¿Quién se ha llevado mi objeto del deseo?

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Trabajo que busca estudiar el sentido del análisis de tipo psicoanalítico a partir del Macguffin de Hitchcock y la noción del "perro del hortelano" de Alan García.

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¿Quién se ha llevado mi objeto del deseo?

El sentido del análisis a través de Alan García a través de

Hitchcock a través de Lacan

Eduardo Marisca

Diciembre 2007

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¿Quién se ha llevado mi objeto del deseo? Eduardo Marisca

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(I)

“Suspension of disbelief”

El concepto del Macguffin es difícil de delinear. Se trata de un concepto, un

recurso fílmico introducido (o al menos nombrado como tal) y utilizado en diversas

formas por Alfred Hitchcock a través de una serie de películas. El propio Hitchcock

narraba una pequeña historia cuando se le preguntaba por él: dos hombres se

encuentran viajando, y uno nota que el otro lleva un paquete particularmente grande.

“¿Qué es eso?”, le pregunta, y el otro hombre responde “Un Macguffin”. “¿Qué es un

Macguffin?”, insiste. “Es un aparato que se usa para atrapar leones en las montañas

escocesas”. El primer hombre responde, “Pero no hay leones en las montañas

escocesas”. “Entonces supongo que ése no es ningún Macguffin”.

Hitchcock llamaba Macguffin al elemento que le permitía mover y hacer

avanzar la trama, que articulaba las relaciones entre los personajes y desencadenaba

los acontecimiento, pero que resultaba en sí mismo trivial, contingente a la trama y a

los personajes. El Macguffin es algo así como una excusa que les permite a los actores

representar sus papeles y realizar sus intenciones. Pero lo que el Macguffin sea

concretamente no es importante. En la práctica, puede tratarse de cualquier cosa, y de

allí su carácter estrictamente contingente. Como en la pequeña historia que Hitchcock

narra para caracterizarlo, al final no importa lo que el paquete, el Macguffin, sea o no

sea, simplemente opera como una excusa para que los interlocutores puedan

establecer una comunicación y llevar adelante la historia. Su contenido material es

trivial; pero su posicionamiento formal en el marco de la historia es, por el contrario,

de la mayor importancia: justamente, si no adoptara la posición que adopta, no podría

haber historia alguna – nada motivaría el desenvolvimiento de los hechos.

La irrelevancia de la particularidad del Macguffin es tal que termina por

volverse transparente a la audiencia conforme la trama evoluciona. Su presencia es

significativa sólo conforme su influencia empieza a sentirse, pero luego de que la

secuencia de acontecimientos ha empezado, el Macguffin pasa más bien a formar

parte del fondo. No por eso, sin embargo, deja de ser el objeto en torno al cual las

acciones de los personajes giran: el collar robado en un thriller policial puede ser el

objeto que motiva las acciones de policías y ladrones en un principio, pero conforme la

complejidad psicológica de los personajes es puesta en escena, la particularidad del

collar es cada vez menos importante, al punto que termina siendo prácticamente

olvidado (pero no por ello deja de ser la motivación explícita de las acciones de los

personajes).

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Todo esto nos revela múltiples dimensiones pertinentes a ser analizadas en el

Macguffin. Se trata, en resumen, de aquello que nos hace hablar, pero dado que lo que

el objeto mismo sea particularmente parece ser trivial, se manifiesta más bien como

una excusa para hablar. El Macguffin es simplemente un pretexto para realizar aquello

que queremos realizar de todas maneras, para expresar aquello que siempre quisimos

expresar pero sólo con ocasión de la presencia del Macguffin nos sentimos invitados a

expresar. Quizás resulte ilustrativo hacer referencia aquí a dos interpretaciones. En

primer lugar, la acción que ejerce el Macguffin es equiparable con la caracterización

del contenido de un medio que realiza Marshall McLuhan: “Pues el ‘contenido’ de un

medio es como el jugoso pedazo de carne que lleva el ladrón para distraer al perro

guardián de la mente”1. Esta comparación con McLuhan enfatiza el carácter ocasional

de la acción del Macguffin, su carácter de excusa: su contenido particular, material, es

simplemente una distracción, su contenido es estrictamente contingente pero su

función de distraer a la mente, de brindar la ocasión para el discurso, es, en cambio,

estructuralmente necesaria. El Macguffin cumple para el sujeto consciente la función

de desviar su atención, concentrar su cognición en otra cosa, mientras el inconsciente

sigue por su lado ejerciendo sus propios procesos.

En términos del desenvolvimiento de una historia, el Macguffin se convierte en

un aparato sumamente útil para ejercer la suspension of disbelief con la audiencia. El

objeto contingente que sirve de excusa para la trama es el mismo que brinda

consistencia al relato en tanto sirve de excusa para que algo sea relatado. La audiencia

acepta de buena gana participar del juego que le es ofrecido cuando tiene frente a sí

este objeto al cual se le puede hacer seguimiento y que de alguna manera delimita el

alcance de los acontecimientos. La historia se configura así en torno a este objeto,

pero la historia no tiene realmente relación alguna con el objeto, más que una relación

contingente. Si seguimos con el ejemplo de la trama policial, la audiencia no

presentará reparos si el objeto en cuestión no es un collar, sino una pintura, una

estatua, o una maleta con un millón de dólares; pero si no opera ningún Macguffin

para articular los planes e intenciones de los ladrones, se hará tanto más difícil

establecer con la audiencia el mismo grado de complicidad. La presencia del objeto (o

cuando menos su mención) nos permite, como espectadores, entregarnos al curso de

la narración pues vuelve la historia algo asimilable, mientras al mismo tiempo

presenciamos el verdadero propósito de la historia, que se expresa en la manera en la

cual este mismo objeto suscita diferentes acciones y reacciones por parte de quienes

lo rodean.

