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Profetismo y sumisión FRANCISCO BRANDLE ¿Existe en realidad tal problema? El "profeta", aquel que tiene palabra de Dios para los hom- bres, aparece como una de las figuras claves para cualificar nues- tra fe cristiana. Si somos cristianos lo seremos en la medida en que hagamos nuestra la experiencia del Dios vivo tal y como se ha revelado en la historia de los hombres; y sabemos que esta revelación no se puede dar sin los profetas. No cabe duda, su papel sigue siendo vivo y eficaz para el creyente. Necesita- mos profetas, los de ayer .Y los de hoy, y ¡ay de nosotros! si así no fuera. Pero, ¿quiénes son?, ¿dónde están estos hombres?, ¿cómo conocerlos? Las preguntas en -torno a la identidad y a la iden- tificación del profeta vendrán siempre marcadas por el profun- do misterio -el misterio de 10 divino-- desde el que se en- tienden y explican. Sólo en la medida en que logramos abrir- nos a la revelación de Dios vamos captando la necesidad del "profeta" y su papel indiscutible, porque es el hombre vital- mente ligado al ser de Dios; y, 10 es tanto, que la suprema ma- nifestación de Dios en su propio Hijo se comprende también desde la función profética. El profetismo en la medida que es auténtico se da en el marco de la manifestación de Dios a los hombres. Nunca el profeta lo es desde sí mismo, 10 es en la medida que asume el misterio de Dios y lo transmite a los hombres. Estos dos polos, Dios y comunidad 'creyente, tensan la vida del profeta REVISTA DE EsPIRITUALIDAD, 41 (1982), 317-332.

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Profetismo y sumisión

FRANCISCO BRANDLE

¿Existe en realidad tal problema?

El "profeta", aquel que tiene palabra de Dios para los hom­bres, aparece como una de las figuras claves para cualificar nues­tra fe cristiana. Si somos cristianos lo seremos en la medida en que hagamos nuestra la experiencia del Dios vivo tal y como se ha revelado en la historia de los hombres; y sabemos que esta revelación no se puede dar sin los profetas. No cabe duda, su papel sigue siendo vivo y eficaz para el creyente. Necesita­mos profetas, los de ayer .Y los de hoy, y ¡ay de nosotros! si así no fuera.

Pero, ¿quiénes son?, ¿dónde están estos hombres?, ¿cómo conocerlos? Las preguntas en -torno a la identidad y a la iden­tificación del profeta vendrán siempre marcadas por el profun­do misterio -el misterio de 10 divino-- desde el que se en­tienden y explican. Sólo en la medida en que logramos abrir­nos a la revelación de Dios vamos captando la necesidad del "profeta" y su papel indiscutible, porque es el hombre vital­mente ligado al ser de Dios; y, 10 es tanto, que la suprema ma­nifestación de Dios en su propio Hijo se comprende también desde la función profética.

El profetismo en la medida que es auténtico se da en el marco de la manifestación de Dios a los hombres. Nunca el profeta lo es desde sí mismo, 10 es en la medida que asume el misterio de Dios y lo transmite a los hombres. Estos dos polos, Dios y comunidad 'creyente, tensan la vida del profeta

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y a ellos está sometida. Hablar de sumisión y profetismo nos lleva a presentar al profeta frente a la revelación de Dios a los hombres, revelación que vamos a considerar en sus tres esta­dios, Antigua Alianza, Cristo y Nueva Alianza.

Los profetas en el marco de la Antigua Alianza

La religiosidad de Israel viene marcada por la espirituali­dad de la Alianza. Para acercarnos a estas coordenadas de comprensión y entender desde ellas el puesto de los profetas nos detendremos brevemente en anotar algunas de sus carac­terísticas.

La Alianza es la elaboración teológica que mejor pone de manifiesto la vivencia religiosa del pueblo de Dios 1. El pueblo, nacido de la elección gmciosa de Dios, se ha hecho consciente de ello aunque sus orígenes no dejen de ocultarse bajo las nie­blas espesas que envuelven el pasado; no obstante, están muy lejos de ser aquellas oscuridades que ocultan los orígenes mí­ticos de otros pueblos 2. Para el pueblo de Israel está claro que hubo una elección en Abraham y en los Patriarcas fun­dada en una Palabra-promesa de Dios 3, y también lo está que aquellas primeras tribus israelitas, moradores de los desiertos cercanos a Canaán y que lucharon por asentarse en las tierras fértiles del otro lado del Jordán, sentían cercano a su Dios en la lucha 4. Tradiciones sobre la elección que van a venir a con­fluir en el gran momento histórico, fuertemente teologizado, de la salida de Egipto bajo la égida de Moisés y el paso del Jordán al mando de J osué 5.

La revelación no se opera en el conocimiento puramente metafísico, sino en la dinámica de la vida de este pueblo mo-

1 As! 10 ha entendido sobre todo Eichrodt, que construye toda la teologla del Antiguo Testamento con esta clave. Cfr. W. EICHRODT, Teologfa del Antiguo Tes­tamento, Madrid, 1975. Dedica también un buen estudio en su teologla MAxIMILIANO GARCfA CORDERO, Teologfa de la Biblia, t. 1, Madrid, 1970, pp. 135-176.

