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9 PRÓLOGO Madrid. Marzo, 2012 —¡Silencio, rodando! —Se oyó una potente voz al final del set de rodaje. Esta era una orden que se escuchaba una media de cien veces diarias en el plató de una de las series con más éxito del panorama televisivo español; en esos momen- tos grababan la quinta temporada. No importaba si se decía con más o menos brío, siempre se gritaba y a nadie le sentaba mal. El silencio inundó el plató de inmediato, los únicos con derecho a emitir algún sonido a partir de entonces eran los actores. Claro que esta vez la orden tenía un matiz distinto. Hacía apenas unos minutos que un miembro del equipo de eléctricos, el encargado de iluminar cada plano, había sufrido una descarga eléctrica tras subir a una escalera para reorientar un foco. Había caído al suelo a plomo; dos compañeros intentaban reanimarle mientras otros corrían y se afanaban por llamar al 112 para que una ambulancia viniera lo antes posible. El chaval iba cami- no del hospital con pronóstico incierto. Dos amigos del equipo le acompañaban. Todo el plató estaba en shock. Las ciento cincuenta personas que se encontraban en esos momentos trabajando en las instalaciones habían dejado de respirar al mismo tiempo y no podían pensar. En estas estaban cuando oyeron la orden tan conocida pero tan inesperada, teniendo en cuenta las circunstan- cias porque, además, esta vez no la gritó el ayudante de dirección, sino el mismísimo productor ejecutivo, Íñigo Arruti, que, pese a todo, había decidido seguir con el ro- daje para no perder dinero. —¡Silencio, seguimos rodando! —volvió a repetir. Pese a lo que pensara su equipo, Íñigo no solo había ca-

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PRÓLOGOMadrid. Marzo, 2012

—¡Silencio, rodando! —Se oyó una potente voz al final del set de rodaje.

Esta era una orden que se escuchaba una media de cien veces diarias en el plató de una de las series con más éxito del panorama televisivo español; en esos momen-tos grababan la quinta temporada. No importaba si se decía con más o menos brío, siempre se gritaba y a nadie le sentaba mal. El silencio inundó el plató de inmediato, los únicos con derecho a emitir algún sonido a partir de entonces eran los actores.

Claro que esta vez la orden tenía un matiz distinto. Hacía apenas unos minutos que un miembro del equipo de eléctricos, el encargado de iluminar cada plano, había sufrido una descarga eléctrica tras subir a una escalera para reorientar un foco. Había caído al suelo a plomo; dos compañeros intentaban reanimarle mientras otros corrían y se afanaban por llamar al 112 para que una ambulancia viniera lo antes posible. El chaval iba cami-no del hospital con pronóstico incierto. Dos amigos del equipo le acompañaban. Todo el plató estaba en shock. Las ciento cincuenta personas que se encontraban en esos momentos trabajando en las instalaciones habían dejado de respirar al mismo tiempo y no podían pensar. En estas estaban cuando oyeron la orden tan conocida pero tan inesperada, teniendo en cuenta las circunstan-cias porque, además, esta vez no la gritó el ayudante de dirección, sino el mismísimo productor ejecutivo, Íñigo Arruti, que, pese a todo, había decidido seguir con el ro-daje para no perder dinero.

—¡Silencio, seguimos rodando! —volvió a repetir. Pese a lo que pensara su equipo, Íñigo no solo había ca-

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librado los costes económicos de parar el rodaje ese día; estaba claro que todos no se podían trasladar al hospital y tampoco le solucionaría nada al chico que sus compañeros se fueran a casa a la espera de noticias. Lo mejor era que permanecieran todos juntos con la cabeza ocupada y, ca-sualmente, esa era la solución que más le beneficiaba a él.

Hubo protestas diluidas en murmullos por miedo a las represalias y todos, cada uno a su ritmo, volvieron al trabajo. Todos menos una, Sofía.

—No puedes hacer esto —le gritó al productor. El plató volvió a quedar en silencio y las mentes de

cada uno se dividieron entre secundar a la chica u obe-decer al capo.

Íñigo se lo puso fácil al equipo llevándose la discusión fuera de la mirada y de los oídos de todos.

—Sofía, a mi despacho. —Y dándose la vuelta encami-nó sus pasos a su santuario sabiendo que a ella no le iba a quedar más remedio que seguirle.

Sofía formaba parte del equipo de guion desde el inicio de la serie. No solo formaba parte, sino que suya había sido la idea, el proyecto y los guiones de los trece primeros capítulos. Desde que había aprendido a escri-bir no había dejado de hacerlo ni un solo día de su vida. Tras acabar la carrera, había empezado a trabajar como guionista junior. Dos años había estado en ese puesto y durante todo ese tiempo no había dejado de entregar sus propios proyectos a todo aquel que quisiera leerlos.

Un día, sin saber muy bien cómo había ocurrido el milagro, pues ningún productor ejecutivo lee la obra de ninguna principiante, la secretaria del señor Arruti le concertó una entrevista con él.

Ella tenía por aquel entonces veinticuatro años y él, cuarenta y dos. Ella no era nadie y él era Dios. Ella pare-cía una niña asustada embutida en un traje demasiado serio, demasiado holgado y demasiado feo, y él un hom-

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bre maduro, fuerte, atractivo y poderoso que la tendría a su merced durante los siguientes cuatro años. Y además tenía los ojos azules. Este detalle de su físico la desarma-ba por completo: tenía debilidad por ese color, por la luz de esos ojos, sobre todo cuando la miraban a ella.

Allí estaban de nuevo. En el mismo despacho donde se habían visto la primera vez. Con un retrato suyo de dos metros de ancho por tres de largo ocupando la pared principal. Recordaba que cuando lo vio por primera vez se quedó paralizada ante la sensación de poder que in-fundía a toda la estancia. Había estado en otras muchas ocasiones en aquella habitación y no era precisamente sobrecogimiento lo que había despertado en ella un re-trato tan intimidante, sino más bien todo lo contrario: entonces lo que le provocaba era un morbo increíble al observarlo mientras Íñigo le susurraba al oído con deseo. Porque había sido algo más que su empleada; Sofía había mantenido con él una relación difícil de definir.

Esta vez, al observar el imponente cuadro, no vio que representase más que la encarnación de un ego desme-dido.

—Siéntate —ordenó el productor. —Prefiero quedarme de pie —dijo Sofía.—Como quieras. —Él se sentó con la seguridad de sa-

ber que, aunque Sofía hubiera medido dos metros, no suponía una amenaza.

—No puedo más, Sofía. ¿Qué ha pasado abajo? —pre-guntó Íñigo con un tono neutro.

—¿Que qué ha pasado? Jaime va camino del hospital, no sabemos si vivo o muerto y tú has decidido seguir ro-dando, eso es lo que ha pasado —le gritó Sofía.

—¿Y tú quién eres para cuestionar una orden mía, va-mos a ver? Estoy harto de que saltes con cada decisión que tomo. No te debo nada, bonita, y eso es algo que no te entra en la cabeza.

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Dolían. Esas palabras dolían porque aunque los argu-mentos de la trama de la serie se hubieran alejado kiló-metros del sentido primigenio con el que ella la escribió, seguía considerándola suya. Racionalmente, Sofía sabía que no era así. Íñigo había decidido producirla. La idea le parecía muy buena. A cambio de ponerla en antena, Sofía tenía que renunciar a todos los derechos y limitar-se a trabajar como guionista. Nada más. Cuatro años le había dedicado a su proyecto, que dejó de ser suyo en la primera lectura conjunta de guion. En nombre de la au-diencia hicieron tantos cambios que ni ella misma po-día reconocer la historia que había imaginado cuando la veía en pantalla. La contrataron como guionista, pero no la dejaron ni firmar como creadora de la serie ni poder para decidir prácticamente nada. Al principio, intentó aceptar las condiciones, pero con los años su paciencia había llegado al límite al ver el folletín en el que se había convertido lo que ella había parido. Y, desde entonces, protestaba cada día.

—Sí, sí que me debes. Me debes ese premio Ondas, para empezar, el único que ha tenido la serie y que es de la primera temporada, la mía.

