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¿QUE ES EL PECADO?

Martyn Lloyd-Jones

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“Entonces dijo David a Natán: Pequé contra Jehová. Y Natán dijo a David: También

Jehová ha remitido tu pecado; no morirás.” —2 Samuel 12:13

Llamo tu atención sobre esta historia, que representa semejante mancha oscura y

terrible en la historia del rey David, a fin de que podamos considerar juntos la

profunda naturaleza de todo el problema del pecado. La razón para hacerlo no es que

de pronto me haya vuelto un iconoclasta o un devoto del método biográfico moderno

que cree en «desacreditar» a los héroes del pasado y concentrarse tan solo en la parte

desfavorable de la historia de los hombres. Ni tampoco me embarco en el examen de

esta historia porque desee recalcar los detalles exactos del relato como tal y así ceder

al interés moderno en la literatura pornográfica y al deseo de esta. Ni tampoco lo hago

porque me deleite en ser singular e inusual al elegir un tema que no suele

considerarse y que, por principio, la mayoría de las personas prefiere no considerar.

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Puedo decir sinceramente que me disgusta considerar esta cuestión del pecado y que

desearía con todas mis fuerzas que no fuera necesario considerarla en absoluto. ¡Ojalá

pudiéramos hablar nada más que del amor de Dios y de otras cuestiones agradables

y placenteras! ¡Qué bueno sería que no hubiera ninguna otra cuestión ni ningún otro

aspecto que considerar. Pero, por desgracia, ese no es el caso. Ciertamente, uno

puede ir más lejos y decir que no tiene mucho sentido intentar considerar la cuestión

del amor de Dios hasta haber considerado antes que nada la cuestión del pecado.

Debemos tratar el problema del pecado por una sola razón: porque es una realidad.

Pero es de vital importancia que comprendamos la naturaleza exacta de esta realidad.

Y por ese motivo tengo intención de considerar esta historia que arroja tanta luz sobre

la profunda naturaleza del pecado. Los detalles de este caso en particular no nos

importan de por sí: su valor y su importancia residen en los principios que ilustran.

Las dificultades que parecen experimentar los hombres en la actualidad con la

doctrina bíblica de la salvación deben atribuirse, en mi opinión, a dos causas

principales. La primera es que el enfoque tiende a ser demasiado distanciado y

teórico, casi divorciado por completo de la experiencia y de los hechos de la vida. Uno

de los más grandes enemigos de la verdadera religión es el hecho de que la religión

sea tan interesante. Me refiero a interesante desde el punto de vista del pensamiento

y la filosofía; interesante, pues, como un mero objeto de conjetura y como tema de

debate y coloquio. Los debates religiosos siempre han sido populares y lo siguen

siendo. A los hombres les encanta expresar sus ideas acerca de Dios y de lo que es y

debería hacer. De la misma forma, disfrutan uniéndose a los diferentes bandos y

adoptando puntos de vista con respecto a las grandes doctrinas que ha ido

enunciando esporádicamente la Iglesia. ¡Pero qué indiferentes son estos debates en

general! Las cuestiones se debaten como si fueran tan abstractas como los problemas

de Euclides. Y esto es cierto no solo de aquellos que adoptan puntos de vista

heterodoxos, sino también muy a menudo de aquellos que defienden las

declaraciones ortodoxas de la Iglesia. La doctrina es esencial por razones que no

podemos considerar esta noche, pero hay ocasiones en que deseo con todas mis

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fuerzas que pudiera abolirse por completo. Sus formulaciones y definiciones son muy

susceptibles de instruirnos de forma puramente filosófica e intelectual y de ese modo

ocultar la gran y terrible verdad que hay tras ellas. Olvidamos que, sin importar cuál

de los lados sea el correcto, es una cuestión de vital importancia para nosotros: que

puede suponer una diferencia eterna para nosotros. ¡Ojalá al principio de cada uno

de los debates y discusiones alguien se levantara y dijera: «Señores, recordemos que,

