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23 El medio Extraña geografía la de Loja —escribía siglos atrás en su informe el cronista expedicionario Juan de Salinas— es tierra doblada y áspera, todo lomas, gran- des subidas y bajadas para ir de una a otra. Y en efec- to, el arrugamiento de la corteza terrestre de la zona, a la cual uno de nuestros ex presidentes comparó con el aspecto de un papel estrujado, apenas deja entre ondula- ciones pronunciadas los espacios limitados para algunos valles fértiles, donde se han ido asentando poblados y cantones que a distancia semejan fortalezas resguarda- das por las murallas pétreas de los Andes, diferentes a las elevaciones nevadas del centro y del norte de nuestra serranía, hasta en las tonalidades ocres y verdinegras de sus imponentes cumbres. Llegar allá, a comienzos del siglo XXI, sigue cons- tituyendo una aventura. Los caminos en pésimo estado aseguran al viajero muchas horas de incómoda marcha. La ruta del aire implica madrugar para abordar una aero- nave que, en abierto desafío a traicioneros vientos e incon- tables riesgos del vuelo entre montañas, realiza el viaje diario de ida y vuelta a horarios rigurosos. En la capital de esta provincia interandina limítrofe con Perú, nació Matilde Hidalgo Navarro, el personaje femenino más importante de nuestra historia republicana, cuya huella nos proponemos rescatar. matilde_hidalgo.indd 23 7/31/08 2:52:51 PM

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El medio

Extraña geografía la de Loja —escribía siglos atrás en su informe el cronista expedicionario Juan de Salinas— es tierra doblada y áspera, todo lomas, gran-des subidas y bajadas para ir de una a otra. Y en efec-to, el arrugamiento de la corteza terrestre de la zona, a la cual uno de nuestros ex presidentes comparó con el aspecto de un papel estrujado, apenas deja entre ondula-ciones pronunciadas los espacios limitados para algunos valles fértiles, donde se han ido asentando poblados y cantones que a distancia semejan fortalezas resguarda-das por las murallas pétreas de los Andes, diferentes a las elevaciones nevadas del centro y del norte de nuestra serranía, hasta en las tonalidades ocres y verdinegras de sus imponentes cumbres.

Llegar allá, a comienzos del siglo XXI, sigue cons-tituyendo una aventura. Los caminos en pésimo estado aseguran al viajero muchas horas de incómoda marcha. La ruta del aire implica madrugar para abordar una aero-nave que, en abierto desafío a traicioneros vientos e incon-tables riesgos del vuelo entre montañas, realiza el viaje diario de ida y vuelta a horarios rigurosos.

En la capital de esta provincia interandina limítrofe con Perú, nació Matilde Hidalgo Navarro, el personaje femenino más importante de nuestra historia republicana, cuya huella nos proponemos rescatar.

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Los ancestros

Hacia 1850 don Francisco Navarro, ciudadano venezolano y abuelo materno de Matilde, había dejado su tierra natal en exilio voluntario, a causa de profundas discrepancias políticas con el gobierno dictatorial del gene-ral Antonio Guzmán Blanco, conductor de nueva corriente reformista con la que Navarro, intelectual y militante del liberalismo tradicional de su país, no comulgó.

Don Francisco arribó primero al puerto de Gua-yaquil para tomar el camino de Santa Rosa con destino a Loja, donde tenía conocidos. Traía una cantidad respeta-ble de dinero obtenido por la venta de sus bienes, parte de su gran biblioteca y deseos sinceros de encontrar un lugar donde afincarse para poder dedicarse a trabajar alejado de los asuntos políticos. Lo acompañaban, su esposa, doña Trinidad del Castillo, y sus dos pequeñas hijas, Carmen y Jesús.

Tentado por la fama de las minas de oro, se dirigió posteriormente a Zaruma y estableció vínculos con gente de la región. Pero el destino le reservaba un dramático final. A los pocos años, víctimas de uno de tantos virus a los que por entonces se denominaban pestes, ambos espo-sos enfermaron y, sintiéndose próximos a morir, confiaron la custodia de sus hijas a su buena vecina y amiga, doña Ninfa Zambrano, a quien entregaron su fortuna, recomen-dándole velar especialmente por la educación esmerada de las niñas.

