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PUNTUALIZACIONES SOBRE HENDAYA, DESPUES DE MIS MEMORIAS En mi libro titulado Entre el silencio y la propaganda, la Historia como fue. (Memorias), en los capítulos XIV, XV y XVI, explico, creo que con detalle, con precisión y, desde luego, con rigurosa exactitud, lo ocurrido en la conferencia de Hendaya., en el encuentro entre Franco y Hitler; capítulos en los que hay indudablemente, aparte de la relación de hechos, alguna aportación documental interesante para la Historia, como son, por ejemplo, las cartas que Franco me enviaba mientras yo estaba negociando en Berlín y, más propiamente, clarificando nuestra actitud política en un momento en que, por motivo de las relaciones muy estrechas de quien era ministro de Asuntos Exteriores, coronel Beigbeder, con la Embajada inglesa, se había producido, más que desconcierto, irritación en Alemania, y de lo que Franco temía, con razón, que pudieran derivarse las peores consecuencias. Me parece que las cosas estaban claras y el tema serenamente tratado. No obstante, con posterioridad a la publicación del libro, sin duda con buena fe por parte de algunos (yo la buena fe en las gentes la presumo siempre, salvo prueba en contrario; posición esta mía que no comparte Baroja) 1 , o con ausencia total de esa buena fe en ocasiones -e incluso con la presencia de otros sentimientos- surgieron algunas manifestaciones, aquí y fuera de aquí, pretendiéndose, por gentes que no asistieron a la conferencia, dar testimonio directo de ella como si hubieran estado allí presentes; y algunos, con buena o con mala fe -repito-, se permitieron elevar a dicha categoría de testimonio directo tales manifestaciones. Son la buena fe y la honestidad, la verdad, las que sólo han de mover en sus trabajos a todo historiador digno de este nombre. La Historia concebida como testimonio -los hechos como en realidad fueron- y no como medio para dar rienda suelta a prejuicios hostiles, a la satisfacción de rencores, antipatías, cuestiones o intereses personales. Los hechos históricos son inmutables; están por encima del tiempo y de las circunstancias políticas; variarlos o, aún peor, ocultarlos, sólo servirá, al imponerse la verdad, para desacreditar a los que así procedieran. Mentir en historia es tan vil como jurar en falso en un juicio cuando por ese falso juramento pueda condenarse a un inocente. Aquí es válido el consejo de Eugenio d'Ors cuando dice: «No cantes nada, no exaltes nada, no mezcles nada; define, cuenta, mide.» Se ha llamado testigo de excepción de la conferencia de Hendaya a persona que no estuvo en ella: Paul Otto Schmidt. 1 Pío Baroja, por boca de uno de los personajes de sus novelas, rectifica, agravándola, la pesimista frase popular de «piensa mal y acertarás» en el sentido de «piensa mal y te quedarás corto». Sería triste que esta frase, además de graciosa, correspondiera a una realidad; lo que, por otra parte, tal vez sea así, yo no lo niego.

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PUNTUALIZACIONES SOBRE HENDAYA,

DESPUES DE MIS MEMORIAS

En mi libro titulado Entre el silencio y la propaganda, la Historia como fue.

(Memorias), en los capítulos XIV, XV y XVI, explico, creo que con detalle, con

precisión y, desde luego, con rigurosa exactitud, lo ocurrido en la conferencia de

Hendaya., en el encuentro entre Franco y Hitler; capítulos en los que hay

indudablemente, aparte de la relación de hechos, alguna aportación documental

interesante para la Historia, como son, por ejemplo, las cartas que Franco me enviaba

mientras yo estaba negociando en Berlín y, más propiamente, clarificando nuestra

actitud política en un momento en que, por motivo de las relaciones muy estrechas de

quien era ministro de Asuntos Exteriores, coronel Beigbeder, con la Embajada inglesa,

se había producido, más que desconcierto, irritación en Alemania, y de lo que Franco

temía, con razón, que pudieran derivarse las peores consecuencias. Me parece que las

cosas estaban claras y el tema serenamente tratado.