Esta caracterización un poco somera quizás pueda estructurarse con mayor

claridad si apelamos a la interpretación de Slavoj Zizek respecto al Macguffin: “El más

célebre objeto a en la cultura popular es, desde luego, el McGuffin [sic] de Hitchcock,

el ‘secreto’ que pone en marcha a la acción, pero que en sí mismo es totalmente

1 MCLUHAN, MARSHALL, Understanding Media: The extensions of man, Routledge, London, 2001, pág. 19. La

traducción es mía.

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indiferente, ‘nada en absoluto’, sólo un cierto vacío (una melodía codificada, una

fórmula secreta, etcétera)”2.

Cuando empezamos a interpretar el Macguffin como objeto a, como el objeto

del deseo de la teoría psicoanalítica de Lacan, la cuestión cobra por completo otro giro.

El sentido del objeto queda ahora delineado con una mayor precisión: el objeto a, en

esta conceptualización, es la expresión insimbolizable de aquello que el sujeto

persigue pero es incapaz, estructuralmente, de alcanzar: el objeto del deseo, por su

propia definición, habrá de encontrarse siempre fuera del alcance del sujeto, y en ello

radica precisamente todo su sentido. Pero lo interesante del objeto a ni siquiera radica

plenamente en su carácter de inalcanzable. Lo interesante radica, más bien, en los

efectos que el objeto tiene sobre el sujeto, en la persecución misma que el sujeto hace

del objeto. Pues en esta persecución, en el intento del sujeto por subsanar su falta

original y originaria, despliega una cadena de significante que pretenden pero no

consiguen atrapar a aquello que se escapa. En otras palabras, el objeto del deseo es lo

que hace al sujeto hablar. Movidos por él, verbalizamos con alguna esperanza

inconsciente de que eso nos acerque en mayor o menor medida al objeto de nuestro

deseo, como si tal cosa fuera posible.

Si giramos un poco nuestro enfoque, quizás sea más bien pertinente ponerlo en

otros términos: lo característico del objeto, lo importante, no es el objeto mismo, sino

el hecho de que el objeto devuelve una cierta mirada el sujeto. No es importante lo

que el objeto sea, ni es importante lo que el sujeto crea saber del objeto. Lo

interesante es, más bien, en la medida en que el sujeto busca asimilar al sujeto dentro

de su campo visual o dentro de su orden simbólico, de significarlo, lo que se nos revela

sobre la propia posición del sujeto a partir del punto de vista del objeto.

Así como el objeto a sirve para de alguna manera suscitar el discurso del sujeto

y el desenvolvimiento de los acontecimientos, parece también funcionar el objeto

Macguffin dentro del universo hitchcockiano. El siguiente ejemplo de Pacto siniestro,

donde el objeto en cuestión es un encendedor común y corriente, parece ilustrar

mejor esta idea:

Guy saca el encendedor del bolsillo para encender el cigarrillo de Bruno. El

encendedor tiene grabado “A to G” (Anna a Guy); es un regalo de su novia. Esa

dedicatoria suscita la conversación sobre los problemas matrimoniales de Guy,

y conduce a la propuesta fatal de Bruno. Al final de la charla, Guy baja del tren y

olvida el encendedor; Bruno lo conserva –como prenda, como garantía, como

firma del contrato–. Este es el segundo momento: no habría trato sin el objeto,

sin esa pequeña pieza de materialidad, la “pizca de lo real”.3

2 ŽIŽEK, SLAVOJ, Mirando al sesgo, Paidós, Buenos Aires, 2004, pág. 232 (nota 13).

3 DOLAR, MLADEN, “Los objetos de Hitchcock”, en: ŽIŽEK, SLAVOJ (comp.), Todo lo que usted siempre quiso

saber sobre Lacan y nunca se atrevió a preguntarle a Hitchcock, Manantial, Buenos Aires, 1994, pág. 28-29.

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El encendedor, entonces, resulta ser un objeto totalmente contingente, en

términos materiales, al desarrollo del discurso de los personajes. Así como pudo haber

sido un encendedor pudo haber sido una fotografía sobresaliendo de la billetera: no es

ni interesante ni importante lo que el objeto en sí mismo sea. Pero la contingencia

material se ve contrastada por una inviolable necesidad formal. Si no estuviera en su

lugar el Macguffin (y si no estuviera en su lugar el objeto a4), no habría discurso, no

habría cadena de sucesos que desenvolver. El Macguffin tiene que estar en el lugar en

que se encuentra para que puedan, simplemente, pasar cosas.

4 Aunque es importante precisar que el objeto a no es puesto. El objeto a es un resultado

estructuralmente necesario de los procesos del orden simbólico, a los cuales, por su propia naturaleza, siempre habrá de escapárseles algo para poder ser consistentes.

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(II)

Lo real no es tan interesante como parece

El objeto a adopta diferentes posiciones en las múltiples configuraciones que

adoptan los elementos participantes del discurso –cuatro configuraciones, para ser

exacto, siguiendo el esquema planteado por Lacan en su Seminario XVII–. Los cuatro

discursos que presenta Lacan reflejan relaciones entre cuatro elementos: el objeto a

como objeto del deseo perseguido e inalcanzable por el sujeto; el significante amo (S1)

que es producto del proceso de significación, el resto de simbolización

estructuralmente necesario para un sistema basado en negatividad (que Lacan

desarrolla a partir de Saussure), pero que desde su exterioridad al sistema aporta la

consistencia de la estructura interna; el tesoro o la batería de significantes (S2), que es

la concatenación metonímica de significantes que, reunidos en secuencias arbitrarias,

crean la ilusión de que se tiene un significado, un cierto saber (pero sólo la ilusión:

para Lacan, todo significado no es otra cosa que otro significante); y el sujeto escindido

($), el sujeto que se encuentra marcado intrínsecamente por una falta originaria

(aquella que deriva del complejo edípico y la falta originaria) y que se ve movido a

subsanar esa falta persiguiendo el objeto de su deseo.