2 N o nos referimos a la teologia de los orlgenes tal y como la elabora posterior­mente Israel al contacto con los pueblos sumerios y que viene reflejada en los primeros capltulos del Génesis, sino a sus origenes históricos, como podrá apre­ciar el lector.

a Cfr. Gen 12, 1-8; 15, 7 (Abraham); Gen 25, 11 (Isaac); Gen 27, 27-30; 28, 12-22 (Jacob) .

• Todo el libro de los Jueces guarda el recuerdo de lo duro que fue la con­quista de la tierra, que teológicamente habia descrito como una gran victoria el libro de Josué.

5 Cfr. Ex 14-15; Jos 3. Epopeyas que destacan después los libros blbllcos Cfr. Sal, 114; Sab, 19.

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delado conforme a la voluntad salvadora de su Dios. Nada tie­ne, pues, de extraño que en la nomenclatura del judaísmo ade­más d~ a Moisés, se llame "profetas anteriores" a Josué o a los jueces, puesto que fueron ellos quienes protagonizaron, al frente del pueblo, el acercamiento al diálogo vivo con Dios. Es así como se abre paso la categoría teológica de Alianza, como expresión en la que significar el diálogo permanente que se establece entre el Dios de Israel y su pueblo. A través de su voluntad salvadora va abriéndose paso en la historia de unas tribus confederadas, cuya confederación deja de ser una simple alianza política, para Jlegar a ser sustancialmente la expresión de una nueva religiosidad en el marco del mundo religioso orien­tal donde nace Israel.

Lejos quedan de esta concepción religiosa las arbitrarieda­des y caprichos de la divinidad. Con su Dios, Israel debe saber a qué atenerse; si no lo sabe es que ha perdido ese carácter vivo en su relación con Dios. De aquí la necesidad, como he­mos de ver, de la figura del profeta, el hombre que lucha por mantener al pueblo bajo la mirada siempre viva de su Dios.

Nada extraña que la historia de este pueblo no se dé sin esa visión teologizada de la misma, pues es ahí, en el dinamis­mo de su historia, donde se aprende la comunicación viva con el Dios personal. No hay ya lugar a una visión de la divinidad comprometida con el pueblo basada en unas relaciones mítico­naturalistas. El establecimiento de esta relación viva, compren­dida bajo el concepto de Alianza "excluye la idea, ampliamen­te aceptada y extendida entre los pueblos vecinos de Israel, de que entre el dios nacional y sus adoradores existe una relación natural, ya sea una especie de parentesco de sangre o una vincu­lación divina con el país mediante la cual el dios está también indisolublemente ligado a sus habitantes. Este tipo de religión popular, en la que la divinidad es únicamente el punto más des­tacado de la conciencia nacional, el genio nacional o el misterio de las fuerzas naturales características de un país, queda supe­rado en principio por la idea de alianza" 6.

La alianza abre, pues, paso a una espiritualidad en la que el hombre se ve constantemente abierto al ejerckio de su libre y generosa comunión con aquel Dios que se ha querido también gratuita y libremente vincular a su historia. La llamada a la

6 w. EICHRODT, o. O., p. 39.

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converSlOn, como expresión de una relación que se asume en la libertad, será ~l grito constante de aquellos hombres que dentro del pueblOo han sido llamados para mantener viva la fe del mismo 7. Es aquí donde la figura del profeta bíblico se nos presenta inconfundible; pero antes de adentrarnos en ella vere­mos brevemente el nacimiento y desarrollo de la misma.

Como todo fenómeno histórico el profetismo se ilumina al cOonocer sus comienzos, pero una vez más este conocimiento se nos presenta velado bajo las numerosas dificultades histórico­críticas que envuelven un fenómeno tan primitivo. El estudio de las religiones comparadas, el avance de las ciencias histó­ricas parecía prometernos un conocimiento mucho más exacto del profetismo en sus orígenes. Los entusiasmos de primera hora han cedido ante la serie d¡; dificultades planteadas y, sobre todo, ante la singularidad del fenómeno considerado dentro de la re­ligión de Israel 8. En efecto, Israel desde su fe asumió el profe­tismo. En sus orígenes encontramos las cOomunidades proféticas de las que nos habla el libro de Samuel 9, con características muy similares a las de los pueblos vecinos en cuanto a la forma externa y a la utilización de medios: música, danza, gritos ... , en sus arrebatos fanáticos, proclaman que éste es el pueblo de Yahvé, y que Yahvé está presente en medio de su pueblo 10.

Es la cercanía de Yahvé comOo Dios del pueblo lo que ver­daderamente se pone de manifiesto. LOo que importa es que Yahvé estará con Saúl en cuanto haga (lSam 10,7). Son los comienzos d~ la monarquía. El pueblo de la Alianza aparece en sus primeras manifestaciones como grupo federado bajo la mano de Dios que está cOon su rey. Las tradiciones que recuer­dan esto nos lo presentan ligado a la experiencia profética, aunque sea ¡::n estas sus formas más primitivas, esta experiencia será siempre la que en Israel despierte la conciencia del Dios vivo.