Íñigo se levantó de un salto, se dirigió a la estante-ría donde descansaban más de quince premios, cogió el Ondas y lo depositó bruscamente encima de la mesa, jus-to delante de ella.

—¿Lo quieres? Ahí lo tienes, todo tuyo. ¿Qué más te debo?

Sofía estaba a punto de echarse a llorar. Sabía que iba a ser la perdedora absoluta de esa discusión. Lo sabía desde que había entrado por la puerta.

—Me debes respeto —dijo intentando mantener la voz serena.

—El que no me tienes tú a mí, supongo. Ya está bien, Sofía. He aguantado estos dos últimos años porque te

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tengo cierto cariño, pero últimamente lo único que te mantiene aquí es una cláusula de tu contrato que dice que no puedo despedirte. Pero ambos sabemos que la se-rie funciona sin ti desde hace mucho tiempo.

—La serie es una mierda ahora mismo —protestó ella. —Lo sé, lo sé, me lo repites al menos dos veces a la se-

mana. Pero la audiencia manda. La audiencia paga, no solo a mí, sino también a todos tus compañeros de allá abajo; y si la audiencia quiere mierda, se le da mierda. Estoy de acuerdo en que lo que tú escribiste era mucho mejor y que la primera temporada fue gloriosa, pero se trata de números, Sofía. Tampoco estamos aquí para ha-blar de las tramas ni de los personajes, eso ya lo hacemos en la reunión semanal con el equipo de guion. ¿Cómo se te ocurre desafiarme delante de todo dios?

—Que sigas rodando con lo que ha pasado me parece lo más inhumano del mundo.

—¿Ah, sí? ¿Hubieras preferido que parara la graba-ción y le descontara a cada uno lo que cuesta una jornada perdida? O mejor aún, que corra todo de tu cuenta, ¿te vas a hacer cargo tú? —le sugirió Íñigo.

Sofía iba a replicar diciéndole que pasara lo que pasa-ra quien no iba a perder un céntimo era él, eso seguro; pero se calló. De repente, el cansancio emocional de los dos últimos años le pesó como una losa. ¿Qué hacía ahí? ¿En qué se había convertido? ¿Dónde estaban su entu-siasmo, su alegría y las ganas de escribir con las que solía levantarse cada día? Tenía veintiocho años y una tristeza acumulada durante los dos últimos impropia de su edad. Sus pensamientos se vieron interrumpidos por el sonido del teléfono. Íñigo atendió la llamada y, cuando colgó, le anunció:

—El chico está bien. Ha llegado al hospital con las cons-tantes vitales alteradas, en una situación complicada, pero ya está fuera de peligro. ¿Te quedas más tranquila?

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Sofía se llevó las manos a la cara y empezó a llorar de alivio. Íñigo no se movió. La dejó llorar y que se tranqui-lizara para que estuviera serena y preparada, porque lo que estaba decidido a comunicarle no iba a ser agrada-ble. Cuando el llanto de Sofía cesó, la invitó a que se sen-tara de nuevo. Esta vez sí le hizo caso.

—Sofía, no podemos seguir así. Ni yo, ni tú, ni la serie. Esto es un martirio para todos. Para ti la primera, creo.

—¿Qué intentas decirme? ¿Me estás despidiendo?—No puedo hacerlo y lo sabes. Estoy intentando llegar

a un arreglo. No se iba a poner a llorar de nuevo pero tampoco le

salían las palabras, se le habían quedado atascadas en la garganta y el estómago comenzaba a ser un agujero que dolía al expandirse. No podía pensar. Seguramente cuando saliera de ese despacho encontraría en su cabeza el discurso perfecto y los argumentos que hubiera que-rido exponerle. Seguramente cuando saliera de ese des-pacho se plantearía si había llegado a importarle alguna vez, si él había llegado a quererla.

Íñigo sabía que si Sofía pudiera penetrar en su mente y ser testigo de sus pensamientos hubiera hecho algo drásti-co. En su día, había llegado a importarle, o más bien, le ha-bía hecho gracia; y era consciente de que se había portado con ella como un cerdo. De la noche a la mañana había dejado de interesarle, como todas las anteriores y todas las posteriores; no había nada de especial en eso. Había supuesto que, como la guionista era joven, el desencanto se le pasaría enseguida, pero no había previsto la incomo-didad de seguir trabajando con ella al acabar la relación.

La hubiera despedido y ayudado a que encontrara otro trabajo, pero no podía, ella estaba blindada, tenía que estar en plantilla hasta el final de la vida de la serie o hasta que ella misma rescindiera el contrato; había sido la creadora, era lo mínimo.

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Durante el primer año después de romper con ella, la pobre chica se presentó varios días en su despacho pi-diendo explicaciones. No lo hacía con una actitud desa-fiante, simplemente quería entender por qué había per-dido el interés por ella de un día para otro. Él no tenía nada que decirle. En un par de ocasiones hasta lo había esperado en el portal de su casa y la situación había sido realmente desagradable, pues en ninguna de las dos es-taba solo. Luego parece ser que se le había pasado la ob-sesión, pero eso todavía fue peor. Se convirtió en la de-fensora incansable del equipo. Entraba en su despacho sin llamar a la puerta para quejarse del trato que se le daba a la figuración, de las horas extras no remunera-das que todos hacían sin poder protestar, de la actitud vejatoria que algún actor con aires de superioridad mos-traba ante el equipo de vestuario; por no hablar de que no aprobaba la mayor parte de los guiones, discutía por los diálogos, pretendía replantear las tramas, cuestiona-ba el perfil de los nuevos personajes, ni siquiera le pare-cían bien los gags; lo cierto es que nada le parecía bien. Siempre había algo que le chirriaba. Muchas veces tenía razón, por no decir la mayoría, pero su encomienda era ganar dinero, no solucionar los problemas que conlleva-ba ese objetivo.

—Quiero que te vayas. Podría ser menos brusco pero no quiero darte ningún motivo para que te quedes. Eres un pepito grillo tremendamente molesto. Tu papel aquí hace mucho tiempo que acabó. No has escrito nada que merezca la pena desde hace meses y empiezo a hartarme de tu actitud. —Iba a seguir pero ella le interrumpió.

—Sí que he escrito cosas buenas, pero preferís seguir en la misma línea y no me hacéis caso, las tramas podrían ser mejores y…

—¡Basta!, no quiero que sean mejores. Están bien como están. No quiero volver a tener esta conversación. Basta

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ya, Sofía. Quiero que te vayas. Hasta ahora he aguantado, pero que me hayas plantado cara delante de todo el plató ha sido demasiado. De verdad…, piénsalo, estar así es un infierno. Pareces una vieja amargada, todo el día protes-tando. Por tu bien, quiero que te vayas.

Estaba a punto de ponerse histérica, de gritar, de sal-tar por encima de la mesa y atizarle con el Ondas, pero no hizo nada. Y lo peor, no podía pronunciar ni una pa-labra, no le salían. Vivía de ellas y en el momento en que más las necesitaba se habían quedado encerradas en su mente; como si por querer salir todas en primera posi-ción no se dejaran pasar las unas a las otras. Cerró los ojos y balanceó su cuerpo adelante y atrás. Tal vez si se tranquilizaba fuera capaz de hablar, pero ¿qué le iba a decir? Hacía meses que incluso ella misma había empe-zado a pensar que estaba perdiendo su tiempo y su talen-to en esa madriguera. Mientras seguía con el balanceo, Íñigo sacó un talonario de su cajón, escribió una cifra y lo depositó sobre la mesa.

—Creo que es más que suficiente. Seguramente más de lo que obtendrías si me llevaras a juicio.

Juicio, ¿qué juicio? Era lo último que se le habría pa-sado por la cabeza. Miró la cifra. Era alta. Pero era menor de lo que ganaba la pareja protagonista al mes e infini-tamente menor que los beneficios que había sacado Íñi-go por su trabajo. ¿Cuánto valía su amor propio?, pensó mientras se levantaba de la silla. ¿Cuánto valía su salud mental?, siguió pensado mientras se daba la vuelta de camino a la puerta. ¿Qué precio le ponía a su dignidad? ¿Era más digna ante los ojos del todopoderoso Íñigo por coger el cheque o por dejarlo? ¿Y ante ella? Llegó hasta la puerta lentamente y lentamente agarró el picaporte.

