fin de

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obtener que la Virgen, a quien ella habíatomado siempre por patrona y a quien enmedio de sus crímenes y de sus excesoshabía tenido siempre una devociónparticular, intercediera ante Dios porella. Y, como no podía bajar con elsacerdote, le prometió que asistiría a lamisa con el pensamiento.

Serían las diez, y media de lamañana cuando el sacerdote la dejó, yen cuatro horas solamente que habíanconversado juntos, había logrado, con laayuda de su tierna piedad y moralpersuasiva, que la marquesa le hicieseciertas confesiones, que ni las amenazasde los jueces ni el temor del tormentohabían podido arrancarle. Así, dijo la

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misa muy santa y devotamente, rogandoal Señor sostuviese con la mismafortaleza al confesor y a la pecadora.

Después de la misa entró en laConsejería, y al tomar un poco de vino,supo por un librero de palacio, llamadoSeney, que se encontraba allí porcasualidad, que la señora de Brinvilliershabía sido sentenciada y que debíanguillotinarla. Este rigor del parecerfiscal, que se mitigó más adelante en lasentencia, le inspiró un interés más vivohacia su penitente y volvió a subir almomento para reunirse con ella.

Tan pronto como vio la marquesaque la puerta se abría, se adelantó haciaél con serenidad y le preguntó si había

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rogado por ella. Y cuando el sacerdotese lo hubo asegurado, le dijo:

—Padre mío, ¿no tendré el consuelode recibir el viático antes de morir?

—Señora —respondió el doctor—,si sois condenada a muerte moriréisseguramente sin recibirlo, y osengañaría si os hiciese esperar estagracia. En la historia se ha visto morir alcondestable de San Pablo sin poderobtener este favor, por más instanciasque hizo para que no le privaran de él.Fue ejecutado en la Greve a la vista delos campanarios de Notre Dame, e hizoallí su oración, como vos podréis hacerla vuestra, si os aguarda la mismamuerte. No hubo más, y Dios, en su

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bondad, permite que esto baste.—Pero me parece, padre mío —dijo

la marquesa—, que los señores deSaint-Mars y de Thou comulgaron antesde morir.

—No lo creo —respondió el doctor—. Ese dato no lo refieren ni lasMemorias de Montresor, ni ningún otrode los libros que hablan de su ejecución.

—¿Y el señor de Montmorency? —dijo ella.

—¿Y el señor de Marillac? —replicó el doctor.

Efectivamente, si se había concedidoesta gracia al primero, se le rehusó alsegundo, y el ejemplo impresionó tantomás a la marquesa, pues el señor de

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Marillac pertenecía a su propia familia,teniendo ella a mucho honor esteparentesco. Sin duda ignoraba que elseñor de Rohan hubiese comulgado en lamisa que dijo de noche el padreBordaloue para la salvación de su alma,porque no habló de ello, y se contentócon la respuesta del doctor, suspirando.

—Por otra parte —continuó éste—,aunque me citéis, señora, algún ejemplo,no podéis fundaros en él, pues lasexcepciones no son leyes. Os engañaríasi os prometiese un privilegio especial:las cosas seguirían el curso ordinario yse procederá con vos como seacostumbra con los demás sentenciados.¿Qué diríais, pues, si hubierais nacido y

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muerto en el tiempo de Carlos VI?Entonces los delincuentes morían sinconfesión, y hasta después del reinadode este monarca no cesó tamaño rigor.Por lo demás, señora, no esabsolutamente preciso comulgar parasalvarse, aunque se puede comulgarespiritualmente leyendo la palabra, quees como el cuerpo que se une a laIglesia, que es la sustancia mística deJesucristo, y sufriendo con él y para él.Esta última comunión del suplicio quesufrís, es, para vos, señora, la másperfecta de todas. Si detestáis vuestrocrimen de todo corazón, si amáis a Dioscon toda vuestra alma, si tenéis fe ycaridad, vuestra muerte será un martirio

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y como un segundo bautismo.—¡Ay de mí! —exclamó la marquesa

—. Según eso, señor, ya que parasalvarme era precisa la mano delverdugo, ¡qué habría sido de mi alma dehaber muerto en Lieja! Y aun cuando mehubiera escapado y vivido veinte añosfuera de Francia, ¡cuál habría sido mimuerte si para santificarla se necesitabanada menos que el cadalso! Ahorareconozco, señor, todos mis yerros yconsidero como el último y mayor detodos el descaro con que contesté a losjueces. Pero, a Dios gracias, nada se haperdido todavía, pues si tengo que sufrirotro interrogatorio, prometo hacer en éluna entera confesión de toda mi vida. En

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cuanto a vos, señor —continuó—, osruego que en mi nombre pidáisencarecidamente perdón al primerpresidente: ayer, estando yo en elbanquillo, me dijo unas cosas tanpatéticas que me enternecieron, pero meesforcé en ocultar la conmoción quesentía, creyendo que mientras faltase miconfesión, no habría pruebas suficientespara condenarme. No ha sucedido así ymis jueces se escandalizaríanseguramente por la osadía que manifestóen aquella ocasión. Pero confieso mifalta y la repararé. Añadid, os losuplico, que, lejos de tenerresentimiento alguno contra el primerpresidente por la sentencia que debe

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pronunciar hoy contra mí, ni dequejarme del promotor-fiscal que la hapedido, doy humildemente las gracias aambos, puesto que mi salvacióndependía de ella.

El doctor iba a responder paraalentarla en este sentido cuando se abrióla puerta: era la una y media y traían lacomida. La marquesa, interrumpiéndose,hizo sus preparativos con tantatranquilidad como si estuviera haciendolos honores en su casa de campo. Luegohizo que se sentaran a la mesa los doshombres y la mujer que la custodiaban,y, volviéndose al doctor, le dijo:

—Perdonad, señor, si os tratamossin ceremonia; estas buenas gentes

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comen siempre conmigo paraacompañarme, y lo mismo haremos hoysi lo permitís. Es la última comida —añadió— que debo hacer con ellos.

Y dirigiéndose a la mujer:—Mi buena señora Rus —dijo—,

hace tiempo que os estoy incomodando,pero tened un poco de paciencia ypronto dejaré de incomodaros. Mañanaseguramente podréis ir ya a Dravet, paralo cual tendréis bastante tiempo, pues deaquí a siete u ocho horas ya no tendréisque ocuparos de mí, porque estaré enmanos del Señor, y no os será permitidoacercaros donde yo esté. Desde eseinstante podréis marcharos para novolver, pues no creo que tengáis valor

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para verme ajusticiar.Todo esto lo decía ella con voz

sosegada y sin asomo de arrogancia. Yluego, como de vez en cuando aquellasgentes volvían el rostro para ocultar suslágrimas, hacía un ademán de compasiónhacia ellas. Viendo entonces que losmanjares quedaban sobre la mesa y quenadie comía, convidó al doctor a quetomase la sopa, pidiéndole quedisimulase si el conserje, por haberpuesto berzas en ella, había hecho unasopa común e indigna de serle ofrecida.En cuanto a ella, tomó un caldo y doshuevos pasados por agua, pidiendo a losconvidados que la excusasen si no lesservía, pues no podía tener a su alcance

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ningún cuchillo ni tenedor.A la mitad de la comida suplicó al

doctor que le permitiese beber a susalud. El doctor correspondió a estadelicadeza bebiendo a la suya, de cuyacondescendencia quedó ella muysatisfecha.

—Mañana —dijo, dejando el vasoen la mesa— es vigilia, y, aunque paramí será un día de mucha fatiga, puestendré que sufrir el tormento y la muerte,no quiero quebrantar los mandamientosde la Iglesia comiendo carne.

—Señora —respondió el doctor—,si necesitáis un poco de caldo paraalentaros, podréis tomarlo sinescrúpulo, porque entonces no lo

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habréis tomado por capricho sino pornecesidad, y la ley de la Iglesia no esobligatoria en este caso.

—Si lo necesito y me dais vuestropermiso —replicó la marquesa—, lotomaré; mas no creo que sea necesario.No obstante, hoy, a la hora de cenar,bien tomaría un caldo más sustanciosoque el de costumbre, y otro a medianoche. Esto, y dos huevos frescospasados por agua que tomaré despuésdel tormento, me bastará para pasar eldía de mañana.

«Ciertamente —dice el sacerdote enla relación de donde sacamos todosestos pormenores—, me sobrecogí,estremeciéndome interiormente al ver

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cómo ordenaba al conserje con tantasangre fría que el caldo fuese mássustancioso que el de costumbre, y quele tuviesen preparadas dos tazas paramedia noche. Acabada la comida —prosigue Monsieur Pirot—, le dieron elpapel y tinta que había pedido, y me dijoque antes de hacerme tomar la pluma ysuplicarme que escribiese lo que ella medictase, tenía que escribir una carta».

Esta carta, que la embarazabasumamente —decía ella—, y después dela cual estaría más despejada, era parasu marido. En aquel momento manifestótanta ternura para con él, que el doctor,considerando cuanto había pasado,quedó muy sorprendido, y, queriendo

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probarla, le dijo que aquella ternura quedemostraba no era recíproca, puesto quesu marido la había abandonado durantetodo el proceso. Pero la marquesa leinterrumpió, diciendo:

—Padre mío, es preciso no juzgarlas cosas por las apariencias.Brinvilliers ha velado siempre por misintereses, y no me ha fallado sinocuando ya nada podía hacer. Nuestracorrespondencia siguió sin interrupcióndurante todo el tiempo que estuve fueradel reino, y no dudéis que hubiesevenido a París en cuanto se enteró de miprisión, si sus negocios le hubiesenpermitido hacerlo con seguridad. Perosabed que está abrumado de deudas, y

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que no puede dejarse ver aquí sin quesus acreedores le hagan prender. No, no:creed que no es insensible a midesgracia.

Dicho esto se puso a escribir lacarta, y cuando la hubo concluido, lapresentó al doctor, diciéndole:

—Señor, hasta la hora de mi muerte,sois vos el dueño absoluto de missentimientos. Leed esta carta y siencontráis algo en ella que debamudarse, decídmelo.

He aquí la carta, tal como laescribió:

«Ha llegado el momento en que voya entregar mi alma a Dios, y he queridoantes aseguraros de la amistad que os

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profeso, y que será toda vuestra hasta elúltimo momento de mi vida. Os pidoperdón por todo lo que he hecho contravos. Muero con la muerte ignominiosaque me han reservado mis enemigos. Yolos perdono de todo corazón, y os ruegoque los perdonéis también. Esperoigualmente que me perdonaréis lainfamia que va a recaer sobre vuestroapellido, pero pensad que es corto eltiempo que permanecemos en la tierra, yque dentro de poco, tal vez, tendréis quecomparecer ante Dios a darle estrechacuenta de todas vuestras acciones, hastade las palabras ociosas, cual yo voy ahacerlo ahora. Cuidad de vuestrosnegocios temporales y de nuestros hijos,

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dándoles vos mismo el ejemplo:consultad para eso a madame Marillac ya madame Cousté.

»Haced rezar por mi alma tantasmisas como os sea posible, y estadseguro de que muero enteramentevuestra.

»D’AUBRAY».El doctor, después de haber leído

atentamente esta carta, hizo observar ala marquesa la inoportunidad de una delas frases que contenía, la que se referíaa sus enemigos.

—Señora —le dijo—, no tenéisotros enemigos que vuestros crímenes;aquéllos a quienes designáis bajo estenombre, son los que aprecian la

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memoria de vuestro padre y hermanos, yque por lo mismo deberíais estimar.

—Pero señor —respondió lamarquesa—, ¿los que han precipitado mimuerte dejan acaso de ser misenemigos? ¿Y no es un sentimientocristiano perdonarles su persecución?

—Señora —replicó el doctor—,ellos no son enemigos vuestros. Vos soisel enemigo del género humano, y nadielo es vuestro, porque no puede pensarseen vuestro crimen sin horror.

—Por eso, padre mío —dijo ella—,no conservo ningún resentimiento contraellos, y quisiera ver en el paraíso a laspersonas que más contribuyeron aprenderme y a conducirme aquí.

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—¿Qué queréis decir con eso,señora? —respondió el doctor—. Estoes lo que comúnmente suele decirsecuando se desea la muerte a alguien.Explicaos pues, os lo suplico.

—Dios me libre, padre mío, deentenderlo así —replicó la marquesa—.Dios les dé, al contrario, largaprosperidad en esta vida y dicha y gloriainfinitas en la otra. Servios dictarme,pues, otra carta, y la escribiré comogustéis.

Después de escrita la nueva carta, lamarquesa ya no quiso pensar en otracosa más que en su confesión. Para ello,rogó al doctor que tomase la pluma,porque —le dijo—, he cometido tantos

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pecados y tantos crímenes que con unasimple confesión verbal no estaríasegura de la exactitud de la cuenta.

Entonces se arrodillaron ambos paraimplorar al Espíritu Santo, y después dehaber rezado un Veni Creator y unaSalve Regina, el doctor se levantó y sesentó enfrente de una mesa, mientras lamarquesa arrodillada rezaba unConfiteor y empezaba su confesión.

El padre Chavigny, que era el quehabía acompañado por la mañana aldoctor Pirot, se presentó a las nueve dela noche; y, aunque esta visita incomodóun tanto a la marquesa, le recibió ésta,sin embargo, con el semblante risueño.

—Padre mío —le dijo—, no

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esperaba veros tan tarde. Perdonad si ossuplico que me dejéis todavía algunosinstantes con el señor —el padre seretiró—. ¿A qué ha venido? —preguntóentonces la marquesa, volviéndose aldoctor.

—Para que no estéis sola.—¡Cómo!, ¿que vais a dejarme? —

respondió la marquesa con unsentimiento que indicaba hasta terror.

—Haré lo que gustéis, señora —respondió el doctor—, pero si mepermitieseis retirarme a mi casa poralgunas horas, os lo agradecería; entretanto el padre Chavigny os acompañará.

—¡Ah, señor! —exclamó ella—, asíque os vais después de haberme

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prometido que no me dejaríais hasta elúltimo instante. Esta mañana os he vistopor primera vez, y desde luego habéislogrado más influencia en mi corazónque ninguno de mis antiguos amigos.

—Señora —respondió el doctor—,haré lo que queráis. Si os pedía unmomento de reposo, era sólo paravolver a emprender mañana con másvigor la misión de que estoy encargado,y prestaros un servicio mucho máseficaz de lo que pudiera en otro caso.Sin tomarme ningún descanso, todocuanto pueda deciros será lánguido. Vossuponéis que mañana sobrevendrávuestra muerte. Quizá aceitéis, en cuyocaso mañana ha de ser vuestro gran día,

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vuestro día decisivo, y vos y yotendremos necesidad de todas nuestrasfuerzas. Hace ya trece o catorce horasque estamos trabajando juntos paravuestra salvación. Mi complexión esbastante débil, y mucho me temo,señora, que si no me concedéis un pocode descanso, me falte mañana lafortaleza necesaria para asistiros hastael fin.

—Lo que acabáis de manifestarme,señor —dijo la marquesa—, meconvence. En efecto, el día de mañanasera para mí mucho más importante queel de hoy, y ciertamente no soyrazonable. Es preciso que descanséisesta noche. Concluyamos tan sólo este

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artículo y repasemos lo escrito.Iba a retirarse el doctor, cuando

trajeron la cena, y la marquesa nopermitió que se fuera sin tomar unbocado. Mientras tanto, dijo ella alconserje que pidiese un coche y lopusiese en su cuenta. En cuanto a ella,tomó un caldo y dos huevos. Un instantedespués, volvió a entrar el conserje,diciendo que el coche estaba dispuesto,la marquesa se despidió entonces deldoctor, haciéndole prometer que rogaríapor ella, y que a las seis del díasiguiente estaría en la consejería. Eldoctor le dio palabra de que así lo haría.

Al día siguiente, al entrar en la torre,encontró al padre Chavigny, que le había

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reemplazado durante la noche, junto a lamarquesa, arrodillado con ella yrezando una oración. El sacerdotelloraba, pero la marquesa conservaba suentereza, y le recibió con un semblanteigual al que tenía cuando la dejó. Elpadre Chavigny, tan pronto como vio aldoctor, se retiró. La marquesa seencomendó a sus oraciones, y quisohacerle prometer que volvería, aunqueel padre no se comprometió a ello. Lamarquesa, dirigiéndose entonces aldoctor, le dijo:

—Señor, veo que sois puntual y enverdad que no puedo quejarme deVuestra puntualidad; pero, sabe Dios,cuánto os he echado de menos, y cuánto

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han tardado hoy en dar las seis.—Pues aquí me tenéis, señora —

respondió el doctor—. Pero, ante todo,decidme, ¿cómo habéis pasado lanoche?

—He escrito tres cartas —respondióla marquesa—, que, aunque cortas, mehan ocupado mucho tiempo: una para mihermano, otra para la señora deMarillac, y la tercera para el señorCousté. Habría deseado enseñároslas,pero el padre Chavigny se ha ofrecido aencargarse de ellas, y como las hahallado corrientes, no me he atrevido ahablarle de mi escrúpulo. Después —continuó la marquesa—, hemos habladoun rato, y hemos orado. Luego,

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sintiéndome cansada, he pedido al padreque me permitiera echarme un pocosobre la cama. Así que he descansadodos horas largas sin sueño ni inquietud.Cuando he despertado, hemos rezadoalgunas oraciones que concluíamoscuando habéis entrado.

—Y bien, señora —dijo el doctor—,si os parece podremos continuarlas:arrodillaos y recemos el Veni SancteSpiritus.

La marquesa obedeció al momento yrezó aquella oración con mucho fervor.Luego, acabada la oración, M. Pirottomó la pluma y se preparó paracontinuar escribiendo la confesión. Peroantes, la marquesa le dijo:

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—Señor, permitid que antes deproseguir os exponga una duda que meinquieta. Ayer me infundisteis grandesesperanzas en la misericordia de Dios;sin embargo, no tengo la presunción decreer que pueda salvarme sinpermanecer antes muchísimo tiempo enel purgatorio: mi crimen es demasiadoatroz para que pueda esperar su perdónsin esta condición. Y, aunque sintiesehacia Dios un amor infinitamente mayordel que puedo sentir, no podría aspirar aser recibida en el Cielo sin pasar por elfuego que debe purificar mis manchas, ysin sufrir las penas merecidas por mispecados. Pero he oído decir, señor, quela llama de aquel lugar donde las almas

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no arden sino por un tiempo determinadoes en todo parecida a la del infierno, endonde los condenados deben arder portoda una eternidad. Decidme, pues, ossuplico, de qué modo puede un alma queentra en el purgatorio en el mismoinstante de la separación de su cuerposaber si el fuego que la devora sinconsumirla acabará algún día, ya que eltormento que padece en nada sediferencia del de los condenados, ydado que las llamas que la queman sonde la misma calidad que las del infierno.Quisiera, señor, que me explicaseis estopara no tener dudas en aquel terribletrance, y saber desde luego si deboesperar o desesperar.

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—Habéis acertado, señora —respondió el doctor—: Dios esdemasiado justo para añadir la pena dela duda a la que impone. En el instanteen que el alma se separa del cuerpo seefectúa un juicio entre Dios y ella; oyela sentencia que la condena o la palabraque la absuelve; sabe si está en gracia oen pecado mortal; ve si Dios debearrojarla al infierno para siempre jamás,o si la confina al purgatorio por untiempo indeterminado. En el momento enque la cuchilla del verdugo os toque,oiréis, señora, esta sentencia, a menosque, ya enteramente purificada en estavida por el fuego de la caridad, vayáisen el acto, sin pasar por el purgatorio, a

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recibir la recompensa de vuestromartirio entre los bienaventurados querodean el trono del Altísimo.

—Es tal, señor, la fe que tengo envuestras palabras, que ya me pareceestar oyendo todo esto: quedosatisfecha.

El doctor y la marquesa volvieronentonces a emprender la confesión queinterrumpieran la víspera. La marquesadurante la noche había traído a lamemoria algunos artículos que hizoañadir a los anteriores, y continuaronasí, deteniéndose el doctor cuando lospecados eran muy grandes para hacerledecir un acto de contrición.

Al cabo de hora y media vinieron a

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decirle que bajase, porque el escribanode cámara la esperaba para leerle lasentencia. Recibió esta noticia conmucha calma, permaneciendoarrodillada como estaba. Se limitó avolver la cabeza para decir, sinalteración alguna en su voz:

—Al momento. Permitidme unapalabra con el señor, y luego estoy avuestras órdenes.

Continuó, efectivamente, dictando aldoctor el fin de su confesión con sumatranquilidad, y cuando creyó haberacabado, le suplicó que la acompañase arezar una breve oración, para que Diosle concediese delante de los jueces, aquienes había escandalizado, un

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arrepentimiento igual a su pasadaosadía. Cuando hubieron concluido,cogió su velo y un libro de oracionesque el padre Chavigny le había dejado, ysiguió al conserje, que la condujo hastael cuarto del tormento, donde se le debíaleer la sentencia.

Se empezó por el interrogatorioacostumbrado, que duró cinco horas, yen el cual dijo la marquesa todo cuantohabía prometido decir, negando quetuviese cómplices y afirmando quedesconocía tanto la composición de losvenenos que administraba como suantídoto. Concluido el interrogatorio,viendo los jueces que no podrían sacarotra cosa, indicaron al escribano que

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leyese la sentencia. Ella la escuchó enpie. Estaba concebida en estos términos:

«Visto por el tribunal, salasprimeras de Alcaldes, etc., aconsecuencia de la sentencia requeridapor dicha d’Aubray de Brinvilliers, elparecer del fiscal de S. M., interrogadala susodicha d’Aubray sobre los casosque resultan del proceso, el tribunal hadeclarado y declara a la mencionadad’Aubray de Brinvilliers confesa yconvicta de haber envenenado a supadre el señor Dreux d’Aubray, y hechoenvenenar a sus hermanos los señoresd’Aubray, lugarteniente civil el primero,y consejero en el Parlamento el segundo,y atentado contra la vida de su hermana

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Teresa d’Aubray; en reparación de locual ha condenado y condena a laantedicha d’Aubray de Brinvilliers a daruna pública satisfacción delante de lapuerta principal de la iglesia de París,donde será conducida en un carretón,con los pies descalzos, una soga alcuello y sosteniendo en sus manos unhacha encendida de dos libras de peso, yallí, arrodillada, dirá y declarará que haenvenenado a su padre, hecho envenenara sus dos hermanos y maquinado contrala vida de su hermana, por maldad, porvenganza y para apoderarse de susbienes, de lo cual debe decir que searrepiente, pidiendo perdón a Dios, alRey, y a la Justicia. Y hecho esto, será

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llevada y conducida en el mencionadocarretón a la plaza de la Greve de estaciudad, para ser allí decapitada sobre uncadalso, que se erigirá al efecto en dichaplaza. Su cuerpo será quemado yaventadas sus cenizas. Previamente se leaplicará el tormento ordinario yextraordinario para que revele suscómplices. Por otra parte, la declaraprivada de las sucesiones de los dichossu padre, hermanos y hermana, desde eldía en que los dichos crímenes fueronpor ella cometidos, y ademásconfiscados todos sus bienes adquiridosa favor de quien corresponda en justicia,después de haberse satisfecho de susdichos bienes y demás no comprendidos

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en la confiscación, una multa de cuatromil libras para el rey; cuatrocientaslibras para decir misas en sufragio delas almas de los referidos padre yhermanos, en la capilla de la consejería;diez mil libras de indemnización a laseñora Mangot, y las costas del proceso,incluyendo las causadas por el delsusodicho Amelin, llamado Lachaussee.

»Dado en el Parlamento a 16 dejulio de 1676».

La marquesa escuchó su sentenciahasta el fin sin manifestar pavor nidebilidad.

—Caballero —dijo dirigiéndose alescribano de cámara—, tened la bondadde volver a leer la sentencia. El

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carretón, que ciertamente no esperaba,me ha sorprendido de tal suerte que nohe oído nada de lo demás.

El escribano volvió a leer lasentencia, y como desde aquel instantela marquesa pertenecía al ejecutor, sepresentó éste. Reconociólo la marquesaal ver que traía una cuerda en las manos,y le alargó al momento las suyas,mirándole impasible de pies a cabezasin decir una palabra. Entonces seretiraron los jueces unos tras otros y setrajeron los diferentes aparatos deltormento. La marquesa paseó la vista sinalterarse sobre aquellos caballetes yaquellas terribles argollas que habíandislocado tantos miembros y arrancado

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tantos gritos, y divisando los tres cubosde agua preparada para ella, se dirigióal escribano, porque no quería hablarcon el verdugo, diciéndole con unasonrisa:

—¿Para qué tanta agua, caballero,pretendéis ahogarme? Porque a la vistade mi estatura no es probable que puedaengullirla toda.

El verdugo, sin responderle, empezópor quitarle su chal y sucesivamente lasdemás piezas del vestido, hastadesnudarla enteramente. Luego lacondujo junto a la pared y la hizo sentaren el caballete del tormento ordinario,que tenía poco más de medio metro dealto.

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Allí preguntaron de nuevo a lamarquesa por el nombre de suscómplices, cuál era la composición delveneno y cuál el antídoto paracombatirlo, pero respondió lo mismoque al doctor Pirtos, añadiendosolamente:

—Si no me creéis bajo mi palabra,mi cuerpo está en vuestras manos ypodéis torturarlo.

Con esta respuesta, el escribano hizoseña al verdugo para que prosiguieracon su cometido.

Éste empezó por atar los pies de lamarquesa a dos anillos colocadosenfrente de ella, el uno junto al otro,fijados en el suelo. Luego, echándole el

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cuerpo hacia atrás, le ató ambas manos ados fuertes anillos fijados en la pared,que distaban un metro aproximadamente.De este modo, la cabeza se hallaba a lamisma altura que los pies, mientras queel cuerpo, sostenido por un caballete,describía una media curva, como siestuviese echado sobre una rueda. Paraaumentar más la tirantez de losmiembros, el verdugo dio dos vueltas aun manubrio que obligó a los pies, queestaban como a treinta centímetros delos anillos, a aproximarse hasta lamitad.

Aquí también abandonaremosnuestra relación para reproducir elproceso verbal.

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«Colocada sobre el caballete, ydurante el estrujón, ha dicho muchasveces:

»—¡Oh, Dios mío, me matáis! Perohe dicho la verdad.

»Se le ha echado agua, se la haagitado y removido, y ha dicho estaspalabras:

»—¡Me matáis!»Amonestada entonces para declarar

a sus cómplices, ha dicho que sólo unhombre le había pedido, hacía unos diezaños, un veneno para deshacerse de sumujer, pero que aquel hombre habíamuerto.

»Se le ha echado agua, se hameneado y removido un poco, pero no

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ha querido hablar.»Se le ha echado agua, se ha

meneado un poco y tampoco ha queridohablar.

»Amonestada de nuevo, diciéndoleque si no tenía cómplices, por qué habíaescrito desde la consejería a Penautier,instándole a que hiciese por ella todocuanto pudiese, atendido a que en estenegocio los intereses de ambos erancomunes:

»Ha dicho que nunca había sabidoque Penautier estuviese en inteligenciacon Saint Croix para sus venenos; y quesi decía lo contrario mentiría a suconciencia. Pero que como en la arquillade Saint Croix se había encontrado un

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billete dirigido a Penautier, a quien ellahabía visto frecuentemente con SaintCroix, creyó que la amistad que reinabaentre ambos podía extenderse hasta elcomercio de venenos; que, en esta duda,se había arriesgado a escribirle como sifuera cierto, persuadida de que este pasoen nada podría perjudicarle; porque, oPenautier era cómplice de Saint Croix, ono lo era: si lo primero, debía creer queella podía comprometerle, y porconsiguiente haría todo lo imaginablepara librarla de manos de la justicia; ysi lo segundo, su carta no sería más queuna carta perdida.

»Se le ha echado agua otra vez, se leha meneado y removido mucho, pero ha

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repetido que sobre este punto nada máspodía añadir a lo que ya había dicho,porque si otra cosa decía, cargaría suconciencia».

Concluido el tormento ordinario, lamarquesa había ya engullido la mitad deaquella agua que le pareciera suficientepara ahogarla. El verdugo descanso paraproceder al tormento extraordinario. Enconsecuencia, sustituyó el caballetesobre el cual estaba tendida por otro deun metro, que hizo pasar por debajo delos riñones, dando al cuerpo mayorcombadura. Y como esta operación sehizo sin aflojar la cuerda, los miembrostuvieron que dilatarse de nuevo, y lasataduras, estrechándose alrededor de las

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muñecas y de los tobillos, penetraron enlas carnes hasta el punto de hacer manarla sangre. El tormento, que había sidointerrumpido por las preguntas delescribano y las respuestas de lapaciente, volvió a empezar. Y en cuantoa sus gritos, parecía que ni los oíansiquiera.

«Puesta sobre el gran caballete, ydurante el estirón, ha dicho muchasveces:

»—¡Oh, Dios mío!, ¡medesmembráis! ¡Perdón, Señor! ¡Tenedcompasión de mí!

»Requerida si tenía otra cosa quedecir sobre sus cómplices:

»Ha contestado que podían matarla,

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pero que no diría una mentira, que seríala perdición de su alma.

»Por lo cual se le ha echado agua, sele ha meneado y se ha doblado un poco,pero no ha querido hablar.

»Amonestada para que revelase lacomposición de sus venenos y elantídoto que les era propio:

»Ha dicho que ignoraba lassustancias de que se formaban; que sólose acordaba de que entraban sapos en sucomposición; que Saint Croix nunca lehabía revelado el secreto, aunqueopinaba que el boticario Glazer, y noSaint Croix, era quien los preparaba;que se acordaba de que algunos de ellosno eran otra cosa que arsénico

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enrarecido; que en cuanto alcontraveneno, no conocía otro que laleche; que Saint Croix le había dichoque con tal que se hubiese bebido deella por la mañana, y se tomase una tazaa los primeros síntomas que seexperimentasen, nada había que temer.

»Requerida a que dijese si teníaalguna cosa que añadir:

»Ha dicho que había confesado todocuanto sabía, que ahora podían matarla,pero que ya no diría nada más.

»Por lo que se le ha echado agua, sela ha agitado un poco y ha dicho que semoría, pero no ha querido hablar.

»Se le ha echado agua y se le hameneado y removido, mas inútilmente.

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»Al echarle otra vez, agua, sintocarla ni removerla, ha exclamado:

»—¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! ¡Soymuerta!

»Pero no ha querido hablar más.»Por lo cual, dejando de

atormentarla, se la ha desatado, bajado yconducido cerca del luego, del modoacostumbrado».

Junto a aquel fuego, que ardía en lachimenea del conserje, y tendida sobreel colchón del tormento, fue como lavolvió a encontrar el doctor, quien nosintiéndose con bastantes fuerzas parapresenciar semejante espectáculo, lehabía pedido el permiso de dejarla paradecir en su auxilio una misa, a fin de que

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Dios le concediese paciencia yfortaleza.

Ya se ha visto que el digno sacerdoteno había orado en vano.

—¡Ah!, señor —le dijo la marquesaapenas le vio», hace mucho tiempo quedeseaba volveros a ver para consolarmecon vos. ¡Qué largo y doloroso ha sidoel tormento! Pero es la última vez que hede tratar con los hombres, y ahora yasólo debo ocuparme de Dios. Mirad mismanos, señor, mirad mis pies, ¿no esverdad que están desgarrados ymagullados, y que el verdugo me haherido en los mismos lugares del cuerpoen donde lo fue Jesucristo?

—De este modo, señora —

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respondió el sacerdote—, estos doloresson en este momento una felicidad paravos: cada tormento es un grado que osaproxima al cielo. Así, pues, esmenester, como vos decís, no ocuparossino de Dios; es preciso dirigirle todosvuestros pensamientos y todas vuestrasesperanzas. Debéis pedirle, como el reypenitente, que os conceda un lugar en elcielo entre sus elegidos; y como nadaimpuro puede penetrar allí, trabajemos,señora, para quitar de vos todas lasmanchas que pudieran impediros laentrada.

Entonces la marquesa se levantóayudada del doctor, pues apenas podíasostenerse, y se adelantó bamboleando

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entre él y el verdugo, pues este último,que se había apoderado de ella luego dehaberle leído la sentencia, ya no debíadejarla hasta después de ajusticiada.Entraron los tres en la capilla, ypenetrando en el recinto del coro, eldoctor y la marquesa se arrodillaronpara adorar al Santo Sacramento. Enaquel instante, algunas personas curiosasse presentaron en la nave de la capilla, ycomo distrajeran a la marquesa, elverdugo cerró la reja del coro e hizopasar a la penitente detrás del altar. Allíse sentó en una silla, y el doctor se sentóen un banco situado al lado opuesto,enfrente de ella. Sólo entonces fuecuando, al mirarla a la luz de la ventana

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de la capilla, notó el cambio que sehabía efectuado en ella. Su semblante,que regularmente era pálido, estabainflamado, sus ojos ardientes ycalenturientos, y todo su cuerpo tiritabacon inusitados estremecimientos. Eldoctor quiso decirle algunas palabraspara consolarla, pero ella, sinescucharle:

—¿Sabéis, señor —le dijo— que misentencia es muy ignominioso einfamante? ¿Sabéis que hay fuego enella?

El doctor no le contestó; pero,ocurriéndosele que tendría necesidad detomar algo, dijo al verdugo que trajeraun poco de vino. En breve se presentó el

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carcelero con una taza en la mano. Eldoctor la ofreció a la marquesa, quehumedeció en ella sus labios y se ladevolvió al instante. Luego, advirtiendoque tenía el seno descubierto, tomó supañuelo para cubrirse y pidió alcarcelero un alfiler para prenderlo.Como éste tardase en dárselo, mirandosi lo tenía, creyó ella que quizá temieraque se lo pedía para tragárselo.Moviendo la cabeza con una tristesonrisa, dijo:

—¡Ah!, nada tenéis que temer ahora,y aquí está el señor que os saldrágarante de que no quiero hacerme ningúndaño.

—Señora —le dijo el carcelero

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entregándole lo que pedía—,perdonadme si os he hecho aguardar. Noha sido porque desconfiase de vos, os lojuro. Entonces, arrodillándose delantede ella, le pidió que le diera su mano abesar. Ella se la dio al momento,diciéndole que rogase a Dios por ella.

—¡Oh!, sí —exclamó él sollozando—, lo haré con todo mi corazón.

Entonces ella se prendió el alfilerdel mejor modo que pudo, teniendo lasmanos atadas. Cuando se hubo retiradoel carcelero, y encontrándose sola con eldoctor, le dijo por segunda vez:

—¿No lo habéis oído, doctor? Os hedicho que había fuego en mi sentencia.¡Fuego!… ¿Lo comprendéis? Y aunque

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en ella se dice que mi cuerpo no seráquemado sino después de mi muerte,siempre será una gran infamia para mimemoria. Me evitan el dolor de serquemada viva, y me salvan así, tal vez,de una muerte desesperada; perosiempre queda la afrenta, y en la afrentaes en lo que pienso.

—Señora —le dijo el doctor—, avos os debe ser indiferente que vuestrocuerpo sea arrojado al fuego y reducidoa cenizas, o puesto en la tierra ydevorado por los gusanos; que loarrastren y lo arrojen en un muladar, oque lo embalsamen con los perfumes delOriente, y que lo depongan en un ricosepulcro. De cualquier modo que acaba,

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resucitará el día señalado, y si estádestinado para ir al cielo, saldrá de suscenizas más glorioso que muchos regioscadáveres que duermen en este momentoen féretros dorados. Las exequias sonpara los que sobreviven, señora, y nopara los que mueren.

En este momento se oyó algún rumoren la puerta del coro. El doctor fue a verlo que era, y vio que un hombre pugnabapor entrar, luchando casi con el verdugo.Se acercó entonces, y preguntó quésucedía: era un sillero a quien la señorade Brinvilliers había comprado un cocheantes de su partida de Francia y le habíapagado una gran parte, quedándole adeber unas mil doscientas libras. Traía

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el vale que la marquesa le habíafirmado, y en el cual estaban fielmenteanotadas las diferentes partidas que deella había recibido a cuenta. Entonces lamarquesa, no sabiendo lo que pasaba,llamó; el doctor y el verdugo acudieronal punto.

—¿Vienen ya a buscarme? —les dijo—, no me hallo todavía bastantepreparada; pero no importa, estoydispuesta.

El doctor la tranquilizó y le refiriólo que sucedía.

—Tiene razón ese hombre —respondió ella—. Decidle —continuó,dirigiéndose al verdugo—, que daré misórdenes en cuanto pueda para que sea

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satisfecho.Luego viendo que el verdugo se

alejaba:—Señor —dijo al doctor—, ¿ha

llegado ya la hora de marchar? Muchofavor me harían en darme un poco másde tiempo. Porque si bien estoydispuesta, como os decía, no estoy deltodo preparada. Perdonadme, padre mío—añadió—, pero este tormento y estasentencia me han trastornadoenteramente: ese fuego brilla siempreante mis ojos como el del infierno.Mucho mejor habría sido para misalvación que durante todo este tiempome hubiesen dejado sola con vos.

—Señora —respondió el doctor—,

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probablemente tendréis tiempo, a Diosgracias, hasta la noche para recobraros ypensar en lo que falta por hacer.

—¡Oh! no creáis esto, señor —dijoella con una sonrisa—; no tendrán tantasconsideraciones con una infelizcondenada al fuego; no depende eso denosotros. Cuanto todo esté dispuesto,vendrán a avisarnos que ya es hora, ytendremos que marchar.

—Puedo responderos, señora —replicó el doctor—, que se os concederáel tiempo necesario.

—No, no —dijo ella con un acentocomprimido y febril—, no quiero queme esperen; cuando el carretón esté enla puerta, bastará indicármelo, y bajaré.

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—Señora —respondió el doctor—,yo no os detendría si os viese bastantedispuesta a comparecer ante Dios,porque en vuestra situación es un acto depiedad no pedir tiempo y partir cuandollegue la hora. Pero no están todos tanbien preparados que puedan hacer comoJesucristo, que dejó su oración ydespertó a sus apóstoles para salir deljardín y marchar al encuentro de susenemigos. Vos estáis débil en estemomento, y aunque viniesen a buscaros,yo me opondría a vuestra partida.

—Tranquilizaos, señora, el momentono ha llenado todavía —dijo el verdugo,sacando la cabeza junto al altar, quehabía oído la conversación y, creyendo

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su testimonio irrecusable, quería, encuanto pudiese, infundir ánimo a lamarquesa—. No corre prisa, y todavíaos quedan de dos a tres horas.

Esta seguridad sosegó un poco a lamarquesa de Brinvilliers. Después dedar las gracias al verdugo, se volvió aldoctor, diciéndole:

—Aquí tengo, doctor, un rosario queno quisiera que cayese en manos de esehombre. No porque crea que no puedehacer buen uso de él, pues a pesar deloficio que ejercen creo que esas gentesson cristianas como nosotros, ¿no esverdad? Pero no importa, preferiríadejarlo a otro cualquiera.

—Señora —respondió el doctor—,

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decidme a quién deseáis que lo entregue.—No tengo, ¡ay de mi!, a nadie más

que una hermana a quien pueda dejarlo.Pero temo que al acordarse del crimenque medité contra ella, se horrorice detocar cuanto me haya pertenecido. Contodo, si esto no la incomodase, seriapara mí un gran consuelo la idea de quelo llevara después de mi muerte, y quesu vista le recordara que debe rogar pormí… Pero después de lo que ha pasadoentre nosotras, este rosario no será paraella sino el emblema de una memoriaodiosa. ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Cuancriminal soy! ¿Os dignaréisperdonarme?

—Creo que os engañáis, señora —

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respondió el doctor—, en lo tocante a laseñorita d’Aubray: ya habéis podidoconocer por la carta que os ha escritocuáles son sus sentimientos respecto avos. Rezad pues con este rosario hastavuestra última hora. Rezad sin descansoy sin distraeros, como conviene a unacriminal que se arrepiente, y osrespondo, señora, que el rosario loentregaré yo mismo, y que será bienrecibido.

Y la marquesa, que después delinterrogatorio había estadoconstantemente distraída, se puso denuevo, gracias a la paciente caridad deldoctor, a rezar con tanto fervor comoantes.

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Estuvo rezando hasta las siete, y enese preciso momento vino el verdugo yse puso delante sin decir nada. Ellacomprendió que había llegado la hora, yasiendo del brazo al doctor:

—Un momento todavía —dijo—, uninstante os suplico.

—Señora —respondió el doctor,levantándose—, vamos a adorar ladivina sangre en el sacramento, y arogarle que os purifique de todo lo quesea mancha y pecado, y así conseguiréisel plazo que deseáis.

El verdugo le apretó entonces lascuerdas de las manos que antes habíadejado flojas y casi fluctuantes, y ellafue con paso firme a arrodillarse delante

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del altar entre el capellán de laconsejería y el doctor. El capellán,vestido con un sobrepelliz, entonó enalta voz el Veni Creator, el SalveRegina y Tantum ergo. Concluidas estaspreces le dio la bendición del SantísimoSacramento, que recibió de rodillas ycon el rostro pegado en el suelo.Después, salió de la capilla, apoyadadel lado izquierdo por el doctor y delderecho por el criado del verdugo. Enesta salida fue cuando experimentó suprimera confusión. Diez o doce personasla aguardaban; y como se encontró derepente frente de ellas, dio un pasoatrás, y con las manos atadas procurótaparse la cara con la toca que le cubría

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la cabeza, y lo consiguió en parte. Enseguida pasó por un portillo que secerró detrás de ella, de manera que seencontró sola entre dos rejillas, con eldoctor y el criado del verdugo.Entonces, de resultas de la violencia quehabía tenido que hacer para taparse lacara, se desenhebró el rosario, y algunascuentas rodaron por el suelo. Sinembargo, continuó adelantándose sinprestar atención; pero el doctor ladetuvo y se puso a recoger las cuentascon el criado del verdugo, quienreuniéndolas en su mano, las puso en lasde la marquesa, la cual le dio las graciascon humildad por su atención:

—Señor —le dijo—, ya sé que nada

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poseo en este mundo, que cuanto traigoencima os pertenece, y que nada puedodar sin vuestro permiso, pero os suplicoque no toméis a mal que antes de morirdé este rosario al señor: no perderéismucho en ello, porque es de poco valory sólo se lo doy para que lo ponga enmanos de mi hermana. Permitidme, pues,os suplico, que así lo haga.

—Señora —respondió el criado—,aunque los vestidos de los sentenciadosnos pertenecen de costumbre, sois dueñade disponer de cuanto lleváis, y auncuando este rosario fuese de más valor,podríais hacer de él lo que gustaseis.

El doctor, que le daba el brazo,sintió que se estremecía al oír esta

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fuerza de parte del criado del verdugo,la cual, teniendo en cuenta el carácteraltanero de la marquesa, temía que fuerapara ella la cosa más humillante que sepueda imaginar; pero, con todo, estesentimiento, si lo experimentó, fueinterior, y su semblante nada reveló. Enese momento se encontró en el vestíbulode la consejería, entre el patio y elprimer portillo, en donde la hicieronsentar para ponerla en el estado en quedebía presentarse para la públicasatisfacción.

Como a cada paso que daba seacercaba al cadalso, cadaacontecimiento le causaba la más vivainquietud. Volvióse con angustia, y vio

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al verdugo con una camisa en la mano,en aquel momento se abrió la puerta delvestíbulo, y entraron en él comocincuenta personas, entre las cualesestaban la señora condesa de Soissons,la señora del Refugio, la señorita deSandery, M. de Roquelaure y el señorabate de Chimay. Al verlos, la marquesase puso colorada de vergüenza, einclinándose hacia el doctor:

—Señor —le dijo—, ¿este hombreva a desnudarme por segunda vez, comolo hizo en el cuarto del tormento? Todosestos preparativos son harto crueles, y apesar mío me desvían de Dios.

Oyóla el verdugo, y aunque habíahablado muy bajo, la tranquilizó,

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diciéndole que nada le quitarían, y quele pondrían la camisa sobre susvestidos. Entonces se acercó a ella, ycomo él estaba a un lado y su criado enel otro, la marquesa, que no podíahablar con el doctor, le expresaba consus miradas cuan profundamente sentíatoda la ignominia de su situación. Enseguida, cuando el verdugo le puso lacamisa, en cuya operación tuvo quedesatarle las manos, le levantó sutocado, que ella había hecho caer, comoya hemos dicho, se lo anudó al cuello, leató nuevamente las manos, y le pasó unacuerda por la cintura y una sogaalrededor del cuello. Luegoarrodillándose delante de ella, le quitó

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los chapines y las medias. Entonces,alargando las manos hacia el doctor:

—¡Oh, señor! —exclamó—, ya veiscomo soy tratada. ¡Por Dios, acercaos yconsoladme!

El doctor se le reunió al punto, yprobó a alentarla, sosteniéndole lacabeza sobre su pecho.

—¡Oh, señor! —dijo ella, echandouna mirada sobre toda aquella gente quela devoraba con los ojos—, ¿no esdemasiado bárbara y extraña estacuriosidad?

—Señora —le respondió el doctor,con lágrimas en los ojos—, noatribuyáis el conato de estas gentes porel lado de la barbarie y de la curiosidad,

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aunque tal vez sea su lado verdadero:tomadlo más bien como una afrenta queDios os envía en expiación de vuestroscrímenes. Dios, siendo inocente, tuvoque pasar por oprobios mucho mayores,y sin embargo los sufrió con alegría,porque, como dice Tertuliano, «fue unavíctima que se engordó en el deleite delos dolores».

Apenas el doctor hubo concluidoestas palabras, el verdugo puso el hachaencendida en manos de la marquesa,para que la llevase hasta Notre Dame,en donde tenía que dar la públicasatisfacción. Como era muy pesada, eldoctor la sostuvo con la mano derecha,mientras el escribano le leía la

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Sentencia por segunda vez, y el doctorhacía cuanto podía para que no la oyese,hablándole de Dios sin cesar. Sinembargo, se puso tan sumamente pálidacuando el escribano le volvió a leerestas palabras: «Hecho esto será llevaday conducida en un carretón, con los piesdescalzos, una soga al cuello, y llevandoen sus manos un hacha encendida de doslibras de peso», que el doctor no pudodudar de que las había oído, no obstantesus esfuerzos. Mucho peor fue todavíacuando llegó al umbral del vestíbulo yvio el gran tropel de gente que laesperaba en el patio. Entonces se paróde improviso con el rostro convulsivo,apoyándose en sí misma, como si

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hubiese querido hundir sus pies en latierra:

—Señor —dijo al doctor con unacento fiero y lamentable a la vez—;señor, ¿sería posible que después de loque está pasando, el marqués deBrinvilliers tuviese la cobardía dequedar en este mundo?

—Señora —respondió el doctor—,cuando Nuestro Señor tuvo que dejar asus apóstoles, no rogó a Dios que losquitase de la tierra, sino que lospreservase de caer en el vicio. «Padremío, dijo, no os pido que los quitéis delmundo, sino que los preservéis de mal»;por consiguiente, señora, si queréispedir alguna cosa a Dios para el

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marqués de Brinvilliers, sea tan solopara que lo mantenga en su gracia, siestá en ella, o se la conceda en casocontrario.

