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Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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Quizás, quizás, quizás
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Ni en mis más deprimentes fantasías hubiera podido imaginar que el recuento de mi existencia me
sería entregado en una terminal de autobuses de segunda.
Y no es que sea una de esas mujeres quisquillosas que buscan formalidad en cada uno
de los actos de su vida pero tengo que reconocer que siempre pensé que el momento de enfrentarme
a mí misma se daría en una situación más trascendente, por ejemplo: una consulta en la que el
sicoanalista me interpretara todo lo dicho y no-dicho; o en el juicio final cuando el Creador, en
medio de un celestial coro de ángeles y serafines, me presentara una carpeta gruesa y
desbarajustada con el balance de mis actos; o, a la mejor, en mi lecho de muerte en medio de
lágrimas y adioses de mis seres queridos cuando yo misma hiciera la recapitulación de lo que hice y
no quise y lo que quise y dejé de hacer durante mis años de batallar en este mundo. Pero que el
recuento de mi paso por este valle de lágrimas me fuera entregado por una desconocida, sin
lágrimas ni adioses ni coros celestiales, entre una turba de viajeros alucinados, en el andén de una
estación de medio pelo, simplemente jamás lo hubiera podido concebir.
Como la abuela decía: hay que ir bordando la vida en lo inesperado
Soy una de esas mujeres que empiezan el día con una taza de café sin azúcar y leyendo
el periódico, combinación nada recomendable para mi gastritis pero indispensable para las
endorfinas que mis músculos necesitan para arrancar. Cada quien toma vuelo como puede. Unos
beben ginseng y otros corren desaforados por todas las calles de su colonia. Tengo una amiga que
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lo primero que hace al abrir el ojo es prender el radio en la estación de la hora exacta y así, con los
minutos cayendo sobre ella como aceite hirviendo, levanta a los niños, hace el desayuno, se arregla
y sale pitando para su trabajo.
Yo pertenezco al grupo de masoquistas que se zampan el periódico de cabo a rabo.
Cada noticia es un pleito. Me peleo con los reporteros, los americanos, los diputados, los precios,
los polleros, la inflación, los banqueros, con todo. Entre pleito y pleito, voy pasando las hojas del
diario hasta que mis endorfinas alcanzan su nivel y una punzada quemante que se me clava en la
boca del estómago me indica que es hora de tomar mi pastilla para la gastritis y empezar las labores
del día.
El sábado pasado cuando leía el periódico y guerreaba contra el mundo desde las
trincheras antibélicas de mi cocina oí unos golpecitos en la ventana. Abrí y vi a un muchacho con
un paquete en la mano. De momento no lo reconocí.
Su esposo me pidió que le entregara este paquete, dijo el joven con tono de susto.
¿Eh?, murmuré tratando de reconocer al mensajero.
A él no lo dejaron pasar me explicó con prisa. La policía acordonó la calle y no permite
pasar a nadie. A mí me dejaron para entregar una medicina al asmático de junto.
Por fin lo reconocí, era el repartidor de la farmacia.
Su esposo me pidió que le entregara este paquete, repitió en el mismo tono asustado de
antes y se fue hecho la pelotilla.
Sin entender de qué había hablado aquel joven, abrí el paquete. Encontré un fajo de
billetes y un mensaje que con letra apresurada me había escrito Natividad: ¡Huye, mariposa, huye!
La frase cayó sobre mí en seco. Me petrificó la sangre. ¡Huye, mariposa, huye! También debió
petrificarme las neuronas porque tuve que releer el mensaje varias veces antes de que su
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significado fuera decodificado por mi cerebro.
Cuando por fin reaccioné, entré a la vida en una frecuencia sin sonido. El tiempo había
enmudecido. Un silencio profundo y lleno de presentimientos se me pegaba al cuerpo. En medio de
ese vacío sonoro salté la barda del jardín de atrás y corrí hasta el invernadero. Allí me subí a la
camioneta de reparto y me fui.
Media hora después estaba en una estación de autobuses de segunda comprando un
boleto para la primera tirada que saliera. No importaba hacia dónde, sólo que saliera pronto y fuera
lo más lejos posible hacia el sur. El mensaje de Natividad retumbaba en mi cabeza: ¡Huye,
mariposa, huye!
La estación estaba repleta. Me senté a esperar la hora de salida en un rincón simulando
leer el periódico. Desde allí podía vigilar, con cierta tranquilidad, a los viajantes y descubrir si entre
ellos aparecía algún policía. Sólo interrumpía mi vigilancia cuando tenía que descifrar la
información sobre llegadas y salidas que daba una voz por el altoparlante.
El tiempo transcurría con lentitud desquiciante …diez …nueve …ocho. Mi ritmo
cardiaco se aceleraba en forma inversamente proporcional al conteo descendente de los minutos:
siete… seis… cinco.
Una oleada de terror me sacudió cuando una joven, surgida de quién sabe dónde, se
plantó frente a mí en el momento preciso en que la voz del altoparlante indicaba que debíamos
abordar por el andén número tres:
¡Sabía que era usted, lo sabía!, dijo la aparecida con el sofoco de quien acaba de correr
un maratón. Lo supe en el mismísimo momento en que la vi.
¿Cómo? pregunté con un hilo de voz sintiéndome atrapada a sólo unos segundos de
abordar el autobús de la fuga.
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No se preocupe, no se preocupe. No soy policía, aclaró la desconocida al ver mi
expresión de pavor. Soy periodista y me llamo Yolanda. Me puede decir Yola o Yolis, como mejor
le parezca.
¿Periodista?, repetí en automático haciendo girar mi mente a mil por hora para encontrar
alguna manera de zafarme de la inoportuna sin despertar sus sospechas.
Sí, periodista y escritora, afirmó tranquilamente la desconocida. Pero eso no es
relevante. Lo que importa es haberla alcanzado para entregarle la novela, dijo con gran satisfacción
al tiempo que me extendía un legajo de hojas perfectamente ordenadas.
¿La novela?, contesté mientras volvía a escudriñar desesperadamente entre mis
neuronas tratando de encontrar a quién le había pedido últimamente una novela. De pronto caí en
cuenta que llevaba años sin leer novelas. Entonces, convencida de estar frente a una psicópata, dije
cortante: Se equivoca, señorita, yo no leo novelas.
Con la desesperación que me entró nada más de pensar que podría perder el autobús por
las impertinencias de esa esquizofrénica, aparté de un manotazo el legajo que me tendía y, sin
importarme que salieran volando por los aires todas las hojas, salí corriendo hacía el andén número
tres.
¡No es una novela cualquiera, gritó a todo pulmón la psicópata, es la historia de su vida!
Me paré en seco.
¿La historia de mi vida?, fue lo único que alcancé a balbucir paralizada en medio del
aluvión de pasajeros.
¡Sí! ?dijo triunfante la jovencita al ver que por fin había logrado captar mi atención. Sé
todo sobre usted y escribí su historia .
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Ninguna prófuga de la justicia que cuente con dos dedos de sentido común pierde
tiempo escuchando las alucinadas explicaciones de una desconocida en el preciso momento de la
huida. Ninguna. Pero yo lo hice. Me gustaría decir que me quedé porque necesitaba descubrir qué
tanto sabía aquella mujer. ¿Quién le había dado información sobre mi vida? ¿Dónde estaba la
policía? ¿Por qué me perseguían ahora? Pero mentiría. La verdad es que me quedé porque al oír
que alguien había escrito la historia de mi vida un cosquilleo me recorrió la espina dorsal, me
enderezó el cuello y me hizo caer en la tentación de esperar a que la desconocida rescatara, entre la
estampida de zapatos viajantes, todas las hojas y me las entregará, desordenadas y pisoteadas, antes
de abordar el autobús.
Una vez instalada en el rechinante asiento del camión de segunda en el que pasaría las
siguientes treinta y seis horas, suspiré aliviada y me puse a leer el montón de hojas desordenadas
que reposaban en mi regazo.
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“El último día que te vi también se oía el silencio. Un silencio lleno de presentimientos, como el de
hoy. Como el de ayer cuando pasé por abajo de la escalera que dejó el limpiador de ventanas en el
patio de atrás. Como el de la semana pasada cuando se cayó, sin ruido y sin razón, la tira de ajos
que tenía colgada sobre la puerta de la alacena.
Lo supersticiosa debe de venirme de los ancestros de mi abuela Tecla. Digo de los
ancestros porque ella, aunque gitana de cuerpo y alma, no echaba sal sobre sus hombros ni colgaba
ajos detrás de las puertas ni amarraba listones rojos en las ventanas. Le tenían sin cuidado los
espejos rotos y los gatos negros. La abuela no predecía el futuro. Decía que vivir es dejar que la
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vida nos sorprenda. Tenía razón, si yo hubiera sabido con anticipación las cosas que pasarían
hubiera perdido las esperanzas.
Mi abuela-gitana me enseñó a bailar flamenco a los siete años. A los nueve, me regaló
una madreselva. Todavía me acuerdo cuando la puse en aquella maceta de pedacería de espejos en
el pretil de mi ventana. Era una plantita escurrida pero en pocos meses se espabiló, entonces la
transplanté a una jardinera del balcón. Siguió creciendo. Creció tanto que se extendió por todos los
balcones del edificio. Después me fui y no volví a saber de aquella planta hasta que, muchos años
después, la abuela me mandó unas semillas por correo. Las planté cerca del viejo roble que hay en
el patio de atrás y las cuidé con esmero. A las pocas semanas empezaron a germinar y a los pocos
meses a dar flores. La madreselva aprendió a subsistir fuera de su tierra, como yo.
Su aroma es lo único que conservo de mi infancia. Todo lo demás se perdió contigo…”
“…¿cuántas veces te conté la historia de los abuelos? ¿Cuántas me oíste relatar que desembarcaron
en el puerto de Veracruz, que eran exiliados de la guerra civil española, que él era maestro y había
luchado por la república y ella había sido bailarina de flamenco?
Al llegar a la Ciudad de México se instalaron en un departamento cerca del Monumento
a la Revolución. La abuela Tecla entró a su nuevo hogar, con un embarazo casi a término y un
pesado libro de mapas bajo el brazo. A las pocas semanas, nació mi madre.
Contaba el abuelo que Tecla se pasaba las noches estudiando en su libro de mapas la
geografía de la República Mexicana y que cuando amamantaba a su hija, en lugar de cantarle
canciones de cuna, le recitaba como letanía el nombre de los estados y sus capitales: Sonora,
Hermosillo; Chihuahua, Chihuahua; Coahuila, Saltillo; Nuevo León...
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La geografía fue una de las tres grandes pasiones de mi abuela. Las otras fueron mi
abuelo y el baile. Tecla se las ingenió como pudo para disfrutar de cada una: conoció al abuelo
siendo bailarina de flamenco pero cuando se casó dejó de bailar y se dedicó al amor. Después,
cuando el abuelo murió le llegó turno completo a la geografía.
Dando clases de geografía, mi abuela sacó adelante a mi madre. Y muchos años
después, cuando mis padres murieron en aquel accidente que desbarató de un tirón nuestra vida
familiar, también nos sacó adelante a mi hermano Manuel y a mí.
Fueron años difíciles que Tecla supo lidiar con baile, mapas y tortillas de patatas hasta
vernos titulados, a Manuel de ingeniero civil y a mí de maestra normalista.
La abuela siempre pensó jubilarse en cuanto arrullara a su primer bisnieto. Pero ese
primer bisnieto nunca llegó a sus brazos. Manuel se enamoró de una bailarina del Lido de Paris,
exuberante y turbulenta, que dentro de sus proyectos nunca tuvo el de darle un bisnieto a la abuela.
Y yo, terminando la normal me fui a hacer mi servició social a Los Pocitos de donde nunca
regresaría. La abuela cambió sus planes y siguió trabajando hasta el último día de su existencia.
Cuando te conocí me preguntaste por qué había escogido Los Pocitos para hacer mi servicio social.
Yo te dije que por mi padre. Por los recuerdos de cuando mi padre me sentaba en sus rodillas y me
señalaba la ubicación de Los Pocitos en el libro de mapas de la abuela. Me decía que él había
nacido allá, en el estado de Guerrero, cerquita del mar y de la sierra. Me decía que allá el cielo era
más azul y el agua más clara. Me contaba que había huertos de coco, mangos y guanábanas. Que
los guacamayos volaban en parejas y que se usaban los cayucos para transportarse en tiempo de
lluvias. Me decía que algún día yo sería maestra y enseñaría a los niños de la sierra a leer y escribir.
Luego me llenaba de besos el cabello y me dejaba darle unos traguitos a su taza de café.
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Después ocurrió el accidente. Fue en una noche de julio. Mis padres regresaban de una
comida a la que los habían invitado en un rancho por Tlaxcala. Dicen que la noche era muy negra y
que al salir de la curva había un camión y que no traía luces y que estaba parado a media carretera y
que no hubo tiempo de frenar.
Manuel y yo lo supimos cuando en la madrugada llegaron a la casa unas primas de mi
padre vestidas de negro. Fueron a avisarnos que mi padre había muerto y mi madre estaba en un
hospital. La abuela se fue al hospital con una de ellas. La otra se quedó sentada en la sala viéndonos
con lástima. ¡Pobrecitos, decía, pobrecitos!
Yo no quise estar con ella. Me encerré en el estudio con el libro de mapas de Tecla y me
puse a imaginar que mi padre estaba allí, junto a mí, viendo las láminas del libro. Imaginé que nos
reíamos y que él me tenía en sus rodillas y que yo le prometía que cuando creciera iría a enseñar a
los niños de la sierra a leer y escribir. Él, entonces, me acurrucaba en su pecho y me llenaba de
besos el cabello.
Esa noche marqué en el mapa de Guerrero el nombre de Los Pocitos con una
gran estrella dorada…
Una duda me obliga a detener la lectura. Decir que no sé por qué me persigue la policía sería decir
una verdad amedias. La realidad es que conozco la razón, lo que desconozco es de dóndesurgió
el interés de capturarme ahora si no lo tuvieron hace veinticinco años cuando sucedieron las
cosas. Si entonces se lo hubieran propuesto hoyyo estaría tras las rejas o en el otro mundo y no en
este maloliente camióntratando de organizar un montón de hojas en las que Yolanda, una
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periodista desconocida, escribió la historia de mi vida. Tengo la sensación de que al leer estas
páginas se me van a ir aclarando las cosas. Sigo leyendo con inquietud.
Yolanda trabaja en el diario El Informador como auxiliar del jefe de la sección general y primera
plana; lo que significa, en términos prácticos, que es: editora, fotógrafa, correctora, reportera,
investigadora, redactora y, en tiempo de crisis, hasta vendedora de espacios publicitarios para las
páginas de la sección.
Le gusta su trabajo pero lo que ella desea, sobre todas las cosas, es ser escritora. Sí,
quiere llegar a ser escritora de novelas. Pero la detiene el ¡qué tal si resulta que soy malísima! Cree
a pie juntillas que los escritores son seres inexplicablemente dotados de exuberantes imaginaciones
o, por lo menos, de sobresalientes iquius y que ella, su iquiu y su imaginación están
bochornosamente situados entre el montón.
Para suplir esta desventaja, que ve como una de las grandes injusticias de la creación,
Yolanda ha buscado, durante meses y meses, entre los cientos de noticias que han pasado por sus
manos, algún detalle, situación o persona que la inspire a escribir su primera novela. Pero en todo
este tiempo de espulgar notas sobre funcionarios corruptos, narcotraficantes, globalizaciones,
promesas políticas incumplidas, temblores y asesinatos, sólo ha obtenido inspiración para escribir
kilómetros y kilómetros de palabras sobre funcionarios corruptos, narcotraficantes, globalizaciones,
promesas políticas incumplidas, temblores y asesinatos. ¡Miles y miles de palabras que al día
siguiente han ido a parar al bote de la basura o se han transformado en prácticos matamoscas o
enclenques barquitos de papel!
Pero como a toda capillita le llega su fiestecita a Yolanda le llegó el tema de su novela
durante una investigación periodística que realizaba para un reportaje que su jefe tenía que escribir.
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Fue una investigación sobre una historia que supuestamente atraería la atención del público,
aumentaría la circulación del diario y daría al director general una buena gráfica de penetración de
mercado con que ilustrar el reporte anual que entregaría a los accionistas.
Sí, así fue, en medio de una investigación que tenía como fin fundamental contar con
una buena cifra para un reporte, como Yolanda encontró el tema que andaba buscando desde hace
años para su novela.
Lo descubrió por casualidad en una dedicatoria al reverso de una fotografía. Una
dedicatoria tan escueta y cursi que a nadie le hubiera arrancado ni medio suspiro pero que a ella, por
alguna de esas obscuras razones que sólo un sicoanalista avezado podría desentrañar, la lanzó hacia
los vastos mundos de la imaginación, la llenó de curiosidad y le despertó una pasión tal que la
mantuvo sentada, escribe y escribe, durante noches enteras sin importarle el cansancio ni el hambre
ni el sueño.
“...hay días que marcan nuestro destino. Días que empiezan como todos. Nos levantamos, nos
bañamos y nos desayunamos sin saber que en unas horas más se juntarán todas las variables de
nuestra existencia para que algo definitivo nos suceda. Para que nuestra vida dé un vuelco. Para que
entremos a un camino sin marcha atrás.
El día que te conocí fue uno de esos.
Ese día supe que nada había sido por casualidad: ni que los abuelos se hubieran
exiliado, ni que mis padres se hubieran muerto en un accidente, ni que un pueblo de Guerrero
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hubiera sido marcado con una estrella dorada en un libro de mapas, ni que me hubiera recibido de
maestra, ni que Tecla me hubiera enseñado a bailar flamenco. ¡Nada! Todo había sido planeado
con exactitud infinitesimal para que, en aquella reunión que organizaron una noche los maestros de
esa escuelita perdida en la sierra, yo estuviera bailando en el momento preciso en que tú cruzabas
la puerta.