aunque no podemos verle, Dios puede vernos; y aunque no podemos escucharle con

nuestro oído natural, él puede oírnos y de hecho lo hace. Recordemos, además, que

sus ojos están sobre nosotros aquí y ahora y que su oído está abierto a nuestras

palabras. Y recordemos luego que no somos sino criaturas del tiempo y que él es

eterno. Por encima de todo, tengamos en mente al hablar su regreso y el hecho de

que en cualquier momento podemos encontrarnos ante él como nuestro juez. Ya

pueden comenzar»! ¡Solo con que alguien dijera eso, menuda diferencia supondría!

O si, en ausencia de eso, alguien nos recordara siempre lo que somos y qué vidas

hemos vivido, como a David en esta ocasión, ¡creo que tendríamos algo más de

cuidado al expresar nuestras opiniones! Recordemos, en otras palabras, que en todos

estos debates sobre religión, aparentemente tan teóricos y abstractos, estamos en

realidad debatiendo acerca de nosotros mismos como lo hizo David con Natán.

La segunda dificultad esencial se deriva en un sentido de la primera y es, al mismo

tiempo, algo más particular. Es la completa incapacidad para entender la verdadera

naturaleza del problema que concierne a la religión o, en una palabra, la completa

incapacidad para entender la verdadera y profunda naturaleza del pecado. No

pretendo considerar en esta ocasión las distintas ideas modernas acerca del pecado.

Nos basta decir, a efectos de nuestro propósito inmediato, que todas lo consideran,

de una forma u otra, poco profundamente. Todas lo consideran a la ligera y muestran

así gran optimismo en lo que a su tratamiento respecta. Al verlo, como hacen, como

una mera debilidad o algo que se puede explicar por completo en términos de cultura

o falta de cultura, su erradicación es para ellos naturalmente una cuestión de tiempo

y aprendizaje. No ven, pues, necesidad alguna del tipo de salvación que se enseña en

la Biblia: una salvación que exige un sacrificio expiatorio y que es tan pesimista con

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respecto al hombre como para utilizar un término como regeneración en lo

concerniente a su naturaleza.

Si el problema es sencillo, también la solución será sencilla; y hay un sentido en que,

para un hombre que no ha entendido la naturaleza del pecado, es completamente

imposible aceptar el ofrecimiento de salvación del evangelio. Para él, esto último

parece extravagante. El hombre moderno no solo no ve el pecado desde el punto de

vista de Dios, tampoco lo ve tal como es desde el punto de vista del hombre. No solo

no conoce a Dios, ni siquiera se conoce a sí mismo. El problema es que por naturaleza,

todos rechazamos afrontar con honradez nuestro problema y el de nuestra naturaleza

interior. Discutimos acerca de nuestro yo ideal y no de nuestro yo presente.

Rechazamos afrontar la pura verdad de nuestros corazones tal como son. Si tan solo

afrontáramos la verdad acerca de nosotros mismos, pronto estaríamos en lo correcto

en cuanto a la cuestión del pecado, pronto entenderíamos su terrible y horrenda

naturaleza y, por encima de todo, su terrible fuerza y poder. Y llamo tu atención sobre

este incidente a fin de que nos sirva de ayuda para hacerlo.

El rey David destaca como uno de los más grandes hombres del Antiguo Testamento,

si no el más grande. Podemos encontrar en él todas las señales de la verdadera

grandeza. No solo eso, es uno de esos personajes entrañables a quien no solo

admiramos sino también amamos. Era, por encima de todo, un buen hombre, un

hombre religioso, un hombre devoto. Pero quizá el aspecto más destacado de su

carácter fue su nobleza esencial. Probablemente no hay nada más grandioso en la

literatura que la lealtad y fidelidad de David al rey Saúl. A pesar de los insultos y malos

tratos, a pesar de la envidia y ciertamente de la traición, a pesar de los repetidos

atentados de Saúl contra su vida y su persecución sin tregua de un lugar a otro, David

sigue hablando de él en términos de verdadero respeto y afecto y como alguien

deseoso de servirle. La vida de Saúl estuvo en manos de David en dos ocasiones y la

mayor parte de las personas dirían que, en vista de lo que Saúl le había hecho y en

vista de lo que David conocía del futuro, matarle habría estado completamente

justificado. Pero David no lo hace, aunque todo el mundo le invita a ello. Y cuando un