Pero estas palabras eran inútiles. Enaquel instante la infamia era demasiadopública: arrugóse su rostro,frunciéronsele las cejas, echó llamas porlos ojos, torciósele la boca, todo suademán era terrible, y el demonioapareció un instante bajo la cubierta quelo envolvía. Durante este paroxismo,que duró como un cuarto de hora, fuecuando Lebrun, que estaba junto a ella,se impresionó de su fisonomía,conservando de ella un recuerdo tal, quela noche siguiente, no pudiendo dormir y

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teniendo sin cesar aquella figura ante losojos, hizo el bello dibujo que está en elLouvre, y en frente de este dibujo, unacabeza de tigre, para manifestar que loslineamientos principales eran idénticos.

Este retraso en la marcha había sidoocasionado por la extraordinariamultitud que ocupaba el patio, y que noabrió paso hasta que se presentaron losalguaciles a caballo para despejar.Entonces pudo salir la marquesa, y paraque su vista no se extraviase más enaquel gentío, el doctor le puso uncrucifijo en las manos, mandándole queno apartase los ojos de él. Esto fue loque hizo hasta llegar a la puerta de lacalle, en donde le aguardaba el carretón.

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Y allí se vio precisada a poner los ojosen el objeto infame que tenía delante.

Este carretón era cabalmente uno delos más pequeños que pueden verse, sinasiento, con un poco de puja echada enel fondo, y conservando todavía losrastros del lodo y de las piedras quehabía transportado. Y el pésimo rocín deque iba tirado, completabamaravillosamente la ignominia de aquelequipaje.

El verdugo la hizo subir primero, locual ella ejecutó con bastante fuerza yrapidez, como para huir de las miradasde los que la rodeaban, y se acurrucó,como un animal montés, en el ánguloizquierdo, sentada sobre la paja y vuelta

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hacia atrás. El doctor subió en seguida yse sentó junto a ella en el ánguloderecho; luego subió el verdugo, cerróla tabla de detrás y se sentó encima,entrelazando sus piernas con las deldoctor. En cuanto al criado, que estabaencargado de guiar el caballo, se sentóen el travesaño de delante, dando laespalda a la marquesa y al doctor, conlos pies separados y apoyados en lasdos varas. En esta posición, que explicapor qué madame de Sevigné, que estabasobre el puente de Notre Dame con laBuena Descars, no vio más que un gorro,fue como la marquesa emprendió lamarcha para Notre Dame.

No bien hubo dado la comitiva

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algunos pasos, cuando el semblante dela marquesa, que había recobrado unpoco de tranquilidad, se trastornó denuevo; sus ojos, que estabanconstantemente fijos en el crucifijo,lanzaban fuera del carretón miradas defuego, y pronto volvieron a tomar uncarácter de turbación y extravío queespantó al doctor, quien, reconociendoque algo le habría impresionado, yqueriendo mantener la calma en suespíritu, le preguntó qué había visto.

—Nada, señor, nada —respondióella con viveza y volviendo sus miradashacia al doctor—, no es nada.

—Pero señora —le dijo él—, osdesmienten vuestros ojos, pues se ve en

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ellos desde hace un momento un fuegomuy distinto del de la caridad, que sólola vista de algún objeto molesto puedehaberlo causado. ¿Cuál puede ser?Hacedme el favor de decírmelo, porqueme habéis prometido que me advertiríaisde cualquier tentación que os viniese.

—Así lo haré, señor —respondió lamarquesa—, pero esto no es nada.

Y luego, dirigiendo de repente lavista al verdugo, que, como hemosdicho, estaba enfrente del doctor:

—Señor —le dijo con precipitación—, señor, colocaos delante de mí, ossuplico, y tapadme a aquel hombre.

Y ella extendió sus dos manos atadashacia un hombre a caballo que seguía el

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carretón, empujando con aquelmovimiento el hacha, que el doctorsostuvo, y el crucifijo, que cayó en elsuelo. El verdugo, después de mirar entomo a si, se puso de lado, como ella lohabía pedido, haciéndole señal deinteligencia con la cabeza, ymurmurando en voz baja:

—Sí, sí, ya sé lo que es.Y como el doctor insistiese:—Señor —le dijo ella—, no es nada

que merezca contarse. Ciertamente esuna debilidad mía que no pueda ahorasoportar la vista de una persona que meha maltratado. Ese hombre que habéisvisto tocar casi con el carretón, esDesgrais, quien me arresto en Lieja. Y

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tanto me maltrato durante todo el caminoque no he podido, al verle, dominar elsentimiento que habéis advertido.

—Señora —respondió el doctor—,he oído hablar de él, y vos misma me lohabéis citado alguna vez en vuestraconfesión, pero considerad que estehombre fue enviado con órdenes severaspara prenderos y responder de vos, y,por consiguiente, tenía razón devigilaros de cerca y de velar con rigor.Aun cuando hubiese empleado másseveridad, no habría hecho sino cumplircon su deber. Jesucristo, señora, debíaconsiderar a sus verdugos comoministros de iniquidad que servían a lainjusticia, y que además se excedían en

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crueldad a las órdenes que recibieran, yno obstante sufrió su presencia conmansedumbre y alegría durante todo elcamino, y rogó por ellos al morir.

Entonces se suscitó en el ánimo de lamarquesa un recio combate, que sereflejó en su rostro, pero que no durómás que un instante, volviendo luego atomar su semblante un aspecto tranquiloy sereno. Después, dijo:

—Ciertamente, señor, me dañamucho esa susceptibilidad: pido por elloperdón a Dios, y os ruego que osacordéis de ello en el cadalso, cuandome deis la absolución, según me lohabéis prometido, para recibirla asísobre esto como sobre todo lo demás.

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Luego, volviéndose al verdugo:—Amigo —continuó—, ocupad otra

vez vuestro puesto y dejad que vea aDesgrais.

El verdugo titubeó en obedecer, peroa una señal que le hizo el doctor, volvióa colocarse como antes. La marquesafijó la vista durante algunos segundos enDesgrais con sosegado ademán, rezandoen voz baja una plegaria por él; yvolviendo en seguida los ojos alcrucifijo, púsose de nuevo a orar por simisma: esto sucedió delante de laiglesia de Santa Genoveva de losArdenes.

Entretanto el carretón, aunque conmucha lentitud, continuaba siempre

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avanzando, y acabó por entrar en laplaza de Notre Dame. Los alguacilesapartaron entonces al gentío que lallenaba, y el carretón avanzó hasta lasescaleras, donde se detuvo. Allí bajó elverdugo, quitó la tabla de detrás, cogióen sus brazos a la marquesa y la puso enel suelo. El doctor bajó tras ella, con lospies entumecidos por la posiciónforzada en que se había mantenido desdela consejería, subió los escalones de laiglesia, y fue a colocarse a la espalda dela marquesa, que estaba de pie en elatrio delante de la puerta, teniendo unescribano a su derecha y el verdugo a laizquierda; y detrás de ella un inmensogentío que ocupaba la iglesia, cuyas

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puertas estaban abiertas de par en par.Después de haberla hecho arrodillar, leentregaron el hacha encendida, que hastaentonces el doctor había llevado casisiempre, y el escribano leyó la públicasatisfacción, que llevaba escrita en unpapel, y que ella empezó a repetir, perotan quedo que el verdugo tuvo quedecirle en alta voz:

—Repetid lo que os dice el señor,repetidlo todo. ¡Más alto! ¡Más alto!

Entonces, levantando la voz, con nomenos entereza que contrición, repitió ladeclaración siguiente:

«Confieso que por maldad y porvenganza envenené a mi padre y hehecho envenenar a mis hermanos, y

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atentado a la vida de mi hermana paraapoderarme de sus bienes, de lo cualpido perdón a Dios, al Rey y a laJusticia».

Concluida la pública satisfacción, elverdugo volvió a tomarla en sus brazosy la transportó al carretón, dejado ya elhacha. El doctor subió después de ella, ycada uno volvió a ocupar el puesto deantes. El carretón prosiguió su caminohacia la Greve: desde ese momentohasta que llegó al cadalso, no apartójamás la vista del crucifijo que el doctorsostenía con la mano izquierda y que lepresentaba incesantemente, exhortándolasiempre con piadosas palabras, yprobando si podía distraerla de los

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terribles murmullos que se oíanalrededor del carretón, y entre loscuales se distinguían fácilmente nopocas imprecaciones.

Al llegar a la plaza de la Greve, sedetuvo el carretón a alguna distancia delcadalso. Entonces el escribano, que sellamaba Drouet, se adelantó a caballo, ydirigiéndose a la marquesa:

—Señora —le dijo—, ¿no tenéisnada más que añadir o que no hayáismanifestado? Porque si tenéis algunadeclaración que hacer, los señorescomisarios están reunidos en las casasconsistoriales dispuestos a recibirla.

—Ya lo oís, señora —dijo entoncesel doctor—, estamos en el término del

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viaje, y, gracias a Dios, no os hanabandonado las fuerzas en el camino: noperdáis el fruto de todo lo que ya habéissufrido y de todo cuanto os quedatodavía que sufrir, callando lo quesabéis, si acaso sabéis más de lo quehabéis manifestado.

—He dicho cuanto sabía —respondió la marquesa—, y nada máspuedo añadir.

—Repetidlo, pues, en alta voz —replicó el doctor—, y haced que todo elmundo lo oiga.

Entonces, la marquesa, levantando lavoz tanto como pudo, repitió:

—He dicho cuanto sabía, señor, ynada más puedo añadir.

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Concluida esta declaración, elcarretón se aproximó al cadalso. Pero lamuchedumbre estaba tan apiñada que elcriado del verdugo no podía abrirsepaso, a pesar de los latigazos quedistribuía, y fue preciso detenerse aalguna distancia. En cuanto al verdugo,había ya bajado y estaba acomodando laescalera.

Durante aquel momento de horribleexpectación, la marquesa miraba aldoctor con aire tranquilo y agradecido, ycomo se apercibiese de que el carretónse detenía:

—Señor —le dijo—, no es aquídonde debemos separarnos, pues mehabéis dado palabra de no dejarme hasta

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que todo haya concluido: espero que mela cumpliréis.

—Sí —respondió el doctor—, os lacumpliré, señora, y sólo el instante devuestra muerte será el de nuestraseparación: tranquilizaos, pues no osabandonaré.

—Así lo esperaba —respondió lamarquesa—, porque vuestra promesaera harto solemne para que niremotamente imaginase que faltaseis aella. Hacedme, pues, el favor de subir alcadalso conmigo y a mi lado. Y ahora,siendo ya preciso que os dé el últimoadiós, antes de que lo olvide con tantocomo hay que hacer, permitidme que osde las gracias desde luego, porque, si

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estoy dispuesta a sufrir la sentencia delos jueces de la tierra y a escuchar la deljuez del cielo, lo debo todo a vuestrapiadosa solicitud, lo confiesoingenuamente, y sólo me resta yasuplicaros que me perdonéis lasmolestias que os he ocasionado: ¿no esverdad que me perdonáis? —añadió.

Al oír estas palabras, el doctorintentó tranquilizarla; pero sabiendo quesi abría la boca prorrumpiría ensollozos, se calló. Entonces la marquesale repitió por tercera vez:

—Os suplico, señor, que meperdonéis, y que no echéis a menos eltiempo que habéis pasado conmigo:decid en el cadalso un De profundis en

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el instante de mi muerte, y mañana unamisa de perdón: me lo prometéis, ¿no esverdad?

—Sí, señora —dijo el doctor convoz balbuciente—; sí, sí, perdedcuidado, haré cuanto me mandáis.

En aquel momento, el verdugo quitóla tabla y sacó a la marquesa delCarretón. Y como dio con ella algunospasos hacia el cadalso, todas lasmiradas se fijaron en ellos, y el doctortuvo un instante para enjugarse suslágrimas mal reprimidas sin que nadie lonotase; al enjugarse los ojos, el criadodel verdugo le alargó la mano paraayudarle a bajar. Entretanto la marquesasubía la escalera, acompañada del

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verdugo, y al llegar a la plataforma, hizoeste que se arrodillara enfrente de unmadero colocado a través. Entonces, eldoctor, con paso menos firme que ella,fue a arrodillarse a su lado, perocolocado de otra manera a fin depoderle hablar al oído, de manera que lamarquesa miraba hacia el río y el doctora la casa del ayuntamiento. Pasado uninstante, el verdugo despeinó a la reo yle cortó los cabellos por detrás y por loslados, haciéndole volver y revolver lacabeza, con bastante brutalidad algunasveces. Y, aunque esta horrible operaciónduró cerca de media hora, no se la oyóninguna queja, ni dio otra muestra dedolor que las gruesas y silenciosas

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lágrimas que dejaba escapar. Cuandohubo cortado los cabellos, el verdugo lerasgó, para descubrirle las espaldas, laparte superior de la camisa que le habíapuesto por encima de sus vestidos alsalir de la consejería. Finalmente levendó los ojos, y, alzándole la barbillacon la mano, le ordenó que mantuviesela cabeza derecha. Ella obedeció sinresistencia, escuchando siempre lo quele decía el doctor y repitiendo de vez encuando las palabras más análogas a susituación. Mientras tanto el verdugoexaminaba frecuentemente su capa, quehabía dejado en la parte posterior delcadalso, cabe a la hoguera, y entre cuyospliegues se veía brillar el puño de un

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largo sable, que había tenido laprecaución de esconder para que no loviese la marquesa de Brinvilliers alsubir al cadalso. Y como, después dehaber dado la absolución a la marquesa,viera el doctor que el verdugo todavíano estaba armado, le dijo las siguientespalabras en forma de oración, que ellarepitió: «Jesús, hijo de David y deMaría, tened compasión de mí; María,hija de David y madre de Jesús, rogadpor mí; Dios mío, abandono mi cuerpo,que no es más que polvo, y lo dejo a loshombres para que lo quemen, loreduzcan a cenizas y hagan de él lo queles plazca, con una entera fe de que loharéis resucitar un día, y que lo reuniréis

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con mi alma: sólo por ella temo. Tened abien. Dios mío, que os la entregue,haced que entre en vuestro reposo yrecibidla en vuestro seno, a fin de quevuelva al origen de donde ha salido.Viene de vos, que vuelva a vos; hasalido de vos, que vuelva a entrar envos. Vos sois su origen y su principio,sed, ¡oh. Dios mío!, su centro y su fin».

Acababa estas palabras la marquesa,cuando el doctor oyó un golpe sordo,como el que produce una cuchillacuando se corta carne sobre un tajo: enel mismo instante cesó la voz. Elcuchillo había pasado tan rápidamenteque el doctor no la había visto siquierabrillar, y se detuvo también, con los

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cabellos erizados y con la frente bañadaen sudor, porque, como no vio caer lacabeza, creyó que el verdugo habíaerrado el golpe y que le sería precisorepetirlo. Pero duró poco este temor,porque casi en el mismo instante lacabeza se inclinó del lado izquierdo,resbaló sobre la espalda, y de la espaldarodó hacia atrás, mientras que el cuerpocaía hacia adelante sobre el madero queestaba colocado al través, y dispuestode manera que los espectadores viesenel cuello cortado y sangriento. En elmismo instante el doctor dijo un Deprofundis, como lo había prometido.

Así que el doctor hubo acabado suplegaria, alzó la cabeza y vio delante de

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sí al verdugo, que enjugándose el rostro,le decía:

—¡Y bien!, señor doctor, ¿qué os haparecido? ¿No es un golpe maestro elque acabo de dar? En estas ocasionesnunca he dejado de encomendarme aDios, y siempre me ha asistido: hacemuchos días que esta señora me tenía encuidado, pero he hecho decir seis misasy he sentido firmes el corazón y la mano.

A estas palabras buscó debajo de sucapa una botella que había llevado alcadalso, bebió un trago, y luego,cogiendo debajo de un brazo el troncode la marquesa vestido como estaba, ycon la mano del otro la cabeza, cuyosojos habían quedado vendados, arrojó lo

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uno y lo otro sobre la hoguera, a la cualpegó fuego su criado.

«Al día siguiente, dice madame deSevigné, se buscaban los huesos de lamarquesa de Brinvilliers, porque elpueblo decía que era Santa».

En 1814, M. d’Offemont, padre delactual propietario del castillo en que lamarquesa de Brinvilliers envenenó a M.d’Aubray, alarmado por la aproximaciónde las tropas aliadas, practicó en uno delos torreoncillos varios escondrijos, enlos cuales ocultó la vajilla y los demásobjetos preciosos que se encontraban enaquella casa de campo aislada, en mediodel bosque de Luigne. Las tropasextranjeras pasaron y volvieron a pasar

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por Offemont, y, después de tres mesesde ocupación, se retiraron a la otra partede la frontera.

Entonces se arriesgaron a sacar desus escondrijos los diferentes objetosque se habían ocultado en ellos, y alsondear las paredes a fin de no dejarsenada, una de ellas produjo un sonidohueco, que indicaba una cavidaddesconocida hasta entonces. Derribóseaquel lienzo de pared por medio depalancas y azadones, y, habiendo caídomuchas piedras, apareció un gabinete enforma de laboratorio, en el cual seencontraron hornillos, instrumentos dequímica, muchos frascos herméticamentetapados que contenían un agua

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desconocida, y cuatro paquetes depolvos de diferentes colores.Desgraciadamente, los que hicieron estedescubrimiento le dieron demasiada omuy poca importancia, porque, en lugarde someter aquellos varios ingredientesa la investigación de la ciencia moderna,hicieron desaparecer con gran cuidadopaquetes y botellas, asustados por lassustancias mortales que probablementecontenían.

Así se perdió aquella rara yprobablemente última ocasión dereconocer y analizar las sustancias deque se componían los venenos de SaintCroix y de la marquesa de Brinvilliers.

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URBANOGRANDIER

(1634)

Érase el domingo 26 de noviembre de1631 y había gran bullicio en la pequeñapoblación de Loudun, particularmente enlas calles que van a la iglesia de SanPedro desde la puerta por donde se pasaal llegar de la abadía de San Jovino deMames. Causábalo todo un personaje

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próximo a llegar, el cual era el blancohacía ya tiempo de todas las habladuríasde Loudun, pues en pro y en contra sedecían de él cosas muy diversas, contodo el ardor propio de provincia. Hastael más lerdo habría adivinado en losrostros de los que formaban corrillos enlas puertas de las casas, con cuandiversos sentimientos iba a ser recibidoel que para aquel día había señalado suvuelta a amigos y enemigos.

Serían las nueve de la mañanacuando aumentó la agitación delconcurso, y con una rapidez asombrosapasaron de boca en boca las voces de¡ya viene!, ¡ya viene!, ¡aquí está!, etc.Entonces entraron unos en sus casas y

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cerraron puertas y ventanas, como endías de calamidad o de revuelta, otros,por el contrario, las abrieron como paradar entrada al regocijo y, al cabo dealgunos instantes, al ruido y confusiónque había ocasionado esta noticia aldifundirse rápidamente de boca en bocahasta los últimos rincones de lapoblación. Después siguió un silencioprofundo, hijo de la curiosidad.

Adelantóse entonces con un ramo delaurel en la mano, en señal de triunfo, unjoven de treinta y dos a treinta y cuatroaños, de aventajada estatura, noblesademanes y rostro hermoso, con algúnviso de altivez. Vestía el trajeeclesiástico, y a pesar de haber hecho

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tres leguas a pie para entrar en laciudad, su vestido se conservaba aseadoy elegante. Atravesó de esta manera,clavados los ojos en el cielo y con pasolento y solemne, las calles por donde seva a la iglesia del mercado de Loudun,cantando con voz melodiosa himnos enacción de gracias al Señor, sin dirigiruna mirada, palabra o gesto a lamuchedumbre que se iba reuniendodetrás de él y que le acompañaba en sucanto, a pesar de que se encontraban allícasi todas las mujeres y doncellashermosas de la población.

Llegó al pórtico de la iglesia de SanPedro, subió las gradas, se arrodilló,oró en voz baja. Levantándose después

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tocó con el ramo de laurel las puertas dela iglesia, y abriéndose éstas de par enpar, como por encanto, apareció elrecinto con los adornos y la iluminaciónpropios de una gran festividad, sin faltarlos comensales, monaguillos, chantres ymaceros. Entonces atravesó la iglesia,entró en el coro, oró por segunda vez alpie del altar, depositó el ramo de laurelen el tabernáculo, se vistió con unropaje blanco como la nieve, se echó alcuello la estola y empezó, ante unauditorio compuesto por los que lehabían acompañado, el santo sacrificiode la misa, terminándolo con un Tedeum.

El que por su propio triunfo acababa

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de dar a Dios las gracias que se letributan por las victorias de los reyes,era el capellán Urbano Grandier, que envirtud de una sentencia dada por elarzobispo de Burdeos, Escoubleau deSourdis, quedaba libre de una acusaciónpor la cual otro tribunal inferior le habíacondenado a ayunar a pan y agua todoslos viernes, durante tres meses, conprohibición de celebrar durante cincomeses en la diócesis de Poitiers y parasiempre en Loudun.

Urbano Grandier nació en Rovére,aldea cercana a Sable, ciudad del BajoMaine. Después de haber seguido elestudio de las ciencias con su padre ycon su tío Claudio Grandier, astrólogos

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y alquimistas, entró a los doce años enel colegio de los jesuitas de Burdeos.Además de lo que ya sabía, notaron enél sus profesores gran disposición paralas lenguas y para la elocuencia; porconsiguiente, le hicieron aprender afondo el latín y el griego, ejercitándole apredicar, a fin de desarrollar su talentooratorio. Y el afecto que les inspiraba undiscípulo que tanto honor les hacíamovióles, en cuanto su edad le permitióejercer las funciones eclesiásticas, aproveerle con el curato de San Pedrodel mercado de Loudun, cuyapresentación les competía. Además delcurato, merced a la protección que tenía,obtuvo una prebenda en la colegiata de

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Santa Cruz, al cabo de algunos meses.Estos dos beneficios en un joven

que, no siendo de la provincia, parecíavenir a usurpar los privilegios yderechos de la gente del país, no podíanmenos que producir gran sensación enLoudun, exponiéndole a la envidia delos demás eclesiásticos. Además, no eraeste el único motivo que debía excitarla:ya hemos dicho que Urbano era muygallardo. La educación que sus padres ledieran, haciéndole sondear los arcanosde las ciencias, le había dado la llave deun gran número de cosas que laignorancia miraba como misterios y queél explicaba con suma facilidad; losconocimientos que había adquirido en el

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colegio le hacían superior a una multitudde preocupaciones sagradas para elvulgo y cuyo desprecio él no ocultaba;finalmente, su elocuencia atraía a sussermones a la mayor parte del auditoriode las demás comunidades religiosas, enparticular el de las órdenes mendicantes,que habían obtenido hasta entonces lapalma de la predicación. Sobrabanmotivos, como hemos dicho ya, para darpretexto a la envidia, para que ésta setrocara pronto en odio. Y así sucedió.

Nadie ignora la maledicenteociosidad de las poblaciones pequeñasy el irreconciliable desprecio del vulgopor todo cuanto le es superior y ledomina. Las cualidades aventajadas de

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Urbano le destinaban a un teatro másvasto. Pero se vio falto de aire y deespacio, entre los muros de una reducidaciudad, de manera que, lo mismo que enParís habría sido su gloria, debía ser enLoudun la causa de su perdición.

Desgraciadamente para Urbano, sucarácter, lejos de protegerle el genio,debió aumentar el odio que inspiraba: sutrato dulce y afable con los amigos setrocaba en frialdad y altivez con susenemigos. Irrevocable en lasresoluciones que había tomado, celosodel rango que ocupaba, y que defendíacomo una conquista, intratable en susintereses cuando la razón le asistía,rechazaba los ataques e injurias con un

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orgullo que convertía a sus adversariosen eternos enemigos.

En 1620 dio Urbano por vez primeraun ejemplo de su inflexibilidad, al ganarun pleito que estaba siguiendo contra elcura Meunier, y cuya sentencia hizoejecutar con tanto rigor que se atrajo elresentimiento de ese sacerdote.

Otro pleito que sostuvo contra elcabildo de Santa Cruz, sobre una casaque éste le disputaba, pero que él ganó,le presentó la segunda ocasión demanifestar su rígida aplicación delderecho. El apoderado del cabildo quehabía perdido la sentencia, y que jugaráel principal papel en la continuación deesta historia, era desgraciadamente un

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canónigo de la colegiata de Santa Cruz ydirector del convento de las ursulinas.Hombre de pasiones vivas, vengativo yambicioso, harto mediano para subir auna esfera elevada, aunque demasiadosuperior, en su medianía, a cuanto lerodeaba, para contentarse con suposición secundaria, tan hipócrita comoUrbano era franco, pretendía lograr portodas partes la reputación de hombrepiadoso, afectando para su logro todo elascetismo de un anacoreta y la rigidezde un santo. Entregado, al mismotiempo, a los asuntos beneficiales,miraba como una humillación personalla pérdida de un pleito que estaba a sucargo, y de cuyo éxito había de algún

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modo respondido. De suerte que, cuandotriunfó Urbano y se valió de sus ventajascon el mismo rigor que usó con Meunier,se creó en Mignon un segundo enemigo,más encarnizado y poderoso que elprimero.

En esto sucedió que un quídamllamado Barot, tío de Mignon, y porconsiguiente partidario suyo, entró endiscusiones con Urbano, relativas a esepleito. Como su capacidad era muylimitada, bastóle a Urbano dejar caeralgunas de aquellas respuestas dedesprecio que marcan la frente comocon un hierro candente, para dejarleconfundido. Pero ese hombre erariquísimo, no tenía hijos, y la numerosa

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parentela que tenía en Loudun le estabahaciendo la corte para que se acordasede ella, de manera que el insultoburlesco, al caer sobre Barot, alcanzó aotros muchos que, tomando parte en elasunto, aumentaron el número de losadversarios de Urbano.

Al mismo tiempo acaeció otrosuceso más grave. Entre sus más asiduaspenitentes contaba Urbano una hermosajoven, hija del procurador del rey,Trinquant, tío del canónigo Mignon.Cayó esa joven en un estado delanguidez que la obligó a no salir de sugabinete. Durante su enfermedad fuecuidada por su amiga Matta Pelletier,que, renunciando de repente a la

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sociedad, llevó su afecto hastaencerrarse con ella. Pero cuando JuliaTrinquant recobró la salud y se presentóde nuevo en el mundo, se supo quedurante su encierro Marta Pelletierhabía dado a luz un niño que habíahecho bautizar y dado a criar. Sinembargo, por una de aquellas extrañezaspropias y familiares del público,pretendió éste que la verdadera madreno era la que se había declarado, sinoque Marta había vendido a peso de orosu reputación a su amiga. En cuanto alpadre, ya no cupo ninguna duda, pues elclamor público, hábilmente dirigido,designó a Urbano.

Instruido Trinquant de las voces que

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con relación a su hija circulaban, mandóen calidad de procurador del reyarrestar a Marta y conducirla a la cárcel;allí fue interrogada, sostuvo ser ella lamadre, sometióse a criar a su hijo, ycomo no era crimen sino falta lo que sehabía cometido, Trinquant debió ponerlaen libertad, sirviendo este abuso dejusticia sólo para dar más escándalo yconfirmar la opinión que el público sehabía formado.

Fuese protección celeste osuperioridad por parte de Urbano,cuantos ataques se le habían dirigidohasta entonces, todos los habíarechazado; pero cada victoria aumentabael número de sus enemigos, que fueron

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luego tan numerosos que cualquier otrolos hubiera temido y procurado calmarsu venganza. Pero el orgullo, lainocencia tal vez, le hacían despreciarlos consejos de sus amigos, continuandopor la misma senda que siempre habíaseguido. Los ataques dirigidos hastaentonces contra Urbano habían sidoindividuales y separados. Atribuyeronsus enemigos su mal éxito a esta causa, yresolvieron mancomunarse paraconfundirlo. De este modo, tuvieron unareunión en casa de Barot, Meunier,Trinquant y Mignon. Éste llevó consigoa un abogado llamado Menuau, intimoamigo suyo, en quien no era solamente laamistad el principal móvil que le hacía

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obrar: Menuau estaba enamorado de unamujer de la cual nada había logrado, yatribuía su indiferencia y desprecio a lapasión que Urbano le inspiraba. El finque se proponían era echar del país alenemigo común.

No obstante, velaba Urbano con elmayor cuidado sobre sí mismo, y no sele podía echar en cara más que lasatisfacción que parecía experimentar enel trato de las mujeres, que, por su partey con el tacto que hasta las másmedianas poseen, viendo un cura joven,hermoso y elocuente, le escogían conpreferencia como director. Comomuchos padres y maridos estabanresentidos de esta preferencia,

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convinieron en atacarle por este puntoque, a su entender, era el únicovulnerable. En efecto, al día siguiente deesta resolución, las voces que corríanempezaron a tomar consistencia.Hablábase, sin nombrarla, de unaseñorita de la ciudad, que decían seríasu principal querida, a pesar de lasfrecuentes infidelidades que él le hacía.Contaban que habiendo tenido aquellajoven algún escrúpulo de concienciasobre sus amores, Grandier se lo habíadisipado con un sacrilegio, y que estesacrilegio era un casamiento que unanoche había contraído con ella. Cuantomás absurdos eran estos rumores, máscrédito se les daba, de suerte que, al

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cabo de poco tiempo, nadie dudaba dela verdad del hecho. Y, sin embargo, eraimposible nombrar esta esposa que nohabía temido casarse con un ministro delSeñor, cosa admirable en una ciudadpequeña. Por grande que fuese la fuerzade alma de Grandier, no podíadisimularse el terreno movedizo quepisaba: conocía la calumnia de que eravíctima, y no se le ocultaba que, cuandole tuviera enteramente envuelto en susredes, levantaría su infame cabeza,comenzando entre los dos la verdaderalucha. Pero según su modo de pensar, elretroceder era hacerse culpable. Siendotal vez demasiado tarde para dar un pasoatrás, continuó adelante, siempre

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inflexible y altivo.Entre las gentes que habían

acreditado con mayor encarnizamientolos rumores más injuriosos contra lareputación de Urbano, contábase un talDuthibaut, pobre mequetrefe ingenio depueblo, oráculo del vulgo. Llegaron aoídos de Urbano sus baladronadas. Supoque este hombre había hablado de él encasa del marqués de Bellay en términospoco comedidos. Y, entrando un día,revestido con sus hábitos sacerdotalesen la iglesia de Santa Cruz, le encontróen el mismo pórtico de la iglesia y leechó en cara sus calumnias con sudesprecio y altivez habitual.Acostumbrado aquél a decirlo todo

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impunemente por su fortuna y por elinflujo que había adquirido entre lasgentes ignorantes, a quienes les parecíaun genio superior, no pudo soportar estapública reprensión y, levantando elbastón, pegó a Urbano.

La ocasión que se presentaba aUrbano para vengarse de sus enemigosera demasiado halagüeña para noaprovecharla. Pero juzgando, conmotivo, que si se dirigía a lasautoridades del país no le haríanjusticia, a pesar de estar comprometidoen el asunto el respeto debido al cultoreligioso, resolvió ir a echarse a lospies de Luis XIII, quien se dignóescucharle. Y, queriendo que fuese

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vengado el ultraje hecho a un ministroreligioso, remitió la demanda alParlamento para procesar a Duthibaut.

Juzgaron entonces los enemigos deUrbano que no debía perderse tiempo,aprovechando su ausencia para levantarquejas contra él. Dos miserables,llamados Cherbouneau y Bugreau, seconstituyeron en sus delatores ante elprovisor de Poitiers. Acusáronle dehaber seducido a casadas y doncellas,imputándole impiedades yprofanaciones, y le incriminaron por noleer jamás el breviario y haberconvertido el santuario en un lugar dedesorden y prostitución. El provisorrecibió la declaración y nombró a Luis

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Chanvet, teniente civil, y al arciprestede San Marcelo y del Loudenois, paraque informasen sobre el particular. Demodo que al mismo tiempo que Urbanoperseguía en París a Duthibaut,informaban contra él en la ciudad deLoudun.

Siguióse el informe con toda laactividad de la venganza religiosa.Trinquant declaró, y le siguieron otrasvarias declaraciones. Por fin, las que nosatisfacían los deseos de los instructoresfueron falsificadas u omitidas, Siendomuy graves los cargos que resultaron delinforme que fue enviado al obispo dePoitiers, cerca del cual contaban losacusadores de Grandier con amigos muy

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poderosos. Además, el obispo estabatambién en contra de él, a causa dehaber dado Urbano, en caso urgente, unadispensa de publicación de matrimonio;de modo que, estando el obispo yaprevenido, a pesar de ser la instrucciónsumamente superficial, halló suficientescargos para dar contra Urbano elsiguiente decreto de captura, concebidoen estos términos:

«Enrique Luis Chataignier dela Rochepezai, por la gracia deDios, obispo de Poitiers, vistoslos cargos de informes dados porel arcipreste de Loudun contraUrbano Grandier, cura de San

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Pedro del Mercado de la misma,en virtud de las comisiones deNos emanadas al dichoarcipreste, y en su ausencia, alprior de Chussninnes, y vistasademás las conclusiones denuestro promotor sobre aquéllas,hemos ordenado y mandamosque el acusado Urbano Grandiersea conducido sin escándalo alas cárceles de nuestro palacioepiscopal de Poitiers, si es quepuede ser aprehendido, pues, delo contrario, será emplazado ensu domicilio dentro del términode tres días por el primeralguacil eclesiástico o clérigo

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tonsurado, y a mayorabundamiento por cualquierfuncionario público del rey,pidiendo auxilio en vista de estemandato a la justicia ordinaria,autorizándoles Nos, para sucumplimiento, a pesar de cuantasoposiciones o apelaciones sepresentaren. Oído el dichoGrandier, nuestro promotorfiscal dará el parecer que creaconveniente.

»Dado en Dissai en el día 22de octubre de 1629, firmado enel original.

»ENRIQUE LUIS, OBISPO DE

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POITIERS».

Ya hemos dicho que al promulgarseeste decreto, Grandier estaba en París.Seguía ante el Parlamento su acusacióncontra Duthibaut, cuando éste, que habíarecibido el decreto antes de que Urbanosupiese que se había dado, después dehaberse defendido manifestando lasescandalosas costumbres del cura,presentó en apoyo de sus asertos elterrible documento de que era portador.No sabiendo el tribunal qué pensar de loque ante él estaba pasando, dispuso queantes de dar curso a la acusación deGrandier, se retirase éste parajustificarse con el obispo de las

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acusaciones que se le hacían. Salió almomento Grandier de París, llegó aLoudun, se informó del estado delasunto, y se trasladó inmediatamente aPoitiers para ponerse en estado dedefensa. Mas apenas llegó, fue arrestadopor un ujier llamado Chatry, y conducidoa la cárcel del obispo el día 15 denoviembre.

La cárcel era húmeda y fría, y, sinembargo, no pudo lograr que letrasladasen a otra: entonces supo que elpoder de sus enemigos era más grandede lo que se había imaginado. Pero tuvopaciencia: dos meses pasó de estamanera, durante los cuales sus mejoresamigos le creyeron perdido. De modo

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que Duthibaut se reía de su persecución,creyéndose ya libre de ella, y Barotpresentó a uno de sus herederos,llamado Ismael Boulieau, parareemplazar a Urbano.

Seguía el pleito a expensas de todos,pagando los ricos por los pobres,porque como la causa se instruía enPoitiers, y los testigos habitaban enLoudun, se necesitaban gastos deconsideración para el viaje de tantaspersonas. Pero el deseo de venganzaahogaba la voz de la avaricia, y pagandocada uno según su fortuna, terminóse elproceso al cabo de dos meses. Sinembargo, a pesar del interés de hacermás fatal la suerte del acusado, no pudo

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probarse el cargo principal. Urbano eraacusado de libertinaje, pero faltabanombrar las mujeres a las que habíaseducido. Ninguna parte interesada sequejaba. Todo se fundaba en la vozpública y nada en hechos. En unapalabra, era uno de los procesos másextraños que pueden haberse visto. Noobstante, se publicó la sentencia el 3 deenero de 1630: Grandier fue condenadoa un ayuno de pan y agua todos losviernes por espacio de tres meses,privado de decir misa en la diócesis dePoitiers durante cinco años y parasiempre en la ciudad de Loudun.

Ambas partes apelaron estasentencia: Grandier acudió al arzobispo

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de Burdeos, y sus adversarios, ennombre del promotor fiscal de la curia,apelaron al Parlamento de París. Estaúltima apelación estaba hecha paraaturdir a Grandier y abatirlo bajo elpeso de tanta pena. Pero la fuerza deGrandier se media con el ataque: seenfrentó a todo, puso su demanda, e hizopleitear la apelación en el Parlamento,al paso que proseguía la suya ante elarzobispo de Burdeos. Pero como elnúmero de testigos hacía casi imposiblesu viaje a tan larga distancia, el tribunalenvió la causa a la jurisdicción dePoitiers. El teniente criminal de Poitiersinstruyó de nuevo, pero esta nuevainstrucción, nacida de la imparcialidad,

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no era favorable a los acusadores. Lostestigos que persistieron fueron cogidosen contradicciones, otros confesaroningenuamente que habían sidocomprados, y algunos declararon quesus declaraciones habían sidofalsificadas, en cuyo número había uncura llamado Méchin y ese mismoIsmael Boulieau, que Trinquant habíapresentado como pretendiente delbeneficio de Urbano. La declaración deBoulieau se ha perdido, pero seconserva intacta la de Méchin, tal comosalió de su pluma.

«Yo, Gervasio Méchin,vicario de la iglesia de San

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Pedro en el mercado de Loudun,por la presente, escrita y firmadade mi mano, certifico, paratranquilizar mi conciencia, sobrelas voces que corren relativas alinforme dado por Gil Robert,arcipreste, contra UrbanoGrandier, cura párroco de SanPedro, en que dicho Robert meinstó a declarar que UrbanoGrandier se había acostado conmujeres en la iglesia de SanPedro, con las puertas cerradas.

»Ítem, que varias veceshabía visto mujeres que iban alcuarto de Grandier, quedándoseallí desde la una de la tarde

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hasta más de media noche,cenando con él y mandandoreunirse al momento a lascriadas que servían la comida,

»Ítem, que había visto aldicho Grandier en la iglesia,estando las puertas abiertas yque, al entrar algunas mujeres,las había cerrado. Pero deseosoyo de acallar tales rumores, porla presente declaro no habervisto ni encontrado jamás aGrandier solo con mujeres, ycerradas las puertas; alcontrario, cuando hablaba conellas, iban acompañadas y laiglesia estaba abierta. Y, en

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cuanto al modo de comportarse,basta decir que ellas estabanalgo distantes. Tampoco he vistoentrar en su cuarto mujer alguna.Sólo puedo decir que por lanoche he oído gentes que iban yvenían, pero ignoro la causa,puesto que un hermano suyodormía cerca de su cuarto. No sési alguna mujer se ha quedado acenar con él, ni puedo declararno haberle jamás visto leer elbreviario, puesto que variasveces le he prestado el mío pararezar sus horas. Igualmentedeclaro no haberle visto cerrarlas puertas de la iglesia, y que en

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todas las relaciones que le hevisto tener con mujeres, nadadeshonesto he advertido, ningunaacción fuera del caso; alcontrario, si algo se encuentra enmi declaración en sentidoopuesto a cuanto dejomanifestado, es contra miconciencia, y al firmar mehabrán omitido su lectura. Todolo que digo y afirmo en debidohomenaje a la verdad.

»Día último de octubre de1630.

»Firmado, J. MÉCHIN».

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En vista de semejantes pruebas deinocencia, eran inútiles todas lasacusaciones, y, el 25 de mayo de 1631,Grandier fue absuelto por el presidial dePoitiers. Sin embargo, restábalecombatir ante el tribunal del arzobispode Burdeos, a quien había apelado a finde obtener su justificación. AprovechóUrbano el momento en que aquelprelado pasaba a visitar su abadía deSan Jovino de Mannes, situada a tresleguas de Loudun, para presentarse a él.Desairados sus enemigos con elresultado del proceso ante lajurisdicción de Poitiers, apenas sedefendieron, y después de una nuevainstrucción que realzó más y más la

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pureza e inocencia del acusado, quedóabsuelto por el arzobispo de Burdeos.Esta rehabilitación ofrecía dosimportantes resultados para Grandier: elprimero, hacer resaltar su inocencia, y elsegundo, dar nuevo brillo a suinstrucción y a las eminentes cualidadesque le hacían superior a los demás. Portodo esto, el arzobispo, vistas laspersecuciones de que era objeto,cobróle sumo afecto y le aconsejó quepermutase sus beneficios y abandonaseuna ciudad cuyos principales habitantesparecían aborrecerle encarnizadamente.Pero el carácter de Urbano se negó acapitular con su derecho y declaró a susuperior que, tranquila su conciencia y

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confiado en su protección. Jamásabandonaría el puesto en que Dios lehabía colocado. No creyendo elarzobispo deber insistir más, yconociendo que, a semejanza de Satanás,el orgullo debía ser la perdición deUrbano, insertó en la sentencia una fraseen que le recomendaba que se portasemodestamente en su cargo, siguiendolos santos decretos y constitucionescanónicas. La entrada triunfal deUrbano en Loudun no da fe de suadhesión a este aviso.

No se limitó Grandier a estaorgullosa demostración, desaprobadapor sus propios amigos, sino que en vezde dejar apagar o desvanecerse al

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menos el odio que contra él desataban, yechar un velo sobre lo pasado,emprendió con más actividad que nuncasu acusación contra Duthibaut, y con tanbuen éxito que logró que el tribunal deTournelle condenase a Duthibaut porinfamia a pagar los perjuicios, amén delas costas del proceso.

Aterrado este adversario, volvióUrbano los ojos contra los demás, másinfatigable en la justicia que susenemigos en la venganza. La sentenciadel arzobispo de Burdeos le autorizabaa acudir contra sus acusadores para elresarcimiento de gastos y la restituciónde los frutos de sus beneficios, y dijopúblicamente que elevaría la vindicta

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hasta el mismo punto de la ofensa, paralo cual se puso a trabajar en seguida, afin de reunir los datos necesarios para elbuen éxito del nuevo pleito. En vano ledijeron sus amigos que debía bastarle lagran satisfacción que había obtenido, envano le manifestaron los inconvenientesde exasperar a sus enemigos: sólorespondió que estaba dispuesto a sufrircuantas persecuciones pudieransobrevenirle, puesto que, asistiéndole larazón, no le era posible abrigar temoralguno.

Sabedores sus adversarios de latempestad que les amagaba, yconvencidos de que el litigio entre ellosy Grandier era cuestión de vida o

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muerte, se reunieron de nuevo en elpueblo de Pindardane (en una casa deTrinquant) Mignon, Barot, Meunier,Duthibaut, Trinquant y Menuau, paraeludir el golpe que les amenazaba.Mignon había tramado ya una intriga,cuyo plan desarrolló, y fue aprobado.Nosotros lo iremos siguiendo en lacontinuación de esta historia, pues deella salieron todos los sucesos quedebemos referir.

Hemos dicho ya que Mignon eradirector del convento de ursulinas deLoudun. Esta orden de religiosas eraenteramente moderna, a causa de lascontestaciones históricas relativas a lamuerte de Santa Úrsula y sus once mil

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vírgenes; no obstante, en 1560, Ángelade Bresse estableció en Italia, en honorde la bienaventurada mártir, una ordende religiosas de la regla de San Agustín,aprobada en 1572 por el papa GregorioXIII, y posteriormente en 1614.Magdalena Lhuilier la introdujo enFrancia, con la aprobación del papaPablo V, fundando un monasterio enParís, y repartiéndose desde allí portodo el reino; de manera que en 1626,esto es, cinco o seis años untes de laépoca a que nos referimos, se establecióen Loudun un convento de la citadaorden.

A pesar de que esta comunidad secomponía de jóvenes de ilustres

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familias, contándose en el número de susfundadoras Juana de Belfiel, hija deldifunto marqués de Cose, y parienta deCaubardemont; la señorita de Fazili,prima del cardenal duque; dos señorasde Barbenis, de la casa de Nogaret; unaseñora de Lamothe, hija del marqués deLamothe Baracé de Anjou; y, por fin, unaseñora de Escoubleau de Sourdis, de lafamilia del arzobispo de Burdeos, apesar de ello, como estas religiosashabían abrazado el estado monástico porfalta de fortuna, la comunidad, rica ennombre, era por otra parte tan miserableque al establecerse tuvo que situarse enuna casa particular perteneciente a un talMoussaut del Trene, hermano de un cura,

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que fue el primer director de aquellassantas vírgenes, y murió al cabo de unaño, dejando vacante su cargo dedirector.

Las voces que por la ciudad corríande que los duendes habitaban la casaque pretendían las ursulinas fue la causade que se la cedieran a menos precio. Elpropietario había pensado que nadamejor para echar a los fantasmas queoponerles una comunidad de santasreligiosas, las cuales, pasando los díasen ayunos y oraciones, estarían por lanoche fuera del alcance de losdemonios. En efecto, al cabo de un añohabían desaparecido enteramente,contribuyendo en gran parte a establecer

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la reputación de santidad de que, almorir su preceptor, gozaban en elpueblo.

Esta muerte ofreció a las jóvenespensionistas la mejor ocasión paradivertirse a expensas de las religiosasviejas, cuya severidad en la regla lashacía generalmente aborrecibles. Porconsiguiente, resolvieron evocar denuevo a los espíritus que se creíanocultos para siempre en las tinieblas. Enefecto, al cabo de algún tiempo,oyéronse ruidos semejantes a quejas ysuspiros por el techo de la casa. Prontolos fantasmas se aventuraron a penetraren los desvanes, anunciándoles supresencia con un gran ruido de cadenas,

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familiarizándose tanto que hasta llegarona los dormitorios para tirar las sábanasy llevarse los hábitos de las religiosas.

Fue tal el terror que estos sucesosprodujeron en el convento, y tanto elruido que corrió por la ciudad, que lasuperiora reunió en consejo a las monjasmás doctas para consultarles sobre elparticular: el voto unánime fuereemplazar al difunto director por unhombre más santo, si fuese posible. Porreputación de santidad, o por otromotivo cualquiera, pensaron en UrbanoGrandier, a quien hicieron en seguidaproposiciones. Pero éste respondió queel cargo de sus dos beneficios no lodejaba tiempo para velar con eficacia

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sobre el blanco rebaño que debíadirigir, y se excusó con la superiora paraque se dirigiera a otro más digno ymenos ocupado que él.

Fácilmente comprenderán nuestroslectores que el orgullo de la comunidaddebió resentirse con esta respuesta.Hablóse en seguida a Mignon, canónigode la colegiata de Santa Cruz, que,aunque picado de deber esta oferta a larenuncia de Grandier, no dejó deaceptarla, guardando contra aquél al quehabían considerado más digno que éluno de aquellos odios biliosos, que, envez de calmarse, aumentan todos losdías. Además, esta envidia habíaempezado ya a dar señales de vida en

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los hechos que hemos dejado expuestos.Recibido el nombramiento, la

superiora advirtió al nuevo directorsobre la clase de adversarios a los quedebía combatir. En vez de tranquilizarlanegando la existencia de los fantasmasque atormentaban a la comunidad, ycomo en el logro de su desaparición, dela que no dudaba, viese Mignon unexcelente medio para consolidar sureputación de santidad, respondió que laSagrada Escritura reconocía laexistencia de tales espíritus, puesto que,merced al poder de la pitonisa de Endor,la sombra de Samuel se apareció a Saúl.Pero que por medio del ritual se podríaexpelerlos por encarnizados que fuesen,

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con tal que aquél que los atacaba tuvieseun pensamiento y un corazón puro;esperando, con el auxilio de Dios, librara la comunidad de sus nocturnosvisitantes. Ordenó en seguida un ayunode tres días que debía finalizar con unaconfesión general.

