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PRIMERAS PÁGINAS“NAdA”

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Primeras páginas: “Nada”

Carmen LaforetNada

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Primeras páginas: “Nada”

Carmen Laforet nació en Barcelona en 1921. A los dos años se trasladó con su familia a Canarias,viviendo en Las Palmas. Allí permaneció hasta losdieciocho años. A esta edad marcha a Barcelonadonde estudia, durante tres años, en la Facultad deFilosofía y Letras. En 1944 obtiene con Nada elPremio Nadal, en su primera convocatoria, y seconvierte en la revelación de la narrativa españolade posguerra, abriendo nuevos horizontes a nues-tra literatura. Se traslada después a Madrid, don-de contrae matrimonio y se instala definitivamen-te. De la misma autora son La isla y los demonios,La llamada y La mujer nueva (Premio Mallorca).

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Carmen Laforet

Nada

Premio Nadal 1944

Ediciones DestinoColección

DestinolibroVolumen 495

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Revisión de Jorge García López (Universitat de Girona)

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© Herederos de Carmen Laforet© Ediciones Destino, S.A.Diagonal, 662-664. 08034 Barcelonawww.edestino.esPrimera edición: mayo 1945Primera edición en esta presentación: julio 2007ISBN: 978-84-233-3981-5Depósito legal: B. 37.988-2007Impreso por Rosés, S.A.Impreso en España – Printed in Spain

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A mis amigos Linka Babecka de Borrell y el pintor Pedro Borrell

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NADA(Fragmento)

A veces un gusto amargoUn olor malo, una raraLuz, un tono desacorde,Un contacto que desgana,Como realidades fijasNuestros sentidos alcanzanY nos parecen que sonLa verdad no sospechada...

J. R. J.

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PRIMERAPARTE

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I

Por dificultades en el último momento para adquirirbilletes, llegué a Barcelona a medianoche, en un tren dis-tinto del que había anunciado, y no me esperaba nadie.

Era la primera vez que viajaba sola, pero no estabaasustada; por el contrario, me parecía una aventuraagradable y excitante aquella profunda libertad en lanoche. La sangre, después del viaje largo y cansado,me empezaba a circular en las piernas entumecidas ycon una sonrisa de asombro miraba la gran Estaciónde Francia y los grupos que se formaban entre las per-sonas que estaban aguardando el expreso y los quellegábamos con tres horas de retraso.

El olor especial, el gran rumor de la gente, las lucessiempre tristes tenían para mí un gran encanto, ya queenvolvía todas mis impresiones en la maravilla de ha-ber llegado por fin a una ciudad grande, adorada enmis sueños por desconocida.

Empecé a seguir —una gota entre la corriente— elrumbo de la masa humana que, cargada de maletas,se volcaba en la salida. Mi equipaje era un maletónmuy pesado —porque estaba casi lleno de libros— ylo llevaba yo misma con toda la fuerza de mi juventudy de mi ansiosa expectación.

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Un aire marino, pesado y fresco, entró en mis pul-mones con la primera sensación confusa de la ciudad:una masa de casas dormidas; de establecimientos ce-rrados; de faroles como centinelas borrachos de sole-dad. Una respiración grande, dificultosa, venía con elcuchicheo de la madrugada. Muy cerca, a mi espalda,enfrente de las callejuelas misteriosas que conducenal Borne, sobre mi corazón excitado, estaba el mar.

Debía parecer una figura extraña con mi aspectorisueño y mi viejo abrigo que, a impulsos de la brisa,me azotaba las piernas, defendiendo mi maleta, des-confiada de los obsequiosos «camàlics».

Recuerdo que, en pocos minutos, me quedé sola enla gran acera, porque la gente corría a coger los es-casos taxis o luchaba por arracimarse en el tranvía.

Uno de esos viejos coches de caballos que hanvuelto a surgir después de la guerra se detuvo delan-te de mí y lo tomé sin titubear, causando la envidia deun señor que se lanzaba detrás de él desesperado, agi-tando el sombrero.

Corrí aquella noche en el desvencijado vehículopor anchas calles vacías y atravesé el corazón de laciudad lleno de luz a toda hora, como yo quería queestuviese, en un viaje que me pareció corto y que paramí se cargaba de belleza.

