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bBe.n.i.l.d.e.

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TIEMPO DE VENDIMIA

bBe.n.i.l.d.e.

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TIEMPO DE VENDIMIA©Giovanna Righini Ricci

Proyecto de edición y traducción del Grupo de in-vestigación Escritoras y Escriturashttp://www.escritorasyescrituras.com

Este libro ha sido publicado gracias al patrocinio del señor Ido Righini, al cual va nuestro más sincero agradecimiento por su generosidad.

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las san-ciones establecidas por las leyes, la reproducción parcial o total de esta por cualquier medio o pro-cedimiento, comprendidos la reprografía y el trata-miento informático, y la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo.

DISEÑOBane

IMAGEN DE PORTADALola Ferreruela www.lolaferreruela.com

EDICIÓN E INTRODUCCIÓNMercedes Arriaga Flórez

TRADUCCIÓN Y REVISIÓNClaudia Collufio Eva María Moreno Lago

ASOCIACIÓN BENILDE, MUJERES&CULTURAS, CULTURAS&MUJERES©2015 · Sevilla (España) www.benilde.org

ISBN 978-84-16390-01-4

DEPÓSITO LEGALUnión Europea

IMPRIME

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Giovanna Righini Ricci

TIEMPO DE VENDIMIA

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PREMISA

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La familia y sus alrededores: Tiempo de Vendimia de Giovanna Righini Ricci

Giovanna Righini Ricci es una de las muchas escritoras italianas inéditas en castellano hasta la publicación de este libro. Todo un universo creativo desconocido

que, en cambio, ilumina aspectos poco estudiados dentro de los géneros literarios. Para muestra, estos relatos en los que la dimensión memorial y autobiográfica del yo narradora traza, al mismo tiempo, la historia de una saga familiar, oscilando entre un movimiento de acogida y otro de rechazo, que va del “yo” al “nosotros” y del “nosotros” al “nostos”, las raíces compartidas.

Giovanna Righini Ricci nace en un pequeño pueblo de la Romaña italiana, en 1933. Su origen campesino está presente en el sentimiento de respeto que, en este y otros libros suyos, nos infunde la naturaleza, una dimensión casi religiosa en la que todo está dotado de vida propia, y donde el tiempo humano, hecho de vivencias, pasiones, sentimientos, dolores, está sujeto a la liturgia del ritmo cíclico de las estaciones.

La huella autobiográfica se deja sentir desde sus primeras publicaciones. L’ombra dei sogni, de 1959, dará paso a la novela Il nonno, de 1964, base del sucesivo Nel cavo della mano, que la dará a conocer como escritora. El tema de estas novelas es siempre el mundo campesino y la preocupación por el desarraigo y la pérdida de la dimensión espiritual en las ciudades. La nostalgia, como sentimiento profundo de los lugares de origen, se insinúa en sus sucesivas obras: Angeli di terra, Sosta alla casa paterna, Spartire il pane, L’ultimo Barbanera, Verdi battaglie, novelas y relatos publicados en 1965. La saga y los afectos familiares están presentes en cada uno de ellos y en los siguientes: Le vittorie di

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Pirro, de 1966, Le cicale, de 1967. En 1968 se publican: L’avventura di Walter Schnaffs e altri racconti, Cani perduti senza collare, Il segreto della Cisa, L’ ultimo vangelo.

Su actividad como profesora la llevará a ocuparse de didáctica, y a ser una de las pioneras de la educación sexual en Italia. Paralelamente en su obra, ocupa un lugar importante la literatura escrita para la juventud y la infancia, en la que los animales parlantes son actores principales: Duna, la cangurina azzurra, de 1969, Fipo pinguino bugiardo, de 1970, Sigfrido, asinello giocherellone, de 1970, I figli di Kira, de 1973, Platone, cane dormiglione, de 1982. Los niños y adolescentes son el tema principal y los narradores de muchos de sus cuentos y novelas: Il ballo delle cicale y Ragazzi sulla linea di fuoco, ambos del 1971, Le scapole dell’ angelo, de 1973, La collina delle iguane, de 1977, Il mondo di Paolino, de 1979, Là dove soffia il Mistral, de 1980, Alla fine del sentiero y Il sogno di Hassan, de 1985, I giorni della luna crescente, de 1987, Nel vento della savana, 1995, In viaggio con la nonna, de 1997.

Una niña, también, es la protagonista de lo que acontece en este Tiempo de Vendimia, traducción castellana de algunos de los capítulos publicados en Italia bajo el título: Nel cavo della mano. Un pugno di terra (2003).

Su visión infantil de la vida familiar nos ofrece una perspectiva muchas veces antagónica con la lógica de los adultos. Su mundo de imaginación y ensueño choca con la dureza de la vida cotidiana y, al mismo tiempo, constituye un antídoto contra ella. A pesar de todas las circunstancias adversas, su percepción infantil e inocente sobre las personas, los animales y las cosas nos coloca ante un mundo de felicidad.

El marco narrativo lo constituyen, por una parte, la familia numerosa y, por otro, el paisaje y la vida del campo. El libro está estructurado en capítulos que, narran desde la infancia de la protagonista hasta su juventud. Un eje temporal diacrónico

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que marca también un cambio de hábitat: desde la gran casa de campo, que acoge personas, animales y productos de la tierra, además de los enseres necesarios para su elaboración, hasta la pequeña casa de la ciudad, en la que no caben ni los muebles y donde todos los objetos se vuelven inservibles, incluso el calendario lunar colgado en la pared, ya sin sentido. Dos dimensiones de la vida muy diferentes: desde una concepción coral y comunitaria a otra individual y disgregada, la primera marcada por las fiestas y los acontecimientos en los que la gran familia y los vecinos se reunían o participaba, también para hacer los trabajos de los campos: la siega, la cosecha, la vendimia, etc., la segunda, marcada por la prisa de la vida en la ciudad en donde cada hijo hace su vida por separado y la familia desaparece. La nostalgia impregna cada una de las páginas de este libro, que narra esta mutación antropológica y el final de una forma de vida campesina, cuya energía vital, proporcionada por la común unión, está destinada a apagarse en la indiferencia de la ciudad, que constituye una forma de distanciamiento espiritual y afectivo del individuo urbano, cuyo representante en este caso es el hermano díscolo, incapaz de encontrar un trabajo e incapaz de formar una familia.

Muchos de los capítulos nos ofrecen un retrato, a vece severo, a veces divertido, de los miembros de la familia: La abuela Tuñina, el abuelo Tranquilo, el tío Gaspar, enamorado del 509, la tía Dirce, la tía Merce, cogidos por sorpresa en fechas señaladas, como la vendimia, la cosecha de heno o de trigo, Pascua, Nochevieja, pero también a los vecinos: Corterojo, el vendedor de sandías, Benja el de los barriles, y algunos animales con actitudes casi humanas. el mirlo, mascota de la niña, la burra de Benja, que se detiene y medita también las palabras de su amo. Una familia numerosa en la que también tienen cabida personas de paso, como el soldado francés que escapa de la guerra, y que representa el valor de la acogida, de la convivencia, de la vida en

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contacto con la tierra, en contraposición al egoísmo y egotismo de la vida en el cemento.

En la vida del campo el tiempo es un tiempo litúrgico, sin prisas, ni reloj, donde los gestos se repiten, donde se hace el pan, donde jóvenes y viejos viven juntos, pero cada uno en su rígido mundo, hecho de normas no escritas, pero respetadas por todos. A los ojos de la niña, la figura del abuelo Tranquilo se recorta enorme, omnipresente en todas las ocasiones, un pater familias con poder absoluto sobre todas las cosas. Una figura ambivalente, tan temida como amada, cuyo símbolo es el cinturón con hebilla, con el que se castigan las faltas. En esta familia patriarcal, las mujeres son sólo sombras huidizas y silenciosas que se escabullen por lo espacios reservados para ellas en la casa. Aún así, Giovanna Gighini Ricci tiene una mirada de comprensión y de afecto hacia las mujeres de la casa, hacia su trabajo discreto y hacia su papel de mediadoras en los conflictos familiares.

El mundo de los niños aparece separado del de los mayores, dos universos paralelos que sólo a veces se entrecruzan. Este mundo despreocupado de la infancia contrasta con el siempre atareado de los adultos, en cuyas faenas los niños participan como si se tratase de un juego. La dimensión lúdica transforma las circunstancias más terribles o penosas en aventuras y desafíos.

A medida que la narradora crece, la nostalgia por el paraíso perdido de la infancia se convierte al mismo tiempo en memoria que conserva y atesora la sabiduría de un mundo desaparecido. La fotografía narrativa de Giovanna Righini Ricci se hace nítida, queda para siempre fijada en el recuerdo.

Mercedes Arriaga FlórezUniversidad de Sevilla

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LA CASA DE LA CALLE LOMBARDINA

La nuestra era una familia numerosa, con muchos tíos, muchos hermanos.

En aquel tiempo vivíamos en la vieja casa de la calle Lombardina1, con sus piedras desgastadas por las estaciones.

Sobre todos nosotros mandaba el abuelo Tranquilo, gran trabajador, gran bebedor. Ninguno de sus hijos osaba levantar la voz delante de él, ni siquiera mi padre.

Nosotros los niños íbamos a cazar lagartijas, a coger nidos o al río, y nos divertíamos de lo lindo caminando sobre los cantos de la orilla: una piedra resbalaba, se perdía el equilibrio y se terminaba alegremente en el agua clara, con los zuecos y los calcetines descosidos. Al mediodía, la abuela Tuñina nos llamaba voceando: llegábamos hambrientos, atravesando los rastrojos, sin importarnos la quemazón de las cortaduras, que poco después, con calma, vendábamos con una hoja fresca. La abuela Tuñina nos daba a cada uno un cuenco y una cuchara; y todos a comer, sentados en los escalones de la escalera, con un pedazo de pan en el bolsillo y el cuenco encima de las rodillas.

Cuando se abría la puerta, nos llegaba el murmullo de los mayores, que comían sentados en la mesa. Por encima del bullicio destacaba, autoritaria, la voz del abuelo.

Nosotros callábamos.

1] No muy lejos de Passogatto de Lugo, una pequeña pedanía en el corazón de la región de Romaña.

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Sólo se oía el ruido del pan masticado con prisa, y el zumbido de las moscas pegajosas, por todas partes.

De vez en cuando nos propinábamos silenciosos codazos y patadas en los tobillos, intentando pescar las alubias y los trozos de panceta que flotaban en el cuenco del vecino.

Pero nadie lloraba por el enorme miedo a que llegara el abuelo con su famoso cinturón.

Cuando el abuelo Tranquilo se levantaba de la mesa, un poco rojo y desabotonado, nosotros ya habíamos desaparecido detrás de los chopos o entre los pajares, reunidos en misteriosas confabulaciones

Por algunas horas todo era silencio.

El abuelo dormitaba debajo de un chopo, acostado encima de un saco de tela de ortigas, y de vez en cuando deliraba por el calor y arremetía contra las moscas, que se aplastaba encima con furiosos manotazos.

Las mujeres habían desaparecido por la cocina.

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LA PEQUEÑA OCAHacia el amanecer sentía el ruido de la empastadora en la

cocina y de un salto me incorporaba en la cama, impaciente por ir abajo: «¡El pan! ¡Hacen el pan!».

Pero no me atrevía por el abuelo.

Me quedaba acurrucada debajo de las mantas, atenta a todo ruido, siguiendo con la mente todas las operaciones: ya, la abuela había puesto la masa en la masera y la trabajaba con las manos llenas de harina. El abuelo agarraba la manivela y empezaba a rabilar: arriba, abajo, arriba, abajo. La amasadora traqueteaba y suspiraba, y la masa se hacía cada vez más brillante y más fina. ¡Arriba, abajo, arriba, abajo!

El ruido duraba casi media hora, después, cesaba de golpe, y yo sabía que podía salir rápidamente de la cama: el abuelo había regresado con su ganado; las mujeres, en pie junto a la masera, ahora hacían el pan, moldeando la masa con gestos ligeros y trazando sobre cada bola una delgada señal de la cruz.

Yo aparecía en el umbral de la puerta, desaliñada, y mi madre, después de haberme arremangado las mangas, me daba un trozo de masa. Entonces, me ponía con empeño a moldear mi “oca”, con apasionada impericia: ¡estira, estira! Ahora mi oca parecía una jirafa, después parecía un buey.

Al final, mientras la masa iba creciendo en mis manos, me decidía a dejar mi oca debajo de una manta, donde las hogazas crecían, silenciosamente.

En el patio, mientras tanto, la abuela calentaba el horno con un manojo de rastrojos y los hombres venían a la cocina a comer algo, de pie, antes de ir al campo.

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De vez en cuando, sin que me vieran los demás, corría a levantar un borde de la manta y espiaba, feliz, a mi oca que se hacía cada vez más grande.

Cuando la abuela llenaba la cesta de los panes y salía para meterlos al horno, quería ser yo la que pusiera mi oca sobre la paleta, y afligida, la veía desaparecer dentro de la boca oscura del horno del que salían llamaradas de calor.

La abuela cerraba la puerta y me echaba.

Yo vagaba por la casa, devorada por la impaciencia, espiando cada movimiento de la abuela que andaba por el patio, llenando el comedero de las ocas, echando trigo a los pavos, que acudían con las alas abiertas, hambrientos, o cuando al pasar, arrancaba una hojita de salvia y la olía, pensativa.

Yo, siempre detrás, a distancia.

Oía que los otros niños gritaban entre los pajares, pero no me importaba, encerrada en mi silenciosa espera.

Por fin, cuando el sol ya estaba alto en el cielo y el gallinero era todo un cacarear de gallinas poniendo huevos, cuando ya mi ansiedad se había transformado en fiebre, la abuela Tuñina dirigía sus pasos hacia el horno.

Iba corriendo y me ponían en las manos mi oca sin forma, aún sucia de ceniza. Me la estrechaba en mi pecho, roja, caliente, reconfortante, y después corría como un rayo detrás de la casa, para devorarla en paz, lejos de miradas indiscretas.

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PASCUA DE RESURRECCIÓN La víspera de Pascua los niños nos perdíamos por las zanjas

en busca de «hierba loca», con sus largas y brillantes hojas. Nos llevábamos a casa un manojo, que dejábamos hervir durante horas, hasta que en el fondo de la olla se quedaba una pócima verde y la abuela, levantando un cucharón, lo observaba lentamente a la luz y sentenciaba: «ya está».

Entonces, íbamos en busca de huevos, al establo o al corral, y los poníamos a cocer en esa pócima verde: giraban, giraban y poquito a poco se ponían amarillos, después verdosos, luego morenos. Cuando estaban duros los cogíamos aún hirviendo y empezábamos a pintarlos con un lápiz rojo, que nos disputábamos peleándonos.

Finalmente, con manos temblorosas, colocábamos los huevos, todos en fila, encima de la campana de la chimenea.

La abuela Tuñina nos mandaba fuera, a jugar; pero de vez en cuando uno de nosotros se introducía a escondidas en la cocina, para darle un vistazo furtivo a su huevo.

A la mañana siguiente, mientras las campanas hacían cabriolas festivas en el viejo campanario, la abuela Tuñina nos mandaba a todos al río a mojarnos los ojos, «por devoción», y nos armaba a todos con una delgada vara de mimbre.

En fila india, los mayores delante, los pequeñitos detrás, dábamos vueltas por los campos, azotando con fuerza a todos los árboles, repetíamos dando golpes: “¡Haz y ten, haz y ten, haz y ten!”2. Cuanto más firme era el golpe, más frutas maduraban en el árbol.

2] Dial. «Fàn e tèn! Fàn e tèn!»: haz muchos frutos y consérvalos hasta que maduren.

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Volvíamos a casa cansados y sudorosos, con los zuecos llenos de barro, y precipitadamente nos abalanzábamos para tomar posesión de nuestro huevo duro. Después, lo devorábamos, con calma, sentados en la entrada de la casa.

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LA COSECHA DE HENO En la época de cosechar el heno había gran alboroto en la familia:

las mujeres, con la cara colorada, cocían durante media jornada el pan en el horno, cortaban jamón, llenaban garrafas de vino, preparaban atareadas los cestos.

Dormíamos todos poco y mal, esa noche; de madrugada, ya estábamos en pie.

Se escuchaba, abajo, en el camino, un alegre vociferar, chasquidos de látigos.

Nos poníamos en marcha en una larga fila de carros, cuando las estrellas palidecían.

El abuelo Tranquilo iba el primero, con los bueyes; luego iba el carro de Gusto, el hermano del abuelo, después, el de mi padre y el de los tíos; detrás, la fila de carros de los vecinos.

Íbamos al Valle3, para cosechar el heno.

Para la ocasión, el abuelo, de buen humor, nos permitía a los niños seguirlo; la casa se quedaba solitaria, con la abuela silenciosa en la cocina desierta y mi madre en el establo, al cuidado de las vacas y de los terneros que se habían quedado allí.

Sobre el carro que se balanceaba, entre canastas y fardos, escuchaba adormilada las burlas que se lanzaban de un lado a otro de la caravana, las alegres risas, y poco a poco me quedaba dormida con la frente apoyada en la canasta que tenía que llevar.

3] Conocido como Vallesanta, área de pantanos en la provincia de Ferrara que, junto a Campotto, Mar-motta y Valli d’Argenta es ahora un oasis ecológico.

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Cuando me despertaba, el sol ya había aparecido, el aire era menos frío y el Valle estaba a la vista.

Entonces era una fiesta, una competición: se liberaban los bueyes, se levantaban los timones de los carros, se afilaban las guadañas. Empezaban los retos, los cantos.

Los niños corríamos detrás de los segadores, sobre la hierba cortada y mojada de rocío, en la que saltaban, asustados, los saltamontes. A veces, un nido de codornices se levantaba triunfal sobre la punta de una guadaña: otras veces un sapo descuartizado palpitaba entre los tallos cortados.

Seguíamos a los segadores, con las garrafas de vino, y les llenábamos grandes vasos.

