PRINCIPIO DE INCERTIDUMBRE ANTROPOLÓGICA

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1 PRINCIPIO DE INCERTIDUMBRE ANTROPOLÓGICA Francisco Sánchez Pérez

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PRINCIPIO DE INCERTIDUMBRE ANTROPOLÓGICA

Francisco Sánchez Pérez

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“Ya está”, musitó al tiempo que pulsaba la tecla enter, dando así por

cerrada el acta de la asignatura en la intranet de la universidad. Se

quedó con los dedos suspendidos sobre el teclado, desconcertado

por la súbita impresión de vacío que le habían provocado las dos

palabras con las que, de un modo tan inesperado, se le había hecho

real el final definitivo de su vida profesional, tantas veces pensado

conforme se acercaba el momento, prevenido, imaginado,

anticipado, recreado, deseado, temido, planificado, esperanzado y

asumido. Cuarenta y dos años de trayectoria universitaria vinculada

a la antropología, finiquitados con un escueto y desconcertante “Ya

está”, apropiado para dar por terminada una corrección de

exámenes, un artículo, una sesión de tutorías, un soporífero o tenso

consejo de departamento, un seminario, una conferencia y hasta

todo un curso académico; mas no para señalar, con el simple toque

de una tecla, el último acto formal con el que clausuraba para

siempre su oficio de profesor. “Para siempre”, musitó, como

queriendo aprehender el nuevo significado que ahora le sugería la

expresión. “Para siempre”, repitió. “Nunca más impartiré una

asignatura, nunca más corregiré un examen, nunca más pondré

calificaciones, nunca más volveré a tener alumnos. Jamás volveré a

ser profesor. A las doce y un segundo de esta noche, mi identidad

habrá quedado amputada de ese atributo, ilusamente vivido como

un rasgo indisociable de mi personalidad social y psicológica. A

partir de mañana, cualquier alusión a él acusará su verdadera

naturaleza, contingente, efímera, por mucho que haya significado y

perdurado en mi biografía, y deberá ser conjugada en pretérito para

no caer en flagrante falsedad”.

Levantó la mirada de la pantalla y la detuvo en el calendario pegado

a la pared, con sus fechas laborables tachadas con aspas rojas.

Faltaba la última de septiembre. La siguiente marcaría el inicio de

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un nuevo curso en el que ya no estaría él. Imaginó sin su presencia

los escenarios familiares que habían conformado el atrezo de su día

a día, las aulas, la sala de reuniones, los despachos, el decanato, los

pasillos, la biblioteca, la cafetería, el aparcamiento, los jardines, y se

le antojaron extraños, ajenos.

Durante las últimas semanas, había ido borrando archivos y copiado

en un pendrive los que quería conservar, después de haberse

preguntado con cada uno de ellos, como buscando un hilo de

continuidad, con qué propósito, y responderse con un pragmático

“Por si acaso”, seguido de un escéptico “¿Qué caso?”, que no lograba

identificar y resolvía con un “De recuerdo”. Ya solo le quedaba

desalojar los cajones, vaciar el correo electrónico, meter los libros en

las cajas de cartón y llevarlas al coche, para dejar libre el despacho

a la profesora Pérez Galán, una exdoctoranda suya recién

incorporada al departamento procedente de otra universidad.

Entró en el correo y fue borrando uno tras otro sin abrirlos:

contendrían información institucional que no le interesaba o ya no

le afectaría y, quizás, alguna que otra propuesta o solicitud que no

podría ni seguramente tendría interés en atender. Se detuvo en uno.

Venía remitido por la revista a la que había enviado un artículo hacía

siete meses y ya lo había dado por perdido. Pudo haberse interesado

en su momento por conocer los motivos del inusual retraso en

responderle; pero para ese entonces ya había decidido dejar la

universidad y le traía al pairo el dictamen de evaluación, sin duda

negativo, como era de inferir del largo silencio mantenido y de

haberlo recibido, qué casualidad, en vísperas de su salida de la vida

académica; así se evitaban los editores tener que darle mayores

explicaciones. Leyó los protocolarios saludos y abrió el archivo

adjunto con la evaluación.

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Tras el <Vaya por delante> con que daba comienzo el informe,

seguido de algunas ponderaciones sobre el planteamiento del tema,

la adecuación del marco teórico y la pertinente aunque

<desactualizada> bibliografía, se apreciaba un cambio de tono a

partir del <Sin embargo> con el que arrancaba un nuevo parágrafo

en el que, con retórica positivista y sin resquicio alguno para los

matices, el evaluador sentaba su cátedra sobre la naturaleza de la

antropología y, por consiguiente, de la correcta práctica de la

etnografía, frontalmente divergente con la posición que él planteaba

en su artículo. Acabado el panegírico disciplinar, tras un nuevo

punto y aparte, el evaluador tildaba de <trasnochada> y <deudora

de una concepción colonialista de la Antropología> la reivindicación

del trabajo de campo sobre el terreno que él defendía: <en solitario

y en contexto ajeno a la cultura del investigador>. Como colofón a la

demoledora crítica, el informe concluía recapitulando las principales

líneas argumentales propuestas por él para, una vez puestas en

línea de réplica, ultimarlas con un inaudito y expeditivo: <So What>,

así, en inglés, cuya lectura le provocó un repentino retraimiento de

cabeza y lo dejó petrificado, con los ojos abiertos de par en par y el

entendimiento noqueado.

- ¡Manda cojones! - exclamó de viva voz.

No le había extrañado el tono desabrido del texto, aunque impropio

de la habitual compostura universitaria; tampoco le había

sorprendido demasiado que el evaluador, directamente o por

inducción de alguien de su facción académica, lo predispusiera para

destilar contundencia crítica, todo ello condimentado, eso sí, con

oportunas referencias y citas envueltas en tópico celofán teórico; ni

siquiera le sorprendía que un antropólogo enarbolase de un modo

tan fundamentalista, rígido y excluyente, una materia de

conocimiento como la antropología, tan presta a conceder generosas

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dosis de relatividad a todo orden identitario que se le ponga por

delante y tan arteramente cicatero con el suyo propio. A esas alturas,

él ya estaba habituado al empeño de colegas en confundir estado de

opinión, más o menos fundamentada, con proposición teórica

irrefutable, aquiescencia de facción con validación científica,

asertividad discursiva con rigor teórico, postureo retórico con

excelencia o posición administrativa en el escalafón con derecho de

veracidad. Pero en ningún momento de su larga trayectoria

practicando la crítica, la discusión, el debate, la dialéctica, había

escuchado o leído que nadie echara mano de un taxativo Y qué para

replicar una propuesta disciplinar, por mucho que, al parecer del

evaluador guardián de las esencias antropológicas, el autor de la

misma pretendiera dinamitar los ortodoxos cimientos de la materia

con un artículo molotov.

Fuera como fuese, aquel So what se le imponía como una camisa de

fuerza que impedía cualquier movimiento de contrarréplica, que no

lo obligara a romper las costuras demarcatorias de la antropología

para responder desde el plano metafísico que la expresión

demandaba. Como si al final de la impartición de una asignatura

introductoria, el profesor concluyera diciendo a sus alumnos: “Bien,

esto es lo que propone la antropología” y ellos, levantando la mirada

del móvil, replicaran a su vez con un: “Vale profe, y qué”; como si al

terminar un doctorando la exposición y defensa de su tesis doctoral,

el presidente del tribunal, tras saludar a los endomingados

familiares de su miembro aspirante a doctor, luego felicitar al colega

director, hoy por ti mañana por mí, y dar la enhorabuena al

doctorando por el esfuerzo realizado, prosiguiera con las

protocolarias pequeñas dosis de cal y abundantes de arena,

recapitulara luego las líneas principales de la tesis expuesta y,

mirando fijamente a los ojos del doctorando, le asestara en el seso

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con un despiadado “Y qué”, provocador de desconcierto entre

familiares y compañeros asistentes, mosqueo del director

traicionado, ya nos veremos en la próxima tuya, derrumbe moral del

doctorando y despiste de vocales y secretario del tribunal, por no

saber qué calificación correspondería a semejante veredicto; como si

en una de las clases magistrales de libre acceso que Lévi-Strauss

impartía en el aula magna del Collège de France, alguno de los

migrantes subsaharianos que de tanto en tanto aprovechaban para

refugiarse del frio invierno parisino junto a la calefacción, una vez

acabada la disertación del insigne maestro, un poner, sobre la lógica

de las clasificaciones totémicas, el intruso emergiera de su

somnolencia y soltara: “Très bien, Monsieur, et alors”, poniendo al

tótem de la antropología en la tesitura de tener que argumentarle al

profanador del templo del altísimo saber que la lección impartida

respondía a unos principios disciplinares que había que conocer y

asumir previamente para ser entendida. Argumento que el intruso,

a su vez, bien podría contestar de nuevo con un: “Et alors”, para

regresar a su cálido sopor, dejando al conferenciante metido en un

bucle epistemológico de compleja resolución, pues si determinaba

su réplica desde la antropología, indeterminaba el alcance metafísico

exigido por el “Et alors” del subsahariano impertinente, y viceversa,

si determinaba la respuesta desde el plano metafísico,

indeterminaba el plano antropológico exigido por el texto y el

contexto de la conferencia. Un dilema semejante al de la mecánica

cuántica, que Heisemberg formuló con su Principio de

Incertidumbre de la Física, según el cual no puede determinarse al

mismo tiempo la posición y el movimiento de un objeto dado, que

colocaría a Lévi-Strauss ante una suerte de Principio de

Incertidumbre Epistemológica, cuya solución pasaría por las

siguientes tesituras: una, permanecer disciplinariamente en el plano

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antropológico y no dar cumplida respuesta al alcance metafísico

demandado por el subsahariano subversivo, poniéndolo así en su

ontológico sitio de objeto informante pero no opinante en

competencias antropológicas; dos, quebrantar las líneas de

demarcación de la disciplina para responder al migrante

entrometido desde un plano metafísico, a costa de contrariar las

expectativas de los asistentes a la conferencia, los iniciados y los

típicos intelectuales snobs frecuentadores de todo acto

protagonizado por alguna de las vacas sagradas del panteón francés;

tres, solicitar la presencia de un bedel y pedirle, “s’il vous plait”, que

procediera a devolver al refugiado en caliente al otro lado de la

frontera del aula magna y, una vez fuera, volviese a cerrar la aduana

que separa el conocimiento verdadero, la episteme, del conocimiento

erróneo, la doxa, dejando clausurado, comme il faut, el círculo

hermenéutico que el objeto insurrecto de la antropología se

empecinaba en desbaratar; cuatro, abandonar el maestro mismo el

aula, sumido en la impotencia, y subir a la secretaría del Laboratoire

d’Antropologie para iniciar los trámites de su jubilación, a riesgo de

volver a escuchar desde abajo de la escalera la voz del subsahariano

gritándole: “Très bien, Monsieur, et alors!”

Así, imaginando sucesivas situaciones inverosímiles en las que se

pudiera recurrir a un Y qué como forma de réplica, se le empezó a

escapar una risilla floja que no tardó en dar paso a incontenibles y

sonoras carcajadas.

- Ya me dirás qué es lo que manda cojones y te hace tanta gracia -lo

interrumpió el vecino de despacho asomado a la puerta.

- Nada hombre, un chiste de antropólogos que me acaban de mandar

por el móvil - se le ocurrió responder en ese momento, tratando de

contener la risa.

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- Muy bueno tiene que ser, para que te haga reír de esa manera.

- El mejor que he oído en todos los años que llevo de profesión.

Definitivo.

- Pues ya me lo cuentas luego, que tengo que pasar por la secretaría

antes de ir al Consejo de departamento.