La Alianza se plasma en una serie de ordenaciones jurídico-

7 Cfr. ls 21, 12; 45, 22 ... ; Jer 35, 15; 4, 1...; Bar 4, 2; Os 14, 2 . • Una buena presentación de la investigación sobre los profetas en nuestros

días puede encontrarse en: J. SCHARBERT, Die prophetische literatur. Der Stand der Forschung, ETL, 44 (1968), 346-406_ Recoge brevemente la panorámica del profe­tismo en las culturas circundantes a Israel L. Alonso Schockel. Cfr. L. ALONSO SCHOCKEL-J. L. SICRE, Profetas, l, Madrid, 1980, pp. 30-33.

9 1 Sam 10, 5-13; 19, 18-24. 10 Cfr. A. GONzÁLEZ, Profetismo y sacerdocio. Profetas, sacerdotes y reyes en el

antiguo Israel, Madrid, 1969, pp. 51-106. Resumido en L. ALONSO SCHOCKEL-J. L. SI­CRE, O. c., p. 34.

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culturales, cuya evolución podemos ir detectando a lo largo de todo el Antiguo Testamento. Sin detenernos a comprobarlo, apuntemos brevemente alguno de sus elementos que nos ser­virán después para comprender mejor la figura del profeta. Estas ordenaciones de la Alianza son aquellas mediaciones a través de las cuales se alcanza al Dios vivo, que se ha acercado a su pueblo en la historia.

La peculiaridad de esta revelación hace que esas mediacio~ nes para acercarse a su Dios no se reduzcan al mero rito cúl­tico -y pese a que éste tenga también su peculiaridad frente a los de otras religiones-. En las ordenaciones de la Alianza se proyecta la doble dimensión en la que ha de vivir el pueblo escogido su singular historia: una dimensión sociológica como grupo humano que organiza su vida bajo unas estructuras jurí­dicas, pero con esa peculiaridad de ser cauce y expresión de la vivencia religiosa; y una dimensión teologal de apertura a Dios celebrada en fiestas y ritos sagrados, pero con la pecu­liaridad de ser celebraciones de la presencia de Dios en los acontecimientos estelares de ,este pueblo 11.

Parece, pues, claro que en las ordenaciones de la Alianza lo que el pueblo ha de buscar es la presencia del Dios vivo tal y como se ha revelado a Israel. Cuando las ordenaciones dejan de cumplirse o cuando en ellas no se busca al Dios vivo, sino un subterfugio para garantizar una ayuda de Dios, olvidando su carácter gracioso y libre, el pueblo pierde su camino y su historia yace bajo la dura amt!naza de la destrucción. Es en estos momentos cuando la figura del profeta se hace recono­cible en toda su fuerza como enviado de Dios para encaminar a su pueblo.

Es ahora cuando podemos presentar al lector algunos de los profetas del pueblo en su labor de portadores de la palabra de Dios y por lo mismo de impulsores de la historia salvífica hacia su consumación en la revelación definitiva de Dios en Cristo. Es también ahora cuando el lector podrá apreciar mejor desde qué coordenadas nos hemos decidido a desmantelar el falso dilema creado entre profetismo y sumisión.

Como figura estelar del profetismo bíblico, aunque sus re­cuerdos vengan filtrados a través de la historiografía, que ha recopilado el material de diversas tradiciones, nos encontramos

II Cfr. W. EICHRODT, O. c., t. I, pp. 63·161.

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con la figura siempre sorprendente de Elías. La visión que los relatos presentan es pobre en cuanto a datos personales, pero riquísima para construir su personalidad profética. Oriundo de Galaad (lR~ 17,1), región al este del Jordán, tenitorio en el que no había hecho asiento la cultura 'cananea y donde se con­servaban con toda su pureza las tradiciones religiosas de Is­rael, Elías ha sido educado y ha vivido en la fe de Yahvé. Su celo por el Dios vivo se desata cuando entra en contacto con las otras regiones del territorio de Israel fuertemente influen­ciadas por la religión cananea. Fenómeno que se intensifica con las alianzas políticas que los Omridas, para el fortalecimiento de su reino, establecen con sus vecinos del nordeste y noroeste. Estas vinculaciones llegaron a uno de sus puntos más álgidos en tiempos de la reina J ezabe1, momento en el que vemos ac­tuar a Elías. El episodio del Carmelo (lRe 18,19-40) refleja en todo su realismo la fuerza que Baa1 ha adquirido en Israel, llegando incluso a suplantar el culto de Yahvé en lugares donde en otros tiempos hubo de haber sido floreciente (cfr. 1Re 18,30). La imagen del profeta aparece en todo su esplendor desvelando al pueblo el rostro auténtico del verdadero Dios que ha abandonado y moviéndole de nuevo a un reconocimiento del mismo (lRe 18,39). Semejante gesta ha surgido del contacto vivo del profeta con su Dios, en cuya presencia vive (lRe 17,1). Sólo así se explica que haya sentido la urgencia de hacer saber a Israel que Yahvé es su Dios, el mismo de Abraham, Isaac e Israel, el Dios de sus padres, el único capaz de convertirle (lRe 18,36-37).