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hombre viene a informarle de la muerte de Saúl confiando en que las noticias

complacerán a David, se sorprende ante la gran pena que le abruma. Eso significa que

el propio ascenso de David al trono y el reino no significaban nada para él.

Pero la verdadera nobleza y generosidad del carácter de David brilla en toda su gloria

en el trato a los descendientes de Saúl. Cuán solícito fue con su bienestar y qué

deseoso de honrarles. Y qué dispuesto estuvo a perdonar bajo todas las

circunstancias. Aquí, pues, tenemos un alma buena, piadosa y noble: un verdadero

rey en el sentido más elevado de la palabra y, sin embargo, ¡es el mismísimo hombre

capaz de la acción cobarde, ruin y completamente egoísta que se nos relata en este

capítulo y el anterior! Es casi increíble y, sin embargo, así son los hechos. El hombre

que se caracterizaba por encima de todo por la nobleza se convierte en un bellaco y

en un canalla, el alma noble se torna traidora, el hombre que tan dispuesto estaba a

perdonar y soportar los insultos se convierte en un asesino. En la actualidad, muchas

personas superficiales conciben a David únicamente en los términos de esta historia:

para ellos, su nombre es el ejemplo por antonomasia del bajo estado moral del mundo

de la Antigüedad que consideran primitivo en comparación con el mundo actual. Pero

esa idea se basa o bien en su ignorancia o bien en una distorsión deliberada de los

hechos. David era el hombre que hemos descrito. Esta es la única gran mancha en su

honor. ¡Pero lo terrible y aterrador no solo es que esté aquí, sino que tal cosa sea

posible en un hombre semejante! ¿Cómo lo explicamos? ¿Qué es lo que le sucede a

un hombre para que se vuelva capaz de una acción tan completamente contradictoria

con todo lo que verdaderamente representa? ¿Es una mera debilidad, una simple falta

de conocimiento, un olvido transitorio de cosas mejores o alguna otra clase de

fenómeno? Cuán completamente trivial parece como explicación. Hay en nosotros

algo profundo, intenso, terrible: con un poder tremendo. Sí, y está en ti y en mí. No

siempre adopta la misma forma, pero siempre está ahí y su naturaleza es siempre

igual. Considérate a ti mismo y tu propia experiencia. Afronta por un momento las

luchas que se producen en tu propio corazón. Saca a la luz los pensamientos vanos y

los deseos que te dominan y controlan de cuando en cuando. ¿Te gustaría declararlos

en público? ¿Te gustaría que el mundo conociera todo lo referente a ti? ¡Si

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comenzáramos por ahí en nuestros debates religiosos en lugar de discutir

teóricamente acerca de la «expiación», la «regeneración» y las otras doctrinas!

Cuando un hombre se conoce verdaderamente a sí mismo y por ende conoce algo de

la naturaleza y el problema del pecado, no quiere discutir acerca de las doctrinas de

la gracia, simplemente da las gracias a Dios por ellas y las acepta con toda su alma,

corazón y mente.