Así fue. Entraste y te quedaste viéndome bailar como si sólo a eso hubieras ido. Aunque
yo al principio no pude darme cuenta de lo que sucedía, mi cuerpo reaccionó como si desde siempre
lo hubiera sabido. Actuó por cuenta propia. Con palmas y taconeos te dio la bienvenida. El vuelo de
mi falda te sonrió y mis caderas te hicieron promesas que despertaron en tus ojos el deseo. Mi
audacia creció. Mis manos se deslizaron por mi falda, la subieron, te mostraron mis muslos; mis
caderas. En un giro la falda cayó y tu mirada quedó suspendida entre los vuelos de la tela. Después
me contemplaste silenciosamente, largamente, viste el sudor escurrir por mi cabello, por mi cuello,
por mi espalda; recordaste los riachuelos que bajan buscando el mar. Pensaste en el sabor del mar,
en mi sabor, en el sabor a sal. Entonces un perfume de flores marinas se deslizó entre mis piernas y
te llamó.
¡Ven, venga!, me dijiste tú también. Me tomaste de la mano y me sacaste de la escuela.
Caminamos por el pueblo. El viento suave de septiembre refrescaba nuestra piel y mecía los
tamarindos de la plaza. La noche olía a café. Por todos lados cantaban los grillos y volaban
chispeantes las luciérnagas.
Querías besarme pero en lugar de hacerlo te disculpaste por no haber venido a
conocerme antes. Eras el representante de los maestros en la zona y dentro de tus responsabilidades
estaba dar la bienvenida a los nuevos. Intentaste aplacar tus deseos hablándome de planes escolares
y esas cosas pero yo no te escuchaba. Escudriñaba tu cuerpo para descubrir de dónde
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provenía esa fascinación que emanaba de ti. ¿De dónde?
Tu rostro era común, sin nada especial. Quizás, tus ojos; eran chicos y algo rasgados
como los de mi padre. Tal vez tu mirada limpia, del color de la tierra después de la lluvia. Tus
manos aunque bien formadas y vigorosas eran corrientes. Tu cuerpo era correoso, como el cuerpo
de los hombres del campo. Tu pelo crespo. Nada que pudiera hacerme perder el juicio. Quizás tu
voz, esa voz que aún sin saber qué me decía, penetraba en mí como el aroma del café en la noche.
Pasaron varios días antes de descubrir que tu atracción se desprendía de tu piel. Sí, tu
piel, con olor a coco y a esperanzas, era el imán, el polo inevitable, irresistible que me arrastraba
hacia ti, hacía mi destino…”
“…¿te acuerdas del laurel que había en el patio de la escuela? Aquel en el que nos sentábamos en
las tardes a leer poesía y a componer versos.
¿Con qué rima amor?, te preguntaba.
Con calor, ardor, color... dolor.
¿Y hambre?
¡Hambre sólo rima con rabia e injusticia!, me respondías.
Unos días después las balas acabarían con aquel árbol y con el tiempo yo olvidaría el
tono de tu voz pero lo que siempre se ha conservado intacto en mi memoria es el recuerdo de
aquellas tardes de septiembre en que nos sentábamos a leer poesía bajo el laurel...”
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Una tarde, faltando veinte para las cinco, Yolanda recibió una llamada de Ramiro Miranda, su jefe,
para ordenarle subir a la oficina del director general.
¿Ahorita?, le pregunto.
¡Ahora!
¿Pero, ahorita, ahorita?
¡Ahora mismo!, vociferó Ramiro, el director necesita vernos ¡ahora mismo!
Las cinco de la tarde en la sala de redacción es una hora clave: es la hora del cierre. Y
el cierre, en las salas de redacción del mundo entero, es la hora en que el tiempo corre más aprisa.
Los teléfonos suenan. Las últimas fotografías llegan derrapando. Las colaboraciones llegan
calientes como bolillos saliendo del horno. Las computadoras trabajan a toda su capacidad. ¿Quién
tiene lo del aumento de las tortillas? ¿Dónde está la nota de la revuelta en Tepito? A las cinco de la
tarde, los minutos pesan como plomo sobre las espaldas de articulistas, columnistas, correctores,
diseñadores gráficos, ilustradores, caricaturistas y reporteros. ¡No he terminado la nota! ¡Esto no es
poesía, tienes dos minutos para entregarla!
Las cinco de la tarde es la meta del día. No hay pretextos, no hoy excusas. Caiga quien
caiga la edición se cierra a esa hora para que las noticias lleguen a tiempo a las rotativas, a la
compaginación, al doblado, a la distribución y ¡ufff! a las cinco de la mañana, en punto, El
Informador sea recibido por los voceadores para que los desmañanados y los burócratas lo puedan
leer mientras se toman su chocomilk en los puestos del metro.
Yolanda vio su reloj: veinte para la cinco. Supuso que algo muy importante debía
suceder para que Ramiro la sacara de la sala de redacción faltando veinte minutos para el cierre.
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Después de darle instrucciones a Socorro, la secretaria, y la bendición a los papeles que se quedaban
sobre su escritorio, Yolanda se fue a las oficinas del director del diario.
Encontró al director hablando por teléfono y a Ramiro dando vueltas como león
enjaulado por toda la oficina. Pasaron diez minutos y la escena continuaba igual. Suspirando
resignada ante la pérdida de tiempo la periodista se puso a divagar en todo lo que veía a su
alrededor.
Era la tercera vez, en los cinco años de trabajar en el periódico, que ponía los pies en
esa oficina: el día que su jefe, o sea Ramiro, recibió el premio nacional al mejor reportero del año,
el día que a ella la ascendieron a auxiliar del jefe de la sección general y primera plana, o sea de
Ramiro, y ese día.
Viendo todo y nada, su mirada se topó con una fotografía que colgaba en la pared de
atrás del gran escritorio de caoba: un tiburón blanco a punto de dar la dentellada. La doble hilera de
colmillos resplandecía amenazante sobre el papel tapiz. Se acordó del susto que se había pegado
cuando una vez, brincando olas con sus hermanas en el Revolcadero, aparecieron a la vista varios
tiburones. Pensaba en eso y pensaba también en la impaciencia de Ramiro; en lo furioso que se
ponía cuando el jefe lo llamaba y luego empezaba a hablar por teléfono.
Cuando el director, por fin, colgó les notificó que los accionistas estaban muy molestos
por la pérdida de participación de mercado que había sufrido el periódico en los últimos meses. Hay
que tomar medidas urgentessss. ¡Urgentesss!, había vociferado el directivo.
Luego, en su estilo de comunicación basado en monólogos en los que sólo se podía
intervenir con exclamaciones, les informó:
El Informador cumplirá 25 añosss el próximo 2 de diciembre.
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¡Ah!, exclamó Ramiro.
Cada jefe de sección deberá preparar un reportaje especial para el número de
aniversario. Un reportaje con garra, que conmueva a los lectoresss. Algo que nos sssaque de este
bache y aumente la circulación.
¡Oh!
El jefe de sección que escriba el mejor reportaje será assscendido a la dirección
editorial.
¿Eeeh?
Yolanda recordaba haber leído en el National Geographic que un tiburón blanco es
capaz de engullir de tres mordiscos a un cristiano sin darle tiempo ni de respingar. Ramiro tampoco
tuvo tiempo de respingar cuando escuchó que el puesto que le habían prometido a él estaba a
concurso. Ni tampoco pudo reclamar porque el director volvió a colgarse del teléfono y cuando
terminó, se levantó de su asiento y dio por concluida la entrevista diciendo:
Todosss los jefes de sección son excelentesss, todosss merecerían el puesssto. Pero
¡lástima, el puesssto es sssólo uno! Jajaja?. Se había reído el director como si hubiera dicho algo
gracioso.
Jajajaja, se había reído Ramiro como si su jefe hubiera dicho algo gracioso.
El director, al reírse, había mostrado una hilera de dientes tan blancos y relucientes que
hicieron que los colmillos del tiburón de la fotografía se miraran como inocentes perlas de un collar.
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“...hay muchas cosas que han cambiado desde tu muerte. Hay otras que pareciera que nunca van a
cambiar. Hoy los padres conocen el sexo de sus hijos antes de nacer y se pueden hacer viajes
turísticos a estaciones espaciales. También Los Pocitos ha cambiado. Si regresaras no lo
reconocerías. Construyeron una gran carretera de ocho carriles que va a Acapulco y pasa
cerca del pueblo. En donde antes estaba la ermita pusieron una gasolinera y un restaurante para
turistas. Las mujeres llevan a vender a los viajeros tamarindos y artesanías de coco.
Yo todavía conservo en mi memoria la imagen de ese pueblo en que nos conocimos.
Ese pueblo alejado del mundo en él que se alternaban tierras planas con vallecitos de aluvión
formados por el acarreo de los ríos y arroyos que nacen en lo alto de la sierra.
Los Pocitos a pesar de ser una tierra rica siempre fue un pueblo pobre. Un pueblo en el
que faltaba agua potable, medicinas y alimentos. Un pueblo en que los niños dejaban la escuela
porque tenían que acarrear leña.
Recuerdo cómo te enfurecías con las excusas que daban los representantes del gobierno
para no atender las necesidades de la población, para quitarles a los campesinos las mejores tierras,
cerrarles el paso del agua y no apoyarlos en las ventas de sus cosechas. ¡Cuánto te indignaba que se
gastaran el presupuesto en negocios que sólo favorecían a sus amigos!
Fundabas brigadas campesinas y estudiantiles. Movilizabas a las comunidades. Instruías
a tus alumnos para que conocieran sus derechos. Contigo al frente las comunidades del municipio
volvieron a reclamar con fuerza, como lo habían hecho por generaciones. Entonces el gobierno
volvió a hacerles promesas que nunca cumpliría y los campesinos a ponerse duros y empezar a
reclamar con violencia y el gobierno a reprimirlos una vez más.
Hay muchas cosas que han cambiado desde tu muerte pero la lentitud con la
que el mundo quiere remediar la pobreza pareciera que nunca va a cambiar…”
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¡Está loco, ese director-tiburón está rematadamente loco!, gritó Yolanda, no nos puede pedir que
escribamos la historia del siglo cuando sólo falta un mes para el 2 de diciembre.
Un mes tiene treinta días, treinta noches, setecientas veinte horas, cuarenta y tres mil
doscientos minutos, la atajó cortante Ramiro. Así que a exprimirte las neuronas que para eso te
pagan. Luego advirtió a todos los de la sección: No nos vamos esta noche hasta encontrar un tema
para el reportaje de aniversario. Nadie chistó.
Salieron blocks, se afinaron lápices, se encendieron computadoras. Pasaron las horas
entre carreras al archivo, búsquedas en Internet, investigaciones por teléfono.
Más tarde entraron pizzas y refrescos y horas después salieron latas y cajas vacías. ¡Pero
ninguna idea!
A las once de la noche un reporterito inexperto, con ojos de susto, informó al jefe que
no podía quedarse más porque tenía que ir a dar de cenar a su madre paralítica. Esta profesión es de
24 horas, como la del sacerdote, le contestó Ramiro perdiendo los estribos. Si usted no puede con
ella, jovencito, búsquese un empleo de niñera.
Yolanda también había pensado irse, aunque no tenía una madre paralítica tenía a La
Gorda, una basset hound preñada que pronto daría a luz y que estaba esperando que llegara su ama
para salir a dar la vuelta y hacer todo lo que una perra necesita hacer cuando se le saca a dar la
vuelta. Pero después de la contestación que recibió el vástago de la discapacitada, su sentido de
supervivencia le aconsejó que era mejor no abrir el pico y ponerse a trabajar.
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“... con cuanta angustia recuerdo el día que te fuiste a los montes. Esa mañana se suspendieron las
clases temprano para asistir al mitin que habían organizado, en la plaza, los padres de familia. Se
solicitaría a las autoridades, por quinta vez, un hospitalito, medicinas y mejoras indispensables en
la escuela primaria.
Era día de mercado, la gente iba y venía entre los puestos de sandías, camotes,
huauzontles, chiles, gallinas, sillas, sombreros, jarros. El sol caía a plomo. Yo me senté junto con
otras maestras en una banca bajo un tamarindo, frente al palacio municipal, muy cerca del templete.
Por el altavoz, el director de la secundaria invitaba a la comunidad a asistir al evento:
¡Uniremos nuestras voces para hacer valer el derecho a la salud y a la educación de nuestros hijos!
La plaza se iba llenando poco a poco. Campesinos, comerciantes, ancianos, mujeres,
niños. Todos.
Tú, como líder magisterial, habías quedado de actuar como portavoz ante la autoridades.
En un rato más llegarías junto con los de la mesa directiva.
El calor era intenso, los vendedores de refrescos y raspados hacían su agosto. Un
hombre flaco con sombrero de palma y un afilado machete al cinto se acercó a la banca donde
estábamos sentadas las maestras y nos pidió que te alertáramos: Está llegando gente que lo tiene en
la mira, nos dijo.
En eso te vimos caminar por la calle lateral, cerquita de la escuela. Ibas muy quitado de
la pena amarrándote un paliacate en el cuello. Una compañera corrió a avisarte.
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De pronto, se armó un pleito en algún lugar de la plaza. Empezaron los gritos y los
empujones. Con tanta gente no se alcanzaba a ver qué sucedía.
¡Calma, compañeros, calma!, pedía el director de la secundaria por el altavoz, mientras
que un hombre, con aspecto de judicial, le gritaba a él: ¡Manda a estos cabrones a sus casas, hijo de
la chingada! Según él traía órdenes del gobernador para impedir el mitin y evitar alborotos.
En la plaza otros judiciales preguntaban por ti; amenazaban a los asistentes para que
dijeran dónde estabas. Nadie les daba razón. La tensión y los gritos aumentaban. De pronto se
escuchó un disparo. El tiempo quedó suspendido. Los gritos congelados. Después otros disparos se
oyeron en diferentes puntos de la plaza.
¡Son los judiciales, son los judiciales los que disparan!, gritaba un hombre.
Entre el terror y la desbandada alcancé a verte, corrías hacia la plaza desenfundando una
pistola que traías al cinto. Yo corrí hacia la escuela. Las balas se veían pasar como agua. Una
ráfaga de ametralladora voló en astillas nuestro laurel.
Varios intentaron huir por la carretera pero les cortaron el paso. Otros se fueron por la
cancha de básquet. Muchos no tuvieron tiempo de nada. Cuerpos ensangrentados de hombres,
mujeres y niños quedaron tirados en medio de la plaza. Luego llegó el ejército.
Esa tarde bajaron silenciosas las mujeres a recoger a sus muertos. Descendieron por las veredas,
entraron al pueblo con paso leve, como sin tocar el piso y caminaron rumbo a la plaza. Los soldados
no las alcanzaron a oír, sólo las vieron llegar. Vieron sus rostros mudos y sus miradas secas. Las
mujeres apretaron con rabia los puños entre sus rebozos y pasaron frente a ellos sin mirarlos. Ellos
no las detuvieron, no se atrevieron.
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
20
Fue una tarde de silencio en que sólo se escuchó el repicar de las campanas. Un repicar
que denunció por horas la injusticia de aquella mañana.
Esa noche en muchas casas hubo un cuerpo tendido alumbrado con velas. Los rezos
duraron hasta la madrugada. Los familiares tejieron con palma bendita huaraches nuevos para sus
muertos y al día siguiente los llevaron a enterrar al camposanto. Después, durante muchos días, se
oyó a las mujeres llorar quedito mientras preparaban el nixtamal y echaban las tortillas.
A ti te persiguieron hasta la sierra. Allí desapareciste. Allí te alzaste en armas. Allí,
dentro de esa sierra azul, profunda y cerrada que vela las costas de Guerrero tu lucha social en el
municipio de Los Pocitos se transformó en una guerra que abarcó todo el Estado.
Allí se inició la preparación de los compañeros, la organización de los pueblos, el
contacto con movimientos guerrilleros de otros estados y con organizaciones partidistas. Allí se
inició una guerra que buscaba la justicia de una vez y para siempre. Una guerra que duraría siete
años…”
“…la primera vez que hicimos el amor fue por teléfono. Me hablaste desde quién sabe qué teléfono
perdido en quién sabe qué pueblo olvidado. Me hablaste para leerme poemas de San Juan de la
Cruz. Tenías frío y te sentías solo en medio de los montes. Jugamos a decir poemas y poco a poco
se fue entibiando tu voz. Luego empezaste a cambiar los versos a tu antojo. Les quitabas sus rimas
y les ponías tus deseos. Y así, entre verso y verso, empezaste a murmurarme caricias. Les pediste a
mis manos que se dejaran guiar por ti. Mis manos te obedecieron. Tú las guiabas y ellas se perdían
entre mis senos, entre mis muslos, me humedecían. Yo respondía con frases ávidas, palabras
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
21
ansiosas que se formaban en la pasión de aquel instante, en ellas deseaba enviarte mi amor, mi
miedo, mi desesperación, mis esperanzas, mi ser entero. Mis palabras a través del cable telefónico
eran la única forma de alcanzarte, de corresponder a tus caricias. De convertirme en tu mano
derecha para entibiar esa noche solitaria allá en la sierra…”
“…yo permanecí en la escuela de Los Pocitos. Después de clases, colaboraba en la lucha revisando
los periódicos, analizando noticias, anotando comentarios, transmitiendo mensajes, haciendo
esténciles de tus comunicados en el mimeógrafo de la primaria, vigilando los senderos, los
caminos, las brechas por las que bajaban tus noticias.
Tú luchabas en los montes y esperabas. Esperabas noticias y resultados de las acciones
de guerra. Esperabas un nuevo amanecer. Esperabas a los que regresarían y a los que no volverían.
Vencer o morir era la consigna.
