Probando los hongos mágicos de La Esperanza
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PROBANDO LOS HONGOS MÁGICOS DE LA ESPERANZA
En este diminuto y lluvioso pueblo se considera sagrado el excremento de las vacas. Dicen
que, décadas atrás, Pink Floyd y otras leyendas descubrieron sus bondades alucinógenas.
* Artículo publicado en revista SoHo-Ecuador (edición 143, abril-2015).
* Fotos: Jota Reyes.
Emerson Obando es dueño, administrador y guía de un pequeño hostal que abre sus puertas
en el centro de La Esperanza: una parroquia rural de infraestructura antigua, extensos
pastizales, muchas vacas y un puñado de habitantes que viven de la tierra, los bordados y el
cuero.
Mientras caminamos por un apacible sendero –rodeados por el volcán Imbabura y por las
iridiscentes montañas de los Andes ecuatorianos–, él cuenta que algunas personas han
comenzado a hacer negocio con el tema de los hongos, y que ya es difícil encontrarlos y
recogerlos por cuenta propia. Según Emerson, hay gente que los cosecha por la madrugada
y los vende cuando llegan turistas. Para no quedarse con las manos y el estómago vacíos en
la búsqueda, la mejor opción es comprarlos.
También le pedimos que nos cuente dónde y a qué hora los recoge, con quiénes trabaja, etc.
Bajo su visera rosada y sus incipientes arrugas, apenas responde unos monosílabos.
Volvemos al Refugio Terra Esperanza (tal es el nombre del “hostel”) por unas botellas con
agua. Con eso, augura Emerson, estamos listos.
La caca sagrada
“Este tipo de hongos no es que se den en cualquier zona… Normalmente se encuentran en
los potreros donde hay vacas”, relata Emerson, mientras bajamos por otro camino de tierra
en dirección al río Tahuando.
— ¿En qué se relacionan las vacas y los hongos?— le pregunto.
La olla está casi repleta y disipa un olor
amargo, silvestre. Una mujer indígena,
que minutos antes nos recibió en su
taller de ladrillo y cemento, nos
pregunta para cuántos: cada dosis es de
siete hongos y cuesta 15 dólares.
En nuestras tarrinas plásticas introduce
esperanzas grandes y pequeñas. El
efecto, dice, no es asunto de tamaño.
Pero las probabilidades juegan y le
pedimos unitos de yapa.
—Lo que pasa es que… Los hongos salen de la mierda de la vaca, o sea, nacen de ahí. Esa
es la cosa— dispara él, como sincerándose con orgullo.
La caca sagrada no es un mito. Sus hongos pertenecen a la familia de los psilocibios y son
estercoleros: necesitan césped, cabezas de vacuno, lluvia y humedad precisas para
reproducirse.
“Yo pienso que es como… Es algo más profundo que probar una droga. Es una conexión
con la tierra”, cavila Emerson, a los pies del río. “Tienes que estar relajado, no puedes hacer
esto en una discoteca o en la ciudad. Hay gente que ha hecho eso y se le va el mate”, dice,
confundiendo su voz entrecortada con el sonido del agua y las piedras.
Anochece y es momento de remontar la quebrada y los 30 minutos que la separan del
refugio. Ísaac, el perro de Emerson, empieza a inquietarse, mientras el susodicho sigue
narrando: “Hay una leyenda muy arraigada en esta zona: el duende, que se te aparece desde
las seis de la tarde… Es un personaje pequeño, tiene un sombrero muy grande y está
desnudo”.
Duendes en la vía
Junto al río Tahuando, como indica el ritual, me comí cuatro hongos (como se engullen las
uvas o las pasas) y sentí los primeros efectos: me invadió una extraña sensación de bostezo
y mis músculos se aligeraron –ansiosos– como los de Ísaac.
Tenía ganas de correr y descargar esa inusual energía que iba creciendo como una espiral
sin fin, pero la grabadora estaba encendida y el susodicho habla que habla. Mientras
subíamos la quebrada de regreso al hostal, bromeábamos con que ya eran las seis de la
tarde y… ¡corre!, que puede asomarse el famoso duende desnudo.
Como en una metamorfosis, seguí avanzando en imaginarios 90 grados y me impresioné al
escuchar tan nítidamente el cro-cro de las ranas. Cruzamos una arboleda y alcanzamos la
calle. Ahora la veía mucho más grande que cuando bajamos. En medio de una banda de
grillos, mis pulsaciones formaron un exagerado tictac. Las vacas aullaban como monos y
los truenos imitaban las voces de un coro.
En otros países los llaman cucumelos.
Sus anchos sombrerillos y su aspecto
inocente, en una viscosa textura de
ocres, esconden los poderosos efectos
de la psilocina y la psilocibina,
sustancias alucinógenas que, en la
mayoría de los cerebros y estados de
ánimo, producen un mundo onírico:
una revelación psicodélica que puede
extenderse por seis ó 12 horas.
Me pellizqué y alcé la vista… Las casas, los postes de luz, las gotas de lluvia, las sombras
de los lugareños que nos saludaban con desconfianza y reverencia, las incandescentes
luciérnagas, todo, todo había triplicado sus dimensiones.
