Primer capítulo La Elegida de la Muerte (Öiyya)

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Así comienza mi primera novela, La Elegida de la Muerte, publicada por Ediciones B en junio de 2010.

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La serpiente alzará la cabeza. La isla azul, el hielo verde, el resto se cubrirá de arena.

La Dama de Ahdiel morirá sin descendencia, su Ciudad desaparecida, su mundo muerto.

Lo que se separó jamás volverá a unirse, lo real será ilusorio, la ilusión realidad.

Y ya no habrá Muerte. Del Abismo se alzarán los olvidados, el Tiempo con el Tiempo.

El que no tiene nombre surgirá de la Ciudad de Arena y su nombre será el que subyugue el Mundo.

El Ocaso será el Amanecer. El Final será el Principio.

Profecía del Segundo Ocaso

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LLANOS DE KHUVAKHA (SVONDA)

Tercer día desde Elleri. Año 569 después del Ocaso

Allí donde la Muerte es Señora, allí la Öiyya halla solaz, y hace del reino de la Muerte su propio reino.

Regnum Mortis

El mundo era gris.

Bajo sus pies la tierra seca crujía al ritmo desacompasado de sus pasos. El sonido se clavaba en sus oídos en el silencio absoluto que cubría la llanura; un silencio que empapaba el mundo como el agua, como la sangre.

Gris era la tierra, gris el cielo. Grises las nubes que volaban a toda prisa encima de su cabeza. Parecían querer huir de la llanura, pasar lo más rápidamente posible sobre ella. Ni siquiera las nubes debían de estar seguras de querer ver aquello.

Grises eran las montañas que se recortaban contra el horizonte, de un gris tan oscuro que casi parecía negro. Sus picos se erguían, amenazadores, dominando la llanura y cubriéndola de sombras, que se alargaban raudas conforme el pálido sol se escondía tras la cordillera. «Se está haciendo de noche.» Quizás el sol se había apiadado de ellos y había preferido dar paso a la oscuridad, a las sombras que cubrían los llanos como una mortaja. O él tampoco podía soportar ver la escena, como las nubes, y ocultaba su rostro para que nadie pudiera verlo llorar.

A su alrededor, el mundo estaba cubierto de cadáveres grises.

Los fuegos casi extintos que ardían aquí y allá, diseminados por toda la llanura, podrían ser los mismos que habían ardido tres días antes, la noche de Elleri, cuando los que ahora yacían entre el polvo habían bailado alegremente alrededor de las hogueras, cantando, bebiendo hasta hartarse y perdiéndose entre los arbustos ralos y la oscuridad en compañía de alguna de las muchas mujeres que seguían al ejército como un enjambre. ¿Cuántas de ellas habrían conseguido convertirse en elleri’ia?, ¿cuántas habrían creído asegurarse un año de prosperidad y de seguridad junto a un esposo? Temporal, sí, pero un esposo, algo que para una prostituta era inalcanzable... ¿Y cuántos de aquellos cuerpos grises habían jurado amor y fidelidad por un año, sólo por un año, a una mujer, la noche de Elleri?

Pero las hogueras de Elleri, que festejaban la abundancia de la próxima cosecha, no se parecían en nada a aquellos fuegos casi apagados, humeantes, que no ofrecían ni luz, ni calor, ni consuelo, ni color. También los rescoldos eran grises, ocultas las escasas ascuas por las cenizas que asimismo revoloteaban por el aire, amortiguando la ya de por sí fría y mortecina luz del sol. A su lado, un estandarte arrugado y manchado ardía débilmente, revoloteando, grisáceo, bajo la brisa vespertina.

—Ya ni siquiera se distinguen los colores —murmuró Issi, ausente. «Y qué importa, a estas alturas.» Si es que había importado en algún momento. Svondenos o thaledii, daba lo mismo; todos eran ahora muertos grises, todos iban a servir en pocas horas de alimento a los carroñeros, a los buitres, a los cuervos y a los otros, los de dos patas, que se

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arracimaban también sobre los ejércitos igual que las prostitutas pero que, a diferencia de éstas, sólo hacían su trabajo cuando los soldados habían muerto o estaban a punto de morir.

