Puede Ser Ideólogo Un Padre de Familia - Héctor Ghiretti

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Formar y mantener la propia familia es, de hecho, “fundar” una pequeña sociedad propia, un “pequeño país”, por usar las palabras de Chesterton. Es un empeño que supone experimen- tar directamente las limitaciones y posibilidades de la empresa, probar en el terreno las capacidades reales de configuración y cambio en ese núcleo celular social/comunitario. En consecuencia, parece razonable que haya una relación entre las aportaciones políticas, sociales o culturales de determinados pensadores y sus respectivas experiencias familiares. 103 NUESTRO TIEMPO HÉCTOR GHIRETTI ¿ PUEDE SER IDEÓLOGO UN PADRE DE FAMILIA?

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Formar y mantener la propia familia es, de hecho, “fundar”

una pequeña sociedad propia, un “pequeño país”, por usar las

palabras de Chesterton. Es un empeño que supone experimen-

tar directamente las limitaciones y posibilidades de la empresa,

probar en el terreno las capacidades reales de configuración y

cambio en ese núcleo celular social/comunitario. En consecuencia,

parece razonable que haya una relación entre las aportaciones

políticas, sociales o culturales de determinados pensadores y sus

respectivas experiencias familiares.

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¿PUEDE SERIDEÓLOGO UN PADRE DE FAMILIA?

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Papá, cuéntame otra vez, ese cuento tan bonitode gendarmes y fascistas, y estudiantes con flequillo

de dulce guerrilla urbana en pantalones de campanay canciones de los Rolling, y niñas en minifalda

Hace unos años, un destacado sociólogo ar-gentino llamado José Luis de Imaz publicó un libro, titulado Las raíces del pensar, en el que analizaba los condicionamientos fami-liares, educativos, socioeconómicos y geo-gráficos del genio literario o científico. El estudio es muy interesante, al incursionar en los factores personales que inciden en la dedicación a la ciencia y a las letras.

Lamentablemente, el libro de Imaz só-lo se quedaba en una exploración de tipo estadístico/cuantitativo, salpicada de anéc-dotas y narraciones personales, sin llegar a plantearse las vinculaciones profundas entre experiencia vital y ciencia, arte o pen-samiento.

Concretamente, la pregunta que quisiéra-mos ver formulada (o incluso respondida) sería la siguiente: ¿cómo influye la configu-ración familiar, la experiencia vital y la for-mación de la personalidad en el seno de una familia, en el desarrollo del pensamiento o la investigación científica?

Al parecer disponemos de pocos datos sobre la cuestión, quizá porque constituye uno de esos “ángulos ciegos” de la pers-pectiva de análisis propia del pensamiento moderno. Es precisamente esta pequeña hipótesis la que nos permite arriesgar otra, de mayor envergadura: en las actuales cir-cunstancias académicas y culturales, ciencia y pensamiento se oponen en cierto sentido a vida en familia.

Trataré de explicarme, antes de despertar el previsible escándalo. Es razonable pensar que la formación y desarrollo del pensa-miento moderno se habría debido princi-

palmente a la labor intelectual de personas en situación de soltería, ya sea en condición de celibato institucional o voluntario. Esta hipótesis debería ser contrastada histórica-mente, lo cual requiere un minucioso traba-jo biográfico de los principales exponentes del pensamiento y la ciencia moderna, así como también de los círculos e instituciones en los que vivieron y trabajaron.

Algunos datos podemos adelantar en este sentido. Entre los grandes pensadores modernos que renunciaron, explícita o im-plícitamente, a formar una familia encontra-mos a Descartes, Malebranche, Spinoza, Hume, Leibniz, Gassendi, Pascal, Kant, Kierkegaard, Schopenhauer, Nietzsche, Wittgenstein y Foucault.

Podría responderse que la condición céli-be o sin descendencia es propia también de los pensadores antiguos, con la no menor y muy significativa excepción de Aristóteles, síntesis y cumbre del pensamiento clásico. Lo mismo cabe afirmar de la Edad Media.