No obstante, con posterioridad a la publicación del libro, sin duda con buena fe

por parte de algunos (yo la buena fe en las gentes la presumo siempre, salvo prueba en

contrario; posición esta mía que no comparte Baroja)1, o con ausencia total de esa buena

fe en ocasiones -e incluso con la presencia de otros sentimientos- surgieron algunas

manifestaciones, aquí y fuera de aquí, pretendiéndose, por gentes que no asistieron a la

conferencia, dar testimonio directo de ella como si hubieran estado allí presentes; y

algunos, con buena o con mala fe -repito-, se permitieron elevar a dicha categoría de

testimonio directo tales manifestaciones.

Son la buena fe y la honestidad, la verdad, las que sólo han de mover en sus

trabajos a todo historiador digno de este nombre. La Historia concebida como

testimonio -los hechos como en realidad fueron- y no como medio para dar rienda suelta

a prejuicios hostiles, a la satisfacción de rencores, antipatías, cuestiones o intereses

personales. Los hechos históricos son inmutables; están por encima del tiempo y de las

circunstancias políticas; variarlos o, aún peor, ocultarlos, sólo servirá, al imponerse la

verdad, para desacreditar a los que así procedieran. Mentir en historia es tan vil como

jurar en falso en un juicio cuando por ese falso juramento pueda condenarse a un

inocente.

Aquí es válido el consejo de Eugenio d'Ors cuando dice:

«No cantes nada, no exaltes nada, no mezcles nada; define, cuenta, mide.»

Se ha llamado testigo de excepción de la conferencia de Hendaya a persona que no

estuvo en ella: Paul Otto Schmidt.

1 Pío Baroja, por boca de uno de los personajes de sus novelas, rectifica, agravándola, la pesimista frase

popular de «piensa mal y acertarás» en el sentido de «piensa mal y te quedarás corto». Sería triste que

esta frase, además de graciosa, correspondiera a una realidad; lo que, por otra parte, tal vez sea así, yo no

lo niego.

Sólo seis personas estuvimos en la conferencia de Hendaya: Hitler, Ribbentrop,

ministro de Asuntos Exteriores, y Gross, intérprete, por la parte alemana; Franco, yo,

Ministro de Asuntos Exteriores, y el barón De las Torres, intérprete, por la parte

española. Han muerto Hitler, Franco., Ribbentrop y el barón De las Torres. Creo que

también Gross. En tal caso, sería yo el único superviviente.

Pocas veces se podrá -frente a las falsas afirmaciones del funcionario alemán

Schmidt, que no estuvo en la conferencia, pero que la cuenta como si hubiera estado allí,

y que algunos historiadores, o simplemente cronistas, recogen- tener la oportunidad de

acompañar unos documentos de tanto valor probatorio como los que se unen a este

trabajo y son: la carta que me dirigió el barón De las Torres, de fecha 21 de noviembre

de 1972 -en plena vida de Franco- y los croquis que a la misma adjuntaba (pp. 204-208)

donde se precisa la colocación de las personas ante la mesa de la conferencia de

Hendaya, en sus dos partes, y que fueron: Franco, Hitler, Ribbentrop, yo, Gross,

intérprete de los alemanes, y el propia barón De las Torres, nuestro intérprete. Sólo esas

seis personas asistieron a la conferencia, y Schmidt, como afirma rotundamente el barón

De las Torres, todo lo que dice en sus Memorias es sólo de oídas, pues no me canso de

repetir que no estuvo en la conferencia ni un solo minuto.

El historiador, o simplemente el cronista, ha de despojarse de todo asomo de

orgullo, para rectificar sus aserciones o sus juicios cuando se le demuestre que carecen

de fundamento. La libertad en la verdad, como escribía Unamuno, lo que permite y aun

obliga, a denunciar confusiones o errores. (Esto aparte de recurrir a la Historia como

elemento literario, o para hacer la Historia que se hubiera querido.)