A fin de que todos podamos hacerlo, si no lo hemos hecho ya, consideremos juntos lo

que se nos dice acerca del pecado en esta terrible historia. Quiero centrar vuestra

atención en recalcar los siguientes principios claramente definidos:

1. El primero es que el pecado, lejos de ser una mera debilidad o una negación, es en

realidad una fuerza abrumadora y cegadora que derrota aun a la naturaleza humana

más fuerte. Es la incapacidad para entenderlo lo que constituye la esencia misma de

la confusión religiosa moderna. El pecado como poder, como fuerza, no se comprende

ni se percibe como se debiera. Aun la llamada nueva psicología, que ciertamente ha

puesto en ridículo al antiguo optimismo humanista con respecto al hombre y su

naturaleza, no muestra esta verdad, ya que tiende a explicarla en términos de

reacciones biológicas y físicas. No considera que el pecado es una fuerza y un poder

independiente del hombre mismo y de los distintos factores que operan en él. Y, sin

embargo, eso es lo horrible del pecado. Es un poder tal que, dominándonos, puede

manipularnos a su voluntad y hacernos creer lo que quiera, echando por tierra todas

nuestras previsiones y resoluciones anteriores. Esto es lo que tan claramente se nos

muestra en esta historia y querría que lo considerásemos de la siguiente forma:

a) El poder del pecado se ve claramente en la forma en que barre por completo todos

los intereses y consideraciones existentes. Observémoslo aquí en el caso de David.

Este deseo, este anhelo pecaminoso, le controla por completo con independencia de

todo lo demás que habíamos visto que era tan cierto de él. Empieza por convertirle

en un hombre completamente distinto de lo que es. En toda la historia, donde más

claramente se muestra ese hecho es en 2 Samuel 11:21. Joab, aquel astuto hombre,

no solo era un gran general y guerrero, sino que también demuestra ser psicólogo y

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alguien conocedor del poder del pecado. Envía un hombre a David con un informe de

la batalla. Las cosas no habían ido bien y Joab había cometido un error. Sabía que

David, como general, se enfadaría ante el incidente, por lo que instruyó al mensajero

en cuanto a lo que debía decir cuando viera la ira de David. Lo único que debía decir

era: «También tu siervo Urías heteo es muerto». Normalmente David habría estado

preocupado y nervioso por el éxito de sus tropas, la derrota del enemigo y el honor

del nombre de Israel. Pero, en el cepo del pecado, todas estas cosas no contaban y

habían perdido toda su importancia. David ve y desea una sola cosa, y mientras la

obtenga no le preocupa a qué precio sea. Esta única cosa barre el orgullo del país y de

la raza, el orgullo de la victoria militar y todo lo demás: es una pasión consumidora.

Ahora bien, esto es solo un ejemplo de lo que sucede siempre con el pecado.

Pensemos en un hombre con un ataque de ira: piensa en ti mismo en ese estado. Dice

y hace cosas que no haría normalmente y de las que después se arrepiente

amargamente. Aun cuando las está diciendo hay una voz en su interior que le advierte

y contiene, pero casi no la tiene en cuenta en absoluto. Este terrible poder en su

interior le controla y conduce, y él es impotente. La envidia y los celos, la malicia y la

amargura, todo ello obra de la misma forma. Cómo nos monopolizan y consumen por

completo. La persona celosa no puede ver nada más que el objeto de su envidia. El

hecho de que le vaya bien a él mismo no es suficiente y no le satisface. Es el otro

objeto el que importa. Aunque tenga todo lo que un hombre pueda desear, no le

satisfará si desea lo que tiene otra persona. Y bajo el terrible cepo y poder de esta

pasión se producen algunas de las cosas más terribles que pueden pasar en la vida.

Una persona celosa es, en un sentido, una persona demente: un maníaco. O

pensemos por otro lado en cómo una injusticia, ya sea real o imaginaria, puede

dominarnos. ¡El deseo de venganza aguarda la oportunidad de desquitarse y

vengarse! Pero pensemos también en la forma que tienen los hombres de arriesgar

su reputación, su carácter, su honor y en ocasiones su propia vida y salud con tal de

satisfacer algún deseo. Un hombre puede amar a su mujer e hijos; pero si, por

desgracia, es esclavo del deseo de beber los dejará a un lado. Un hombre puede estar

orgulloso de su antigua casa y de sus posesiones, pero si se convierte en un esclavo

