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Universidad de Concepción Dirección de Postgrado Facultad de Humanidades y Arte Programa de Magíster en Literaturas Hispánicas Posmodernidad y literatura neogótica chilena: El horror de Berkoff, de Francisco Ortega Tesis para optar al grado de Magíster en Literaturas Hispánicas IVÁN ALEJANDRO TAPIA SAAVEDRA CONCEPCIÓNCHILE 2014 Profesor Guía: Dr. Juan Zapata Gacitúa Dpto. de Español, Facultad de Humanidades y Arte Universidad de Concepción

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Universidad de Concepción

Dirección de Postgrado

Facultad de Humanidades y Arte

Programa de Magíster en Literaturas Hispánicas

Posmodernidad y literatura neogótica chilena:

El horror de Berkoff, de Francisco Ortega

Tesis para optar al grado de Magíster en Literaturas Hispánicas

IVÁN ALEJANDRO TAPIA SAAVEDRA

CONCEPCIÓN−CHILE

2014

Profesor Guía: Dr. Juan Zapata Gacitúa

Dpto. de Español, Facultad de Humanidades y Arte

Universidad de Concepción

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Índice

I Introducción 3

II Revisión de la crítica precedente 17

III Marco teórico 21

III.1 Lo ético – social 22

III.2 La ciencia y tecnología 24

III.3 El arte 26

III.4 Lo posmoderno en el arte y la literatura 28

III.5 Lo neogótico 33

III.6 El romanticismo 35

IV El horror de Berkoff como obra posmoderna 41

IV.1 Primeras páginas 42

IV.2 Estética posmoderna en El horror de Berkoff 57

IV.3 Lo neogótico en El horror de Berkoff 73

V Conclusiones 85

VI Referencias bibliográficas 90

VII Anexos 93

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I Introducción

Hoy en día resulta imposible desconocer el auge que han tenido diversas

manifestaciones artísticas, surgidas desde bases propiamente fantásticas. No nos referimos

con ello solamente a los remakes de diversas películas que en sus años causaron furor de

taquilla, sino también a las nuevas producciones, tanto fílmicas como literarias, que utilizan

las características de este género en la construcción de sus argumentos. Resulta interesante

el caso de, por ejemplo, la saga novelesca Crepúsculo, que plantea en un presente juvenil y

actualizado, un tema tan recurrente y añejo como las leyendas de vampiros (recordemos

que, a pesar de existir previamente, fue la novela Drácula, de Bram Stoker, publicada en

1897, la que revitalizó una leyenda popular cuya temática giraba, se cree, en torno a un

personaje real llamado Vlad); así como también la gran cantidad de producciones que han

comenzado a experimentar, estos últimos años, con la idea de que los muertos vuelven a la

vida y generan un apocalipsis zombi. Dentro de esta última gama, sin embargo, será

necesario diferenciar entre las obras que posicionan el fenómeno como ocasionado por

algún virus o microorganismo, como las películas Dawn of the dead (1978) o World War Z

(2013), en cuyos casos nos encontraríamos finalmente en producciones no fantásticas, sino

más bien extrañas, según la definición todoroviana de lo fantástico. Distinto es el caso en

The green mile (1996) o From a Buick 8 (2002), ambas de Stephen King, o las

recientemente publicadas del chileno Francisco Ortega, en que el autor opta por sumergir a

sus espectadores o lectores dentro de narraciones eminentemente fantásticas, donde la

vacilación entre lo extraño y lo maravilloso tiñe toda la obra de principio a fin.

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A pesar de que muchos de los actuales espectadores o lectores de este tipo de

producciones puedan considerar que estas obras corresponden a muestras de original y

novedosa inventiva, lo cierto es que la mayoría de ellas utiliza diversos recursos estéticos

que es posible rastrear a través del pensamiento humano a lo largo de los siglos. En el caso

de nuestro continente, si aceptamos la definición de David Roas (2006) sobre lo fantástico

como “una categoría que nos presenta fenómenos y situaciones que suponen una

transgresión de nuestra concepción de lo real” (Roas, 2006: 96), comprenderemos de mejor

forma que fueran los primeros colonizadores europeos quienes, al llegar a estas tierras

desconocidas llenas de misterios y costumbres tribales, conjeturaron abundantes

explicaciones con el objetivo de hacer más comprensible un mundo que a sus ojos resultaba

extraño. De esta forma, Oscar Hahn (1982) señala que “desde sus orígenes, la descripción o

la interpretación de América se alimenta de componentes maravillosos. Mas a esto hay que

añadir las propias versiones autóctonas, de evidente naturaleza mítica o legendaria” (Hahn,

1982: 14). Por su parte, Tzvetan Todorov dirá en La conquista de América, el problema del

Otro (2003), que es en estas primeras narraciones donde podemos encontrar narraciones de

características fantásticas, pero que, sin embargo, no pueden ser consideradas propiamente

como parte de este género, pues una de las características necesarias para ello es haber sido

escritas intencionalmente desde esta categoría.

