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Tsukiko tiene 38 años y lleva una vidasolitaria. Considera que no está dotadapara el amor. Hasta que un día encuentraen una taberna a su viejo maestro dejaponés. Entre ambos se establece unpacto tácito para compartir la soledad.Escogen la misma comida, buscan lacompañía del otro y les cuesta separarse,aunque a veces intenten escapar el uno delotro: el maestro, en el recuerdo de lamujer que un día lo abandonó; Tsukiko, enun antiguo compañero de clase. Con unaprosa sensual y despojada, Kawakami noscuenta una historia de amor muy especial:el acercamiento sutil de dos amantes, contoda su íntima belleza, ternura y

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profundidad. Todo un descubrimientoliterario.

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Hiromi KawakamiEl cielo es azul,la tierra blanca

Una historia de amor

ePUB v1.3Mística 04.07.12

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Título original: Sensei no KabanHiromi Kawakami, 2001.Traducción: Marina Bornas Montaña

Editor original: Mística (v1.0 a v1.3)Corrección de erratas: jugaor, MísticaePub base v2.0

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LA LUNA Y LASPILAS

Oficialmente se llamaba profesorHarutsuna Matsumoto, pero yo lo llamaba«maestro». Ni «profesor», ni «señor».Simplemente, maestro. Me había dadoclase de japonés en el instituto. Puestoque no fue mi tutor ni me entusiasmabansus clases, no conservaba ningún recuerdosignificativo suyo. No había vuelto averlo desde que me gradué.

Empezamos a tratarnos a menudo

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cuando coincidimos, hace unos cuantosaños, en una taberna frente a la estación.El maestro estaba sentado en la barra,tieso como un palo.

—Atún con soja fermentada, raíz deloto salteada y chalota salada —pedí, yme senté en la barra. Casi al unísono, elviejo estirado que estaba a mi lado dijo:

—Chalota salada, raíz de lotosalteada y atún con soja fermentada.

Al darme cuenta de que teníamos losmismos gustos, me volví y él también memiró. Mientras intentaba recordar dóndehabía visto aquella cara, empezó ahablarme.

—Eres Tsukiko Omachi, ¿verdad?Cuando asentí, sorprendida, siguió

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hablando.—No es la primera vez que te veo por

aquí.—Ya —repuse, y lo observé con más

atención. Llevaba el pelo blancocuidadosamente peinado, y vestía unacamisa de corte clásico y un chaleco gris.Frente a él había una botella de sake, unplato con un pedacito de ballena y untazón donde sólo quedaban restos dealgas. Mi asombro fue mayúsculo alcomprobar que al viejo y a mí nosgustaban los mismos aperitivos. Entoncesfue cuando lo recordé en el instituto, depie en la tarima del aula. Siempre llevabael borrador en una mano y la tiza en laotra. Escribía en la pizarra citas clásicas

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como: «Nace la primavera, el rocío delalba», y las borraba cuando apenas habíanpasado cinco minutos. Ni siquiera soltabael borrador al volverse para dar algunaexplicación a los alumnos. Era como unapéndice de la palma de su manoizquierda.

—Las mujeres no suelen frecuentarsolas lugares como éste —comentó,mientras mojaba el último pedacito deballena en vinagreta de soja y se lollevaba a la boca con los palillos.

—Ya —murmuré.Vertí un poco de cerveza en mi vaso.

Yo sabía que él había sido profesor míoen el instituto, pero no recordaba sunombre. En cambio, él era capaz de

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acordarse del nombre de una simplealumna, hecho que me maravillaba ydesconcertaba a partes iguales. Apuré lacerveza de un trago.

—En aquella época llevabas trenza.—Ya.—Me acordé al verte entrar y salir de

la taberna.—Ya.—Debes de tener treinta y ocho años.—Todavía no los he cumplido.—Perdona la indiscreción.—Qué va.—Estuve hojeando álbumes y

consultando listas de nombres paraasegurarme.

—Ya.

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—Tienes la misma cara.—Usted tampoco ha cambiado nada,

maestro. —Me dirigía a él como«maestro» para disimular que norecordaba su nombre. Desde esemomento, siempre ha sido «el maestro».

Aquella noche bebimos cinco botellasde sake entre los dos. Pagó él. Otro día,volvimos a encontrarnos en la mismataberna y pagué yo. A partir del tercer día,pedíamos cuentas separadas y cada unopagaba lo suyo. Desde entonces lohicimos así. Supongo que no perdimos elcontacto porque teníamos demasiadascosas en común. No sólo nos gustaban losmismos aperitivos, sino que tambiénestábamos de acuerdo en la distancia que

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dos personas deben mantener. Nosseparaban unos treinta años, pero con élme sentía más a gusto que con algunosamigos de mi edad.

Solíamos ir a su casa. A veces, salíamosde una taberna y entrábamos en otra. Enotras ocasiones, nos despedíamos prontoy cada uno volvía a su casa. Algunos díasvisitábamos tres o cuatro tabernasdistintas, hasta que decidíamos tomar laúltima copa en su casa.

—Vamos, está muy cerca —mepropuso la primera vez que me invitó a sucasa.

Me puse en guardia. Había oído decir

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que su mujer había muerto. No meapetecía entrar en una casa donde vivía unhombre solo, pero cuando empiezo abeber alcohol tengo ganas de beber más,así que acabé aceptando.

Estaba más desordenada de lo queimaginaba. Esperaba encontrar una casaimpoluta, pero en los rincones oscuroshabía montañas de trastos acumulados. Enla habitación contigua al recibidor reinabael silencio. No parecía habitada, sólohabía un viejo sofá y una alfombra. Lasiguiente estancia, una salita bastantegrande, estaba repleta de libros, hojas enblanco y periódicos apilados.

El maestro abrió la mesita, se dirigióhacia un rincón de la estancia donde había

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un montón de cachivaches y cogió unabotella de sake. Llenó hasta el borde dostazas de distintos tamaños.

—Adelante, bebe —dijo.Acto seguido, entró en la cocina. La

salita daba al jardín. La puerta correderaestaba entreabierta. A través del cristal seintuía la forma de las ramas de unosárboles. No estaban florecidos, así que nosupe reconocerlos. Nunca había entendidomucho de árboles. El maestro trajo unabandeja con galletitas de arroz y un pocode salmón.

—¿Qué árboles son los del jardín? —inquirí.

—Son cerezos —me respondió.—¿Sólo tiene cerezos?

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—Sí. A mi mujer le gustaban.—En primavera deben de ser

preciosos.—Se llenan de bichos. En otoño la

hojarasca cubre todo el jardín, y eninvierno están tristes y marchitos —meexplicó en un tono bastante indiferente.

—Ha salido la luna.Una media luna brumosa brillaba en lo

alto del cielo.

El maestro mordisqueó una galletita dearroz, inclinó la taza y bebió un sorbo desake.

—Mi mujer nunca preparaba niplaneaba nada.

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—Ya.—Tenía muy claro lo que le gustaba y

lo que no.—Ya.—Estas galletitas son de Niigata. Me

gustan porque tienen un sabor intenso yamargo.

Eran amargas y un poco picantes, elaperitivo perfecto para acompañar elsake. Estuvimos un rato en silencio,comiendo galletitas. Un aleteo sacudió lascopas de los árboles del jardín. ¿Habíapájaros? Se oyó un débil gorjeo, y lasramas y el follaje se agitaron. Entonces, elsilencio se impuso de nuevo.

—¿Hay nidos de pájaros en el jardín?—pregunté, pero no obtuve respuesta.

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Me volví. El maestro estabaenfrascado en la lectura de un periódicoatrasado. Lo había escogido al azar deentre los ejemplares apilados en el suelo.Estaba leyendo ávidamente una secciónque recogía las noticias internacionales,con unas fotos de chicas en traje de baño.Parecía haber olvidado mi existencia.

—Maestro —lo llamé otra vez, peroestaba tan concentrado que ni siquierapestañeó—. Maestro —repetí, subiendoel tono de voz. Al fin levantó la vista.

—Tsukiko, ¿puedo enseñarte algo? —preguntó de repente.

Sin esperar mi respuesta, tiró elperiódico abierto al suelo, abrió la puertacorrediza y entró en otra habitación. Sacó

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algo de un viejo armario y volvió con lasmanos llenas de pequeñas piezas decerámica. Hizo varios viajes entre lasalita y la habitación.

—Fíjate en esto.El maestro, sonriendo con regocijo,

alineó las piezas encima del tatami. Todastenían un asa, una tapadera y un caño.

—Obsérvalas.—Ya…¿Qué eran aquellos objetos? Los

contemplé en silencio, con la vagasensación de que los había visto antes enalgún lugar. Eran piezas rudimentarias.Parecían teteras, pero eran demasiadopequeñas para serlo.

—Son las teteras de barro de los

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trenes de vapor —me explicó el maestro.—¿Eh?—Cuando viajaba en tren, compraba

comida para llevar y una tetera comoéstas en la estación. Ahora el té se vendeen recipientes de plástico, pero antes te lovendían en estas teteras de barro.

Había más de diez teteras alineadas,algunas de color ámbar, otras más claras.Cada una tenía una forma diferente. Lashabía con el caño grande, el asa gruesa ola tapadera pequeña, y algunas eran másabultadas.

—¿Las colecciona? —le pregunté.Él sacudió la cabeza para negar.—Las compraba en la estación cuando

iba de viaje. Ésa la compré durante el

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viaje a Shinshu, en mi primer año deuniversidad. Aquélla es de cuando fui aNara con un compañero durante lasvacaciones de verano. Bajé en unaestación a comprar comida y, justo cuandoiba a subir de nuevo al tren, se me escapódelante de mis narices. Ésa de ahí lacompré en Odawara, en mi luna de miel.Mi esposa la envolvió en papel deperiódico y la guardó entre la ropa paraque no se rompiera. La llevó a cuestasdurante todo el viaje.

Una tras otra, fue señalando todas lasteteras de barro alineadas encima deltatami y me explicó su origen. Yo melimitaba a asentir con monosílabos.

—Hay gente que se dedica a

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coleccionar esta clase de objetos.—Usted es uno de ellos, maestro.—¡Qué va! Yo no soy ningún chiflado.El maestro sonrió complacido y me

explicó que él se limitaba a recopilarcosas que siempre habían existido.

—Mi problema es que soy incapaz detirar nada —añadió, mientras volvía aentrar en la otra habitación. Regresócargado de bolsas de plástico.

—Como esto —dijo, mientrasdesataba las bolsas y las abría.

Sacó su contenido. Eran un montón depilas viejas. En cada una de ellas habíaetiquetas escritas con rotulador negrodonde ponía: «maquinilla de afeitar»,«reloj de pared», «radio» o «linterna de

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bolsillo», entre otras. Me mostró una ydijo:

—Esta pila es del año del gran tifónen la bahía de Ise. Un tifón especialmenteviolento azotó también la ciudad deTokio. Durante el verano agoté la pila demi linterna de bolsillo. Estas otraspertenecen al primer radiocasete que tuve.Funcionaba con ocho pilas, que segastaban en un santiamén. Como nunca mecansaba de escuchar el casete desinfonías de Beethoven, las pilas meduraban pocos días. No quise guardarlastodas, pero me propuse quedarme por lomenos una, así que cerré los ojos y laescogí al azar.

Le daba lástima desprenderse sin más

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de unas pilas que tan buenos servicios lehabían prestado. Habían alumbrado susnoches de verano, habían hecho sonar suradiocasete y habían hecho funcionarotros aparatos. No le parecía justo tirarlascuando ya no servían.

—¿No crees, Tsukiko? —mepreguntó, mirándome a los ojos.

Sin saber qué responder, musité elmismo «ya» que había repetido variasveces aquella noche, y rocé con la puntadel dedo una de aquellas decenas de pilasde distintos tamaños. Estaba húmeda yoxidada. La etiqueta indicaba que habíapertenecido a una «calculadora Casio».

—La luna ha bajado bastante,¿verdad? —comentó el maestro,

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levantando la cabeza.La luna había conseguido escapar de

las nubes y se recortaba en el cielonocturno.

—Seguro que el té sabía mejor enestas teteras de barro —suspiré.

—¿Te gustaría comprobarlo? —propuso el maestro mientras alargaba elbrazo.

Hurgó en el rincón donde guardaba lasbotellas y sacó un bote de té. Metió unascuantas hojas en una tetera de barro decolor ámbar, abrió la tapadera de un viejotermo que había en la mesita y vertió aguacaliente en la tetera.

—Este termo me lo regaló un alumno.Es una antigualla fabricada en América,

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pero es de mucha calidad. El agua de ayertodavía se mantiene caliente.

Llenó las mismas tazas que habíamosutilizado para beber sake y acarició eltermo con delicadeza. El té se mezcló conlos restos de sake que quedaban en elfondo de la taza y cogió un sabor extraño.De repente, noté los efectos del alcohol ytodo lo que había a mi alrededor mepareció más agradable.

—Maestro, ¿puedo curiosear por lasalita? —le pregunté.

Sin esperar respuesta, me dirigí haciala montaña de trastos acumulados en unrincón. Había papeles viejos, un antiguoZippo, un espejo de mano oxidado y tresmaletines grandes de piel negra y

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desgastada por el uso. Los tres eran delmismo estilo. También encontré unastijeras de podar, un pequeño cofre paraguardar documentos y una especie de cajanegra de plástico. Tenía una escalagraduada y un indicador en forma deaguja.

—¿Qué es esto? —le pregunté con lacaja negra en la mano.

—¿A ver? ¡Ah, eso! Es un medidor decarga de pilas.

—¿Un medidor? —repetí.El maestro cogió la caja de mis manos

con suavidad y buscó algo entre loscachivaches. Encontró un cable rojo yotro negro, y los conectó al medidor. Enel extremo de cada cable había una

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clavija.—Se hace así —me dijo.Unió la clavija del cable rojo a uno de

los polos de la pila etiquetada como«maquinilla de afeitar», y sujetó el cablenegro en contacto con el polo opuesto.

—Fíjate bien, Tsukiko.Puesto que tenía ambas manos

ocupadas, el maestro señaló el medidorcon el mentón. La aguja osciló levemente.Cuando la clavija se separaba de la pilala aguja dejaba de moverse, y cuandovolvían a entrar en contacto oscilaba denuevo.

—Todavía le queda energía —constató el maestro en voz baja—. Quizásno podría hacer funcionar un aparato

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eléctrico, pero no está del todo agotada.El maestro conectó todas las pilas al

medidor, una tras otra. En la mayoría delas ocasiones el indicador permanecíainmóvil cuando las clavijas rozaban lospolos, pero algunas pilas hacían oscilar laaguja. Cada vez que eso ocurría, elmaestro soltaba un pequeño grito desorpresa.

—Todavía les queda un poco de vida—comenté. Él asintió con la cabeza.

—Pero tarde o temprano todasmorirán —dijo sin alterarse.

—Acabarán sus vidas dentro delarmario.

—Sí, tienes razón.Permanecimos un rato en silencio,

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contemplando la luna.—¿Quieres más sake? —ofreció al fin

el maestro, en un tono despreocupado.Llenó de nuevo las tazas.—¡Vaya! Todavía quedaba un poco de

té.—Será sake diluido.—El sake no se debe diluir.—No tiene importancia, maestro.Para quitarle hierro al asunto, vacié la

taza de un trago. El maestro bebía apequeños sorbos. La luz de la luna eradeslumbrante.

—«A través de los sauces | reluce elresplandor ceniciento, | el humo se levantamás allá de la pradera» —recitó elmaestro con voz potente.

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—¿Qué es eso? Parece un mantrabudista —comenté.

—Tsukiko, veo que no prestabasatención en clase —me reprendió elmaestro.

—Usted nunca nos enseñó eso —protesté.

—Es un poema de Seihaku Irako —aclaró el maestro, en tono didáctico.

—Nunca había oído ese nombre —leaseguré.

Cogí la botella de sake y llené denuevo mi taza.

—Las mujeres no deben servirse a símismas —me regañó el maestro.

—Usted está chapado a la antigua —le respondí.

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—Prefiero ser un anticuado que unantisistema —refunfuñó. Se sirvió otrataza de sake y siguió recitando—: «Elhumo se levanta más allá de la pradera, |una flauta suena dulcemente | y ablanda elcorazón del caminante».

Recitaba con los ojos cerrados, comosi escuchara atentamente su propia voz.Me quedé absorta contemplando las pilasinmóviles, bañadas por un tenueresplandor.

La luna empezaba a esconderse denuevo tras la bruma.

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LOS POLLITOS

Fue el maestro quien propuso visitar elmercado.

—El mercado abre los días ocho,dieciocho y veintiocho de cada mes. Estemes el veintiocho cae en domingo, así quesupongo que estarás libre —anunciósacando una agenda del maletín negro quesiempre llevaba encima.

—¿El día veintiocho? —repetíhojeando mi agenda lentamente, aunque yasabía que no tenía nada que hacer—. Sí,

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el veintiocho estoy libre. Ningúnproblema —confirmé dándome aires deimportancia.

El maestro cogió una gruesa plumaestilográfica y apuntó en la columna deldía veintiocho: «Mercado con Tsukiko. Almediodía, frente a la parada de autobús deMinami-machi». Tenía una caligrafíabonita.

—Nos encontraremos al mediodía —me recordó el maestro, y guardó la agendaen la cartera. Se me hacía un poco raroquedar a plena luz del día. Nuestrasreuniones siempre tenían lugar en laoscuridad de las tabernas, donde nossentábamos, bebíamos sake y comíamostofu frío o tofu hervido, según la época

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del año. Nunca quedábamos de antemano,nos encontrábamos por casualidad. Aveces no coincidíamos durante unascuantas semanas. Otras veces, en cambio,nos veíamos varias noches seguidas.

—¿Qué tipo de mercado es? —lepregunté, sirviéndome un poco de sake.

—Un mercado como cualquier otro.Tiene toda clase de artículos necesariospara el día a día.

Visitar un mercado normal y corrientecon el maestro me parecía un pocoextraño, pero no vi ningún inconveniente.Yo también anoté en mi agenda: «Almediodía, frente a la parada de autobús deMinami-machi».

El maestro bebió sin prisa y se sirvió

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otro vaso. Inclinó ligeramente la botelladesde una altura considerable hasta que ellíquido empezó a caer describiendo unalínea vertical, como si el vaso ejercierauna especie de atracción magnética. Noderramó ni una sola gota. Tenía muchapráctica. Traté de imitarlo e incliné labotella por encima de mi cabeza, peroderramé la mayor parte del sake. A partirde aquel día, dejé la elegancia a un lado yme serví sujetando fuertemente el vasocon la mano izquierda y la botella con laderecha. El cuello de la botella estaba tancerca del borde del vaso, que casi setocaban.

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Un día, un compañero de trabajo me dijoque mi forma de servir la bebida no teníaningún encanto. La palabra «encanto» mepareció poco adecuada, y el comentariotambién, porque presuponía que lasmujeres teníamos la obligación de servirlas bebidas con gracia. Sorprendida, ledirigí una mirada fulminante. Al parecerinterpretó mal mi expresión, porquecuando salimos de la taberna intentóbesarme aprovechando la oscuridad.Dispuesta a impedírselo, cogí con ambasmanos aquella cara que se abalanzabasobre mí y traté de apartarla con todas misfuerzas.

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—No tengas miedo —susurraba él,sujetándome las manos y acercando sucara a la mía.

Era un anticuado en todos losaspectos. Tuve que reprimir el impulso depropinarle un guantazo.

—Hoy no es un buen día —le espeté,con el rostro serio y la voz grave.

—¿Por qué no?—Porque es el día de la mala suerte.

Y mañana también es un día desfavorablepara todo.

—¿Eh?Dejé a mi compañero boquiabierto en

aquel callejón oscuro, eché a correr yentré en la boca del metro. Bajé lasescaleras sin dejar de correr. Cuando tuve

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la certeza de que no me seguía, fui alservicio, alivié la vejiga y me lavé lasmanos. Dejé escapar una risilla sofocadaal mirarme en el espejo y ver mi peloalborotado.

Al maestro no le gustaba que le sirvieran.Él mismo se servía el sake y la cerveza, ylo hacía con delicadeza y pulcritud. Unavez le serví cerveza. Cuando incliné labotella encima de su vaso pestañeóligeramente, pero no dijo nada. Cuandohube terminado, levantó el vaso ymurmuró: «Salud». Apuró la cerveza deun trago y se atragantó. No estabaacostumbrado a beber deprisa. Era

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evidente que había querido vaciar el vasocuanto antes. Cuando levanté la botellapara servirle de nuevo, irguió la espalda yme dijo:

—Te lo agradezco, pero no esnecesario. Prefiero hacerlo yo mismo.

Desde entonces no volví a intentarlo,aunque él a veces sí que me servía a mí.

Cuando el maestro llegó, yo ya estabafrente a la parada del autobús. Habíallegado un cuarto de hora antes, y él sepresentó cuando aún faltaban diezminutos. Era un domingo soleado.

—¿Oyes el susurro de las zelkovas?—me preguntó, levantando la vista hacia

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los árboles plantados en la acera.Las ramas verde oscuro se

balanceaban. No parecía que el vientosoplara con fuerza, pero agitabaviolentamente las copas de las altaszelkovas.

Era un caluroso día de verano, pero elambiente no era bochornoso, y a lasombra no hacía calor. Fuimos en autobúshasta Teramachi y, una vez allí,anduvimos un rato. El maestro llevaba unsombrero panamá y una camisa hawaianamuy llamativa.

—Esa camisa le queda bien —le dije.—¡Qué cosas dices! —exclamó

sofocado, y aceleró el paso. Caminamosen silencio a paso ligero durante un buen

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rato, hasta que el maestro bajó el ritmo—.¿Tienes hambre? —me preguntó.

—Se lo diré en cuanto recupere elaliento —jadeé.

Él soltó una carcajada.—Ha sido culpa tuya. Me has puesto

nervioso con tus tonterías —respondió.—No he dicho ninguna tontería.No obtuve respuesta. El maestro entró

en un restaurante de comida para llevarque había muy cerca de allí.

—Póngame un especial de cerdo conkimchi —pidió a la camarera, y se volvióhacia mí.

Enarcó las cejas con expresióninterrogante. Había tantos platos en elmenú, que yo no sabía cuál escoger.

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Estuve a punto de decantarme por unbibimba con huevo frito, pero recordé atiempo que la clara del huevo no me gusta.Cuando empiezo a vacilar soy incapaz detomar una decisión. Después de muchodudar, acabé pidiendo lo mismo que elmaestro.

—Yo también tomaré el menú decerdo con kimchi.

Nos sentamos en un banco que habíaal fondo del local y esperamos a que lacomida estuviera lista.

—Se nota que está acostumbrado aencargar comida para llevar —observé.

El maestro asintió.—Es porque vivo solo. ¿Tú sueles

cocinar, Tsukiko?

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—Sólo cuando tengo novio —respondí.

Él asintió de nuevo con gravedad.—Es lógico. Yo también debería

echarme una o dos novias.—Debe de ser duro tener dos novias a

la vez.—Sí. Creo que no soportaría tener

más de dos.Mientras estábamos enfrascados en

aquella absurda conversación, nosprepararon la comida. La camarera metióen una bolsa de plástico dos fiambrerasde distinto tamaño. Me acerqué al maestroy le susurré al oído que una fiambrera eramás grande que la otra, a pesar de quehabíamos pedido lo mismo. Él me

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respondió, también en voz baja, que yo nohabía pedido el menú especial sino elnormal, por eso mi fiambrera era máspequeña. Cuando salimos a la calle, elviento había arreciado. El maestrollevaba la bolsa de la comida en la manoderecha, y con la izquierda se sujetaba elsombrero panamá.

A lo largo del camino aparecieron losprimeros tenderetes. Había uno dondesólo se vendían jikatabi, zapatos de telagruesa con suela de goma. En otro sólohabía paraguas plegables. Algunosofrecían ropa usada o libros nuevos y desegunda mano. La calle estaba abarrotadade pequeños puestos de venta, que seamontonaban en ambas aceras, uno al lado

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de otro.—Hace cuarenta años, un tifón azotó

esta zona y la inundó por completo.—¿Hace cuarenta años?—Murió mucha gente.El maestro me explicó que el mercado

ya se celebraba antes del tifón. El añosiguiente a las inundaciones se instalaronmuy pocos tenderetes, pero a partir deentonces el mercado volvió a abrir tresveces al mes. El acontecimiento fueganando popularidad año tras año y,actualmente, los tenderetes situados entrela parada de autobús de Teramachi y la deKawasuji oeste estaban abiertos todo elaño, incluso los días que no terminaban enocho.

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—Sígueme —dijo el maestro.Entramos en un pequeño parque que

quedaba un poco apartado. Estabadesierto. A pesar de que la calle era unhervidero de gente, aquel lugar era unremanso de paz. El maestro compró doslatas de té con arroz integral en unamáquina expendedora situada en laentrada del parque.

Nos sentamos en un banco y abrimoslas fiambreras. Enseguida noté el olor delkimchi.

—Así que su menú es especial.—Así es.—¿En qué se diferencia del normal?Codo a codo, observamos

detenidamente nuestros menús.

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—Son casi iguales —concluyó elmaestro, que parecía divertirse.

Bebí un sorbo de té. A pesar delviento, el calor del verano me habíadejado sedienta. El té frío se deslizó pormi garganta.

—Me da la impresión de que estásdisfrutando de la comida, Tsukiko —comentó el maestro, que me observabacon envidia mientras yo mojaba el arrozen la salsa de kimchi que me habíasobrado. Él ya había terminado de comer.

—Lo siento, ya sé que es de malaeducación.

—Tienes razón, no es muy elegante.Pero tiene buena pinta —repitió elmaestro.

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Tapó su fiambrera vacía y la envolviócon una goma elástica. A juzgar por eltamaño de las zelkovas y los cerezos quenos rodeaban, el parque debía de serbastante antiguo.

A continuación de los tenderetes deartículos variados había muchos puestosde comida. Vendían legumbres, plátanos,marisco o cestas llenas de gambitas ycangrejos. El maestro se detenía en todoslos puestos para curiosear. Se colocaba auna distancia prudente, con la espalda tanrecta como de costumbre, y observaba asus anchas.

—Mira, Tsukiko. Ese pescado parecefresco.

—Hay demasiadas moscas.

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—Las moscas están en todas partes.—¿Quiere comprar un pollo, maestro?—¿Un pollo entero? Sería muy

engorroso desplumarlo.Recorríamos el mercado

intercambiando comentarios triviales. Lostenderetes estaban tan apiñados queapenas quedaban espacios libres entreellos. Los tenderos se disputaban a gritosla atención de los transeúntes.

—Mamá, esas zanahorias tienen muybuena pinta —le dijo un niño a su madre,que llevaba un cesto con la compra.

—¡Pero si a ti no te gustan laszanahorias! —respondió la madre,asombrada.

—Pero ésas parecen muy sabrosas —

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protestó el niño. Parecía un chico listo.—El chaval lleva toda la razón, mis

hortalizas son deliciosas —intervino elverdulero, levantando la voz.

—¿Por qué le parecerán tan sabrosas?—se preguntó el maestro, examinando laszanahorias con seriedad—. A mí meparecen normales.

—Tal vez.El sombrero panameño del maestro

estaba un poco ladeado. Avanzábamosempujados por la multitud. De vez encuando, la silueta del maestro desaparecíaentre el gentío y lo perdía de vista.Entonces, buscaba la punta de susombrero para dar con él. El maestro noparecía preocupado cuando nos

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separábamos. Si un tenderete le llamabala atención, se detenía de inmediato comoun perro ante un poste de teléfono.

Vimos a la madre y el niño de antesfrente a un puesto de setas. El maestro sequedó de pie tras ellos.

—Mamá, esas setas kinugasa tienenmuy buena pinta.

—¡Pero si a ti nunca te han gustado lassetas!

—Pero ésas parecen muy sabrosas.La madre y el hijo repitieron la misma

conversación de antes.—¡Son un señuelo! —exclamó el

maestro, alborozado.—Es una buena idea utilizar como

reclamo a una madre y un hijo.

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—Pero lo de las setas ha sidodemasiado. ¿Qué niño conoce las setaskinugasa?

—¿Está seguro?—¡Pues claro! Si hubiera hablado de

champiñones habría sido más creíble.Más adelante los puestos de comida

empezaron a escasear, y las tiendas quevendían aparatos electrónicos ocuparon sulugar. Había electrodomésticos,ordenadores, teléfonos e incluso pequeñasneveras de colores. Un viejo tocadiscosreproducía una música de violines. Erauna melodía sencilla que sonaba un pocoanticuada. El maestro se quedóescuchándola hasta el final.

Todavía era pronto, pero los primeros

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indicios del anochecer empezaron amanifestarse con timidez. El calorsofocante del día menguabapaulatinamente.

—¿Tienes sed? —me preguntó elmaestro.

—Sí, pero prefiero esperar y salir atomar una cerveza por la noche —repliqué.

El maestro asintió con expresiónsatisfecha.

—Correcto.—¿Era un examen sorpresa?—Tsukiko, eres una buena alumna en

cuanto a alcohol se refiere. Aunque tusnotas de japonés dejaban mucho quedesear.

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En uno de los tenderetes vendíangatos. Había gatitos recién nacidos, peroalgunos eran bastante mayores yconsiderablemente rollizos. El mismoniño de antes le pedía un gato a su madre.

—No tenemos sitio para un gato —protestó la madre.

—No importa, lo tendremos fuera —replicó el niño.

—¿Los gatos pueden vivir a laintemperie?

—No te preocupes —la tranquilizó suhijo—. Ya nos las arreglaremos.

El vendedor escuchaba laconversación sin intervenir. Finalmente,el niño señaló un gatito atigrado. Elvendedor lo envolvió en un paño suave, la

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madre lo cogió y lo acomodó en la cestade la compra. Desde el fondo de la cesta,el gato maullaba con un hilo de voz.

—Tsukiko —dijo de repente elmaestro.

—¿Qué ocurre?—Voy a comprar algo.Pero no se acercó al tenderete de los

gatos, sino a otro donde vendían pollitos.—Deme un macho y una hembra —

pidió con determinación.Los pollitos estaban separados en dos

grupos. El tendero escogió al azar unpollito de la derecha y otro de laizquierda, y los metió separados en dospequeñas cajas.

—Aquí tiene —dijo.

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El maestro cogió con cuidado lascajas que le tendía. Mientras las sosteníacon una mano, sacó el monedero delbolsillo con la otra y me lo dio.

—¿Te importa pagar?—Prefiero sujetar las cajas.—De acuerdo.El sombrero panamá del maestro

estaba aún más ladeado que antes. Se secóel sudor de la frente con un pañuelo ypagó. A continuación, guardó el monederoen el bolsillo y, tras un instante devacilación, se quitó el sombrero y lo pusoal revés.

Entonces cogió las cajas de lospollitos que yo sujetaba y las depositó enel interior del sombrero. Echó a andar con

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el sombrero bajo el brazo, con muchaprecaución.

Cogimos el autobús de vuelta en laparada de Kawasuji oeste. No estaba tanlleno como el de ida. El mercado volvía aestar abarrotado porque mucha gentehabía salido de compras por la tarde.

—No será fácil distinguir el pollitomacho de la hembra —observé.

El maestro asintió con un suspiro.—Sí, lo sé.—Ya.—Pero no me interesa distinguir el

macho de la hembra.—Ya.—Me daba lástima quedarme sólo

uno.

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—¿De veras?—Sí.Pensé que quizás tenía razón. Bajamos

del autobús y el maestro me llevó a lataberna donde solíamos encontrarnos.

—Dos cervezas —pidió—. Y unplatito de brotes de soja.

Enseguida nos trajeron las cervezas ydos vasos.

—¿Quiere que le sirva la cerveza,maestro? —ofrecí.

Él negó con la cabeza.—No. Yo te serviré a ti, y luego me

serviré a mí mismo.Nunca me lo permitía.—¿No le gusta que le sirvan la

bebida?

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—Si lo hacen bien, no me importa.Pero tú no sabes servir.

—Vaya…—Yo te enseñaré.—No hace falta.—Eres muy testaruda.—Usted también.En la cerveza que me sirvió el

maestro se formó una capa compacta deespuma. Le pregunté dónde iba a guardarlos pollitos, y me respondió que demomento los tendría en casa. Los pollitosse removían inquietos en las cajas, dentrodel sombrero. Quise saber si le gustabatener animales en casa. Él sacudió lacabeza.

—No se me da muy bien.

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—¿Y cree que lo conseguirá esta vez?—Espero que sí. Los pollitos no

despiertan ternura.—¿Prefiere los animales poco

tiernos?—Si lo fueran, me encariñaría

demasiado con ellos.Las cajas de los pollitos seguían

crujiendo. El vaso del maestro estabavacío, así que lo rellené. En lugar deintentar detenerme, se limitó a darmeinstrucciones.

—Un poco más de espuma. Así, essuficiente.

El maestro estaba impaciente porsacar los pollitos de las cajas, de modoque aquella noche nos conformamos con

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una sola cerveza. Terminamos de comerlos brotes de soja, la berenjena frita y elpulpo con wasabi y pedimos la cuenta.Cuando salimos de la taberna, era casi denoche. Pensé que la madre y el niño quehabíamos visto en el mercado ya habríanterminado de cenar, y me imaginé al gatitomaullando. En el oeste, el cielo todavíaconservaba el tenue resplandor delcrepúsculo.

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VEINTIDÓSESTRELLAS

El maestro y yo no nos hablábamos.Eso no significa que no nos viéramos.

Nos encontrábamos de vez en cuando enla taberna de siempre, pero no nosdirigíamos la palabra. Entrábamos, nosbuscábamos con el rabillo del ojo ysimulábamos no habernos visto. Yo fingíano conocerlo, y él hacía lo mismoconmigo.

Todo empezó el día que en la pizarra

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donde anunciaban el plato del díaapareció escrito: «Hay guisos». Desdeentonces había pasado un mes. A vecesnos sentábamos de lado en la barra, perono nos decíamos nada.

El origen de todo fue la radio.Estaban retransmitiendo un partido de

béisbol muy importante, de la fase finaldel campeonato. La radio de la taberna nosolía estar encendida. Yo estaba sentadacon los codos apoyados en la barra,bebiendo sake caliente, sin prestar muchaatención al partido.

Al cabo de un rato, la puerta se abrióy entró el maestro. Se sentó a mi lado y lepreguntó al tabernero:

—¿De qué es el guiso del día?

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Detrás del tabernero, en un armario,había varios cuencos de aluminioapilados.

—De bacalao al chili.—Suena muy bien.—¿Le pongo una ración? —ofreció el

dueño del local.Pero el maestro rechazó sacudiendo la

cabeza.—Ponme erizos de mar salados.«Tan imprevisible como de

costumbre», pensé para mis adentrosmientras escuchaba la conversación. Eltercer bateador del equipo líder hizo unremate largo, y el clamor procedente de laradio subió de tono.

—¿Cuál es tu equipo favorito,

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Tsukiko?—Ninguno —le respondí. Vertí un

poco de sake en mi vaso. Todos losclientes de la taberna estaban pendientesde la radio.

—Yo soy de los Giants, naturalmente—dijo el maestro.

Se acabó la cerveza y se sirvió sake.Me di cuenta de que estaba más eufóricoque de costumbre. ¿A qué se debería?

—¿Naturalmente?—Sí, naturalmente.El partido retransmitido era un duelo

entre los Giants y los Tigers. No meconsideraba partidaria de ningún equipo,pero en realidad los Giants no me caíanbien. Antes no tenía reparos en admitirlo,

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hasta que alguien me dijo que los «anti-Giants» eran inconformistas que senegaban a reconocer su admiración porlos Giants, como si se tratara de unadeclaración de amor encubierta. Aquellateoría me indignó, pero desde entoncessoy incapaz de pronunciar la palabra«Giants». Tampoco he vuelto a escucharretransmisiones de partidos de béisbol.En la actualidad, ni siquiera yo mismatengo claro si los Giants me gustan o no.Es una cuestión bastante ambigua.

El maestro escuchaba atentamente laretransmisión. Cada vez que el lanzadorde los Giants eliminaba a un jugador delequipo contrario o el bateador hacía unbuen lanzamiento, movía vigorosamente la

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cabeza de arriba abajo.—¿Qué te pasa, Tsukiko? —me

preguntó cuando, en la séptima entrada,los Giants sacaron tres puntos de ventaja alos Tigers con un homerun—. Deja demoverte.

