Raros y No FantáSticos
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RAROS Y NO FANTÁSTICOS EN LA LITERATURA URUGUAYA. LOS CASOS DE FELISBERTO HERNÁNDEZ Y MAROSA DI GIORGIO
Hebert Benítez PezzolanoUniversidad de la República, Uruguay
I
En 1966 Ángel Rama daba a conocer Aquí 100 años de raros, un libro que se proponía como
algo más que una antología o muestra de escrituras y escritores uruguayos alejados de los distintos
cánones realistas. Esta operación representó un cuestionamiento de dichos cánones históricos, los
cuales, procedentes de la tradición decimonónica, se legitimaron durante la primera mitad del siglo
XX, incluidas las narrativas urbanas y rurales en lo que va del 900 a los años treinta, y la compleja
trama del 45 hasta la primera mitad de los años sesenta. La rareza, sin establecerse claramente como
un concepto, irrumpe a la manera de una noción heteróclita y de contornos difusos, heredera directa
de los planteos de Rubén Darío en Los raros (1896, 1905), e indirecta, por mediación del
nicaragüense, de Les poètes maudits (1884, 1888), de Paul Verlaine. Rama explicita la conjugación
de la rareza con el malditismo1, proponiendo así una genealogía cuyos orígenes determina,
precisamente, en el Conde de Lautréamont.
El sentido de contemporaneidad que mueve a Rama es indudable, ya que de los quince
autores antologados, los textos de doce de ellos son posteriores a 1945. Constituidos así en tradición
de ruptura centenaria, “los raros” explican, sobre todo, la fisura del realismo literario dominante de
los novelistas y cuentistas del 45 y de quienes en su momento se dan a conocer como jóvenes
narradores de los primeros años 60. La rareza, “una línea secreta dentro de la literatura uruguaya”
(Rama: 1966, 8), tiene, sin lugar a dudas, una impronta de ruptura no solo en todo el trayecto de
Felisberto Hernández, sino en la disrupción que significa la novela La mujer desnuda (1950), de
Armonía Somers, en los primeros poemas en prosa y cuentos líricos de Poemas (1953), de Marosa
di Giorgio, luego en los cuentos de Una forma de la desventura (1963), de L.S. Garini, hasta
Gelatina (1968), primera expresión narrativa publicada por Mario Levrero, que por obvias razones
cronológicas el crítico no puede incluir todavía en su libro, aunque sí en otro posterior (Rama,
1972). Dicha noción de “raro” termina por convertirse en un eje muy general que absorbe distintas
estrategias de asalto a verosímiles realistas.
Nuestra momentánea detención en Aquí 100 años de raros obedece a que constituye un
antecedente insoslayable para el estado de situación, no solo por lo que introduce del tema
fantástico, sino por lo que evita -prefiriendo un estado general de proximidad surrealista-, y por la 1 Ángel Rama publica el artículo titulado “Raros y malditos en la literatura uruguaya”. Marcha, 1319 (2 de setiembre
de 1966). 30-31. En cambio, el pie de imprenta de Aquí cien años de raros es del mes de agosto.
distancia que toma frente a una clase de escritura fantástica argentina vinculada con la inevitable
producción cuentística de Jorge Luis Borges. No obstante, aun cuando Rama parece resguardarse en
una juiciosa cautela a la hora de reconocer eventuales géneros o categorías más menos establecidos,
termina por caer en aquello que en cierto modo desea evitar, tal como consta en la referencia a cierta
idea de “género” que figura en el siguiente pasaje de su prólogo:
No se trata de una línea de literatura fantástica que oponer a la realística dominante, según el esquema que cultivó la crítica argentina de hace dos décadas bajo la influencia del grupo Sur. Si bien apela con soltura a los elementos fantásticos, los utiliza al servicio de un afán de exploración de mundo (...) Con mayor rigor habría que hablar de una literatura imaginativa. Desprendiéndose de las leyes de la causalidad, trata de enriquecerse con ingredientes insólitos emparentados con las formas oníricas, opera con provocativa libertad y, tal como sentenciara el padre del género [Lautréamont], establece el encuentro fortuito sobre la mesa de disección del paraguas y la máquina de coser, lo que vincula esta corriente con el superrealismo y hasta con la más reciente y equívoca definición de “literatura diferente” (Cursiva nuestra.) (Rama: 1966, 9).