—Sofía, cógelo, no seas tonta. En sus nublados pensamientos vislumbró que, si co-

gía el cheque, Íñigo respiraría aliviado. Habría pagado

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una cifra alta por ese alivio y quedarían atrás sus remor-dimientos de conciencia, si es que alguna vez los tuvo. En esos mismos nublados pensamientos le puso precio a los últimos cuatro años de su vida.

—Dobla la cifra —le pidió de espaldas a él y mirando la puerta.

Oyó como Íñigo habría de nuevo el cajón y volvía a escribir en la chequera. Ella se volvió, cogió el cheque mientras le miraba a los ojos, solo para comprobar que era capaz de desengancharse de ellos, y salió por la puer-ta dando un portazo que hizo que hasta el retrato que presidía el despacho se tambalease.

Eran las cinco de la tarde. Quería irse de allí cuanto antes. Bajó al plató y localizó a María, su mejor amiga, compañera de piso y ayudante del departamento de ves-tuario. No quería asustarla. Solo le dijo que se encontraba mal y que se iba a casa. Tiempo habría de explicaciones. Antes de echarse a andar de camino al metro, llamó al compañero que se había ido con el eléctrico al hospital. Jaime estaba bien y lo tenían en observación. Mañana se pasaría a hacerle una visita, decidió.

Nueve kilómetros separaban su casa de La Ciudad de la Imagen, un complejo de empresas dedicadas al sector audiovisual, que incluía platós de programas y series de televisión. Un paso le llevó a otro y dejó la parada de me-tro atrás. Siguió caminando. En esos momentos, sentía que no tenía fuerzas para relacionarse con nadie, no se veía capaz de hablar, aunque solo fuera para que la deja-ran pasar entre la multitud en el vagón. Se sentía como un fantasma. Creía que si rozaba a alguien, ni ese alguien ni ella misma lo notarían; como Patrick Swayze en Ghost. Nunca había notado un vacío tan absoluto. Siguió cami-nando. Sujetaba el cheque con fuerza, arrugado en su puño dentro del bolsillo del abrigo. El pulso lo tenía con-centrado en la garganta y el agujero que había empezado

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a horadarle el estómago en el despacho de Íñigo le pro-vocaba náuseas. Estaba tocando fondo, de eso estaba se-gura, porque no se había encontrado tan mal en la vida.

Sin quererlo, se coló en su mente un recuerdo, se vio a sí misma esperando a que viniera Íñigo a visitarla a las once de la noche. Sofía hacía muchos planes con sus ami-gos, pero si recibía una llamada o un simple WhatsApp de Íñigo, los anulaba de inmediato; siempre estaba dis-ponible para él. Revivió aquel día con crudeza, recordó que estaba agotada, María y ella se habían puesto el pi-jama a las ocho de la tarde, habían cenado una pizza y se habían ido a la cama temprano. Estaba ya medio dormi-da cuando sonó el teléfono, era él y le preguntaba si le apetecía que fuera a verla. Claro que le apetecía. Se le-vantó medio dormida, se duchó, se puso una ropa nada casual y se maquilló. Le esperó sentada en la salita de es-tar como si todo fuera de lo más natural. Cuando llegó, se fueron a su habitación, se quitó la ropa que no hacía ni veinte minutos que se había puesto y tuvieron sexo. Media hora de charla después, Íñigo salía por la puerta de su casa. Ese recuerdo empezó a atormentarla, pues era un fiel ejemplo de lo que ella había estado dispuesta a hacer por verlo. Se sintió humillada y con la autoestima por los suelos. El problema era que no solo se sintió así entonces, sino también en otros muchos momentos. Dos años había durado su relación y dos más el tormento de tener que verlo cada día en el plató.

¿A qué se había enganchado exactamente? De nada sirvieron las advertencias de María y David, amigo y tam-bién compañero de trabajo que estaba al tanto de sus idas y venidas con el jefe. Era una relación secreta, tan secreta que Sofía estaba convencida de que Íñigo mantenía algu-nas otras del mismo tipo; pero, por aquel entonces, cuan-do esa idea la acechaba intentaba pensar en otra cosa. Justo en ese momento empezaba a ser consciente de los

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hechos y, cuanto más consciente era, más rápido desa-parecían las últimas brumas de su relación con Íñigo que comprimían su alma. Respiró hondo con la bocanada más grande que había dado en cuatro años. Se había ido. Íñigo se había ido de su ser del todo y eso, en cierta forma, le dio pena. ¿Qué haría ahora? Se había quedado sin trabajo y también sin el sujeto del que colgaban sus pensamientos. El vacío, sentía el vacío y solo podía seguir caminando. No era consciente de cómo había llegado al Puente de Sego-via, tampoco de las horas que llevaba andando, pero de repente era de noche. Miró el reloj: las diez.

Cuando abrió la puerta de su casa David y María se abalanzaron sobre ella. Habían empezado a llamarla nada más acabar la jornada y, al no localizarla, se habían preocupado. David había hecho el recorrido del plató a su casa dos veces mientras María la esperaba angustiada en el salón. Al no encontrarla habían decidido esperarla juntos.

—Dios, ¡qué susto! ¿Dónde has estado? Pensábamos que te había pasado algo —exclamó María aliviada al ver-la entrar.

—Mi niña, tienes un aspecto horrible. Estábamos a punto de llamar a la policía —añadió David.

—No sé, he empezado a andar y no he visto la hora —respondió Sofía con un hilo de voz.

—Ven aquí, anda. —David se la llevó al sofá y la abrazó mientras María le acariciaba el pelo. Y allí, entre los abra-zos y los mimos de sus amigos, se echó a llorar.

Sofía les contó todo. La conversación con Íñigo, lo del cheque y los sentimientos y conclusiones que empezaban a aparecer en su cabeza sobre los últimos cuatro años. A ninguno de los dos se le ocurrió decir: «te lo dije», los amigos no hacen eso.

—No habrás tirado el cheque, ¿no? —preguntó María yendo a lo práctico.

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—No, lo tengo aquí. —Sofía rebuscó en el bolsillo de su abrigo y sacó un talón tan arrugado como una servilleta de papel después de una mariscada.

María lo cogió y empezó a alisarlo con las manos. Da-vid y Sofía la miraban como si practicara un conjuro.

—Bueno, esto es lo que vamos a hacer: te vas a duchar con agua bien caliente mientras preparamos la cena y después de comer algo te vas a meter en la cama con una pastillita mágica que tengo y que te va a hacer dormir como un bebé —propuso su amiga.

—Otra cosa, Sofía, Íñigo nos ha llamado cuatro veces. Por lo visto creía que ibas a hacer algo dramático después de la discusión y estaba preocupado —comentó David.

—¡Que se joda! —exclamó Sofía—. Pero no os quiero meter a vosotros en un lío. Llámale y dile que estoy bien.

—Mejor le escribo, ¿vale? No me apetece hablar con él. Debajo de la ducha consiguió aclarar un poco sus

ideas. Decidió que iría a su casa, a Vitoria, a ver a sus pa-dres y a sus hermanos. Necesitaba estar con su familia unos días. Les contaría que se había quedado sin trabajo. A su madre le iba a dar algo. Le dejaría la mitad del che-que para que se lo custodiara y se sintiera más tranquila y después haría un viaje. Se iría lejos, cuanto más lejos, mejor.

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CAPÍTULO 1Vrindaban, India. Abril 2012

Quince días más tarde de su desencuentro con Íñigo, Sofía necesitaba poner tierra y distancia emocional por medio y eligió la India porque estaba lo suficientemente lejos como para escaparse dos meses. El cheque que el productor le había dado le propiciaba una holgura eco-nómica de la que no había disfrutado nunca. Aterrizó en Delhi y viajó a Agra para ver el Taj Mahal, una cons-trucción impresionante, icono de la India, levantada en honor a una mujer. Luego se trasladó hasta Varanasi. La ciudad situada a orillas del río Ganges, en el estado de Uttar Pradesh, era una de las siete ciudades sagradas del hinduismo, el jainismo y el budismo.