Había empezado a movernerviosamente las piernas cuando losGiants se adelantaron en el marcador.

—Es que las noches ya empiezan a serfrías —le respondí sin dirigirle la mirada,con la vista fija al techo.

Aquella respuesta no tenía nada quever con la realidad. En ese precisoinstante, el maestro soltó una exclamaciónde júbilo y yo, simultáneamente, masculléuna palabrota. Los Giants habían

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conseguido el cuarto punto de ventaja queles aseguraba la victoria, y el público dela taberna estalló en gritos de alegría.¿Por qué aquella ciudad estaba llena dehinchas de los Giants? Aquello me sacabade quicio.

—Tsukiko, ¿vas contra los Giants? —me preguntó el maestro.

En la novena entrada, los Tigerscometieron dos outs y su situación eracrítica. Afirmé con la cabeza sinpronunciar palabra. La taberna estaba ensilencio. La mayoría de los clientesescuchaba la radio con los cinco sentidos.El ambiente era tan tenso que se podíacortar con un cuchillo. Después de tantosaños sin escuchar ni un solo partido de

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béisbol, mi antigua aversión hacia losGiants me hacía hervir la sangre de nuevo.Aquello me sirvió para convencermedefinitivamente de que yo era una «anti-Giant», y no un hincha encubierto.

—Los odio —susurré con rabiacontenida.

El maestro abrió los ojos como platosy musitó:

—¿Cómo puedes odiar a los Giantssiendo japonesa?

—Eso no son más que prejuicios —repuse, mientras el último bateador de losTigers hacía un strike.

El maestro se puso en pie de un salto ylevantó el vaso. Cuando la radio anuncióque el partido había terminado, el

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murmullo de fondo habitual volvió ainvadir el ambiente de la taberna. Todo elmundo empezó a pedir sake y aperitivos, yel tabernero respondía con un estruendoso«¡ya voy!» cada vez que recibía un nuevopedido.

—¡Hemos ganado, Tsukiko!Con una amplia sonrisa, el maestro

intentó servirme sake de su propia botella.No era algo habitual. Teníamos unacuerdo tácito que consistía en nocompartir la bebida ni la comida. Cadauno pedía lo que le apetecía. Cada uno seservía sake de su propia botella.Pagábamos por separado. Siempre lohabíamos hecho así. Sin embargo, elmaestro estaba llenando mi vaso con su

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botella de sake. Había violado lasnormas. Por si fuera poco, lo hacía paracelebrar una victoria de los Giants. Jamásimaginé que el maestro se atrevería areducir distancias entre nosotros. ¡Y todopor culpa de los condenados Giants!

—Me da igual —refunfuñé mientrasapartaba la botella de sake que me ofrecíael maestro.

—Nagashima es un entrenadorfabuloso.

A pesar de mi reticencia, se lasarregló para llenarme el vaso con unahabilidad prodigiosa. No derramó ni unasola gota.

—Fabuloso, señor profesor.Sin beber ni un sorbo, aparté el vaso y

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desvié la mirada.—Eso ha sonado muy raro, Tsukiko.—Lamento haberle ofendido, señor

profesor.—El lanzador también ha estado

magnífico.El maestro rió. «¿Cómo te atreves a

reírte de mí, sinvergüenza?», pensé. Sedesternillaba de risa. Aquellas carcajadasno eran propias de su carácter apacible.

—Será mejor que cambiemos de tema—le advertí, lanzándole una miradafulminante. Pero él no dejaba de reír.Había algo diabólico en sus carcajadas.Era la risa de un niño que acaba deaplastar una hormiguita.

—No puedo, ¡no puedo parar!

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¿A qué estaba jugando? Sabía que yodetestaba a los Giants y se estababurlando cínicamente de mí. La verdad esque lo estaba pasando en grande.

—Los Giants apestan —sentencié, yvertí el vaso de sake que él me habíaservido en el plato vacío.

—¿Apestan? Una mujer joven como túno debería usar ese vocabulario —mereconvino el maestro con voz reposada.Irguió la espalda y bebió.

—Yo no soy una mujer joven.—Perdona.Una incómoda sombra se instaló entre

los dos. Fue culpa suya. Y todo porquelos Giants habían ganado. Guardamossilencio y nos servimos otro vaso de sake.

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No pedimos nada para picar, cada uno selimitó a rellenar su propio vaso. Al final,tanto él como yo acabamos borrachoscomo cubas. Pagamos la cuenta sin hablar,salimos de la taberna y cada uno volvió asu casa. Desde entonces no habíamosvuelto a entablar conversación.

El maestro era mi única compañía.Últimamente, él era el único con quien

compartía bebidas, daba largos paseos yveía cosas interesantes. Aquellos días nohacíamos nada de eso.

Cuando intento recordar con quiénsalía antes de trabar amistad con elmaestro, no se me ocurre nadie.

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Estaba sola. Subía sola al autobús,paseaba sola por la ciudad, iba decompras sola y bebía sola. Incluso cuandoestaba con el maestro era como si fuerasola a todas partes. No dependía de sucompañía, pero cuando estaba con él mesentía más completa. Era una sensacióncuriosa, como si me hubiera comprado unreloj nuevo y no quisiera quitar el plásticoadherente que protegía el cristal. Si elmaestro llegara a enterarse de que loestoy comparando con un pedazo deplástico, probablemente se enfadaría.

Cuando coincidíamos en la taberna ynos tratábamos como perfectosdesconocidos, me sentía como el reloj queha perdido el plástico adherente. Por otro

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lado, las reconciliaciones fáciles nuncame habían gustado, y estaba segura de queal maestro también le resultabanofensivas. Por eso seguíamos fingiendoque no nos conocíamos.

Un día tuve que ir a Kappabashi portrabajo. Era un día ventoso, y la chaquetafina que llevaba no me protegía del frío.El viento que soplaba no era una suavebrisa otoñal, más bien parecía un amagodel invierno. En Kappabashi habíamuchas tiendas de venta al por mayor devajilla y utensilios de cocina como ollas,cacerolas y toda clase de cuencos yplatos. Cuando hube solucionado el asunto

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que me había llevado allí, me dediqué acuriosear los escaparates de las tiendas.Las cacerolas expuestas parecían muñecasrusas. Las más pequeñas estaban dentrode las mayores, y así sucesivamente. En laentrada de una tienda había una enormeolla de barro decorativa. Las espátulas ycucharones estaban agrupados portamaños. Pasé por delante de unacuchillería. A través del cristal delescaparate se podían observar toda clasede cuchillos afilados para cortar verdurasy pescado crudo. También habíacortaúñas y tijeras de podar.

Entré en la cuchillería, atraída por elbrillo del acero, y descubrí unosralladores de distintos tamaños en un

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rincón. Un cartel de cartón indicaba quese trataba de una oferta especial. Estabanatados con una goma elástica. Escogí unmodelo pequeño.

—¿Cuánto vale? —pregunté.—Mil yenes —me respondió la

vendedora, que llevaba un delantal—.Con impuestos incluidos —añadió, con elcurioso acento del dialecto local. Pagué yme envolvió el rallador.

Ya tenía un rallador en casa. Perocada vez que voy a Kappabashi meapetece comprar algo. La última vez quefui, compré una enorme olla de acero.Pensé que me vendría bien cuando tuvierainvitados, aunque no suelo organizarfiestas multitudinarias en casa. Y si

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tuviera invitados, no sabría qué cocinar enuna olla tan grande, de modo que se quedóarrinconada en un estante de la cocina.

Había comprado el rallador pararegalárselo al maestro.

Mientras contemplaba aquellacantidad de objetos relucientes, tuveganas de ver al maestro. Observandoaquellos cuchillos, tan afilados quecortaban la piel con sólo rozarla y un hilode sangre roja brotaba de la herida, sentíla necesidad de ver al maestro. No sé porqué extraña asociación de ideas el brillode los filos me hizo pensar en él. El casoes que me invadió un apremiante deseo deverlo. Había pensado en comprarle uncuchillo de cocina o algo por el estilo,

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pero un objeto cortante habría llamadomucho la atención en su casa. No encajabacon la humedad y la oscuridad quereinaban en el ambiente. Por eso escogí unrallador, que pasaba más desapercibido.Además, sólo costaba mil yenes. Si megastaba mucho dinero en un regalo y elmaestro seguía haciéndose el ofendido,quedaría como una estúpida. El maestrono parecía una persona tan maliciosa,pero por desgracia era un hincha de losGiants, y no podía permitirme el lujo deconfiar a ciegas en alguien como él.

Al cabo de pocos días, el maestro y yocoincidimos en la taberna.

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Como de costumbre, me ignoró. Sindarme cuenta, yo también adopté la actitudhabitual y fingí que no nos conocíamos.

Me senté en la barra, a dos taburetesde distancia de él. Había un hombresentado entre nosotros que leía elperiódico y bebía sake. Al otro lado delhombre del periódico, el maestro pidiótofu hervido. Yo pedí lo mismo.

—Hace frío, ¿verdad? —comentó eltabernero.

El maestro musitó unas palabras envoz baja. Probablemente habría dichoalgo como: «Sí, hace frío». El ruido quehacía nuestro vecino pasando las páginasdel periódico me impidió oír la respuesta.

—El frío ha llegado pronto este año

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—observé, levantando la voz por encimadel crujido de las páginas.

El maestro me miró con perplejidad.Quise saludarlo, pero el cuerpo no merespondía. Desvié la miradainmediatamente. Percibí que el maestrome daba la espalda poco a poco, al otrolado del hombre del periódico.

Cuando nos sirvieron el tofu hervido,comimos simultáneamente y bebimos almismo ritmo. Me emborraché a la mismavelocidad que él. Puesto que ambosestábamos nerviosos, notamos antes losefectos del alcohol. El hombre delperiódico no parecía dispuesto alevantarse. Aquel cliente que seinterponía entre nosotros nos permitía

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mirar en direcciones opuestas y beber conaparente calma.

—El campeonato de béisbol ya haterminado —le comentó el hombre delperiódico al tabernero.

—Y el invierno está a la vuelta de laesquina.

—No soporto el frío.—Con el frío, los guisos apetecen

más.El cliente y el tabernero charlaban

tranquilamente. El maestro giró la cabezaen mi dirección. Notaba su miradaacercándose lentamente. Yo también mevolví hacia él, con cautela.

—¿Quieres sentarte aquí? —sugirióen voz baja.

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—Vale —acepté tímidamente. Entre elhombre del periódico y el maestro habíaun taburete vacío. Avisé al tabernero deque me cambiaba de sitio, cogí el vaso yla botella y me trasladé.

—Gracias —le dije.Por toda respuesta, el maestro soltó

una especie de gruñido ininteligible.Cada uno empezó a beber su propio

sake, con la mirada fija al frente.Pagamos por separado, apartamos la

cortinilla de la entrada de la taberna ysalimos al exterior. El ambiente era máscálido de lo previsto, y en el cielocentelleaban las estrellas. Era más tardeque de costumbre.

—Tome, maestro —le dije.

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Le di el envoltorio, que estabaarrugado porque lo había llevado encimadesde que volví de Kappabashi.

—¿Qué es?El maestro cogió el paquete, depositó

la cartera en el suelo y lo desenvolviócuidadosamente. El pequeño ralladorapareció, reluciente bajo la tenue luz quese filtraba a través de la cortinilla.Brillaba mucho más que cuando lo vi enla tienda de Kappabashi.

—Es un rallador.—Sí.—¿Es para mí?—Claro.Nos hablábamos bruscamente.

Siempre nos habíamos tratado así.

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Levanté la mirada hacia el cielo y meestremecí. El maestro envolvió de nuevoel rallador, lo guardó en el maletín y echóa andar, tieso como un palo.

Yo caminaba mirando hacia arriba.Iba un poco rezagada, escrutando el cielonocturno y contando estrellas. Cuandohabía llegado hasta ocho, el maestro meinterrumpió.

—«Flor de ciruelo. | Hierbas frescasen la fonda de Mariko. | Sopa de raíz deñame» —dijo de repente.

—¿A qué viene eso? —le pregunté.El maestro sacudió la cabeza con aire

disgustado.—Veo que tampoco conoces la poesía

de Bashô —se lamentó.

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—¿Bashô? —repetí.—Eso es. Te lo enseñé en clase —

replicó.No recordaba aquel haiku.El maestro caminaba velozmente.—Maestro, va demasiado rápido —

observé desde detrás.No respondió y empecé a

mosquearme. Repetí el verso en tono deburla.

—Sopa de raíz de ñame en la fonda deMariko…

El maestro siguió caminando sinvolverse durante un rato, hasta que sedetuvo.

—Un día de estos prepararemosjuntos una sopa de raíz y de ñame. El

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haiku de Bashô es una oda a la primavera,pero la raíz de ñame está muy rica en estaépoca del año. Yo la rallaré con elrallador, y tú tendrás que machacarla conel mortero —dijo sin volverse hacia mí,en el mismo tono de siempre.

Yo caminaba tras él y seguía contandoestrellas. Cuando llevaba quince,llegamos al lugar donde solíamosdespedirnos.

—Adiós —le dije, agitando la mano.El maestro imitó mi gesto y también se

despidió.Lo seguí con la mirada mientras se

alejaba, y me encaminé hacia mi piso.Cuando llegué llevaba veintidós estrellas,contando las pequeñas.

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COGIENDO SETAS(I)

No tenía la menor idea de qué estabahaciendo en aquel lugar. Todo empezócuando al maestro se le ocurrió hablarmede setas.

—Me gustan las setas —me dijo unafría noche de principios de otoño.

Estábamos sentados en la barra de lataberna.

—¿Se refiere al hongo blanco? —pregunté, pero el maestro sacudió la

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cabeza.—El hongo blanco está muy rico, por

supuesto.—Sí.—Pero decir que el hongo blanco es

la seta por excelencia es sacarconclusiones precipitadas. Es lo mismoque decir que los Giants son el equipo debéisbol por excelencia.

—Pero a usted le gustan los Giants,¿no es así?

—Me gustan, pero soy consciente deque, objetivamente, el mundo del béisbolno sólo gira en torno a los Giants.

Habían pasado unos días desde que elmaestro y yo discutimos acerca de losGiants. A partir de entonces, tanto él

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como yo extremábamos las precaucionescuando hablábamos de béisbol.

—Existen muchos tipos de setas.—Ya.—Como el champiñón lila, que se

come asado y aliñado con salsa de soja, apoder ser justo después de haberlocogido. Está delicioso.

—Ya.—O el iguchi, que también es muy

sabroso.—Ya.Mientras hablábamos, el tabernero

asomó la cabeza desde el otro lado de labarra.

—Veo que entiende mucho de setas.El maestro hizo un breve gesto de

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asentimiento.—No es para tanto —dijo quitándose

importancia.—En otoño suelo ir a coger setas —

dijo el tabernero, que acercó su cabeza alas nuestras alargando el cuello como unpájaro que se dispone a alimentar a suspolluelos.

—Ya —repuso el maestro, imitandola respuesta imprecisa que yo solíautilizar.

—Si le interesa el tema, podríamos irjuntos a coger setas.

El maestro y yo intercambiamos unamirada. A pesar de que íbamos a aquellataberna casi todos los días, el dueñonunca nos había tratado con tanta

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confianza ni nos había hablado como sifuéramos viejos conocidos. Siempretrataba a todos los clientes como si fuerala primera vez que acudían a su local. Y,de repente, nos proponía ir juntos deexcursión.

—¿Dónde sueles ir a coger setas? —se interesó el maestro.

El dueño alargó un poco más el cuellohacia nosotros.

—A Tochigi —respondió.Mi mirada se cruzó de nuevo con la

del maestro.El tabernero, con el cuello estirado,

esperaba una respuesta.—¿Qué hacemos? —pregunté yo, al

mismo tiempo que el maestro decidía:

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—Vamos.Así que decidimos ir a coger setas a

Tochigi en el coche del tabernero.Yo no entiendo de coches, y estoy

convencida de que el maestro tampoco. Elcoche del tabernero era un turismo blanco.No tenía nada que ver con los modelosaerodinámicos que circulan por la ciudadhoy en día. Era un sencillo coche viejo ycompacto de los que solían verse antes.

Quedamos un domingo a las seis de lamañana frente a la taberna. Me levanté alas cinco y media, me lavé la cara, cogíuna vieja mochila que la noche anteriorhabía rescatado del fondo del armario y

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salí de casa. El ruido de la llave de laentrada rompió la calma de la mañana.Varios bostezos más tarde, llegué a lataberna.

El maestro ya había llegado. Estabade pie, con su inseparable maletín en lamano. El tabernero estaba inclinadoencima del maletero abierto, de modo quesólo se le veía medio cuerpo.

—¿Eso es material para ir a cogersetas? —le preguntó el maestro.

—No. Son cuatro cosas para miprimo, que vive en Tochigi —aclaró elhombre, desde el fondo del maletero.

El maestro y yo inspeccionamos elequipaje por encima del hombro deltabernero. Consistía en unas bolsas de

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papel y un paquete alargado. Un cuervograznó, encaramado a un poste deelectricidad. Sus graznidos eran tanestridentes como de costumbre, pero mepareció que a primera hora de la mañanasonaban más dulces que a plena luz deldía.

—Aquí llevo galletas de arroz y algassecas —explicó el tabernero, señalandolas bolsas.

—Ya —respondimos al unísono elmaestro y yo.

—Y esto es sake —prosiguió mientrasnos indicaba el paquete alargado.

—¡Caramba! —exclamó el maestro,sin soltar su maletín.

Yo opté por guardar silencio.

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—A mi primo le gusta el sakeSawanoi.

—A mí también.—Me alegro. En la taberna sólo tengo

sake de Tochigi.El tabernero se mostraba mucho más

jovial que cuando estaba trabajando.Tanto, que parecía haberse quitado diezaños de encima.

—Subid —nos invitó, y abrió laspuertas traseras. Apoyó una nalga en elasiento del conductor y encendió el motor.A continuación, se levantó de nuevo parair a cerrar el maletero. Una vez se huboasegurado de que el maestro y yoestábamos acomodados en los asientostraseros, se fumó un cigarrillo mientras

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deambulaba alrededor del coche. Al fin,se sentó en el asiento del conductor, seabrochó el cinturón y pisó el aceleradorsin prisa.

—Has sido muy amable al invitarnos—le agradeció el maestro desde elasiento trasero.

El tabernero giró la cabeza hacianosotros.

—No hay de qué —respondió con unaagradable sonrisa. Pero siguió mirandohacia atrás sin levantar el pie delacelerador, y el coche avanzaba poco apoco.

—Ten cuidado, por favor —le pedítímidamente, pero él no me oyó y alargóel cuello hacia mí para preguntarme:

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—¿Cómo dices?El coche seguía avanzando, pero él no

hizo ademán de girar la cabeza.—¡Mira hacia delante!—¡Date la vuelta de una vez!El maestro y yo gritamos al unísono al

ver que nos acercábamos peligrosamentea un poste telefónico.

—¿Eh? —dijo el tabernero, girando lacabeza a la vez que daba un volantazopara esquivar el poste.

El maestro y yo suspiramos aliviados.—No os preocupéis —nos tranquilizó

nuestro conductor, y aumentó lavelocidad.

¿Qué estaba haciendo yo en un cochedesconocido a aquellas horas de la

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mañana? Desconcertada, me di cuenta deque ni siquiera entendía de setas. Mesentía como si hubiera bebido demasiado.El coche circulaba cada vez más deprisa.

Creo que me dormí. Cuando abrí losojos, estábamos en una carretera demontaña. Cuando salimos de la autopista yentramos en una carretera que no conocía,aún estaba despierta. Durante el trayecto,nos entretuvimos charlando del maestro,que había sido mi profesor y que no tuvoningún reparo en recordarme que misnotas de japonés no eran precisamentebrillantes. Hablamos también deltabernero, que se llamaba Satoru, y de unaespecie de seta llamada modashi quecrecía en las montañas adonde nos

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dirigíamos. Podríamos haberprofundizado en cualquiera de aquellostemas de conversación. Podríamos haberentrado en detalles sobre el modashi osobre lo estricto que era el maestro enclase, pero cada vez que decíamos algoSatoru apartaba la vista de la carreterapara mirarnos, así que tanto el maestrocomo yo procurábamos hacer comentarioslo más triviales posible.

El coche ascendía lentamente por lacarretera de montaña. Satoru subió unpoco la ventanilla, que estaba abierta. Elmaestro y yo hicimos otro tanto con lasventanillas traseras. El aire era un pocomás fresco. Oíamos nítidamente el trinarde los pájaros en el bosque.

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Llegamos a una bifurcación. Uno delos caminos que seguían estaba asfaltado,mientras que el segundo era una pista detierra. Tomamos el camino de tierra y alpoco rato Satoru detuvo el coche, bajó yechó a andar cuesta arriba. El maestro yyo lo observábamos desde los asientostraseros.

—¿Adónde irá? —pregunté.El maestro se encogió de hombros.

Bajé la ventanilla y noté el aire fresco dela montaña. Los pájaros se oían máscerca. Eran poco más de las nueve, y elsol estaba bastante alto.

—¿Crees que podremos volver a casa,Tsukiko? —me preguntó el maestrosúbitamente.

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—¿Cómo?—Es que me da la impresión de que

no saldremos de aquí nunca más.—¡Qué tontería! —le respondí.Él se limitó a sonreír, mirando por el

retrovisor sin despegar los labios.—¿Está cansado? —inquirí.El maestro sacudió la cabeza.—En absoluto.—Si quiere podemos volver a casa,

maestro.—¿Por qué deberíamos volver?—Pues…—Prefiero que sigamos juntos. Me da

igual adónde vayamos.—Ajá.

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El maestro parecía delirar. Lo observépor el rabillo del ojo, pero no noté nadaextraño en su expresión. Estaba tranquiloy sereno como de costumbre, con elmaletín a su lado y la espalda tiesa.Mientras yo examinaba al maestro, Satoruvolvió al coche acompañado de unhombre. Los dos eran idénticos. Cuandollegaron al coche, abrieron el maletero,descargaron el equipaje rápidamente y selo llevaron cuesta arriba. Prontovolvieron y se fumaron un cigarrillo juntoal vehículo.

—¡Buenos días! —nos saludó elsegundo hombre, que ocupó el asiento delcopiloto.

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—Este es mi primo Toru —nospresentó Satoru.

Eran como dos gotas de agua. Teníanla misma cara, la misma expresión y lamisma constitución física. Hasta el aireque respiraban era el mismo. Se parecíanen todo.

—Así que tú eres el admirador delsake Sawanoi —le dijo el maestro.

Toru se volvió hacia nosotros, a pesarde que ya se había abrochado el cinturón.

—El mismo —respondió jovialmente.—Yo prefiero el sake de Tochigi.Satoru se volvió, imitando

exactamente el movimiento que habíahecho su primo, y reemprendimos lamarcha cuesta arriba.

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—¡Cuidado! —gritamos el maestro yyo.

El coche pasó rozando la valla deseguridad.

—Eres un memo —dijo Toru, sinalterarse.

Satoru soltó una carcajada y enderezóel volante. El maestro y yo exhalamos unsegundo suspiro de alivio. Los pájarostrinaban en las profundidades del bosque.

—¿Piensa subir vestido así, maestro?Al cabo de media hora de haber

recogido a Toru, Satoru paró y apagó elmotor. Los dos primos y yo llevábamosvaqueros y zapatillas de deporte. Nadamás bajar del coche, Toru y Satoruhicieron un par de flexiones de rodillas.

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Yo también hice estiramientos. El maestroera el único que estaba tieso como unpalo. Llevaba una americana de tweed yzapatos de piel. Era de estilo anticuado,pero parecía ropa de calidad.

—Se va a ensuciar —le advirtió Toru.—No me importa —replicó el

maestro, y se cambió el maletín de mano.—¿Por qué no deja el maletín en el

coche? —le propuso Satoru.—No creo que sea necesario —

rechazó el maestro tranquilamente.Empezamos a subir por un camino que

se adentraba en el bosque. Satoru y Torullevaban mochilas parecidas a la mía,pero mucho más grandes. Eran especialespara montañeros. Toru encabezaba la

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marcha y Satoru iba el último.—Subir es la parte más pesada —

observó Satoru, que caminaba detrás demí.

—Tienes razón —jadeé.—Sí, hay que subir despacito —dijo

una voz idéntica a la de Satoru, queprocedía de más arriba.

El maestro subía a un ritmo constante,sin perder el aliento. Yo ascendía entrejadeos. De vez en cuando se oía unrepiqueteo, como un martilleo muy rápido.

—¿Qué es eso? ¿Un cuco? —preguntóel maestro. Toru se volvió hacia él.

—No, es un pájaro carpintero. ¿Esusted aficionado a los pájaros, maestro?—le preguntó—. Picotean el tronco de los

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árboles para comerse los insectos, poreso hacen ese ruido.

—Son unos escandalosos —rió Satorudesde la retaguardia.

La pendiente era cada vez máspronunciada, y el camino no era másancho que un sendero trazado poranimales. A ambos lados del caminocrecía la maleza otoñal, que nos rozaba lacara y las manos mientras avanzábamos.Los colores del otoño todavía no habíanteñido los árboles de la falda de lamontaña, pero la zona donde nosencontrábamos estaba cubierta de hojasrojas y amarillas. A pesar de que el aireera fresco, yo estaba empapada en sudorporque no solía hacer ejercicio. En

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cambio, el maestro parecía fresco comouna lechuga, y llevaba el maletín como sino notara su peso.

—Veo que está acostumbrado a subirmontañas, maestro.

—Tsukiko, esto ni siquiera puedeconsiderarse una montaña.

—Ya.—¡Escucha! Otra vez el ruido del

pájaro carpintero comiendo insectos.Pero yo no me sentía capaz de hacer

esfuerzos suplementarios y seguícaminando sin despegar la vista del suelo.

Toru, o tal vez Satoru, observó que elmaestro estaba en plena forma. Como ibamirando al suelo, no supe de dóndeprocedía la voz. Satoru, o quizás Toru, me

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dio ánimos para que siguiera adelante conla excusa de que yo era mucho más jovenque el maestro. El sendero subía y subíasin parar. Los silbidos, gorjeos y un sinfínde sonidos varios se sumaban al martilleodel pájaro carpintero.

—Ya falta poco —anunció Toru.—Sí, era por aquí —corroboró su

primo.Toru se desvió del camino

bruscamente y se adentró en la espesura.Cuando dejamos atrás el camino, tuve lasensación de que el aire era más denso.

—Aquí hay algunos. ¡Cuidado con lospies! —advirtió Toru mirándonos.

—Intentad no pisarlos —reiteróSatoru desde abajo.

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El suelo era húmedo. Un poco másadelante, la maleza desaparecía y losárboles ocupaban su lugar. La pendientese hizo más suave, y la ausencia demaleza en los bordes del camino permitíaavanzar con más comodidad.

—Aquí hay algo —dijo el maestro.Toru y Satoru se acercaron despacio.—¡Qué curioso! —exclamó Toru,

agachándose.—¿Es un cordyceps sinensis? ¿El

hongo que se alimenta de larvas deinsectos? —quiso saber el maestro.

—El huésped es todavía muy grande.—Es una especie de larva.Hablaban todos a la vez.—¿Qué clase de seta es ésa? —

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pregunté en voz baja.Con la punta de un tronco, el maestro

escribió en el suelo «cordyceps sinensis».—Veo que en clase de ciencias

naturales tampoco prestabas muchaatención, Tsukiko —me sermoneó.

Cuando intenté protestar, alegando queaquello no me lo habían enseñado nuncaen clase, Toru soltó una sonora carcajada.

—En la escuela nunca te enseñan lascosas que verdaderamente importan —dijo, y siguió riendo.

El maestro guardó silencio, sinalterarse, hasta que Toru dejó de reír.

—Con la disposición adecuada, laspersonas podemos aprender muchas cosasen cualquier lugar —explicó sin perder la

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calma.—¡Qué gracioso es tu profesor! —me

dijo Toru, y siguió riendo durante un buenrato.

El maestro sacó una bolsa de plásticodel maletín, introdujo el hongo en elinterior con delicadeza e hizo un nudo enla punta. A continuación guardó la bolsaen el maletín.

—Sigamos adelante. Entraremos en elbosque para encontrar setas comestibles—dijo Satoru adentrándose en laespesura.

Nos dispersamos y echamos a andarexaminando cuidadosamente el suelo. Elelegante traje de tweed del maestro seconfundía con los árboles y producía el

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mismo efecto que un uniforme decamuflaje. Creía que estaba justo delantede mí, pero si apartaba la vista durante unsegundo y volvía a mirar, ya se habíaesfumado. Entonces lo buscaba,sorprendida, para descubrir que seencontraba a mi lado.

—¡Estaba aquí, maestro! —exclamabayo.

—No me he movido en todo el rato —respondía él misteriosamente, con unarisita disimulada. Entre los árboles, elmaestro se transformaba por completo.Parecía un legendario habitante delbosque.

—¿Maestro? —lo llamé de nuevo,inquieta.

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—Ya te he dicho antes que no me hemovido de aquí, Tsukiko.

Fuera como fuese, el maestro seguíaadelante sin darse cuenta de que yo meestaba quedando rezagada.

—Es que eres una despistada,Tsukiko. Si estuvieras más centrada, esono te pasaría —me reconvenía él, queavanzaba sin mirar atrás. Oíamos elmartilleo muy cerca de allí. El maestro seinternaba en el bosque. Mientras seguía susilueta con la mirada, me pregunté denuevo qué estaba haciendo allí. Su trajede tweed aparecía y desaparecía entre losárboles.

—¡Aquí hay muchas!La voz de Satoru retumbó desde las

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profundidades del bosque.—Es una colonia entera, ¡hay muchas

más que el año pasado! —confirmó lalejana voz de Satoru, o tal vez fue la deToru, desde algún lugar recóndito.

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COGIENDO SETAS(II)

Estaba mirando al cielo.Me había sentado en un gran tronco.

Toru, Satoru y el maestro habíandesaparecido en el bosque. Desde el lugardonde estaba, el martilleo del pájarocarpintero era casi inaudible. Otrospájaros trinaban en su lugar.

La humedad impregnaba todos losrincones. La tierra no era lo único queestaba empapado: las hojas de los

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árboles, la maleza, los hongos, losinnumerables microbios que habitaban elsubsuelo, los insectos que se arrastrabanpor la superficie, los bichos alados quevolaban en el cielo, los pájaros quedescansaban en las ramas y los animalesmás grandes del interior del bosquellenaban el ambiente de vida y derebosante humedad.

Entre las copas de los árboles sevislumbraban pequeñas manchas azules.El follaje parecía una red extendida a lolargo del cielo. Cuando mis ojos seacostumbraron a la oscuridad, detectémuchas formas de vida entre la maleza:musgo, pequeñas setas de color naranja yunas nervaduras blancas que

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probablemente pertenecían a una especiede moho. Vi escarabajos muertos, infinitasvariedades de hormigas, insectos de todaclase y mariposas que dormían en losreversos de las hojas.

Me sorprendió estar rodeada de tantascriaturas vivas. En la ciudad siempreestaba sola, aunque estuviera con elmaestro. Creía que en las ciudades sólovivían criaturas de gran tamaño. Sinembargo, al reflexionar sobre el asuntome di cuenta de que en la ciudad tambiénestaba rodeada de seres vivos. Nuncaestábamos solos. Aunque en la tabernasólo hablara con el maestro, Satorutambién estaba allí, así como una multitudde clientes habituales cuyas caras me

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resultaban familiares. Aun así, nuncahabía considerado a los demás personasde carne y hueso. No había caído en lacuenta de que cada uno de ellos tenía supropia vida, llena de altibajos como lamía.

Toru regresó.—¿Va todo bien, Tsukiko? —me

preguntó. Llevaba un puñado de setas encada mano.

—Todo bien, gracias —respondí.—Deberías habernos acompañado —

me reprochó Toru.—Tsukiko es una chica muy romántica

—tronó la voz del maestro detrás denosotros. Acto seguido, surgió de entre lassombras de los árboles. Hasta entonces no

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había percibido su presencia porquellevaba ropa de camuflaje, o tal vez porsu forma discreta de caminar—. Hapreferido quedarse aquí sola,ensimismada en sus pensamientos —añadió—. ¿No es así, Tsukiko?

Su americana de tweed estabacubierta de hojitas secas.

—Las mujeres son muy sentimentales—dijo Toru con una estruendosacarcajada.

—Así es —afirmé sin alterarme.—¿Nos ayudas a preparar la comida,

señorita romántica? —me pidió Toru, queabrió la mochila de Satoru y sacó unacacerola de aluminio y un hornillo portátil—. ¿Puedes ir por agua?

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Me levanté de un salto. Me indicaronel lugar donde se hallaba una pequeñafuente, un poco más arriba. La encontréentre dos grandes rocas. Cogí un poco deagua con las manos y me la llevé a loslabios. Estaba fría y era ligera. Repetí elgesto varias veces.

—Pruébela —le ofreció Satoru almaestro, que estaba sentado encima deuna hoja de periódico, con la espaldarecta.

Bebió un sorbo de la sopa de setas.Satoru y Toru cocinaron las setas que

habían reunido a lo largo de la mañana.En primer lugar, Toru las limpió de tierra

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y barro. Satoru cortó las más grandes ydejó enteras las pequeñas. Las salteótodas en una pequeña sartén. Acontinuación, las metió en un cazo conagua hirviendo, añadió un poco de miso ylas coció durante un rato.

—Anoche estuve estudiando un poco—dijo el maestro.

Sujetaba entre ambas manos un tazónde aluminio, muy parecido a los que habíaantiguamente en los comedores de loscolegios, y soplaba para enfriar la sopa.

—¿Estudiando? Es usted un profesorde pura cepa —repuso Toru, que sorbíasu sopa enérgicamente.

—Hay muchas setas que sonvenenosas y no lo parecen —explicó el

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maestro.Pellizcó una seta con los palillos y se

la llevó a la boca.—Así es.Satoru ya había despachado su

primera ración de sopa y estabarellenando su tazón.

—Es evidente que nadie se comeríauna seta de aspecto venenoso.

—Maestro, no diga esas cosasmientras comemos —le pedí, pero no mehizo caso, como de costumbre.

—De todos modos, hay unas setasllamadas «engañosas» que son casiidénticas a los hongos blancos, del mismomodo que las setas fosforescentes separecen mucho a las setas de madera de

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roble. Ahí está el problema.El tono solemne del maestro hizo que

Satoru y Toru estallaran en carcajadas.—¿Sabe, maestro? Llevamos más de

diez años cogiendo setas y nunca hemosencontrado esas especies que acaba demencionar.

Tras una breve pausa, seguí comiendo.Levanté la vista para comprobar si Toru ySatoru habían captado aquel instante devacilación, pero no parecían haberse dadocuenta.

—La que antes era mi esposa secomió una vez una seta de la risa —dijoel maestro.

Toru y Satoru lo miraron intrigados.—¿La que antes era su esposa? ¿A qué

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se refiere?—Me refiero a que mi esposa me

abandonó hace quince años —aclaró elmaestro, con su seriedad habitual. Ahoguéuna exclamación de sorpresa. Creía que laesposa del maestro había muerto.Esperaba que Toru y Satoru tambiénmostraran su perplejidad, peropermanecieron impasibles. Entre sorbo ysorbo, el maestro nos explicó la siguientehistoria:

—Mi mujer y yo solíamos ir deexcursión. Habíamos recorrido todas lascolinas de los alrededores que quedaban auna hora en tren de casa. Los domingosmadrugábamos, cogíamos la comida quehabía preparado mi mujer y subíamos al

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primer tren de la mañana, que todavíaestaba vacío. A ella le gustaba leer unlibro titulado Las mejores excursiones delos alrededores. En la portada aparecíauna fotografía de una mujer con botas depiel, pantalones bombachos y sombrerode plumas caminando por la montaña conun bastón en la mano. Mi esposa se vestíacomo la mujer del libro para ir deexcursión, con el bastón incluido. Yo ledecía que aquella indumentaria no eranecesaria, que sólo se trataba de unasimple excursión. Pero ella alegaba quehabía que cuidar el aspecto y no me hacíacaso. A veces nos cruzábamos con genteque hacía la misma excursión quenosotros en chanclas de goma, pero ella

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nunca cambiaba su atuendo. Era muytestaruda.