La fuerza profética de Elías no encuentra otro apoyo que su experiencia viva de Dios, experiencia que de nuevo se peine de manifiesto cuando el profeta emprende la marcha hacia el monte d~ Dios, el Horeb (lRe 19,8-14). El profeta, cansado y humillado, víctima de los desvíos del pueblo que abandona a su Dios, es también el depositario de una palabra de salva­ción para ese pueblo. De entre ellos Yahvé dejará con vida a un resto, el resto fiel, desde el que la historia salvadora seguirá su curso hasta su plenificación (lRe 19,18).

El pueblo que ha abandonado la Alianza (lRe 19,10) ne­cesita de la fuerza de Elías para restaurar la fe perdida. Nin­guna de las instituciones tiene en sí la fuerza para conseguirlo. El pueblo se hunde en la debilidad de un culto contaminado.

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A través del profeta Dios mismo se hace de nuevo cercano al pueblo. El mismo Dios del Sinaí, del fuego ardiente (Ex 19), alcanza al profeta a través del ligero y blando susurro (lRe 19,13), para alentarle en su misión. El será quien abra de nuevo cauces de vida al ungir a aquellos que han de extirpar el mal de Israel y guardar la promesa salvadora a través de un resto fiel (lRe 19,15-18). Elías no surge ni para oponerse, ni para someterse, a las instituciones de Israel, surge para abrir de nuevo caminos de esperanza cuando la fe de Israel se veía amenazada por una serie de amenazas históricas concretas.

En el mismo marco geográfico de Elías, el reino del Norte, Amós y Oseas, de quienes conservamos su predicación y orácu­los, pondrán de manifiesto que el verdadero profeta es aquel que desde su vocación personal, surgida de la irrupción de Dios en su vida (Os 1,2; Am 7,15), asegura la cercanía de Dios, el Dios vivo, que está buscando regenerar la vivencia religiosa del pueblo, esclerotizada en unas prácticas religiosas sin vida o encubridora de situaciones sociales totalmente con­trarias a las que exigiría la Alianza con su Dios.

La diversidad de campos en los que se desarrolla el mi­nisterio profético de estos dos grandes hombres escapa a nues­tro breve estudio. Nos interesa destacar cómo en las circuns­tancias históricas concretas en que van a actuar, es su expe­riencia fuerte de Dios, la que les hace desenmascarar la falsa religiosidad del pueblo o de sus dirigentes. Esa conducía extra­viada que han tomado por alejarse del Dios vivo.

Los oráculos condenatorios de Amós sobre la casa de Israel exasperan al rey y a sus ministros, entre ellos Amasías, sacer­dote del templo de Betel, que increpa a Amós para que deje de profetizar contra el santuario real. Pero Amós no puede de­jar de hacerlo porque ha sido Yahvé mismo quien le ha lla­mado (Am 7,15), y le ha llamado para despertar al pueblo de su falsa seguridad. No pueden apoyarse en privilegios frente a su Dios, el Exodo no garantiza nada sin una conversión sin­cera a Dios (Am 9,7-8), ni se puede esperar en el día de la manifestación de Dios sin vivir abiertos a él (Am 5,18). El profeta no busca en su predicación enfrentarse con el pueblo o sus instituciones, el profeta está urgido desde dentro para vita­lizar en su circunstancia concreta la comunión con el Dios vivo.

La vida dura de Oseas, hecha signo de la situación del pue-

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blo frente a Yahvé (Os 1,2-3), pone de manifiesto una vez más que en su misma existencia el profeta ha vivido la cerca­nía de Dios, que su labor profética no es un formulismo exter­no sino el fruto de una conmoción divina que le hace testigo de la presencia viva de Dios. Hay que desenmascarar las falsas presencias (Os 6,1-6) y denunciar las instituciones corrompidas (Os 7,3-7; 8,4; 13,9-11). Para ello el profeta no cuenta con otra fuerza que la palabra que le viene de Dios y que marca definitivamente su vida. Sólo desde ahí y pese a él mismo su existencia se convierte en profética.

Una vocación singular le constituye a lsaías en testigo de Dios (1s 6). Es de nuevo el testigo frente a un pueblo duro de cerviz. Se ha de enfrentar contra las falsas seguridades reli­giosas del pueblo, apoyadas en tradiciones tan sagradas como el templo (Is 1, 11 s.; 29,9-16). Su figura profética nos impre­siona por la fuerza con que irrumpe en medio del pueblo para anunciar el poder de Dios. Su palabra se presenta como juicio o 'como salvación, incluso más allá de las fronteras de Israel. Toda su misión profética sólo puede entenderse desde su radi­cal entrega a la vocación que ha recibido de Dios.