Ellos se levantaban, paraban un momento y secaban las guadañas con un puñado de hierba; luego engullían reclinando la cabeza, se secaban la boca y la cara sudorosa con la manga y, después de echar un vistazo para medir la distancia que entre tanto habían alcanzado los demás, se agachaban y seguían segando, con un movimiento amplio y brioso.

Corríamos, entonces, hacia otra espalda encorvada.

Poco después, detrás de los carros, alguno de nosotros, sin que lo vieran, se agarraba a la garrafa y ¡pa dentro, grandes sorbos secretos!

Al atardecer estábamos todos borrachos de sol, de vino, de cansancio. De noche, cargábamos los carros con los efluvios del heno y retomábamos el camino de regreso.

Era una graciosa fila de pajares balanceándose: los hombres caminaban a pie, sujetando las bridas de los bueyes; las mujeres subían a los carros con nosotros, entre el heno cálido y fragante.

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Boca arriba, con el cosquilleo de las ramitas de hierba, miraba las estrellas, y poco a poco mis parpados se cerraban deliciosamente pesados, mecida por el carro; en la somnolencia me llegaban, a ratos, voces y ruidos, y soñaba: una abeja enorme, toda de oro, encima de una flor de trébol; un saltamontes del color de la noche en medio de un mar de amapolas; una maraña de algas en el fondo del océano, un océano lleno de ondas que se sucedían, se perseguían, insistían, con el mismo fragor del trueno y después se aplacaban, se apaciguaban: murmuraba la resaca, susurraba... no, eran los hombres que cantaban, roncos.

Alguna ventana se iluminaba cuando pasábamos, unas muchachas se asomaban: mis tíos eran jóvenes, altos y robustos, ¡y sabían entonar canciones picantes!

El abuelo Tranquilo, a la cabeza de la columna, apremiaba y desafiaba a los jóvenes: soltaban entonces frases graciosas, palabras atrevidas. Pero, de repente, se sumaban al coro más voces, a las que se unían también las de mis tías, bonitas y un poco temblorosas.

Entonces, me quedaba completamente dormida, mientras mi mano agarraba el hatillo con los trozos de pan que habían sobrado.

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LA SIEGAEn el período de la siega nos íbamos todos a los campos

de trigo, los niños también, algunos íbamos delante del carro, otros amontonaban rojos manojos de espigas, otros le llevaban de beber a los segadores, otros tendían en el suelo las cuerdas para las gavillas.

Se oía gritar, a través de los rastrojos:

¡Algo de beber!

¡Rápidos: aquí con el carro!

¡Moveros, mocosos!

Luego la voz autoritaria del abuelo Tranquilo:

¡Un fajo de cuerdas, pero bien empapadas!

Entonces, era yo la que salía volando hasta casa, descalza, atravesando el trigo cortado, evitando hábilmente los rastrojos.

Desaparecía en la fresca penumbra de la barraca, sumergía un fajo gordo de cuerdas en el abrevadero, sumergía los brazos sudorosos en el agua verdosa, gozando del frescor del contacto, y esperaba, perezosamente, que se empaparan bien. Mientras que las cuerdas, empapadas, bajaban lentamente al fondo, me miraba las palmas de las manos que se arrugaban y parecían translúcidas, en el verde cuenco.

Después me decidía: levantaba con dificultad el fajo, me lo ponía chorreante en la espalda y volvía con calma hacia los segadores, doblada bajo el peso, deslumbrada por el sol, con el

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agua que me corría por el cuerpo, con una caricia tibia, a lo largo de la espalda, resbalando sobre mis piernas desnudas, para caer al suelo, en gordas gotas, sobre la tierra reseca.

El abuelo me hacía una señal y rápidamente, delante de los segadores, dejaba en el suelo las cuerdas, a la misma distancia. Los hombres dejaban caer encima, en orden, las gavillas rojizas; después, con precisión, cogían los dos extremos, comprobaban la húmeda consistencia de los nudos en los dos extremos y anudaban el fajo, ayudándose con la rodilla; luego, levantaban triunfantes la gavilla, en medio del campo, con las espigas hinchadas que se balanceaban plácidamente.

El abuelo Tranquilo echaba un vistazo orgulloso hacia las largas filas de rojas gavillas, antes de coger otro puñado de espigas. Inclinada delante de él, morena como la tierra, yo no levantaba la mirada de las verdes serpientes que ponían huevos, silenciosamente, en el oro de los rastrojos.

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TIEMPO DE VENDIMIAEn esos días el abuelo desaparecía en la bodega, atareado

entre tinas y cubas.

Trasvasaba, él solo, el vino viejo en barriles pequeños, que lo habrían custodiado, en secreto silencio, en algún rincón polvoriento lleno de telarañas, para ocasiones especiales: el nacimiento de un varón, la cosecha del trigo, la del heno. Mientras tanto, los tíos, alegres, afilaban hoces y guadañas.

Entonces, una mañana, después de haber vigilado durante días para que los pavos voraces no volasen a las ramas para picotear las uvas maduras, mi madre me despertó, me puso rápidamente un par de calcetines de lana áspera, para protegerme del rocío, me dio una cesta y, con mil advertencias, una hoz, y juntas entramos entre las vides, que exhalaban un aroma dulce y agrio. El lugar de los niños estaba debajo, al pie de las escaleras, entre las ramas.

Arriba, en equilibrio, en el último peldaño, trabajaban los mayores, mientras risas y hojas caían encima de nuestras cabezas.

Nos quedábamos en silencio y agachados bajo el follaje salpicado de verdín, aún medio dormidos.

Pero, poco a poco, en el secreto de nuestros refugios, empezaban las risitas, los mordiscos a los racimos de uvas maduras, los gritos.

El jugo goteaba, espeso, desde la barbilla hasta los brazos.

De vez en cuando, alguno de nosotros aparecía de entre las hileras del viñedo, como espantado por el temblor de una

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tormenta, y desaparecía corriendo, perseguido por otro, con la cara chorreando de intenso lambrusco.

Nadie nos reñía.

Pero, mi madre, se bajaba de su escalera y me requisaba la hoz: una humillación para mí, obligada a mirar como trabajaban los demás, a la espera de que alguna cesta se llenara. Entonces, corría, la aferraba con las dos manos y la arrastraba sobre la tierra arada. Hasta el carro, donde la vertía. Mi madre no me quitaba los ojos de encima. Después de unas horas, el carro estaba lleno y mi padre bajaba de la escalera. Le ponía el yugo a los bueyes, que hasta entonces habían pastado tranquilos, y se traía a casa el montón de hermosas uvas moradas.

El abuelo se quedaba en la puerta de la bodega y supervisaba, serio, la descarga de la uva: ¡no se tenía que desperdiciar ni un racimo!

Mientras tanto, las cestas de los vendimiadores se habían llenado otra vez y el trabajo procedía a ritmo lento, esperando el carro. Cuando, por fin, llegaba, con algunas uvas que daban vueltas por el fondo, lo asaltábamos compitiendo entre nosotros.

Por la tarde, los bueyes ya habían hecho varios viajes y la caja de madera que contenía las uvas rebosaba.

Entonces, nos íbamos a casa, para comer algo, de pie: ya nos habíamos saciados todos con las uvas y no veíamos la hora de correr a la bodega.

Una lámpara de carbón estaba colgada sobre las cubas y desprendía un halo de luz opalescente.

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Tiempo de vendimia

28

El abuelo Tranquilo, impaciente, ya había llenado de racimos las cubas y las había dispuesto en círculo, entorno a la tinaja. La abuela Tuñina llegaba, rápida, con el cubo rebosante; y todos nos lavábamos los pies, antes de meternos en las cubas. Para nosotros eran pequeñas, poco profundas; los mayores, sin embargo, se hundían hasta las rodillas. El abuelo llenaba las cubas, mi padre se las cargaba al hombro y vertía el mosto en la tinaja.

En cuanto me ponía encima de mi montoncito de uvas, el frío contacto me hacía estremecer. Inmediatamente empezaba a pisar, con una mano me agarraba al borde de la cuba, con la otra me sujetaba la falda en torno a las rodillas.

Poco a poco, el jugo empezaba a salpicarme, cálido, debajo de mis pies, desaparecían todas las sensaciones desagradables y yo me ponía a pisar más fuerte, para apretar más y más abajo, haciendo carreras con mis primos.

Llegaba al fondo, borracha de emoción

Entonces el abuelo venía a controlar si el trabajo estaba bien hecho, mientras, yo aguantaba la respiración: sumergía su mano grande en el mosto, retiraba los tallos del fondo, observaba, serio, para comprobar si algunas uvas se habían escapado de mis pies delgados.

Poco a poco, su cara se relajaba; me levantaba como una brizna de paja y me ponía, temblando de orgullo, sobre otra cuba llena, ya lista, al lado de la tinaja.

Las mujeres pisaban serias, con la cabeza inclinada; los hombres se reían ruidosamente, bromeando, desafiándose en competiciones de velocidad y resistencia, entre salpicaduras de mosto.

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El tío Ángel, el más joven y gracioso de los corpulentos hermanos de mi padre, contaba historietas alegres; y todos reían agarrándose a su cuba.

El abuelo, con el ceño fruncido, les consentía.

Pero, si alguien, retorciéndose de la risa, dejaba de pisar, él intervenía con voz ronca.

Por un momento todos callaban y se escuchaba sólo el chapoteo de los pies, el respiro de los pisadores o el zumbido de una abeja, que se había quedado atrapada en un racimo de uva.

Después, mi tío se acercaba disimuladamente a la oreja del vecino y le susurraba algo, éste, entonces, se alborotaba, en una risa silenciosa y convulsiva, que nos hacía reír también a nosotros, a lo tonto, sin saber porqué.

Continuábamos durante horas, al principio eufóricos, después, cada vez más despacio y silenciosos: ¡arriba, abajo, arriba, abajo!

Las piernas ya se movían solas, automáticamente, como pistones. Poco a poco empezaba a pesarme la cabeza, y pedaleaba exhausta, hasta que la presa de mi mano se aflojaba y el vestido se me caía poco a poco; empapándose alegremente en el mosto. El borde del vestido que me golpeaba, rígido, en las piernas, me hacía sobresaltar, asustada. Rápidamente me recogía el vestido, esperando que mi madre no se hubiese dado cuenta del desastre.

Pero a ella, no se le escapaba nada, ¡nunca!

Salía silenciosamente de su cuba, me cogía en volandas y me llevaba a la cama, después de haberme lavado los pies, morados y arrugados.

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Yo no me atrevía a protestar, por lo del vestido, y me dejaba meter debajo de las mantas, obediente.

Me dormía de golpe, mientras un calor suave envolvía mis piernas.

Al día siguiente, mis tíos, detrás de la casa, hacían grandes trabajos de limpieza, gritando y lavando cubas y tinas.

De ahí a nada, llegaba el momento de prensar, bajo la mirada atenta del abuelo.

Mientras, de pie, junto a la chimenea, la abuela Tuñina, hervía en una olla el mosto, apartado para hacer la compota4. Durante todo el día atizaba el fuego, y el caldo hervía, hervía, bajaba, bajaba, cada vez más oscuro, mientras que trozos de pan daban vueltas, cada vez más deshechos.

Por la noche, la compota se vertía, espesa, en los cuencos de barro y nos lanzábamos, peleando, al pan cocido y dulzón.

Algunos días después, el olor a ravioli y a compota de uva, nos atraía a todos a la cocina, donde las mujeres estaban ocupadas en echar a la compota sabrosos tortellini, acompañándolos con trozos de calabaza y en servir en los cuencos olorosos sugoli5.

Por todas partes había garcillas, cucharones de madera, cuencos para limpiar, y nuestro trabajo no era del todo desagradable.

4] Mosto cocido y concentrado que en la región de la Romaña se denomina, en dialecto, «sepa».

5] Dulces tradicionales hechos con mosto cocido y pan rallado.

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Por cada cazo «chupado», todos estábamos dispuestos a limpiar la olla grande, las cazuelas, llevarle durante una semana hierba a los conejos, darle todos los días el maíz a los pollos: ¡en ese momento hubiéramos hecho cualquier promesa! Pero una vez terminado el rapidísimo trabajo de “limpieza”, había que cumplir la palabra dada; y con profundos suspiros dejábamos la cocina.

Uno junto al otro, en el arenal, rascábamos con furia el fondo de las cazuelas, protestando, malhumorados.

La abuela Tuñina nos escuchaba y se asomaba a la puerta, sonriente: “Niños: hay dos ravioli, para los que hagan bien su trabajo”.

¡Con qué renovada energía fregábamos entonces ollas y tapas, los niños con mayor fuerza, pero con menos destreza que yo!

Después, todos en fila, íbamos a lavarlas al río.

Al final, en cortejo, llevábamos a la cocina nuestros brillantes trofeos; y había para todos ravioli flotando en un mar de compota.

En ese momento el abuelo Tranquilo vertía el vino nuevo de la barrica y lo observaba, aún turbio, a contraluz.

¡Después nos lo hacía probar a todos, también a los niños!

Nos lo bebíamos todo de un trago y un alegre calor nos acariciaba la garganta, mientras que el aroma nos aturdía.

Nos moríamos de la risa, viendo los bigotes rojos que el lambrusco había dibujado en nuestras caras.

Nos entraban, entonces, unas ganas de correr frenéticas, y todos al prado a toda pastilla, gritando.

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Nos poníamos a dar volteretas sobre montones de hierba recién cortada, con la cabeza aturdida.

Me encontraba, después de una voltereta, boca arriba, con hierbas en la cabeza, las piernas flojas, la cabeza vacía.

Mis primos ya se habían marchado en busca de nuevas travesuras; yo me quedaba allí, entre la hierba, fascinada, mirando al cielo donde volaban las últimas golondrinas.

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NOCHEVIEJAEl último día del año, la abuela Tuñina ponía en la

chimenea la olla grande y calentaba el agua para que todos pudieran bañarse. Las jóvenes madres, entonces, nos agarraban a todos, y en el establo, bajo la mirada indiferente de las vacas, nos sumergían a turno, en una gran tina.

Mi madre me frotaba tan fuerte el cuello y las orejas que casi me arrancaba la piel.

Al día siguiente, nos vestíamos todos de domingo, de pies a cabeza, y nosotros, limpios e cohibidos, con las orejas rojas, nos mirábamos las manos sin saber qué hacer.

Yo me movía incómoda hasta la noche y casi, casi envidiaba al buen Néstor que, en un abrir y cerrar de ojos, se había hecho un siete en la chaqueta nueva, y su madre, furiosa, le había dado una buena paliza, con lo cual llevaba puesto su cómodo vestido de diario, mientras ella remendaba el descosido, fulminándolo de vez en cuando con la mirada.

En nochevieja no se tenían que ver mujeres rondando, porque “traía mala suerte”.

Así que me confinaban, con mi vestido nuevo, en el establo, junto a la abuela que hilaba y a las tías que remendaban, mientras que todos los hombres, incluso los mocosos, envueltos en sus abrigos demasiado grandes, se alejaban, vociferando, hacia las granjas de los campesinos.

Apenas se dejaban de oír sus voces tras los olmos, cuando unos diminutos pasos atraían al abuelo hacia la puerta, con la pipa en la mano y su aire solemne.

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Entonces, atemorizados por su presencia, los niños que habían venido para desearle “Feliz Año”, se miraban las puntas de los zuecos y reían cohibidos, dándose codazos.

El abuelo Tranquilo esperaba, con cara seria.

Finalmente, uno se armaba de valor y entonaba, a gritos:

«Está aquí el Año Nuevo... »

E, inmediatamente, los demás desentonando:

«¡Dios os conceda buenas ganancias: en la cuadra, en la cochiquera, en el bolsillo de la torera!».

Habían terminado y callaban de golpe, las mejillas rojas, esperando. El abuelo metía lentamente dos dedos en el bolsillo de la chaqueta, sacaba unas monedas, de una en una, y las distribuía a los niños, que se las guardaban, daban un rápido paso atrás y escapaban a todo correr, por los senderos endurecidos por las heladas.

El abuelo Tranquilo entraba en casa, contento, para asomarse de nuevo a la puerta cuando se oían otros ruidos de pasos.

Así hasta la noche, hasta que mis primos volvían a casa, triunfantes, y se repartían monedas y azucarillos, sentados en la escalera, peleando en silencio, bajo mi vana y desdeñosa mirada: ¡total, aquel día, ni siquiera me veían!

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EL MIRLOEn aquel tiempo odiaba a muerte todos los pájaros por

culpa de Queca, una urraca pérfida que me había engañado.

Me la había regalado Ziridoni, el vendedor ambulante, y la había encerrado en una jaula.

Durante todo el día se había quedado inmóvil y triste.

Entonces yo, apiadándome de ella, había abierto despacio la puertecita, introduciendo una mano llena de mijo, para darle de comer. De repente, la urraca se agitó y me picó, haciéndome sangre. Mientras quitaba con un grito la mano herida, Queca se había escapado. La había perseguido en vano a través de los rastrojos:

«¡Queca! ¡Quecaaa!»

Volaba un poco, entonces se posaba y me miraba, con ojos malignos.

Dejaba que yo, cautelosamente, me acercara a ella hasta casi tocarla y, de repente, se alejaba volando de nuevo.

Sólo me rendí cuando la Queca, cansada del juego, voló hasta posarse en un altísimo chopo, lanzándome desde arriba un grito burlón.

A menudo, durante el día, de repente oía su graznido y miraba hacia arriba, llamándola, llena de esperanza; pero no la veía, aunque su grito se repetía, cercano y burlón, haciéndome enfurecer.

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Una mañana mi padre me trajo, apresado entre sus manos, un pequeño mirlo, mojado y temblando.

Yo levanté los hombros y le dije que, por mí, se lo podía dar de comer a la gata.

Mi padre no dijo nada: dejó aquel montoncito de plumas a un lado de la chimenea y se fue.

Cuando me quedé sola, me acerqué de mala gana al mirlo y lo examiné: era negro, con una aureola amarilla en los ojos, casi sin plumas, medio muerto.