- Me temo, profesor Baer, que el chiste no es apropiado para un

profesor joven como tú: podría dar al traste con tu carrera. Ya te lo

contaré cuando hayas sacado la titularidad.

- Mejor nos lo cuentas en la cena de tu despedida. Chao.

Sin perder la sonrisa, seleccionó la parte del informe donde el

evaluador había cincelado su código disciplinario y pulsó copiar;

bajó el cursor hasta el punto y final y pulsó pegar; acto seguido,

pulsó repetidamente enter para abrir un espacio en blanco, desplegó

tamaños de fuente, seleccionó el 14, llevó el cursor al recuadro de

centrar, pulsó, y con letras mayúsculas escribió:

<Y QUÉ>

Alzó la mano a la altura de sus ojos, bajó ligeramente el dedo corazón

y, con la solemnidad con la que un pianista procede a tocar el último

acorde de la partitura interpretada, descendió el brazo. Y en el

preciso instante en que su dedo pulsaba la tecla de envío tuvo la

impresión de que el <Y QUÉ> con el que replicaba el informe sobre

su artículo sobrepasaba con mucho una manera particular de

concebir el trabajo de campo etnográfico discrepante con la suya:

supo que acababa de enviar una radical puesta en cuestión de los

conocimientos adquiridos a lo largo de más de cuarenta años de

haber profesado la disciplina. No pudo menos que reír para sus

adentros al pensar en Tomás de Aquino, quien al final de sus días y

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con su monumental obra casi concluida, tras sufrir una visión

mística, afirmó que todo cuanto había escrito con anterioridad era

pura paja. En ese momento, él no sabría decir si había

experimentado una catarsis cognoscitiva; tampoco sabría valorar

cuánto de paja o de oro contenían sus conocimientos de antropología

para dar respuestas a la pregunta aristotélica sobre qué era él, en

tanto que congénere sociocultural; pero acababa de comprender que

no le iban a servir para salir del pozo de incertidumbre en el que

estaba sumido desde que, unos tres meses atrás, puso ese último

día de septiembre como fecha límite para abandonar la universidad:

quién, a partir de las doce de esa misma noche, iba a ser él, Joaquín

Samper.

Sin darse un respiro para calmar la ansiedad y con el ánimo

insinuándole que aún estaba a tiempo de reconsiderar su decisión

de retirarse y la razón diciéndole que ya no era posible dar marcha

atrás y que, en cualquier caso, nada iba a conseguir retrasando el

momento del retiro unos cuantos años más, borró el resto de los

correos con dos impulsos de ratón y, con ademán resolutivo, se

dispuso a desalojar los libros de las estanterías para meterlos en las

cajas de cartón.

Cogió el primer libro y, a mitad del trayecto, su brazo se detuvo en

seco. “¿Realmente vas a necesitar ya este libro?”, se preguntó,

sorprendido por una duda que minutos antes ni por lo más remoto

se le habría ocurrido que llegara a plantearse jamás, con ese ni con

ninguno de los libros que había ido atesorando desde los lejanos

inicios de la carrera, cuando nada más salir de la última clase del

primer día se apresuró a comprar en la librería de la facultad su

ópera prima disciplinar: El niño salvaje, de Jean Itard. El mismo que

ahora buscó y sacó de su sitio, con los bordes amarillentos y

desgastados por el uso, a fuerza de acudir a sus páginas para

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componer el tema sobre naturaleza y cultura. ¿Cómo podría

prescindir de ese ni del resto de los libros? Que se jubilara de

profesor universitario no tenía por qué implicar que dejase de ser

antropólogo, pensar como antropólogo, ver el mundo y relacionarse

con él y consigo mismo como antropólogo, después de haber soñado

ser antropólogo en las postrimerías de su adolescencia, llegado a

serlo en su juventud y haberlo sido durante toda su vida adulta.

Quiso imaginar quién habría sido Joaquín Samper sin el bagaje

aportado por cada uno de aquellos volúmenes, y en ninguno de los

virtuales personajes que fueron apareciendo en su pensamiento se

reconoció: todos eran otros. Si el hecho de ser profesor de

universidad había sido una circunstancia biográfica con fecha de

caducidad a punto de cumplirse, ser antropólogo era, para bien y

para mal, una cualidad consustancial de su personalidad individual

y social. Y aquellos libros eran testimonio, acta de fe, fuente, causa

y consecuencia, razón de ser, fetiche, imagen, símbolo,

materialización, la prueba empírica irrefutable no solo de que había

sido antropólogo durante cuatro décadas, sino de que lo seguiría

siendo hasta el último aliento de su vida e incluso muerto, pues cada

uno de ellos llevaba inscrito su nombre, el lugar y la fecha de

adquisición, amén de numerosos subrayados, acotaciones y

anotaciones en los márgenes que, en cierto modo, lo convertían en

coautor.

- Hola, Joaquín –lo sacó de las elucubraciones su exdoctoranda

desde la puerta. - Vengo a dejar unas carpetas. ¿Puedo ayudarte? –

se ofreció al ver el montón de cajas vacías.

- Si quieres empezar a ocupar el despacho mañana mismo, ya ves

que sí. O no.

- ¿Cómo que sí, o no? – dice ella, tomando asiento.

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- Me estoy preguntando para qué voy a necesitar todos estos libros

a partir de ahora. A las doce en punto de esta noche dejaré de formar

parte de una clase profesional, dícese que en activo, para entrar en

una categoría que algún burócrata tuvo la ocurrencia de etiquetar

con el nombre de clases pasivas.

- ¡Vaya nombrecito¡

- Pues exactamente así reza en uno de los papeles que firmé el otro

día en el rectorado. Ya ves: la propia administración del Estado

instándome a que deje atrás unos libros que no podré utilizar,

porque llevármelos conmigo los convertiría en material subversivo y

constituiría un acto de desobediencia civil contrario a mi obligación

de cumplir con mi nueva condición de ciudadano pasivo. Además -

añadió echando una mirada abarcadora de las estanterías y

abriendo los brazos-, ¿dónde coño meto yo todo esto en mi

apartamento, si todas las estanterías que tengo están ya atestadas?

- Déjalos aquí por ahora y vas viendo qué haces con ellos.

- ¿Y dónde pones los tuyos, entonces?

- No voy a necesitar mucho espacio: la bibliografía del programa que

voy a impartir este curso está toda colgada en la red y yo trabajo

mejor en casa. Y las tutorías, las haremos en su mayor parte vía

internet. Así que puedes venir cuando quieras. Si pasado un tiempo

ves que no los necesitas, los donas a la biblioteca de la facultad.

- ¿Donarlos? Durante cuatro años presidí la comisión de biblioteca

y cada final de curso me venía algún profesor a punto de jubilarse,

empeñado en hacer perdurar su memoria endosando a la facultad

su biblioteca personal. Uno de ellos, incluso puso la condición de

que había que procurarle un espacio propio en la sala de lectura,

con su nombre correspondiente bien visible en el paso de entrada. A

sabiendas de la imposibilidad de satisfacer su deseo, por falta de

espacio y por inviable, tuve la consideración de atender su petición

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de ir yo mismo para apreciar en su casa el legado que nos donaba,

compuesto por más de dos mil volúmenes, la mayoría de los cuales

ya teníamos en la biblioteca. Le propuse seleccionar los más

interesantes de entre los que no teníamos. Me contestó que de

ninguna de las maneras estaba dispuesto a desguazar su biblioteca,

porque sería como desmembrarlo a él. Luego, mientras tomábamos

el café y en un momento en que él había bajado a comprar tabaco,

su mujer me dijo que, con los hijos ya emancipados, el piso se les

había quedado demasiado grande para los dos solos. Lo habían

puesto a la venta, para con ese dinero contratar un plan de ahorro

y alquilar un apartamento pequeño al que mudarse. A duras penas

habían conseguido repartir algunos muebles sobrantes entre hijos y

amigos; pero ninguno disponía de espacio “ni interés”, se lamentó la

mujer, en quedarse con la biblioteca del padre. A escondidas del

marido, y en previsión de una mudanza precipitada, ella había

acudido a las librerías de viejo con el fichero en un pendrive para

que tasaran la biblioteca y ninguna ofreció más de quinientos euros,

valorados al peso. Yo, por no contrariar al compañero, le dije que

atenderíamos su ofrecimiento en la siguiente comisión. Sin éxito, por

la falta de espacio, claro, pero también por la oposición cerrada de

los miembros más jóvenes, adalides de informatizar cuanto haya

escrito en papel y de la donación de los libros, según ellos,

sobrantes, a ONG para que los llevaran a universidades del Tercer

Mundo.

- Qué buena idea.

- Pues resultó que ninguna de las cinco o seis organizaciones con

las que contacté quería libros. Eso sí, todas me pidieron material

informático, aunque estuviera usado.

- Comprensible.

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- Supongo que sí. Pero aquella experiencia me hizo tomar conciencia

de que la era Gutemberg se precipita hacia su fin y con ella se

extingue una especie académica apegada a la página impresa en

papel y abrumada por el ritmo de las innovaciones informáticas.

Algunas, por cierto, bastante estúpidas. ¡Valiente forma de impartir

una clase: un profesor leyendo literalmente lo que va saliendo en

una pantalla que también están viendo los alumnos!

- Es un mal uso del Power Point al que recurren los profesores

perezosos. Si se sabe utilizar, tiene muchas ventajas. Además, los

alumnos ya no soportan las clases a base de monólogos del profesor.

- Pues será que yo me he quedado en la era del Power Tiza. Y al

camino que vamos, las tizas, las pizarras, los estrados, las bancas y

las aulas, incluso los profesores entarimados, no tardarán en ser

objetos de interés arqueológico. Je, Je, ¿sabes que en mis tiempos

de profesor ayudante podías llamar a un bedel para que trajera tizas

y borrase la pizarra y luego se asomaba al aula para avisarte de que

se había terminado la clase? Estabas tan concentrado perorando

sobre la tarima, los alumnos tomando apuntes o a su bola mental,

el aula asfixiada por el humo del tabaco y, de repente, alguien abría

la puerta y gritaba: “¡La hora!”

- Ja, ja. ¿Es que no os llegaba el sueldo para tener reloj?

- Casi. Pero más que de un funcional aviso, se trataba de una

reafirmación periódica del sistema jerárquico. Como también lo era,

aunque ya minoritario, que un profesor ayudante acompañara al

catedrático para llevarle la cartera al aula. ¡Qué tiempos! Pura

prehistoria. ¿Sabes qué méritos me dijo el entonces director del

departamento que habían considerado, además de mi expediente,

para que entrara de ayudante?: vocación y sensatez.

- ¡Hombre, vocación…! ¿Pero sensatez? ¡Vaya criterio de selección!

Podrá ser un mérito para un mejor funcionamiento de las relaciones

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personales o las actividades un departamento; pero no veo que

incida nada en la calidad del conocimiento antropológico.

- Es que la sensatez no solo cabe entenderla en su dimensión ética;

también tiene alcance epistemológico.

- ¡Venga ya, Joaquín, te lo acabas de inventar!

- Se me tendría que dar mejor la ficción para inventarme semejante

cosa. ¿Nunca te hablé del concepto de sensatez epistemológica? – la

miró a los ojos, tratando de disimular el tono jocoso.

- Pues no, Joaquín, no, nunca me lo enseñaste ni lo he escuchado

en ninguna parte. Oye ¿y a cuál de ellas se refería el director, a la

ética o a la epistemológica?

