Primeras Paginas Nosotras Nos Queremos Tanto

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MARCELA SERRANO Nosotras que nos queremos tanto

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MARCELA SERRANO

Nosotras quenos queremos tanto

carlosTorres
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Marcela Serrano nació en Santiago de Chile. Licenciada en Grabado por la Uni-versidad Católica, entre 1976 y 1983 tra-bajó en diversos ámbitos de las artes visuales, especialmente en instalaciones y acciones artísticas (entre ellas el body art). Entre sus novelas, que han sido pu-blicadas con gran éxito en Latinoamérica y Europa, llevadas al cine y traducidas a varios idiomas, destacan Nosotras que nos queremos tanto (1991), galardonada en el año 1994 con el Premio Sor Juana Inés de la Cruz, distinción concedida a la me-jor novela hispanoamericana escrita por mujeres; Para que no me olvides (1993), que obtuvo en 1994 el Premio Municipal de Santiago; Antigua vida mía (1995); El albergue de las mujeres tristes (1997); Nuestra Señora de la Soledad (1999); Lo que está en mi corazón (2001), finalista del Premio Planeta España, La llorona (2008) y Diez mujeres, su última y arries-gada novela.

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MARCELA SERRANO

Nosotras que nos queremos tanto

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Título: Nosotras que nos queremos tanto ©

1991, Marcela Serrano c/o Guillermo Schavelzon & Asoc. Agencia Literariawww.schavelzon.com

© De esta edición:2012, Distribuidora y Editora Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A.Carrera 11A No. 98-50, oficina 501Teléfono (571) 7 05 7777Bogotá, Colombiawww.puntodelectura.com/co

ISBN: 978-958-758-425-7978-958-758-364-9Impreso en Colombia - Printed in Colombia

Diseño de cubierta: Ana Carulla Impreso en el mes de julio de 2012por Nomos Impresores

Todos los derechos reservados. Este libro no puede ser reproducido por ningún medio, ni en todo ni en parte, sin el permiso del editor.

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A mi madre,la escritora Elisa Serrano.

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Dicen que estoy enferma.No sé muy bien por qué estoy en esta clínica. Me trajo

Magda aquella noche, pensando que había intentado sui-cidarme. Traté de explicarle al día siguiente que no era miintención. Magda no entiende que yo solo estaba cansada.Por eso perdí el conocimiento. Igual podría haberme lleva-do a un hospital cualquiera. Pero no me creen. Dicen quela mezcla de tranquilizantes y alcohol puede ser letal. Y queyo lo sabía.

Estoy bien aquí. Todo es muy gris y se entona conmi-go misma. Las mujeres de las otras piezas –las divisé hoyen la mañana– están peor que yo. Una lloraba, otra vomi-taba. Vi brazos y piernas colgando de camas y me pregun-té si no estarían muertas. Al menos las piezas y sábanas es-tán limpias. Por el tipo de vegetación que diviso, sospechoque estamos cerca de la cordillera, en la parte alta de la ciu-dad. Ni siquiera he preguntado ni me importa. Tuve unasola confrontación con la enfermera: trató de quitarme loscigarrillos. Aquella cajetilla que imploré a Magda, que vir-tualmente arranqué de su cartera. Eso no se lo acepté y ledije claramente que me iría de inmediato si me la confis-caba. Lo raro es que me hizo caso. Si trata con sicóticos,debe estar habituada a la agresividad. Le puse la misma vozde mando que usaba mi madre con los inquilinos y surtióefecto. No me dejarán sin fumar, es para lo único que mequeda voluntad.

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He pasado todo el día sola en esta pieza: oscurece y sesiente la desolación. Pero me da lo mismo. Quiero tantodescansar. Sería bonito que el médico diagnosticara una cu-ra de sueño. Se lo pediré, quizás acceda. Y podría despertaren Las Mellizas, y decir como Scarlett O’Hara: «Mañanaes otro día».