LA TRADICIÓN DE LA SOLTERÍA

Puede decirse que la convicción antigua y medieval sobre la incompatibilidad esen-cial entre vida contemplativa (tanto en su expresión científica como religiosa) y ma-trimonio/familia se expresa en la trágica historia de Abelardo y Eloísa. Es en ella, según Etiénne Gilson, donde se encuentra la síntesis de la tradición filosófica al respec-to: Cicerón, Séneca, Teofrasto, Orígenes, San Jerónimo.

Es igualmente cierto que en su configura-ción y desarrollo, las culturas y sociedades antiguas y medievales dependieron de las concepciones de los sabios y los hombres de pensamiento mucho menos que las mo-dernas. La filosofía clásica responde esen-cialmente a una voluntad de racionalización teórica de la realidad: el pensamiento mo-derno, en cambio, intenta transformarla.

Papá cuéntame otra vez todo lo que os divertisteisestropeando la vejez a oxidados dictadores

y como cantaste Al Vent y ocupasteis la Sorbonaen aquel mayo francés en los días de vino y rosas

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Hay grandes pensadores modernos

que renunciaron a crear una familia

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De modo provisional, la tesis puede apoyar-se en otro dato histórico. No sería posible explicar el despliegue del pensamiento mo-derno sin el nacimiento y desarrollo de la institución universitaria. Es en las universi-dades europeas donde se gestó, evolucionó y se difundió la visión moderna del hombre y del mundo.

Como se sabe, estas instituciones estu-vieron fundamentalmente compuestas en sus orígenes por clérigos y frailes, que eran, todavía en la Baja Edad Media, quienes podían dedicarse al estudio y la investiga-ción. La intelectualidad europea nace en un mundo en el que se practica el celibato institucional.

Con el correr de los siglos y el progre-so de la secularización, los frailes fueron abandonando las universidades, pero la tradición de soltería prosiguió dentro de la institución universitaria. Esto quizá pueda

extrañar en un entorno cultural hispano, pero es evidente en el francés: tradicional-mente, la voz que se utilizaba para designar a un clérigo —clerc— es la misma que sirve para nombrar al intelectual.

El celibato, naturalmente, cambió en términos cualitativos, puesto que dejó de tener una motivación ascética que respon-día formalmente a otra institución (la orden religiosa), y pasó a ser una exigencia im-plícita de la propia institución universitaria: a partir de entonces compatible con los desahogos del caso y cierto margen de pro-miscuidad, permitía una vida austera, sin las exigencias económicas que conllevaba el mantenimiento de una familia. Si para el común de los hombres de letras no había más remedio, como el bachiller que aparece en el Quijote, que “andar a la sopa”, mucho mejor hacerlo solo que cargando mujer e hijos.

Esta constante se ha encarnado hasta épocas recientes en notorias tradiciones universitarias. Recuérdese si no el estilo de vida de los profesores en las grandes univer-sidades inglesas, dedicados por entero a sus estudios y a sus alumnos, lo cual no pudo evitar ser en sí mismo, ocasionalmente, ori-gen de experiencias sexuales contra natura y por eso, irremediablemente cerradas a la procreación.

Esto lleva a preguntarse en qué medida las instituciones universitarias no significa-ron para sus integrantes, del mismo modo en que sucedió con las órdenes religiosas, un sustituto eficaz de la familia para su vida afectiva, profesional, económica y de rela-ción. Puestos a buscar formas de replicación de la función familiar, la universidad, tanto por su origen religioso como por su natura-leza de institución educativa, es una de las que más se le asemeja.

PENSAMIENTO Y ESTATUS FAMILIAR

Podría argumentarse que incluso estas for-mas de vida han desaparecido sustancial-mente del mundo universitario contempo-ráneo. Esto parece ser cierto, pero los acadé-micos e intelectuales están todavía lejos de ser asociados directamente con la condición de “hombres de familia”. Y es que parece persistir un divorcio sustancial entre la vita contemplativa —ayer místico-religiosa, hoy científico-teórica— y la vita activa a la que obliga la convivencia familiar. En cualquier caso, el pensamiento y la ciencia modernos parecen haber sido acuñados y fijados en sus principales paradigmas por personas que no formaron familia.