- Seguramente, a la primera, y espero haberla puesto en práctica

con los compañeros, con los alumnos, en cada una de las

actividades desempeñadas en el cumplimiento de los cargos que he

tenido y en la relación con la gente en mis trabajos de campo. Pero

también quiero pensar que he procedido con esa cualidad de buen

juicio y acertada percepción de las cosas en mis investigaciones,

procurando mesura, equilibrio, prudencia y tacto, en el modo en que

he trabajado los materiales teóricos y los etnográficos y cómo los he

conjugado en mis escritos.

- Me temo que eso que tu consideras sensatez epistemológica no es

otra cosa que el buen proceder metodológico.

- Los procedimientos metodológicos conllevan sus propios prejuicios

y alcances en su misma formulación. Es antes y después de sus

límites cuando se hace necesaria la sensatez epistemológica.

- ¿Serías capaz de sostener ese concepto en un congreso? – lo retó

ella- ¿Qué crees que pensarían de ti los colegas?

- ¡Muchaaacha! – exclamó él con acento caribeño – A partir de esta

medianoche quedo liberado de lo que piensen o dejen de pensar los

colegas sobre lo que yo diga de la materia, que será poco menos que

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nada. En adelante, todos ellos pasarán a ser amigos o excompañeros

de profesión y yo un indisciplinado e insensato exantropólogo.

- Esto último es imposible. Es como decir exunomismo o

mediomorirse.

- Mas bien será como hacerme el muerto. Dejaré de tener que

bracear sobre el oleaje de la academia para no verme arrastrado a

las simas del fracaso por el lastre de los índices de impacto, el

reconocimiento científico o administrativo, la antropo-lógia, con

acento en la ó – puntualizó marcando la tilde con un dedo-, los egos

de los escolarcas, los bachelardianos pruritos epistemológicos, los

protocolos metodológicos y los reglamentos técnicos. A partir de

mañana, me pondré bocarriba, desnudo, con los brazos y las piernas

en aspa, y dejaré que el roce de la brisa fresca me anestesie el

raciocinio y los vientos y las corrientes incontroladas de la existencia

me lleven a ignotas tierras de sabiduría.

- Muy poético, Joaquín, aunque eso que dices no se corresponde con

la sensatez que reivindicas.

- Es que a partir de mañana seré un náufrago de la antropología

académica.

- Nadie te ha mandado que te arrojes por la borda del barco antes

de llegar a puerto. ¿Qué te impide seguir viniendo a trabajar al

despacho?

- Nada. Puedo venir y hacer como Jesús Mestre, un profesor de otro

departamento. Se jubiló el curso pasado y todavía no ha terminado

de desalojar su despacho, atiborrado de libros, revistas y recortes de

periódico amontonados sobre la mesa y el suelo, hasta el punto de

haber hecho un pasillo para llegar desde la puerta al escritorio.

- Un claro caso de síndrome de Diógenes.

-Sí, aunque en la universidad ese síndrome se manifiesta

acumulando entradas en el currículum vitae.

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- ¡Ja!, al menos no ocupan espacio físico.

- Eso es cierto, y algunas de ellas tampoco espacio intelectual; por

ejemplo, las mías.

- Baaa. Falsa modestia.

- Bueno, algo sí, pero no demasiada. Siempre he pensado que, si

entre las obligaciones como científico social está mi deber de

considerar los hechos de los otros con objetividad, no veo por qué

habría de incumplir esa norma cuando se trata de mí mismo, siendo

como soy un producto hecho de la misma materia que esos otros.

Pero a lo que iba. Pues Jesús sigue viniendo los lunes y los martes,

supuestamente a terminar de desalojar el despacho. Entra, deja la

puerta entreabierta, mete uno o dos libros y algún papel en la caja

que tiene sobre una silla, se sienta y se entretiene en recortar

noticias de los periódicos del día anterior que se baja de la sala de

profesores, a la espera de que algún compañero considerado entre y

le pegue a la hebra un rato. Cosa que muy raramente ocurre, pues

todo el mundo anda abducido por su contabilidad curricular y no

pueden perder tiempo con un excompañero que, una vez jubilado,

se ha quedado sin crédito ni rédito disciplinar con el que mercadear

en el zoco universitario. Eso, por no hablar del cabreo que su

tardanza en irse provoca entre los jóvenes de su departamento,

obligados a compartir lo que ellos llaman el camarote de los

hermanos Marx-sistas. “¿Y qué voy a hacer yo en mi casa, con mi

mujer también jubilada, que se pone de los nervios cuando me ve

tumbado en el sofá sin hacer nada o trasteando en el móvil, ella, que

no para de hacer cosas fuera de casa?”, me confesó el otro día

cuando fui a despedirme de él, trasluciendo el pánico que le produce

el abismo que se le abrió con la jubilación, sin el asidero de las dos

mañanas semanales en su despacho. Me dijo que venir a la facultad

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le proporcionaba seguridad y orden en su día a día y no hacerlo le

hacía sentir como perdido, a la deriva.

- Vaya, todo un intelectual, supuestamente preparado para analizar

y comprender la realidad social, incapaz de entender y asumir el

paso a la jubilación. Con la cantidad de cosas que se pueden hacer

con todo el tiempo para ti.

- Sí, y él ya las ensayó todas al principio, con el mayor de los

entusiasmos y hasta de manera compulsiva, con tal de llenar ese

tiempo, a tenor de la intensidad que ponía en contarme cada lunes

las cosas que había hecho la semana anterior: exposiciones, cine,

teatro, clases de pintura, tertulias con colegas jubilados, ajedrez,

excursiones al campo, viajes. Las mismas que iba abandonando,

cuando veía que no le daban lo que había esperado de ellas; y si

continuaba con alguna era más que nada por obligarse a llenar el

vacío y establecer rutinas los días que no viene a la facultad. “Haces

bien, Joaquín -me dijo ayer en tono de prevención, cuando me

preguntó por mis planes de jubilado y le respondí que no los tenía.

- Las cosas que ilusionas para cuando abandonas la vida laboral,

una vez llega el momento de ponerlas en práctica resulta que no son

lo que esperabas de ellas, porque ya no responden a las

circunstancias que las motivaron. Entonces, te das cuenta de que

en el momento en que las pensaste tenían una componente de

huida, de evasión o sublimación, con las que no habías contado. Y

ahí, te chocas con la dura realidad de que no te queda otra que

pensarlas en el corto plazo, porque ya no dispones del medio plazo

ni de las compensaciones esperadas con que siempre habías

procedido al pensar tus propósitos de futuro. Compruebas con

impotencia que no sabes cómo hacerlo y que tampoco te queda

tiempo ni ánimo, puede que ni aptitudes o la salud necesaria para

ponerte a aprenderlo. ¡Ay compañero! – me dijo, poniendo su mano

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en mi hombro y mirándome fijamente a los ojos - ¡Cuánto mejor

comprenderíamos la naturaleza de las cosas que ilusionamos para

el mañana, si nos parásemos más a pensar lo que las motiva en el

momento en que las imaginamos! Tomaríamos consciencia de que

muchas veces los propósitos para el mañana no son más que

perchas en las que vamos colgando nuestros reparos a vivir de

verdad el presente.

- ¿No puede participar en actividades departamentales que no sean

las regladas oficialmente?

- Es lo que hace una profesora de ese mismo departamento desde

que se jubiló hace dos años. Llega cada mañana y, como ya no tiene

despacho, se sienta a conversar con la secretaria o con cualquiera

que entre. Y si la cosa se pone interesante, se traslada con el

interlocutor al seminario o se bajan a la cafetería. Pidió que le

encargaran alguna tarea y la pusieron a vigilar exámenes y a

controlar, sentada en una silla frente a las aulas, el cumplimiento

horario de las clases. Que ya son ganas de humillar y dejarse

humillar. También pidió seguir asistiendo a los consejos del

departamento, sin voz ni voto, claro, y los compañeros no pudieron

negar la solicitud de su compañera, soltera, sin hijos y sin otra cosa

que hacer ni imaginar que no fuera continuar viniendo cada día a la

facultad, como había hecho en sus últimos casi cincuenta años. ¡Ah!

Y también puedo hacer como mi amigo Pascual Muñoz, de otra

facultad. Se jubiló y continuó como profesor honorífico, con el

propósito de atender a los estudiantes fuera de oficialidad de las

asignaturas. Se pasó el curso más solo que la una en su despacho,

ninguneado por unos virtuales alumnos que no venían porque no

les podía ofrecer ganancia que sumar a su contabilidad curricular.

Programó varios seminarios, pero desistió después del primero, al

que sólo asistió un par de alumnos.

Page 19: PRINCIPIO DE INCERTIDUMBRE ANTROPOLÓGICA

19

- No habría sido tan buen profesor, como para ser ninguneado por

los estudiantes de un año para otro.

-Te equivocas. En las evaluaciones solía sacar las máximas

puntuaciones y las asignaturas optativas que impartía se llenaban.

¿Pues sabes lo que se le ocurrió a la vicedecana de profesorado

encargarle a alguien que llevaba más de cuarenta años dedicados a

la facultad?: que atendiera a los doctorandos para enseñarles como

citar correctamente. ¡Manda cojones!

- Vaya panorama que me pintas. Supongo que habrá quien se jubile

y lleve una vida más satisfactoria ¿no?

- Claro. Mi amigo Juan Carrión es uno de esos. Desde que se retiró

se ha dedicado en cuerpo y alma a tocar la guitarra, más bien

regular, por cierto, y a pasar todo el tiempo que puede con su nieto.

Pero es que yo ni tengo nietos ni toco la guitarra. Hace unos meses,

a la vista de la jubilación, se me ocurrió retomar las clases de piano

que abandoné de joven.

- ¡Qué bien!

- Sí. Las tuve que interrumpir porque resulta que tengo una

incipiente artrosis en los dedos.

- ¿Qué fue del viejo Márquez Plaza?

- Alguna vez he ido a la residencia donde lo llevaron sus hijos,

porque se negaba a irse a vivir con ellos: uno reside en Liverpool y

la otra en Pekín, casada con un chino que conoció mientras estaba

de erasmus en Berlín. Aparte de maldecir la hora en que contribuyó

a la instauración del programa Erasmus y el intercambio entre

universidades y de haberlos incentivado para la vida cosmopolita, a

lo que ahora culpa de que sus hijos estén tan lejos y él arrumbado

en una residencia para ancianos.

- ¿Y de Roberto Alfaya?

- Con principio de Alzheimer.

Page 20: PRINCIPIO DE INCERTIDUMBRE ANTROPOLÓGICA

20

- Bueno, no es tu caso Joaquín -despejó ella el panorama. -Todavía

te quedan cosas por hacer.

- En ese limitado tiempo al que te refieres con el “todavía”, nada

nuevo puedo aportar que no haya hecho, si es que he aportado algo.

Desde luego, no voy a hacer como me han contado que hace un

profesor de otra facultad, al parecer obsesionado con preservar lo

que él denomina “su escuela”, que pivota sobre una teoría expuesta

en un libro que escribió al principio de su carrera. La supuesta

escuela está básicamente integrada por una decena de miembros,

todos antiguos alumnos y luego doctorando suyos, la mitad de los

cuales están edípicamente peleados con el maestro. Lleva años

jubilado, pero aún continúa entrando en las clases de profesores

acólitos para escuchar a los alumnos leer literalmente párrafos de

su libro y corregir cualquier posible interpretación desviada de sus

ideas.

- Qué triste, acabar tus días, teniendo que buscar reconocimiento

de esa forma.