«Bien» murmuré: «¡Morirá pronto y no se hable más!»

Por compasión, lo envolví en un paño y lo puse junto a las cenizas todavía tibias. Después me olvidé de él.

Intentaba atar el cesto de los huevos a la cola de la gata, cuando un piar alegre me sorprendió; me giré y vi salir del trapo al mirlo, despabilado. Entonces, le di una patata a la cola de la gata, que escapó por la ventana, toda contenta de que, por el momento, las torturas hubieran terminado y me acerqué al mirlo; lo cogí en la mano y una patita fría y arrugada se me agarró fuertemente al dedo. Le acerqué unas migas, que se tragó; después unos pedacitos de pan, que desaparecieron en un momento en su garganta amarilla, ¡increíble! Cuando se atiborró, cerró el pico y me miró tranquilo.

Su dignidad me gustó, y me lo quedé.

Lo sacaba fuera, bien atenta a que la gata no estuviera cerca; lo dejaba en una rama baja del chopo y el mirlo se quedaba allí, quieto: la rama se movía un poco por la brisa, pero él se

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mantenía firmemente, hinchaba las plumas, picoteando al vuelo una brizna de hierba, un mosquito.

Empecé a tenerlo en el hombro, mientras jugaba sola a hacer moldes de arena y mis primos eran invisibles, ocupados en sus travesuras.

El pequeño mirlo se cambiaba de una pata a otra, movía la cabeza, me picoteaba la raíz del pelo: ¡en fin, se divertía!

Por la noche, antes de acostarme, lo dejaba en la alacena y el mirlo, en seguida se dormía, dócil.

Cuando consiguió volar, el mirlo comenzó la exploración de la casa, emprendiendo pequeños vuelos audaces hasta el umbral de la puerta.

Pero en cuanto aparecía la oscura figura de la gata, se oía un revoloteo desesperado, y el mirlo se ponía inmediatamente a salvo, sobre la parte más alta de la alacena.

En un principio la gata lo había observado con ojos astutos y atentos, después, probablemente, tras una experta comparación con los pájaros gorditos, que cada día devoraba, después de un breve acecho y con toda tranquilidad, junto al gallinero, lo encontró demasiado delgado y se desinteresó.

El mirlo, cada vez más valiente, revoloteaba alegre por la casa. Por la mañana, se despertaba muy temprano y canturreaba con una potencia increíble para sus pulmones.

De vez en cuando, mi padre se lo encontraba entre las piernas, cuando salía del establo: entonces, lo cogía con su gruesa mano y lo posaba con delicadeza sobre el pasamano de la escalera.

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Quico subía, con pequeños saltitos cada peldaño; después, hasta que no me levantaba de la cama, llenaba de aleteos la habitación.

Llegaron los días de intenso calor y una gavilla de espigas rojas crecía en el corral.

Quico, minúsculo e incansable, correteaba con los pollos, entre la paja, alrededor de las gavillas.

Después iba a bañarse en el comedero de los patos, los cuales, indiferentes le dejaban hacer lo que quisiera.

Aferrado al borde, con la cola atrevida, se mojaba por completo, con movimientos rápidos de cabeza. Entonces, con su vuelo irregular, andaba a posarse en un extremo del establo, extendía todas las plumas y tomaba un baño de sol, sobre la piedra caliente. Poco después, perfectamente seco, y más alegre que nunca, entraba en casa a tomar el fresco e iniciaba sus exploraciones, pero siempre... desde una cierta altura, del respaldo de una silla a otra.

Ocurría a veces que, cansado de volar, se durmiera en medio de sus exploraciones y que alguien, sentándose, tropezara con él sin darse cuenta.

Se escuchaba, entonces, un graznido enojado, un batir de alas, y el mirlo revoloteaba hasta el cerrojo de la puerta, donde se posaba, de malhumor.

Un día, el mirlo se dio un largo baño en el río, con gran entusiasmo y desperdicio de gotitas de agua; luego, se durmió al sol, con las alas abiertas.

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En el corral se trabajaba atareadamente: la trilladora bufaba en una nube de polvo amarillo; los hombres, erguidos al sol, con un gran sombrero, el pañuelo empapado de sudor en torno al cuello, metían las gavillas en la trilladora.

Abajo, las mujeres se llevaban la paja y la amontonaban, mientras mis primos hacían volteretas sobre los sacos llenos. Yo me quedaba en la cocina, adormilada, al fresco de la penumbra: voces y rumores parecían lejanos, se atenuaban con el eco de las habitaciones.

En el polvo de un rayo de sol que se filtraba de las persianas entreabiertas, las alas de las moscas brillaban a ratos, iridiscentes. La gata apareció en el alféizar de la ventana, entre las macetas de geranios, empujó con la pata el postigo, se dejó caer en el suelo elástica y silenciosa.

La imprevista luz me sobresaltó: con la habitual mirada busqué al mirlo.

No viéndolo sobre el respaldo de ninguna silla, salté de golpe y corrí fuera.

La flama de agosto me golpeó, me deslumbró.

El mirlo aún estaba tendido sobre la piedra, con la cabeza inclinada.

«¡Quico, tú exageras!» exclamé, cogiéndolo.

Su cabeza quedó colgando y se aflojó en mi mano, inerte, el ojo redondo ya velado.

Toqué la piedra: quemaba.

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Entonces, me quedé allí, con mi mirlo entre las manos, cegada por el sol, mirando una larga fila de negras hormigas en el muro calcinado, la mente llena de angustiosos porqués.

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MI MADREMi madre trabajaba en el campo, con los mayores.

Muchas veces sólo la veía por la noche, cuando me lavaba los pies y me metía en la cama.

Hablaba poco, no levantaba nunca la voz; cuando hacía una de las gordas, callaba, para no atraer la atención del abuelo, pero me tiraba del pelo, con fuerza.

Yo tampoco decía nada.

Una vez que me daba mi «tirón», que era casi a diario, me iba con los demás, que, mientras tanto, lo habían recibido ya a su vez de sus respectivas madres.

Odiaba mi pelo y cuando tenía a mano una tijera, me lo cortaba. Tenía el pelo siempre cortísimo, inexplicablemente para los demás, pero no para mi madre.

Las mujeres estaban siempre de acuerdo entre ellas: si había que castigar a alguen de nosotros, como siempre era difícil identificar al verdadero culpable, nos pegaban a todos. Nosotros, después, repartíamos, en secreto, sin distinción de sexo, los golpes al responsable.

Al día siguiente, nos salían grandes moratones en las espinillas: ¿pero quién se fijaba en nosotros?

Mi madre lavaba la ropa de noche; de día no tenía tiempo: tenía que trabajar en el campo.

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Yo entonces, me sentaba en silencio en la entrada a mirarla, embelesada.

Encima de nosotros el cielo estaba siempre oscuro y nublado – mi madre elegía una noche lluviosa, con la esperanza de que la lluvia al día siguiente impidiese el trabajo en el campo – y los árboles, allí abajo, eran una masa oscura y tenebrosa.

Mi madre se movía ligera de la olla a la tina; la lámpara de petróleo, que mantenía con una mano, proyectaba largos rayos de luz entorno a ella.

Un olor acre hiriente me molestaba, después una llama roja salía de repente del hatajo de hojas amontonadas bajo la olla e iluminaba, por un breve instante, la cara de mi madre.

Poco después el fuego languidecía, flaqueaba, y mi madre volvía a ser una sombra negra, vaga, que se iluminaba un momento con la luz de la lámpara, para desaparecer poco después en el vapor blanco que salía de la tina, cuando vertía la colada hirviendo.

Debajo de la olla, mientras tanto, el fuego ardía, mansamente; las hojas bajas del chopo lucían a ratos y parecían reírse. En el cielo las nubes se espesaban en silencio y los relámpagos, cada vez más seguidos, dejaban violáceo el horizonte.

Yo me tapaba las orejas, a la espera del trueno.

Un murciélago, molesto, se dejaba caer del granero, con un chillido, y revoloteaba sobre mi cabeza.

Un gélido horror me corría por la espalda. Escondía la cabeza entre las piernas, me la cubría con las manos y pensaba:

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«¡ahora me toca, se enreda con sus alas viscosas en mi pelo y nadie podrá desenredármelo nunca más!».

Me quedaba así, aterrorizada, mientras la bestia negra volaba a ras de los chopos, chillando; y poco a poco me quedaba dormida, en aquella postura tan incómoda.

Mi madre llegaba, silenciosa, y me llevaba a la cama, con las manos calientes de la colada.

Me dejaba quitar la ropa, adormilada, y meter debajo de las mantas húmedas.

Después me encogía toda, las rodillas contra la barbilla y me quedaba así, hasta por la mañana, con una sensación de hielo en los huesos.

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CORTEROJOAparecía en verano. Subido en su carro lleno de sandías,

por las callejuelas blancas de polvo.

«¡Corte rojoooo!»

Su grito atraía a la puerta los ojos curiosos de niños y ancianas de barbilla puntiaguda.

Era un extraño hombretón, este primo lejano de mi madre, con la cara siempre sudada y una vocecita fresca que hacía reír a los más traviesos.

Cuando le veíamos llegar en la nube de polvo, nos escondíamos en la cuneta, entre las hierbas; luego, después de haber esperado que la carreta nos pasase, mis primos aparecían en medio del camino, cogían una sandía grande y salían corriendo, perseguidos por las vanas protestas del hombretón gesticulante.

Poco después, Corterojo incitaba, resignado, a su burra, que seguía andando lentamente.

«¡Corte rojoooo!»

Mientras nosotros nos comíamos nuestro botín, a la sombra de un olmo.

Cuando pasaba entre los campos, algunos de los más jóvenes agricultores se ponía derecho, saltaba la zanja y se comía una tajada de roja frescura.

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Desde su carro, mientras, Corterojo charlaba con los ancianos que estaban de pie en el campo, con las manos cruzadas sobre el mango de la azada.

Un día – era pleno verano y el calor intenso entumecía la tierra – pude ver a mis primos que se escabullían detrás de la casa y, como no me vieron, los seguí.

Cogieron el camino del río.

Corterojo dormía junto a la orilla, a la sombra de su choza de ramas. Sus sandías estaban amontonadas cerca del río, cubiertas de hojas. Todo era silencio: solo, de vez en cuando, se escuchaba el canto de una cigarra en un olmo.

Los tres traviesos se acercaron, cautelosos, y yo, pensando en la misma broma, me quedé mirando, detrás de un matorral.

Pero ellos se dirigieron hacia la carreta y desenroscaron lentamente las tuercas de las ruedas, mientras la burra dormía al sol, moviendo las orejas para ahuyentar a las moscas.

Después, los tres se tumbaron a la sombra de los árboles, no muy lejos, esperando.

Esperé también yo, sorprendida.

Poco después Corterojo se levantó, desaliñado, y empezó a cargar sus sandías, resoplando y jadeando, en la carreta. Entonces subió, con dificultad, y estaba a punto de sentarse cuando, de golpe, las ruedas salieron despedidas, una por aquí y otra por allá.

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El pobre hombre terminó en el polvo con todas sus sandías. La burra, enfurecida, empezó a dar patadas a troce y moche, y las últimas sandías rodaron hasta la zanja, entre las ortigas.

Entonces, sucedió algo inesperada: Corterojo sentado en el suelo se cubrió la cara con las manos y empezó a sollozar, desconsoladamente.

Mis primos, a los que nunca había visto derramar una lágrima, ni siquiera debajo de los latigazos del cinturón del abuelo, se miraron uno al otro, conmocionados.

Después, se alejaron despacio, en silencio, con la cabeza baja, dando patadas a los terrones resecos.

Nunca nadie habló de lo ocurrido y, desde aquel día, ninguno de nosotros volvió a perseguir la carreta llena de hermosas y variadas sandías.

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El 509El tío Gaspar, hermano de mi madre, un hombretón de

bigotes de fuego, administraba por aquella época las fincas del Marqués.

Habitaba en una casita de campo a espaldas de la Calle Lombardina, justo de frente a nuestra finca, con su mujer canija, con la nariz aguda como el pico de una gallina, que siempre tejía, infatigable, en la cocina oscura, mientras sus seis hijos, sanos, regordetes y contentísimos, correteaban, felices, en el corral entre los pollos.

Gaspar fue siempre un hombre serio y razonable; pero llegado a su mediana edad, después de haber hecho, por cuenta del Marqués, un viaje memorable a Milán, a bordo de un Fiat 509, se le despertó, de repente y con arrebato, la fiebre del automóvil.

¡Oh, poder aferrar el volante de un ruidoso 509! ¡E ir por las callejuelas, ante los ojos de los vecinos, desorbitados de envidia, dejando detrás de sí, una larga serpiente de polvo!

Sin embargo, no habló ni una palabra con nadie; ¡pero desde aquel día la fijación por el 509 lo tuvo despierto durante gran parte de la noche y perdía la salud devanándose los sesos por las cantidades que tendrían que encontrar, como por arte de magia, para el bólido ensordecedor!

Una noche había conciliado el sueño tarde y con la cabeza llena de cifras, vio en sueños a la buena alma del tío abuelo Juan, el cual, con un dedo le indicaba un 509 de fuego, que llevaba detrás, pintado de blanco, un tres enorme.

Se despertó como una catapulta por la sacudida que sintió con esa visión e hizo sobresaltar a su mujer, aturdida.

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«¡¿Qué sucede Gaspar?!»

«Tranquila, tranquila, Cesira».

Habló sin ton ni son con las manos en el vacío, asió la caja de fósforos de la cocina e hizo crujir imperiosamente uno contra la pared, encendió la vela; luego sacó las piernas fuera de la cama, apuntó hacia la cómoda, con los bigotes fogosos, los ojos cerrados para conservar aprisionada en sus pupilas la visión bendita y escribió en el libro de cuentas: 5-9-3.

Las piernas peludas, debajo del camisón amplio de algodón, esbozaron irresistible un paso de danza antes de que, con un salto, se volviera a meter en la cama.

«¡¿Qué sucede Gaspar?!», gimió aún su mujer, sentándose de nuevo, asustada.

«¡El terremoto!», se burló Gaspar en un ataque de buen humor, estremeciendo las mantas con su gran cuerpo.

«¡¿El terremoto?!».

«¡Tranquila, tranquila, Cesira!».

La esposa, tranquilizada por el tono, se quedó inmóvil en su rinconcito de la cama.

«Es la lotería», se alborozó Gaspar, apagando con un gran soplo la vela.

Durante el resto de la noche, en un baño de sudor, soñaba con la combinación de los números que le habrían proporcionado una lluvia de monedas de oro, y después, el 509.

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Al amanecer, mientras Cesira, inclinada delante del fogón, soplaba sobre las astillas frías para encender el fuego, Gaspar bajó con el traje negro de fiesta, el Borsalino en la cabeza y la cara hinchada de sueño.

Cesira se enderezó a medias, aturdida: ¡nunca lo había visto levantarse a esa hora!

«Voy al pueblo por negocios », resolló Gaspar, saliendo como un rayo.

Esa noche, a la luz temblorosa de la vela, Gaspar extrajo con circunspección un librito y se puso a mirar atentamente, complicadas figuras de motores.

Sus hijos echaron un vistazo perplejos, pero no se acercaron demasiado; el más pequeño, en cambio, alargó el cuello sobre una rodilla del padre, para ver y se ganó una gran palmada en la cabeza rapada.

«Gaspar», murmuró su mujer, con voz de reproche. El hombre se levantó sin hablar, se metió el libro en el bolsillo y salió al corral.

Pasó una semana y no sucedió nada.

El capataz se paseó, como siempre, por las fincas del Marqués, vigilando los campesinos, tranquilísimo en apariencia, sin hacer ver que un volcán borbotaba en su gran cabeza roja.

Como siempre, sus niños llenaron el patio de carreras y de risas y la casa resonó con el ruido del telar.

El domingo por la mañana Cesira vio a su hombre partir como una ráfaga de viento con el sombrero alto sobre la cabeza,

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la barba larga, los bigotes con resplandor de fuego, pero no osó preguntarle dónde iba.

Por la tarde, desde la cocina, lo sintió que blasfemaba en el patio. Entonces permaneció escondida entre sus telares y se quedó con sus chiquillos sonrientes a su alrededor, como la gallina clueca cuando se aproxima el temporal, a la espera de que pasase el chaparrón.

Gaspar entró poco después en casa, todo lleno de polvo, sin sombrero en la cabeza – ¡lo había pisoteado hasta hacerlo una tortilla, delante del quiosco de la lotería! – y fulminó a sus hijos con la mirada.

¡El 5, el 9 y el 3 habían salido en la lotería de Bari y Gaspar los había jugado en la lotería de Nápoles!

¡Adiós al 509!

Desde ese día el pobre hombre se desinfló por completo, como si algo lo chupara desde dentro; sus mejillas colgaban, fofas, a los lados de los bigotes. Le dio por hablar solo y en voz alta, maldiciendo al tío abuelo Juan.

Su mujer lo descubrió mientras apuntaba el dedo contra un grupo de gallinas acusándolas:

«Tú me lo tendrías que haber dicho que era la lotería de Bari!». Se asustó mucho, pero no dijo nada. Pero, a la mañana siguiente, a la chita callando, le preparó la sal inglesa para que se purgase.

Un día – la Pascua había pasado hacía poco, desbordaban de hierbas las orillas del foso y las gallinas escarbaban felices en el corral – mientras Gaspar estaba en el huerto con sus coles

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y Cesira, como de costumbre, tejía, llegó el marquesito ese que estudiaba en Milán, ¡al volante de un 509 nuevo, flamante, verde, descapotable, último modelo!

El buen Gaspar se alzó sobre la cintura, miró, creyó que soñaba, se le llenaron los ojos y el alma, con las manos aferradas al extremo de la azada, para no caer.

El señorito afrontó bellamente la cuesta del corral, giró entre un revolotear de gallinas asustadas, planeó blandamente sobre la grama y el bólido se detuvo con un ronquido delante de la puerta de casa.

Cesira fue al umbral con las manos juntas en el delantal, incómoda:

«¡Pase, pase, por favor, señorito!».