»Nuestro hijo ya iba a la escuelaprimaria. Aquel día fuimos de excursiónlos tres juntos, como siempre. Sería más omenos la misma época del año que ahora.El otoño había teñido los árboles de rojoy amarillo, pero las lluvias habían hechocaer la mayor parte de las hojas. Miszapatillas de deporte se quedabanatascadas en el lodo y tropecé más de unavez. Mi mujer, en cambio, caminabatranquilamente con sus botas de montaña.Cuando yo me caía, no me reprochabanada ni me recordaba que ya me lo habíaadvertido. A pesar de su cabezonería, noera una persona rencorosa.

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»Cuando ya llevábamos un buen ratocaminando, nos detuvimos para descansar.Comimos cada uno dos rodajas de limóncon miel. A mí nunca me han gustado lascosas ácidas, pero mi mujer insistía enque las rodajas de limón con miel nopodían faltar en una excursión, así que melas comía sin rechistar. Si hubieraprotestado ella no se habría enfadado,pero los pequeños disgustos se vanacumulando. Del mismo modo que unapequeña ola puede desencadenar untsunami en la otra punta del océano, unatontería puede provocar una discusión enel momento más inesperado. Forma partedel matrimonio.

»A mi hijo el limón le gustaba aún

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menos que a mí. Se metió una rodaja en laboca, se levantó y fue hacia los árboles.Se agachó como si estuviera recogiendolas hojas de colores esparcidas por elsuelo. Me pareció una buena idea. Cuandome acerqué a él para echarle una manodescubrí que, en realidad, estabaescarbando el suelo a escondidas. Cavóun hoyo poco profundo, escupióapresuradamente la rodaja de limón quetenía en la boca y la enterró con rapidez.No se podía considerar un niñotiquismiquis. Mi esposa lo había educadobien en ese sentido, pero el limón era algoque superaba los límites de su tolerancia.

»—¿No te gusta el limón? —lepregunté. Me miró sorprendido y asintió

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sin decir nada—. A mí tampoco —leconfesé.

Él sonrió, un poco más aliviado.Cuando sonreía se parecía a su madre.Sigue pareciéndose a ella. Por cierto, mihijo está a punto de cumplir cincuentaaños, la edad que tenía mi esposa cuandome abandonó.

»Mientras ambos estábamosagachados recogiendo hojas de colores,apareció mi mujer. Se nos acercó sinhacer ruido, a pesar de las gigantescasbotas de montaña que llevaba.

»—Escuchad —dijo a nuestrasespaldas. Mi hijo y yo nos volvimos,sorprendidos—. He encontrado una setade la risa.

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Su voz era un susurro casi inaudible.Aunque había bastante sopa, entre los

cuatro nos la acabamos pronto. La mezclade las distintas especies de setas le dabaun sabor exquisito. Fue el maestro quienla describió con ese adjetivo, «exquisita».Estaba contando su historia cuando, derepente, se interrumpió para decir:

—Satoru, la sopa está exquisita ytiene una fragancia deliciosa.

Satoru enarcó las cejas.—Sólo se le ocurriría a un profesor

describir una sopa con esas palabras —observó Toru, y le pidió que siguieracontando su historia.

—¿Qué pasó con la seta de la risa? —preguntó Satoru.

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—¿Cómo pudo identificarla? —inquirió su primo.

—Además de Las mejoresexcursiones de los alrededores, a mimujer también le gustaba mucho hojear unpequeño manual titulado Cien variedadesde setas. Siempre llevaba los dos librosen la mochila cuando íbamos deexcursión. Aquel día, abrió el libro por lapágina de la seta de la risa.

»—Sí, tiene que ser ésta —repitióvarias veces.

»—¿Por qué te interesa tanto saberqué clase de seta es? —le pregunté.

»—Porque voy a probarla —merespondió con determinación.

»—¿No es venenosa? —me sorprendí.

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»—¡No te la comas, mamá! —lesuplicó nuestro hijo a gritos. Ella nisiquiera nos escuchó. Se llevó la seta a laboca sin quitarle la tierra que le cubría elsombrero.

»—Las setas crudas no saben muybien —nos explicó, y cogió unas rodajasde limón con miel para acompañarla.Desde aquel día, mi hijo y yo no hemosvuelto a probar el limón con miel.

»Entonces empezó el espectáculo. Mihijo rompió a llorar.

»—¡Mamá se va a morir! —sollozabadesconsolado.

»—Nadie ha muerto por comerse unaseta de la risa —intentaba tranquilizarlomi esposa. Ella no quería ir al hospital,

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así que tuve que llevármela a la fuerza ydeshicimos el camino que habíamosrecorrido.

»Cuando ya casi habíamos llegado alpie de la montaña, se manifestaron losprimeros síntomas. Más tarde, el médicoimpasible que nos atendió en el hospitalnos explicó que una única seta bastabapara provocar los síntomas de laintoxicación. A mí me dio la impresión deque se había comido un bosque entero desetas de la risa.

»Mi mujer, que hasta entonces habíamantenido la compostura, empezó aproferir una especie de risita ahogada. Alprincipio sólo eran espasmosentrecortados que pronto se convirtieron

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en una estridente carcajada que parecía notener fin. Se estaba desternillando, perono era una risa alegre ni placentera. Loque salía de su interior eran convulsionesque la poseían por completo y que nopodía controlar a pesar de sus esfuerzos.Su cerebro intentaba dominar el cuerpo,que no reaccionaba. Aquella risa sonabacomo si alguien le hubiera contado unchiste macabro y estuviera riendo encontra de su voluntad.

»Mi hijo estaba asustado y yoempezaba a sentirme intranquilo, pero ellaseguía riendo con los ojos inundados delágrimas.

»—¿No puedes dejar de reír? —lepregunté.

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»—N… no puedo parar —consiguióarticular entre jadeos—. La garganta, lacara y los pulmones… no… no meresponden.

»Estaba pasando un mal rato, pero nopodía dejar de reír. Yo me sentía furioso.Me preguntaba por qué mi mujer siempreme metía en líos. Para ser sincero,aquellas excursiones semanales nuncahabían sido de mi agrado. A mi hijo legustaban tan poco como a mí. Él hubierapreferido mil veces quedarse en casa consus juegos de construcciones, o ir a pescara un riachuelo cercano. Aun así, tanto élcomo yo hacíamos lo que a ella leapetecía. Nos levantábamos a una horaintempestiva y nos dedicábamos a

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recorrer todas las dichosas colinas querodeaban la ciudad. Pero se ve que ella,como si no tuviera bastante, sintió lanecesidad de tragarse una seta de la risa.

»En el hospital le trataron laintoxicación, pero aquel médicoimpasible nos hizo saber que una vez elveneno ha entrado en el torrentesanguíneo, ya no hay nada que hacer. Ytenía razón. El estado de mi mujer nocambió después del tratamiento. Siguióretorciéndose de risa hasta el anochecer.Regresamos a casa en taxi. Acompañé ami hijo al futón, lo arropé y se durmió enel acto, agotado de tanto llorar. Mientrasobservaba por el rabillo del ojo a mimujer, que seguía riendo sola en la salita,

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preparé dos tazas de té amargo. Ella se lotomó riendo, yo me lo tomé hecho unafuria.

»Cuando al fin los síntomasempezaron a remitir, le reproché suactitud y le pedí que reflexionara sobrelas molestias que había ocasionado a losdemás a lo largo del día. Los sermoneseran mi especialidad. La regañé como sifuera una de mis alumnas. Ella meescuchaba cabizbaja y acataba todo lo quele decía con un movimiento de cabeza. Mepidió disculpas varias veces.

»—Todo el mundo provoca molestiasa los otros —repuso al fin.

»—Yo no molesto a nadie. Tú, encambio, has sido una carga. No debes

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involucrar a los demás en tus asuntospersonales —le respondí a regañadientes.

»Ella volvió a agachar la cabeza. Diezaños más tarde, cuando me abandonó,evoqué con claridad su silueta cabizbaja.Mi esposa no era una persona de tratofácil, pero yo tampoco. Dicen que nuncafalta un roto para un descosido. Esevidente que yo no era el roto ideal parasu descosido.

—¿Un traguito de sake, maestro? —ofreció Toru, mientras sacaba una botellade Sawanoi de casi un litro de su mochila.

Cuando se hubo acabado la sopa desetas, Toru empezó a extraer cosas de sumochila como por arte de magia: setasdesecadas, galletas de arroz, calamar

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ahumado, tomates naturales y escamas debonito.

—¡Esto es un festín! —se regocijóToru.

Los dos primos apuraron con avidezsus vasos de plástico llenos de sake ehincaron el diente a los tomates.

—El alcohol acompañado de un buentomate no sube tan fácilmente —aclararon, y siguieron bebiendo.

—Maestro, ¿estarán en condiciones deconducir? —cuchicheé.

—No te preocupes. Según miscálculos, tocamos a ciento ochentamililitros de sake por barba —metranquilizó.

El ardor del alcohol se sumó al sofoco

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que me había provocado la sopa de setas.Los tomates eran deliciosos. Loscomíamos a mordiscos, sin sal. Toru loscultivaba en el jardín de su casa. Cuandoterminamos con nuestras respectivas dosisde sake, Toru sacó otra botella de lamochila, de modo que tuvimos racióndoble de alcohol.

El pájaro carpintero volvía arepiquetear. De vez en cuando notabacómo los insectos se arrastraban pordebajo de la hoja de periódico dondeestaba sentada. Aparecieron algunosbichitos alados y otros de gran tamaño,que venían zumbando y se detenían cercade nosotros. Un gran número de insectosse reunió alrededor del calamar ahumado

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y el sake. Toru seguía comiendo ybebiendo, sin molestarse en ahuyentarlos.

—Acabas de comerte un bicho —leadvirtió el maestro.

—¡Delicioso! —respondió Toru, sinalterarse en absoluto.

Las setas desecadas no estaban deltodo deshidratadas, todavía conservabanalgo de jugo. Sabían a carne ahumada.

—¿Qué clase de seta es ésa? —pregunté.

—Una amanita muscaria —merespondió Satoru, que tenía la cara rojacomo un pimiento.

—¡Pero si es muy venenosa! —exclamó el maestro.

—¿Eso lo ha encontrado en Cien

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variedades de setas, maestro? —lepreguntó Toru con una sonrisa burlona.

El maestro no respondió. Se limitó aabrir el maletín y sacar el ejemplar deCien variedades de setas. Era un libromanoseado y encuadernado a la antigua.En la portada aparecía una setapuntiaguda de color rojo, muy llamativa yalgo deteriorada, que parecía una amanitamuscaria.

—¿Conoces esta historia, Toru?—¿Cuál?—La historia de Siberia. Hace mucho

tiempo, los jefes de los poblados de lameseta siberiana comían amanitasmuscaria antes de ir a la guerra. Es unaseta que contiene sustancias alucinógenas.

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Una vez ingerida, provoca una granexcitación y aumenta la agresividad.Otorga una fuerza descomunal y duraderaque, en condiciones normales, unapersona sólo podría mantener durantebreves instantes. En primer lugar, el jefedel poblado comía una seta. Acontinuación, el hombre que ocupaba elrango inmediatamente inferior bebía laorina del jefe. El siguiente hombre hacíalo mismo con la orina de su superior y asísucesivamente, hasta que todos habíaningerido las propiedades de la seta.Cuando el ritual terminaba, el ejército yaestaba listo para combatir —explicó elmaestro.

—Ese libro es más instructivo de lo

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que parece —observó Satoru, haciendoesfuerzos por aguantarse la risa.Despedazó una seta desecada y se llevóun trocito a la boca.

—Probadlas —nos invitó Toru almaestro y a mí, y nos ofreció una seta acada uno. El maestro observó la suyaatentamente, mientras yo olisqueaba lamía con reticencia. Toru y Satoruestallaron en carcajadas sin motivoaparente.

—Veréis… —dijo Toru.Satoru rió con más ganas. Cuando se

hubo tranquilizado, fue él quien intervino.—Esto… —empezó, pero no pudo

acabar porque Toru lo interrumpió conotro ataque de risa.

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Al final, hablaron al unísono y dijeronalgo como: «Veréis… esto…», y ambosestallaron en carcajadas.

La temperatura había subido un poco.Aunque se avecinaba el invierno, la tierradel sotobosque estaba impregnada dehumedad y desprendía calidez. El maestrobebía a pequeños sorbos y mordisqueabala seta desecada.

—¿Está seguro de que se puedecomer? Creía que era venenosa —observé.

Él se limitó a sonreír.—Quién sabe —dijo con el rostro

iluminado por una agradable sonrisa.—Toru, Satoru. ¿De verdad son

amanitas muscaria?

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Los primos respondieron al unísono,de modo que me fue imposible distinguirquién dijo qué.

—¡Qué va! ¡Claro que no! —exclamóuno.

—¡Pues claro! Son auténticasamanitas —aseguró el otro.

El maestro seguía sonriendo. Se llevósu seta a la boca de nuevo.

—Demasiado roto —susurró con losojos cerrados.

—¿Ha dicho algo? —le pregunté.—Uno demasiado roto, y el otro

demasiado descosido —repitió—. Pruebala seta, Tsukiko —me ordenó el maestro,como si estuviera dando clase.

Todavía recelosa, saqué la punta de la

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lengua y lamí la seta que tenía en la mano,pero sólo sabía a polvo. Toru y Satoruseguían riendo. El maestro sonreía con lamirada perdida. Desesperada, me metí laseta entera en la boca y la mastiqué variasveces.

Seguimos bebiendo durante poco más deuna hora, pero no pasó nada digno de sermencionado. Recogimos las mochilas yemprendimos el camino de vuelta.Mientras descendíamos, no sabía si reír ollorar. Tal vez fuera culpa del alcohol,que también me había hecho perder lanoción del espacio y caminar sin tener lamás remota idea de dónde estaba. Satoru y

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Toru encabezaban la marcha. Su siluetaera idéntica, y tenían la misma forma decaminar. El maestro y yo andábamos delado, riendo.

—¿Sigue enamorado de su esposa,maestro? —le pregunté en voz baja, y élrió con más ganas.

—Mi mujer sigue siendo un misteriopara mí —me respondió, un poco másserio.

Entonces se echó a reír de nuevo. Losinsectos zumbaban a nuestro alrededor, yyo seguía sin entender qué estabahaciendo allí.

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AÑO NUEVO

Tuve un pequeño percance.Se me fundió un fluorescente de la

cocina que medía más de un metro delargo. Subí encima de un taburete alto, depuntillas, e intenté cambiarlo. Llevabamucho tiempo sin hacerlo, y no recordabacómo quitar el fluorescente.

Tiré y empujé, pero no lo conseguí.Intenté desmontar la lámpara con undestornillador, pero estaba colgada deltecho mediante unos cables rojos y azules,

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de modo que de poco servía undestornillador.

En vista de la situación, di un fuertetirón y el fluorescente se rompió. Losfragmentos de cristal se dispersaron porel suelo, delante del fregadero. En esemomento iba descalza, y cuando bajé deltaburete a toda prisa me clavé un pequeñocristal en la planta del pie. Un chorro desangre roja brotó de la herida. El corteera más profundo de lo que parecía.

Asustada, fui a la habitación y mesenté en el suelo, pero empecé a sentirmemareada y temí desmayarme. De haberestado allí, el maestro se habría echado areír y me habría dicho algo como: «¿Deveras has estado a punto de desmayarte

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por un hilillo de sangre? ¡Qué aprensivaeres, Tsukiko!». Pero el maestro nuncahabía estado en mi casa, aunque yo aveces iba a la suya. Me quedé sentada enla habitación y me sentí los párpados muypesados. No había comido nada desde eldesayuno. Había pasado casi todo el díatumbada en el futón, sin hacer nada. Era loúnico que me apetecía el día de añonuevo, cuando volvía de casa de mimadre.

Mi madre, mi hermano y la familia de éstevivían en el barrio, pero apenas nosvisitábamos. No me sentía a gusto enaquella casa llena de ajetreo. Mi familia

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ya no me presionaba como antes para queme casara y dejara de trabajar, hacíamucho tiempo que había dejado deatormentarme con esa letanía. Pero habíaalgo en aquella casa que me provocabaincomodidad. Era como si encargaravarias piezas de ropa hechas a medida yal probármelas descubriera que unas erandemasiado cortas y otras eran tan largasque las arrastraba por el suelo al caminar.Entonces me quitaba la ropa, estupefacta,comprobaba de nuevo las medidas y medaba cuenta de que eran exactas. Así mesentía con mi familia.

Al mediodía del día 3 de enero,mientras mi hermano estaba fuera devisita con su mujer y sus hijos, mi madre

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hizo tofu hervido. Siempre me habíagustado el tofu hervido de mi madre. Yame gustaba incluso antes de empezar elcolegio, aunque no suele ser la comidafavorita de los niños. Mi madre mezclósalsa de soja con sake en una tacita de té yañadió un poco de atún. A continuación,calentó el tofu en una olla de barro. Alcabo de un rato, abrí la tapadera y la ollaexhaló una nube de vapor. Cogí con lospalillos la porción de tofu entera y ladespedacé. Mi madre sólo compraba tofuen la tienda de la esquina, que tambiénabría los días festivos. Mientras mecontaba todo eso, preparaba ilusionada eltofu hervido para mí.

—¡Delicioso! —dije.

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—Siempre te ha gustado el tofuhervido —me recordó mi madre,conmovida.

—A mí nunca me queda tan rico.—Será porque utilizas un tofu distinto.

Este tofu no lo encontrarás en una tiendacualquiera.

Mi madre y yo nos quedamoscalladas. Yo cortaba el tofu en silencio ylo mojaba en la salsa de soja con sake.Comía sin hablar. Ninguna de las dosdecía nada. Quizás porque no teníamosnada que decirnos, aunque podríamoshaber hablado de un sinfín de cosas. Perono sabíamos de qué hablar. Aunqueestábamos muy unidas, o precisamentedebido a ello, no sabía qué decirle. Tenía

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el presentimiento de que si intentabaforzar la conversación, caería por unabismo abierto bajo mis pies. De haberlooído, el maestro me habría dicho algocomo: «Así me sentiría yo si meencontrara con mi esposa, que meabandonó muchos años atrás. Pero uno nose siente así por el simple hecho devisitar a la familia que vive en la mismaciudad. ¡Qué exagerada eres, Tsukiko!».

Mi madre y yo teníamos caracteresparecidos. El maestro podía opinar lo quequisiera, pero lo cierto es que en esemomento éramos incapaces de manteneruna conversación. Esperamos en silencioel regreso de mi hermano y su familia,evitando que nuestras miradas se

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cruzaran. El pálido sol de aquella tardeinvernal se filtraba por el corredorexterior e inundaba la estancia hastaacariciar el pie del brasero. Cuandoterminé de comer, llevé la olla de barro,los platos y los palillos a la cocina. Mimadre empezó a lavar los cacharros en elfregadero.

—¿Quieres que seque los platos? —lepregunté.

Ella asintió. Levantó la cabeza ysonrió torpemente. Le devolví la sonrisacon idéntica torpeza. Fregamos los platoscodo con codo, sin dirigirnos la palabra.

Desde que regresé a mi casa el día 4 de

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enero hasta que volví al trabajo el día 6,no hice nada más que dormir. Era unsueño distinto al de cuando dormía encasa de mi familia. Soñaba mucho más.

Trabajé dos días y llegó el fin desemana. Como no tenía sueño me dediquéa holgazanear tumbada en el futón. Loúnico que estaba al alcance de mi manoera un termo lleno de té, un libro y unascuantas revistas. Hojeé una revistamientras me tomaba una taza de té.También comí un par de mandarinas. Elfutón conservaba la calidez de mi cuerpo.Pronto me adormecí. Me desperté al pocorato y retomé la lectura de la revista. Deese modo, me olvidé de comer.

Así pasé todo el día, tumbada en el

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futón, presionando con un pañuelo depapel la herida sangrante de la planta delpie y esperando a que se me pasara elmareo. Los ojos me hacían chiribitas,como si estuviera frente a un televisorestropeado. Estaba tumbada boca arriba,con una mano en el pecho. Los latidos demi corazón iban un poco descompasadoscon respecto a las palpitaciones de laherida sangrante.

El fluorescente de la cocina se habíaroto cuando empezaba a anochecer. Meencontraba tan mal, que no podíadistinguir si todavía quedaba luz en elexterior o si ya había oscurecido porcompleto.

Cerca del futón había una cesta llena

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de manzanas que exhalaban un dulcearoma. Con el frío del invierno, el olorera más intenso que nunca. Me descubrípensando que yo suelo pelar las manzanasdespués de haberlas cortado en cuatrotrozos. En cambio mi madre las pelaenteras, con un cuchillo de cocina.Recordé que, hace tiempo, pelé unamanzana para el chico que antes era minovio. Cocinar nunca ha sido miespecialidad. Aunque se me hubiera dadobien, no era partidaria de cocinar paraque él se llevara la comida al trabajo, nide ir a su casa a preparársela, ni deinvitarlo a cenar un menú casero. Siempezaba a hacer tales cosas, me habríametido en un callejón sin salida, y

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tampoco quería que él se sintieraacorralado. Quizás la rutina delcompromiso no fuera tan mala, pero mecostaba mucho imaginármela.

Cuando pelé aquella manzana, minovio se quedó estupefacto.

—Pero ¡si sabes pelar manzanas! —exclamó.

—Es lo más fácil del mundo. ¿Por quéte sorprende?

Al poco tiempo de haber mantenidoaquella conversación, empezamos adistanciarnos. Ninguno de los dos sacó eltema de forma explícita, pero dejé dellamarle. No es que ya no me gustara. Los

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días pasaban sin vernos y apenas me dabacuenta.

—No tienes corazón —me dijo unaamiga—. Tu novio me ha llamado unmontón de veces para pedirme consejo.Quiere saber qué sientes exactamente porél. ¿Por qué no le llamas? Te estáesperando.

Me miró fijamente, y yo le devolví lamirada sin entender por qué el chico nohabía compartido sus dudas conmigo envez de llamar a una tercera persona. Mequedé boquiabierta y le dije a mi amigaque no entendía nada. Ella suspiróprofundamente.

—Es normal que un joven enamoradose sienta inseguro. Supongo que a ti te

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pasa lo mismo —me reprendió.Una cosa no tenía nada que ver con la

otra. Son las personas implicadas en larelación quienes deben enfrentarse a suspropias dudas. No tenía ningún sentidoinvolucrar a una tercera persona, en esecaso mi amiga, para que actuara comointermediaria. Le pedí perdón por lasmolestias y le dije que mi novio no habíaactuado de forma adecuada. Ella volvió asuspirar profundamente y me dijo:

—¿Qué significa para ti actuar deforma adecuada?

Mi novio y yo llevábamos tres mesessin vernos. Mi amiga intentó por todos losmedios hacerme entrar en razón, pero susopiniones me traían sin cuidado. Estaba

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convencida de que el amor y yo noestábamos hechos el uno para el otro. Sitan caprichoso era el amor, no queríatener nada que ver con él.

Al cabo de medio año, mi amiga secasó con el chico que había sido minovio.

Por fin se me pasó el mareo y pude abrirlos ojos. La habitación estaba a oscuras,pero la bombilla estaba intacta. Elproblema era que todavía no habíaencendido la luz. Fuera ya era de noche.Me estremecí al imaginar el frío de lacalle al otro lado de la ventana. Tras lapuesta del sol, la temperatura caía en

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picado. Recordé varias escenas de mipasado mientras holgazaneaba en el futón.La herida del pie ya casi no sangraba. Lacubrí con una tirita grande, me puse loscalcetines y unas zapatillas y limpié elsuelo de la cocina.

La luz de la bombilla de la habitaciónarrancaba débiles destellos a losfragmentos de cristal. En realidad, mi exnovio me gustaba mucho. Me arrepentí deno haberle llamado antes de que fueratarde. Me sentí tentada a hacerlo, pero medaba miedo que reaccionara con frialdady acabé desistiendo. No sabía que éltambién se sentía como yo. Cuando meenteré, ya había enterrado missentimientos hacia él en lo más profundo

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de mi corazón.Fui a la boda de mi amiga y mi ex

novio. Alguien pronunció un discursosobre el destino, que había jugado unpapel muy importante en aquella relación.

El destino. Mientras escuchaba eldiscurso desde el banco, observando a losnovios, pensaba que el destino nunca seportaría tan bien conmigo.

Cogí una manzana del cesto. Intentépelarla entera, como hacía mi madre, perola piel se rompió a medias. De repente,los ojos se me inundaron de lágrimas. Yano eran sólo las cebollas lo que meirritaba los ojos, ahora también llorabapelando manzanas. Me la comí sin dejarde llorar. Entre mordisco y mordisco, oía

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el goteo de las lágrimas que se estrellabancontra el fregadero de acero. Mi mayoractividad del día fue quedarme de piefrente al fregadero, comiendo y llorando ala vez.

Me puse un viejo abrigo grueso y salíde casa. El abrigo desprendía una pelusade color verde oscuro, pero abrigabamucho. Cuando he llorado siempre tengofrío. Después de comerme la manzanaentré en la habitación y estuve tiritandohasta que me cansé. Me vestí con unjersey rojo holgado que también teníaunos cuantos años y un pantalón de lanamarrón. Me cambié los calcetines porotros más gruesos, me enfundé unosguantes, me calcé unas zapatillas de

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deporte de suela gruesa y salí a la calle.Las tres estrellas de la constelación de

Orión brillaban en el cielo. Eché a andaren línea recta, a paso ligero. Durante elpaseo entré en calor. Un perro me ladródesde algún lugar y estuve a punto deromper a llorar otra vez. Estaba cerca decumplir los cuarenta, pero me comportabacomo una niña. Caminaba como los niños,balanceando los brazos de formaexagerada, dando puntapiés a las latasvacías que encontraba en medio de lacalle y arrancando los hierbajos quecrecían en el margen de la acera. Mecrucé con unas cuantas bicicletas quevenían de la estación. Estuve a punto dechocar con una que no llevaba la luz

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encendida, y me sentí furiosa. Laslágrimas volvieron a nublarme la vista.Tenía ganas de sentarme y llorar ensilencio, pero como hacía mucho fríoseguí caminando.

Había retrocedido en el tiempo yvolvía a ser una niña. Llegué a la paradadel autobús y estuve diez minutosesperando, hasta que comprobé el horarioy me di cuenta de que el último ya habíapasado. Me sentí aún más desamparada.Empecé a golpear el suelo con los pies,pero no conseguí entrar en calor. Unadulto sabría qué hacer para no pasar frío,pero los niños como yo no teníamos niidea.

Seguí andando hacia la estación. Era

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el camino de siempre, pero me parecíacompletamente distinto. Había vuelto a miinfancia. Era como una niña que seentretiene de camino a casa hasta queempieza a oscurecer, y cuando decidevolver las calles no parecen las mismas.

—Maestro —murmuré—. Maestro, nosé volver a casa.

Pero el maestro no estaba allí. Alpreguntarme dónde estaría aquella noche,me di cuenta de que nunca habíamoshablado por teléfono. Nos encontrábamospor casualidad, paseábamos juntos porcasualidad y bebíamos sake porcasualidad. Cuando le hacía una visita ensu casa, me presentaba sin previo aviso.A veces estábamos un mes entero sin

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vernos. Antes, si mi novio y yo no nosllamábamos ni nos veíamos durante unmes, empezaba a preocuparme.

¿Y si hubiera desaparecido como porarte de magia? ¿Y si se hubieraconvertido en un completo desconocido?

Pero el maestro y yo no éramosnovios, así que no nos veíamos a menudo.Pero aunque no coincidiéramos, elmaestro nunca estaba lejos de mí. Élnunca sería un desconocido, y estabasegura de que aquella noche se hallaba enalgún lugar.

La soledad se adueñaba de mí pormomentos, así que decidí cantar. Empecécantando «Qué bonito es el río Sumida enprimavera», pero no era una canción muy

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adecuada a la época del año, así que ladejé a medias. Intenté recordar unacanción invernal, pero no se me ocurrióninguna. Al final me acordé de unacanción para ir a esquiar titulada «Lasmontañas plateadas brillan bajo el sol dela mañana». No reflejaba en absoluto miestado de ánimo, pero era la únicacanción de invierno que se me ocurrió, asíque empecé a cantarla.

—«No sé si es nieve o niebla lo quevuela, ¡oh! Mi cuerpo también correveloz».

Tenía la letra de la canción grabadaen la memoria. Recordaba incluso lasegunda estrofa. Hasta yo me quedésorprendida al acordarme de una frase

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que decía: «¡Oh! Nos divertimos saltandocon gran habilidad». Un poco másanimada, entoné la tercera estrofa, hastaque me quedé atascada en la última parte.Canté hasta «El cielo es azul, la tierra esblanca», pero no conseguía recordar losúltimos cuatro compases.

Me detuve bruscamente en laoscuridad y me puse a pensar. La genteque venía de la estación pasaba por milado, tratando de esquivarme. Cuandoempecé a tararear la tercera estrofa en vozalta, los transeúntes que venían endirección contraria daban un ampliorodeo cuando llegaban a mi altura.

Incapaz de recordar la letra, sentíganas de llorar de nuevo. Mis piernas se

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movían solas y las lágrimas me rodabanpor las mejillas en contra de mi voluntad.Alguien pronunció mi nombre, pero no mevolví. Pensé que habría sido unaalucinación auditiva. Era imposible que elmaestro estuviera allí en ese precisoinstante.

—¡Tsukiko! —me llamó alguien porsegunda vez.

Cuando giré la cabeza, ahí estaba elmaestro. Llevaba una chaqueta ligera queparecía abrigar y su inseparable maletínen la mano. Estaba de pie, tieso como decostumbre.

—¡Maestro! ¿Qué está haciendo aquí?—He salido a dar un paseo. Hoy hace

una noche espléndida.

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Me pellizqué el dorso de la mano paraasegurarme de que aquello no era unproducto de mi imaginación, y me dolió.Por primera vez en mi vida, constaté queel truco de pellizcarse para comprobarque uno no estaba soñando funcionaba deverdad.

—Maestro —lo llamé en voz baja,todavía sin acercarme.

—Tsukiko —respondió él. Sólopronunció mi nombre.

Nos quedamos de pie en la calleoscura, mirándonos. Temía que laslágrimas me traicionaran de nuevo, perono tuve ganas de llorar. Me sentí mástranquila. ¿Qué habría pensado el maestrosi me hubiera echado a llorar?

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—Tsukiko, la última parte es: «¡Oh!,las colinas nos reciben» —dijo elmaestro.

—¿Cómo?—La última frase de la canción. Antes

iba a esquiar de vez en cuando.Nos encaminamos hacia la estación.—Satoru ha cerrado por vacaciones

—le anuncié.Él asintió sin mirarme.—No nos vendrá mal un cambio de

taberna. ¿Qué te parece si tomamos juntosla primera copa del año, Tsukiko? Porcierto, feliz año nuevo.

Entramos en un bar cercano a lataberna de Satoru que tenía un farolillorojo en la entrada, y nos sentamos sin

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quitarnos los abrigos. Pedimos cerveza debarril. Yo me tomé la mía de un trago.

—Me recuerdas a algo, Tsukiko —medijo el maestro, que también habíaapurado su vaso de un trago—. Pero nosabría decir a qué.

Pedimos tofu hervido y una ración depescado asado con salsa de soja.

—¡Ya lo tengo! Me recuerdas a laNavidad —vociferó—. Con ese abrigoverde, el jersey rojo y el pantalón marrón,pareces un árbol de Navidad.

—De todos modos, la Navidad yapertenece al año pasado —le respondí.

—¿Has pasado las fiestas con tunovio, Tsukiko? —me preguntó.

—No.

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—¿No tienes novio?—Claro que sí. He estado cada día

con un novio diferente.—Ya veo.Pronto abandonamos la cerveza y

pedimos sake. Cogí la botella y llené elvaso del maestro. El sake caliente me hizoentrar en calor, y los ojos se me inundaronde lágrimas otra vez. Pero aguanté. Bebersake era mucho más agradable que llorar.

—Le deseo un feliz año nuevo llenode salud y felicidad, maestro —dije de untirón.

Él se echó a reír.—Bien dicho, Tsukiko. Veo que eres

fiel a las buenas costumbres —observó, yalargó la mano para acariciarme la

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cabeza.Mientras el maestro me pasaba la

mano por el pelo, yo bebía a pequeñossorbos.

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ALMAS

Un día, de repente, me encontré almaestro en la calle.

Había estado holgazaneando en lacama hasta muy tarde. Había tenido unmes muy ajetreado en el trabajo, y llevabamuchos días saliendo de la oficina a lasdoce de la noche. Cuando llegaba a casani siquiera me apetecía bañarme. Melavaba la cara y me quedaba dormida enel acto. Además, tuve que ir a la oficinacasi todos los fines de semana. Como

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apenas tenía tiempo para comer, estabapálida y demacrada. Yo soy una sibarita,y cuando no puedo disfrutar de la comidadurante una temporada me voyconsumiendo poco a poco. La expresiónde mi rostro era cada vez más lúgubre.

El viernes, por fin, el nivel de estrésdisminuyó un poco y pude levantarmetarde el sábado por la mañana. Tras haberrecuperado las horas de sueño perdidasme levanté, llené la bañera de aguacaliente y entré con una revista en lamano. Me lavé el pelo y me sumergívarias veces en el agua perfumada, hastaque hube leído media revista. De vez encuando, salía de la bañera pararefrescarme. Así pasé unas dos horas.

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Luego, vacié y limpié la bañera, meenrollé una toalla alrededor del pelo ysalí del baño desnuda y sin complejos.Por un momento me alegré de vivir sola.Abrí la nevera, cogí una botella de aguacon gas, vertí la mitad en un vaso y bebíávidamente. Cuando era joven no megustaban las bebidas gaseosas. A losveinte años viajé a Francia con una amiga.Un día, entramos en una cafetería muertasde sed y pedimos agua, pero nos trajeronagua con gas. Bebí un largo trago paracalmar la sed y estuve a punto de escupir.Estaba sedienta y tenía una botella deagua delante de mis narices, pero dentrode la botella el carbonato revelaba supresencia en forma de pequeñas burbujas.

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Me apetecía beber, pero mi garganta no lohabría soportado. Como no sabía francés,no podía pedirle al camarero que metrajera agua sin gas, así que mi amigaacabó compartiendo conmigo la limonadaque había pedido. Era muy dulzona, y a míno me gustaban las cosas dulces. Enaquella época todavía no me habíaacostumbrado a beber cerveza paracalmar la sed.

Las bebidas gaseosas empezaron agustarme a partir de los treinta y tantosaños. Fue entonces cuando empecé atomar whisky con gaseosa y aguardientecon tónica. En mi nevera nunca faltaba unabotellita verde de gaseosa Wilkinson.También tenía en la despensa unas cuantas

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botellas de Ginger Ale de Wilkinson, porsi venía a verme alguien que no tomabaalcohol. No tengo marcas favoritas encuanto a ropa, comida y otros utensilios,pero la gaseosa tiene que ser Wilkinson.Uno de los motivos principales es que labodega que hay a dos minutos de mi casasólo vende esa marca de gaseosa. Puedeparecer un motivo casual, pero si ahorame mudara y no tuviera cerca de casaninguna bodega que distribuyera la marcaWilkinson, mis reservas de gaseosaempezarían a menguar. Mi obsesión notiene límites.

Cuando estoy sola tengo la costumbrede pensar en un sinfín de cosas, desde lamarca Wilkinson hasta el viaje a Europa

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que hice mucho tiempo atrás. Mi cabezase llena de burbujas en expansión, comosi fuera una botella de agua con gas.Desnuda, me coloqué frente al espejo decuerpo entero y mi mente empezó adivagar. Hablaba conmigo misma como situviera alguien a mi lado. Ensimismada enmis pensamientos, apenas prestabaatención a mi cuerpo desnudo, que yaempezaba a notar los efectos de lagravedad. No hablaba con mi yo visible,sino con mi otro yo, una presenciainvisible que flotaba en la habitación.

Permanecí en casa hasta el anochecer,hojeando un libro para distraerme. En unmomento dado se me cerraron los ojos yme quedé dormida. Cuando me desperté al

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cabo de media hora y corrí las cortinas,ya estaba oscureciendo. Según elcalendario ya había empezado laprimavera, pero los días todavía erancortos. Yo prefiero los días próximos alsolsticio de invierno, cuando la oscuridadpersigue la luz diurna y le gana la carrera.Si sé de antemano que pronto oscurecerá,la melancolía del crepúsculo no me afectatanto. Esta época en que los días empiezana alargarse y nunca acaba de oscurecerdel todo me saca de quicio. Cuando medoy cuenta de que ya es noche cerrada, lasoledad me invade.