- No debe ser fácil administrar de un día para otro lo que has

aprendido y practicado durante toda tu vida profesional: que solo

eres en la medida en que te pareces al canon establecido. Desde el

primer curso de la carrera, en la universidad te enseñan cómo ser

antropólogo; pero ningún libro, ningún ensayo, ningún programa, te

dice cómo dejar de serlo. El sistema te incita a construirte una

identidad profesional, pero se desentiende de ti en cuanto sales de

él, sin decirte cómo has de afrontar el futuro que te queda por vivir.

Te ofrecen una cena, un discursito edulcorado, con suerte un

horroroso regalo con tu nombre grabado y, si has tenido cierta

relevancia, un libro de homenaje y una cena a la que asisten los

coetáneos de tu facción y algún que otro acólito deudor. Luego de

los discursos, los aplausos, las risas y los abrazos, te despiden con

Page 21: PRINCIPIO DE INCERTIDUMBRE ANTROPOLÓGICA

21

un “A ver si vienes a vernos”. Ellos se van, armados con sus

artilugios de producción de realidad objetiva, y tú te quedas a la

puerta del restaurante esperando un taxi, a las tantas de la

madrugada, al pairo de tu incipiente vejez, con una parte de ti

atrofiada por imperativo disciplinar y falta de cultivo, pero que

precisamente es la que más vas a necesitar en adelante: la radical

subjetividad con la que has de afrontar el tiempo que te queda por

vivir y la parca apareciendo por el horizonte, para lo que de poco o

de nada valen los méritos que hayas tenido, si acaso de bálsamo

ilusorio para el yo declinante, porque quien se muere contigo no es

una disciplina de conocimiento a la que te has dedicado en cuerpo

y mente: te mueres tú solito con la conciencia de haber vivido y la

evidencia empírica de que la antropología apenas es un dato

insignificante en tu existencia.

- Yo no creo que se deje de ser antropólogo porque abandones la

universidad. Los hay que siguen interesados con el mayor de los

entusiasmos hasta el final de sus días.

- Los hay, claro, y supongo que cada cual tendrá sus propias

motivaciones y compensaciones; pero también los hay que

continúan braceando porque la idea de pensarse sin el hábito de

identidad con el que se reconocen a sí mismos y se sienten

reconocidos les hace temerse que ya no serán nadie. Pero es que yo

no concibo que ser antropólogo, psicólogo, biólogo, físico o cualquier

otra profesión, tenga por qué agotar las inmensas posibilidades de

sentido de un ser humano. Veo las esquelas en las que junto al

nombre aparece como único atributo la profesión del muerto y no

puedo evitar pensar “Pobre, qué limitada fue su vida”.

- Se pueden hacer muchas cosas más. Por ejemplo, viajar.

- Sí, viajar de forma compulsiva para coleccionar sitios donde se

haber estado, atestados de turistas sacándose selfies y acabar

Page 22: PRINCIPIO DE INCERTIDUMBRE ANTROPOLÓGICA

22

concluyendo que no hay punto de interés ni belleza posibles en el

mundo que soporten la mirada de la masa. A propósito del viajar,

me estoy acordando de la impresión que me produjo el escritor Paul

Bowles un día en su casa de Tánger, poco antes de que muriera.

- ¿Cómo lo conociste?

- Pues debió ser en alguna de mis estancias de trabajo de campo en

el Rif. Fui a su casa con una colega que había colaborado con él en

la recopilación de músicas vernáculas de Marruecos y con la que yo

había coincidido en un seminario en la Universidad de Rabat. Yo

siempre había pensado que el famoso y cosmopolita Paul Bowles

viviría en un impresionante Riad, propio de alguien que en su

juventud formó parte de la élite artística e intelectual neoyorquina,

compuso música para cine, escribió una notable obra literarua, viajó

por el mundo, y se aventuró por el Sahara más duro, como luego

escribió en su libro Bajo el cielo protector, que Bertolucci llevó al

cine. Pues resultó que vivía en un barrio obrero de las afueras de

Tánger, en un bloque de tres plantas, con un ascensor pintorreado

que nos llevó hasta el segundo, izquierda. Nos recibió un marroquí

que le asistía como ayudante y nos llevó hasta el dormitorio donde

Bowles estaba ya viejito metido en su cama, con las ventanas

cerradas y el cuarto en penumbra, a pesar de serían las cuatro o las

cinco de la tarde. Imagínate mi sorpresa, cuando vi al pie de la cama

una enorme televisión de las de tubo y debajo una hilera de cintas

VHS con películas como la Guerra de las Galaxias. Encantador como

era y lúcido todavía, a pesar de sus ochenta y tantos años, nos dio

la bienvenida y nos invitó a sentarnos en el borde de la cama. La

conversación tomó varios derroteros y acabó derivando en su pasado

de viajero. Él nos escuchaba con atención, en silencio, mientras

merendaba unas galletas y un café con leche que sorbía con una

pajita. Cuando terminó de merendar, dijo: “Ya no quedan lugares a

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23

los que valga la pena el viaje”. Y en ese momento recuerdo que vino

a mi cabeza un pensamiento de Pascal: casi todos los problemas del

hombre lo son porque no se conforma con quedarse tranquilo en su

cuarto.

- Eso es algo que los antropólogos no podemos permitirnos, por

requerimiento profesional.

- Cierto, viajamos a la alteridad. Pero al final del trayecto, te acabas

dando cuenta de que nuestros viajes terminan devolviéndote al

territorio de la mismidad. Y una vez llegado ahí, es donde yo he

tomado consciencia de que la antropología que he profesado es

limitada, si no la colocas en el lugar biográfico que le corresponde y

asumes que esos viajes has realizado a los territorios del Otro, se

han servido de una guía que sólo te lleva a recorrer un parte de él.

Y yo no quiero comprender la condición humana según una

bibliografía adjunta; quiero una antropología que me ayude a

comprender la vida y comprenderme a mí en ella. En eso, estoy con

John Lennon.

- A ver, qué decía la vieja gloria vintage.

- ¡Mujer, Beatriz, considerar vintage a Lennon!

- ¡Otro como mi padre! ¡Pero si los Beatles dejaron de actuar hace

cincuenta o sesenta años! Aunque él dice que es más de Mick Jagger,

pero sobre todo se declara devoto de un negro que murió por

sobredosis y que dice que tocaba la guitarra como Dios, incluso con

los dientes.

- Jimmy Hendrix.

- No sé. Pues desde que se ha jubilado, se pasa el tiempo güeveando,

que para eso es argentino exiliado en los setenta por la dictadura, y

recuperando los porros que calcula que se dejó de fumar durante los

años que trabajaba en la empresa. Mira si será vintage, que escucha

sus discos de vinilo rallados en un tocadiscos de esos que

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24

funcionaban con un brazo y una aguja, porque dice que el sonido es

más auténtico. Nada más jubilarse, se volvió a dejar barba y melena

y compró una moto de segunda mano para cumplir con su sueño

siempre postergado de hacer como en una película de moteros que

tiene y, por cierto, ya ha visto un montón de veces.

- Easy Ryder.

- Esa me suena que también tiene; pero me parece que es una del

Che Guevara recorriendo Suramérica. Mi madre le dice que está

demasiado viejo para andar en moto y que cualquier día nos da un

disgusto; que le haga caso a su coetáneo Sabina cuando canta que

a los lugares donde fuiste feliz no has de tratar de volver. Y él le

responde cantando el estribillo de la canción de una cantante hippie

que dice que también murió por sobredosis.

- ¿Janis Joplin?

- Ni idea.

- ¿Y qué le responde tu padre?

- Eso me lo sé de memoria, de tanto oírselo: Freedom’s just another

word for nothing left to lose.

- Je, je. Era uno de los mantras hippies: no tener nada que perder

para ser libres.

- ¿También tu fuiste hippie?

- Hippie de provincias en las postrimerías del franquismo: chaqueta

de cuero con flecos, a lo Búfalo Bill, je, je, pantalones vaqueros

acampanados, pelo hasta los hombros, botas camperas y viajes

haciendo dedo.

- Vaya numerito. Y porros.

- Nunca me dio por ahí.

- Claro, estabas haciendo méritos de sensatez para entrar en el

departamento.

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25

- Por eso me tocaba siempre el papel de conductor y aguantar las

risas tontas de seis o siete pelánganos y pelánganas apretujados en

un Seat seiscientos, en medio de un olivar, a las tantas de la noche,

con la música de Pink Floyd a todo trapo.

- ¡Anda que no sois antiguos, Joaquín!

- Pues mira, Mick Jagger y Bob Dylan siguen actuando.

- Sí, parodiándose a sí mismos. Como mi padre con su moto y sus

discos de vinilo.

- ¿Es lo que piensas que hacía yo últimamente sobre la tarima dando

clase, hacer el Dylan?

- Hombre, no es lo mismo -se apresuró a conceder ella para evitar el

“pues sí” que estuvo a un tris de soltar. – Pero a ver, qué decía

vuestro John Lennon.

- Que la vida es eso que se te pasa mientras estás distraído en otras

cosas. Por eso me supuso tanto revulsivo asistir a las conferencias

que Lévi-Strauss dictó en el Collège de France el último año de su

vida en activo. Fui a ellas con el fervor con que un discípulo anhela

recibir las enseñanzas últimas de su admirado maestro al final de

su trayectoria académica. Y me encontré con un ilustrísimo

antropólogo empeñado en reafirmarse, sesión tras sesión, en este o

aquel aspecto de sus teorías sobre el parentesco, el totemismo o los

mitos y en defenderse y rebatir las críticas que le hacía este o aquel

colega. Yo veía un viejo macho alfa tratando inútilmente de

mantener su posición, acosado por miembros jóvenes de la manada.

- ¿Qué esperabas?

- De uno de los grandes tótems de la disciplina, del antropólogo más

citado del mundo, al final de su colosal trayectoria intelectual

dedicada al conocimiento del ser humano, esperaba una conclusión

más personal, un corolario que trascendiera los límites de la estricta

demarcación disciplinar. De un gigante intelectual como él,

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26

esperaba algo que me ayudase a entender las cosas trascendentes

de la vida cuando las interpelamos con un Y qué.

- A lo mejor es lo que él pensó que le quedaba por hacer, después de

someter su saber a sistemáticos Y qués: seguir ampliando y

profundizando sobre el ser humano desde su posición de

antropólogo para el progreso del conocimiento.

- Tratándose de quien se trataba, seguro que sí. Pero el problema es

que yo no puedo esperar a que la humanidad acumule el

conocimiento necesario para resolver el sentido de la vida. Esa

manera evolutiva de entender la producción de conocimiento implica

la idea, consciente o no, de que llegará un día en el que la

humanidad alcanzará la respuesta final. Es como pensar que habrá

una última generación o un último humano que dispondrá de los

conocimientos suficientes para conocer la verdad y que todos sus

antecesores hemos estado trabajando, en última instancia, para

proporcionárselos al último humano privilegiado. En fin, otra

mitología más que rige en el mundo de la ciencia, yo diría que

inspirada en el bíblico Juicio Final, en la que me resulta difícil creer,

si tenemos en cuenta que cada generación necesita nuevas

respuestas a las nuevas preguntas que se hace desde sus propias

realidades. Y también esa supuesta última generación de humanos

protagonista del supuesto Conocimiento Final. Aunque lo más

probable es que los últimos supervivientes acaben preguntándose

no qué coño pintamos los humanos en este planeta perdido entre

miles de millones de galaxias, sino qué mierda hicieron sus

antecesores para superpoblarlo de gente y llenarlo de basura y

contaminación para evitar el calentamiento global que no quisieron

ver. Entonces, las formas del parentesco, la organización política, la

alteridad, los mitos y los ritos, los libros, las universidades, serán

irrelevantes. ¡Todo achicharrado! ¡Y ala, un pedrusco más

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27

deambulando por el universo infinito! Se acabaron las grandes

preguntas, porque ya no quedará ni quién las haga. ¿Dónde estaba?