En varios artículos publicados por mí en el periódico El País situé en su punto

real los hechos esenciales que resumí así:

Primero. Que los alemanes tuvieron gran interés en empujarnos, aunque sin

violencia física ni malos modos -al menos en nuestra presencia, contrariamente a lo que

se ha dicho-, para intervenir en la guerra a su lado; ya fuera como beligerantes, ya como

sometidos, consintiendo el paso y vuelo de sus ejércitos por nuestro territorio, dado su

gran interés en la conquista de Gibraltar, a cuya posesión concedían, creo que con toda

razón, la mayor importancia estratégica.

Segundo. Que Franco resistió, y que nuestra política que yo califiqué de

«amistad y resistencia» libró a España de la guerra, pese a la vecindad armada, en

Hendaya, del III Reich victorioso; evitando así pasar de espectadores a actores en la

trágica contienda. Lo demás son conjeturas, hipótesis, palabras, cominerías; y estos son

hechos inconmovibles que sobrevivirán a aquéllas.

Por mucha que fuera nuestra humildad y la soberbia de los falsos historiadores,

nunca podríamos avenirnos a aceptar que no habían ocurrido, y en la forma en que

ocurrieron, las cosas y situaciones que presenciamos; que vimos con nuestros ojos y

escuchamos con nuestros oídos.

(Algunas palabras y calificaciones sobre la entrevista de Hendaya, recogidas en

ciertas publicaciones y artículos de Prensa no dejan de ser tonterías, y lo mismo importa

en su futilidad que las dijera Hitler, Paul Otto Schmidt o algún espontáneo profesor

americano que se tirara al ruedo. La afirmación de que en el Berghof -residencia de

Hitler en los Alpes austriacos- Von Ribbentrop condicionara mi conversación con

Hitler2 a que previamente llegara a un acuerdo con él es absolutamente gratuita, y, para

hacer las cosas seriamente, apelé, al leerla, a los recuerdos de Tovar a quien llamé a

Tubinga, y así me confirmó la inexistencia de tai condición.)

En cuanto a la referencia que se hizo a mi breve visita al vagón de Ribbentrop en

Hendaya, diré que tuvo un doble objeto: Primero, suavizar el ambiente, pues Franco

estaba indignado al volver a nuestro tren («esta gente, me decía, lo quiere todo sin dar

nada»), y en análogos términos, según supimos, se manifestaba Hitler con los suyos.

Segundo, la redacción del «comunicado» que había que dar a la Prensa del mundo, pues

era para nosotros algo importante y sumamente delicado, como le indiqué a Ribbentrop,

teniendo en cuenta la repercusión inmediata que iba a producir en Inglaterra, y

concretamente en mis relaciones siempre difíciles para obtener los «navicerts», con el

embajador Hoare. Algunos comentaristas de este encuentro y otras conversaciones

presentan -con gran aparato de referencias y fechas para deslumbrar al lector profano e

incluso al profesional del periodismo- «los memorándums» de los alemanes como si

fueran documentos fehacientes, con equivalencia a protocolos o actas notariales, cuando

en realidad no eran más que unos apuntes informales, unilateralmente redactados, sin

control ni intervención ninguna por nuestra parte, ni posibilidad de formular objeciones

ni señalar errores, porque no se nos daba de ellos vista y cuya redacción era obra del

intérprete Gross, hombre sin cultura a quien teníamos que corregir alemanes y españoles

en nuestros encuentros formales por su incapacidad para entender matices y aun puntos

sustanciales.