Salí a la calle. Quería comprobar queno estaba sola en el mundo y que no era laúnica que se sentía angustiada. Pero era

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imposible saber cómo se sentía la genteque pasaba por la calle. Cuanto más lointentaba, más difícil me parecía.

Entonces fue cuando me encontré almaestro.

—Me duele el trasero, Tsukiko —meespetó a bocajarro nada más verme.

Lo miré perpleja, pero su rostro notraslucía dolor. Parecía tan tranquilocomo siempre.

—¿Qué le ha pasado en el trasero? —le pregunté.

Él frunció el ceño.—Una jovencita como tú no debería

usar ese vocabulario.

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Antes de que pudiera preguntarle siconocía otra palabra más formal parareferirse a esa parte del cuerpo, me dijo:

—Deberías haber usado otraexpresión, como «posaderas»,«asentaderas» o «nalgas». El vocabulariode los jóvenes de hoy en día es cada vezmás pobre —se lamentó.

Yo me limité a reír sin responder, y éltambién rió.

—¿Por qué no vamos a la taberna deSatoru esta noche? —le propuse.

El maestro negó con la cabeza,apesadumbrado.

—Si Satoru se da cuenta de que estoydolorido, se preocupará por mí. No seríamuy considerado de mi parte pasarlo bien

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mientras los demás sufren por mi salud.Decidimos dejar el sake para otro día.—De todos modos, hay una expresión

que dice que «aun el encuentro más casuales karma».

—¿Quiere decir que nuestro encuentroha sido cosa del destino? —sugerí.

—¿Sabes qué es el karma, Tsukiko?—me preguntó.

—¿Una especie de destino que te unea otra persona? —aventuré, trasreflexionar detenidamente.

El maestro sacudió la cabeza conexpresión de disgusto.

—No tiene nada que ver con eldestino, sino con la reencarnación.

—Ya —respondí—. Es que nunca se

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me han dado bien los refranes.—Será porque no dedicabas suficiente

tiempo a estudiar —me espetó el maestro—. «Karma» es un término budista. Es laenergía que todos nos llevamos denuestras villas anteriores y quecondiciona nuestras vidas futuras.

Entramos en el bar cercano a lataberna de Satoru, donde tenían cocidojaponés. Observé al maestro y me dicuenta de que caminaba un pocoencorvado. No sabía hasta qué punto ledolían las posaderas o asentaderas. Suexpresión era hermética.

—Un sake caliente, por favor —pidió.Yo pedí una cerveza. Al poco rato nos

trajeron una botella de sake, una cerveza

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mediana, un vaso y una jarra. Cada uno sesirvió su propia bebida y bebimos.

—El karma es una conexión connuestra vida anterior.

—¡Ya lo entiendo! —exclamé en vozalta—. Usted y yo ya estábamos unidos ennuestras vidas anteriores, ¿verdad,maestro?

—Supongo que todo el mundo lo estáde alguna forma —respondiótranquilamente.

Cogió la botella y se sirvió condelicadeza. A nuestro lado, en la barra,había un chico joven que no nos quitaba lavista de encima. Supongo que mi tono devoz demasiado elevado le había llamadola atención. Llevaba tres pendientes en la

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oreja. Dos de ellos eran piedrecitasdoradas, mientras que en el agujeroinferior llevaba un pendiente brillante queoscilaba.

—¿Usted cree en la reencarnación,maestro? —le pregunté, y me volví haciael tabernero para pedirle otro sakecaliente. Nuestro vecino de barra era todooídos.

—Un poco.No esperaba aquella respuesta. Estaba

convencida de que me devolvería lapregunta en vez de responderme, como erahabitual en él.

—¿En la reencarnación o en eldestino?

—Un cocido con nabo y albóndigas de

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pescado, por favor —pidió el maestro.—Otro con pasta de pescado, fideos

d e konjac y nabo —añadí yo, para noparecer menos.

El chico joven pidió un cocido dealgas con tarta de pescado. Aparcamosmomentáneamente la conversación sobreel destino y la reencarnación y nosconcentramos en nuestros respectivosplatos. El maestro, un poco encorvado,troceaba el nabo con los palillos y se lollevaba a la boca. Yo mordía el naboentero, inclinada encima de la barra.

—Tanto el sake como el cocido estándeliciosos —observé, y el maestro meacarició el pelo. Últimamenteaprovechaba la menor oportunidad para

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hacerlo.—No hay mayor placer que ver a

alguien disfrutando de la comida —dijo,sin apartar la mano de mi cabeza.

—¿Quiere pedir algo más, maestro?—No estaría mal.Pedimos un par de platos más.

Nuestro vecino de barra estaba rojo comoun pimiento. Frente a él había tres botellasde sake vacías y un vaso con restos decerveza. Estaba tan borracho que casipodía notar su aliento cargado de alcohol.

—¿Qué clase de gente sois? —nospreguntó el hombre bruscamente.

Aún no había tocado la comida de suplato. Mientras cogía la cuarta botella desake y vertía el contenido en el vaso, nos

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dirigió una vaharada de alcohol. Lospendientes que llevaba en la orejacentellearon.

—¿A qué se refiere? —inquirió elmaestro a la vez que llenaba su propiovaso.

—Pues a eso. Parecéis gente bien —aclaró el chico riendo.

Su risa era una extraña mezcla devarias cosas. Sonaba como si de pequeñose hubiera tragado una rana por error ydesde entonces fuera incapaz de reír acarcajadas.

—¿Gente bien? —repitió el maestro,en un tono algo más serio.

—Los que tienen pasta siempre ligan,aunque se lleven treinta o cuarenta años.

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El maestro asintió con un movimientobrusco de cabeza y le dirigió al muchachouna mirada fulminante, que le cayó encimacomo un bofetón. No despegó los labios,pero yo sabía lo que estaba pensando:«Yo no hablo con tipos como tú». Elchico también lo notó.

—¡Menuda marcha tiene el abuelete!Aunque intuía que el maestro no

estaba dispuesto a hablar con él, o quizásprecisamente por eso, el chico siguióhurgando en la llaga.

—¿Qué tal lo hace el viejo? —mepreguntó, en un tono de voz demasiadoalto. Observé al maestro por el rabillo delojo, pero no era hombre que seescandalizara con insinuaciones de esa

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clase.—¿Cuántas veces al mes os lo

montáis?—Ya basta, Yasuda —intentó

detenerlo el dueño del local.Pero el joven estaba más borracho de

lo que parecía. Su cuerpo se balanceabacomo un tentetieso. Si hubiera estadosentado a mi lado, le habría propinado unbuen guantazo.

—¡Cállate! —le espetó al camarero, eintentó tirarle a la cara el contenido de suvaso. Pero iba tan borracho que le falló lapuntería y derramó casi todo el sake en supropio regazo—. ¡Idiota! —insultó alcamarero.

Aceptó la toalla que éste le ofrecía e

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intentó secarse el pantalón, aunque sóloconsiguió extender aún más la mancha desake. Entonces se dejó caer de brucesencima de la barra y empezó a roncar sinmás preámbulos.

—Yasuda está pasando por una malaépoca —se disculpó el tabernero, congesto compungido.

—Ya —le respondí vagamente. Elmaestro, que no parecía alterado enabsoluto, se limitó a pedir otra botella desake caliente.

—Lo siento, Tsukiko.El joven seguía roncando encima de la

barra. El camarero lo sacudió variasveces, pero no había forma dedespertarlo.

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—Lo echaré de aquí tan pronto sedespierte —nos aseguró, y se dirigióhacia las mesas para tomar nota de lospedidos.

—Lamento que hayas tenido quepresenciar una escena tan desagradable.

Quise decirle que no se preocupara,pero no me salían las palabras. Estabafuriosa. No conmigo misma sino con elmaestro, porque me pedía perdón sinhaber hecho nada malo.

—¿Por qué no se larga de una vez? —musité señalando con la barbilla al joven,que no se había movido ni un milímetro.Sus ronquidos eran cada vez másestruendosos.

—¿Has visto cómo brillan? —me

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preguntó el maestro. Le pregunté a qué serefería y me señaló con una sonrisa lospendientes del chico.

—Tiene razón, brillan mucho —lerespondí, un poco más tranquila. A vecesno entendía las reacciones del maestro.Pedí otra botella de sake caliente y bebíun largo trago. El maestro seguía riendocon disimulo. ¿Qué le haría tanta gracia?Un poco mosqueada, fui al servicio yalivié la vejiga. Quizás fue eso lo que metranquilizó. El caso es que, cuando volví aocupar mi taburete al lado del maestro,me sentía mucho mejor.

—¡Mira lo que tengo, Tsukiko!El maestro me mostró su puño cerrado

y lo abrió poco a poco. En la palma de la

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mano tenía un objeto brillante.—¿Qué es eso?—Lo que llevaba en la oreja.El maestro miró al borracho que

roncaba en la barra. Seguí el recorrido desu mirada y observé que el pendienteinferior, el más brillante, habíadesaparecido. Todavía conservaba lasdos piedrecitas doradas, pero en la puntadel lóbulo no había nada, sólo un agujerobastante grande.

—¿Se lo ha quitado usted, maestro?—Se lo he robado —admitió,

orgulloso como un niño que se sienteimportante porque acaba de hacer unatravesura.

—No debería haberlo hecho —le

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reproché, pero él sacudió la cabeza.—Hyakken Uchida escribió un cuento

sobre eso —dijo, y me relató una brevehistoria titulada El ratero aficionado.

Trata de un hombre que lleva unacadena de oro alrededor del cuello. Seemborracha, pierde los modales yempieza a comportarse como un grosero.Es tan impertinente que no merece llevaruna cadena tan bonita. Entonces elprotagonista del cuento se la roba sinninguna dificultad. Se supone que elladrón también ha bebido más de lacuenta, por eso no le resulta difícilquitarle la cadena de oro al otro borracho.

—Hasta aquí el relato —concluyó elmaestro—. Hyakken era un gran escritor.

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Tenía la misma expresión inocenteque en clase.

—Y por eso le ha quitado elpendiente, ¿no es así? —le pregunté.

Él asintió enérgicamente.—En realidad, me he limitado a imitar

a Hyakken.Creía que el maestro me preguntaría si

conocía a Hyakken Uchida, pero no lohizo. El nombre me resultaba vagamentefamiliar, pero no conocía su obra. Aquellahistoria no tenía pies ni cabeza. Laembriaguez no puede justificar un robo.Aun así llegué a entender la lógica delautor, quizás porque su forma de razonarse parecía mucho a la del maestro.

—Oye, Tsukiko. Cuando le he robado

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el pendiente, mi intención no era darle unescarmiento. Lo he hecho para quedarmesatisfecho y sentirme mejor. No quieroque me malinterpretes.

—No lo haré —le aseguré, y bebí unlargo trago de sake. Pedimos una botellamás cada uno, pagamos por separadocomo siempre y salimos del bar.

Una luna casi llena resplandecía en elcielo.

—Maestro. ¿Se siente solo a veces?—le pregunté de sopetón.

Caminábamos con la vista fija alfrente.

—Cuando me hice daño en el traserome sentí muy solo —confesó sin desviarla mirada.

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—Por cierto, ¿qué le pasó en eltrasero? Quiero decir, en las posaderas.

—Tropecé cuando me estabaponiendo los pantalones y me caí. Me diun fuerte golpe en la rabadilla.

No pude contener la risa. Él tambiénrió.

—Me sentí más solo que nunca. Eldolor físico te hace sentir muydesamparado.

—¿Le gustan las bebidas con gas,maestro? —le pregunté.

—No entiendo a qué viene esapregunta, pero si te interesa saberlo,siempre me ha gustado la gaseosa quefabrica la marca Wilkinson.

—¿De veras? Qué curioso —comenté

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sin ni siquiera girar la cabeza.La luna estaba en lo alto del cielo,

parcialmente cubierta por la neblina.Todavía faltaba mucho para la primavera,pero cuando salimos del bar tuve lasensación de que estaba un poco máscerca que antes.

—¿Qué piensa hacer con esependiente? —quise saber.

El maestro reflexionó brevemente.—Lo guardaré en el armario y lo

sacaré de vez en cuando para recordar lomucho que he disfrutado robándolo —respondió al fin.

—¿En el mismo armario donde guardalas teteras de barro? —le pregunté.

Él asintió con expresión solemne.

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—Sí, lo guardaré en mi propio baúlde los recuerdos.

—¿Por qué quiere recordar una nochecomo la de hoy?

—Porque llevaba mucho tiempo sinrobar nada.

—¿Cuándo aprendió a robar, maestro?—En mi vida anterior —me

respondió, sofocando una risita.Seguimos caminando despacio,

embriagados por los efluviosprimaverales que flotaban en el ambiente.La luna dorada brillaba en el cielo.

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CEREZOS EN FLOR(I)

—He recibido una invitación de laseñorita Ishino —anunció el maestro.

Aquella noticia me inquietó un poco.

La señorita Ishino era la profesora de artedel instituto. Cuando yo estudiaba era unamujer treintañera. Tenía el pelo negro ypoblado, y siempre lo llevaba recogido.La recuerdo cruzando los pasillos con su

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bata de trabajo. Era una mujer delgadaque rebosaba energía. Gozaba de granpopularidad entre los alumnos de ambossexos. Cuando terminaban las clases, unamultitud de alumnos de lo másextravagante se agolpaba frente a la puertadel aula del club de arte. La señoritaIshino estaba dentro. Cuando les llegabael inconfundible aroma del café, losmiembros del club llamaban a la puerta.

—¿Qué queréis? —preguntaba laseñorita Ishino con su voz ronca.

—¿Nos invita a tomar café,profesora? —le pedían los alumnos,gritando todos a la vez desde el otro ladode la puerta.

—Adelante —respondía ella, y les

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abría la puerta. Los alumnos se servían deun termo de café. El presidente del club,el vicepresidente y algunos alumnos detercero eran los únicos que tenían el honorde compartir el café con la profesora. Losalumnos más pequeños todavía no podíangozar de ese privilegio. La señorita Ishinoaparecía sujetando entre las manos unataza de la famosa cerámica Mashiko queun alfarero amigo suyo le había dejadococer en su horno. Tomaba café con losalumnos y luego supervisaba sus trabajos.Entonces, se sentaba de nuevo en su sillay acababa el café que le quedaba. Losalumnos le traían sobres de azúcar ycartoncitos de leche, pero ella siempretomaba el café solo.

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Una de mis compañeras de claseadmiraba a la señorita Ishino hasta elpunto de considerarla un ejemplo a seguir.Intrigada, asistí un par de veces con ella alas sesiones del club de arte. El ambienteera cordial, y me sentí bienvenida aunqueno pertenecía al club. En el aula reinabauna cálida atmósfera que olía a disolventey a tabaco.

—¿No te parece una mujer estupenda?—me preguntó mi amiga.

Yo asentí, pero en realidad detestabaaquella taza de cerámica Mashiko. Elaspecto de la señorita Ishino no meresultaba desagradable. Tampoco tengonada en contra de la cerámica Mashikooriginal, pero lo que no podía soportar

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era aquella taza hecha a mano.La señorita Ishino sólo me dio clase

de arte en primero. Recuerdo quemoldeábamos figuritas de escayola,dibujábamos a carboncillo y pintábamoscon acuarelas. No solía sacar buenasnotas. La señorita Ishino se casó con elprofesor de ciencias sociales del instituto.Ahora debe de tener unos cincuenta años.

—Me ha invitado a un picnic deprimavera al aire libre —dijo el maestrotras una breve pausa.

—Ajá —le respondí—, así que unpicnic.

—Lo organiza todos los años.

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Comemos frente al instituto, en unterraplén, unos días antes del comienzo delas clases. ¿Te apetece acompañarme,Tsukiko? —propuso el maestro.

—Claro —le respondí sin el menorentusiasmo—. Me encantan las fiestas deprimavera.

El maestro, sin embargo, estabaabsorto contemplando la invitación y nopareció darse cuenta de mi tono de voz.

—La señorita Ishino siempre hatenido una caligrafía preciosa —observó.Abrió con delicadeza el cierre de sumaletín y guardó la invitación en uno delos bolsillos interiores. Cerró el maletíncon idéntico cuidado, bajo mi atentamirada.

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—La fiesta será el día siete de abril.No lo olvides —me recordó cuando nosdespedimos en la parada del autobús.

—Intentaré acordarme —le prometí,como si le estuviera asegurando que haríalos deberes. Le respondí a regañadientes,en un tono triste e infantil.

A pesar de que había oído el nombredel maestro varias veces, nunca meacostumbraría a llamarlo «profesorMatsumoto». Pero oficialmente era elprofesor Harutsuna Matsumoto. Entreellos los maestros se tratan de «profesor».Profesor Matsumoto, profesor Kyogoku,profesor Honda, profesor Nishigawa,profesora Ishino, y así sucesivamente.

No tenía la menor intención de ir a ese

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picnic de primavera. Pensaba justificar miausencia con la excusa de que tenía muchotrabajo. Pero el día de la fiesta, elmaestro hizo una excepción y vino abuscarme. Apareció frente a mi casa, consu inseparable maletín en la mano y unachaqueta de primavera.

—¿Has cogido la esterilla, Tsukiko?—me preguntó desde el portal.

No hizo ademán de subir hasta elprimer piso y entrar en mi casa. Cuando vial maestro esperándome, confiado ysonriente, no fui capaz de inventarmeninguna excusa. Resignada, embutí unarígida esterilla de plástico en una bolsa,me vestí a toda prisa con lo primero queencontré entre un montón de ropa

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desordenada, me calcé las zapatillas dedeporte, que no había lavado desde el díade la excursión al bosque, y me precipitéescaleras abajo.

El terraplén estaba abarrotado. Habíaprofesores de mediana edad, viejosmaestros jubilados y algunos ex alumnossentados en sus esterillas. En el suelohabía varias botellas, latas de cerveza ycomida que habían traído los invitados. Elambiente era festivo y la gente comía,bebía y se divertía en pequeños gruposdiseminados a lo ancho de la explanada.El maestro y yo desenrollamos nuestrasesterillas y saludamos a los invitados que

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teníamos alrededor. El terraplén era unhervidero de gente que desfilaba con suesterilla bajo el brazo, buscando un huecodonde instalarse. Los recién llegados semultiplicaban como brotes de una plantaque florece en primavera.

Al cabo de un rato, una vieja maestrallamada Setsu se sentó entre el maestro yyo, y una tal Makita, una profesora joven,se acomodó entre nosotras. Al lado de laprofesora Makita se sentaron los exalumnos Shibazaki, Onda y Utayama, ysiguió apareciendo gente hasta que acabéperdiendo la cuenta y confundiendo todoslos nombres.

El maestro estaba sentado junto a laseñorita Ishino y bebía animadamente. En

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una mano sujetaba la brocheta de pollocon soja dulce que había comprado en unapollería del centro. Malhumorada,observé que en circunstancias normales elmaestro sólo comía brochetas saladas,pero aquel día se había adaptado sinningún problema. Me quedé bebiendosake a solas, un poco apartada del grupo.

Desde el terraplén, que quedaba unpoco elevado, veía el patio del institutobañado por la intensa luz del sol. Elnuevo curso aún no había empezado y elinstituto estaba en silencio. El edificio yel patio no habían cambiado desde miépoca de estudiante. La única diferenciaque pude apreciar fueron los cerezosplantados alrededor del patio, que habían

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crecido bastante.—¿Sigues soltera, Omachi? —me

preguntó alguien de repente.Levanté la cabeza. Un hombre de

mediana edad se había sentado a mi lado.Sin dejar de mirarme, bebió un sorbo desake de su vaso de plástico.

—Me he casado diecisiete veces y mehe divorciado otras diecisiete, pero ahoraestoy soltera —le respondí sin titubear.Su cara me sonaba, pero no sabía quiénera. Tras un momento de vacilación, elhombre se echó a reír.

—¡Qué vida sentimental másajetreada!

—Qué va.Su rostro sonriente me recordaba

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vagamente a alguien del instituto. Al finalcaí en la cuenta de que habíamos sidocompañeros de clase. Me acordé de élporque la expresión de su cara cambiabapor completo cuando reía. ¿Cómo sellamaba? Tenía su nombre en la punta dela lengua, pero no lograba acordarme.

—Pues yo sólo me he casado ydivorciado una vez —me explicó sindejar de sonreír.

Bebí un largo trago de sake. Dentrodel vaso de plástico había un pétaloflotando.

—La vida no nos ha tratado muy bien.Su sonrisa permanente irradiaba

calidez. De repente me acordé de que sellamaba Takashi Kojima. Fuimos

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compañeros de clase en primero ysegundo. Puesto que ambos éramos de losprimeros de la lista, siempre nosasignaban pupitres cercanos.

—Perdona, ha sido una broma de malgusto —me disculpé.

Takashi Kojima aceptó mis disculpassacudiendo la cabeza y volvió a sonreír.

—Siempre has sido muy sarcástica,Omachi.

—Sí.—Eres capaz de decir auténticos

disparates manteniendo la seriedad entodo momento.

Quizás tuviera razón. Yo nunca hesido de las personas que bromean ycuentan chistes. A la hora del recreo me

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sentaba tranquilamente en un rincón delpatio y me limitaba a devolver losbalones de fútbol extraviados que iban aparar a mis pies.

—¿Qué es de tu vida, Kojima?—Trabajo en una empresa como

asalariado. ¿Y tú, Omachi? ¿A qué tededicas?

—Trabajo en una oficina.—¿Ah, sí?—Sí.Soplaba una suave brisa. Las flores de

los cerezos aún no habían empezado acaer, pero las ráfagas de vientoocasionales arrancaban alguna hoja de vezen cuando.

—Estuve casado con Ayuko —me

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anunció de repente Takashi, rompiendo elsilencio.

—¡No me digas!Ayuko era la chica a quien acompañé

un par de veces al club de arte porqueidolatraba a la señorita Ishino. Enrealidad, Ayuko se parecía un poco a ella.Era menuda y enérgica, pero en ocasionesdejaba traslucir una mentalidadconservadora. No lo hacía aposta, pero sufaceta tradicionalista era como un imánque atraía a los chicos. Ayuko siemprerecibía cartas de amor e invitacionespero, que yo sepa, nunca se decidió porningún chico. Corrían rumores de quequedaba con universitarios y chicosmayores que ella, pero cuando salíamos

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juntas del instituto y dábamos un paseotomando un helado nunca tuve la menorsospecha de que Ayuko flirteara conchicos mayores.

—No tenía ni idea.—Es que no lo sabe casi nadie.Takashi me explicó que se casaron

cuando estudiaban en la universidad y sedivorciaron tres años más tarde.

—Os casasteis muy jóvenes.—Es que Ayuko no quería vivir en

pareja, tenía una obsesión con elmatrimonio.

Como él tuvo que presentarse dosveces al examen de acceso a launiversidad, Ayuko empezó a trabajar unaño antes que él. Tuvo un romance con su

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jefe y, después de muchos problemas,decidieron divorciarse. Takashi me contósu historia con voz tranquila.

De hecho, una vez salí con TakashiKojima. Fue en el instituto, durante eltercer trimestre de segundo curso. Fuimosa ver una película. Quedamos frente a lalibrería, dimos un paseo hasta el cine yentramos con unas entradas que llevabaTakashi.

—¿Qué te debo? —le pregunté.—No te preocupes, mi hermano me ha

regalado las entradas —me aseguró.Al día siguiente caí en la cuenta de

que no tenía hermanos.

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Cuando salimos del cine dimos unpaseo por el parque e intercambiamosopiniones sobre la película. A él le habíanencantado los efectos especiales, mientrasque a mí me maravilló la colección desombreros de la protagonista. Pasamospor delante de un puesto de crepes yTakashi me preguntó:

—¿Quieres uno?—No —rechacé.Él se echó a reír.—Menos mal, porque a mí tampoco

me gusta lo dulce.Acabamos comiendo un perrito

caliente y unos fideos con Coca-Cola.Mucho más tarde, cuando nos

graduamos, me enteré de que a Takashi sí

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que le gustaban las cosas dulces.

—¿Ayuko está bien? —le pregunté.Él movió la cabeza en señal de

asentimiento.—Se casó con su jefe y están viviendo

en un dúplex construido con el sistema«dos por cuatro».

—¿Dos por cuatro? —repetí,extrañada.

—Es un sistema de construcciónamericano —me explicó.

Sopló una fuerte ráfaga de viento yuna lluvia de pétalos cayó encima denosotros.

—¿Tú no estás casada, Omachi? —me

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preguntó Takashi Kojima.—No. Es que no sé muy bien cómo

funciona eso del dos por cuatro —repuse.Él soltó una carcajada. Apuramos

nuestros vasos de sake, que estaban llenosde pétalos.

—¡Ven, Tsukiko! —me llamó elmaestro.

La señorita Ishino me indicó por señasque me acercara. El maestro parecíacontento. Fingí que estaba enfrascada enuna conversación con Takashi Kojima yque no oía sus gritos.

—Te están llamando, Omachi —meavisó Takashi.

Respondí distraídamente y Takashi sesonrojó.

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—El profesor Matsumoto no me caemuy bien —me confesó en un susurro—.¿Y a ti?

—No me acuerdo mucho de él —dije.Takashi asintió.—En clase siempre estabas distraída,

como encerrada en ti misma.Por enésima vez, el maestro y la

señorita Ishino me invitaron por señas aunirme a ellos. En un momento dado mevolví hacia ellos para apartarme lamelena de la cara, que se me habíadespeinado con el viento, y mi mirada secruzó con la del maestro.

—¡Ven con nosotros, Tsukiko! —vociferó. Era la voz del maestro que medio clase en el instituto. No tenía nada que

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ver con el tono que utilizaba cuandoíbamos a beber juntos. Le di la espaldacon aire disgustado.

—La señorita Ishino me gustabamucho —admitió Takashi, alborozado.

Sus mejillas enrojecieron aún más queantes.

—Todo el mundo la quería —observésin mucho entusiasmo.

—Ayuko estaba loca por la señoritaIshino, ¿verdad?

—Sí.—Al final me contagió su admiración

por ella.Takashi era de los que se dejan

influenciar fácilmente. Le serví un pocode sake. Él suspiró y bebió un pequeño

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sorbo.—La señorita Ishino está tan guapa

como de costumbre.—Es cierto —afirmé sin

convencimiento.Estaba haciendo un gran esfuerzo por

esconder mis verdaderas opiniones.—Parece mentira que ya tenga

cincuenta años.—Así es —corroboré, con idéntica

indiferencia.El maestro y la señorita Ishino

charlaban alegremente. Estaba deespaldas a ellos y no podía verlos, perosupuse que seguirían hablando porque elmaestro había dejado de llamarme agritos. Empezaba a oscurecer. Se

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encendieron un par de linternas. La genteestaba cada vez más animada, y algunoscantaban.

—¿Vamos a tomar algo, Omachi? —propuso Takashi Kojima.

A nuestro lado, unos ex alumnosmayores que nosotros entonaron unacanción patriótica: «Yo cazaba conejos enel bosque…».

—Pues no sé qué decir —le respondíen voz baja.

Una de las mujeres que cantaba soltóun estridente gallo en la estrofa de «Yopescaba peces en el río», de modo queTakashi no oyó mi respuesta y tuvo queacercarse un poco más a mí.

—Que no sé qué decir —repetí,

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levantando la voz. Takashi se apartó y seechó a reír.

—Veo que sigues siendo tan indecisacomo siempre.

—¿Tú crees?—Antes nunca sabías qué hacer, pero

lo decías con una seguridad pasmosa.Eres una mujer decididamente indecisa —dijo Takashi, con evidente regocijo.

—Si quieres, vámonos —acepté, trasun momento de vacilación.

—Sí, vamos a tomar algo.El sol ya se había puesto, y los ex

alumnos que teníamos al lado habíancantado las tres estrofas enteras de lacanción patriótica. De vez en cuanto meparecía oír las voces del maestro y de la

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señorita Ishino entre el barullo de lafiesta. El maestro hablaba en un tono devoz un poco más elevado que cuandoestaba conmigo, mientras que la señoritaIshino tenía la misma voz ronca que yorecordaba. No sabía de qué estabanhablando, sólo atrapaba al vuelo lasúltimas palabras de cada frase.

—Vamos —dije, y me levanté.Takashi se me quedó mirando

mientras yo sacudía la esterilla y laenrollaba torpemente.

—Eres un poco torpe, ¿verdad,Omachi? —me preguntó.

—Efectivamente —confirmé.Takashi se echó a reír de nuevo. Su

risa era cálida. Dirigí la mirada hacia el

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lugar donde se encontraba el maestro yescruté la oscuridad, pero no pudedistinguir nada.

—Déjamelo a mí —dijo Takashi.Me quitó la esterilla de la mano y la

enrolló cuidadosamente.—¿Adónde vamos? —le pregunté

mientras nos alejábamos del terrapléndonde se celebraba la fiesta y bajábamoslas escaleras que nos llevarían a lacarretera.

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CEREZOS EN FLOR(II)

Takashi Kojima me llevó a un barescondido en el sótano de un edificio.

—No sabía que hubiera un bar así tancerca del instituto —observé.

Takashi asintió.—Cuando estudiaba no iba a lugares

como éste, naturalmente —aclaró conexpresión seria.

La mujer que estaba detrás de la barrarió al oír las palabras de Takashi.

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Llevaba el pelo suelto y se le intuíanalgunas canas. Vestía una camisa bienplanchada y un delantal negro que sólo lecubría el regazo.

—¿Cuántos años han pasado ya desdeque apareciste aquí por primera vez,Kojima?

—Maeda, la dueña del bar —nospresentó Takashi Kojima.

La mujer nos sirvió dos platos dejudías crudas. Tenía una voz grave yaterciopelada.

—Ayuko y yo solíamos venir juntos.—Ajá.Aquello explicaba tanta familiaridad.

Hice unos cálculos rápidos y deduje queTakashi llevaba unos veinte años

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frecuentando aquel bar.—¿Tienes hambre, Omachi? —me

preguntó.—Un poco —le respondí.—Yo también —dijo—. Aquí se come

muy bien —añadió, aceptando la cartaque le ofrecía Maeda.

—Pide tú —le dije.Takashi leyó la carta en silencio.—Una tortilla de queso, una ensalada

de lechuga y unas ostras ahumadas —pidió.

Mientras pronunciaba los nombres delos platos, los repasaba con el dedoencima de la carta. Entonces descorchócon sumo cuidado la botella de vino tintoque Maeda acababa de traernos y llenó

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dos copas.—Salud —dijo, levantando la suya.—Salud —le respondí yo.Una fugaz imagen del maestro

apareció en mi cabeza, pero la ahuyentérápidamente. Las copas tintinearon albrindar. El vino tenía un buen cuerpo ydesprendía un intenso aroma.

—Es un buen vino —observé.Takashi Kojima volvió la cabeza

hacia Maeda.—¿Lo has oído? —le preguntó.Maeda me hizo una pequeña

reverencia agachando la cabeza.—El honor es mío —le dije yo, y

también me incliné precipitadamente.Takashi y Maeda se echaron a reír.

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—No has cambiado, Omachi —observó Takashi.

Describió un par de círculos con lacopa y se la llevó a los labios. Maedaabrió una nevera plateada que seencontraba bajo la barra, empotrada en lapared, y empezó a preparar nuestracomida. Podría haberle preguntado sisabía algo más de Ayuko o cómo le iba eltrabajo, pero sus respuestas no meinteresaban, así que guardé silencio.Takashi Kojima seguía describiendocírculos con la copa.

—Hay mucha gente que hace esto conlas copas de vino. Ya sé que parece lomás ridículo del mundo —se justificó.

Había seguido mi mirada y se había

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dado cuenta de que le estaba observandolas manos fijamente.

—No estaba pensando lo que crees —titubeé.

Pero la verdad era que sí.—Pruébalo tú también y sabrás por

qué lo hago —me sugirió Takashi,mirándome a los ojos.

—Está bien —acepté.Cogí mi copa y empecé a moverla

describiendo círculos. Los efluvios delvino ascendieron hasta mi nariz. Cuandobebí un sorbo su sabor me parecióligeramente distinto, menos agresivo queantes. Se podría decir que el saborconectaba conmigo en vez de llevarme lacontraria.

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—No es lo mismo —admití,sorprendida.

Takashi Kojima asintióenérgicamente.

—¿Lo entiendes ahora?—Gracias por la demostración.Sentada al lado de Takashi, en aquel

bar donde nunca había estado,describiendo círculos con mi copa devino y comiendo ostras ahumadas, mesentía como si hubiera entrado en unamisteriosa dimensión temporal. De vez encuando pensaba en el maestro, peroapartaba rápidamente su recuerdo de mimente. No me sentía transportada denuevo a mi época de estudiante, perotampoco tenía la sensación de estar

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viviendo el presente. La barra del BarMaeda producía un efecto relajante en mí.La tortilla de queso estaba caliente y laensalada aliñada con especias. Poco apoco, nos acabamos la botella de vino.Takashi tomó un cóctel que llevaba vodkay yo pedí uno de ginebra. Cuandoterminamos era más tarde de lo que creía.Ya eran más de las diez, aunque tenía laimpresión de que acababa de anochecer.

—¿Nos vamos? —propuso Takashi.La conversación había ido decayendo

a lo largo de las horas.—Vámonos —acepté sin pensarlo dos

veces.Takashi me había estado explicando

su divorcio con todo lujo de detalles, pero

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la verdad es que no le presté muchaatención. Al principio me había parecidoun local bastante frío, pero a medida queavanzaba la noche el Bar Maeda se habíaconvertido en un sitio íntimo y recogido.Detrás de la barra había aparecido uncamarero joven. No sabía cuándo habíallegado. Hablaba en susurros, para nodesentonar con el ambiente. TakashiKojima pagó la cuenta sin darme tiempo areaccionar.

—Pagaré mi parte —le ofrecí en unmurmullo, pero él rechazó amablementecon un ligero movimiento de cabeza. Meapoyé en su brazo y subimos las escalerasque conducían a la salida.

La luna brillaba en el cielo.

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—Tu nombre se escribe con losideogramas de «niña» y «luna» —observóTakashi, contemplando el cielo.

El maestro nunca diría algo así. Medescubrí pensando en él. Mientrasestábamos en el bar, el maestro no eramás que un recuerdo lejano. Takashi merodeó la cintura delicadamente y me hizosentir incómoda.

—La luna está casi llena —observé, yme aparté de él con un movimiento sutil.

—Sí, está casi llena —repitióTakashi.

No intentó acercarse de nuevo. Sequedó absorto contemplando la luna.Parecía mayor que antes, cuandoestábamos en el bar.

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—¿Estás bien? —le pregunté.Él me miró.—¿A qué te refieres?—¿Estás cansado?—Será por la edad —me respondió.—¡No digas eso!—Es la verdad.—No lo es.Mi testarudez me asombró a mí

misma. Takashi sonreía mientras yo lellevaba la contraria.

—No debería haber dicho eso. Habíaolvidado que tenemos la misma edad,Omachi.

—No lo decía por eso.Estaba pensando en el maestro. Él

nunca se había quejado de su edad. Quizás

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no lo hacía porque los ancianos setomaban el tema mucho más en serio, o talvez porque no le gustaba quejarse. ¡Elmaestro estaba tan lejos de la calle dondeme encontraba! Cuando fui consciente dela distancia que había entre los dos, sentíun profundo dolor. No nos separaba laedad, ni tampoco el espacio, pero entre elmaestro y yo había una distanciainsalvable.

Takashi Kojima volvió a rodearme lacintura, aunque apenas me tocaba. Selimitaba a rozar la capa de aire que habíaalrededor de mi cuerpo. Era un gestodelicadísimo. El contacto era tan sutil,que no podía rechazarlo ni fingir que nome daba cuenta. Me pregunté cuándo

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habría aprendido a hacerlo.Con su brazo alrededor de mi cuerpo,

me sentía como una marioneta que élmanipulaba a su antojo. Takashi cruzó lacalle y se encaminó hacia la oscuridad.Yo lo seguí. El instituto se alzaba frente anosotros. La puerta de entrada estabacerrada. De noche, bajo la luz de lasfarolas, el edificio parecía un gigante.Takashi subía la calle que conducía alterraplén. Yo caminaba a su lado.