En las cuatro configuraciones de discursos que Lacan desarrolla (el discurso del

amo, del histérico, de la universidad y del analista), lo que presenciamos son diferentes

maneras en que un sujeto lidia con su propia escisión, su propia falta, pero siempre a

través de la intermediación de un otro (u Otro) que le dé sentido, independientemente

del “sentido original” que pudiera tener. En otras palabras, el Otro/otro determina lo

que me falta al margen de lo que realmente me falte – pero a la larga, eso que

externamente es determinado como mi falta, en retrospectiva se vuelve mi falta

originaria y original. La pregunta que se nos viene dibujando es, me parece, si alguna

forma de discurso se ajusta en mayor o menor medida con el objeto a siguiendo la

línea del Macguffin hitchcockiano: en todos los discursos el objeto está presente en

una u otra forma, pero buscamos uno en el cual su presencia haga hablar al sujeto.

Quizás el discurso que mejor se adapte a esta forma sea el discurso del

histérico. En éste, los diferentes elementos adoptan la siguiente configuración:

$ → S1

a –//– S2

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Según esta disposición, el objeto a adopta la posición de verdad respecto al agente, en

este caso el sujeto escindido. En otras palabras, aquello a partir de lo cual el sujeto

habla es la motivación que le genera la falta de precisamente aquello que lo escinde: la

falta del objeto de su deseo. La verbalización de esta falta se hace con respecto a otro

a quien se reconoce como capaz de dar sentido a la falta, como en posesión de un

conocimiento tal que le permita resolver la escisión: el sujeto-supuesto-saber. Pero la

realidad de las cosas es que este otro (que es tratado como Otro) no tiene ningún

acceso ni conexión real con el objeto de mi deseo: el resultado del discurso, la

respuesta de S1 que supuestamente asimila y simboliza el objeto a verbalizado

(incompletamente) por el sujeto y (mal)interpretado por el sujeto-supuesto-saber, no

guarda relación alguna con el objeto que partió siendo la verdad del sujeto. Zizek lo

pone de la siguiente manera:

En otras palabras, la pregunta histérica articula la experiencia de una fisura, de

una brecha irreductible entre el significante que me representa (el mandato

simbólico que determina mi lugar en la red social) y el excedente no

simbolizado de mi ser-ahí. Los separa un abismo; el mandato simbólico nunca

puede basarse en mis propiedades efectivas, ser explicado por ellas, pues su

estatuto, por definición, es performativo. La histérica y el histérico encarnan

esta pregunta del ser: su problema básico consiste en cómo justificar, cómo

explicar la propia existencia (a los ojos del Otro).5

Es importante hacer aquí una salvedad. Si seguimos la línea que nos plantea el

Macguffin, homologándolo con el objeto a, estaríamos llevados a asumir que también

el objeto a es un objeto contingente, cuyo valor resulta trivial. Pero a partir de lo

planteado por los discursos, el objeto del deseo parece, por el contrario, ser de

primera importancia. Se muestra como aquello que queda velado, oscurecido, desde

diferentes posiciones, y hacia cuyo descubrimiento pareceríamos querer tender.

Pero si rastreamos el que parece ser el propósito del análisis, no nos

encontramos en busca del objeto del deseo, a pesar de que esa parecería ser la

respuesta a nuestros problemas. Esto no es posible, sin embargo, porque en ello opera

una contradicción inherente: estaríamos, en pocas palabras, buscando simbolizar lo

insimbolizable, hablar de lo que no se puede hablar. El objeto a, como falta, como

pérdida, como la manifestación de lo Real, tiene por fuerza que ser insimbolizable. Si

fuera simbolizable, si pudiera ser alcanzado y asimilado, dejaría automáticamente de

ser objeto de deseo (no sería más que un objeto cualquiera), y perdería así todo

interés. Lo más que podemos conseguir por este camino es una cosa-supuesto-real,

5 ŽIŽEK, Mirando al sesgo, op. cit., págs. 217-218. Mi propia referencia a Zizek resulta un buen ejemplo de

discurso histérico: la falta que percibo en mi propia comprensión me lleva a buscar legitimación y confirmación en alguien que percibo como manejando un mejor entendimiento de la misma cuestión (Zizek). Pero el supuesto saber que me aporta el sujeto-supuesto-saber no tiene ninguna relación con mi falta original: solamente legitima mi discurso ante un Otro.

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que podemos confundir con el objeto del orden Real, pero nunca podrá ser lo mismo.

Esto queda más claro cuando evaluamos el discurso del analista:

a → $

S2 –//– S1

Cuyo producto no es, justamente, un objeto a o una explicación sobre el objeto a del

sujeto, sino que el resultado es un S1. Lo que el análisis busca encontrar es un nuevo

significante amo que “resuelva” la escisión del sujeto. Parecería, entonces, que en

efecto el objeto a se encuentra homologado con la caracterización que hemos

realizado del Macguffin: se trata siempre de objetos contingentes cuya importancia

parece ser trivial. Pero sólo en términos materiales: su importancia es fundamental en

términos formales, pero no es interesante porque sabemos ya cuáles son sus efectos

(por eso podemos hacer un análisis de los discursos). Por sí sola, la búsqueda de una

explicación del objeto a de cada sujeto no puede revelarnos nada radicalmente

nuevo6. El resultado del discurso del analista lo encontramos más bien en su producto:

su sentido global es la capacidad que tiene de darle al sujeto un nuevo significante

amo, o de devolverle el control sobre sus propios procesos de significación. El

propósito de realizar el análisis no es, entonces, descubrir el objeto de deseo del

sujeto, sino descubrir la peculiaridad y particularidad de su significación.