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del juego lo venderá todo. No me hace falta proseguir. Eso explica un caso como este

de David, eso solo ya explica la terrible caída de muchos hombres nobles de una

elevada posición, lo explica todo en nuestra situación actual de la que nos

avergonzamos. El pecado echa a un lado todos los otros intereses y nos controla por

completo.

b) Pero podemos declarar eso de manera levemente distinta observando que el

pecado paraliza nuestro discernimiento. Por ese motivo nos lleva a los resultados que

acabamos de considerar y también es el motivo por que todas las ideas optimistas

acerca del tratamiento del pecado por medio de la educación, etc., son tan pueriles y

patéticas. David y su hijo Salomón son dos de los hombres más sabios y cabales del

Antiguo Testamento. Sin embargo, ambos son culpables de pecado y de un tipo

específico. Pero lo mismo se puede decir de todos los grandes hombres, sabios y

eruditos del mundo. Una cosa es establecer un código ético o estar familiarizado con

él, la dificultad está en ponerlo en práctica. En un sentido, cada pecado que hemos

cometido es un pecado contra nuestro discernimiento y siempre es el resultado de la

batalla entre la conciencia y esta terrible fuerza y poder. Y qué sutil es en su

argumentación, que astuto en su forma de distorsionar y pervertir lo que sabemos

que es la verdad auténtica. Y por eso al pecado le sigue el remordimiento y nos deja

sin excusa alguna. Después del pecado —la ira, el resentimiento o la crueldad, la

lujuria, el capricho o lo que sea— puede suceder que sencillamente no podamos

entendernos a nosotros mismos o explicarnos cómo hemos llegado a hacer algo

semejante. No parece haber nada a su favor y sí todo en su contra. ¡Sin embargo lo

hicimos! ¿Por qué? Solo hay una explicación. Este poder llamado pecado nos paralizó

y cegó, nos dominó y abrumó. Un conocimiento del bien y el mal no nos protege del

pecado. «Por medio de la ley es el conocimiento del pecado» (Romanos 3:20) y no su

cura: «Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago»

(Romanos 7:19). Esa es la confesión de un hombre capaz, con conocimientos y cultura,

un hombre experto en la Ley, fariseo de fariseos: Saulo de Tarso. El conocimiento es

excelente, pero es una protección y un escudo inútil ante «los dardos de fuego del

maligno» (Efesios 6:16).

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2. El segundo principio general sobre el que quisiera llamar la atención es que el

pecado es completamente indefendible y merece castigo. Ya hemos tocado eso en

nuestra anterior afirmación, pero el verdadero valor de 2 Samuel capítulo 12 es que

nos muestra esta verdad de manera particularmente clara e incontrovertible. Elimina

cualquier excusa o disculpa que se pueda ofrecer ante el pecado y muestra que el

conocimiento que poseemos nos quita base para intentar defendernos en términos

de desarrollo y evolución.

a) Antes que nada nos muestra que el propio hombre condena absolutamente el

pecado y afirma que merece el más severo de los castigos. Esa es la verdadera jugada

maestra de Natán el profeta con David: hace que David pronuncie un veredicto

imparcial y objetivo sobre su propia persona y acción. Toda la dificultad en la cuestión

del pecado es que apenas lo consideramos de esa forma. Siempre estamos a la

defensiva y nuestras ideas están coloreadas por nuestras acciones y por las

consecuencias que tememos que derivarán de cualquier opinión que pronunciemos.

Siempre nos estamos defendiendo y es asombrosa la forma en que excusamos

nuestras acciones. Somos igualmente capaces de convencernos y persuadirnos a

nosotros mismos de que todo está bien y, por tanto, no merecemos castigo alguno en

absoluto.