El profesor Tovar, con gran precisión intelectual, y específicamente de

dramático, así como el barón De las Torres, con su inteligencia natural y su soltura en el

uso de la lengua alemana –las dos grandes asistencias con las que, por fortuna, conté en

mis difíciles discusiones con Hitler y Ribbentrop- se desesperaron, como yo, más de una

vez, al ver la incapacidad de Gross para recoger cualquier matiz, tanto al trasladar

nuestras reflexiones a los alemanes como cuando nos exponía las suyas.

Se han hecho consideraciones sobre el propósito de Hitler de crear una coalición

continental contra Inglaterra de la que formaran parte Alemania, Francia, Italia y

España3: lo que no fue posible por los intereses contrapuestos en materia territorial.

Pero después de esta manifestación, que es cierta, algún comentarista, por su cuenta,

transcribiendo unas palabras de Hitler en la conferencia, quiere deducir de ellas que

Franco «las interpretó» como una petición de entrada en la guerra. La realidad es muy

distinta: no hubo lugar a ninguna interpretación, como no lo hay cuando las actitudes o

las palabras son claras -nulla est interpretatio-, según una conocida regla de

hermenéutica. Franco no tenía que llegar a través de ninguna interpretación a saber que

Hitler lo que quería era -lo que pidió- nuestra entrada en la guerra, pues nos manifestó,

de una manera clara y directa, que todo estaba preparado y que había que empezar.

2 Lo que no tiene sentido, pues había sido Hitler quien me pidió con urgencia si podía visitarle en aquel su

nido de águilas donde ¿descansaba? 3 Cosa bien distinta a la «Unión Latina» -España, Italia, Francia- que yo proponía en mis conversaciones

con italianos y franceses al objeto de contrapesar el exceso de germanismo que podía producirse

terminada la guerra. Por este motivo, y por mi tenacidad en mantener la política de «amistad-resistencia»

dentro de la «no beligerancia», me atacó sañudamente Hitler y también sus generales considerándome el

principal culpable de no entrar en la guerra. (Véanse páginas 285 a 289 de mi libro Entre el silencio y la

propaganda, la Historia como fue. Memorias.)

Planteamiento éste con el que ya se contaba, y la cuestión estaba para Franco en obtener

las compensaciones territoriales de constante referencia.

Desde siempre había estado establecida la relación entre la entrada, o no, en

guerra, y las concesiones, o no, de territorios. Estas exigencias territoriales las acabamos

convirtiendo en un seguro contra la intervención en el conflicto armado.

LA CARTA DEL BARÓN DE LAS TORRES

TRANSCRIPCIÓN DEL TEXTO DE LA CARTA DEL BARON DE LAS TORRES:

21 noviembre 1972.

Excmo. Señor Don Ramón Serrano Suñer

Madrid.

Querido Ramón:

Atendiendo tu deseo, expresado en tu carta de ayer, tengo mucho gusto en enviarte dos planitos

referentes a la colocación de las personas asistentes a la Conferencia de Hendaya, la 1ª en la mesa y la 2ª

a la colocación de las personas, todas de pie al dar Hitler por terminada la conversación, y en el momento

en que dirigiéndose en alemán a V. Ribbentrop le dice «Con estos tipos no hay nada que hacer».

El Sr. Schmidt ha escrito de memoria, o inventado lo que ha querido, pero que es completamente

falso, pues durante toda la Conferencia, sólo las 6 personas que se citan fueron las que estaban presentes y

el Sr. Schmidt entró en la salita de la Conferencia cuando ya Hitler había dicho la frase citada.

Ya sabes, me tienes a tu disposición para ampliar cualquier detalle que desees y esperando verte

pronto te envía un abrazo tu buen amigo.

LUIS LAS TORRES

La frase que dijo el Führer, ya de pie, dando por terminada la Conferencia fue la siguiente: «Con estos

tipos no hay nada que hacer» (en alemán Mit diesein kerln ist nichts zu machen), en forma airada y

molesta y de malísimo humor.