El coche dio la vuelta a la plaza de la Universidady recuerdo que el bello edificio me conmovió como ungrave saludo de bienvenida.

Enfilamos la calle de Aribau, donde vivían mis pa-rientes, con sus plátanos llenos aquel octubre de es-peso verdor y su silencio vívido de la respiración demil almas detrás de los balcones apagados. Las rue-das del coche levantaban una estela de ruido, que re-percutía en mi cerebro. De improviso sentí crujir ybalancearse todo el armatoste. Luego quedó inmóvil.

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—Aquí es —dijo el cochero.Levanté la cabeza hacia la casa frente a la cual es-

tábamos. Filas de balcones se sucedían iguales con suhierro oscuro, guardando el secreto de las viviendas.Los miré y no pude adivinar cuáles serían aquellos alos que en adelante yo me asomaría. Con la mano unpoco temblorosa di unas monedas al vigilante y cuan-do él cerró el portal detrás de mí, con gran temblor dehierro y cristales, comencé a subir muy despacio la es-calera, cargada con mi maleta.

Todo empezaba a ser extraño a mi imaginación; losestrechos y desgastados escalones de mosaico, ilu-minados por la luz eléctrica, no tenían cabida en mirecuerdo.

Ante la puerta del piso me acometió un súbito te-mor de despertar a aquellas personas desconocidasque eran para mí, al fin y al cabo, mis parientes y es-tuve un rato titubeando antes de iniciar una tímidallamada a la que nadie contestó. Se empezaron a apre-tar los latidos de mi corazón y oprimí de nuevo el tim-bre. Oí una voz temblona:

«¡Ya va! ¡Ya va!»Unos pies arrastrándose y unas manos torpes des-

corriendo cerrojos.Luego me pareció todo una pesadilla.Lo que estaba delante de mí era un recibidor

alumbrado por la única y débil bombilla que queda-ba sujeta a uno de los brazos de la lámpara, magnífi-ca y sucia de telarañas, que colgaba del techo. Un fon-do oscuro de muebles colocados unos sobre otroscomo en las mudanzas. Y en primer término la man-cha blanquinegra de una viejecita decrépita, en cami-són, con una toquilla echada sobre los hombros. Qui-se pensar que me había equivocado de piso, peroaquella infeliz viejecilla conservaba una sonrisa de

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bondad tan dulce, que tuve la seguridad de que erami abuela.

—¿Eres tú, Gloria? —dijo cuchicheando.Yo negué con la cabeza, incapaz de hablar, pero

ella no podía verme en la sombra.—Pasa, pasa, hija mía. ¿Qué haces ahí? ¡Por Dios!

¡Que no se dé cuenta Angustias de que vuelves a estashoras!

Intrigada, arrastré la maleta y cerré la puerta de-trás de mí. Entonces la pobre vieja empezó a balbu-cear algo, desconcertada.

—¿No me conoces, abuela? Soy Andrea.—¿Andrea?Vacilaba. Hacía esfuerzos por recordar. Aquello

era lastimoso.—Sí, querida, tu nieta... no pude llegar esta maña-

na como había escrito.La anciana seguía sin comprender gran cosa, cuan-

do de una de las puertas del recibidor salió en pijamaun tipo descarnado y alto que se hizo cargo de la si-tuación. Era uno de mis tíos, Juan. Tenía la cara llenade concavidades, como una calavera a la luz de la úni-ca bombilla de la lámpara.

En cuanto él me dio unos golpecitos en el hombroy me llamó sobrina, la abuelita me echó los brazos alcuello con los ojos claros llenos de lágrimas y dijo «po-brecita» muchas veces...

En toda aquella escena había algo angustioso, y enel piso un calor sofocante como si el aire estuviera es-tancado y podrido. Al levantar los ojos vi que habíanaparecido varias mujeres fantasmales. Casi sentí eri-zarse mi piel al vislumbrar a una de ellas, vestida conun traje negro que tenía trazas de camisón de dormir.Todo en aquella mujer parecía horrible y desastrado,hasta la verdosa dentadura que me sonreía. La seguía

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un perro, que bostezaba ruidosamente, negro tam-bién el animal, como una prolongación de su luto.Luego me dijeron que era la criada, pero nunca otracriatura me ha producido impresión más desagra-dable.