La pregunta, llegados a este punto, sería ¿por qué el pensamiento o la investigación estarían condicionados por el estatus fami-liar de sus autores? He de confesar que no tengo una respuesta en general a este inte-

La intelectualidad europea nace en un momento

en el que se practica en el celibato institucional

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rrogante. No sé cómo puedan influir —más allá de las diversas limitaciones en la dedi-cación al estudio y la investigación— la sol-tería, el matrimonio o la paternidad en la física, la química, la filología o la metafísica. Quizá sólo hay respuestas individuales a es-ta pregunta. Quizá —aunque lo dudo— sea absolutamente irrelevante.

Uno de los pocos contemporáneos que se ha planteado la pregunta es un casi descono-cido filósofo ágrafo francés, llamado Jean-Baptiste Botul, quien en 1946 pronunció una serie de conferencias en un pequeño asentamiento de refugiados alemanes del Paraguay llamado Nueva Königsberg, bajo el título general de La vida sexual de Kant.

Botul era consciente de que para su pro-pio entorno académico —el neokantismo im-perante en La Sorbona de la primera mitad del siglo XX— la vida íntima del filósofo era una cuestión irrelevante respecto de su pen-

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samiento. De todas formas, este pensador francés asume (no sin cierta ironía, conve-nientemente moderada en honor a la tierna devoción kantiana de su auditorio) la tesis clásica de la necesidad imperiosa del celiba-to (y la castidad) para el filósofo, es decir: la renuncia a la reproducción de la especie a cambio de la fecundidad del pensamiento.

Pero en la medida en que nos aproxima-mos a las ciencias sociales, el panorama ad-quiere relieves interesantes para quien esté dispuesto a analizarlos. ¿Cómo condiciona la experiencia de la vida familiar a las ideas y teorías sobre la sociedad y la política? O para decirlo más directamente, ¿es posible que no lo hagan, teniendo en cuenta que constituyen ciencias prácticas, y por tanto dependen sustancialmente del criterio pru-dencial?

Si tuviéramos que caracterizar en general la perspectiva moderna sobre la sociedad y

la política, deberíamos concluir en que se halla dominada por una forma mentis que es fruto de su propia evolución y desarrollo, conocida usualmente como ideología. El debate sobre el concepto de ideología es extenso y complejo, y no vale la pena en-trar en él. Entiendo aquí por ideología la construcción teórica de un orden social y político, con pretensiones de totalidad pero cimentado sobre un aspecto específico de la vida social, destinado a transformar a su imagen y semejanza al orden real.

El marco mental de la ideología operó, dentro de la cosmovisión moderna, la sus-titución/enmascaramiento de comprensión de la política y el poder, que o bien es supri-mido por la ideología en su carácter instru-mental o bien se lo eleva a fin en sí mismo.

Además, su inevitable combinación con la técnica produjo las tragedias más espanto-sas de la humanidad contemporánea: libera-lismo, democracia (dos ideologías que hoy parecen la cumbre de la moderación y la to-lerancia, pero que no lo eran en tiempos del New Model Army de Oliver Cromwell o de los sansculottes), nacionalismo, revolución, socialismo, progresismo, son los nombres de los principales déspotas y asesinos de la modernidad política plena.

ALGUNOS CASOS CONCRETOS

Si nos ponemos a revisar en detalle ¿de qué guerra civil, revolución, limpieza social o étnica, genocidio o concepción total de la confrontación bélica, bombardeo nuclear, biológico o químico podemos decir que está ausente el pensamiento ideológico?

Papá cuéntame otra vez esa historia tan bonitade aquel guerrillero loco que mataron en Boliviay cuyo fusil ya nadie se atrevió a tomar de nuevo

y como desde aquel día todo parece más feo

Si de ideólogos y pensadores políticos mo-dernos se trata, el panorama es bastante elo-cuente. Nicolás Maquiavelo (el único de la lista que sigue a quien el mote de ideólogo quizá le es menos apropiado) tuvo mujer y seis hijos, pero su vida de funcionario pú-

El oscuro origen familiar de Hitler ha

dado pie a diversas interpretaciones

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blico, plagada de continuas misiones diplo-máticas a las ciudades italianas y a Francia, intrigas y proscripciones, confinamientos y destierros, deben haber hecho difícil una vi-da de familia normal.

