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Domingo, 2 de Febrero de 2014

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Domingo, 2 de Febrero de 2014

Hoy celebra la

Iglesia la fiesta

de la

Presentación de

Jesús en el

templo. Al

coincidir con un

domingo del

tiempo ordinario,

se celebra de

modo especial

en la liturgia.

Es una fiesta

principalmente del

Señor. Es

presentado o se

presenta y se

ofrece, como

cuando al entrar

en el mundo se

ofrecía: “Heme

aquí que vengo a

hacer tu voluntad”,

un ofrecimiento

que será continuo

hasta llegar a la

cruz.

Decía

Benedicto XVI:

“Estamos ante

un misterio,

sencillo y a la

vez solemne,

en el que la

santa Iglesia

celebra a

Cristo, el

Consagrado

del Padre,

primogénito

de la nueva

humanidad”.

Pero también es

fiesta de María:

Ella es la que

presenta a Jesús

y se ofrece con

su Hijo. Al

ponerlo en las

manos de

Simeón,

podemos decir

que lo está

presentando a

todo el mundo.

Durante varios siglos

esta fiesta se ha titulado

más de la Virgen María,

pues se llamaba: Fiesta

de la Purificación de

María. Pero era más un

recuerdo de las leyes de

la Antigua Alianza que

consideraban a las

madres impuras en el

sentido legal durante 40

días.

De hecho este era el

dato necesario para ir

al templo a los 40 días.

Había otra ley sobre el

rescate de los

primogénitos; pero no

se indicaba el

momento. La mayoría

de las madres

aprovechaban llevar a

su primogénito al

templo a los 40 días, ya

que debían ir ellas. Así

lo hizo María.

Comienza el evangelio

de hoy diciendo:

Cuando llegó el tiempo de la

purificación, según la ley de Moisés,

los padres de Jesús lo llevaron a

Jerusalén, para presentarlo al Señor, de

acuerdo con lo escrito en la ley del

Señor: "Todo primogénito varón será

consagrado al Señor", y para entregar

la oblación, como dice la ley del Señor:

"un par de tórtolas o dos pichones."

María, por su parto especial,

y Jesús Niño, por ser el

Dueño del templo, no

estaban obligados a guardar

la ley externa; pero quieren

ser iguales que los demás.

La ofrenda que se pedía era

un cordero y una paloma;

pero ellos, como eran

pobres, dieron dos tórtolas

o pichones. Con ello el

evangelista presenta a José

y María como cumplidores

de la Ley, personas

religiosas y justas.

Había también otra

ofrenda, que era de cinco

monedas de plata, como

rescate del primogénito.

La Ley de Moisés

mandaba que el hijo

mayor de cada hogar, o

sea el primogénito, le

pertenecía a Nuestro

Señor y que había que

rescatarlo pagando por él

una limosna en el templo.

Quizá san Lucas no lo

menciona para que quede

más claro que aquel niño

no les pertenece, sino que

es propiedad de Dios.

Toda la vida de Jesús

fue un ofrecimiento de

su vida al Padre, desde

el momento en que

entró en este mundo.

Pero en esta

celebración la Iglesia da

mayor realce al

ofrecimiento que María

y José hacen de Jesús.

Ellos reconocen que

este niño es propiedad

de Dios y salvación para

todos los pueblos.

Esta fiesta era muy antigua en Jerusalén, de la cual ya se

habla por el año 350. Lo de la procesión de las candelas

fue más tarde. Después esta procesión de candelas

quedó como algo propio de la liturgia, hasta llamarse la

fiesta de la Candelaria.

Como pobres lo normal

sería pasar

desapercibidos; pero en

aquel momento aparece

Simeón. Era un hombre

inspirado en el Espíritu

Santo. Es interesante

constatar que por tres

veces nombra el

evangelista al Espíritu

Santo al hablar de Simeón.

Dios le ilumina. Dice así el

evangelio sobre el anciano

Simeón:

Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón,

hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel;

y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo

del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al

Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo.

Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir

con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y

bendijo a Dios diciendo: "Ahora, Señor, según tu promesa,

puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han

visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los

pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu

pueblo Israel." Su padre y su madre estaban admirados por lo

que se decía del niño. Simeón los bendijo, diciendo a María,

su madre: "Mira, éste está puesto para que muchos en Israel

caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así

quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una

espada te traspasará el alma."

Quizá no era ni levita, ni escriba, ni doctor de la Ley. Lo

importante es que era un hombre «justo y piadoso, y

esperaba la consolación de Israel». Y lo más importante

es que se dejaba guiar por el Espíritu. Por eso es profeta.

A Simeón «le

había sido

revelado por el

Espíritu Santo

que no vería la

muerte antes de

haber visto al

Cristo del

Señor», y hoy,

«movido por el

Espíritu», ha

subido al

Templo.

Simeón emocionado

toma al Niño Jesús en

sus brazos y

levantándolo hacia el

cielo proclamó en voz

alta varias noticias, de

las que podemos decir

que unas son buenas o

alegres, y otras son

tristes. La primera

noticia buena se refiere

al él mismo: ha visto

cumplidas sus

esperanzas y ya puede

marchar en paz.

Ahora

puedes

dejar, oh

Señor, a tu

siervo

marchar en

la paz,

Automático

La que tu

preparaste

a la vista

de todos

los

pueblos.

Es la luz

que

ilumina

las

gentes,

De tu

pueblo

esplendor.

Hacer Click

Una profecía alegre de

Simeón respecto al

Niño es que será

como un faro de luz

para la vida de

muchos, de modo que

le seguirán como en

una batalla los

soldados fieles en

favor de su bandera. Y

esto se ha cumplido

muy bien. Jesús ha

sido el iluminador de

todas las naciones del

mundo.

Y una multitud de personas se han entregado a Él, no

por premios materiales, sino guiados por su amor.

La profecía triste también es doble: muchos rechazarán a

Jesús, como en una batalla los enemigos atacan la

bandera del adversario. Y respecto a la Virgen María:

tendrá que sufrir de tal manera como si una espada afilada

le atravesara el corazón. Pronto

comenzarán esos

sufrimientos con la

huida a Egipto.

Después vendrá la

pérdida del niño a

los 12 años, y más

tarde en el Calvario

la Virgen padecerá

el atroz martirio de

ver morir a su hijo,

asesinado ante sus

propios ojos.

Jesús llegó a sentir en su

propia carne esta bandera

dividida: los amigos lo aclaman

gritando “hosanna”, y los

enemigos lo atacan diciendo

“crucifícale”. Así ha sido y será

en todos los siglos. Siempre

tiene amigos y enemigos. Cada

vez que pecamos lo tratamos a

El como si fuéramos sus

enemigos, pero cada vez que

nos esforzamos por portarnos

bien y cumplir sus mandatos,

nos comportamos como

buenos amigos suyos.

Las palabras de Simeón

para María son como una

nueva anunciación, la de

la misión universal. Así lo

dice Juan Pablo II en la

“Redemptoris Mater”: “El

anuncio de Simeón

parece como un segundo

anuncio a María, dado

que le indica la concreta

dimensión histórica en la

cual el Hijo cumplirá su

misión, es decir, en la

incomprensión y en el

dolor” (nº 16).

Al entregar María a su

Hijo, recibido poco antes

de Dios, para consagrarlo

a su misión de salvación,

María se entrega también a

sí misma a esa misión. Se

trata de un gesto de

participación interior, que

no es sólo fruto del natural

afecto materno, sino que

sobre todo expresa el

consentimiento de la

mujer nueva a la obra

redentora de Cristo.

Benedicto XVI recuerda el

camino de obediencia que

recorrerá Jesús.

Dice el papa Benedicto: “La primera persona que se

asocia a Cristo en el camino de la obediencia, de la fe

probada y del dolor compartido, es su madre, María. El

texto evangélico nos la muestra en el acto de ofrecer a su

Hijo: una ofrenda incondicional que la implica

personalmente: María es Madre de Aquel que es "gloria

de su pueblo Israel" y "luz para alumbrar a las naciones",

pero también "signo de contradicción".

sino que se completa con la amorosa y dolorosa

participación en la muerte y resurrección de su Hijo. Al

llevar a su Hijo a Jerusalén, la Virgen Madre lo ofrece a

Dios como verdadero Cordero que quita el pecado del

mundo; lo pone en manos de Simeón y Ana como

anuncio de redención; lo presenta a todos como luz para

avanzar por el camino seguro de la verdad y del amor.