Por medio de las preguntas quedirigió a las pensionistas, descubriófácilmente la verdad: los fantasmas seacusaron, nombrando como cómplice auna novicia de diecisiete años, llamadaMaría Aubin. Confesó ésta la verdad ydeclaró ser ella la que por la noche selevantaba a abrir la puerta deldormitorio, que las más cobardes delcuarto cuidaban de cerrar por dentro, lo

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cual no privaba a los espíritus de entrar,causando un terror general. Pero sopretexto de no exponerlas a la cólera dela superiora, que podría sospechar algosi el ruido cesaba al siguiente día de laconfesión, el preceptor las autorizó arenovar de cuando en cuando la farsanocturna, mandándoles cesargradualmente. Fuese en seguida aanunciar a la superiora que habíahallado tan castos y puros lospensamientos de toda la comunidad queesperaba que, ayudado de sus plegarias,pronto quedaría el convento libre de lasapariciones que lo llevaban revuelto.

Realizóse la predicción del director,y la fama del santo varón que había

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velado y rogado por la salud de lasbuenas ursulinas, aumentóse en Loudunconsiderablemente.

Todo volvía a estar tranquilo en elconvento, cuando se reunieron Mignon,Duthibaut, Menuau, Meunier y Barot,después de haber perdido su causa anteel arzobispo de Burdeos y de verseamenazados con ser perseguidos porGrandier como falsarios ycalumniadores, por lo cual resolvieronresistir a un hombre tan inflexible queles perdería sin remedio si no fraguabanellos su pérdida antes.

Un extraño rumor, que al cabo dealgún tiempo se esparció por la ciudad,fue el resultado de esta reunión. Decíase

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que los espíritus arrojados por eldirector habían vuelto a la carga bajouna forma invisible e impalpable, y quevarias religiosas habían dado señales deestar poseídas, en sus palabras yacciones. Hablaron de ello a Mignon,quien, en lugar de desmentirlo, levantólos ojos al cielo, diciendo que si bienDios era grande y misericordioso,Satanás era muy hábil, sobre todocuando le secundaba esa falsa cienciahumana, llamada magia, y que aunque nocarecían estos ruidos de fundamento,nada probaba enteramente una posesiónreal, pudiendo tan sólo el tiempo aclararla verdad.

Fácil es adivinar el efecto que

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debían producir tales respuestas en unosgenios dispuestos a dar crédito asemejantes extravagancias: así,circularon durante un mes sin queMignon les diera pábulo, hasta que undía fue a ver al cura de San Jaime deChinon, diciéndole que había llegado atal extremo el estado de cosas en elconvento que no se veía con ánimo deresponder por si solo de la salud deaquellas pobres religiosas, e invitándolede este modo a ir con él a visitarlas.Este cura, llamado Pedro Barné, eraafortunadamente el hombre quenecesitaba Mignon para llevar a cabosemejante empresa: exaltado,melancólico, visionario y pronto a

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emprenderlo todo para aumentar sureputación de ascetismo y santidad, tratóde dar a esta visita toda la solemnidadque tan graves circunstancias requerían,y se dirigió a Loudun a la cabeza de susfeligreses, en procesión y a pie, para darmás realce y fama a este acto, más quesuficiente para poner en movimiento atoda la población.

Mignon y Barné entraron en elconvento, mientras que los fielesocupaban la iglesia, rogando por el éxitode los exorcismos. Seis horas estuvieronencerrados con las religiosas, y, al cabode tanto tiempo, salió Barné paraanunciar a sus parroquianos que yapodían volverse, pero que él se quedaba

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para auxiliar al venerable director en lasagrada tarea que había emprendido.Recomendólos luego que rogasenmañana y tarde con todo fervor, a fin deque triunfase la causa de Dios en unasunto que tanto la comprometía.

Este encargo, desnudo deexplicaciones, aumentó la curiosidaduniversal: corría la voz de que no eranuna ni dos las monjas poseídas, sinotodo el convento. Y, por el brujo que lashabía hechizado, empezaban a nombraren alta voz a Urbano Grandier, cuyoorgullo le había entregado a Satanás,habiendo vendido su alma para ser elmás sabio de la tierra. Efectivamente,los conocimientos de Urbano

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sobrepujaban tanto la instruccióngeneral de Loudun que muchos dieronfácilmente crédito a cuanto se decía; sinembargo, otros se reían de talesabsurdos y tonterías, mirándolo sólo porel lado ridículo.

Renovaron los eclesiásticos susvisitas a las religiosas por espacio dediez o doce días, estando cada vez conellas cuatro, seis horas, y a veces todoel día. Por fin, el lunes 11 de octubre de1632, escribieron al cura de Vernier, aGuillermo Cerisay de la Gueriniére,bailío del Loudenois, y a Luis Chauvet,teniente civil, rogándoles que sesirviesen pasar por el convento de lasursulinas para ver a dos monjas

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poseídas por el demonio, y atestiguarlos extraños y casi increíbles efectos dela posesión. Invitados de esta manera,no pudieron los magistrados dejar deacceder a la demanda; por otra parte,movidos por la curiosidad, no les sabíamal ver por sí mismos a qué debíanatenerse en los rumores que corrían porla ciudad. Fueron al convento paraasistir a los conjuros, y autorizarlos si laposesión era real, o detener el curso deesta farsa si juzgaban que había ficción.Llegados a la puerta, apareció Mignonrevestido con su alba y estola,diciéndoles que, por espacio de quincedías, las religiosas estaban perseguidaspor horrorosos espectros y visiones, y

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que la madre superiora y otras dosmonjas habían estado poseídas por eldemonio durante ocho o diez días, peroque había sido expulsado de sus cuerposcon la ayuda de Barné y otros religiososcarmelitas que se habían prestado contrael enemigo común. Sin embargo, que eldomingo anterior por la noche, lasuperiora Juana de Belfield y unahermana lega, llamada JuanaDumagnoux, fueron atormentadas denuevo. Añadió que había descubierto ensus conjuros que el hechizo se habíaverificado por medio de un nuevo pacto,cuyo símbolo era un ramo de rosas, envez del primero, que había sido tresespinas negras; que durante la primera

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posesión los espíritus no se habíanquerido nombrar, pero que, a fuerza deconjuros, el de la madre superiora habíaconfesado su nombre, y que eraAstaroth, uno de los mayores enemigosde Dios; en cuanto al de la lega, era undiablo de orden inferior llamadoSabulón. Desgraciadamente, las dosreligiosas estaban descansando, y enconsecuencia, Mignon invitó al bailío yal teniente civil a volver otra vez. Perocuando los dos magistrados se retiraban,una religiosa fue a decirles que lasenergúmenas eran de nuevoatormentadas. Subieron con Mignon y elcura de Vernier a un aposento en quehabía siete camas, de las que dos

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solamente estaban ocupadas, una por lasuperiora y otra por la hermana lega. Ungran número de carmelitas, religiosasdel convento, Mathurin Rousseau,canónigo de Santa Cruz, y el cirujanoMannouri, rodeaban el lecho de lasuperiora, cuyo hechizo era el másinteresante.

Apenas entraron los magistradoscuando la superiora fue presa demovimientos violentos e hizo extrañascontorsiones, dando unos gritos que separecían a los de un lechón. Mirábanlalos magistrados con admiración,aumentando su sorpresa al verlahundirse en el lecho, levantándosedespués enteramente, con unos gestos y

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visajes tan diabólicos, que si bien nocreyeron en la posesión, admiraron a lomenos el modo en que se representaba.Entonces Mignon dijo al bailío y alteniente civil que, a pesar de ignorar lasuperiora el latín, si ellos querían,respondería en esta lengua a laspreguntas que se le hiciesen.Respondieron los magistrados que elobjeto de su venida era dar fe de laposesión, y que, así, deseaban que lesdiese todas las pruebas posibles de suexistencia. Acercóse Mignon a lasuperiora, e imponiendo silencio a loscircunstantes, le puso dos dedos en laboca; en seguida, hechos los conjurosque previene el ritual, empezó el

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interrogatorio de esta manera:

P. Propter quam causamingressus es in corpus hujusvirginis?

[¿Por qué causa entraste enel cuerpo de esta virgen?]

R. Causa animositatis.[Por encono.]P. Per quod pactum? [¿Por

qué pacto?]R. Per flores. [Por el de las

flores.]P. Quales? [¿Cuáles?]R. Rosas. [Rosas]P. Quis misit? [¿Quién te

envió?]

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A esta pregunta los magistradosnotaron en la superiora un movimientode duda: abrió la boca para responder,hasta que a la tercera respondió en vozbaja:

R. Urbanus. [Urbano]P. Dic cognomen. [Di su

apellido]

La poseída entró en nueva duda; sinembargo, como obligada por elexorcista, respondió:

R. Grandier [Grandier]

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P. Dic qualitatem [Suprofesión]

R. Sacerdos [Párroco]P. Cujus ecclesia? [¿De qué

iglesia?]R. Sancti Petri. [De San

Pedro.]P. Quae persona attulit

flores? [¿Quién trajo las flores?]R. Diabolica. [Una persona

enviada por el diablo]

Apenas había pronunciado estasúltimas palabras, recobró el sentido,rogó a Dios, probó un pedazo de panque le presentaron, y lo arrojó diciendoque no podía tragarlo por demasiado

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seco. Trajéronle cosas líquidas y comióun poquito, por miedo a que le volvieranlas convulsiones.

Viendo que todo había concluido, elbailío y el teniente civil se retiraron auna ventana y hablaron en voz baja; enseguida, temiendo Mignon que noestuviesen suficientemente convencidos,les dijo que ese hecho tenía algunasemejanza con la historia de Gaufredi,que había sido sentenciado pocos añosantes en virtud de un decreto delParlamento de Aix en Provenza. Laspalabras de Mignon ponían tan demanifiesto su idea que los dosmagistrados nada respondieron a talinterpelación: solamente el teniente civil

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dijo al exorcista que le extrañaba que nohubiese hecho más preguntas a lasuperiora acerca del motivo del enconoque tanto importaba conocer; peroexcusóse éste diciendo que no podíapreguntar por mera curiosidad. Insistíael teniente civil, cuando lasconvulsiones de la hermana lega sacarona Mignon de su embarazo. Acercáronseaquéllos a su lecho, invitando alexorcista a que le hiciese las mismaspreguntas que a la superiora; pero todofue en vano: ¡a la otra! ¡a la otra!fueron sus únicas respuestas. ExplicóMignon esta negativa, diciendo que,siendo de clase secundaria el diablo quela poseía, dirigía a los exorcistas a

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Astaroth, su superior. Retiráronseentonces los magistrados, después deobtener una respuesta tan pocosatisfactoria, extendieron acta de cuantohabían visto u oído, y la firmaron,absteniéndose de reflexiones.

No sucedió lo mismo en la ciudad,pues pocos se mostraron tancircunspectos sobre el particular comolos magistrados: los devotos creyeron ylos hipócritas fingieron creer, pero losprofanos, cuyo número era infinito,miraron la posesión bajo todos susaspectos, y no se cuidaron de ocultar suincredulidad: extrañaban con razón quelos diablos, expulsados durante dos díassolamente, hubiesen cedido el puesto

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para recobrarlo al momento,confundiendo a todos los exorcistas.Preguntábanse por qué el demonio de lasuperiora hablaba latín, al paso que elde la hermana lega parecía ignorar estalengua, puesto que el rango que ocupabaen la diabólica jerarquía no era unarazón suficiente para explicar tal falta deeducación; finalmente, la negativa deMignon en proseguir el interrogatoriocon relucían el encono hacía sospecharque, por más letrado que fuese Astaroth,había concluido sus latines y no deseabacontinuar su diálogo en la lengua deCicerón. Además, la reunión que pocosdías antes tuvieron los enemigos deGrandier era bastante conocida: la

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inconsecuencia de Mignon al hablar tanpronto de Gaufredi sentenciado en Aix,el deseo de que los carmelitas, amigosde Grandier, fuesen reemplazados en elexorcismo por otros religiosos; todo, enfin, dejaba margen a mil reflexiones.

Al día siguiente, 12 de octubre,informados los magistrados de queempezaban de nuevo los conjuros sinllamárseles siquiera, se trasladaron alconvento acompañados por el canónigoRousseau, seguido de su escribano. Alllegar allí mandaron llamar a Mignon,manifestándole que era tal laimportancia de aquel asunto que nadadebían practicar sin la presencia de lasautoridades, llamándolas siempre con

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anticipación. Añadieron que, sabido suodio contra Grandier y en calidad depreceptor de las religiosas, podríaatraer sobre sí sospechas que leinteresaba disipar al instante, y a cuyoefecto algunos exorcistas, designadospor la justicia, continuarían en adelantesu obra comenzada. Mas Mignonrespondió que jamás se opondría a quelas autoridades presenciasen losexorcismos, pero que no podía asegurarque los diablos respondiesen a nadiemás que a él y a Barné. En efecto,adelantóse este más pálido y sombríoque de costumbre y anunció a losmagistrados, con el aire de un hombrecuyas palabras no admiten duda, que

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antes de llegar habían ocurrido cosasextraordinarias. Preguntado sobre cuáleshabían sido, respondió haber sabido porla superiora que tenía siete diablos en elcuerpo, enviados por Astaroth; queGrandier había dado el pacto contraídocon el diablo, y bajo el símbolo de unramo de rosas, a un tal Juan Pivart, elcual lo había entregado a una joven, yque ésta lo había echado en el jardín delconvento por encima de las tapias, y queesto había sucedido en la noche delsábado al domingo, hora secundanocturna: es decir, a las dos de lamadrugada. Éstos eran los términos deque se había servido; pero al nombrar aJuan Pivart, rehusó designar a la joven:

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preguntada entonces para que dijesequién era Pivart, respondió: Paupermagus, un pobre mago; e interrogada denuevo sobre la palabra magus, habíadicho: Magicianus et civis, mago yciudadano. Tal era el estado de las cosasal llegar los magistrados.

El teniente civil y el bailíoescucharon esta narración con lagravedad propia de hombres de sucarácter, y declararon a Mignon y aBarné que subirían al cuarto de lasposeídas para juzgar con sus propiosojos sobre las cosas milagrosas que allíocurrían, ninguna oposiciónmanifestaron los exorcistas, diciendosolamente que, fatigados los diablos, tal

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vez no querrían responder. En efecto, alentrar en el cuarto, las dos enfermasparecían estar tranquilas. AprovechóMignon este intervalo de sosiego paradecir misa y oyéronla ambosmagistrados con devoción, porquedurante el santo sacrificio los diablos noosaron moverse: pensaban que allevantar el Santo Sacramento daríanalguna señal de oposición, pero todopasó con tranquilidad. Sólo la hermanalega experimentó un temblor de pies ymanos, única cosa que se observóaquella mañana digna de ser mencionadaen el sumario. Sin embargo, Mignon yBarné prometieron a los magistradosque si volvían a las tres, recobrando los

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diablos sus fuerzas en el intervalo,presenciarían un nuevo espectáculo.

Deseando los jueces llevar a cabo elasunto, volvieron al convento a la horaconvenida, acompañados de Ireneo deSanta María, señor Deshumeaur, yhallaron un inmenso concurso decuriosos que llenaba el cuarto. Losexorcistas no se habían engañado, pueslos demonios estaban ya en acción.

La superiora era siempre la que mássufría, cosa muy natural, porque, segúnhabía confesado, tenía siete diablos enel cuerpo. Sus convulsiones eranterribles, y al verla retorcerse y arrojarespuma por la boca, parecía rabiosa.Semejante estado no podía durar sin

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comprometer la salud de la paciente; asípues, Barné preguntó al diablo cuándosaldría:

—Cras mane, mañana por lamañana —respondió—. Insistiendoentonces el exorcista para saber por quéno salía al momento, la superioramurmuró Pactum, un pacto; después,Sacerdos, un sacerdote; y, en fin, finis ofinit, porque los que estaban más cercaoyeron mal: sin duda, el diablo, portemor a cometer algún barbarismo,hablaba entre dientes de la religiosa. Nosatisfechos los jueces con talesexplicaciones, exigieron que secontinuase el interrogatorio; pero tercoslos diablos en no responder, fueron

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vanos cuantos conjuros se emplearonpara hacerles romper el silencio.Pusieron entonces el copón sobre lacabeza de la superiora, acompañandoesta acción con oraciones y letanías,mas todo fue en vano; sólo algunos delos circunstantes pretendieron que alpronunciar el nombre de ciertosbienaventurados, como por ejemplo elde San Agustín, San Jerónimo, SanAntonio y Santa Magdalena, la superioraparecía sufrir con más violencia.Terminadas las oraciones y letanías,Barné mandó a la religiosa que dijeraque entregaba a Dios su alma y sucorazón, lo cual hizo fácilmente; nosucedió lo mismo al mandarle que dijera

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que le entregaba su cuerpo, pues en estemomento el diablo manifestó, connuevas convulsiones, que no sinresistencia abandonaría su domicilio,causando suma extrañeza a cuantos leoyeron decir, aunque sin duda a su pesar,que al día siguiente saldría. No obstante,del mismo modo que entregara a Dios sualma y su corazón, y a pesar de laresistencia del demonio, la superioraconcluyó dando su cuerpo al Señor.Victoriosa en esta lucha, recobró latranquilidad, y dijo a Barné, sonriendo,que estaba ya libre de Satanás.Preguntóle entonces el teniente civil siconservaba en la memoria las preguntasque se le habían hecho, y sus respuestas,

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pero ella manifestó no acordarse denada. En seguida, tomando algúnalimento, contó a su auditorio que seacordaba perfectamente del modo en quele habían dado el sortilegio sobre el queMignon había triunfado: según ella, fue alas diez de la noche, estando en cama, altiempo de estar varias religiosas en sucuarto; sintió que la tomaban de la mano,que le ponían alguna cosa en ella y se lacerraban al momento. Al mismo tiempotres punzadas como de alfileres learrancaron un grito, acudieron lasreligiosas, y al alargarles la manoencontraron tres espinas negras, cadauna de las cuales había causado unallaguita. Al mismo tiempo, para evitar

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sin duda comentarios, la hermana legaentró en convulsión. Barné empezó susoraciones y conjuros; mas apenas habíaproferido algunas palabras, cuando laasamblea empezó a dar voces: uno delos circunstantes había visto bajar ungato negro por la chimenea ydesaparecer al momento. Volaron todosen su persecución, no dudando que erael demonio, logrando cogerlo al fin,aunque con dificultad. Espantado elpobre animal de tanta gente y de tantoruido, se había refugiado en un pabellón.Llevado al lecho de la superiora,empezó Barné a conjurarle con la señalde la cruz, pero al mismo tiempo seadelantó la tornera del convento y,

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reconociendo ser su gato el pretendidodiablo, lo reclamó por temor de que lesucediera algún daño.

Pronta la asamblea a separarse, yviendo Barné que este último sucesopodía poner en ridículo la posesión,resolvió promover un saludable terror,quemando las flores en que había elsegundo sortilegio. En efecto, cogió unramo de rosas blancas ya marchitas, yhabiendo pedido un hornillo, las arrojóal fuego. Pero, con gran admiración detodos, el cielo permaneció tranquilo, noretumbó trueno alguno, ningún fétidoolor apestó el aire, y el ramo seconsumió sin ir acompañado de lasseñales propias de semejante operación.

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El poco efecto que esta nueva farsahabía producido obligó a Barné aprometer grandes maravillas para elsiguiente día: dijo que el diablo hablaríamás claro que nunca, y que saldría delcuerpo de la superiora, dando señalestan evidentes de su salida que nadieosaría dudar de la verdad de laposesión. Entonces el teniente criminal,Renato Hervé, que había asistido a esteúltimo conjuro, dijo a Barné que seriamenester aprovechar este momento parahacer preguntas al demonio relativas aPivart, que a pesar de que en Louduntodo el mundo le conocía, nadie atinabasobre él. Barné respondió en latín: Ethoc dicet et puellam nominabit, que

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significa: No solamente dirá esto, sinoque nombrará a la joven. Ya conoceránnuestros lectores que esta joven que eldiablo debía nombrar era la misma delas rosas, cuyo nombre se habíaobstinado en ocultar. Después de talespromesas, cada uno se retiró a su casa,aguardando el siguiente día con la mayorimpaciencia.

Presentóse Grandier aquella mismanoche en casa del bailío. Al principio sehabía reído de tales conjuros, porque lehabía parecido tan mal tramada la fábulay tan grosera la acusación que no habíahecho caso; pero vista la importanciaque iba tomando el asunto y el profundoodio que sus enemigos le tenían,

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presentóse a su imaginación el ejemplode Gaufredi, citado por Mignon, yentonces resolvió anteponerse a susadversarios. Por consiguiente, acababade presentar su queja, fundándose en queMignon había conjurado a las religiosasen presencia del teniente civil, delbailío y de un numeroso concurso, anteel cual le había hecho nombrar por lassupuestas energúmenas como autor de suposesión. A su entender era esto unacalumnia e impostura sugerida contra suhonor, en vista de lo cual suplicaba albailío, a quien pertenecía la instrucciónde tal asunto, que mandase secuestrar alas supuestas hechizadas parainterrogarlas por separado. Que en el

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caso de hallarse apariencias deposesión, tuviese a bien nombrar paralos conjuros a los eclesiásticos de rangoy probidad, que no siendo enemigos delsuplicante, no le fuesen sospechososcomo Mignon y sus secuaces. Invitaba,además, al bailío a formar un exactosumario de cuanto acaeciese en losconjuros, para poder el exponente, encaso necesario, dirigirse a quiencompitiera. El bailío dio cuenta aGrandier de sus razones e informes, y ledeclaró ser Barné el que habíaconjurado aquel día, como encargadodel mismo obispo de Poitiers. Hombrehonrado y sin animosidad alguna contraGrandier, le aconsejó que se dirigiese a

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su obispo, que era desgraciadamente elde Poitiers, ya prevenido contra él y suirreconciliable enemigo por haber hechoanular su sentencia por el arzobispo deBurdeos.

No se ocultaba a Grandier el pocofavor que con aquel prelado gozaba, y,de este modo, resolvió aguardar al díasiguiente para ver el rumbo que tomabanlos sucesos.

Llegó por fin el tan deseado día, y elbailío, los tenientes civil y criminal, elfiscal y el teniente de la pabordía,seguidos de los escribanos de ambasjurisdicciones, se presentaron en elconvenio a las ocho de la mañana. Lapuerta de entrada estaba abierta, pero la

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segunda estaba cerrada. Después dealgunos instantes de espera, Mignon laabrió, y les condujo a un locutorio. Allí,les dijo que las religiosas se preparabanpara la comunión, y les rogó que seretirasen a una casa del otro lado de lacalle, en donde les avisarían paravolver. Retirándose entonces losmagistrados, notificaron a Mignon lademanda de Urbano.

Pasó una hora, y viendo que Mignon,olvidando su promesa, no se acordabade llamarles, entraron todos en lacapilla del convento, lugar en que sedebían verificar los conjuros. Acababanlas religiosas de salir del coro, cuandose presentó Barné a la reja con Mignon,

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diciéndoles que habían exorcizado a lasdos poseídas y que, gracias a susconjuros, estaban libres de los espíritusmalignos. Añadió que de conciertohabían estado trabajando desde las sietede la mañana, sucediendo grandesmilagros que constaban ya en el acta,pero que habían creído conveniente noadmitir más que a los encargados delexorcismo. Manifestóles el bailío quesemejante conducta no solamente erailegal, sino que les hacía sospechososde mentira y sugestión a la vista de losmás imparciales, puesto que siendopública la acusación de la superioracontra Grandier, debía ésta denunciarlay sostenerla públicamente y no en

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secreto. Además, que había sido muchoatrevimiento por su parte invitar a gentesde su categoría para hacerles aguardaruna hora y decirles después que lescreían indignos de asistir al exorcismopara el cual les habían hecho venir, yañadió que haría constar en el procesoesta singular contradicción entre laspromesas y los resultados. RespondióMignon que su único objeto era expulsara los demonios, y que la expulsión sehabía verificado, redundando enprovecho de la santa fe católica, puesmerced al imperio logrado sobre losespíritus infernales, les habían mandadohacer, en el término de ocho días, algúnmilagro que pusiese en claro la magia de

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Urbano y la libertad de las religiosas,para que en adelante nadie dudase de laverdad del hecho. Los magistradosextendieron una sumaria información decuanto había pasado y de los discursosde Barné y Mignon, firmándola todos, aexcepción del teniente criminal, quedeclaró que, dando fe a las palabras delos exorcistas, no quería aumentar por suparte la duda que por desgracia estabacundiendo entre los profanos.

El mismo día recibió Urbano unaviso secreto del bailío, informándolede la protesta del teniente criminal. Almismo tiempo acababa de saber que susadversarios habían hecho de su partido aun tal Renato Memin, señor de Silly,

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hombre de mucho crédito, tanto en razónde sus riquezas como de los cargos queposeía, y sobre todo por sus amigos, encuyo número contaba al cardenal duque,que le debía algunos favores de cuandoera prior. El carácter imponente que laconjuración iba tomando no permitía aGrandier esperar más para luchar contraella. Acordándose de su conversaciónde la noche con el bailío, y creyéndosetácitamente enviado por él al obispo dePoitiers, partió de Loudun para ver aeste prelado en su casa de campo deDissay, acompañado de un cura llamadoJuan Buron. Pero temiendo ya el obisposemejante visita, había tomado susmedidas, y su mayordomo, Dupuis,

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respondió a Grandier que su eminenciaestaba enfermo. Entonces Grandier sedirigió a su capellán, rogándole quemanifestara al prelado que había venidoa presentar los autos extendidos por losmagistrados sobre los sucesos acaecidosen el convento de las ursulinas, y paraquejarse de las calumnias y acusacionesdirigidas contra él. Comprometido elcapellán con esta demanda, no pudonegarse a su cumplimiento; pero despuésde algún rato vino a decirle, de parte delobispo, y en presencia de Dupuis, Burony Labrasse, que su eminencia le invitabaa presentarse ante los jueces reales,deseando que obtuviese justicia en suasunto. Comprendió Urbano que estaba

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prevenido y sintió más y más laconjuración que le amenazaba; pero,incapaz de retroceder por esto ni un solopaso, se volvió a Loudun y, dirigiéndoseal bailío, le contó lo sucedido, reiterósus quejas contra las calumnias que se ledirigían y le suplicó que tomase a sucargo la justicia de su causa, pidiendoser puesto bajo la protección del rey y lasalvaguardia de la justicia, puesto quesemejante acusación atentaba contra suhonor y su vida.

Entonces el bailío le entregó aUrbano acta de sus protestas, con unresguardo para que nadie le insultase dehecho o de palabra. Gracias a este acta,se cambiaron los papeles: el acusador

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Mignon fue a su vez acusado. Pero,audaz en vista del apoyo que tenía, sepresentó aquel mismo día en casa delmagistrado para decirle que, al mismotiempo que recusaba su jurisdicción,pues en calidad de eclesiástico de ladiócesis de Poitiers dependía de suobispo, protestaba también contra laqueja de Grandier, que le designabacomo calumniador, declarando queestaba dispuesto a presentarse en lascárceles eclesiásticas para mostrar queningún temor le infundía una sumaria.Además, que la noche anterior habíajurado sobre el Santo Sacramento delaltar, y en presencia de sus parroquianosque oían misa, que cuanto había hecho

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hasta entonces no había sido por rencoralguno contra Grandier, sino por amor ala verdad y para mayor triunfo de la fecatólica; de todo lo cual se hizo dar actapor el bailío, presentándola aquelmismo día a Grandier.

Reinaba en el convento la mayortranquilidad desde el 13 de octubre, díaen que fueron expulsados los demoniospor los exorcistas, pero esa falsaapariencia no adormeció a Grandier,conociendo demasiado a sus enemigospara imaginarse que desistieran de suempeño. Y, hablándole el magistrado deeste intervalo de reposo, le manifestóque las religiosas estudiaban un nuevopapel, para repetir su drama con más

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seguridad que nunca. En efecto, el 22 denoviembre, Renato Mannouri, cirujanodel convento, se entrevistó con uncompañero suyo, llamado GasparJoubert, para que, junto con otrosfacultativos de la ciudad, viniera avisitar a dos religiosas atormentadas porel demonio. Pero esta vez Mannouri sedirigió a mala parte, puesto que Joubertera un hombre franco y leal, enemigo defraudes, y que deseando seguir esteasunto judiciaria y públicamente, fue aver al magistrado para saber si habíasido llamado por orden suya:respondióle ése que no, y llamó aMannouri para saber de parte de quiénhabía ido a casa de Joubert. Respondió

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Mannouri que la tornera del conventohabía ido a verle toda espantada,diciéndole que nunca las poseídas sehabían visto tan atormentadas, por cuyomotivo su director Mignon la hacía venirpara que, acompañado por todos losmédicos y cirujanos de la ciudad, setrasladara al convento. Las nuevasmaquinaciones contra Grandier quedejaba entrever este suceso obligaron almagistrado a llamarle para advertirle dela vuelta de Barné, llegado el día antesde Chinon para empezar de nuevo losconjuros, añadiendo que corría la vozpor la ciudad de que la superiora y sorClara estaban agitadas por los malosespíritus. Ninguna admiración ni

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abatimiento le causó esta noticia, yrespondió con su desdeñosa sonrisa quesólo veía en esto una nueva trama de susenemigos, que ya se había quejado a lostribunales y que iba a hacerlo de nuevo,y le suplicó, seguro de su imparcialidad,que asistiera a los conjuros delconvento, acompañado de médicos ydependientes para que, en caso deconocer algún viso de realidad en laposesión, mandasen poner a lasreligiosas en secuestro, siendointerrogadas por otros que no le fuesentan legítimamente sospechosos comoMignon y Barné. Enviado a llamar elprocurador del rey, que, a pesar de noestar muy acorde con Urbano, se vio

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comprometido a dar su parecer en elsentido que dejamos indicado, envió alescribano al convento para informarsepor Mignon y Barné de si la superioraestaba poseída, con encargo de que, encaso de responder por la afirmación, lesintimara la prohibición de proceder ensecreto a los conjuros, con obligaciónde advertir al bailío para que,Acompañado de los módicos ydependientes que creyese necesarios,pudiese presidir el acto, todo bajo laspenas correspondientes, salvo acceder ala demanda de Grandier relativa alsecuestro y cambio de exorcistas.Escucharon los religiosos la lectura deesta orden, y respondieron no reconocer

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la autoridad del bailío en este asunto,añadiendo que, llamados de nuevo porla superiora y sor Clara para asistirlesen su extravagante enfermedad, que a suentender no era otra cosa que laposesión del demonio, habíanexorcizado hasta el presente en virtud deuna comisión del obispo de Poitiers, yno habiendo expirado todavía el plazode esa orden, continuarían sus conjurostantas y cuantas veces se les antojase. Yque, además de esto, habían invitado atan digno prelado para que viniese enpersona, o enviase a otros religiosos quefuesen dignos de juzgar la posesión,tratada por los profanos e incrédulos deengaño o ilusión, en menoscabo de la

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gloria de Dios y de la religión católica:pero que, a pesar de esto, no teníaninconveniente en que, acompañado desus dependientes y médicos, fuese elbailío a ver a las religiosas mientrasesperaban contestación del obispo, quesegún pensaban llegaría al día siguiente:que nadie más que las religiosas teníaderecho a abrirles las puertas, y que, encuanto a ellos, renovaban sus protestas,declarando no admitirle por juez, noreconociéndole derecho alguno, tanto enmateria de conjuros como en las demásdependencias de la jurisdiccióneclesiástica, para oponerse a laejecución de un mandato de sussuperiores.

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El escribano presentó estacontestación al bailío, que, esperando lavenida del obispo, o las nuevas órdenesque debía enviar, suspendió hasta el díasiguiente su visita al convento. Perollegó éste sin hablarse nada del preladoni recibir ningún delegado suyo.

Por la mañana fue el magistrado alconvento, pero no le recibieron. Esperócon paciencia hasta mediodía, peroviendo que nada llegaba de Dissay, yque se negaban a abrirle, hizo justicia ala demanda de Grandier, prohibiendo aMignon y Barné hacer preguntas a lasuperiora y demás religiosas, enmenoscabo de la reputación delsuplicante y de cualquier otro.

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Intimóse esta orden a Barné y a unareligiosa en nombre de las demás. Pero,sin hacer caso de tal notificación,respondió el cura que el bailío no teníaderecho alguno para privarle de cumplirlos mandatos de su obispo, declarandoque en adelante continuaría los conjuroscon anuencia de los eclesiásticos, sindar aviso a los seculares, cuyaincredulidad e impaciencia turbaban lasolemnidad necesaria a semejanteoperación.

Concluido el día en sus tres cuartaspartes sin que el obispo apareciera enLoudun, ni nadie de su parte, Grandierpresentó por la noche una nueva peticiónal magistrado. Llamó este a los

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dependientes del bailío y a losempleados reales para comunicársela,pero estos últimos se negaron a tomarconocimiento de ella, declarando que,sin acusar a Grandier de tan funestoaccidente, creían en la posesión de lasreligiosas, convencidos por eltestimonio de los devotos eclesiásticosque habían asistido a los conjuros. Talfue la causa aparente de su protesta;pero, en realidad, el parentesco delabogado con Mignon, y ser elprocurador yerno de Trinquant, a quienhabía sucedido, eran el único motivo desemejante proceder. Perseguido yaGrandier por la enemistad de los jueceseclesiásticos, comenzó a preverse

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sentenciado por los jueces reales, quesólo debían dar un paso desde laadmisión de la posesión alreconocimiento del mago.

Sin embargo, a pesar de lasdeclaraciones escritas y firmadas por elabogado y el procurador del rey, elbailío mandó que la superiora y lahermana lega fuesen secuestradas ypuestas en casas particulares,acompañadas de una religiosa, siendoasistidas por mujeres y exorcistas depropiedad y consideración, y visitadaspor médicos y demás personasdesignadas por él, impidiendo su accesoa cualquier otro sin su permiso.

Presentóse el escribano en el

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convento para anunciar este mandato alas religiosas, pero oído por lasuperiora, contestó, en nombre de lacomunidad, que no reconocía lajurisdicción del bailío; que existía unaorden del obispo de Poitiers, fecha del18 de noviembre, prescribiendo lostrámites que debían seguirse en esteasunto, y que estaba pronta a remitirleuna copia para que no pudiese alegarignorancia; que se oponía enteramente alsecuestro, contrario a su voto deperpetua clausura, del que sólo podíadispensarle un mandato del obispo.Verificóse esta protesta en presencia dela señora de Charnisay, tía materna deambas religiosas, y del cirujano

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Mannouri, pariente de otra, y protestaronlos dos contra el atentado, en caso depasar adelante, declarando que tomaríanparte en el asunto en su propio nombre.Firmada el acta de lo acaecido, elescribano la presentó al bailío, quienordenó que las partes instaurasen unademanda relativa al secuestro, y anuncióque el siguiente día, 24 de noviembre,asistiría a los conjuros.

Efectivamente, al día siguiente, y ala hora señalada, mandó llamar a losmédicos Daniel Roger, Vicente de Faur,Gaspardo Joubert y Mateo Fanson e,informándoles de su objeto, les dioorden de considerar atentamente a lasreligiosas que él les designaría, para

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examinar con la más escrupulosaimparcialidad si las causas de su maleran fingidas, naturales o sobrenaturales.Concluido este encargo, pasaron alconvento.

Llegados allí, fueron introducidos enla iglesia, y colocados cerca del altar,separado por una reja del coro, en quepor lo regular cantaban las religiosas, yfrente a la cual llevaron pronto a lasuperiora, echada en una camilla.Entonces Barné celebró misa, durante lacual la superiora experimentó grandesconvulsiones. Retorcíanse sus brazos ymanos, encogíanse sus dedos,hinchábanse en demasía sus mejillas,girando de tal manera los ojos hasta

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ponerlos enteramente en blanco.Concluido el santo sacrificio,

acercósele Barné para darle lacomunión y conjurarla, y con elsacramento en la mano le dijo:

—Adora Deum tuum etcreatorem tuum. [Adora a tuDios y tu creador]

La superiora quedó un momento sinrespuesta, como si tuviese grandificultad en pronunciar este acto deamor, y después respondió por fin:

—Adoro te. [Te adoro.]

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—Quem adoras? [¿A quiénadoras?]

—Jesús Christus[Jesucristo] —respondió lareligiosa, que ignoró que elverbo adoro pide el acusativo.

Esta falta, que no habría cometido unniño de seis años, excitó la risa de todoslos circunstantes, y Daniel Douin, asesorde la pabordía, no pudo menos queexclamar:

—He aquí un diablo que estáatrasado en los verbos activos.

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Pero, advirtiendo Barné el malefecto que el nominativo de la superiorahabía producido, le preguntó:

—Quis est iste quemadoras? [¿Quién es el que túadoras?]

Esperaba, que como la primera vez,la poseída respondería Jesus Christus,pero se engañó.

—Jesu Christe, fue surespuesta.

A esta nueva falta contra las

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primeras reglas de la gramáticaaumentaron las risotadas, exclamandovarios de los circunstantes:

—¡Ah!, señor exorcista, muymiserable es este latín.

Barné fingió no oír nada, y lepreguntó el nombre del diablo que laposeía. Pero, turbada la superiora con elinesperado efecto de sus últimasrespuestas, se quedó muda por unmomento, hasta que con suma dificultadpronunció el nombre de Asmodeo, sinatreverse a latinizarlo. Informóseentonces el cura del número de diablos

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que ella tenía en el cuerpo, a cuyapregunta respondió con prontitud: Sex,seis. Entonces el magistrado invitó aBarné para que le preguntase el númerode compañeros que el diablo tenía. Mas,prevista de antemano esta respuesta, lareligiosa contestó, francamente,Quinque, cinco, restableciendo algúntanto a Asmodeo en la opinión de losasistentes; pero como el bailío lainvitase a decir en griego lo que habíadicho en latín, guardó el más profundosilencio, recobrando su estado natural alrepetirle la demanda.

Concluido por entonces con lasuperiora, mandaron entrar a unareligiosa pequeñita que se presentaba en

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público por primera vez. Empezópronunciando dos veces seguidas elnombre de Grandier acompañado degrandes risotadas, y en seguida,dirigiéndose al auditorio dijo:

—Cuantos estáis aquí no soisbuenos para maldita la cosa.

Pero visto el poco fruto que sacaríande semejante ente, la hicieron retirar enseguida, llamando en su lugar a lahermana lega, llamada Clara, que habíaya representado su papel en el cuarto dela superiora.

Apenas entró en el coro exhaló un

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profundo gemido; pero al colocarla en lacamilla que sirvió poco antes para lasuperiora y para la otra monja, empezó adar risotadas exclamando:

—¡Grandier, Grandier!Compradme de esto en la plaza.

Declaró Barné que estas palabrassueltas y sin conexión alguna eranprueba evidente de la posesión, y seacercó a la enferma para conjurarla.Entonces empezó sor Clara a mostrarserebelde, pareció que iba a escupirle a lacara, y sacó la lengua, acompañandoestas demostraciones con lascivos

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movimientos y con un verbo que estabaen perfecta armonía con ellos que,siendo francés, lo comprendieron todossin el auxilio de explicaciones.

Entonces, conjurándola para quenombrase al demonio que laatormentaba, respondió: Grandier.Repitió el cura la pregunta para hacerleentender su equivocación, y entoncesnombró al demonio Elimi. Pero nadasirvió para saber de ella el número dedemonios que acompañaban a aquél.Visto su empeño en no responder a talpregunta, Barné prosiguió, diciéndole:

—Quo pacto ingressus estdemon? [¿Por qué pacto ha

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entrado el diablo?]—Duplex [doble] —

respondió.

El odio que manifestaba al ablativo,necesario en este caso, promovió nuevarisa en el auditorio, viendo que el diablode sor Clara hablaba tan mal latín comoel de la superiora. Temiendo Barnéalgún nuevo disparate por parte de losdiablos, levantó la sesión, difiriéndolapara otro día.

Las dudosas respuestas de lasreligiosas, que ponían en claro para todohombre de buena fe la ridiculez desemejante farsa, animó al bailío a seguirsu empeño hasta el último trance. Por

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consiguiente, se presentó a las tres de latarde en casa de la superiora seguido desu escribano, de varios jueces y de unconsiderable número de gentesrespetables de Loudun. Al llegar allí,declaró a Barné que el objeto de suvisita era separar a la superiora de sorClara para ser conjuradas por separado,a cuya demanda no osó el cura oponerseen presencia de tantos testigos. Separadala superiora, empozaron los conjuros,causándole al instante las convulsionesde la mañana, a excepción de que lospies por primera vez parecíanretorcidos. Después de varios conjuros,el exorcista le hizo decir algunasoraciones, y le preguntó el número y

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nombre de diablos que la poseían;entonces respondió por tres veces quehabía uno llamado Acaos. RequeridoBarné para informarse de si estabaposeída ex pacto magi, aut ex puravoluntate Deis, es decir, si estabaposeída por pacto del mago, o por meravoluntad de Dios, Non est voluntas Dei,respondió la superiora: no es porvoluntad de Dios. Pero temiendo otraspreguntas, continuó el cura las suyas,preguntándole quién era el mago:

—Urbanus —respondió.—Estne Urbanus papa?

[¿Es el papa Urbano?] —lepreguntó de nuevo.

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—Grandier —repuso lasuperiora.

—Quare ingressus est incorpus hujus puellae? [¿Por quéentraste en el cuerpo de estajoven?] —continuó Barné.

—Propter presentiam tuam[Por tu presencia]

Entonces, viendo el magistrado queseria nunca acabar, interrumpió elinterrogatorio, pidiendo que se lehicieran las preguntas propuestas por ély sus dependientes y, en caso deresponder con acierto a tres o cuatro deellas, prometía en nombre de suscompañeros creer en la posesión y

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firmar que estaban convencidos. Barnéaceptó la propuesta, perodesgraciadamente volvió en si lasuperiora y, como era ya tarde, todos seretiraron.

Al día siguiente, 25 de noviembre, elbailío, seguido de varios dependientesde ambos juzgados, se presentó denuevo en el convento y se introdujo en elcoro. Hacía rato que estaban allí,cuando se corrieron las cortinas de lareja, dejando ver a la superiora tendidaen su lecho. Empezó Barné, segúnacostumbraba, con el sacrificio de lamisa, durante el cual la poseída sufrióvivas convulsiones, repitiendo dos otres veces: ¡Grandier, Grandier!

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Maldito cura. Concluida la misa, pasó elexorcista detrás de la reja con el copónen la mano, lo puso sobre su cabeza, yen esta postura protestó ser su acciónpura, llena de integridad, exenta demalos deseos para con nadie,conjurando a Dios que le confundiese sien toda esta sumaria había usado deningún maleficio, intriga o persuasióncon las religiosas.

Adelantóse en seguida el prior delos carmelitas para protestar en igualestérminos, con el copón en la cabeza, yañadiendo en su nombre y en el de losreligiosos ausentes y presentes queinvocaba las maldiciones de Datán yAbirón para que cayesen sobre sus

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cabezas si habían pecado en todo esteasunto. Tales acciones no produjeron enla asamblea el saludable efecto queesperaban, pues algunos dijeron en altavoz que semejantes conjuros parecíansacrilegios.

Oyendo Barné los murmullos, seapresuró a echar mano de los conjuros.Empezó acercándose a la religiosa paradarle la comunión, pero al verle venirlevantóse ella atormentada de terriblesconvulsiones y trató de arrancarle elsanto copón de las manos. Las palabrassantas del religioso lograron aquietarla,y le dio la hostia, pero en seguida larechazó con la lengua. Mas él la sostuvocon los dedos, y privó al demonio de

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hacer vomitar a la religiosa. Entoncestrató ésta de tragar el pan sagrado, perose quejó de que se le detenía ya en elpaladar, ya en el cuello. Finalmente,para hacerlo pasar, le dio dos o tressorbos de agua; y en seguida comenzó denuevo los conjuros en esta forma:

—Per quod pactumingressus es in corpus hujuspuella? [¿Por qué pacto entrasteen el cuerpo de esta joven?]

—Aqua [por el agua] —respondió la superiora.

Había allí por casualidad un escocés

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llamado Stracan, principal del colegiode la reforma de Loudun. Al oír estarespuesta, propuso al diablo que dijeraen escocés esta palabra agua,declarando en nombre de loscircunstantes que si daba esta prueba delconocimiento de las lenguas, privilegiode todos los espíritus infernales, seconvencerían todos de que no habíafarsa y de que la posesión eraverdadera. A lo que contestó Barné, conel mayor descaro, que se lo haría decir,con tal que Dios lo permitiera. Almismo tiempo mandó a los diablos quecontestasen en escocés, pero en vanorepitió dos veces el mandato, y sólo a latercera contestó la religiosa:

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—Nimia curiositas.[Demasiada curiosidad.]

Después añadió:

—Deus non volo. [Dios noquiero.]

Esta vez el diablo se habíaequivocado en la conjugación, ytomando la primera persona por latercera, había dicho: Dios no quiero, loque no tenía sentido, en vez de Dios nolo quiere, que era lo que debióresponder.

Rióse mucho el escocés de tanta

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ignorancia, y propuso a Barné quehiciese aprender al diablo con susdiscípulos de siete años, pero respondióel cura que era tanta la curiosidad quecreía dispensado al diablo de responder.

—Sin embargo —dijo el tenientecivil—, ya sabréis por medio del ritualque tenéis en la mano que la facultad dehablar las lenguas extranjeras yextrañas, junto con el poder de adivinarlo que se hace de lejos, es una de lasseñales para conocer la verdaderaposesión.

—Caballero —respondió Barné—,el diablo sabe perfectamente estalengua, pero no quiere hablarla, delmismo modo que vuestros pecados, que,

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si queréis, os dirá en seguida.—Con mucho gusto —repuso el otro

—, os ruego de corazón que hagáis otraprueba.

Entonces adelantóse el cura hacia lareligiosa en ademán de preguntarle lospecados del teniente civil, pero el bailíole detuvo manifestándole elinconveniente de tal acción; mas Barnécontestó que no trataba de ejecutarlo.

A pesar de cuantos esfuerzos hizo elreligioso para distraer a loscircunstantes, obstináronse éstos ensaber si el diablo tenía conocimiento delas lenguas extranjeras; y a instancia detodos, el magistrado propuso a Barnéque en lugar del escocés le mandase

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responder en hebreo, siendo, según laEscritura, la lengua más antigua, y quede no haberla olvidado debía ser muyfamiliar al demonio. Fue tan general elaplauso que acompañó a estaproposición que se vio comprometido amandar responder a la poseída lapalabra aqua en hebreo. A talinterpelación, la pobre joven, a la quetanto le costara repetir las pocaspalabras latinas que había aprendido, sevolvió dando visibles señales deimpaciencia y exclamando:

—¡Ah!, aún peor, reniego.

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Oídas y repetidas estas palabras,hicieron tan mal efecto que un carmelitamanifestó que no había dicho, reniego,sino zaguar, voz griega que equivale alas dos latinas, effudi aquam, hederramado agua. Pero como todo elmundo había oído la palabra reniego, seburlaron completamente, y el mismosuperior se adelantó, riñéndolepúblicamente por semejante mentira.Entonces, para dar fin a las discusiones,la poseída entró en nuevas convulsiones,y como todos sabían que era el anunciode finalizar las farsas, retiráronse a suscasas haciendo burla de un diablo queignoraba el escocés y el hebreo, y quetan atrasado estaba en el latín.