Aquí 100 años de raros representa una variante polémica respecto de una serie de conceptos
asociados a dichos realismos -un tanto reificados como naturaleza necesaria de la identidad literaria
nacional- y a las eventuales tradiciones de la ruptura en la modernidad uruguaya, con especial
énfasis en el proceso posterior a las vanguardias históricas. Rama reconoce un tipo singular de
producciones literarias -todas identificadas como cuentos, en algún caso de modo forzado- bajo la
denominación, relativamente extendida a sus autores, de “raros”. A estas “literaturas imaginativas”
el crítico uruguayo les niega una condición lacunar, elaborando así una narrativa histórico-literaria
específica de cien años de vida, es decir una historia propia, y, por ello, paradójicamente
transhistórica: desde Lautréamont hasta Mario Levrero, estas escrituras habitarían el mismo lugar.
Semejante procedimiento de concatenación descompone el volumen histórico en que se inscribe
cada creación, a la manera de una serie de diferencias unidas por un solo nudo: un primer
borramiento, el de esas obras en sus contextos singulares, le asegura la solidez constructiva de la
cadena no realista. La inconsistencia del primer borramiento es el precio que paga la consistencia
telelógica de “los raros”.
El asunto principal es que Rama precisa tomar distancia de ciertas codificaciones de una
narrativa fantástica que presume como producto de orientaciones literarias e intelectuales evasivas.
No conviene olvidar cuáles son, resumidamente, las claves de los raros: 1) el desprendimiento de las
relaciones de causalidad; 2) la emergencia de lo insólito ligado a formas oníricas vinculables de una
u otra manera con el surrealismo, y 3) la resistencia a la evasión como producto de un
reconocimiento crítico de la realidad en el nivel de una compleja vivencia subjetiva, más ligado a un
fantástico de compromiso sartreano, cuyo resultado es el de un realismo sin orillas.
La esfera de la discusión que articula lo raro con lo fantástico, evidencia que si uno y otro no
necesariamente se absorben, este último, intensamente replanteado y rediscutido en los últimos
cuarenta años, ha sido un lugar de la diferencia, desde las tradiciones decimonónicas hasta lo que va
del siglo XX a la fecha. No detallaré ahora las sucesivas discusiones y también avances, no sin
significativos empantanamientos teóricos, que el asunto ha tenido y aún mantiene. Pero es
importante no dejar de subrayar las conceptualizaciones ligadas a irrupciones factuales de lo
sobrenatural o de lo extraordinario, vacilaciones insolubles del lector entre dos legalidades,
problematización en el contexto de lo normal y anormal, transgresiones que absorben todos los
niveles del texto y llegan hasta la unificación isotópica, implosión de los huecos y de lo indecidible,
conflicto continuo entre lo real y lo posible. Nada de esto borra lo objetable de ciertos presupuestos,
como es el caso de la convincente crítica de Barrenechea sobre Todorov, que decae ante la dificultad
implicada por conceptos como 'lo normal'; o la de Rosalba Campra, que integra lúcidamente el
problema de lo fantástico a la sintaxis del discurso y de los argumentos, generando uno de los
planteos más sugestivos, pero que finalmente no rehuye a la idea de género.