Pero no somos tan listos como pensamos y siempre estamos condenándonos en lo

que decimos acerca de otros. Natán presentó el caso a David (2 Samuel 12:1–4) y

David, sin dudarlo un instante —y sin reconocerse a sí mismo—, presentó el veredicto

justo. Observa lo terrible que es el pecado y es tajante en que debe ser castigado con

severidad. Dice que carece por completo de excusa, que no se puede defender sobre

base alguna, que es absolutamente abominable. Jamás se había dicho eso a sí mismo

con respecto a sus peores acciones a causa del instinto de autodefensa y

autoprotección. Pero aquí se queda sin base y debe admitir que su pecado es

completamente indefendible y que tanto él como su pecado merecen ser castigados.

Como se podrá recordar, Pablo, en el capítulo 2 de su epístola a los Romanos, señala

precisamente lo mismo al tratar la situación de los gentiles que no están bajo la ley y

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dice que están «mostrando la obra de la ley escrita en sus corazones, dando

testimonio su conciencia, y acusándoles o defendiéndoles sus razonamientos»

(Romanos 2:15). Lo que quiere decir con eso es que las opiniones que estas personas

vierten sobre unos y otros y sus acciones son una clara prueba de que saben lo que

está bien y lo que está mal. Extraigamos el elemento personal y el deseo de

autoprotección y autojustificación y entonces, como David admite sin medias tintas,

el pecado no tiene disculpa y merece el castigo.

b) Pero más vital e importante aún es ver que Dios, que tiene el derecho y la potestad,

también dice lo mismo acerca del pecado: «Mas esto que David había hecho, fue

desagradable ante los ojos de Jehová» (2 Samuel 11:27). La primera gran revelación

de la Biblia es que Dios es un Dios santo. Odia el pecado y lo abomina por completo.

Su furia y su ira santa se levantan contra él. Ha afirmado claramente que no tiene

excusas y que será castigado. ¿Te habías dado cuenta de todo esto? ¿Te habías dado

cuenta de que el pecado es completamente indefendible? Permítaseme adoptar por

un momento el método de Natán y así conseguir que des tu propio veredicto sobre el

pecado. Escuchemos los siguientes casos atentamente, recordando que debes actuar

como juez.

1º. ¿Qué piensas de un hombre que traiciona un cargo y una confianza solemnes y

sagrados? Pensemos en un hombre a quien se le ha encomendado el cuidado y la

custodia de algo muy valioso perteneciente a otro. La persona que se lo dio confiaba

en él al hacerlo y así expresó su confianza y fe en él. Pero el hombre, en lugar de

protegerlo y cuidar de ello, se lo apropia indebidamente, lo vende y utiliza los

beneficios para complacerse a sí mismo y satisfacer sus deseos de placer. Aunque el

objeto no le pertenecía y aunque el dueño le había hecho el gran cumplido de

convertirle en su administrador, se comporta así. Traiciona la confianza y el cargo

sagrados. ¿Qué piensas de él? ¿Qué tienes que decir acerca de él? ¿Puedes ofrecer

alguna clase de defensa para este hombre y sus acciones? ¿Puedes decir algo que

mitigue su crimen y ofensa? ¿Existe alguna defensa para tal acción? ¿Qué merece

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semejante hombre? ¿Qué diría cualquier juez acerca de él? ¿Qué dices tú acerca de

él? Admitamos que la acción es completamente indefendible.

2º. Consideremos ahora otro caso. Aquí tenemos a un hombre que está ante una

maravillosa e increíble oportunidad, lo que llamamos una oportunidad de oro. Se le

ha dejado algún dinero o un negocio, o por alguna coincidencia alguien le ha otorgado

un cargo y le ha puesto en el camino que finalmente le llevará a alcanzar un gran éxito.

Sin que este hombre hiciera nada, se le ha presentado esta oportunidad. Lo único que

necesita hacer es darse cuenta, aprovecharla y, con aplicación y determinación, hacer

todo lo posible para no echar a perder la oportunidad y cosechar todos sus beneficios.

Pero, por desgracia, en lugar de eso, este hombre en particular se lo toma todo a la

ligera, juega con ello durante un tiempo y luego, o bien por culpa de la pereza o bien

por deliberada perversidad o alguna otra cosa, lo abandona en su totalidad y deja que

se quede en nada. Malgasta esta oportunidad de manera deliberada. Pone objeciones

a la cantidad de trabajo que se le ha encomendado. Quiere disfrutar con sus amigos.