Extraña pensar en el hecho de que no encontramos en nin­guno de estos profetas referencias explícitas a la alianza para fundamentar su misión profética. No es que la alianza haya dejado de representar la clave de la espiritualidad de Israel, tal y como aparece en Ellas, lo que ocurre es que se ha desfi­gurado la imagen de 10 que es la alianza, y el profeta no puede ya servirse de ella. La alianza mal entendida apoyaba un siste­ma religioso muerto. El profeta, en su misión, busca en el fondo restaurar la verdadera alianza, por eso apremia a la bús­queda sincera de Dios, y lo hace enfrentándose a todas esas manifestaciones pseudo-religiosas. En su predicación queda pa­tente el obrar amoroso de Yahvé, que sólo puede entenderse en claves de relación personal sincera, que exige confianza, que espera respuesta por parte del hombre en autenticidad. El se­ñorío de Yahvé, tan del agrado de Isaías, encuadra perfecta­mente en la espiritualidad de la Alianza.

En ninguno de los profetas a los que hemos aludido puede encontrarse una oposición entre su misión y las instituciones que dimanan de la Alianza. Lo que encontramos es siempre al profeta rompiendo lanzas por instaurar de nuevo una autén-

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tiea vivencia religiosa en medio del pueblo; tal pretensión le viene al profeta de su conciencia de ser llamado por Dios. No el Dios que él se ha forjado, sino el Dios que le sale al encuen­tro desde la historia salvadora del pueblo, a la que el profeta va a tener que servir. Sin esa referencia a la historia no puede entenderse la profecía en Israel. El profeta es el hombre abierto a Dios viviendo inserto en la historia, escrutando sus signos.

La amenaza del destierro, y su consumación, serán los sig­nos históricos que marquen la profecía de Jeremías y Ezequiel. Quizá más que en ningún otro, sea en estos dos profetas don­de nos hayan quedado más testimonios de una existencia pro­fundamente marcada por su misión. La lectura de las confe­siones de Jeremías 12 son esa maravillosa urdimbre donde se tejen los hilos de la vida del profeta con los de la historia del pueblo y la presencia viva de Dios. Ezequiel, por su parte, vivirá la dura experiencia del destierro con su pueblo y tendrá que dejar aquel templo donde durante tanto tiempo ha morado la gloria de Yahvé. Testigos singulares de la devastación del pue­blo, son también los primeros que abren el arco de esperanza a un nuevo encuentro con Dios; los conocidos textos de Jer 31, 31-34 Y Ez 36,24-30, proclaman sin ambages que la historia salvadora no ha terminado y sus palabras son el fundamento para que surjan en Israel los profetas de la consolación (H y In Isaías). En todo esto salta a la vista el verdadero cometido de la misión profética, que, repitámoslo una vez más, consiste en vivenciar al pueblo de la presencia viva de Dios en medio de ellos, presencia que exige respuesta gratuita por parte del hombre. Nada importa al profeta fuera del testimonio vivo de esta presencia; a su servicio pondrá su vida entera.

Con los profetas surgidos a la vuelta del exilio se conclu­yen dentro de los escritos sagrados los testimonios explícitos del profetismo. Es más, parece, incluso, que la falta de testi­monios se deba a la falta real de profetas 13.

El período que transcurre desde el último de los profetas bíblicos hasta el ministerio público del Bautista o de Jesús, se presenta como un gran vacío profético; pero ¿lo es realmente? A la vista de los documentos mostrados tendríamos que afirmar que así es. Pero el lector que ha seguido nuestra presentación

12 Jer 8, 18-23; 11, 18-23; 12, 1-5; 15, 10-21; 16, 1-10; 17, 14-18; 18, 18-23; 20, 7-18. 13 Cfr. Dan 3, 38; Sal 74, 9; 1 Mac 4, 46; 9, 27; 14, 41.

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del profetismo estará de acuerdo con nosotros si afirmamos que en esta ausencia de profetismo explícito no encontramos una lejanía real de Dios, sino una ausencia purificadora, que con­lleva una serie de vivencias dentro del resto del pueblo salvado fuertemente proféticas, en el sentido más genuino, es decir, en el sentido de un acercamiento verdadero a Dios.

Llama la atención que en los escritos de un místico como Juan de la Cruz los textos bíblicos que señalan la "ausencia" purificadora de Dios (que no es realmente ausencia) sean fun­damentalmente textos de libros escritos en este período, Job, Jonás, o numerosos salmos de súplica nacidos sin duda en este ambiente espiritual 14.

En este clima surge la esperanza en el profeta definitivo y último. Además del testimonio recogido en el libro de los Ma­cabeos, contamos con abundante material en la literatura inter­testamentaria. No nos detenemos en eno 15. Es verdad que la espera se perilla desde diversos ángulos. El nuevo Moisés que de nuevo enseñe al pueblo los mandamientos del Señor según el viejo texto del Deuteronomio 18,15, o el nuevo Elías que purifique y convierta al pueblo con prodigios y signos, si no es que se remonta al viejo patriarca Henoc. Sea cual sea el ori­gen de esta esperanza. Si se trata o no de una reencarnación, lo cierto es que estamos ante una fuerte espera profética dentro del marco de la revelación de Dios en la historia de su pueblo.