Esto es importante tenerlo en cuenta si es que pretendemos embarcarnos en

algún tipo de impronta analítica, para entender con mayor claridad qué es lo que

estamos buscando. Nuestro objetivo respecto al objeto de análisis no debe perderse

de vista cuando nos topamos con el objeto del deseo, sino que, por el contrario,

debemos seguir la pista del objeto del deseo como camino que nos permita llegar a

resultados por sí mismos más interesantes. Estos resultado, si nos guiamos por lo que

hemos encontrado en Lacan (y Freud), no son otros que la particularidad de la forma

bajo la cual el sujeto expresa como expresa lo que expresa.

6 Aunque no es novedoso referirlo, es pertinente recordar aquí una nota de Freud a una reedición de La

interpretación de los sueños: “Anteriormente, encontré extraordinariamente difícil acostumbrar a mis lectores a la distinción entre el contenido manifiesto en los sueños y el pensamiento latente en los sueños. Una y otra vez argumentos y objeciones fueron aducidos desde el sueño sin interpretar como era retenido en la memoria, y la necesidad de la interpretación del sueño era ignorada. Pero ahora, cuando los analistas se han acostumbrado finalmente a sustituir por el sueño manifiesto su significado encontrado por la interpretación, muchos de ellos son culpables aún de otro error, al cual se adhieren con la misma terquedad. Buscan la esencia del sueño en este contenido latente, y así obvian la distinción entre los pensamientos latentes en el sueño y el trabajo del sueño. El sueño no es fundamentalmente otra cosa que una forma especial de nuestro pensamiento, el cual es hecho posible por las condiciones del dormir. Es el trabajo del sueño el que produce esta forma, y sólo él es la esencia del sueño –la única explicación para su singularidad”. FREUD, SIGMUND, The Interpretation of Dreams, en The Major Works of Sigmund Freud, Encyclopaedia Britannica, Chicago, 1952, pág. 339. La traducción es mía.

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(III)

Una forma especial de nuestro pensamiento

Quisiera utilizar todas estas herramientas conceptuales para realizar

propiamente el análisis de un discurso cuyos subtextos no resultan de entrada

evidentes. En este encierro una doble esperanza: primero, que estas herramientas no

sirvan para dar lugar a un análisis del texto que resulte no sólo interesante sino en

cierta medida revelador y sugerente; segundo, que al hacerlo se nos presente con

mayor claridad el sentido de todo este aparato conceptual.

El texto en cuestión es un conocido editorial de Alan García publicado en el

diario El Comercio bajo el título “El síndrome del perro del hortelano”7, junto con un

complemento posterior publicado en el mismo medio, “Receta para acabar con el

perro del hortelano”8. En ellos, García plantea que uno de los principales obstáculos

que enfrenta el país en su camino hacia el desarrollo y el crecimiento económico, es

una actitud de resistencia de ciertos sectores del espectro político cuya necedad

ideológica los llevaría a oponerse a todo progreso únicamente en virtud a no ser ellos

los protagonistas del proceso.

Se pueden plantear desde un principio dos interpretaciones, o dos vías de

análisis de los textos, pero que resultan más bien de una lectura de la superficie del

contenido –serían, más bien, justamente lecturas que buscan encontrar el objeto del

deseo oculto, el pensamiento latente, antes que la forma particular–. Un posible

análisis nos lleva por el lado del problema lógico; otro, por el lado del problema

ideológico. La primera interpretación, la del problema lógico, consiste en señalar la

falacia en la argumentación presidencial: aquellos que se oponen a su política lo hacen

por el síndrome del perro del hortelano, por prejuicios ideológicos, descalificando el

mérito que sus críticas y argumentos opositores pudieran legítimamente tener sobre la

base de que “la telaraña ideológica del siglo XIX subsiste como un impedimento. El

perro del hortelano”. El meollo de su argumento es un estribillo que repite bajo una u

otra forma:

[H]ay muchos recursos sin uso que no son transables, que no reciben inversión

y que no generan trabajo. Y todo ello por el tabú de ideologías superadas, por

ociosidad, por indolencia o por la ley del perro del hortelano que reza: “Si no lo

hago yo que no lo haga nadie”.

7 El Comercio, edición del domingo 28 de octubre del 2007.

8 El Comercio, edición del domingo 25 de noviembre del 2007.

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La segunda interpretación es la del problema ideológico. Con su crítica a

diferentes ideologías, pero particularmente a ideologías socialistas de izquierda, y con

las propuestas de su mensaje, García estaría veladamente introduciendo el giro

ideológico de su gestión. Señala, por ejemplo, que “allí el viejo comunista

anticapitalista del siglo XIX se disfrazó de proteccionista en el siglo XX y cambia otra

vez de camiseta en el siglo XXI para ser medioambientalista”. Consistentemente su

propuesta es una apertura al mercado libre, la desregulación y la eliminación de la

intervención del Estado (cuando no la sociedad en su conjunto) para dejar libre paso a

que la empresa privada sea quien traiga el desarrollo y el crecimiento, la modernidad y

el futuro. Si seguimos esta línea de interpretación, el mensaje de García es una

propuesta ideologizada implícita que busca socavar la posición de posturas ideológicas

competidoras.