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Esa no es mi voz. Es la voz de María.Yo me llamo Ana.Soy la mayor. Es la razón que inventé para contar estas

historias.Arreglo la casa. Tengo el lago al frente. Pareciera estar en

una isla, aunque en realidad es una península. Pero la idea deisla me seduce. Tan solo puedo acceder al pueblo por agua.Hay un bote a remo en el pequeño muelle de la casa, pero louso poco. Prefiero la lancha a motor que recorre todas las ca-sas grandes de la orilla una vez al día. La maneja Manuel, expescador y gran conocedor de la zona. Ser su amiga es clave.De ello depende recibir un telegrama a tiempo o comer sal-món en vez de merluza. Él está tan entusiasmado como yopor la llegada de mis amigas. No sabe que además de entu-siasmo, siento un poco de miedo. Han pasado tantas cosas.Ya nos hemos puesto de acuerdo. Me llevará en lancha has-ta el pueblo donde tengo la camioneta y de allí manejaré alaeropuerto de Puerto Montt a recogerlas. Calculo que esta-remos de vuelta a la hora de comida.

Todo está listo. Carmen, que vive a cien metros y cui-da esta casa en invierno, ayudándome a mí en el verano,ha amasado el pan y hecho quesillo. Un par de gallinas yase han asado en el horno a leña. El vino, como siempre, esabundante. Seguramente María traerá whisky desde San-tiago. Aquí no se encuentra y a mí no me hace falta. El vi-no me acerca a la tierra y eso me gusta.

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La casa es toda de madera blanca, con techo de alerce.Miles de tejuelas ordenadas y grises. Hay un gran corre-dor y desde allí se domina la vista al lago. Las sillas demimbre que lo amueblan son mecedoras. Las tardes me-ciéndose en ellas pueden ser eternas si uno fija los ojos enel agua verde.

La casa tiene dos pisos. En la planta baja hay una grancocina y su enorme mesa de roble –rosado y cepillado–hace las veces de comedor. Al lado, la sala de estar es casi in-necesaria. La vida entera transcurre en la cocina. Allí está elcalor cuando el lago enfría el aire al anochecer. Allí, en esagran mesa, transcurre casi todo mi tiempo del estar aden-tro. Es donde como, donde pico las cebollas, donde plan-cho los pantalones, donde converso con la Carmen y don-de ahora escribo. Los canastos cuelgan de todos lados ygrandes ollones negros conviven en el suelo, al lado de la le-ña. La cocina misma es de fierro, negra y antigua, siemprecon un poco de polvo. Las vigas en el techo están al descu-bierto y no me alarmo con las infaltables telarañas que di-viso desde mi asiento.

Aquí mismo hace dos veranos oí a mi hija María Aliciahablarme de lo importante que era que sus hijos tuvieranrecuerdos de infancia ligados a las casas de antaño, a corre-dores, pasillos, techos altos y viejas cocinas. «¿Te has fijado,mamá, cuando uno lee las entrevistas de los personajes fa-mosos de este país, que todos hablan de infancias con olo-res, texturas y anécdotas ligadas a casas y lugares como es-te? No pueden mis pobres hijos, el día de mañana, hablarde casas pareadas, nanas que se van a las seis de la tarde ycomidas congeladas. Nunca llegarán a ser importantes conrecuerdos así.»

Subiendo las escaleras se llega a los dormitorios. Sontres. Dos de ellos, casi iguales, tienen dos camas separadaspor un velador, una silla y un ropero. Estos llevan enormes

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espejos donde uno puede mirarse de cuerpo entero, cosaque les producirá placer a mis invitadas.