El picnic de primavera ya habíaterminado. No quedaba nadie, ni un tristegato. Cuando abandonamos la fiesta elsuelo estaba lleno de broquetas, botellasde sake vacías y bolsas de calamaresahumados, y había gente por todas partes

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sentada en sus esterillas. Unas horas mástarde, no quedaba ni rastro de la fiesta. Lohabían recogido todo y no habían dejadoni una lata vacía en el suelo. La explanadaestaba tan limpia que parecía que alguienla hubiera barrido. En las papeleras no seveía ni un solo residuo de la fiesta, comosi el picnic que se había celebradoaquella misma tarde hubiera sido unespejismo o una ilusión.

—No queda nada —observé.—Es normal —dijo Takashi Kojima.—¿Normal?—Los profesores son unos defensores

acérrimos del civismo público.Takashi me explicó que, unos años

atrás, ya había ido al tradicional picnic de

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primavera que organizan los profesoresjusto antes del comienzo de las clases. Enaquella ocasión se quedó hasta el final, yfue testigo del zafarrancho de limpiezaque protagonizaron los profesores cuandodieron la fiesta por terminada. Recogieronlos papeles y los metieron en las bolsasde basura que habían traído. Agruparontodas las botellas vacías y las cargaron enel camión de la licorería, que pasó pordelante del instituto cuando estabanrecogiendo. Takashi estaba convencido deque, unos días antes, le habían pedido altransportista que pasara a recoger lasbotellas justo en ese momento. Lasbotellas llenas que habían sobrado serepartieron entre los profesores que

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bebían alcohol. A continuación, allanaronla tierra con la pala que se utiliza paraarreglar el jardín del instituto y guardaronen una caja los objetos olvidados.Trabajaban ágilmente, como una brigadadel ejército especialmente entrenada. Enmenos de un cuarto de hora habíaneliminado por completo cualquier resto dela animada fiesta que había tenido lugarunos momentos antes.

—Me quedé petrificado, no podíahacer nada más que observar —admitióTakashi.

Al parecer, en esa ocasión losprofesores también habían activado eldispositivo de limpieza al final del picnic.

Takashi y yo dimos un breve paseo

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por el lugar que una hora antes estaballeno de gente celebrando la llegada de laprimavera bajo los cerezos en flor. Lasflores parecían transparentes bañadas porla blanca luz de la luna. Takashi mecondujo hacia un banco que había en unrincón. Seguía rodeando mi cintura condelicadeza, como antes.

—Creo que he bebido demasiado —confesó.

Tenía las mejillas rojas. Durante elpicnic también estaba sonrojado. De noser por el rubor que cubría sus mejillas,habría parecido completamente sobrio.

—Todavía refresca por la noche —comenté, sin saber muy bien cómo actuar.¿Qué estaba haciendo allí? ¿Dónde estaba

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el maestro? Probablemente habríarecogido las bolsas de calamaresahumados y las brochetas de pollo quehabía comprado en el centro, habríaayudado a limpiar el terraplén y se habríaido con la señorita Ishino quién sabeadónde.

—¿Tienes frío? —me preguntóTakashi.

Se quitó el abrigo y me cubrió loshombros con él.

—No lo decía en ese sentido —protesté.

—¿En qué sentido lo decías? —mepreguntó Takashi, riendo.

Había adivinado mi confusióninterior, pero no me sentí especialmente

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violenta. Me sentí como un niño que haceuna travesura y es descubierto por suspadres.

Nos sentamos en el banco y estuvimosun rato así, muy juntos. El abrigo deTakashi conservaba la calidez de sucuerpo y un ligero olor a perfume. Élsonreía. Ambos mirábamos hacia delante,pero estaba segura de que sonreía.

—¿De qué te ríes? —le pregunté, sindesviar la mirada.

—De que no has cambiado.—No te entiendo.—Eres tan huraña como en el instituto

—dijo Takashi tranquilamente.Entonces, me pasó el brazo por

encima de los hombros y me abrazó. «¿Es

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esto lo que quiero?», me pregunté.«¿Quiero que Takashi Kojima sigaatrayéndome hacia él?». En mi cabezahabía algo que no encajaba, pero micuerpo se acercaba inevitablemente al deTakashi.

—Hace frío. ¿Por qué no vamos a unlugar más cálido? —susurró él.

—No sé qué decir —murmuré con unesfuerzo.

—¿Cómo? —preguntó Takashi.—¿Tan lejos hemos llegado?Takashi se incorporó de un salto sin

responderme. Yo me quedé sentada. Mesujetó la barbilla con la mano, me levantóla cara y me besó de improviso.

Fue un beso tan repentino, que no me

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dio tiempo a reaccionar. «¡Maldita sea!»,maldije para mis adentros. Había bajadola guardia. Me había cogidodesprevenida. No me sentía violenta, perotampoco feliz. Me invadió una oleada deinseguridad.

—¿Y eso? —le pregunté.—Pues eso —me respondió Takashi,

que parecía muy seguro de sí mismo. Peroyo tenía la sensación de que todo estabaocurriendo en contra de mi voluntad.Takashi, que seguía de pie, volvió aacercar su cara a la mía.

—No sigas —le advertí, tanclaramente como pude.

—No pienso parar —me desafió él,con idéntica claridad.

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—Ni siquiera estás enamorado de mí.Takashi Kojima sacudió la cabeza.—Siempre he estado enamorado de ti,

Omachi. Por eso te invité a salir conmigo,aunque no funcionó.

Su rostro se ensombreció.—¿Has estado enamorado de mí

durante todo este tiempo? —le pregunté.Él esbozó una tímida sonrisa.—Bueno, eso es imposible. La vida

da muchas vueltas.Levantó la mirada hacia la luna,

cubierta por la neblina.«Maestro», pensé. «Kojima», pensé

después.—Gracias por todo —le dije a

Takashi, mientras contemplaba su silueta

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de perfil.—¿Cómo dices?—Lo he pasado muy bien esta tarde.Takashi tenía mucha más papada que

cuando era joven. Pero no era su papadalo que me provocaba rechazo, incluso megustaba aquel abultamiento carnoso.Recordé la barbilla del maestro. Seguroque, a nuestra edad, el maestro tambiéntenía un pliegue de grasa bajo la barbilla.Pero con el paso de los años la papadadel maestro había desaparecido en vez deaumentar de tamaño.

Takashi Kojima me miraba un pocosorprendido. La luna brillaba conintensidad. Seguía oculta tras la neblina,pero resplandecía vivamente.

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—Esto no va a salir bien, ¿verdad? —me preguntó, exhalando un suspiropremeditado.

—Creo que no.—¡Qué desastre! Está claro que las

citas no son lo mío —se lamentó riendo.Yo también me eché a reír.—No es para tanto. Me has enseñado

a mover la copa de vino.—¡Por eso lo he echado todo a

perder!La luz de la luna iluminaba a Takashi.—¿Te parezco atractivo? —me

preguntó, volviéndose hacia mí.—Eres muy atractivo —le respondí

con toda la convicción que fui capaz dereunir.

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Entonces, me cogió de la mano y tiróde mí para levantarme.

—Si te parezco atractivo, ¿por qué noquieres nada conmigo?

—Porque sigo siendo una alumna deinstituto, ¿recuerdas?

—No eres ninguna niña —dijo él,torciendo la boca en una mueca dedisgusto. Con aquella expresión, él sí queparecía un alumno de instituto. Podríahaber pasado por un adolescente quetodavía no ha aprendido a describircírculos con su copa de vino.

Takashi y yo dimos un paseo por elterraplén cogidos de la mano. Su manoestaba caliente. La luna bañaba las floresde los cerezos con su resplandor. Me

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pregunté dónde estaría el maestro.—La señorita Ishino nunca me cayó

muy bien —le confesé a Takashi mientrascaminábamos.

—¿De veras? Pues a mí me gustababastante, ya te lo he dicho.

—Pero el profesor Matsumoto no tecaía bien.

—No mucho, la verdad. Siempre mepareció un cabezota inflexible.

Tuve la vaga impresión de quehabíamos retrocedido en el tiempo.Inundado por la luz de la luna, el patio delinstituto parecía pintado de blanco. Siseguíamos paseando por la explanada sindetenernos, tal vez podríamos volver a serestudiantes.

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Cuando alcanzamos el borde delterraplén, dimos media vuelta hasta llegaral extremo opuesto y repetimos elrecorrido una vez más, cogidos de lamano. Íbamos y volvíamos una y otra vez,pero apenas hablábamos.

—¿Nos vamos? —propuse, cuandollegamos al punto de partida por enésimavez.

Takashi tardó un momento enresponder. Al final, me soltó la mano.

—Vamos —dijo en un susurro.Caminamos codo con codo. Era cerca

de la medianoche, y la luna se encontrabaen el punto más alto de su recorrido por elfirmamento.

—Creía que seguiríamos paseando

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hasta el amanecer —murmuró Takashi, sinapartar la mirada del cielo.

—Yo también lo creía —le respondí.Entonces, él me miró fijamente.Nos miramos a los ojos durante un

instante. Luego cruzamos la calle ensilencio. Takashi hizo señas a un taxi quese acercaba. Cuando se detuvo, subí.

—Si te acompaño a tu casa, volveré ahacerme ilusiones —se excusó Takashicon una sonrisa.

—Lo comprendo —repuse.La puerta se cerró automáticamente y

el taxi arrancó.Seguí con la mirada la silueta de

Takashi a través del cristal trasero. Se fueempequeñeciendo hasta que la perdí de

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vista.—Quizás no habría estado tan mal

hacerse ilusiones —murmuré desde elasiento trasero del taxi.

Pero también era consciente de quelas cosas se habrían complicado másadelante. Pensé que quizás el maestrohabía ido solo a la taberna de Satoru, yme lo imaginé comiendo una brocheta depollo asado con sal. También eraprobable que él y la señorita Ishinoestuvieran en un restaurante, coqueteandocomo dos tortolitos.

Todo quedaba muy lejos. El maestro,Takashi Kojima y la luna estaban muylejos de mí. A través de la ventanilla,contemplaba el paisaje en silencio. El taxi

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cruzaba como un rayo la ciudad desierta.«Maestro», dije en voz alta. El ruido delmotor ahogó mi voz. Durante el recorridovi varios cerezos. Algunos eran jóvenes,otros ya tenían unos cuantos años. Perotodos estaban florecidos. «Maestro», dijepor segunda vez. Mi voz no llegó aninguna parte. El taxi me llevaba por lascalles oscuras.

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BUENA SUERTE

Dos días después del picnic deprimavera me encontré con el maestro enla taberna de Satoru, pero yo ya habíapagado, así que nos limitamos aintercambiar un saludo.

A la semana siguiente nos vimos en elestanco frente a la estación, pero enaquella ocasión era él quien tenía prisa ytampoco pudimos hablar.

Llegó el mes de mayo. Los árboles delas calles y los parques se revistieron de

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un nuevo follaje verde. Algunos díashacía tanto calor que se podía salir a lacalle en manga corta. Otros, en cambio,hacía tanto frío que parecía que elinvierno hubiera vuelto y se echaba demenos el calor del brasero. Fui variasveces a la taberna de Satoru y siempre mecruzaba con el maestro, pero nuncateníamos ocasión de beber juntos.

—¿Ya no quedas con el maestro,Tsukiko? —me preguntó Satoru,inclinándose hacia mí por encima de labarra.

—En realidad, nunca hemos quedado—le aclaré.

—Ya —repuso Satoru, incrédulo.Habría preferido que no hubiera dicho

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nada. Cogí los palillos y me dediqué adesmenuzar sin piedad el sashimi quetenía en el plato. Satoru me lanzó unamirada de reproche mientras yojugueteaba con la comida. Sólo era unpobre pez volador, pero yo no tenía laculpa. Había sido Satoru, con su respuestasarcástica, quien había provocado lamasacre.

Me entretuve durante un ratodesmigajando el pez volador. Satoruvolvió a la tabla de cortar para prepararla comida de otros clientes. La cabeza delpez volador reposaba rígida encima delplato, con los ojos abiertos. Cogí con lospalillos un trozo de sashimi y lo mojé ensalsa de soja con jengibre. La carne era

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fresca y tenía un sabor peculiar. Bebí unsorbo de sake frío y eché un vistazoalrededor de la taberna. En la pizarra sepodía leer el menú del día, escrito contiza: atún crudo picado, pez volador,patatas nuevas, habas y cerdo cocido. Nome cabía ninguna duda de que el maestrohabría pedido atún crudo y habas.

—El otro día el maestro vino con unaseñora muy guapa —le dijo a Satoru unhombre gordo que estaba sentado a milado.

El tabernero levantó brevemente lavista de la tabla de cortar, pero norespondió. Miró hacia el interior del localy gritó:

—¡Tráeme una fuente blanca!

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Un chico joven salió de la cocina.—¡Caramba! —exclamó el hombre

gordo, intrigado.—Es mi nuevo empleado —presentó

Satoru.El muchacho hizo una leve reverencia

y dijo:—Encantado.—Se parece mucho a ti —observó mi

vecino.Satoru asintió.—Es mi sobrino.El chico hizo una segunda reverencia.

El tabernero empezó a servir el pescadocrudo en la fuente que le había traído susobrino. El hombre gordo observó almuchacho detenidamente durante un

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momento y volvió a centrar la atención ensu comida.

Cuando el gordinflón se fue, otrosclientes empezaron a pedir la cuenta y lataberna se quedó vacía. Desde la cocina,donde estaba el sobrino del tabernero,llegaba un chapoteo de agua. Satoru sacóun pequeño recipiente de la nevera yrepartió el contenido en dos platitos. Meacercó uno.

—Pruébala. La ha hecho mi mujer —me ofreció.

Cogí con los dedos la gelatina dekonjac que había preparado su mujer y mellevé un trocito a la boca. Era másconcentrada que la que preparaba Satoru,y tenía un sabor picante.

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—Está muy rica —le dije.Satoru asintió con aire serio y se llevó

un pellizco a la boca. A continuación,encendió la radio que había en el estante.El partido de béisbol acababa de terminary estaban a punto de dar las noticias.Antes anunciaron un coche, unos grandesalmacenes y una marca de arroz con téprecocido.

—¿Sabes si el maestro se deja caermucho por aquí últimamente? —lepregunté a Satoru con fingido desinterés.

Su respuesta imprecisa no satisfizo micuriosidad.

—De vez en cuando —me dijo.—El señor que estaba sentado a mi

lado ha dicho que vino con una mujer muy

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guapa.En esa ocasión intenté dar a mi voz el

tono despreocupado de una clientahabitual que comenta los chismes delvecindario, pero me temo que no loconseguí.

—Es probable. No lo recuerdo bien—me respondió Satoru, sin levantar lavista del suelo.

—Ajá —murmuré—. Claro.Permanecimos un rato en silencio. En

la radio, un periodista estaba informandosobre los asesinatos en serie que habíantenido lugar en la prefectura A.

—Es el pan de cada día —comentóSatoru.

—El mundo está fatal —le respondí.

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El tabernero escuchó con atención unratito más y luego dijo:

—La gente lleva miles de añosdiciendo que el mundo está fatal.

Oí la risita sofocada de su sobrinoprocedente de la cocina. No supe si lehabía hecho gracia el comentario deSatoru o si había sido algo que no teníanada que ver. Pedí la cuenta y Satorucogió un lápiz y esbozó una suma en untrozo de papel.

—Hasta la próxima —me dijo,mientras yo apartaba la cortinilla de laentrada y salía al exterior. La brisanocturna me refrescó las mejillas.Tiritando, cerré la puerta de golpe. Elambiente estaba impregnado de olor a

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lluvia. Una gota se estrelló en mi cara.Volví a casa a paso ligero.

Estuvo lloviendo varios días seguidos.Los nuevos brotes de los árboles tomaronun color verde más intenso e invadieronmi ventana. Frente a mi casa había unaszelkovas, todavía jóvenes. Sus hojasresplandecían bajo la lluvia. Un martes,Takashi Kojima me llamó.

—¿Te apetece ir al cine? —propuso.—Vale —le respondí.Oí un suspiro al otro lado de la línea.—¿Qué te pasa?—Es que estoy nervioso. Me siento

como un adolescente —se justificó—. La

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primera vez que invité a una chica a salirconmigo, apunté en un papel todo lo quequería decirle por teléfono.

—¿Hoy también te has hecho unachuleta? —inquirí.

—No —repuso él, completamenteserio—. Pero he estado a punto.

Quedamos el domingo en Yurakucho,un punto de encuentro clásico. TakashiKojima parecía un hombre chapado a laantigua.

—¿Quieres que vayamos a comer algocuando salgamos del cine? —sugirió.

Estaba convencida de que me llevaríaa un lujoso restaurante occidental deGinza, el distrito comercial de la ciudad.Un sitio donde comeríamos exquisiteces,

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como estofado de lengua y croquetas denata.

El sábado por la tarde fui al centro acortarme el pelo para mi cita con Takashi.Estaba diluviando y había poca gente enla calle. Caminaba sujetando el paraguasfirmemente. ¿Cuántos años llevabaviviendo en aquella ciudad? Cuando meemancipé viví en otra ciudad, pero delmismo modo que los salmones siempreacaban remontando el río donde nacieron,yo también acabé regresando al lugardonde había nacido y crecido.

—¡Tsukiko! —me llamó alguien.Cuando me volví, vi al maestro. Iba

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ataviado con botas de agua y unchubasquero que le cubría todo el cuerpo.

—¡Cuánto tiempo sin vernos!—Ya. Hacía mucho tiempo —repuse.—El día del picnic de primavera te

fuiste muy pronto.—Ya —respondí de nuevo—. Aunque

volví más tarde —añadí en voz baja.—Cuando terminó el picnic, fui a la

taberna de Satoru con la señorita Ishino—continuó el maestro, que aparentementeno había oído mis últimas palabras.

—¿Ah, sí? Qué bien —observé sin elmenor interés.

Me pregunté por qué, cuando hablabacon el maestro, estaba tan irritable y medisgustaba con tanta facilidad, hasta el

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punto de tener ganas de llorar. Nunca mehe considerado una persona sensible.

—La profesora Ishino tiene el don decautivar a los demás. Pronto hizo buenasmigas con Satoru.

«Será porque Satoru tiene ojo para losnegocios y sabe que le conviene llevarsebien con sus clientes», estuve a punto dereplicar. Pero conseguí callar a tiempo.Habría parecido que estaba celosa de laprofesora Ishino, y aquello era undisparate. Simplemente absurdo.

El maestro levantó su paraguas y sepuso en marcha. Estaba convencido deque iría tras él, pero no lo hice. Me quedéde pie, inmóvil. Él anduvo un trecho sinvolverse. Cuando al fin se dio cuenta de

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que yo no lo seguía, se volvió hacia mí.—¡Tsukiko! —dijo—. ¿Qué ocurre?—Nada. Es que iba de camino a la

peluquería. Mañana tengo una cita —leespeté a bocajarro, sin que viniera acuento.

—¿Con un hombre? —me preguntó elmaestro, muy intrigado.

—Sí.—Vaya.Retrocedió hacia mí y me miró con

expresión grave.—¿Quién es?—No es asunto suyo.—Tienes toda la razón.Inclinó el paraguas. Una gota de agua

se deslizó por una de las varillas y cayó

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encima de su hombro.—Tsukiko —me dijo el maestro, en un

tono de voz exageradamente solemne.—¿Qué pasa?—Tsukiko —repitió.—¿Sí?—¿Quieres ir a jugar a un salón de

pachinko?Su voz era cada vez más

trascendental.—¿Ahora? —le pregunté yo.El maestro asintió con gravedad.—Sí, ahora mismo —insistió.Por la expresión de su cara, parecía

que el mundo estallaría si no íbamos a unsalón de pachinko en ese momento. Mesentí tan presionada, que acabé aceptando.

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—De acuerdo. Pues vamos a jugar alpachinko.

El maestro me condujo por unacallejuela de la calle principal.

En el salón sonaba una versiónbastante moderna de una vieja marchamilitar. El sonido de una guitarra acústicadestacaba por encima de los instrumentosde viento. Con aire experto, el maestro seabrió paso a través de las hileras demáquinas de pachinko. Se detuvo frente auna, la inspeccionó e hizo lo mismo con lasiguiente. El salón estaba a rebosar.Siempre estaba lleno, tanto en los días delluvia o viento como cuando hacía sol.

—Tsukiko, elige la que quieras —meofreció cuando hubo escogido su máquina.

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Sacó el monedero del bolsillo delchubasquero y extrajo una tarjeta de suinterior. La introdujo en una ranurasituada al lado de la máquina, que expulsóbolitas plateadas por valor de mil yenes.Recogió la tarjeta y volvió a guardarla enel monedero.

—Tiene mucha práctica —observé.El maestro afirmó con la cabeza sin

decir nada. Parecía muy concentrado.Empezó a mover la palancadelicadamente, lanzando una bola trasotra. La primera entró, y la máquinaescupió unas cuantas más de propina. Elmaestro volvió a accionar la palanca.Cada vez que una bola entraba en uno delos agujeros laterales del panel de juego,

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la máquina expulsaba más bolas.—Lo está haciendo muy bien —lo

elogié desde detrás.Él sacudió la cabeza sin despegar la

vista del panel.—Qué más quisiera.En ese preciso instante, coló una

bolita en el agujero central del panel, ylas tres ruedas que había en el centroempezaron a girar enloquecidas. Elmaestro tensó los músculos de la espalday siguió lanzando con calma una bola trasotra, pero ya no entraban con tantafacilidad como antes.

—Se acabó la buena racha —dije.Él asintió.—Es que esas ruedas me sacan de

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quicio.Dos de las ruedas se detuvieron

mostrando el mismo dibujo. La terceraseguía girando. Cuando parecía queempezaba a perder impulso, volvía aponerse en movimiento.

—¿Qué pasa si las tres ruedas tienenel mismo dibujo? —le pregunté.

Entonces, se volvió hacia mí.—¿Es la primera vez que entras en un

salón de pachinko, Tsukiko? —inquirió.—No. Una vez, cuando era pequeña,

acompañé a mi padre a un salón de los deantes, donde había que lanzar las bolitasmanualmente. Se me daba bastante bien.

Tan pronto hube terminado de hablar,la tercera rueda se detuvo. Las tres

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mostraban el mismo dibujo.—El cliente de la máquina ciento

treinta y dos acaba de ganar unabonificación. ¡Enhorabuena! —dijo unavoz por megafonía.

La máquina empezó a parpadear. Elmaestro volvió a olvidarse de mí y centrótoda su atención en el juego.Sorprendentemente, tenía la espalda unpoco encorvada. En el centro del panel sehabía abierto un tulipán enorme que ibaengullendo todas las bolas que el maestrolanzaba. La máquina expulsaba tantasbolas, que la bandeja que había en laparte inferior estaba a punto dedesbordarse. Un empleado del salónapareció con un cubo. El maestro accionó

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con la mano izquierda una manecilla de lamáquina mientras que, con la derecha,seguía sujetando firmemente la palanca ylanzando bolas. Cambió ligeramente deángulo, de modo que el tulipán todavíaengullía más bolas que antes.

El cubo estaba lleno.—Ya falta poco —murmuró el

maestro.Cuando las bolas llegaron al borde

del cubo, el tulipán se cerró y la máquinase apagó de improviso. El maestro irguióla espalda de nuevo y soltó la palanca.

—¡Lo ha conseguido! —exclamé.Él asintió de espaldas a mí y exhaló

un profundo suspiro.—¿Quieres probar suerte tú también,

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Tsukiko? —sugirió, girando la cabezahacia mí—. Tómatelo como unexperimento social.

Un experimento social. Típico delmaestro. Tomé asiento frente a la máquinaque había a su lado.

—Tienes que ir a comprar las bolitas—me recordó el maestro, así que fui acomprar una tarjeta, la introdujetímidamente en la ranura y la máquinaexpulsó bolas por valor de quinientosyenes.

Erguí la espalda imitando la posturadel maestro y accioné la palanca, pero noconseguí colar ninguna bola. Losquinientos yenes se me acabaron en menosque canta un gallo, así que saqué la tarjeta

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y fui a comprar más bolas. En aquellaocasión lo intenté desde distintos ángulos.A mi lado, el maestro seguía jugandotranquilamente. Las tres ruedas centralestodavía no habían empezado a girar, perooía el ruido incesante de las bolas queentraban en los agujeros. Cuando se meacabó la segunda tanda de bolas, las tresruedecillas de la máquina del maestroestaban girando otra vez.

—¿Volverán a coincidir los tresdibujos? —le pregunté, pero él negó conla cabeza.

—Las probabilidades son de una entrevarios centenares. Esta vez no loconseguiré.

Tal y como había predicho, cuando las

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ruedas se detuvieron no coincidía ningúndibujo. Siguió jugando diez minutos más,durante los cuales ganó nuevas bolas.Cuando comprobó que estaba ganando lamisma cantidad de bolas que gastaba, selevantó. Cogió el cubo y lo llevó almostrador a paso ligero. No bien elempleado hubo contado las bolas, elmaestro se acercó al rincón donde estabanexpuestos los premios.

—¿No va a cambiarlo por dinero? —pregunté.

El maestro me miró fijamente.—A pesar de que no juegas nunca, lo

sabes todo.—Soy una mujer bien informada —

respondí.

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El maestro se echó a reír. Yo creíaque los premios de un salón de pachinkoconsistían básicamente en tabletas dechocolate, pero la oferta era bastanteamplia. Había desde máquinas eléctricaspara hervir el arroz hasta corbatas. Elmaestro examinó con interés todos losartículos. Al final, escogió una caja decartón que contenía una aspiradora demesa, y cambió las bolas que habíansobrado por tabletas de chocolate.

—El chocolate es para ti —me dijocuando salimos del salón.

Había más de diez tabletas.—Quédese algunas —dije.Le tendí las tabletas en abanico como

si fueran las cartas de una pitonisa, y el

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maestro cogió tres.—¿También estuvo en un salón de

pachinko con la profesora Ishino? —lepregunté, como si fuera lo más normal delmundo.

—¿Yo? —dijo el maestro, enarcandolas cejas—. ¿Y tú, Tsukiko? ¿Adóndefuiste con tu amigo? —me preguntó a suvez.

—¿Yo? —disimulé. En aquellaocasión me tocó a mí enarcar las cejas—.Es usted muy bueno jugando al pachinko—lo elogié.

El maestro hizo una mueca dedisgusto.

—Jugar demasiado no es bueno, peroel pachinko es un vicio muy agradable —

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dijo, y se acomodó bajo el brazo la cajaque contenía la aspiradora de mesa.

Emprendimos el camino de vueltahacia el centro, conversando en voz baja.

—¿Te apetece tomar una copa en lataberna de Satoru?

—De acuerdo.—¿No tenías una cita mañana?—No importa.—¿En serio?—En serio.«No importa», repetí para mis

adentros, y me arrimé al maestro.Los pequeños brotes recién nacidos

habían dado lugar a un follaje exuberante.El maestro y yo caminábamos despacio,bajo el mismo paraguas. De vez en

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cuando, su brazo rozaba mi hombroaccidentalmente. El maestro sujetaba elparaguas abierto muy por encima de sucabeza.

—¿Cree que Satoru ya habrá abierto?—pregunté.

—Si no ha abierto todavía, podemosir a dar un paseo —respondió.

—¿Vamos a dar un paseo? —propuse,mientras levantaba la mirada ycontemplaba el techo del paraguas.

—Vamos —dijo el maestro, en elmismo tono resuelto de la marcha militarque sonaba antes en el salón de pachinko.

La lluvia había perdido intensidad.Una gota de agua me cayó en la mejilla, yme la sequé con el dorso de la mano.

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—¿No llevas ningún pañuelo,Tsukiko? —me preguntó el maestro.

—Sí, pero es más cómodo con lamano.

—Qué comodonas sois las jovencitasde hoy en día.

El maestro caminaba a grandeszancadas, y yo me había adaptado a suritmo para no quedarme rezagada. El cielose abrió y los pájaros empezaron a trinar.Había dejado de llover, pero él seguíacon el paraguas abierto. Caminandodeliberadamente despacio, nos dirigimosal centro de la ciudad.

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LA ESTACIÓNLLUVIOSA

Takashi Kojima me invitó a ir de viajecon él.

—Conozco un hostal tipo ryokandonde se come de fábula —me dijo.

—¿Se come de fábula? —repetí.Takashi asintió, con la expresión

grave que a veces adoptan los niños. Mesorprendí pensando que, cuando erapequeño, seguro que le sentaba bien elpelo cortado a lo paje.

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—Estamos en la temporada de lastruchas.

—Ajá —respondí.Un ryokan de lujo con buena comida.

Parecía un lugar hecho a la medida deTakashi Kojima.

—Podríamos ir antes de que empiecenlas lluvias.

Cuando estaba con Takashi Kojima,siempre me pasaba por la cabeza lapalabra «adulto». En la escuela primariaseguro que había sido un niño comocualquier otro, moreno y canijo. Ensecundaria habría sido un chicolarguirucho. Luego se despojó de su pielde adolescente para convertirse en unjoven. El Takashi universitario debió de

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ser un muchacho al que el adjetivo«joven» le iba como anillo al dedo. Me loimaginaba perfectamente. Cuando cumpliólos treinta, se había convertido en unhombre. No podía haber sido de otraforma.

Siempre hacía lo que tocaba según laedad que tenía. Su vida transcurría deforma equilibrada, y su cuerpo y su mentese desarrollaban proporcionalmente a laedad.

Yo, sin embargo, todavía no me podíaconsiderar una «adulta» hecha y derecha.Cuando iba a la escuela primaria erabastante madura. Empecé a estudiarsecundaria y luego pasé a bachillerato,pero mi nivel de madurez disminuía a

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medida que transcurrían los años. Nuncame he llevado muy bien con el tiempo.

—¿Por qué no podemos ir durante laestación de lluvias? —le pregunté.

—Porque nos mojaríamos —respondió automáticamente.

—Podríamos llevarnos un paraguas—objeté.

Takashi se echó a reír.—Te estoy invitando a pasar un fin de

semana conmigo a solas. ¿Lo hasentendido? —me explicó mirándome a losojos.

—Antes has mencionado las truchas,¿verdad?

Era plenamente consciente de lo queTakashi me estaba proponiendo. Y no me

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desagradaba en absoluto la idea de viajarcon él. Pero sin saber por qué, me iba porla tangente para evitar darle unarespuesta.

—Cerca del ryokan hay un río dondepescan las truchas. Y las verduras de laregión son exquisitas —me explicó. Sehabía dado cuenta de que yo estabaesquivando su pregunta, pero no parecíadesquiciado, sino todo lo contrario. Noperdió la calma en ningún momento.

—Piensa en pepinos recién cogidoscon pulpa de ciruelas saladas, imagínateunas rodajas de berenjena fresca conjengibre y salsa de soja, o un repollocondimentado con salvado de arroz. Lasverduras cultivadas en los huertos caseros

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tienen un sabor mucho más intenso —intentaba convencerme Takashi—. Losproductos se recogen en los huertoscercanos y se comen el mismo día. Elmiso y la salsa de soja también son deelaboración casera. Es el lugar perfectopara una sibarita como tú —bromeóriendo.

Me gustaba la risa de Takashi. Estuvea punto de aceptar la invitación, peroseguí esquivando la respuesta.

—Así que truchas… y verduras, ¿eh?—musité, indecisa.

—Cuando te hayas decidido, dimealgo y llamaré para hacer la reserva —dijo, y pidió otra copa.

Estábamos sentados en la barra del

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Bar Maeda. Debía de ser la quinta vezque quedábamos. Takashi masticabaruidosamente las pipas que nos habíantraído en un pequeño plato. Yo tambiénpicaba alguna de vez en cuando. Maedadejó discretamente un vaso de Four Rosescon soda frente a Takashi. Siempre queiba al Bar Maeda con Takashi me sentíafuera de lugar. De fondo se oía música dejazz. La barra estaba limpia y reluciente ylos vasos, impolutos. El ambiente olíaligeramente a tabaco. El murmullo devoces era prácticamente inaudible. Nohabía nada que llamara la atención, y mesentía incómoda.

—Qué ricas están las pipas —dije, ycogí unas cuantas más. Takashi saboreaba

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su Bourbon con soda. Me acerqué el vasoa los labios y bebí un sorbo de miMartini, que era tan perfecto como todo lodemás. Dejé el vaso en la barra con unsuspiro. El cristal estaba frío yligeramente empañado.

—Pronto empezará la estación lluviosa —comentó el maestro.

—Así es —gruñó Satoru. Su sobrinotambién asintió. Estaba completamenteadaptado a su nuevo trabajo.

El maestro se volvió hacia el chico yle pidió una trucha.

—Entendido —respondió el sobrinode Satoru. Acto seguido, desapareció

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hacia el interior del local. Pronto nosllegó el olor a pescado asado.

—¿Le gusta la trucha, maestro? —lepregunté.

—Me gustan todos los peces, tanto demar como de río —respondió.

—Entonces, le gusta la trucha.El maestro me miró fijamente.—¿Tienes algo en contra de las

truchas, Tsukiko? —inquirió, sin dejar demirarme.

—No, al contrario —respondíprecipitadamente, agachando la cabeza. Elmaestro siguió mirándome durante un rato,con las cejas enarcadas.

El sobrino de Satoru salió de lacocina con la trucha en un plato. La había

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aliñado con vino de bistorta.—El color verde del vino de bistorta

es muy adecuado a la estación lluviosa —musitó el maestro mientras observaba latrucha.

Satoru se echó a reír.—Profesor, es usted todo un poeta —

comentó.—No era ningún poema, sólo una

impresión —puntualizó el maestro.Desmenuzó delicadamente la trucha

con los palillos y empezó a comer. Susmodales eran exquisitos.

—Maestro, veo que le gusta la trucha.¿Por qué no va a algún balneario de esosdonde las cocinan bien? —sugerí.

Él arrugó la frente.

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—Jamás iría a un balnearioexpresamente para comer truchas —repuso, recuperando su expresión normal—. ¿Qué te pasa, Tsukiko? Hoy te noto unpoco rara.

Estuve a punto de explicarle queTakashi Kojima me había invitado a ir deviaje con él, pero guardé silencio. Elmaestro bebía a la velocidad ideal. Dabaun traguito, hacía una breve pausa, seguíabebiendo y descansaba de nuevo.

Yo, en cambio, vaciaba mi vasomucho más rápido que de costumbre. Lollenaba, me lo bebía de un trago y volvíaa llenarlo. Ya llevaba tres botellas desake.

—¿Qué te preocupa, Tsukiko? —

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insistió el maestro.Yo sacudí la cabeza.—Nada. No es nada. ¿Qué iba a

preocuparme?—Si realmente no te pasara nada, no

te esforzarías tanto en negarlo.En el plato del maestro sólo quedaba

la espina de la trucha. La pinchó con lospalillos. Estaba intacta.

—Estaba deliciosa —le dijo elmaestro a Satoru.

—Gracias —respondió el tabernero.Apuré mi vaso a toda prisa. El

maestro me miraba con una mueca dereproche.

—Estás bebiendo demasiado, Tsukiko—me reprendió con suavidad.

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—Déjeme en paz —le espeté, y llenémi vaso de nuevo. Lo apuré de un trago.Era la tercera botella que caía en unanoche.

—Otra —le pedí a Satoru.—¡Sake! —gritó brevemente hacia la

cocina.—Tsukiko… —intentó detenerme el

maestro.Esquivé su mirada.—Ahora ya la has pedido, pero

procura no acabártela —me advirtió.En su voz había un deje amenazante

que no era propio de él. Mientras hablaba,me daba palmaditas en la espalda.

—De acuerdo —respondí con un hilode voz. Pronto empecé a notar los efectos

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del sake.—Deme unas palmaditas más, maestro

—farfullé.—Hoy te estás comportando como una

niña caprichosa, Tsukiko —rió elmaestro, y siguió dándome palmaditas enla espalda.

—Es que lo soy. Siempre lo he sido—dije.

Mientras tanto, acariciaba la espina dela trucha que el maestro había dejado enel plato. Era tan blanda, que se encorvaba.El maestro apartó la mano de mi espalda yse llevó el vaso a los labios muydespacio. Apoyé la cabeza en su hombrodurante un breve instante, pero la apartéenseguida. Él no dio muestras de haberse

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percatado de mi gesto. Siguió bebiendo ensilencio.

Cuando abrí los ojos, me encontraba encasa del maestro.