Estas dos interpretaciones pueden bien tener su propio mérito, pero no son

aquí las que me resultan directamente interesantes – en todo caso, lo serán si tras un

mayor análisis derivamos en alguna forma similar. Nuestro objetivo aquí será el de

aplicar el aparato conceptual que hemos venido desentrañando con la esperanza de

alcanzar un nuevo nivel de comprensión frente al texto de García y sus implicaciones

analíticas.

Podríamos plantear una hipótesis más o menos de la siguiente manera: el

discurso del perro del hortelano funciona de manera similar a como funciona el

Macguffin, dándole a la audiencia un objeto con el cual vincularse y al cual rastrear a

través del desarrollo de la trama. Pero similarmente, también cumple una función de

distraer al perro guardián de la mente, creando la suspension of disbelief necesaria

para que la ficción pueda ser aceptada por el sujeto. La obsesión por el pensamiento

latente en el sueño del que hablaba Freud se manifestaría en las interpretaciones que

se enfocan en el vicio lógico del argumento o en su prejuicio ideológico implícito, que

buscan señalar aquello que “realmente está detrás”, como el hombre detrás de la

cortina al que no hay que prestarle atención en El mago de Oz. La concepción aquí es

estrictamente representacionalista, en tanto algo se nos muestra en lugar de otra

cosa, y lo que realmente importa es esa otra cosa a la que queremos llegar (por medio

de ese algo). Pero correr la cortina aquí no nos revela nada terriblemente interesante,

pues la cortina parece haber estado descorrida todo el tiempo: no hay en esto un

subtexto ideológico, pues el texto mismo expresa todo esta dimensión. El texto en su

misma superficie nos brinda todas las pistas para llegar a aquel objeto que nos hará

hablar: nos hará pronunciar airadamente que el presidente ha encontrado el camino, o

denunciar que el presidente está censurando la oposición, pero inevitablemente

sacudirá las posiciones de tal manera que las diversas posiciones hagan explícita su

postura.

En otras palabras, todo el texto mismo de García opera como un Macguffin,

pero particularmente el perro del hortelano mismo. Es el “objeto” que le sirve para

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mover la trama, para articular el escenario de la ficción. El perro del hortelano es el

elemento que la audiencia podrá seguir con facilidad, identificable cotidianamente, y

materialmente contingente. El enemigo público podría haber sido cualquier otro (de

hecho, es cualquier otro, pues según el contexto serán comunistas, terroristas,

imperialistas yanquis, etc.), pero tiene que haber un enemigo público, empeñado en

perjudicar el bien común, en la misma medida en que el objeto que mueve los

acontecimientos de la trama es formal o estructuralmente necesario. Es, además,

interesante notar aquí que el perro del hortelano, ocupando la posición del objeto de

deseo, del objeto a como motor de la acción, responde también a la lógica del origen

del objeto como resto de la simbolización. El objeto Real surge a partir de aquello que

permanece como núcleo insimbolizable en el orden simbólico, y de aquello que se

esconde en el plano escópico del orden imaginario, pero que al mismo tiempo

devuelve la mirada. El objeto del deseo es aquello que permanece siempre como resto

insatisfecho de la demanda, por definición es aquello que siempre se escapa. De la

misma manera: el perro del hortelano es aquello que resulta insimbolizable, a lo que

no se le puede dar sentido desde el punto de vista de García, porque en el perro del

hortelano resume a todas aquellas posiciones que no están dispuestas a jugar su

juego, cuando su juego del progreso se le manifiesta como el más coherente:

Frente a la filosofía engañosa del perro del hortelano, la realidad nos dice que

debemos poner en valor los recursos que no utilizamos y trabajar con más

esfuerzo. Y también nos lo enseña la experiencia de los pueblos exitosos, los

alemanes, los japoneses, los coreanos y muchos otros. Y esa es la apuesta del

futuro, y lo único que nos hará progresar.

No es posible, por lo tanto, que si tenemos en nuestras manos la fórmula que

nos permitirá equiparar nuestro goce con el de los alemanes, japoneses, coreanos y

muchos otros, exista un núcleo de resistencia que no quiera para sí mismo este

principio de goce. Desde el principio de goce que le da sentido al orden simbólico de

García, el “perro del hortelano” es la etiqueta para lo insimbolizable, el otro cuyo goce

no puede ser reducido al goce propio, cuyo goce resulta inconmensurable para el

propio. Puesto simplemente: a García la resulta inexplicable cómo es posible que haya

gente que no quiera jugar el juego del crecimiento económico con él.

Allí donde encuentra esto inexplicable, insimbolizable, se encuentra con que el

objeto de deseo que lo elude le devuelve una mirada que lo desestabiliza, en todo el

sentido de la palabra. Pensemos en el descontento social generalizado a través de todo

el Perú: aún cuando García se convierte en profeta del crecimiento, en el abanderado

del desarrollo llevando a su paso la buena nueva del PBI, encuentra por doquier

reclamos, insatisfacciones, protestas. Precisamente aquel grupo, aquel sector que se le

escapa es el que le devuelve la mirada comprometedora y lo exhibe, lo sobreexpone a

partir de su incapacidad. Es más, únicamente porque existe ese sector es que su propia

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falta queda expuesta. El objeto del deseo le devuelve una mirada comprometedora

que lo interpela y lo hace hablar: él mismo se encuentra bajo el efecto de su propio

Macguffin en la medida en que enfoca la materialidad contingente del objeto antes

que su necesidad estructural.