Así pasaron siete años. Siete años en que compartí tus alegrías, tus sinsabores, tus
angustias, tus desplantes. Años de encuentros fortuitos e inesperados.
¿Cuándo nos volveremos a ver?, te preguntaba.
Cuando se pueda, me respondías.
Siempre me dejas para después.
Hay cosas más importantes y tú lo sabes.
Para mí, tú eres lo primero. ¡Te amo mucho, muchísimo!
Con que sólo me amaras sería suficiente. Pon el resto de tu amor en otras cosas.
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
22
En cada encuentro te abrazaba como la primera vez y como la última. Fueron años de incertidumbre
e insomnio en los que el amanecer me pillaba imaginando caricias que pudieran distraerte de tu
lucha, buscando pretextos que pudieran mantenerte, aunque fuera por instantes, alejado de los
riesgos y la muerte. ¡Cuántas tentaciones de familia y bienestar te puse enfrente para apartarte de la
clandestinidad! Te hacía soñar que pasarías por mí a la escuela a la hora de salida y que nos iríamos
al cine a Chilpancingo a ver dos películas, que dormiríamos abrazados en sábanas limpias y que
algún día jugaríamos en el campo con un niñito y que lo llevaríamos a conocer el mar y que tú
escribirías bajo una enramada de palma y que yo desarrollaría un método para que los niños
aprendieran matemáticas bailando y que llegaríamos a ser dos viejos rodeados de hijos y nietos y
que, entonces, tú les leerías poemas y yo les prepararía tortillas de patata como las que me hacía la
abuela Tecla.
Eso será en el momento en que todos, en Los Pocitos, tengan esos mismos derechos, me
decías.
¿Y si salen mal las cosas y no llega ese momento?
Tal vez, entonces, habremos muerto juntos.
¡No digas eso ni de broma!
Pues deja de hablar tanto y ven para acá.
¿Para qué?
¡Oh! Tú ven para acá y ya verás, decías mientras me abrazabas…”
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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Yolanda veía desde la ventana de la sala de redacción cómo se iba iluminando la ciudad. Veía el
Paseo de la Reforma llenarse con paseantes de a pie y en coche. Era noche de viernes de quincena.
Noche en que todo tipo de bestias peludas, heroínas, villanos, súper héroes y princesas salen para
encontrarse con el amor.
Los viernes de quincena todos los hombres y las mujeres que batallaron durante medio
mes por su vida y su sustento entre el tráfico, la inseguridad, la corrupción, la inflación, las prisas,
las distancias y el smog, se olvidan de todo, se plantan lo mejorcito que tienen en el closet y
después de un par de imprescindibles buches de enjuague bucal se lanzan invencibles a la noche de
los besos.
Yolanda se imaginó a los millones y millones de bocas que habitan en el Distrito
Federal besándose por todos lados. Entre las luces de discotecas, los altos en los semáforos, las
canciones en las peñas y la complicidad de los cines. En los salones de baile al son de la salsa y el
danzón, en las sombrías reuniones de corazones solitarios, en los restaurantes de la Condesa, en los
burdeles, en los antros gay, en algún barcito discreto, en las reuniones de neuróticos anónimos, en
los moteles, en los taxis y hasta en los bailes de la tercera edad. ¡Todas las bocas de la ciudad más
grande del mundo besándose esa noche de viernes de quincena!
Yolanda sintió una mordida en las entrañas. La envidia le clavó los dientes, le empezó a
comer el esófago, le despertó unos deseos verdes e incontrolables de herir a muerte al primer ser
viviente que se le cruzara en el camino. No todas las bocas se besarían está noche, pensó vengativa
la periodista para aminorar su malestar, las de la sección general y primera plana de El
Informador se tendrían que quedar a chambear. Pero el gusto no le duró. Al voltear a ver a su
compañero de a lado descubrió que le enviaba besos a su novia por la computadora y que la
reportera nueva mandaba a quién sabe quién tronados besos por el teléfono. Oyó que Ramiro pasaba
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
24
un mensaje con un beso rapidito a su novia por celular y que hasta Socorrito, la secretaria, se estaba
echando un bésame mucho en el último disco compacto de Luis Miguel. Ese viernes por la tarde,
Yolanda se sintió más sola y nostálgica que una ola fuera del mar.
Para contrarrestar su melancolía decidió bajar al archivo a buscar información. Ella no
lo sabía en ese momento pero bajar al archivo cambiaría su vida.
Ramiro Miranda revisaba las propuestas que se iban acumulando sobre las pilas de periódicos
atrasados que había en su escritorio. No sabía que quería encontrar, pero lo sabría en cuanto lo
tuviera enfrente. Su olfato de zorro descubriría lo escondido, lo que nadie mas vería. Para ser buen
periodista se necesita instinto y él lo tenía. Había llegado a resolver casos tan truculentos como el de
los fumigadores, el de los traspasos bancarios, el del contrabando de órganos. Cuando nos
comprometemos con la verdad, la intuición se pone a nuestro servicio, aleccionaba a los reporteros
de su sección.
Sabía que de ese montón de propuestas que se iban acumulando sobre su escritorio
saldría la historia que conmovería a los lectores, a los políticos, a los empleados, a las maestras, a
los sacerdotes, a los deportistas, a las amas de casa, a los banqueros, a las abuelas, a los estudiantes,
a los comerciantes. De ese montón de papeles saldría la historia que dejaría satisfecho al monstruo
come-noticias. A ese que todos los días reclama algo que le dé emoción a su vida, que le permita
condolerse, enojarse, sentirse heroico o vengado. Algo que llene su aburrimiento y sus pláticas en
las reuniones.
Todos los reporteros estaban buscando temas. En cualquier momento alguien le llevaría
la historia que andaba buscando para el reportaje de aniversario.
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
25
“...una fría mañana de noviembre me pediste que te alcanzara en El Tamarindo, una comunidad
perdida entre bosques de encinos a la que era muy difícil llegar sin conocer bien los montes. Había
caído una tormenta y los caminos estaban encharcados. El recorrido fue lento. Faltando pocos
kilómetros la camioneta se atascó en una zanja y tuve que seguir a pie.
Llegué cayendo el sol. Ya no llovía, el olor a tierra mojada envolvía la tarde. Los chapulines
saltaban por todos lados, las calandrias revoloteaban entre los árboles buscando su rama para dormir
y los niños jugaban con el lodo.
Lo primero que vi fue aquella piedra blanca donde un delegado del gobierno había
mandado poner un letrero que decía: Aquí se construye una unidad médica rural. ¿Te acuerdas?
Cuando aquel delegado mandó pintar el letrero tú me pediste que le agregara la fecha y me tomaste
una fotografía. Habías dicho que era para que pudiéramos llevar bien la cuenta de lo que se tardaba
el gobierno en cumplir sus promesas. La unidad médica nunca se construyó y allí se quedó el
letrero como testigo sobre aquella piedra blanca. Más allá vi la figura gruesa de Fidelia. Llevaba las
trenzas atadas sobre la cabeza y vestía una blusa de colores que se alcanzaba a ver desde lejos. El
aire me llevó el olor de los elotes que asaba. Era suerte que estuviera allí. No era fácil encontrarse
con ella. Cuando no andaba por un lado de la sierra andaba por otro. Una vez la acompañé a
recorrer unas comunidades. Era sorprendente ver cómo organizaba a las mujeres. Iba y platicaba
con ellas mientras lavaban la
ropa en el río o echaban las tortillas. Les contaba su historia: que los del ejército le habían matado
injustamente a su esposo y a su hijo. Les decía que tenían que apoyar a los hombres que luchaban
en los montes, para que esas cosas ya no volvieran a pasar, para que las cosas cambiaran.
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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Tú estabas sentado en una hamaca espantándote los mosquitos. Hablabas con dos
compañeros, David y Noé. Yo no alcanzaba a escuchar lo que les decías pero tus movimientos
mostraban impaciencia. Estabas más delgado. Al acercarme los perros empezaron a ladrar y tú
volteaste. Entonces vi que tenías ojeras y una profunda tristeza en la mirada.
Toda esa tarde te comportaste extraño, como tanteándome, como tanteándote. En la
noche supe la razón. ¡Ojala nunca la hubiera sabido!
Se necesitaba una acción que abriera el cerco militar que oprimía a las comunidades de
la sierra. Nuestra guerra no es militar, es social, dijiste. Luchamos para el bienestar de los pueblos
no para su exterminio.
El hostigamiento del ejército había aumentado, las negociaciones que se pretendieron
tener con el gobierno habían fracasado.
No nos dejan otra salida, continuaste, tenemos que capturarlo, hablar con él
directamente; necesitamos retenerlo hasta que liberen a los que tienen presos, hasta que retiren el
ejército.
De pronto, tomaste mi mano y con voz contenida pediste mi ayuda. ¿Mi ayuda? ¿Para
qué? ¿Secuestrarlo? Mi corazón dio un vuelco. ¿Secuestrar a quién? ¿¡Al gobernador!?
Después de explicarme un plan que me sonó confuso, me pediste que lo pensara, dijiste
que cualquiera que fuera mi decisión la comprenderías. Pero mentías. ¡Si decía que no, jamás lo
comprenderías! Detestabas a los tibios, "revolucionarios de mierda" les apodabas. Más ahora que
sentías que el tiempo se acababa y que faltaba mucho por hacer. No, nunca comprenderías que tu
pareja, tu compañera, tu confidente, tu asistente, tu amante se quedara con los brazos cruzados en
esos momentos.
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
27
Un silencio filoso se me clavó en la boca del estómago. Hasta entonces sólo había hecho
trabajos resguardados, administrativos, por llamarlos de alguna forma. No me sentía con valor para
enfrentarme a una acción más expuesta. Pero eso no te importaba.
Afuera, era de noche y jugaban los niños. Por las paredes de varas se colaban sus voces
y sus risas. De tin marín de do pingüé, cúcara mácara títere fue… te toca, te toca... Secuestrar al
gobernador, secuestrar al gobernador, ...de tin marín, de do pingüé... retumbaba la frase dentro de
mi cabeza ...te toca, te toca, gritaban en su juego los chiquillos...”
Cerca de las dos de la madrugada apareció Yolanda en la oficina de Ramiro blandiendo un
periódico amarillento mientras anunciaba: Ta ta ta tan. ¡El ejemplar número uno de El Informador!
Ramiro Miranda vio ondear frente a sus narices un encabezado a ocho columnas en la
primera plana del ejemplar.
Yolanda se había ido a meter al archivo general. Tomando notas había llegado a la
sección de los primeros ejemplares. Allí se topó con noticias tan viejas que algunas de ellas
formaban parte de la historia que había estudiado en la primaria. Un titular llamó su atención. Le
siguió la pista entre periódicos amarillentos y polvosos sin sospechar que desembocaría en la
primera noticia que había aparecido en la primera plana del primer ejemplar de El Informador.
Entusiasmada por el hallazgo, se había puesto a buscar toda la información publicada sobre el
asunto y descubrió que aquella primera noticia escrita hace veinticinco años ¡estaba inconclusa! Se
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
28
sacudió el polvo y después de un ataque de estornudos tomó el ejemplar, enmarcó la noticia con un
plumón amarillo y se la llevó a Ramiro.
2 de diciembre de 1974, leyó el jefe en el encabezado del diario. El primer ejemplar, el
primero, murmuró entre dientes tanteando la idea.
“...la noche antes del secuestro fue la última que estuvimos juntos. Solos, tú y yo, detrás de una
cortina de tela floreada que separaba nuestra hamaca del resto de la casa. Fue una noche inquieta.
No podíamos dormir, los mosquitos revoloteaban alrededor de la hamaca. La luna entraba por la
ventana y te pintaba de plateado el rostro. Yo tenía miedo, mucho miedo. Sentía que el plan había
sido improvisado. Tenía la sensación de que todo se había organizado casi al mismo tiempo en que
se pensó.
Quise decirte que estaba asustada, que no había memorizado las instrucciones, que
necesitaba tiempo para practicar, para hacerme a la idea, para arrepentirme. Pronto amanecería, ya
se oía el quiquiriquí de los gallos y no te había dicho nada. Tú sabías que yo tenía miedo pero
tampoco me dijiste nada. Yo husmeaba tu piel, su olor a coco me tranquilizaba, me hacía sentir que
todo saldría bien. Aunque no lo dijeras tú también estabas preocupado, sabías que podríamos morir.
Pero eso no cambiaría las cosas. La muerte era un riesgo que habías aceptado cuando entraste a la
lucha.
¿Qué hora es?, me preguntaste.
Faltan veinte para las cinco.
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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¡Ah qué bien! Tenemos veinte minutos.
¿Para qué?
Para enseñarte algo.
¿No estarás pensando...?
Sí, eso mero estoy pensando, dijiste riéndote mientras tus manos me acariciabas a la luz
de la luna.
Veinte minutos después, David se acercaría al jacal y tras la cortina floreada gritaría:
¡Ya es hora!
Nadie le dijo a Fidelia de que se trataba nuestra misión, pero debió sospechar que era
peligrosa porque junto al pocillo de atole que me dio de desayuno, puso en mi mano un ramito de
flores que había ido a cortar al campo. Eran flores blancas de aroma fuerte, tal vez jazmines. Son
flores que protegen, mi niña, me dijo.
Noé, un campesino de manos recias y piel ajada por el sol, que también participaría en
el secuestro, volteó a verla con sequedad. ¡Qué flores ni que ocho pericos, la flor que la cuidará es
ésta!, dijo cargando cartucho en su pistola y metiéndola en su cinturón.
¿Sabías que las flores en la comunidad de Fidelia tienen un significado especial? Nadie corta flores
nada más porque sí. Las flores son del campo y sólo se cortan por necesidad o en ocasiones
especiales. Por decir algo, se cortan flores para los muertos, para sus tumbas. También se cortan las
flores medicinales, porque por allá no hay pastillas, ni jarabes. Sus medicinas básicas son las
plantas. Las madres les enseñan a los hijos a conocer cada una.
Decía Fidelia que todos esos secretos de las flores se los había revelado su madre antes
de morir. Y que ella antes de morir se los revelaría a sus hijos. Y que así le hacían todos en la
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
30
comunidad para preservar la sabiduría de los antepasados. Cuando los hombres o mujeres se iban a
luchar a la sierra se los transmitían a sus hijos antes de irse por si no volvían.
El día en que las mujeres de la comunidad bajaron a tomar la presidencia municipal
supe que también usaban las flores para pedir respeto por la vida. Fue el día en que un grupo de
soldados que andaba cazando a los que te apoyaban llegó a El Tamarindo. Sólo se habían quedado
cinco hombres a cuidar el pueblo. Los otros andaban contigo luchando en la sierra y los que no,
estaban muertos o desaparecidos. Cuando vieron venir a los soldados las mujeres y los niños
salieron de sus casas y se fueron a esconder a los montes. Era su forma de protegerse. Allí se
pasaron casi todo el día. Cuando regresaron encontraron sus casas deshechas. Sus pocos muebles
estaban quemados. El maíz y el fríjol regados por el suelo. Las hojas de plátano y las palmas
benditas estaban tiradas por todos lados. También las veladoras y las ofrendas. Todo en el suelo,
inservible. Las mujeres iban y venían de un lado a otro sollozando y diciendo ¡Ay, Virgencita! ¡Ay,
Virgencita! No había rastro de los cinco hombres que se habían quedado a cuidar el pueblo. ¡Ay,
Virgencita! ¡Ay, Virgencita!
Fidelia no estaba ese día en el pueblo, andaba recorriendo comunidades, pero en cuanto
se enteró regresó y organizó un grupo grande de mujeres para bajar a tomar la presidencia
municipal. Eran puras mujeres y niñas. ¡A ver si son tan cobardes para disparar sobre mujeres
indefensas! gritaban.
Exigieron al presidente municipal que les devolviera a los cinco hombres. También le
exigieron que cesara la represión. Los policías levantaron sus fusiles y les apuntaron para
espantarlas, entonces las niñas levantaron una flor blanca que cada una llevaba.
Las autoridades no soltaron a los hombres pero las mujeres aprendieron esa mañana que
podían organizarse...”
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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……………….
Yolanda escudriñaba los gestos de Ramiro intentando descubrir qué pasaba por su mente al leer la
noticia:
“Mujer con un ramo de jazmines desaparece a gobernador. Los hechos sucedieron en lujoso
hotel de Acapulco. No se puede precisar la hora. Según declaraciones del asistente del funcionario
la noche del día 30 de noviembre a las 21.15 horas entró con su “jefe” al bar de conocido hotel del
puerto. A los pocos minutos se presentó una bella joven, con un ramo de jazmines en la mano y le
sonrió al funcionario. El discreto asistente no quiso hacer mal tercio y salió del lugar con el pretexto
de comprar unos cigarros. Cuando regresó al bar el gobernador y la bella habían desaparecido.
Subió a buscar al mandatario a sus habitaciones. Descubrió en el corredor aroma de flores y
escuchó risas en el cuarto, lo que le hizo suponer que el “jefe” estaba en buenas manos. Se retiró a
sus habitaciones y se durmió sin ningún pendiente. La ausencia del gobernador se descubrió a las
diez horas del día de ayer cuando no llegó a desayunar. Su asistente subió a la habitación, tocó pero
no recibió respuesta. Entró pero no encontró a nadie. El llavero del gobernador estaba tirado en el
piso y eso le dio mala espina. Preguntó entre el personal del hotel si alguien había visto al
mandatario; nadie supo darle información. Inmediatamente dio aviso a sus superiores y se iniciaron
las pesquisas?”
“...convencer al gobernador de salir a caminar un rato por la playa, no fue problema. Sacarlo de
Acapulco tampoco. Habías decidido que tu primo David fuera quien manejara porque tenía un taxi
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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y un taxi no causa sospechas. Un taxi pasa sin ser notado. A nadie se le ocurriría al ver un taxi que
adentro llevaban secuestrado al Gobernador del Estado. Noé tenía la consigna de no apartarse del
gobernador y de eliminarlo en caso de que las cosas salieran mal. El taxi se enfiló a la carretera sin
ningún contratiempo. David conocía de memoria aquella ruta.