El señor Schmidt todo lo que dice en sus memorias es sólo de oídas, pues no estuvo en la

Conferencia ni un solo minuto, y llegó después de haber dicho Hitler la frase despectiva.

EL PESO DE LA MARINA

Las reflexiones del capitán de navío Espinosa de los Monteros son anteriores a la

entrevista Franco-Hitler; las del Estado Mayor del Ministerio de Marina a las que,

faltando al rigor histórico se les quiso atribuir el mérito de la prudente actitud de

Franco en Hendaya, son posteriores.

Si Franco, como militar, como casi todos los generales y jefes de nuestros

Ejércitos de Tierra y Aire, creyó en la victoria del Eje -creencia compatible con una

política de resistencia a entrar en el conflicto-, esa creencia no era tan generalmente

compartida por nuestros marinos de guerra, sin duda por el respeto, casi supersticioso,

que siempre tuvieron por la Marina británica. Cuando Franco, en una de las cartas que

me envía a Berlín (véase página 341 de mi libro), me habla de lo complicado que resulta

redactar en alemán su carta a Hitler y ponerla a máquina -esto es, mecanografiarla

también en alemán-, me dice que ello ofrece grandes dificultades a «los entendidos» y

establece una diferencia, que ya siempre continúa, entre «entendidos» e «intérpretes»,

yo, estando allí en Berlín, desde mis primeros contactos con el Gobierno alemán,

pensaba como se manejaría Franco en El Pardo para llevar a cabo ese trabajo de escribir

en alemán la carta y notas que me enviaba para entregarlas a Hitler; en quién tendría a

su lado para realizarlo: Beigbeder, que todavía era ministro de Asuntos Exteriores y

conocía el alemán, no podía ser porque Franco no se fiaba de él. Con posteridad supe

que el autor de aquella difícil tarea era el capitán de navío don Álvaro Espinosa de los

Monteros, autor de importantes servicios en silencio, calladamente,

Como pasa el aura las montañas, respirando mansamente,

¡qué gárrula y sonante por las cañas!

Como decía Gustavo le Bon, «la verdadera historia ha surgido de documentos en

los cuales no se la buscaba».

El capitán Espinosa de los Monteros era en aquel tiempo agregado naval de

nuestra Embajada en Roma y allí, en un viaje oficial, le conocí, en mi privilegiada

residencia de la «Villa Madama». Franco le llamó a Madrid en la ocasión referida, y,

además de realizar el trabajo que tantas dificultades ofrecía (que duró hasta las siete de

la mañana), cambiaron, en aquellos días, ampliamente, impresiones y reflexiones sobre

los planteamientos de estrategia naval que hacía Espinosa de los Monteros, nada

optimista, por cierto, en lo referente a la victoria alemana; pues él, por el contrario,

pensaba -ya entonces- que perdería Hitler la guerra, por su relativa debilidad en el mar

que no podría reforzar con eficacia la brillante flota italiana -una de las realizaciones

importantes de Mussolini-, pues tendría poca efectividad en el combate por el deficiente

entrenamiento de los marinos de aquel país en relación con la enorme experiencia de los

ingleses. Como pronto se demostró en la batalla de cabo Matapán, en la que el

acorazado ingles Warspite hundió a los cuatro grandes cruceros italianos Zara, Pola,

Fiume y Giovanni de le Bande Nere. (El almirante Fioravanzo, jefe del Servicio de

Inteligencia de la Marina italiana, cuya amistad cultivaba con eficacia nuestro agregado

naval, había publicado antes de esta batalla un artículo en la Prensa titulado

«Dominiamo il Mediterraneo», pero en conversación privada con Espinosa de los

Monteros reconocía que no era así.)

Franco, pues, con anterioridad a su entrevista con Hitler, había reflexionado

sobre aquellas circunstancias, y discutido el tema de la vulnerabilidad de nuestras costas,

con aquel competente marino y también con el almirante don Alfonso Arriaga, quienes

le expusieron su opinión de que Canarias y muchas capitales de nuestras extensas costas

quedarían «planchadas» por los bombardeos de la escuadra británica en el contragolpe

seguro que darían los ingleses ante la conquista de Gibraltar.