En este camino de Sísifo, el mayor peligro parece ser el de imponer estabilizaciones
ahistóricas de género, cuyas hipóstasis corren el riesgo de una candidatura a la normatividad (y esta
es la parte más inviable de Todorov, aunque no todo Todorov es inviable). Por cierto, un concepto de
categoría que atraviesa géneros me resulta más apropiado para pensar lo fantástico, pero no conviene
restituir con otro nombre aquello que queremos desplazar: las categorizaciones deben reconocer su
historicidad, pues de consumarse proyectivamente terminarán por conducir a la normativa de lo
fantástico. Ello no significa que no reconozcamos el sedimento de una tradición desde la que
escribimos y leemos, pero si no nos abocamos a la capacidad modificativa de la misma mediante el
diálogo crítico y su conciencia de historicidad radical, poco tendremos para decir. Sin rebajar esta
prevención, retengo algunas certezas generales sobre lo fantástico, las cuales, sin recluirse en lo
casuístico, revisten vulnerabilidad ante la emergencia de nuevos casos históricos. En tal sentido
propongo la siguiente definición:
Un texto fantástico es, para mí, aquella producción ficcional en la que se establece un problema o
conflicto originado entre lo que para ese texto y las ideologías que lo habilitan son lo posible y lo
imposible en tanto que acontecimientos, es decir, en tanto que factualidades de presentación
excluyente en el interior de ese mundo ficcional y de representación también excluyente en la
proyección sobre mundos a los que históricamente atribuimos estatutos de “realidad”.
Es decir que en un texto fantástico se produce una inflexión oximorónica constituida por dos
clases de operaciones miméticas en conflicto, en las que una de ellas se activa críticamente sobre la
otra y sus referencias. El hecho de que dicha problematización se entienda como aquella que
redescribe las relaciones entre lo posible e imposible más allá de dicho mundo ficcional y que, por lo
tanto, se proyecte como factual en mundos posibles no homologados con mundos ficcionales a los
que solemos atribuir estatutos de realidad, explica que los textos fantásticos generen una inquietud o
un principio de inestabilidad no limitado a la experiencia del texto. En efecto, el lector es inducido a
proyectar la potencia de dicho conflicto desde el mundo del texto a los presupuestos del mundo de la
vida. De ahí que comparta el énfasis de David Roas a propósito de esta sintagmática conflictiva,
cuando afirma que “lo fantástico es un modo narrativo que emplea el código realista, pero que a la
vez supone una transgresión de dicho código” (Roas, 2011: 112), lo que expone “esa necesidad de
realismo que ha marcado la evolución de lo fantástico” (2011:114). Asimismo, me resulta capital que
Roas subraye, siguiendo a Barrenechea y a Susana Reisz, que “el cuestionamiento de dicha
coexistencia” tiene que darse “tanto dentro como fuera del texto” (2011: 36).
Quiero agregar, además, que ese código, más que del realismo lo es de los realismos, lo que
lo identifica como inexcusablemente variable, tanto en función de sus condiciones históricas como
de nuestras ideas sobre lo que llamamos realidad. De ahí que resulte necesario concebir dicha lógica
de la transgresión como una lógica de la transgresión histórica.