Estaba tumbada en el tatami. Encimade mí había una mesita, y justo enfrente vilos pies del maestro. Me incorporé con unsobresalto.

—¿Ya te has despertado? —mepreguntó.

La puerta corrediza y el ventanalestaban abiertos, y la brisa nocturnainvadía la estancia. Hacía un poco de frío.En el cielo la luna brillaba entre lasnubes, rodeada por un grueso halo.

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—¿Me he dormido? —pregunté.—Sí, has estado durmiendo —rió el

maestro.—He dormido como un tronco.Comprobé el reloj. Eran cerca de las

doce de la noche.—Pero no he estado dormida mucho

rato, ¿verdad? Una horita más o menos.—Teniendo en cuenta que estás en una

casa ajena, considero que una hora essuficiente —repuso el maestro, con unasonrisa burlona.

Tenía las mejillas más coloradas quede costumbre. Supuse que había estadobebiendo mientras yo dormía.

—¿Qué estoy haciendo aquí? —pregunté.

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El maestro abrió los ojos,sorprendido.

—¿No te acuerdas? Empezaste a gritarpidiéndome que te llevara a mi casa.

—¿En serio? —dije, y me dejé caerde nuevo en el suelo.

Apreté la mejilla contra el tatami. Mimelena se esparció por el suelo,enredada. Contemplé las nubes quesurcaban el cielo nocturno. En esemomento supe que no quería ir de viajecon Takashi Kojima. Tumbada en elsuelo, con la mejilla apoyada en el tatami,evoqué la vaga incomodidad que sentíacada vez que estaba con él. Era unamolestia casi imperceptible, pero quenunca se desvanecía del todo.

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—Tengo la marca del tatami en lacara —le dije al maestro desde el suelo.

—¿Dónde? —preguntó. Rodeó lamesita y se me acercó—. Es verdad, estáperfectamente marcado.

Me acarició suavemente la mejilla.Tenía los dedos fríos. Parecía más alto,quizás porque lo veía desde el suelo.

—Tienes la mejilla ardiendo,Tsukiko.

Siguió acariciándome. Las nubespasaban rápidamente. Ocultaban la lunapor completo y la descubrían un instantemás tarde.

—Es por el alcohol —le respondí.El maestro se tambaleó ligeramente.

Él también parecía ebrio.

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—¿Quiere que vayamos juntos deviaje, maestro? —propuse.

—¿Adónde quieres ir?—A algún lugar donde podamos

comer unas buenas truchas.—Con las truchas de Satoru tengo más

que suficiente —replicó él, y apartó lamano de mi cara.

—Pues vayamos a un balneario demontaña.

—No tenemos por qué ir tan lejos.Cerca de aquí hay balnearios que no estánnada mal —protestó.

Se sentó en el suelo sobre los talones,a mi lado. Ya no se tambaleaba. Estabatan tieso como siempre.

—Quiero que vayamos juntos a algún

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lugar —insistí.Me incorporé y lo miré directamente a

los ojos.—No iremos a ningún sitio —

respondió él, aguantándome la mirada.—¡Yo quiero ir de viaje con usted!Por culpa del alcohol, no era

consciente de todo lo que decía. Enrealidad sabía perfectamente de quéestaba hablando, pero mi cerebro sóloquería comprenderlo a medias.

—¿Adónde iríamos tú y yo solos,Tsukiko?

—Con usted iría al fin del mundo,maestro —grité.

El viento soplaba con más intensidad,y las nubes cruzaban el cielo rápidamente.

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El ambiente estaba cargado de humedad.—Tranquilízate, Tsukiko —me

advirtió el maestro.—Estoy muy tranquila.—Deberías volver a casa y descansar.—No quiero volver a casa.—No seas cabezota.—No soy cabezota, lo que pasa es que

estoy enamorada de usted.Tan pronto lo hube dicho, me invadió

una oleada de turbación.Había metido la pata. Un adulto debe

evitar palabras que puedan desconcertar alos demás, y nunca debe decir nada de loque pueda avergonzarse a la mañanasiguiente.

Pero ya era tarde. Quizás se me había

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escapado por falta de madurez. Yo nuncasería tan adulta como Takashi Kojima.

—Estoy enamorada de usted —repetí,como si quisiera asegurarme la victoria.

El maestro me miraba perplejo.Un trueno retumbó cerca de allí, y el

destello fugaz de un relámpago iluminólas nubes. Unos segundos más tarde, seoyó otro trueno.

—El cielo se ha vuelto loco porque túte has vuelto loca, Tsukiko —musitó elmaestro, asomándose al balcón.

—No me he vuelto loca —protesté.Él rió amargamente.—El temporal está a punto de

empezar.Cerró la puerta corrediza, que se

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deslizó con un chirrido. Los relámpagoscaían con más frecuencia y los truenosretumbaban muy cerca de allí.

—Tengo miedo, maestro —dije, y meacerqué a él.

—No tengas miedo. Sólo es unatormenta con mucho aparato eléctrico —respondió con calma, mientras trataba deesquivarme. De rodillas, hice un nuevointento de aproximación. Mi miedo a lostruenos era auténtico.

—Diga lo que diga, yo estoy muertade miedo —repetí, con los dientesfuertemente apretados.

El estruendo de los truenos era cadavez más intenso. El fulgor de unrelámpago iluminó el cielo, y justo

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después un fuerte chasquido resquebrajóel silencio nocturno. Había empezado allover. La lluvia caía oblicuamente yrepiqueteaba con fuerza contra loscristales del ventanal.

—Tsukiko —dijo el maestro,observándome. Yo me tapaba los oídoscon las manos. Estaba sentada a su lado,con el cuerpo tenso—. Veo que estáspasando miedo de verdad.

Afirmé con la cabeza, sin despegar loslabios. El maestro asintió con aire grave.Luego se echó a reír.

—Eres una chica peculiar —observóintrigado—. Ven aquí. Te abrazaré.

El maestro me atrajo hacia sí. Sualiento olía a alcohol, y su pecho

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rezumaba el aroma dulzón del sake.Acomodó la parte superior de mi cuerpoen su regazo y me estrechó firmemente.

—Maestro —susurré.Mi voz sonó tan débil como un

suspiro.—Tsukiko —respondió él. Pronunció

mi nombre con claridad, como suelenhacerlo los profesores—. Las niñas nodeben decir cosas raras. Y alguien comotú, que teme a los truenos, no es más queuna niña.

Soltó una sonora carcajada que semezcló con el estruendo del temporal.

—Pero yo le quiero de verdad,maestro —intenté defenderme, pero mivoz quedó sofocada por el ruido de la

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tormenta y las carcajadas del maestro.Los truenos eran cada vez más

intensos. Estaba lloviendo a cántaros. Elmaestro reía. Yo permanecía en su regazosin saber qué hacer. ¿Qué diría TakashiKojima si se encontrara en mi situación?

Nada tenía sentido. Era absurdo queyo le hubiera dicho al maestro que estabaenamorada de él, y que él estuviera tantranquilo a pesar de que aún no me habíadado una respuesta. Aquellos truenosrepentinos también eran irreales, así comola asfixiante humedad que se habíainstalado en la salita desde que el maestrohabía cerrado la ventana. Todo parecía unsueño.

—¿Estoy soñando, maestro? —le

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pregunté.—Sí, es probable. Podría ser un sueño

—me respondió con aire divertido.—¿Cuándo me despertaré?—Quién sabe.—Yo no quiero despertarme.—Pero si es un sueño, tarde o

temprano te despertarás.Los relámpagos centelleaban y los

truenos retumbaban. Tenía los músculosde todo el cuerpo agarrotados. El maestrome acariciaba la espalda.

—No quiero despertar —repetí.—Yo tampoco —dijo él.La lluvia repiqueteaba contra el techo.

Yo estaba en el regazo del maestro, tensa.Él me acariciaba la espalda dulcemente.

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EN LA ISLA (I)

Por fin habíamos llegado.El maestro había dejado su

inseparable maletín en una esquina de lahabitación.

—¿Ahí dentro lleva todo su equipaje?—le pregunté en el tren.

Él asintió.—Sólo necesito ropa para dos días.

En el maletín hay espacio suficiente.—Ya —respondí, escéptica.Con las manos encima del maletín, el

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maestro se dejaba llevar por el vaivén deltren. Él y su equipaje se balanceaban alcompás del traqueteo.

Cogimos juntos el tren, subimos juntosal transbordador, remontamos juntos lacuesta de la isla y llegamos juntos a lapequeña pensión.

Aquella noche, cuando llegaron laslluvias y los truenos retumbaban, debí deinsistir tanto que el maestro no tuvo másremedio que claudicar y aceptar miinvitación. O quizás cambió de opiniónmás tarde, cuando la tormenta ya se habíadisipado, mientras yo estaba sola tumbadaen el futón que me había preparado en lahabitación de invitados y él estaba en supropia habitación, también solo. Pero

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también era probable que, de repente y sinmotivo alguno, al maestro le hubieraapetecido ir de viaje.

—¿Quieres ir de viaje a una isla elpróximo fin de semana, Tsukiko? —mepropuso el maestro sin previo aviso,cuando volvíamos de la taberna de Satoru.

Había llovido sin cesar y las callesestaban mojadas. Los charcos reflejabanla luz blanca de las farolas, que parecíaflotar en la oscuridad de la noche. Elmaestro caminaba en línea recta, pisandolos charcos. Yo intentaba sortearlos todosy caminaba sin rumbo fijo, desviándomeconstantemente. Por eso me habíaquedado un poco rezagada.

—¿Eh? —le pregunté.

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—¿No fuiste tú quien propuso la otranoche ir juntos de viaje?

—¿De viaje? —repetí como una tonta.—Conozco una isla adonde solía ir

con frecuencia.—¿Por qué?—Tenía mis motivos —murmuró el

maestro.—¿Qué motivos? —insistí, pero no

obtuve respuesta.Apreté el paso para darle alcance.—Si no puedes acompañarme, iré yo

solo.—Claro que puedo —me apresuré a

responder.

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Y allí estábamos, en una pequeña pensiónde aquella isla que el maestro tan bienconocía. Él llevaba su inseparablemaletín. Yo llevaba una maleta de viajerecién estrenada que había compradoexpresamente para la ocasión. Estábamossolos. Juntos. Pero dormíamos enhabitaciones separadas. El maestrodecidió que yo dormiría en la habitacióncon vistas al mar, mientras que él sequedó la que daba a las colinas queconstituían el relieve del interior de laisla.

Dejé la maleta en medio de mihabitación y llamé a la puerta del maestro.

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—Toe, toe . Soy mamá. Abrid lapuerta, cabritos, que no soy el lobo.Tengo la pata blanca.

El maestro abrió la puerta sinmolestarse en comprobar el color de mipata.

—¿Te apetece un té? —propuso,mientras me invitaba a entrar con unasonrisa en los labios. Yo también sonreí.

A pesar de que ambas habitacioneseran iguales, la suya parecía un poco máspequeña. Quizás el paisaje montañoso quese veía por la ventana la hacía parecermás estrecha.

—¿Quiere que vayamos a mihabitación? Es preciosa, tiene vistas almar —sugerí, pero el maestro rechazó mi

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propuesta.—Un hombre jamás debe entrar en la

habitación de una señorita.—Ya —respondí.Quise decirle que a mí no me

molestaba, pero para él parecía ser unasunto de vital importancia, así que decidíolvidarlo. No sabía por qué el maestro mehabía invitado a viajar con él. Cuando leconfirmé que lo acompañaría, su rostro noreflejó ningún tipo de emoción. En el trense comportó como de costumbre.Tomamos el té frente a frente, comocuando estábamos en la taberna de Satoruy teníamos que sentarnos en una de lasmesas porque la barra estaba llena. Suactitud era la misma de siempre.

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Aun así, allí estábamos.—¿Quiere otra taza de té? —le ofrecí

alegremente.—Sí, por favor —aceptó el maestro.Aún más alegremente, llené la

pequeña tetera con agua hirviendo. Seoían los alaridos lastimeros de lasgaviotas, que procedían de las colinas.Tenían una voz ruda y estridente, ysobrevolaban la isla rompiendo la calmadel atardecer.

—¿Vamos a dar un paseo? —sugirióel maestro, mientras se calzaba loszapatos en el vestíbulo.

Yo iba a ponerme unas chanclas quellevaban el nombre de la pensión escrito arotulador, pero él me lo impidió.

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—El terreno de la isla es másirregular de lo que parece —dijo, yseñaló mis zapatos, que había dejado enel estante del vestíbulo.

Tenían un poco de tacón. Cuando melos ponía, mi cabeza quedaba a la alturade los ojos del maestro.

—Es que estos zapatos no sonadecuados para caminar por la montaña—objeté.

El maestro frunció el ceño levemente.Fue un gesto tan sutil que habría pasadodesapercibido a los ojos de cualquier otrapersona. Pero yo no dejaba pasar por altoningún cambio que se produjera en suexpresión.

—No me mire con esa cara, maestro.

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—¿Qué cara?—Como si algo lo estuviera

fastidiando.—Tú no me fastidias, Tsukiko.—Soy un incordio.—No es cierto.—Pregúnteselo a quien quiera. Nadie

me soporta.Enfrascada en aquella absurda

conversación, me calcé las chanclas de lapensión y seguí al maestro. Se habíapuesto un chaleco y caminaba despacio,con la espalda recta y las manos vacías.

El momento de calma que precede elatardecer había terminado. Soplaba unabrisa suave. Las nubes formaban columnasgigantescas que colgaban suspendidas por

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encima de la línea del horizonte. El sol,que se estaba hundiendo en el mar, teñíalas nubes de un pálido tono rosado.

—¿Cuánto se tarda en rodear la isla?—jadeé.

El maestro estaba en plena forma,como el día en que fuimos a recoger setascon Satoru y su primo. Subíamos poco apoco por la empinada pendiente de una delas colinas de la isla.

—A buen ritmo, una horita más omenos.

—¿A buen ritmo?—A tu ritmo probablemente

tardaríamos tres horas.—¿Tres horas?—Deberías hacer más ejercicio,

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Tsukiko.El maestro caminaba a paso rápido.

Incapaz de seguir su ritmo, me detuve amedia ladera para contemplar el mar. Elsol se iba acercando a la línea delhorizonte y las nubes resplandecían con unrojo más intenso. «¿Dónde estoy?», mepregunté. «¿Qué estoy haciendo aquí,rodeada de mar, a media ladera de unacolina de un pueblecito de pescadoresdesconocido?». El maestro se ibaalejando. Su silueta de espaldas meparecía fría y distante. Habíamos idojuntos de viaje, aunque fuera sólo un finde semana, pero el maestro me estabadejando sola. De repente, aquel hombreque caminaba delante de mí me pareció un

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completo desconocido.—¡Ya falta poco, Tsukiko! —me dijo

el maestro, volviéndose hacia mí.—¿Cómo dice? —le pregunté desde

más abajo.Él agitó la mano.—Cuando hayamos subido esta cuesta,

ya casi habremos llegado.—¡Pues sí que es pequeña la isla!

Cuando lleguemos al final de la cuesta,¿la habremos rodeado entera? —lepregunté.

El maestro agitó la mano de nuevo.—Piensa un poco, Tsukiko. Eso que

dices no tiene ningún sentido.—Pero si…—¿Cómo voy a rodear la isla entera

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con una persona sedentaria como tú? Ymucho menos con esas cosas en los pies.

Las chanclas todavía le molestaban.—Venga, date prisa. No te quedes ahí

como un pasmarote —me apremió.Levanté la cabeza.—Si no estamos rodeando la isla,

¿adónde vamos?—No pierdas el tiempo quejándote y

sigue caminando.El maestro siguió subiendo a paso

rápido, hasta que lo perdí de vista. Elúltimo trecho, que rodeaba la colina, eraaún más empinado. Me ajusté las chanclasrápidamente y fui tras él.

—¡Espéreme, maestro! Ya voy.Enseguida voy —dije mientras seguía sus

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pasos.Cuando llegué al final de la

pronunciada pendiente, divisé la ampliacima de la colina. Unos árboles altos yfrondosos bordeaban el camino. Entre losárboles había cuatro casas que formabanuna aldea. Todas las casas tenían unpequeño huerto donde crecían pepinos ytomates. Junto a uno de los huertos habíaun corral, y al otro lado de la toscaalambrada metálica se oían los cacareosde las gallinas.

Más allá del poblado había unapequeña ciénaga. Por culpa de lamenguante luz del crepúsculo, no la vi yzambullí el pie en un charco verdoso. Elmaestro me esperaba al lado de la

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ciénaga.—Por aquí, Tsukiko.Estaba a contraluz. Cuando miré en su

dirección, sólo vi una silueta negrarecortada contra el cielo rojizo. No pudeadivinar la expresión de su cara. Saqué elpie del charco arrastrando la chancla y medirigí al lugar donde me estaba esperando.Los jacintos de agua y los nenúfaresflotaban en la superficie de la ciénaga.Los insectos se deslizaban por el agua.Cuando llegué al lado del maestro, pudeverle la cara. Su expresión era tanpacífica como el agua estancada de laciénaga.

—¿Vamos? —dijo, y se puso enmarcha de nuevo.

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La ciénaga era pequeña. El camino larodeaba y descendía suavemente. Elpaisaje cambió, y los altos árboles quebordeaban el camino se transformaron enarbustos. El sendero se estrechó y elasfalto del pavimento empezó a serirregular.

—Ya hemos llegado.El asfalto había desaparecido por

completo y se había convertido en uncamino de tierra. El maestro avanzabadespacio y yo lo seguía. Las chanclashacían un ruido curioso al chocar contralas plantas de mis pies. Parecía un pájarobatiendo las alas. Frente a nosotrosapareció un pequeño cementerio al finaldel camino.

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Las tumbas que se encontraban cercade la entrada estaban muy bien cuidadas,pero las sepulturas fusiformes y las viejastumbas mohosas que había al fondo sehallaban rodeadas de malas hierbas. Elmaestro se dirigió hacia el fondopisoteando los hierbajos, que le llegabana la altura de la rodilla.

—¿Adónde va, maestro? —lepregunté levantando la voz.

Él se volvió y me dirigió una cálidasonrisa.

—Ya hemos llegado. Es aquí —dijo,y se agachó frente a una pequeña tumba.

A diferencia de las viejas tumbas quela rodeaban, el musgo aún no la habíacubierto por completo. Justo delante había

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un cuenco con un poco de agua.Probablemente lo habría llenado la lluvia.Los tábanos zumbaban a nuestroalrededor.

El maestro juntó las manos y empezó arezar en silencio, agachado y con los ojoscerrados. Los tábanos nos atacabanalternativamente. Cuando se me acercabandemasiado, los ahuyentaba con un «¡Pst!».El maestro, en cambio, seguía rezando sinpreocuparse por los insectos.

Al fin, separó las manos y se levantó.Me miró fijamente.

—¿Es la tumba de un pariente suyo?—inquirí.

—Supongo que se podría decir así —respondió él, vagamente.

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Algunos tábanos se posaron en sucabeza. El maestro la sacudióbruscamente y los insectos levantaron elvuelo.

—Es la tumba de mi mujer.Ahogué una exclamación. El maestro

sonrió de nuevo, con idéntica calidez.—Al parecer, murió en esta isla.El maestro me explicó que, cuando lo

abandonó, su mujer estuvo viviendo en elpueblo donde cogimos el transbordadorpara llegar a la isla. Pronto se separó delhombre con quien se había fugado.Después de varios escarceos amorososacabó viviendo con un hombre de unpueblo situado en un cabo cercano. Semudaron a la isla quién sabe cuándo. La

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esposa del maestro vivió en la isla con suúltimo amante hasta que, un día, laatropelló uno de los escasos coches quepasaban por allí y murió.

—Era una mujer algo excéntrica —añadió el maestro con seriedad cuandoterminó de contarme la vida de su«esposa».

—Sí.—Además, tuvo una vida extraña.—Sí.—¿Cómo pudo morir atropellada en

una isla tan tranquila como ésta? —sepreguntó, apesadumbrado.

Luego sonrió ligeramente. Me acerquéa la tumba, me agaché y miré al maestro.Él me observaba sonriente.

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—Quería venir aquí contigo —medijo tranquilamente.

—¿Conmigo?—Sí. Llevaba mucho tiempo sin venir.Unas cuantas gaviotas sobrevolaban el

cementerio y gritaban con estridencia.Quería preguntarle al maestro por qué mehabía traído allí, pero las gaviotas hacíandemasiado escándalo y pensé que no oiríamis palabras.

—Era una mujer extravagante —musitó el maestro, mirando al cielo—.Todavía sigo pensando en ella.

Aquel «todavía» llegó a mis oídostraspasando como una flecha el jaleo delas gaviotas. Todavía. Todavía. «¿Me hallevado hasta esta isla remota sólo para

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decirme eso?», grité para mis adentros,pero no dije nada. Miré fijamente almaestro. Tenía una media sonrisadibujada en la cara. ¿Por qué estabasonriendo?

—Yo vuelvo a la pensión —dije alfin, y le di la espalda.

Me pareció oír su voz llamándome,pero pensé que habrían sidoimaginaciones mías. Recorrí a paso ligeroel camino que separaba el cementerio dela ciénaga, dejé atrás la pequeña aldea ybajé la cuesta. Me volví varias veces,pero el maestro no me seguía. Me parecióoír de nuevo su voz pronunciando minombre.

—¡Maestro! —exclamé.

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Las gaviotas seguían gritandoruidosamente. Esperé un momento, perono volví a oír su voz ni vi su silueta detrásde mí. Deduje que se habría quedadorezando solo en el cementerio, apenado,junto a la tumba de la difunta esposa quetodavía ocupaba sus pensamientos.

«¡Maldito viejo!», pensé para misadentros. Lo repetí en voz alta:

—¡Maldito viejo!Seguro que el maldito viejo habría

seguido caminando para rodear la islaentera. Decidí olvidar al maestro yaprovechar mi estancia en la isla paradarme un baño al aire libre en el pequeñobalneario de la pensión. Estaba dispuestaa disfrutar del fin de semana, con el

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maestro o sin él. Al fin y al cabo, siemprehabía estado sola. Bebía sola, meemborrachaba sola y me divertía sola.

Bajé la cuesta a paso firme. El sol delatardecer seguía suspendido por encimadel horizonte. Las incómodas chanclas megolpeaban las plantas de los pies y mesacaban de quicio. El escándalo de lasgaviotas era insoportable. El vestido queme había comprado expresamente para elviaje tenía la cintura demasiado estrecha.Las chanclas me venían grandes y medolía el empeine. Tanto la playa como elcamino estaban desiertos y tristes, y yo mesentía furiosa porque el maestro de lasnarices no me seguía.

¿Qué estaba haciendo con mi vida?

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Estaba en una isla que no conocía,arrastrando los pies por un caminodesconocido y había perdido de vista almaestro, a quien creía conocer pero enrealidad tampoco conocía. No mequedaba otra opción que emborracharme.Había oído decir que las especialidadesgastronómicas de la isla eran el pulpo, laoreja marina y la langosta. Comería orejasmarinas hasta reventar. Puesto que era elmaestro quien me había invitado, él lopagaría todo. Tendría una resacamonumental y no podría caminar, de modoque el maestro debería arrastrarme atodas partes. La esperanza de pasar un finde semana romántico con él se había rotoen mil pedazos.

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En el porche de la pensión había una luzencendida. Dos grandes gaviotasdescansaban en el tejado, acurrucadasentre las tejas. El sol ya se había puesto yla oscuridad por fin había silenciado lasgaviotas.

—¡Buenas noches! —grité.La puerta de entrada a la pensión se

abrió con un chirrido.—¡Buenas noches! —me respondieron

alegremente desde el interior.Me llegó el olor de la cena. Me volví

para mirar hacia fuera, donde ya eranoche cerrada.

—Maestro, ya es de noche —murmuré

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—. Vuelva pronto, maestro. Haoscurecido. No me importa que sigapensando en su esposa. Vuelva conmigo ybeberemos juntos.

La rabia que sentía momentos antes sehabía esfumado por completo.

—Podemos ser amigos y compartiruna copa o una taza de té de vez encuando. Es lo único que necesito. Vuelvapronto —repetí en voz baja, escrutando laoscuridad.

Creí atisbar la silueta del maestroentre las tinieblas, fuera de la pensión,pero lo que me había parecido una figurahumana sólo era oscuridad.

—Vuelva pronto, maestro —seguísusurrando.

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EN LA ISLA (II)

—¿Has visto cómo flota el pulpo,Tsukiko? —me dijo el maestro, señalandocon el dedo.

Yo asentí.Lo que estábamos comiendo se podría

considerar una fondue de pulpo.Cortábamos el pulpo a rodajas muy finas,lo metíamos en un cazo con aguahirviendo y, cuando emergía a lasuperficie, lo pescábamos rápidamentecon los palillos. Antes de comerlo, lo

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mojábamos en una salsa de naranjasamargas. El sabor dulzón del pulpo semezclaba en la boca con la naranjaamarga y dejaba un regusto muy especial.

—Cuando lo metes en agua hirviendo,la carne transparente del pulpo se vuelveblanca —me explicó el maestro, en elmismo tono reposado que utilizaba en lataberna de Satoru.

—Sí, se vuelve blanco —corroboré.Me sentía insegura y desorientada, no

sabía si sonreír o guardar silencio.—Pero justo antes de volverse blanco

adopta un ligero tono rosado. ¿Lo ves?—Sí —respondí con un hilo de voz.El maestro me dirigió una sonrisa y

cogió tres rodajas de pulpo a la vez.

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—Hoy estás muy callada, Tsukiko.El maestro había tardado mucho en

volver. Los alaridos de las gaviotashabían cesado y la oscuridad era absoluta.En realidad ni siquiera sé si tardó muchoo si sólo pasaron cinco minutos. Mequedé de pie en el vestíbulo de lapensión, esperándolo, hasta que oí el leveruido de sus pisadas, que avanzabanfirmes en la noche.

—¡Maestro! —exclamé.—Ya estoy aquí, Tsukiko —me

saludó.—Hola —le respondí yo, y entramos

juntos en la pensión.—Estas orejas marinas están

deliciosas —dijo el maestro con

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admiración, mientras bajaba el fuego delcazo.

Nos habían traído un plato con cuatroconchas. Dentro de cada concha había unaoreja marina cruda.

—Pruébalas, Tsukiko.El maestro mojó una oreja marina en

salsa de soja con wasabi y la masticólentamente. Su boca era la de un anciano.Probé una oreja marina y pensé que yotodavía tenía la boca de una personajoven. En ese instante, deseé con todasmis fuerzas tener también boca deanciana.

Nos sirvieron un plato tras otro:fondue de pulpo, orejas marinas, marisco,lenguado, cangrejo hervido y langosta

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frita. Después del lenguado, el maestroempezó a comer más despacio y a beber apequeños sorbos. Yo engullíarápidamente todo lo que nos traían y meservía sake sin apenas despegar loslabios.

—¿Te gusta, Tsukiko? —me preguntóel maestro en tono cariñoso, como si fuerami abuelo y disfrutara viéndome comer.

—Mucho —respondí con brusquedad—. Está todo muy rico —añadí, paraintentar suavizar mi respuesta anterior.

Cuando nos llegó el olor a verdurascocidas, tanto el maestro como yoestábamos llenos. Rechazamos el platoque nos servían y aceptamos sólo un tazónde sopa de miso, que estaba hecha con un

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delicioso caldo de pescado. Entre los dosnos acabamos el sake que había sobrado.

—¿Vamos?El maestro cogió la llave de la

habitación y se levantó. Yo también melevanté, pero el sake me había subido a lacabeza y las piernas me pesaban. Eché aandar a paso vacilante, pero perdí elequilibrio y tuve que apoyar la mano en eltatami para no caerme de bruces al suelo.

—¡Cuidado! —dijo el maestro,mirándome desde arriba.

—¡No intente sermonearme yayúdeme! —grité.

Él se echó a reír.—Por fin vuelves a ser la misma de

siempre —suspiró mientras me tendía una

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mano.Me ayudó a subir las escaleras y nos

detuvimos a medio pasillo, frente a suhabitación. Introdujo la llave en lacerradura, que giró con un chasquido. Yome quedé en el pasillo, tambaleándomedetrás de él.

—Dicen que el balneario de estapensión está muy bien, Tsukiko —me dijoel maestro volviéndose hacia mí.

—Vale —repuse en un tono distraído.Las piernas me flaqueaban.—¿Por qué no vas a bañarte y

descansas un rato?—Vale.—Te vendrá bien despejarte.—Vale.

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—Cuando salgas del balneario, sitodavía no es de noche, ven a mihabitación.

Abrí la boca para responderle conotro «vale», pero reaccioné a tiempo.

—¿Eh? —exclamé, sorprendida—. ¿Aqué se refiere?

—A nada en concreto —repuso elmaestro.

Acto seguido, entró en la habitación ycerró la puerta delante de mis narices. Mequedé plantada en el pasillo. Todavía mesentía mareada. Con la cabeza nublada,empecé a reflexionar sobre las palabrasdel maestro. «Ven a mi habitación», habíadicho. Estaba segura de haberlo oídobien, pero… ¿qué haríamos en su

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habitación? Estaba claro que no íbamos ajugar a las cartas. A lo mejor queríaseguir bebiendo. También era probableque, una vez allí, me propusiera recitarpoesías.

—No te hagas ilusiones, Tsukiko —me dije a mí misma mientras me dirigía ami dormitorio.

Abrí con la llave y encendí la luz. Mehabían preparado un futón individual. Mimaleta estaba arrinconada en un hueco dela habitación.

Mientras me desnudaba y me ponía unkimono de verano para ir al balneario, merepetí varias veces:

—No te hagas ilusiones… No te hagasilusiones.

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Las aguas termales me ablandaron lapiel. Me lavé el pelo, entré y salí unascuantas veces de la piscina de aguacaliente y, al final, me sequé el pelo aconciencia con el secador del vestuario.Había estado una hora en el balneario,pero me había parecido mucho menos.

Cuando volví a la habitación, abrí laventana para dejar entrar la brisanocturna. El murmullo de las olas se oíamás cerca. Estuve un rato apoyada en elalféizar.

Intenté recordar cuándo el maestro yyo empezamos a hacernos amigos. Alprincipio era sólo un conocido, unanciano que había sido mi profesor en elinstituto. Aparte de las escasas palabras

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que intercambiábamos, apenas me fijabaen él. Era una vaga presencia que bebía ensilencio en la barra, sentado a mi lado. Loúnico que me llamó la atención desde elprimer momento fue su voz. No era muygrave, pero tenía un matiz profundo yvibrante. Al oír aquella voz, me fijé en elhombre del que procedía.

En algún momento, más adelante, alsentarme a su lado empecé a notar lacalidez que desprendía. Su presenciadulce y afectuosa se filtraba a través de latela de su camisa almidonada. Eracaballeroso y tierno a la vez. Nunca hesido capaz de describir la presencia queirradiaba el maestro. Cuando intentabacapturarla, se esfumaba para aparecer de

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nuevo en otra ocasión.Me preguntaba si aquella presencia se

convertiría en algo palpable en el caso deque el maestro y yo nos acostáramosjuntos. Pero su misteriosa presenciasiempre se me acababa escurriendo de lasmanos.

Una polilla entró atraída por la luz ydio una vuelta alrededor de la habitación.Tiré de la cadenita de la pequeña lámparanaranja y la apagué. La polilla se quedórevoloteando desorientada, hasta quesalió por la ventana. Aguardé unosinstantes, pero no volvió. Cerré la ventanay me apreté el cinturón del kimono. Mepinté con un pintalabios discreto y cogí unpañuelo. Intentando no hacer ruido, abrí la

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puerta de mi habitación y salí. Laslámparas del pasillo estaban cubiertas depolillas. Antes de llamar a la puerta delmaestro, hice una profunda inspiración.Me froté el labio superior con el inferior,me alisé el pelo con la palma de la manoy cogí aire de nuevo.

—Maestro —llamé.—Está abierto —me respondió desde

dentro. Hice girar suavemente el pomo dela puerta.

El maestro estaba bebiendo cervezacon los codos apoyados en la mesita.

—¿No tiene sake? —le pregunté.—Sí, en la nevera hay, pero no me

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apetecía —me dijo mientras inclinaba labotella de cerveza y llenaba el vaso.

Se formó una capa de espumaperfecta. Encima de la nevera había unabandeja con un vaso boca abajo. Lo cogí yse lo tendí al maestro. Sonriendo, vertióun poco de cerveza y obtuvo una capa deespuma idéntica a la suya. Encima de lamesa quedaban unos cuantos triángulos dequeso.

—¿Lo ha traído usted? —pregunté. Élasintió—. Es un hombre precavido.

—Se me ocurrió meterlo en el maletíncuando iba a salir de casa.

Era una noche tranquila. A través delcristal de la ventana se oía el lejanomurmullo de las olas. El maestro abrió

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dos botellas de cerveza. El ruido metálicodel abridor resonó en la habitación.Vaciamos las botellas y nos quedamoscallados. El ruido del oleaje llenaba elsilencio.

—Qué tranquilidad —comenté.El maestro asintió.—Tienes razón —dijo al cabo de un

rato.Yo asentí.Los trozos de papel de plata que

envolvían el queso estaban encima de lamesa, arrugados. Los junté todos e hiceuna bola. Recordé que cuando erapequeña me gustaba hacer grandes bolascon el papel plateado que envolvía lastabletas de chocolate. Arrugaba

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cuidadosamente los envoltorios y lospegaba unos con otros. De vez en cuandome salía un envoltorio dorado, queguardaba en el cajón de mi pupitre parahacer una estrella y colgarla en el árbolde Navidad. Pero cuando llegaba laNavidad, los envoltorios dorados estabanaplastados bajo una montaña de libretas yutensilios del colegio, y ya no podíautilizarlos.

—Qué tranquilidad —dijimos elmaestro y yo al unísono.

Él se incorporó en su cojín. Yo hiceotro tanto. Cogí la bolita de papel de platay me puse a juguetear con ella. Estábamoscara a cara. El maestro abrió la boca paradecir algo, pero no salió ningún sonido.

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Las arrugas que tenía en las comisuras dela boca revelaban su edad. Parecía aúnmayor que cuando masticaba las orejasmarinas durante la comida. Ambosapartamos la mirada simultáneamente. Elmurmullo de las olas era incesante.

—¿Vamos a dormir? —sugiriótranquilamente.

—Sí —acepté.¿Qué otra respuesta podía darle? Me

levanté, cerré la puerta detrás de mí y fuia mi habitación. Cada vez había máspolillas en las lámparas del pasillo.

Me desperté a medianoche.Me dolía la cabeza. Estaba sola en la

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habitación. Intenté evocar la presenciaescurridiza del maestro, pero no loconseguí.

Una vez despierta no podía volver aconciliar el sueño. Oía el tic-tac del relojde pulsera que había guardado bajo laalmohada. A veces sonaba muy cerca, ysegún cómo me parecía oírlo más lejos.Era curioso, puesto que no se movía desitio.

Me quedé inmóvil durante un rato.Entonces, deslicé la mano por debajo delkimono y me palpé los pechos. No eran niblandos, ni duros. Seguí recorriendo micuerpo hasta acariciarme el vientre. Erabastante liso. Bajé la mano un poco más yla deposité a la altura del pubis. No tenía

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ninguna gracia acariciarme para pasar elrato. Me pregunté si me gustaría que elmaestro me tocara a propósito, pero noconseguí imaginármelo. Permanecítumbada durante una media hora. Creíaque el murmullo lejano de las olas meayudaría a conciliar el sueño, pero nopodía dormir. Quizás el maestro tambiénestaba despierto en la oscuridad.

Aquella idea fue tomando forma en mimente, hasta que empecé a imaginar que elmaestro me estaba llamando desde lahabitación contigua. Los temoresnocturnos son como bolas de nieve, queacaban formando un alud si no se detienena tiempo. Ya no podía aguantar más.Silenciosamente, abrí la puerta de mi

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habitación sin encender la luz. Fui a losservicios, que estaban al fondo delpasillo, y oriné. Tenía la esperanza de quemis inquietudes se disiparan, pero nohicieron más que intensificarse.

Regresé a mi habitación, me retoqué conel pintalabios discreto y fui a lahabitación del maestro. Pegué la oreja a lapuerta y escuché atentamente. Me sentícomo un delincuente. Al otro lado de lapuerta no se oía la respiraciónacompasada de alguien que estádurmiendo, sino algo distinto. Agucé eloído y me pareció que aquel extraño ruidoaumentaba de volumen.