Detrás de tío Juan había aparecido otra mujer flacay joven con los cabellos revueltos, rojizos, sobre la agu-da cara blanca y una languidez de sábana colgada, queaumentaba la penosa sensación del conjunto.

Yo estaba aún, sintiendo la cabeza de la abuela so-bre mi hombro, apretada por su abrazo y todas aque-llas figuras me parecían igualmente alargadas y som-brías. Alargadas, quietas y tristes, como luces de unvelatorio de pueblo.

—Bueno, ya está bien, mamá, ya está bien —dijouna voz seca y como resentida.

Entonces supe que aún había otra mujer a mi es-palda. Sentí una mano sobre mi hombro y otra en mibarbilla. Yo soy alta, pero mi tía Angustias lo era másy me obligó a mirarla así. Ella manifestó cierto des-precio en su gesto. Tenía los cabellos entrecanos que lebajaban a los hombros y cierta belleza en su cara oscu-ra y estrecha.

—¡Vaya un plantón que me hiciste dar esta maña-na, hija!... ¿Cómo me podía yo imaginar que ibas a lle-gar de madrugada?

Había soltado mi barbilla y estaba delante de mí contoda la altura de su camisón blanco y de su bata azul.

—Señor, Señor, ¡qué trastorno! Una criatura así,sola...

Oí gruñir a Juan.—¡Ya está la bruja de Angustias estropeándolo

todo!Angustias aparentó no oírlo.—Bueno, tú estarás cansada. Antonia —ahora se

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dirigía a la mujer enfundada de negro—, tiene ustedque preparar una cama para la señorita.

Yo estaba cansada y, además, en aquel momento,me sentía espantosamente sucia. Aquellas gentes mo-viéndose o mirándome en un ambiente que la aglo-meración de cosas ensombrecía, parecían habermecargado con todo el calor y el hollín del viaje, del queantes me había olvidado. Además deseaba angustio-samente respirar un soplo de aire puro.

Observé que la mujer desgreñada me miraba son-riendo, abobada por el sueño, y miraba también mimaleta con la misma sonrisa. Me obligó a volver lavista en aquella dirección y mi compañera de viaje mepareció un poco conmovedora en su desamparo depueblerina. Pardusca, amarrada con cuerdas, siendo,a mi lado, el centro de aquella extraña reunión.

Juan se acercó a mí:—¿No conoces a mi mujer, Andrea?Y empujó por los hombros a la mujer despeinada.—Me llamo Gloria —dijo ella.Vi que la abuelita nos estaba mirando con una an-

siosa sonrisa.—¡Bah, bah!... ¿qué es eso de daros la mano? Abra-

zaos, niñas... ¡así, así!Gloria me susurró al oído:—¿Tienes miedo?Y entonces casi lo sentí, porque vi la cara de Juan

que hacía muecas nerviosas mordiéndose las mejillas.Era que trataba de sonreír.

Volvió tía Angustias autoritaria.—¡Vamos!, a dormir, que es tarde.—Quisiera lavarme un poco —dije.—¿Cómo? ¡Habla más fuerte! ¿Lavarte?Los ojos se abrían asombrados sobre mí. Los ojos

de Angustias y de todos los demás.

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—Aquí no hay agua caliente —dijo al fin Angus-tias.

—No importa...—¿Te atreverás a tomar una ducha a estas horas?—Sí —dije—, sí.¡Qué alivio el agua helada sobre mi cuerpo! ¡Qué

alivio estar fuera de las miradas de aquellos seres ori-ginales! Pensé que allí, el cuarto de baño no se debíautilizar nunca. En el manchado espejo del lavabo —¡qué luces macilentas, verdosas, había en toda lacasa!— se reflejaba el bajo techo cargado de telas dearañas, y mi propio cuerpo entre los hilos brillantesdel agua, procurando no tocar aquellas paredes su-cias, de puntillas sobre la roñosa bañera de porcelana.