Thomas Hobbes, abandonado en la ni-ñez por sus padres, se emplea como tutor de jóvenes nobles al terminar sus estudios universitarios, y nunca forma familia. De John Locke sabemos que quedó huérfano de madre y de padre muy tempranamente, y finalmente no se casó, aunque afirman sus biógrafos que “consideró en algún momen-to hacerlo”.

Montesquieu, nacido en cuna noble, fue en su infancia confiado por sus padres al cuidado de una familia de campesinos po-bres —se trató de una decisión determinada por extraños motivos “pedagógicos”— pero se casó y tuvo hijos. ¿Y qué decir del clérigo Sieyès, ideólogo fundamental de la Revolu-

ción Francesa? Sabemos también de las cos-tumbres del muy justo y casto Maximilien Robespierre.

Más cerca en el tiempo se sitúa Lenin, que pasó una infancia feliz y sin alteraciones (excepto la ejecución de su hermano mayor por conspiración) y se casó, pero no tuvo descendencia. De Antonio Gramsci nos han llegado las conmovedoras cartas a su mujer Yulca y a sus hijos, aunque fue un hombre privado por la cárcel de una vida familiar normal.

El oscuro origen familiar de Adolf Hitler y sus tormentosas relaciones afectivas han dado lugar a las más diversas interpretacio-nes. Es asimismo conocida la traumática re-lación de Stalin con las mujeres (sobre todo con Nadiezda Alliluieva, que terminó sui-cidándose) y con los hijos que tuvo de ellas.

Es difícil encontrar entre las grandes figu-ras del pensamiento político moderno algún

caso de una vida familiar normal (vamos a pasar de largo de lo que significa una “vida familiar normal” sin desconocer lo proble-mático de la expresión). Lo que lleva a pre-guntarse si no son precisamente las expe-riencias familiares infantiles disfuncionales, dolorosas o traumáticas, la imposibilidad de formar una familia, mantenerla o llevar-la adelante lo que motivó a estos hombres a plantearse los problemas de la dimensión política o social del hombre y a intentar re-solverlos.

Entre quienes manifestaron una agudeza particular en su comprensión de lo social y lo político encontramos al penetrante Ed-mund Burke, crítico implacable de las abs-tracciones revolucionarias al otro lado del canal, casado felizmente con una irlandesa y padre de un hijo, al que debió llorar por su muerte prematura.

También puede mencionarse al finísimo

analista Alexis de Tocqueville, quien con-trajo matrimonio con una mujer protestante inglesa varios años mayor que él con la que no tuvo hijos, quien toleró sus altibajos y fue su fiel sostén hasta el final de su vida.

Quizá, como sucede frecuentemente en-tre los poetas (o los pensadores, si ha de ha-cerse caso a Schelling, Lukács y Steiner, teóricos de la tristeza como motor de la re-flexión) sólo el dolor y el sufrimiento nos llevan a hacernos preguntas sobre la política y la sociedad.

Pero el surgimiento, desarrollo y difusión de las ideologías ¿a qué debe atribuirse? Es evidente que el origen de la modernidad se explica, al menos en parte, en la desco-nexión entre pensamiento y realidad. En lo que tiene de constructivo, la modernidad se desconecta de la experiencia de la realidad, lo que le permite una gran libertad para componer sistemas independientes.

Cabe preguntarse por las carencias familiares de algunos

ideólogos y relacionarlas con sus propuestas políticas

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Esta desconexión sólo puede operarse si se tiene la suficiente distancia de la expe-riencia cotidiana y omnipresente del objeto que constituye la fuente principal de inspi-ración y preocupación, en el plano de la re-flexión y el estudio. Así, es posible concebir ideologías si la experiencia de lo político y lo social es de alguna manera remota o está mediatizada, es decir: no es evidente ni flagrante. Es en esas condiciones cuan-do, como advirtió Giambattista Vico, la reflexión puede transformarse en barbarie: en una barbarie peor que la anterior, domi-nada por los sentidos.

Pero ¿cómo vendría a afectar la soltería a la experiencia de lo social y lo político? Es evidente que existe una mejor compren-sión del orden político y social en la medida en que se funda sobre una experiencia más intensa de la vida en sociedad. Es el caso de los pueblos anglosajones, célebres por el

abigarrado entramado y la intensa activi-dad de sus sociedades civiles.