II
Desde los años veinte, Felisberto Hernández se instala, si se apela a la expresión acuñada por
Darko Suvin en 1977, en la ficción distanciada, la cual se da en consonancia con la crisis de la
representación vanguardista, de una de las vanguardias transculturadas menos virulentas y más
cooptadas por el estado moderno latinoamericano. No obstante, el lugar de Felisberto ha sido
bastante solitario y resulta comprensible como el de una escritura signada por diversas figuraciones
de lo insólito, que, pese a la afirmación de Zum Felde -para quien Hernández comparte con Borges
la primacía del cuento fantástico en el Río de la Plata (1967: 196)- pocas veces se enmarca en un
concepto de literatura fantástica, sea según perspectivas teóricas que van desde Castex, Caillois, Vax
y Todorov hasta Alazraki, Jackson, Campra, Bozzetto o Roas. Es decir que en sus distintas etapas,
desde 1925 hasta sus textos finales a comienzos de los '60, el autor de Nadie encendía las lámparas
(1947) ha trazado un territorio de consolidaciones fronterizas con lo fantástico. En efecto, ciertos
motivos clásicos de estas narrativas, como el doble, el autómata, las animaciones objetales o la
autonomía de las partes, han ocupado un espacio de tensiones en los límites de un extraño cuyo
gesto semántico apunta mucho más a las dislocaciones sicológico-existenciarias de narradores y
personajes que a las amenzas de un advenimiento óntico de lo imposible. En Felisberto Hernández
todo se desenvuelve como una fisura de las imágenes de lo cotidiano, que aunque no extingue su
lugar, sí disuelve la fuerza de su estabilidad. Los escasos textos que cabría situar como creaciones
fantásticas no dejan de ser expresión de una energía doblemente distanciadora arraigada en un
entrelugar: el que se erige entre las representaciones miméticas y los contornos categoriales de lo
fantástico. La crítica ha rondado de continuo esta problemática felisbertiana sin arribar, según
pienso, a una delimitación plausible. En verdad, el autor montevideano emprende una inmersión
dialógica dispersa pero evidente con las tradiciones fantásticas, hecho que abre insólitas
articulaciones de lo posible y desbarata la eventualidad plena del analogon y de su metaforicidad
realista (Bozzetto, 1990).
Según Bessière, lo maravilloso es el lugar de lo universal mientras que lo fantástico lo es de
lo singular (1974, 93). Si en este último se despliega la ambigüedad, una indeterminación no asistida
por la explicación histórica natural o racional, tampoco hay norma que lo abarque, ya que su
problema es la norma misma desbaratada en cada caso. Sin embargo, la norma, no de lo maravilloso
sino de lo realista, sobrevive en Felisberto, pero bajo el costo de un socavamiento de sus
codificaciones más sólidas, movilizadas de principio a fin mediante la liberación de un
asociacionismo perceptivo que disgrega la idea de narración y de conciencia, una conciencia que se
rehúsa a la existencia, como tempranamente señaló José Pedro Díaz en 1965 (1991: 101-144). Esto
constituye una frontera, según podemos reconocer en la distorsión del verosímil de Las Hortensias
(1949) o en las miradas desarticuladoras de los poco fiables narradores en primera persona de la
mayor parte de sus cuentos y nouvelles.
Ahora bien, lo inverosímil felisbertiano en términos de ficción distanciada no suele
cumplirse, si admitimos que la intrusión de lo extraño no termina de expulsar verosímiles relativos
de lo posible. Pero hay excepciones, sea en textos íntegros como en segmentos relevantes. Uno de
los más característicos es el cuento “El acomodador” (1946), que, a diferencia de otros como “El
balcón” (1945) ,“Mi primer concierto” (1947) o “Nadie encendía las lámparas” (1946), ofrece una
compleja situación oximorónica que identifica lo fantástico en un plano eminente. Me limitaré a
señalar que el hecho de que el protagonista desarrolle luz propia en sus ojos2 y que la misma se
proyecte sobre espacios y objetos de la casa, no es motivo suficiente, por tratarse de un narrador de
fiabilidad poco autenticable como para establecer el conflicto entre lo posible y lo imposible. Este se
consuma cuando el mayordomo constata la factualidad de esa luz no natural y atemorizante, la cual,
sin embargo podría identificarse, en otra intepretación, como figuración hiperbólica de la locura. El
profundo sentido de este cuento acerca de las motivaciones que originan la luz compensatoria para
un personaje que existe en un mundo metafóricamente “oscuro”, como ser la tematizada experiencia
de la soledad y del abandono relacionados con la enajenación y la angustia extremas, contribuyen a
la densidad ambigua, a la equivocidad de la naturaleza de esa luz: la cuasi metáfora no consigue, sin
embargo, borrar la materialidad del acontecimiento.