Se queja de la cantidad de disciplina necesaria. Aunque se le muestra claramente que,

dada esta extraordinaria oportunidad, un poco de aplicación por su parte le producirá

resultados increíbles y asombrosos en el futuro, no se preocupa en absoluto. Prefiere

disfrutar ahora. Desecha deliberadamente esta gran oportunidad y al final se

encuentra sin un céntimo y desesperado. ¿Qué pasa con él? ¿Qué tienes que decir

acerca de él? ¿Estás dispuesto a defenderle y justificarle? ¿Puedes decir algo a su

favor? ¿Se merece otra cosa que aflicción, desdicha, fracaso y castigo? ¿Y qué pasa

con el hombre que hace este tipo de cosas repetidamente?

3º. Tomemos luego otro caso. Pensemos en un hombre al que otro ha mostrado gran

bondad y en quien ha confiado de la forma más magnánima. Un hombre, si así lo

preferimos, al que se ha encomendado el cuidado de bienes valiosos de la forma en

que se ha descrito en el primer caso hipotético. Supongamos que, cuando se

perdieron los bienes, el dueño perdonó al hombre que los cuidaba a pesar de su

traición, se abstuvo de castigarle, le perdonó incondicionalmente y, lejos de retirarle

su cargo de administrador, no solamente le dio otra oportunidad sino que le ascendió

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y se esforzó por ser amable con él. Pero el hombre, en lugar de valorarlo, se aprovecha

todo lo que puede y además insulta al generoso benefactor. Toda su actitud hacia él

es de ingratitud y de incapacidad para valorar la misericordia de la acción. Casi nunca

se presenta ante él. Hasta le insulta e intenta afirmar que de un modo u otro ha sufrido

una injusticia y considera un enemigo a aquel que tanto amor y bondad ha vertido

sobre él. ¿Qué piensas de tal persona? ¿Qué puedes decir de un hombre que es

completamente ingrato y que hace caso omiso e insulta al generoso dador y sus

regalos? ¿Puedes decir algo acerca de él salvo que es un indescriptible canalla que no

solo se merece perder todo lo que se le ha dado sino además el castigo más riguroso

y severo? ¡Considera estos tres casos! ¡Emite tu veredicto! Afróntalos imparcial y

objetivamente. Solo puede haber un resultado. Los tres son completamente

indefendibles en cuanto a sus acciones y a sí mismos y merecen ser castigados con

severidad. No cabe duda alguna al respecto.

¡Pero espera un momento! Estos tres casos son parábolas de lo que es cierto de los

hombres que no son cristianos y creyentes en el evangelio de nuestro Señor y Salvador

Jesucristo. El alma es el don de Dios para los hombres; ciertamente, la propia vida es

el don de Dios para los hombres. No estamos hechos para utilizarla para nosotros

mismos y nuestro propio placer. Dios nos ha dado este tesoro para que lo guardemos

y cuidemos, para que lo tratemos de la forma que él desea y al final rindamos cuentas

ante él por nuestra administración. Ningún hombre tiene derecho a vivir como quiera

ni a tratar la imagen de Dios como le plazca. El pecado es robo y apropiación indebida;

el hombre se ha convertido en un rebelde que utiliza la propiedad de Dios para sus

propios fines. Condenaste al hombre que hizo semejantes cosas. ¿Qué has hecho tú

con tu alma? ¿Qué has hecho con la vida que Dios te ha dado durante un tiempo?

Considera lo que estás haciendo: tus pecados están bajo tu propia condena, sin

mencionar la de Dios.