Según el hinduismo, todo aquel que muere en Vara-nasi queda liberado del ciclo de las reencarnaciones. Los baños en el río Ganges se consideran purificadores de los pecados. Sofía llegó un tanto recelosa a esa ciudad. No sabía si estaba preparada para ver la muerte tan de cer-ca. Todas las creencias que rodeaban a Varanasi la habían convertido en el destino de enfermos y ancianos que que-rían pasar sus últimos días en la ciudad santa. A lo largo del Ganges se alineaban numerosas residencias destina-das a albergar a los moribundos y la orilla del río era tam-bién el centro de los crematorios de la ciudad. Decidió no salir corriendo con la primera sensación de horror que le transmitieron sus ojos y su olfato y se quedó dos se-manas para observar sin juzgar; para asimilar sin pensar.

Observando la muerte, una parte de su propia histo-ria, la que más dolía, desapareció de repente como si el sosiego de su alma hubiera estado incluido en el precio del billete. Pero este sosiego dio paso a algo que la asusta-ba todavía más, la sensación de soledad. Estaba sola, pero

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sola de verdad, y esa era la primera vez en su vida que se encontraba así. Su casa familiar siempre había estado llena de las voces de sus padres y hermanos. Cuando se fue a estudiar, constantemente había gente a su alrede-dor con la que se relacionaba, igual que cuando empezó a trabajar, y, además, Íñigo se había hecho fuerte en su mente. Compartiendo piso con María, no le importaba pasar tiempo a solas, pero sabía que su amiga aparecería por la puerta en cualquier momento. Y el resto del tiem-po sus personajes imaginarios, con sus diálogos y tramas, le hacían compañía; pero sentada en las escaleras del Ganges hasta ellos parecían haberse tomado unas vaca-ciones. Todo lo que tenía alrededor simulaba la imagen de un documental de la tele. Ella no estaba allí realmen-te, no estaba en ningún sitio. Comprendió que, aunque se recorriera la India una y mil veces, la soledad la acom-pañaría y no le gustó nada su nueva amiga. Cerró los ojos y se apretó el pecho. Le llegaba una voz dulce entonando un mantra y se dejó guiar por la música. Estuvo mucho rato escuchando los sonidos ancestrales que, en forma de canción, alababan al dios Krishna. Abrió los ojos. Sen-tada junto a ella vio a la dueña de la voz, una anciana vestida de blanco que parecía tener doscientos años. Era diminuta y su espalda encorvada la hacía más pequeña a sus ojos. Miles de finísimas arrugas cruzaban su ros-tro como estrellas fugaces. Sofía la observaba mientras entonaba su mantra con una enorme sonrisa carente de dientes. No sabía cuánto tiempo llevaba ensimismada mirando a la mujer cuando la voz de un adolescente, que a su vez la estaba observando a ella, le tradujo en inglés:

—Da gracias al Dios Krishna por morir y por haberle permitido llegar hasta aquí para hacerlo.

—¿Quiere morir? —preguntó Sofía con turbación, des-de una mentalidad occidental que aspira a la vida eterna en este mundo y no en otro.

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—Es una viuda —respondió el chico como si esa con-testación tuviera algún sentido para ella. Al ver que Sofía no entendía nada siguió con la explicación.

—Las viudas traen mala suerte. No las quiere nadie. La mujer lleva esperando su muerte desde hace cuarenta años. Antes vivía en Vrindavan, la Ciudad de las Viudas, pero enfermó y vino hasta aquí.

—¿Y tú cómo sabes todo eso? —quiso saber Sofía. —Porque mi madre también es viuda y vinimos juntos.Sofía no supo qué responder. Esa información la había

consternado más que todo lo que estaba viendo. El chico había acompañado a su madre hasta este lugar para que muriera también. Cuando lo hiciera, él mismo le prepa-raría su lecho de ramas y prendería fuego a su cuerpo. De-cidió no seguir preguntando más. No quería inmiscuirse en la vida del joven indio. Metió la mano en el bolso, sacó todo el dinero que llevaba encima, y se lo dio.

—No soy un mendigo —respondió el muchacho con soberbia.

—Ni yo te lo doy porque lo seas. Me has enseñado cosas y yo pago a mis maestros. Me llamo Sofía —se presentó alargándole la mano.

—Yo soy Vinod —respondió el joven tendiendo la suya.La viuda, Sofía y el joven indio se quedaron sentados

durante horas observando el Ganges, la vida y la muerte mezclándose en las mismas aguas.

Su joven amigo le contó que, en cuanto muriera su madre, se iría a vivir con una tía suya. Tenía suerte de ha-ber nacido chico porque si fuera una chica no lo hubie-ran querido, así que estaba contento. Sofía le pidió que le hablara de Vrindavan, la Ciudad de las Viudas. Vinod ha-bía pasado allí toda su vida desde que tenía cuatro años. Su madre había sido expulsada de la casa de sus suegros cuando su marido murió y con su pequeño vástago había llegado a esa ciudad donde habitaban más de quince mil

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mujeres como ella, consideradas las parias de la sociedad por ser viudas y pobres.

Sofía decidió que su siguiente parada sería Vrindavan. No quería seguir vagando, si tenía un destino al que ir podría llevar mejor la soledad, pensó. De repente, le ha-bían entrado unas ganas tremendas de escribir sobre las viudas de las que Vinod le estaba hablando. Y les dio la bienvenida en su cabeza a estos nuevos personajes. Su joven amigo le sugirió que si iba allí preguntara por el padre Ángel. Lo encontraría trabajando en una casa de acogida que se llamaba Mera Ghar, «mi hogar» en lengua hindi.

* * *

Al llegar a Vrindavan, Sofía se olvidó completamente de cualquier vida que hubiera tenido anteriormente. El pa-norama era desolador. Mujeres de mirada triste, la mayo-ría descalzas, caminaban como almas en pena, distantes y cabizbajas con el pelo rapado y vestidos de telas blancas.

Le costó encontrar la casa de acogida porque estaba si-tuada a las afueras de la ciudad. Era un centro de recien-te construcción que daba cobijo a ciento veinte viudas. Preguntó por el padre Ángel y le indicaron que estaba en el huerto trabajando. El padre Ángel no era un misione-ro vestido con hábito y crucifijo al cuello. Más bien pa-recía un hippy trasnochado que se resistía a entrar en la séptima década de su vida. Llevaba puesto un pantalón blanco y una camisola que le llegaba hasta las rodillas. El pelo larguísimo, tan blanco como su ropa, sujeto con una coleta baja y los pies descalzos.

—¡Hola! —saludó Sofía. El hombre no levantó la cabeza de la tarea que estaba

realizando. Intentaba sujetar unas ramas en una pared del huerto, pero cada vez que prendía una se le escapaba otra.

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—Ven, ayúdame —le pidió Ángel. Sofía dejó la mochila en el suelo y corrió a echarle una mano. Estuvo sujetan-do ramas, prácticamente sin hablar, durante más de una hora, limitándose a seguir las instrucciones del padre. Al terminar, él se lavó las manos en una fuente y le sugirió a Sofía que hiciera lo mismo.

—Bien, ¿quién eres? A parte de una aprendiza de jar-dinera —le preguntó él con una amplia sonrisa.

Sofía se echó a reír y tuvo la premonición de que aquel hippy al que llamaban «padre» iba a ser una persona muy importante en su vida.

—Me llamo Sofía. Estoy aquí porque vengo de Varana-si, donde conocí a Vinod, hijo de Sumay, y me dijo que preguntara por usted.

El niño debía de haber llegado al corazón de Ángel de la misma manera que lo había hecho al suyo, pues sonrió con ojos llenos de paz recordándolo.