Las lanzas erizaban el horizonte como espinas clavadas en la carne del mundo. Lo que horas antes había sido un bosque de árboles erguidos, verticales, desafiantes, ahora llenaba la llanura desordenadamente; las conteras hundidas en la tierra, los mástiles haciendo ángulos extraños, sin manos que sujetasen las lanzas, partidas algunas, llenas de sangre otras, aquí y allá los restos de una banderola ondeando desmayada, cenicienta. «Sin un blasón que se pueda reconocer.» Aunque no hubiera nadie vivo para reconocerlo. Grises, los estandartes de Thaledia y de Svonda. Ambos idénticos tras la matanza, sin rastro de los brillantes colores que horas atrás habían mostrado orgullosos ante el enemigo.

Una neblina pegajosa se enroscaba alrededor de sus tobillos, como si quisiera impedirle avanzar mientras caminaba entre las lanzas y los muertos. Issi esquivó una espada profundamente clavada en la tierra; del pomo aún se agarraba la mano de un hombre arrodillado en el polvo grisáceo con la cabeza hundida hacia delante. Con toda probabilidad había muerto al intentar levantarse apoyándose en la espada. «Porque en estos tiempos una espada es el único apoyo que un hombre puede encontrar, lo único en lo que un hombre puede confiar. O una mujer.» Sonrió, irónica, llevando la mano descuidadamente a la empuñadura de su propia arma mientras se agachaba para estudiar el rostro ceniciento del cadáver. A los pies del muerto, asomando bajo la rodilla que aún tenía clavada en tierra, un estandarte desgarrado hacía débiles intentos por liberarse del peso del cuerpo, ansioso por dejarse llevar por el viento que barría los llanos. Entre las manchas de polvo gris todavía se adivinaba el azul y plata de la tela original. «Los únicos colores que hay en todo este maldito cementerio.» El único, excepto el color de la sangre.

—Y si no hubiera sido por este imbécil, mi sangre también estaría ahora manchando el suelo, mezclándose con la suya. Qué asco —murmuró Issi, propinando una patada al cadáver, que tembló y cayó lentamente hasta yacer de lado sobre el polvo, arrastrando consigo la espada que tenía sujeta con fuerza entre los dedos rígidos—. Supongo que debería darle las gracias —añadió, y, dejándose llevar por una furia repentina, le dio otra patada. El muerto no protestó.

«Porque sabes que te lo mereces, jodido idiota —pensó Issi, rabiosa—. Si Dagna no le hubiera escuchado, si no hubiera creído, él también, que mi precio era demasiado elevado para ser una mujer...»

¿Qué habría ocurrido? ¿Habría cambiado algo? «Sí —se dijo levantando la mirada hacia el horizonte—. Habría un cadáver más tendido en el suelo.» Porque si no había sobrevivido nadie, no podía esperar haber sido precisamente ella la única excepción. Aunque creer que no había sobrevivido nadie era tan absurdo como creer que Thaledia y Svonda iban a firmar la paz al día siguiente. Siempre había alguno. Oculto, huido, deshonrado, condenado a muerte, pero vivo.

«Un precio demasiado elevado...» Issi contuvo una risa histérica. Si el silencio que cubría los llanos era aterrador, más temible le parecía perturbarlo. «Deja descansar a los muertos, y los muertos no te molestarán a ti.» El único momento del año en el que las gentes se permitían ignorarlo era en la noche de Yeöi, la Noche de los Muertos. «Pero aún falta mucho para Yeöi...» Repentinamente amedrentada, se alejó del cadáver desplomado junto a su espada y siguió andando, intentando contener el impulso de taparse la nariz para ahuyentar el hedor a sangre, a muerte y a descomposición.