- En tu desencuentro con Lévi-Strauss.

- Ah, sí. A partir de aquellas conferencias, empecé a preguntarme

hasta qué punto era ese algo más que yo esperaba escuchar de él lo

que me había llevado a estudiar antropología y ahora, a punto de

jubilarme, he vuelto a preguntarme.

- ¿Y cuál es la conclusión?

- Que sí y que se me extravió en algún recodo del camino, ofuscado

por los retos que se me iban poniendo por delante: estudiar,

investigar, escribir, publicar, enseñar, cumplimentar protocolos

burocráticos y requisitos disciplinares. Retos que he procurado

cumplir mejor o peor, tratando de parecerme a los mejores de la

disciplina, que no siempre respondían al canon oficial, con la

condición de no dejar de parecerme a lo más logrado de mí mismo.

Vistos desde el punto límite en que ahora me encuentro, he

comprendido que esos retos me han servido para cumplir con mi

oficio y para adquirir conocimientos, pero también que han jugado

como engañosos trampantojos que me despistaron de mi propósito

inicial, que, por cierto, no era ser profesor de universidad.

- ¿Ah no?

- No. ¿Sabes qué respondí al director del departamento cuando me

citó a comer y me ofreció entrar en el departamento?: que yo no

había hecho antropología para enseñarla, sino para practicarla en

culturas exóticas.

- ¡¿Rechazaste la oferta ser profesor de universidad?! ¿Y siguió

pensando que eras sensato?

- Bueno, debió gustarle mi determinación y, de todos modos, no tuvo

que insistirme mucho para que aceptara, viendo yo que se me

acababa la beca predoctoral; eso sí, con mi condición de que la

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28

incorporación al departamento no debía implicar el abandono del

trabajo de campo que estaba haciendo para mi tesis doctoral.

- Vocación sí que tenías.

- Pues mira, ahora que lo dices – se interrumpió, para buscar y sacar

un libro en la estantería. – Walden, de Thoreau – dijo, mostrándole

la portada y luego abriendo las primeras páginas. Leyó: <<Fui a los

bosques porque deseaba vivir deliberadamente; enfrentar solo los

hechos esenciales de la vida y ver si podía aprender lo que ella tenía

que enseñar. Quise vivir profundamente y desechar todo aquello que

no fuera vida, para no darme cuenta, en el momento de morir, de que

no había vivido.>> Te leo ahora lo que anoté en la primera página en

blanco: <<Fui a la antropología porque deseaba conocer al hombre y

ver si podía aprender lo que ella tenía que enseñarme. Quise

estudiarla profundamente y desechar todo aquello que no fuera

antropología, para no darme cuenta, en el momento de morir, de que

no lo había conocido.>>

- ¿Y ahora piensas que te equivocaste al elegir la carrera?

- No me imagino habiendo hecho ninguna otra: se es lo que se ha

llegado a ser. Lo que quiero decir es que, en el empeño de pro-fe-

sarla, me olvidé de lo esencial.

- La antropología da para lo que da, que es lo que se corresponde

con una parcela de conocimientos sobre la naturaleza sociocultural

del ser humano.

- Sí, y Lévi-Strauss ha sido uno de los que más ha contribuido a ello.

Pero si nos quedamos reducidos a esa parcela de conocimiento, en

algún momento habrá que conjugarlo con el de las otras parcelas, si

es que Descartes tenía razón, que ya no lo creo. No hacerlo, supone

correr el riesgo de que nos ocurra lo que enseña la parábola india

del ciego y el elefante: que por mucho que tantee una sola pata no

logrará identificar al animal entero. Y, aun así, dudo de que la

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29

percepción táctil ni la visual del elefante completo, incluso la

comprensión intelectual, a partir de la cartesiana suma de sus

partes anatómicas, dé cuenta del significado profundo que encierra

un elefante, y que hay que ir más allá de los saberes parcelados para

comprenderlo en su verdadera dimensión.

- Es lo que pretende la antropología de la complejidad.

- Lo pretende. Pero una cosa es apelar a la complejidad y

reivindicarla y otra ponerla en práctica a partir de disciplinas cuyos

muros de separación responden a razones ontológicas y

epistemológicas, pero también a razones culturales y sociológicas de

formación, supervivencia y reproducción de un colectivo académico

institucionalizado. No hay modo de atender a esa complejidad sin

desobedecer los códigos disciplinarios establecidos, como bien

afirmaba el filósofo anarquista Feyerabend.

- Si los desobedecemos, nos quedamos sin herramientas para el

conocimiento. Siempre te he oído decir que el intelecto humano es

reductivo.

- Me habrás oído lamentarlo, más bien. La cuestión es si esta

condición nos incapacita para tratar de cumplir con el propósito

primordial y último de la intención de conocer la existencia humana:

encontrarle un sentido. O dárselo. Si es que lo tiene.

- Para eso está la filosofía. Y a propósito de filosofía, te recuerdo el

pensamiento Merleau Ponty.

- Qué decía.

- Si filosofar es descubrir el sentido primero del ser, no se filosofa

abandonando la situación humana, sino que hay que sumergirse en

ella. Por eso dejé la carrera de Filosofía y me pasé a la Antropología.

- Es lo que yo he hecho desde el principio, sumergirme en el estudio

de la situación humana. Pero también se le puede dar la vuelta a ese

pensamiento y concluir que, si hacer antropología es conocer la

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30

situación humana, habrá que filosofar para comprender el sentido

último de esa situación, si no queremos quedarnos sacando

conclusiones parciales, y a saber si erróneas, tanteando una de las

patas del elefante.

- ¿Qué te impide hacerlo desde la antropología?

- Desde que he empezado a pensarla en la frontera de la jubilación,

puede que ella misma. Decía Bacherlard que para oír como es debido

el silencio, pudiera ser que nuestra alma necesite que algo se calle.

Aplicado a lo que estamos hablando, equivaldría decir que para que

la situación humana me desvele su sentido último, quizás haga falta

que la antropología académica se me calle.

- ¿Y qué te queda si la callas?

- A tu pregunta, Émile Cioran respondería diciendo que el silencio

abrupto en medio de una conversación nos lleva de repente a lo

esencial; Michel Picard, contestaría que el silencio escruta al

hombre, y un nativo bambara te diría que el pueblo se edifica con la

palabra, pero el mundo se construye con el silencio. Déjame que te

cuente un cuento.

- ¿Otro más?

- Je, je. Vale, reconozco que últimamente me he dedicado más bien

a vivir del cuento. Este es Zen.

- Va, dale.

- Se trata de un ilustre guerrero que acude a la casa de un maestro.

Se presenta y, tras informarle de todos los títulos que ha obtenido

en años de estudios, le dice que ha venido a verlo para que le enseñe

los secretos del zen. El maestro lo invita a sentarse y le ofrece una

taza de té. Coge la jarra y empieza a verter el té en la taza del

guerrero y continúa haciéndolo una vez que ya está llena y comienza

a derramarse por la mesa. Cuando el guerrero se lo advierte, el

maestro le responde: Exactamente, señor, usted viene con la taza

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llena. ¿Cómo podría aprender algo nuevo? A menos que su taza esté

vacía, no podrá empezar a aprender nada.

- O sea, que lo que hacemos los antropólogos no solo no contribuye

al conocimiento del ser humano, sino que lo entorpece.

- Según el zen, para conocer las cosas como en realidad son, sí: hay

que vaciarse primero y desprenderse de las convenciones de la

razón. Pretender continuar con ellas supone seguir llenando la taza

y continuar desbordándola, como siento que hago yo desde hace un

tiempo. Pero depende de lo que entiendas por antropología y cómo

definas su propósito. Yo estoy pensando ahora en una antropología

que se rige por planteamientos sujetados a una disciplina académica

que surgió en un momento histórico y en un contexto sociocultural

determinados. Esa antropología te forma, pero a la vez te deforma,

en la medida que delimita y constriñe un modo concreto de pensar

y proceder que, ineludiblemente, excluye otros modos posibles. Te

obliga a antropologizar el mundo. La cuestión es si, además de

formarte y deformarte con sus postulados, también has de

conformarte con ellos. Ahora veo que no, que son insuficientes y,

como dice el maestro zen, que estorban para conocer la realidad, tal

cual es. No la realidad antropológicamente disciplinada, sino la

realidad mucho más compleja e inasible que has de afrontar en la

última etapa de tu vida, cuando la profesión que has ejercido no deja

de ser un rasgo más en tu compleja biografía y la subjetividad tanto

tiempo alienada se te impone con toda su contundencia.

- Te veo muy filosófico.

- Cosa de la jubilación, supongo – repuso alzando los hombros. -

Cuando llega y miras hacia atrás, a todos los años de dedicación, a

los esfuerzos realizados y los conocimientos adquiridos, y te dices:

De acuerdo, la antropología me ha enseñado que hay una gran

diversidad de maneras de hacerse, sentirse y pensarse humano;

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distintas formas de clasificar, disparidad de creencias, multiplicidad

de rituales y mitologías, sistemas de parentesco, maneras de

organización política y económica; la antropología me ha enseñado,

como ninguna otra materia, a interpretar los signos y los símbolos

de los hombres y comprenderlos. Pero cuando sometes todo eso a

un expeditivo y radical Y qué, al menos yo, con todos esos

conocimientos y todas mis experiencias profesionales, me siento

desvalido parar girarme al futuro y afrontar las preguntas que me

vengo haciendo últimamente. Solo veo incertidumbres.

- ¿Por qué no te integras en nuestro equipo de investigación? Hay

un montón de tareas que puedes hacer sin moverte de casa.

- Pues muchas gracias, pero yo no alcanzo a imaginar cómo se puede

hacer etnografía por Internet.

- Vía Skype. Sin ir más lejos, anoche estuve entrevistando a una de

mis antiguas informantes de cuando hice trabajo de campo en el

Atlas marroquí para la tesis. Yo en mi casa y ella conectada a

Internet desde la suya, en Marrakech mientras cocinaba un tajin de

cordero.

- Ya. ¿Y cómo olía el tajin, Beatriz?

- ¡Hombre!, el olor no era importante para la información que

precisaba en ese momento.

- ¿Ah no?

- Pues no. Como decía Einstein, y fue en tus clases de epistemología

donde lo escuché por primera vez, la labor de la ciencia no es dar el

sabor de la sopa, sino explicarla. Y tampoco el olor, claro. La

entrevista que hice ayer respondía a unas preguntas que surgen del

marco teórico y los objetivos que rigen la investigación que estamos

haciendo. Además, con el tiempo incluso se podrán hacer

entrevistas en profundidad a hologramas de informantes que

tendremos sentados frente a nosotros en tiempo real y hasta

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33

reproducir olores, colores y sabores. Entonces, dará igual tenerlos

ahí delante que a miles de kilómetros.

- Dará igual, pero no será lo mismo. Yo no entiendo cómo se puede

hacer observación participante o entrevistas en profundidad a través

de una pantalla. Es un contrasentido. Nada puede sustituir a la

estancia de larga duración, viviendo in situ entre las gentes que

observas y viviéndote a ti con ellas, sintiendo el mismo frío, el mismo

calor, los olores y los sabores, compartiendo sus tiempos, sus

ritmos, viendo qué hacen y qué no hacen, escuchando lo que hablan

con sus palabras, pero también lo que, callando, expresan sus

silencios. ¿Me quieres decir cómo se experimenta todo esto

conversando a través de una pantalla, cuando los únicos silencios

que caben son los imprescindibles para distinguir una palabra de la

anterior y la siguiente? ¿Se te ha olvidado cuánto te frustraban

durante tu trabajo de campo los silencios tan significativos de los

bereberes del Atlas?