—Y bien, Sofía, amiga de Vinod, ¿qué buscas? —Yo quiero escribir sobre las viudas de Vrindavan.Ángel se echó a reír con una carcajada espontánea.—¿Cuánto tiempo habías pensado quedarte?—No sé, ¿una semana?—Entonces no debes de ser muy buena escritora. —Sí lo soy, ¿por qué?—Mira Sofía, las viudas no están precisamente desean-

do contar su historia. No confían en nadie y tienen mo-tivos para hacerlo. Cuando una mujer se queda viuda y es pobre, pasa a ser parte de los más intocables de todos, la casta más baja, pero además es que ellas son mujeres. Aquí tratamos de que lleguen a confiar en nosotros. Pero en cuatro años de trabajo solo hemos conseguido trami-tar la pensión de cien de ellas. No se fían. ¡Les han hecho tanto daño! Las han privado de todo, especialmente de su autoestima. Aquí les damos asesoramiento jurídico para que reclamen la pensión que les corresponde. Tam-

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bién estamos trabajando para que reciban ayuda médica y se organicen en cooperativas. Así, entre todas, podrán ganar algo, además de lo que obtienen con la mendici-dad, para poder comer. No quieren contar su vida por-que les duele y nosotros no preguntamos mucho. Ahora te lo vuelvo a preguntar, ¿quieres describir este sitio o quieres entenderlo?

—Quiero entenderlo —respondió ella con seguridad y sin saber que esa respuesta llevaba implícito cómo serían sus dos próximos años.

—Chica lista. ¡Bien! Esa es la única manera de conocer-las como personas y no como personajes.

Sofía se puso un poco roja y bajó la mirada avergonza-da. Era verdad que cuando se le había ocurrido escribir sobre ellas, las había metido en la misma carpeta imagi-naria que al resto de los seres que creaba, olvidando que ellas existían de verdad.

—No podemos mantenerte, y mucho menos pagarte, pero sí darte alojamiento. Empezarás ayudando en las clases con las más pequeñas —le comunicó Ángel.

La instalaron en una habitación con dos voluntarias más que trabajaban en la casa y le enseñaron las depen-dencias. Habitaciones y habitaciones llenas de literas. Todo muy espartano pero suficiente para que las viudas tuvieran un lugar donde dormir con seguridad en vez de en la calle o en los maltrechos alojamientos que el go-bierno disponía para ellas y que eran, en muchas ocasio-nes, insalubres. No tenían nada, solo sus cuerpos dolori-dos y un alma igual de maltratada.

Cuando entró en la clase se encontró con un grupo de adolescentes, algunas casi niñas, que intentaban seguir las letras hindúes que otra joven apuntaba en una pizarra. Sofía se sentó a observar. La maestra no era mayor que sus alumnas, tenía la piel muy oscura, ojos negros como el carbón y vestía con un sari blanco, igual que las otras.

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Al acabar la clase, una señora mayor entró con un bebé de unos cinco meses y se lo entregó a la joven profesora. Esta, con la niña en brazos, se dirigió a Sofía y se presentó.

—Hola, mi nombre es Mirnha y ella es Kamira —dijo señalando a la niña—, me ha dicho el padre Ángel que te explique aquello que quieras saber y que conteste a to-das tus preguntas.

—Hola Mirnha, me llamo Sofía. —La chica cogió su mano y la estrechó con un apretón caluroso—. La verdad es que no sé por dónde empezar. ¿Hace mucho tiempo que vinisteis aquí con tu madre?

—¿Con mi madre? —Mirnha estaba realmente des-concertada, movía la cabeza y los ojos como si fueran un péndulo que funcionara a altas revoluciones, sin enten-der la pregunta que acababan de formularle. Sofía había averiguado en los días previos a su llegada a Vrindaban que ese movimiento de cabeza que más bien parecía un «no», quería decir «sí» y dio la respuesta por afirmativa, hasta que vio que la chica estaba riéndose—. Ah, ya en-tiendo. Pues sí que te voy a tener que explicar cosas. Mi madre no está aquí, yo soy la viuda y Kamira, mi hija.

—¿En serio? —preguntó Sofía sin saber muy bien si disculparse o dejar que su cara siguiera mostrando con libertad su estupefacción—. ¿Pero cuántos años tienes?

—Diecisiete. Me quedé viuda a los quince y me echa-ron de la casa; de la casa de mis suegros, quiero decir.

Sofía estaba sin habla. Pensó erróneamente que todas las viudas que se iba a encontrar tendrían el aspecto de la mujer que entonaba el mantra en Varanasi.

—Bueno, como veo que andas un poco despistada, te pondré al corriente —continuó Mirnha a la vez que le pa-saba a su hija para poder recoger el material de la cla-se—. En la India los matrimonios se arreglan, no siempre a tan corta edad pero cuando perteneces a la clase de los intocables no hay nada que ofrecer más que la novia; y

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entonces nuestros padres suelen casarnos cuanto antes para no tener que acordar el tema de la dote. A mí me casaron con doce años, pero he conocido a chicas que a los diez salieron de su casa con señores que les cuadripli-caban la edad. Si mueren nuestros esposos, nuestra vida es incluso peor, porque la familia del difunto puede re-clamarnos como esclavas e incluso tiene derecho a mal-tratarnos. La mayoría de nosotras escapamos en cuanto tenemos oportunidad y huimos sobre todo a las ciuda-des, nos instalamos en barrios bajos y, como casi la mitad de los indios, buscamos en la basura, pedimos limosna y algunas somos, éramos, prostitutas.

Sofia no podía abrir la boca. Se sentía una estúpida por no haber sabido hasta entonces nada de lo que Mirnha le estaba relatando.

—Pero ¿estás bien? —consiguió preguntarle. Mirnha volvió a mover la cabeza con ese gesto que era tan difí-cil de interpretar y que esta vez Sofía dio por seguro que significaba «sí». Mirnha había acabado de recoger toda la clase, colocado todas las sillas en su sitio y recuperó a su hija como si lo que le hubiera contado fuera la lista de la compra.

—Sí, ¿y tú? Ven, te voy a enseñar esto. Salieron de la clase. Sofía no podía hacer otra cosa

que no fuera seguirla. De todas las personas que había conocido en su vida, la chica era sin duda la que más le había impresionado. Mirnha le contó que las leyes indias contemplaban que cada viuda debía recibir anualmen-te una pensión de unas mil quinientas rupias, algo que muchas ignoraban. De hecho, el 75% de ellas no llegaban a cobrarla nunca porque eran analfabetas o no conocían sus derechos; y el Estado no hacía mucho por explicár-selos. Según esta misma normativa, a las viudas también les correspondían todas las posesiones de sus maridos, pero muchas no se atrevían a reclamarlas.

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—Mi lucha en esta vida es cambiar esto, instruir y ani-mar a las mujeres que están como yo a que reclamen lo que es suyo. Eso y cuidar de mi hija para que nunca le pase lo mismo que a nosotras.

—Y yo, ¿en qué puedo ayudar? —le preguntó Sofía. Fue lo único que se le ocurrió decir. Ante la enorme mi-sión que tenía la chica en la vida, ella se sintió menos que nada.

—En muchas cosas Sofía, que estés aquí ya es de ayuda. Y ahora te dejo, Kamira necesita comer y dormir —se des-pidió la joven apretándole la mano de nuevo con fuerza.

Estaba tan desconcertada que no sabía ni qué hacer ni a dónde dirigir sus pasos. Necesitaba asimilar la historia que acababa de conocer y decidió que el huerto era un buen sitio para pensar. Cuando llegó, el padre Ángel es-taba allí, esta vez arrancando las malas hierbas que ame-nazaban con acabar con sus pimientos. Sofía se sentó en un banco a la espera de que el padre la mirara porque tenía muchas preguntas que hacerle. Al ver que no lo ha-cía, comenzó a hablar.

—No puedo entenderlo. —¿Crees que podrías entenderlo en una semana? —le

preguntó Ángel irónicamente. —No, yo no tenía ni idea de la situación de las viudas y

menos de que algunas fueran niñas. —¿No venía nada sobre ellas en tu guía de viaje? —se

rio el padre intentando hacer un chiste. —No compré ninguna guía, solo el billete, quería sa-

lir de España cuanto antes. Sabía que iba a ver pobreza extrema, pero no esto. —Sofía siguió sentada en el banco mientras el padre seguía con su tarea, ambos en silencio. Al cabo de unos minutos le preguntó:

—¿Ya la has conocido?—¿Quién es? ¿De dónde ha salido? —repreguntó ella,

sabiendo perfectamente a quién se refería.