Un poco más allá yacía un caballo desmoronado sobre su jinete, las patas torcidas como las de una marioneta sin hilos. Sus entrañas desparramadas se mezclaban con la tierra

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y con la sangre del hombre atrapado bajo su enorme cuerpo. Los belfos del equino estaban retraídos en una horrenda mueca que dejaba a la vista sus grandes dientes, una mueca muy similar a la del jinete muerto, cuyos ojos, muy abiertos, estaban fijos en el cielo. La horrenda imagen no era muy distinta de la que podía ver en cualquier lugar donde posase la mirada. Cuerpos en todas las posturas imaginables, y la sangre empapando la tierra y la hierba rala, brotando, densa, de las mismas entrañas del mundo, cubriendo lentamente las huellas que Issi dejaba en el polvo...

«Contrólate, idiota —se dijo a sí misma, perturbada—. Has visto cosas parecidas muchas veces...» Pero no era cierto. Había visto muertos, sí, muchos: torturados, despedazados, desollados, abiertos en canal, decapitados. Había matado a muchos de ellos. Pero nunca había visto tanta muerte en el mismo lugar.

Ni por el triple de lo que Dagna le había ofrecido en un principio habría deseado librar aquella batalla. «Reconócelo: casi le debes un favor a ese cretino de Nix.» Y se lo habría pagado, si no fuera porque el muy imbécil ya estaba muerto.

Suspiró, deteniéndose en mitad de la desoladora estampa. Por un momento se arrepintió de no haber seguido el impulso que, tres noches antes, la había hecho montar en su yegua y alejarse de aquellos idiotas hasta que dejó de oír sus risas y cantos, hasta que dejó de ver el resplandor de las hogueras de Elleri. La curiosidad, maldita curiosidad... ¿Qué la había impelido a regresar hasta donde el ejército libraba la batalla que todos aquellos estúpidos anhelaban desde hacía meses? ¿El deseo de participar en ella?

—Yo no trabajo gratis —murmuró, elevando la mirada al cielo, que se oscurecía veloz.

Y, gracias a Nix, Dagna había rectificado el precio que habían convenido días antes. «Una mujer no puede cobrar más de diez cobres. ¡Si probablemente se dejará matar en la primera carga!» Y Dagna le había rebajado el precio de doscientos oros svondenos a diez cobres. «Diez cobres.» ¿Cuánto creían que le costaba sólo dar de comer a Lena? Por no hablar de darse de comer a sí misma... Bufó, enojada, y contuvo la súbita necesidad de regresar junto al cadáver de Nix y propinarle un par de patadas más.

Sobre su cabeza el cielo se había transformado en un lago negro como la tinta. Las nubes ocultaban las estrellas, que aparecían y desaparecían como velas agitadas por la brisa. Ni siquiera el viento producía sonido alguno.

Issi no podía permitirse el lujo de arriesgar la vida por diez cobres, pese a que necesitaba el dinero. Si un ejército la contrataba por esa miseria, el siguiente no pagaría mucho más, quizás incluso ofrecería menos por su espada, sus brazos y su yegua. Pero hacía ya meses que Lena y ella vagaban de pueblo en pueblo, buscando infructuosamente un encargo que les permitiese, siquiera por una noche, dejar de dormir al raso, comer algo caliente, sabroso, que no hubiera tenido que matar ella misma. Lena se moría por un poco de grano, ella, por una sopa, un guiso especiado, algo que no fuese conejo o ciervo asado sin sal ni condimento alguno. A veces soñaba con los pastelitos de miel de la vieja Anyeta. Sólo un bocado, sólo uno... La miel derramándose por la barbilla, y Anyeta refunfuñando y augurando una buena paliza para la niña que se había manchado de hojaldre y miel el vestido de la Fiesta de los Brotes.

Un gemido la sacó de su ensimismamiento. Dio rápidamente la vuelta desenvainando a medias la espada. No llegó a sacarla del todo de la vaina colgada de su espalda. A pocos pasos, un cuerpo se rebulló y volvió a quedarse inmóvil.

—Cállate —le espetó con brusquedad, enojada consigo misma y con el moribundo—. Ya te queda poco, así que relájate y disfruta, chico.