Parecía una casa de brujas aquel cuarto de baño.Las paredes tiznadas conservaban la huella de manosganchudas, de gritos de desesperanza. Por todas par-tes los desconchados abrían sus bocas desdentadasrezumantes de humedad. Sobre el espejo, porque nocabía en otro sitio, habían colocado un bodegón maca-bro de besugos pálidos y cebollas sobre fondo negro.La locura sonreía en los grifos torcidos.

Empecé a ver cosas extrañas como los que estánborrachos. Bruscamente cerré la ducha, el cristalino yprotector hechizo, y quedé sola entre la suciedad delas cosas.

No sé cómo pude llegar a dormir aquella noche.En la habitación que me habían destinado se veía ungran piano con las teclas al descubierto. Numerosascornucopias —algunas de gran valor— en las pare-des. Un escritorio chino, cuadros, muebles abigarra-dos. Parecía la guardilla de un palacio abandonado, yera, según supe, el salón de la casa.

En el centro, como un túmulo funerario rodeadopor dolientes seres —aquella doble fila de sillones

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destripados—, una cama turca, cubierta por una man-ta negra, donde yo debía dormir. Sobre el piano ha-bían colocado una vela, porque la gran lámpara deltecho no tenía bombillas.

Angustias se despidió de mí haciendo en mi frentela señal de la cruz, y la abuela me abrazó con ternura.Sentí palpitar su corazón como un animalillo contrami pecho.

—Si te despiertas asustada, llámame, hija mía—dijo con su vocecilla temblona.

Y luego, en un misterioso susurro a mi oído:—Yo nunca duermo, hijita, siempre estoy haciendo

algo en la casa por las noches. Nunca, nunca duermo.Al fin se fueron dejándome con la sombra de los

muebles que la luz de la vela hinchaba llenando depalpitaciones y profunda vida. El hedor que se ad-vertía en toda la casa llegó en una ráfaga más fuerte.Era un olor a porquería de gato. Sentí que me ahogabay trepé en peligroso alpinismo sobre el respaldo de unsillón, para abrir una puerta que aparecía entre corti-nas de terciopelo y polvo. Pude lograr mi intento en lamedida que los muebles lo permitían y vi que comu-nicaba con una de esas galerías abiertas que dan tantaluz a las casas barcelonesas. Tres estrellas temblabanen la suave negrura de arriba y al verlas tuve unas ga-nas súbitas de llorar, como si viera amigos antiguos,bruscamente recobrados.

Aquel iluminado palpitar de las estrellas me trajoen un tropel toda mi ilusión a través de Barcelona,hasta el momento de entrar en este ambiente de gen-tes y de muebles endiablados. Tenía miedo de me-terme en aquella cama parecida a un ataúd. Creo queestuve temblando de indefinibles terrores cuando apa-gué la vela.

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II

Al amanecer, las ropas de la cama, revueltas, esta-ban en el suelo. Tuve frío y las atraje sobre mi cuerpo.

Los primeros tranvías empezaban a cruzar la ciu-dad, y amortiguado por la casa cerrada, llegó hastamí el tintineo de uno de ellos, como en aquel veranode mis siete años, cuando mi última visita a los abue-los. Inmediatamente tuve una percepción nebulosa,pero tan vívida y fresca como si me la trajera el olorde una fruta recién cogida, de lo que era Barcelonaen mi recuerdo: este ruido de los primeros tranvías,cuando tía Angustias cruzaba ante mi camita impro-visada para cerrar las persianas que dejaban pasarya demasiada luz. O por las noches, cuando el calorno me dejaba dormir y el traqueteo subía la cuesta dela calle de Aribau, mientras la brisa traía olor a lasramas de los plátanos, verdes y polvorientos, bajo elbalcón abierto. Barcelona era también unas aceras an-chas húmedas de riego y mucha gente bebiendo re-frescos en un café... Todo lo demás, las grandes tien-das iluminadas, los autos, el bullicio, y hasta elmismo paseo del día anterior desde la estación, queyo añadía a mi idea de la ciudad, era algo pálido y fal-so, construido artificialmente como lo que dema-

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siado trabajado y manoseado pierde su frescura ori-ginal.