Habías indicado claramente el lugar donde deberíamos desviarnos. Recorrimos unos kilómetros
por un camino de terracería y te encontramos esperándonos junto con otros compañeros en una
zona de montículos de tierra roja. Allí nos dejó David. Continuaríamos a pie.
Nos dividimos en dos grupos Uno pequeño y central en el que irían: dos compañeros
adelante, tres custodiando al secuestrado, yo entre ellos, y dos más a la retaguardia. El otro grupo, el
grande, se organizaría de forma independiente para cubrirnos.
Entramos al monte por una brecha. La luna alumbraba entre los árboles, caminamos en
fila india para no perdernos entre las innumerables sendas. Seguíamos tus pasos. Anduvimos un rato
largo bordeando el lecho casi seco de un arroyo, nuestras pisadas chapoteaban en el lodo y se
confundían con el ruido del agua y el croar de las ranas. Al llegar a una cañada empezó el ascenso.
Teníamos que adelantar lo más posible antes de que descubrieran la ausencia del gobernador.
Caminamos cautelosos, vigilantes. Tanteando cada pisada, para no dar un paso en falso, podíamos
toparnos con soldados en cualquier recodo del camino. Esa noche llegamos hasta la gruta de las
mariposas blancas. Allí dormimos.
Recuerdo el día en que me llevaste a conocer esa pequeña gruta escondida en la sierra.
Al empezar la primavera salían de allí cientos de mariposas blancas. Fue mucho tiempo antes de la
noche del secuestro.
Era marzo, los campos alegres recibían la primavera. El aire era suave y perfumado, los
trinos revoloteaban entre los árboles, las flores eran botones a punto de reventar. Nuestros
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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corazones también estaban alegres y llenos de promesas. Tú te reías de que yo no sabía lo que era
una crisálida. ¿Y si se puede saber cómo enseña esta maestra la metamorfosis?, me preguntaste
burlón. Entonces me explicaste lo que es una crisálida y también que a esa gruta llegan cientos de
orugas buscando un lugar seguro para su metamorfosis. Llegan meses antes de la primavera, se
adhieren a las paredes de piedra y allí, entre el silencio y la soledad, se van transformando a través
de los meses. Pasa el verano, el otoño, el invierno. Por fin llega la primavera y entonces cientos de
mariposas blancas abandonan sus capullos y surcan los aires como majestuosos kleenex voladores.
Aquel día mientras las mirábamos, me acordé de la abuela cuando me decía que para volar se tiene
que renunciar a ser oruga...”
Ramiro terminó de leer la noticia por segunda vez y se quedó callado, pensativo, jugando largo rato
con su pluma Mont Blanc sobre el escritorio. Luego levantó la vista hacía Yolanda, se incorporó
ligeramente y preguntó:
¿Y la mujer, dónde quedó la mujer?
¡Se despareció, se la tragó la tierra, se esfumó!
Ramiro volvió a sumirse en el silencio para sopesar las posibilidades. No era fácil
encontrarla, lo sabía. Pero también sabía que el punto de novedad, el que llamaría la atención del
público, era ese: encontrar a la mujer y cerrar el caso.
¡Nosotros la encontraremos! ?dijo rotundo. No podía decir en ese momento por qué,
pero sabía con la misma certeza de llamarse Ramiro Miranda que la encontrarían.
¿Cómo puedes estar tan seguro?, quiso saber la periodiosta.
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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Lo sé, simplemente lo sé. ¡Como diría Pascal: El corazón tiene razones que la razón no
entiende!
Yola tuvo sus dudas sobre si esas palabras eran o no de Pascal y muchísimas más sobre
aquello de encontrar a la mujer. Pero como lo que más quería en esos momentos era irse a su casa
dejó la aclaración de ambos puntos para mejor ocasión.
“...eran las cinco de la mañana cuando el encargado de la última guardia te anunció que un
compañero había bajado por agua al río y no había vuelto. Lo fueron a buscar pero el compañero
nunca apareció, tampoco aparecieron ni su morral ni su hamaca. Esto te obligó a cambiar la ruta. Se
decidió rodear por una zona de barrancas, era una vía más complicada pero menos expuesta.
Seguir la nueva ruta con el gobernador a cuestas no fue fácil, sus kilos de sobrepeso y su
falta de condición física nos obligaban a detenernos continuamente. La mañana transcurría y el
avance era lento. Llegó el mediodía con un calor intenso y pegajoso. Paramos junto al río, en las
afueras de un caserío. Nos sentamos a descansar bajo la sombra de los árboles. Tú fuiste con otros
dos compañeros a conseguir alimentos. Nosotros llenamos los guajes con agua. Después de comer
continuamos nuestro camino.
Planeabas llegar al campamento antes del anochecer. Había que enviar un comunicado
avisando que el gobernador sería liberado en cuanto se liberara a los presos y se retiraran las tropas
de la sierra. No fue posible. Cayó la tarde, el calor se fue, llegaron los mosquitos y nosotros no
pudimos llegar al campamento. Acondicionamos un lugar para pasar la noche. Era un sitio bien
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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resguardado entre rocas y árboles frondosos. Un pequeño arroyo bajaba entre las piedras. Yo ya
conocía el lugar, estaba por el rumbo de la casa de Fidelia. Cenamos cacahuates y naranjas.
Despertamos antes de la salida del sol. Ese amanecer a pesar de la tensión te veías
hermoso. Te lavaste la cara en el arroyo y te secaste con tu paliacate antes de volvértelo a amarrar al
cuello. Era el mismo paliacate que habías usado el día de la masacre en Los Pocitos. No me lo
quito, decías, para que no se me olvide que tengo ese pendiente.
Al reiniciar el camino me dio por estar volteando para atrás a cada rato. Sentía en la
nuca ese cosquilleo que obliga a volverse cuando alguien nos está mirando.
Esa mañana la sierra estaba más quieta que de costumbre. Los animales estaban escondidos y el sol
apenas se asomaba. Había una sensación de peligro acechando entre los árboles y las rocas. Tú ibas
alerta, vigilabas los senderos, estudiabas las huellas que había entre los pedrejones de las veredas.
Cuando llegamos a la zona de barrancas, la sierra enmudeció. Todo se llenó de silencio,
de un silencio profundo e inexplicable que parecía venir desde el fondo de la tierra. El viento dejó
de soplar y se callaron las aves. Todo se detuvo, el tiempo, la vida. Tú también te detuviste en seco
con la mirada fija en la maraña de hierbas. Sentiste el peligro. Instantes después un movimiento
entre la maleza rompió el silencio.
¡Allí están, disparen!, gritaste al tiempo que disparabas una ráfaga de metralleta.
Empezó una movilización general. Un compañero soltó otra ráfaga para darnos tiempo
de correr hacia la zona de rocas. Segundos después tronaron los morteros. Cuando el eco de los
morteros terminó, volvió el silencio. Noé ocultó al gobernador en una hondonada. Yo me ovillé en
el hueco de un árbol tras unas rocas y desde allí vi cómo las ráfagas hacían volar las hierbas y
la tierra. Los demás se abrieron en abanico.
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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Todo era confusión, humo, olor a pólvora. Vi a los soldados acercarse disparando,
gritando, aullando. Eran muchos. Se escuchaban sus gritos:
¡¿Dónde está el gobernador, hijos de la chingada, dónde está?!
De pronto apareció un soldado cerca de ti. Estaba trepado en una enorme piedra y te
observaba fijamente. Levantó su rifle por encima de su hombro y te apuntó. Tú, al verlo, lo retaste:
¡Dispara cabrón, dispara si te atreves!
El soldado debió reconocerte porque dudó por un momento.
¡Hijo de puta... dispara!, lo seguiste insultando.
Lo retabas para vencerlo, para desconcertarlo. Apostabas a que alguien reaccionara
antes que él, no estabas dispuesto a morir esa mañana, todavía no. Tenías muchas cosas por hacer.
Pero el hombre de la piedra disparó.
No recuerdo nada más. No recuerdo qué pasó contigo, ni con el gobernador, ni con
todos los demás. Nunca he podido recordar lo qué pasó aquel 2 de diciembre después de que aquel
soldado te disparó...”
Cuando Ramiro Miranda se involucraba en una investigación la llevaba hasta sus últimas
consecuencias. El desafío por encontrar la verdad despertaba en él un impulso que no le permitía
detenerse. Era una necesidad fisiológica como la de tomar agua o comer.
Ese temple periodístico lo llevó a obtener el premio al mejor reportero del año con el
caso de contrabando de órganos. "Un caso muy difícil, solía contar Ramiro, la información estaba
dispersa por todo el País y nadie quería hablar del asunto. Pero yo tenía mis fuentes y sabía dónde
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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escarbar. Una noche supe que estaba cerca porque sonó mi celular. Una voz desconocida me citó
para la mañana siguiente en un restaurante de la ciudad de Guadalajara. Lo primero que pensé fue
en tomar un avión pero como era fin de quincena no me quedó otra que irme a la estación de los
Cien Metros y tomar el primer autobús que saliera para allá. Diez horas después, con todos los
huesos molidos y el traje hecho una mierda, desayunaba con el jefe de la organización criminal. En
este punto el periodista aumentaba la tensión de su voz en el relato y contaba: El tipo me preguntó:
¿Qué quiere a cambio de olvidar el caso? ¡El hígado de su hija!, le contesté. Luego pagué mi
desayuno con el último billete que llevaba en la cartera y regresé a la Ciudad de México a terminar
el reportaje antes de las cinco de la tarde para que pudiera salir publicado al día siguiente. Hoy la
banda completa, incluyendo médicos y enfermeras, está tras las rejas, concluía orgulloso el
periodista".
En el caso de la secuestradora del gobernador el desafío se encontraba en poner punto final a un
caso después de veinticinco años. Escarbar en el tiempo no sería fácil pero se podría. Conocía
casos que se habían resulto después de períodos más largos. Vencer el tiempo y el olvido elevaba su
interés a la enésima potencia: Tenemos la punta de la madeja, le dijo a Yolanda, sólo es cuestión de
seguirle el hilo.
Dio instrucciones precisas a la reportera para iniciar la investigación y la mandó a
la calle con un par de palmaditas en la espalda. Este gesto, por alguna extraña asociación, le recordó
a Yolanda que tenía que pasar a comprar las croquetas de La Gorda.
Encontrar a un desaparecido es una tarea larga y pantanosa. Yolanda pasó muchos días siguiendo el
rastro de la mujer entre periódicos viejos, revistas, expedientes, reportes, llamadas telefónicas,
entrevistas y suposiciones. Recurrió a información tanto de instituciones públicas como privadas;
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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corporaciones policíacas y militares. En el Distrito Federal y en Guerrero. Registros civiles,
escuelas, universidades, hospitales, servicios forenses, agencias funerarias y hasta cementerios.
El olfato entrenado de Ramiro Miranda fue guiando la investigación y a pesar de los
muchos años transcurridos el misterio se fue develando. El gobernador no había sido secuestrado
por delincuentes como habían declarado las autoridades sino por un grupo guerrillero que operaba
en la sierra de Guerrero en aquellos años.
Ante el secuestro, el presidente de la República de aquel entonces había dado órdenes
terminantes para rescatar al gobernador y terminar, costara lo que costara, de una vez y para
siempre con el movimiento armado que asolaba aquella región.
Para rescatar al gobernador se unieron, en un operativo conjunto, la PGR, la policía
federal preventiva y el ejército. Peinaron la sierra, encontraron informantes, cercaron la posible
ubicación del grupo rebelde y, según establecía un comunicado de la Secretaria de la Defensa
Nacional, el 2 de diciembre de 1974 alrededor de las nueve de la mañana, en la región de El
Otatal, municipio de Tecpan de Galeana, estado de Guerrero, a unos cincuenta kilómetros al
noroeste de la población Los Piloncillos, tropas de la XXV Zona Militar rescataron sano y salvo al
gobernador. Ese mismo comunicado establecía que en el enfrentamiento habían muerto todos los
secuestradores.
Esta información contradecía a la de otras fuentes que aseguraban que en el operativo
de rescate se había capturado un sobreviviente y que varios habían logrado escapar, entre ellos la
mujer de los jazmines.
Las declaraciones eran contradictorias. Unas señalaban que el movimiento rebelde había
sido exterminado después de siete años de ocupación militar de la sierra, cuatro campaña castrenses,
veinticuatro mil soldados, quinientos muertos y cientos de desaparecidos; otras determinaban que
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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no había sido exterminado sino que, por el contrario, se había extendió a la Huasteca y de allí hasta
la sierra de Chihuahua.
Las versiones no-oficiales coincidían que este movimiento junto con los otros, tanto rurales
como urbanos, que surgieron durante los años setentas, fueron la base de los grupos guerrilleros que
actualmente operan desde el norte hasta el sur del País.
Suspendía la lectura. En mis ojos se quedó grabada la frase: ¡La mujer de los jazmines
Llamarmeasí es como decir que no tenía un nombre. Y la realidad es que para misperseguidores
nunca lo tuve.
En aquel tiempo nadie tomaba en serio a las mujeres fuera del hogar, menos a las que
se iban a la guerrilla. Aunque fuimos muchas las que participamos en acciones estratégicas y de
apoyo y muchas más las que resistieron y lucharon a pesar de las persecuciones, lo
enfrentamientos, las violaciones, las desapariciones y las muertes de sus seres queridos; en ningún
lado apareció el nombre de ninguna, porque ni los de la policía ni los del ejército ni los del gobierno
nos tomaron nunca en cuenta. Para ellos sólo fuimos las mujeres de los guerrilleros, las putas, las
queridas. La parte de la bola a la que había que matar sin necesidad de andar identificando con
nombres.
Seguí leyendo con voracidad.
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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“... nunca he podido recordar cómo llegué a casa de Fidelia. Mi mente se bloqueó. Me fui enterando
de las cosas que pasaron poco a poco. Primero supe que el disparo de aquel soldado desconcertado
no te había matado pero te había dejado mal herido. También supe que antes de que te llevaran los
del ejército habías gritado: ¡La lucha sigue!
Esa noche Fidelia vio tu muerte en el cielo. Estábamos sentadas en las raíces de los
sauces a la orilla del río. Yo escuchaba los pedacitos de pláticas que llegaban junto con el olor a
humo que traía el viento, tenía esperanzas de oír algo sobre ti. Ella observaba pacientemente el
firmamento, leer el cielo era otro de sus secretos. Así estuvimos mucho rato. De repente una estrella
fugaz atravesó el firmamento. Era una estrella resplandeciente que surcaba desafiante la oscuridad.
Fidelia me tomó levemente la mano y me dijo que esa estrella eras tú en tu camino al cielo.
Entonces yo te lloré sobre su basto pecho. Mi llanto se confundió con su olor a
mezquite. Sus manos acostumbradas a desgranar mazorcas limpiaron mis lágrimas y me
acariciaron el pelo con dulzura.
No pudimos enterrarte; el ejército nunca entregó tu cuerpo.
¡Ay, si pudiera reprogramar ese 2 de diciembre como se reprograma una computadora o se regraba
una canción o se editan las escenas de una película! Si pudiera, reinventaría para ese espacio una
mañana en la que nunca hubieras muerto. Una mañana en la que yo te hubiera advertido del silencio
o te hubiera avisado de aquel hombre que se trepaba por la piedra o te hubiera puesto un collar de
protectoras flores blancas en el pecho o te hubiera atado a un árbol escondido ¡Ay, si tan sólo
pudiera cambiar en el tiempo esa mañana!
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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La casa de Fidelia no era lugar seguro. Ningún poblado en la sierra era seguro. El gobernador se
había reincorporado de inmediato a sus funciones y había completado la orden presidencial con otra
más definitiva: Exterminar a los guerrilleros y a todos los que los apoyen. ¡Cueste lo que cueste y
muera quien muera!
El gobernador debió haber tenido muchísimo miedo de que la guerrilla avanzara, de que
se propagara como incendio. Debió tener mucho miedo porque la represión que siguió al secuestro
fue terrible.
Se veían soldados y retenes por todos lados. Había brigadas de militares disfrazados de
civiles infiltrados entre las poblaciones de la sierra para delatar a pueblos enteros. Todos teníamos
que cuidarnos de todo, de lo que decíamos, de lo que nos decían. Quemar todos los papeles que
pudieran resultar sospechosos. Una fotocopia o un esténcil podrían ser causa de arresto y hasta de
muerte.
Así y todo me quedé en El Tamarindo hasta el martes en que llegó Martín, un
compañero que me conocía bien y que recorría la sierra, en una camioneta roja y destartalada,
vendiendo fruta y alimentos.
Vi su camioneta estacionada cerca del puente y me acerqué. Al verme me sonrió con sus
labios resecos, hizo un cucurucho de periódico, lo llenó de capulines y me lo entregó haciéndome
una señal disimulada para que lo leyera. Luego dijo, como dirigiéndose a todos pero viéndome a mí,
que si alguien necesitaba mandar algo para Acapulco se lo trajera antes de las tres de la tarde porque
a las tres se iba.
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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En el periódico del cucurucho venía la noticia de que me andaban buscando. Según
decía el periódico, me acusaban del secuestro del gobernador, de la muerte de dos soldados, de
portación de arma de uso exclusivo de ejército y de varios cargos más.
Tiene que irse, dijo Fidelia, aquí la van a atrapar. ¡La van a matar, mi niña!
¿Y que más da si me atrapan? ¿Y que más da si me matan?
Si una ha de morir que sea luchando por algo bueno y no nomás a lo
Pendejo, contestó.
¡No tengo a dónde ir, Fidelia!