El discurso de García pareciera entonces encerrar el único propósito real de

resolver la inconsistencia, de domesticar al objeto esquivo que lo elude. Su gran

propósito es el de articular simbólicamente al resto insimbolizable, lo cual es por

definición un despropósito. Pero al hacerlo, ¿cuál es la forma de discurso que utiliza?

La pregunta podría similarmente formularse de la siguiente manera: ¿a quién le habla

García, a quién se dirige en su discurso? Aunque podría en principio parecer que a los

lectores, se me ocurre que no necesariamente tendría por qué ser así. Una vez que

asumimos que su gran propósito es la domesticación el objeto que lo interpela –

dominar al perro del hortelano– es razonable suponer que su discurso se dirige

directamente al objeto del deseo. Con los lectores, la audiencia, como simples

espectadores enfocados en el desenvolvimiento del Macguffin. En la medida en que el

discurso se da en dirección al objeto a, podríamos afirmar que nos encontramos con

una forma del discurso de la universidad:

S2 → a

S1 –//– $

El despliegue de la cadena de significantes que es S2 adopta la forma de un

cierto saber, en este caso un cierto saber respecto a cuál es el mejor camino para

llevar al país, que sea al mismo tiempo solución a nuestros problemas. En esta medida

presenciamos de nuevo la relevancia de la caracterización del Macguffin

hitchcockiano, asociado en este caso al objeto a en la forma del perro del hortelano

como hilo conductor recurrente. La audiencia en este caso es accesoria, pero es

distraída por medio de la alusión al perro del hortelano, señalándolo como principal

culpable de que el programa garciano no logre cuajar del todo. La construcción del

perro del hortelano como cosa-supuesto-real, como objeto del deseo supuestamente

simbolizado desde el interior del propio orden simbólico, tiene que servir de frente

que mantenga a la audiencia interesada en la trama y le dé al director oportunidad de

desplegar el propósito real de su discurso, denunciar al perro del hortelano por ser el

perro del hortelano, por su simple presencia. Sin su presencia no hay falta; y no hay

falta sin su presencia. El perro del hortelano es justamente la falta en el propio García

en tanto sujeto de la simbolización. La audiencia que presencia todo este espectáculo,

sin embargo, está en otra parte. El producto del discurso no es otra cosa que una masa

confundida de sujetos escindidos. Dice Zizek sobre el discurso de la universidad:

Ésta es la lógica elemental de los procesos pedagógicos: a partir de un objeto

“no domesticado” (el niño no socializado), producimos un sujeto al implantarle

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saber. La verdad reprimida de este discurso es que, detrás del semblante del

saber neutral que intentamos impartirle al otro, siempre podemos ubicar el

gesto del amo.9

Este gesto del amo, el S1 que adopta la posición de la verdad del S2 que busca

domesticar al objeto del deseo, es la posición presidencial del amo que debe saber algo

respecto a lo que expresa. Pero los sujetos escindidos que produce este discurso, en

cambio, no guardan ninguna relación con la autoridad del significante amo: lo único

que el discurso hace es exhibir precisamente aquello que se quería mantener oculto.

En la necesidad garciana de apuntar el dedo acusador hacia el perro del hortelano, se

vuelve patente su propia incapacidad, y la insuficiencia de su receta. El perro del

hortelano no debería existir, porque su existencia misma prueba que la receta del

gobierno no funciona, y en la medida en que se señale la falla, el mismo dedo acusador

se revierte sobre el propio saber (la receta) y quien está detrás de ella (el gobierno de

García). El intento simbólico de eliminar la existencia del objeto del deseo que lo

confronta no puede sino fracasar, pues como hemos visto, resulta por definición un

despropósito.

Esta pretensión destructiva del discurso de García puede encontrarse en un

elemento adicional, casi trivial: mientras que su primer texto se titula “El síndrome del

perro del hortelano” (que es quizás una expresión equivalente a “el síntoma del

presidente”), el segundo es mucho más radical: “Receta para acabar con el perro del

hortelano”. La receta (el saber que es la cadena de significantes) ya no tiene siquiera

como propósito aliviar el síndrome; el propósito es aquí explícitamente acabar con la

falta, eliminarla por completo, pues su presencia constante no puede sino recordar

que el significante amo está fallado.

La interpretación que hemos realizado nos ha llevado por un camino muy

distinto de las interpretaciones superficiales que habíamos planteado en un inicio.

Pero a pesar de ello, esta interpretación es infinitamente más banal y superficial que

las demás. La cuestión, vista desde este punto de vista, en efecto se muestra como

infinitamente más banal, pero por ello mismo tanto más preocupante. Porque de lo

que estaríamos hablando aquí es de la utilización de la autoridad y legitimidad del

Estado prácticamente al servicio de los deseos de un individuo, o a lo sumo de un

grupo reducido. Lo que “El síndrome del perro del hortelano” y su secuela evidencian

es una desconsideración total por parte del gobierno y del presidente particularmente

por cualquier forma de proceso democrático o inclusivo. Muy por el contrario, si

seguimos la línea que he pretendido aquí delinear, lo que encontramos es la creencia

implícita en que la voz del presidente es la voz divina, y de que cualquier forma de

oposición debe descalificarse simplemente en virtud de tratarse de oposición. García

no está delineando una propuesta política para el país; está sentando los principios de

un Nuevo Orden Nacional, un orden cuasimonárquico donde él se encuentra a la

9 ŽIŽEK, Mirando el sesgo, op. cit., pág. 217.