Sin abrir los ojos sentí otra vez una oleada ventu-rosa y cálida. Estaba en Barcelona. Había amontonadodemasiados sueños sobre este hecho concreto para noparecerme un milagro aquel primer rumor de la ciu-dad diciéndome tan claro que era una realidad verda-dera como mi cuerpo, como el roce áspero de la man-ta sobre mi mejilla. Me parecía haber soñado cosasmalas, pero ahora descansaba en esta alegría.

Cuando abrí los ojos vi a mi abuela mirándome.No a la viejecita de la noche anterior, pequeña y con-sumida, sino a una mujer de cara ovalada bajo el ve-lillo de tul de un sombrero a la moda del siglo pasado.Sonreía muy suavemente, y la seda azul de su traje te-nía una tierna palpitación. Junto a ella, en la sombra,mi abuelo, muy guapo, con la espesa barba castaña ylos ojos azules bajo las cejas rectas.

Nunca les había visto juntos en aquella época desu vida, y tuve curiosidad por conocer el nombre delartista que firmaba los cuadros. Así eran los dos cuan-do vinieron a Barcelona hacía cincuenta años. Habíauna larga y difícil historia de sus amores —no recor-daba ya bien qué... quizá algo relacionado con la pér-dida de una fortuna—. Pero en aquel tiempo el mun-do era optimista y ellos se querían mucho. Estrenaroneste piso de la calle de Aribau, que entonces empeza-ba a formarse. Había muchos solares aún, y quizá elolor a tierra trajera a mi abuela reminiscencias de al-gún jardín de otros sitios. Me la imaginé con ese mis-mo traje azul, con el mismo gracioso sombrero, en-trando por primera vez en el piso vacío, que olía aúna pintura. «Me gustará vivir aquí —pensaría al ver através de los cristales el descampado—, es casi en lasafueras, ¡tan tranquilo!, y esta casa es tan limpia, tan

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nueva...» Porque ellos vinieron a Barcelona con unailusión opuesta a la que a mí me trajo: el descanso, enun trabajo seguro y metódico. Fue su puerto de refu-gio la ciudad que a mí se me antojaba como palancade mi vida.

Aquel piso de ocho balcones se llenó de cortinas—encajes, terciopelos, lazos—; los baúles volcaron sucontenido de fruslerías, algunas valiosas. Los rinco-nes se fueron llenando. Las paredes también. Relojeshistoriados dieron a la casa su latido vital. Un piano —¿cómo podía faltar?—, sus lánguidos aires cubanosen el atardecer.

Aunque no eran muy jóvenes tuvieron muchos ni-ños, como en los cuentos... Mientras tanto la calle deAribau crecía. Casas tan altas como aquélla y más al-tas aún formaron las espesas y anchas manzanas. Losárboles estiraron sus ramas y vino el primer tranvíaeléctrico para darle su peculiaridad. La casa fue enve-jeciendo, se le hicieron reformas, cambió de dueños yde porteros varias veces, y ellos siguieron como unainstitución inmutable en aquel primer piso.

Cuando yo era la única nieta pasé allí las tempo-radas más excitantes de mi vida infantil. La casa ya noera tranquila. Se había quedado encerrada en el cora-zón de la ciudad. Luces, ruidos, el oleaje entero de lavida rompía contra aquellos balcones con cortinas deterciopelo. Dentro también desbordaba; había dema-siada gente. Para mí aquel bullicio era encantador. To-dos los tíos me compraban golosinas y me premiabanlas picardías que hacía a los otros. Los abuelos teníanya el pelo blanco, pero eran aún fuertes y reían todasmis gracias. ¿Todo esto podía estar tan lejano?...

Tenía una sensación de inseguridad frente a todolo que allí había cambiado, y esta sensación se agu-dizó mucho cuando tuve que pensar en enfrentarme

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con los personajes que había entrevisto la noche antes.«¿Cómo serán?», pensaba yo. Y estaba, allí, en la cama,vacilando, sin atreverme a afrontarlos.

La habitación con la luz del día había perdido suhorror, pero no su desarreglo espantoso, su absolutoabandono. Los retratos de los abuelos colgaban torci-dos y sin marco de una pared empapelada de oscurocon manchas de humedad, y un rayo de sol polvorien-to subía hasta ellos.