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No obstante, como el bailío y elteniente civil querían estar libres detoda duda, si acaso les quedaba algunatodavía, volvieron al convento a las tresde la tarde del mismo día. Encontraron aBarné, que dando con ellos tres o cuatrovueltas por el jardín, mostró al tenientecivil su admiración de verle en favor deGrandier, cuando otra vez habíainformado contra él, por orden delobispo de Poitiers. A lo que respondióéste que estaba dispuesto a hacer lomismo si hubiese motivo, pero que encuanto al caso que se presentaba, suúnico objeto era descubrir la verdad, locual esperaba conseguir. Poco satisfechoBarné con semejante respuesta, llamó al

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otro para manifestarle que,descendiendo de personas respetables,algunas de ellas poseedoras dedignidades eclesiásticas hartoconsiderables, y hallándose al frente detodos los empleados de la ciudad, debía,tan sólo por ejemplo, mostrar menosincredulidad con respecto a unaposesión que redundaría en gloria deDios y en ventajas de la Iglesia yreligión. La frialdad con que el bailíorecibió estas palabras, respondiendoque sólo la justicia guiaría sus pasos,hizo desistir a Barné, quien invitó a losmagistrados para que subieran al cuartode la superiora.

Al instante de entrar en el cuarto, en

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que había ya gran reunión, viendo lasuperiora el santo copón en la mano deBarné, sufrió vivas convulsiones.Acercósele aquél, y después de haberpreguntado al demonio por qué pactohabía entrado en el cuerpo de la joven,y de que ése le respondiese por el agua,continuó el interrogatorio en estostérminos:

P. Quis finis pacti? [¿Cuál esel objeto de este pacto?]

R. Impuritas. [La impureza.]

A estas palabras, el magistrado leinterrumpió para que mandase decir al

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demonio en griego estas tres palabrasreunidas: finis pacti, impuritas. Pero lasuperiora, que había salido bien la otravez con su evasiva respuesta, repitió sunimia curiositas, a que accedió Barné,diciendo que en efecto era demasiadacuriosidad. En virtud de lo cualdebieron renunciar a oír hablar al diabloen griego, lo mismo que había sucedidocon el escocés y el hebreo. EntoncesBarné continuó:

P. Quis attulit pactum?[¿Quién trajo el pacto?]

R. Magus. [El mago.]P. Quale nomen Magi?

[¿Cómo se llama el mago?]

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R. Urbanum. [Urbano.]P. Quis Urbanus? estne

Urbanas papa? [¿Qué Urbano?¿Es el papa?]

R. Grandier. [Grandier.]P. Cujus cualitatis? [¿Su

facultad?]R. Curatus.

Esta nueva voz introducida por eldiablo en la latinidad produjo sumoefecto en el auditorio, pero Barnéprocuró distraer la atención,continuando en seguida:

P. Quis attulit aquam pacti?

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[¿Quién trajo el agua del pacto?]R. Magus. [El mago.]P. Quae hora? [¿A qué

hora?]R. Septima. [A las siete.]P. An matutina? [De la

mañana?)R. Sero. [De la tarde.]P. Quomodo intravit?

[¿Cómo entró?]R. Janua. [Por la puerta.]P. Quis vidit? [¿Quién le

vio?]R. Tres. [Tres.]

Aquí se paró Barné para confirmarlas palabras del diablo, y aseguró que el

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domingo, después de estar libre porsegunda vez la superiora, cenando conella en su cuarto, junto con su confesorMignon y otra religiosa, les mostró losbrazos mojados con algunas gotas deagua, sin que nadie viese quién se lashabía puesto. Serían entonces las sietede la tarde. Lavó en seguida los brazoscon agua bendita y rezó algunasoraciones, durante las cuales el libro derezos de la superiora le fue arrancadodos veces de las manos y arrojado a suspies, y que en el instante de recogerlo,recibió un bofetón sin ver la mano quese lo daba. Entonces Mignon confirmócon un largo discurso cuanto había dichosu compañero y, concluyendo con las

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más terribles imprecaciones, conjuró alsanto sacramento para que leconfundiese si faltaba a la verdad. Enseguida, despidiendo al concurso,anunció que al día siguiente haría salir alos espíritus, e invitó a los circunstantesa que se preparasen, por medio de lapenitencia y la comunión, paracontemplar las maravillas que debíantener lugar.

Fue tanto el ruido que los últimosconjuros metieron por la ciudad que, apesar de no haber asistido a ellos, supoGrandier perfectamente cuanto habíapasado. Por cuyo motivo, al siguientedía por la mañana presentó otropedimento al bailío, exponiendo que las

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religiosas continuaban nombrándolemaliciosamente en los conjuros comoautor de su pretendida posesión, a pesarde que no solamente ningunacomunicación había tenido con ellas,sino que jamás las había visto; que paraprobar la influencia de que se quejabaera absolutamente necesario ponerlas ensecuestro, pues no era justo que susmortales enemigos, Mignon y Barné, lasgobernasen y pasasen noche y día a sulado; que semejante proceder ponía demanifiesto la sugestión; y, finalmente,que estaba comprometido el honor deDios y el del suplicante, que, como unode los primeros eclesiásticos de Loudun,bien merecía algún respeto. Por cuyos

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motivos y consideraciones suplicabaque tuviese a bien mandar que laspretendidas poseídas fuesensecuestradas y separadas una de otra,gobernadas por eclesiásticos nosospechosos al exponente y asistidas pormédicos, siendo todo ejecutado a pesarde cuantas oposiciones o apelaciones sesugirieran, pues así lo requería laimportancia del asunto, y en caso denegarse a su demanda, protestabaquejarse de tamaña injusticia.

El bailío decretó que se tomaría enconsideración aquel mismo día.

Después de Urbano Grandier sepresentaron los médicos que habíanasistido a los conjuros. Declararon

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haber reconocido movimientosconvulsivos en la persona de la madresuperiora, pero que una visita no erasuficiente para descubrir su causa, quetanto podía ser natural comosobrenatural; que era preciso verla yexaminarla más particularmente para serjuzgada con exactitud, a cuyo efectopedían permiso para permaneceralgunos días y noches al lado de lasposeídas, sin dejarlas un solo instante,cuidándolas en presencia de otrasreligiosas y algunos magistrados; siendopreciso que nadie les hablase sino enalta voz, que si las tocaban fuesevisiblemente y que no recibiesenalimento ni medicamento alguno sino de

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sus propias manos: entonces y sóloentonces prometían dar una exacta yverdadera relación de la causa de susconvulsiones.

Eran las nueve de la mañana, horade comenzar los conjuros. Dirigióse elmagistrado al convento, y encontró aBarné, que celebraba la misa, al pasoque la superiora sufría terriblesconvulsiones. Como entró en la iglesiaal tiempo de levantar el santosacramento, observó, en medio de loscatólicos que estaban arrodillados, a unjoven llamado Dessentier, que estaba enpie y con el sombrero puesto. Mandóleen seguida que se descubriera o seretirase. Entonces la superiora aumentó

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las convulsiones, gritando que allí habíahugonotes, siendo su presencia la quedaba tanto poder al diablo contra ella.Preguntóle Barné cuántos había, y ellarespondió que dos, prueba de que eldiablo sabía tanto de aritmética como delatinidad, puesto que además deDessentier, había entre los concurrentes,y que pertenecían al culto reformado, elconsejero Abraham Gauthier, suhermano, cuatro hermanas suyas, l’Elu,Renato Foumeau y el procuradorAugevin. Para distraer la atencióngeneral, fijada entonces en estainexactitud numérica, preguntó Barné ala superiora si era verdad que nosupiese latín; y respondiendo ella que no

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sabía una palabra, le mandó que lojurase sobre el santo copón. En primerlugar se excusó diciendo bastante altopara ser oída:

—Padre mío, Dios mecastigará por los juramentos queme mandáis hacer.

—Hija mía —repuso el cura—, debes jurar para mayorgloria de Dios.

Y la religiosa juró. En aquelinstante, un espectador observó que lasuperiora explicaba el catecismo a susdiscípulas, lo cual negó, declarando

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empero que les traducía el Pater y elCredo. Como a cada paso se le hacía elinterrogatorio más embarazoso, tomó elpartido de entrar en convulsión, lo cualno tuvo un éxito completo, pues el bailíomandó al exorcista que le preguntase endónde se hallaba entonces Grandier.Como la pregunta se había hecho en lostérminos que indica el ritual, que da poruna de las pruebas de la posesión lafacultad de adivinar el lugar en que seencuentran las personas de quien se leshabla, le fue forzoso obedecer, diciendoque Grandier estaba en el Salón delCastillo.

—Es falso —respondió elmagistrado en alta voz—, porque antes

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de venir aquí, he indicado a Grandier lacasa en que deseaba yo que se quedase,y en donde se le hallará, queriendovalerme de este medio para indagar laverdad, sin usar del secuestro, siempredifícil de practicar con religiosas.

En seguida mandó a Barné quenombrase algunos de los religiosospresentes para pasar al castillo,acompañados de un magistrado y delescribano. Barné nombró al prior de loscarmelitas, y el bailío designó a CarlosChauvet, asesor de la bailía, IsmaelBoulieau, cura, y Pedro Thibaut,dependiente de la escribanía, quepartieron al momento para ejecutar sucomisión, dejando al auditorio

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aguardando su vuelta.Después de tales procedimientos

enmudeció la superiora, y como nadarespondía, a pesar de los conjuros,Barné mandó venir a sor Clara, diciendoque un diablo excitaría al otro; a lo cualse opuso formalmente el magistrado,sosteniendo que este doble conjuroproduciría una confusión, por cuyomedio se podría sugerir a la superiorasobre el hecho de que se trataba, y quedebía aguardarse la vuelta de losenviados antes de proceder a nuevosconjuros. Pero por justa que fuese estarazón, guardóse bien el cura de accedera ella, pues a cualquier precio eramenester deshacerse del bailío y demás

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magistrados que participaban de sududa, o bien, con la ayuda de sor Claracausarles alguna ilusión. Porconsiguiente, a pesar de la oposición delos magistrados, entró la religiosa, perono queriendo contribuir a semejanteengaño, se retiraron declarando que nopodían ni era su voluntad asistir por mástiempo a tan odiosa comedia.Encontraron en el patio a los diputadosque volvían del castillo, en cuyo salón ydemás cuartos habían entrado sinencontrar a Grandier. Y en seguidahabían pasado a la casa designada por elbailío, encontrando allí al que buscabanacompañado del padre Veret, confesorde las religiosas, de Rousseau, de

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Nicolás Benoit, y del médico Couté, decuya boca supieron que hacía dos horasque Grandier estaba con ellos sindejarles un solo instante. Instruidos losmagistrados de cuanto querían saber, seretiraron, mientras que los enviadostraían al auditorio esta respuesta, cuyoefecto es fácil de adivinar. Entonces, uncarmelita, deseoso de paralizar talimpresión, y pensando que el diabloestaría tal vez más acertado que hastaentonces, preguntó a la superiora endónde estaba Grandier.

—Se pasea con el magistrado en laiglesia de Santa Cruz —respondió ellasin titubear.

Enviaron otra diputación, pero no

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encontrando a nadie en la iglesia, subióal palacio en donde estaba el bailíodando audiencia, y que desde elconvento había ido directamente altribunal, sin ver siquiera a Grandier. Aldía siguiente manifestaron las religiosassu repugnancia a que el bailío y demásempleados que le acompañaban fuesenespectadores de los conjuros, y que si enadelante tenían tales testigos, noresponderían una palabra.

Viendo Grandier tanto descaro, yque el único hombre con cuyaimparcialidad podía contar estabaexcluido de los exorcismos, presentóotra petición para que fuesensecuestradas las tales religiosas. Pero

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no atreviéndose el bailío a acceder aella por temor a que una oposiciónapoyada en que ellas dependían de lajusticia eclesiástica anulase su proceder,reunió a los habitantes más notables dela ciudad para consultarles lo que habíaque hacer para el bien público. Elresultado de esta reunión fue escribir alprocurador general y al obispo dePoitiers, enviándoles los procesosverbales y suplicándoles al mismotiempo que detuvieran con su autoridady prudencia el curso de estasperniciosas intrigas. Pero el procuradorgeneral contestó que el Parlamento notenía nada que ver en un asuntopuramente eclesiástico; y, en cuanto al

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obispo, nada respondió.No obstante, no guardó el mismo

silencio respecto a los enemigos deGrandier, puesto que como el malresultado de los conjuros del 26 denoviembre reclamaba nuevasprecauciones, juzgaron a propósitolograr del prelado una nueva orden,nombrando algunos eclesiásticos parapresenciar los conjuros en su nombre.Por consiguiente, pasó Barné a Poitiers,a cuyas instancias quedaron nombradosBazile, deán de los canónigos deChampigny, y Demorans, deán de los deThouars, ambos parientes de losenemigos de Grandier. He aquí la copiade la nueva orden:

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«Enrique Luis de Chataignierde la Rochepezai, por la graciade Dios, obispo de Poitiers, alos deanes de San Pedro deThouars y de Champigny, salud.

»Nos por la presentemandamos que paséis a la ciudadde Loudun, en el convento dereligiosas de Sania Úrsula, paraasistir a los conjuros empleadospor el cura Barné, por Nosautorizado, con las monjas dedicho monasterio atormentadasdel demonio, y a fin de extenderproceso verbal de cuanto suceda,tomareis el escribano queestiméis conveniente».

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»Dado en Poitiers, a 28 denoviembre de 1632.

»Firmado: ENRIQUE LUIS,obispo de Poitiers».

Y en seguida:

«Por disposición de dichoseñor

»MICHELET».

Advertidos de antemano amboscomisionados, llegaron a Loudun almismo tiempo que el capellán de lareina, llamado Marescot. Las diferentes

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maneras en que la piadosa Ana deAustria había oído contar la posesión delas ursulinas la obligó a enterarseparticularmente del caso. El asuntohabía tomado cada día más incremento,hasta llegar a los oídos de la corte, porcuyo motivo, temiendo el teniente civil yel bailío que el enviado real se dejaseengañar y diese un informe contrario a laverdad de su proceso, se dirigieron alconvento el primero de diciembre, díaen que empezaban los conjuros ante losnuevos comisionados, a pesar de laprotesta de las religiosas de noquererles admitir. Acompañados delasesor, del teniente de la pabordía y deun dependiente de la escribanía,

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llamaron a la puerta sin que lescontestaran, hasta que por fin vino unareligiosa a abrirla, pero les manifestóque no entrarían, pues habiendopublicado que la posesión era unaficción e impostura, eran sospechosos.Pero el magistrado, sin detenerse endisputas con ella, mandó llamar a Barné,quien se presentó al cabo de un rato, enhábitos sacerdotales, y seguido devarias personas, en cuyo número estabael capellán de la reina. Entonces elbailío se quejó de que les hubiesenimpedido la entrada, contrariando lasórdenes del obispo de Poitiers. PeroBarné manifestó que por su parte notenía inconveniente en que entrasen.

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—Tal ha sido nuestro intento —añadió el magistrado—, rogándoos almismo tiempo que hagáis al pretendidodiablo dos o tres preguntas que ospropondremos, conformes a lo queprescribe el ritual. Espero que no osopondréis —añadió dirigiéndose aMarescot y saludándole— a hacer esteexperimento delante del capellán de lareina, medio eficaz para disipar lassospechas de impostura quedesgraciadamente han cundido.

—En este punto —respondiódescaradamente el exorcista—, haré mivoluntad y no la vuestra.

—Sin embargo —repuso el bailío—, vuestro deber os manda proceder

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con legalidad, si es que obráissinceramente; pues sería ultrajar a Diosquerer aumentar su gloria con un falsomilagro, e insultar a la religión católica,tan poderosa de por si, haciendo brillarsus verdades por medio de engaños eilusiones.

—Señor —replicó el cura—, mihonradez me dicta mi deber, y ese debersabré cumplirlo. En cuanto a vos,acordaos de que la última vez al salir dela iglesia rebosabais de cólera, tristesituación para un hombre encargado dela justicia.

Como tales discusiones no dabanprovecho alguno, insistieron losmagistrados para entrar; pero vistas las

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negativas para abrirles las puertas,intimaron a los exorcistas la expresaprohibición de hacer pregunta ningunaque tendiese a difamar a nadie, so penade ser tratados como sediciosos yperturbadores. A cuya amenazarespondió Barné que no reconocía sujurisdicción, y cerrando la puerta, lesdejó en la calle con el teniente civil.

El tiempo era precioso, si deseabanoponerse eficazmente a lasmaquinaciones pasadas y futuras.Aconsejado Grandier por el bailío y elteniente civil, escribió al arzobispo deBurdeos, que otra vez le había ya sacadode apuro, informándole de la situaciónen que le habían puesto sus enemigos.

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Los dos magistrados añadieron a lacarta las sumarias que habían formadosobre los conjuros, todo lo que fueinmediatamente enviado por unmensajero seguro a monseñord’Escoubleau de Sourdis. Juzgando estedigno prelado la gravedad del asunto, yviendo que el menor retardo podíaperder a Grandier, abandonado a susadversarios, se presentó en persona enla abadía de Saint-Jonin-les-Marnes, endonde otra vez administró justicia alpobre Urbano con tanta lealtad ybrillantez.

La llegada del arzobispo fue, comoes de suponer, un terrible golpe para laposesión, pues apenas había llegado a la

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abadía, cuando envió a su médico conorden de ver a las poseídas y examinarlas convulsiones, para asegurar si eranfingidas o verdaderas. Presentóse elmédico con una carta del arzobispo, quemandaba a Mignon que dejase enterar aldoctor del estado de las cosas.Recibióle éste con el respeto debido alque le enviaba, diciéndole que sentíamucho que no hubiese llegado un díaantes, pues gracias a sus conjuros, lasreligiosas estaban ya libres desde lavíspera. Acompañóle a ver a lasuperiora y sor Clara, que estaban tantranquilas y descansadas como si nadahubiese sucedido. Conñrmaron cuantoMignon había dicho, y el médico se

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volvió a la abadía, sin poder dar fe deotra cosa que de la perfecta tranquilidadque en el convento reinaba.

La farsa era patente, y el arzobispose imaginó que todas estas infamespersecuciones habían concluido para nocomenzar más. Pero Grandier, queconocía mejor a sus adversarios, searrojó a sus pies, el día 27 dediciembre, suplicándole que admitieseuna demanda en la cual le manifestabaque sus enemigos, tratando de oprimirlecon una falsa y calumniosa acusación dela que se había evadido, merced a surecto proceder, acababan de suponer ypublicar, de tres meses acá, que habíahechizado a las religiosas de Loudun, a

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quienes nunca había hablado; que apesar de la pública y mortal enemistadentre él y los eclesiásticos Barné yMignon, se habían éstos encargado de ladirección de las poseídas y de losconjuros; que en sus sumarias,contradictorias de las que formaron losmagistrados, se vanagloriaban de haberapartado tres o cuatro veces a lospretendidos demonios, y que, según suscalumniadores, habían vuelto en virtudde los pactos con él contraídos; que elobjeto de tales habladurías y de lassumarias de Mignon y Barné erainfamarle y armar alguna sedición contraél; que era cierto que la venida deldigno prelado ahuyentaba los malignos

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espíritus, pero que rehaciéndose con supartida era probable que no tardaran envolver a la carga, de modo que si estabaabandonado por la alta protección de subondadoso protector, estaba seguro deque, a pesar de la brillantez de suinocencia, sucumbiría bajo los extrañosartificios de tan encarnizados enemigos.Por consiguiente, en virtud de todo loexpuesto, tuviese a bien prohibir aBarné, Mignon y sus adherentes, tantoseculares como eclesiásticos, en caso denueva posesión, conjurar ni gobernar alas pretendidas poseídas, nombrando ensu lugar otros eclesiásticos y seculares,para verlas comer, medicamentar yconjurar, en caso necesario en presencia

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de los magistrados.El arzobispo de Burdeos acogió esta

demanda contestando en estos términos:

«Vista la presente demanda,y oído el parecer del promotorfiscal, dirigimos al exponenteante nuestro promotor dePoitiers, para que se le hagajusticia. Al mismo tiempo hemosnombrado al cura Barné, aljesuita padre l’Escaye, residenteen Poitiers, y al padre Gau delOratorio, residente en Tours,para conjurar en caso necesario,según órdenes que a este fin lesremitimos:

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»Queda prohibido acualquier otro el mezclarse enlos dichos conjuros, bajo laspenas impuestas por la ley».

La esclarecida y generosa justiciadel arzobispo había previsto todos loscasos. Así pues, enterados los exorcistasde la publicación de esta orden, cesó derepente la posesión, quedando casisepultada en el olvido. Barné se volvióa Chinon, los deanes comisionados porel obispo de Poitiers se retiraron a sucabildo y, libertadas enteramente lasreligiosas de todo espíritu maléfico,entraron de nuevo en el silencio ytranquilidad, entonces el arzobispo

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renovó su invitación a Grandier paraque limitase sus beneficios; pero ésterespondió, que aun cuando le ofreciesenun obispado, no lo cambiaría entoncescon su curato de Loudun.

El final de toda esta farsa habíaparado en perjuicio de las religiosas, demanera que en vez de lasconsideraciones y limosnas que, segúnpromesas de Mignon, debía atraerleseste drama, la vergüenza pública y lamortificación fueron su único resultado:los padres sacaron a sus hijas de lapensión, y al perder a sus educandasagotaron sus últimos recursos. La malaopinión que entre las gentes se habíangranjeado las sumergió en la

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desesperación, y corrió la voz de que enaquella época tuvieron varios altercadoscon su director, echándole en cara queen vez de las ventajas espirituales ytemporales que les había prometido sólohabían logrado infamia y miseria,además del pecado que les había hechocometer. El mismo Mignon, a pesar de larabia que le devoraba, permanecíaquieto, sin renunciar por eso a lavenganza, pues siendo uno de aquelloshombres que, mientras les queda unvislumbre de esperanza, no se cansan deaguardar, permanecía en la oscuridad, enapariencia resignado, pero con los ojosfijos en Grandier, dispuesto a arrojarsea la primera ocasión sobre la presa que

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se le había escapado. La mala suerte deUrbano dio pábulo a su venganza.

Llegó el año 1633, época del granpoder de Richelieu. Proseguía elcardenal duque su obra de destrucción,demoliendo los castillos cuando nopodía cortar cabezas, y diciendo comoJohn Knox:

—Destruyamos los nidos, y loscuervos huirán.

Uno de estos nidos era el castillo deLoudun, y Richelieu dio orden dedestruirlo.

El encargado de esta misión eracomo uno de aquellos hombres quequinientos años antes habían sen/ido aLuis XI para destruir el feudalismo, y

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que quinientos años después debíanayudar a Robespierre a destruir laaristocracia, puesto que todo leñadornecesita un hacha, y todo segador, unahoz. Richelieu era el pensamiento;Laubardemont, el instrumento.

Pero un instrumento lleno deinteligencia, conocedor, en el modo deser puesto en acción, de qué pasión lehacía moverse, y adaptándose a ella conuna homogeneidad milagrosa, tanto siera violenta y rápida como si era lenta ysorda, resuelto a matar con el acero o aenvenenar con la calumnia, ya fuesedemandando sangre, o exigiendo elhonor.

Laubardemont llegó a Loudun en el

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mes de agosto de 1633, y se dirigió paracumplir su encargo a Memin de Silly,mayor de la ciudad y antiguo amigo delcardenal, que ya hemos manifestado quese había hecho del partido de Mignon yBarné. Memin vio en este viaje lavoluntad divina de hacer triunfar sucausa, que creyeron perdida.Preséntesele Mignon y todos sus amigos,quienes fueron muy bien recibidos.Validos del parentesco que mediabaentre la superiora y el terrible cardenal,ponderaron la afrenta recibida, que, alpaso que recaía en la superiora,alcanzaba también a toda su familia, y yano se trató más que de buscar mediospara comprometer al cardenal duque en

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sus resentimientos. Pronto lograron suobjeto.

Tenía la reina madre, María deMédicis, una camarera llamadaHammon, que, habiendo gustado a laprincesa en cierta ocasión que le habíahablado, permanecía a su lado gozandode algún crédito con ella. Era una mujerdel pueblo, natural de Loudun, en dondepasó la juventud. Conocíala Grandierparticularmente cuando habitaba en laciudad, y como era una mujer debastante talento, se complacía con suconversación. Durante un intervalo dedesgracia, se había publicado una sátiracontra los ministros, pero sobre todocontra el cardenal duque. Atribuyóse

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este escrito ingenioso, fecundo yburlesco a Hammon, partícipe del odiode Maria de Médicis contra su enemigo,y que al abrigo de su protección evitabael castigo del cardenal, aunque éste leconservó un profundo resentimiento. Laidea de los conjurados fue atribuir estasátira a Grandier, informado porHammon de todas las particularidadesde la vida privada del cardenal que enella se referían. Si el ministro dabacrédito a esta calumnia podíantranquilizarse: Grandier estaba perdido.

Convencidos sobre este punto,acompañaron a Laubardemont alconvento, en donde aparecieron denuevo los diablos, instruidos de ante qué

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personaje iban a comparecer: lasreligiosas tuvieron admirablesconvulsiones, y Laubardemont se volvióa París enteramente convencido.

A la primera palabra que elconsejero dijo al cardenal relativa aUrbano, conoció fácilmente que erainútil la farsa de la sátira, y que bastabapronunciar su nombre ante el ministropara reducirle al grado de irritación quedeseaba. En otro tiempo, el cardenalduque había sido prior de Coussay, yhabía tenido entonces una disputa depreeminencia con Grandier, que comocura de Loudun no solamente no le cedióel paso, sino que se le antepuso. Elcardenal tenía escrita la afrenta con

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letras de sangre, por cuyo motivodeseaba tanto como Laubardemont ladesgracia de Grandier.

He aquí la orden que obtuvo elconsejero, de fecha de 30 de noviembre:

«El señor de Laubardemont,consejero de listado y privadodel rey, pasará a Loudun y adonde más convenga, parainformar contra Grandier sobrelos hechos de que ha sidoacusado y los que tengan lugar enadelante relativos a la posesiónde las religiosas ursulinas ydemás personas que se dicenposeídas y atormentadas por el

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demonio por maleficio delcitado Grandier, enterándose delos procesos y demás actas delos comisarios y delegados,correspondientes a lo sucedidodesde el principio de laposesión. Asistirá a losconjuros, y extenderá sucorrespondiente proceso verbal,procediendo como juzgueconveniente para aclarar laspruebas de los hechos,decretando, instruyendo yjuzgando al dicho Grandier y asus cómplices hasta su definitivasentencia. Y no obstanteoposición o apelación

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cualquiera, no sufrirá retardoninguno, a pesar de la calidaddel crimen. En virtud de lo cualS. M. manda a los gobernadores,tenientes generales de provincia,bailíos y demás autoridades queauxilien con mano fuerte laejecución de esta orden en casode ser requeridos».

Provisto de esta orden, equivalente auna sentencia, llegó Laubardemont aLoudun el día 5 de diciembre a lasnueve de la noche y, para no ser visto, sedetuvo en el arrabal, en casa de PabloAubin, ujier de las órdenes del rey yyerno de Memin de Silly. Fue tan secreta

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su llegada que nada supo Grandier ni susamigos. Pero Memin, Hervé, Menuau yMignon fueron avisados, pasando enseguida a visitarle. Recibióles elconsejero enseñándoles la orden, perono les pareció bastante, al no contenerorden de prender a Grandier, que podríaaún escaparse. Sonrióse de que seimaginasen cogerle desprevenido, ysacó del bolsillo dos órdenessemejantes para el caso de extraviarseuna, fechadas el 30 de noviembre, con lafirma de Luis, y más abajo Phélippeaux.Estaban concebidas en estos términos:

«Luis, etc… etc.»Damos la presente a nuestro

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consejero privado, Señor deLaubardemont, para detener yprender a Urbano Grandier y asus cómplices. Con mandato atodas las autoridades yempleados civiles de ayudar a laejecución de nuestra orden,obedeciendo en caso necesarioal citado portador de la presente,debiendo los gobernadores ytenientes generales asistirle conmano armada si fueseconveniente».

Esta segunda orden satisfacía susdeseos. Resolvieron entonces que parahacer ver que el golpe provenía de la

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autoridad real, y para intimidar acualquier empleado público que tomasepartido por Grandier o a los testigos quequisiesen declarar en su favor, antes detodo, le mandarían prender. De modoque llamaron en seguida a GuillermoAubin, Señor de Lagrange y teniente delpreboste. Laubardemont le comunicó lacomisión del cardenal y las órdenes delrey, y le mandó que al amanecer del díasiguiente prendiese a Grandier. InclinóseAubin ante las dos firmas, y respondióque sería obedecido; pero viendo ensemejante proceder un asesinato y no unjuicio, avisó a Grandier del peligro quecorría, a pesar de la amistad que leligaba con Memin, cuya hija estaba

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casada con su hermano. Pero Urbano,con su habitual firmeza, le mandó dar lasgracias, contestando que, confiado en suinocencia y en la justicia de Dios, estabaresuelto a no retirarse.

Grandier no quiso escaparse, yaseguró su hermano, que dormía a sulado, que nunca le vio dormir mástranquilo que aquella noche. Levantóseal día siguiente a las seis, como teníacostumbre, tomó su breviario y saliópara ir a maitines en la iglesia de SantaCruz. Apenas salió de su casa, Lagrangele detuvo en nombre del rey, enpresencia de Memin, Mignon y otrosenemigos suyos, que se habían reunidopara gozar de este espectáculo. En

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seguida fue puesto en poder de JuanPouguet, jefe de los guardias de sumajestad, y de los alguaciles de losprebostes de Loudun y Chinon, para serconducido al castillo de Angers, altiempo que estaban sellando sus cuartos,armarios, muebles y demás de su casa.Pero nada encontraron que pudiesecomprometerle, a no ser un tratadocontra el celibato de los curas y doshojas en que había escritos en una letraque no era la suya algunos versoseróticos al estilo de aquel tiempo.

Cuatro meses estuvo en aquellacárcel, siendo un modelo de resignacióny constancia, según informes deMichelon, comandante de la ciudad, y de

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su confesor Pedro Bacher. Pasaba eltiempo leyendo libros santos oescribiendo plegarias o meditaciones,cuyo manuscrito fue agregado alproceso. A pesar de las instancias yoposiciones de la madre del acusado,Juana Esteve, que no obstante sus setentaaños, había recobrado sus fuerzasjuveniles con la esperanza de salvar a suhijo, Laubardemont seguía el proceso,que fue concluido el 9 de abril.Mandaron en seguida trasladarle otravez a Loudun.

Habíanle preparado una cárcelextraordinaria en una casa de Mignon,habitada antes por un sargento llamadoBontems, antiguo escribiente de

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Trinquant y acusador de Grandier en laprimera causa. Esta cárcel estabasituada en el piso más alto. Las ventanasestaban tapadas y sólo había unapequeña abertura en el techo, guarnecidacon enormes barras. Y temiendo tal vezque los diablos viniesen a libertar almago, taparon la chimenea con una rejade hierro, y además algunos agujerosimperceptibles ocultos en los ángulosdejaban mirar a la mujer de Bontemstodo lo que hacia Grandier, precauciónque esperaban podía serles útil en losconjuros. En este cuarto, echado en lapaja y privado casi de luz, escribió a sumadre la siguiente carta:

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«Madre mía: he recibido lavuestra con todo lo que mehabéis enviado, excepto lasmedias de sarga. Sufro conpaciencia mis aflicciones, perolloro vuestras angustias. Notengo cama para dormir;enviadme la mía, porque si elcuerpo no descansa, el almasucumbe. Remitidme también unBreviario, una Biblia y un SantoTomás, para mi consuelo; perono os aflijáis, madre mía, queDios aclarará mi inocencia.Saludos a mis hermanos yamigos, y en cuanto a vos,acordaos de vuestro hijo que os

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ama.

»GRANDIER».

Durante el encierro de UrbanoGrandier en el castillo de Angers, laposesión había aumentado de formamilagrosa, porque entonces ya no fueronsólo sor Clara y la superiora las únicasposeídas, sino que nueve religiosaspadecían ya los tormentos del genio delmal. Dividiéronse en tres cuadrillas, asaber:

La superiora, Luisa de los Ángeles yAna de Santa Inés, estaban en casa deLaville, abogado y consejero de lasmonjas.

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Sor Clara y Catalina de laPresentación, en casa del canónigoMaurat.

Finalmente, Isabel de la Cruz,Mónica de Santa Marta, Juana delEspíritu Santo y Seráfica Archerhabitaban en otra casa.

Además estaban todas bajo lavigilancia de la hermana de Memin deSilly, esposa de Moussant, y, porconsiguiente, pariente de los dosmayores enemigos del acusado, y que,informada por la mujer de Bontems,participaba a la superiora cuanto eranecesario saber de él. Tal fue el llamadosecuestro.

La elección de los médicos fue del

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mismo estilo: en vez de llamar a los máscélebres de Angers, de Tours, dePoitiers o de Saumur, incluso DanielRoger, de Loudun, fueron escogidos enlos pueblos pequeños, y entre gentes deninguna instrucción. De modo que el unojamás había obtenido grado ni título, y elotro acababa de salir de la tienda de unmercader, en que había pasado diez añosen calidad de dependiente, y cuyacolocación había abandonado paraabrazar la más lucrativa de curandero.

No fue más equitativa ni plausible laelección de boticarios y cirujanos: elboticario, llamado Adán, era primohermano de Mignon, y testigo de laprimera acusación contra Grandier; y

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como su declaración tocaba el honor deuna joven de Loudun, el Parlamento lehabía condenado a una públicaretractación. Sin embargo, conocido suodio contra Grandier, descansaron en subuen tino para preparar los remedios,sin examinar si disminuía o aumentabala dosis, y si en vez, de calmantes dabaalgún excitante capaz de producirconvulsiones verdaderas. En cuanto alcirujano, era aún peor, pues eraMannouri, sobrino de Memin de Silly,hermano de una religiosa, y que se habíaopuesto al secuestro reclamado porGrandier. En vano la madre y elhermano del acusado presentaron variasdemandas, rehusando a los médicos por

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ignorantes y al cirujano y boticario porenemigos personales; nada lograron, nisiquiera una copia certificada de estaspeticiones, aunque ofreciesen probar,con testigos, que un día Adán había dadoel crocus metallorum en vez de crocusmartis; cuya ignorancia causó la muertedel enfermo. Pero habían resuelto laperdición de Grandier, sin ocuparse deencubrir los infames medios que debíanservir para satisfacer su deseo.

Prosiguióse el informe con granactividad, y como una de sus primerasformalidades era la confrontación,Grandier publicó un alegato en que,apoyándose en el ejemplo de SanAnastasio, refirió que acusado aquel

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Santo en el concilio de Tyr por una malamujer, que jamás le había visto, cuandoella entró en la asamblea para formularpúblicamente la acusación, levantóse unsacerdote llamado Timoteo, ypresentándose a ella le habló como sifuese Anastasio: creyólo así laacusadora, y le respondió como a tal,poniendo a la vista de todos la inocenciadel Santo. En consecuencia, pedíaGrandier dos o tres personas de suestatura, seguro de que, a pesar de suspretendidas relaciones con él, no leconocerían, pues jamás las había vistoni creía que ellas le hubiesen vistonunca; pero era tan leal esta demanda, ypor consiguiente tan embarazosa, que no

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tuvo contestación.Al mismo tiempo, triunfando a su

vez el obispo de Poitiers sobre elarzobispo de Burdeos, que nada podíahacer contra una orden del cardenalduque, rehusó al padre Escaye y alpadre Gau, nombrados por su superior,designando en su lugar al recoleto padreLactance y a su lectoral, que había sidouno de los jueces que sentenciaron aGrandier la primera vez. Los dossacerdotes no se cuidaron de ocultar aqué partido pertenecían, alojándose encasa de Nicolás Moussant, uno de losenemigos más encarnizados de Urbano,y al día siguiente de su llegada fueron aver a la superiora, y empezaron los

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conjuros. Conociendo el padre Lactanceque la superiora no sabía mucho el latín,presentando poca seguridad en lasrespuestas, le mandó que contestase enfrancés, aunque la interrogase en latín. Yobjetándole alguno que había allí que,según el ritual, el diablo sabía todas laslenguas vivas y muertas, y que porconsiguiente debía responder en elidioma en que era preguntado, contestóel padre que el pacto se había hecho así,y que, por otra parle, había diablos másignorantes que un patán.

Después de estos exorcistas y losdos carmelitas que se habían metido enel negocio desde un principio, llamadosel uno Pedro de Santo Tomás y el otro

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Pedro de San Mathurin, llegaron cuatrocapuchinos, enviados por el padre José,eminencia de la orden. De modo quenunca se había dado tanta importancia alos conjuros. Tenían éstos lugar encuatro lugares diferentes, a saber: en lasiglesias de Santa Cruz, del convento delas ursulinas, de San Pedro de Martray yde Nuestra Señora del Castillo. Sinembargo, poco hay que mencionarrelativo a los conjuros del 15 y 16 deabril, puesto que las únicasdeclaraciones de los médicos sereducían a que las cosas que habíanvisto eran sobrenaturales ysobrepujaban sus conocimientos y lasreglas de la medicina.

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La sesión del 23 fue más interesante.Interpelada la superiora por el padreLactance sobre la forma en que se lehabía aparecido el demonio, respondióque en figura de gato, de perro, deciervo y de cabra.

—Quoties? —preguntó el padre.—No me acuerdo bien del día —

contestó la monja.La pobre entendió quando por

quoties.Queriendo sin duda vengarse de este

error, declaró aquel mismo día queUrbano tenía cinco señales en el cuerpohechas por el diablo, y que sólo teníasensibilidad en estos puntos, pues en lodemás del cuerpo era invulnerable. Por

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tanto, se dio orden a Mannouri paraasegurarse de la verdad, fijando el día26 para hacer el experimento.

En virtud de la orden que habíarecibido, presentóse Mannouri el 26 porla mañana en la cárcel de Grandier, lemandó desnudar y afeitar todo el cuerpoy, vendándole los ojos, mandó que letendieran en una mesa. También esta vezse había equivocado el demonio, puesno tenía más que dos lunares, uno en elomóplato y otro en el muslo.

Comenzó entonces una de lasescenas más atroces que puedanimaginarse: Mannouri tenía una sonda deresorte, cuya aguja entraba dentro de simisma; en todas las partes del cuerpo

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donde, según la superiora, erainsensible, el cirujano soltaba el resorte,la sonda se metía, y aunque simulabapenetrar la carne, ningún dolor causabaal acusado. Pero, al llegar a los lunaresdesignados como vulnerables, apretó elresorte, y clavando la aguja a muchaprofundidad, hizo dar al míseroGrandier, que no se lo esperaba, un gritotan agudo que se oyó desde la calle.Desde el omóplato pasó al muslo, peroesta vez, a pesar de hundirlo toda lasonda, Grandier no dio un grito siquiera,ni una queja, ni el menor gemido, sinoque al contrario, se puso a orar, y apesar de que Mannouri repitió dos vecessus heridas en el muslo y espalda, no

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pudo sacar del paciente otra cosa queplegarias para sus verdugos.

El caballero Laubardemont eratestigo de esta escena sangrienta.

Al día siguiente conjuraron a lasuperiora en términos tan fuertes que eldiablo tuvo que confesar que no erancinco sino dos los lunares de Urbano; esverdad que esta vez, con granadmiración del concurso, indicó el lugaren que los tenía.

Pero un nuevo engaño del diablodestruyó el efecto de esta declaración.Preguntado por qué no había queridohablar el sábado anterior, contestó queno estaba en Loudun, por haber estadoocupado toda aquella mañana,

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acompañando al infierno al alma de LeProust, procurador del Parlamento deParís. Pareció increíble esta respuesta alos profanos que examinaron el registrode los muertos de aquel sábado,resultando no haber muerto aquel día nosólo ningún procurador llamado LeProust, sino ningún hombre que sellamase tal. De manera que esta mentirahizo al demonio menos agradable ymenos terrible.

Durante este tiempo experimentaronlos conjuros varios chascos.Preguntando el padre Pedro de SantoTomás a una de sus poseídas de lascarmelitas dónde estaban los libros demagia de Grandier, respondió que los

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encontraría en la habitación de ciertaseñorita que nombró, que era la mismapor quien Adán se retractópúblicamente. En seguidaLaubardemont, Moussant, Hervé yMenuau pasaron a casa de la joven,registraron los cuartos y gabinetes,abrieron los cofres, armarios y parajesmás recónditos, pero todo en vano.Entonces echaron en cara al demonio suengaño, pero éste respondió que unasobrina de la señorita se había llevadolos libros. Corrieron en seguida a casade la sobrina, pero desgraciadamenteestaba en la iglesia entregada a lasdevociones desde la mañana y no habíasalido, según manifestaron los

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sacerdotes y demás, de la misma;entonces no pudieron los exorcistasseguir adelante, no obstante su deseo decomplacer a Adán.

Aumentado el número de losincrédulos con tan crasos errores,anunciaron una interesante sesión para el4 de mayo. En efecto, el programallamaba a la curiosidad general.Asmodeo prometió levantar a lasuperiora a dos pies de altura, y Eazas yCerbero, movidos por el ejemplo de sujefe, prometían hacer lo mismo con otrasdos religiosas. Finalmente, otro diablo,llamado Beherit, no temiendo atacar almismo Laubardemont, había prometidoquitar el solideo del consejero,

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teniéndolo suspendido en el aire todo eltiempo de un Miserere. Además,anunciaron también que seis de loshombres más robustos no podríansostener a la religiosa más débil niprivarla de hacer contorsiones.

La promesa de semejanteespectáculo atrajo a la multitud quecuajaba la iglesia en el día señalado.Empezaron con la superiora, y el padreLactance reclamó a Asmodeo elcumplimiento de su palabra de levantara la energúmena. Entonces la superioradio dos o tres saltos sobre el colchón, y,en efecto, pareció sostenerse en el airepor un momento. Pero, levantada lasábana por un espectador, vieron que se

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sostenía con la punta del pie, cosa dehabilidad, pero no milagrosa; entoncesempezaron las risas y las burlas,espantando de tal modo a Eazas yCerbero que no se les pudo sacar ni unarespuesta siquiera. Acudieron porúltimo a Beherit, que dijo que estabapronto a levantar el solideo deLaubardemont, y que cumpliría supalabra antes de un cuarto de hora.

Como aquel día los conjuros seanunciaron para la tarde y no para lamañana, como otras veces, y comoviesen algunos que se acercaba la noche,hora favorable para las ilusiones,creyeron los incrédulos que Beherithabía pedido un cuarto de hora para

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obrar a la luz de las velas, favorable atoda magia. Además advirtieron que elconsejero se había colocado en una sillaapartada de las demás, y debajo de unabóveda de la iglesia, en la que había unagujero que daba paso a la cuerda de lacampana. Salieron entonces de laiglesia, y subiendo al campanario, seocultaron en un rincón. Apenas habíanllegado cuando vieron avanzar a unhombre que estaba arreglando algunacosa. Rodeáronle al momento y letomaron una crin con un anzuelo quetenía en la mano. Sorprendido elhombre, abandonó su sedal. En vanoLaubardemont, los exorcistas y todo elconcurso aguardaban el instante de ver

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levantar el solideo: mas nada se movía;con gran admiración de Lactance que,ignorando lo sucedido, y atribuyéndolo aun retardo, conjuró tres o cuatro veces aBeherit para que cumpliese su promesa.Pero el pobre diablo se vio precisado afaltar a ella.

La fatalidad presidía aquellareunión: hasta entonces nada habíatenido éxito, y nunca los diablosestuvieron tan torpes. Pero, por suerte,los exorcistas parecían estar seguros desu última prueba, la cual consistía enhacer escapar a la religiosa de manos deseis hombres escogidos, que lasostendrían. Por consiguiente, doscarmelitas y dos capuchinos se metieron

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por entre las gentes, y llevaron al coroseis hércules, escogidos entre los mozosde cordel de la ciudad.

Esta vez el diablo dio pruebas devigor, ya que no las había dado dehabilidad; pues a pesar de sujetarla seishombres, después de algunos conjuros,entró la superiora en convulsiones tanterribles que se les escapó y echó atierra a uno que trataba de sostenerla.Renovóse el experimento por tres vecesy siempre tuvo éxito. Empezaba a cundirla credulidad entre los espectadores,cuando un médico de Saumur, llamadoDuncan, sospechando que había unafarsa en todo esto, se adelantó, ymandando alejar a los seis hombres,

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declaró que él solo sujetaría a lasuperiora, y en caso de escapárseleprometía retractarse públicamente de suincredulidad. Laubardemont trató deoponerse a este ensayo, declarando aDuncan profano y ateo; pero estimadopor todos por su probidad y saber, selevantó un murmullo tan grande al oír laspalabras del consejero que losexorcistas se vieron comprometidos adejarle hacer. Libre el coro de los seismozos, que en vez de volverse a laiglesia salieron por la sacristía,adelantóse Duncan hasta el lecho de lasuperiora, la cogió por la muñeca, yasegurado de sujetarla bien, dijo que yapodía empezar.

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Hasta entonces nunca se había vistoluchar cara a cara a la opinión generalcontra algunos intereses particulares: unprofundo silencio reinaba en la reunión,inmóvil, con la vista fija en lo que iba asuceder. Al cabo de un instante, el padreLactance pronunció algunas palabrassagradas, y la superiora empezó aluchar. Pero esta vez Duncan tenía élsolo más fuerza que los seis mozos quele precedieron: por más que la religiosase empinaba, y se retorcía, su brazoquedaba cautivo en la mano de Duncan.Por fin, agotadas todas sus fuerzas, sedejó caer en el lecho, exclamando:

—¡No puedo, no puedo, me sujetatan fuerte!

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—¡Soltadle el brazo! —gritó furiosoel padre Lactance—, ¿cómo puedenproducirse las convulsiones si lasujetáis?

—Si realmente está poseída —repuso Duncan en alta voz—, debe tenermás fuerza que yo, pues entre las señalesde posesión previene el ritual un vigorsuperior a la edad, condición ynaturaleza.

—Mal argumentado —replicóLactance agriamente—: es cierto que undemonio fuera del cuerpo es más fuerteque vos; pero en un cuerpo débil comoéste, es imposible que iguale vuestrafuerza, porque sus acciones naturalesson proporcionadas a las fuerzas del

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cuerpo que está poseyendo.—Basta, basta —dijo Laubardemont

—, no hemos venido aquí paraargumentar con filósofos, sino paraedificar a cristianos.

Al decir estas palabras, levantóse dela silla en medio de un terrible tumulto,y todas las gentes se retiraron, no comosaliendo de una iglesia, sino de miteatro.

El fracaso de los sucesos del día 4fue la causa de que nada notableacaeciera durante algunos días. Varioscaballeros y gentes respetables quehabían acudido a Loudun con laesperanza de Ver cosas milagrosas,viendo que sólo les presentaban un

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espectáculo muy común y malorganizado, empezaron a marcharse,pues no valía la pena quedarse mástiempo. Uno de los exorcistas se quejade ello en un folleto relativo a estesuceso.