De modo similar, sin la inserción inme-diata en un núcleo familiar del que se es responsable primario, toda experiencia so-cial aparece más mediatizada o remota. Se forma parte de sociedades e instituciones, e incluso se puede estar en posiciones de go-bierno o administración, pero en todo caso se trata de formas sociales que no afectan la intimidad de la persona, que no constitu-yen experiencias de verdadera transforma-ción personal.

La vida familiar, en cambio, exige una disposición y una solicitud permanente e incondicional, que no es equiparable a ninguna otra forma de vida social: se tra-ta de algo que podríamos denominar una experiencia intersubjetiva radical, decisiva para la comprensión de lo político y de lo social.

Papá cuéntame otra vez que tras tanta barricaday tras tanto puño en alto y tanta sangre derramada

al final de la partida no pudisteis hacer nada y bajo los adoquines no había arena de playa

El condicionamiento personal sobre el pensamiento político y social moderno se puede ver de forma indirecta en los efectos sociales de la aplicación de las ideologías. No hace falta ir a buscar en las supuestas invectivas de Lenin contra la familia (que me llegan de una tradición propagandística anticomunista: una búsqueda a vuelapági-na en las Obras completas no arroja resultados en ese sentido) ni en los ataques de Daniel Cohn Bendit contra el “humanismo stali-nista-judeo-cristiano” y su particular con-cepción del sacrificio que inspira la solidari-dad intergeneracional de padres e hijos.

Desde el extremo liberal-emancipato-rio al colectivista-socialista, las ideologías se fundan en un presupuesto esencial: la dialéctica individuo-estado, en la que las instituciones intermedias en general no tienen cabida ni inserción, y aparecen fre-cuentemente como factor de perturbación y bloqueo.

UN PROYECTO DE DES-FAMILIARIZACIÓN

Las sociedades actuales, en franco proceso de atomización, son en buena medida el efecto directo de la aplicación de ideologías de uno u otro signo. ¿Cómo no pensar que la crisis contemporánea de la familia se de-be a la hegemonía de un pensamiento no-familiar? La entera historia moderna puede interpretarse como la puesta en práctica de un proyecto de des-familiarización de las instituciones políticas. Y es inevitable con-cluir en que el proyecto des-familiarizador tiene necesarias consecuencias de des-per-sonalización.

Podríamos sacar una derivación apresu-rada de la hipótesis que hemos arriesgado: ¿quiere decir que el matrimonio y la pater-nidad condicionan necesariamente el pen-samiento político y social en un sentido no ideológico? Si la ideología es el producto de una experiencia mediada y remota de

La familia exige una solicitud no

comparable a otras tareas sociales

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lo social, que se manifiesta en lo no-fami-liar, la condición de esposo/a o padre/ma-dre tendría, al menos en principio, el efecto contrario.

Lamentablemente, no es tan sencillo. Ya se ha dicho que las coordenadas del pensamiento moderno han sido fijadas hace siglos, y sólo un esforzado, continuo y siempre inacabado ejercicio de crítica y des-construcción nos puede liberar en algu-na medida de ellas. Y eso es algo que muy pocos están dispuestos a hacer.

Pero además, como es bien sabido, es propio de la perspectiva moderna la sepa-ración, la descomposición de la realidad en sus partes componentes, el análisis. En este contexto, pensamiento y experiencia vital se presentan frecuentemente como esferas cerradas sobre sí mismas, estancas, autó-nomas. Y por ello, inhabilitadas de entrar en interacción fecunda. Si hemos de revisar

entre los pensadores modernos, la imper-meabilidad entre pensamiento y vida pare-ce ser la norma.

En lo que hace específicamente a rela-ciones entre pensamiento y familia pode-mos encontrar en Jean Jacques Rousseau (huérfano de madre desde la cuna, padre arbitrario e imprevisible, hermano mayor desaparecido), un pedagogo tiernísimo y un padre cruel y desalmado.