Doña Ninfa adquirió una extensa propiedad agríco-la por la zona de El Tablón, donde se instaló con las huér-fanas y todas sus pertenencias. Carmen y Jesús llegaron a la adolescencia en el medio rural y con la formación propia de cualquier señorita de posición acomodada de

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su tiempo: aprendizaje de tareas domésticas, bordados, tejidos, costura, algo de música, lectura, escritura y muy sólidos principios cristianos. Sin embargo, las semillas ideológicas plantadas por su padre liberal y los libros que constituían parte de la herencia no codiciada por terceros, ya habían enriquecido de manera especial sus solitarias vidas.

Carmen, la mayor, de temperamento audaz y extro-vertido, conoció al contratista-constructor Juan Manuel Hidalgo Pauta, en uno de los viajes que dicho profesional efectuaba a Zaruma vía El Tablón y, enamorados uno de otro, al cabo de algún tiempo planearon la huida, para fundar su hogar en la ciudad de Loja, de donde él era nativo.

Sin más patrimonio que su propio esfuerzo, los Hidalgo Navarro constituían una típica pareja de clase media en la pequeña capital provincial. Nómada por naturaleza, Juan Manuel hacía constantemente viajes de negocios a lejanas tierras, por lo cual sus prolongadas ausencias se volvieron una costumbre para Carmen, quien aprendió a sobrellevarlas con naturalidad, mien-tras asumía la administración de la casa y la conducción de la prole, que aumentaba constantemente.

Tenían ya seis hijos, una pequeña propiedad con casa y huerto frente a la hacienda Pucará en los confines de la población —hoy calles Lourdes y Valdivieso— y esperaban su séptimo vástago, cuando la partida definitiva del viajero impuso un cambio radical en la vida de la modesta familia.

Seis meses después de que Juan Manuel partiera hacia el sur, el propio1 retornó con el caballo y las

1 Denominación que daban en las provincias de la Sierra al sirviente de raza indígena criado en una casa de familia, generalmente regalado o vendido por sus propios padres.

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pertenencias del patrón a comunicar su fallecimiento ocurrido en tierras peruanas. Poco después, la viuda, asistida por la comadrona del barrio y por su hija mayor, alumbró otra niñita, a la cual siguiendo la costumbre, bautizaron al tercer día de nacida.

Inscrita el 29 de septiembre de 1889 en el Registro de Nacimientos de la parroquia San Sebastián con los nombres de Deifilia Matilde Inés, consta en el libro de actas como hija legítima de Carmen Navarro del Castillo y Juan Manuel Hidalgo Pauta (fallecido). Apadrinaron a la nueva cristiana, que con la Fe de Bautismo validaba legalmente su derecho de ecuatorianidad2, la señorita Deifilia Palacios y el doctor Aguirre Palacios3.

Loja era para entonces una recoleta y señorial ciu-dad con más o menos nueve mil habitantes, muy orgullo-sos de su pasado y cuidadosos de sus tradiciones.

Sin vías de comunicación que pudieran considerar-se estables, sin mayor contacto con habitantes de otras provincias hermanas, se había detenido en el tiempo. Obligada al cumplimiento de todas las exigencias tribu-tarias, pero preterida en la atención a sus derechos, el desinterés de los poderes públicos para asistirla retardó su integración y permaneció en algunos aspectos como reducto de españolidad en plena República. El andamiaje colonial que se mantendría hasta bien entrado el siglo XX estaba prácticamente intacto cuando la penumbra del tiempo des-vaneció las figuras de los caballeros de larga y elegante capa embozada y las señoras con sus trajes de cola, sus mantas de seda y el séquito de la familia y la servidumbre que desfilaba a las ceremonias en la iglesia matriz.

2 La Fe de Bautismo era el documento de identidad hasta la creación del Registro Civil.

3 En la partida bautismal de Matilde solo constan los apellidos del padrino.

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La tenencia de la tierra conservaba el esquema feudal característico de toda la región interandina, con la dolorosa secuela de explotación y sometimiento para la raza indígena. Sin embargo, cabe mencionar ciertas particularidades que existieron en Loja, como la de los arrimados, sirvientes protegidos por las familias pudien-tes; los «propios», de origen descrito anteriormente y los «chazos», muchos de los cuales fueron propietarios de pequeños fundos agrícolas.4

Criollos y mestizos integraban la clase media y más tarde, cuando su filantropía suplió con largueza a la incu-ria gubernamental, se constituyeron en factor determinante para la renovación económica y social de la provincia.

Refugiados en la tibieza de su acogedora planicie adornada por dos cantarinos ríos serraniegos que la bañan de bucólico encanto, los descendientes de quienes pobla-ron la villa fundada en 1548 por Alonso de Mercadillo habían aprendido a subsistir, atenuando los sinsabores del aislamiento y el abandono de los poderes públicos con el desarrollo y fortalecimiento de su vigorosa identidad.