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¿Quién se ha llevado mi objeto del deseo? Eduardo Marisca

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cabeza, rodeado de una corte selecta de “grandes capitales privados o internacionales

que necesitan una seguridad de muy largo plazo para invertir miles de millones y para

poder recuperar sus inversiones. Pero el perro del hortelano dice: ¿Por qué van a hacer

dinero con nuestras caídas de agua? Mejor que lo haga el gobierno regional. Pero no

dicen con qué dinero”. El Nuevo Orden Nacional elimina instancias de canalización

descentralizada como los gobiernos regionales y los reemplaza por instituciones

basadas en el dinero.

Pero aquí, cuando ya nos aproximamos, más bien, a la posible crítica lógica e

ideológica que puede hacerse del texto, nos encontramos con que estas

interpretaciones se construyen a partir de la interpretación más banal y básica que

hemos formulado. Estas alternativas se desprenden cuando realizamos la lectura a

partir del intento garciano de simbolizar lo insimbolizable, de subsanar la falta que le

impide realizar su fantasía. En el medio se encuentra como obstáculo al perro del

hortelano como resto del proceso de simbolización, como significante que falta para

tener la consistencia perfecta en el sistema. Mientras tanto, el perro del hortelano

sirve para la audiencia como un Macguffin, creando una ilusión de que existe un

enemigo público contra el cual hay que cerrar filas para asimilarlo al sistema de una u

otra manera (en su versión radical, acabando con el perro del hortelano). Con esto se

cierra el círculo de la suspension of disbelief, el guardián de la mente es distraído y el

público se entrega a la trama, mientras lo que el discurso representa es el intento

exacerbado de García por eliminar el obstáculo hacia la satisfacción de su propio

deseo. La inconsistencia debe ser acabada, porque en el fondo, la resistencia a dejarse

asimilar por el mismo principio de goce que motiva a García podría encerrar una

verdad tanto más aterradora para el presidente: que el perro del hortelano sepa,

mejor que él, cómo gozar mejor. En otras palabras, lo que termina por dibujarse aquí

no es otra cosa que el fantasma de García –el sujeto escindido por una falta que se

encuentra enfrentado con el objeto de su deseo–.

Encontramos en todo esto una reformulación del problema que Lacan

denunciaba, en su Seminario VII sobre la ética del psicoanálisis, detrás de la máxima

cristiana de “amar al prójimo como a uno mismo”. García estaría siendo

perfectamente cristiano en su procedimiento: amando al prójimo en la medida en que

éste esté dispuesto a someterse a su propio principio del goce, y cerrando las puertas a

los demás. Cuando, más bien, según Lacan el imperativo ético del psicoanálisis está

completamente en la otra dirección: en el respeto al goce del otro tal como se respeta

el goce propio, pues en él se resume todo lo particular y específico que tenemos de

nosotros mismos.

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¿Quién se ha llevado mi objeto del deseo? Eduardo Marisca

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(IV)

Todo está lleno de dioses (pero a veces un puro es solamente un puro)

Toda la interpretación que he planteado del texto resulta, espero, coherente a

partir del aparato conceptual que también más o menos he delineado antes. Quisiera,

sin embargo, antes de terminar, introducir algunas consideraciones metaanalíticas

respecto al sentido global que tiene o puede tener un análisis de la forma que he

querido plantear. Esto porque efectivamente, un análisis de este tipo traza una serie

de relaciones, analogías e inferencias a través de una serie de elementos que no

necesariamente se nos aparecen como compatibles a primera vista, y surge

inevitablemente la pregunta respecto a la validez o el alcance de un procedimiento de

este tipo.

Cuando surge esta pregunta, debemos cuidarnos de que inmediatamente le

siga otra pregunta sumamente similar: una de la forma “¿Pero de hecho García piensa

así?” o “¿Efectivamente es el goce y el deseo lo que está detrás del perro del

hortelano?”. Preguntas de aquella forma, cuando hemos empezado a formular un

análisis en esta dirección, dejan inmediatamente de tener sentido. No sólo porque no

pueden responderse; sino porque incluso si pudieran ser respondidas, la respuesta

inevitablemente destruiría todo mérito que el análisis pudiera haber conseguido.

En la Dialéctica trascendental de su Crítica de la razón pura, Kant hace una

distinción que podría sernos útil aquí recordar: la distinción entre el uso constitutivo y

el uso regulativo de la razón. El uso constitutivo es en esta caracterización el uso de la

razón que se pregunta por cómo son efectivamente, de hecho, las cosas, un uso de la

razón que pretende describir las cosas objetivamente y al hacerlo constituir su

objetividad. En esto, el uso constitutivo está limitado a todas aquellas relaciones que

puedan corroborarse como efectivamente existentes por medio de la experiencia. El

uso regulativo, en cambio, surge de la tendencia natural de la razón a exceder los

límites de la experiencia posible. En ese sentido, este uso nunca puede pretender

conocer objetivamente los objetos, o cómo están constituidos. Más bien, opera de un

modo hipotético: el uso regulativo puede plantear las cosas como si se conformaran

con un principio postulado por la razón que tiene éxito en sintetizar una multiplicidad

de juicios empíricos. Pero en el momento en que queremos llevar este principio

estrictamente subjetivo, que sirve como un ideal regulador de la investigación, a un

plano objetivo y constitutivo, incurrimos en lo que Kant llama la “ilusión de la

metafísica”.

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¿Quién se ha llevado mi objeto del deseo? Eduardo Marisca

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Esta distinción nos puede ser útil aquí porque creo que ilustra adecuadamente

el problema al que me refiero. En el momento en que nos preguntamos si las cosas

efectivamente suceden como las hemos planteado en el análisis, estamos incurriendo

en una forma mutada de la ilusión de la metafísica, buscando aplicar principios

subjetivos a cuestiones objetivas. De allí que la pregunta por si las cosas son de hecho

como las hemos hipotetizado sea, en este contexto, una pregunta sin sentido.