Arqueé las piernas y seguí trepando por sobre un insignificante canal de riego que se me
figuró Venecia. Pensé si no era yo el que se había encogido. Volteé a mirar y vi a mis
compañeros, ¡gigantes!, con las pupilas dilatadas y el pelo curiosamente alborozado.
Rescoldos
Nadie sabe muy bien cuánto tiempo pasó desde que volvimos a perdernos en los dizque
laberintos del Terra Esperanza. Para evitar una psicosis, intento recordar mis coordenadas:
estoy en un pequeño hostal de hormigón y madera, a 20 minutos de Ibarra, capital de la
provincia de Imbabura, a unas pocas horas de la frontera con Colombia.
Frente a la chimenea, unos siguen agarrándose las sienes o las barbillas en señal de no
entender por qué todo les causa tanta risa, sorpresa o súbitos arranques de paranoia; los
menos están con los ojos clavados en las llamas, escuchando el crepitar de la madera,
contemplando sus fuegos de artificio.
Unos vienen y van, con los sentidos exageradamente despiertos y una imaginación que raya
en el delirio. Dos chicas salen a mirar las estrellas y fantasean con que todas son fugaces y
tienen estelas que parecen pelucas. Una pareja sospecha que Ísaac es mitad perro y mitad
gato, y le acarician el lomo para verificar que el tacto no esté distorsionando a la pobre
criatura. Otros locuaces conversan con un grafiti de Bob Dylan, mientras saborean como
nunca un cerro de arroz.
y anfitriona del refugio. Aunque no participa de las excursiones y la sobremesa, convive
con los trashumantes y conoce la historia.
“A La Esperanza han venido varios personajes. Hubo una época en la que había mucho
turismo: de los años sesenta para adelante, hasta los ochenta o… noventa. Francamente, en
ese tiempo nosotros no nos dábamos cuenta quiénes eran, porque venían de hippies.
Después fuimos descubriendo que por aquí ha pasado mucha gente importante”, asegura,
parsimoniosa.
Los tallos de los hongos se oxidaron y
ennegrecieron conforme fueron
extinguiéndose el hambre y la noche.
Al despuntar el alba, sobró un manojo
que nadie quiso. A todos nos esperaba
un largo sueño.
Los hippies
Nacida y criada en La Esperanza, la
mamá de Emerson también es artesana
María Inés Obando tiene la tez morena y el cabello corto. Dice que esos primeros turistas –
“escritores, músicos, pintores”– descubrieron y pusieron de moda los hongos. Eso
explicaría el porqué la parroquia aparece en Lonely Planet y en otras importantes guías.
Según ella, los artistas buscaban casas viejas y los vecinos arrendaban barato. Se quedaban
por varias semanas y, al volver a sus países, llevaban la noticia de los fungis mágicos.
La gente famosa
En Google, el Refugio Terra Esperanza no aparece como la única opción para hospedarse y
recorrer la zona: hace 40 años, la Casa Aída fue protagonista de la época dorada del pueblo.
Tamara Pérez es su administradora e hija de la dueña, Aída Buitrón. Ella confirma que la
historia empezó en la década del setenta, cuando un grupo de italianos con cintillos en la
frente acampó en un terreno aledaño. Como eran tierras de cultivo, la señora Buitrón los
invitó a quedarse en su casa. Ellos aceptaron. Se fueron y corrieron la voz.
Todos los días llegaban mochileros ávidos por conocer la sierra, las alturas del Taita
Imbabura, el lago Cubilche y las cascadas de los alrededores. Algunos se quedaban hasta
por tres meses. Según la versión de Tamara, el boom terminó en los noventa, cuando
cientos fueron deportados por un supuesto exceso de población.
Ya con la propiedad oficialmente convertida en hostal, recibieron visitantes ilustres. Muy
escuetamente, ella nombra a Piero, quien habría ido a pasar unas largas vacaciones; y a
Manu Chao, Pink Floyd y Bob Dylan, quienes, efectivamente, habrían degustado los
secretos de la pacha mama. Otro que las visitó fue Christopher Atkins, el efebo de Laguna
azul.
La memoria es imprecisa y la señora Pérez prefiere no detenerse en detalles. Menos con ese
resfriado que la tiene afónica tras el auricular del teléfono.
“Soy un árbol”
“¿Cómo describir mi trip? Pues solo con una frase: soy un árbol y los árboles no
caminamos…”, escribe Paola, meses después de haber probado los famosos hongos de La
Esperanza.
Llevaba tiempo esperando hacerlo en compañía de su novio y sus amigos, con quienes
viajó –tres horas– un sábado por la mañana desde Quito. Era su despedida de soltera.
No almorzó. Por la tarde bajó al río y se comió unos honguitos de buen tamaño, cinco en
total. Al cabo de 40 minutos la invadió una extraña sensación de bostezo y tuvo ganas de
vomitar; al cabo de otros 120 comenzó a alucinar con “duendecitas” que la invitaban a
perderse en un bosque.
Pao recuerda que sus pies eran raíces; sus brazos ramas y sus manos hojas. Lloró porque la
naturaleza lloraba y resucitó con ella: “Reí mucho por la emoción de los colores, por la
alegría de los sabores de las frutas, por los divertidos comentarios de los compañeros de
vuelo, y por los rasgos de hadas que se iban formando en sus rostros”.