- ¡Que si me acuerdo! ¡Con lo que me costó llegar a interpretarlos!

- Pues ya ves: quien no conozca ese patrón cultural, viendo una de

las entrevistas que hacéis por Skype, pensará que los bereberes son

locuaces y no paran de hablar.

- Pero es que el mundo cambia, Joaquín. Fíjate la cantidad de

pueblos abandonados que hay ya en toda la zona del Atlas. La

mayoría de mi gente del trabajo de campo están viviendo en

Tarudant, en Marrakech, en Casablanca, incluso en Madrid o en

París. Y prácticamente todos disponen de internet y teléfonos

móviles. Con un simple toque de tecla los tienes a tu alcance, estén

donde estén. ¿Sabes que dos tercios de la población mundial

dispone ya de teléfonos móviles?

- No, no lo sabía. A este paso, os quedaréis sin objeto de estudio.

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-¡No hombre! Simplemente, el objeto está cambiando con la

globalización.

- Pues entonces será la globalización la que acabe con la

antropología. Acabaréis como personajes de Pirandello: antropólogos

en busca de un objeto que los identifique y justifique.

- Será otra antropología; pero antropología, al fin y al cabo. Aunque,

eso sí, habría que cambiarle el nombre.

- ¡Coño! ¿Qué pasa con el nombre?

- Que es sexista.

- Mujer, visto en estricto sentido etimológico…

- Es que es un contrasentido. Decir antropología del género, por

ejemplo, es como decir ciencia que estudia el hombre que estudia el

género.

- Pues sí, ja, ja, tendréis que poneros a buscarle un nombre más

inclusivo, si no queréis acabar como el personaje de la película la

Vida de Bryan que quería que lo llamaran Loretta. En la reunión

clandestina que su partido tiene en las escalinatas del coliseo, cada

vez que se hacía referencia al hombre en términos genéricos, él

levantaba el dedo y añadía “Or the woman”. Con que sí, tendréis que

cambiar el nombre de la disciplina para no tener que hacer de

Lorettas, añadiendo “O de la mujer”, cada vez que se pronuncie la

palabra “antropología” delante de vosotros.

- Y de vosotras – puntualizó ella con el dedo índice levantado.

- ¡Perdón! Y de vosotras. Aunque me temo que, al ritmo que va la

globalización, para cuando os pusierais de acuerdo, si es que lo

alcanzaseis, que lo dudo mucho, con tanto ego antropológico

generando ruido a base de índices de impacto, la nueva

denominación ya estaría desbordada por otra realidad distinta. Y

para ese entonces, las disciplinas que hasta ahora han venido siendo

subyugadas por el supremacista “Antropología de” se habrán

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vengado, dejándoos sin espacio ontológico donde identificar un

objeto que responda al nuevo nombre. Ya ves, tanta discusión sobre

la naturaleza de la antropología y resulta que al final puede llegar a

extinguirse por un nombre que, lo quieran algunos o no, pone en

evidencia su condición cultural e histórica. O sea, efímera. Y no sólo

tendréis que buscar otro nombre que sea inclusivo de género. Creo

que la antropología se enfrenta a un reto aún mayor: deshacerse del

antropocentrismo con el que fue concebida para resituar al ser

humano en el sitio que le corresponde en la naturaleza. De lo

contrario, la antropología seguirá aquejada de onfaloscopía.

- ¡Toma palabro!

- Je. La onfaloscopía era una técnica que practicaban los monjes

hesicastas de Grecia, que consistía en hacer la contemplación

mirándose al ombligo. Que es lo que últimamente hace el colectivo

de antropólogos obsesionado por los rankings de citas intra-

disciplinares, pendientes del yo te cito, tú me citas, con tan pobre

presencia en el ámbito de las ciencias sociales, casi nula en las otras

disciplinas y tan ninguneada por los medios de comunicación. Pero

bueno, quizás no debimos dejar de llamarla etnología, es decir,

estudio comparado de las culturas, porque, de forma más o menos

implícita o explícita, es lo que nos ocupa o debería ocuparnos, para

no hacer lo mismo que hacen los sociólogos, que es lo que cada vez

más se pone en evidencia a poco que se cotejen las temáticas que

publican unos y otros en las últimas décadas.

- Utilizamos metodologías distintas.

- Ya. A base de abordar problemáticas complejas, cuyas

explicaciones trascienden con mucho el alcance de las técnicas

etnográficas tradicionales y haciendo trabajos de campo etnográfico

de vuelta de la esquina o a tiro de autobús de línea.

- La antropología se sirve del análisis cualitativo.

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- Y la sociología cualitativa, también.

- Según tú, el objeto y el método no son sino coartadas para la

supervivencia académica de la antropología. ¿Por qué no escribes un

artículo sobre este asunto?

- Beatriz, qué vaya a ser de la disciplina, si se la merienda la

sociología o no, o si la denomináis “antropología” a secas o

“antropología y de la mujer también”, me la trae floja. Pero hay una

razón de peso mucho mayor.

- ¿Cuál?

- Que a estas alturas de mi vida ya no me puedo permitir perder el

tiempo haciendo cosas que no quiero hacer. Conque no esperes que

escriba nada de eso. ¡Ja, y que escriba, dices! ¿Para quién? ¿Para

estudiantes virtuales, sin una calificación que ofrecerles y motive su

interés en leerme? ¿Para los colegas, sin poder ya intercambiar con

ellos réditos curriculares y que encima te digan que tus propuestas

están trasnochadas? Beatriz, en el parqué de la bolsa académica el

precio de las acciones profesionales baja a medida que se acerca el

momento del retiro, para acabar convertidas en chicharros. Una vez

que te jubilas, solo son papel sin más valor que el de la memoria, la

añoranza o la melancolía.

- Vaya, desconocía tus conocimientos de finanzas.

- Yo también. Hasta que me enteré de la cantidad de dinero que se

lleva Hacienda con el rescate de mi plan de pensiones y los del banco

me propusieron fórmulas para sacarle alguna rentabilidad.

- Podías haberte quedado algunos años más, de haberlo querido y

haber ahorrado para complementar la pensión.

- Sí, podía. Pero no ha sido así.

- ¿Puedo saber por qué?

- Entre otras cosas, porque, de no haberlo hecho, no se habría

liberado el presupuesto de mi plaza, que mira por donde, puede ser

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el que cubre la tuya y, en razón de la miseria que os pagan, a lo

mejor la de algún otro ayudantillo a tiempo parcial; porque no quiero

engañarme ni dejarme engañar por cínicos o amables cantos de

colegas, creyéndome imprescindible ni siquiera necesario; porque

hay que dejar que entre savia nueva y no quiero que mis jóvenes

colegas me vean como un estorbo en su carrera; y porque de un

tiempo a esta parte me falta la convicción necesaria para cumplir

bien con el oficio de enseñar lo que estoy obligado a enseñar. Ah, y

por eso de que cada año los estudiantes son más jóvenes. Tu ahora

los ves casi como coleguis y así te ven ellos. Pero llega un principio

de curso en que revisas las fichas de los alumnos y reparas en que

nacieron cuando tu empezaste a dar clase. Y más rápido de lo que

imaginas, en otro inicio de curso, te llevas la sorpresa de que podían

ser tus hijos. Y por mucho que yo trate de asimilarme a ellos, a riesgo

de caer en la impostura, cuando no en el esperpento, según tú,

haciendo el Dylan sobre la tarima, ellos no dejan de verme como un

profesor viejo. Un dinosaurio, más o menos simpático, más o menos

buen docente de antropología, pero a las puertas de morir con el

salacot y la sahariana puestos, enredado en la enmarañada selva de

internet y acosado por los jóvenes de la manada. Además, yo ya no

tengo la paciencia ni las dosis de indignidad que se necesitan para

impartir una clase mientras la mayoría de los alumnos se distrae

con el ordenador o el teléfono móvil.

- ¿Y a qué te vas a dedicar?

- Ni idea. Desconozco lo que me depara el futuro a partir de mañana;

solo sé que mi paso por aquí ha llegado a su término. Fin de etapa.

Haré como hacen los viejos en algunas tradiciones orientales:

cuando sienten que ya han cumplido con sus obligaciones familiares

y sociales, se retiran a cultivar el espíritu. Anda, vete que llegas tarde

a tu primer consejo de departamento.

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- ¿No vas a asistir al último tuyo?

- Antes me corto las venas con esa reliquia inútil -responde él,

mostrándole las muñecas y señalando con la barbilla el abrecartas

que hay sobre el escritorio.

- Entonces, nos vemos en la cena de tu despedida.

- Dudo mucho que esa cena llegue a celebrarse.

- ¿No te irás a negar? – pregunta ella desde la puerta.

- Quién ¿yo? ¡qué va! Es que he puesto como condición que también

tienen que estar los malos del departamento.

- ¿Quiénes son los malos?

- ¿Y a ti quién te dio la asignatura de antropología política? ¡Los

malos siempre son los otros, mujer! Es un universal cultural. Como

el tabú del incesto.

- Pues me vendrá muy bien que me los identifiques, para saber de

qué lado ponerme.

- Eso depende de la facción a la que preguntes.

- ¿A cuál de las dos facciones perteneces tú?

- Ofendes a tu maestro ¡A la de los malos, por supuesto!

- Entonces saludaré a los compañeros malos de tu parte y no a los

buenos.

- A esos me los saludas de mis partes. Que te sea leve.

De nuevo solo, Joaquín procedió a terminar de desalojar los cajones

del archivo. Guardó sus títulos académicos en una carpeta y la metió

en su mochila, para ponerse con la correspondencia. Fue revisando

y rompiendo viejas cartas de colegas, invitaciones de universidades,

respuestas de organismos oficiales a solicitudes de financiación de

sus trabajos de campo. Se detuvo en una de las últimas. Tenía el

sello del Ministerio de Universidades y estaba fechada en el mes de

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enero pasado. Conocía su contenido, pero algo lo impulsó a sacar la

carta.

En ella le denegaban la financiación que había solicitado para

emprender la que sería su último proyecto: un trabajo de campo

entre los bambara de Burkina Faso, sobre los que llevaba un tiempo

recopilando información y con el que culminaría su trayectoria

investigadora. El motivo aducido: <No ha constituido su equipo>.

“¿Desde cuándo es obligatorio el trabajo de campo etnográfico en

equipo?!”, recuerda que exclamó con indignación cuando leyó el

motivo de la respuesta negativa a su solicitud. Después de todo, él

siempre había realizado sus trabajos de campo en solitario, sin

necesidad de acompañantes. Además -se iba cargando de los

argumentos que expondría en el artículo que de inmediato se puso

a escribir para rebatir tan endeble justificación y mandarlo a la

Revista de Antropología-, la etnografía que siempre se había hecho,

desde los tiempos pioneros de Boas y Malinowski, la que él había

estudiado y en la que había desarrollado su vocación, la ejercida por

la práctica totalidad de antropólogos, comportaba pasar un tiempo

más o menos largo entre las gentes que constituían su objeto de

estudio. La distancia, el aislamiento, la inmersión, el choque

cultural, eran para él condiciones ontológicas y epistemológicas del

buen quehacer etnográfico; las penurias de hacerlo en solitario, su

derivación, y su épica. Ni en los peores momentos de soledad en el

trabajo de campo se le había pasado a él por la cabeza, jamás,

plantearse un proyecto de investigación que conllevara realizar

trabajo de campo en grupo. Simplemente, no entraba en su

mentalidad disciplinar. Además, ¿qué ventajas aportaba el trabajo

de campo etnográfico en grupo sobre la investigación en solitario?