Continúa Benedicto

XVI: A ella misma la

espada del dolor le

traspasará su alma

inmaculada,

mostrando así que su

papel en la historia de

la salvación no

termina en el misterio

de la Encarnación,

No sólo es Simeón quien espera la liberación de Israel

reconociendo al Mesías. También hay una anciana, Ana,

mujer buena. Dice así el evangelio:

Había también una profetisa, Ana, hija de

Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer

muy anciana; de jovencita había vivido siete

años casada, y luego viuda hasta los ochenta

y cuatro; no se apartaba del templo día y

noche, sirviendo a Dios con ayunos y

oraciones. Acercándose en aquel momento,

daba gracias a Dios y hablaba del niño a

todos los que aguardaban la liberación de

Jerusalén.

San Lucas la

llama "profetisa",

probablemente

porque era

consultada por

muchos a causa

de su don de

discernimiento y

por la vida santa

que llevaba bajo

la inspiración del

Espíritu del Señor.

Al igual que Simeón, esta mujer no es una persona

socialmente importante en el pueblo elegido, pero su vida

parece poseer gran valor a los ojos de Dios.

Podemos ver en la

profetisa Ana a

todas las mujeres

que, con la

santidad de su

vida y con su

actitud de oración,

están dispuestas a

acoger la

presencia de

Cristo y a alabar

diariamente a Dios

por las maravillas

que realiza su

eterna

misericordia.

Simeón y Ana, escogidos

para el encuentro con el

Niño, viven intensamente

ese don divino,

comparten con María y

José la alegría de la

presencia de Jesús y la

difunden en su ambiente.

De forma especial, Ana

demuestra un celo

magnífico al hablar de

Jesús, testimoniando así

su fe sencilla y generosa,

una fe que prepara a

otros a acoger al Mesías

en su vida.

En aquel momento los

ancianos Simeón y

Ana, son como los

representantes de las

esperanzas y anhelos

de la raza humana.

Estas personas justas

y piadosas, envueltas

en la luz de Cristo,

pueden contemplar en

el niño Jesús "el

consuelo de Israel".

Así, su espera se

transforma en luz que

ilumina la historia.

Hoy

celebramos

a Cristo,

como luz del

mundo.

Jesús es la

luz del

mundo y

para el

mundo, es

revelación

de Dios para

todos los

pueblos de

la tierra.

Encender estas velas en algunos momentos particulares

de la vida, no significa un fenómeno mágico, sino un

ponerse simbólicamente ante la luz de Cristo que disipa

las tinieblas del pecado y de la muerte. En este día, al

escuchar el cántico de Simeón en el evangelio,

aclamemos a Cristo como "luz para iluminar a las

naciones y para dar gloria a tu pueblo, Israel".

La bendición de

las velas es un

símbolo de la

luz de Cristo

que los

asistentes se

llevan consigo.

Cristo mismo se autoproclama la “luz del mundo” porque

Él es el único capaz de disipar todas las tinieblas del

mundo y de nuestro corazón: la oscuridad del odio, del

miedo, del pecado y de la muerte; las tinieblas de nuestros

complejos, desesperanzas, angustias, quebrantos y

frustraciones.

Cristo es de

verdad nuestra

LUZ, nuestra

vida y

resurrección,

nuestra paz y

fortaleza, nuestro

triunfo y nuestra

esperanza cierta.

Por eso hoy

debemos pedirle

a Jesús que nos

guíe con su luz.

Porque si él se va

¿Quién podrá

alumbrarnos en

las oscuridades

de esta vida?

Automático

Si tu

te vas,

¿Quién me podrá

alumbrar con esa

luz

que me

hace

esperar en

la

oscuridad,

Señor?

¿Quién

será

aliento al

caminar?