Andando, andando llegará algún lado, mi niña, dijo mientras guardaba mis cosas en un
morral de ixtle.
Recogí el pasaporte falso y el dinero que me habías dado antes del secuestro. Por si algo
sale mal, me habías dicho.
A las tres de la tarde, escondida entre costales de naranjas, en un camionetita
destartalada, bajé de la sierra dejando atrás mis sueños, mi amor y mi nombre verdadero. Allá
quedaban tu guerra y la mía. La tuya viviría por muchos años. La mía había muerto contigo.
Entonces pensé en las viudas. Esas mujeres que conocí cuando te acompañaba a ver a los
compañeros, esas mismas mujeres que después de que asesinaron a sus compañeros vinieron a
preguntarte a ti: ¿Y ahora qué?
El día que sola y llena de miedo bajé de los montes, alcé los ojos al cielo y yo también
te pregunté ¿Y ahora qué?
¿Habrán sentido las viudas ese dolor devastador que yo sentí por tu muerte? ¿Eso
sentirán las mujeres cuando se quedan solas?
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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La vida de las viudas en las comunidades campesinas es difícil. Tienen que hacerse todo ellas
mismas, sin ayuda. Son las que más temprano se levantaban porque tienen que preparar sus tortillas
y su salsa antes de irse al campo. Tienen que cortar su leña, sembrar, cuidar y vender su cosecha.
Tienen que hacer artesanías de coco o figuras de barro para completar su sustento. Así se la van
pasando año tras año: solas, incompletas.
Pienso en mí. Pienso en las viudas de mi vida: Fidelia, la abuela, mi madre… no, en mi
madre no pienso. Ella se negó a ser viuda...”
“...cuando me preguntabas por mi madre te decía que no tenía nada que decir,sus recuerdos se
habían borrado de mi memoria. Eso te decía porque el únicorecuerdo que tenía de ella era
profundamente doloroso.
Mi madre no murió a causa del accidente. No murió como siempre te conté. Te mentí.
Al terminar el entierro de mi padre, Tecla nos llevó a verla al hospital. Necesita ánimos
para vivir, nos dijo.
Aunque no aceptaban niños en terapia intensiva el médico había pedido que nos
llevaran porque mi madre se negaba a colaborar en su recuperación. Está deprimida, había dicho.
La abuela nos tomó de la mano y nos llevó a través de pasillos llenos de ruido y salas
llenas de gente hasta llegar a un piso en donde todo estaba quieto y silencioso. El olor a medicina
flotaba por todos lados. "Terapia intensiva" decía un letrero colgado de la pared.
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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Nos sentamos en la salita de espera para los familiares de los enfermos graves. Un
médico nos informó que tendríamos que pasar de uno en uno.
Cuando llegó mi turno, la abuela me dijo: Háblale aunque le veas los ojos cerrados.
Háblale, ella te va a oir.
Una enfermera me tomó de la mano y me dejó al pie de una cama. Yo me quedé quieta,
con miedo de acercarme a aquella mujer de cara vendada que tenía tubos en la nariz y en los brazos.
Allí estaba yo paralizada, tiesa, pensando que esa mujer no era mi madre cuando ella abrió los ojos.
Entonces la reconocí. Reconocí sus dulces ojos negros, sus largas pestañas, sus cejas pobladas. Me
acerqué y le dije que se aliviara pronto, que la estábamos esperando Manuel y yo, que estábamos en
el departamento de la abuela, que la queríamos mucho. Le dije eso y muchas cosas más. Ella estaba
lívida, inmóvil, con sus grandes ojos negros brillantes, muy brillantes.
En su silencio me veía y me veía. Yo quería besarla pero no encontraba dónde. Vi su
mano desmayada sobre la sábana blanca, su mano pálida y lastimada, la tome con el mismo cuidado
con que atrapaba las pompas de jabón y la besé.
Mi madre me seguía mirando con sus ojos encendidos. Yo veía que hacía esfuerzos para
acariciarme pero no lo conseguía. Me quedé parada junto a su cama con su mano sin fuerzas entre
las mías hasta que volvió la enfermera.
Antes de irnos el doctor nos dijo que nuestra visita le haría mucho bien, que
regresáramos al día siguiente. Pero nunca más volvimos.
Esa noche, cuando estábamos merendando, sonó el teléfono. Mi abuela contestó y luego
nos dijo que mi madre había muerto, que ella misma se había arrancado los tubos que la ayudaban a
vivir. Se fue, se fue con su esposo, nos lo dijo la abuela, de lleno, sin tratar de suavizar nada.
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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No supe que hacer, Manuel tampoco. Necesitábamos que Tecla nos ayudara a entender
lo que acababa de decirnos. Que nos dijera a dónde se había ido. Que nos explicara por qué se había
ido sin nosotros. ¿Cómo pudo arrancarse los tubos? Pero la abuela no pronunció ninguna palabra, se
quedó quieta, vencida, con la mirada fija en un punto inexistente entre las migajas del mantel.
Al ver a la abuela así sentí una rabia intensa contra mi madre. Yo creo que fue entonces
cuando se me perdieron sus recuerdos. De ella en mi memoria sólo quedó lo que pasó aquel día.
Las autoridades comunicaron que no existía información oficial sobre los desaparecidos. Sobre
ellos sólo se tenían hipótesis: algunos habían decidido seguir en la clandestinidad; otros habían
cambiado su residencia e identidad.
¿Y los otros?, preguntó Yolanda.
Pues, pues los otros a la mejor ni existieron, señorita, le contestó un funcionario.
Esa tarde Ramiro le dijo a Yolanda: Tienen que existir denuncias de las desapariciones.
En algún lado deben estar los expedientes. ¡Encuéntralos!
¿Expedientes? Pero si nadie quiere hablar de desaparecidos menos darán información de
los expedientes, se quejó Yolanda.
En contra de lo que las autoridades habían comunicado Yolanda se enteró, por fuentes
extraoficiales, que la Comisión Nacional de Derechos Humanos tenía el informe de la investigación
sobre presuntos desaparecidos en el Estado de Guerrero. Era un documento de difícil acceso
clasificado como privado.
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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Por medio de las influencias del jefe-tiburón, la periodista logró consultar parte del
mismo. No sirvió de mucho. Los expedientes no estaban integrados ni eran completos. La mayoría
sólo contenía la denuncia de los familiares sobre cuando había ocurrido la desaparición y algunos
datos generales e incompletos de los presuntos desaparecidos.
Sin embargo, entre esas denuncias, Yolanda, encontró, una referencia cruzada que
hablaba de la desaparición de una joven maestra a la que se ligaba con el secuestro del gobernador.
No había nombres, sólo una dirección cercana al Monumento de la Revolución.
No quería suspender la lectura pero no tuve alternativa, cayó la noche y no había luz en aquel
autobús de segunda. Aproveché para bajar a cenar en una estación casi vacía. Hacía frío. El aire
helado me hizo pensar en el invernadero; en que el frío había llegado temprano y que Natividad
tendría que proteger los bonsáis.
Dormí toda la noche arrullada por el ruido del motor del autobús de segunda. Ya
amanecía cuando me despertaron unas voces como de letanía. Eran dos niñas que viajaban en el
asiento de atrás y se entretenían jugando al anillo de Roma y toma. Ese juego infantil en que se va
construyendo una historia agregando una frase en cada vuelta y al final se deshace de un solo tirón:
"Este es el anillo de Roma y toma. En Roma hay una calle y en la calle hay una casa y en la
casa hay una alcoba y en la alcoba hay una cama y en la cama hay una dama y a los pies de la
dama hay un periquito que dice... ni yo estoy en los pies de la dama ni la dama está en la cama ni
la cama está en la alcoba ni la alcoba está en la casa ni la casa está en la calle ni la calle está en
Roma ni éste es el anillo de Roma y toma".
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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Pensé que mi vida había sido como ese juego: una serie de historias que se habían ido
construyendo vuelta a vuelta y que cuando menos me lo esperaba se habían desbaratado de un tirón.
Una inquietud filosa como astilla de cristal se me clavó en la boca del estómago. Ahora el destino
me había arrojado de mi hogar. La policía me perseguía y yo huía con una vida desbaratada entre
las manos. La astilla de inquietud se convirtió en un vidrio cortante que se me encajó en el esternón
y no me dejaba ni respirar. Busqué mis pastillas para la gastritis, me tomé dos e intenté
concentrarme en la lectura para olvidarme del dolor.
“...me habías dicho que si algo salía mal tendría que salir inmediatamente del País porque después
ya no tendría oportunidad. Pero salir de un país no es fácil y menos cuando lo único que se tiene es
un pasaporte falso y un poco de dinero en un morral de ixtle colgado al hombro.
Me tardé varios días en llegar a Nogales y cuando, por fin, estuve frente a la línea que
nos separa de Estados Unidos, no supe que hacer. Me senté en una banca frente a una vulcanizadora
y me pasé muchas horas revisando el pasaporte que me diste. Intentaba memorizar mi nuevo
nombre, pero no bien acababa de leerlo se me borraba de la memoria. Tenía miedo. La calle estaba
llena. Todos querían cruzar. Muchos querían cruzar como yo, haciendo trampa.
Entre la gente que iba y venía en medio del polvo y la miseria humana que se ve en la
línea fronteriza, un hombre me miraba. Usaba botas y sombrero como los rancheros de Sonora. Sí,
me miraba. Hay hombres que encuentran hermosas a las mujeres tristes, aquel del sombrero era
uno de ellos.
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
48
Cuando se vio descubierto, prendió un cigarrillo y se dirigió lentamente hacía donde yo
estaba. Parecía cohibido. Me ofreció un cigarrillo, su mano estaba sudorosa y temblaba. Le dije que
prefería un chocolate. Me compró el chocolate y me ofreció un aventón para cruzar. Yo acepté con
un movimiento de cabeza.
Me preguntó mi nombre; le mostré el pasaporte con el sello de la visa. Lo leyó en voz
alta. Fue la primera vez que escuché ese nuevo nombre y no me gustó.
Durante el tiempo que tardamos en la cola para cruzar la línea yo no abrí la boca. Él
trató de cortar el silencio contándome que era viudo, que su esposa había sido americana, que tenía
la ciudadanía, que era dueño de un invernadero, que el invernadero era muy grande y que estaba a
las orillas de un pueblo cercano a la frontera, que él se llamaba Natividad, que... que...
Yo casi no escuchaba su conversación, mi atención estaba concentrada en la línea. Nos
íbamos acercando. Mis manos sudaban, mi corazón latía aceleradamente. Veía la lucecita roja y la
bandera de Estados Unidos ondeando desganadamente sobre el edificio azul de la caseta de
emigración. Conté los coches que faltaban para llagar: treinta y seis. La cola se acortaba poco a
poco. Treinta. Veintidós. Quince. Siete. Sentí terror. Seis. Cinco. Mi pulso se aceleraba con los
coches que disminuían. Tres. Dos. Se acercó un oficial. Pensé que percibiría mi miedo. Los
minutos eran largos. Ya no oía a mi acompañante. Al faltar un coche para pasar Natividad me pidió
mis documentos. Se los entregué sin voltear a verlo. Hice changuitos y simulé dormir. Oí voces
ajenas, apagadas, no moví un músculo. Sentí al norteño entregar los papeles. Estaba petrificada. De
pronto la camioneta se movió, arrancó. Escuché cómo aumentó el tráfico. Abrí los ojos y vi que
estábamos del otro lado. ¡Habíamos pasado!
¿Adónde va?, me preguntó Natividad. Silencio. ¿Adónde va? repitió. Al volver a
escuchar mi silencio, me palmeó el hombro. Entonces le dije que no tenía a dónde ir.
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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Natividad me ofreció lugar en su casa mientras encontraba un sitio adecuado. Acepté.
Me trató con gentileza ese día y muchos más a pesar de que yo no pronuncié ni una sola palabra en
semanas.
Hubiera querido hablar de ti, de tu muerte, de tu lucha. Hablar de la guerra, de los
muertos, de las traiciones. Hablar hasta deshacerme del dolor, hasta poder acomodar mis miedos.
Pero no hablé porque no encontré con quien. Natividad no comprendería nada. Me bastaron unos
días para darme cuenta que su mundo y sus pensamientos eran contrarios a los míos. Por eso me
obstiné en callar, en conservar todo en el silencio. En no permitir que nadie perturbara tu
recuerdo...”
Yolanda le siguió la pista a la dirección que había encontrado. Era un domicilio cercano al
Monumento de la Revolución. Después de dar vueltas y vueltas se topó con que la famosa dirección
correspondía a unas oficinas de la Secretaría de Hacienda, en las que no había número exterior. El
edificio había sido remodelado después del temblor del 85 y nadie tenía la menor idea de quiénes
habían vivido en ese edificio antes de la remodelación.
La periodista no se dio por vencida, poniendo a trabajar su audacia y genio se puso a
investigar en los comercios cercanos. Así preguntando y preguntando fue a dar con una vieja que
atendía un estanquillo de periódicos en la esquina del Frontón México y quien después de platicarle,
entre otras cosas, que había ganado la medalla de oro de caminata en las olimpiadas de Japón de
la tercera edad, la mandó con un bolero que trabajaba en la Plaza de la Revolución desde el tiempo
del presidente Adolfo López Mateos. Este, entre boleada y boleada, y escupitajo y escupitajo, le
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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campechaneó lo que sabía sobre el asunto con chismes presidenciales, como el de que López
Mateos había construido el periférico para llegar rápido desde los Pinos hasta San Jerónimo; y que
de allí el mandatario jalaba, dependiendo de la hora, o a la derecha para ver a una noviecita que era
educadora y que vivía en San Jerónimo Lídice o a la izquierda para llegar temprano a su casa y
evitarse un pleito matrimonial con Doña Eva.
Todos los informes se detenían bruscamente en el temblor del 85, el día que
desalojaron aquel edificio en el que la abuela de la joven había vivido por más de medio siglo.
La empleada de un escritorio público le recomendó a la investigadora ir a buscar a una tal Panchita
que trabajaba de mesera en el Sanborns La Fragua.
Yolanda encontró a Panchita tras la barra del restaurante. La vio ir y venir enfundada
en una falda a rayas, ampona y almidonada que hacía juego con un tocado, estilo servilleta, que
usan las meseras del lugar. Mientras Yola se almorzaba unas enchiladas verdes especiales, esas con
crema y queso gratinado al horno, Panchita le intentaba dar algunos datos entre comandas y platillos
pero como el ruido no facilitaba la conversación, la mesera optó por turnar a la periodista, con todo
y sus enchiladas especiales, a la mesa en donde tomaba café una maestra jubilada y quien, a fin de
cuentas, resultó ser la amiga mas cercana de la abuela de la mujer que buscaba y por lo tanto la
mejor informante.
Aunque Yolanda no pudo conseguir datos que la llevaran a la localización actual de la
perseguida, obtuvo mucha información sobre su pasado y pudo confirmar que el nombre verdadero
de la mujer de los jazmines era: Ana Lucero.
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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Ver escrito mi nombre verdadero me hizo detener la lectura, una vez más. Ana Lucero, Áaannnaa
Luuucéeeero, A-n-a-l-u-c-e-r-o. Me gustó volver a ver escrito mi nombre verdadero. Hacía tanto
tiempo que no lo escuchaba que me pasé mucho rato repitiéndolo en voz baja y escribiéndolo con
las únicas plumas que traía: Ana Lucero en azul, en negro. Ana Lucero en manuscrito, en molde o
con rúbrica de firma. Ana Lucero y sus mil formas. Ana Lucero.
Cuando abandoné mi nombre verdadero muchas cosas se quedaron con él: mi origen,
mi identidad, la historia de los abuelos, el deseo de mis padres, sus sueños y los míos. Mi nombre
verdadero fue la piedra sobre la que me fui construyendo a través de los años hasta hacerme parte
de cada una de sus letras. Cuando lo abandoné todo se desbarató y tuve que empezar a forjar una
historia nueva a partir de un nombre ajeno.
Ese nombre ajeno que he usado durante los últimos veinticinco años ni siquiera lo voy
a mencionar. No tiene caso, es un nombre falso, sin sentido. Es un nombre huérfano, sin árbol
genealógico ni raíces. Un nombre vulgar que podría ser: Chuy o Chucha o Chacha o Pancha o
Chencha o Concha o... da lo mismo. Podría ser cualquier nombre porque ninguno es el mío.
“... una mañana Natividad me avisó que se acercaba Navidad. Me sorprendí que sólo hubieran
pasado veintidós días desde tu muerte. Tantas cosas habían cambiado que costaba creerlo. ¡Sólo
veintidós días! ¿Cómo podría desgranar la inacabable mazorca que aún me faltaba por vivir?
¿Cómo? Si con sólo veintidós días me sentía tan fatigada.
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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Natividad me pidió que lo acompañara al invernadero a escoger un pino natural para
navidad. El invernadero estaba en la calle de atrás de la casa. Tenía flores de todo tipo. Cada
sección tenía temperatura y condiciones especiales según lo que se cultivaba.
La sección más importante era, sin duda, la de los bonsáis. Tenía un invernadero frío
con riego computarizado, un hotel para el mantenimiento vacacional de los bonsáis y una amplia
sala de trabajo en donde se hacían trasplantes, podas y alambrados. También tenía una biblioteca y
un jardín con una exposición permanente. El encargado me contó que cada año, el primer sábado de
diciembre, se celebraba en el parque japonés que estaba un par de
calles al frente de la casa, el concurso nacional de bonsáis. Llegan aficionados de todos los países.
¿Se imagina?, me dijo sonriendo el encargado, desde Noruega o Japón cargando arbolitos que
cuidan más que a la niña de sus ojos.
¡Qué irónico resultaba imaginar que el día en que tú estabas muriendo entre aquellos
inmensos árboles de la sierra aquí cientos de personas se arremolinaban extasiadas frente a un
desfile de árboles enanos!