«Muchas personas —dice el padre—, vinieron para ver los milagros deLoudun, y viendo que los diablos nodaban las señales que ellos querían, sevolvieron descontentos, aumentando elnúmero de los incrédulos».

Así pues, para combatir estadeserción, resolvieron presentar algúngran espectáculo que provocase lacuriosidad y reanimase la fe. Porconsiguiente, el padre Lactance anunció

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que el 20 de mayo saldrían tresdemonios de los siete que poseían a lasuperiora, causándole tres heridas en ellado izquierdo, y otros tantos agujerosen la camisa y vestido: los tres diabloseran Asmodeo, Gresil de los Tronos, yAman de los Poderes. Advirtiendo quela superiora tendría las manos atadas enel momento de ser herida.

Llegó el día señalado, y una multitudde curiosos cuajaba la iglesia de SantaCruz; todos deseaban ver si los diabloscumplirían mejor su palabra que lasotras veces. Invitados los médicos paraacercarse a la superiora y examinar sucostado, camisa y vestido, presentósetambién Duncan, a quien no se

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atrevieron a rechazar, no obstante elodio que le tenían, y que hubieseadvertido sin la protección del mariscalBrézé. La presencia de ese hombreevitaría cualquier engaño que se hubiesemaquinado.

Verificando el reconocimiento,declararon que no habían encontradoherida alguna en su costado, ni rotura enlos vestidos, ni instrumento cortante. Enseguida el padre Lactance le interrogócerca de dos horas en francés,respondiendo ella en la misma lengua.Después comenzó los conjuros,adelantándose al mismo tiempo Duncan,para recordarle su promesa de atar lasmanos de la superiora para evitar

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sospechas de fraude y engaño.Reconoció el padre la justicia de talreclamación, pero manifestó al mismotiempo que, habiendo algunoscircunstantes que no habían visto lasconvulsiones de las poseídas, era muyjusto, para su satisfacción, conjurar a lasuperiora antes de atarla; porconsiguiente, renováronse losexorcismos, causándole talesconvulsiones que, después de algunosminutos de lucha, quedó en una completapostración. Entonces la poseída cayóboca abajo, torciéndose hacia el ladoizquierdo y quedando inmóvil en estaposición por algunos instantes, hasta quedio un grito, seguido de un gemido.

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Adelantáronse los médicos, y viendoDuncan que ella retiraba la manoderecha, la cogió del brazo, y vio quetenía sangre en la punta de los dedos; leregistró el cuerpo y vestidos, y encontróel vestido agujereado en dos partes, y sucamisa en tres: los agujeros eran de undedo de longitud; tenía tres heridasdebajo de la tetilla izquierda, pero tanligeras que apenas traspasaban la piel;la del medio era larga como un grano decebada, sin embargo, habían hechobrotar sangre para teñir la camisa.

Era tan burdo el engaño que elmismo Laubardemont parecíaavergonzado a la vista de tantosespectadores; por eso no quiso permitir

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a los médicos que uniesen a suscertificaciones el juicio de las causaseficientes e instrumentales de las tresheridas. Pero Grandier protestó en unalegato que redactó por la noche, y quefue distribuido al día siguiente. Decíaasí:

«Si la superiora no hubiesesuspirado, los médicos no lahabrían registrado, dejándolamaniatar en seguida, sinpresumirse siquiera que lasheridas ya estaban hechas;entonces el exorcista habríamandado salir a los demonios,dejando las señales prometidas,

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y poniendo en planta las extrañascontorsiones que tan fácilmentefingía la religiosa, habríaquedado libre después de unafuerte convulsión, mostrando lasheridas en el cuerpo. Pero susgemidos la vendieron, susgemidos rompieron, por ordende Dios, las infames tramas quelos hombres y el infierno estabanproyectando. ¿Por quéescogieron por señal heridassemejantes a las que causa unhierro cortante, siendocostumbre infernal causar unasllagas como de quemadura?¿Sería acaso por serle más fácil

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ocultar un hierro y herirlevemente que guardar un ascuapara quemarse? ¿Por quéprefirieron el costado izquierdoen vez de la nariz o la frente,sino para herirse sin que nadie loviese? ¿Por qué estaba echadade aquel lado, sino para ocultarmejor el instrumento de superfidia? Aquel suspiro, que sele escapó, a pesar de suconstancia, ¿quién lo producíasino el dolor que la míseraestaba sufriendo, pues hasta elmás animoso se estremece alsentir la picadura de unasangría? Si sus dedos no

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hubiesen manejado el hierro quecausó las heridas, ¿cómo podríanestar ensangrentados? Lapequeñez del instrumento quetenía en la mano fue sin duda lacausa de que sus dedos semanchasen. Y finalmente, ¿porqué fueron las heridas tan levesque apenas traspasaron la piel,cuando normalmente los diablosacostumbran a romper ydesgarrar a los endemoniados alretirarse, sino porque lasuperiora no se estimaba tanpoco como para hacerse heridasprofundas y peligrosas?».

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A pesar de esta lógica protesta deGrandier y de la visible estafa de losexorcistas, M. de Laubardemont anotóen el proceso la expulsión de los tresdemonios, Asmodeo, Gresil y Aman, delcuerpo de sor Juana de los Ángeles, yeste proceso fue presentado contraGrandier, conservándose aún su minuta,no como un monumento de credulidad ysuperstición, sino como una memoria deodio y de venganza. Para disipar lassospechas que este milagro habíaproducido entre los espectadores, elpadre Lactance preguntó al día siguientea Balaam, uno de los cuatro demoniosque permanecían en el cuerpo de lasuperiora, por qué Asmodeo y sus dos

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compañeros habían faltado a supromesa, saliendo mientras la cara y lasmanos de la religiosa estaban ocultas alas miradas del pueblo.

—Para fomentar la incredulidad demuchos —respondió Balaam.

El padre Tranquille hace burla delos descontentos con toda la ligereza deun capuchino en un folleto que publicósobre este asunto:

«Ciertamente —dice—,tenían motivos para quejarse dela poca finura y cortesía de esosdemonios, que no hacían caso desu mérito ni de su categoría.Pero si la mayor parte de

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aquellas gentes hubiesenexaminado su conciencia, tal vezse habrían percatado de que ellaera el origen de su descontento, yque más bien debían irritarsecontra sí mismos por medio deuna buena penitencia, que no ircon ávida y viciosa concienciapara volver sumidos en laincredulidad».

Nada notable acaeció desde el 20 demayo hasta el 13 de junio, día célebrepor haber vomitado la superiora uncañón de pluma de un dedo de largo. Sinduda este nuevo milagro fue la causa dela venida del obispo de Poitiers a

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Loudun, no, según dijo a los que levisitaron, para cerciorarse de la verdadde la posesión, sino para convencer alos incrédulos y descubrir las escuelasde magia, tanto de hombres como demujeres, que Urbano había establecido.Corrió luego la voz entre el pueblo deque era menester creer en la posesión,pues, convencidos de ella el rey, elcardenal duque y el obispo, la menorduda hacía criminal de lesa majestaddivina y humana, exponiéndose también,en calidad de cómplices de Grandier, alos golpes de la sangrienta justicia deLaubardemont. «Estamos seguros, decíael padre Tranquille, de que esta empresaes obra de Dios, puesto que es obra del

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rey».La llegada del obispo motivó una

nueva sesión, de la cual expondremosuna curiosa relación que nos ha dejadomanuscrita un testigo ocular, buencatólico y creyente en la posesión, y queserá preferible a cuantas pudiéramosredactar. He aquí su exacto contenido:

«El viernes 23 de junio de 1634,víspera de San Juan, a las tres de latarde, estando monseñor de Poitiers yM. Lauhardemont en la iglesia de SantaCruz de Loudun para continuar losconjuros de las religiosas ursulinas,mandaron venir al cura UrbanoGrandier, acusado de magia por lascitadas monjas. Presentóle el comisario

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cuatro pactos[11]” mencionados ya en losanteriores exorcismos, que los diablosconfesaban haber hecho varias vecescon el acusado, pero en particular eldado por Leviathan el sábado 17 delpresente, compuesto por carne de uncorazón de niño, cogida en un sábado deOrleans en 1631, cenizas de una hostiaquemada y sangre… del mismoGrandier[12], por el cual dice Leviathanhaber entrado en el cuerpo de lasuperiora sor Juana de los Ángeles,poseyéndola con sus adjuntos Beherit,Eazas y Balaam, el 8 de diciembre de1632. El otro, compuesto por semillasde naranjas, dadas por Asmodeo, queposeía a sor Inés, el jueves 22 del

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presente, verificado entre Grandier,Asmodeo y otros diablos, paraneutralizar las promesas de Beherit, quese había comprometido a levantar elsolideo del señor comisario por espaciode un Miserere, en señal de su salida.Presentados todos estos pactos aGrandier, dijo, sin admiración alguna,pero con ademán constante, que no teníanoticia de tales pactos, pues no los habíahecho, ni sabía ningún arte capaz detales cosas. Aseguró que jamás habíatenido relaciones con los diablos,ignorando enteramente cuanto lemanifestaban. De todo lo cual se formóacta que el acusado firmó.

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«Entraron luego en el coroonce o doce poseídas, incluidastres jóvenes seglares,acompañadas todas de varioscarmelitas, capuchinos yfranciscanos, junto con tresmédicos y un cirujano. Alpresentarse empezaron todas ahacer monadas, llamando aGrandier su dueño, ymanifestando gran placer alverle. En seguida el padreLactance y el franciscanoGabriel exhortaron al auditorio aque elevase su corazón a Dioscon un fervor extraordinario, quehiciese actos de contrición a su

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divina majestad, pidiendo quetantas culpas y pecados nofuesen un obstáculo para susgloriosos designios, yconcluyendo con un Confiteorpara recibir la bendición delobispo de Poitiers. Concluidaesta ceremonia, anunciaron queera de tanto peso y taninteresante para las verdades dela Iglesia católica el asunto encuestión, que debiera bastar estosolo para excitar la devoción detodos, y que además era tanextraño el mal de estas pobresque la caridad obligaba acuantos tuviesen facultad para

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ello a emplear todo su saber, pormedio de los conjuros que laIglesia prescribe a los pastores.Y, dirigiéndose a Grandier, ledijo que, siendo de este número,en calidad de sacerdote, debíacontribuir con todo su poder ycelo, si así se lo permitíamonseñor el obispo de Poitiers.Concedido por éste, elfranciscano presentó una estola aUrbano, quien volviéndose haciael obispo le pidió permiso paratomarla. Habiéndoseloconcedido, se puso la estola, yentonces el franciscano leentregó un Ritual, previa

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autorización del prelado.Recibida la bendición, seprosternó a sus pies parabesarlos, entonando al mismotiempo el Veni Creator Spiritus,levantóse luego, dirigiendo lapalabra al obispo, y le dijo:

»—¿A quién debo conjurar,Monseñor?

*»—A estas jóvenes —contestó,

*»—¿Qué jóvenes? —repuso Urbano.

»—Las poseídas.»—Monseñor, me veo en la

necesidad de creer en laposesión. La Iglesia lo cree, y yo

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debo creerlo, aunque supongoque un mago no puede hechizar aningún cristiano sin suconsentimiento.

»Entonces algunos gritaronque esta suposición era unaherejía; que esa verdad noadmitía dudas, siendo recibidaen toda la Iglesia y aprobada porla Sorbona. A lo que respondióque no tenía opinión determinadasobre el particular, y que estoera tan sólo su pensamiento; puesen todo caso se sometía a laopinión general, añadiendo quenadie era hereje por haber

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dudado, sino por haberperseverado en sus dudas, y quecuanto había propuesto al obispoera por asegurarse de que noabusaría de la autoridad de laIglesia. Habiéndole presentado asor Catalina, la más ignorante detodas, y la que menos sospechasinfundía de saber latín, empezóel exorcismo en la forma que elritual prescribe. Pero no pudocontinuar el interrogatorio,porque al mismo tiempo lasdemás religiosas comenzaron aser atormentadas por losdemonios, dando extravagantes yhorribles alaridos. Adelantóse

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sor Clara, echándole en cara suceguera y obstinación,obligándole a dejar a la primeraposeída, para alternar con ésta,que mientras la estabaconjurando charló por los codos,sin atender a las palabras deGrandier, interrumpidas tambiénpor la madre superiora, que aldejar a sor Clara le tomó por sucuenta. Pero es de advertir queantes de conjurarla le dijo enlatín, como lo había hecho hastaentonces, que sabiendo por ellamisma que comprendía estalengua, le preguntaría en griego.A lo que respondió el diablo por

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boca de la religiosa:»—¡Ah!, eres un truhán, ya

sabes que una de las condicionesdel pacto que hicimos los dos esno responder en griego.

»—¡O pulchra illusio,egregia evasio! ¡Hermosailusión, excelente efugio! —exclamó Urbano.

Y entonces le permitieron conjuraren griego, con tal que escribiese primerolas preguntas. Ofrecióse la poseída aresponder en la lengua que quisiese,pero esto no tuvo lugar, porque luegovolvieron las religiosas a sus gritos conuna desesperación sin igual, en medio de

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terribles convulsiones y acusándole dela magia y hechizos que lesatormentaban, ofreciendo romperle lacabeza si se lo permitían, y haciendo losmayores esfuerzos para insultarle. Perolos sacerdotes que trabajabanasiduamente para calmar el furor que lasagitaba evitaron tales excesos. Sinembargo, Urbano permanecía tranquilo,mirando fijamente a las supuestasposeídas, protestando de su inocencia yrotundo a Dios que fuese su protector.Se dirigió a monseñor obispo y aLaubardemont, implorando a laautoridad eclesiástica y real de que eranministros para que ordenasen a losdemonios que le retorciesen el cuello o

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le marcasen la frente en caso de ser elautor del crimen de que le acusaban, porcuyo medio brillaría la gloria de Dios,exaltándose la autoridad de la Iglesia yquedando el confundido, todo con lacondición de que las jóvenes no letocasen. Esta demanda fue desoída conla excusa de que no querían ser causadel mal que podría sucederle, ni exponera la autoridad de la Iglesia a los engañosdel demonio, que podía tener algúnpacto con él, relativo a esto mismo.Entonces los exorcistas, ordenando a losdiablos que cesasen tanto desorden,trajeron un calentador lleno de fuego,donde fueron arrojados todos los pactos.Redobláronse las violencias, la

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confusión espantosa acompañada de loshorribles chillidos y los locos ademanesde aquellas furias, que daban a estareunión el aspecto de un sabbat,prescindiendo de la santidad del lugar yde la clase de personas que lacomponían, viéndose a Grandier conapariencia más tranquila, a pesar de serel más interesado. Continuaban losdemonios citándole los lugares, los díasy las horas de sus relaciones con él, susprimeros hechizos, sus escándalos, suinsensibilidad y sus protestas contra lafe de Dios. Rechazaba el acusado talescalumnias, tanto más injustas cuanto quese apartaban de su profesión. Dijo querenunciaba a Satanás y a todos los

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demonios, a quienes no conocía ni teníatemor alguno. Que a pesar suyo eracristiano y además persona sagrada, yque confiando en la bondad de Dios yJesucristo, a pesar de sus pecados,retaba al primero que le probaseauténticamente los crímenes de que leacusaban.

»No hay palabras para pintarla terrible escena que sucedió aestas palabras: los ojos, losoídos fueron afectados por tanextrañas sensaciones que sólopueden formarse una idea losque están acostumbrados asemejantes espectáculos. Ningún

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alma es capaz de librarse delhorror y admiración que estaescena causaba. Sólo Grandier,en medio de todo esto,permanecía impasible, es decir,insensible a tantos prodigios,cantando himnos al Señor juntocon el pueblo, seguro como siuna legión de ángeles leprotegiese. En efecto, uno de losdiablos gritó que Beelzebubestaba entre él y el capuchinoTranquille. A lo que respondió:

»—Obmutescas, silencio.»Entonces el diablo empezó

a jurar que ésta era su seña, peroque debían hablar, porque Dios

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era mucho más fuerte que todo elinfierno. De modo que todosquerían tirarse sobre él,ofreciéndose para despedazarley mostrar sus señales aunquefuese su dueño. A lo querespondió que no era su amo nisu criado, y que parecíaimposible que al tiempo que leproclamaban su dueño,prometiesen despedazarle.Entonces las frenéticasreligiosas le tiraron los zapatos ala cabeza.

»—Vamos —dijo sonriendo—, estos diablos se deshierranpor si solos.

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»Finalmente, llegó a talpunto la rabia, que sin el auxiliodel gentío que estaba en el coroel autor de ese espectáculo lohabría pagado con la vida. Perolo más que pudieron hacer fuesacarle de la iglesia paralibrarle de las furias que leamenazaban, acompañándole a lacárcel a las seis de la tarde, yempleando el resto del día entranquilizar a las poseídas, locual pudo lograrse con muchotrabajo».

No todos juzgaron a las poseídascon la misma indulgencia que el autor de

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esta relación que hemos citado, puesmuchos vieron esa escena de gritos yconvulsiones como una infame ysacrílega orgía de venganza: se hablabatan diversamente de este suceso que el 2de julio siguiente se publicó el siguientebando:

«Queda prohibido a todas laspersonas, sin excepción declases ni condiciones, hablarcontra las religiosas y demás deLoudun atormentadas por losespíritus malignos, susexorcistas y demás que lasasisten, sea en el lugar que fuere,so pena de diez mil libras de

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multa o mayor suma y castigocorporal si fuere necesario; ypara que nadie pueda alegarignorancia, la presente serápublicada en el día de hoy entodas las iglesias parroquialesde esta ciudad, y en los parajesde costumbre.

»Loudun, 2 de julio de 1634».

Fue tanto el poder de esta orden, quedesde su publicación, si bien losincrédulos no mudaron sus ideas, almenos no osaban manifestar suincredulidad. Pero luego, paravergüenza de los jueces, las mismas

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religiosas se arrepintieron: al díasiguiente de la terrible escena quehemos explicado, en el instante deempezar el padre Lactance sus conjuroscon sor Clara en la iglesia del Castillo,se levantó ésta llorosa, y dirigiéndose alpúblico para que todos la oyeran,empezó, tomando al cielo por testigo dela verdad de sus palabras, y confesó quecuanto había dicho de quince días a estaparte contra el infeliz Grandier era sólouna calumnia e impostura sugerida porMignon, los carmelitas y el franciscano.Pero el padre Lactance no se espantópor tan poca cosa y le respondió quecuanto decía era un ardid del demoniopara salvar a su amo Grandier. Entonces

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la religiosa apeló enérgicamente aLaubardemont y al obispo de Poitiers,pidiendo ser secuestrada y puesta enmanos de otros religiosos diferentes deaquellos que habían perdido su almahaciéndola servir de falso testimoniocontra un inocente. Riéronse los dos dela astucia del demonio, ordenando quefuese conducida a la casa que ocupaba.Al oír esta orden, sor Clara se lanzófuera del coro para escaparse por lapuerta de la iglesia, implorando elsocorro de los que estaban presentespara que la salvasen de su condenacióneterna. Pero nadie osó dar un paso, puestal era el temor que la orden habíaproducido. Sor Clara fue apresada, a

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pesar de sus gritos, y conducida a lacasa en que estaba secuestrada, para novolver a salir jamás.

Al día siguiente tuvo lugar unaescena más extraña. MientrasLaubardemont estaba interrogando a unareligiosa, bajó la superiora al patio, encamisa, descalza y con la cuerda alcuello, y en medio de una terribletempestad, permaneció allí dos horas,sin temer a rayos, lluvia ni truenos, yesperando que saliesen Laubardemont ylos demás jueces. Se abrió por fin lapuerta del locutorio, dando paso alcomisario real, y sor Ana de los Ángelesse arrojó a sus pies, declarando que notenía valor para seguir representando

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por más tiempo tan horrible papel y quejuraba en presencia de Dios y de loshombres que Grandier era inocente,manifestando que el odio que ella y suscompañeras le tenían provenía de losdeseos sensuales que su belleza leshabía inspirado y que la reclusión delclaustro hacía más ardientes.Laubardemont le amenazó con su cólera,pero ella respondió entre sollozos quesu falta era lo único que temía, puestoque se imaginaba que la granmisericordia del Señor no podríaperdonarle tamaño crimen.

Entonces Laubardemont exclamó queel demonio hablaba por su boca, peroella contestó que jamás la había poseído

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otro demonio que el de la venganza, yque éste no era ningún pacto que tuvieseen el cuerpo, sino sus malospensamientos.

Se retiró llorosa al pronunciar estaspalabras y se dirigió al jardín con pasolento. Entonces ató la cuerda quellevaba a la rama de un árbol y se colgó.Pero llegaron a tiempo dos religiosasque la habían seguido y la levantaronantes de haberse estrangulado.

Aquel mismo día dieron orden paraque ella y sor Clara permaneciesen en lamás severa reclusión, pues era tanimportante su crimen que no le valió suparentesco con Laubardemont paradulcificar su castigo.

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Había llegado el momento de nopoder seguir con los conjuros. Las otrasreligiosas podrían seguir el ejemplo dela superiora y sor Clara, y entonces todoestaría perdido. Por otra parte,convencido Urbano de su crimen,declararon que estando concluida lainstrucción, los jueces iban a dar lasentencia.

Tantos procedimientos irregulares yviolentos, tantas faltas de justicia, lascontinuas negativas a escuchar a lostestigos y defensas, convencieron aGrandier de que su perdición estabaresuelta, pues las cosas habían llegado atal estado que si no le castigaban a élcomo hechicero y mago, quedaban

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sujetos a las penas que se aplican a loscalumniadores un comisario real, unobispo, todo un convento de monjas,sacerdotes de varias órdenes, algunosjueces y particulares de ilustre cuna.Pero este convencimiento aumentó suresignación, sin quitarle el valor, ycreyendo su deber, como hombre ycristiano, defender su honor y vida hastael último momento, publicó un alegatocuyo título era Observaciones sobre lospareceres fiscales, que mandó entregar asus jueces. Era un resumen grave eimparcial de todo lo ocurrido, comopodía hacerlo un extraño al asunto, y queempezaba con estas palabras:

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«Suplico a vosotros, con lamayor humildad, que consideréisatentamente y con madurez loque dice el profeta en el salmoLXXXII, cuyas palabras osconvidan santamente a ejercercon justicia vuestros cargos,puesto que siendo mortales,deberéis comparecer ante Dios,soberano juez del mundo, paradarle cuenta de vuestraadministración. Con vosotrosestá hablando este aviso deDios, a vosotros, que estáissentados para juzgar, a vosotrosos dice: Dios asiste a laasamblea del Dios fuerte; es juez

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en medio de los jueces; ¿hastacuando protegeréis al malvado?Haced justicia al débil y alhuérfano, al pobre y al afligido;socorred al inválido y almiserable, y libertadle del poderde los malos: vosotros soisdioses e hijos del soberano;pero, al morir, sois hombres;sois los principales, pero caeréiscomo los demás».

Esta defensa llena de dignidad ylógica no tuvo influencia alguna entrelos comisarios, que el 18 de agosto porla mañana dieron el siguiente decreto:

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«Declaramos a UrbanoGrandier probado y convicto delcrimen de magia, maleficios yposesiones por él causadas enlas personas de algunasreligiosas ursulinas y otrasseculares de esta ciudad, juntocon otros casos criminales queresultan contra el acusado, yconsecuentemente, condenamosal citado Grandier a ir a cabezadesnuda y con la cuerda alcuello, delante de la portadaprincipal de San Pedro delMercado, y de Santa Úrsula, dela presente ciudad, para hacerpública retractación, con una

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vela de cera del peso de doslibras en la mano, y a pedirperdón a Dios, al rey y a lajusticia; a ser desde allíconducido a la plaza de SantaCruz, para ser colocado sobreuna hoguera preparada al efecto,y a ser quemado vivo, junto conlos pactos, caracteres mágicos yel libro manuscrito en contra delcelibato de los sacerdotes,siendo aventadas sus cenizas.Declaramos todos sus bienespropiedad real, excepto cientocincuenta libras para compraruna lámina de cobre, en que serágrabado un extracto del presente

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decreto, y que será expuesta enun lugar visible de la iglesia delas Ursulinas, para perpetuamemoria; y antes de ejecutarse lapresente sentencia, mandamosque el acusado sea puesto altormento ordinario yextraordinario.

»Dado en Loudun el 18 deagosto de 1634».

Por la mañana del día en que seexpidió esta sentencia, Laubardemontmandó prender al cirujano FranciscoFoumeau, aunque estaba dispuesto aobedecer voluntariamente, y le hizo

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conducir a la cárcel de Grandier. Alllegar a la habitación inmediata, oyó lavoz del acusado que decía:

—¿Qué quieres de mí, infameverdugo? ¿Has venido para asesinarme?Ya sabes la crueldad que has usadoconmigo. ¡Pues bien, prosigue! Estoydispuesto a morir.

Entró y vio que aquellas palabrasiban dirigidas al cirujano Mamiouri.

Uno de los exentos del gran prebostede palacio, nombrado por Laubardemontexento de guardias del rey, le mandó enseguida afeitar a Grandier todo elcuerpo: formalidad usada en los asuntosde magia para no dejar al diablo ningúnlugar de refugio, pues se imaginaban que

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un solo pelo bastaba para hacer alpaciente insensible a la tortura.Comprendió entonces Urbano que lehabían condenado.

Después de haber saludado aGrandier, Fourneau se puso a ejecutar loque le habían mandado. Pero un juezdijo que no bastaba afeitarle, sino queera menester arrancarle las uñas, paraque el diablo no se ocultase debajo deellas. Miróle Grandier con unaexpresión de caridad indefinible, ytendió las manos al cirujano, pero éstese las apartó con dulzura, diciéndole queaun cuando se lo ordenase el cardenalduque, no obedecería. Al mismo tiempole pidió perdón por ponerle las manos

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encima para afeitarle. A estas palabras,Grandier, que hacía tiempo estabaacostumbrado al trato inhumano, le mirócon los ojos arrasados de lágrimas,diciéndole:

—¿Seréis vos el único que oscompadecéis de mí?

—¡Oh Señor! —repuso Foumeau—,vos no veis a los demás.

Afeitóle luego, pero no le encontrómás que dos lunares, conservando aún eldolor de las heridas que le había hechoMannouri. Probado esto por Foumeau,entregaron a Grandier una ropa viejaque sin duda había servido ya para otrocondenado.

Aunque su sentencia había sido

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pronunciada en el convento de lascarmelitas, fue acompañado por elexento del gran preboste de palacio condos archeros, el preboste de Loudun y suteniente, y el de Chinon, en un carrotapado, a la casa de la ciudad, donde seencontraban varias señoras, entre ellasla de Laubardemont, con curiosidad porasistir a la lectura de la sentencia.Estaba el consejero en el lugar delescribano y éste en pie a su lado. Variosguardias y soldados guardaban lasavenidas.

Antes de entrar el acusado, el padreLactance y otros franciscanos que leacompañaban conjuraron al condenadopara librarle de los demonios. Luego

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entraron en la sala y exorcizaron el aire,la tierra y demás elementos; y en seguidafue conducido Grandier.

Detuviéronle un momento en elextremo de la sala para dar tiempo a quelos conjuros produjeran su efecto. Luegole condujeron a la barra, mandándolearrodillar. Obedeció Grandier, sinquitarse el sombrero ni el solideo, conlas manos atadas detrás de la espalda, yle quitó el escribano lo uno y el exentolo otro, arrojándolo a los pies deLaubardemont. Entonces, viendo elescribano que tenía la vista fija en elconsejero, como esperando lo que iba ahacer, le dijo:

—Vuélvete, infeliz, y adora el

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crucifijo que está sobre el asiento deljuez.

En seguida se volvió el acusado sinmurmurar y, levantando los ojos al cielocon la mayor humildad, estuvo cerca deseis minutos en oración mental, tomandoen seguida su primera posición.

Comenzó el escribano a leerle convoz trémula su sentencia, al tiempo queGrandier le escuchaba con sumaconstancia y admirable serenidad,aunque dicha sentencia era de las máscrueles que pueden darse, mandandomorir al acusado en el mismo díadespués de haber sufrido el tormentoordinario y extraordinario. Concluida lalectura:

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—Señores —dijo Grandier con lamisma voz con que acostumbraba ahablar en otras ocasiones—, pongo portestigo a Dios Padre, al Hijo, al EspírituSanto y a la Virgen, mi única esperanza,que jamás he sido mago ni cometidosacrilegio alguno, ni conozco más magiaque la de la sagrada escritura, quesiempre he predicado, no teniendo otracreencia que la de nuestra Iglesiacatólica, apostólica y romana; renuncioal demonio y a todas sus pompas;reconozco a mi Salvador, rogando que lasangre que derramó en la Cruz me seameritoria; y a vosotros, señores, osruego que dulcifiquéis el dolor de misuplicio, libertando mi alma de la

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desesperación.A estas palabras, creyendo

Laubardemont que con amenazas detormento sacaría algo del acusado,mandó salir a las mujeres y curiosos queestaban allí, quedándose solo con maeseHoumain, teniente criminal de Orleans, ylos franciscanos. En tono severo le dijoque el único medio de moderar susentencia era declarar sus cómplices yfirmar la declaración: a lo querespondió Grandier que no habiendocometido ningún crimen, no podía tenercómplices. Entonces mandó el consejeroque llevasen al paciente al cuarto deltormento, contiguo a la sala deaudiencias, cuya orden se ejecutó al

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momento.El doloroso tormento de los

borceguíes era el que se usaba enLoudun. Para aplicarlo se colocaban laspiernas del paciente entre cuatroplanchas atadas con cuerdas, y seintroducían cuñas entre las dos delmedio a golpes de mazo. Cuatro cuñasconstituían el tormento ordinario y ochoel extraordinario, pero este último no seaplicaba más que a los condenados amuerte, pues era casi imposiblesobrevivir a él, saliendo por lo comúnde las manos del verdugo con los huesosde las piernas triturados. A pesar de quenunca se hacía, Laubardemont añadiópor su autoridad privada dos cuñas al

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tormento extraordinario. De manera queen vez de ocho fueron diez.

Además, el comisario real y losrecoletos se constituyeron en verdugos.

Laubardemont hizo colocar aGrandier del modo que seacostumbraba. Le ataron las piernasentre las cuatro planchas, y, concluidoesto, ordenó al ejecutor y sus criadosque se retirasen. Después dijo alguardián de los instrumentos que trajeraalgunas cuñas, las cuales le parecierondemasiado pequeñas; perodesgraciadamente no había otras, y apesar de las amenazas que le hizo, nopudieron procurárselas mayores.Preguntó entonces cuánto tiempo se

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necesitaba para hacerlas, pero comopidió dos horas, y era demasiadotiempo, fue preciso contentarse con lasque encontraron.

Comenzó luego el suplicio: el padreLactance, después de conjurados losinstrumentos de tortura, cogió el mazo ymetió la primera cuña. Pero ni una solaqueja pudo sacar de Grandier, queestaba orando a media voz. Cogió otra y,a pesar de su constancia, el paciente nopudo menos de interrumpir sus plegariascon dos suspiros. Cada vez el padregolpeaba más fuerte, gritando: Dicas,dicas. —¡Confiesa, confiesa!…—palabras que repitió con tanta rabiadurante el tormento que le quedó ese

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nombre, y después el pueblo le llamabael padre Dicas.

Metida la segunda cuna, presentóLaubardemont al sentenciado unmanuscrito contra el celibato de lossacerdotes, preguntándole si reconocíasu letra: Grandier respondió que sí.Preguntando con qué fin lo había escrito,dijo que para devolver la tranquilidad auna pobre joven que le había amado,como lo probaban estas últimaspalabras: Si tu ingenio comprende estaciencia, tu conciencia se tranquilizará.

Preguntó entonces Laubardemont elnombre de esa joven, pero Grandiercontestó que sólo Dios y él podíansaberlo, y que jamás saldría de su boca.

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El padre Lactance tomó la terceracuña.

Mientras iba entrando bajo losgolpes del padre, acompañados de lapalabra dicas, Grandier exclamó:

—¡Dios mío! Me matáis, y yo no soymago ni sacrílego.

A la cuarta cuña, Grandier sedesmayó, diciendo:

—¡Oh! ¡Padre Lactance! ¿Es esotener caridad?

Pero el padre continuó sus horriblesgolpes. De modo que el mismo dolorque le había hecho perder los sentidos,le volvió en sí.

Aprovechó Laubardemont estemomento para gritarle que confesase sus

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crímenes, pero el acusado le dijo:—Señor, he cometido, sí, algunas

faltas, pero crímenes jamás. Comohombre, he abusado de lasvoluptuosidades de la carne, pero me heconfesado, he hecho penitencia y esperohaber obtenido el perdón con misplegarias; y aun cuando no lo hubieselogrado, creo que merced a lo que estoysufriendo, Dios me lo concederá.

Al meterle la quinta cuña, volvió adesmayarse. Hiciéronle volver en sitirándole agua a la cara; entonces,dirigiéndose al consejero, le dijo:

—Por piedad, hacedme morirpronto: ¡Ay de mí! Soy hombre, y sicontinuáis torturándome de esta manera,

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temo entregarme a la desesperación.—Pues entonces, firmad, y se

acabará el tormento —respondió elcomisario presentándole un papel.

—¿Creéis, padre mío —repusoUrbano, volviéndose al recoleto—,creéis, en conciencia, que para librarsedel tormento le sea lícito a un hombreconfesar un crimen que no ha cometido?

—No —contestó el religioso—;porque si muere después de una mentira,muere en pecado mortal.

—Pues continuad —dijo Grandier—; después de que mi cuerpo ha sufridotanto, quiero salvar el alma —dijo, y sedesmayó.

El padre Lactance le metía la sexta

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cuña.Al volver en sí, Laubardemont le

instó de nuevo para que confesase haberconocido carnalmente a IsabelBlanchard, tal y como ella le habíaacusado. Pero declaró que no solamenteninguna relación había tenido con ella,sino que el día de su careo la vio porprimera vez.

A la séptima cuña rompiéronse laspiernas del infeliz y la sangre salpicó lacara del padre Lactance, que se enjugócon la manga de su vestido. EntoncesGrandier exclamó:

—¡Señor! ¡Dios mío! Tenedcompasión de mí, me muero.

Y se desmayó por tercera vez.

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Aprovechó el padre este momento paradescansar y sentarse.

Al volver en sí, empezó una plegariatan patética y hermosa que el tenientedel preboste la escribió, lo cual advirtióLaubardemont y le prohibió que leenseñara a nadie.

Al aplicarle la octava cuna, lamédula de los huesos brotaba por lasheridas. Era ya imposible aplicar más,pues las piernas estaban tan aplanadascomo las planchas que las oprimían, yademás las fuerzas del padre estaban yaagotadas.

Desataron al infeliz Urbano y letendieron en el suelo. Brillaban sus ojosde fiebre y de dolor; improvisó una

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oración, una verdadera plegaria demártir, llena de entusiasmo y de fe; peroal acabarla le faltaron las fuerzas y sedesmayo. El teniente del preboste le dioun poco de vino y volvió en si. Entonceshizo un acto de contrición, renunciando aSatanás, a sus pompas y a sus obras,entregando su alma a Dios.

Entraron cuatro hombres y ledesataron las piernas. Pero al momentode quitar las planchas, cayeron todasquebradas, pues no se sostenían sino conlos nervios. Lleváronle luego al cuartodel consejo y lo pusieron sobre pajaenfrente del fuego.

En el rincón de la chimenea había unagustino, que Urbano pidió por confesor.

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Pero Laubardemont se lo negó,presentándole de nuevo el papel parafirmar. Grandier le contestó:

—Si las torturas no han bastado parahacérmelo firmar, menos firmaré ahoraque sólo me queda la muerte.

—En efecto —replicó el consejero—, pero tu muerte será rápida o lenta,dulce o cruel, según queramos. Vamos,firma este papel.

Apartólo Grandier dulcemente conla mano, haciendo con la cabeza unaseñal de negación. Laubardemont seretiró furioso y dio orden de hacer entraral padre Tranquille y al padre Claudio,confesores que había escogido paraUrbano. Se acercaron para cumplir su

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misión, pero al verles éste yreconociendo a dos de sus verdugos,respondió que hacía cuatro días que sehabía confesado con el padre Grillau, yque en tan poco tiempo no creía habercometido ningún pecado que pudiesecomprometer la salud de su alma. Envano los padres le trataron de hereje eimpío, pues nada pudo determinarle aconfesarse con ellos.

Serían las cuatro cuando vinieronlos criados del verdugo a buscarle y,colocándole en unas angarillas, se lollevaron de esta manera. Al salir, seencontró con el teniente criminal deOrleans, que trató de hacerle confesarsus crímenes, pero él respondió:

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—Señor, todos los he confesado,nada me remuerde la conciencia.

—¿Queréis —dijo el juez— quehaga rogar a Dios por vos?

—Me haréis mucho favor —repusoGrandier.

Entonces le pusieron una antorcha enla mano, que besó al bajar del palacio,mirando a todo el mundo con airemodesto y firme, y pidiendo a losconocidos que rogasen a Dios por él.

Leyéronle la sentencia en el umbralde la puerta, y le colocaron en un carro,que le condujo ante la iglesia de SanPedro del Mercado. Al llegar allí,mandó Laubardemont que le hiciesenbajar, y echáronle fuera del carro. Pero

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como sus piernas estaban rotas, cayóprimero de rodillas y luego boca abajo.Permaneció en esta postura, esperandocon paciencia a que le levantasen. Lellevaron al atrio, en donde le volvierona leer la sentencia, y cuando elescribano iba a concluir, su confesorGrillau, a quien no dejaban acercarsedesde hacía cuatro días, atravesó lamultitud, y arrojándose en sus brazos, leabrazó llorando, sin poder articular unapalabra. Pero recobrando sus fuerzas, ledijo:

—Señor, acordaos de que Jesucristosubió al cielo por medio de lostormentos y la Cruz, no os perdáis. Ostraigo la bendición de vuestra madre, la

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cual junto conmigo ruega a Dios quetenga misericordia de vos y os reciba enel paraíso.

Estas palabras dieron nueva fuerzaal acusado, levantó su cabeza, abatidapor el dolor, y con los ojos fijos en elcielo, rogó un momento. Y volviéndosedespués al digno sacerdote le dijo:

—Servid de hijo a mi madre, rogada Dios por mí, y encomendad mi alma alas oraciones de los buenos religiosos.Tengo el consuelo de morir inocente, yconfío en la misericordia de Dios, queespero que me recibirá en el paraíso.

—¿Nada más tenéis que mandarme?—continuó el padre.

—¡Ay de mí! —repuso Grandier—,

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estoy sentenciado a una muerte muycruel; os ruego, padre mío, quepreguntéis al verdugo si habría algúnmedio para dulcificarla.

—Voy al momento —dijo el pudre.Y dándole la absolución, in articulo

mortis, bajó del atrio, y mientrasGrandier hacía pública retractación,preguntó al verdugo si poniéndole unacamisa azufrada se podría evitar alpaciente su terrible agonía. Respondióel verdugo que como el decretomandaba que fuese quemado vivo, nopodía emplear un medio tan visible,pero que mediante la suma de treintaescudos se obligaba a ahogarle en elinstante de poner fuego a la hoguera. El

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padre le dio esta cantidad, y el verdugopreparó su cuerda. Aguardó elfranciscano a que pasase el acusado, yabrazándole por última vez, le dijo aloído su pacto con el ejecutor. VolvióseGrandier a este último, y con una vozllena de gratitud le dijo:

—Gracias, hermano.En aquel instante, echado el padre

Grillau por los archeros, la comitivacontinuó su marcha para repetir laceremonia delante de la iglesia de lasUrsulinas, y desde allí a la plaza deSanta Cruz. Por el camino reconocióUrbano a Moussant y su mujer, ydirigiéndose a ellos les dijo:

—Muero servidor vuestro, y pido

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vuestro perdón si alguna palabraofensiva se me ha escapado contravosotros. Llegado al lugar de laejecución, el teniente del preboste seacercó para pedirle perdón.

—En nada me habéis ofendido —lerespondió—, vos no habéis cumplidomás que vuestro deber.

Entonces el verdugo se acercó aGrandier y llamó a sus criados, quellevaron al condenado sobre la hoguera.Como no podía sostenerse con laspiernas, se tenía con el pilar por mediode un cerco de hierro que le sujetaba enmitad del cuerpo. En aquel momento unabandada de palomas pareció bajar delcielo, y sin asustarse del inmenso gentío,

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que, a pesar de los golpes de alabardasque daban los archeros, no dejaba pasopara los magistrados, empezó arevolotear en derredor de la hoguera, altiempo que una blanca como la nieve ysin una sola mancha, se detuvo en elextremo de la columna en que estabaatado Grandier. Los partidarios de laposesión gritaron que era una legión dediablos que venían a buscarle, pero lamayor parte de ellos aseguraban que losdemonios no acostumbraban a tomarsemejante forma, sosteniendo que esaspalomas venían, a falta de hombres, adar testimonio de la inocencia delacusado. Para combatir esta opinión, unfraile sostuvo al día siguiente haber

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visto un zángano que volaba alrededorde la cabeza de Urbano, y como, decía,Beelzebub quiere decir en hebreo diosde las moscas, es evidente que era elmismo demonio que bajo la forma de unsúbdito suyo venía a buscar el alma delhechicero.

Cuando Grandier estuvo atado y elverdugo le hubo pasado la cuerda alcuello que debía servir para ahogarle,los padres conjuraron la tierra, el aire ylos leños, preguntando luego al pacientesi quería confesar públicamente suscrímenes, pero Urbano contestó quenada tenía que decir, esperando, graciasal martirio que sufría, reunirse con Diosaquel mismo día.

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Le leyó entonces el escribano susentencia por cuarta vez, y le preguntó sise atenía a lo dicho en el tormento.

—Sin ninguna duda —replicóUrbano—, pues cuanto he dicho es lapura verdad.

Retiróse el escribano, diciendo quesi tenía algo que decir al pueblo, podíahablar.

Pero no era esto lo que deseaban losexorcistas, pues conocían la elocuenciay valor de Grandier, y una constante yfirme negativa en la hora de la muertepodía perjudicar sus intereses. Así pues,al momento de abrir la boca, learrojaron tanta agua bendita a la caraque perdió la respiración. Pero,

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reponiéndose al cabo de un instante ydispuesto a hablar, un fraile le dio unbeso en la boca para ahogar suspalabras. Grandier comprendió laintención y dijo en alta voz para que losque rodeaban la hoguera pudiesen oírle:

—He aquí el beso de Judas.A estas palabras, subió a su cumbre

la rabia de los frailes, de modo que unode ellos le dio tres golpes en la cara conun crucifijo, en ademán de hacérselobesar, de lo cual se apercibieron lasgentes con la sangre que brotaba de sunariz y labios. El infeliz no tuvo másrecurso que gritar al pueblo, pidiéndoleuna Salve Regina y un Ave María, quemuchos entonaron al momento, mientras

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él, con las manos juntas y los ojos alcielo, se encomendaba a Dios y a laVirgen. Los exorcistas volvieron a lacarga y le preguntaron si queríaconfesarse…

—Todo lo he dicho, padres, todo —exclamó—, confío en Dios y en sumisericordia.

El furor de los exorcistas llegó a sucolmo al oír esta negativa, y cogiendo elpadre Lactance un manojo de paja, laimpregnó de resina que había cerca lahoguera, encendiéndola:

—Desgraciado —dijo, dirigiéndosea Grandier y quemándole el rostro—,¿no quieres confesarte, declarar tuscrímenes y renunciar al diablo?

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—No pertenezco al diablo —respondió Grandier apañando la pajacon las manos—; he renunciado a él y asus pompas, y sólo ruego a Dios quetenga misericordia de mí.

Entonces, sin esperar orden delteniente del preboste, el padre Lactanceechó la resina en un ángulo de lahoguera y prendió fuego. Al verloGrandier, llamó al verdugo en susocorro. Corrió éste para ahogarle, perocomo no podía verificarlo y el fuego ibaganando terreno, exclamó Urbano:

—¡Ah hermano, era esto lo que mehabíais prometido!

—No tengo yo la culpa —respondióel verdugo—, los padres han hecho

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nudos en la cuerda y no quiere correr.—¡Oh padre Lactance, padre

Lactance! —exclamó Grandier—. ¿Quése ha hecho de la caridad?

Como el fuego avanzaba y elverdugo estaba atrapado casi por lasllamas y acababa de saltar de lahoguera, tendió la mano entre las llamasy dijo:

—Escucha, hay un Dios en el cieloque nos debe juzgar a los dos. PadreLactance, dentro de treinta días te citoen su presencia.

Entonces se le vio en medio delhumo y de las llamas tratando deahogarse el mismo. Pero en seguida,viendo que era imposible, o tal vez

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pensando que no le era lícito matarse,juntó las manos y dijo en alta voz:

—Deus meus, ad te vigila, misereremei.

Pero un capuchino, temiendo quetuviese tiempo para decir más cosas, seacercó a la hoguera por el lado en queno estaba aún encendida y le arrojó todael agua bendita que quedaba. Levantóseun humo que le ocultó a las miradas delos espectadores, y cuando se disipó, elfuego se había ya apoderado de susvestidos. Entonces se le oyó rogar enalta voz, en medio de las llamas, yfinalmente nombró tres veces a Jesús, ycada vez se le apagaba más la voz.Después de la última, dio un gemido, y

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dejó caer la cabeza sobre el pecho.En aquel momento echaron a volar

las palomas que rodeaban la hoguera ydesaparecieron por las nubes.

Urbano Grandier ya no existía.

***

Esta vez el crimen no estaba de laparte del acusado, sino de los jueces yverdugos; por esto suponemos que ellector estará ansioso de saber lo que lessucedió.

El padre Lactance murió el 18 deseptiembre, un mes justo después deGrandier, en medio de terribles dolores,atribuyéndolo los frailes a una venganza

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de Satanás, al tiempo que acordándoseotros de la cita de Grandier, atribuyeronesta muerte a la justicia de Dios.Precediéronla extrañas circunstancias,contribuyendo a dar pábulo a estasvoces. Citaremos una que certifica elautor de la Historia de los diablos deLoudun.

Algunos días después del supliciode Grandier, atacado el padre Lactancepor la enfermedad que debía conducirlea la tumba, y suponiendo que la movíauna causa sobrenatural, resolvió haceruna peregrinación a Nuestra Señora deSaumur, que pasaba por milagrosa, y enla cual todo el país tenía mucha fe. Parahacer este viaje tomó un asiento en el

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coche del señor Canaye, que junto convarios compañeros, personas todas debuen humor, iba a divertirse a suhacienda de Gran-Fonds, y que,contando con divertirse a expensas delmiedo del padre Lactance, a quien segúndecían, las últimas palabras de Grandierhabían trastornado, le ofreció este lugar.En efecto, estaban burlándose del dignofraile cuando de repente, en medio de uncamino magnífico y sin ninguna causaaparente, el coche volcó sin sufrirninguna avería, y sin que nadie selastimase. Este extraño sucesosorprendió a los convidados y detuvolos sarcasmos de los más atrevidos. Elpadre Lactance estaba triste y confuso, y

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por la noche no pudo comer nadadurante la cena, repitiendocontinuamente:

—Hice mal en negar a Grandier elconfesor que me pedía: Dios me castiga,Dios me castiga.