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—Maestro —susurré—. Maestro,¿qué ocurre? ¿Está bien? ¿Hay algo que lepreocupa? ¿Quiere que entre?

Abrí la puerta sin llamar. La luz quehabía en la habitación me deslumbró.

—No te quedes en la puerta, Tsukiko.Adelante —me invitó el maestro,haciéndome señas con la mano.

Abrí los ojos, que se meacostumbraron enseguida a la luz. Elmaestro estaba escribiendo. Tenía la mesallena de papeles.

—¿Qué escribe? —le pregunté.Cogió uno de los papeles de la mesita

y me lo enseñó. «La carne del pulpo |tiene un tono rosado», leí.

—Sólo me falta el último verso del

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haiku —me explicó, dirigiéndome unamirada grave—. ¿Qué podría venir acontinuación de «tiene un tono rosado»?

Me senté en un cojín. Mientras yo nopodía dejar de pensar en él, el maestroocupaba su tiempo pensando en pulpos.

—Maestro —musité.Él levantó la cabeza, imperturbable.

En uno de los papeles que cubrían lamesita había dibujado un pulpo espantoso.Para colmo, llevaba una cinta en la frente,alrededor de la cabeza.

—¿Qué pasa, Tsukiko?—Maestro, es que…—Dime.—Bueno, pues…—¿Sí?

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—Maestro.—¿Qué quieres decirme exactamente,

Tsukiko?—¿Qué le parecería algo como «el

ruido sordo del oleaje»?No me atreví a abordar directamente

el meollo del asunto, tal vez porque nosabía si lo que había entre el maestro y yotenía algún meollo.

—«La carne del pulpo | tiene un tonorosado. | El ruido sordo del oleaje». ¿Eraeso? Veamos…

El maestro no había notado el tonoapurado de mi respuesta, o quizás lo habíaignorado aposta. Escribió el haiku en unahoja mientras lo recitaba en voz baja.

—Me gusta. Tienes mucha

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sensibilidad, Tsukiko.—Gracias —repuse con un hilo de

voz. Saqué el pañuelo de papel y me quitéel pintalabios con disimulo. Mientras, élseguía murmurando y retocando el haiku.

—¿Qué te parece esto, Tsukiko? «Lasolas susurran. | La carne del pulpo | tieneun tono rosado».

¿Que qué me parecía? Despegué loslabios, que habían recuperado su palidezhabitual, y dejé escapar un «bueno»desabrido. El maestro escribió suvariación del haiku. Se lo estaba pasandoen grande. Movía la cabeza en señal deasentimiento o la sacudía cuando noestaba conforme.

—Me recuerda a Bashô —observó.

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Yo ya no tenía fuerzas para responder.Sólo fui capaz de mover la cabeza dearriba abajo—. Bashô es el autor de unhaiku que dice: «Se oscurece el mar. | Lasvoces de los patos | son vagamenteblancas» —me aleccionó el maestro enmitad de la noche, sin dejar de escribir—.Se podría decir que el haiku que hemosescrito entre tú y yo, Tsukiko, estáinspirado en el estilo de Bashô. Tiene unarima irregular y llamativa. No podríamosdecir «Se oscurecen las olas | sonvagamente blancas | las voces de lospatos». En ese caso, el verso «sonvagamente blancas» podría referirse tantoa las olas como a las voces de los patos.Colocando el verso «son vagamente

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blancas» al final, el haiku gana muchavitalidad. ¿Está claro? Lo entiendes,¿verdad? ¿Por qué no intentas escribiruno, Tsukiko?

Puesto que no tenía nada mejor quehacer, me senté al lado del maestro y mepuse a escribir. ¿Cómo habíamos llegadoa aquella situación? Ya eran más de lasdos de la madrugada. Y ahí estaba yo, sinsaber cómo, contando sílabas con losdedos y escribiendo poemas mediocrescomo: «Al atardecer | una polilla en laluz. | Parece triste».

Escribía llena de indignación. Era laprimera vez en mi vida que lo intentaba,pero los versos me salían sin pensar.Escribí diez, doce, veinte poemas. Al

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final estaba tan cansada, que apoyé lacabeza en el futón del maestro y me tumbéencima del tatami. Cuando se me cerraronlos párpados, no fui capaz de volver aabrirlos. En vez de despertarme, elmaestro me acomodó en el futón y me dejódormir. No recuerdo nada más. Sólo séque, al despertar, oí el murmullo de lasolas y vi la luz que inundaba la habitacióna través de una rendija de la cortina.

Sentí una sensación de asfixia y giré lacabeza. El maestro estaba durmiendo a milado. Yo tenía la cabeza apoyada en subrazo. Ahogué un grito y me levantéprecipitadamente. Salí corriendo hacia mihabitación, con la mente en blanco. Medejé caer en el futón, me levanté de un

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salto, di un par de vueltas por lahabitación, abrí y cerré las cortinas, metumbé en el futón, tiré del edredón hastacubrirme la cabeza, me levanté porsegunda vez y regresé a la habitación delmaestro sin pensar. Las cortinas estabancerradas y el maestro se hallaba tumbadoen la penumbra, esperándome con los ojosabiertos.

—Ven, Tsukiko —me dijotiernamente, echando el edredón haciaatrás.

—Vale —susurré. Me tumbé a su ladoy lo sentí muy cerca.

—Maestro —musité, hundiendo lacabeza en su pecho.

Él besó mi pelo una y otra vez. Me

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acarició los pechos, al principio porencima del kimono y luego por debajo.

—Tienes unos pechos muy bonitos —me dijo en el mismo tono que había usadola noche anterior para analizar el poemade Bashô. Solté una risa ahogada, y éltambién rió—. Son muy bonitos. Eresencantadora, Tsukiko —añadió, mientrasme acariciaba el pelo una y otra vez. Losojos se me cerraban de sueño.

—Me quedaré dormida, maestro —leadvertí.

—Pues vamos a dormir, Tsukiko —me respondió.

—Es que no quiero dormir —murmuré, incapaz de abrir los párpados.Era como si la mano del maestro

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provocara un efecto somnífero en mí.Quería decirle que no me dejara dormir ypedirle que me abrazara, pero la lenguame pesaba demasiado y sólo conseguífarfullar—: No quiero… dormir. Noquiero. No.

Al cabo de un rato, dejó deacariciarme y empezó a respirar de formaacompasada.

—Maestro —lo llamé, reuniendo misúltimas energías.

—Tsukiko —susurró.Cuando estaba a punto de dormirme,

oí los gritos de las gaviotas quesobrevolaban el mar. Ni siquiera fuicapaz de abrir la boca para decirle almaestro que no se durmiera. Arropada

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entre sus brazos, caía en un profundoabismo. Estaba desesperada. Me sentíaarrastrada hacia un sueño que estaba muylejos del sueño del maestro. Las gaviotasgraznaban bajo las primeras luces delalba.

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MAREA BAJA. UNSUEÑO

Oí un susurro en el exterior y abrí laventana. Era un alcanforero. Parecía estardiciendo «¡Ven, ven!». O tal vez: «¿Quiéneres?». Asomé la cabeza a la ventana ycontemplé la escena. Una bandada depajaritos revoloteaba entre las ramas delárbol. Volaban tan deprisa que no podíaidentificarlos. Sabía dónde estabanporque las hojas se movían a su paso.

Recordé que, en cierta ocasión,

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también había visto pájaros en los cerezosdel jardín del maestro. Aquella noche oíun aleteo que cesó de repente. Lospajaritos del alcanforero no dejaban debatir las alas ni por un momento. Cada vezque se movían, el árbol susurraba como silos invitara a acercarse.

Llevaba un tiempo sin ver al maestro.Seguía yendo a la taberna de Satoru, perono lo veía sentado en la barra como decostumbre.

Mientras los pájaros agitaban lasramas del alcanforero y el árbol susurraba«¡Ven, ven!», decidí que aquella nocheiría a la taberna de Satoru. La temporadade las habas había terminado, pero seguroque habría brotes de soja verde. Los

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pajaritos seguían aleteando entre elfollaje.

—Tofu frío, por favor —pedí, y mesenté en uno de los extremos de la barra.

El maestro no estaba. Recorrí lataberna con la mirada, pero tampocoestaba en las mesas. Pedí una cerveza.Cuando llegó la hora del sake, el maestroaún no había aparecido. Se me ocurrió ira su casa, pero me pareció una intrusiónen toda regla. Ensimismada en mispensamientos bebí un vaso de sake trasotro, hasta que tuve sueño.

Fui al servicio. Mientras estabasentada, miré al exterior a través de unventanuco. Me acordé de un poema quehablaba de lo triste que era ver el cielo

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azul desde la taza de un váter. En efecto,aquella ventana me hizo sentir triste.

Cuando al fin había decidido que iríaa visitar al maestro a su casa, salí delservicio y ahí estaba. Había un taburetelibre entre él y yo. Estaba sentado con laespalda tan recta como siempre.

—Aquí tiene su tofu frío.El maestro cogió el tazón que Satoru

le tendía por encima de la barra y aliñó eltofu cuidadosamente con salsa de soja.Cogió un trocito con los palillos y se lollevó a la boca.

—Delicioso —dijo, volviéndosehacia mí.

Me dirigió la palabra sin habermesaludado, como si reanudara una

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conversación que habíamos dejado amedias.

—Lo he probado antes —respondí.El maestro asintió.—El tofu es un alimento delicioso.—Sí.—Me gusta hervido, frío, cocido y

frito, se puede comer de mil formasdiferentes —dijo de un tirón. Luego sellevó el vaso a los labios.

—¿Le apetecen unas copas, maestro?Llevábamos mucho tiempo sin vernos —dije, y le rellené el vaso.

—Vamos a beber, Tsukiko —aceptó.Aquella noche bebimos mucho.

Bebimos como nunca.

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¿Qué eran aquellas agujas que sedivisaban en el horizonte? ¿Eran barquitasnavegando hacia mar abierto?

El maestro y yo nos quedamosmirando fijamente las barquitas. Al cabode un rato noté que se me secaban los ojosy desvié la mirada, pero el maestro noapartaba la vista del mar.

—¿No tiene calor, maestro? —lepregunté.

Negó sacudiendo la cabeza.Me pregunté dónde estábamos.

Habíamos estado bebiendo sake. Nisiquiera recordaba cuántas botellashabíamos tomado.

—Son almejas —murmuró el maestro.

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Apartó la mirada del horizonte y ladepositó en la playa. En la arena habíamucha gente que aprovechaba la mareabaja para recoger marisco.

—Ya no es época de recoger marisco,pero parece que aquí todavía se puedeencontrar —añadió.

—¿Dónde estamos, maestro? —lepregunté.

—Otra vez aquí —me respondió.—¿Otra vez? —repetí.—Otra vez —afirmó—. Vengo aquí

de vez en cuando. Me gustan más losberberechos que las almejas.

Quería preguntarle dónde estaba eselugar donde venía de vez en cuando, peroél siguió hablando antes de que pudiera

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formular la pregunta.—Yo prefiero las almejas —le

respondí, dejándome llevar.Las aves marinas graznaban y

sobrevolaban la playa. Con muchocuidado, el maestro dejó encima de unaroca el vaso de sake que tenía en la mano.Estaba lleno hasta la mitad.

—Bebe si quieres, Tsukiko —me dijo.Me miré la mano y me di cuenta de

que yo también tenía un vaso de sake.Estaba casi vacío.

—Cuando hayas terminado, ¿podréutilizarlo como cenicero?

Apuré el vaso de un trago.—Gracias.El maestro cogió el vaso y tiró la

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ceniza del cigarrillo que se estabafumando. Las nubes vaporosas recorríanel cielo. De vez en cuando, las voces delos niños nos llegaban desde la playa.«¡He encontrado uno enorme!», decían.

—¿Dónde estamos?—No lo sé —repuso el maestro

mirando al mar.—¿Hemos salido de la taberna de

Satoru?—Puede que no.—¿Cómo?Mi voz sonó tan estridente, que me

sorprendí a mí misma. El maestro seguíacontemplando el mar, absorto. La brisaera húmeda y salada.

—A veces vengo aquí, pero es la

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primera vez que vengo acompañado —dijo con una amplia sonrisa—. O quizássólo me lo parece.

El sol brillaba intensamente. Las avesmarinas alborotaban en el cielo. Parecíanestar diciendo: «¡Ven, ven!». Sin sabercómo, en mi mano había aparecido otrovaso de sake. Estaba lleno. Lo apuré de untrago, pero no noté los efectos delalcohol.

—Así es este lugar —murmuró elmaestro para sí—. Vuelvo enseguida —anunció, y los contornos de su siluetaempezaron a difuminarse.

—¿Qué ocurre? —inquirí.Su cara adoptó una expresión triste.—No te preocupes, volveré —me

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aseguró.Acto seguido, desapareció sin dejar

rastro. El cigarrillo que se había fumadotambién se desvaneció. Recorrí andandounos cuantos metros en todas direcciones,pero no lo encontré. Lo busqué entre lasrocas, pero tampoco estaba. Resignada,me senté encima de una roca. Bebí el sakede un trago. Dejé el vaso vacío en lapiedra y desapareció en cuanto aparté lavista, del mismo modo que el maestro sehabía esfumado. Así era aquel lugar. Enmi mano iban apareciendo vasos de sake.Yo bebía con la mirada perdida en elhorizonte.

Tal y como había prometido, elmaestro volvió.

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—¿Cuántos vasos llevas ya? —mepreguntó, mientras se me acercaba pordetrás.

—Ni idea.Estaba un poco borracha. El alcohol

siempre hacía efecto, incluso en un lugarcomo aquél.

—Ya estoy aquí —dijo el maestro conbrusquedad.

—¿Ha vuelto a la taberna de Satoru?—le pregunté.

Sacudió la cabeza.—He vuelto a casa.—Ah. Ha sido muy rápido.—Aunque parezca mentira, los

borrachos somos criaturas muy caseras —anunció el maestro con aire solemne.

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Me eché a reír y derramé todo el sakeencima de la roca.

—¿Me pasas el vaso vacío, porfavor?

El maestro estaba fumando, comoantes. En la taberna no fumaba casi nunca,pero en aquel lugar siempre tenía uncigarrillo encendido entre los dedos. Echóla ceniza en el vaso.

La mayoría de la gente que estaba enla playa llevaba sombrero. Recogíanmarisco en cuclillas y todos miraban en lamisma dirección. Tenían una pequeñasombra en el trasero.

—¿Por qué lo harán? —preguntó elmaestro, aplastando el cigarrillo contra elborde del vaso.

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—¿A qué se refiere?—A eso de recoger marisco.De repente, el maestro apoyó la

cabeza y las manos en la superficie de laroca e hizo el pino. Como la piedra teníaun poco de pendiente, su cuerpo seinclinó. Se tambaleó durante un momentoy enseguida recuperó el equilibrio.

—Lo querrán para cenar —aventuré.—¿Crees que van a comerlo? —

preguntó el maestro.Su voz llegaba desde abajo.—Quizás quieran adoptar un

berberecho como animal de compañía.—¿Un berberecho?—Cuando era pequeña tenía

caracoles.

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—Tener caracoles es relativamentenormal.

—¿Y qué tiene de raro tenerberberechos?

—Los caracoles no son marisco,Tsukiko.

—Es cierto.El maestro seguía haciendo el pino.

Ya no me parecía extraño. Así era aquellugar. Me acordé de su esposa. No lahabía conocido, pero me acordaba de ellaa través del maestro.

Su mujer era una buena prestidigitadora.Había aprendido a dominar los juegos demanos: desde los más sencillos, que

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consistían en hacer desaparecer una bolitaroja entre los dedos, hasta los máscomplejos, que se hacían con animales.No actuaba delante de la gente. Practicabaen casa, siempre sola. Muy de vez encuando le enseñaba al maestro un nuevotruco que había aprendido. Él sospechabaque su mujer dedicaba días enteros aensayar. También sabía que tenía conejosy palomas encerrados en una jaula, perolos animales que usan losprestidigitadores son más pequeños ytranquilos que los demás, de modo que almaestro no le costó olvidar su presenciaen la casa.

Un día, el maestro tuvo que ir alcentro de la ciudad a hacer unos recados,

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y vio a una mujer idéntica a su esposa quecaminaba en su dirección. Sólo sediferenciaban en la ropa y en los gestos.Llevaba un vestido llamativo que ledejaba los hombros al descubierto. Ibadel brazo de un hombre barbudo, ataviadocon un traje chillón que le daba muy pocacredibilidad. La mujer del maestro era unpoco caprichosa, pero nunca le habíagustado llamar la atención. Por eso elmaestro llegó a la conclusión de que nopodía ser su esposa, sino una mujer que sele parecía, y apartó la mirada.

La mujer y el hombre barbudo seacercaban rápidamente. El maestro nopudo evitar dirigirles una última mirada.Ella rió. Su risa era idéntica a la de su

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esposa. Mientras reía, sacó una palomadel bolsillo y la depositó en el hombrodel maestro. A continuación, sacó unpequeño conejo del escote y lo colocó enel otro hombro. El conejo se quedóinmóvil, como una estatuilla. El maestrotambién estaba petrificado. Finalmente, lamujer sacó un mono de debajo de la falday lo colgó de la espalda del maestro.

—¿Cómo estás, cariño? —dijotranquilamente.

—¿Eres tú, Sumiyo?—¡Quieta! —le ordenó la mujer a la

paloma, que no dejaba de aletear.No respondió a la pregunta del

maestro. La paloma se calmó. El hombrebarbudo y la mujer iban cogidos de la

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mano. El maestro dejó el conejo y lapaloma en el suelo, pero no consiguióquitarse el mono de encima. El barbudorodeó los hombros de la mujer con elbrazo y la atrajo hacia sí. Se fueron sinmás y dejaron al maestro sin saber quéhacer con el mono.

—Sumiyo era su mujer, ¿no es así? —pregunté.

El maestro afirmó con la cabeza.—Sumiyo era una mujer muy peculiar.—Ya.—Se fue hace quince años, y desde

entonces se dedicó a deambular por todoel país. Cada vez que se mudaba, me

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enviaba una postal. Era muy considerada.El maestro, que estaba haciendo el

pino, recuperó su postura habitual y sesentó encima de la piedra. Describía a sumujer como una excéntrica, pero sucomportamiento en aquella playa tampocose podía considerar normal.

—La última postal me llegó hacecinco años, y me la envió desde la isladonde estuvimos aquel fin de semana.

En la playa había cada vez más gente.Recogían marisco entusiasmados, deespaldas a nosotros. Los niños gritaban.Sus voces me llegaban a cámara lenta,como si estuviera escuchando una cintaestropeada.

El maestro cerró los ojos y aspiró el

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humo del cigarrillo que subía desde elvaso cenicero. Era curioso que yorecordara tan bien a su mujer, a quiennunca había conocido, y que fuera incapazde recordar nada sobre mí misma. Lasbarquitas que navegaban hacia marabierto sólo eran puntitos luminosos.

—¿Cómo se llama este lugar?—Es un lugar de paso.—¿De paso?—Podríamos llamarlo «frontera».¿Qué clase de frontera? ¿Por qué el

maestro frecuentaba ese lugar? Bebí untrago de mi enésimo vaso de sake ycontemplé la playa. Veía las siluetas de lagente ligeramente borrosas.

—Teníamos un perro —empezó el

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maestro. Dejó el vaso vacío en la piedra.Se esfumó sin dejar rastro—. Cuandonuestro hijo aún era pequeño, teníamos unperro. Era un shiba. Me gustan los perrosde raza shiba. Mi mujer prefería losperros cruzados. Una vez le regalaron unperro muy extraño que parecía una mezclaentre un buldog y un perro salchicha.Vivió bastantes años. Mi mujer le teníamucho cariño. El shiba lo tuvimos antes.El pobre comió algo que le sentó mal,estuvo enfermo unos días y al final murió.Para mi hijo fue un golpe muy duro. Yotambién estaba triste, pero mi mujer noderramó ni una sola lágrima. Estabaenfurecida porque mi hijo y yo nospasábamos el día lloriqueando.

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»Cuando enterramos al perro en eljardín, mi mujer le dijo al niño:

»—No te preocupes, el perroresucitará. Chiro se reencarnará.

»—Pero ¿en qué? —le preguntó mihijo entre sollozos.

»—En mí.»—¿Eh? —exclamó el chaval,

abriendo los ojos como platos. Yotambién me quedé perplejo. ¿De quédiablos estaba hablando? Aquello no teníaningún sentido, y tampoco serviría paraconsolar al niño.

»—No digas cosas raras, mamá —lepidió nuestro hijo, algo mosqueado.

»—No son cosas raras —replicóSumiyo, y entró en casa rápidamente. El

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día terminó sin más novedades. Al cabode una semana, mientras estábamoscenando, Sumiyo rompió a ladrarsúbitamente.

»—¡Guau! —ladraba con una voz muyestridente, idéntica a la de Chiro. Ademásde tener un gran talento para los trucos demagia, sabía ladrar exactamente igual queChiro.

»—Eso es una broma de mal gusto —le advertí, pero no me hizo caso. Siguióladrando hasta que terminamos de cenar.Tanto mi hijo como yo perdimos el apetitoy nos levantamos de la mesa lo antesposible.

»Al día siguiente Sumiyo volvía a serla misma de siempre, pero mi hijo no

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había olvidado lo sucedido.»—Quiero una disculpa, mamá —le

exigía, pero ella hacía oídos sordos.»—Te dije que el perro se

reencarnaría en mí. Era Chiro quienestaba dentro de mí —se justificaba. Mihijo estaba cada vez más enfadado yninguno de los dos parecía dispuesto aceder. A partir de aquel día empezaron adistanciarse. Cuando acabó el instituto,nuestro hijo se matriculó en unauniversidad lejos de la ciudad y se alojóen una residencia. Se quedó a trabajarcerca de allí. Ni siquiera cuando nacieronnuestros nietos recuperamos el contacto.

»—¿Acaso no quieres a tus nietos?¿No te gustaría verlos más? —le

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preguntaba yo a Sumiyo.»—No —me respondía ella.»Hasta que, un buen día, se fue.—¿Y dónde estamos ahora? —

pregunté otra vez. No obtuve respuesta.Quizás Sumiyo odiaba la muerte, o no legustaba la tristeza que provoca—.Maestro —dije—. Quería mucho aSumiyo, ¿verdad?

El maestro gruñó y me miró.—La quisiera o no, era una mujer muy

egoísta.—Es verdad.—Era caprichosa, egoísta y lunática.—Todo eso significa más o menos lo

mismo.—Sí, todo es lo mismo.

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La playa quedó oculta tras un densomanto de niebla. El maestro y yoestábamos solos, de pie y con un vaso desake en la mano, en aquel lugar donde nohabía nada más que aire.

—¿Dónde estamos?—¿Dónde? Aquí.De vez en cuando, las voces de los

niños nos llegaban desde la playa, lentas ydistorsionadas.

—Sumiyo y yo éramos muy jóvenes.—Usted sigue siendo joven.—Pero no como antes.—He bebido demasiado, maestro.—¿Quieres bajar a la playa y recoger

almejas?—Las almejas no se comen crudas.

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—Podemos encender una hoguera yasarlas.

—¿Asarlas?—Sería demasiado complicado,

¿verdad?Oí un ruido en el exterior. El

alcanforero susurraba junto a mi ventana.Me gustaba aquella época del año. Llovíacon facilidad, pero la lluvia mojaba lashojas del alcanforero y les arrancaba unbrillo deslumbrante. El maestro fumaba,absorto en sus pensamientos. Movió loslabios y me pareció que articulaba algocomo «esto es la frontera», pero enrealidad no emitió ningún sonido.

—¿Cuándo empezó a venir aquí? —lepregunté.

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—Cuando tenía más o menos tu edad.Sentía la necesidad de venir —merespondió con una sonrisa.

—¿Por qué no volvemos a la tabernade Satoru? No quiero quedarme en estelugar tan extraño. ¡Vayámonos de aquí! —le supliqué.

—¿Y cómo vamos a salir? —mepreguntó el maestro.

De la playa nos llegaba una algarabíade voces. El alcanforero seguíasusurrando. El maestro y yopermanecimos de pie, con sendos vasosde sake en la mano, sumidos en unprofundo sopor. Las hojas del alcanforerosusurraban: «¡Ven! ¡Ven!».

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LOS GRILLOS

Llevaba mucho tiempo sin ver almaestro.

La visita a aquel lugar extraño no tuvonada que ver con nuestro distanciamiento.Había decidido esquivarlo a propósito.

Evitaba acercarme a la taberna deSatoru. Renuncié a mi paseo vespertinolos fines de semana. En vez de ir almercado viejo del centro de la ciudad,hacía la compra en un gran supermercadosituado frente a la estación. Tampoco me

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detenía en la librería de segunda mano nien las otras dos librerías del barrio. Sabíaque, si tomaba aquellas pequeñasprecauciones, no me cruzaría con elmaestro. Así de sencillo.

Era tan sencillo, que si seguía así novolvería a ver al maestro nunca más. Y sino volvía a verlo, acabaría olvidándolo.

—Cada uno recoge lo que ha sembrado —solía decir mi difunta tía abuela.

A pesar de su avanzada edad eramucho más liberal que mi madre. Cuandomurió su marido estuvo saliendo convarios hombres que la llevaban deexcursión en coche, a comer o a jugar al

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criquet.—En eso consiste el amor —repetía

la mujer—. Cuando tienes un gran amor,debes cuidarlo como si fuera una planta.Debes abonarlo y protegerlo de la nieve.Es muy importante tratarlo con esmero. Siel amor es pequeño, deja que se marchitehasta que muera.

Mi tía abuela no se cansaba derecordarnos a todos su consejo, como side un dogma se tratara.

Según ese método, si no veía al maestrodurante una temporada larga, lo que sentíapor él acabaría marchitándose. Por esohacía todo lo posible por evitar el

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encuentro.Si salía de mi casa, caminaba por la

calle principal, tomaba la calle quellevaba al barrio residencial y seguía elrío durante unos cien metros, llegaría acasa del maestro. Vivía en el terceredificio de un callejón perpendicular alrío, que se desbordaba con muchafacilidad. Hasta hace unos treinta años,cada vez que un tifón azotaba la región seinundaban los bajos de las casas. En laépoca del gran crecimiento económico sepuso en marcha un proyecto de reparacióna gran escala de los lechos de los ríos,que se ampliaron y rodearon de muros decemento excavados a gran profundidad.

Pero antes de las obras la corriente

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era tan violenta que costaba distinguir siel agua era turbia o cristalina. Era muyfácil acceder al río, de modo que era unbuen reclamo para los suicidas. Ademáshabía oído decir que, una vez saltabas, eraimposible que te rescataran con vida.

Los sábados y domingos tenía lacostumbre de ir paseando junto al ríohasta el mercado de la estación. Perocuando empecé a esquivar al maestro tuveque renunciar a esos paseos y perdí unade mis distracciones del fin de semana.

Cogía el tren para ir al cine o alcentro a comprarme ropa y zapatos.

Pero no me sentía cómoda. Mecostaba mucho aguantar el olor apalomitas que impregnaba las salas de los

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cines los fines de semana, el ambientefresco pero viciado de los grandesalmacenes en las tardes de verano y elmurmullo de voces que rodeaba la cajaregistradora de las grandes librerías.Tenía la sensación de que me faltaba elaire.

Hacía escapadas de fin de semana ensolitario. Me compré un libro tituladoViajar sin rumbo. Balnearios de losalrededores. Y así, sin rumbo, visitévarios lugares. Antes se considerabasospechoso que una mujer viajara sola,pero los tiempos han cambiado. Losempleados del hotel me acompañabanamablemente a mi dormitorio, meenseñaban amablemente el comedor y la

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sala de baños y me decían amablemente aqué hora tenía que dejar la habitación.Una vez me había instalado me bañaba,cenaba, me bañaba otra vez y me quedabasin saber qué hacer. Iba a dormir, al díasiguiente desalojaba la habitación y dabael viaje por terminado.

¿Por qué no conseguía sentirme agusto conmigo misma si estabaacostumbrada a estar sola?

Pronto me cansé de viajar sin rumbo.Como tampoco podía salir a pasear juntoal río al atardecer me quedaba en casa,holgazaneando y preguntándome si mivida estaba siendo tan agradable comocreía.

Divertida. Dolorosa. Agradable.

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Dulce. Amarga. Salada. Cosquillosa.Picante. Fría. Caliente. Tibia.

¿Qué clase de vida había llevadohasta entonces?

Mientras estaba tumbada,ensimismada en mis pensamientos, lospárpados empezaron a pesarme. Merecosté en la almohada doblada en dos yme quedé dormida. La ligera brisa queentraba a través de la tela metálica de laventana me acariciaba el cuerpo. A lolejos oía el canto de los grillos.

A medio camino entre el sueño y lavigilia, en ese sopor en que uno no sabe siestá soñando o divagando, me preguntépor qué estaba esquivando al maestro.Soñé que andaba por un camino blanco y

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polvoriento. Avanzaba buscando almaestro, mientras los grillos cantabandesde algún lugar, por encima de mí.

Pero no encontraba al maestro.De repente, recordé que había

decidido encerrarlo en una caja. Lo habíaenvuelto en un paño de seda y lo habíaguardado en un rincón del armarioempotrado de madera de paulonia.

El armario era demasiado grande pararecuperarlo. El envoltorio de seda era tanfresco, que el maestro no quería salir deahí. El interior de la caja era oscuro, paraque pudiera dormir tranquilo. Mientraspensaba en el maestro acostado dentro dela caja, con los ojos abiertos, seguíacaminando sin descanso por el camino

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blanco. Los grillos enloquecidos cantabanpor encima de mi cabeza.

Un día, después de mucho tiempo, quedécon Takashi Kojima, que había estado deviaje de negocios durante un mes. Me dioun cascanueces metálico muy pesado y medijo que era un regalo.

—¿Dónde has estado? —le preguntémientras jugueteaba con el cascanueces.

—Por ahí, en el oeste de América —me respondió.

—¿Cómo que por ahí? —inquiríriendo.

Takashi también rió.—Es una ciudad que no conoces,

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cielo.Fingí no darme por aludida con

aquello de «cielo».—¿Y qué has estado haciendo en esa

ciudad que no conozco?—Trabajando.Tenía los brazos bronceados.—El sol americano te ha sentado bien

—observé.Takashi afirmó con la cabeza.—Bien mirado, el sol americano y el

sol japonés son un único sol.Mientras abría y cerraba el

cascanueces, contemplaba distraídamentelos brazos de Takashi Kojima. Sólo hayun sol. Me dejé llevar por la belleza deaquellas palabras y estuve a punto de

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ponerme sentimental, pero pude contenera tiempo mis sentimientos.

—¿Sabes qué? —empecé.—¿Qué?—Este verano he estado viajando.—¿De veras?—Sin rumbo fijo. De un lado a otro.—¡Qué lujo! Qué envidia me das —

exclamó Takashi.—Un auténtico lujo —le respondí.El cascanueces brillaba pobremente

bajo la suave luz del Bar Maeda. TakashiKojima y yo tomamos dos vasos deBourbon con soda cada uno. Pagamos lacuenta y subimos las escaleras del bar. Encuanto pisamos la calle, nos dimos unapretón de manos formal y un beso

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también formal.—Te veo distraída —observó

Takashi.—Es que llevo tiempo viajando sin

rumbo —repliqué.Él arrugó la frente.—¿A qué te refieres, cielo?—Eso de «cielo» no va conmigo.—Yo creo que sí —insistió Takashi.—Pues a mí me parece que no —

repetí.Takashi rió.—El verano ya se acaba.—Sí, ya se acaba.Entonces, nos estrechamos las manos

de nuevo y nos despedimos.

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—¡Cuánto tiempo sin verte, Tsukiko! —me saludó Satoru.

Eran más de las diez. Satoru estaba apunto de cerrar. Llevaba dos meses sinaparecer por allí. Había ido a la fiesta dedespedida de uno de mis jefes, que estabaa punto de jubilarse. Había bebido más dela cuenta y me envalentoné. Pensé quedespués de dos meses ya lo habríasuperado.

—Sí, ha pasado mucho tiempo —respondí, con la voz más aguda que decostumbre.

—¿Qué tomarás? —me preguntóSatoru, levantando la vista de la tabla decortar.

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—Una botella de sake frío y unosbrotes de soja verde.

—Marchando —dijo Satoru, y agachóde nuevo la cabeza.

La barra estaba vacía. En una de lasmesas había un hombre y una mujersentados frente a frente, en silencio. Nohabía nadie más.

Bebí un sorbo de sake. Satoru no medijo nada. La radio anunciaba losresultados de los partidos de béisbol.

—Los Giants han dado la vuelta almarcador en el último momento —murmuró el tabernero, hablando consigomismo.

Recorrí con la mirada el interior dellocal. En un paragüero había unos cuantos

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paraguas olvidados. Últimamente no habíallovido.

De repente, oí un «cri-cri» procedentedel suelo. Al principio pensé que sería laradio, pero parecía el canto de un insecto.El «cri-cri» se prolongó durante un ratomás y se interrumpió, pero volvió aempezar casi de inmediato.

—Creo que hay un bicho por aquí —anuncié a Satoru, cuando me sirvió unplato humeante de brotes de soja verde.

—Será un grillo. Ha entrado estamañana y sigue ahí desde entonces —merespondió el tabernero.

—¿Dentro de la taberna?—Sí, en el desagüe.El grillo reanudó su canto, como si

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quisiera confirmar las palabras de Satoru.—El maestro me dijo que estaba

resfriado. Espero que se encuentre bien.—¿Eh?—La semana pasada vino un par de

días, por la tarde. Tenía mucha tos. Desdeentonces no he vuelto a verlo —meinformó Satoru. El cuchillo de cortargolpeaba la tabla y producía un ruidotosco.

—¿No ha venido ni un solo día? —lepregunté. Mi voz sonó demasiadoestridente, como si fuera la de otrapersona.

—No.El grillo seguía cantando. Oía mis

latidos y el zumbido del torrente

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sanguíneo circulando por mis venas. Micorazón latía cada vez más acelerado.

—Espero que se encuentre bien —repitió Satoru, dirigiéndome una miradainterrogante.

Evité responderle y guardé silencio.El grillo cantaba. Al cabo de un rato,

se quedó en silencio. Mi corazón seguíalatiendo acelerado, y notaba laspulsaciones por todo el cuerpo.

El cuchillo de cocina de Satoruchocaba contra la tabla de cortar. El grilloempezó a cantar de nuevo.

Llamé a la puerta.Llevaba más de diez minutos dudando

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frente a la casa del maestro, hasta que porfin decidí llamar.

Había intentado pulsar el timbre, peroel dedo se me quedó paralizado. Rodeé eljardín y traté de asomar la cabeza albalcón, pero la puerta corrediza estabacerrada. Escuché atentamente y no oínada. Al dar la vuelta a la casa, me dicuenta de que había luz en la cocina y mesentí más aliviada.

—Maestro —lo llamé desde el otrolado de la puerta.

Como era de esperar, no respondió.No había gritado lo suficiente. Lo llaméunas cuantas veces más. Mi voz se perdióen la oscuridad de la noche. Entoncesdecidí llamar a la puerta.

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Oí unos ruidos de pasos que seacercaban por el pasillo.

—¿Quién es? —preguntó una vozronca.

—Soy yo.—¿Cómo voy a saber quién es «yo»,

Tsukiko?—Pues lo ha sabido.Mientras hablábamos, el maestro

abrió la puerta. Llevaba un pantalón depijama rayado y una camiseta de mangacorta con la inscripción «I ♥ NY».

—¿Qué haces aquí? —me preguntócon voz tranquila.

—Es que…—No son horas de que una señorita

visite a un hombre en su casa.

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Seguía siendo el mismo de siempre.En cuanto le vi la cara, las fuerzas meabandonaron y las rodillas me flaquearon.

—¿Cómo que no? Cuando ha bebido,es usted mismo quien me invita a entrar.

—Pero hoy no he bebido suficiente.Me hablaba con naturalidad, como si

nos hubiéramos visto recientemente.Aquellos dos meses que había pasadointentado alejarme de él se borraron de mimemoria.

—Satoru me ha dicho que estabaenfermo.

—Cogí un resfriado, pero ya meencuentro mejor.

—¿Por qué lleva esa camiseta tanrara?