Cuando nos quedamos solos le pregunté a Natividad: ¿Qué piensas de las personas que
luchan por cuestiones sociales? ¿Cómo los que hacen escándalos y mítines por los derechos de los
indocumentados?, me preguntó rascándose la oreja. Bueno, sí, ese podría ser un ejemplo, le
contesté. Que están muy equivocados. Hay mejores maneras de apoyar a los paisanos, dijo. ¿Por
ejemplo?, pregunté. Lo que hago yo. Tengo un invernadero en el que les doy empleo a muchos
indocumentados. Conmigo ningún paisano se muere de hambre. Además los formo como técnicos
para trabajar en jardines. Eso sí es ayudar a los nuestros, concluyo orgulloso. Pero con pagas tan
bajas que nunca saldrán de pericos-perros, objeté. No es cierto, me dijo, hasta el chamaquito que
barre sabe que aquí, si trabaja duro, podrá juntar lo suficiente para comprar hasta una tele a color
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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y una lavadora de platos para su jefecita.
Motivada por el resultado de sus averiguaciones y sabiendo que no podía llegar a la redacción sin
información efectiva sobre el paradero de la mujer, Yolanda cobró ánimos y cuando terminó de
almorzar se fue directamente a la Secretaría de la Defensa en donde Ramiro le había conseguido un
permiso para revisar los documentos que habían sido decomisados al líder guerrillero durante los
operativos de rescate del gobernador.
El soldado responsable del archivo le prestó un morral de cuero que contenía: una
libreta que decía diario de campaña y un mapa ajado y medio roto de la sierra de Guerrero en el que
alguien había marcado con colores, ya descoloridos, sendas, rancherías, pueblos, ríos, peñascos,
barrancas, etcétera.
El diario de campaña consistía en unas pastas gruesas con tres páginas ilegibles y el
resto de hojas arrancadas.
La periodista pensó que no había valido la pena el esfuerzo de Ramiro para conseguir el
permiso de revisión cuando, por casualidad, vio un filo blanco asomarse entre las pastas casi
deshechas del diario. Jaló el filo y descubrió una fotografía, manchada y amarillenta: Una mujer
recargada en una piedra.
Al observarla con detenimiento vio que sobre la piedra había una leyenda
que decía: Aquí se construye una unidad médica rural. A pesar de las manchas también pudo
distinguir los rasgos de la joven. No era campesina, parecía una muchacha de ciudad. ¿No sería Ana
Lucero? Se ajustaba a la descripción que había hecho el ayudante del gobernador en sus
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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declaraciones: tez blanca, grandes ojos negros, cejas pobladas, delgada, aproximadamente de
veinticinco años, pelo largo y rizado. Sí, sí ¡Claro que era ella!
Junto a la piedra en que estaba recargada la joven de la foto, se alcanzaba a distinguir
una señalización con el nombre de un pueblo. No fue fácil descifrar el nombre pero, ayudándose de
un cuentahilos que llevaba en su bolsa y revisando, uno por uno, todos los puntos marcados en del
descolorido mapa de la sierra, la periodista lo hizo. El nombre de aquel lugar era: El Tamarindo.
Emocionada por el descubrimiento dio vuelta a la fotografía y se topó con dos
corazones desteñidos entrelazados que remataban con una dedicatoria, en caligrafía casi ilegible: A
mi amor de coco y esperanzas.
Aquellas palabras la atraparon. No podía dejar de mirarlas, de leerlas y releerlas.
¿Quiénes vivían detrás de ellas? ¿Cuáles eran sus historias? ¿Qué secretos se ocultaban bajo la
amarillenta superficie de aquella fotografía? Un montón de ideas empezaron a surgirle en la cabeza;
entre ellas, la de escribir una historia sobre la historia de aquella fotografía.
Sin perder tiempo devolvió los objetos al militar encargado (desde luego se quedó con
la fotografía) y salió volando.
En un incomprensible arrebato, Yolanda se fue derechito a su departamento. Y al llegar, derechito
a acomodar la fotografía en el marco del espejo del baño. Se comparó detenidamente con aquella
mujer. Sentía el deseo caprichoso de parecérsele en algo. La joven era muy delgada y melancólica.
Nada que ver con la rozagante vitalidad de Yolanda. En nada se parecía aquel rostro melancólico y
anoréxico a la cara redonda, con hoyuelos en las mejillas, de la periodista.
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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Yolanda no se dio por vencida y, ante la mirada interrogante y complaciente de La
Gorda, siguió estudiando la fotografía hasta que descubrió que ambas tenían el pelo ensortijado. La
mujer de la fotografía lo llevaba a medio atar con un lazo flojo que dejaba rizos sueltos sobre sus
hombros. Yolanda lo traía fuertemente sujeto en una coleta que sostenía con un par de broches. Se
quitó los broches, se dejó el cabello medio suelto y se dijo a sí misma que había encontrado el tema
para su novela.
“...una mañana, en medio de las flores del invernadero, le dije a Natividad que necesitaba que mi
abuela Tecla supiera que yo estaba viva. Tienes que avisarle sin mencionar mi nombre, le pedí, sólo
dile que hablas de parte de su nieta, que la quiero, sólo eso dile.
Él siguió regando sus tulipanes pero al poco rato, sin hacer preguntas, me pidió el
número de teléfono y salió del invernadero.
Esa noche, me dijo que quería quedarse a dormir conmigo.
No, le contesté.
¿Es porque no estamos casados?
No.
Entonces ¿por qué?
Porque no te quiero.
¿Me podrás querer más adelante?
No sé, a lo mejor.
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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No pasó mucho tiempo antes de que volviera a pedírmelo. Pero esa vez lo hizo en una
noche abandonada y solitaria en la que no pude decir "no". Él se quedó en mi cama y así
empezaron a correr los veinticinco años que llevamos juntos.
Mi vida con Natividad ha sido un lugar propicio para esconder mis miedos; una etapa de
insensibilidad que por muchos años he preferido ver como tranquilidad; un tiempo en el que nadie
me ha pidió valor, sólo olvido…”
Yolanda había decidido no contar a Ramiro nada sobre la fotografía. No se lo diría porque no lo
consideraba necesario. Él estaba buscando a una delincuente y no a una muchachita enamorada.
Sentía que entregarle la fotografía era violar la intimidad de Ana Lucero. Le diría a su jefe todo lo
demás. Lo de las conversaciones, lo del diario, lo del mapa. También le diría que había un pueblo
que se llamaba El Tamarindo, que ya lo tenía bien ubicado en la Guía Roji de carreteras. Inclusive
se ofrecería para ir allá a hacer personalmente una investigación. Pero de eso a entregarle la foto,
pensaba Yolanda, ¡ni hablar! La foto era suya.
¿Por qué nadie encontró esa fotografía en tantos años? ¿Por qué el destino sacó el filo
blanco de la pasta del diario exactamente en el momento que yo lo veía? ¿Por casualidad? ¡Pues
no, no! Sacó el filo blanco en el momento que yo lo veía precisamente porque era para mí, se decía
Yolanda justificando el hallazgo como una señal del más allá o del más acá para empezar a escribir
su primera novela.
Guardó el retrato con dedicatoria en el cajón de sus calzones. Allí entre sostenes,
fondos, pantaletas, bolsitas de pétalos perfumados, cartas de amor, una cruz de yalalteca que su
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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madre le regaló una navidad y el dinero que restaba de su quincena, aquella fotografía esperaría que
la periodista empezara a escribir su historia.
Yolanda había tenido pocos amores correspondidos en su vida (aclarando correspondidos, porque
no correspondidos había tenido un montón: vecinos, artistas, maestros, jefes, un par de dentistas y
hasta un sacerdote. Pero hay que decir que la mayoría de estos hombres nunca se enteraron de los
deliquios amorosos de la joven ni de los cientos de corazones y poemas que ella les dedicó en sus
cuadernos desde la primaria hasta la universidad). Ocultaba sus deseos amorosos como si
aceptarlos fuera pecado mortal. Solía ir diciendo, a diestra y siniestra, que una periodista no tiene
tiempo para andar enredándose en amores.
Un domingo, en una excursión familiar a Puebla para ver a San Sebastián de Aparicio,
santo que tiene fama de muy milagroso, Yolanda se escapó del grupo y se coló hasta adelante en la
fila de fieles para, sin que nadie se diera cuenta, pedir al cuerpo insepulto e incorrupto del santo que
le ayudara a conseguir novio. En cuanto regresó de Puebla, con afán de echarle una manita a San
Sebastián, puso un anuncio en un espacio del Internet que se dedicaba a contactar parejas. Quién
sabe si fue de milagro o porque hay muchos necesitados de amor, pero las respuestas no se dejaron
esperar. Le llegaron mensajes de todo tipo, desde el del fulano que le pedía su dirección real para
pasar a darle una caladita hasta el de una testigo de Jehová que intentó, insistentemente
convencerla de ir a leer la Biblia.
Cuando llegó un correo que le gustó a pesar de sus faltas de ortografía la periodista
decidió arriesgarse, sin más ni más. Algunos hubieran opinado que la ortografía y la buena
redacción le servirían de parámetro para tantear si el galán valía la pena o no pero Yolanda no los
hubiera escuchado; estaba convencida de que, salvo honrosas excepciones al estilo Cyrano de
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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Bergerac, la ortografía y la buena redacción nada tenían que ver con el perfil de los buenos amantes
porque, si así fuera, ella hubiera sido más requerida en amores que la mismísima Dama de las
Camelias. Así que se olvidó de los acentos, las zetas y las jotas e inicio una apasionada
comunicación virtual. Fueron noches en que, en la intimidad de su hogar, se desvelaba en chanclas
y con La Gorda echada a sus pies, practicando juegos amorosos a través de una pantalla.
Un día los enamorados decidieron conocerse. Y como en esta vida el hombre pone, Dios
dispone, llega el diablo y todo lo descompone, el día de la cita surgió un problema con el cierre de
la edición y Yolanda no pudo despegarse de la redacción hasta que fue muy tarde para asistir a la
cita. Envió un mensaje de disculpas y luego otro y otro más pero nunca recibió respuesta. Entonces
apagó la computadora. Se dijo que los santos no hacen milagros, que más vale sola que mal
acompañada y que, con tanto trabajo, una periodista no tiene tiempo para andar enredándose en
amores.
“... mi abuela y yo fuimos cómplices. Ella era la única persona que sabía en dónde estaba. Nos
vimos muy pocas veces durante mis años de exilio. Al principio nos comunicábamos por teléfonos
públicos y apartados postales, después las cosas se fueron calmando y nosotras olvidándonos de las
precauciones. Yo le mandaba a Tecla fotografías de mis hijos y ella me mantenía al tanto de la vida
de mi hermano y del país.
Los primeros años, después de leer las cartas que me mandaba las quemaba junto con
las hojas secas del jardín. Después empecé a guardarlas para enseñárselas a mis hijos el día que les
contará esa parte de mi historia en donde existía una bisabuela gitana a la que no conocían.
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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La abuela siempre conservó las fotos que yo le enviaba. Las guardaba bajo llave en su
cajón de costura. Nadie abre ese cajón, me escribía, nadie tiene la llave. Era su secreto y con nadie
lo compartía, ni siquiera con mi hermano. Tecla siempre desconfió de su mujer bailarina.
Un día la abuela me habló para despedirse. Me avisó que le había llegado la hora de
morir. Que no estuviera triste porque ella siempre estaría junto a mí, cuidándome. También me dijo
que quemaría todas las fotografías al día siguiente pues no quería dejar nada que me pudiera poner
en riesgo.
La abuela murió esa noche y yo nunca supe qué había pasado con todos los retratos.
Pensé que tal vez mi hermano los descubriría y entonces me buscaría y entonces yo tendría el valor
de contarle a él y a mis hijos todas las cosas. Pero pasaron los años y Manuel nunca apareció…”
“...con la muerte de la abuela se rompió el lazo que me mantenía al tanto de las cosas que sucedían
en México. Mi nostalgia despertó mi obsesión por las noticias. Empecé a escuchar todos los
noticieros en español y a leer los periódicos de cabo a rabo. Me devoraba los artículos sobre política
y cultura mexicana. Ponía atención hasta en el más nimio comentario que aparecía sobre mi País.
Pero las noticias eran pocas y cortas. Nunca me dejaban satisfecha.
Así y todo, un día me enteré de la llegada de los Zapatistas al zócalo de la Ciudad de
México. Fue un domingo claro y asoleado en que la ciudad entera salió a recibirlos. Decían las
reseñas que en las calles se veían desde niños en los hombros de sus padres hasta viejos en sillas de
ruedas. Todos coreando ¡Nunca más un México sin nosotros!
El periódico traía varias fotografías. La Plaza de la Constitución llena como nunca. La
bandera nacional ondeaba a todo vuelo. Al pie decía que a la una veinticinco habían entrado los
Zapatistas al zócalo mientras una banda entonaba la marcha Zacatecas. Otra fotografía era de
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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Marcos. Al ver su rostro sin rostro, me di cuenta de que con él entraron todos los que lo precedieron
en la lucha.
En ese rostro sin rostro todos revivieron. Las madres vieron en él al hijo perdido en la lucha, los
hermanos al hermano encarcelado, los hijos al padre desaparecido, las mujeres al compañero
asesinado, los amigos al amigo. Todos estaban allí, en ese rostro sin rostro de la fotografía del
Periódico. Pero yo no vi a ninguno. ¡Yo sólo te vi a ti! Te vi a ti y te imaginé entrando jubiloso.
Pensé en que unas mujeres te purificarían con copal y otras te protegerían con pétalos de flores.
Escuché cuando un caracol avisó al mundo de tu llegada hacia los cuatro puntos cardinales.
Entonces supe que a pesar de que te mataron no habías muerto. Entonces supe que tu lucha
continuaba…”
Ya era de noche cuando Sofía y su abuelo Martín, vieron subir por el cerro un coche, dando tumbos
entre las piedras del camino. ¿Será Salubridad?, peguntó Martín. ¿Será?, le contestó su nieta.
Nadie recorría esos caminos a esas horas de la noche. Sólo la camioneta de salubridad
durante las campañas de vacunación.
El viejo y la mujer se quedaron mirando el automóvil hasta que se detuvo junto a la
señalización que indicaba: El Tamarindo. Justo junto a una piedra blanca en la que todavía Yola
alcanzó a leer: Aquí se construye una unidad médica rural.
Lo primero que descendió de aquel coche lleno de lodo e insectos aplastados en el
parabrisas, fue una perra preñada. Varios perros se acercaron a ladrarle, pero la perra no se inmutó,
con aire de emperatriz esperó tranquilamente hasta que su ama bajara del coche y le pusiera el
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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collar.
Yolanda, seguida por el pesado andar de La Gorda, trastabillando entre la oscuridad y
los ladridos de los otros perros se acercó a una puerta alumbrada por un foco sucio y amarillento,
desde donde un hombre y una mujer la observaban. Lo primero que vio fue un cartel viejísimo y
oxidado de Pepsi-cola, que tenía escrito con plumón “Comida corrida”.
¡Buenas noches!, dijo. ¿Tienen algo de comer?
La mujer la sentó en una mesa de lámina y le sirvió chicharrón de cerdo en salsa verde,
frijoles y dos tortillas. Mientras comía, Yolanda les explicó a sus posaderos que era reportera y que
necesitaba encontrar a una mujer. Les mostró la fotografía.
La vieron de lejos, luego Martín la tomó y la acercó a la luz del foco. Yolanda se fijó
que al viejo le faltaban tres dedos de la mano derecha. Después de un buen rato el abuelo, dijo: A
esta mujer sí que la conocí. Luego se levantó y se fue.
Esa noche Yolanda y La Gorda durmieron en la escuela. A la mañana siguiente el viejo
Martín fue a buscarla y no se separó de ella en todo el fin de semana. La llevó a conocer el pueblo y
sus alrededores. La subió a una loma desde donde Yolanda pudo fotografiar montañas de aserrín y
viruta de miles de árboles talados; pilas de troncos de roble y encino brillando bajo los rayos del
calcinante sol.
El Tamarindo se había convertido en un aserradero clandestino. Estos hombres no
saben respetar los árboles, ni la naturaleza, ni la tierra, ni el agua, ni el sol, decía el abuelo, vinieron
a devastar nuestros montes. No hay autoridad que los detenga y cuando no hay autoridad que haga
justicia se siente mucha impotencia y crece la rabia al ver caer los árboles.
Luego le presentó a personas que le contaron muchas historias. El abuelo también le
platicó sus recuerdos. Le contó que cuando tenía los dedos completos manejaba su propia
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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camioneta. Se dedicaba a vender fruta y verdura en la sierra. Le gustaba manejar y además con la
camioneta podía ayudar a los compañeros que luchaban en los montes.
En esos tiempos se pusieron las cosas muy feas, recordó Martín, a la muchacha de la
foto la andaban persiguiendo, querían matarla. Yo la bajé a la terminal de camiones en Acapulco
para que se fuera y cuando yo ya venía de regreso me detuvieron en un retén cerca de Chilpancingo.
Había retenes por todos lados. De modo que allí me detuvieron y me interrogaron. Después me
apresaron y me siguieron interrogando por varias semanas. Querían que les dijera dónde estaba la
mujer. Aunque hubiera querido no hubiera podido decirles nada, no sabía para dónde había jalado.
Sólo sabía que la había dejado en la terminal y ya. Para obligarme a hablar me cortaron los dedos.
Me tuvieron encarcelado varios años. Cuando me soltaron ya no quise manejar. Cambié mi
camioneta por un refrigerador de la Pepsi y me vine para acá, con mi nieta. Ahora es ese
refrigerador de la Pepsi él que nos mantiene, dijo señalándolo, aquí vienen a comprar refrescos fríos
todos los del aserradero.