Cabe observar que si en la mayor parte de su producción Felisberto propicia el pendular en la
extrañeza, es decir la inminencia no consumada de lo fantástico, en “El acomodador” da un paso 2 Sobre el tema de la luz en la obra de Felisberto Hernández, remito a mi ensayo “Pliegues de la luz en la escritura de
Felisberto Hernández” (ver bibliografía al final).
adelante. Aquí, lo inminente se torna eminente, lo que permite conjeturar que la energía de toda su
narrativa insólita se inclina sobre las fronteras de lo fantástico: la excepción del desborde confirma
la tensiones dentro/fuera de ese campo en la obra del escritor uruguayo. Incluso, conceptos de
referencia decimonónica como los planteados por Castex en 1951, situarían “El acomodador” dentro
de dicho territorio. Para el crítico francés el cuento fantástico “se caracteriza por la intrusión brutal
del misterio en el marco de la vida real” (1999: 8), y “es casi siempre la inquietud, la ambigüedad, la
duda entre dos mundos” (24). O el tiempo-espacio de una duda y sus mediaciones entre dos
categorías estables, ya según la conocida perspectiva planteada por Todorov en 1970 (2006).
Los relatos de Hernández despliegan un notorio contexto mimético de memoria realista, pero
la voz enunciativa de sus narradores, la intensidad del disenso asociativo y todo lo que implica la
mirada que construye la escritura cobra un devenir metonímico crítico con los códigos miméticos.
Ese contexto, que integra a la vez códigos realistas con representaciones de ideas de realidad de los
lectores, no preexiste de modo incólume a la manera de un modo mimético que será transgredido,
ya que el mismo lo ha sido de antemano. Un ya enrarecido, un ya distorsionado por la mirada
narrativa no fiable en cuanto a esos códigos constituye a las narraciones de Felisberto Hernández. La
“lógica de la hilación”, según el narrador de la novela Por los tiempos de Clemente Colling, de
1942, cede paso inmediatamente a “lo otro”, y lo otro, coincidente con lo que no se sabe, que suele
quedar ligado a movimientos insospechados de la memoria, solo puede darse como transgresión de
dicha lógica. Según Saúl Yurkiévich, en Hernández “los hechos irrumpen inesperados, sorpresivos
(...) [y] no se sabe qué sucesos quedarán merodeando en la memoria, cuáles cesarán, cuáles se
fijarán obsesivamente (...) [Por eso] el narrador no puede imponer a los recuerdos una coherencia
ajena, porque la capacidad evocativa es antagónica del prurito de concatenar la evocación” (1978:
66).
En El caballo perdido (1943), según afirma Hugo Verani, hay una “perturbadora experiencia
de la otredad”, pues asistimos al desdibujamiento de las fronteras del yo mediante el
“desmembramiento síquico”; de ahí que el discurso fragmentario sea “el único adecuado para
presentar la dislocación de una conciencia escindida de un mundo que se desintegra” (1995: 67).
Ahora bien, cuando el narrador llega a un extremo y confiesa que “sin querer había empezado a vivir
hacia atrás”, con el peligro de abandonar el ahora y de volverse loco, o, en otros términos, de hacer
factible su existencia en otro tiempo, la escritura resurge como tabla de salvación que lo amarra al
presente. A diferencia de Don Quijote, este personaje precisa vivir lo otro en la escritura. Su
dimensión insólita rara vez se vuelca a un plano oximorónico de lo posible y lo imposible; por ello,
ante la inminencia de lo fantástico, Felisberto escribe el preciso momento de la retracción de su
protagonista sobre esa categoría.