En el pasillo que recoge las cuatro puertas –la cuarta esla del baño– hay una gran cómoda, de diseño y olor anti-guo, que guarda la «ropa blanca»: sábanas y toallas, todavíacon olor al carbón de la plancha. La nota de sofisticación delos arrendadores reside en el color guinda y verde oliva dela ropa de cama. Algunas incluso tienen un pequeño bor-de de raso. Me imagino a la señora Wilson, hace muchosaños, yendo de compras en Nueva York y trayendo de Lordand Taylor estas exquisiteces que deben haber sido la últi-ma moda. Ella no soñaría entonces que más tarde empo-brecería, que la viudez la obligaría a compartir esta casa condesconocidos. Ella tiene que haber imaginado a sus hijascubiertas hasta la barbilla con guinda y raso, mientras ellamisma amaba en verde oliva. ¿Adónde irán los sueños detodas las señoras Wilson?

El tercer dormitorio –el mío– es, como en toda casa quese respete, el dormitoriomatrimonial. Que yo duerma sola enesa gran cama hoy día no significa que fue pensado para unamujer sin marido. «Por Dios, Ana –me diría Sara enojada–,¿cuándo han contemplado los arquitectos el espacio para unamujer sola? A pesar de todas las que somos, no parecemos seruna variable para el mercado.» La presencia del hombre de lacasa y sus respectivos privilegios se adivinan tras la arquitec-tura y la decoración. De partida, es la única pieza que miradirectamente al lago y por ello cuenta con su propio balcón.La altura da toda la perspectiva necesaria para que el lago teinvada. La sala es espaciosa, hay cómodas, tocador y hasta unescritorio, donde el dueño de casa trabajaría, pues está el su-puesto que ALGO haría además de descansar y que no usa-ría para ese algo la mesa de la cocina.

El baño es enorme y en el centro de él, la tina con suscuatro patas simulando cabezas de león. Lomejor es darse un

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baño caliente con espumas en este gran recipiente del cuer-po, luego de un paseo húmedo por el bosque. A sus pies hayun brasero. Lo prendo cuando me baño de noche. A vecesapago la luz para poder mirarlo, con sus leves amarillos ana-ranjados. Un gran aparador de raulí descansa en un muro.Eso sí es darle importancia al cuarto de baño, entregarle la be-lleza del raulí. Sus muchos cajones y espejos se ven bastantedesnudos. Imagino el goce que este mueble produciría a unamujer vanidosa, llenándolo de frascos de distintos tipos. Qui-zás entre las cuatro logremos vestirlo un poco. Dudo quevenga mucho maquillaje en sus equipajes. Pero al menoscuento con la colonia Inglesa de Sara, el Paco Rabanne deIsabel y algún Guerlain de María. Esta es la casa.

Y aquí estoy yo. Tengo cincuenta y dos años. Un mari-do estudioso, profesor eterno de la universidad, que deci-dió tardíamente irse a doctorar a Alemania, siempre en elárea de letras, y hoy pasará frío en Heidelberg mientras yogozo de este esperado veraneo. Tengo tres hijos, dos hom-bres y una mujer. También tengo tres nietos. Fui profesorapor muchos años, y mi tema fue siempre la literatura. Mecasé muy joven y aún amo a mi marido. Soy monógama decontextura y establezco relaciones casi maternales con loshombres. Nunca he sido rica e intuyo que ya no lo seré.Hoy vivo acomodadamente, aunque mi infancia fue másbien difícil. También lo fueron los primeros años de mi ma-trimonio. La suma de dos profesores no da para enrique-cerse, como ustedes saben. Pero aun así me di ciertos lujos,como por ejemplo sacar un Master of Arts en Estados Uni-dos, ya casada y madre de familia. Isabel me lo ha pregun-tado tantas veces, ¿cómo dejé a los niños por un año? Pueslo hice y sobreviví. Vengo de la clase media, aquella que po-dría llamarse «media-media». O sea, ahí. Ni un atisbo quelleve a confusiones. Poca apariencia y mucha austeridad.Funciono bien en condiciones difíciles. Será porque nada

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me ha sido fácil. No tengo ningún drama, de esos noveles-cos, a mis espaldas. Mirada desde afuera, mi vida podríaparecer gris. Pero no lo es. Estoy siempre atenta. No seréuna vieja petrificada. Y hoy estoy escribiendo porque aúna mi edad quiero aceptar todo nuevo desafío. Por nada delmundo me congelaré a retozar en lo que ya formé, o hice.Me interesan miles de cosas. Quizás la literatura y este ra-ro fenómeno de mi género son las que más.