Yolanda llegó a su casa el domingo ya muy tarde. Escuchó los mensajes de la contestadora. Entre
sonidos y chirridos, surgió la voz de Ramiro ordenándole que fuera inmediatamente a poner un
anuncio a Los más buscados, ese programa de televisión que aprovecha al tele auditorio para
localizar delincuentes.
Yolanda cayó como tronco después de darle a La Gorda sus croquetas y su
correspondiente cuota de caricias en la panza.
Al día siguiente a primera hora la periodista estaba sentada frente a un tipo que tenía más facha de
estilista que de productor del programa de televisión Los más buscados:
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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¿Por qué renovar el interés en un caso de hace veinticinco años?, le preguntó a la
periodista.
Porque es una deuda informativa que tenemos con la sociedad, explicó Yolanda, y llegó
la hora de saldarla.
¡Ay, mi reina! posiblemente esa mujer ya se murió o se cambió de aspecto o se dedica a
cuidar nietos. Déjenla en paz. Además, continuó diciendo el productor con movimientos teatrales,
ese ex-gobernador es un horror. ¿No lo has visto en la tele? Sigue vivito, haciendo tranzas y talando
bosques.
Yolanda recordó los montes devastados, los cerros de aserrín y las pilas de troncos que
fotografió en El Tamarindo. Por un momento sintió el impulso de cancelar la participación en el
programa.
“…los fugitivos, y yo lo soy desde hace veinticinco años, nos pasamos la vida huyendo aunque
nadie nos persiga. Aprendemos a mirar hacia atrás sin que se note. Nos sentamos viendo al
frente, nunca hacia la pared. Evitamos contestar cuando el teléfono suena. Tememos a las llamadas
a media noche y a las visitas inesperadas. Cambiamos continuamente nuestras rutas y nuestros
horarios. Sentimos escalofríos al doblar en las esquinas, tememos toparnos con alguien que nos
reconozca, que nos pregunte sobre nuestra vida, que nos indague o nos descubra.
Los fugitivos tenemos nuestra historia guardada en escondites. El temor es nuestra
sombra, nunca se nos desprende. Por eso nos encerramos, nos callamos. Los fugitivos somos
prudentes pero no por virtuosos; somos prudentes para que nadie nos vea.
A veces deseo que todo esto acabe. Como sea pero que acabe…”
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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Antes de entregar a Ramiro la información para el reportaje, Yolanda ajustó los datos históricos que
no le cuadraron, afinó puntos según su criterio, corrigió todo lo que consideró inadecuado y subsanó
imaginativamente las omisiones. Sabía que eso no causaría ningún problema. Y tenía razón, eso
no fue la causa del desastre. Lo que ocasionó la catástrofe fue su novela, porque en ella la realidad
se fue tejiendo tan hábilmente con la fantasía que al final ni la misma Yolanda alcanzaba a
distinguir con nitidez cuales situaciones pertenecían a los hechos fríos u objetivos de la
investigación y cuales a la imaginación.
Muchas de sus fantasías estaban enredadas entre los sucesos.
Desde luego que Yolanda sabía que la protagonista de su novela era un personaje de
ficción aunque estuviera inspirada en la mujer de carne y hueso sobre la que escribía un reportaje.
Sin embargo, tenía la sensación de que lo que sucediera en la ficción también sucedería en la
realidad y viceversa. Aún más, Yolanda llegó a sentir que la realidad era la de su novela y que el
reportaje, el aumento en la circulación del periódico, su jefe y los accionistas eran la puritita ficción.
Cuando Yolanda se levantaba de la computadora casi al amanecer, con los huesos hechos polvo,
después de las largas sesiones de escritura, se preguntaba si alguien leería su novela. A veces se
contestaba "sí" pues era una historia interesante y bien tramada pero otras veces se contestaba "no"
pues sentía que a nadie le importaría un rábano conocer las cuitas de amor de una mujer que luchó
hace mas de veinticinco años en la sierra de Guerrero.
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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Yolanda se sentó en aquel cómodo sillón, de la oficina del jefe-tiburón. La cabeza le retumbaba:
pam... pam, pam... pam. Se dio cuenta de que estaba agotada y hambrienta.
En la mesa del café vio unas galletas de dátil con nuez y una jarra de jugo de naranja
recién hecho. Inmediatamente decidió que en cuanto el director le corriera la cortesía, pediría una
tacita de café con leche, dos galletas y un vaso de jugo. Eran las cuatro de la tarde y no traía, entre
pecho y espalda, más que dos cocas de dieta y una bolsa de doritos. Pero el director no corrió la
cortesía. En cuanto colgó el teléfono empezó a gritarle a su jefe:
Sólo faltan dosss semanasss, Miranda ¡Dosss semanasss y usted no tiene nada en claro!
Yolanda lo veía gesticular y manotear y volver a gesticular desesperado. Sólo le digo esssto,
Miranda. ¡Si yo pierdo mi puesssto, usted pierde el sssuyo!
Yolanda apenas podía creer lo que oía. El jefe-tiburón tenía miedo de ser despedido,
sacado de la jugada, dejado sin sueldo mensual. Era una revelación. Jamás se hubiera imaginado
que los hombres-tiburón, los jefes de los jefes, los directores generales, los meros meros, los
todopoderosos pudieran tener miedo de perder la chamba como cualquier hijo de vecina.
Y recuerde, Miranda, continuó el director, los accionistasss no están dispuestosss a
perder mercado por la culpa de un grupo de reporteritosss ineptosss. Así que si se pierde mercado,
usssted y todo su grupo quedarán fuera, me entiende. ¡Fuera!, gritaba el tipo como poseído.
¿Reporteritos ineptos? Al oír esto a Yolanda se le espantó el cansancio. Pensó que más
valía ir diciendo adiós al nuevo puesto, adiós al aumento de sueldo, adiós a las galletitas de nuez
con dátil y al jugo de naranja. Adiós.
Además de los gritos del director, la periodista se tuvo que zampar los de Ramiro. Le
reclamaba como si ella fuera la culpable de no encontrar a una mujer que estaba perdida desde hacía
veinticinco años. Una mujer a la que ni la policía ni todo el ejército habían podido encontrar. La
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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regañaba como si no hubiera estado trabajando noches y días enteros sin comer ni dormir para que
él tuviera la información que necesitaba en su reportaje.
Yolanda se sentía aplastada, acabada, desmotivada, agotada. Sin embargo, al llegar a la
sala de redacción un olorcito la reanimó. ¿No quieres un tamalito, Yolandita?, le ofreció Socorro, la
secretaria de la sección, quien con motivo de su cumpleaños había preparado tamales. Ramiro se le
quedó viendo amenazante como diciendo, no te atrevas a perder tiempo comiendo, pero Yolanda no
se dio por enterada y se echó al pico dos tamales de rajas con queso. Después pidió otros dos
diciendo que se los llevaría a Ramiro pero la realidad es que los pidió para llevárselos de itacate a
La Gorda por si no le daba tiempo de pasar a comprarle sus croquetas.
La veladora que prendió Socorro, la secretaria, al Santo Niño de Atocha, cuando se enteró de que si
no encontraban a la fugitiva los correrían a todos, debió funcionar porque a la mañana siguiente
recibieron la llamada de una señora que decía tener información precisa para localizar a la mujer
que anunciaban en Los más buscados.
La mujer los citó a comer ese mismo día en el Four Seasons, uno de los restaurantes
más caros de la Ciudad de México. En el lugar había una comida de jueces, lo que le daba al
ambiente más formalidad de la usual.
Ramiro y Yolanda se registraron y pidieron una mesa apartada para poder hablar con
tranquilidad. Empezaban a tomar el aperitivo cuando apareció frente a ellos, guiada por el capitán,
una mujer como de cuarenta y tantos, vestida con una falda y una blusa que hacían voltear
discretamente a los jueces para mirarla. La extraña aparición llevaba el pelo a medio peinar
recogido bajo un sombrero de terciopelo negro que hacía juego con sus botitas cortas de satín.
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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Después de las dos primeras copas de champagne, aquella mujer les contó que había
sido bailarina del Lido de Paris, y por aquello de que no le fueran a creer sacó, de su bolso
bordado, una fotografía que lo comprobaba y preguntó sin más ni más:
¿Cuánto pagan?
¡Nada!, le contestó Ramiro.
¡Ah, pues si no pagan nada, nada tengo que decir!
¿Cómo podemos confiar en que lo que dirá es cierto?
Porque esa mujer es mi cuñada y la conozco tan bien como usted a... a
su amiguita, dijo la bailarina con sarcasmo señalando a Yolanda.
Ramiro ignoró la mala fe de su comentario y le contestó cortante: ¡Pruébelo!
La mujer sacó varias fotografías y las extendió sobre la mesa ante la mirada torva de
Ramiro. Creíamos que estaba muerta, explicó, pero cuando murió la abuela de mi esposo, entre sus
cosas encontré cartas, fotografías, un apartado postal y un número telefónico. Así supe que no había
muerto y que vivía en Arizona, en un pueblo cercano a la frontera.
¿Su esposo lo sabe?, preguntó Ramiro.
No, nunca le dije nada para evitar que se involucrara en problemas con la justicia.
¡Veinte mil pesos, por el número telefónico y el apartado postal!
Cien mil, replicó melosamente la bailarina.
¡Cincuenta y ni un peso más!
Cien, volvió a repetir la mujer tranquilamente.
Usted gana, cien pero necesitamos fotografías y no se le dará el dinero sino hasta que se
compruebe que son datos que efectivamente llevan a la captura de la mujer.
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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Esa misma tarde, las fotografías, el número de teléfono y el apartado postal de Ana
Lucero fueron turnados a la INTERPOL.
Yolanda no pegó el ojo en toda esa noche. Algo se le había movido por dentro al ver las fotografías
de aquella mujer, que tan quitada de la pena, se reía con dos adolescentes en un partido de futbol, o
daba de comer a un gato o podaba unos arbustos. Las imágenes revoloteaban en su mente,
espantándole el sueño. ¿Qué derecho tenía ella de meter las narices en la vida de los demás? ¿Qué
derecho de deshacer la vida de una familia por un reportaje?
Todavía retumbaban en su cabeza las palabras que le contestó Ramiro cuando ella le
planteó sus dudas: Un periodista no tiene opciones, la única opción es la verdad. La verdad con tu
público, con tu trabajo, contigo misma y con Dios había sentenciado Ramiro.
A Yolanda le pescó el amanecer reflexionando sobre lo relativo de la verdad. Ana
Lucero para la policía era una delincuente, para los luchadores sociales una compañera, para
Ramiro una noticia y para ella... Ana Lucero era la protagonista de su novela.
La vida es irónica. En los días en que Yolanda se quería echar para atrás la historia empezó a
despertar un vivo interés en el jefe-tiburón. Nuestro éxito periodístico no sssólo se derivará de
cerrar un caso abierto, sssino que conmoverá a la sssociedad porque es la historia de una ama
de casa como cualquiera. Ademásss, decía el mero mero felicitando a Ramiro, los artículos están
admirablemente bien essscritos.
Hay cosas que no tienen opción, como el alumbramiento después de la preñez. Para
rematar tanto zipizape en la vida de Yolanda La Gorda parió esa madrugada.
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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La periodista llamó al veterinario a las dos y alrededor de las cinco de la mañana vieron
la luz por primera vez, debajo de la mesa del comedor: dos machos y una hembra con manchas de
color café y negro sobre su suave pelambre de perros finos. Tres cachorros que olisqueaban todo
como lo habían hecho sus abuelos sabuesos y que se tropezaban con sus grandes orejas en sus
primeros intentos de caminar.
Yolanda sabía que Ramiro Miranda se merecía el puesto; había probado con creces ser uno de los
elementos más calificados del periódico. Además, no sólo quería el puesto por el dinero, aunque
esto sin duda tenía su dosis motivacional, lo quería porque tenía planes ambiciosos e innovadores
que implementar. Además en uno de sus rarísimos arranques de intimidad Ramiro había confesado
a Yolanda que en cuanto le dieran el ascenso se casaría y compraría una casa con un hermoso jardín
en donde un par de niños, igualitos a él, correrían algún día.
Yolanda pensaba que todo eso estaba muy bien pero se preguntaba por qué tendría que
pagar por ello Ana Lucero. Así que armándose de valor decidió que no sería ella quien
cambalachara la vida de una mujer por un jardín floreado para Ramiro.
No tienes derecho a perseguir a esa mujer, le dijo Yolanda a su jefe.
Es culpable, él contestó.
No, no lo es. La gente que vivió la situación sabe que no es culpable.
Tal vez no de asesinato pero sí de secuestro.
Es una mujer que está en su casa con sus hijos y el ex-secuestrado está vivito y
coleando y talando los montes clandestinamente. Yo lo vi con mis propios ojos.
Yolanda, no nos pagan por juzgar, ni por decir este es bueno y este es malo, nos pagan
por decir la verdad y eso vamos a hacer, dijo tajante Ramiro.
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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Ramiro, abandona el caso, por favor. Inventa cualquier cosa, quema los papeles pero no
sigas adelante.
¡Estás loca o qué te pasa! Esos comentarios no benefician en nada tu carrera.
¡Por favor, por favor!, insistió la periodista.
¿De qué manera quieres que te diga que no lo abandonaré y que tú tampoco lo harás,
deprisa o lentamente?, concluyó el jefe.
“...la última vez que nos vimos mi abuela Tecla y yo fue la semana del fin de año anterior al que
muriera. Alquilamos una cabaña cerca de una presa. Era un lugar lleno de pinos y con poca gente.
Fue una semana inolvidable en la que platicamos horas enteras; nos perdimos caminando por el
campo y reencontramos nuestra ruta con la brújula que siempre cargaba Tecla, comimos truchas
recién pescadas a la orilla de la presa y nos pasamos las tardes viendo fotografías y contándonos
nuestras cosas mientras a sorbitos nos tomábamos grandes tazas de chocolate caliente.
Una mañana nos despertó un radio que tocaba a todo volumen. Yo indignadísima pegué
un salto fuera de la cama y me preparé para ir a reclamar cuando vi a Tecla baila que baila por toda
la cabaña. La abuela ya era vieja pero sus movimientos seguían siendo tan gozosos como cuando
me enseñaba flamenco en aquel departamentito cercano al Monumento de la Revolución.
¿Por qué dejaste el baile?, le pregunté
Por tu abuelo, me contestó.
¿El te lo pidió?
No, en esos tiempos yo pensaba que eso era lo que debería hacer.
¿Y ahora?
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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Ahora sé que fue un error. El baile es un don que la vida me dio para compartirlo. Al no
usarlo una parte de mí quedó atrofiada.
Yo siento que toda yo estoy atrofiada, le comenté.
Cuando las circunstancias nos quedan estrechas, es tiempo de buscar espacios más
amplios.
No puedo. Natividad nunca dejaría su invernadero y yo no me atrevería a dejarlo a él.
Entonces te quedarás enana.
¿Cómo los bonsáis?
Sí, sólo que ellos no tienen capacidad para decidir y tú sí.
¿Qué harías tú?
Desatar los nudos y volar.
¿Y los miedos?
En cuanto extiendas las alas desaparecerán.
No es fácil cambiar de ruta para una mujer de mi edad.
Muchas lo han hecho.
Pero son las menos.
Aunque fuera sólo una sería suficiente para saber que se puede...”
“...a veces escucho las voces amorosas de mi infancia: “Sólo tienes que dar un pasito, luego darás el
otro, así, poquito a poco”. “Anda, niña mía, corre por el basto mundo y tráeme tus sueños”. “…y se
fue la niña bella bajo el cielo y sobre el mar a cortar la blanca estrella que la hacía suspirar”.
Pero entre esas voces que me alentaban, hubo una más intensa y sutil. Una voz eterna
que las mujeres hemos escuchado a través de los siglos. Una voz que en cada rincón nos aguarda
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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para murmurarnos que fuimos formadas a partir de un hombre, que salimos de su costilla y que a
ella tenemos que volver. Una voz que se esconde entre las palabras y nos ordena resguardarnos de
la libertad tras la piel de los hombres. Una voz que nos susurra que solas no podemos, no somos, no
existimos. Una voz sin voz que perpetuó mi madre a la hora de su muerte. Y ante esa voz todas las
otras enmudecieron...”
Una vez que se entregaron los datos a la INTERPOL las cosas se desarrollaron de prisa: la
localización de la fugitiva, los planes para la captura, los acuerdos con la policía de Arizona y el
FBI. Se estableció la fecha en que se haría la detención.
Ramiro y Yolanda volaron la víspera a Arizona para empezar a recabar información.
Alquilaron un coche y llegaron el día indicado al sitio indicado a la hora en que la policía
acordonaba la calle.
¿Es necesario acordonar y poner en mal a toda la familia ante los vecinos?, preguntó
Yolanda a un oficial. ¿No podría entrar una comisión y pedirle que se entregue?
Los oficiales saben lo que hacen. Tú a tus asuntos, la calló Ramiro.
La situación era tensa. El periodista iba y venía como león enjaulado, la adrenalina le
secaba la boca y le provocaba mal aliento.
Calma, amigo, calma, everything is under control, lo tranquilizaba un oficial.
Sí, todo estaba bajo control. Nadie podía entrar ni salir de la calle. Al único que se le
permitió el paso fue al repartidor de la farmacia porque traía una medicina urgente para un
asmático. Todos los demás esperaban en la esquina: agentes de la INTERPOL y el FBI, policías
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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locales, representantes de la comisión de derechos humanos, abogados, reporteros. Todos en la
esquina con teléfonos celulares, cámaras, micrófonos, grabadoras, esperando que llegara
la hora. Algunas personas se asomaban por las ventanas o se detenían a ver que sucedía.
Aprovecha para hablar con los vecinos a ver que sacas sobre la vida de la mujer, ordenó
Ramiro a Yolanda, luego tendrás que entrevistar al esposo y a los hijos.