Sus extrañificaciones no suelen generar una suspensión de la tesis del mundo de la realidad
del lector, pero sí de la relación de este con las reificaciones de los realismos. El mundo está allí, y
aun siendo un misterio (palabra recurrente en los textos definitivos como en los borradores
felisbertianos), “no existe tensión entre el más allá y lo cotidiano”, como señalara Enriqueta
Morillas. No obstante, el repliegue radical sobre los mecanismos de percepción y la pregnancia de
sus imágenes fantásticas exponen la fuerza de un insólito irreductible, el cual a veces traspasa la
frontera de dicha inminencia para volverse, excepcionalmente, eminente. Como fuere, la potencia
del entrelugar al que me referí antes, caracteriza la escritura de quien, según Italo Calvino, no se
parece a nadie.
III
En cuanto a Marosa di Giorgio (1932-2004), parece situarse del otro lado de la extrañeza
felisbertiana, y, a su vez, como otra clase de imposibilidad para lo fantástico. El mundo de la autora
de Los papeles salvajes (1953-2000) y de los distintos libros de relatos simultáneos y posteriores
ofrece un estado de opacidad “salvaje”, en el sentido de la “barbarie” de una autonomía de distancia
radical frente a los códigos de los realismos. Pero no se trata exclusivamente del libre juego de una
autonomía en el interior del mundo ficcional, sino de lo autonómico de un mundo posible con
estatuto de realidad no ficcional, desde el momento en que el mismo se homologa como visión
genética extratextual que funda a la escritura, la cual es testimonio, memoria, presente, distorsión,
pérdida y restauración. A su vez, en otro lugar me he referido a esta energía de una poiesis que
procurra borrar la dicotomía entre una experiencia ficcional y otra no ficcional:
La vigorosa autonomía del mundo poético de Marosa di Giorgio esfuma, en virtud de las peculiaridades de su mímesis, la patencia de una “realidad” externa reconstruible a la que, por fuerza de la función extensional de los textos, pudiera conferírsele los rasgos o contornos de un referente verificable. Justamente, a nivel de los efectos resulta importante destacar que el debilitamiento de la aludida discernibilidad de los estatutos ontológicos trae aparejada, además, la subversión de la memoria cultural de dicha separabilidad (Benítez Pezzolano, 2012: 125-126).
Con ello quiero destacar la inexorable postulación mítica de este mundo, que en ningún momento
se plantea como el producto de unos textos cuyos designata se saben ficcionales, sino más bien en
tanto revelación de una latencia que pertenece al orden de la “realidad” oculta, fundadora y que debe
cobrar eminencia.
Los poemas y relatos de Marosa di Giorgio impactan con una dimensión insólita
intensamente naturalizada en la que no hay lugar para la conflictividad de lo fantástico: no se
reconoce en ellos un contexto que preste cierta idea de realidad problematizada en términos de
posible-imposible. En rigor, la sustitución de las legalidades realistas por normas de lo imposible,
así como la ausencia de una sintagmática oximorónica característica de lo fantástico, delatan la
instalación de un particular maravilloso construido mediante la circularidad de unos tiempos
primordiales localizables en la infancia, pero que incluso invaden el léxico de la enunciación
“adulta” y dislocan las fronteras temporales. Se trata, en suma, de un maravilloso mítico que no se
subsume en la mitificación de lo maravilloso americano, como tampoco en alguna clase de
binarismo alegórico. En cuanto a lo primero, el mito como representación de una colectividad mayor
es desplazado en la obra de Marosa di Giorgio por el mito del sujeto enclavado en una colectividad
mínima y familiar, en los huertos de la niñez: su primordialidad está en la infancia individual, como
su idiolecto, no en las extensiones de una cultura identitaria en el seno de la naturaleza continental.