No soy bonita ni fea. Ni alta ni baja. Ni gorda ni flaca.Ni muy oscura ni muy clara. Mi apariencia tiene directarelación con mi ser profundo. Ni estridente ni invisible.Una suerte de equilibrio fluye de mí. María diría que eso esterriblemente aburrido. Espero que el tiempo le diga a ellalo contrario. Mi gran conquista es la serenidad. Y eso me re-sulta bastante.

Quizás se me podría acusar de ser más bien espectado-ra que gestora de los acontecimientos. Mi defensa consisti-ría en que los reales gestores son muy pocos, y en que la ca-pacidad de observar –ni siquiera de analizar– está muymermada hoy en día, cuando todos quieren ser protago-nistas. Yo no soy protagonista de estas páginas, si es queexiste claramente alguna. Aquí solo hay mujeres, cualquie-ra de ellas. Somos tan parecidas, todas, es tanto lo que noshermana. Podríamos decir que cuento una, dos o tres his-torias, pero da lo mismo. En el fondo, tenemos todas –máso menos– la misma historia que contar.

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Entonces...Estaba contando que estoy sola, en esta casa y en este la-

go lejano y verde al sur de Chile. Es la cuarta temporadaque la arriendo. Las tres veces anteriores vine con Juan ylos niños. Incluso con nietos la última vez. Creo que fueuna gran idea haber vuelto sola. Dudé de hacerlo. Pero elaño terriblemente agitado que pasó, la ausencia de mi ma-rido y la promesa de que vendrían mis amigas, me enva-lentonó. María insistió en que este puede ser el último ve-rano que estemos las cuatro juntas. Es cierto. No es quealguna se vaya a morir, ni nada dramático. Pero es claro queesta compacta sociedad que formamos llega a su fin. La de-mocracia ya llegó. Y siempre supimos que ello nos disper-saría. Como si el Instituto hubiese sido el cobijo en estosaños malos. No importa. Yo me quedaré. Y quisiera abrir-le personalmente las puertas a la que vuelva. De repente in-tuyo que el mundo del nuevo gobierno no las tendrá pordemasiado tiempo. Tarde o temprano querrán volver a sen-tirse en casa. A mí, trabajar en el gobierno no me interesa.Ni en este ni en otro. Para ser más exacta, es el trabajo pú-blico el que dejó de interesarme (solo pude comprobarlocuando, años atrás, me obligaron a salir de él). Ahora quie-ro mi independencia y ganarme la vida en el mundo pri-vado, con la libertad –y dolor de cabeza– que solo da elser dueño de su propio lugar de trabajo. En mi caso, inves-tigando, en el silencio de mis libros. No cambio el olor de

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la biblioteca del Instituto por ningún cambio de guardia.Sospecho que el ruido exterior no me haría bien. Pero cla-ro, yo estoy en otro momento vital que ellas. Los años noson en vano. Y apoyo el entusiasmo con que van a partir almundo público. Creo que las vitalidades de cada una serántodo un aporte. Pero si descubren que no es ese su camino,quisiera tener la casa abierta para recibirlas.

Hace diez años las vi por primera vez. Era una heladamañana de julio cuando asistí a la primera reunión. Ante-riormente tuve varias conversaciones con mi amiga Dora,antigua compañera de universidad. Llegaba de Europa conun buen proyecto bajo el brazo y no tardó mucho en con-vencerme de venir con ella. No es que en esos años hubie-se mucho espacio para desarrollar un trabajo intelectual decierto nivel. Necesitaba alguien con experiencia académicapara dirigir un departamento en este nuevo Instituto de In-vestigaciones. Yo la tenía de sobra, por mis largos años enla universidad.