Los seis chiquillos fueron como flechas en dirección al huerto para avisar al padre; pero Gaspar ya había saltado la puertecita cerrada del huerto, para ir más rápido y un instante después estaba delante del 509, contemplándolo, con los bigotes resplandecientes. Elevó una mano para acariciar el capó, pero luego le faltó valor.

Entonces se volvió y gritó a sus hijos, embelesados alrededor del coche:

«¡Éste no se toca!».

Y a regañadientes se separó de él, para entrar en casa.

El señorito quería ver el libro de cuentas, por algunas terneras vendidas en la feria el día anterior.

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Gaspar le enseñó todos los recibos, distraído y como embrujado; ni siquiera se acordó de dejar de lado la suma de una ternera que había criado por su cuenta, a escondidas, de acuerdo con un campesino: se lo hizo ver todo, su cabeza enamorada y perdida detrás del 509, admirable, coqueto, allí, en medio de su patio.

El marquesito pareció muy satisfecho de las cuentas y ya se preparaba para irse.

Gaspar tenía algo en mente y estaba en ascuas.

De golpe, se armó de valor, y refunfuñó:

«Cesira, dale un vasito de licor de marsala al huevo, al patroncito. Yo… Yo me voy… un momento. Me disculpará, señorito…».

Hizo un gesto vago con su gruesa mano y desapareció, ágil, fuera de la puerta; en tres zancadas estuvo junto al 509.

Los seis hijos estaban todos allí, en adoración. El más pequeño pasaba, tímidamente, con la cara risueña, un dedo sucio a lo largo de los brillantes juntas de la puerta.

Gaspar tenía bien pensada, su decisión.

«¡Rápido!», jadeó, «¡Todos atrás y cuando levante la mano, a empujar!».

Se subió al 509 con dificultad, por culpa de su corpulencia, y apoyó las dos manos sobre el volante, con el corazón en un puño; luego cerró los ojos y se abandonó un instante, con voluptuosidad, en el asiento de piel color crema: ¡cuánto había soñado ese momento!

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De ahí, aferró firmemente el volante, levantó el brazo:

«¡Ahora!»

Los seis chiquillos, riendo y chocándose, se amontonaron detrás del coche, apoyaron sus manos sucias y con las puntas de los pies, bien firmes en el suelo, se pusieron a empujar con fuerza.

El coche, primero se empinó, luego tomó aire, bajó lentamente hacia el fondo del patio, inició una carrerita y una brisa voluptuosa cosquilleó por un instante la cara ardiente de Gaspar.

Los niños ahora corrían, pataleaban, gritando con la cabeza baja, detrás del 509, contentísimos.

El coche tomó velocidad en la cuesta del huerto, se liberó de los niños, se largó decidido y solo, hacia las jaulas de los conejos.

Gaspar intuyó el peligro, buscó el freno, no lo reconoció, se confundió, se aferró al volante y cerró los ojos, con una mezcla de horror y de exaltación: ¡morir en un 509!

Un pequeño salto, un golpe suave y elegante, luego, nada más.

Abrió los ojos, incrédulo: el coche se había apoyado manso contra las jaulas, acariciado y protegido por el heno, que asomaba en penachos de las jaulas y ahora parecía resplandeciente e irónico bajo la gran luz del sol, inmóvil, bajo la mirada rosa de las conejas.

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«¡Papá, papá: te busca el señorito!», resonaban las voces de sus hijos, a su alrededor.

El capataz se despertó, abandonó el volante:

«¡Me he jugado el puesto!» pensó de repente, con un escalofrío. Y luego, un segundo después, con orgullo:

«¡Valía la pena: debía morir en un 509!».

Bajó majestuosamente del coche, alzó con aire desafiante el cabezón, los bigotes se hicieron aún más hirsutos e intrépidos, después de una última mirada de amor al 509, se fue seguro hacia su destino.

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BENJAMÍN EL DE LOS BARRILESSu oficio consistía en fabricar de carros y lo llamaban

«Benja el de los barriles”, porque reparaba, por poco o nada, cualquier tipo de barriles y de carretillas. Vivía solo en una casucha al principio del pueblo, compartiendo, por ahorrar, su pequeño patio con el herrero.

«Benja es sabio», decían de él los viejos, guiñando el ojo, «no se casa. ¡No quiere ahorcarse, el muy listo!”

En toda estación, se le veía empeñado trabajando entre sus barriles, con la cabeza rapada y las gafas con patillas de metal, que lanzaban destellos por sorpresa, cuando alzaba los ojos para mirar hacia la calle.

Era tímido, solitario e instruido.

Los campesinos también lo querían, porque tenía fama de curandero y sabía curar todo tipo de inflamación con infusiones de hierbas y de flores, puestas a macerar durante el verano en pequeñas ampollas, cerca de casa, en la parte donde el sol pegaba fuerte y donde iban a dormitar las lagartijas.

Si algún viejo campesino, «de sangre espesa y pesada» tenía algún malestar, lo metían rápido en la cama, mientras alguno de sus hijos corría a llamar a Benja.

El buen hombre interrumpía, solícito, su trabajo, se quitaba rápidamente el mandil gris, se pasaba la mano regordeta por el cráneo reluciente y desaparecía en casa, reapareciendo en un momento con una bolsa llena de frascos misteriosos, tapados con un paño.

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Dentro tenía las sanguijuelas, para ponérselas al viejo y «diluirle la sangre».

De un bolsillo de la chaqueta despuntaba un rollo de hojas: ciertamente un fascículo de «Los Novios» o de «Mis Prisiones», que Benja llevaba consigo, para leérselos al viejo durante la sangría.

La familia del enfermo, al completo, esperaba en el umbral de la puerta, en cuanto aparecía, Benja preguntaba, lacónicamente:

«¿Dónde está?»

Lo acompañaban arriba y desaparecían, silenciosamente. Benja quería quedarse a solas con su paciente y con sus preciosas sanguijuelas: rápido se ponía manos a la obra, con gestos sosegados y precisos, mientras el viejo esperaba sereno, con la cabeza hundida en la almohada. Luego, cuando las voraces bestias se ponían a chupar silenciosas, hinchándose poco a poco, Benja acercaba una silla al lado de la cama, extraía su rollo de páginas atadas con un pedazo de cuerda y con sus gafas puestas, empezaba a leer, en voz baja.

El viejo cerraba los ojos y lentamente, se dormía.

«Todo bien», decía simplemente Benja más tarde, bajando las escaleras, al ama de casa que le salía al encuentro, secándose las manos en el delantal – los hijos habían vuelto ya a sus campos, tranquilizados – y cortaba el aire con un gesto rápido, como para borrar las palabras, si la mujer le hablaba de recompensarlo.

Entonces, la campesina, sabiendo que no quería nada, sacaba de los bolsillos media docena de huevos, que deslizaba,

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furtiva, en los de Benja, que se escabullía, vergonzoso, ganando la puerta a toda prisa.

Siempre que yo iba al pueblo, me demoraba todo lo que podía, con las manos aferradas a la malla de alambre, a mirar todas las bellas ruedas que desordenadas se amontonaban en el patio de Benja.

Mientras tanto, escuchaba con la boca abierta las refranes que Benja pronunciaba, mientras pintaba, absorto, un robusto San Jorge pinchando al dragón o Santos rizosos, entre nubes rosas y celestes, sobre el borde de un carro.

Una mañana de primavera mis primos, aprovechando su momentánea ausencia, saltaron la malla de alambre, entrando a hurtadillas en el patio, donde habían visto dos hermosas ruedas de carro, aún atornilladas al eje.

Las empujaron despacio hasta la carretera, corriendo como alma que lleva el diablo y contentos como unas pascuas, siguiendo la orilla de las cunetas, que la incipiente primavera cubría de musgo y de violetas.

Mientras, Benja apareció en el vano de la puerta y levantó los brazos exclamando:

¡Qué paciencia hay que tener!

Y yo, aterrorizada por aquellas palabras, oscuras como una maldición, huía detrás de los dos pillos, gritando:

«¡Benja está muy cabreado! ¡Benja os castigará!».

La abuela Tuñina tenía una pava blanca, obstinada e independiente, que se negaba categóricamente a poner su huevo

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diario, en un nido comunitario. Para su importante y delicada operación, amaba buscar lugares remotos y extravagantes, siempre distintos, siempre más alejados de la casa.

Desde algún tiempo había cogido la costumbre de levantar un corto vuelo, yendo más allá del foso, encaminándose serenamente, a saltitos, a lo largo de la camino, en su afanosa búsqueda de nuevas tierras inexploradas.

«¡Pobre de mí!», gemía la abuela. «¡Síguela y mira dónde va a poner el huevo hoy, esa patas largas!».

Yo obedecía de mala gana.

No me gustaba ir más allá del foso que marcaba el límite de nuestro campo; no me gustaba adentrarme con los pies descalzos a lo largo de la carretera principal, o entrar a hurtadillas en las fincas colindantes.

¡Yo odiaba la pava, odiaba sus manías y, sobre todo, detestaba a los albañiles! ¡Sí, señores, los albañiles!

Había seis o siete, todos trabajando en construir una casa grande en la calle principal, justo por donde pasaba mi pava, en busca de un nido donde poner su gran huevo con lunares.

Alegres, ruidosos, el torso brillante cobre bruñido, trabajaban de pie bajo del sol, yendo de arriba a abajo, apareciendo y desapareciendo en medio de las vigas, los ladrillos, los montones de arena.

Apenas veían aparecer mi pava, vacilante, a lo largo de la calle blanca de polvo, se llamaban unos a otros y se ponían a alborotar, haciendo llover sobre mí, desde lo alto de sus andamios, alegres risas.

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Usaban un lenguaje misterioso, que yo no lograba descifrar y que me hacía sentir un ardiente deseo de darle bofetadas, un abrasador sentido del ridículo: me sentía el blanco de sus burlas, sin saber porqué.

Una soleada mañana de agosto seguía, enojada como siempre, a la estúpida pava, que imprimía veloces y livianas huellas sobre el polvo, directa hacia un matojo de ortigas, justo enfrente de la casa casi terminada.

Mantenía la cabeza baja, fingiendo no escuchar las voces alegres de los albañiles, que gritaban gesticulando vistososamente:

«Zèrcia! Ohè, Tunètt! Slòma la cafientéla ‘cla pittiga par la viazànta!».

¡Hubiese querido mostrarles el puño cerrado, gritando que pararan!

¡En cambio, salté la cuneta y me tiré entre unas hileras de vides: ya estaba harta de ellos y de la pava!

Un joven albañil, desde lo alto de una cornisa me gritó muchas veces, llevándose las mano a embudo en la boca:

«Cafientéla! Ohè, cafientéla! La raspóna l’à pòst è barilòt in t è gabòì!».

Me tapé los oídos para no oírlo.

En aquel momento pasaba por la calle, a paso lento, Benja. Mantenía tranquilo la brida de su burra, que caminaba plácida, ritmando ruidosamente con los cascos.

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Sobre el carro, un negro barril se movía a cada paso, presumiendo de sus listones nuevos, brillantes como un diente que naciera en una boca cariada.

«¡Salud, Morena!». Me dijo cuando pasó a mi lado, elevando la barbilla, con la frente surcada por silenciosas gotas de sudor.

«¡Oh Benja!», grité, saltando con rapidez la cuneta y poniéndome junto al carro. ¡Benja, escucha: ¿qué quiere decir «La raspóna l’à pòst è barilòt in t è gabòì?», estallé.

¡Ya no podía más!

Se quedó largo momento, asombrado, con los ojos entornados. La burra, sintiendo la brida floja, se detuvo también ella, con la cabeza inclinada, como si meditase.

Yo esperaba con el corazón encogido.

Luego una sonrisa relajó la cara de Benja:

«La pava ha puesto el huevo en el nido», tradujo.

«¿Eso es todo?», pregunté incrédula y vagamente desilusionada.

«¡Eso es todo!».

Algo se había disuelto en mí y me sentía ligera, ligera:

Y entonces qué quiere decir también «slòma la cafientéla ‘cla pittiga par la viazànta», pregunté y, mientras hablaba, comencé a entender, como por encanto, aquel lenguaje secreto.

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Otro momento de reflexión y luego dijo triunfante:

Significa: «¡Mira, mira aquella chica que camina por la calle!» ¡Es la jerga de los albañiles, Morena!

«¡Muchas gracias Benja!» grité, volando detrás de mi pava.

Benja me siguió un instante con los ojos celestes; luego movió la cabeza y retomó lentamente su camino, pensando en cosas más importantes.

Poco a poco, el carro se hizo diminuto, y desapareció en una curva de la carretera, al sol.

Mi «pava» salió en ese momento del nido.

Aferré el huevo, ortigándome todo el cuerpo, luego miré arriba, hacia los albañiles que me parecieron por primera vez, pequeños y cansados, bajo la calima del sol del verano.

En las largas noches de invierno, Benja venía a nuestra casa, trayendo «Los Miserables», que leía a mis tías, «por capítulos».

Para la ocasión, la abuela Tuñina encendía la lámpara grande en el centro de la sala y el abuelo Tranquilo añadía un grueso tronco a la leña, que crepitaba, alegre, en la lumbre; la más joven de las tías preparaba sobre la chimenea un vaso y una media jarra de vino blanco, el que Benja prefería.

En tanto, llegaban, uno a uno, los vecinos, trayendo animación y olor a nieve.

Finalmente entraba también Benja, envuelto en una capa negra, con los ojos celestes brillantes de timidez y de complacencia.

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Todas mis tías se acercaban a él.

Benja, entonces, incómodo, se sentaba sobre el borde de una silla, sacaba el fascículo de «Los Miserables», acariciaba con dedos amorosos las esquinas, un poco arrugadas, se colocaba las gafas y se ponía a leer.

Yo contenía la respiración.

Mis primos bajaban la voz y se ponían a escuchar, con la boca abierta, como las mujeres que habían hecho un círculo alrededor de Benja.

Los hombres que jugaban a las cartas en la mesa, prestaban atención, sin que lo pareciese.

La parte que Benja prefería era «La Tormenta bajo un cráneo»; su personaje predilecto, Javert, el duro, el inflexible.

Y mientras las mujeres se deshacían en lágrimas frente a las vicisitudes del pobre Valjean, Benja encontraba palabras aladas para defender la obra de Javert, el puro, el representante de la ley.

Los hombres, entonces aburridos, volvían a gritar:

«¡Escoba!».

«¡Y yo te robo el rey de oros!».

«¡Pero los oros me los llevo yo!»

Afuera, el viento bora arremolinaba la nieve contra la ventana entreabierta, se arremolinaba gimiendo en la campana

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de la chimenea, hacía rugir la llama y chirriar las contraventanas mal cerradas.

Nosotros, los niños, no pudiendo seguir el hilo de la discusión, mirábamos fijamente, como encantados, el fuego y las rojas chispas. Entonces llegaba la abuela Tuñina y nos mandaba a dormir.

«¡A la cama, niños, rápido, que el quinqué se gasta!».

«¿Cómo es posible, abuela?» protestaba yo, petulante.

«¡A la cama! ¡A la cama!» insistía ella, poniendo las ascuas en el brasero y dándomelo por el mango largo.

«Se ve que nuestro aliento gasta más petróleo», aventuraba el buen Néstor, que era muy simple.

«¡Qué va!»

Subíamos la escalera de mala gana y descontentos, con las brasas que, reavivadas por el viento, brillaban en el brasero.

Con el calor, la vela se deshacía y la llama parpadeaba con cada bocanada de aire, salpicándome de gotas de cera caliente los dedos.

En la cama yo me quedaba mucho tiempo con los ojos de par en par, reviviendo mil veces la fuga del convicto Jean Valjean por los callejones negros de París, con Cosette entre los brazos.

En la otra habitación, en tanto, mis primos se peleaban en la oscuridad y formaban un lío del demonio.

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Desde hacía muchos años, Benja nutría una secreta pasión por la más joven y distraída de mis tías. ¡Pero no se lo dijo nunca!

Solo cuando explicaba «La Pía de Tolomei», o declamaba «Yo, Beatriz, soy quien te hace caminar», se dirigía a ella, entre un sumiso centelleo de gafas, con un tímido: «¿Qué dice, usted joven?».

Y la tía, no sabiendo qué decir, se echaba a reír a carcajadas, volviendo la cabeza.

Cuando llegado el otoño, el abuelo Tranquilo me mandaba al herrero del pueblo para que afilara la reja de arado oxidada, yo me alisaba, secretamente contenta, el pelo y partía al trote por senderos cubiertos de hierba.

Una vez llegada a la fragua, me detenía tímida en la puerta, con las manos detrás de la espalda, impresionada por los enormes yunques, por el fuego, por todas las herramientas que relucían, siniestras, en las esquinas oscuras.

Trabajaba en el fuelle el hijo del herrero, un chico negro, de mirada feroz, que se divertía haciéndome horribles muecas, a espaldas del padre, ocupado en martillear con fuerza la reja de arado al rojo vivo.

Entonces yo no resistía más y me escapaba hacia la luz del sol. Esquivaba los grandes caballos que se encabritaban, relinchando, mientras los herraban y me apoyaba en el alambre que dividía la parte del patio del herrero de la de Benja y esperaba allí, con el alma triste, a que mi reja de arado estuviese lista.

Benja, sonrosado de cara, con un gran lápiz sobre la oreja y el metro de madera saliendo del bolsillo del delantal gris, cepillaba la madera con gestos amorosos.

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Alzaba la cabeza resplandeciente y posaba sobre mí sus ojos celestes, contento de tener quien lo escuchara, empezaba a refranear:

«¡La gente es mala, Morena!».

Salían, de debajo de sus manos, las virutas rubias y caían al suelo, unas tras otras, suavemente.

Un silencio que se rompía solo por el relincho de un caballo.

Luego su voz se elevaba de nuevo, sosegada, sobre el chirrido del cepillo del carpintero:

«Recuerda siempre, Morena: donde alberga la ignorancia, allí reina la maldad».