Todo ello lo tuvo en cuenta, con indudable astucia, en Hendaya cuando, con

intención y cautela, para no irritar, se limitó a preguntar al alemán sobre la batalla de

Inglaterra, con la esperanza de oír de Hitler los recursos con que podía contar para

vencer las graves dificultades que se iban a presentar; y que Inglaterra –dijo Franco- aun

invadida, seguirá luchando en Canadá y Colonias. En la exposición que hice yo en mi

libro Entre el silencio y la propaganda, la Historia como fue no traté este punto porque

Hitler no lo recogió y no hubo controversia sobre él. Y si Franco tomó buena nota de la

vaguedad y la endeblez de las manifestaciones que aquél hizo, no quiso, para evitar su

enojo, reargüirle con las razones de los marinos españoles: los «Stukas», cuya eficacia

suplementaria o complementaria de la defensa artillera de nuestras costas no era

bastante, etc., etc.

Los hijos del ilustre capitán de navío Espinosa de los Monteros -militares tres,

en excedencia voluntaria- están consagrados a la noble y muy legítima tarea de dar a

conocer la meritoria intervención de su padre en un momento tan delicado y en el que su

opinión y consejo pesaron singularmente en las reservas que tuvo Franco en su

conversación con Hitler. Esto es lo que, de verdad, tomó en consideración Franco en

aquellas circunstancias y no el informe que -con inexactitud- se ha querido atribuir por

alguien en exclusiva a Carrero Blanco y que es del Estado Mayor del Ministerio de

Marina, argumentando contra la intervención de España en la Guerra Mundial; algo, por

otra parte, físicamente imposible porque tal informe es posterior a la conferencia de

Hendaya. El hijo del almirante Rapallo demuestra, en escrito publicado en ABC el 25 de

febrero de 1976, que el informe del Estado Mayor de la Armada estaba redactado por

los diversos elementos de dicho Estado Mayor, y por tanto también por Carrero Blanco,

como Jefe de la Sección de Operaciones, pero sin que fuera exclusivamente suyo.

Resulta claro que el informe que se pretendió atribuir en exclusiva a Carrero -emitido en

11 de noviembre de 1940- no llegó a tener trascendencia alguna, a los efectos que se le

han supuesto, de fijar la actitud a adoptar por España ante la Guerra Mundial, dado que

ya antes, en el mes de setiembre de 1940, yo en Berlín y el 23 de octubre del mismo año

Franco en la entrevista de Hendaya, habíamos definido, tomado y comunicado al III

Reich, la conocida postura española. Lo que prueba la tendenciosidad y la falta de

rectitud con que, en ocasiones, se ha escrito, sobre temas tan graves.

VISITA A GOERING

En uno de los viajes que allí hice, precisamente para la firma del «Pacto

Antikomintern» -cosa distinta del «Pacto Tripartito», que éste me negué a firmar-, el

principal episodio fue mi visita al mariscal Goering, con el que yo no me había

encontrado en ocasiones anteriores. Franco me pidió que solicitara de él una entrevista,

aunque sólo fuera por razones y con finalidades de cortesía, pues Goering, como es

sabido, era un hombre muy importante en el régimen -la segunda personalidad del

Reich- y no quería Franco que se considerara olvidado o marginado por nosotros. Junto

a la imagen suya que anda por ahí muy extendida -el hombre de los uniformes y de la

pompa-, era campechano, simpático, listo, y al hablarle yo de nuestras cosas, repitiendo

las consabidas razones del estado ruinoso de nuestra economía, carencia de armamento,

etc., él interrumpió mi pequeño discurso, no en términos algo destemplados, pero si

muy concretos y directos: «Bueno, bueno –me dijo-, usted hace muy bien su papel, pero

si yo fuera Führer no me valdrían palabras y promesas y ya habría ocupado España,

porque el valor estratégico de su geografía nos es indispensable.»