Me complací en pensar en que los dos estabanmuertos hacía años. Me complací en pensar que na-da tenía que ver la joven del velo de tul con la pequeñamomia irreconocible que me había abierto la puerta.La verdad era, sin embargo, que ella vivía, aunque fue-ra lamentable, entre la cargazón de trastos inútiles quecon el tiempo se habían ido acumulando en su casa.

Tres años hacía que, al morir el abuelo, la familiahabía decidido quedarse sólo con la mitad del piso.Las viejas chucherías y los muebles sobrantes fueronuna verdadera avalancha, que los trabajadores encar-gados de tapiar la puerta de comunicación amontona-ron sin método unos sobre otros. Y ya se quedó la casaen el desorden provisional que ellos dejaron.

Vi, sobre el sillón al que yo me había subido la no-che antes, un gato despeluzado que lamía sus patas alsol. El bicho parecía ruinoso, como todo lo que le ro-deaba. Me miró con sus grandes ojos al parecer dota-dos de individualidad propia; algo así como si fueranunos lentes verdes y brillantes colocados sobre el ho-ciquillo y sobre los bigotes canosos. Me restregué lospárpados y volví a mirarle. Él enarcó el lomo y se lemarcó el espinazo en su flaquísimo cuerpo. No pudemenos de pensar que tenía un singular aire de familiacon los demás personajes de la casa; como ellos pre-sentaba un aspecto excéntrico y resultaba espirituali-

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zado, como consumido por ayunos largos, por la faltade luz y quizá por las cavilaciones. Le sonreí y empe-cé a vestirme.

Al abrir la puerta de mi cuarto, me encontré en elsombrío y cargado recibidor hacia el que convergíancasi todas las habitaciones de la casa. Enfrente aparecíael comedor con un balcón abierto al sol. Tropecé, en micamino hacia allí, con un hueso, pelado seguramentepor el perro. No había nadie en aquella habitación, a ex-cepción de un loro que rumiaba cosas suyas, casi rien-do. Yo siempre creí que aquel animal estaba loco. En losmomentos menos oportunos chillaba de un modo es-peluznante. Había una mesa grande con un azucarerovacío abandonado encima. Sobre una silla, un muñecode goma desteñido.

Yo tenía hambre, pero no había nada comestibleque no estuviera pintado en los abundantes bodego-nes que llenaban las paredes, y los estaba mirando,cuando me llamó tía Angustias.

El cuarto de mi tía comunicaba con el comedor ytenía un balcón a la calle. Ella estaba de espaldas, sen-tada frente al pequeño escritorio. Me paré, asom-brada, a mirar la habitación, porque aparecía limpia yen orden como si fuera un mundo aparte en aquellacasa. Había un armario de luna y un gran crucifijo ta-piando otra puerta que comunicaba con el recibidor;al lado de la cabecera de la cama, un teléfono.

La tía volvía la cabeza para mirar mi asombro concierta complacencia.

Estuvimos un rato calladas y yo inicié desde lapuerta una sonrisa amistosa.

—Ven, Andrea —me dijo ella—. Siéntate.Observé que con la luz del día Angustias parecía

haberse hinchado, adquiriendo bulto y formas bajo suguardapolvo verde, y me sonreí pensando que mi ima-

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ginación me jugaba malas pasadas en las primerasimpresiones.

—Hija mía, no sé cómo te han educado...(Desde los primeros momentos, Angustias estaba

empezando a hablar como si se preparase para hacerun discurso.)

Yo abrí la boca para contestarle, pero me interrum-pió con un gesto de su dedo.

—Ya sé que has hecho parte de tu Bachillerato enun colegio de monjas y que has permanecido allí du-rante casi toda la guerra. Eso, para mí, es una garantía.Pero... esos dos años junto a tu prima —la familia detu padre ha sido siempre muy rara—, en el ambientede un pueblo pequeño, ¿cómo habrán sido? No te ne-garé, Andrea, que he pasado la noche preocupada porti, pensando... Es muy difícil la tarea que se me ha ve-nido a las manos. La tarea de cuidar de ti, de moldear-te en la obediencia... ¿Lo conseguiré? Creo que sí. Deti depende facilitármelo.