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—Mirnha es el nombre que decidió ponerse huyen-do de las personas que la obligaron a prostituirse. No sé cómo se llama en realidad. Por lo que me contó, la casa-ron con doce años con el hijo mayor de un vecino de su aldea. Cuando se fue de casa de sus padres tenía seis her-manos menores a los que cuidaba desde que tenía siete años. Para sus padres fue una gran pérdida pero prefirie-ron quitársela de encima porque la niña era demasiado rebelde. Yo creo que Mirnha nació sabiendo que las co-sas no tienen porqué ser como se las han impuesto. Estoy seguro de que su primer lloro tras nacer era de protes-ta porque sabía dónde nacía y no estaba conforme con su reencarnación, ni con la suya ni con la de ningún into-cable. Los intocables son considerados casi como anima-les y solo tras muchas reencarnaciones pueden cambiar de casta.

»Sé que su marido era mucho mayor que ella y no la trató mal del todo, teniendo en cuenta la situación, pero cuando murió, la familia la obligó a trabajar jornadas inhumanas en el campo y la hacían dormir en el esta-blo. En cuanto pudo, se escapó y fue a parar a las calles de Delhi. Allí, la única manera que encontró para poder comer, fue prostituirse. Pero pocas veces las prostitutas disponen de su cuerpo a su antojo y enseguida le salieron voluntarios para gestionárselo. Hay toda una mafia or-ganizada alrededor de la prostitución de menores. Tuvo problemas con sus dueños porque se negaron a pagarle la parte de los beneficios que le correspondían por prosti-tuirse para ellos. Acudió a la policía a denunciar, pero allí no le dispensaron mejor trato. Y ni sé, ni le he pregunta-do, qué ocurrió durante los tres días que la tuvieron re-tenida. Cuando salió, volvió con sus proxenetas, intentó mostrarse sumisa un tiempo y cuando vio la oportuni-dad, cuchillo en mano, consiguió robarles el dinero que habían ganado con ella y huyó de Delhi.

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—¿Y Kamira?—No sé quién es el padre de la niña y dudo que ella lo

sepa. —¿Cómo vino a parar aquí?—Me la encontré en las calles de Vrindavan. Estaba

sentada en el suelo con su hija recién nacida en brazos hablándoles a un grupo de mujeres sobre los derechos que tenían y la invité a venir aquí para hacer lo mismo a cambio de techo, comida y protección para ella y su hija. Mirnha es un mirlo blanco Sofía, un ser extraordinario. A ella la escuchan todas las viudas. Hará grandes cosas en su vida, estoy seguro.

—¡Vaya!, no puedo pensar. No sé qué hacer, ni cómo puedo ayudar. Me siento un poco inútil, la verdad —le confesó Sofía.

—Bueno, acabas de aterrizar. Es normal. Ven, ayúda-me —le pidió Ángel.

Sofía se agachó junto a él para arrancar las malas hier-bas.

—No hace falta que pienses en nada ahora mismo. Solo analiza todo lo que veas y lo que debas hacer ven-drá a tu mente. De momento, concéntrate en arrancar las hierbas desde la raíz mientras descuentas del diez al uno. Si en mitad de la cuenta algún pensamiento cruza tu mente, vuelve a empezar.

Sofía descontó muchas veces del diez al uno ese día y los siguientes. Se sentaba en las aulas, tanto de adultas como de jóvenes, a escuchar las lecciones. No entendía mucho, pues las explicaciones eran en hindi, pero poco a poco empezó a conocer a las alumnas. Al principio eran un colectivo vestido de blanco del que no era capaz de ver sus partes individuales, pero al pasar tiempo con ellas, empezó a reconocer lo que cada una tenía de úni-co, a distinguirlas como personas independientes. Ayu-daba en las cocinas cuando era necesario y acompañaba

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al padre Ángel por las calles de Vrindaban para atender como podían a las sin techo. Les habló a sus amigos y a su familia del sitio donde se había instalado y todos se ofrecieron a colaborar económicamente, cada uno con lo que pudo. En las clases se las enseñaba principalmen-te a leer y a coser y también y, sobre todo, a recuperar la autoestima. La casa de acogida les garantizaba un lu-gar limpio para vivir, tres comidas al día, servicio de en-fermería y las animaba a no perder sus coloridos saris. Como el padre Ángel le había contado, Mirnha era una pieza clave de todo el recinto. No todas las viudas estaban dispuestas a reclamar lo que les correspondía, ya fuera por vergüenza o por miedo a ser tratadas peor todavía si lo hacían. Mirnha daba verdaderos mítines para con-vencerlas y más de la mitad de los trámites que se habían llevado a cabo desde la asociación habían sido gracias a su intervención.

Sofía empezó a escribir. Hacía un retrato con palabras de cada una de ellas. Cuando se lo enseñó a Mirnha, a la chica le pareció buena idea que leyeran los textos en cla-se. Si cada una de las mujeres era capaz de reconocerse en las palabras de Sofía, hasta ellas mismas empezarían a sentirse mujeres únicas. El experimento fue un éxito tremendamente emocionante porque la mayoría de las viudas sonrió al darse cuenta de que estaban hablando de ellas, de cada una de ellas de manera individual. La profesora traducía al hindi las palabras de Sofía que des-cribían la cara, los ojos, el cuerpo, la manera de andar o cómo se relacionaban con las demás. Estaban acos-tumbradas a que nadie quisiera tocarlas por miedo a que les transmitieran su mala suerte, pero alguien les había prestado atención, las había mirado con cariño, las había nombrado e identificado y eso les hizo ver que seguían existiendo como personas. Pero no con todas tu-vieron el mismo éxito. Había una chica, Ronha, que no

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emitía sonido ni expresaba gesto alguno. Sofía no pudo llegar hasta ella y, cuando preguntó al padre Ángel y a Mirnha sobre la adolescente, ninguno pudo darle mucha más información.

—La primera y última vez que la oímos hablar fue cuando apareció aporreando la puerta de entrada pi-diendo auxilio. Llegó hace cuatro meses solo con lo pues-to. No habla, no se relaciona con nadie y apenas come. No podemos hacer otra cosa salvo observarla y tratar de evitar que haga algo peor —le contó el padre Ángel.

—¿Qué quieres decir con «algo peor»? —preguntó So-fía temiendo la respuesta.

—Que se quite la vida, niña. Sofía no pudo más, quizás es que llevaba días aguan-

tándose las ganas de llorar, quizás la realidad la estaba superando, quizás no era tan fuerte como ella creía y no era capaz de asimilar tanto horror. Quizás no pintaba nada en ese sitio.

—Llora Sofía, llora, pero mientras, cuenta, cuenta siem-pre del diez al uno.

Cuando Sofía fue capaz de calmarse, el padre prosi-guió:

—¿No querías ser de ayuda? Consigue que vuelva. —Pero ¿cómo?—No lo sé, es tu misión pero estoy seguro de que darás

con la clave. —Y dándole un beso en la frente la dejó a solas con sus pensamientos.

Ronha no miraba a nadie a los ojos. Acudía a las clases, siempre se sentaba en la última fila y miraba por la ven-tana; estático su cuerpo y estáticos sus ojos. El resto del día lo pasaba en un rincón de la habitación que compar-tía con las demás; la cabeza apoyada en la pared y la mi-rada perdida. Por Mirnha, Sofía averiguó que sabía leer. En una ocasión la joven profesora la había visto ojear el Ramayana, uno de los tres libros más importantes de la

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India, que cuenta la relación amorosa entre Rama, en-carnación del dios Vishnu, y Sita, con quien se casa antes de ser desterrados al bosque. Mirnha había observado cómo los ojos de Ronha se movían pasando las líneas del texto. Sofía también percibió que cuando Kamira anda-ba cerca, los ojos de Ronha abandonaban el infinito para fijarse en la niña. Algo era algo; pero ¿por dónde empe-zar? Decidió sentarse junto a ella cuando permanecía en la habitación solo para hacerle compañía en silencio. Empezó a leerle en inglés los libros que encontró en la espartana biblioteca del hogar. Pero Ronha no reaccio-naba. En alguna ocasión se acercó con Kamira y se sentó a jugar en el suelo con la niña al lado de la joven. Enton-ces sí que miraba, incluso uno de los días le acercó un juguete y le cogió la manita, pero seguía sin mirar a Sofía a los ojos.