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Era sólo un muchacho; no tendría más allá de catorce o quince años, y su rostro imberbe aún no había perdido las líneas suaves de la niñez. Por su aspecto daba la impresión de ser un escudero, el paje de alguno de los numerosos caballeros que habían aportado hombres al ejército del rey. Se agarraba con fuerza a una espada mellada. No parecía tener ninguna herida: simplemente estaba allí tumbado, como si una pesadilla hubiera perturbado su por lo demás plácido sueño. Issi se acercó, curiosa. No estaba herido, pero el tono de la piel, las arrugas alrededor de los ojos y los labios decían a las claras que estaba a punto de morir. «Los cuervos se pelean ya por sus ojos», como solía decir Anyeta para referirse a los que tenían un pie más allá de la frontera de la muerte.

El muchacho suspiró y se quedó inmóvil.

—¿Lo ves? —murmuró Issi agachándose a su lado. No había daño alguno en la parte visible de su cuerpo, ni en su armadura de cuero, de piezas desparejadas, muy grandes algunas, demasiado pequeñas otras. El casquete de cuero se le había resbalado de la cabeza y había rodado unos palmos sobre la tierra manchada de sangre—. ¿A que no te ha dolido nada? —preguntó, y, cuando el chico no contestó, se encogió de hombros. No sabía si morirse dolía o no porque, afortunadamente, no se había muerto nunca. Pero tenía la vaga sensación de que aquello podía consolar a los que se enfrentaban cara a cara a la muerte. Algo por lo que esperaba no tener que pasar en un futuro cercano.

«Este ya no necesita mucho consuelo, Issi.» Se incorporó y miró a su alrededor sin mucho interés. No había duda alguna de cómo había muerto el resto de los cadáveres: en todos se veían heridas, amputaciones, la causa de la muerte clara como la misma muerte. Pero no en aquel muchacho. «¿Qué demonios lo habrá matado? ¿El miedo?» A unos pasos de los despojos del joven había otro cuerpo. Parecía mirarlo, con una mano extendida hacia él, como si su último aliento lo hubiera empleado en pedirle ayuda, o en maldecirlo.

Si el cadáver del chico le había llamado la atención, éste la dejó boquiabierta.

Era el cuerpo de una niña. Pequeña, de nueve o diez años; se cubría con un delicado vestidito azul, manchado de polvo y sangre, y alrededor de su rostro se arremolinaba una larga melena lisa de un brillante color negro azulado.

Desconcertada, Issi se aproximó a ella y se inclinó para mirarla más de cerca.

—¿Qué hace una puta niña en un campo de batalla? —exclamó, desagradablemente sorprendida.

Los llanos de Khuvakha estaban muy alejados de cualquier población: no había una sola granja desde los pies de las Lambhuari hasta Cidelor. No había habitantes en muchas leguas a la redonda. Aquella chiquilla no podía haberse escapado de casa para unirse al ejército, como había deseado hacer ella misma tantos años atrás. Con ese vestido y ese pelo la habrían descubierto y devuelto a casa en una hora como máximo. Probablemente menos sana y menos virgen de lo que había salido de ella, pero al menos la habrían devuelto a su familia; desde luego no se la habrían llevado con ellos a la guerra. Como mucho, la habrían matado después de divertirse con ella y su cuerpo habría acabado abandonado a pocos pasos de su casa.

Issi volvió a encogerse de hombros. A lo mejor era la hija de alguno de los soldados, y el muy gilipollas no había sido capaz de separarse de ella y la habría guiado de la mano hasta la muerte. O, más probablemente, era el capricho de uno de aquellos idiotas que regaban el llano con su sangre y sus vísceras. Quizás era una de las seguidoras del ejército: a esa edad una niña ya podía ejercer la prostitución, si la aceptaban o la obligaban. Los escrúpulos de las profesionales del amor eran casi tan inexistentes como los de muchos de los hombres que se jugaban la vida en las guerras. Y era una niña bonita, pensó Issi

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mientras escrutaba su rostro con detenimiento. Tal vez había conseguido que aquel muchacho de rostro suave que yacía a un paso de ella la convirtiera en su elleri’ia, los dos juntitos delante de una hoguera, durante la Noche de la Abundancia.