Pero considera también al hombre que desecha y desperdicia una oportunidad de

oro. Qué necio es y cómo condenamos absolutamente a aquel hombre, y dijimos que

se merecía perderlo todo y encontrarse en un estado de amargura. ¿Pero habías

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pensado que ahí podías estar condenándote a ti mismo? Dios te ofrece en Cristo una

nueva vida, una vida de poder y victoria sobre et pecado, una vida de bendición, de

paz y felicidad. Y después del mundo te ofrece una entrada gratuita al cielo para

convertirte en un rey con todos los goces de la felicidad eterna. Ahí está, se te ofrece

todo. Todo lo que han conocido y experimentado los santos. ¿Lo has aceptado? ¿Te

has aferrado a ello con ambas manos aprovechándolo al máximo? Tienes la sensación

de que exige demasiado, de que su disciplina es demasiado severa. Disfrutas el

sistema del mundo y la vida del mundo. Prefieres aferrarte a ciertas cosas que soto

durarán unos años y que nunca llegarán a satisfacerte realmente. ¿Es posible?

Recuerda tu veredicto para el tipo de hombre que hacía eso: «Se merecía lo que

tenía», exclamaste. Sí, estás en lo cierto. Y el hombre que rechaza el ofrecimiento de

salvación de Dios y la vida eterna irá forzosamente al Infierno y a la aflicción eterna

sin otro a quien culpar salvo él mismo.

Pero, después de todo, el clímax era el tercer caso: el del canalla que rechazó la acción

bondadosa y misericordiosa. Pero esa es precisamente la situación de todos los que

no son cristianos. Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios, descendió a vivir en la tierra. Dios,

en su infinito amor, le envió y él vino. Vino a morir por nuestros pecados y abrirnos

las puertas del Cielo. Sufrió en vida y soportó la cruel muerte, todo por ti. En él, Dios

te ofrece perdón por todos tus pecados pasados, no importa cuáles sean, y todas las

demás bendiciones a las que hemos hecho referencia. ¿Se lo has agradecido alguna

vez? ¿Has mostrado alguna vez tu valoración y gratitud proclamando su nombre y

haciendo todo lo posible para complacerle en todas las cosas y de todas las formas?

Recuerda lo que pensaste y dijiste acerca del hombre que no lo hizo. Y nuevamente

estabas en lo cierto. No hay necesidad de discutir estas cosas. El hombre que rechaza

el ofrecimiento del amor eterno de Dios no se merece nada y no puede esperar otra

cosa que la condenación del Infierno. No hay excusa. Te has condenado a ti mismo. El

pecado es completamente indefendible y merece el castigo.

3. Y de no ser por una sola cosa, ese sería el destino de todos nosotros, porque todos

han pecado: todos hemos robado a Dios, todos hemos desdeñado la voz divina y

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rechazado su ofrecimiento, todos hemos correspondido a su amor eterno con

enemistad y obstinación. Y si todos fuéramos enviados a la perdición no podríamos

quejarnos, porque todos debemos decir con David a Natán: «Pequé contra Jehová».

Pero bendito sea el nombre de Dios, porque sigue habiendo una respuesta que viene

de manera infinitamente más gloriosa que por medio de labios de Natán: «También

Jehová ha remitido tu pecado; no morirás» (2 Samuel 12:13). Sí, lo ha remitido

depositándolo sobre los hombros santos e inmaculados de su Hijo unigénito: «Al que

no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado» (2 Corintios 5:21). No moriremos

porque él ha muerto por nosotros y ha cumplido una expiación perfecta en nuestro

lugar. Y a causa de esa muerte podemos vivir una nueva vida, una vida abundante,

una vida que es verdaderamente vida. Podemos recibir su vida y su naturaleza, y por

medio del poder que eso da podemos superar la terrible fuerza llamada pecado tal

como lo hizo en los días de su carne. El problema de la vida es el pecado: el pecado

con su culpa, su poder, su contaminación. Y la única solución es Cristo y Cristo

crucificado. Él cancela la culpa, quebranta ese poder y renueva la naturaleza. «

¡Gracias a Dios por su don inefable!» (2 Corintios 9:15).