Con esto llegamos a las puertas del Nuevo Testamento y estamos en disposición de poder acercarnos a una de las com­prensiones cristológicas a las que menos interés se le ha dado en la reflexión teológico-neotestamentaria: Jesús es también el verdadero profeta capaz de llevarnos al encuentro definitivo y único con Dios. Su actuación no puede verse como un enfren­tarse a las antiguas instituciones de Israel, sino como un verda­dero y definitivo gesto profético que abre el camino para el encuentro definitivo con Dios, con lo que conlleva de renova­ción en los viejos esquemas. Detengámonos, pues, brevemente en mostrar cuanto decimos.

14 Cfr. a modo de ejemplo: Jon, 2, 1 en 2N 6,1; Jon, 2, 4·7 en 2N 6, 3; Job, 1, 9 en 2N 23, 6; Job 3, 24 en 2N 9, 7; Job 7, 2·4 en 2N 11, 6; etc.

15 Cfr. O. CULLMANN, Christologie du Nouveau Testament, Parls, 1966, pp. 18·47. F. HAHN, Christologische HOheitstitel, GOttingen, 1966, pp. 351·404; E. SCHILLE' BEECKX, Jesús. La historia de un viviente, Madrid, 1981, pp. 442·446.

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Jesús, el verdadero y definitivo profeta

No por pura conveniencia hemos venido a desembocar en una reflexión en torno a Jesús como profeta escatológico. Sin cansar al lector trataremos de presentarle las bases bíblicas en que nos apoyamos. No son escasas como 10 son los estudios que a ellas se han dedicado.

La mayoría de los autores está de acuerdo en presentar la imagen de Jesús profeta como el fruto de las primeras impre­siones de los oyentes. Estaríamos ante un tratamiento del mis­terio de Cristo desde la vertiente prepascual 1ú• Encuentran tam­bién algunos un camino acertado para alcanzar la conciencia de Jesús 17.

Ateniéndonos a los datos bíblicos parece claro que ya des­de un primer momento la actividad de Jesús aparece como un fenómeno fuera de lo 'común. Juzgado ambiguamente por quie­nes 10 contemplan. A los suyos les parece que es algo extraor­dinario, fuera de lo normal (Mc 3,21), pero los escribas que han bajado de Jerusalén sentencian que es espíritu demoníaco (Mc 3,22). Lo cierto es que su labor de acercar al pueblo a Dios por medio de su enseñanza no logra su intento fácilmente y de labios de Jesús se escucha la sentencia: "ningún profeta es bien acogido en su tierra" (Mc 6,4).

La dimensión profética de su labor va perfilándose más y más y algunos comienzan a identificarle 'con algún profeta re­divivo 18, conforme a la esperanza del judaísmo de los últimos tiempos. '

Jesús sube a Jerusalén con la conciencia de que allí se con­sumará su labor profética con la misma muerte, que ha sido la suerte que han corrido siempre los profetas (Lc 13,34; Mt 23,37).

Tras la Pascua la comunidad cristiana ha tratado de expli­carse el misterio de Jesús ayudándose de las categorías que le brindaba la dimensión profética. La teología cristiana pospas-

16 Cfr. R. BULTMANN, Teologla del Nuevo Testamento, Salamanca, 1981, PP. 35· 39. R. FULLER, Fundamentos de Cristologla, Madrid, 1979, pp. 57·61. o. CULLMANN, O. C., pp. 32·33. E. SCHILLEBEECKX, O. c., p. 443.

17 Entre otros, E. SCHILLEBEECKX, O. c., pp. 445·446. 19 Cfr. Mc 6, 15·16 Y par.: Lc 9, 18·19; Mt 16, 13·14. En Mateo se hace alu·

sión incluso a Jeremfas.

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cual ha seguido contemplando la vida, la obra y la enseñanza de Jesús bajo el punto de vista profético, sobre todo identifi­cándole con el profeta definitivo en la línea del Dt 18,15.

En Mateo las narraciones de la infancia se construyen te­niendo como trasfondo la "hagadá" del nacimiento de Moisés 19.

Según algunos comentaristas los cinco discursos recordarían los cinco libros de la Torá, presentándole así como el nuevo Moisés.

Más explícitas y claras son las referencias en Lucas, sobre todo en la narración de la aparición a los discípulos de Emaús, donde tras confirmar los dos discípulos el sentir común: "Lo de Jesús Nazareno, varón profeta, poderoso en obras y palabras ante Dios y ante el pueblo", el Señor les reprocha su dureza de corazón y les expone las Escrituras (Lc 24,19. 25s8).

Este testimonio lucano tan peculiar nos abre paso para com­prender otros dos textos de los Hechos donde se habla explíci­tamente de Jesús como el profeta anunciado por Moisés en el libro del Deuteronomio en el pasaje ya citado (Act 3,17-24; 7,37).