La casa era grande y acogedora, en la parte baja de Pro-videncia, en la ciudad de Santiago. Todavía se hacían tra-bajos en ella y el frío se colaba por todos lados. Cuando lle-gué, la reunión ya había empezado. Me turbó un pocointerrumpir la conversación que ya llevaba un cauce. Ha-bía mucho humo en la sala y olor a estufa de parafina. Seispersonas participaban alrededor de la mesa. Solo dos, am-bas mujeres, me resultaron desconocidas. Dora hizo las pre-sentaciones del caso en forma rápida, yo apenas reparé ennombres, y siguió hablando del proyecto en general. Supuseque más tarde vendría lo específico del porqué de cada unoallí. Y mientras escuchaba, me puse a mirar de soslayo a es-tas dos nuevas caras. Me impresionaron por su juventud.Ninguna parecía haber pasado los treinta. Noté que ellastambién me miraban. El resto de la concurrencia eranhombres. Tratábamos de entender quiénes éramos, ya que

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nuestra presencia allí significaba que nuestros destinos es-taban a punto de ligarse. La desconfianza en esos años –fi-nes de los setenta– era parte de la idiosincrasia nacional.Nos habíamos acostumbrado a hablar poco de nosotrosmismos y a buscar códigos en el otro para obtener respues-tas a preguntas que no se hacían.

A mi derecha, la única que no fumaba ni tomaba caféestaba embarazada. Ello me hizo acogerla interiormente. ¡Yen esa pieza irrespirable! (entonces no se había puesto demoda la ecología y los derechos de los no fumadores noexistían). Me la imaginé con aquellas náuseas matinales, ocon la acidez a toda hora y me pillé agradeciendo a la vidael haber pasado ya esa etapa. Ella jugaba con su argolla deoro. Noté sus manos. Eran largas y bonitas, pero ásperas.Sus uñas, sin barniz alguno, tenían un corte severo. No, noeran manos ociosas. Su pelo era rubio oscuro, largo y abun-dante. Llevaba el clásico «no peinado», con una partiduraal lado izquierdo y un mechón rebelde que caía sobre el ojoderecho, con el que ella jugaba cuando soltaba el anillo. Losojos, entre verdes y azules, no llevaban maquillaje. Tampo-co parecían necesitarlo. Eran dulces. Seguramente su caraestaba hinchada por el embarazo, pero aun así su bellezaera evidente. Nada en ella molestaba. Nada tampoco atraíapoderosamente, salvo su luminosidad. Su voz, las pocas ve-ces que la usó, era suave y un poco tímida. Supuse que sesonrojaría con facilidad, con ese cutis tan blanco. Estabacubierta por un abrigo beige de pelo de camello y corte clá-sico. En el cuello, un collar de perlas. Era el único adorno.No llevaba aros ni anillos, excepto su argolla, que clara-mente no era un adorno para ella. –Vamos, se dijo Maríacuando la conoció, tenemos aquí el modelito convencio-nal en todo su esplendor–. Se llamaba Isabel. Cuando di-jeron que provenía de la Universidad Católica, me parecióobvio. ¿De dónde más? Su fuerte era la educación. Había

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estudiado Pedagogía y luego de aprobar un magíster, ahoracursaba un doctorado. La responsabilidad emanaba de ella.

Fue la primera en retirarse. Titubeó muchas veces antesde hacerlo, miró el reloj otras tantas. En un momento re-tuve su mirada. Me recordó vagamente algún animalitoacosado, una vez que su caza era inminente. En esos ojoshabía una fuerte dosis de presión y una inmediata respues-ta de disculpa frente a ella. Pero supe que la disculpa eradébil y la presión la ganaba. Me dejó perpleja, sin imagi-narme cuánto me acostumbraría con el tiempo a ello.