Después de permanecer un rato cada día junto a la jo-ven viuda, sin conseguir resultado alguno, Sofía acudía al huerto para llorar su fracaso. Algunas veces el padre Án-gel estaba allí y la dejaba desahogarse en su presencia sin decirle nada, otras lloraba en la más absoluta soledad. A lo mejor estaba siendo demasiado presuntuosa pensan-do que ella, cuya historia de vida era menos que nada al lado de la de esas chicas, podría conseguir algo. Uno de esos días de desesperación, el padre Ángel se sentó a su lado y la abrazó.

—¿Cómo lo soportas? —le preguntó Sofía.—¿Cómo soporto el qué?—Que no se pueda hacer nada en la mayoría de los ca-

sos, que todo esto sea tan injusto, que el sistema de castas sea una mierda, que traten así a las mujeres y las priven de todo.

—Bueno, intento no juzgar al país en general, sobre todo porque en los países de los que provenimos tam-bién se dan injusticias. Intento mirarlo todo con ojos in-

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dios, olvidándome de mi parte occidental; intento que el corazón no se me rompa y actuar de la manera más ra-cional posible para no hundirme. Cuento del diez al uno, como tú, bastante a menudo, medito y trabajo el huerto. Así la mente descansa y está preparada para afrontar el siguiente conflicto.

—No voy a conseguirlo, Ronha nunca saldrá de su mundo.

—Sí, sí que lo hará. ¿Sabes cuál es tu problema, Sofía?Ella le miró con cara interrogante.—Que estás tratando de ayudarla pensando en ti. Tie-

nes que dejar tu ego atrás. El ego no es un problema tuyo sino de toda la humanidad. Solo si dejas de pensar en ti y focalizas todos tus pensamientos en Ronha, lo consegui-rás. Llegaste aquí pensando que podrías escribir sobre ellas sin conocerlas, sobre todas ellas. Bueno, solo ne-cesitas conocer profundamente a una y podrás hacerlo; pero para lograrlo tienes que verla solo a ella y, cuando la veas de verdad, tratar de ayudarla con todo lo que tú sabes y de lo que eres capaz. Tienes una cualidad mara-villosa, Sofía, eres tremendamente empática. Eres capaz de ponerte en el lugar del otro e incluso de sentir lo que siente; pero esto, al mismo tiempo, te afecta, y cuando te afecta tu mente se nubla, y entonces ya solo ves la so-lución desde ti misma y para ti misma. Tienes que con-seguir hacer de esta cualidad un arma, entender el pro-blema y ponerle la solución alejándote de ti. Sé que lo conseguirás.

—¿Por qué estás tan seguro?—Porque hoy te ha seguido. Se ha acercado, te ha visto

llorar y se ha marchado. Sofía sintió como un paso de gigante el pequeño acer-

camiento de la chica. Se levantó del banco sabiendo qué es lo que iba a hacer. Ronha había cogido el libro del Ra-mayana para leerlo. Así que Sofía se hizo con un ejemplar

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en inglés y también del Mahabharata. Este último contaba la lucha de poder entre los Pandavas y los Kauravas, dos familias de primos que se enfrentan por el trono de un reino. Estas dos historias eran conocidas por niños y ma-yores, unas veces en dibujos animados, otras como obras literarias y la mayoría se transmitían por la tradición oral, de boca en boca y de generación en generación. Sus per-sonajes eran superhéroes y supervillanos y reflejaban muy bien lo que era la moral y la ética en la cultura india. Cuan-do los hubo leído, apuntó el nombre de algunos persona-jes, estudió la manera en la que estaban contadas las his-torias e hizo una lista de las aventuras de todos los héroes y heroínas que conocía. Desde Superman hasta Danerys de la Tormenta de la saga de Juego de Tronos. Con todos ellos y tirando de su propia imaginación empezó a cons-truir la historia imaginaria de Ronha. Le contó a Mirnha la idea que tenía en la cabeza y acordaron que todos los días acudirían al rincón donde la chica pasaba la mayor parte del día. Sofía leería y la profesora traduciría. Nin-guna de las dos sabía cuál era el nivel de inglés de Ronha.

«Ronha era una niña con un gran secreto. Du-

rante el día se comportaba de manera normal e in-cluso intentaba pasar desapercibida pero cuando llegaba la noche y todos estaban durmiendo, salía de su casa y emprendía un viaje. Y es que Ronha podía volar a donde quisiera. Cuando descubrió su poder, hacía viajes cortos y se limitaba a observarlo todo desde arriba, pero poco a poco se dio cuenta de que era capaz de hacer muchas más cosas con él y decidió intervenir en el mundo para mejorarlo».

Así empezaba el cuento que Sofía había escrito para ella. Cada día a la misma hora, acudían al santuario de la joven viuda y se sentaban a contarle un pasaje. En ocasio-

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nes, si Sofía detenía la narración, Ronha la miraba para alentarla a que continuara y esa mirada provocaba que a Sofía se le saltara el corazón. Ronha corría miles de aven-turas. Ayudaba a niños, curaba animales y hacía muchos amigos. En un par de ocasiones Mirnha, sin pedirle per-miso, depositaba a su hija en los brazos de Ronha. La chi-ca abrazaba a la niña mientras seguía atenta la narración.

El principal enemigo de Ronha en la ficción que Sofía había creado para ella era el silencio. El silencio paraliza-ba a la heroína y amenazaba con destruirla.

«El silencio llamaba a Ronha desde todos los rincones del mundo. La tentaba ofreciéndole vivir en un lugar cálido donde nada era una amenaza, donde no había peligro, donde nadie podría he-rirla más. Pero el silencio no era sincero del todo y le ocultaba que, viviendo en él, no construía nada, el vacío era absoluto y solo quedaban unos pocos recuerdos, que irían desapareciendo poco a poco para dejar sitio a un profundo páramo. Ronha estaba cansada, había vivido mil aventuras y, sin embargo, seguía sintiéndose muy desgraciada. Un día se encontró al silencio cara a cara, le ofrecía la mano para llevarla con él. Ronha rozó sus dedos, la sensación era agradable, sintió paz, pero al mismo tiempo percibió que su cuerpo desaparecía, los co-lores de su sari apenas eran un reflejo que se hacía cada vez más tenue. Se estaba bien, pero ella no-taba que ya no estaba, que flotaba en una burbuja cerrada de donde ya no podría salir ni volver a vo-lar, y se empezó a asustar. Solo tenía que gritar para liberarse, pero no podía. No sabía cómo hacerlo».

En este punto, Sofía paró la narración y la miró. Ronha, a su vez, le devolvió la mirada.

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—Mañana más —le dijo mientras se levantaba para irse. Pero no sabía que más podría contarle mañana. Ha-

bían pasado cuatro meses desde que empezaran con el experimento y los resultados eran mínimos. Ya no sabía qué más hacer, cómo sacarla de ahí. Se fue deprimida de nuevo al huerto, necesitaba asimilar su fracaso. Ronha apareció a los minutos y se sentó junto a ella en el banco. Y ocurrió el milagro. Despacito, con apenas un hilo de voz, en un inglés imperfecto pero inteligible y dándole la misma entonación que Sofía le daba a sus cuentos, em-pezó a narrar.

«Ronha era una niña pequeña y muy cariñosa que quería mucho a sus hermanos. Su mamá es-taba siempre enferma así que era ella quien se en-cargaba de cuidarlos. Su mejor amigo se llamaba Navil. Navil era especial porque sabía leer».

En este punto de la historia, Mirnha, que había esta-do buscándolas, apareció por el huerto. Ronha la miró y asintió con la cabeza, dándole permiso para que se acer-cara. La joven lo hizo y se sentó frente a ellas en el suelo. A partir de entonces la narración siguió en hindi. La len-gua en la que toda esta historia le salía del alma a Ronha y Mirnha se dedicó a traducir sus palabras.

«La mamá de Navil tenía un hijo cada año, era una familia bendecida por los dioses porque aun-que eran igual de pobres, todos nacían niños —tra-dujo Mirnha—. Navil siempre estaba pendiente de Ronha y, cuando podía, la enseñaba a leer. Como la mamá de Navil no podía atender a todos sus hi-jos, sus familias decidieron casarlos y que Ronha se trasladara a vivir con la familia de él. Por aquel entonces Navil tenía dieciséis años y Ronha doce.