Al día siguiente prosiguieron elviaje, y preocupados todos por el estadodeplorable del padre, no tenían humorpara reir ni bromear, cuando de repente,en las afueras de Femet, en medio de unexcelente camino, sin encontrar ningúnobstáculo, el coche volvió a volcar,como la primera vez, sin causar daño anadie. Pero, como se veía claramenteque la mano de Dios pesaba sobrealguno de los viajeros, y que según

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sospecha era éste el padre Lactance,cada uno se marchó por su lado,arrepintiéndose de los dos o tres díasque habían pasado en tan malacompañía.

Continuó el fraile su camino haciaNuestra Señora, que, a pesar de susmilagros, no pudo lograr que Diosrevocase la sentencia del mártir, y el 18de septiembre, a las seis y cuarto de latarde, un mes justo después del supliciode Grandier, expiró el padre Lactance enmedio de la más atroz agonía.

En cuanto al padre Tranquille, acabósus días cuatro años después. Fue tanextraña su enfermedad que los médicosno pudieron comprenderla, y temiendo

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sus hermanos de la orden de SanFrancisco que sus gritos y blasfemias,que se oían desde la calle, produjeranmal electo para su memoria, sobre todoen aquéllos que vieron a Urbano morirrogando, hicieron correr la voz de quelos diablos expulsados del cuerpo de lasreligiosas habían entrado en el suyo.Así, expiró a la edad de cuarenta y tresaños, gritando:

—¡Cuánto sufro, Dios mío! ¡Oh!¡Padezco mucho!

Todos los diablos y condenadosjuntos no sufren tanto como yo.

«En verdad, dice el panegirista deeste religioso, que hace redundar en biende la religión los detalles de tan horrible

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muerte, la lucha que debían tener con unalma tan generosa era un infierno muycruel para los demonios».

Este epitafio, que grabaron en sutumba, fue, para unos testimonio de susantidad, y para otros de su castigo,según eran o no partidarios de laposesión:

« † Aquí descansa el humildepadre Tranquille, de Saint Temi,predicador capuchino: losdemonios, que no pudieron sufrirsu valor de exorcista, le hicieronmorir víctima de sus tormentosel último día de mayo de 1638».

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Pero la muerte que convenció a todoel mundo fue la del cirujano Mannouri,que, según hemos manifestado, torturó aGrandier. Volviendo una noche, a lasdiez, de hacer algunas visitas en unextremo de la ciudad, acompañado de uncofrade suyo, y precedido por sumancebo, que llevaba una linterna, alllegar al centro de la ciudad, en unacalle llamada el Grand Pavé, se detuvode repente y, fijando los ojos en unobjeto invisible para los demás,exclamó sobresaltado:

—Mirad a Grandier, ¡ah!Y preguntándole: ¿Dónde está?,

señalaba con el dedo el lugar en quecreía verle, temblando de pies a cabeza,

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y diciendo:—¿Qué quieres de mí, Grandier?

¿Qué quieres? Sí… sí, allí voy.Desapareció en aquel momento la

visión, pero el golpe ya estaba dado:conducido a su casa, veía continuamentea Grandier a los pies de la cama, y ni lasluces ni el día fueron bastantes paradisipar su terror. Durante ocho díassufrió esta agonía a la vista de toda laciudad. Por fin, el noveno, pensó elmoribundo que el espectro mudaba delugar y avanzaba insensiblemente haciaél; y el infeliz gritaba sin cesar: ¡Ya seacerca, ya se acerca!, haciendomovimientos con la mano como paradetenerle. Hasta que, al fin, expiró

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aquella noche, a la hora misma en quemurió Grandier.

Sólo nos falta Laubardemont: heaquí lo que dicen relativo a él las cartasde M. Palin:

«El 9 de este mes, a lasnueve de la noche, fue atacadoun coche por una cuadrilla deladrones: el ruido obligó a losvecinos a salir de sus casas,tanto, tal vez, por curiosidadcomo por caridad. Disparáronsealgunos tiros por ambas partes,resultando un ladrón herido yotro prisionero. Los demás seescaparon. El herido murió al

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día siguiente por la mañana, sindecir nada ni declarar quien era;pero al final fue conocido: se hasabido que era hijo de un talLaubardemont, que en 1634condenó al pobre cura deLoudun, Urbano Grandier,haciéndole quemar vivo, sopretexto de haber endemoniado alas religiosas de Loudun, a lascuales enseñaba a bailar, parahacer ver a los ignorantes queestaban hechizadas. ¿No es estoun castigo divino a la familia deaquel malhadado juez, en justaexpiación de la infame y atrozmuerte del cura Grandier, cuya

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sangre está gritando venganza?

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VANINKA

(1800-1801)

A mediados del año primero del sigloXIX, y reinando en Rusia el emperadorPablo I, el reloj de la iglesia de losSantos Pedro y Pablo acababa de dar lascuatro de la tarde, cuando una multitudde gentes de toda condición comenzó aformar corro ante la casa del generalconde de Tchermayloff, excomandantemilitar de una importante ciudad en el

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gobierno de Pultava. La curiosidadgeneral estaba excitada por lospreparativos que en el patio de dichopalacio se estaban haciendo para hacersufrir el suplicio del Knout a un esclavodel general que desempeñaba lasfunciones de barbero. Aun cuando estegénero de suplicio, y por consiguienteeste espectáculo, fuera muy común enRusia, nunca dejaba de llamar laatención, al menos de aquéllos queacertaban a pasar por el lugar de laescena, lo cual, por suceder siempre,sucedió asimismo en nuestro caso, y ésteera el motivo que había reunido a tantagente delante del palacio del generalTchermayloff.

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Por lo demás, si bien losespectadores se apretaban y empujabancon ganas, no pudieron quejarse porquela ejecución del castigo se retardara,puesto que al dar las cuatro y media, unjoven de veinticuatro a veintiséis años,vestido con el elegante uniforme de losedecanes del general, apareció en elpatio junto a la parte del edificio quedaba frente al gran portal, y por dondese daba entrada a los aposentos de suexcelencia. En aquel lugar se detuvoalgunos momentos, dirigió su miradahacia una ventana cuyos cristalesherméticamente cerrados y cortinajescompletamente caídos cerraban el pasoa su curiosidad y, convencido de que en

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esta ocupación perdería el tiempoinútilmente, hizo seña a un hombre delarga barba que permanecía de pie juntoa la puerta que comunicaba con eledificio de la servidumbre. Hechaaquella seña, la puerta se abrió, y enmedio de una doble hilera de siervos,los cuales estaban obligados apresenciar el espectáculo para que en élse aleccionaran, apareció el culpableque iba a recibir el castigo por su falta yen pos del cual caminaba el ejecutor. Encuanto al reo, ya hemos dicho que era elbarbero del general; por lo que toca alejecutor, era el cochero, a quien, por sucostumbre de manejar el látigo, cada vezque debía tener lugar un suplicio de esta

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naturaleza se le ascendía o rebajaba,como se quiera, hasta ejercer lasfunciones de verdugo. Sin embargo, enhonor a la verdad debemos decir que elejercicio de estas funciones en nadamenguaba el aprecio e incluso laamistad que le profesaban suscamaradas, los cuales estabanfirmemente convencidos de que no era elcorazón, sino el brazo de Iván el quetomaba parte en el azotamiento. Además,como el brazo del cochero, al igual queel resto de su cuerpo, era propiedad delgeneral, a ninguno le extrañaba que éstele empleara en tal ejercicio. Existíaademás otra razón para hacerleestimable a sus compañeros, por cuanto

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un castigo administrado por Iván eracasi siempre más soportable queadministrado por otro cualquiera, puesel cochero, que no por esto dejaba deser un buen hombre, escamoteaba uno odos latigazos por docena, o si acaso elpresidente del castigo le hacía llevar lascuentas con más regularidad, siempre selas arreglaba de modo que el extremodel látigo fuera a chocar contra el bancosobre el cual estaba extendido elculpable, quitando de esta manera algolpe lo más doloroso de su percusión.Esto hacía que cuando le llegaba la veza Iván de tenderse sobre el fatal lecho yrecibir la corrección que de costumbreadministraba a los demás, aquél de sus

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camaradas que se encargabainterinamente de desempeñar el papel deverdugo tenía con el paciente las mismasconsideraciones que había tenido con él,acordándose de los latigazosescamoteados y no de los recibidos. Porúltimo, este mutuo intercambio de buenproceder daba lugar a una envidiablebuena amistad entre Iván y suscompañeros, amistad nunca más estrechaque en el momento en que debía ejecutarun nuevo castigo. Verdad es que laprimera hora que seguía al suplicio eraconsagrada enteramente a las quejas queel dolor arrancaba, lo cual hacía quealgunas veces el apaleado fuera injustocon el apaleador, pero era muy raro que

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la mala voluntad durara más de unanoche, y lo normal era que cesara alprimer vaso de aguardiente que elverdugo bebía a la salud de la víctima.

Aquél sobre quien Iván iba a ensayarsu destreza en el momento en quecomienza nuestra historia era un hombrede unos treinta y cinco o treinta y seisaños, de cabellos rojos, así como subarba, de estatura más que regular, y deorigen griego, según la expresión de sumirada, que aun revelando el temor deque se hallaba poseído, no estaba exentade su carácter habitual, que expresa a untiempo la sagacidad y la simulación.Cuando hubo llegado al sitio destinadopara el suplicio, el paciente se detuvo,

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dirigió una mirada a la misma ventanaque antes había llamado la atención alayudante de campo, ventana quecontinuaba herméticamente cerrada, yluego, tendiendo la mirada al círculoformado por la muchedumbre queinvadía la entrada de la calle, acabó porfijarla, no sin estremecerse, en laplancha fatal sobre la cual debía sertendido en breve. Este movimiento depavor no se ocultó a su amigo Iván, queaprovechándose de la ocasión que leproporcionaba el tener que quitarle lacamisa de tela rayada que cubría elcuerpo del reo, le dijo a media voz:

—Ea, Gregorio, valor.—Ya sabes lo que me tienes

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prometido —contestó el paciente conuna expresión indefinible de súplica.

—Eso no reza con los primeroslatigazos, Gregorio, pues al principio elayudante de campo tendrá fija la miradaen nosotros. Después, cuando hayasrecibido unos cuantos, queda tranquilo,que ya encontraremos algún medio paraescamotear alguno. —Sobre todo tencuidado con la punta del látigo.

—Déjalo a mi cargo, Gregorio, ytodo se hará del mejor modo posible.¿Es que no me conoces?

—¡Ay, sí! —respondió Gregorio.—¿Y bien? ¿A qué esperáis? —

preguntó desde su posición el ayudantede campo.

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—Su nobleza ve que estamosdispuestos —contestó Iván.

—Aguardad, aguardad, vuestraalteza —exclamó el pobre Gregorio,halagando al capitán con el tratamientoque se da a los coroneles—: me pareceque la ventana que da al cuarto de laseñorita Vaninka se está abriendo.

El joven capitán dirigió la vista alpunto que había llamado su atenciónvarias veces, pero ni un solo pliegue delas cortinas de seda que se divisaban através de los cristales se había movidosiquiera.

—Miente el bellaco —dijo elayudante de campo, apartando poco apoco la vista de la ventana, como si él

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también hubiera esperado verla abierta—, mientes, y además, ¿qué tiene quever esa noble señora en todo esto?

—Perdone vuestra excelencia —prosiguió Gregorio, que hizo sonreír alayudante de campo de un grado más—:pero es que, como es por su causa por laque voy a recibir… podría suceder queella tuviera lástima de un pobrecriado… y…

—Basta —dijo el capitán conextraño acento, como si él fuera de lamisma opinión que el paciente y sintieraque Vaninka no perdonase—, basta ydespachemos.

—Al momento, nobleza, al momento—dijo Iván. Después, volviéndose hacia

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Gregorio, continuó—: vamos, camarada,llegó el momento.

Gregorio exhaló un profundo suspiroy dirigió una última mirada a la ventana.Al comprobar que allí todo continuabaen el mismo estado, se decidió por fin aecharse sobre la tabla fatal. Al mismotiempo, otros dos esclavos que Ivánhabía elegido para que le ayudaran leagarraron los brazos y le sujetaron lasmuñecas a dos postes colocados a igualdistancia de la plancha, de manera quequedó más o menos en cruz. En seguidalo sujetaron con una argolla por elcuello, y viendo que todo estaba yadispuesto y que ningún signo que lefuera favorable aparecía en la ventana,

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que seguía cerrada, el joven ayudante decampo hizo seña con la mano y dijo:

—Vamos.—Aguardad, nobleza, aguardad —

contestó Iván, haciendo que seprolongase de este modo el tormento,con la esperanza de que de aquellainexorable ventana saldría alguna señal—, tengo en mi Knout un nudo, y si lodejo así Gregorio tendría derecho aquejarse.

El instrumento al que se refería elejecutor, y cuya forma desconoceránquizá nuestros lectores, es una especiede látigo que tiene un mango de pocomás o menos medio metro de tamaño. Aeste mango va sujeta una correa plana de

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cuero de dos dedos de anchura y pocomás de un metro de longitud. La correatermina con un anillo de metal al cual vaunida como prolongación de la primeraotra correyuela de medio metro de largoy un dedo de ancho que sigue endisminución hasta concluir en punta. Semoja en leche esta correa y después sedeja que se seque al sol, de modo quegracias a esta preparación su extremidadllega a ponerse tan aguda y cortantecomo un cortaplumas. Además, segúncostumbre, a cada seis golpes, con el finde que no se humedezca con la sangredel paciente, se cambia dicha correa.

Por mala gana que tuviera y portorpeza que Iván quiso emplear en

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desatar el nudo, fue necesario por finque acabara: ya los espectadorescomenzaban a murmurar. Al haberdespertado con el ruido al ayudante decampo del éxtasis en que parecíasumido, levantó el oficial la cabeza, quetenía inclinada sobre el pecho, miró porúltima vez hacia aquella ventana, yviendo que absolutamente nadaanunciaba que la misericordia pudieravenir por aquel lado, se volvió de nuevohacia el cochero, y con una señal másimperiosa y un acento cuya entonaciónno admitía réplica, le ordenó quecomenzara la ejecución.

No había medio de retroceder. Ivántenía que obedecer, y no parecía

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oportuno buscar un nuevo pretexto. Seechó dos pasos hacia atrás para adquirirmayor ímpetu, volvió después al lugarque desde el principio había ocupado y,alzándose sobre las puntas de los pies,hizo girar el Knout por encima de sucabeza un instante, y lo descargó sobreGregorio con tal destreza que la correadio tres vueltas al cuerpo de la víctima,rodeándole como si fuera una serpiente,llegando el punzante extremo a tocar pordebajo de la tabla en que estaba echado.Con todo, a pesar de esta precaución,Gregorio lanzó un grito e Iván contó:uno.

A este grito, el ayudante de campo sehabía vuelto hacia la ventana; pero la

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ventana seguía cerrada y,maquinalmente, dirigió su mirada sobreel paciente, y repitió: uno.

El Knout había dejado marcado enlas espaldas de Gregorio un triple surcomorado.

Iván volvió a tomar aire, y con igualacierto que la primera vez volvió arodear el cuerpo del paciente con sucorrea, teniendo cuidado siempre de quela punta no le tocara: Gregorio lanzó unnuevo grito e Iván contó: dos.

Entonces la sangre comenzó aagolparse junto a la piel, pero sin llegara brotar todavía.

Al tercer golpe aparecieron algunasgotas sobre el cuerpo de la víctima.

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Al cuarto brotó libremente.Al quinto saltó hasta la cara del

joven oficial, que se echó hacia atrás yse enjugó con el pañuelo. Ivánaprovechó esta circunstancia para contarsiete en vez de seis. El capitán no hizoobservación alguna.

Al noveno golpe se paró Iván paramudar de correa y, confiando en que unasegunda mentira colaría tan felizmentecomo la primera, contó once en vez dediez. En ese momento una ventanasituada enfrente de la de Vaninka seabrió. Un hombre de cuarenta y cinco acuarenta y ocho años, vestido con eluniforme de general, se dejó ver en ella,y con el mismo tono de voz con que

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podría haber dicho: «Valor, adelante»,dijo: «Basta, ya está bien», y volvió acerrar la ventana.

Desde el momento en que se abrió laventana, el joven oficial se volvió haciasu general con la mano izquierdacolocada sobre la costura del pantalón ycon la derecha tocando su sombrero, yasí permaneció durante los cortossegundos que duró aquella aparición, encuanto se cerró la ventana repitió lasmismas palabras que el general habíapronunciado, de manera que el látigo,levantado ya, volvió a caer, pero sintocar al paciente.

—Da las gracias a su excelencia,Gregorio —dijo entonces Iván

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enrollando la correa del Knoutalrededor del mango—, porque te haperdonado dos golpes, cosa que —añadió agachándose para desatarle lamano—, con dos que te he escamoteadohace un total de ocho golpes en vez dedoce. Vamos, vosotros, desatadle la otramano.

Pero el pobre Gregorio no seencontraba en situación de dar lasgracias a nadie: casi desvanecido por eldolor, apenas podía sostenerse. Doshombres le cogieron por debajo de losbrazos y lo condujeron, seguidossiempre por Iván, al departamento de losesclavos. Sin embargo, al llegar a lapuerta se detuvo, volvió la cabeza y

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distinguió al ayudante de campo que leseguía con la vista y en cuya mirada sepintaba la compasión.

—Señor Fedor —le gritó Gregorio—, dad las gracias de mi parte a suexcelencia el general. En cuanto a laseñorita Vaninka —añadió en voz baja—, yo me encargo de dárselas enpersona.

—¿Qué murmuras entre dientes? —preguntó el joven oficial con expresiónde enfado, porque creyó notar en la vozde Gregorio algo amenazador.

—Nada, nobleza, nada —dijo Iván»,el pobre muchacho os agradece, señorFedor, que os hayáis tomado el trabajode asistir a su castigo, y dice que ha sido

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mucho honor para él; eso es todo, nadamás.

—Bueno, bueno —dijo el jovenoficial, temiendo que Iván cambiara algodel texto original, pero sin querersaberlo positivamente—, y si Gregoriono quiere causanne otra vez la mismamolestia, que beba menos aguardiente oque cuando esté borracho intente ser másrespetuoso.

Iván hizo un profundo y humildesaludo y siguió a sus compañeros. Fedorvolvió a entrar en el vestíbulo y lamultitud se retiró muy enojada por lamala fe de Iván y por la generosidad delgeneral, que le había evitado cuatrogolpes de Knout, esto es, la tercera

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parte de lo que estaba anunciado queconstituiría el castigo.

Y ahora que hemos hecho quenuestros lectores conozcan a algunospersonajes de esta historia, nospermitirán que les pongamos encomunicación directa con los que, o nohan hecho más que aparecer, o se hanquedado ocultos detrás de la cortina.

El general conde Tchermayloff, que,como hemos dicho, después de haberdesempeñado el gobierno de una de lasvillas más importantes de las cercaníasde Pultava, había sido llamado a SanPetersburgo por el emperador Pablo I,que le honraba con su particularamistad, era viudo y tenía una hija que

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había heredado la fortuna, la belleza y elorgullo de su madre, que pretendíadescender directamente de uno de loscapitanes de aquella raza de tártaros quebajo las órdenes de Gengis invadieronRusia en el siglo trece. Por una fatalcasualidad, estos instintos altivos y estadisposición altanera habían crecido enVaninka con la educación que habíarecibido. No teniendo mujer ycareciendo de tiempo para ocuparse porsí mismo de su hija, el generalTchermayloff había elegido como aya auna inglesa que en vez de combatir lasinclinaciones de su educanda, les habíadado nuevo Vigor aumentando sus ideasaristocráticas, imbuyéndole los

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principios que hacen de la noblezainglesa la más orgullosa de la tierra.Entre los diferentes estudios a que sehabía dedicado Vaninka, había uno alque se había entregado en especial, yera, si puede decirse así, el de la cienciade su posición: por ello, conocíaperfectamente el grado de nobleza y depoder de todas las familias nobles, tantoel de las que superaban a la suya, comoel de las que eran inferiores. Podía,pues, sin equivocarse, cosa que sinembargo no es nada fácil en Rusia, dar acada uno el título que por derechocorrespondía a su rango. De ese modo,sentía un profundo desprecio por todo elque era menos excelencia. En cuanto a

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los siervos y esclavos, se comprende,dado el carácter de Vaninka, que paraella ni siquiera existían: no eran más queanimales con barbas, y muy inferiores, ajuzgar por el sentimiento que leinspiraban, a su caballo o a su perro, yciertamente nunca puso ella en la mismabalanza la vida de un esclavo y la decualquiera de aquellos interesantescuadrúpedos. Por lo demás, como todaslas mujeres distinguidas de su país, erabuena música y hablaba igualmente bienel francés, italiano, alemán e inglés.

En cuanto a las facciones de surostro, diremos que estabandesarrolladas en armonía con sucarácter. Resultaba de esto que Vaninka

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era bella, pero su belleza era quizásalgo extraña. En efecto, su gran pupilanegra, su nariz recta, sus labioslevantados en sus extremos por ladesdeñosa expresión de su fisonomíahacían sentir, desde luego, a todos losque se acercaban a ella una extrañaimpresión que no se desvanecía sinodelante de sus iguales o superiores, paraquienes volvía a ser una mujer comotodas, mientras que para sus inferiorespermanecía siempre altiva e inaccesiblecomo una diosa.

Cuando Vaninka tuvo diecisieteaños, una vez concluida su educación, suaya, para cuya salud era perjudicial elrudo clima de San Petersburgo, pidió su

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retiro. Se le concedió con ese fastuosoreconocimiento del que los señoresrusos son hoy en Europa los últimosrepresentantes. Entonces quedó solaVaninka, sin otra norma que la dirigieraen el mundo que el ciego amor de supadre, del que como hemos dicho erahija única, y que en su ruda y salvajeadmiración, la consideraba como uncompuesto de todas las perfeccioneshumanas.

En esta situación las cosas, elgeneral recibió una carta que le escribíadesde el lecho de muerte uno de susamigos de la infancia. Desterrado de supatria a consecuencia de algunascontiendas con Potemkin, el conde de

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Romayloff había perdido su carrera y,sin la posibilidad de reconquistar superdido favor, se fue agobiado detristeza a morir a cuatrocientas leguas deSan Petersburgo. Pero si sentía dolorosoy amargo su destierro y su desdicha noera tanto por si mismo, sino porqueaquella desgracia influía en mal sentidoen la suerte y porvenir de su hijo único,Fedor. El conde, sabiendo que le iba adejar solo y sin apoyo en el mundo,recomendaba entonces al general, ennombre de su antigua amistad, a su jovenhijo, deseando que gracias al favor deque gozaba con Pablo I, obtuviese paraaquél una tenencia en algún regimiento.El general respondió inmediatamente al

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conde que su hijo hallaría en él unsegundo padre. Pero cuando llegó laagradable nueva, Romayloff ya noexistía, y fue Fedor el que recibió lacarta y se la llevó al general, al mismotiempo que le anunciaba la pérdida quehabía sufrido y reclamaba la protecciónofrecida. Sin embargo, el general ya sehabía adelantado a tales diligencias, yPablo I, influido por él, había concedidoal joven una subtenencia en elregimiento Semonovski, de modo queFedor entró en el ejercicio de susfunciones al día siguiente de su llegada.

Aunque el joven no había hecho másque pasar, por decirlo así, por la casadel general para ir a los cuarteles

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situados en el costado de la Litenoy,había estado el tiempo suficiente paraver a Vaninka y conservar de ella unprofundo recuerdo. Desde luego,llegando Fedor con el corazón henchidode pasiones vírgenes y generosas enreconocimiento hacia el protector que leabría paso en su carrera, todo cuanto aéste pertenecía le parecía que llevaba ensí un derecho a su gratitud. Quizá poresta razón exageró la belleza de la quese le presentó como a una hermana, yque sin considerar para nada este título,le recibió con la frialdad y orgullo deuna reina. Por lo demás, por fría eindiferente que fuera esta aparición, nopor eso dejó, como hemos dicho, menos

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huella en el corazón del joven, y sullegada a San Petersburgo quedómarcada por una impresión nueva ydesconocida hasta entonces en suexistencia.

En cuanto a Vaninka, apenas reparóen Fedor. Ciertamente, ¿qué era paraella un joven subteniente sin fortuna ysin porvenir? Lo que ella soñaba eraunirse a un príncipe que hiciese de ellauna de las más poderosas damas deRusia, y a no ser que Fedor vierarealizado en su favor uno de los cuentosde las mil y una noches; no podíaprometerse de otro modo nada parecido.

Algunos días después de aquellaprimera entrevista, Fedor fue a

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despedirse del general: su regimientoformaba parte del contingente que sellevaba consigo a Italia el mariscalSuvarov, y Fedor iba a morir o a volverdigno del noble protector que habíarespondido por él.

Aquella vez, ya sea porque eluniforme elegante con que iba vestidoaumentara la natural belleza de Fedor, oporque el momento de su partida y laexaltación de la esperanza hubierarodeado al joven de una aureola depoesía, Vaninka, asombrada delmaravilloso cambio que habíaexperimentado, se dignó, invitada por supadre, alargar su mano al que iba adejarles. Esto era mucho más de lo que

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podía esperar Fedor. Hincó por lo tantouna rodilla en tierra, como lo habríahecho delante de una reina, y tomando lamano de Vaninka entre las suyastrémulas, apenas tuvo atrevimiento paraacercar a ella sus labios. Mas, porligero que fuera aquel beso, Vaninkatembló como si la hubiera tocado unhierro candente, porque sintió esparcirsepor todo su cuerpo una inexplicablesensación y un calor sofocante subióhasta su rostro. Por ello, retiró tanvivamente su mano que Fedor, temiendoque este adiós tan respetuoso la hubieraofendido, permaneció de rodillas, juntósus manos y levantó sus ojos fijándolosen ella con una expresión de temor tal

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que Vaninka olvidó su orgullo y letranquilizó con una sonrisa. Fedor selevantó con el corazón rebosando de unplacer indefinible y sin poder decir dequé provenía. Pero sí podía al menosdarse perfecta cuenta de que, aunqueestaba a punto de separarse de Vaninka,nunca había sido tan dichoso como enaquel momento.

El joven oficial partió con la mentellena de suenos dorados porque, yafuese el horizonte de su porvenirsombrío o brillante, era en todo casodigno de envidia: si se abría una tumbasangrienta, había creído leer en los ojosde Vaninka que seria sentida su muertepor ella, y si alcanzaba a tocar la gloria,

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la gloria le devolvería triunfante a SanPetersburgo, y la gloria es una reina quehace milagros en favor de susprotegidos.

El ejército del cual formaba parte eljoven oficial atravesó Alemania,desembocó en Italia por las montañasdel Tirol y entró en Verona el día 14 deabril de 1799. Inmediatamente se unióSuvarov con el general Melás, y tomó elmando de los dos ejércitos. Al díasiguiente el general Chasteler le propusohacer un reconocimiento; pero Suvarov,mirándolo con marcada expresión deasombro, contestó: no conozco otromedio de reconocer al enemigo quecargar sobre él y vencerlo.

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En efecto, Suvarov estabaacostumbrado a aquella estrategiaexpeditiva: así era como había vencidoa los turcos en Folkschany y en Ismailof;así era como había conquistado Poloniadespués de una campaña de pocos días,y tomado Praga en cuatro horas. Así eracomo Catalina, agradecida, habíamandado al general vencedor una coronade encina entrelazada con piedraspreciosas cuyo valor estaba tasado enseiscientos mil rublos, le había dado unbastón de mando todo de oro macizo yguarnecido de diamantes, y le hizomariscal general, con la facultad deelegir un regimiento que llevaríasiempre su nombre. Después, a su

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regreso, le dio permiso para ir adescansar a una tierra magnifica que lehabía donado, así como ocho milsiervos que la habitaban. ¡Quéasombroso ejemplo para Fedor!Suvarov, hijo de un simple oficial ruso,había sido educado en la escuela decadetes y había salido como subteniente,como él: ¿por qué en un mismo siglo nohabían de existir dos Suvarov?

Así pues, Suvarov llegaba precedidode una reputación inmensa: religioso,activo, infatigable, impasible, viviendocon la sencillez de un tártaro y peleandocon la energía y prontitud de un cosaco,era el hombre que se necesitaba paracontinuar los triunfos del general Melás

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contra los soldados de la República,acobardados por las necias vacilacionesde Scherer. Además, el ejército austro-ruso, compuesto por cien mil hombres,no tenía delante más que a unosveintinueve o treinta mil franceses.

Suvarov comenzó, como tenía porcostumbre, con un trueno espantoso. El20 de abril se presentó delante deBrescia, que quiso en vano oponerresistencia. Después de un fuego decañón que duró apenas media hora, lapuerta de Peschiera fue derribada ahachazos y la división Korsakov, cuyavanguardia estaba formada por elregimiento de Fedor, entraba en la villaa paso de carga, acometiendo a la

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guarnición, que estaba compuesta sólopor mil doscientos hombres y que serefugió en la ciudadela. Derrotada conuna impetuosidad a la que los francesesno estaban acostumbrados, el jefe de labrigada, Boneset, pidió la capitulación.Pero su posición era demasiado precariapara que pudiera alcanzar tregua algunade sus salvajes vencedores: Boneset ysus soldados fueron hechos prisionerosde guerra.

Suvarov era el hombre que mejorsabía en el mundo aprovechar unavictoria: apenas se hizo dueño deBrescia —cuya rápida loma habíaproducido un nuevo desaliento en elejército francés—, ordenó al general

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Kray que emprendiera vigorosamente elsitio de Peschiera. Como resultado deesta orden, el general Kray habíaestablecido su cuartel equidistante dePeschiera y de Mantua, extendiéndosedesde el Po hasta el lago de Garda,sobre la ribera del Mincio, yamenazando de este modo a la vez a lasdos ciudades. Al mismo tiempo, elgeneral en jefe, que marchaba delantecon el grueso del ejército, pasaba elOglio en dos columnas, y extendía la unabajo las órdenes del general Rosenbergpor el lado de Bérgamo y colocaba laotra al mando de Melás, de modo quellegara hasta el Serio. Mientras tanto,divisiones de siete u ocho mil hombres a

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las órdenes de los generales Kaim yHohenzollern se dirigían hacia Plasenciay Cremona, costeando toda la riberaizquierda del Po. De esta manera elejército austro-ruso se adelantabadesplegando ochenta mil hombres en unfrente de dieciocho leguas.

Al ver las fuerzas que se acercaban,y que triplicaban a las suyas, Scherer sebatió en retirada por toda la línea yderribó los puentes que había tendidossobre el Adda. Como no teníaesperanzas de defenderse, trasladó sucuartel general a Milán, aguardando enesta villa respuesta a una cana que habíadirigido al Directorio, en la quereconocía implícitamente su incapacidad

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y presentaba su dimisión. Pero como nollegaba respuesta y Suvarov avanzabasin cesar, cada vez más asustado por laresponsabilidad que pesaba sobre él,Scherer había entregado el mando a unode sus más acreditados lugartenientes.El general elegido por el dimisionariofue Moreau, que iba a vencer una vezmás a aquellos mismos rusos en cuyasfilas debía morir más tarde.

Este nombramiento inesperado fuepublicado en medio de las más vivasmuestras de alegría por parte de lossoldados: aquél a quien su gran campañasobre el Rhin había hecho que se leconociera con el nombre de Fabiofrancés, recorrió toda la línea de su

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ejército saludado con entusiasmo porunas y otras divisiones con los gritos de¡Viva Moreau! ¡Viva el salvador delejército de Italia!

Pero, por grande que fuese aqueltriunfo, no fue suficiente para cegar aMoreau e impedirle que conocieraperfectamente la posición en que sehallaba: tenía que formar, so pena de serembestido por sus dos extremos, unalínea paralela a la del ejército ruso, demanera que para hacer frente a suenemigo le era preciso extenderse desdeel lago Lecco a Pizzighitone, es decir, alo largo de un espacio de veinte leguas.Es cierto que podía también retirarsehacia el Piamonte, concentrar sus tropas

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sobre Alejandría y esperar allí losrefuerzos que el Directorio ofrecíamandarle; pero, si actuaba de esamanera, abandonaba al ejército deNápoles y lo dejaba aislado y casi enpoder del enemigo. Decidió, pues,impedir el paso del Adda durante todoel tiempo que le fuera posible con el finde ganar tiempo para que llegase ladivisión Dessolles, que le debía mandarMassena, para proteger su flancoizquierdo, mientras que la divisiónGauhtier, que tenía orden de evacuarToscana, llegaba a marchas forzadaspara proteger su flanco derecho.

En cuanto a él, se colocó en elcentro para defender en persona el

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puente fortificado de Cassano, cuyaparte superior estaba cubierta por elcanal Ritorto, que ocupaban connumerosa artillería las avanzadas queallí se habían atrincherado.

Además, siempre tan cauto comovaliente, Moreau tomó sus medidas paraasegurar en caso de derrota la retiradahacia los Apeninos y la costa deGenova.

Apenas estaban terminadas todas susdisposiciones cuando el infatigableSuvarov entró en Triveglio. Al mismotiempo que llegaba el general ruso a estavilla, Moreau se enteró de la rendiciónde Bérgamo y su castillo, y el 25 deabril vio las columnas del ejército

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aliado.Ese mismo día el general ruso

dividió su ejército en tres columnas, demodo que cada una de ellascorrespondiera a uno de los puntos másimportantes de la línea francesa, si bienel número de soldados del ejército rusoera el doble que las fuerzas que teníanque derrotar. La columna de la derecha,al mando del general Vikassovitch, seadelantó hacia el extremo del lago deLecco, donde esperaba el generalSerrurier; la de la izquierda, al mandode Melás, fue a colocarse enfrente de lastrincheras de Cassano; por último, lasdivisiones austriacas de los generalesZopf y Olt, que formaban el centro, se

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reunieron en Canonnia para encontrarseen situación, en un momento dado, deapoderarse de Vaprio. Las tropas rusas yaustriacas acamparon a un tiro de cañónde las avanzadas francesas.

Fedor, que formaba parte con suregimiento de la división Chasteler,escribió aquella noche al generalTchennayloff:

«Por fin nos encontramos frente a losfranceses. Mañana por la mañana debedarse una gran batalla. Mañana por latarde seré teniente o habré muerto».

Al día siguiente, el 26 de abril,retumbaron los cañones desde elamanecer en los extremos de la linea.Por el izquierdo atacaban los granaderos

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del príncipe Bagration, y por el derecho,el general Sekendorff, procedente delcampo de Triveglio, y que marchabasobre Crema.

El resultado de ambos ataques fuemuy desigual: los granaderos deHagration fueron rechazados congrandes pérdidas por su parte, mientrasque Sekendorff, por el contrario,arrojaba a los franceses de Crema yextendía sus tropas hasta el puente deLodi.

La esperanza de Fedor quedódesvanecida: la parte del ejército en queél se encontraba no hizo nada aquel día,y su regimiento permaneció pasivo,aguardando órdenes que no llegaron.

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Suvarov aún no había ideado todo suplan, y necesitaba aquella noche paradisponerlo correctamente.

Aquella misma noche, habiéndoseenterado Moreau de la ventaja que habíaobtenido Sekendorff en su extremoderecho, dio orden a Serrurier de dejaren Lecco, que era un puesto de fácildefensa, nada más que la mitad de la 18abrigada ligera y un destacamento dedragones, y que se replegara sobre elcentro con el resto de las tropas.Serrurier recibió la orden a las dos de lamañana y la cumplió inmediatamente.

Los rusos, por su parte, no habíanperdido el tiempo: aprovechando laoscuridad de la noche, el general

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Vukassovitch había hecho recomponer elpuente destruido por los franceses enBrevio, mientras que el generalChasteler hacía construir uno nuevo ados millas del castillo de Trezzo. Estosdos puentes fueron reconstruidos sin quelas avanzadas francesas lo sospecharansiquiera. Sorprendidos a las cuatro de lamañana por las dos divisionesaustríacas, que se habían ocultado en elpueblo de San Gervasio y habían ganadola orilla derecha de Adda sin ser vistos,los soldados encargados de defender elcastillo de Trezzo lo abandonaron y sebatieron en retirada. Los austríacos lespersiguieron hasta Pozzo, pero allí losfranceses se detuvieron de repente,

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dieron la vuelta, e hicieron frente. Estamaniobra se debía a que en Pozzo seencontraban el general Serrurier y lastropas que traía de Lecco. Al oír a suespalda los tiros de cañón, se detuvo uninstante y, obedeciendo a la principalley de la guerra, se había dirigido haciael ruido y hacia donde salía el humo. Élera pues quien rehacía la guarnición deTrezzo y quien tomaba la defensiva,enviando uno de sus ayudantes de campoa Moreau para avisarle de la maniobraque había creído su deber hacer.

El combate se desató entonces entrelas tropas francesas y austríacas con unencarnizamiento inaudito: porque losviejos soldados de Bonaparte habían

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adquirido en sus primeras campañas enItalia una costumbre a la que no podíanrenunciar y que consistía en combatir alos súbditos de su majestad imperialdonde quiera que los hallasen. Sinembargo, la superioridad del número eratal que las tropas francesas empezaban aretroceder, cuando unas fuertes vocesque se dejaron oír a retaguardiaanunciaron un refuerzo: era el generalGrenier, enviado por Moreau, quellegaba con su división en el momentoen que su presencia era más necesaria.

Parte de la nueva división reforzólas columnas doblando las masas delcentro, mientras que la otra se extendiósobre la izquierda para arrollar a los

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generales enemigos. Después resonó eltambor por toda la línea y losgranaderos franceses comenzaron areconquistar aquel campo de batallatomado y vuelto a tomar dos veces. Peroen aquel momento les llegó un refuerzotambién a los austriacos: era el marquésde Chasteler y su división. El númeroera otra vez ventajoso para el enemigo.Grenier replegó inmediatamente su alapara reforzar el centro, y Serrurier,disponiendo la retirada, se replegósobre Pozzo, donde aguardó al enemigo.En este último punto fue donde tuvolugar lo más reñido de la batalla. Tresveces fue tomado y otras tantas serecobró el pueblo de Pozzo, hasta que

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por fin, atacados por cuarta vez porfuerzas dobles a las suyas, los francesestuvieron que evacuarlo. En este últimoataque fue herido mortalmente uncoronel austríaco. Sin embargo, elgeneral Beker, que lideraba laretaguardia francesa, no había queridobatirse en retirada y se vio rodeado conalgunos de sus hombres. Después deverles caer uno tras otro a su lado, sevio obligado a rendir su espada a unjoven oficial ruso del regimiento deSemonovski, que entregó su prisionero alos soldados que le seguían y volvióinmediatamente al combate.

Los dos generales franceses habíantomado como punto de reunión para

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rehacerse el pueblo de Vaprio. Pero enlos primeros momentos del desordenque causó en las tropas francesas lasalida de Pozzo, la caballería austriacallevó a cabo una carga tan terrible queSerrurier tuvo que separarse de sucolega, y se vio en la necesidad deretirarse con dos mil quinientos hombressobre Verderio, mientras Grenierllegaba solo al punto convenido y sedetenía en Vaprio para hacer de nuevofrente al enemigo.

Al mismo tiempo un combateespantoso tenía lugar en el centro.Melás, con dieciocho o veinte milhombres, había atacado los puestosfortificados que se hallaban, como

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hemos dicho, a la cabeza del puente deCassano y de Ritorto-canale. A las sietede la mañana, y cuando Moreau acababade desprenderse de la división Grenier,Melás, a la cabeza de tres batallones degranaderos austríacos, atacó los puestosavanzados. Allí, por espacio de doshoras tuvo lugar una carniceríahorrorosa: fueron rechazados tres veces,dejando más de mil quinientos hombresmuertos al pie de las fortificaciones, yhabían vuelto otras tantas veces a lacarga, reforzados siempre por tropas derefresco, y alentados por Melás, quetenía antiguas derrotas que vengar. Porúltimo, atacados por cuarta vez yacosados en sus trincheras, los franceses

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disputaron el terreno palmo a palmo, yfueron a resguardarse en su segundoparapeto, que defendía la cabeza delmismo puente y que mandaba Moreau enpersona. Allí se luchó todavía durantedos horas hombre a hombre, mientras elfuego horroroso de la artilleríacambiaba entre sí la muerte, disparandosus cañones casi a bocajarro.Finalmente, rehechos los austríacos unavez más, avanzaron a la bayoneta, y, afalta de escalas o de brecha, llegaron aescalar el parapeto amontonando contralas fortificaciones los cuerpos de suscamaradas muertos. No había un instanteque perder: Moreau ordenó la retirada, ymientras los franceses volvían a pasar el

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Adda, él mismo en persona protegió supaso con un solo batallón de granaderos,del cual, al cabo de una media hora, nole quedaban más que ciento veintehombres. Además, tres de sus ayudantesde campo habían caído muertos a sulado. Pero la retirada se hizo con orden.Después, él mismo se retiró también,haciendo siempre frente al enemigo, queponía el pie sobre el puente en el mismomomento en que Moreau alcanzaba laotra orilla. Al instante los austríacos selanzaron a su persecución. Pero, derepente, un ruido terrible se dejó oírdominando al de la artillería: el segundoarco del puente acababa de volarhaciendo saltar por los aires a todos los

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que en ese momento se encontraban en ellugar fatal. Ambos bandosretrocedieron, y en el espacio que quedóvacío se vio caer como una lluvia dedespojos de hombres y de piedras.

Pero, en el momento en que Moreauacababa de interponer un obstáculomomentáneo entre él y Melás, vio llegaren desorden el cuerpo del ejército queestaba a las órdenes del general Grenier,y que como hemos dicho antes habíasido obligado a evacuar a Vaprio, y quehuía ahora perseguido por el ejércitoaustríaco-ruso de Zopf, de Oll y deChasteler. Moreau ordenó un cambio defrente y, combatiendo al nuevo enemigoque se le venía encima cuando y por

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donde menos lo esperaba, consiguiórehacer las tropas de Grenier yrestablecer el equilibrio de la batalla.Pero, mientras Moreau se volvía haciaGrenier, Melás reconstruía el puente yganaba a su vez la otra orilla del río.Moreau se encontró entonces atacado defrente y por los dos flancos por fuerzastres veces superiores a las suyas. Fue enaquel momento cuando todos losoficiales que le rodeaban le suplicaronque considerase su retirada, porque dela salvación de su persona dependía laconservación de Italia. Moreau seresistió largo tiempo porque comprendíalas terribles consecuencias de la batallaque acababa de perder y a la cual no

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quería sobrevivir si le era imposibleganarla, pero un pelotón de tropa de lomás escogido le rodeó y retrocedióformando un cuadro a su alrededor,mientras el resto del ejército se hacíamatar por defender la retirada de aquelcuyo genio era juzgado como la únicaesperanza que le quedaba.

El combate duró todavía cerca detres horas, durante las cuales laretaguardia del ejército hizo prodigios.Por fin, viendo Melás que su enemigo sele había escapado, y considerando quesus tropas, cansadas de una lucha tanobstinada, tenían necesidad de reposo,ordenó que cesara el combate y sedetuvo en la orilla izquierda del Adda,

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escalonándose en los pueblos de Imago,Gorgonzola y Cassano, y quedando deeste modo dueño del campo de batallasobre el que dejaron los franceses dosmil quinientos cadáveres, cien cañones yveinte obuses.

Aquella noche Suvarov invitó aBeker a cenar con él y le preguntó quiénera el que le había hecho prisionero.Beker contestó que era un joven oficialdel regimiento que entró primero enPozzo. Suvarov preguntó entonces cuálera aquel regimiento, y se le respondióque era el de Semonosvki. El general enjefe ordenó que se hicieranaveriguaciones a fin de saber el nombrede aquel joven. Un instante después se

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anunciaba al subteniente FedorRomaylof. Venía a traer a Suvarov laespada del general Beker. Suvarov leretuvo para que cenara con él y con suprisionero.

Al día siguiente Fedor escribía a suprotector:

«He cumplido mi palabra: soyteniente y el mariscal Suvarov ha pedidopara mí a su majestad Pablo I la ordende San Vladimiro».

El 28 de abril entraba Suvarov enMilán, que Moreau acababa de dejarpara retirarse detrás del Tessino, yordenaba poner en todas las tapias deesta capital la proclama siguiente, quepinta a las mil maravillas la imaginación

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del héroe moscovita:«El ejército victorioso del

emperador apostólico y romano estáaquí: combate únicamente por elrestablecimiento de la santa religión, delclero, de la nobleza y del antiguogobierno de Italia.

»Pueblos, uníos a nosotros ennombre de Dios y de la fe: pues hemosllegado con un ejército a Milán y aPlasencia para socorreros».

Las victorias de Trubia y Novi,alcanzadas con tanto esfuerzo,sucedieron a la de Cassano y dejaron aSuvarov tan debilitado que no pudosacar provecho de sus ventajas.Además, en el momento en que el

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general ruso iba a ponerse en marcha, sele comunicó un nuevo plan para elconsejo áulico de Viena. Las potenciasaliadas habían decretado la invasión deFrancia y, asignando a cada general lasenda que había de seguir para llevar acabo dicho plan, decidieron queSuvarov entrase en Francia por Suiza,que el archiduque le cediera susposiciones y que se desviara sobre elbajo Rhin. Las tropas con que Suvarov(dejando a Moreau y Macdonald frente alos austriacos), debía operar en adelantecontra Massena, eran treinta mil rusosque llevaba consigo; otros treinta milprocedentes del ejército de reserva queel conde de Tolstoy mandaba en Gallicie

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y que debían ser conducidos a Suiza porel general Korsakov; veinticinco atreinta mil austríacos mandados por elgeneral Hotte, y, por último, cinco o seismil emigrados franceses bajo el mandodel príncipe de Conde. En resumen, denoventa a noventa y cinco mil hombres.

Fedor había sido herido al entrar enNovi, pero Suvarov había cubierto suherida con una segunda cruz, y el gradode capitán aceleró su convalecencia. Demodo que el joven oficial, más dichosoque envanecido con el nuevo ascensoque acababa de obtener, estaba ya endisposición de seguir al ejército cuandoel 13 de setiembre se puso enmovimiento hacia Salvedra y empezó a

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entrar con su general en el valle deTessino.

Hasta entonces todo había marchadobien, y mientras Suvarov habitó en lasricas y hermosas llanuras de Italia sólotuvo motivos para alegrarse del valor ydecisión de sus soldados. Pero cuandovieron sucederse los fértiles campos deLombardia, bañados por ríos de tandulces nombres, y levantarse ante suvista cubiertas de eterna nieve lasescarpadas cimas del Saint-Gothard,entonces el entusiasmo se extinguió,desapareció aquella energía que les erahabitual y unos sombríospresentimientos se apoderaron delcorazón de aquellos salvajes hijos del

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Norte. Corrieron habladuríasinesperadas y un rumor vago se extendiópor toda la linea. Después, de repente,la vanguardia se detuvo, manifestandoque no quería avanzar ni un paso. Fedor,que mandaba una compañía, rogó ysuplicó en vano a sus soldados que sesepararan de sus compañeros y dieranejemplo siguiendo adelante. Lossoldados arrojaron sus armas y seacostaron al lado de ellas. En el mismoinstante en que acababan de dar aquellaprueba de insubordinación, un nuevomurmullo se levantó en las últimas filasdel ejército, aumentandoprogresivamente como una horribletempestad: era Suvarov, que iba de

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retaguardia a vanguardia, y que llegabaacompañado de aquella espantosainsubordinación que crecía y se difundíapor toda la línea a medida que avanzaba.Cuando llegó a la cabeza de la columna,los murmullos se habían convertido yaen imprecaciones.