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—Me la dio mi nieto.Nos miramos a los ojos. No se había

afeitado. Llevaba una barba de dos días.—Por cierto, Tsukiko, cuánto tiempo

sin vernos.Intenté aguantarle la mirada. Una

amplia sonrisa se dibujó en su rostro. Sela devolví torpemente.

—Maestro.—Dime, Tsukiko.—¿Se encuentra bien?—¿Creías que estaba muerto?—Reconozco que he llegado a

pensarlo.Soltó una carcajada. Yo también reí,

pero la risa se me quedó atascada en lagarganta. Quería pedirle al maestro que no

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volviera a mencionar la muerte. Pero mehabría respondido algo como: «La gentemuere, Tsukiko. Además yo ya soy mayor,y tengo muchas más probabilidades demorir que tú. Es ley de vida».

La muerte siempre flotaba a nuestroalrededor.

—Entra. ¿Te apetece una taza de té?—me ofreció mientras se adentraba en lacasa.

En la parte trasera de la camisetatambién había una inscripción de «I ♥NY», pero era más pequeña. Me quité loszapatos murmurando: «I love New York».

—Maestro, ¿por qué lleva un pijamaen vez de un camisón? —le pregunté en unsusurro mientras lo seguía por el pasillo.

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Él se volvió.—¿Tienes alguna queja sobre mi

estilo, Tsukiko?—En absoluto —le aseguré.—Estupendo —dijo él.En la casa reinaban el silencio y la

humedad. En la sala había un futónextendido. El maestro preparó el té y losirvió despacio. Yo intenté beber apequeños sorbos, para que me durara más.

—Maestro.—Dime —me respondió, pero yo me

quedé callada. Lo intenté un par de vecesmás, pero cada vez que me respondíaguardaba silencio. No sabía qué decir.

Cuando hube terminado mi taza de té,me despedí.

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—Que se mejore —le deseéeducadamente desde el recibidor,inclinando la cabeza.

—Tsukiko.En esa ocasión fue él quien me llamó

a mí.—¿Sí? —inquirí yo, levantando la

cabeza y mirándolo a los ojos. Tenía lasmejillas rasposas y el pelo enmarañado.

—Cuídate —dijo, tras una brevepausa.

—No se preocupe —lo tranquilicé.El maestro quería acompañarme al

recibidor, pero se lo impedí y cerré lapuerta yo misma. Era una noche de medialuna. El jardín estaba lleno de cantos deinsectos.

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—No lo sé —murmuré, mientras mealejaba de su casa—. Pero da igual. Noimporta si es amor o no. ¡Qué más da!

La verdad es que me daba igual. Nadatenía importancia mientras el maestroestuviera bien.

—Ya no importa. No quiero nada conel maestro —me decía a mí misma,mientras caminaba junto al río.

El agua fluía en silencio rumbo al mar.Probablemente el maestro estuvieraacurrucado en el futón, con su pantalón depijama y su camiseta de manga corta.¿Habría cerrado la puerta con llave?¿Habría apagado la luz de la cocina?¿Habría comprobado que el gas estuvieraapagado?

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—Maestro… —suspiré—. Maestro.Un frescor otoñal ascendía desde el

río. «Buenas noches, maestro. La camisetade “I ♥ NY” le sienta muy bien. Cuandoesté del todo recuperado iremos juntos atomar algo. Como ya empieza a hacer frío,le pediremos a Satoru alguna cosacaliente y beberemos juntos».

Hacía un buen rato que había dejadoatrás la casa del maestro, pero seguíadirigiéndome a él como si estuviera a milado. Caminaba despacio, siguiendo elcurso del río. Parecía que estuvierahablando con la luna.

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EN EL PARQUE

El maestro me había pedido una cita.Me daba mucha vergüenza utilizar la

palabra «cita». Además, el maestro y yoya habíamos viajado juntos, aunque nuncahabíamos sido una pareja en el sentidoestricto de la palabra, por supuesto. Másque una cita, lo que habíamos planeadoparecía una excursión escolar, porque elmaestro me había invitado a visitar unaexposición de caligrafía antigua en elmuseo de arte. En cualquier caso era una

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cita en toda regla, y fue el maestro quienme propuso: «Tsukiko, ¿por qué nosalimos juntos un día?».

No se trataba de una borracheraimprovisada en la taberna de Satoru, ni deun encuentro accidental en medio de lacalle. Tampoco me había invitado porquecasualmente llevara dos entradas en elbolsillo. Me llamó por teléfonoexpresamente, cuando yo ni siquiera sabíaque tuviera mi número, y fue directo algrano para invitarme a salir con él. Alotro lado de la línea la voz del maestrosonaba más dulce que de costumbre,quizás porque el sonido llegaba un pocodistorsionado.

Quedamos el sábado a primera hora

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de la tarde frente a la estación del museode arte. Tenía que hacer dos transbordospara llegar desde mi casa. Al parecer, elmaestro tenía cosas que hacer por lamañana y me dijo que iría directamente almuseo.

—Aquella estación es muy grande,Tsukiko. Me da un poco de miedo que tepierdas —bromeó por teléfono.

—No voy a perderme, ya soymayorcita —le respondí.

Me quedé callada, sin saber qué decira continuación. Hablar por teléfono conTakashi Kojima, cosa que hacíamos confrecuencia aunque apenas nos viéramos,parecía lo más sencillo del mundocomparado con hablar con el maestro.

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Cuando estábamos sentados en la tabernarellenábamos las pausas contemplando elir y venir de Satoru tras la barra. Pero porteléfono los silencios eran mucho másevidentes.

—Bueno, pues… vale —balbucí paradar continuidad a la conversación, peromi voz sonaba poco convencida. Aunqueme hacía ilusión hablar por teléfono conel maestro, estaba deseando que colgara.

—Bien, Tsukiko. Me alegro de quenos veamos pronto —empezó adespedirse.

—Sí —repuse, con un hilo de voz.—Entonces, quedamos el sábado a la

una y media frente a los torniquetes de laestación. Intenta ser puntual. Si llueve, la

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cita sigue en pie. Nos veremos el sábado.Hasta luego.

En cuanto se cortó la comunicación,me dejé caer al suelo. A lo lejos oía lospitidos procedentes del auricular, queseguía sujetando en la mano. Permanecí unrato en esa posición.

El sábado amaneció despejado. Era uncaluroso día de otoño. La camisa demanga larga que me había puesto era unpoco demasiado gruesa y me molestaba.Durante el viaje a la isla había aprendidoa prescindir de los vestidos y los zapatosde tacón. Llevaba una camisa, un pantalónde algodón y calzado sencillo. Tenía el

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presentimiento de que el maestro me diríaque parecía un hombre, pero no meimportaba.

Había decidido pasar por alto susopiniones. Me mantendría distante.Neutral. Si él era caballeroso, yo mecomportaría como una dama. Queríamantener una relación formal, superficialy duradera, sin esperar nada a cambio. Yahabía intentado acercarme a él, pero nome había dejado. Era como si hubiera unmuro invisible entre los dos. A primeravista parecía blando y maleable, pero pormucho que lo presionara no me devolvíanada. Era un muro de aire.

Hacía un día fabuloso. Los estorninosse apiñaban en los postes de electricidad.

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Yo tenía entendido que solían reunirsecuando empezaba a oscurecer, pero lospostes de aquella zona estabanabarrotados desde primera hora de latarde. Parecían estar hablando entre ellosen el idioma de los pájaros.

—Qué escandalosos —comentóalguien detrás de mí, súbitamente.

Era el maestro. Llevaba un abrigooscuro, una camisa lisa de color beige yun pantalón marrón claro. Tan elegantecomo siempre. Jamás se pondría unacorbata hortera.

—Parece que se divierten —dije.El maestro observó durante un rato los

estorninos. Luego me miró con una sonrisaen los labios.

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—¿Vamos? —sugirió.—Sí —acepté, mirando al cielo.Sólo había dicho un simple «vamos»,

en el mismo tono de siempre, pero mesentí extrañamente nerviosa.

El maestro compró las entradas.Cuando le ofrecí el dinero, negó con lacabeza y rechazó el billete que yo letendía.

—No tienes por qué devolvérmelo, fuiyo quien te invité.

Entramos en el museo de arte. En elinterior había mucha más gente de la queimaginaba. El museo estaba tanabarrotado, que los documentos expuestosapenas se podían leer, y me sorprendióque hubiera tanta gente interesada en la

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ilegible caligrafía de las épocas Heian oKamakura. El maestro contemplaba losrollos de pergamino y los cuadroscolgantes expuestos en las vitrinas. Yosólo veía su espalda.

—¿No te parece precioso?El maestro estaba señalando un

documento que parecía una carta repletade caracteres retorcidos escritos con tintadiluida. No entendí nada.

—¿Usted entiende lo que pone ahí?—La verdad es que no —confesó

riendo—. Pero los caracteres me parecenmuy bonitos.

—Ya.—Cuando tú ves a un hombre

atractivo te fijas en él aunque no lo

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conozcas, ¿verdad? Pues con loscaracteres ocurre lo mismo.

—Ya —repuse. Según eserazonamiento, cuando él se cruzaba conuna mujer atractiva también se fijaba enella, pensé.

Durante dos horas visitamos laexposición itinerante de la primera planta,bajamos de nuevo a la planta baja yrecorrimos la exposición permanente. Yono entendía en absoluto aquellosgarabatos, pero el maestro los comentabauno por uno. «Qué caligrafía más bonita»,susurraba.

O bien: «Esos trazos son pococuidadosos», o: «¡Qué pergamino tanmagnífico!». Al final me contagió su

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entusiasmo. Me divertía expresar mi libreopinión sobre la caligrafía de las épocasHeian y Kamakura. «¡Ésa me gusta!»,«Tiene algo especial», «Me recuerda a unconocido», comentaba, como si estuvierasentada en una cafetería del centro sinnada mejor que hacer que criticar a lostranseúntes que pasaban por la calle.

Nos sentamos en un sofá del rellano.La gente iba y venía frente a nosotros.

—¿Te has aburrido mucho, Tsukiko?—me preguntó el maestro.

—Al contrario, me ha parecido muyinteresante —le respondí mientrasobservaba el desfile de gente.

Notaba el calor que desprendía elcuerpo del maestro, sentado a mi lado.

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Mis sentimientos afloraron de nuevo.Aquel sofá duro e incómodo me parecía ellugar más agradable del mundo. Me sentíafeliz a su lado. Eso era todo.

—¿Va todo bien, Tsukiko? —mepreguntó el maestro, mirándome. Yocaminaba junto a él y me iba repitiendopara mis adentros: «No te hagas ilusiones,no te hagas ilusiones». Recordé un cuentoque leía cuando era pequeña, titulado Elaula voladora, en que el jovenprotagonista se decía a sí mismo: «Nollores, no llores, no llores».

Creo que era la primera vez que elmaestro y yo caminábamos tan cerca eluno del otro. Normalmente él caminabadelante de mí y yo lo seguía a paso ligero,

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un poco rezagada.Cuando venía alguien de frente, nos

apartábamos a derecha e izquierda ydejábamos el espacio justo para quepudiera pasar entre nosotros. Cuando eltranseúnte había pasado, volvíamos ajuntarnos.

—No hace falta que nos separemos,Tsukiko. Podemos apartarnos hacia elmismo lado —sugirió el maestro al verque otra persona venía en direccióncontraria y teníamos que dejarla pasar.Sin embargo, me separé del maestro y mehice a un lado. Me sentía incapaz dearrimarme a él.

—Deja de moverte como si fueras unpéndulo —me ordenó de repente, y me

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sujetó el brazo cuando yo estaba a puntode apartarme otra vez. Tiró de míenérgicamente. No me agarró con fuerza,pero como yo intentaba ir en direccióncontraria noté un fuerte tirón.

—Quiero que te quedes a mi lado —me dijo sin soltarme el brazo.

—Vale —repuse, cabizbaja.Estaba mil veces más nerviosa que el

primer día que salí con un chico. Elmaestro me sujetaba por el codo. Lashojas de las calles empezaban a teñirse derojo. Yo me dejaba llevar por él, comouna delincuente recién arrestada.

El museo de arte estaba situado en elcentro de un gran parque. A la derechahabía un zoológico. El sol de media tarde

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iluminaba la parte superior del cuerpo delmaestro. Un niño iba esparciendopalomitas por el camino. Una bandada depalomas se abalanzó inmediatamenteencima de las palomitas. El niño gritó,sobresaltado. Los pájaros revoloteaban asu alrededor, intentando picotear laspalomitas que le quedaban en la palma dela mano. El niño se quedó petrificado, conlos ojos llenos de lágrimas.

—Qué palomas más intrépidas —comentó el maestro con voz tranquila—.¿Descansamos un rato? —sugirió, y sesentó en un banco. Yo me senté a su lado.Los rayos del atardecer también meiluminaban de cintura para arriba.

—Ese niño está a punto de romper a

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llorar —observó el maestro. Se inclinóhacia delante, aparentemente preocupado.

—Puede que al final se trague laslágrimas.

—No lo creo. Los niños son unoslloricas.

—¿Más que las niñas?—Sí. Los niños no suelen ser tan

fuertes como las niñas.—¿Usted también era un llorica de

pequeño, maestro?—Yo sigo siendo un llorica.Tal y como el maestro había

vaticinado, el niño rompió a llorar. Laspalomas volaban a su alrededor e inclusose habían posado en su cabeza. Una mujer,que parecía la madre, lo abrazó riendo.

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—Tsukiko —dijo el maestro,volviéndose hacia mí. Noté que me estabamirando, pero yo seguí con la vista fija alfrente—. Quería darte las gracias porhaberme acompañado a la isla aquellavez.

—Ya —respondí.No me apetecía recordar nada de lo

que pasó en la isla. Desde aquel fin desemana, las palabras «no te hagasilusiones» resonaban sin cesar en mimente.

—Siempre he sido un poco obtuso.—¿Obtuso?—¿No se dice eso de los niños que

son lentos en actuar y reaccionar?—Usted nunca me ha parecido una

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persona obtusa.Era un hombre decidido y resuelto,

que actuaba sin titubear y que siempremantenía la espalda tiesa como un palo.

—Pues te equivocas. Soy bastanteobtuso.

Cuando la madre lo abrazó, el niñoempezó de nuevo a esparcir palomitas demaíz.

—Ese niño no escarmienta —selamentó el maestro.

—Los niños nunca escarmientan.—Es cierto. Y yo tampoco.Era un obtuso y nunca escarmentaba.

¿Qué quería decirme con eso? Lo mirécon el rabillo del ojo. Estaba observandoal niño detenidamente, con la espalda tan

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recta como siempre.—En la isla también me comporté

como un obtuso.El niño volvía a estar rodeado de

palomas que revoloteaban a su alrededor.La madre lo regañó. Los pájarosempezaron a acorralar también a la mujer,que cogió a su hijo en brazos y echó aandar para escapar de la bandadahambrienta. Pero el niño seguíaesparciendo palomitas, de modo que lospájaros no los dejaban en paz. Daba lasensación de que caminaban por unaenorme alfombra de palomas.

—¿Cuánto tiempo crees que me quedade vida, Tsukiko? —me preguntó elmaestro bruscamente.

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Nuestras miradas se encontraron. Susojos parecían tranquilos.

—¡Mucho, mucho tiempo! —grité sinpensar.

Una joven pareja que ocupaba elbanco contiguo se volvió hacia nosotros.Unas cuantas palomas alzaron el vuelo.

—No viviré tanto.—Pero aún le queda mucho tiempo.El maestro tomó mi mano izquierda

con su derecha y la envolvió con suáspera palma.

—Pero si no viviera tanto tiempo túno serías feliz, ¿verdad?

No supe qué decir y me quedé con laboca entreabierta. El maestro se habíadescrito a sí mismo como un obtuso, pero

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era yo quien se estaba comportando comouna tal. A pesar de lo importante que eraaquella conversación, me había quedadoboquiabierta, incapaz de reaccionar.

La madre y el hijo se habían ido. Elsol empezaba a ponerse y la oscuridad secernía sigilosamente sobre nosotros.

—Tsukiko —dijo el maestro.De repente, acercó la punta del dedo

índice a mi boca entreabierta y rozó mislabios. Cerré la boca inmediatamente,sobresaltada. El maestro apartó el dedoantes de que acabara aplastado entre misdientes.

—¿Qué está haciendo? —grité.El maestro sonreía con disimulo.—Es que estabas en las nubes.

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—Estaba pensando muy seriamente enlo que acaba de decirme.

—Perdón —se disculpó.Entonces me pasó el brazo por encima

del hombro y me atrajo hacia sí. Cuandome abrazó, el tiempo parecía habersedetenido.

—Maestro —musité.—Tsukiko —susurró él.—Aunque usted muriera ahora mismo

yo estaría bien, maestro. Lo superaré —leprometí mientras hundía la cara en supecho.

—No pensaba morir ahora mismo —replicó, abrazándome.

Su voz era apenas un murmullo dulcey suave, como cuando hablamos por

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teléfono.—Sólo era un decir.—Exacto, un decir. Muy bien dicho.—Gracias.Estábamos abrazados, pero nuestra

conversación seguía siendocompletamente formal.

Las palomas alzaban el vuelo en buscade refugio entre los árboles. Una bandadade cuervos revoloteaba en el cielo. Susgraznidos resonaban en el parque. Laoscuridad iba ganando terreno. La parejajoven que ocupaba el banco contiguo alnuestro se había convertido en una siluetaconfusa.

—Tsukiko —dijo el maestro,irguiendo la espalda.

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—¿Sí? —respondí mientras meincorporaba yo también.

—Me preguntaba si…—¿Sí?El maestro hizo una breve pausa. La

luz era tan escasa que no le veía la cara.Nuestro banco era el más alejado de lafarola. El maestro carraspeó varias veces.

—Verás…—¿Sí?—¿Querrías iniciar conmigo una

relación basada en el amor mutuo?—¿Cómo? —exclamé, perpleja—. ¿A

qué se refiere con eso? Sabe que llevomucho tiempo enamorada de usted —leespeté, olvidando guardar las distancias—. Sabe perfectamente que me siento

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atraída por usted desde hace muchotiempo. ¿A qué viene esa tontería del«amor mutuo»?

Un cuervo graznó desde una ramacercana. Sobresaltada, di un bote en elbanco. El cuervo graznó otra vez. Elmaestro sonrió y envolvió mi mano entrela suya.

Me arrimé a él. Pasé el brazo pordetrás de su cintura y presioné mi cuerpocontra el suyo. Aspiré el olor de suchaqueta. Olía levemente a naftalina.

—No te arrimes así, Tsukiko. Me davergüenza.

—Pero si usted me ha abrazadoprimero.

—No te imaginas lo que me ha

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costado.—Pues ha quedado muy natural.—Es que he estado casado muchos

años.—Precisamente por eso no debería

sentirse avergonzado.—Pero estamos en un lugar público.—Es de noche, no nos ve nadie.—Sí que nos ven.—No lo creo.Con la cabeza apoyada en su pecho,

rompí a llorar. Para que no notara missollozos, hundí la cara en su chaqueta yempecé a parlotear mientras él meacariciaba el pelo tiernamente.

—Acepto la proposición —dije—.Estoy de acuerdo en iniciar con usted una

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relación basada en el amor mutuo —añadí.

—Eso es estupendo. Eres una chicaencantadora, Tsukiko —me respondió—.¿Qué te ha parecido nuestra primera cita?

—Lo he pasado muy bien —admití.—¿Aceptarías otra? —me preguntó.La oscuridad nos arropaba con su

negro manto.—Claro. En eso consiste una relación

basada en el amor mutuo.—¿Adónde te gustaría ir la próxima

vez?—¿Por qué no vamos a Disneyland?—¿Desniland?—Disneyland, maestro.—Ah, Disneyland. Es que no me

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gustan mucho las aglomeraciones degente.

—Pero yo quiero ir.—Pues entonces iremos a Desniland.—Es Disneyland, maestro.—No seas tan quisquillosa, Tsukiko.Las tinieblas nos envolvían por

completo y nosotros seguíamos hablandosin decir nada. Las palomas y los cuervosya se habían refugiado en sus nidos. Elmaestro me rodeaba con su cálido brazo,y yo no sabía si reír o llorar. Al final, nohice ni una cosa ni la otra. Me tranquilicéy me acurruqué en sus brazos, en silencio.

Oía los latidos de su corazón a travésde la chaqueta. Nos quedamos sentados enla oscuridad.

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EL MALETÍN DELMAESTRO

Contrariamente a la costumbre, entré enla taberna de Satoru cuando todavía habíaluz.

Era un día de principios de invierno,de esos en que oscurece temprano, demodo que debían de ser alrededor de lascinco. Había salido a hacer unasgestiones, pero acabé antes de lo previstoy decidí ir directamente a casa, sin volvera la oficina. En otros tiempos habría ido a

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dar una vuelta por el centro comercial,pero en aquel momento se me ocurrió ir ala taberna de Satoru y llamar al maestrodesde allí. Así funcionaban las cosasdesde que el maestro y yo manteníamosuna «relación formal», según sus propiaspalabras. Antes de empezar aquella«relación» no habría llamado al maestro.Habría ido sola a la taberna de Satoru y lohabría esperado bebiendo sake con elcorazón en un puño, porque nunca sabía siacabaría apareciendo o no.

Las cosas no habían cambiado mucho.La única diferencia era que laincertidumbre había desaparecido.

—Esperar puede ser muy pesado,¿verdad? —comentó Satoru, levantando la

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cabeza desde detrás de la barra, dondeestaba cortando verduras.

Había llegado cuando la tabernatodavía estaba cerrada. Encontré a Satorufrente a la puerta, barriendo la calle. Medijo que aún no tenía nada preparado,pero me invitó a entrar de todos modos.

—Siéntate donde quieras. Abrirédentro de media hora —me informó, y metrajo una cerveza, un vaso, un abridor y unplato con un pedacito de miso.

—Sírvete tú misma —me ofreció eltabernero, mientras movía el cuchillo agran velocidad encima de la tabla decortar.

—Esperar tampoco es tan malo.—¿Tú crees?

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Bebí un trago de cerveza. Al cabo deun rato, noté un agradable calorcillo queme recorría el esófago. Mordisqueé untrocito de miso. Era de trigo.

—Tengo que hacer una llamada —medisculpé.

Saqué el móvil del bolso y marqué elnúmero del maestro. No sabía si llamarleal fijo o al móvil, pero tras unos instantesde vacilación me decanté por marcar elnúmero de su móvil.

El maestro descolgó al cabo de seistonos, pero no dijo nada. Permaneció ensilencio durante unos diez segundos. No legustaban los móviles porque la vozllegaba con un poco de retraso.

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—No tengo nada en contra de losteléfonos móviles. Es muy interesante vera un tipo hablando solo en voz alta delantede todo el mundo.

—Ya.—Pero eso no significa que me guste

utilizar esos aparatitos.Ésa fue la conversación que

mantuvimos cuando le aconsejé que secomprara un móvil. Al principio se negóen redondo, pero insistí tanto que no pudorechazarlo. Un antiguo ex novio mío teníala mala costumbre de no dejarseconvencer nunca cuando teníamosopiniones opuestas, pero el maestro erabastante razonable. O quizás debería decir

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que era bueno. La bondad del maestroprocedía de su estricto sentido de lajusticia. No era amable conmigo parahacerme feliz, sino porque analizaba misopiniones sin tener ideas preconcebidas.Se podría decir que su bondad era másbien una actitud pedagógica. Por esocuando me daba la razón me sentía muchomás feliz que si se hubiera limitado adecirme que sí para tenerme contenta.Aquello fue todo un descubrimiento. Nome siento cómoda cuando me dan la razónsin tenerla. Prefiero mil veces que metraten con justicia.

—Si le pasa algo me quedaré mástranquila —alegué.

El maestro abrió los ojos como platos.

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—¿Qué va a pasarme? —replicó.—Cualquier cosa.—¿Por ejemplo?—Supongamos que va usted andando

por la calle con un par de bolsas en cadamano cuando, de repente, empieza allover. No hay ninguna cabina telefónicacerca, el porche donde se ha resguardadode la lluvia está cada vez más abarrotadoy tiene prisa por volver a casa.

—Si me encontrara en esa hipotéticasituación volvería a casa andando bajo lalluvia, Tsukiko.

—¿Y si acabara de comprar algo queno pudiera mojarse? Como una bomba queexplotara al contacto con el agua.

—Yo no compro bombas.

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—Podría haber un asesino entre lamultitud refugiada bajo el porche.

—Los asesinos no sólo están bajo losporches. También existe el riesgo de quenos crucemos con uno cuando salimos apasear juntos.

—Pero figúrese que resbala en lacalle mojada.

—Si alguien va a resbalar eres tú,Tsukiko. Yo voy de excursión y memantengo en forma.

Todos sus argumentos eran ciertos.Me quedé en silencio, con la vista fija enel suelo.

—Tsukiko —dijo el maestro al cabode un rato—. Tú ganas. Me compraré unteléfono móvil.

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—¿De veras? —exclamé.—A los viejos nos puede pasar

cualquier cosa en cualquier momento —admitió, acariciándome la cabeza.

—Usted no es viejo, maestro —objeté.

—Pero a cambio…—¿Sí?—A cambio, me gustaría que dejaras

de llamarlo «móvil». Debes decir siempre«teléfono móvil». Es muy importante. Nosoporto que la gente se refiera a esoscacharros como «móviles».

Así fue como el maestro se compró unteléfono móvil. A veces le llamaba paraque practicara, pero él nunca me llamabadesde el móvil.

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—Maestro.—Sí.—Estoy en la taberna de Satoru.—Sí.Siempre me respondía con

monosílabos. Era su forma habitual dehablar, pero en una conversacióntelefónica sonaba muy brusca.

—¿Va a venir?—Sí.—Me alegro.—Lo mismo digo.Había conseguido arrancarle una frase

entera. Satoru sonreía con aire burlón.Salió de detrás de la barra para ir a

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colgar la cortinilla en la entrada. Cogí eltrocito de miso con los dedos y lomordisqueé. El olor a cocido empezó aimpregnar el ambiente de la taberna.

Sólo me preocupaba una cosa.El maestro y yo todavía no habíamos

hecho el amor. Era un tema que meinquietaba tanto como la amenaza de lamenopausia, o los resultados de losanálisis hepáticos que me hacían en lasrevisiones médicas. El cuerpo humanogira en torno a tres ejes: las glándulas, lasvísceras y los órganos genitales. Lo habíaaprendido gracias al maestro.

Estaba un poco preocupada, pero no

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me sentía insatisfecha. Hacer el amor noentraba en mi lista de prioridades. Pero alparecer el maestro no compartía mi puntode vista.

—Hay algo que me inquieta, Tsukiko—me confesó un día.

Estábamos en su casa. Llevábamostoda la tarde comiendo tofu hervido ybebiendo cerveza. El maestro habíahervido el tofu en una olla de aluminio,con bacalao y crisantemo comestible. Eltofu que hacía yo no llevaba guarnición.Empecé a preguntarme cómo era posibleque dos desconocidos llegaran aadaptarse tan bien.

—¿Qué es?—Verás, llevo muchos años sin

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acostarme con una mujer.—Ya —repuse con la boca

entreabierta, procurando que el maestrono me metiera el dedo dentro.Últimamente siempre lo hacía cuando mecogía desprevenida. Era más travieso delo que parecía.

—No tenemos por qué hacer nada —respondí precipitadamente.

—¿Podríamos no hacer nada? —inquirió el maestro, meditabundo.

—Sí, podríamos no hacerlo —leaseguré, y me senté en el suelo.

Él afirmó gravemente con la cabeza.—El contacto corporal es básico,

Tsukiko. Independientemente de la edad,es un asunto de vital importancia —

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anunció, con la misma voz firme queempleaba para recitar fragmentos delCantar de Heike desde su tarima deprofesor—. Pero no estoy seguro de sipodré hacerlo o no —siguió recitando—.Y si fuerzo la situación sin estarconvencido y las cosas no salen bien,perderé la poca confianza que me queda.Ese miedo es lo que me impide dar elpaso. Lo siento muchísimo —dijo a modode conclusión, y agachó la cabeza enseñal de disculpa. Le devolví lareverencia sin levantarme. «Yo leayudaré, intentémoslo», me habría gustadodecirle, pero me sentía apabullada por susolemne discurso y no me salían laspalabras. Ni siquiera fui capaz de

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tranquilizarlo y pedirle que no sepreocupara, que podíamos seguirbesándonos y acariciándonos como hastaentonces sin hacer nada más.

Con la mente en blanco, vertí un pocode cerveza en el vaso del maestro. Se labebió de un trago. Cogí un poco debacalao de la cacerola. El bacalao saliópegado a un pedazo de crisantemo. Elcontraste entre el verde y el blanco mepareció hermoso.

—¿Ha visto lo bonito que es,maestro? —observé.

Él sonrió y me acarició el pelo comode costumbre.

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Quedábamos en distintos lugares. Almaestro parecía gustarle la palabra«cita».

—Te propongo una cita —solíadecirme.

Aunque vivíamos en el mismo barrio,siempre quedábamos en la estación máscercana al lugar de la cita. Cada uno ibapor su cuenta y nos encontrábamos allí.Cuando coincidíamos en el tren, elmaestro musitaba: «¡Caramba, Tsukiko!Qué casualidad».

Visitamos el acuario varias veces. Alél le encantaban los peces.

—Cuando era pequeño ya me gustaba

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hojear libros ilustrados de peces —meexplicó.

—¿Qué edad tenía?—Todavía iba al colegio.Me enseñó fotos de cuando era

pequeño. Aquellos retratos en sepia,desteñidos por el paso del tiempo,mostraban al maestro con un gorro demarinero y una sonrisa de oreja a oreja.

—Qué adorable —comenté.Él asintió.—Tú sigues siendo adorable, Tsukiko.Estábamos de pie frente al acuario de

los atunes y los bonitos. Mientrascontemplaba los peces, que nadaban encírculos en una única dirección, tuve lasensación de que el maestro y yo

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llevábamos mucho tiempo ahí, de pie.—Maestro —dije.—¿Qué ocurre, Tsukiko?—Le quiero.—Yo también te quiero, Tsukiko.Los dos hablábamos muy en serio.

Siempre estábamos serios, incluso cuandobromeábamos. Los atunes y los bonitostambién estaban serios. La mayoría de losseres vivos son serios.

También fuimos a Disneyland. Elmaestro dejó escapar una lagrimitamientras contemplábamos el desfilenocturno. Yo también lloré. Supongo quecada uno lloraba pensando en sus cosas.

—Es que las luces nocturnas son muytristes —se justificó, mientras se sonaba

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la nariz con un enorme pañuelo blanco.—No sabía que usted también lloraba.—Las glándulas lacrimales de los

viejos son más sensibles.—Le quiero, maestro.No respondió. Seguimos

contemplando el desfile en silencio. Lasluces iluminaban su perfil y sus cuencasparecían vacías.

—Maestro —lo llamé, pero no mehizo caso—. Maestro —repetí, con elmismo resultado. Sin insistir más,entrelacé mi brazo con el suyo y centré laatención en Mickey, los siete enanitos y laBella Durmiente.

—Hoy lo he pasado muy bien —ledije.

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—Yo también —me respondió al fin.—Me gustaría volver a salir con

usted.—Volveré a invitarte.—Maestro.—Sí.—Maestro.—Sí.—No se vaya, maestro.—No pienso irme.El volumen de la música aumentó

considerablemente. Los enanitos saltaban.Al final, el desfile se alejó. La oscuridadnos envolvía. Mickey, que cerraba eldesfile, avanzaba despacio, moviendo lascaderas. El maestro y yo nos dimos lamano en medio de la penumbra. Un

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escalofrío me hizo temblar levemente.

Me gustaría hablar de la única vez que elmaestro me llamó desde su teléfonomóvil. Supe que me llamaba desde elmóvil por el ruido de fondo que oía alotro lado de la línea.

—Tsukiko —dijo.—Sí.—Tsukiko.—Sí.En aquella ocasión era yo quien

respondía con monosílabos, como si noshubiéramos intercambiado los papeles.

—Eres un encanto, Tsukiko.—¿Cómo?

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Eso fue lo único que dijo antes decolgar súbitamente. Le llamé deinmediato, pero no respondió. Al cabo dedos horas, volví a llamarle al fijo.Descolgó y respondió tranquilamente,como si no hubiera pasado nada.

—¿Qué quería antes?—Nada. Me apetecía llamarte, eso es

todo.—¿Dónde estaba cuando me ha

llamado?—Al lado de la verdulería, frente a la

estación.—¿En la verdulería? —repetí con

extrañeza.—Sí, he ido a comprar nabos y

espinacas —me respondió.

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Solté una carcajada, y él también rióal otro lado de la línea.

—Quiero que vengas, Tsukiko —mepidió sin más preámbulos.

—¿A su casa?—Sí.Preparé a toda prisa una bolsa donde

embutí el cepillo de dientes, el pijama yla crema facial; y me dirigí a paso rápidoa casa del maestro. Me estaba esperandode pie en el portal. Entramos en lahabitación cogidos de la mano. El maestroextendió el futón, y yo lo cubrí con unasábana. Preparamos la camaperfectamente sincronizados.

Sin mediar palabra, nos dejamos caeren el futón. Hicimos el amor por primera

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vez, apasionadamente.Pasé la noche en casa del maestro y

dormí a su lado. Al día siguiente, cuandoabrí la ventana, los frutos de la aucubabrillaban bajo el sol de la mañana. Losruiseñores se acercaban a picotearlos ytrinaban en el jardín. El maestro y yocontemplábamos los pájaros desde laventana, codo con codo.

—Eres un encanto, Tsukiko —dijo elmaestro.

—Le quiero, maestro —respondí yo.Los ruiseñores coreaban nuestras

palabras.

Todo aquello me parece muy lejano. Los

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días que pasé junto al maestro fuerontranquilos e intensos. Habían pasado dosaños desde nuestro reencuentro. Nuestra«relación oficial», tal y como solía decirél, duró tres años. No tuvimos más tiempopara compartir.

No ha pasado mucho tiempo desdeentonces.

El maestro me dio su maletín. Lo dejóescrito en su testamento.

Su hijo no se parecía a él. Sólo merecordó un poco al maestro cuando sedirigió hacia mí e inclinó la cabeza sindecir nada.

—Gracias por todo lo que ha hechopor mi padre Harutsuna —me agradeciócon una profunda reverencia.

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Cuando oí el nombre del maestro,Harutsuna, las lágrimas me inundaron losojos. Hasta entonces casi no habíallorado. Lloré porque aquel nombre,Harutsuna Matsumoto, me resultaba muypoco familiar. Lloré porque el maestro sehabía ido antes de que me acostumbrara aél.

Dejé su maletín junto al tocador.

De vez en cuando voy a la taberna deSatoru, pero no tanto como antes. Satoruno me dice nada. Siempre va arriba yabajo como si estuviera muy ocupado. Elambiente de la taberna es cálido, de modoque a veces doy alguna que otra

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cabezadita. «Eso es de muy malaeducación», me diría el maestro.

He recorrido un largo camino,el frío penetra mi ropa gastada.Esta tarde el cielo está despejado,¡cómo me duele el corazón!

Es un poema de Seihaku Irako que elmaestro me enseñó un día. Sola en mihabitación, leo en voz alta poemas querecitaba el maestro y también otros que nollegó a enseñarme. «Desde que ustedmurió he estado estudiando», susurro.

Suelo llamarlo en voz baja:«¡Maestro!». De vez en cuando, oigo su

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voz que me responde desde algún lugardel cielo: «¡Tsukiko!». Preparo el tofuhervido como él, con bacalao ycrisantemo. «Algún día volveremos avernos», le digo, y el maestro meresponde desde el cielo: «No tengo lamenor duda».

En noches como ésta, abro el maletíndel maestro. En su interior no hay nada,sólo un vacío que se extiende. Un enormeespacio vacío que crece sin parar.

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HIROMI KAWAKAMI , (Tokio, 1958)estudió Ciencias naturales y fue profesorade Biología hasta que en 1994 apareció suprimera novela. Sus libros han recibidolos más reputados premios literarios, quela han convertido en una de las escritorasjaponesas más leídas. En esta editorialhan aparecido sus novelas El cielo esazul, la tierra blanca (2001; Acantilado,

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2009), que recibió el Premio Tanizaki,Algo que brilla como el mar (2003;Acantilado, 2010) y los relatosAbandonarse a la pasión (1999;Acantilado, 2011).