El discurso de Pedro junto con el de Esteban pertenecen a esa sección de libro de los Hechos sobre la que aún queda mu­cho por investigar. Para nuestro estudio nos apoyamos en las hipótesis de O. Cullmann que defiende un grupo creyente cris­tiano procedente de círculos judíos en fuerte oposición al ju­daísmo oficial 20. No entramos ahora en la difícil cuestión que sería identificar estos círculos. ¿Son judea-helenistas? o ¿no se­rían más bien círculos bautistas en estrecha conexión con los esenios de Qumrán? Hacia esta última opinión nos inclinaría­mos, pero quede aquí el interrogante. Lo que nos importa es destacar que en unos círculos creyentes cristianos se abre paso cada vez con más fuerza que el misterio de Jesús, el nazareno, que ha muerto crucificado y que ha resucitado, se puede enten­der desde la promesa en el profeta escatológico, la palabra sal­vadora definitiva de Dios para los hombres.

Siguiendo de nuevo a O. CulImann nos atreveríamos a for-

l. Cfr. S. MuÑoz IGLESIAS, Los evangelios de la infancla y las infanclas de los héroes, Est. Bib., 16 (1957), 5·36. In., El género literario del evangelio de la in· fancia en San Mateo, Est. Bib., 17 (1958), 243·173. Sobre este estudio se han basado otros muchos.

20 O. CULLMANN, La oposición contra el templo de Jerusalén, motivo común de la teología joánica y del medio ambiente, en Del evangelio a la formación de la teologla cristiana, Salamanca, 1977, pp. 41·66. Continúa su investigación sobre este punto en: Le mi/ieu johannique, Neuchatel·Paris, 1976.

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mular la hipótesis de que es en estos círculos donde tiene su origen el evangelio de Juan.

Ciertamente que también para Juan eran conocidas las opi­niones acerca de Jesús sostenidas por quienes le conocieron an­tes de la Pascua (Jn 6,14) y que ya hemos comentado al hablar de Marcos. Pero en Juan más que en ningún otro es donde co­bra relieve la comprensión del mistelio de Jesús a partir de las categorías proféticas; singulares, pero proféticas.

"Jesús es el nuevo Moisés, el profeta escatológico" semejante a Moisés e incluso mayor que él (Jn 1,17). Jn 1,16-18 ha sido esclito teniendo en cuenta el relato de la alianza del Sinaí (Ex 33-34): Moisés tiene que conducir a su pueblo a la tierra pro­metida (Ex 22,1-12; 33,34), para ello solicita la presencia per­manente de Dios (Ex 33,15.16; 34,9 Y 40,34): In 1,4 (plantó su tienda). Después Moisés pide "Muéstrame tu gloria" (Ex 33, 18): Jn 1,14b ("y contemplamos su gloria"). Sigue después: "Nadie puede ver mi rostro y quedar con vida" (Ex 33,20); In 1,18 ("A Dios nadie lo ha visto jamás ... "). Sin embargo, Dios revela su nombre a Moisés: "Yahvé ... misericordioso y fiel" (Ex 34,6): Jn 1,17 ("La ley se dio por medio de Moisés; la gracia y la verdad, por medio de Jesucristo") 21.

Nada extraña que toda la visión joánica se desarrolle desde la categoría de enviado 22. El será quien repita las gestas mo­saicas. Cada capítulo del evangelio recuerda vivamente la di­mensión profética del enviado. Maná, agua, camino ... , pastor, son otros tantos símbolos que nos llevan hasta Moisés o hasta su caudillo J osué, pero vistos ahora en una dimensión comple­tamente renovada. Ya no es la visión parcial, es la visión total que procede del cielo, de aquel que ha visto a Dios porque es­taba en el seno del Padre (Jn 1,18).

Por eso sólo Juan puede lanzar al hombre a la aventura de la fe radical. Ante la revelación de Dios hecha a través de su Palabra única y definitiva el hombre tiene que decidirse (Jn 12, 44-50).

En Iesús la dimensión profética cobra su medida definitiva. Quien le ha visto a él ha visto al Padre (Jn 14,9). Su obra es

21 E. SCHILLEBEECKX, O. c., pp. 444-445. 22 Cfr. J.-A. BUHNER, Der Gesandte und sein Weg im 4. Evangelium, .. , Tübin­

gen, 1977.

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la obra del Padre (Jn 5,19; 10,37-38). Su palabra es la que ha oído al Padre (Jn 7,16).

Jesús ha puesto a la humanidad entera frente a Dios. Ha suscitado el pueblo nuevo, que vive desde la fe y se plasma en una ordenación nueva; el mandamiento del amor.

La vida cristiana no ha surgido por el enfrentamiento a las estructuras del viejo Israel, aunque de hecho sociológicamente se diera tal enfrentamiento. La verdadera raíz hay que buscar­la en el gesto profético que es la vida de Jesús, que con sus obras y enseñanzas ha conducido a los hombres a la plenifica­ción de la historia salvífica colocando al hombre de modo nuevo y definitivo frente a Dios.

El pueblo que surge celebra esta nueva alianza de Dios con los hOlliores a través de gestos sacramentales que reactualizan la a'cción profética de Cristo, y vive suscitando entre los hom­bres el definitivo y único precepto: el amor.