Hacer CLICK

Esta fiesta nos debe

estimular a realizar cada

vez más una de las más

hermosas oraciones y

actitudes ante Dios: la de

presentarnos y

ofrecernos ante El. Decía

san Pablo: “Os ruego,

hermanos, que ofrezcáis

vuestros cuerpos, como

sacrificio vivo, santo,

agradable a Dios; éste es

el culto que debéis

ofrecer” (Rom 12, 1).

Debemos estar atentos con

amor, para ofrecer a Dios

desde el amanecer hasta la

noche, nuestros

pensamientos, afectos,

deseos, planes, fracasos,

alegrías, enfermedades, llanto

y tristeza, y todas las virtudes

que la vida nos va

proporcionando la

oportunidad de practicar, y

todas las batallas que

debemos sostener, para

unirlos al sacrificio de Cristo

renovado en el altar. Esa es la

ofrenda que le agrada al

Padre, que busca adoradores

en espíritu y en verdad.

Y para presentarnos

ante Dios, debemos

estar presentables.

Claro que sabemos

que cuanto más

humildemente nos

presentemos, Jesús,

lleno de misericordia,

nos irá haciendo más

presentables,

limpiando nuestra

alma.

Esta presentación se realiza de una manera particular,

cuando se responde a una llamada de Cristo, para

seguirlo más de cerca, en una vocación específica o

particular, sacerdotal, religiosa o laical. Nuestra vida debe

ser un continuo ir al encuentro de Cristo que viene, como

“triunfador glorioso y definitivo”. Por eso en este día

debemos pedir especialmente por las personas

consagradas. La presencia de Simeón y Ana es ejemplo

de vida consagrada a Dios y de anuncio del misterio de

salvación.

El cirio o candela encendida subrayan o ponen de

manifiesto esta actitud tan hermosa y cristiana y la

procesión de las candelas expresa muy bien nuestro

caminar al encuentro de Cristo que viene...

Es como un pregustar la vigilia pascual cuando la Iglesia,

es decir, cada uno de nosotros, llevando en alto la vela

encendida cruzará los umbrales del templo cantando

«Lumen Christi: Luz de Cristo».

Cristo

ilumina en

profundi-

dad e

individual-

mente el

misterio del

hombre.

El caminar con la luz es un símbolo de nuestro peregrinar

hasta que lleguemos a la luz definitiva. En verdad somos

peregrinos en esta vida; pero caminamos guiados por la

luz de Cristo y sostenidos por la esperanza de encontrar

finalmente al Señor de la gloria en su reino eterno. Que así

se lo pidamos a Dios en esta fiesta.

Él viene a nuestra vida en sus sacramentos, sobre todo en

el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre, para iniciar de

este modo en nuestro corazón la vida eterna, esa vida que

no tiene fin y que consiste, para siempre, en el encuentro

con Cristo en el cielo.

La fiesta de la

Presentación del

Señor es una fiesta

de esperanza. Como

María y José, como

Simeón y Ana,

también nosotros

podemos encontrar a

Jesucristo, luz de las

naciones y gloria de

Israel.

Ese encuentro con Cristo en el

cielo debe ser la aspiración

suprema de nuestro ser. Las

palabras de Simeón son el

testimonio de una vida lograda:

“Ahora, Señor, según tu promesa,

puedes dejar a tu siervo irse en

paz. Porque mis ojos han visto a tu

Salvador, a quien has presentado

ante todos los pueblos”. Ver al

Salvador es la aspiración mayor de

Israel y de toda la humanidad.

Terminamos recordando la

aspiración de santa Teresa de

Jesús: “Véante mis ojos, dulce

Jesús bueno; véante mis ojos,

muérame yo luego”.

Automático

Vea quién quisiere rosas y jazmines,

que si yo te viere, veré mil jardines,

véante

mis

ojos,

muéra-

me yo

luego.

No

quiero

contento,

mi

Jesús

ausente,

que todo es tormento a

quien esto siente;

sólo me

sustente

su amor

y deseo;

Véante

mis ojos,

muérame

yo luego.

Véante

mis

ojos,

dulce

Jesús

bueno;

muérame

yo luego.

AMÉN