Cuando se retiró, me concentré en la otra mujer joven,ahora a mi izquierda. Deduje que entre ellas tampoco seconocían.

Nada en ella era espectacular. Se podría decir que eracorriente en el sentido de alguien ya visto, con sensaciónde familiaridad. Si me la hubiese encontrado en el extran-jero, habría sabido de inmediato que era chilena. Y no sa-bría explicar por qué. Ese pelo oscuro, ni crespo ni liso, nilargo ni corto, se podría repetir al infinito entre nuestrasmujeres. Los ojos también oscuros no alcanzaban a ser ne-gros. Eran ojos expresivos. Y alertas. Su mirada era seria ya la vez confiable. Cuando Dora hablaba ella no pestañea-ba, parecía tan concentrada. Apuesto que es el tipo de mu-jer que lleva a cabo bien lo que emprende, pensé. CuandoDora dijo algo divertido, a ella se le rieron los ojos enteros,formando varias delgadas arrugas a sus costados. En algúnmomento se paró a buscar un cenicero. También su porteera clásico de estas tierras. Calculé que llegaba justo al me-tro sesenta. No era delgada. La imaginé gozadora para co-mer y probablemente, como yo, se torturaba por ello. Deseguro pasaba la mitad de la vida a dieta, sin ser del todogorda. Vestía pantalones de cotelé azul marino, y sobreellos, un grueso suéter tejido a mano como los que tejenlas abuelitas. Su único toque de coquetería era un pañuelo

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rosado al cuello, de esos hindúes. Recordé la cartera de fi-no cuero de la joven embarazada al ver la ancha bolsa de la-na con dibujos andinos que colgaba de la silla. No pudedejar de comparar. Entonces me detuve también en sus ma-nos. Eran gruesas, fuertes y desnudas.

Esta mujer se llamaba Sara.Era ingeniero civil. Su trabajo estaría ligado a la parte fi-

nanciera y administrativa. Isabel y yo estaríamos en el áreaacadémica. Dora comentó entonces que el Departamentode Comunicaciones, al que ella le asignaba mucha impor-tancia, comenzaría a funcionar sin cabeza visible. Lo presi-diría alguien ligado al periodismo que aún no residía enChile. No presté atención al tema, de manera que no supeque también allí habría una mujer.

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Las vi de lejos, queridamente reconocibles.Con poco equipaje, caminaban por la losa estos tres

cuerpos, dando la impresión de que si no hubiesen sidoadultas, brincarían. Miraban alternadamente hacia el cielo,¿la fascinación del azul descontaminado? y hacia la genteque esperaba a los pasajeros. El viento las soplaba, solo unacabellera siguiendo su compás. «Mi última oportunidad depelo largo, antes de caer en el mal gusto», había sentencia-do María al cumplir treinta y siete.

Se acercaban al edificio del aeropuertoTepual. Sara era laprimera, con su andar resuelto y un poco brusco, su pelo os-curo corto y desordenado en sus ondulaciones. Cargaba ensu mano derecha un viejo maletín y en su mano izquierda,un paquete rectangular cubierto con papel de diario. Parecíabajar de un tren más que de un avión. Me maravilló una vezmás la falta de atención que Sara prestaba a las apariencias.

La seguía Isabel, caminando con sus típicos pasos cor-tos, cuidadosos y coquetos. Vestía entera de mezclilla y lle-vaba en las manos un clásico necessaire. Ello y la juvenil co-la de caballo que sujetaba su pelo rubio me hizo recordar alas universitarias norteamericanas del Ivy League.

La última era María. En cualquier lugar del mundo yoreconocería ese caminar: la pelvis adelante, como si fuese suproa, con hombros y piernas bamboleándose detrás. Conambas manos libres trataba de pelearle al viento que insis-tía en taparle los ojos mezclando su largo pelo castaño con

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carlosTorres
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