Entonces Suvarov dirigió la palabraa sus soldados, con aquella salvajeelocuencia a la cual debía lodos losmilagros que había operado siempre ensu ánimo. Pero los gritos de ¡retirada!¡retirada! sofocaron su voz. Entonceshizo prender a los más rebeldes y lesmandó dar de palos hasta dejarlos casimuertos por tan vergonzoso castigo.Pero los castigos no tuvieron más efecto

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que las exhortaciones, y los gritoscontinuaron. Suvarov consideró quetodo estaba perdido si no ponía enpráctica algún medio poderoso einesperado para reunir a los amotinados.Se adelantó hacia Fedor:

—Capitán —le dijo—, deje allí aesos cobardes. Escoja a ocho sargentosy abra un hoyo en la tierra.

Fedor, asombrado, miró a su generalcomo para pedirle una explicación a tanextraña orden.

—Haced lo que os ordeno —repusoSuvarov.

Fedor obedeció y los ocho sargentospusieron manos a la obra. Diez minutosdespués el hoyo estaba abierto, con gran

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admiración de todo el ejército, queestaba colocado en semicírculo yescalonado sobre las dos montanas quelimitaban el camino, como sobre lasgradas de un vasto anfiteatro.

Entonces Suvarov bajó del caballo,rompió su espada y la arrojó al hoyo. Sequitó una tras otra sus dos charreteras ylas arrojó también con el sable. Despuésse arrancó las condecoraciones quecubrían su pecho y las metió en el hoyodel mismo modo que el sable y lascharreteras, y por último, trasdesnudarse del todo, se arrojó él mismo,exclamando en alta voz:

—¡Cubridme con tierra, dejad aquí avuestro general! Vosotros no sois mis

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hijos, yo no soy ya vuestro padre: sólome resta morir.

A tan extrañas palabras, que fueronpronunciadas con tan robusta voz quetodo el ejército las oyó distintamente,los granaderos rusos se arrojaron a lafosa llorando y sacaron en brazos a sugeneral pidiéndole perdón ysuplicándole que les condujera hastadonde estaba el enemigo.

—¡Enhorabuena! —gritó Suvarov—.Reconozco a mis hijos. ¡Al enemigo! ¡Alenemigo!

Entonces no fueron ya gritos, sinohurras de contento los que respondierona sus palabras. Suvarov volvió avestirse y, mientras lo hacía, los más

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obstinados, arrastrándose por el suelo,llegaron a besarle los pies. Después,cuando tuvo puestas las charreteras y lascruces brillaron de nuevo sobre supecho, volvió a montar a caballo,seguido de todo el ejército, que jurabaal unísono dejarse matar antes queabandonar a su verdadero padre.

Aquel mismo día Suvarov atacóAerolo. Pero los días aciagos habíancomenzado a nacer, y el vencedor deCassano, de la Trebia y de Novi habíadejado su suerte en las llanuras de Italia.Durante doce horas, seiscientosfranceses detuvieron e hicieron frente atres mil granaderos rusos al pie de losmuros de la villa, de modo que llegó la

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noche sin que Suvarov hubiese podidoarrojarlos de allí. Al día siguienteordenó que marcharan todas sus tropaspara aplastar a aquel puñado devalientes, pero el cielo se encapotó ymuy pronto el viento empezó a azotarcon una lluvia fría y continua el rostrode los rusos. Los francesesaprovecharon esta circunstancia parabatirse en retirada, dejaron el valle deUrsereu, pasaron la Reuss, y entraron enbatalla sobre las alturas de la Fourca ydel Grisinsel. Sin embargo, parte delejército ruso se había adelantado: el SanGothard era suyo. Cierto que en elmomento en que se alejen algo losfranceses lo tomarán y les cerrarán la

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retirada, pero ¿qué puede importarle aSuvarov? ¿No está él acostumbrado aseguir siempre hacia adelante?

Así pues, se va, sin inquietarle loque deja tras sí, toma Audermalt, pasa elUry y encuentra a Lecourbe ganando conmil quinientos hombres los desfiladerosdel puente del Diablo.

Allí comienza de nuevo laencarnizada lucha. Durante tres días, milquinientos franceses detienen a treintamil rusos. Suvarov ruge como un leónatrapado por el lazo, porque no alcanzaa comprender que algo se resista a suloca suerte. Por último, el cuarto día,sabe que el general Korsakov, que le haprecedido, se ha dejado vencer por

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Molitor y que Massena ha recobradoZurich y ocupa el cantón de Glaris.Entonces renuncia a seguir el valle de laReuss y escribe a Korsakov y aFallachich: «Corro a reparar vuestrasfaltas; sosteneos firmes como murallas:con vuestra cabeza responderéis si daisun solo paso atrás». El ayudante decampo, por otra parte, partía encargadode comunicar a los generales rusos yaustríacos un plan de batalla verbal, queconsistía en dar orden a los generalesLinsken y Fallachich de atacar a lastropas cada uno por un lado distinto yreunirse en el valle de Glaris, dondeSuvarov mismo debía bajar por el Klon-Thal, para encerrar a Molitor entre dos

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murallas de hierro.Suvarov estaba tan seguro de que se

realizaría su plan que al llegar a lasorillas del lago Klon-Thal despachó aun parlamentario que sugería larendición a Molitor, debido, según ledijo, a que estaba rodeado por todaspartes. Entonces, Molitor ordenó que leinformaran al mariscal de que la citadada por él a sus generales no tendríalugar, puesto que él mismo les habíaderrotado uno tras otro y rechazado a losGrissons, y que, muy al contrario, comoMassena avanzaba por Muetta, era él,Suvarov, el que se encontraba entre dosfuegos. Por consiguiente, Molilor lesugería a su vez que depusiera las

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armas.Al oír aquella extraña respuesta,

Suvarov creyó que soñaba, pero enseguida, volviendo en sí ycomprendiendo el peligro que corríaquedándose en aquellos desfiladeros, seprecipitó de improviso sobre el generalMolitor. Éste le recibió con las puntasde las bayonetas, y allí, cerrando eldesfiladero, contuvo por espacio deocho horas, contando tan sólo con mildoscientos hombres, a unos quince odieciocho mil nisos. Por último, llegadala noche, Molitor dejó el Klon-Thal y seretiró sobre la Linth para defender lospuentes de Noefels y de Mollis. El viejomariscal se arrojó como un torrente

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sobre Glaris y Mitlodi, y allí supo queMolitor le había dicho la verdad: queFallachich y Linsken habían sidoderrotados y dispersados, que Massenaavanzaba sobre Schwitz, y que elgeneral Rosenberg, a quien habíaconfiado él la defensa del puente deMuolta, se había visto obligado areplegarse. Así pues, el hecho es que éliba a encontrarse en la posición en quehabía creído poner a Molitor.

No había tiempo que perder parabatirse en retirada. Suvarov se arrojó alos desfiladeros de Engi, de Schwandeny d’Elm, precipitando de tal manera sumarcha que abandonó a sus heridos yparte de su artillería. Los franceses se

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lanzaron inmediatamente en supersecución, tan pronto bajando losprecipicios como ascendiendo hasta lasnubes. Entonces se vio pasar ejércitosenteros por lugares donde los cazadoresde gamuzas se quitaban los zapatos ycaminaban con los pies desnudosayudándose de las manos para nocaerse. Tres pueblos llegados de trespuntos distintos se habían dado cita en lamorada de las águilas, sin duda paraacercarse más a Dios, juez supremo quehabría de juzgar la legitimidad de sucausa. Hubo momentos en que aquellasheladas montañas se convirtieron envolcanes; en que las cascadas bajaronteñidas de sangre hasta los valles, y

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donde rodaron hasta lo profundo de losprecipicios aludes humanos. Hasta talpunto creció la cosecha de la muerte allídonde la vida jamás había tenido lugar,que los buitres se hicieron desdeñosos acausa de la abundancia y no seapoderaban, según cuenta la tradiciónque se conserva entre los habitantes delas montañas, más que de los ojos de loscadáveres, para llevárselos a sus hijos.

Por fin, Suvarov consiguió reunir asus tropas en las cercanías de Lindeau yllamó a Korsakov, que ocupaba todavíael puesto de Bregeur. Pero, reunida todala fuerza, sólo ascendía a treinta milhombres, lo que quedaba de los ochentamil que Pablo I había destinado como su

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contingente en la coalición. Así pues, enel espacio de quince días, tres cuerposde ejercito, cada uno de por sí másnumeroso que todo el de Massena,habían sido batidos por este últimoejército. Por lo tanto, furioso Suvarovpor haber sido vencido por aquellosmismos republicanos cuyo exterminiohabía jurado de antemano, echó la culpade su derrota a los austríacos y declaróque esperaría antes de intentar lacoalición a recibir órdenes delemperador, a quien acababa de hacercomprender la traición de sus aliados.

La respuesta de Pablo I fue que sedispusiera para que sus soldadostomasen en seguida el camino de Rusia y

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que él mismo marchara en seguida a SanPetersburgo, donde le esperaba unaentrada triunfal. El mismo Ukase decíaque Suvarov habitaría durante el restode su vida en el palacio imperial, y, porúltimo, que se le levantaría unmonumento en una de las plazaspúblicas del mismo San Petersburgo.

Así pues, Fedor iba a volver a ver aVaninka. Allí donde había existido ungrave peligro que correr, en las llanurasde Italia, en las gargantas del Tessino, osobre los hielos del monte Pragel, él sehabía precipitado a arrostrarlo antes quenadie, y en la lista de los individuoscitados como dignos de recompensa sunombre apareció en primer lugar. Y

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Suvarov era demasiado valiente paraprodigar tales distinciones si nohubieran sido merecidas. Volvía pues,como había prometido, digno delaprecio de su noble protector y, ¿quiénsabe?, quizá también del amor deVaninka. Desde luego, el mariscal lehabía cobrado afecto, y nadie era capazde adivinar hasta dónde llegaba laamistad de Suvarov, a quien Pablo Ihonraba como si fuera un guerrero de laantigüedad.

Pero nadie podía fiarse de Pablo I,cuyo carácter era un compuesto desentimientos extremados. Así pues, sinhaber desmerecido en nada para con suseñor, y sin saber de dónde le venía

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aquella desgracia, Suvarov recibió alllegar a Riga una carta del consejeroprivado en la que se le comunicaba, ennombre del emperador, que habiendoconsentido a sus soldados una infracciónde la disciplina, el emperador mismo ledesposeía de todos los honores de quese hallaba revestido y le prohibía que sepresentara ante él.

Semejante noticia causó el efecto deun rayo en el viejo guerrero ya ulceradoy combatido por los reveses queacababa de experimentar, y que, comouna imprevista tempestad, venía a nublarun magnífico y brillante día. Por tanto,reunió a todos sus oficiales en la plazade Riga y se despidió de ellos llorando

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como un padre que se separa de sufamilia. Abrazó a los generales ycoroneles, apretó la mano a los demás, yse despidió dejándoles en libertad paracumplir sin él su destino. Después semetió en un coche que avanzó sindescanso noche y día, y llegó deincógnito a aquella capital en la quedebería haber entrado triunfante. Se hizoconducir a un barrio retirado y a casa deuna de sus sobrinas, donde a los quincedías murió con el corazón traspasado dedolor.

Fedor, por su parte, había avanzadocasi tan deprisa como el mariscal, y,como él, había entrado en SanPetersburgo sin que carta alguna le

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precediera anunciando su llegada. Comono tenía pariente alguno en la capital, yademás su vida entera se habíaconcentrado en una sola persona, se hizoconducir a la perspectiva Nevski, dondela casa del general hacía esquina, y queestaba situada a la orilla del canal deCatalina. Cuando llegó allí, saltó delcarruaje y se lanzó al patio, subió laescalera precipitadamente, abrió lapuerta de la antecámara y cayó deimproviso en medio de los criados y delos dependientes de la casa, queprorrumpieron en gritos de sorpresa alverle. Preguntó dónde se hallaba elgeneral, a lo que se le contestó,señalándole la puerta del comedor:

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«está allí, desayunando en compañía desu hija».

Entonces, por una reacción extraña,Fedor advirtió que le flaqueaban laspiernas y se apoyó en la pared para nocaerse. En el momento en que iba avolver a ver a Vaninka, alma de su almapor la que había hecho tanto, seestremeció al pensar si no la encontraríacomo la había dejado. Pero en aquelpreciso instante se abrió la puerta delcomedor y apareció Vaninka. Al ver aljoven, lanzó un grito y, volviéndosehacia el general, dijo con esa expresióny ese acento que no permite dudar al quelo escucha qué clase de sentimiento loproduce:

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—Padre mío, es Fedor.—¡Fedor! —exclamó el general,

adelantándose y tendiéndolejubilosamente los brazos.

Fedor vacilaba entre arrojarse a lospies de Vaninka o en brazos del general,pero comprendió que el primer momentodebía consagrarse al respeto y a lagratitud y se precipitó a estrechar elcorazón de su protector. Obrar de otromodo habría sido confesar su amor, y,¿tenía derecho a declarar la existenciade un amor del que ignoraba aún si eracorrespondido? Fedor se volvió y, comocuando se marchó, hincó una rodilla entierra delante de Vaninka. Pero un soloinstante había bastado a la altiva joven

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para hacer que refluyeran a lo intimo desu corazón los sentimientos que habíaexperimentado, y el rubor que habíateñido su frente, semejante a una llama,se había extinguido y ella se habíaconvertido de nuevo en la fría y altaneraestatua de alabastro, obra de orgullocomenzada por la naturaleza y acabadapor la educación. Fedor besó su mano:la mano estaba trémula, pero helada;Fedor sintió que su corazón sedespedazaba y creyó morir.

—Vamos a ver Vaninka —dijo elgeneral—, ¿cómo te muestras tanindiferente con un amigo que nos hacausado a la vez tanto miedo y tantaalegría? Vamos, Fedor, abraza a mi hija.

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Fedor se levantó suplicante peropermaneció inmóvil, aguardando que unnuevo permiso confirmara el delgeneral.

—¿No habéis oído a mi padre? —dijo sonriendo Vaninka, sin poderdisimular la emoción que sentía su almay que vibraba en su acento.

Fedor acercó sus labios a lasmejillas de Vaninka y, como al mismotiempo tenía una mano entre las suyas, lepareció que por un movimiento nerviosoe involuntario esta mano había oprimidoligeramente la suya. Un débil grito dealegría iba a escaparse de su pechocuando, fijando su vista en Vaninka, sequedó aterrado al observar su palidez;

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sus labios, sobre todo, estaban blancoscomo los de una muerta.

El general hizo sentar a Fedor a lamesa. Vaninka ocupó su asiento, y comopor casualidad ella estaba de espaldas ala luz, el general no tuvo sospechaalguna y no se dio cuenta de nada.

El desayuno, como era de suponer,se pasó en escuchar el relato de aquellaextraña campaña que había empezadobajo el sol ardiente de Italia y había idoa concluir en medio de los hielos deSuiza. Como en San Petersburgo losperiódicos no dicen más que lo que elemperador desea que se sepa, se habíantenido noticias del triunfo de Suvarov,pero se ignoraban sus reveses: Fedor

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refirió los unos con modestia y los otroscon franqueza.

No es preciso decir con qué interésescuchaba el general semejantedescripción. Las charreteras de capitány el pecho cubierto de cruces probabanque el joven cumplía un deber dehumanidad, olvidándose de si mismo enla narración que acababa de hacer, peroel general, demasiado generoso paratemer tomar parte en la desgracia deSuvarov, había hecho ya una visita almariscal ya moribundo, y por él supocon qué valor se había conducido sujoven recomendado. Una vez que Fedorhubo concluido su relato, el general fueel que narró el notable comportamiento

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del joven oficial en el campo de batalla.Cuando terminó dijo que al día siguienteiba a pedir al emperador que le dejaratomar al capitán por ayudante de campo.Fedor, al oír esto, quiso echarse a lospies del general, pero éste le abrazó porsegunda vez y, para darle una prueba dela seguridad que tenía en queconseguiría su objetivo, le asignó desdeaquel mismo día una habitación en supropia casa.

En efecto, al día siguiente el generalvolvió del palacio de San Miguelanunciando la feliz noticia de que supetición había sido concedida.

Fedor estaba loco de alegría: desdeaquel momento era comensal del general

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y esperaba formar parte de la familia.Vivir bajo el mismo techo que Vaninka,verla a todas horas, encontrarla a cadainstante en una habitación, verla comouna aparición al final de un corredor, yencontrarse con ella dos veces al día enla mesa, era más de lo que podíaesperar; tanto, que creyó que con esto lebastaría.

Por su parte, Vaninka, por orgullosaque fuera, había sentido en el fondo desu corazón un vivo interés por Fedor.Desde que se marchó dejándola segurade que era amada, y mientras duró suausencia, su vanidad de mujer se habíanutrido con la gloria que el joven oficialadquiría, con la esperanza de estrechar

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la distancia que le separaba de ella; demodo que cuando le vio volverfranqueando parte de aquella distancia,había sabido por los latidos de sucorazón que su orgullo satisfechoacababa de convertirse en unsentimiento más tierno y que por su parteamaba a Fedor tanto como era posibleamar; por eso no había dejado, comohemos visto, de ocultar bajo unaapariencia glacial aquellos sentimientos.Porque Vaninka era así: quería decirle aFedor algún día que le amaba, perohasta que le agradara a ella que llegaraaquel día, no quería que el jovenadivinara que era amado.

Las cosas siguieron de este modo

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algunos meses, y aquel estado que lehabía parecido a Fedor la supremadicha, bien pronto se convirtió en unespantoso suplicio. En efecto, amar ysentir que el corazón está dispuestosiempre a desbordarse de amor, estarpor la mañana y por la tarde frente a laamada, en la mesa, tocar su mano, en uncorredor estrecho rozar su vestido alpasar, al entrar en una sala o al salir deun baile sentir apoyarse su brazo en elnuestro, y estar siempre tambiénobligado a contraer el semblante paraque no demuestre ninguno de lossentimientos que encierra el alma, es unalucha que no puede resistir ningunacondición humana. Así fue como

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Vaninka, que vio que Fedor no guardarlamucho tiempo su secreto, resolvió darun paso adelante en una confesión queella veía que se iba a escapar delcorazón.

Un día que estaban solos, viendoella los inútiles esfuerzos que el jovenhacía por ocultar lo que sentía, se fuederecha a él, y mirándole fijamente ledijo:

—¿Vos me amáis, Fedor?—¡Oh, perdonadme! —exclamó el

joven juntando las manos.—¿Por qué, Fedor? ¿Por qué me

pedís perdón? ¿Vuestro amor no espuro?

—¡Oh, sí, sí!, mi amor es puro, y

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tanto más puro cuanto que amo sinesperanza.

—Y, ¿por qué sin esperanza? —preguntó Vaninka—. ¿No os ama mipadre como a un hijo?

—¡Oh!, ¿qué decís? —exclamóFedorf. Si vuestro padre me otorgasevuestra mano, ¿accederíais vos…?

—¿No sois de noble corazón y noblede origen, Fedor? No tenéis fortuna, escierto, pero yo poseo riquezas para losdos.

—Entonces, ¿quiere eso decir queno os soy indiferente?

—Os prefiero a todos cuantos hevisto.

—¡Vaninka!

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La joven hizo un movimiento querevelaba orgullo.

—Perdonadme —repuso Fedorf,¿qué debo hacer? Ordenad; no tengovoluntad porque, cuando me hallo envuestra presencia, temo que mis ideas osdisgusten; sed mi guía y yo osobedeceré.

—Lo que tenéis que hacer, Fedor, espedir el consentimiento a mi padre.

—Es decir, que me autorizáis paradar ese paso.

—Sí, pero con una condición.—¿Cuál? ¡Hablad, hablad!—Que mi padre, cualquiera que sea

su respuesta, no debe saber nunca quevos os presentáis a él autorizado por mí;

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que nadie sepa tampoco que vos seguísmis instrucciones; que todo el mundoignore la confesión que os acabo dehacer y, por último, que no me pidáisnunca, suceda lo que suceda, que haganada que sea contrario a mis juramentos.

—¡Todo lo que queráis! —exclamóFedor—. ¡Oh, sí, haré cuanto memandéis! ¿No me concedéis vos milveces más de cuanto podía esperar? Y sivuestro padre rehusase otorgarme subeneplácito, ¿no podría yo al menossaber que vos tomabais parte en midolor?

—Sí, pero no será así, espero —dijoVaninka tendiendo al oficial una manoque éste besó ardientemente—. Así

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pues, ¡valor y esperanza!Y Vaninka salió dejando, a pesar de

ser una mujer, al joven oficial mástrémulo y conmovido que ella.

Aquel mismo día solicitó Fedor delgeneral que le concediera una entrevista.

El general recibió a su ayudante decampo como acostumbraba, con rostrofranco y risueño; pero a las primerasfrases que pronunció Hedor, susemblante comenzó a nublarse. Sinembargo, al escuchar la descripción deaquel amor tan verdadero, tan constantey tan apasionado que el joven sentía porsu hija, y después que le dijo que aquelamor era el móvil de aquellas accionesgloriosas en las cuales había figurado

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con tanta frecuencia, el general le tendióla mano y, casi tan conmovido como él,le dijo que durante su ausencia, y comoignoraba el amor que el joven sentía ydel que no había adivinado nada porVaninka, había, invitado por elemperador, empeñado su palabra con elhijo del consejero privado. La únicacosa que había pedido el general era nosepararse de su hija hasta que éstahubiese cumplido dieciocho años; norestaban a Vaninka más que cinco mesesde permanencia bajo el techo paterno.

No había nada que responder a esto:en Rusia, un deseo del emperador es unaorden, y, desde el momento en que éstelo expresa, a nadie se le ocurre siquiera

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pensar en oponerse. Sin embargo, estanegativa había marcado en el semblantedel joven una desesperación tal que,conmovido el general por aquella penatan muda como resignada, le alargó losbrazos: Fedor se precipitó en ellossollozando. Entonces el general leinterrogó respecto a su hija, pero Fedorle contestó, como había prometido, queVaninka lo ignoraba todo y que aquelpaso era decisión exclusivamente suya.Al oír esto el general se tranquilizó unpoco: tenía miedo de hacer desgraciadosa dos seres.

A la hora de comer, Vaninka bajó yencontró solo a su padre. Fedor no sehabía sentido con valor para asistir a la

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comida y volverse a encontrar, cuandoacababa de perder toda esperanza, caraa cara con el general y su hija, y habíatomado un carruaje y se había marchadoa pasear por los alrededores de la villa.Mientras duró la comida, el general yVaninka no cambiaron apenas dospalabras; pero, por más elocuente ypenoso que fuera aquel silencio, Vaninkadominó sus emociones con su poderhabitual y sólo el general pareció triste yabatido.

Por la noche, a tiempo de bajar paratomar el té, Vaninka vio que se lo traíana su habitación, diciéndole que elgeneral se sentía cansado y que se habíaretirado a su habitación. Vaninka hizo

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algunas preguntas relativas a aquellaindisposición, y tan pronto como supoque no presentaba ningún síntomaalarmante, encargó al ayuda de cámaraque le había dado la noticia que hicierapresente a su padre la expresión de surespeto, y que estaba a sus órdenes siacaso se le ofrecía alguna cosa. Elgeneral contestó a su hija que leagradecía en el alma aquella prueba decariño, pero que no tenía necesidad deotra cosa que reposo y soledad. Vaninka,por su parte, dijo que iba a encerrarseen su habitación y el ayuda de cámara seretiró. Apenas hubo salido, cuandoVaninka dio orden a Annuska, suhermana de leche, que ejercía a su lado

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las funciones de sirviente, de quevigilara el regreso de Fedor y la avisarátan pronto como llegara.

A las once de la noche las puertasdel palacio se abrieron. Fedor bajó delcarruaje y subió precipitadamente a suhabitación, donde se arrojó en un diván,abrumado por sus propias ideas. Amedia noche oyó que llamaban a supuerta. Lleno de asombro, se levantó yfue a abrir. Era Annuska, que venía adecirle de parte de su señora que pasaraal momento a su cuarto. Por sorprendidoque se quedara ante este mensaje y porinesperado que fuera, no se detuvo uninstante: Fedor obedeció.

Encontró a Vaninka sentada y vestida

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con una bata blanca; y como estaba máspálida que de costumbre, se detuvo en lapuerta, porque le pareció ver una estatuadispuesta para una tumba.

—Venid —dijo Vaninka con unacento en el que era imposible descubrirla más mínima emoción.

Fedor se acercó, atraído por aquellavoz como el acero por el imán. Annuskacerró la puerta.

—Decidme —prosiguió Vaninka—,¿qué os ha respondido mi padre?

Fedor le refirió todo lo que habíapasado. La joven escuchó aquel relatocon la vista tranquila e impasible. Sólosus labios, que eran la única facción desu rostro en la que podía verse la

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presencia de la sangre, se tomaronblancos como el peinador que laenvolvía. En cuanto a Fedor, por elcontrario, estaba devorado por la fiebrey parecía que iba a perder el juicio.

—Y ahora, ¿cuál es vuestraintención? —dijo Vaninka con el mismoglacial acento con que había hecho lasdemás preguntas.

—¿Me preguntáis cuál es miintención, Vaninka? ¿Qué queréis quehaga, qué otra cosa puedo hacer, a no serque pague las bondades de mi protectorcon alguna vergonzosa infamia, sino huirde San Petersburgo e ir a hacerme mataral primer rincón de Rusia en dondeestalle la guerra?

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—Sois un loco —dijo Vaninka conuna sonrisa en la que podía leerse unamezcla de triunfo y de desprecio, porquedesde aquel instante comprendía susuperioridad sobre Fedor, y comprendíaque iba a dominarle y dirigir, comoreina de todos sus actos, su vida entera.

—Entonces —exclamó el jovenoficial—, guiadme, ordenadme, ¿no soyvuestro esclavo?

—Es necesario que os quedéis aquí—dijo Vaninka.

—¡Quedarme aquí!—Sí, es propio de mujeres o de

niños declararse vencidos al primergolpe; el hombre que merece tal nombrelucha.

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—Luchar… ¿contra quién? ¿Contravuestro padre? ¡Jamás!…

—¿Quién os habla de luchar contrami padre? Los acontecimientos son losque se han de combatir. Los hombres nosaben dirigir las circunstancias: sonellas las que les arrastran. Aparentaddelante de mi padre que tratáis devencer vuestro amor, que llegue a creerque os habéis hecho superior a él. Comoyo, según cree, ignoro el paso quehabéis dado, no puedo inspirarledesconfianza, y así le pediré dos añosde plazo y los obtendré. ¿Quién sabe loque pueden cambiar los acontecimientosen estos dos años? El emperador puedemorir, el que se me destina por esposo

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puede morir, mi padre mismo. ¡Dios leproteja! Mi padre mismo puede morirtambién.

—Pero ¿si os lo exigen?—¡Sí se me exige! —interrumpió

Vaninka, y un vivo carmín coloreó porun instante sus mejillas, que volvieron arecobrar su palidez habitual—. ¿Y quiénes capaz de exigir nada de mí? Mi padreme ama demasiado para pensar ensemejante cosa, el emperador tiene consu familia harta razón de disgustos einquietudes para cuidarse de llevar ladiscordia al seno de las otras. Yademás, siempre me quedara un últimorecurso, cuando todos hayan fracasado:el Neva corre a trescientos pasos de

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aquí y sus aguas son profundas.Fedor dejó escapar un grito, porque

en las arrugas de su frente y en loslabios habitualmente mudos de la jovenhabía marcado un carácter de resolucióntal que comprendió en el acto que eraposible aniquilar a aquella niña, peroimposible hacerle doblegarse a nada queno fuera su voluntad. Sin embargo, elcorazón de Fedor estaba demasiado enarmonía con el plan que le proponíaVaninka para que una vez destruidas susobjeciones procurase buscar otrasnuevas. Desde luego, lo que le dio másvalor fue la promesa que le hizo Vaninkade relevarle en privado del disimulo quedebía guardar en público. Además,

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Vaninka, por su carácter resuelto y porsu educación, tan conforme a su carácter,ejercía, preciso es confesarlo, sobretodo lo que la rodeaba, hasta sobre elpropio general, una influencia a la quetodos se sometían. Fedor suscribió comoun niño todo lo que se le exigía, y elamor de la joven creció a impulso de suvoluntad contrariada y de su orgullosatisfecho.

Pocos días después de esta decisiónnocturna, adoptada en la habitación deVaninka, fue cuando tuvo lugar, por unapequeña falla, la ejecución del Castigo aque hemos hecho asistir a nuestroslectores, y tic la que Gregorio fuevíctima, a consecuencia de una queja

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que dio de él Vaninka a su padre.Fedor, que por su cualidad de

ayudante de campo había tenido quepresenciar el castigo de Gregorio, nohabía por otra parte hecho el másmínimo caso ni reparado en las frasesamenazadoras que el esclavo pronuncióal retirarse. Iván, el cochero, después dehaber sido verdugo, se convirtió enmédico, y había aplicado sobre lasespaldas desgarradas del paciente lascompresas de agua y sal que debíancicatrizar aquéllas. Gregorio habíapermanecido en la enfermería tres días,durante los cuales había dado vueltas ensu imaginación a la idea que le pudieraproporcionar medios de vengarse. Al

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cabo de tres días, ya curado, volvió asus faenas, y todos, excepto él,olvidaron pronto cuanto había pasado.Más aún: si Gregorio hubiera sido ruso,él también habría olvidadoinmediatamente aquel castigo,demasiado común entre los rudos hijosde la Moscovia para que les permitaguardar rencor ni memoria de él; peroGregorio, como hemos dicho, teníasangre griega en las venas: disimuló,pero no lo olvidó jamás.

Aunque Gregorio era un esclavo, lasfunciones que cumplía cerca del generalle habían granjeado una familiaridadmás grande que la de los demásservidores. Desde luego, en todos los

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países del mundo gozan de grandesprivilegios que les conceden aquéllos aquienes afeitan; y esto puede tal vezprovenir de que instintivamente es unomenos fiero con un hombre que todos losdías tiene por espacio de diez minutosnuestra existencia en sus manos.Gregorio disfrutaba pues de todas lasinmunidades de su profesión, y sucedíacasi siempre que la sesión cotidiana quetenía con el general transcurría en unaconversación de la cual él hacía elmayor gasto.

Un día que el general debía asistir auna revista, llamó a Gregorio antes delamanecer, y mientras este le pasaba lanavaja por la mejilla lo más suavemente

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que le era posible, comenzó a hablar, yla conversación recayó, o mejor dicho,se hizo recaer en Fedor, de quien elbarbero hizo un exagerado elogio; tanto,que su amo, recordando interiormente lacorrección que le había suministrado elayudante de campo, no pudo menos depreguntarle si en aquél que presentabacomo modelo de perfecciones nohallaba algún defecto que oscurecieratan grandes y perfectas cualidades.Gregorio respondió que a excepción delorgullo, creía que Fedor erairreprochable.

—¿El orgullo? —dijo el generalasombrado—, pues ése es el vicio delque yo le creía más libre.

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—Habría debido decir ambición —respondió Gregorio.

—¿Cómo? ¿Ambición? —continuóel general—, pues me parece que no hadado pruebas de ello ni aceptar entrar ami servicio, porque después de haberseportado como lo hizo durante la últimacampaña, podía fácilmente haberaspirado al honor de formar parte de lafamilia del emperador.

—¡Oh!, en eso demuestra ambición,y más que ambición. Unos tienen la deocupar un puesto elevado, otros la decontraer una ilustre alianza; unos quierendebérselo todo a ellos mismos, y otrosbuscan un escalón en su mujer, yentonces levantan sus ojos y los fijan

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más allá de donde debieran.—¿Qué quieres decir con eso? —

exclamó el general, que empezaba acomprender adonde iba a pararGregorio.

—Quería decir, excelencia —respondió éste—, que hay muchas gentesa quienes las bondades que se lesdispensan les animan a olvidar suposición para aspirar a otra máselevada, aunque estén tan altos ya que lacabeza se les vaya.

—Gregorio —interrumpió el general—, créeme, te metes en mal negocio.Eso que estás diciendo constituye unaacusación, y si la oigo como tal, te verásen el caso de presentar pruebas de

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cuanto dices.—¡Por San Basilio, general! No hay

negocio, por malo que sea, del que nopueda salirse, sobre todo cuandotenemos la razón de nuestra parte;además, yo no he dicho nada que no estédispuesto a probar.

—¿Quieres decir con eso quepersistes en sostener que Fedor ama ami hija? —contestó el general.

—¡Ah! —dijo Gregorio con ladoblez que le era propia—, yo no hedicho eso: habéis sido vos, excelencia,yo no he nombrado siquiera a la señoritaVaninka.

—Pero no por eso has dejado dequererlo decir, ¿no es así? Veamos,

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responde francamente por una vez,contra tu costumbre.

—Es cierto, excelencia, es lo que hequerido decir.

—Y según tú, mi hija correspondesin duda a ese amor…

—Tengo miedo de que así sea, porella, y por vos, excelencia.

—¿Y qué es lo que te lleva a creereso? Habla.

—Desde luego, os diré que Fedor nodesperdicia ocasión de hablar a laseñorita Vaninka.

—Vive en la misma casa, ¿quieresque huya de su vista?

—Cuando la señorita Vaninkavuelve tarde, y por casualidad Fedor no

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ha ido con vos, a cualquier hora que sea,está allí dispuesto y esperando paradarle la mano cuando baje del carruaje.

—Fedor me espera, es su deber —dijo el general, que empezaba a creerque las sospechas del esclavo sefundaban solo en apariencias—. Meespera —continuó—, porque a cualquierhora del día o de la noche que yoregrese puedo muy bien tener que darlealguna orden.

—No pasa un día sin que Fedor vayaa la habitación de la señorita Vaninka, yeso que no es costumbre otorgarsemejante favor a un joven en una casacomo la de vuestra excelencia.

—La mayor parte de las veces le

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envío yo mismo —dijo el general.—Sí —respondió Gregorio—, de

día, lo creo… pero ¿y por la noche?—¡Por la noche! —exclamó el

general poniéndose de pie ypalideciendo de tal manera que al cabode un instante se vio obligado, para nocaerse, a recostarse sobre una mesa.

—Sí, excelencia, por la noche —contestó tranquilamente Gregorio—. Y,toda vez que me he enfangado, comodecíais, en un mal negocio, está bien, meenfangaré por completo. Además,aunque hubiera de sufrir de nuevo uncastigo aún más doloroso y terrible queel que he sufrido, no por eso dejaría quepor más tiempo se engañase a un amo

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tan bueno.—Pon atención en lo que vas a

decir, esclavo: conozco a los de tuclase, y ten mucho cuidado en que esaacusación, que es hija de la venganza,descanse y se apoye en pruebas visibles,palpables y positivas: si no, seráscastigado como un infame calumniador.

—Consiento en ello —dijoGregorio.

—¿Y dices que has visto a Fedorentrar de noche en la habitación de mihija?

—Yo no he dicho nada de haberlevisto entrar, excelencia: lo que digo esque le he visto salir.

—¿Y cuándo ha sido eso?

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—Hace un cuarto de hora, al veniryo al cuarto de vuestra excelencia.

—Mientes —dijo el generalamenazando con el puño cerrado alesclavo.

—Eso no es lo tratado, excelencia—dijo el esclavo retirándose—, no seme debe castigar sino en el caso de queno presente las pruebas.

—Pero ¿qué pruebas? ¿Cuáles sonesas pruebas?

—Ya os lo he dicho.—¿Y crees que me voy a fiar de tu

palabra?—No, pero espero que tendréis

confianza en vuestros propios ojos.—¿Cómo?

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—En la primera ocasión en queFedor se encuentre en la habitación de laseñorita Vaninka después de habersonado la media noche, vendré a buscara vuestra excelencia, y entonces mirareispor vos mismo si miento o no. Pero,oídme: hasta ahora todas lascondiciones que se han estipulado por elservicio que quiero haceros son enperjuicio mío.

—¿Cómo?—Sí, señor: si no doy pruebas, debo

ser tratado como un infame calumniador.Está bien, pero si las doy, ¿qué gano enello?

—Mil rublos y la libertad.—Trato hecho, excelencia —

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respondió tranquilamente Gregorio,colocando las navajas en el estuche delgeneral—. Espero que antes de ochodías me haréis justicia y me trataréismejor que hoy.

Dichas estas palabras, salió elesclavo, dejando al general convencidode que le amenazaba una gran desgracia.

A partir de aquel momento, como seinfiere fácilmente, el general escuchótodas las palabras y observó cada unade las señas que en su presenciacambiaron Vaninka y Fedor. Pero ni porparte del ayudante de campo, ni por lade su hija, vio algo que le confirmara ensus sospechas; al contrario: Vaninka lepareció más fría y más reservada que

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nunca.Transcurrieron así ocho días.

Durante la noche del octavo al noveno,hacia las dos de la madrugada, llamarona la puerta del cuarto del general: eraGregorio.

—Si vuestra excelencia quiereentrar en la habitación de su hija, en ellaencontrará a Fedor.

El general se puso pálido, se vistiósin pronunciar ni una sola palabra,siguió al esclavo hasta la puerta delcuarto de Vaninka, y una vez allídespidió al calumniador por medio deuna seña. Pero éste, en vez de retirarse,obedeciendo a aquella orden muda, seocultó en un ángulo del corredor.

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En cuanto el general se vio a solas,llamó por primera vez, pero todopermaneció en silencio a esta primeraindicación. Sin embargo, el silencionada significaba, porque Vaninka podíamuy bien estar durmiendo. Llamó porsegunda vez, y entonces se oyó la voz dela joven, que en un tono perfectamentetranquilo preguntó:

—¿Quién está ahí?—Soy yo —dijo el general con

acento trémulo por la emoción.—Annuska —dijo la joven

dirigiéndose a su hermana de leche, quedormía en la alcoba contigua a la suya—, abre a mi padre. Perdonad, padremío —continuó—, pero Annuska se está

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vistiendo y al momento abrirá.El general esperó con calma, porque

no había reconocido emoción alguna enla voz de su hija y esperaba queGregorio se hubiera equivocado.

Al cabo de un instante la puerta seabrió y el general entró lanzando unamirada a su alrededor: nadie había enaquella primera habitación.

Vaninka estaba acostada, más pálidaquizá que de costumbre, perocompletamente tranquila, y en sus labiosjugaba la sonrisa filial con que siemprerecibía a su padre.

—¿A qué feliz circunstancia —preguntó la joven con el acento másdulce que pudo dar a su voz— debo la

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dicha de veros a una hora tan avanzadade la noche?

—Quería hablarte de un asuntoimportante —dijo el general—, ycualquiera que fuese la hora, he supuestoque me perdonarías por turbar tu reposo.

—Mi padre siempre vendrá a tiempoal cuarto de su hija, sea de día o denoche.

El general lanzó una ojeada a sualrededor, y todo le confirmó en la ideade que era imposible que estuvieraoculto un hombre en la primerahabitación; pero quedaba aún lasegunda.

—Os estoy escuchando —dijoVaninka después de un instante de

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silencio.—Sí, pero no estamos solos —

respondió el general—, y es de la mayorimportancia que oídos extraños noescuchen lo que os tengo que decir.

—Annuska, bien lo sabéis, es mihermana de leche —dijo Vaninka.

—No importa —repuso el general,adelantándose con una bujía en la manohacia la cámara inmediata, que era másreducida aún que la de su hija:

—Annuska —dijo—, cuidad de queen el corredor no haya alguien quepueda escuchamos.

Después, al acabar de pronunciarestas palabras, el general registró por simismo con la vista toda la habitación;

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pero a excepción de la joven, a nadie seveía en aquel gabinete.

Obedeció Annuska, el general saliótras ella, y después de haber ojeadominuciosamente a su alrededor portercera vez, fue a sentarse al pie de lacama de su hija. En cuanto a Annuska, auna señal que le hizo su señora, les dejósolos.

El general alargó la mano a su hija yVaninka le dio, a su vez, la suya sinvacilar.

—Hija mía —dijo el general—,tengo que hablarte de un asunto muyimportante.

—¿Cuál es, padre mío? —preguntóVaninka.

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—Vas a cumplir en breve dieciochoaños —prosiguió el general—, y ésa esla edad en que comúnmente contraenmatrimonio los hijos de la nobleza rusa.

El general se detuvo un momentopara observar la impresión que aquellaspalabras habían producido en Vaninka.Pero su mano permaneció inmóvil entrelas de su padre—. Hace un año que hedispuesto de tu mano.

—¿Y puedo saber a quién se lahabéis ofrecido? —preguntótranquilamente Vaninka.

—Al hijo del actual consejero —respondió el general—. ¿Qué piensas túacerca de él?

—Es un joven digno y noble, según

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se asegura —dijo Vaninka—, y yo nopuedo tener de él otra opinión que lageneral. ¿No hace tres meses que está deguarnición en Moscú?

—Sí —contestó su padre—, perodentro de otros tres debe volver.Vaninka continuó impasible.

—¿No tienes nada que decir? —preguntó el general.

—No, padre mío, pero quisierapediros una gracia.

—¿Cuál?—No quisiera casarme antes de los

veinte años.—¿Y por qué?—Porque he hecho un voto.—Pero ¿y si las circunstancias

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exigieran que ese voto se quebrantase ehiciesen urgente la realización de esematrimonio?

—¿Cuáles pueden ser ésascircunstancias? —preguntó Vaninka.

—Fedor te ama —dijo el generalclavando un mirada en Vaninka.

—Ya lo sé —contestó la joven, conla misma impasibilidad que si se tratarade otra que no fuese ella.

—¿Lo sabes tú? —gritó el general.—Sí, él mismo me lo ha dicho.—¿Cuándo?—Ayer.—Y tú le has contestado…—Que era necesario que se alejase

de este lugar.

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—¿Y ha consentido en ello?—Sí, padre mío.—¿Cuándo se marcha?—Ya se ha marchado.—Pero —dijo el general—, si se ha

separado de mí a las diez…—Y de mí se ha separado a media

noche.—¡Ah! —exclamó el general,

respirando con toda libertad—, eresdigna hija mía; y te concedo todo lo queme pides, es decir, dos años de plazo.Piensa únicamente que el emperador esel que ha decidido este matrimonio.

—Mi padre me hará la justicia decreerme si le digo que me precio de seruna hija sumisa y obediente.

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—Bien, Vaninka, muy bien —dijo elgeneral—. Así que, ¿quiere eso decirque el pobre Fedor te lo ha contadotodo?

—Sí —contestó Vaninka.—¿Te ha dicho que se había dirigido

a mí?—Me lo ha dicho.—¿Entonces ha sido por él por quien

has sabido que tu mano estabacomprometida?

—Por él ha sido.—¿Y ha consentido en partir? Es un

excelente muchacho, a quien protegerésiempre y donde quiera que seencuentre. ¡Oh!, si no hubiese estadoempeñada mi palabra —continuó el

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general—, y tú no hubieras sentidocompleta indiferencia hacia él… lequería tanto que no habría vacilado enconcederle tu mano.

—¿Y no podéis retirar vuestrapalabra? —preguntó Vaninka.

—Imposible —dijo el general.—Entonces, que lo que ha de

suceder, se cumpla —dijo Vaninka.—Así es como debe hablar una hija

mía prosiguió el general abrazándola—.Adiós, Vaninka. No te pregunto si leamabas. Habéis cumplido ambos vuestrodeber, no puedo ni debo exigir más.

Al terminar estas palabras se levantóy salió del aposento. Annuska estaba enel corredor: el general le hizo una seña

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para que entrara en su habitación ycontinuó su camino. A la puerta de sugabinete encontró a Gregorio.

—Y bien, ¿excelencia?… —lepreguntó éste.

—Pues bien dijo el general—, teníasy no tenías razón. Fedor ama a mi hija,pero mi hija no le ama a él. Fedor haentrado en la alcoba de mi hija a lasonce, pero ha salido a las doce para novolver jamás. Pero no importa, puedesvenir mañana: tendrás tres mil rublos ytu libertad.

Gregorio se retiró estupefacto.Mientras esto sucedía. Annuska,

según se le había indicado, habíaentrado en la habitación de su ama y

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cerrado tras si la puerta con cuidado. Enel mismo momento Vaninka habíasaltado fuera del lecho, acercándose a lapuerta para escuchar si se alejaban lospasos del general. Cuando dejó deoírlos, se dirigió a la alcoba de Annuskay ambas mujeres se pusieron a quitar unmontón de ropa que cubría laembocadura de las ventanas. Bajo estaropa había una gran arca que se cerrabapor medio de un resorte. Annuskaaproximó el mueble y Vaninka levantó latapa. Ambas lanzaron a un tiempo unindefinible grito de espanto: el arca sehabía convenido en un sepulcro, y eljoven oficial había muerto ahogado.

Largo tiempo creyeron que sólo

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sería un desvanecimiento la causa deaquella inmovilidad. Annuska le rociócon agua el rostro, Vaninka le hizoaspirar sales; pero todo fue inútil.Durante el largo coloquio del general ysu hija, que había durado más de mediahora, Fedor no pudo salir del arca, cuyoresorte se había cerrado sobre él, yhabía expirado por falta de aire pararespirar.

La situación era horrible: aquellasdos niñas estaban encerradas con uncadáver. Annuska divisaba laperspectiva de Siberia; Vaninka, sinembargo, preciso es hacer justicia, noveía nada más que a Fedor.

La más cruel desesperación las

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dominaba.No obstante, como la desesperación

de la camarera era más egoísta que la desu ama, fue Annuska la que encontró elmedio de salir de la situación en que sehallaban.

—¡Señorita —exclamórepentinamente—, nos hemos salvado!

Vaninka levantó la cabeza y fijó ensu doncella sus hermosos ojos bañadosen lágrimas.

—¡Nos hemos salvado! —dijo—,¡nos hemos salvado! ¡Nosotras quizá,pero él…!

—Oídme señorita —dijo Annuska—, vuestra situación es terrible, si, notiene duda; vuestra desdicha es muy

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grande, lo confieso, pero vuestradesdicha puede ser todavía mayor y másterrible vuestra situación. Si el generalllega a saber…

—¿Y qué importa? —respondióVaninka—. Ahora lloraría por él delantedel mundo entero.

—Sí, pero delante de ese mismomundo apareceríais deshonrada. Mañanavuestros esclavos, pasado mañana SanPetersburgo entero sabrían que unhombre había muerto encerrado envuestra alcoba. Pensad en esto, señorita,vuestro honor es el honor de vuestropadre: es el de toda vuestra familia.

—Tienes razón —dijo Vaninka,moviendo la cabeza como para hacer

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que se desprendiesen de ella los tétricospensamientos que la abrumaban—,tienes razón. ¿Qué es necesario hacer?

—¿Conocéis a mi hermano Iván?—Sí.—Es necesario decírselo todo.—¿Eso piensas? —exclamó Vaninka

—. ¡Confiarme a un hombre! ¡Qué digo aun hombre! ¡A un siervo! ¡A un esclavo!

—Cuanto más bajo sea el puesto deese siervo o de ese esclavo —contestóla camarera—, tanto más seguro estaráel secreto, puesto que él ganaráguardándolo.

—Tu hermano se embriaga —dijoVaninka con expresión de temormezclada con disgusto.

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—Es cierto —respondió Annuska—;pero ¿dónde hallaréis un esclavo que nohaga otro tanto? Mi hermano no seemborracha tanto como los demás, almenos no tenemos que temer eso de él.Además, en la posición en que nosencontramos, debemos arriesgar.