La niña abrió los párpados de pronto, y ella dio un brinco, sobresaltada. «Idiota, idiota —se dijo, sin poder apartar sus propios ojos de los enormes lagos plateados de la cría aquella—. ¿Desde cuándo confundes a una niña viva con una muerta...?»

Tampoco debía de faltarle mucho para morir. La niña jadeó, abrió la boca y se agitó, torciendo la cara en una mueca de dolor. Tenía una horrible herida abierta en el estómago de la que ya ni siquiera brotaba sangre. Debía de estar toda en su vestido y en la tierra sobre la que temblaba. Issi volvió a inclinarse sobre ella. Sin saber por qué, pensó que no era conveniente intentar consolar a aquella chiquilla del mismo modo que al joven que había muerto minutos antes frente a sus ojos.

—Vale —dijo al cabo de un momento. La niña seguía mirándola insistente, implorante—. De acuerdo... Mira, no pasa nada, ¿eh? Es como... como dormirse, ¿no? O eso creo —añadió para sí, insegura—. Tú sólo... No, no hagas eso... —intentó apartarse de ella cuando la niña alargó una mano temblorosa para tocarla. La manita helada se posó sobre la suya—. Maldita sea —musitó, sintiendo un extraño rechazo por el roce de la piel cubierta de sangre y de sudor—. Oye, no sé si...

Calló cuando la niña hizo un brusco movimiento con la cabeza. Abrió la boca y dijo algo, pero en voz tan baja que Issi fue incapaz de distinguir las palabras. Renuente, Issi se acercó un poco más.

—¿Qué? —preguntó.

La niña no volvió a hablar. Levantó despacio la mano y, sin dejar de mirarla fijamente, posó un dedo sobre la frente de Issi. Su piel estaba tan helada que abrasaba. Issi trató de alejarse de su contacto, pero el dedo de la niña parecía pegado a su frente, estar soldándose, piel con piel, al rojo vivo, en ese momento. Quiso protestar, arrancarse su dedo de la piel, arrancarla a ella de la faz del mundo a golpes. La niña seguía clavando la mirada en la suya. Y entonces habló:

—Öi —dijo.

Y a su alrededor, la llanura, las montañas, el cielo y la tierra, los muertos, todo se desvaneció hasta que en el mundo sólo quedaron los ojos de aquella niña. Los iris plateados tiraron de ella y la absorbieron, implacables; las pupilas se hicieron más y más grandes, hasta que su negrura cubrió la tierra como un manto frío y sin estrellas. A Issi le dio la sensación de haber cerrado los ojos, de haberse quedado ciega de repente. Luchó por abrir los párpados, que no recordaba haber cerrado. La oscuridad era inhóspita, aterradora, una nada en la que Issi flotaba, incorpórea, en la que lo único que existía era la horrible quemazón en la frente. Al fin, abrió los ojos.

Y todo el Universo estalló en su mente.

Girando de forma vertiginosa en un collage sin sentido, todos los paisajes, todas las ciudades, todos los lugares que había visto en su vida y muchos otros que jamás había llegado a imaginar se arremolinaron en su cabeza. Colores imposibles, luces indescriptibles, imágenes tan bellas que cortaban el aliento y tan espeluznantes que harían morir de miedo o asco al caballero más templado, y todas ellas brillando a uno y otro lado de un sendero tan luminoso que era incapaz de verlo, tan amplio que en su superficie no le habría cabido ni un pie, tan largo que su final estaba allí mismo, a la vista, indeciblemente alejado, a sus mismos pies.

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Issi abrió la boca para gritar, pero de su garganta congelada no surgió sonido alguno.

Echó la cabeza hacia atrás. Una oleada de calor, de luz, recorrió todo su cuerpo. Su mente era incapaz de contener todo un mundo, todo un universo. Era demasiado, era imposible, era abrumador... Gimió, impotente, y cayó en un pozo oscuro, sin fondo, y el mundo dejó de girar a su alrededor.

Se desmayó.