Yola sintió un calambre en el estómago pero obedeció. Empezó a entrevistar a los
vecinos y a la gente de los alrededores.
Ana Lucero tenía 52 años estaba casada y era madre de dos hijos. El mayor estudiaba en la
Universidad en Boston y el menor acababa de ingresar a la de Arizona en Phoenix. "Es una mujer
absolutamente inofensiva más preocupada por la universidad de sus hijos que por cuestiones
subversivas" declaró un hombre que pidió no ser identificado.
"Fue bailarina y maestra de baile, contó una mujer mayor que pasó haciendo jogging,
representó el papel protagónico en Bodas de Sangre de García Lorca. Se llegó a sacar premios por
su participación en varios festivales comunitarios. Después no sé que le pasaría dejó el baile y se
dedicó a dar clases de inglés como segunda lengua".
"Desde hace dos años es miembro muy activo de nuestra iglesia, comentó el Reverendo
Peter Smith. Se encarga de hacer los pays de manzana para los niños del ghetto; es una mujer
preocupada por los problemas de injusticia social."
"Para nosotras que la conocemos bien es imposible creer que haya sido terrorista,
declaró la presidenta de un grupo de pacifistas. Ella es pacifista y siempre ha estado involucrada en
actividades de paz y justicia, estableció, es una liberal demócrata; una perfecta vecina y
colaboradora".
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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Para todos los que la conocían resultaba imposible aceptar que aquella mujer,
que echaba porras en los partidos de futbol, hacía pays de manzana, asistía con regularidad a la
iglesia fuera la misma a la que arrestarían en unos minutos bajo los cargos de secuestro y
terrorismo.
Yolanda suspiró imaginando los encabezados de los periódicos del día siguiente.
“…sí, el último día que te vi se oía el silencio. Un silencio lleno de presentimientos, como el de
hoy. Como el de ayer cuando pasé por abajo de la escalera que dejó el limpiador de ventanas en el
patio de atrás. Como el de la semana pasada cuando se cayó, sin ruido y sin razón, la tira de ajos
que tenía colgada sobre la puerta de la alacena."
Todo estaba listo. La calle estaba en silencio. En unos minutos más los agentes de la INTERPOL
procederían a la detención conforme lo planeado. Pero los planeado no sucedió.
Lo que pasó esa mañana nadie lo hubiera podido imaginar. Es más, nadie lo pudo contar
con congruencia cinco minutos después de haberlo vivido porque lo que pasó esa mañana tuvo que
ver más con la ficción de la novela de Yolanda que con la realidad del caso.
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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El silencio de la calle se rompió con el ruido de motores de una caravana de autobuses
de turismo que llegaban al parque japonés, sólo una calle al norte de donde se encontraba la
INTERPOL.
¡Qué carajo es eso!, gritó Ramiro al escucharlos.
Alguien le informó que ese día se celebraba el concurso nacional de bonsáis y que los
participantes estaban empezando a llegar. Ramiro no terminó de oír la explicación; corrió a avisarle
al agente de la INTERPOL.
No podemos esperar más, oficial, en unos minutos esto será una feria!
Los policías entraron al jardín frontal de la casa seguidos por Ramiro Miranda. Yolanda
se coló tras ellos con la cámara lista. El ruido de los autobuses aumentaba.
La casa estaba cerrada, tocaron el timbre pero nadie respondió. Forzaron la puerta.
Revisaron la planta baja, luego la alta. Subieron a la azotea. Yolanda se quedó en la cocina. Sobre
la mesa vio una taza a medias de café tibio y el periódico del día. Se asomó por una ventana que
daba al patio trasero, un viejo roble cubría casi todo con su fronda. Era un patio agradable, con setos
de plantas bien dispuestos. Le llamó la atención una madreselva que a pesar de ser diciembre
floreaba y trepaba por la pared. Siguiendo las guías de flores los ojos de la periodista se toparon con
una escalera recargada en el muro. Distraídamente subió la mirada por los escalones y de repente,
sin poder creer lo que veían sus ojos, descubrió a una mujer a punto de saltar la barda. La periodista
gritó y gritó, dando la voz de alarma a los policías, pero nadie llegó, entonces, se dio cuenta que la
voz se le había quedado atorada en la garganta, que ni un débil sonido había salido de su boca.
Durante estos segundos de contradicción entre su cerebro y sus cuerdas vocales, vio a la mujer
desaparecer tras el muro.
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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En medio de las violentas pisadas de botas que cimbraban la casa Yolanda, en un
destello de conciencia, comprendió que no había podido dar la voz de alerta porque simplemente no
podía permitir que atraparan a Ana Lucero. No, no podía permitirlo porque la protagonista de su
novela de ningún modo podía terminar tras las rejas.
Los segundos se deslizaban al acelerado ritmo del corazón de la novelista. Un sudor frío
se extendió por todo su cuerpo cuando un oficial entró a la cocina. Para dar tiempo a la fugitiva,
Yolanda se armó de valor y se puso a gritar que había visto a la mujer escabullirse por el frente de
la casa. ¡Sí, sí, la vi huir por allá, por allá!, dijo señalando un pequeño kiosco. ¿Hacia el parque
japonés? Sí, sí, hacia el parque japonés.
Como marabunta salieron todos pitando hacia donde la periodista indicaba. Unos
cuantos metros adelante, cientos de orgullosos portadores de venerables árboles enanos, dificultaron
su camino. Entonces la escritora se trepó al coche rentado y salió destapada en sentido contrario.
3
Bajaré en la próxima estación. En estas treinta y seis horas el autobús ha cambiado de pasajeros
tantas veces como mi corazón de emociones.
Doy vuelta a la última hoja del manuscrito y me topo con la huella de un zapato. Una
huella grande, de lodo seco, que tapa el final.
¡No pude ser, no puede ser! Tantas horas de lectura y no saber en que termina la
historia. Qué digo la historia, más bien no saber en que termina mi historia.
De repente siento que todo esto del manuscrito volando por los aires, la huella de lodo,
la estación de camiones de segunda, la persecución de la policía es tan descabellado que me entran
unas ganas horribles de romper este montón de hojas en pedacitos y tirarlo por la ventanilla.
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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Entre mis arrebatos de destrucción, llega a mi memoria el juego de El anillo de Roma y
toma (el que jugaban las niñas del asiento de atrás), entonces, sin pensarlo dos veces, saco una
pluma de mi bolsa y escribo al final del manuscrito:
...y en las manos de la dama hay un manuscrito que dice: Ni yo estoy en las manos de la
dama, ni la dama huye en camión, ni el camión es de melón, ni la persigue la policía, ni la policía
sabe nada de la dama, ni le importa un comino, ni éste es el anillo de Roma y toma.
Sí, ahora que estoy llegando al final tengo que confesarlo. No viajo en un camión de
segunda ni me está persiguiendo la policía. Es más podría decir hasta que Yolanda, la periodista, no
existe, que yo la inventé para que escribiera una historia que me permitiera enfrentar de una
vez y para siempre a mis perseguidores y así poderme liberar de mis miedos de fugitiva.
Pero la periodista sí existe y es tan real como que escribió esta novela. Y aunque la
narración tiene exageraciones, mentiras y otros recursos que fueron necesarios para hacerla más
interesante, la historia que relata (excepto la persecución final) también es real.
Hay otra cosa que necesito aclarar: Yolanda me entregó el manuscrito cuando iba
saliendo de viaje pero no en la terminal de autobuses de segunda, sino en un café del aeropuerto
mientras yo esperaba el vuelo que me traería a esta playa de Guerrero.
La periodista me explicó que había escrito mi historia y que necesitaba que yo la
corrigiera y le agregara mis comentarios personales pues quería mandarla a un concurso y le
faltaban páginas para completar las que eran requisito. Prometió que si ganaba el concurso,
compartiría el premio conmigo.
También me contó que después de la entrevista con mi cuñada se rehusó
terminantemente a seguir con el caso y que, como era de esperarse, el jefe-tiburón la despidió con
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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cajas destempladas. Sin embargo, para evitar que pudieran seguir adelante con mi persecución
destruyó, antes de dejar la redacción, toda la información que me comprometía.
Como hay que aumentarle páginas a esta historia, contaré que a Ramiro Miranda por
poco le da un infarto con todo este asunto de la deserción de Yolanda y la destrucción de los
documentos y evidencias pero el tipo es hábil y se las ingenió para manejar la situación sin perder el
puesto. Rápidamente consiguió otro caso para su reportaje. No obtuvo el ascenso pero como es un
periodista astuto lo conseguirá en un par de años y podrá comprar esa casa de hermoso jardín en
donde unos niños rezongones y mal geniudos correrán algún día.
A Socorro, la secretaria, le aumentó el trabajo porque, además de seguir haciendo
tamalitos y prendiendo veladoras, ahora se tiene que hacer cargo de La Gorda y sus tres cachorros
ya que Yolanda se los dejó encargados antes de irse a las montañas.
Porque he de decir que Yolanda se fue a luchar a las montañas. En estos días debe andar
durmiendo en algún tendajón húmedo y destartalado, con las botas puestas y una nube de mosquitos
sobre su cabeza. Se levantará antes de que salga el sol y no parará sino hasta que se oculte. Allá, el
trabajo es intenso. Hay que entrenarse, participar en acciones de propaganda, estrechar relaciones
con los municipios, vigilar los procesos de elecciones, trabajar en las zonas, abrir nuevas. En las
montañas hay que estar preparados para lo que venga: defender a la gente, participar en acciones
armadas ya contra el caciquismo ya contra la policía o el ejército. Se tendrá que acostumbrar a
las tarántulas y a bañarse con agua helada y sólo de vez en cuando. Seguramente encontrará con
quien compartir el frío de las noches serranas. Adelgazará tanto que no la reconocerá ni su madre
cuando un día de estos salga en televisión con un pasamontañas o un paliacate cubriéndole el
rostro. La periodista está empezando a vivir la época más intensa de su vida (época que, gracias a
las ánimas del purgatorio, yo ya pasé).
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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……………………………….
Yo estoy en una playa de Guerrero terminando de corregir esta novela. Estoy sola.
Llegó el momento de dejar mi escondite. Me he pasado veinticinco años ocultándome
en el sopor de camas mullidas y acolchadas y comidas cremosas y crujientes. Pensaba hablar de
esto con Natividad en cuanto volviera a casa pero ayer viendo el mar decidí no volver. Tengo miedo
de que me convenza de regresar: ¿Por qué complicarte una vida cómoda? ¿Por qué ?
¿Cómo explicarle que esa vida esponjosa y engordante se ha tragado mis inquietudes,
mis ganas de pensar, de cuestionarme, de luchar por lo que creo? ¿Cómo explicarle que quiero estar
sola para conocerme por dentro? ¿Cómo explicarle que se me acabaron las ganas de ser una mujer
colaboradora y prudente? ¿Cómo aclarárselo si apenas yo lo empiezo a entender?
Aún así ayer le hablé y le expliqué por teléfono todo esto lo mejor que pude. También le
dije que no me esperara porque no iba a volver. Me preguntó que si más adelante. Le dije que no lo
sabía, que era mejor que no me esperara. No quise lastimarlo pero fue mejor decirle la verdad.
Mis hijos vendrán en unos días, también llegarán mi hermano y su esposa la bailarina (los pude
localizar gracias a la periodista). No sé si reclamar o no a mi cuñada lo que hizo, después de todo, si
ella no hubiera dado mis datos yo nunca hubiera encontrado a mi hermano ni hubiera tenido este
libro en mis manos, ni hubiera juntado valor para separarme de Natividad ni para mandar a la porra
los ingenuos sermones del reverendo Smith ni las desesperanzadas pancartas de las pacifistas. Tal
vez, hubiera tenido que esperar a estar en mi lecho de muerte, entre lágrimas y adioses de mis seres
queridos para darme cuenta que estaba viviendo como no lo deseaba. Entonces hubiera sido
demasiado tarde.
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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Por primera vez en muchos años siento libertad. Una libertad mía que nada tiene que ver
con las grandes palabras. Es un sentimiento íntimo, suave; respiro a todo pulmón sin que nada me
asfixie; duermo sin que nadie aceche mis sueños; camino sin miedo por la playa y me río sola de las
cosas que se me ocurren.
Tengo una nueva vida en las manos y espero llenarla bien. De niña siempre tenía el
mismo propósito al estrenar cuadernos el primer día de clases: márgenes derechos, letra bonita y
goma que no manche. Luego quién sabe.
Ayer me pasé la mañana completa planeando las cosas que tengo que hacer: buscar alojamiento, ver
cual va a ser mi forma de sustento, organizar mi vida, mis horarios, mis ratos de ocio.
En la tarde, me senté a comer en una palapa de mesas con manteles amarillos. El lugar
era popular y estaba lleno. Algunas mujeres esperaban el regreso de los pescadores. El sol pronto
caería.
La dueña del lugar, una costeña grande y gorda enfundada en un escotado vestido de
tela barata y con chanclas de hule, viejas y carcomidas, complacía a la concurrencia con canciones
de a veinte pesos que cantaba acompañada de un guitarrista tilico y flaco vestido de punta en
blanco.
La voz suave y pastosa de la mujerona llenaba el lugar: Estás perdiendo el tiempo,
pensando, pensando; por lo que tú más quieras, hasta cuando, hasta cuando. Y así pasan los días
y yo desesperada y tú, y tú contestando: quizás, quizás quizás.
Cuando terminaba la canción todos aplaudíamos y esperábamos la siguiente
complacencia.
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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Cerca de mí, una mulata joven y bien plantada pedía canciones de amor y desengaño.
Luego las cantaba desde su mesa aclarándose la garganta con cerveza. Entre más dolida la canción
mas ganas le ponía. Bebía, lloraba y cantaba tan sabroso que nada más de mirarla se me antojó una
cerveza (no bebía desde que el doctor me lo prohibió por la gastritis).
Pedí una dos equis y luego otra y luego no sé cuantas más, el caso es que de pronto me
encontré cantando a todo pulmón junto con la gorda-cantora y la mulata-llorosa.
Bebimos cerveza, cantamos y lloramos a trío por lo que pudo haber sido y no fue hasta
la hora en que empezaron a volver las lanchas con la pesca del día.
Ya había pasado buen rato desde la puesta del sol cuando dos hombres: uno joven y otro
viejo se acercaron cargando, cada uno de un extremo, un palo en el que traían ensartado un pargo
tan grande como nunca había visto uno. Al verlos la llorosa se olvidó de las lágrimas y corrió a
echarle al joven los brazos al cuello. Él simuló cierto desdén en su afán de hacerse el interesante
pero después de un leve regateo amoroso besó con ganas a la muchacha y le presumió su pescado.
Ella lo miró embelesada. Luego echaron a andar, el joven y el viejo cargando la pesca y la
muchacha sonriente unos pasos atrás.
¿Sabes, miamiga, por qué los hombres y las mujeres no nos encontramos?, me preguntó
la gorda con buen humor viendo a la pareja alejarse. Porque a ellos les enseñan a ir adelante
persiguiendo peces y a nosotras detrás persiguiéndolos a ellos.
Empezaba a soplar la brisa, el lugar se había ido vaciando poco a poco. De pronto me encontré sola
en medio de aquella palapa con mesas vacías. Sola en el atardecer. Sola frente a una hilera de latas
de cerveza vacías. Sentí esa punzada que oprime el pecho cuando contemplamos sin compañía las
últimas luces de la tarde.
Quizas, quizas, quizas Angelica Sanchez
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Pero todavía me duraba el buen humor y no estaba dispuesta a que me lo arrebatara el
crepúsculo.
¿Por qué no puedo ser yo mi propia compañera? pregunté a la costeña que iba y venía
chancleando de mesa en mesa recogiendo los manteles amarillos. Soy simpática, ingeniosa, bailo,
canto, leo poesía, hago horóscopos y hasta cocino.
Sí puedes, miamiga, sí puedes. Sólo que para algunas cosas vas a necesitar un
ayudadita, dijo riéndose al tiempo que hacía una seña obscena.
Y fue entonces, en ese atardecer solitario, cuando me tomé a mí misma de la mano y me
prometí, en medio de las latas de dos equis vacías que rodaban sobre la mesa, ser mi compañera, mi
camarada, mi cómplice, mi amiga, mi confidente, mi incondicional, mi admiradora, mi porra, mi
comparsa, mi pescadora. Y fue en ese atardecer, ante un mar calmo y una costeña que al oírme se
reía a carcajadas palmeándose los muslos, que prometí serme leal en lo próspero y en lo adverso, en
las buenas y en las malas, en la soledad y en la compañía, en la salud y en la enfermedad. Allí juré,
con pelícanos y gaviotas como testigos, amarme y respetarme todos los días de mi vida.
Después de todo ¿Quién va a estar junto a mí hasta el último día de mi existencia? A ver
¿quién?, pregunté a la gorda-cantora.
Sólo tú, miamiga, y eso quizás, quizás, quizás, dijo canturreando mientras meneaba sus
voluminosas caderas al sensual ritmo de su voz.
Así que aquí estoy, de regreso en mi tierra, entre mis flores y mi gente; en mi punto de partida, en
mi origen. Aquí estoy recuperando mi familia y mi historia. Redescubriendo mi nombre y mis
emociones, lidiando con mis temores. Aquí estoy buscando mi camino.
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Amanece, la aurora pinta el mar de un rosa suave. Desde mi balcón veo la sierra, me
gusta ver como esa cadena de montes sobrepuestos empieza a despertar.
Pienso en que allá arriba, en aquellas montañas, también hay hombres y mujeres
buscando un camino.
¿Hacia dónde va el camino?, le pregunté un día a Fidelia.
Hacia un lugar que todavía no existe.
¿Qué caso tiene entonces caminar hacia allá?
Allá están las esperanzas, mi niña. Allá están.
…………………………….. FIN …………………………………….
Copyright: 2008. Angélica Sánchez Heredia