Yo escuchaba, atónita, con un oscuro consuelo interior.

Benja callaba otro largo instante: luego, mirando el cielo, donde algunas nubes se deshilaban en una lejana promesa de lluvia, concluía con un suspiro:

«El hombre se mece en una barca pequeña. Su grano de sal le basta para sólo un pan. No levanta jamás la cabeza, no ve, no siente que un día vendrá la tormenta y no sabe que entonces, deberá estar listo para recoger las velas, antes del viento».

Y el viento se levantó, desde el límite del horizonte, devastador y llegó la guerra.

Pero Benja no pudo sentirlo.

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Ya se había ido, silenciosamente, en un pequeño ataúd de madera, tan brillante y pulido, que parecía haber salido de sus pequeñas manos amorosas.

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AMIGOSCuando Liliano nació, su abuela le puso una flor de geranio

en la boca, para darle el «don» de curar los ojos enfermos, con su aliento.

En su corazón, también soñaba con ser, algún día, un buen sacerdote. Lino creció entre pollos y pajares, acunado por su abuela con un pie, mientras, poniéndose las gafas, hacía grandes remiendos. Si gritaba fuerte, su abuela le daba un trozo de pan y Lino le daba vueltas asombrado entre las manitas, lo alzaba, llenándose los ojos de migas y pronto aprendió a morderlo, babeando feliz.

Cuando Lino empezó a gatear, tuvo como primer compañero un pato, dócil y amarillo; luego, cuando el pobrecito fue lo bastante grande para escaparse en cuanto él aparecía, tuvo un pequeño pavo, que murió de hambre y, al final, un cachorro grande que sobrevivió y soportó, paciente, frotamientos de orejas, patadas y tirones de rabo.

Su madre y su padre vivían en la ciudad, pero aprovechando que eran tiempos de guerra y los víveres estaban racionados, lo dejaron siempre en el campo, protegido por todo el amor de los abuelos y de Olga, la gorda. Lino tenía ya tres años cuando la abuela trató de hacerle comprender que mamá y papá habían muerto en un bombardeo. Lino la miraba con ojos claros y no entendía: ¡los había visto tan poco! Se olvidó pronto de ellos, y cuando la abuela le hacía rezar las oraciones, se quejaba porque se habían vuelto más largas. La abuela le tenía que prometer mil cosas para que las terminara:

«Sé bueno, Lino, repite conmigo: Ave María, Mater Dei…»

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El niño se volvía contra la pared y la plegaria terminaba en un murmullo desconsolado.

El día más bello para Lino era el domingo, cuando la abuela lo dejaba al cuidado, con miles de advertencias, de Joaquín el hijo del agricultor de al lado y se encaminaba hacia la iglesia, envuelta en el chal negro.

Lino adoraba a Joaqui y lo envidiaba porque era grande, conducía un carro con una burra verdadera y escupía muy lejos. Joaquín tomaba a Lino de un brazo, le daba una gran palmada sobre los delgados hombros y se echaban a correr hasta que caían rodando en la hierba, felices. Luego Joaquín iba al establo a cepillar la burra, silbando serio y Lino lo miraba, lleno de admiración: «Joaqui, engancha la Gina y llévame de paseo». «Ahora déjame trabajar, luego se verá». Y Lino esperaba paciente. Luego Joaquín enganchaba la burra al carro y gritaba a su madre: «Voy a pasear con Lino». «Recoge la hierba para los conejos y vuelve para dar de comer a los pollos». Subían los dos al carro, Joaquín gritaba: «¡Vamos, Gina!» y la burra se encaminaba tranquilamente por un sendero cubierto de hierba, deteniéndose en el cruce de cada sendero, arrancando furtiva alguna brizna de hierba, mientras Lino, ruborizado de gusto se aferraba al asiento con las manitas trepidantes. Luego Joaquín cortaba la hierba y Lino se zambullía gritando de gusto sobre los montones frescos y húmedos.

Volvía a casa sobre la hierba, con un tallo en la boca, debajo del gran sol. En el corral piaban los pollos hambrientos. Entonces Joaquín iba a coger el salvado al desván, lo mojaba con agua, agregaba a la pasta los restos de la cocina, las cáscaras de remolachas y llenaba «los cuencos» de los pollos y del cochino, que se tiraba a en plancha sobre el caldo, gruñendo con furioso rencor, cuando un pequeño pollo audaz se aventuraba entre sus patas, robaba una cáscara y escapaba a todo correr con su botín, seguido de otros gallitos hambrientos que le arrancaban el botín robado y se lo contendían a grandes picotazos. Lino aplaudía

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feliz y hubiese querido que la comida no se acabase nunca, interpretando quizás, también, el deseo de los pollos y, sobre todo, de los pavos todavía jóvenes, que se aventuraban hasta la puerta y dentro de casa, chillando desconsoladamente. Luego Joaquín y Lino reponían fuerzas con un pedazo de pan y una cebolla, o un tomate apenas recogido del huerto detrás de casa, aún caliente de sol, sentados en la valla con las piernas colgando. Entonces Lino escuchaba serio los proyectos que Joaquín para el futuro: quitar la maleza de la tierra entre los perales, plantar judías, cultivar un campo de sandías, comprar un perro guardián contra los ladrones de pollos.

Cuando la abuela venía a buscarlo, Lino se escondía detrás del pajar y Joaquín tenía que encontrarlo y jurarle que el próximo domingo estarían juntos de nuevo, para convencerlo a que se fuera con la vieja. Lino volvía a casa resignado y, por la noche, dormía profundamente, sin tener pesadillas y sin llamar desesperadamente a la abuela. Luego Lino enfermó: tuvo primero paperas, luego una mala bronquitis y estuvo un tiempo sin ver a Joaquín.

Un día, ya restablecido, estaba con una gran bufanda al cuello, al lado de la cancela, vio pasar al chico con la burra y trató de aferrarse a las rejas: «¡Joaquín, Joaquín! ¿Dónde vas? Llévame contigo». «¡Holá, Lino! ¿Cómo estás? Voy al molino». Pero la abuela corrió a disuadir a Lino, quien miró con los ojos llenos de lágrimas a Joaqui y Gina, que desaparecían en una nube de polvo.

Entonces la abuela para consolarlo, le enseñó a fabricar muñecos de barro y Lino, entusiasmado en su fiebre de creación, pasaba largas horas detrás de la casa amasando la arcilla él solo. Luego secaba sus divertidas figuritas al sol, todas en fila, sobre el alféizar de la ventana y, cuando estaban listas, se las vendía a la abuela, diciéndole que eran ángeles o santos: por un ángel media lira, por un santo una lira.

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Un día se cansó de hacer ángeles y se puso a hacer bolas, que luego lanzaba contra la pared, divirtiéndose mucho al verlas despachurrarse contra la piedra.

La abuela salió de casa para reprenderle y rogarle que se detuviese, con gestos y palabras. Lino, riéndose, continuó sus lanzamientos. De repente, falló el tiro y una bola golpeó la cara de la vieja que se llevó las manos a los ojos, con un grito. Lino huyó aterrorizado a través de los campos y se escondió temblando en un cañaveral: «¡He dejado ciega a la abuela!», tartamudeaba, castañeteando los dientes. Esperó un rato a que viniesen a buscarlo e imaginaba las penas más atroces.

Poco a poco, en el silencio de los campos su dolor se desvanecía; un tallo que se movía atrajo su atención, una mariquita moteada lo apasionó: sus sollozos disminuyeron; se puso boca abajo y comenzó a crear con pajas y terrones, obstáculos insuperables para las hormigas. No pasó mucho tiempo hasta que el susurro de las cañas lo adormeció.

Mientras tanto, la abuela con un ojo negro, se afanaba en buscarlo. También el abuelo fue al pajar, a la bodega; miró en el pozo, en la fosa del estiércol y a medida que el tiempo pasaba en inútiles búsquedas, su cólera se agigantaba y con la cólera también la preocupación. Olga, con lo gorda que estaba, corrió como pudo a avisar a Joaquín, que se unió a la búsqueda. Las voces se cruzaron en los campos, sobre los que descendía silenciosa, la noche.

Lino se despertó y, de golpe, lo sucedido le volvió a la mente: se aplastó lo más que pudo entre las cañas para que no lo vieran y mantuvo la respiración. Pero cuando oyó la voz de Joaquín, respondió impulsivamente: «¡Estoy aquí, Joaquín!», y lo encontraron. Cuando el abuelo lo agarró, se quitó el cinturón de cuero y lo golpeó rabiosamente, desahogando así su nerviosismo, en vano, la abuela lo tenía cogido por un brazo. «No lo hice

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queriendo», gritaba Lino, tratando de parar los golpes con las manos. Luego lo mandaron a la cama y, más tarde, llegó la abuela de puntillas con pan y una pera: «¡No me has hecho ningún daño, Lino! ¿Ves? No estoy ciega y el abuelo ya no está enfadado. Sé bueno, come la pera». «¡Vete! ¡No quiero verte, me gustaría que estuvieras ciega de verdad!», le gritó Lino, furibundo, y se puso mirando a la pared. La pobre vieja bajó temblando las escaleras.

Desde aquel día, el carácter de Lino cambió, se hizo rebelde y agresivo, hacía todo tipo de travesuras. La abuela pasaba largas horas sentada delante de la puerta hilando, murmurando plegarias en voz baja. Entonces Lino, si estaba de buen humor, se le acercaba: «¡Abuela, tengo que decirte una cosa al oído!» La viejecita, un poco sorda se estiraba y Lino le gritaba al oído una palabrota irreverente: «¡Hereje hijo del demonio!», balbuceaba la vieja, amenazándolo con la rueca y Lino huía riendo sarcásticamente. Solo cuando la vista de la vieja se debilitó, Lino cambió su actitud. Para complacerla, preparaba pequeños embudos de papel, los llenaba de azúcar y se los soplaba delicadamente sobre los ojos, que muy rápido se llenaban de lágrimas. «¡Mi niño bueno; tu virtud me hará curar!», le decía la viejecita toda aliviada.

Una tarde el abuelo fue al párroco para un consejo y decidió que Lino entrara en un internado: para el campo era demasiado débil y su carácter comenzaba preocuparle seriamente. El viejo no dijo nada a su esposa hasta que el párroco no le aseguró que todo estaba resuelto, que Lino habría estudiado y se habría labrado un buen futuro. Lino partió al amanecer con el abuelo, y la abuela, apoyada en Olga, lo siguió hasta el fondo del camino, llorando y dándole miles de consejos. Lino la vio así por última vez: una viejecita encorvada y negra a la luz del amanecer, con la mano en un gesto de bendición. Murió de pulmonía durante el invierno y a Lino lo dejaron ir a casa por el funeral. En aquella ocasión volvió a ver a Joaquín, que se había convertido en un chico robusto con grandes manos callosas. Se saludaron torpemente

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y después de un rato no supieron que más decirse. Al regreso del camposanto, Lino fue a ver la nueva conejera de Joaquín, que a toda costa quiso que aceptara una caja de membrillos: «Estos son buenos, en la ciudad no los encuentras así». Lino se llevó a la ciudad el recuerdo de una pequeña fosa oscura y un confortante perfume de membrillo.

Fue Joaquín quien le llevó, dos años después, la noticia de la muerte del abuelo. Lino lo vio aparecer en el parlatorio, con el sombrero en la mano, alto y grande, con la ropa un poco ajustada.

Entonces Lino visitó el pequeño cementerio y la casa nueva de Joaquín, que ahora tenía también luz eléctrica. Olga, quedando sola en la vieja casa, lloraba en silencio, con la cara en el delantal, un poco más gorda. Lino volvió al internado con el corazón en un puño. ¿Cómo podría ahora continuar los estudios? ¿Quién más le quedaba? Pero también esta vez la esperanza vino con el perfume de los campos: en un paquete que contenía las primeras peras de la temporada, un salami y un queso, encontró una carta de la tía Olga que, con su escritura grande e incierta, le contaba que había vendido la finca y la casa y que el párroco le había conseguido un buen puesto como cocinera con una buena familia en una ciudad de la Romaña: que él estuviese contento, que comiese, que dinero para la escuela, había. Lino se sintió muy agradecido y los recuerdos y las añoranzas le llenaron la mente.

Al cabo del tiempo, de la vieja casa de Lino no queda ni siquiera el rastro: en ese terreno han construido una fábrica de zapatos.

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LA MUDANZALuego vino una hermanita blanca, muy blanca, tan

distinta de mí que era morena y nudosa como una rama de vid y yo, a escondidas, la comparaba asombrada, con los recuerdos de las dos únicas muñecas que había tenido cuando era más pequeña: dos muñecas de madera con la cabeza de trapo y los ojos pintados con carbón, que una de mis tías, la más joven, me había hecho, una noche de invierno en el establo, mientras las otras hilaban y mi madre tejía, con la cabeza inclinada, haciendo pasar, veloz, la lanzadera brillante en el enredo de los hilos.

Desde hacía tiempo, el grupo de los niños se había reducido y algo había cambiado: ahora éramos solo cuatro traviesos y ni siquiera tan unidos.

Todos los demás, trabajaban con el abuelo, ya eran hombres y se observaban el mentón en el espejo, a escondidas, para descubrirse alguna pista de pelo incipiente.

Recuerdo que estaba poco con los otros chicos y que iba a espiar el sueño de mi pálida hermanita, en la cuna nueva de mimbre.

Recuerdo que iba a la escuela, caminando con los zuecos ruidosamente por los senderos cubiertos de hierba, con un pedazo de pan que se meneaba en la bolsa de cartón y que estaba cada vez más sola.

Algo cambió en mi familia.

Un día Gusto partió con dos carros de enseres, seguido de sus hijos y nietos.

El abuelo se había vuelto, día tras día, más intolerante.

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Una noche sentí a mi madre llorar.

Después empezaron a aparecer por la casa baúles y cajas: se llenaban grandes sacos, de prisa, por la noche, en silencio.

El abuelo, en esos días estaba encerrado en el establo y no comía.

Las tías más jóvenes lloraban, llevando en brazos, arriba y abajo por la escalera, grandes fardos.

Nos íbamos a una casa más pequeña – me dijeron – a una finca más pequeña, ahora que éramos pocos.

Nos íbamos el día de todos los santos, con una fila de carros llenos de enseres.

Delante de todos, el abuelo Tranquilo, con la cabeza baja, tiraba de los bueyes por el ronzal.

Detrás iban las tías y mi madre, con mi hermanita en brazos.

Por último, iba mi padre.

¡Entonces me di cuenta, por primera vez que, de veras, habíamos quedado pocos!

Cada uno había buscado su propio camino y se había ido, silenciosamente, a causa del abuelo.

El abuelo Tranquilo no se volvió a mirar la casa con las piedras corroídas por el tiempo, el patio sombrío por el peral gigantesco, la masa de paja rubia: pero me di cuenta, con sorpresa, que estaba encorvado: ¡un viejo!

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En la nueva casa no se sintió su voz autoritaria. Estaba casi todo el día en el establo y su mirada era extrañamente fija.

Solo cuando vino el tiempo de la cosecha, pareció despertarse de su letargo y por un día se convirtió de nuevo en el jefe: dio órdenes precisas, bebió vino genuino, incitó a mi padre con aire de desafío, saltó, en una competición, las gavillas.

Pero por la noche estaba agotado y avergonzado por sentirse mal, se fue a la cama silencioso y no quiso que nadie se le acercase.

Comenzó a declinar, despacio.

Ahora mi padre era el jefe de la familia. Una noche, las tías se fueron, una tras otra, a una casa nueva, después de que un hombre, con el traje oscuro de fiesta, viniera y se sentara en la escalera del cortijo, con una vara de hierba en la boca, a hablar en voz baja con el abuelo Tranquilo.

La tía elegida estaba ansiosa en el gallinero, para escuchar sin ser vista.

En aquel período me aficioné a la lectura.

Con el vientre en el suelo, debajo del manzano, hacía guardia para que nadie viniese a saquear las ramas y me sumergía en la lectura, rodeada de un buen número de manzanas, las más rojas que había encontrado.

Cuando terminaba el libro, el sol ya declinaba hacia el horizonte y los restos de manzanas diseminados por el suelo alrededor de mí, revelaban cuánto esa lectura había sido voraz.

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El abuelo Tranquilo estaba ahora en el establo, entre los pajares o detrás de la casa, haciendo cestas de mimbre.

La abuela Tuñina ya no estaba: había muerto pocos meses después de que el tío Ángel se hubiese ido, cuando aún vivíamos todos en la vieja casa del peral.

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REPARTIR EL PANVino la guerra y el abuelo Tranquilo volvió a su madriguera

del establo: cuando no estaba para arriba y para abajo, entre sus animales, con una guadaña en el hombro; estaba en una silla de paja deshecha, a los pies de un pesebre vacío, entre nidos de polluelos piando, fumando la pipa, absorto.

Una tarde de invierno mi padre, sentado en el suelo debajo del cobertizo, afilaba un hacha. Los patos, volvían pacíficamente del estanque, escoltados por un pato real y las gallinas subían ya, agachadas y silenciosas, la escalera del gallinero en el rojo del atardecer.

Mi madre se puso a su lado:

«En la cocina hay una persona; apenas es un hombre…» dijo.

Mi padre levantó sobre ella dos ojos interrogantes; mi madre continuó:

«Se entiende poco lo que dice: parece que viene de Francia, que necesita esconderse por esta noche… Va hacia los Valles, a ver a sus hermanos…».

«¿Le habéis dado de comer?».

«Lo está haciendo Dirce».

«Búscale ropas y mantas: dormirá en el establo esta noche». Y enseguida volvió a dar fuertes martillazos, mientras mi madre, aliviada, regresaba a casa. En la cocina, la tía Dirce había quitado del fuego la cacerola con las legumbres y verduras

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fritas en manteca de cerdo y una fuerte fragancia a cebolla se extendía por la cocina.