No me dejaba decir nada y yo tragaba sus palabraspor sorpresa, sin comprenderlas bien.

—La ciudad, hija mía, es un infierno. Y en toda Es-paña no hay una ciudad que se parezca más al in-fierno que Barcelona... Estoy preocupada con queanoche vinieras sola desde la estación. Te podía haberpasado algo. Aquí vive la gente aglomerada, en ace-cho unos contra otros. Toda prudencia en la conductaes poca, pues el diablo reviste tentadoras formas...Una joven en Barcelona debe ser como una fortaleza.¿Me entiendes?

—No, tía.Angustias me miró.—No eres muy inteligente, nenita.Otra vez nos quedamos calladas.—Te lo diré de otra forma: eres mi sobrina; por lo

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tanto, una niña de buena familia, modosa, cristiana einocente. Si yo no me ocupara de ti para todo, tú enBarcelona encontrarías multitud de peligros. Por lotanto, quiero decirte que no te dejaré dar un paso sinmi permiso. ¿Entiendes ahora?

—Sí.—Bueno, pues pasemos a otra cuestión. ¿Por qué

has venido?Yo contesté rápidamente:—Para estudiar.(Por dentro, todo mi ser estaba agitado con la pre-

gunta.)—Para estudiar Letras, ¿eh?... Sí, ya he recibido

una carta de tu prima Isabel. Bueno, yo no me opon-go, pero siempre que sepas que todo nos lo deberás anosotros, los parientes de tu madre. Y que gracias anuestra caridad lograrás tus aspiraciones.

—Yo no sé si tú sabes...—Sí; tienes una pensión de doscientas pesetas al

mes, que en esta época no alcanzará ni para la mitadde tu manutención... ¿No has merecido una beca parala Universidad?

—No, pero tengo matrículas gratuitas.—Eso no es mérito tuyo, sino de tu orfandad.Otra vez estaba ya confusa, cuando Angustias rea-

nudó la conversación de un modo insospechado.—Tengo que advertirte algunas cosas. Si no me do-

liera hablar mal de mis hermanos te diría que despuésde la guerra han quedado un poco mal de los ner-vios... Sufrieron mucho los dos, hija mía, y con ellossufrió mi corazón... Me lo pagan con ingratitudes,pero yo les perdono y rezo a Dios por ellos. Sin em-bargo, tengo que ponerte en guardia...

Bajó la voz hasta terminar en un susurro casitierno:

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—Tu tío Juan se ha casado con una mujer nadaconveniente. Una mujer que está estropeando su vi-da... Andrea; si yo algún día supiera que tú eras ami-ga de ella, cuenta con que me darías un gran disgusto,con que yo me quedaría muy apenada...

Yo estaba sentada frente a Angustias en una silladura que se me iba clavando en los muslos bajo la fal-da. Estaba además desesperada porque me habíadicho que no podría moverme sin su voluntad. Y lajuzgaba, sin ninguna compasión, corta de luces y au-toritaria. He hecho tantos juicios equivocados en mivida, que aún no sé si éste era verdadero. Lo cierto esque cuando se puso blanda al hablarme mal de Gloria,mi tía me fue muy antipática. Creo que pensé que talvez no me iba a resultar desagradable disgustarla unpoco, y la empecé a observar de reojo. Vi que sus fac-ciones, en conjunto, no eran feas y sus manos tenían,incluso, una gran belleza de líneas. Yo le buscaba undetalle repugnante mientras ella continuaba su mo-nólogo de órdenes y consejos, y al fin, cuando ya medejaba marchar, vi sus dientes de un color sucio...

—Dame un beso, Andrea —me pedía ella en esemomento.

Rocé su pelo con mis labios y corrí al comedor an-tes de que pudiera atraparme y besarme a su vez.

En el comedor había gente ya. Inmediatamente via Gloria que, envuelta en un quimono viejo, daba acucharadas un plato de papilla espesa a un niño pe-queño. Al verme, me saludó sonriente.

Yo me sentía oprimida como bajo un cielo pesadode tormenta, pero al parecer no era la única que sentíaen la garganta el sabor a polvo que da la tensión ner-viosa.