Pero, por otra parte, la densidad de este mundo se le presenta como “inenarrable”, es decir
que los silencios y los hiatos, las elipsis y cancelaciones, la debilidad de los conectores narrativos en
la prosa de la autora uruguaya responden mucho más que a una lectura de los huecos de lo
fantástico, en términos de Rosalba Campra (1992: 49-73), a una poética de lo sublime
irrepresentable, tal como lo analizo en el trabajo antes citado, en la estela que va desde Longino a
Mendelssohn, Burke y Kant hasta los decisivos desarrollos del Romanticismo (Benítez Pezzolano,
2012: 88-92). Los textos de Marosa di Giorgio abren un devenir insólito en consonancia con lo
maravilloso, en el que ocurren metamorfosis continuas que incluyen procesos dinámicos de la
coexistencia material de muertos y vivos, apariciones de la Virgen María, coitos entre animales
indecidibles y niñas, así como entre vegetales y humanos, seres que poseen una naturaleza y otra a la
vez, entidades ominosas de índole indefinible, comidas y objetos que se ciernen por los aires, voces
enunciativas que no se identifican con una sola dimensión temporal. El efecto insólito, que no lo es
para el personaje femenino constante y protagónico, sí lo es para el lector pero en los términos de
una maravilla insaturable que se ensambla en lo siniestro. Según Roberto Echavarren, Marosa di
Giorgio “abre otro campo sin producir una explicación realista”, el cual es un “campo espectral no
porque haya espectros, sino porque completa el espectro de la luz, agrega a la luz solar el revés de la
luz nocturna”. Si bien para Echavarren este mundo “mantiene la incertidumbre”, así como el “efecto
siniestro”, pienso que, en función de lo argumentado anteriormente, no es una posibilidad para lo
fantástico. Los papeles salvajes, del mismo que volúmenes de relatos como Camino de las pedrerías
(1997) o la novela Reina Amelia (1993) consolidan sus figuraciones de lo insólito en la medida en
que desafían tres posibilidades:
a. la de contextos miméticos realistas;
b. la de realismos fracturados a raíz del conflicto que ocasiona lo fantástico en las relaciones entre lo
posible y lo imposible;
c. la de un maravilloso “contra-normado” pero que a su vez no inquieta el plano de la plenitud
identitaria de sus entidades.
Precisamente, esta última posibilidad es desbordada en la medida de una inenarrabilidad que
articula una poética de lo sublime en la que de pronto se naturaliza “lo siniestro efectivo”, el cual
podría interpretarse como “un deseo entretenido en la fantasía inconsciente que comparece en lo
real” (Trías). Como fuere, lo inquietante del mundo de Marosa di Giorgio se construye sobre una
desestabilización insólita en el interior de lo maravilloso, por lo que la ambigüedad que entrañan sus
metamorfosis insaturables resisten a la alegoría desde una poética de la materialidad de las
“visiones” -en una suerte de 'realismo' al que me he referido en otro trabajo (Benítez Pezzolano,
2005)- y a la eventualidad de lo fantástico comprendido como conflicto al que le es indispensable un
contexto realista en relación con representaciones instituidas de realidad.
IV
En suma, he tratado de exponer dos casos de escritores que Ángel Rama sitúa entre los raros,
cuyas figuraciones insólitas ofrecen cierta equidistancia respecto de lo que actualmente entendemos
por literatura fantástica. Ambos construyen dimensiones conflictivas distintas entre sí en cuanto a
nuestras reconfiguraciones de realidad, pero ninguno de ellos consolida su producción en la
continuidad de un conflicto entre lo posible y lo imposible. Si bien es cierto que la extrañeza
felisbertiana se sostiene en la inminencia de lo fantástico y es capaz de alcanzar momentos
eminentes, como en el cuento “El acomodador”, el conjunto de su producción se despliega en otro
plano dentro del cual las mencionadas eminencias son instancias de desborde que también escriben
formas de retracción con referencia a dicha categoría. En lo que hace a Marosa di Giorgio, el espacio
de lo maravilloso se constituye como distancia originaria frente a la mencionada conflictiva. Se trata
de un “más allá” cuya materialidad indiscutible postula la opacidad de un mundo autónomo, del cual
el mundo de la ficción es únicamente el momento idiolectal de una mundanidad previa, que lo
contiene y lo precede como testimonio y como defecto.
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