El desconocido, un niño de catorce o quince años, terminaba de comer su trozo de polenta, sentado sobre la piedra, en la chimenea, con la cabeza agachada y los cabellos rizados sobre los ojos. Yo cerca de él, con una rebanada de pan en la mano, esperaba que la tía Dirce hubiese vaciado la cacerola, para limpiar concienzudamente la salsa que había quedado en ella.

Cuando me puse a hacerlo, en el resplandor de la llama, el desconocido levantó los ojos hacia mí y me sonrió, descubriendo sus dientes blanquísimos.

Tímidamente le pregunté:

«¿Quieres?».

Él hizo señas que no, con la cabeza, mientras seguía sonriendo.

En ese momento, vino del establo el abuelo Tranquilo y se puso al lado de la chimenea, con la pipa en la mano. La tía Dirce tomó del fuego una brasa y se la posó en la pipa. El abuelo Tranquilo dio una bocanada satisfecha. Luego se volvió y vio al chico.

«¿Qué quiere?» dijo brusco.

«Pasar aquí la noche», respondió la tía Dirce.

«¡Entonces puede venir a echarme una mano en el establo!».

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Le hizo una seña apremiante y salió; el desconocido lo siguió, sumiso.

En el establo mi padre terminaba de llenar los pesebres; el chico quiso ayudarlo: tomó una horca y la metió torpemente en un montón de heno, pero sin conseguir levantar su enorme porción. El abuelo Tranquilo lo miraba fijamente, con ojos burlones.

«Es mejor que barra el establo», dijo mi padre.

El abuelo Tranquilo le acercó una enorme escoba de sorgo y el chico se puso a trabajar.

Mi padre sacaba, en tanto, el agua del pozo y llenaba el abrevadero; el abuelo Tranquilo, en su silla de paja rota, fumaba, escuchando el chirrido del cubo que iba arriba y abajo, en el pozo.

Después las vacas dejaron, de una en una, su pesebre, para beber en la verde cisterna. El abuelo Tranquilo se levantó y fue a colgar la linterna encendida encima del abrevadero.

El chico se había sentado sobre un pesebre vacío, con las manos colgando entre las piernas y la cara sobre el pecho.

Cuando los animales volvieron a su sitio, mi padre se sentó a su lado:

«¿Cómo te llamas?».

«Pierre».

«¿De dónde eres?».

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«Lyon. Francia…».

«¿Hace mucho que estás por aquí?».

El chico dijo que no, con la cabeza.

Estuvieron callados los dos, durante un buen rato.

Ahora las vacas rumiaban, tranquilas, a la espera del sueño; el abuelo Tranquilo fumaba siempre su pipa, envuelto en una nube azulada; su sombra se alargaba, parpadeante, en medio del establo.

Poco tiempo después, mi madre me mandó a llamarlos para la cena; vinieron los tres sin hablar. Al chico lo invitaron a sentarse a la mesa, entre mi padre y el abuelo Tranquilo; mi padre partió el pan, mi madre le llenó el plato, el abuelo Tranquilo le sirvió de beber, con una mano un poco temblorosa.

Nadie le hizo preguntas.

Había muchos desconocidos en aquellos tiempos: chicos hambrientos que, después del ocho de septiembre, vagaban por el campo en busca de un trabajo; soldados que habían tirado el uniforme, intentaban alcanzar, a pie o con medios de fortuna, sus familias lejanas; desahuciados que huían de las ciudades bombardeadas; jóvenes que llegaban a los Valles, preparándose para la Resistencia.

Y todos pedían, en voz baja, un refugio para la noche, algo de ropa, un pedazo de pan, un poco de vino…

La tía Dirce los recibía en el umbral, estrechándose a la cintura el gran delantal perfumado; los hacía entrar en casa, abría la artesa y les daba el pan y el vino, simplemente. Mi madre

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venía corriendo desde los campos para suministrarles ropa y mantas, simplemente.

Después de la cena, mi padre se puso a leer, en el pequeño halo de luz del quinqué, mientras mi madre atizaba el fuego para conseguir brasas; la cara enrojecida por la llama; mi hermanita rubia, mientras tanto se había encerrado, como siempre, debajo de la Singer, con la espalda contra el muro, el vestido cuidadosamente colocado sobre los pies, y se chupaba el pulgar, esperando el sueño.

Pierre, todavía sentado a la mesa, se miraba las manos, en silencio; a su lado, el abuelo Tranquilo se estaba adormilando con la barbilla sobre el pecho.

Luego mi madre subió al desván y un poco más tarde, bajó de nuevo con mantas. Entonces mi padre tomó la linterna y llevó al chico al establo. La tía Dirce quitó los platos de la mesa; luego encendió una vela y ayudó al abuelo Tranquilo a levantarse y a subir los escalones que crujían, mientras el viejo maldecía su reuma.

Poco después, mi madre llenaba con ascuas rojas el brasero, me daba el quinqué para que lo sostuviera, cogía en brazos a mi hermanita, que tenía la cabeza colgando y los ojos casi cerrados y nosotros también subíamos, despacito, por la escalera de madera.

Mientras mi madre estaba inclinada, calentando las camas y mi hermanita estaba sentada sobre la colcha roja, quitándose hábilmente zuecos y calcetines para deleitarse, como siempre, en la contemplación de sus diminutos blancos pies; yo me acerqué a la ventana, abrí despacito la contraventana y miré hacia abajo, hacia el establo, donde una luz rojiza, aún brillaba detrás de la ventanita empañada.

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«Ven», dijo mi madre.

Cerré la ventana y me metí en la cama, con frío, encogiéndome en el breve calor creado por el brasero, mientras mi madre me remetía las mantas y salía, con paso ligero, llevándose el quinqué.

Me quedé mucho tiempo despierta, en la oscuridad, escuchando el silencio de la noche y pensando en Pierre, que dormía sobre la paja, con la respiración rítmica de las vacas.

A la mañana siguiente, me desperté muy temprano y bajé la escalera aún medio vestida. Un quinché estaba encendido sobre la campana de la chimenea y mi madre, inclinada encendiendo el fuego, tosía con cada áspera bocanada de humo que salía de debajo de las ramitas húmedas. Me puse de rodillas sobre la piedra de la lumbre y empecé a reavivar la llama con el abanico de plumas de pava, sobre el que, el tragón de Néstor había escrito con carbón, un lejano día: «Viva la chuleta».

Mi madre se volvió y me lanzó una mirada rápida:

«Átate la bufanda alrededor del cuello: hace mucho frío», dijo.

Poco tiempo después apareció la tía Dirce, que empezó a poner en orden la cocina. Y por fin, la llama surgió, vívida, en la candela y todo se iluminó y comenzó a hervir y a crepitar.

«Pon la mesa también para el chico», dijo mi madre.

Y yo me puse a hacerlo, con rapidez.

Cuando la luz del día volvió inútil la luz roja del quinqué y la mesa exhibió la fiesta de sus tazas de mayólica con flores, de

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la jarra de leche humeante y se expandió en la gran cocina el olor de la polenta y de la salchicha recién asada, mi madre dijo:

«Ve a llamarlos».

Corrí hacia el establo con alas en los pies: Pierre, estaba de pie cerca de Rosa, una vaca que había parido hacía poco, y miraba el ternerito que mamaba con furia; mientras el abuelo Tranquilo sujetaba a Rosa por la cuerda; más allá, mi padre cepillaba la burra.

«La comida está lista», dije, deteniéndome a la distancia, atemorizada.

Vinieron detrás de mí y se sentaron a la mesa, en silencio; la tía Dirce les sirvió; mi madre en tanto, terminaba de vestir a mi hermanita, la cual miraba fijamente las llamas con ojos encantados. Luego, la tía Dirce salió al patio, con el delantal lleno de maíz para los pollos; mi padre y mi madre se dirigieron a los campos y el abuelo Tranquilo regresó al establo a echar un vistazo a su ganado y a echarse una siesta.

Sola con Pierre y sin saber qué hacer, me acerqué a la entrada, cogí la mano de mi hermanita y miré hacia afuera. Un momento más tarde, Pierre estaba a nuestro lado y, también él, miraba fijamente el prado blanco por la helada, los arabescos de la escarcha sobre setos de espinos, los largos carámbanos que la noche había colgado en cada canalón.

«Hermoso», murmuró mirándome a los ojos con una sonrisa.

Hice seña que sí, emocionada, y un calor extraño se me encendió en el pecho.

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Entonces Pierre agarró a mi hermanita, la levantó en el aire, se la puso a horcajadas sobre sus hombros y comenzó a trotar con ella en medio al prado, cantando:

«Cott, cott, cott; q’y-a-t’il de neuf? La poule fait l’oeuf».

La niña agarrada a sus cabellos rizados, reía a carcajadas.

Pierre volvió hacia mí, sin aliento, deslizó de su cuello a mi hermanita, las mejillas rosadas por la carrera y los dientes y ojos que le brillaban.

«Yo también petit soeur, hermanita, Régine…», dijo.

Regresamos los tres al calor de la cocina: yo tomé un pedazo de cartón y volví a recortar muñequitos para mi hermanita.

«¿Cómo llamar, vosotros, a esas?», preguntó Pierre, indicando las tijeras.

«Tijeras. Pero en dialecto se dice tusúr».

«¿Tusúr?».

«¡Sí, tusúr, tijeras!».

Pierre movió la cabeza:

«Para nosotros, en Francia, tusúr es otro. ¡Para nosotros, esa es «ciseaux»!»

Me eché a reír:

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«¿Zizón? ¡Pero no! ¡Zizón es ese que está allí!» Y acercándome a la ventana le indiqué el pato real que, erguido en el prado, con sus ojos selváticos vigilaba su cortejo de patos.

Pierre se volvió hacia la lumbre y trazó con un dedo, en la ceniza, una larga línea que se perdía entre las brasas:

«Para nosotros tusúr, es una cosa así, sin fin…». Amplió los brazos, para expresar mejor el concepto y repitió: «¡Sin fin!».

«¿Quieres decir «siempre»?», pregunté asombrada.

«¡Siempre!», confirmó sonriendo.

Callamos los dos, absortos y en el silencio de la clara mañana, se escucharon, nítidos, los golpes de hacha de mi padre que cortaba un olmo.

«Siempre… Tusúr…», murmuré.

La tía Dirce vino del establo con un pollo ya desplumado, estaba enfrascada en la cocina y nos mandó fuera, a darles de comer a los conejos.

Salimos juntos, Pierre y yo, y por primera vez, para mí fue una fiesta llenar de heno las jaulas: uno junto otro, de pie, miramos largamente los animales que roían, contentos; luego Pierre le quitó a una coneja una flor de trébol disecado y me la colocó, con un gesto tímido, entre los cabellos.

«A toi, mon amie», dijo.

Contuve la respiración, incapaz de hablar.

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Poco a poco mi madre se acercó a nosotros con una brazada de ropa y acompañó a Pierre al establo. Cuando el chico reapareció, vestido de pies a cabeza, de repente me pareció ver en él al tío Ángel. Pierre se puso a mi lado y me hizo una reverencia caballerosa. Nos echamos a reír los dos. Mi madre, de pie junto al portón del establo, nos miraba en silencio.

Llegó la noche, rápida y furtiva; Pierre me ayudó a encender los quinqués; luego vino conmigo a la bodega a transvasar el vino. Mientras yo estaba inclinada poniendo la jarra debajo del grifo se puso a mi lado y dijo, en un aliento:

«Yo ahora… partir».

Me puse de pie con un nudo en la garganta:

«¿Partir? ¿Por qué?»

«C’est la guerre… Mis hermanos partisanos en Valle… Yo aller, ir con ellos…».

«¿Pero tu padre, tu madre, tu familia…?

Pierre movió la cabeza, tristemente:

«Père e mère muertos. Pequeña Régine con hermana mayor, Annie… Y yo con ellos, en Valle…».

Una oscura desesperación se me metió en el pecho.

Pierre me tomó las dos manos:

«Tú mon amie, toujours, mon amie».

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Entonces me abracé a él, hundiendo la cara en su abrigo, que tenía olor a membrillo.

Posó una mano sobre mi cabeza y me apretó contra su pecho, tiernamente, luego me levantó la cara y me miró a los ojos:

«Toujours», repitió.

Un riachuelo encarnado, se desbordó silenciosamente de la jarra y mojó nuestros pies.

Me precipité a cerrar el grifo.

Fuera, una luna clara brillaba, fría en el cielo límpido, y la sombra de una carreta y de un rocín nervioso se reflejaba, nítida, delante de la casa.

«Ha llegado Pablón». Pensé: «¡Lo ha mandado a llamar mi padre para que se lleve a Pierre!».

Corrí hacia casa: Pablón, el carretero, un viejo gigante de gruesa barba blanca, se calentaba las manos en la llama de la lumbre.

«Noches de sabañones, estas, Morena!» me dijo, viéndome aparecer.

Los preparativos fueron rápidos y silenciosos: mi padre ayudó a Pierre a meterse un abrigo militar; mi madre le envolvió una bufanda alrededor del cuello; la tía Dirce le dio una cesta con comida. Pierre se lo agradecía, emocionado y incómodo. Luego salió, detrás de Pablón y el abuelo Tranquilo se colocó en la entrada de la puerta, chupando bocanadas enfadadas de su pipa, mientras mi madre levantaba alto el quinqué; yo con las

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manos juntas contra el pecho, lo vi subir a la carreta, al lado del viejo, darse la vuelta hacia nosotros, alzar el brazo en señal de despedida.

Pablón dio una voz al rocín, que sopló, exhalando por la nariz una nubecita de vapor y se puso en marcha, desapareciendo de repente detrás de la casa. Chirriaron todavía las ruedas sobre el sendero helado; un perro aulló en la lejanía y parecía que llorase; luego todo fue silencio en la noche clara. Regresamos a casa, con frío, sin hablar; en silencio la tía Dirce atrancó la puerta; en silencio nos sentamos a la mesa.

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UN PUÑADO DE TIERRACuando en nuestra casa se instalaron los alemanes, el abuelo

Tranquilo no quiso salir más del establo, ni siquiera para comer.

Mi madre le llevaba su cuenco, su vaso y el viejo preguntaba malhumorado cuándo se largarían esos malditos «Tuñí»6.

Cuando el frente aliado se detuvo en Senio y los alemanes nos quitaron los caballos y masacraron vacas y terneros, el abuelo Tranquilo no salió más de su habitación.

Se pasaba los días en la cama, contando las vigas y golpeaba el suelo con un bastón cuando quería algo.

Mientras tanto, las granadas acribillaban los campos.

Mi padre había sido reclutado por una patrulla alemana y obligado a demoler, con otros hombres, las vías del ferrocarril.

De noche, en cambio, trabajaba construyendo un refugio, en el lecho seco de un canal de drenaje, cubriéndolo con palos y fardos de paja.

Bajamos todos en cuanto se terminó, excepto el abuelo Tranquilo, que permaneció arriba, con el sombrero en la cabeza, gritando que quería morir en su cama.

Llegaron los aliados para desfondar la línea del frente y hubo un bombardeo intenso sobre toda la zona. Los pocos alemanes

6] «Tugnì»: de origen incierto. Así se les llamaba, en la Romaña, a los alemanes durante la guerra.

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en fuga respondían, de cuando en cuando, con breves descargas de ametralladoras.

Grupos de soldados dispersos vagaban por el campo y pedían de beber, de comer y caballos.

Mi madre había amasado y cocido durante todo el día el pan, entre una granada y otra, en el horno un poco destruido por una bomba.

¡Los soldados querían beber y seguir bebiendo!

Entonces mi madre se tiró al suelo, a gatas, a través del patio y fue a la cabaña de los barriles.

En aquel instante una granada alcanzó de lleno la bodega.

Mi padre se lanzó entre las ruinas: encogida, detrás de una cuba acribillada de gravilla, empapada de vino y de polvo, mi madre sollozaba, ilesa.

Luego llegó la calma, un silencio de pesada espera, bajo un sol cegador en el cielo inmóvil.

Una nube de polvo envolvía un caballo destripado, ya atacado por las moscas, cercano a la fila de los manzanos en flor.

Corrimos arriba, hacia el abuelo Tranquilo.

Una astilla, que entró por la ventana, se había clavado en la pared, detrás de su cabeza: el abuelo Tranquilo había limpiado la almohada y las mantas de la lluvia de escombros; había hecho un montoncito y ahora, en el silencio repentino, dormía.

Después de la liberación, el abuelo Tranquilo bajó de su cama. Estaba muy débil y se sentaba largas horas al sol, entre los polluelos.

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Una vez al día, con pasos lentos, iba a la fuente del pueblo a coger agua para beber, con una cesta de botellas.

Por la noche, la tía Dirce lo llevaba a la cama y lo dejaba quejarse, pacientemente.

Luego iba a meter los pollos en las jaulas, mientras mi madre comía un bocado, de pie y mi padre cenaba, leyendo el periódico apoyado en una botella que tenía delante.

Mi hermano menor, nacido durante la guerra, terminaba de dar golpes repetidamente con la cuchara sobre su trona y se dormía en la mesa; mi hermana, sentada en el umbral, con las rodillas entre las manos, miraba la luna entre los álamos. Yo los llevaba a la cama a los dos, mientras mi madre iba, a la luz de la luna, a cortar una brazada de hierba para los conejos, y mi padre doblaba la cabeza sobre el brazo, en el pequeño círculo de la lámpara, donde iban a morir las mariposas nocturnas.

Cuando volvía, mi madre me mandaba a la cama con una cansada caricia, que sabía a hierba y a rocío.

A las cuatro de la mañana mi padre se despertaba.

Yo bajaba, adormilada, y esperaba bostezando, sentada al borde del abrevadero, que mi madre acabase de ponerle el yugo a la Rosa y a la Bartona, las únicas vacas que nos quedaban.

Cuando salía el sol, la niebla humeaba sobre los campos, y los gallos se llamaban de un corral a otro: la hierba brillaba por el rocío y el aire helaba.

Yo estaba enfrente de las bestias, mi madre las incitaba con la voz y con la pica, mi padre agarraba fuerte el arado.

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Los terrones resplandecían; las vacas seguían mansas, mi paso. De vez en cuando yo tropezaba con algún hierbajo.