En Karl Marx, en cambio, tenemos un padre dedicado y cariñoso (algún día habrá que estudiar por qué el pensador de Tréve-ris eligió un antiguo y sugerente término de uso restringido —proletario: aquel que sólo posee como haber su propia prole— pa-ra denominar a la clase social que acabaría con la Historia): algo poco esperable, por demasiado burgués y convencional, para quien sería el flamígero e implacable ideó-logo de la revolución socialista.

La incoherencia entre vida e ideas parece ser una marca registrada de la modernidad: extremistas revolucionarios que llevan una vida llena de comodidades y recompensas; escépticos radicales perfectamente insta-lados en las instituciones académicas; fer-vientes demócratas de conductas políticas despóticas; liberales adoradores del Estado, etc.

Fue muy dura la derrota, todo lo que se soñabase pudrió en los rincones, se cubrió de telarañas

y ya nadie canta Al Vent,ya no hay locos ya no hay parias

pero tiene que llover, aún sigue sucia la plaza.

Parece necesario mostrar de qué formas la experiencia de la vida familiar puede orientar adecuadamente la reflexión sobre lo político o lo social. El punto se muestra claramente en la confrontación de algunos

principios fundamentales del pensamiento ideológico con los diversos estadios de for-mación de una nueva familia. Aparece así todo un “vademécum preventivo” de las ideologías, desde la propia experiencia de la vida familiar.

LAS IMPLICACIONES DEL MATRIMONIO

Las teorías políticas inspiradas en el con-tractualismo social sólo pueden mantenerse en la medida en que no se supera la “situa-ción precontractual” formal del noviazgo, es decir, en tanto y en cuanto una persona puede renunciar al vínculo establecido sin temer o esperar perjuicios sustanciales, co-mo puede ser el daño moral, psicológico, jurídico y económico que supone un divor-cio o la fractura de una familia.

Al casarse, se advierte que las cláusulas del contrato no expresan ni por asomo el cúmulo de las verdaderas obligaciones para

La incoherencia entre vida e ideas parece

ser una marca registrada de la modernidad

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con el cónyuge y la familia política. Uno no se relaciona contractualmente en función de intereses, sino que se inserta en una comuni-dad preexistente (la familia política: otro con-cepto que es preciso investigar) con tradicio-nes, jerarquías, reglas, hábitos, costumbres, y valoraciones igualmente preexistentes.

El recordado don Álvaro d’Ors decía que en Galicia uno no solamente se casaba con la esposa sino también con la familia: y tiendo a pensar que su prudente observa-ción tiene un alcance universal.

Ignorar esto equivale a entrar en conflic-to con la familia política y el cónyuge. Es preciso entrar en un modus vivendi en el que se compartan armónicamente elementos de la familia política y los propios (es decir, los de la propia familia de sangre). Una reposa-da consideración de lo que implica casarse y entrar en una familia política supone un golpe de muerte a la ideología individualis-

ta del liberalismo posesivo.Junto con la ficción del contrato social es

herida de muerte la pretensión revoluciona-ria de empezar ab initio, de hacer tabula rasa del orden social preexistente. Ni siquiera la figura romántica de raptar a la novia y lle-vársela lejos para empezar una vida entera-mente nueva parece un recurso suficiente, porque está comprobado que las personas tienden a reproducir sus modelos familia-res de origen en las familias que fundan: el enemigo, por así decirlo, está en nuestro interior (y también en el del cónyuge).

El matrimonio es una institución en la que queda en evidencia la falsedad de un postulado ideológico de confección recien-te pero de gran difusión en los ambientes académicos y políticos actuales: la comuni-cación libre de dominio. La idea de estado de deliberación permanente es simplemente insostenible en la relación marital.

Nótese que se está hablando de una so-ciedad en la que el consenso es en los pape-les el más fácil de conseguir, pues sólo cons-ta de dos miembros. Sin embargo, alguien toma la decisión: corta la deliberación e impone el criterio. La decisión puede caer exclusivamente en uno de los cónyuges, o bien de forma alternativa en uno y otro, o bien se distribuyen los ámbitos específicos de decisión. Pero la decisión siempre es de uno: lo ideal es que esté apoyada por el consenso de los dos, pero no se trata de una condición necesaria.