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Cuando conoció la noticia de su casamiento Ronha se sintió la chica más feliz del mundo. En la casa de Navil había mucho más trabajo que en la suya pero no le importaba. Navil decidió respetar su cuerpo hasta que creciera y la trataba con mucho cariño y respeto. Su marido tenía un hermano mayor que se había marchado por su propia voluntad con dieciséis años a trabajar en una mina. A los padres del chico no les había hecho mucha gracia. Había mafias que aparecían por el suburbio donde vivían ofreciéndoles dinero a cambio de llevarse a sus hijos como mano de obra barata. Les prometían que iban a estar bien y que volverían a casa hechos hombres y con dinero, pero ninguno había regre-sado. Así que la madre de Navil protegía a sus pe-queños como podía, los mandaba a la escuela hasta los doce años y, después de esa edad, acompañaban a su padre a trabajar en una fábrica de alfombras. Eran igualmente niños trabajando, pero estaban más protegidos y volvían a casa todas las noches. Por eso, la marcha del mayor de la familia supuso un motivo de preocupación para sus padres. Hasta que volvió. Le faltaban todos los dientes y apestaba a alcohol desde lejos; a partir de entonces las pre-ocupaciones fueron mucho mayores. A Ronha le daba miedo y asco. Sobre todo por cómo la miraba. Él estaba todo el día en casa. Gritaba a su madre, gritaba a los niños pequeños, le gritaba a Navil e in-cluso a su padre cuando volvían de trabajar, pero sobre todo gritaba a Ronha».

Se hizo el silencio: Ronha dejó de hablar y Mirhna de traducir.

—¿Quieres parar? —le susurró Sofía para no pertur-barla mientras le cogía la mano.

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—No, quiero seguir —contestó Ronha sin soltarla. Miró a Mirnha y siguió narrando la historia de su vida.

«El hermano de Navil se empeñaba en que Ronha dijera su nombre pero ella no quería hacerlo, de al-guna manera, pensaba que si lo nombraba, él ten-dría más poder. Le ordenaba todo tipo de tareas en la casa, algunas muy pesadas y que no podía hacer una chica sola. La madre de Navil le pedía a su hijo que la tratara mejor, que era la mujer de su herma-no, pero este no le hacía caso. Un día intentó pro-pasarse con ella. Ronha seguía siendo virgen por-que Navil quería esperar hasta que la chica tuviera dieciséis años para formalizar el matrimonio. No lo consiguió porque la madre lo impidió, pero ella le pidió a Ronha que no se lo contara a Navil, para no enfrentar a los hermanos y evitar una desgracia.

Así que Ronha intentaba escaparse de él siem-pre que podía y en cuanto su marido aparecía por la puerta no se separaba de su lado. Hasta que ocu-rrió. Era temprano por la mañana y Navil y su sue-gro ya se habían ido a trabajar. El hermano mayor había desaparecido el día anterior y no había re-gresado a casa a dormir. Ronha estaba recogiendo la humilde habitación que tenían asignada cuando él abrió la puerta. Venía borracho. Ronha gritó. La madre de Navil le pidió a su hijo mayor que la de-jara en paz, él no le hizo caso y ordenó a su madre que cogiera a los niños y que se fuera levantándole la mano con gesto amenazante.

Cerró la puerta de la habitación de Ronha mien-tras la mujer la aporreaba suplicándole desde fue-ra que no le hiciera nada. Temiendo por su vida y por la de sus propios hijos, corrió a la fábrica de al-fombras donde su marido y su hijo estaban traba-

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jando con todos los pequeños. Cuando la familia al completo regresó a la casa, ya era demasiado tarde. El hermano de Navil había golpeado a Ronha has-ta que esta dejó de resistirse y entonces la violó. La chica estaba seminconsciente cuando vio que Navil se arrodillaba a su lado. Lleno de odio, se dirigió a su hermano y empezaron a pegarse violentamente. Ronha lo veía todo nublado y sentía que estaba en medio de la peor pesadilla del mundo. Todo eran gritos a su alrededor hasta que un silencio, todavía más peligroso, sustituyó a la algarabía. Navil estaba en el suelo, sangrando, y su hermano sostenía un cuchillo en la mano».

La voz de Mirnha había empezado a tartamudear, no así la de Ronha, que continuaba con la misma cadencia, aunque de sus ojos ahora brotaban lágrimas mudas, tes-tigos de lo que la voz de su dueña estaba contando. Fue Sofía la que emitió un grito desgarrador rompiendo la serenidad que las tres habían mantenido hasta ese mo-mento. Sofía juraba y maldecía en castellano, en inglés e incluso echó mano del poco hindi que sabía.

—Ven aquí, Ronha —le dijo mientras la abrazaba con todas sus fuerzas. La chica no rehuyó el abrazo y Mirhna se sumó a él.

—No hace falta que continúes si no quieres, cariño —le ofreció Sofía.

—Sí, sí quiero, sino el silencio me llevará. Ronha continuó con su historia. Había enterrado a su

marido y quemado su pira con el cuerpo y el alma des-trozados. La familia acordó no denunciar el asesinato para que no se llevaran al hermano mayor a la cárcel. Había sido un accidente. La mejor solución era que el malhechor desapareciera un tiempo para no levantar sospechas. Nadie pregunta por los muertos de la casta de

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los intocables, así que la policía no apareció por allí en ningún momento. El hermano de Navil prometió volver después de un tiempo y casarse con Ronha. Era el arre-glo más conveniente para todos, porque Ronha era aho-ra doblemente maldita: era la culpable de la muerte de su marido y era viuda. Que la injusticia de esta realidad impuesta clamaba al cielo era algo de lo que tanto las dos adolescentes indias como Sofía eran conscientes. Deci-dió respetar a la chica callando lo que estaba pensando, de qué le servirían sus juicios occidentales.

Tras la muerte de su marido, cuando Ronha pudo re-cuperarse para poder dar un paso detrás de otro, decidió volver a casa de sus padres, pero ellos la rechazaron. Prefi-rió no contarles lo que en realidad había pasado para que no la culparan ellos también de la muerte de Navil. La-mentaban lo ocurrido pero ella pertenecía ahora a la familia de su marido. Darle cobijo hubiera supuesto un enorme problema. Sola y con un dolor que pesaba por tres vidas, decidió que prefería morir a convertirse en la esposa del hermano de Navil y se puso a caminar sin rumbo, sin preocuparle mucho qué fuera a ser de ella. Llegó hasta la Ciudad de las Viudas y vio la vida que le po-día esperar. Pero un día se cruzó con Mirnha, que llevaba a su bebé en brazos y sonreía, aquel atisbo de felicidad, la impulsó a seguirla hasta Mera Ghar y, cuando llegó a la puerta, se puso a aporrearla pidiendo auxilio.

A partir de ese día, se creó un vínculo insondable entre las tres. Sofía sabía que esa no era su casa del todo y que algún día tendría que marcharse, pero, de momento, no tenía prisa. Se centró en la cooperativa que las viudas estaban poniendo en marcha y en la manera de vender y comercializar los textiles que cosían. Iba cada cuatro meses a casa, a ver a sus padres y amigos, y volvía a Vrin-daban. Le pidió a su madre que le traspasara el importe

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de la parte del cheque que le había dejado en custodia y, junto con una subvención que habían conseguido, em-prendieron la construcción de un nuevo edificio que pudiera albergar a más viudas. Por su parte, Ronha, que seguía siendo una chica callada pero estaba muy lejos de ser la Ronha que habían conocido, empezó a sustituir a Mirnha en las clases y enseñaba a leer con mucha pacien-cia y ayudándose de unos dibujos muy originales que ella misma pintaba. Mirnha se centró de lleno en el asesora-miento a las viudas para reclamar su pensión y los bienes que les correspondían por derecho. Y además, ambas, acudían a una escuela fuera del hogar para completar su educación. Entre las tres cuidaban de Kamira y Sofía aca-bó sintiendo que había encontrado una segunda familia en esta parte del mundo.