Más tarde llegaba la tía Dirce por el sendero, con el pan fresco y el salami en grandes lonchas, bien colocados en la cesta. Comíamos sentados en el suelo, junto a las vacas que rumiaban.

Temblaban los tallos, mil insectos se ponían a pulular, mientras el sol subía sobre nosotros.

Mientras tanto, en casa, el abuelo Tranquilo afilaba pacientemente los bastoncitos que le daba a mi hermano, para jugar; luego, cuando el temblor de sus manos se hacía demasiado fuerte, se detenía; fijaba, entonces, su mirada lejos, más allá del patio estrecho, más allá de la masa de los álamos y acariciaba lentamente un puñado de tierra, en la palma de la mano.

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POSTURAS DIFERENTES«Viejos como sois ¿quién os cuidará si enfermáis? ¿Los

vecinos? ¡¿Qué vecinos, si el pueblo está a cinco kilómetros y las casas de los campesinos, en la zona, están casi todas abandonadas?! ¡Y luego, en invierno, en esta choza solitaria, sin luz eléctrica! ¡Alrededor tierra y tierra! ¡Habéis quedado solo vosotros!

El hombre miraba a su hija, la mayor, que estaba casada y vivía en la ciudad. Comenzó a hablar, pero después se arrepintió, y no dijo nada más.

«Entonces ¿Qué tenéis intención de hacer?». Insistió la mujer, viéndolo perplejo. El padre levantó el sombrero con el pulgar, se rascó la cabeza con los otros dedos, se acarició la barbilla, gris de barba sin afeitar.

«Sí, ya veremos. ¡No nos vamos a morir ahora! Luego debes hablar también con tu madre. Yo… ¡Yo ahora tengo que ir con mis animales!».

«¡Vosotros tres sois todos iguales!», le gritó por detrás la hija, «¡siempre dispuestos a esquivar la responsabilidad! ¡Ya veremos, ya veremos y porque ya se sabe que conseguís nunca nada!». Las últimas palabras le llegaron cuando estaba ya en la puerta del establo. La cerró despacio y la penumbra cálida lo envolvió tranquilamente.

Echó una mirada a las vacas, que lo buscaban volviendo la cabeza:

«¡Voy, voy!». Tomó con ímpetu bastante cantidad de heno y llenó un pesebre; el animal metió la cara dentro.

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«¡Lo sabe todo ella! » rumiaba el hombre entre dientes, yendo arriba y abajo con la guadaña sobre el hombro: «¡Marcharnos! ¿Y cómo? ¡Pregunto yo! ¿Y adónde? ¡A la ciudad! ¡Muchísimas gracias! ¡Pero yo no quiero ir a la ciudad! ¡Yo me quedo aquí! ¡No me importan nada las comodidades!» Escupió con rabia en el suelo: «¡Sí, díselo! ¡A ver quién habla con ella! Es terca como una mula y saca ciertos temas que te confunden… Pero ¡qué cerebro! Siempre fue así desde pequeña. «¡Quiero esto, quiero lo otro! ¡Quiero ir a la escuela!» ¡Y lo ha conseguido! Se iba cuando había una escarcha así, en bicicleta, con las llantas sin cubiertas… Eh, era una suerte, en aquel tiempo, encontrar aunque fuese sólo el esqueleto de una bicicleta!».

Las vacas rumiaban en la oscura sombra, acariciándose los flancos con la cola. «¡Vaya, vaya que nos hemos sacrificado! ¿Y ahora? «¡Haced esto, haced aquello!» ¡¿Qué es que yo no se lo que hay de hacer?! «¡Dejar todo!» ¡Se dice pronto! ¡Pero yo he cavado esta tierra con mis manos, desde que era tan pequeño que no se me sujetaban ni los pantalones! Trabajar, trabajar con mi padre ¡y ay de mí, si me quejaba! ¡Nosotros respetábamos a los viejos!

Pero como se quedaba el pobre Nunón cuando ella, tomando la calle gritaba: «¡Abuelo, he hecho un problema con nueve operaciones! ¡He sido la primera en terminar!» Y él decía que sí, con los ojos brillantes. O cuando luego, ella le ponía en el bolsillo la pipa de porcelana y el cucurucho con hojas de tabaco: «¿Qué es esto?» decía brusco, pero se veía que estaba contento».

Se escarbó un diente con una palillo, pensativo:

«¡Después de ella, también su hermana quiso ir a la escuela! «¡esa no va a ser buena en nada!» suspiraba el abuelo, tomándosela con Fragulí, el perrito blanco, alto un palmo como ella, cuando iba a cortar las plantas de sorgo. ¡Y ella, callada, callada, seca como una mala hierba, lo miraba todo y luego escribía páginas que dejaban a todos con la boca abierta!

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«¿Cuándo vas a ser profesora?» Le preguntaba siempre Nunón. ¡Pobre viejo, ha cerrado los ojos antes!... ¡Pero al menos ha muerto aquí, en su tierra!».

La noche se volvía densa sobre las espaldas de los animales.

Buscó la linterna de petróleo, batalló con un fósforo frotándolo contra el muro, maldiciendo el reumatismo.

La mecha humeó incierta, la luz enfrentó tímida las sombras, fue rechazada, se redujo a un pequeño círculo, colgada de un clavo.

«¡He tenido suficiente!».

La voz del hijo, un chico ardiente con manos grandes y frente baja, se alzaba ruda: «¡Qué vida: mi padre va al mercado una vez al mes; la tía Mece visita el Cementerio el Día de los Difuntos! ¡Qué animación!».

La madre, con la cabeza inclinada, atizaba la llama en la lumbre.

«¿Y usted? ¿Está contenta, usted, de hacer kilómetros y kilómetros cada día, empapada hasta los ojos solo por un bidón de agua?».

La mujer alzó dos ojos llenos de lágrimas, culpando al humo que soplaban las malas hierbas húmedas; se pasó el pañuelo sobre el rostro ardiente y:

«Es por tu padre», dijo despacio. «¿Qué haría en otro sitio? Nosotros somos buenos solo para trabajar la tierra…».

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«¡Y para pasar hambre! ¡Pero ya basta! ¡Ahora estamos nosotros aquí!».

«¡No, no, eso no! ¡Mientras tengamos buenos brazos queremos trabajar! Vosotros los jóvenes debéis pensar en vosotros. Estamos bien aquí, no nos falta nada. Justo ayer he vendido los conejos, tenemos muchos huevos… Podemos comprar de todo…».

«¡Sí, también la luz eléctrica, la calle asfaltada, el sol cuando esa maldita lluvia os arruine la cosecha!».

«¡Pero no estamos mal! Hay quien está peor… Si tu padre se curara la hernia… Díselo tú también».

«¡Ah, pero vosotros lo hacéis adrede eso de cambiar de tema! ¡De todas maneras haced lo que queráis, pero yo aquí, a este agujero no vuelvo más! ¡Yo me quedo en la ciudad, donde una persona encuentra trabajo, pero también diversión y donde las chicas no tienen cara de gallinas!».

Salió, dando un portazo y la madre escuchó con el corazón encogido el ruido sordo de sus pasos en la escalera.

«…Y cuando vuelvo a casa en invierno…» en el silencio le llegaba de repente la voz aguda de la hija menor, que se desahogaba con la tía en la habitación de al lado. «Una vez que llego a la calzada tengo que proseguir a pie, metiéndome en los charcos, porque los taxistas se niegan a traerme hasta aquí. Incluso anoche, Poldo, el viejecito un poco encorvado, que me trae siempre a casa desde la estación, me ha abandonado de mala gana antes de la curva: «Yo no vengo a empantanarme hasta las orejas, señorita. ¡precisamente he lavado el coche esta mañana!». ¿Qué le podía decir? ¿Que estaba equivocado? Hubiera respondido que la nuestra es una familia de locos, que prefiere pudrirse aquí, antes que aceptar ayuda de los hijos.

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¡Que, mientras que otros caminan hacia adelante, ellos disfrutan rodeandose de privaciones!».

La voz de la chica se hizo estridente; poco después la sintió llorar, con la cabeza entre las manos.

Ya había caído la noche.

Después de tantas palabras, la casa se había quedado en silencio.

Los tres hermanos, sentados junto a la lumbre, malhumorados, sentían escalofríos en cada ráfaga de viento que se colaba por la puerta, cuando entraba o salía alguien.

La llama rozaba la olla susurrando, se reflejaba en largas sombras sobre el muro.

El padre todavía estaba en el establo: se oía, de cuando en cuando, su voz incitando a los animales, monótona.

Las mujeres parloteaban traficando en la cocina.

Hacía mucho tiempo que se hablaba de eso en casa, cada vez que llegaban los hijos, por las fiestas. Los ánimos estaban turbados; la disputa había alcanzado un punto alto, sin arañar lo más mínimo la firmeza de los tres viejecitos, que se aferraban a su pequeño campo, obstinados: ¡no, no, no querían irse, estaban bien allí y querían morir en su tierra!

Los hijos, impotentes, habían llegado a las palabras mayores:

«¡Sois unos verdaderos cavernícolas!».

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«¡Bueno, ya vale con vuestras manías!».

«¡Vais a morir como perros, sin que nadie venga ni siquiera a avisarnos!».

Ahora estaban todos silenciosos y un sutil malestar los aislaba. Los tres hermanos no veían la hora de irse.

En la mesa, comieron solos, a la luz de la vela, que se deshacía sobre la chimenea; luego cogieron un brasero lleno de rojas brasas y se fueron a la cama.

A la mañana siguiente partirían temprano.

Se quedaron solo los tres viejos, comieron un bocado en silencio, cerca de la lumbre, mirando fijamente las rebanadas de polenta que se asaban en las llamas. Luego, la madre preparó para sus niños, sobre la tabla de amasar, un hojaldre que extendió para que se secara, de color oro, sobre el áspero mantel que olía a limpio. Por la mañana, lo habría cortado en muchas tiras pequeñas y, a escondidas, habría llenado un saquito, con algún huevo fresco, para poner en las bolsas de los hijos.

Y la casa se adormeció, pequeña, debajo de los grandes álamos negros. Durante la noche, un poco de nieve se posó sobre los manzanos y los pajares pero, al amanecer, el cielo se presentaba claro y sereno.

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CRECEN LAS DUDASDespués de un breve, escueto, intercambio de saludos,

los tres hijos partieron juntos hacia la ciudad. El rugido de los motores permaneció un poco en el aire, luego se esfumó; en el umbral de la casa, ahora tranquila, los tres viejos no sabían si apesadumbrarse por encontrarse solos o sentirse aliviados por la calma.

Se miraron a la cara un momento y cada uno volvió a su trabajo.

El hombre entró en casa y, poco después, con paso decidido y los zuecos llenos de barro, lanzó sobre el fuego un pedazo de tronco enorme, incrustado de hielo, que crepitó cuando las llamas lo lamieron con unas largas lenguas ondulantes. Luego, el fuego estalló, rugió potente y escaparon las chispas hacia arriba, por la campana.

El hombre se frotó las manos nudosas: «Se está bien aquí ¿Verdad, vieja? No nos falta leña para calentarnos».

La mujer dijo que sí, sólo con los ojos.

En la cocina, mientras tanto, la tía Mece se quitaba despacio el vestido de lunares que la sobrina más joven le había llevado. Se puso su cómodo delantal sin edad y salió fuera, al aire que fresco la envolvía, llamando a voces a los pollos que se precipitaban con las alas abiertas, hambrientos.

Después de un instante de vacilación, el hombre se quitó la chaqueta un poco estrecha, se puso de nuevo su zamarra y: «¡Bien, vieja, ya es hora de ir a nuestros árboles de peras! ¡Brrr, qué escarcha esta mañana!».

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¡Salió haciendo retumbar los zuecos: se sentía de nuevo el dueño!

Su mujer lo siguió, benévola, atándose los extremos del pañuelo bajo la barbilla:

«Estoy lista».

Y el tiempo volvió a deslizarse como siempre sobre sus espaldas inclinadas.

Ninguno de los dos quería volver a hablar de la discusión que habían tenido con sus hijos, pero había una clara aprehensión en sus caras.

«Pero, Ñoti». La mujer habló, por sorpresa, con los ojos bajos, golpeando rápida con la azada, «una casita en las afueras, con un poquito de tierra alrededor…».

«¡Ya te han llenado la cabeza! ¡No, no y no! ¡Yo quiero morir aquí, maldito diablo!».

Levantó la azada con violencia y se fue a trabajar, cabreado, al otro extremo del campo. «Una pequeña casa», murmuraba dirigiéndose al mango de la herramienta, «Y tal vez un huertecito y geranios en la ventana… ¡Las mujeres! ¡No tienen cabeza! ¡Como si en las afueras de la ciudad hubiera todavía tierra! ¡Se comieron toda la tierra! ¿Y ellos, los señoritos? ¿En las afueras? ¡Nunca! ¡En el centro, debajo de las torres, en el ruido! ¡Ni siquiera soy dueño de morir donde quiero, soy como un cerdo maldito!».

La azada deshacía los terrones. Su mujer, al otro lado del campo, trabajaba encorvada con el pañuelo cerca de los ojos.

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«¡Qué vieja está!», pensó el hombre mirándola, y sintió que, de repente, su cabeza entraba en cólera. Luego las fuerzas lo abandonaron y tuvo que apoyarse en la azada para recuperar el aliento.

Con el tiempo, en sus iracundos soliloquios se insinuó un atisbo de indecisión que fue poco a poco atenuando la pura violencia. Comenzó a poner el oído con cierta aprehensión para entender las palabras que las dos mujeres se susurraban en la cocina. Una noche sintió que su mujer le decía a su cuñada:

«¿Qué quieres que te diga, Mece?: quizás tengan razón. Antes yo no hablaba de eso, ¡lo que escuchaba era no y no! Ahora, en cambio, me parece…». La voz se perdió en un parloteo indistinto desde el que emergían de repente: «Se podrá trabajar también allí… para plantar algunos tomates… un gallinero…».

Entonces el hombre cerró la puerta a sus espaldas, haciendo mucho ruido y las dos mujeres se callaron. Aquella noche no consiguió dormir. Su mujer, sintiéndolo moverse en la cama, no le preguntó qué le sucedía, fingió dormir, escondió la cara en la almohada y lloró.

A la mañana siguiente, frotándose los dedos deformados por la artritis, él dijo mirando la llama: «Debemos quemar toda la madera e incluso el cobertizo… si realmente habéis decidido dejar este lugar».

Las dos mujeres se miraron a la cara, perplejas.

El hombre, cabizbajo, con un palo trazaba unos círculos sobre las cenizas.

Durante días, ninguno habló más del asunto, pero la idea funesta rondaba entre ellos, palpable.

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Una tarde, ya febrero se iba, y a lo largo de las orillas estallaban, impacientes, los primeros brotes, llegó el hijo en un coche.

Se bajó del coche una chica morena, un poco vistosa, que se presentó riendo como «la amiga del oso».

«¿Cómo es eso?».

La madre, confundida, se secaba las manos en el delantal.

«¡Hoy he hecho fiesta, Ma’!».

«¿Y tu trabajo?».

«¡El jefe me ha dado un día libre y mi casera se ha tomado unas vacaciones conmigo!».

Mientras decía esto, le dio una palmada sobre la mejilla y la chica sonrió.

La mujer los miró atemorizada, luego corrió hacia Mece que estaba en la cocina y juntas se afanaron en preparar algo decente para esos dos, que venían de la ciudad.

El padre se había escondido en el establo, entre sus animales.

«¿Es tu novia?», preguntó en voz baja la madre, mientras la chica estaba fuera, en el escalón con Mece.

«¿Quién? ¡¿Esa?!».

«¿No es una buena chica?».

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«¡Buenas chicas Ma’ ya no quedan!».

«¿Y la llevas contigo, a dar vueltas en tu coche?».

«¡Es ella, en todo caso, la que me lleva a pasear a mí! ¡El coche es suyo!».

«Ten cuidado con lo que haces, hijo. ¡Por favor, deja a las mujeres!».

«¡Ya no soy un bebé, Ma’; sé arreglármelas solo!».

Viendo su cara consternada, la abrazó por los hombros, la abrumaba con su estatura alta, le hizo dar una vuelta de baile, mientras la mujer se apartaba; luego se inclinó ante ella y desapareció silbando.

La madre lo escuchó un momento después llamando en voz alta a la chica y se quedó con el corazón encogido de ansiedad.

Poco después, mientras ella y el marido trabajaban con la azada bajo una hilera de vides, los vio persiguiéndose uno al otro en el pajar entre los montones de heno, alborotando.

La chica se lanzó sobre él, él la agarró y rodaron por el suelo rasguñándose.

El padre hizo el gesto de quitarse el cinturón y de correr hacia ellos.

Su mujer lo contuvo por un brazo:

«¡Para, Ñoti: ya no es un niño!».

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«¡Un látigo, un látigo, o una azada, desgraciados!».

Cuando se giraron, los vieron caminar tomados de la mano, a lo largo de una cuneta llena de hojas mojadas.

«¡Son chicos, Ñoti!».

«¡Chicos, chicos! ¡Son unos vagos, son! ¡Ves, qué cosas tan bonitas enseña vuestra ciudad!».

Los dos partieron cuando se hacía de noche, acompañados de las advertencias ansiosas de los tres viejos:

«¡Tened cuidado: id despacio, por el amor del dios!».

«¡No os detengáis por la calle!».

«¡Trabaja!».

Esta última palabra el padre la grito autoritariamente y el chico se rió; pero quizás no lo habría oído ni siquiera, porque ya había subido la ventanilla.

«¿Habrán llegado?».

La voz del marido la cogió de sorpresa: ¡ÉL tampoco duerme!

«Pienso que sí».

«¿Qué te dijo?».

«¿Sobre la chica? Que no hay nada serio…».

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«Entonces ¿por qué la lleva a dar vueltas?».

«Ahora se hace así…».

«¡Así un cuerno! ¡No me gusta! ¡Va por mal camino! ¡Tiene que trabajar, no correr detrás de las faldas!».