—Tienes razón —repuso Vaninka,recobrando la decisión que le erahabitual y que aumentaba a la medidadel peligro—. Ve a buscar a tu hermano.

—Nada podemos hacer hoy —dijoAnnuska descorriendo las cortinas—.Veis, ya es de día.

—¡Y qué hacer del cadáver de esedesdichado! —exclamó Vaninka.

—Permanecerá oculto donde está

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ahora todo el día, y esta noche, mientrasque vos estáis en la fiesta de la corte, mihermano lo sacará de aquí.

—Es verdad, es verdad —murmuróVaninka con un acento extraño—; yo voyesta noche a la fiesta de la corte, nopuedo faltar, mi ausencia haría concebirgrandes sospechas. ¡Ah! ¡Dios mío!¡Dios mío!

—Ayudadme, señorita —dijoAnnuska—, yo sola no puedo.

Vaninka se puso espantosamentepálida, pero obligada por el peligro, sedirigió hacia el cadáver de su amante.Después, levantándole por los hombrosmientras su doncella le sostenía los pies,le volvió a meter dentro del arca.

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Annuska bajó rápidamente la tapa, cerróy se guardó la llave en el pecho.

Después, entre las dos colocaronencima la ropa que le había ocultado ala vista del general.

Amaneció el día sin que, como esfácil presumir, el sueño hubiese cerradolos párpados de Vaninka. No por esodejó de bajar a desayunara la hora detodos los días: no quería inspirar a supadre sospecha alguna. Únicamente senotaba en ella una palidez tal que habríapodido creerse que salía de una tumba.El general atribuyó aquella palidez aque su visita la había desvelado.

La casualidad había servido a lasmil maravillas a Vaninka, inspirándole

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la idea de decir que Fedor habíapartido, porque así, no sólo no seasombró el general de no verle aparecer,sino que como aquella ausencia era laprueba de lo que había dicho su hija, élla justificó, diciendo a todo el mundoque su ayudante de campo había salidoencargado por él de una misiónparticular. En cuanto a Vaninka, diremosque no entró en su cuarto hasta que llególa hora de vestirse. Ocho días antesaquella misma mujer había estado en lafunción de la corte con Fedor.

Vaninka habría podido, pretextandouna leve indisposición, evadirse deacompañar a su padre, pero temía, sihacía esto, dos cosas: la primera,

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preocupar al general, que entonces talvez se habría quedado en casa también yhabría hecho imposible la traslación delcadáver; y, la segunda, encontrarse caraa cara con Iván y tener así queavergonzarse delante de un esclavo.Prefirió pues hacer un esfuerzosobrehumano y, subiendo a su cuarto conAnnuska, empezó a adornarse con elmismo cuidado que si hubiera tenido elcorazón rebosante de alegría.

Cuando aquel espantoso tocado huboconcluido, mandó a Annuska que cerrasela puerta de la habitación para volver aver a Fedor y dar el último adiós alcuerpo del que había sido su amante.Obedeció Annuska, y Vaninka, con la

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frente coronada de flores, el cuellocargado de perlas y diamantes, y fría sinembargo como una estatua de mármol, seadelantó como un fantasma hacia laalcoba de la que la acompañaba.Cuando estuvo delante del arca,Annuska la abrió de nuevo. Entonces,Vaninka, sin derramar una lágrima, sinlanzar un solo suspiro, con esa calmaprofunda y grave de la desesperación, seinclinó hasta Fedor, cogió unasencillísima sortija que el joven tenía enuno de sus dedos, la colocó en uno delos suyos entre dos magníficosbrillantes, y, estampando sobre aquellafrente inanimada un beso, exclamó:

—Adiós, esposo mío.

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En aquel momento oyó pasos: unayuda de cámara iba a preguntar, departe del general, si estaba ya dispuestasu hija. Annuska dejó caer la tapa delcofre y Vaninka misma abrió la puerta ysiguió al criado, que marchaba delantealumbrando, mientras que, confiando ensu hermana de leche, la dejaba cumplirel fúnebre y terrible deber del queestaba encargada.

Un instante después, Annuska viosalir por la puerta principal del palacioel carruaje que conducía al general y asu hija.

Dejó que transcurriera una mediahora. Después bajó ella también y fue abuscar a Iván. Le encontró bebiendo con

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Gregorio, con quien el general habíacumplido su palabra y que aquel mismodía había recibido mil rublos y sulibertad. Por fortuna, los bebedoresestaban al principio de la fiesta e Ivántenía, por consiguiente, la cabezabastante firme aún para que no Vacilarasu hermana en confiarle su secreto.

Iván siguió a Annuska hasta lahabitación de su señora. Allí le recordótodo cuanto Vaninka, altiva perogenerosa, había permitido que suhermana hiciera por él. Los Variostragos de aguardiente que ya habíabebido Iván le habían predispuesto alagradecimiento. Las borracheras de losrusos son esencialmente sensibles y

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tiernas. Iván describió su gratitud y suafecto en términos tan completos queAnnuska no titubeó un momento más, ylevantando la tapa del arca, le enseñó elcadáver de Fedor.

Al contemplar tan horribleaparición, Ivan se quedó un instantecompletamente inmóvil, pero en seguidacalculó que sería mucho el dinero quepodría valerle ser partícipe de unsecreto semejante. Así pues, hizo losjuramentos más sagrados y ofreciósolemnemente no hacer traición a suama, y según esperaba Annuska, sebrindó a hacer que desapareciera elcadáver del ayudante de campo.

El asunto fue muy fácil: en lugar de

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volver y seguir bebiendo con Gregorio ysus camaradas, fue a preparar un trineo,lo cargó de paja, ocultó debajo unaazada, lo llevó a la puerta quecomunicaba con las dependencias delpalacio y, después de haberse aseguradode que nadie le espiaba, tomó en brazosel cuerpo del asfixiado, lo metió entre lapaja, se sentó encima, abrió la puertadel palacio, siguió toda la perspectivaNevski hasta la iglesia Zuamenia, pasópor en medio de las tiendas del barrioRejistvenskoi, dirigió su trineo hacia elNeva, y se detuvo en medio de su heladaribera frente a la desierta iglesia de laMagdalena. Una vez allí, favorecido porla soledad, envuelto con el negro manto

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de las tinieblas y oculto tras la masasombría que constituía su trineo, empezóa cavar en el hielo, que tenía tres dedosde espesor. Luego, cuando tuvo abiertoya un agujero bastante grande, despuésde haber registrado a Fedor, quedándosecon todo el dinero que llevaba encima,le hizo penetrar de cabeza por elboquete practicado, y volvió aemprender el camino del palacio,mientras la canalizada corriente delNova arrastraba el cadáver hacia elgolfo de Finlandia.

Una hora después el viento habíaformado una nueva capa de hielo y ya noquedaba ni el menor vestigio de laabertura hecha por Iván.

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Vaninka volvió a media noche con supadre. Una fiebre interior la habíadevorado toda la noche, de modo quejamás había parecido tan hermosa comoaquel día, en tanto que no habían cesadoun momento de obsequiarla los másnobles y galantes señores de la corte.

Al entrar encontró a Annuska en elvestíbulo, esperándola para quitarle elmanto. Al dárselo, Vaninka la interrogócon una de esas miradas que encierrantoda una historia.

—Todo está concluido —dijo ladoncella en voz baja.

Vaninka respiró como si le hubiesenquitado una montaña de encima delcorazón.

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Por mucho que fuera el dominio queVaninka tenía sobre si misma, no pudoaguantar por más tiempo la presencia desu padre, y se excusó con el cansancioque le había producido la fiesta para noacompañarle a cenar.

Vaninka subió a su cuarto, y allí, unavez cerrada la puerta, se arrancó lasflores que adornaban su frente, el collarde su garganta, hizo cortar con las tijerasel corsé que la ahogaba y, arrojándosesobre la cama, comenzó a llorarlibremente. Annuska daba gracias a Diospor aquella explosión de sentimiento: lacalma de su señora la asustaba más quesu desesperación.

Tan pronto como pasó aquella

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primera crisis, Vaninka se puso a orar.Pasó una hora de rodillas hasta que,

a instancias de su fiel doncella, seacostó. Annuska se sentó al pie de lacama. Ni una ni otra durmieron, pero almenos, cuando vino el día, las lágrimasque Vaninka había vertido la habíanconsolado y tranquilizado un poco.

Annuska recibió el encargo derecompensar a su hermano. Una sumademasiado considerable dada de una veza un esclavo podría haber llamado laatención. Así pues, Annuska se contentócon decir a Iván que cuando tuvieranecesidad de dinero, no tenía más quepedirlo.

Gregorio, aprovechándose de su

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libertad y queriendo hacer negocio consus mil rublos, compró fuera de la villauna taberna donde, gracias a suhabilidad y a las relaciones que teníacon los criados de las mejores casas deSan Petersburgo, empezó a hacerexcelentes negocios, tanto que, en pocotiempo, la taberna Encarnada (éste era elnombre y el color del establecimiento deGregorio) adquirió una gran fama.

Otro siervo ejerció las funciones debarbero del general y, a excepción de laausencia de Fedor, todo volvió a suprimitiva marcha en casa del conde deTchermayloff.

Dos meses habían trascurrido así,sin que nadie sospechase ni remotamente

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nada de cuanto había ocurrido, cuandouna mañana, antes de la hora deldesayuno, el general mandó que dijerana su hija que le suplicaba que bajase asu habitación. Vaninka se estremeció,porque después de aquella fatal nochetodo era para ella un motivo de terror.No por eso dejó de obedecer a su padrey, reuniendo todas sus fuerzas, seencaminó hacia su gabinete. El condeestaba solo, pero al primer golpe devista, Vaninka comprendió que no teníanada que temer de aquella entrevista. Elgeneral la esperaba con aquellaexpresión de cariño paternal quesiempre que se hallaba delante de suhija constituía el rasgo más

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característico de su fisonomía. Ella seacercó con su calma habitual e,inclinándose delante del general, lepresentó su frente para que la besara.Éste le hizo seña de que se sentara y lepresentó una carta abierta. Vaninka,asombrada, miró un instante a su padre ydespués bajó la vista y la fijó en lacarta: encerraba la noticia de la muertedel hombre a quien había sido ofrecidasu mano, y que acababa de ser muerto enun duelo.

El general seguía con la vista todoslos movimientos de su hija para juzgarel efecto que en ella hacía aquellalectura y, por mucho, como hemos dicho,que fuese el dominio que sobre si

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ejercía Vaninka, fueron tantos losdiversos pensamientos, tantos losdolorosos recuerdos, tantos los roedoresremordimientos que la asaltaron alpensar que ya era libre, que no pudodisimular por completo su emoción. Elgeneral se percató de ello y lo atribuyóal amor que ya hacía tiempo sospechabaque sentía su hija por el joven ayudante.

—Vamos —dijo sonriendo—, veoque todo sale a pedir de boca.

—¿Cómo, padre mío? —preguntóVaninka.

—Sin duda alguna —continuó elgeneral—, ¿no se marchó Fedor porquete amaba?

—Sí —murmuró la joven.

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—Pues bien, ahora —dijo el general—, ya puede volver. Vaninkapermaneció muda, fija la mirada y lívidoel semblante.

—Volver… —dijo al cabo de uninstante.

—¡Sin duda, si, volver! ¡Oh! Hemosde tener muy mala suerte —prosiguió elgeneral sonriendo, o daremos pronto conla casa en que se oculta, sea cual fuere.Infórmate Vaninka, dime el lugar de sudestierro y yo me encargo de lo demás.

—Nadie sabe dónde está Fedor —murmuró Vaninka con sordo acento—,¡nadie más que Dios! ¡Nadie!

—¡Qué! exclamó el general—, ¿noos ha dado noticias suyas desde el día

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en que desapareció?Vaninka movió la cabeza en sentido

negativo: tenía el corazón tan oprimidoque no podía pronunciar ni una solapalabra.

El general, a su vez, se quedó triste ypensativo.

—¿Temes quizás alguna desgracia?—preguntó a Vaninka.

—Temo que no existe para mi dichasobre la tierra —exclamó Vaninkacediendo a la fuerza de su dolor, ydespués, repentinamente—. Permitidmeque me retire, padre mío —continuó—,me avergüenzo de lo que he dicho.

El general, que no vio en estaexclamación de Vaninka nada más que el

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pesar de haber dejado traslucir laconfesión de su amor, besó a su hija enla frente y le dio permiso para retirarse,abrigando la esperanza de encontrar aFedor, a pesar del tono sombrío con queVaninka había hablado de él.

En efecto, aquel mismo día fue a veral emperador y le dio cuenta del amorde Fedor hacia su hija, y le pidió, puestoque la muerte había roto el compromisoque tenía contraído anteriormente, que lepermitiera disponer de su mano en favorde éste. El emperador accedió a ello, yentonces el general solicitó un nuevofavor. Pablo estaba en uno de sus díasbuenos y se manifestó dispuesto aconcedérselo. El general le dijo que

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hacía dos meses que Fedor habíadesaparecido, que todo el mundo, yhasta su misma hija, ignoraban dóndepodía estar, y que le rogaba, por lotanto, que dispusiera que se le buscara.El emperador llamó en el acto al jefesuperior de la policía y le dio lasórdenes oportunas.

Pasaron seis semanas sin que seobtuviera resultado alguno. Vaninka,desde el día de la cana, estaba más tristey cabizbaja que nunca. En vano, de vezen cuando el general intentaba darlealguna esperanza: Vaninka movíaentonces la cabeza y se retiraba. Elgeneral dejó ya de hablar de Fedor.

Pero no sucedió lo mismo en toda la

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casa: el joven ayudante de campo eramuy querido por los criados, y, aexcepción de Gregorio, no había en ellani uno solo que le quisiera mal. Por eso,desde que se supo que no había sidoenviado a misión alguna por el general,sino que había desaparecido, aquelladesaparición era el eterno objeto de laconversación de la antesala, de lacocina y de la caballería.

Había además otro lugar en donde seocupaban de él con mucho afán: lataberna Encarnada.

Desde el día en que supo aquellamisteriosa marcha, Gregorio habíavuelto a sus sospechas, estaba seguro dehaber visto a Fedor entrar en la

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habitación de Vaninka y, a menos quehubiera salido mientras él fue a buscaral general, no comprendía cómo éste nose lo había encontrado en la alcoba desu hija. Una cosa también le preocupaba,porque le parecía que tal vez tendríaalguna relación con aquel suceso: era elcaso que desde aquella época hacía Ivánun gasto bastante extraordinario para unesclavo. Pero este esclavo era hermanode la hermana de leche de Vaninka; demanera que, sin estar del todo seguro,Gregorio sospechaba el origen de aqueldinero. Una cosa también le confirmabamás y más en sus sospechas, y era queIván, que se había convertido no sólo ensu mejor amigo, sino también en su

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mejor parroquiano, no hablaba nunca deFedor, se callaba cuando se hablaba deél en su presencia, y si se le preguntaba,contestaba a todas las preguntas, pormuy apremiantes que fuesen, con estafrase lacónica y terminante: hablemos deotra cosa.

Entretanto, llegó el día de los Reyes,día grande en San Petersburgo por ser almismo tiempo el señalado para labendición de las aguas. Como Vaninkahabía asistido a la ceremonia y estabarendida por haber permanecido doshoras de pie a orillas del Neva, elgeneral no salió por la noche y diopermiso a Iván para disponer de ella.Éste aprovechó el permiso para ir a la

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taberna Encarnada.Había gran concurrencia en casa de

Gregorio, e Iván fue bien recibido en lahonorable sociedad, porque se sabíaque siempre traía los bolsillos repletos.Aquella vez no faltó a sus costumbres y,apenas llegó, hizo sonar las monedas,excitando así la envidia de los asistentesa aquella reunión. A este sonido tanelocuente, Gregorio, con una botella deaguardiente en cada mano, acudió contanta más prisa cuanto que sabía que,siendo Iván el anfitrión, ganabadoblemente, como mercader y comoconsumidor. Iván no defraudó su dobleesperanza y Gregorio fue invitado atomar parte en la consumición.

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La conversación recayó sobre laesclavitud, y algunos de aquellosdesdichados que apenas podían contarcon cuatro días al año para reposar desus eternos trabajos, se regocijaron enalta voz por la dicha de que gozabaGregorio desde que había conseguido sulibertad.

—¡Bueno, bueno! —dijo Iván, aquien el aguardiente comenzaba atrastornar—, hay esclavos que son máslibres que sus amos.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Gregorio llenándole deaguardiente el vaso.

—He querido decir más felices —repuso vivamente Iván.

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—Eso es difícil de probar —dijoGregorio en tono de duda.

—¿Por qué ha de ser más difícil?Mira: nuestros amos apenas han nacidocuando se les pone bajo la custodia dedos o tres maestros, uno francés, otroalemán y el tercero inglés; que losquieran o no los quieran es igual, tienenque vivir con ellos hasta que tienendiecisiete años, y de buena o mala ganatienen que aprender tres lenguasbárbaras a expensas de nuestro hermosoidioma ruso, que casi siempre olvidandel todo cuando sabe los otros.Entonces, si quieren ser algo, es precisoque se hagan soldados: si son alférez,son esclavos del teniente; si tenientes,

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esclavos del capitán; si capitanes, delmayor, y así sucesivamente llega estaescala hasta el emperador, que no esesclavo de nadie, pero a quien el mejordía se le sorprende en la mesa, en elpaseo o en la cama, y se le envenena, sele clava un puñal o se le estrangula. Siadoptan la vida puramente doméstica,entonces la vida varía de aspecto: secasan con una mujer a quien no aman;tienen hijos que le vienen no se sabe dedónde, pero de los que han de cuidar;tienen que sostener una lucha eterna; sison pobres para dar de comer a lafamilia; si son ricos, para no serrobados por su mayordomo y engañadospor sus arrendadores. ¿Es eso vivir?

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Mientras que nosotros, ¡voto a bríos!,nosotros nacemos, y éste es el únicodolor que causamos a nuestra madre;después todo corre por cuenta del amo.Él es quien nos alimenta, él es quien nosbusca ocupación, y ocupación fácil deaprender, a menos que sea unocompletamente bruto. ¿Estamosenfermos? Bien: su médico nos asistegratis, porque para él sería una granpérdida el perdemos. ¿Estamos sanos?Entonces tenemos aseguradas cuatrocomidas al día y un buen jergón paradescansar por la noche. ¿Nosenamoramos de alguna? Pues nunca seoponen a nuestro casamiento con tal deque nos ame la novia; si nos ama, el amo

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mismo nos hace apresurar elmatrimonio, porque él desea quetengamos el mayor número de hijosposible. ¿Vienen los hijos? Entonces sehace por ellos lo que antes se hizo pornosotros. Buscad a ver si encontráismuchos señores tan dichosos como susesclavos.

—Sí, sí —murmuró Gregoriollenándole de nuevo el vaso conaguardiente—, pero, a pesar de todoello, tú no eres libre.

—Libre, ¿para qué? —preguntóIván.

—Libre para ir donde quieras ycomo quieras.

—¿Yo? Libre como el aire —

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contestó Iván.—¡Baladronadas y nada más! —dijo

Gregorio.—¡Libre como el aire!, le digo,

porque tengo buenos amos y sobre todouna buena ama continuó Iván con extrañasonrisa—, y no tengo más que pedir, ytodo es cosa hecha…

—¿Cómo? Si después deemborracharte hoy en mi casa pidesvolver mañana a hacer lo mismo —repuso Gregorio, que al desafiar deaquel modo a Iván no descuidaba susintereses—, si pidieras eso…

—Volvería aquí —dijo Iván.—¿Volverías mañana aquí? —dijo

Gregorio.

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—Mañana y pasado mañana, y todoslos días si se me antoja.

—El hecho es que Iván es el favoritode la señorita —dijo otro esclavo delconde que se hallaba allí y que sacabafruto de la generosidad de su camaradaIván.

—Bueno, me es igual —repusoGregorio—, aun suponiendo que se teconcedieran semejantes premios, eldinero faltaría bien pronto.

—¡Nunca! —dijo Iván vaciando unnuevo vaso de aguardiente—. Jamás lefaltará a Iván dinero mientras haya unkopeck en el bolsillo de la señorita.

—No sabía yo que fuese tangenerosa —dijo Gregorio con aspereza.

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—Eso quiere decir que no tienesmemoria, porque demasiado sabéis quecon sus amigos no se detiene; testigos sino, los golpes del látigo.

—No quiero decir eso, harto sé quepara mandar dar golpes es bastantepródiga, pero en cuanto a dar dinero, escosa muy distinta, yo por lo menos no séde que color es.

—¡Pues bien! ¿Quieres ver el colordel mío? —dijo Iván casi del todoembriagado—, pues míralo: kopecks,sorok-kopeck, billetes azules que valencinco rublos; billetes de color rosa quevalen veinticinco, y mañana, si quisiera,os enseñaría billetes blancos que valencincuenta. ¡A la salud de la señorita!

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Y alargó Iván el vaso que llenóGregorio hasta el borde.

—Pero dime, el dinero —continuóGregorio apremiando cada vez más aIván—, ¿el dinero compensa eldesprecio?

—¡El desprecio! —dijo Iván—. ¡Eldesprecio! ¿Quién me desprecia? ¿Tú,por ventura, porque eres libre? ¡Lahermosa libertad! Yo prefiero seresclavo bien comido y bien bebido quehombre libre si me muero de hambre.

—Hablo del desprecio con que nostratan los amos —dijo Gregorio.

—¿El desprecio de los amos?Pregunta a Alexis, pregunta a Daniel,que aquí están los dos, ¿me desprecia la

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señorita?—El hecho es —dijeron los dos

esclavos nombrados, ambos habitantesde la casa del general, que es necesarioque Iván posea algún hechizo, porque aél no se le habla nunca sino como a unseñor.

—Porque es hermano de Annuska, yAnnuska es hermana de leche de laseñorita.

—Es muy posible —dijeron los dosesclavos.

—Por eso o por otra cosa —repusoIván—, pero el caso es que así es, ynada más.

—Sí, pero si muriese tu hermana —dijo Gregorio—, entonces…

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—Si muriese mi hermana —continuóIván—, seria una lástima porque es unabuena muchacha. ¡A la salud de mihermana! Pero si muriera, no cambiaríapor eso en nada mi posición. Me respetapor mí mismo y se me respeta porque seme teme. ¡Eso es todo!

—¡Se teme al señor Iván! —dijoGregorio riendo a carcajadas—. Demodo que si el señor Iván dejase derecibir órdenes, y a su vez fuese él quienlas diera, ¿se obedecería al señor Iván?

—Tal vez sí —dijo Iván.—Ha dicho: tal vez sí —repitió

Gregorio riendo siempre—, ha dicho:tal vez sí. ¿Lo habéis oído vosotros?

—Sí —dijeron los esclavos, que

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habían bebido tanto que únicamentepodían responder con monosílabos.

—Pues bien, ya no diré «tal vez sí»,ahora digo «seguro».

—Quisiera verlo —dijo Gregorio—, daría algo por verlo.

—Bueno, despide a todos estostunantes que beben y se emborrachancomo unos puercos, y lo verás de balde.

—¡De balde! —dijo Gregorio—, túte burlas, sin duda. ¿Crees que yo lesdoy de beber gratis?

—Está bien, vamos a hacer cuentas:¿cuánto aguardiente pueden consumirdesde ahora hasta media noche, que escuando tienes que cerrar la taberna?

—Por valor de unos veinte rublos,

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poco más o menos.—Ahí tienes treinta: ponlos a la

puerta de la calle y quedémonos enfamilia.

—Amigos —dijo Gregorio, sacandoel reloj como para consultar la hora—,van a dar las doce, y ya conocéis lasórdenes del gobernador, por lo tantopodéis retiraros.

Los rusos, acostumbrados a laobediencia pasiva, se marcharon sindecir palabra, y Gregorio se quedóúnicamente con Iván y los dos esclavosdel general.

—Ya estamos solos —dijo Gregorio—, ¿qué es lo que piensas hacer?

—¿Qué diríais —repuso Iván—, si a

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pesar de lo avanzado de la hora, del fríoy de ser esclavos, la señoritaabandonase el palacio de su padre yviniera aquí a echar un brindis a vuestrasalud?

—Yo digo que deberías aprovecharesta ocasión —respondió Gregorioencogiéndose de hombros—, paradecirle que trajese al mismo tiempo unabotella de aguardiente: probablementetendrá en su cueva mejor que el que yotengo en la mía.

—Lo tiene mucho mejor —contestóIván como hombre que de ello está bienenterado—, y la señorita traerá unabotella.

—¿Tú estás loco? —dijo Gregorio.

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—¡Está loco! —repitieronmaquinalmente los otros dos esclavos.

—¡Que estoy loco! —dijo Iván—,pues bien, ¿queréis hacer una apuesta?

—¿Qué apuestas tú?—Un billete de doscientos rublos

contra la concesión de beber un año entu casa a discreción.

—Apostado —contestó Gregorio.—¿Y los compañeros no entran? —

preguntaron los esclavos.—También —repitió Iván—, y en

consideración a esto, reduciremos elplazo a seis meses. ¿Está convenido?

—Convenido —dijo Gregorio. Losque apostaban se estrecharon las manosy quedó hecho el trato. Entonces, con

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ademán tranquilo, como para confundir alos testigos de aquella extraña escena,Iván cogió su gabán forrado, que comohombre precavido tenía extendido sobrela estufa, se envolvió en él, y salió. Alcabo de media hora volvió a entrar.

—¿Y qué hay? —gritaron a una vozGregorio y los otros dos esclavos.

—Detrás de mí viene —dijo Iván.Los tres bebedores se miraron

asombrados, pero Iván volvió a ocuparsu puesto en medio de ellos, llenó denuevo el vaso, y poniéndose de pie dijo:

—A la salud de la señorita. Es lomenos que podemos hacer pararecompensar su amabilidad al venir areunirse con nosotros en una noche tan

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fría y cuando la nieve cae con tantaabundancia.

—Annuska —dijo desde fuera unavoz—, llama a esa puerta y pregunta aGregorio si hay en su casa alguno de losde la nuestra.

Gregorio y los esclavos se quedaronestupefactos: habían reconocido la vozde Vaninka. Iván, por su parte, secontoneaba en su silla con aireimpertinente y lleno de fatuidad.

Annuska abrió la puerta y dejó verque, como había dicho Iván, la nievecaía a grandes copos.

—Sí, señora —dijo la doncella—,están mi hermano, Alexis y Daniel.

Vaninka entró en la taberna.

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—Amigos míos —dijo con sonrisaextraña—, se me ha dicho que bebíais ami salud y vengo a traeros con quépoder cambiar brindis por brindis; aquítenéis una botella de añejo aguardientede Francia que he escogido paravosotros de la bodega de mi padre.Alargad vuestros vasos.

Gregorio y los esclavos obedecieroncon la cortedad y la duda, hijas del másprofundo asombro, mientras que Ivánacercó su vaso con el más profundodescaro. Vaninka les llenó a todos elvaso completamente y, como vacilasenen beber, dijo:

—Vamos, a mi salud, amigos míos.—¡Hurra! —exclamaron los

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bebedores, tranquilizados por el tonodulce y familiar de la noble huésped, yvaciaron sus vasos de un solo trago.

Vaninka les llenó en seguida unsegundo vaso y después, dejando sobrela mesa la botella, dijo:

—Vaciad esta botella, amigos míos,y no estéis inquietos a causa de mipresencia aquí: nosotras vamos, conpermiso del dueño de la casa, a esperarjunto a la chimenea a que pase estatempestad.

Gregorio quiso levantarse paracolocar unos cascabeles junto a laestufa, pero, ya sea porque estuvieracompletamente ebrio, o porque elaguardiente estuviese mezclado con

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algún narcótico, el caso es que no pudohacerlo y volvió a caer sobre el asiento,intentando balbucear una excusa.

—Está bien, está bien —dijoVaninka—, que nadie se incomode pormí; bebed, amigos, bebed.

Los bebedores se aprovecharon delpermiso, y todos y cada uno apuraron elcontenido de sus respectivos vasos.Apenas concluyó Gregorio de beber elsuyo, dejó caer su cabeza sobre la mesa.

—Bien —dijo Vaninka a suacompañante—, el opio hace su efecto.

—Pero ¿cuál es nuestra intención?—preguntó Annuska.

—En breve lo verás.Los dos esclavos no tardaron en

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seguir el ejemplo del amo de lá casa yen caer, de ese modo, cada uno por sulado. Iván había quedado el último,luchando con el sueño y ensayandoentonces una canción báquica, pero bienpronto se negó su lengua a interpretarsus pensamientos, los ojos se le cerrarona su pesar, y buscando el aire que lefaltaba y balbuceando frases inconexas,cayó, privado de sentido, al lado de suscompañeros.

Enseguida se levantó Vaninka yclavó sobre aquellos hombres suardiente mirada. Después, no pudiendocontenerse, les llamó a todos, uno a uno,por su nombre: pero ninguno respondió.

Entonces se frotó las manos y

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exclamó con alegría febril: «Éste es elmomento», y, dirigiéndose al fondo de lahabitación, cogió un puñado de paja y lollevó a un rincón de la habitación. Hizootro tanto en los otros tres ángulos delcuarto, y sacando un tizón de lachimenea, prendió fuego sucesivamentea los cuatro costados de la taberna.

—¿Qué hacéis? —exclamó Annuskaaterrada y procurando contenerla.

—Sepulto nuestro secreto debajo deestas cenizas —respondió Vaninka.

—Pero ¡y mi hermano! ¡Mi pobrehermano! —gritó la doncella.

—Tu hermano es un infame que nosha traicionado, estamos perdidas si no leperdemos a él.

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—¡Ah, hermano mío! ¡Pobrehermano mío!

—Puedes, si quieres, morir con él—dijo Vaninka acompañando suproposición con una sonrisa queindicaba que no le habría disgustado queAnnuska hubiese llevado hasta aquelpunto el amor fraternal.

—¡Pero ved cómo cunde el fuego!¡Vedlo, señora!

—Salgamos pues —gritó Vaninka; y,arrastrando tras sí a la inconsolablecamarera, cerró la puerta y arrojó lallave, que fue a hundirse en la nieve.

—En nombre del cielo,marchémonos —exclamó Annuska—.¡Oh, no puedo presenciar este horrible

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espectáculo!—Al contrario, quedémonos —dijo

Vaninka deteniendo por la muñeca a suacompañante con una fuerza varonil—;quedémonos hasta que la casa caigasobre ellos, hasta que estemos segurasde que no ha escapado ninguno.

—¡Ah, Dios mío! ¡Dios de bondad!—exclamó Annuska cayendo de rodillas—, tened piedad de mi pobre hermano,porque la muerte va a conducirle avuestra presencia antes de que él hayatenido tiempo de prepararse.

—Sí, sí, reza; eso está bien —dijoVaninka—, porque lo que yo quierodestruir son sus cuerpos, no sus almas.Reza, le lo permito.

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Y Vaninka permaneció de pie, conlos brazos cruzados y alumbrada toda sufigura por la ardiente luz del incendio,mientras su doncella rezaba.

No duró mucho el fuego. La casa erade madera unida con estopa, como todaslas de los campesinos rusos, de modoque, al comenzar el incendio por loscuatro extremos a la vez, bien pronto sedejó ver por fuera, donde, alimentadopor la tormenta, formó al cabo dealgunos instantes una inmensa hoguera.La mirada penetrante de Vaninka seguíala marcha destructora del incendio,temiendo aún ver salir de entre lasllamas algún espectro a medio quemar.Por último, el techo se vino abajo, y

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Vaninka, libre de todo temor, tomó denuevo el camino que conducía al palaciodel general, donde, gracias al derechoque tenía Annuska de salir a cualquierhora del día o de la noche, entraron sinser vistas ambas mujeres.

Al día siguiente no se hablaba enSan Petersburgo de otra cosa que delincendio de la taberna Encarnada. Deentre las ruinas se sacaron cuatrocadáveres medio consumidos por lasllamas, y como faltaban tres esclavosdel general, éste no dudó un momentoque aquellos cadáveres eran los de Iván,Daniel y Alexis. En cuanto al cuarto, sesabía positivamente que era el deGregorio.

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La causa del incendio quedó en elmisterio para todo el mundo. La casaestaba aislada y la nevada fue tanviolenta que nadie había podido ver poraquella senda desierta a las dos mujeres.Vaninka estaba segura de su doncella. Susecreto, por lo tanto, había muerto conIván.

Pero desde entonces elremordimiento ocupó el lugar que antestenía el miedo. La joven que había sidotan inflexible frente a aquel sucesoespantoso se hallaba sin fuerzas parasoportar su recuerdo. Le pareció quedepositando el secreto de su crimen enel seno de un sacerdote se quitaría elpeso de aquella horrible carga. Fue,

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pues, a buscar a uno, conocido por sualta caridad cristiana, y le reveló enconfesión todo cuanto había sucedido.

El sacerdote se quedó asombrado alescuchar aquel relato. La misericordiadivina no tiene límites, pero el perdónque concede la humanidad, sí: el curanegó a Vaninka la absolución.

Aquella negativa era terrible: conella se alejaba a Vaninka del santobanquete. Esto se notaría y no seatribuiría sino a algún pecado horrible oa algún crimen desconocido.

Vaninka se arrojó a los pies delsacerdote y en nombre de su padre, aquien deshonraría la vergüenza que enella recayese, le suplico que

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disminuyera su rigor.El padre de almas lo reflexionó con

detenimiento. Al cabo de un rato creyóque había hallado un medioconciliatorio, que consistía en queVaninka se acercase al altar con lasdemás jóvenes; el sacerdote se detendríaal pasar por delante de ella lo mismoque al pasar delante de las otras, perosería únicamente para decirle: «Rezad yllorad». Los concurrentes, engañadospor las apariencias, creerían que comosus compañeras había recibido ellatambién el cuerpo de Cristo. Esto fuetodo cuanto Vaninka pudo conseguir.

Aquella confesión tuvo lugar sobrelas siete de la tarde. La soledad y el

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silencio de la iglesia, unidos a laoscuridad de la noche, le habíanprestado un carácter y coloridos másespantosos todavía. El cura entró en sucasa trémulo y falto de color. Isabel, suesposa, que era la única que le estabaesperando, acababa entonces deacostarse en la alcoba contigua a su hijaArina, que contaba ocho años de edad.

Al ver a su marido, la mujer lanzó ungrito de asombro, tan desfigurado ypálido le halló. El sacerdote intentótranquilizarla, pero su misma voztrémula contribuyó a aumentar su miedo.La mujer quiso averiguar de dóndeprocedía aquella emoción que notaba ensu esposo. El cura se resistió a

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decírselo. Isabel sabía desde el díaanterior que su madre estaba enferma, ycreyó que su marido había recibidoalguna triste noticia. Aquel día eralunes, día fatal para los rusos. Al salirde su casa había visto Isabel un muertoal que conducían a enterrar: todos juntoseran aquellos sucesos presagios que leanunciaban alguna desdicha.

Isabel comenzó entonces a llorar,gritando:

—¡Mi madre ha muerto!En vano el sacerdote intentó

tranquilizarla asegurándole que suturbación no nacía de semejante cosa. Lapobre mujer, preocupada con aquellasola idea, respondía a todas sus

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protestas con el grito eterno de: «¡Mimadre ha muerto!». Entonces, paracombatir aquella especie de vértigo, elcura le confesó que su emoción tenía porcausa la relación de un crimen queacababa de oír en el confesionario. PeroIsabel movía la cabeza conincredulidad. Aquel era un medioartificioso, según ella, para ocultarle ladesgracia que le acababa de ocurrir. Lacrisis, en vez de calmarse, se hizo másviolenta, las lágrimas cesaron ycomenzó una horrible convulsión. Elsacerdote entonces le hizo jurar queguardaría el secreto de lo que iba aoír… y el sagrado misterio de laconfesión fue violado.

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Arina se había despertado a lasprimeras voces de Isabel y, curiosa einquieta a la vez por saber lo que pasabaentre su padre y su madre, se levantó,fue a escuchar junto a la puerta, y lo oyótodo.

De esta manera, el secreto delpecado desapareció, y se dio a conocerel secreto del crimen.

Llegó el día de la comunión. Estabala iglesia de San Simón llena de fieles.Vaninka fue a arrodillarse ante labalaustrada del coro. Detrás de ellaestaban su padre y sus ayudantes decampo, y detrás de éstos sus criados.

Arina también estaba en la iglesiacon su madre. La curiosa niña quiso ver

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a Vaninka, cuyo nombre oyó pronunciaraquella terrible noche en la que su padrefaltó al primero y más santo de todos losdeberes impuestos a un sacerdote.Mientras su madre reza, se levanta de susilla y, escurriéndose por entre losfieles, llega casi junto a la balaustrada.Cuando llegó allí se vio detenida por elgrupo que formaban los criados delgeneral. Pero Arina no había ido desdetan lejos para detenerse en el camino ypretende por lo tanto pasar entre ellos.Éstos se oponen, ella insiste; uno deellos la empuja con brutalidad y la niñava a caer junto a un banco en donde sehiere la cabeza. Se levanta en seguidallena de sangre y grita:

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—¡Eres demasiado orgulloso paraser esclavo! ¿Es tal vez porque sirves ala gran señora que ha quemado lataberna Encarnada?

Estas palabras, pronunciadas en vozalta en medio del silencio que presidíala sagrada ceremonia, llegaron a oídosde todo el mundo. Un solo gritocontestó: Vaninka acababa dedesmayarse.

Al día siguiente, el general estaba alos pies de Pablo I refiriéndole, comoemperador y como juez, toda aquellalarga y terrible historia que Vaninka,abrumada por la penosa lucha que habíasostenido hasta entonces, le habíacontado durante la noche que siguió a la

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escena de la iglesia.El emperador, al oír tan extraña

confesión, quedó pensativo un momento.Luego, levantándose del sillón en quehabía permanecido sentado todo eltiempo que duró la narración deldesdichado padre, se dirigió a unconfidente y sobre una hoja suelta depapel escribió lo siguiente:

«Habiendo violado el cura lo quesiempre debe permanecer inviolable, esdecir, el secreto de la confesión, saldrádesterrado para Siberia y destituido delcargo de sacerdote. Su mujer leacompañará, ella es culpable tambiénpor no haber respetado el carácter de unministro del altar. La niña irá siempre

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con sus padres.»Annuska, la camarera, irá también a

Siberia por no haber dado parte a suamo de la conducta que observaba suhija.

»Continúo estimando como siempreal general, le compadezco y siento en elalma el golpe que acaba de herirlemortalmente.

»En cuanto a Vaninka, no conozcocastigo que pueda aplicarle, y sólo veoen ella a la hija de un valiente militarque ha consagrado su vida entera a ladefensa del país. Además, lasextraordinarias circunstancias que hanconcurrido para poder descubrir estecrimen parece que colocan a la culpable

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fuera de los límites de mi severidad. Aella misma le encargo su castigo. Si nome engaño, y como creo que conozcobien su carácter, si le resta algúnsentimiento de dignidad, su corazón ysus remordimientos le marcarán la sendaque debe seguir.»[13]

Pablo I entregó al general aquelpapel abierto, ordenándole que se lollevara al conde de Pahlen, gobernadorde San Petersburgo.

Al día siguiente quedaron cumplidaslas órdenes del emperador.

Vaninka entró en un convento, donde,antes de concluir aquel año, murió devergüenza y de dolor.

El general se dejó matar en

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Austerlitz.

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ALEXANDRE DUMAS (Villers-Cotterêts, 1802 - Puys, cerca de Dieppe,1870), fue uno de los autores másfamosos de la Francia del siglo XIX, yque acabó convirtiéndose en un clásicode la literatura gracias a obras como Lostres mosqueteros (1844) o El conde deMontecristo (1845).

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Dumas nació en Villers-Cotterêts en1802, de padre militar —que murió alpoco de nacer el escritor— y madreesclava. De formación autodidacta,Dumas luchó para poder estrenar susobras de teatro. No fue hasta que logróproducir Enrique III (1830) queconsiguió el suficiente éxito como paradedicarse a la escritura.

Fue con sus novelas y folletines, aunquesiguió escribiendo y produciendo teatro,con lo que consiguió convertirse en unauténtico fenómeno literario. Autorprolífico, se le atribuyen más de 1.200obras, aunque muchas de ellas, alparecer, fueron escritas con supuestos

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colaboradores.

Dumas amasó una gran fortuna y llegó aconstruirse un castillo en las afueras deParís. Por desgracia, su carácterhedonistas le llevó a despilfarrar todosu dinero y hasta verse obligado a huirde París para escapar de sus acreedores.

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Notas

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[1] Los casos en que según las leyesromanas puede un padre matar a su hijoson trece, a saber:

1. Cuando un hijo levanta la mano contrasu padre.

2. Cuando el hijo hace una injuria atroza su padre.

3. Cuando el hijo acusa a su padre de uncrimen capital, a excepción del crimende lesa majestad o de traición contra lapatria.

4. Cuando el hijo se asocia a gentes demal vivir.

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5. Cuando el hijo pone asechanzas a lavida de su padre.

6. Cuando el hijo comete incesto con lamujer en segundas nupcias o con laconcubina de su padre.

7. Cuando el hijo rehúsa afianzar a supadre preso por deudas.

8. Cuando el hijo impide o violenta a supadre a testar.

9. Cuando el hijo se asocia contra lavoluntad de su padre a gladiadores ocomediantes.

10. Cuando la hija, después de haberrehusado casarse, se entrega a una vidalicenciosa.

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11. Cuando los hijos se niegan a prestarlos socorros necesarios a su padreenfermo.

12. Cuando los hijos descuidan rescatara sus padres cautivos de los infieles.

13. Cuando el hijo abjura de la religióncatólica.<<

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[2] Reunión de varias personas pararegalarse y divertirse comiendo ybebiendo, en general en exceso. <<

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[3] Declaración de Francisca Roussel.<<

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[4] Existe una segunda versión sobre elfatal desenlace de Saint Croix. Elabogado Vaulhier y el procuradorGaranger afirman que le envenenadormurió después de una larga enfermedadcontraída por los vapores de losvenenos. El proceso contra la marquesafue tal y como se narra en el libro, conlo que si Saint Croix hubierapermanecido vivo durante esos cincomeses seguro que habría destruido laspruebas que comprometieron a susamigos. De todas formas, la supersticiónpopular vio en esa muerte un castigodivino. <<

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[5] Se llama así cierto tribunas civil deParís (N. del T.) <<

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[6] El tipo de tormento preparatorioconsistía en torturar al reo antes deljuicio. El tormento confirmatorio solíaaplicarse después del juicio. En elprimero el acusado oponía una mayorresistencia con la esperanza de salvar suvida. En el segundo, ya condenado,confesaba para no sufrir los dolores deltormento. <<

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[7] Venenos. <<

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[8] Así se llama en París la plaza públicadonde se ejecutan los suplicios (N. delT.) <<

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[9] Acumulación patológica de líquidosen el organismo. <<

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[10] auditus: errata por auditur (esescuchado). El axioma significa, pues,que «no es escuchado (por los jueces)quien obra movido sólo por el deseo deser condenado». <<

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[11] No hemos encontrado más que unosde estos pactos, continuando en laHistoria de los diablos de Loudun,impresa en Ámsterdam en 1726; pero esprobable que los demás estén hechos enel mismo estilo. «Señor y dueño Lucifer,»Os reconozco como dios y prometoserviros toda la vida; renuncio a otroDios, a Jesucristo, a todos los santos ysantas, a la Iglesia apostólica y romanacon todos sus sacramentos, a todas lasoraciones y plegarias que para mí sehicieren, y prometo hacer cuanto dañopueda, hacer caer en el mal a todas laspersonas que sea posible; renunciando

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al bautismo y crisma, a todos los méritosde Jesucristo y de los santos: y en casode faltar en serviros y adoraros tresveces al día, os doy mi vida comopertenencia vuestra. «La minuta está enel infierno, en un rincón de tierra delgabinete de Lucifer, firmada con sangredel mago». Es fácil comprender por quéel diablo no llevaba el mismo original:esta copia lo ponía a cubierto de error; yAsmodeo sabía su código criminal. <<

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[12] No es esta palabra la única que nosvemos obligados a dejar en blanco;porque las religiosas, para probar suposesión, afectaban unas palabras yacciones tan libres que no podemoscontinuar. Podíamos haber hecho variascitas semejantes a las siguientes; perosiempre nos hemos detenido, como lohacemos también ahora: VII. Y lahermana Clara tuvo tales tentativas de…con su amigo, que según ella eraGrandier, que un día estando para dar lacomunión, se levantó repentinamente ysubió a su cuarto, en donde algunashermanas que la habían seguido la

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vieron con un crucifijo en la mano, conque… (Historia de los diablos deLoudun, pág. 182. Sacado de laspruebas que están en el proceso deGrandier). IX. En cuanto a las seculares,la deposición de Isabel Blanchard,seguida y confirmada por la de SusanaHammon, no es de las menosconsiderables: pues declara habertenido comercio carnal con el acusado,quien un día después de haber… conella, le dijo que si quería ir al sábado, laharía princesa de los magos. He aquíotras pruebas que por casualidad hemosadquirido y que no dejan de sercuriosas: III. Entre los testigos de estaacusación hay cinco muy considerables,

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a saber: tres mujeres, la primera de lascuales dijo que un día después derecibida la comunión del acusado, quela estuvo mirando fijamente durante eltiempo de tomarla, se sintió sobrecogidade un amor tan violento que todos susmiembros se estremecían. La otradeclaró que habiéndola detenido él en lacalle, le apretó la mano, y que almomento sintió una fuerte pasión haciaél. Por fin, la tercera dijo que despuésde haberle mirado en la puerta de laiglesia de los carmelitas, a dondeentraba con la procesión, sintió tanvivos deseos y conmociones que debuena gana hubiera… con él, a pesar deque hasta entonces no le tenía

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inclinación ninguna, siendo además muyvirtuosa y bien reputada. IV. Los otrosdos son un abogado y un albañil: elprimero le acusa de haberle visto leerlos libros de Agripa; el otro, de que,recomponiendo su gabinete, vio un librosobre la mesa, abierto en un capítulo quetrataba de los medios de hacerse amarpor las mujeres: es verdad que elprimero no se ha explicado de ningúnmodo en la confrontación y ha dicho quecreía que los libros de Agripa de quehabía oído hablar en la deposición sonde vanitate scienciarum. Pero estaexplicación es sospechosa, puesto que elabogado se retiró de Loudun y no quisoconfrontarse sino a la fuerza. V. El

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segundo informe contiene la deposiciónde catorce religiosas, ocho de las cualesestaban poseídas, y diez seculares, quetambién decían estarlo. Imposibleresulta extractar el contando de estasdeclaraciones, pues no hay palabra queno merezca ser considerada: sólo hayque notar que todas estas, tantoreligiosas como seculares, libres oposeídas, todas han sentido un amordesarreglado por el acusado, le hanvisto noche y día en el conventosolicitándolas, etc. <<

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[13] Hemos tomado los pormenores de latrágica historia que acabamos de poneren conocimiento de nuestros lectores,así como el fallo textual dado por PabloI, de la magnífica obra publicada hacecatorce o quince años por el SeñorDupré de Saint Mause y que lleva portítulo El Ermitaño de Rusia.

Para él toda nuestra gratitud. Y quédesepara nosotros el temor de haberdebilitado el interés de este relato, alsustituir su narración por la nuestra. <<