Pero ello no quiere decir que el análisis así planteado no tenga, tampoco,

ningún sentido. Sin embargo, su sentido y utilidad lo encontraremos más bien en algo

así como un uso regulador. Encontramos una serie de principios, y una serie de

relaciones, que cuando las planteamos como si fueran constitutivos del objeto, no sólo

podemos pensarlos sin contradicción sino que, además, las explicaciones parecen

calzar adecuadamente. Nuestro razonamiento es hipotético, y no tiene la pretensión

de afirmar que efectivamente las cosas sean como se las ha descrito. Tan sólo plantea

la posibilidad de que, pensándolas de esa manera, no se incurre en contradicción

alguna y se brinda una explicación satisfactoria de las cosas.

Aunque esto podría parecer como una enorme limitación, por el contrario creo

que en esto radica la principal fuerza del análisis. Justamente su desconexión radical

con la manera como las cosas son le introduce todo un ámbito de posibilidad respecto

a las cosas como podrían ser. Si pensamos de nuevo en el Macguffin, en este proceso

mismo opera una manera de distraer al perro guardián de la mente. Al introducir una

serie de variables de análisis como hipotéticas, sin pretender conexión efectiva con la

realidad (más que bajo la forma de correlaciones, analogías, paralelos, etc.), dejamos

abierta y sin resolver la posibilidad de que las cosas puedan en efecto ser como se las

describe. No es importante para nuestro análisis si García ha planteado el perro del

hortelano para cumplir funciones similares a las de un Macguffin… pero después de

que lo consideramos, podría ser el caso de que hubiera sido así (pues los

acontecimientos tal como se han dado parecen coincidir, sorpresivamente, con una

descripción de este corte).

Entonces, lo que efectivamente conseguimos al dejar abierta esta posibilidad es

cerrar el círculo necesario para crear la suspension of disbelief. Esta suspensión del

principio de realidad permite dos cosas: primero, que el lector o la audiencia piensen

sobre el objeto de análisis de una manera radicalmente nueva. Al plantear así las

cosas, colapsan las condiciones normales del sentido bajo las cuales el sujeto se

encuentra usualmente forzado a interpretar el objeto de análisis. Lo cual nos da la

segunda posibilidad: la reconstitución del sentido se nos revela entonces como la

posibilidad del sujeto para dar su propio sentido a las cosas. Lo cual me parece nos

remite directamente al S1, el significante amo, que encontramos en la posición del

producto en el discurso del analista.

Lo que somos capaces de restaurar de esta manera, por medio del análisis,

parece ser entonces la posibilidad de que el sujeto recupere la capacidad para

determinar los límites de su simbolización, para fijar el horizonte del sentido. Esto

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¿Quién se ha llevado mi objeto del deseo? Eduardo Marisca

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podría quedar mejor ilustrado si recordamos el último párrafo del “último” capítulo (el

capítulo 56) de Rayuela, de Cortázar:

Era así, la armonía duraba increíblemente, no había palabras para contestar a la

bondad de esos dos ahí abajo, mirándolo y hablándole desde la rayuela, porque

Talita estaba parada sin darse cuenta en la casilla tres, y Traveler tenía un pie

metido en la seis, de manera que lo único que él podía hacer era mover un

poco la mano derecha en un saludo tímido y quedarse mirando a la Maga, a

Manú, diciéndose que al fin y al cabo algún encuentro había, aunque no

pudiera durar más que ese instante terriblemente dulce en el que lo mejor sin

lugar a dudas hubiera sido inclinarse hacia afuera y dejarse ir, paf se acabó.

La línea final resalta por su absoluta ambigüedad, y todo su sentido radica en su

absoluta ambigüedad. La pregunta por si Horacio cayó o no de la ventana de la cual se

columpiaba no sólo no puede responderse, sino que es terriblemente poco

interesante. Todo el sentido de la obra (o al menos un cierto metasentido desde el

punto de vista del que venimos hablando) se resume en ese último momento en el que

la decisión respecto a como termina la obra depende exclusivamente de lo que el

lector quiera hacer con el final. Así, el lector recupera su capacidad para ser quien

determine el horizonte del sentido.

Aún con todo, lo que termina por ser fatídicamente paradójico de todo esto es

que a pesar de la solidez y consistencia interna que diferentes explicaciones analíticas

pudieran tener al aproximarse a su objeto de análisis, el hecho de que no guarda

ninguna conexión real con él persiste. Es decir, aún cuando vistas así las cosas, el

proceso del análisis no se encuentra limitado por las características del objeto, y

cuando lo interesante es cómo la hipótesis nos sugiere algo, nos revela posibilidades

sobre el objeto que nos llevan a verlo bajo una nueva perspectiva y a formular nuestra

propia determinación sobre cómo interpretar al objeto, nunca deja de ser cierto que

siempre siguieron siendo tan sólo hipótesis. En cualquier momento dado la

interpretación brindada puedo haber perfectamente chocado frontalmente con la

realidad, haciendo que todo el proceso de análisis perdiera por completo el sentido.

Por eso, es posible que el propio Freud nos haya dado la más importante máxima

cuando hacemos el intento de analizar con todo este bagaje diferentes objetos

culturales: sin importar la complejidad de nuestra interpretación, la consistencia de

nuestra explicación o la multiplicidad de relaciones que podamos trazar, debemos

tener en todo momento presente que, a veces, un puro es solamente un puro.

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¿Quién se ha llevado mi objeto del deseo? Eduardo Marisca

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Bibliografía

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siempre quiso saber sobre Lacan y nunca se atrevió a preguntarle a Hitchcock,

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