El profeta en el marco de la Nueva Alianza

La vida del nuevo pueblo de Dios tiene que venir expresa­da también en dimensiones proféticas. Hemos olvidado esto por haber vivido desde concepciones del profetismo un tanto "co­sificadas". El profetismo se entendía como una gracia más que en su vida recibían algunos 23.

El Nuevo Testamento es testigo de que se dan multitud de profetas. Nuestro edificio espiritual se construye también sobre el fundamento de apóstoles y profetas (Ef 2,20). Es más, se tiene la conciencia de que se ha cumplido la profecía de J oel (Hech 2,17-21), dándose dimensión universal a la profecía.

Parece que aquellas comunidades se habían hecho conscien­tes del dicho judío: "En este mundo sólo unos pocos han pro­fetizado. Pero en el mundo futuro todos serán profetas" 24.

En la reunión litúrgica de aquellas primeras comunidades cristianas se vivía este dinamismo profético, capaz de poner a los hombres frente a Dios: "Cuando se halla reunida la Igle­sia ... profetizando todos, y entrare algún infiel o no iniciado, se sentirá argüido de todos, juzgado por todos, los secretos de su

23 Véase por ejemplo cómo aborda en la Suma la cuestión Santo Tomás, II-l!, q. 171-175.

24 Citado por N. LoHFINK, Los profetas ayer y hoy, en Profetas verdaderos. Profetas falsos, Salamanca, 1976, p_ 135.

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corazón quedarán de manifiesto, y cayendo de hinojos, adorará a Dios, confesando que realmente está Dios en medio de vos­otros ... aspirad al don de profecía" (lCor 14,24-25.39).

Estas palabras de Pablo nos incitan de nuevo a des'cubrir esa perenne dimensión profética de la Iglesia. Sin ella no se po­dría dar la Iglesia del Señor que nos trajo el conocimiento de­finitivo de Dios. En cada creyente ~m Cristo se esconde un pro­feta, pero no en la medida en que lo eran los del Antiguo Tes­tamento, sino en la medida definitiva que lo es Cristo.

Cuando los cristianos perdemos esta fuerza profética, la Igle­sia deja de ser una llamada fuerte a los hombres para acercarse a Dios, Pero, cuando en la Iglesia surgen ,los grandes hombres identificados con Cristo, notamos que de ella nace esa gran lla­mada profética que impulsa a los hombres a encontrarse con Dios.

En su vida no se plantea el falso problema entre denuncia y sumisión a unas estructuras. Lo que en ellos notamos es un ansia sin límites por hacer posible el encuentra verdadero con Cristo. Su lucha estará por infundir en todas sus actuaciones esa profundidad interior desde la que viven. Anatematizarán todo anquilosamiento que cierre el paso al encuentro con el Dios vivo revelado en Cristo; creando desde el mismo centro de su experiencia cristiana una toma de conciencia, en medio de las ne­cesidades de la hora presente, de la salvación definitiva alcan­zada en Cristo.

Ante un profeta así entendido no podemos encontrarnos con el problema de establecer una escala entre profetismo y estruc­turas que juzguen al profeta. El profeta que 10 es de verdad es el hombre atado y liberado por Dios. Lo es pese a sí mismo. Si su profetismo surge de la verdadera unión con Cristo sus frutos serán buenos (Mt 7,17; Jn 15). Las instituciones no apa­recen ante el profeta como enfrentadas a él. La palabra profé­tica potenciará la vida que ha de correr por ellas, o las destrui­rá si son caminos de muerte.

El profeta que vive la pasión por el Dios vivo, revelado en Cristo, vive a su vez la pasión de la historia salvadora que ca­mina hacia su 'consumación definitiva.

El ,cristiano consciente de su fuerza profética, que sabe que ese fin de la historia se ha hecho presente y confirmado defi-

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nitivamente en la vida consumada con la muerte y resurrección de Jesús de Nazaret, vive cargado de esperanza.

Concluyendo, la presencia viva de Cristo en la historia sal­vadora -celebrada gozosamente en la Iglesia a través de la palabra y el signo y encarnada en la vida de la comunidad que surge del amor como único mandamiento del Señor- es para el creyente cristiano el único y definitivo camino del encuentro con Dios. Cuando esta presencia se oculta o se empaña nece­sitamos entre nosotros profetas que despierten el verdadero sen­tido religioso cristiano. Su actuación no se podrá entender mlll­ca desde el dilema: rebeldía o sumisión. Si es verdadera actua­ción profética, de tal manera surgirá desde el Cristo presente en la historia salvadora que vive en el profeta, que llevará en sí misma la fuerza para arrastrar a todos a una vivencia más pura de la fe como comunión con el Dios revelado en Cristo.

Estos son los profetas que renuevan nuestras comunidades, que renuevan la Iglesia toda, que custodia en medio del mundo la Palabra profética del único Profeta que ha llevado a los hom­bres al encuentro definitivo con Dios: Cristo-Jesús.