De temperamento psíquico introvertido, reflejo del ámbito de montaña del sentimiento de la soledad y de la grandeza telúrica que los rodea y que se transmuta en rica vida interior, pero a veces también en huraña esquivez5, ellos forjaron necesariamente su propia cultura, crearon y mantuvieron centros educativos con aporte generoso de sus conciudadanos. Lucharon contra la adversidad de la natu-raleza, defendieron heroicamente las fronteras y, cuando

4 Pío Jaramillo Alvarado, Historia de Loja y su provincia, Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión, Quito.

5 Ídem.

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las ambiciones de poder generaron el caos multiplicando gobiernos espúreos, su altivez y su contenida rebeldía ali-mentaron una reacción que sorprendió a toda la nación ecuatoriana, al declararse capital federal en el año 1859, en salvaguarda de sus preteridos intereses y de los intere-ses de la dividida república.

Seres de sensibilidad conmovedora protegida tras discreta suficiencia, los lojanos perfeccionaron también el difícil arte de la ironía y, haciendo gala de fino humor, aprendieron a poner matices a su desventajosa circuns-tancia para sobrellevar contrariedades e infortunios. Dando vuelo a su espiritualidad, se proyectaron en la creación artística y en las manifestaciones intelectuales más excelsas, hasta elevarlas en producciones literarias de brillante trascendencia y composiciones musicales de calidad extraordinaria.

Tierra de ilustres varones, políticos, pensadores, estadistas, científicos, poetas, escritores y compositores, Loja, ofreció su savia vivificadora a Matilde Hidalgo Navarro, mujer de temple singular, cuyas heroicas gestio-nes modificaron años más tarde la condición femenina en el país.

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La tradición lojana, muy propia de la época, impo-nía un riguroso período de luto a las familias. En su forzada reclusión al reducido ámbito de la casa, la viuda de Hidalgo comenzó a planificar el futuro inmediato de los suyos. Los ahorros eran escasos y los ingresos inexisten-tes. Había que trabajar y, pensando en alguna de las tareas permitidas a una mujer de su condición social, sola y sin recursos, se hizo costurera.

Ayudada por su joven hija, Carmencita, laboraba intensamente, al tiempo que atendía los quehaceres domésticos y la crianza de Arsenio e Higinio, sus hijos menores; Bonifacio y Belisario iban camino a la adoles-cencia y, aunque eran estudiosos y bien comportados, había que vigilarlos todavía.

Su primogénito, Antonio, vocacionalmente dotado para la música, se dedicaba seriamente al estudio de este arte, bajo la tutela del eminente maestro español José Gua-rro, demostrando singular talento. A los 15 años, a raíz del viaje del titular a Lima, Antonio recibió el nombramiento de organista de la catedral de Loja, por disposición del obispo monseñor Masiá y su salario fue un aporte muy significativo al presupuesto familiar.

El joven tenía predilección por la pequeña Matilde, que nació cuando él ya había cumplido los 14 años de edad. La orfandad absoluta del padre, a quien la niña

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jamás conocería, hizo que Antonio concentrara su ternura, buena parte de sus recursos y su entrañable afecto frater-no-paternal en la criatura.

No bien la chiquita adquirió firmeza en los pasos, Antonio la sacaba a escondidas para llevarla hasta la iglesia matriz, donde él permanecía largas horas estudiando y practicando el instrumento. Matilde crecía escuchando y aprendiendo a colocar los dedos sobre el teclado que a la delicada presión respondía con sonidos de mágica dulzura. Antonio le enseñó a leer antes de que ella cum-pliera los cuatro años y a la vez que hacía esto, también le confiaba en lenguaje de adulto sus sueños de artista y su secreto más importante: él era un liberal y estaba con la causa de Alfaro para siempre.

Grave situación para un protegido del clero. Grave para cualquier ciudadano perteneciente a un medio domi-nado por el conservadorismo fanatizado, que veía en cada espíritu progresista un hereje, un aliado de Satanás o un ateo condenable.

Seis años tenía Matilde Hidalgo el día que obser-vó cómo Antonio anudaba un pañuelo rojo a su cuello, mientras participaba, emocionado, a la madre que la revo-lución había estallado. Luego lo oyó gritar un ¡Viva Alfaro, carajo! y salir corriendo a encontrarse con sus coidearios.