Me acompañaron en ese viaje, además del profesor Antonio Tovar (al que más

de una vez me he referido), el también profesor José Santa Cruz Teijeiro, catedrático de

Derecho Romano en Valencia, que ha sido decano y vicerrector en aquella Universidad,

y muy germanista; había estudiado en la Universidad de Friburgo con los profesores

Kunkel y el romanista máximo Otto Lenel, autor de la restauración del «Edicto

perpetuo», de Salvio Juliano, y fue compañero mío de estudios de toda la vida, quien

tuvo gran satisfacción en coincidir con Tovar, al que admiraba mucho. Por cierto que

este último, Tovar, iba leyendo en el viaje un libro del poeta latino Tibulo. Y mi otro

acompañante -por mi muy delicada salud en aquellos días- era el doctor Dámaso

Gutiérrez Arrese; medico prestigioso y gran amigo, persona inteligente y llena de

curiosidad, a quien, tal vez precisamente por contraste -él era liberal-, le llamó mucho la

atención todo lo que vio en la Alemania de entonces y especialmente le impresionaron

las palabras que me dirigió Goering, y que al regresar comentaba constantemente las

cosas del viaje entre su clientela, muy amplia, y su extenso círculo de amigos, como

hemos recordado en conversaciones posteriores el doctor Miguel Ortega Spottorno y yo.

***

He mantenido alguna polémica sobre distintos puntos relativos a la conferencia

de Hendaya, pero decidí ya ponerle fin, pues sospechaba que se aburría y cansaba a los

lectores con tanta insistencia en los mismos hechos, matices, distingos subalternos y

confusiones; y que por mucho interés que quisiéramos dar a estas cuestiones, es lógico

que ellos estén más atentos a los grandes y angustiosos problemas del presente y del

futuro: la recuperación económica del país, la contención del espíritu de violencia que

se ha desencadenado, y tantos y tantos más, también en el orden exterior, ante el grado

que alcanza la movilización de las superpotencias, pese a las declaraciones de dudosa

sinceridad sobre la necesidad de reducciones sustanciales en los presupuestos militares,

pues la realidad es que las tensiones subsisten y que sigue estando en vigor la fórmula

clásica de que la preparación para la guerra es la mejor defensa para la paz.

Tengamos, con humor, decía, sentido de la medida y acabemos. Si por alguna

razón estuviéramos personalmente obligados a mantener más diálogos, tendríamos que

cambiar el tema, ocupándonos, por ejemplo, del principio de la indeterminación en la

Física; de los progresos logrados en orden a la ingravidez del hombre en el Cosmos; o,

para seguir más en el plano de controversia en que hemos estado, podríamos referirnos,

pongo por caso (¡lejanos y desvanecidos recuerdos de estudios en mi juventud

universitaria!) a las discrepancias y discusiones que tuvieron lugar entre el eminente

profesor alemán Zeumer y la Academia Española con motivo de la reforma de Ervigio

al Liber judiciorum, y sus ediciones. (Me veo obligado a repetirlo una vez más: Se

podrá discutir y juzgar severamente a Franco desde distintas ideologías; pero, por

encima de ideas y pasiones, los españoles son deudores de gratitud a la política de

«amistad-resistencia»que se siguió en las relaciones con Alemania porque nos libró de

vernos envueltos en los horrores de la II Guerra Mundial. El mérito es de Franco, que es

quien decidió, pero yo, difamado como intervencionista, fui el dialéctico de esa política

-en mis numerosos encuentros con el Gobierno alemán- como abrumadoramente

acredita la hostilidad, contra mí, de las palabras de Hitler y de Jodl, Jefe de Operaciones

del cuartel General del Führer.)