¿Mayor amplitud y diversidad de miras? Posiblemente, pero a costa

de la menor implicación sensorial, emocional y empática que

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suponía aparecer un día en una comunidad extraña, desplegar las

habilidades sociales necesarias para ser aceptado y luego acogido,

para experimentar así en carne y pensamiento propios la íntima

participación en la vida de la gente, sin intermediaciones, sin

desviaciones ni distracciones, sin más interferencias ajenas a la

cultura estudiada que las inevitables propias. Cierto que la soledad

del trabajo de campo podía llegar a tener consecuencias incómodas,

como algunas que él había vivido, y la compañía de unos cuantos

colegas las mitigaba, y de ahí, quizás, la resistencia de algunos a

trabajar en solitario, por convicción metodológica o por miedo e

inseguridad personal, como podría ser el caso de quien le había

denegado la financiación. Ciertamente, el trabajo de campo en

solitario podía correr más riesgos de sesgo y posibilidades de

falseamiento; pero para eso están la deontología profesional y, en

última instancia, el colectivo académico: para contrastar, criticar,

comprobar y refutar o validar.

“¡Ese es el equipo!” -exclama ahora en sus pensamientos, mientras

regresaba la carta a su sobre, la hacía pedazos y los tiraba a la

papelera. Se levanta, se acerca a la estantería y, como queriendo

excusarse ante sus queridos libros por dejarlos allí abandonados, va

acariciando con el dedo índice la hilera de lomos alfabéticamente

ordenados. Saca Los Nuer, más abajo, Tristes Trópicos, más a la

derecha, Los Argonautas del Pacífico Occidental y, algo más abajo a

la izquierda, Adolescencia, sexo y cultura en Samoa, y los mete en

una de las cajas de cartón que se ha traído. Mientras la sella con la

cinta de celofán, su pensamiento se retrotrae cuarenta años atrás.

Se ve emocionado y escudriñando los mapas que se había agenciado

en el Instituto Geográfico, por ser los más precisos, a fin de buscar

el lugar donde habría de llevar a cabo su primer trabajo de campo

etnográfico para la realización de su maitrise en la universidad de

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París, tras haber rehusado integrarse en alguno de los equipos de

investigación que organizaron algunos de sus compañeros del curso

de doctorado. Acabó en el más apartado que localizó en la zona

elegida: una cortijada dispersa, situada en un perdido lugar de las

serranías del sur de España, a la que se accedía por un enrevesado

carril sin asfaltar, donde no había llegado la luz eléctrica y los

lugareños tenían que desplazarse varios kilómetros en mulas para

acarrear el agua de los pozos. Ocupó un cortijillo vacío que una

familia emigrada le dejó, situado a un centenar de metros del más

próximo habitado, amueblado con un camastro, una silla, una mesa

y poco más. Allí, levantándose al amanecer para prepararse el

desayuno en el fuego del humero, acompañando a los hombres a sus

labores en el campo, conversando con las mujeres en sus

quehaceres caseros, haciendo de taxista para llevarlos al médico a

la capital, distraído con los pocos niños que ya quedaban, a su

regreso de la escuela, situada a un par de kilómetros en una aldea

cercana, tomando notas en el cuaderno de campo, escribiendo en el

diario, transcribiendo las entrevistas grabadas en las casetes a la

luz de un campingas, fumando su pipa al anochecer, retrepado en

la silla junto a la puerta, en aquel lugar cumplió con el rito de

passage de alejamiento y soledad prescrito para ser aceptado de

pleno derecho en la tribu de los antropólogos. Sonrió ahora con

nostalgia y condescendencia, recordando los tres meses pasados en

aquel lugar apartado. No era las Trobriand, ni el Mato Grosso, ni la

Polinesia, ni Sudán, sino una pequeña cortijada a punto del

abandono, situada a una treintena de kilómetros de la capital de la

provincia y a poco más de cien de la casa de sus padres. Desde luego,

no respondía al carácter exótico que el soñaba; pero fue allí donde

confirmó que había elegido la mejor profesión del mundo y que

estaba dispuesto a hacer de ella su forma de vida. Y cumplió, aunque

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para ello tuvo que pagar el peaje de las obligaciones académicas,

aliviado por las satisfacciones que le proporcionaba la relación con

sus alumnos, con los buenos y con los menos buenos.

A aquella iniciática experiencia etnográfica, le siguió una de larga

duración entre los dogón de Mali, incitado por una de sus profesoras

de París que se ofreció para dirigirle la tesis de doctorado. Con

posterioridad, llevó a cabo trabajos de campo entre los bereberes del

Rif marroquí y años después entre los tuaregs de la región de El

ladrar, en el Sahara mauritano colindante con Argelia. La negativa

a financiar su último proyecto en Burkina Faso habría supuesto un

contratiempo más en su trayectoria académica, superable como los

otros que le habían salido en el camino, de no ser porque este le

llegaba con el horizonte de la jubilación a la vista.

Y con el contratiempo también vinieron preguntas: si ya no iba a

poder llevar a cabo trabajos de campo para incorporar materiales

nuevos, si ya no podría extraer la información con la que nutría sus

publicaciones y trasmitía a sus alumnos con el mismo entusiasmo

con el que unos pocos lo recibían, ¿qué le quedaba ya por hacer en

la universidad, perorar curso tras curso como un loro sobre la

tarima para aburrir a los alumnos con discursos que ya tenían a su

disposición en la biblioteca o en internet?

- Joaquín, se puede hacer una excelente etnografía sin necesidad de

hacer trabajo de campo solo y en el quinto pino – le dijo la profesora

María Cátedra el día que le contó que ya no haría el trabajo de campo

en Burkina Faso y le comunicó su decisión de adelantar la

jubilación.

- Seguramente, María -repuso él- y tú eres una buena muestra de

ello y aprovecho para decirte la influencia que tú y mi director de

tesis tuvisteis en la reafirmación de mi vocación; pero yo no cursé

antropología para hacer trabajo de campo en comandita y estudiar

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gentes con las que no veo más alteridad cultural que la que les

adjudico a base de resaltar diferencias y opacar similitudes.

- Eso que dices me recuerda uno de los primeros consejos de

departamento en los que participaste. Tratábamos un punto del día

referido a la organización del turno de los sabáticos y cómo

compaginarlo con el deseo y las posibilidades de cada cual. ¿Te

acuerdas de lo que pediste?

- Hace muchos años de eso, María. Qué pedí.

- Que constara en acta que tú siempre estabas dispuesto a irte. En

ese momento pensé: este jovencito es de los que hacen antropología

para no estar aquí.

- Pues ahora que lo dices… Pero no creo que sólo haya hecho

antropología para estar allí. Hay otras profesiones que me lo podrían

haber proporcionado. Quizás haya algo de eso, aunque no solo.

- Con toda tu experiencia profesional, supongo que sabrás por qué

hiciste antropología.

No supo responderle a la directora; pero la pregunta quedó impresa

en su cerebro y acabó dando pie a otras más. ¿Qué se iba a buscar

a todos esos lugares a la menor oportunidad que le dejaban sus

obligaciones en el departamento y que tanto lo desesperaba no poder

cumplir por última vez? ¿Qué intuyó entre los lugareños de la

serranía española, luego entre los dogón, con posterioridad entre los

bereberes rifeños, y los últimos años entre las tribus touaregs? ¿Qué

lo había impulsado a emprender sucesivos trabajos de campo en

lugares distantes, cuando podía haberse especializado en alguna

zona más próxima? ¿Conocer otras culturas diferentes a la suya?:

sí. ¿Nutrir su bagaje disciplinar con materiales etnográficos

propios?: imprescindible. ¿Enseñar y publicar los resultados

obtenidos?: era su obligación. ¿Ganar créditos curriculares para

afianzarse en el escalafón?: qué remedio. Entonces ¿por qué se

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sentía tan profundamente desilusionado, tan desesperadamente

frustrado por no poder llevar a cabo el último trabajo de campo

proyectado, hasta el punto de precipitar el retiro? Si a esas alturas

de su carrera daba por cumplidas sus expectativas académicas, si

un peldaño más en el escalafón, un libro o unos cuantos artículos

añadidos a su expediente curricular no le suponían objetivos

necesarios ni ilusionados, si incluso, ahora que lo pensaba desde

una nueva perspectiva, el objeto de estudio que se había propuesto

abordar en Burkina Faso no era lo que más lo motivaba para

emprender este nuevo trabajo de campo ¿qué lo impulsaba a querer

seguir desplazándose a un remoto e incómodo lugar, pasada ya la

sesentena? Preguntas que nunca se había hecho con la exigencia de

ahora y continuó haciéndose con mayor insistencia durante los

largos días del último verano que había pasado enclaustrado en el

despacho, desde primera hora de la mañana hasta la caída de la

tarde, reflexionando, rememorando, revisando sus materiales de

campo, en busca de respuestas. Repasando una y otra vez las líneas

escritas en sus diarios constató que, en efecto, se iba para: con el

acallamiento del Yo cultural que procura la alteridad y la distancia,

escuchar mejor la genuina voz del Otro. Pero fue releyendo entre

aquellas mismas líneas de sus diarios como empezó a sospechar

que, sobre todo, se iba para: en los interludios de silencio que se

producían cuando el Otro también callaba, sentado a la puerta del

cortijillo, caminando por los senderos del Rif, tumbado sobre una

duna del desierto, bajo la inmensa bóveda estrellada o

contemplando los llanos que se adentran en Burkina Faso desde un

risco de la falla de Bandiagara, en medio del sobrecogedor vacío que

se desvela cuando enmudecen los signos y callan los símbolos, tratar

de comprender el inefable misterio que en esos momentos emanaba

de las profundidades del ser.

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- ¿Se puede? – lo interrumpieron unos golpes y la inmediata

apertura de la puerta.

- ¡Hola, Lucía! – saludó a una de sus alumnas de la asignatura de

introducción a la antropología que le impartió el primer año de

carrera, hacía ahora cuatro años. - ¿Qué te trae por aquí?

- Quería haber venido antes, pero he tenido que hacer unas

gestiones por Internet con la New School de Nueva York. Me voy en

un par de semanas y vengo a despedirme.

- ¿Y qué vas a hacer?

- Un máster en Asuntos Globales.

- Interesante. Aunque no sé si tiene mucha relación con lo que has

estudiado.

- Eso me temía yo cuando apliqué para que me aceptaran; pero me

dijeron que les parecía muy adecuada mi formación en antropología

para los objetivos del posgrado. Por lo que veo en su página web,

hacen etnografía en diversos lugares del mundo en equipos, pero

con estancias cortas de tres o cuatro semanas muy dirigidas y

complementadas con internet. Desde luego, no es como tú nos

decías con lo de ir y plantar la tienda y pasar un año malinowskiano

de trabajo de campo.

- No, ya veo que no. ¿Qué planes tienen los compañeros?

- Juan ha pasado el verano haciendo prácticas de gestión comercial

para la app de un banco.

- ¿La qué?

- Una aplicación con la que trabaja un banco.

- ¿Haciendo?

- Analizando comportamientos en las redes con técnicas

cualitativas.

- Vaya. ¿Y los demás?

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- Cristina anda con cosas de Intervención Psicosocial en la

integración de migrantes. Me han dicho de uno que se va a Finlandia

a hacer un máster de antropología aplicada a la empresa. Y otros

dos han montado una app que trata de antropología de los puntos

cero.

- ¿Antropodequé?

- Se dedican a producir thick data.

- Me suena lo de thick description, la descripción densa de Clifford

Geertz; pero nunca había oído ese término.