En el matrimonio —dice Aristóteles— se ejerce, por lo dicho antes, un dominio po-lítico. Sin embargo, con los hijos el gobier-no puede ser despótico o político, según la edad y la madurez de la prole. Esta distan-cia entre gobernantes (padres) y goberna-dos (hijos) y la sujeción de éstos a aquellos es un buen argumento contra los postula-dos igualitarios y emancipatorios sobre los que se construyen casi todas las ideologías.

PATERNIDAD, FILIACIÓN Y POLÍTICA

Asumir la perspectiva del padre es ponerse en el lugar del ejercicio del poder. La pers-pectiva del padre, en este sentido, tiende a coincidir con la del rey, con la de Dios. Exis-te cierta línea de pensamiento cristiano que afirma que el hombre es sustancialmente, hijo. Sin embargo, sólo desde la perspectiva del padre se puede comprender y actualizar plenamente la relación padre-hijo.

La plenitud en la relación paterno-filial se alcanza cuando se llega a ser padre. Con la paternidad se ocupa el término mayor de una relación asimétrica. Esto no supone, co-mo podría pensarse ligeramente, una eman-cipación o una negación de la filiación: ser o constituirse en padre implica reconocer plenamente la paternidad.

Y no puede reconocerse y asumirse la paternidad, sin hacer lo propio con la filia-ción. La afirmación de la paternidad implica asumir la función de cuidado, amor y res-ponsabilidad para con otros. En la analogía política de la familia, corresponde el grado de participación más plena a quien se sitúa

La deliberación permanente es

insostenible en la relación marital

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en el lugar del padre. Él es el responsable principal del todo del que se participa.

Se advierte asimismo que el dominio despótico es también, en sentido amplio, un dominio político, legítimo según particula-res circunstancias, aunque el dominio polí-tico por excelencia corresponda a aquel que cuenta con el consenso y la aprobación de los gobernados. Hay también política fuera del consenso. En el dominio despótico que implica criar a los hijos pequeños, se consti-tuye la heteronomía por excelencia.

La crianza de los hijos es el tránsito del dominio despótico al político, es decir, la educación de la libertad, que como se sabe no puede realizarse en la indeterminación absoluta, como pretendería una pedagogía libertaria (y por tanto de matriz evidente-mente ideológica). Su formación no puede orientarse ni según un principio igualitario, porque cada persona es diferente, ni tampo-

co libertario, porque esa orientación impide la heteronomía propia de toda educación. El ayudarlos en la actualización de sus po-tencialidades implica un ejercicio paralelo de coacción y persuasión.

Finalmente, en la génesis de las nuevas familias o los destinos dispersivos de los propios hijos puede verse el carácter su-perficial o epidérmico del orden político. La familia como institución no es un orden cerrado sobre sí mismo, que domina la to-talidad de los aspectos de la vida (si fuese así, no podría educar en el cuidado de la intimidad) y del cual no puede salirse: ad-mite nuevas instituciones surgidas desde su seno, y también inclusiones de personas no relacionadas por vínculos sanguíneos.

Lo cual quiere decir, además, que exis-ten aspectos de la vida de las personas que escapan al dominio político propio de la familia. Este parece ser un argumento sufi-

ciente contra las tesis del totalitarismo (que conviene no confundir con el dominio des-pótico, propio de la educación de los hijos durante la infancia) de signo colectivista, es-tatal o nacionalista, que no admite aspectos personales no subordinados a los designios comunitarios o sociales.

Queda lejos aquel mayo, queda lejos Saint Denisqué lejos queda Jean Paul Sartre, muy lejos aquel Paríssin embargo a veces pienso que al final todo dio iguallos golpes siguen cayendo sobre quien habla de más

El pensamiento ideológico, por el contrario, parece más equiparable a la perspectiva del hijo. Puede decirse que el estado familiar dominante de “hijo” tiende a configurar, en el plano político, un pensamiento ideológi-co. ¿Por qué? Precisamente porque no se posee la perspectiva del poder, porque es un pensamiento concebido desde el térmi-

no menor de la heteronomía. De aquí que sea más sencillo idear desde esta perspec-tiva todo tipo de construcciones sociales o políticas, al modo de un meccano o un lego.