Seis años parecían muy pocos entonces, para enten-der todo lo que el hermano mayor tantas veces monologaba cuando caminaban rumbo al templo o para comprender el sentido de las conversaciones que después de la velada musical nocturna, establecida como una hermosa costum-bre en la sala de su casa, sostenían los amigos de Antonio con su madre, refiriéndose en voz muy baja a lo que esta-ba ocurriendo en el país.

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Decían que esta era la revolución de los mestizos, de los indios, de todos los explotados y de todos los oprimi-dos, unidos contra un régimen lleno de privilegios e injus-ticias. Hablaban del Viejo Luchador, que venía peleando ya más de una década por la redención de los humildes...

La revolución había estallado como consecuencia lógica de la pugna entre las clases dominantes ubicadas en dos regiones tradicionalmente antagónicas del país. Abanderados del conservadorismo ultramontano, los terratenientes feudales, herederos de privilegios colo-niales, tenían su asiento en Quito y su hegemonía en la región interandina en estrecha alianza con el clero. Defen-sores del liberalismo progresista, los miembros de la naciente burguesía de Guayaquil protegían los intereses de banqueros, exportadores de cacao, pequeños comer-ciantes, prósperos hacendados, a los que se sumaban con fisonomía propia los grupos de campesinos compuestos ya no por siervos, como en la Sierra, sino por asala-riados agrícolas o trabajadores independientes y los primeros núcleos subproletarios surgidos en torno a las actividades portuarias de Guayaquil6.

Esta pugna iniciada casi junto con la República se había agudizado en la segunda mitad del siglo XIX, cuando la variante en los patrones tradicionales de la economía empezó a hacer sentir sus efectos, provocando el inevitable desequilibrio en el desarrollo de los niveles económico, político e ideológico7. Mientras la agricultura de exportación había impuesto un modo de producción estrictamente capitalista en la región costeña, otorgando

6 Agustín Cueva, El proceso de dominación política en el Ecuador, Editorial Diógenes, S. A., México.

7 Ídem.

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indiscutible supremacía económica a la burguesía agroex-portadora del Litoral, a nivel político e ideológico, seguían dominando los terratenientes serranos con sus formas de producción semifeudal y su indestructible alianza con el clero, lo cual les garantizaba el control del poder estatal.

Unos y otros luchaban por la captación de ese poder político del que la Iglesia, propietaria de algunos de los más grandes latifundios del país, era también parte interesada y, por ende, peligrosa adversaria para quien intentara modificar las viejas estructuras. Su papel deter-minante, reconocido desde la Primera Constitución de 18308, se había reafirmado con el Concordato establecido por García Moreno el año 1862.

Equivocando por completo su misión espiritual, manejada por un clero corrompido y ciego ante la proble-mática social, esa Iglesia colonizadora, terrateniente, cobra-dora de diezmos, explotadora del indio y opresora del pueblo al que se mantenía en la miseria y la ignorancia para manipular hábilmente en la superstición, se erigía en rectora de la moral social e individual, en conductora de la educación y promotora de leyes civiles; y había engor-dado una aristocracia de sacristía9 que —arrogándose derechos divinos para cometer los más condenables abusos de poder— no conocía frenos a su insaciable ambición, dentro de esta república consagrada por decreto al Cora-zón de Jesús. Y, por decreto, colocada también bajo el patronato de la Virgen de las Mercedes, aunque la condi-ción de la mujer ecuatoriana fuese la de un ser humano

8 Oswaldo Hurtado, El poder político en el Ecuador, Universidad Católica del Ecuador, Quito.

9 José Peralta, Eloy Alfaro y sus victimarios, Editorial Olimpo, Buenos Aires.

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inferior, marginada absurdamente de la educación, por la costumbre y por la propia Constitución que, desde 1883, declaraba ciudadanos solo a los varones que supieran leer y escribir y hubiesen cumplido los 21 años de edad10.

Se imponía una tarea reformadora y esa era la misión de Alfaro. Por ello su nombre y su presencia llena-ban de fervor al pueblo ecuatoriano.

Él era vida nueva en Esmeraldas, Imbabura, Cañar o Carchi. Era anhelo de futuro con justicia en Manabí, Guayas, Azuay o en Loja, donde Antonio Hidalgo y su madre celebraban el triunfo conquistado; aunque Matilde, con sus seis pequeños años solo grabara las palabras y retuviera en su mente las escenas que más tarde proyecta-rían luz propia en su camino.

10 Ver Constitución de la República del Ecuador, año 1883, Art. 9.

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