- Pues algo es así como los big data, ja, ja, pero en espeso. Viene a

ser un complemento de los big data, solo que estos se rigen por

criterios cuantitativos y los thick data, cualitativos. Ahí es donde

entramos los antropólogos. Y a ver... ¿quién más? Ah, sí, parece que

hay dos que están organizando viajes etnográficos por los pueblos

de España. Este verano han hecho un recorrido por La Mancha.

- ¿Y en qué consisten esos viajes etnográficos?

- Llevan grupos pequeños y, durante el viaje, les enseñan las

herramientas básicas de la etnografía, la observación participante,

la entrevista en profundidad y todo eso, para que conozcan mejor

las culturas que visitan. Contactan con gente autóctona de esos

sitios para que les hablen de sus tradiciones.

- Bueno, al menos hay algo de lo que os enseñé que os puede servir.

¿Y del resto?

- De los que tengo noticias, se buscan la vida como pueden. Sé de

uno que trabaja de reponedor en un supermercado y otra que ha

empezado un curso de secretariado.

- Demasiado antropólogo para poca demanda.

- Joaquín, además de despedirme, vengo a hacerte un regalo de

parte de un grupo de la promoción – dice, abriendo la mochila y

sacando un sobre. - Es una fotografía que te hicimos sin que te

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dieras cuenta al principio del curso. Quisimos dártela el último día

de clase; pero nos dejaste plantados y con los exámenes encima

pasamos de subir al despacho para dártela.

- ¿Y por qué no me la disteis después, con la cantidad de veces que

nos hemos visto?

- Porque se nos despistó y luego nos olvidamos de ella. Cuando nos

enteramos que te jubilabas nos pusimos a buscarla y resulta que la

tenía Rebeca.

- Pues muchas gracias - dijo mirando la foto, en la que aparecía él,

de pie, entre la mesa y la pizarra.

- Mira el reverso.

Joaquín dio la vuelta y leyó:

<Para el profe de la asignatura que ha sido nuestro primer amor en la

antropología>

- Pues cuanto siento haberos fallado precisamente ese día –

prosiguió él tratando de contener el golpe de emoción. - Pero no, a

esa clase seguro que no fui. Siempre he procurado terminar los

programas antes de esa última clase.

- ¿Y eso?

- Ha sido mi forma de recordarme y daros a entender que me

quedaba una última lección que impartiros.

- ¿Y de qué va ese último tema del programa de introducción?

- Más bien sería de epílogo. Y no corresponde a ninguna de las

asignaturas que he impartido. Por cierto, que me tocó darlas casi

todas en mis años de profesor ayudante.

- ¿A cuál, entonces?

- A la de toda mi carrera.

- O sea, que nos debes esa última clase a todos los alumnos y las

alumnas que hemos pasado por tus aulas.

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- Exacto, desde los primeros que tuve, Paloma, Ana, Fernando…,

pasando por Alejandro, Daniel, Emilio…, hace cuatro años vosotros,

hasta los de este último año.

- ¡Deben ser un montonazo!

- Cientos, seguramente algunos miles.

- Pues ya me dirás cómo te las arreglarás para impartírnosla a todos,

con cada uno por su lado.

- El alcance que tenga esa lección no dependerá de mí, sino de cada

uno de vosotros, en la medida en que considere que valga la pena –

respondió sonriéndole.

- ¿Y cuándo será eso? – demandó ella cruzando los brazos sobre el

pecho.

- Algún día, Lucía, algún día. Cuando llegue, te tendré al tanto.

- Vaya -se interrumpió ella mirando el reloj-, lo siento profe, pero me

tengo que ir para conectarme con el que va a ser mi tutor en Nueva

York.

Tras despedirse de su alumna en el pasillo, deseándole que su nueva

experiencia continuara formándola, pero procurando que no la

deformara demasiado, ni mucho menos que se acabara

conformando con ella, Joaquín volvió a entrar al despacho, cerró y

se quedó con la espalda apoyada en la puerta y un rictus de

melancolía dibujado en el rostro.

-Adiós, muchachos -susurró, y de inmediato añadió -Y muchachas.

Con un impulso, se despegó de la puerta, se acercó a la estantería

y, tras una rápida ojeada, sacó un librito: El arte de la novela, de

Milan Kundera. Lo compró el mismo día que envió a la revista su

artículo en el que reivindicaba el modo en que él había concebido y

practicado la disciplina. Fue aquella misma noche, al terminar el

capítulo sobre la muerte de la novela, cuando decidió que su

recorrido por el territorio de la antropología académica había llegado

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a su término. Con un rápido hojeo, localizó el párrafo subrayado que

buscaba:

La muerte de la novela no es una idea fantasiosa. Ya ha tenido lugar.

Y ahora sabemos cómo se muere la novela: no desaparece; su historia

se detiene: después, no queda sino el tiempo de la repetición, en el

que la novela reproduce su forma vaciada de su espíritu. Es, pues,

una muerte disimulada que pasa desapercibida y no choca a nadie.

Pero yo no quiero profetizar los caminos futuros de la novela, de los

cuales no sé nada; solamente quiero decir: si realmente la novela debe

desaparecer no es porque esté al límite de sus fuerzas, sino porque se

encuentra en un mundo que ya no es el suyo.

Cogió el abrecartas, rajó el celofán de la caja, metió el libro de

Kundera y sus diarios de campo y la volvió a precintar. Fue a

sentarse en el sillón y, girándolo, dejó escapar la mirada hasta la

arboleda, al otro lado del aparcamiento. Caían las últimas luces del

día.

En su pensamiento, se vio al día siguiente sentado en la soledad de

su apartamento, tratando de no prestar demasiada atención al flujo

de propósitos que irían surgiendo en su cabeza, descartando unos y

posponiendo otros, tras resolver que ninguno tendría urgencia: nada

lo obligaría y nadie esperaría nada de él. Podría levantarse cuando

quisiera, comer cuando le diera hambre o ayunar, quedarse en casa

si le apetecía, o bajar en el ascensor y volverse a subir de nuevo

porque, de repente, en la misma puerta de la calle, se le antojaba

que estaría mejor en casa y, una vez arriba, a punto de abrir la

puerta para entrar, cambiar de idea y volver a bajar para irse a

caminar sin rumbo ni propósito. Podría obedecer los dictados de sus

impulsos, de sus estados de ánimo, de sus intenciones, y podría

declararse insumiso ante ellos; podría incluso quedarse instalado

cómoda o incómodamente en la indecisión, igual daba, sin tener que

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explicarse ni justificarse ante sí mismo ni ante nadie. Podría

quedarse remoloneando en la cama un rato, todo el día o el resto de

su vida, saliendo de ella para cumplir con lo imprescindible, volver

a acostarse y repetir la acción una y otra vez, hasta que le llegara el

momento en que ya no saldría de ella por su propio pie, sino con

una camisa de fuerza o muerto en un ataúd. “A partir mañana, se

advirtió, tendrás que irte acostumbrando a arreglártelas con el

órgano de la profesión amputado. Amputado y, sin embargo,

presente, del modo en que lo está el miembro fantasma de quien ha

perdido un brazo o una pierna y su sistema sensorial sigue

mandándole engañosos estímulos del órgano faltante, hasta el punto

de llegar a sentir dolor. La diferencia contigo, Joaquín, es que esa

persona tullida puede verificar empíricamente la falta de su miembro

con solo la intención de usarlo, aunque sea por un instante fugaz, y

tu sistema neurológico va a necesitar un tiempo para que vaya

borrando los impulsos impresos en tu memoria y los sustituya por

los nuevos que vaya generando tu nueva condición vital. Entre tanto,

habrás de descubrirte reproduciendo actos como ducharte deprisa

y desayunar acelerado para salir pitando a ningún sitio, sentarte en

tu estudio para escribir no saber qué ni para qué ni por qué, ordenar

los cajones del escritorio sin propósito funcional, ir a revisar un

correo del que te habrán dado de baja, pensar en leer un libro o un

artículo que habrás dejado en el despacho de la facultad,

permanecer sentado o tumbado en el sofá para recuperarte de un

esfuerzo que no has hecho o retomar fuerzas para una actividad que

no vas a realizar. Actos fallidos todos ellos y tantos más que te harán

momentáneamente consciente de la pérdida del miembro

fundamental de tu identidad social y psicológica con el que has

afrontado toda tu vida adulta y que tú mismo te has amputado antes

de que la universidad se encargara de hacerlo por la vía expeditiva,

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porque sentías que te empezaba a estorbar, como le ocurre a quien

padece Trastorno de Identidad de la Integridad Corporal, otro

síndrome neurológico, precisamente contrario al Síndrome del

Miembro Fantasma, que lleva a quien lo sufre a la irrefrenable

necesidad de amputarse una parte de su cuerpo porque,

paradójicamente, se siente incompleto con él. La diferencia en este

caso es que, quien padece Trastorno de la Integridad Corporal, una

vez que se ve liberado del órgano que le estorba, se siente íntegro y

satisfecho, y vete tú a averiguar si en lo que te queda de vida

acabarás sabiendo si te sobra o te falta el órgano de tu vida

profesional.”

Había anochecido ya, cuando el ajetreo de los bedeles revisando y

cerrando los pasillos lo sacó de sus pensamientos premonitorios.

Apagó el ordenador, encendió la luz, se colgó la mochila, cogió la

caja con sus cinco libros, salió al pasillo y se dispuso a hacer lo que

nunca había dejado de cumplir con el mayor de los celos, día tras

día, curso tras curso, durante los años que había ejercido su oficio

de profesor y, entre todas las aportaciones que había podido ofrecer

a su universidad, mejores o peores, acertadas o no, honestas casi

todas en su intención, era la única que aún le quedaba la certeza de

que había sido buena: cuidarse de apagar la luz antes de cerrar la

puerta del despacho para irse a su casa.

A la salida del edificio, se acercó a los contenedores de reciclaje, puso

la caja sobre uno de ellos y se descolgó la mochila. “De acuerdo

maestro, empezaré a vaciar la taza.” En el destinado al material

informático arrojó el pen drive y la carpeta con sus títulos

académicos en el del papel. Recogió la mochila y la caja y, una vez

en el aparcamiento, las metió en el maletero del coche. Fue a

acomodarse en el asiento del conductor, se abrochó el cinturón de

seguridad, introdujo la llave de contacto y susurró:

Page 52: PRINCIPIO DE INCERTIDUMBRE ANTROPOLÓGICA

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- Pues sí, antropólogo, ya está. ¿Y ahora qué?

Joaquín se quedó con los ojos cerrados, retrepado en el asiento y

con las manos en el volante, tratando de dar forma en su

pensamiento al raudal de emociones que se le habían ido

empantanando en el ánimo conforme se acercaba el momento final.

Pasado un rato, abrió los ojos de súbito y dio un chasquido con los

dedos. “Anda Bob, pon tú la banda sonora al final de este relato”.

Abrió la guantera y trasteó entre las casetes hasta encontrar la que

buscaba. La introdujo en la ranura de la radio y fue dando sucesivos

impulsos de avance hasta dar con la canción. Se oyó el

inconfundible rasgueo de una guitarra y, tras unos compases

acompañados de coro, sonó la voz nasal de Bob Dylan.

Mama, take this badge off me

I can’t use it any more

It’s getting dark, too dark to see

I feell like I’m knocking’ on heaven’s door

Arrancó el motor, metió la primera velocidad y poniéndose al

unísono con Dylan se fueron cantando los dos hasta la salida del

campus, para enseguida perderse en la oscuridad de la noche por el

camino sin retorno a la jubilación.

Knock, nock, nocking’ on heaven’s door

Knock, nock, nocking’ on heaven’s door