Una concepción del orden y del poder desde la perspectiva externa y subordinada del orden y del poder muy probablemente caerá en juicios impugnadores de ese or-den, concepciones alternativas rectificado-ras y proyecciones desiderativas. De ahí a la utopía sólo hay un paso.

LA FAMILIA, UNA SOCIEDAD PROPIA

La familia, evidentemente, no es la polis, pero se le parece mucho. Si no existiese esta fuerte relación analógica, sería difícil con-cebir a una y otra, conjuntamente, como instituciones naturales del orden social. Y por eso, la experiencia inmediata social de la familia mejora las condiciones de com-

Formar la propia familia es, de hecho, fundar una

sociedad propia, un “pequeño país”, que diría Chesterton

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prensión de la esfera social mediata de la política.

A fin de cuentas, formar y mantener la propia familia es, de hecho, “fundar” una pequeña sociedad propia —el genial Ches-terton, en Los lazos del amor, la llamaría pe-queño país—, experimentar directamente las limitaciones y posibilidades de la empresa, probar en el terreno las capacidades reales de configuración y cambio en ese núcleo celular social/comunitario.

La ideología, la aspiración utópica de una sociedad igualitaria y liberada de sus lacras principales es el complemento ne-cesario de una juventud contemporánea burguesa y culta. Un episodio juvenil de gente atenta. La ideología es expresión de la inmadurez de la inteligencia, es fruto de la adolescencia del espíritu. El pensamiento del 68 es un buen ejemplo de ello, al igual que los actuales movimientos antiglobaliza-

ción. Quienes mantienen sus inalcanzables promesas después de la madurez podrían ser comparados con los que no toleran la lógica implacable de la decadencia física o mental: el llamado Síndrome de Peter Pan tiene también un correlato ideológico-polí-tico.

Parece ser que una condición necesaria para comprender adecuadamente la ins-titución natural principal del orden social —la comunidad política o el Estado: como se prefiera— es la experiencia vital plena, primaria y directa de la institución natural subordinada de dicho orden: la familia. Lo cual no equivale a decir que no exis-tan ideologías “familiaristas”, sobre todo en ciertos entornos culturales, como el latino o el céltico, que son resueltamernte apolí-ticas.

¿Quiere todo esto decir que los pensado-res y científicos que no han formado fami-

lia o han tenido una experiencia traumática de la vida familiar —o bien que se hallan insertos en el pensamiento concebido por personas de estas características— están in-capacitados para pensar en términos políti-cos y sociales?

En absoluto. Ya se ha insinuado que con-dición familiar y pensamiento tienen una relación condicionante, no determinante. Pero quizá sería necesario que realicen un ejercicio de anámnesis de sus experiencias familiares, una adquisición a modo de re-construcción o construcción a partir de me-moria e imaginación de algo que usualmen-te proviene de la experiencia directa, para situar la reflexión sobre los fundamentos más adecuados.

La popular canción de Ismael Serrano, que ha venido acompañándonos desde el principio, nos muestra dos ideas funda-mentales, una de las cuales hemos inten-tado desarrollar a lo largo de este ensayo. La primera y más evidente, es el espíritu escéptico y estetizante —las luchas idealistas juveniles de las generaciones precedentes son apenas un “cuento bonito”— de la ju-ventud en nuestros días.

La otra, más oculta y más interesante, es la de confinamiento de las experiencias mi-litantes de la juventud a relato, a memoria, que como se sabe, para constituirse como tal debe estar cerrada a la vivencia actual y a la prolongación hasta el presente.

Y da toda la impresión que esa clausura, ese confinamiento del idealismo revolucio-nario a añoranza por los años jóvenes, tiene que ver directamente con la madurez que confiere la paternidad.

Quizá la proclamada “muerte de las ideologías” y la verdadera rehabilitación de la filosofía política —que hasta ahora ha sido apenas un proyecto interesante— sólo pueda venir de quienes han experimentado, instalados sustancialmente en el seno de la sociedad celular que constituye la familia, la naturaleza y la complejidad de las tareas propias del gobierno, entendido en el sen-tido lato pero como una heteronomía res-ponsable e irrenunciable. n

Hay pensadores que deberían volver

sobre sus experiencias familiares

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