«Siempre ha sido un chico difícil, incluso cuando era un niño, ¿recuerdas?».

«¿Difícil? ¡Siempre ha sido una peste! ¡Para no ir a la escuela metía la bolsa en el canal y colgaba los cuadernos en el peral!».

«Sin embargo, siempre ha aprobado».

«Sí, sí; defiéndelo; pero él no ha querido continuar los estudios; como han hecho sus hermanas, no ha querido ser campesino, ¡no ha tenido nunca ganas de hacer nada!».

«Le gustaba la mecánica. Ahora tiene un buen trabajo y su jefe lo estima…».

«¿Será verdad? ¡Yo no estoy tranquilo! Tengo bien claro que si no lo vamos metemos en vereda, con ciertas mujeres a su alrededor, ese se juega no solo el puesto!».

«¡Y sí, lo intentaremos! Allí también encontraremos trabajo: ¡todavía no estamos como para que nos metan en el asilo!».

«¡No, al asilo jamás! ¡Quiere decir que cuando ya no sirvamos para nada, algún santo nos llevará!».

Consolados por esta decisión, se durmieron.

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La vela, apagada con los dedos, expandía por la habitación un familiar olor a cera.

Las tranquilizadoras noticias que llegaron, retrasaron su heroica decisión:

«Mi nuevo jefe está muy contento conmigo».

«Ahora estoy en un departamento más grande, en la cadena de montaje y hago un trabajo que me gusta mucho».

«Será para el próximo invierno». Se decían los tres viejos y sus ojos sonreían con secretas esperanzas.

Sintieron el corazón en un puño cuando una mañana, al levantarse, vieron que la helada había arruinado la delicada impaciencia de las flores de los manzanos.

«¡Dios mío! ¡Encendamos hogueras debajo de los melocotoneros, para salvar esos por lo menos!».

Luego llegó el verano y el campo se inundó de color verde.

Una tarde bochornosa una nube cubrió el sol, de golpe.

Sombras negras, empujadas por ráfagas secas, galoparon sobre la hierba que se doblaba por completo, temblando. Se apagó el canto sordo de las cigarras y, en el silencio, una lluvia de granizo martilleó las baldosas:

«¡La granizada!».

Corrieron por aquí y por allá, por los campos, pálidos por los relámpagos, bajo los continuos truenos; pero luego tuvieron

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que resguardarse y delante de sus ojos, todo el prado se cubrió de blanco por los granos devastadores.

La tía Mece, con una capa sobre la cabeza, corrió al gallinero; recogió un granizo tan grande como un huevo y se lo guardó en el pecho, como un conjuro, para alejar la nube negra, igual que le había visto hacer a su abuela.

Luego el viento cayó por sorpresa, oscilaron los tallos mojados, irguiéndose, volvió al cielo un sol deslumbrante.

Los tres corrieron de un árbol a otro: los melocotones de terciopelo, acribillados de golpes, pendían de las ramas destrozados, dejándose caer al suelo con un ruido sordo.

También los polluelos, sorprendidos por el temporal, fueron diezmados y la tía Mece recogía de las zanjas los cuerpecitos hinchados.

«¡La tierra es mala! ¡La tierra nos rechaza!».

Al atardecer, los pájaros se dieron cita entre las hojas resplandecientes de los álamos y parecían haberse vuelto locos de alegría.

La madre había encendido el fuego, sacos y gabanes, extendidos para secarse, humeaban. La luna había subido en el cielo y los grillos cantaban en paz, con las ranas.

Los tres estaban sentados alrededor de la mesa, en silencio.

La tía Mece habló primero, con su cara en la sombra:

«Todavía podemos decir que tenemos suerte: el viento se ha llevado pronto la granizada. La tormenta ha descargado más

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abajo, donde todavía relampaguea. ¡Pobres! ¡Esos campesinos no habrán salvado ni siquiera las plantas!».

El hombre levantó la cabeza, su voz se animó:

«Tal vez sea como dice Mece».

«Si me ayudas tú también», dice la mujer dirigiéndose a la cuñada, mientras enciende el quinqué, «mañana por la mañana recogemos todos los melocotones caídos y preparamos comida para los cerdos».

Había sido una año verdaderamente escaso, pero no se daban por vencidos.

«¡Lo lograremos!: ¡hemos pasado cosas peores! ¡El pan no nos faltará!».

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EL ÚLTIMO ALMANAQUE: BARBANEGRA

Con los primeros fríos, llegan las dos hijas de la ciudad, esta vez decididas a salirse con la suya. Los tres protestan, pero nadie los escucha:

«¡Todavía un año, un año solo! ¡Nos iremos el Día de Todos los Santos!»

No hay manera:

«¡Si no lo queréis hacer por nosotros, si no os importan las condiciones en las que vivís, hacedlo por vuestro hijo, que está muy desorientado y la culpa es toda vuestra y de vuestra obstinación!»

Entonces, inclinan la cabeza, vencidos.

Y empieza por casa el afanoso vaivén de la mudanza, bajo sus ojos consternados: se bajan cajas desde el desván, pero inservibles porque ya se las habían comido las termitas.

«¡Ésta está para quemar!».

«¡Pero era de mi pobre mamá, no se puede tirar!».

«¡No hay nada que hacer: en la nueva casa no entraría siquiera!».

La tía Mece se sobresalta con cada golpe de hacha que destroza el antiguo arca de familia.

Sacos llenos y rápidamente vaciados:

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«¡¿Pero, queréis entender que estas cosas ya nos os sirven en la ciudad?!».

Los pollos encerrados en lo gallinero y luego dejados sueltos; compradores que ofrecen una miseria por los utensilios, ¡que al final nadie quiere!».

«¡Pero este arado me ha costado doscientas mil liras!»

«¡Y yo os lo dejo: tengo otros dos en casa y ni un perro que los quiera!».

Noches insomnes entre rollos de tela decorada a mano: el ajuar de la tía.

«¡No entra todo! ¡No entra!».

La voz de las dos mujeres se hace cada vez más suplicante, perdida.

Las dos hijas se han instalado en casa, multiplicándose, no dan tregua; con ímpetu la mayor, con silenciosa indiferencia la otra, tajantes ante cada titubeo, previniendo toda incertidumbre.

¡Es necesario darse prisa, mientras que estén aturdidos, hasta que el frío muerda las carnes! Más tarde, en el latido nupcial de los manzanos en flor o, en verano, en el mar de espigas, nadie lograría arrancarlos!

Por la noche llega también el hermano en moto:

«¡Ah, casi habéis acabado! Muy bien: mañana tengo que estar en la ciudad temprano, porque tengo un compromiso». Le va a dar una mano al padre que lleva desde el granero hacia abajo, sacos de harina; luego se cansa y holgazanea por el patio,

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dando patadas a las piedras, con la solapa hasta las orejas, la cara aburrida. Después de la cena sube a la moto:

«Voy al pueblo, aquí no me necesitáis».

«Regresa a casa pronto», le grita detrás la madre.

«¡Vago!» refunfuña su padre. Las hijas continúan llenando los baúles, sin hablar.

Llega la hora de partir, fría, límpida.

Durante casi toda la noche el viejo ha mantenido encendida una hoguera en el corral:

«¡Toh, toma también esto, y esto!» le dice a la llama, partiendo rabioso cajas, viejos muebles, utensilios y tirándolo todo al montón. «¡No debe quedar nada, nada!». Su sombra danza, con el resplandor de la llama, hasta el alba; luego languidece, mientras las estrellas palidecen despacio y, en su jaula, un gallo canta con voz ronca.

«¡Canta, canta también tú que pronto te va a llegar tu hora!».

Pisotea la hoguera moribunda, dándole patadas a las brasas que aún humean.

En casa las dos mujeres, atareadas entre sacos y envoltorios, no osan mirarse a la cara. Luego, brazos robustos e irrespetuosos agarran sus pobres cosas, las cestas rebosantes, el gallinero con los pollos trastornados, y todo pa arriba, pa arriba, al camión, ¡puesto de cualquier forma! La casa vacía muestra las ojeras lívidas, dejadas en los muros por los cuadros que han ido a parar a la hoguera. La paja, salida de los embalajes, se arrastra por aquí

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y por allá en cada bocanada de aire que entra por la puerta. Un ratón, extraviado, camina siguiendo el muro.

Las dos mujeres lloran ahora sobre el umbral de la puerta, la cara sobre el delantal.

¡Ya no hay tiempo!; el camión espera: ¡hay que irse!

«¿Dónde está papá?».

«No sé, estaba aquí hace un momento…».

Está en el establo, sentado sobre un pesebre vacío, con el sombrero sobre los ojos y dice no, no, con la cabeza.

«¡Ah, ahí está! Ahora podemos irnos».

Suben al coche de la hija mayor, apretados, aplastados.

La menor se ha subido a la moto del hermano.

El camión se mueve, las ruedas se deslizan en el barro:

«¿Lo logrará?»

«No, hay que meter paja debajo de las ruedas… eso... asíííí!»

El conductor maldice, el viento azota y hace ondearla lona. Todos corren con trozos de cartón y tablillas:

«Gira… sigue… ¡bien!».

¡Ha salido! ¡Por fin marchamos!

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Las dos mujeres, detrás, pegadas una a la otra, son una masa oscura, inmóvil.

El padre se sienta adelante, junto a la hija, rígido, con el sombrero calado.

Aquí, a la vuelta, el peral, luego el costado de la casa, el pozo, el establo.

Una contraventana mal desencajada chirría al viento: nunca ha cerrado bien.

¡La humedad! Ahí están las hileras de las vides, rígidas por la escarcha.

Nadie mira hacia atrás.

Entran en el camino, todo lleno de surcos, dando tirones entre los hoyos.

«En la nueva casa hay una bellísimo sótano, con los tubos del agua y el lavadero; pocos escalones y…».

Nadie responde. La mujer no sabe cómo continuar y mira fijamente la calle pedregosa.

Los días siguientes fueron un caos de sillas movidas, de bolsas vaciadas, de cajas arrinconadas, de muebles que no entraban por las puertas estrechas y se debían desmontar, volcar, hacer pasar de lado; hojas de periódicos y serrín esparcido por todos lados y olor a barniz.

«Vaya, pero este cesto ¿no lo había tirado? ¿Cómo ha llegado hasta aquí?».

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Frente al silencio elocuente de la tía, la chica lo colocaba a un lado, con un suspiro.

Pobres cosas, metidas furtivamente en las bolsas, y que ahora las dos viejas intentaban esconder, pero que reaparecían cada vez que se movía una caja, se abría un baúl.

Luego, una noche, las dos hijas, cansadísimas, se fueron:

«Ya estáis instalados. Volveremos pronto».

También el joven hizo una breve aparición.

«¡Por fin viniste!».

La madre se le acercó, abrazándolo, entrañable, muy aliviada.

«¡Sí, pero por poco tiempo! Me espera un amigo…».

«¿No te quedas aquí esta noche? Tu cama ya está preparada…»

«Todavía no puedo: he pagado la pensión hasta fin de mes y no quiero perder el dinero …».

«¿Tú por qué no has venido a ayudar?». Preguntó el padre a bocajarro.

«Hubiera venido, pero tenía cosas que hacer en la empresa».

«¡¿Has cambiado de nuevo trabajo?!».

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«¡Soy un técnico de máquinas ahora! Sabes ma: ahora el uniforme ya no es azul, sino blanco, con mi nombre en un cartelito sobre el pecho… Es más, ahora que estáis aquí, os puedo traer los uniformes y las camisas para lavar».

«¡Sí, sí, pero ven pronto!»

La madre lo acompañó hasta la puerta, ansiosa:

«¡Tu padre quiere que vengas pronto!», le susurró, «estamos muy solos… Por favor te lo pido, hijo mío, compórtate bien…»

«¡Como un angelito!».

Hizo una seña de saludo y salió. La mujer cerró despacio la puerta y se acercó a la ventana. Una rubita con una minifalda y tacones altísimos lo esperaba, apoyada en la moto. La madre los vio confabulando y escuchó que la chica gruñía. Luego ella se acomodó en el asiento, cruzó las piernas, aferró con un brazo la cintura del joven que arrancó la moto. Al instante, desaparecieron detrás de la esquina.

La mujer tardó en cerrar los postigos.

«¿Se ha ido?».

«Sí».

«¿Ha dicho que vendrá?».

«Apenas le venza el contrato con la dueña de casa…».

«¡No estoy tranquilo si no lo veo aquí!».

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«¡Yo tampoco, Ñoti, yo tampoco».

Luego, cayó la noche sobre aquel caos, la paz pálida de las paredes recién blanqueadas, de los marcos sucios de cal.

Después de tanto trastorno, los tres, completamente solos se sentían apretados, ahogados, sin aire. Toda la casa vibraba por el estruendo de los vehículos que desfilaban como un río por la calle de abajo.

Comieron un bocado, de pie, y se fueron a la cama, silenciosos.

Un sueño breve, sin sueños.

El amanecer rozaba las antenas de televisión, cuando el hombre se despertó y se levantó a tientas. No recordaba que había luz eléctrica.

Se había acostumbrado así: bajaba de la cama con los ojos cerrados, en la oscuridad; la mano adiestrada encontraba enseguida la silla, su áspera ropa, la puerta, el pasamano del establo, la respiración caliente de los animales…

Buscó su ropa, se vistió, hizo por bajar.

«¿Dónde vas?».

La voz de la mujer lo hizo sobresaltar. Generalmente ella todavía dormía cuando el marido se levantaba; bajaba solo un poco más tarde a encender el fuego.

Se detuvo sorprendido, después se acordó, se avergonzó:

«¡Voy… a beber!».

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«¡Te lo traigo yo! Todavía hay mucha confusión en la cocina…».

«No pasa nada. Voy».

La mujer lo sintió rozarse con el muro, buscar la puerta; entonces estiró el brazo, encontró el interruptor de la luz y la encendió.

El hombre parpadeó:

«No hacía falta» gruñó «¡sé encontrar la puerta solo!».

Salió de la habitación, superando sacos y cajas, tropezando con los periódicos esparcidos por el suelo. En la cocina encontró una silla vacía y se dejó caer en ella.

La casa estaba en silencio: una casa muerta.

Desde el exterior, ni siquiera una vibración: ni una ráfaga de viento que gimiese tras las contraventanas desencajadas, o el aullar grato y lastimoso de un perro, o la respiración de la naturaleza dormida: ¡nada!

Se rascó la cabeza, pensativo.

«Y ahora ¿qué hago?».

El grisáceo de los días vacíos le insinuó un frío abatimiento en el pecho. Abrió lentamente un postigo y miró hacia abajo, a la calle. Bajo la luz fría de las farolas, la calle dormía, cortada en dos por los raíles brillantes de las vías del tranvía.

¡Nadie!

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El cielo estaba claro, pero se entreveía solo un trozo, sucio de antenas y de chimeneas.

Volvió a cerrar lentamente la ventana, se sentó, apoyó el brazo sobre la mesa y allí dejó caer la cabeza.

La casa se había animado poco a poco; un aprendiz de panadero, abajo, en la calle, pedaleaba silbando; un gato se quejaba, fuera de una puerta.

Las dos mujeres se habían levantado y la cocina, llena de muebles demasiado grandes y desordenados, era estrecha, allí no había quien se revolviera.

La madre, armándose de valor, se puso a cocinar y la tía Mece a pelar una patata. Luego miró a su alrededor, extrañada: ¿dónde se tiran las cáscaras?

En la otra casa, las tirabas por la ventana y siempre algún pollo de patas largas se precipitaba a recogerla y se fugaba, con la presa balanceándose en el pico. Metió las cáscaras en un pedacito de papel, dejó caer las manos inertes sobre el regazo y miró fijamente hacia adelante. El hombre sentado en la mesa, medio torcido, estaba incómodo; y es más, lo rozaban a cada momento, al pasar.

Se levantó de golpe y se fue a la otra habitación.

Se asomó a la ventana pensando en Perú, que cada mañana lo saludaba con animados movimientos de rabo y no le quitaba los ojos de encima, para coger al vuelo el trozo de pan que le lanzaba a su garganta humeante y aterciopelada.

«¿Dónde estará Perú? ¿Le darán suficiente de comer?».

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Con cada traqueteo del tranvía que pasaba, la casa temblaba. Un niño lloraba en el apartamento de al lado, como si estuviera en una habitación cercana.

Se retiró y fue al baño. Rozó con delicadeza, con sus dedos nudosos, la bañera deslumbrante:

«¿Dónde estará ahora mi Fina, la golosa a la que debía dar bastonazos para que dejara el abrevadero? ¡Es mejor que la maten! Igual, ahora ¿para qué serviría una burra? Además, es vieja y cuando se es viejo no se es bueno para nada… ¡Morir, morir! ¡Es lo mejor para todos!».

Se dirigió hacia la habitación murmurando:

«¡Es lo mejor para todos!»

Tardó en hojear sus libros de cuentas, con la mente perdida.

Releyó los nombres de los animales vendidos, rehízo mentalmente los cálculos, se animó con la suma, discutió a media voz con el intermediario que se dejó embrollar con el peso. Después su mirada cayó sobre una hoja bien doblada: era su Almanaque, el Barbanegra, con las fases de la luna, las anécdotas sobre la fortuna, los signos del Zodiaco. Se lo había comprado, en el mercado, al viejo Fita.

Lo cogió y volvió con paso animado a la cocina.

Había un olor acre a frito y las dos mujeres estaban inclinadas sobre una cacerola. Abrió un cajón, cogió un martillo, unos clavos y se dispuso a colgar su lunario sobre la puerta de la cocina, que se viera bien, como había siempre hecho, como siempre había visto hacer a su padre y éste a su abuelo.

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La mirada contrariada de su esposa le frenó el golpe en el aire.

Bajó el brazo, dejó lentamente el clavo, alisó la puerta bien lacada con una caricia incierta, se sentó cansadamente tirándose el sombrero sobre los ojos:

«¡Ya! ¡Quién necesita ahora, saber la luna? ¡Todo ha terminado, terminado!».

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