Un hombre con el pelo rizado y la cara agradable einteligente se ocupaba de engrasar una pistola al otro

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lado de la mesa. Yo sabía que era otro de mis tíos: Ro-mán. Vino en seguida a abrazarme con mucho cariño.El perro negro que yo había visto la noche anterior,detrás de la criada, le seguía a cada paso. Me explicóque se llamaba Trueno y que era suyo; los animales pa-recían tener por él un afecto instintivo. Yo misma mesentí alcanzada por una ola de agrado ante su exube-rancia afectuosa. En honor mío, él sacó el loro de lajaula y le hizo hacer algunas gracias. El animalejo se-guía murmurando algo como para sí; entonces me dicuenta de que eran palabrotas. Román se reía con ex-presión feliz.

—Está muy acostumbrado a oírlas el pobre bicho.Gloria, mientras tanto, nos miraba embobada, ol-vidando la papilla de su hijo. Román tuvo un cambiobrusco que me desconcertó.

—Pero ¿has visto qué estúpida esa mujer? —medijo casi gritando y sin mirarla a ella para nada—.¿Has visto cómo me mira «ésa»?

Yo estaba asombrada. Gloria, nerviosa, gritó:—No te miro para nada, chico.—¿Te fijas? —siguió diciéndome Román—. Ahora

tiene la desvergüenza de hablarme esa basura...Creí que mi tío se había vuelto loco y miré aterrada

hacia la puerta. Juan había venido al oír las voces.—¡Me estás provocando, Román! —gritó.—¡Tú, a sujetarte los pantalones y a callar! —dijo

Román volviéndose hacia él.Juan se acercó con la cara contraída y se quedaron

los dos en la actitud, al mismo tiempo ridícula y si-niestra, de gallos de pelea.

—¡Pégame, hombre, si te atreves! —dijo Román—.¡Me gustaría que te atrevieras!

—¿Pegarte? ¡Matarte!... Te debería haber matadohace mucho tiempo...

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Juan estaba fuera de sí, con las venas de la frentehinchadas, pero no avanzaba un paso. Tenía los puñoscerrados.

Román le miraba con tranquilidad y empezó asonreírse.

—Aquí tienes mi pistola —le dijo.—No me provoques. ¡Canalla!... No me provo-

ques o...—¡Juan! —chilló Gloria—. ¡Ven aquí!El loro empezó a gritar encima de ella, y la vi ex-

citada bajo sus despeinados cabellos rojos. Nadie lehizo caso. Juan la miró unos segundos.

—¡Aquí tienes mi pistola!Decía Román, y el otro apretaba más los puños.Gloria volvió a chillar:—¡Juan! ¡Juan!—¡Cállate, maldita!—¡Ven aquí, chico! ¡Ven!—-¡Cállate!La rabia de Juan se desvió en un instante hacia la

mujer y la empezó a insultar. Ella gritaba también y alfinal lloró.

Román les miraba divertido; luego se volvió haciamí y dijo para tranquilizarme:

—No te asustes, pequeña. Esto pasa aquí todos losdías.

Guardó el arma en el bolsillo. Yo la miré relucir ensus manos, negra, cuidadosamente engrasada. Ro-mán me sonreía y me acarició las mejillas; luego se fuetranquilamente, mientras la discusión entre Gloria yJuan se hacía violentísima. En la puerta tropezó Ro-mán con la abuelita, que volvía de su misa diaria, y laacarició al pasar. Ella apareció en el comedor, en el ins-tante en que tía Angustias se asomaba, enfadada tam-bién, para pedir silencio.

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Juan cogió el plato de papilla del pequeño y se lotiró a la cabeza. Tuvo mala puntería y el plato se es-trelló contra la puerta que tía Angustias había cerradorápidamente. El niño lloraba, babeando.

Juan entonces empezó a calmarse. La abuelita sequitó el manto negro que cubría su cabeza, suspi-rando.

Y entró la criada a poner la mesa para el desayuno.Como la noche anterior, esta mujer se llevó detrástoda mi atención. En su fea cara tenía una mueca de-safiante, como de triunfo, y canturreaba provocativamientras extendía el estropeado mantel y empezaba acolocar las tazas, como si cerrara ella, de esta manera,la discusión.

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