Howard Phillips Lovecraft, por otro lado, intentará deslindar lo fantástico de lo

gótico en El horror sobrenatural en la literatura, publicado en 1927, añadiendo que no

solo el afán explicativo animaba las incipientes narraciones, sino también el gusto por

experimentar la emoción del miedo ante aquellas situaciones que quebraban lo cotidiano:

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La incertidumbre y el peligro unidos a cualquier vislumbre

de lo desconocido, conforman un universo de amenazas espirituales

de índole maléfica. Y si a esa sensación de temor numinoso se le

agrega la irresistible atracción por lo maravilloso, entonces nace un

complejo sistema de agudas emociones y de excitación imaginativa

[…] El miedo es una de las emociones más antiguas y poderosas de

la humanidad, y el miedo más antiguo y poderoso es el temor a lo

desconocido. […] el hecho de admitir esa realidad confirma para

siempre a los cuentos sobrenaturales como una de las formas

genuinas y dignas de la literatura (Lovecraft, 1995:5).

Lovecraft señalará, así, que “alrededor de los fenómenos incomprensibles se tejían

las personificaciones, las interpretaciones maravillosas, las sensaciones de miedo y terror

tan naturales en una raza cuyos conceptos eran elementales y su experiencia limitada”

(Ibíd.:6). De esta forma, el autor genera una distinción entre lo que se considerará literatura

fantástica, por un lado, y gótica, por otro, caracterizada esta última, por la particular

intencionalidad del relato: generar miedo gracias a la utilización de elementos fantásticos

en una estética particular:

Este nuevo andamiaje dramático consistía principalmente en un

castillo gótico de tenebrosa antigüedad, sus vastas dimensiones y

sus oscuros recovecos, sus salones desiertos o destartalados, sus

húmedos pasillos, sus catacumbas recónditas y espeluznantes y toda

una galería de espectros y sombras amenazantes, formando un

núcleo de suspenso y ansiedad demoníaca […] el ámbito armonioso

para una nueva escuela estaba maduro y el mundo literario

aprovechó la oportunidad (Ibíd.: 16–17).

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El novelista y teórico peruano Carlos Calderón, siguiendo el argumento presentado

por Lovecraft, agrega que “para decir algo de la literatura gótica, hay que deslindarla de la

literatura llamada fantástica” (2009: 59). Según este autor, en el gótico “el horror ocupa el

centro del relato desde el principio hasta el final y se mueve alrededor de tópicos que si

bien son un subgénero de la literatura fantástica, representan algo distinto” (Ibíd.: 60).

Según Calderón, lo gótico representa algo distinto a lo fantástico pues se funda en una

estética particular que intenta evocar la emoción del miedo, y no solo alterar las leyes

naturales de un mundo que funciona perfectamente, sin necesariamente generar miedo,

como en el caso fantástico: “sin castillos ni fantasmas no habría novela gótica […] en lo

gótico estamos hablando de mitos ancestrales, no del terror del presente creado por la razón

moderna” (Calderón, 2009: 60).

Calderón, en su propuesta, intenta generar un contraste entre dos tipos de literatura

separadas por su época de emergencia: lo gótico, iniciado con El castillo de Otranto, de

Horace Walpole, publicado en 1765; y los relatos de terror contemporáneos, iniciados,

según Lovecraft, después de la publicación de la novela Melmoth el errabundo, en 1815,

escrita por Charles Maturin. Según Lovecraft, después de la época dorada de los relatos

góticos, los relatos de terror transitaron a través de otras escuelas, hasta centrarse en

elementos más bien terrenales, vinculados a otro tipo de situaciones –como las

perturbaciones mentales–, y ya no tanto centrados en seres fantasmales o espíritus

malévolos. De esta forma, surge una renovación de estilos, temas y contenidos que se

orienta, como se ha señalado, hacia la utilización de elementos más bien psicológicos para

la provocación del miedo en el lector. El principal exponente de esta escuela sería Edgar

Allan Poe.

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Calderón, observando la situación particular de nuestro continente, reflexionará

sobre lo que sucede cuando los relatos de terror son, primero, contemporáneos; segundo,

escritos por autores latinoamericanos; y, tercero, argumentados desde temáticas propias de

esta porción del continente. De esta forma, el autor propone un concepto que es fácilmente

ubicable desde otros campos artísticos, pero que desde la literatura ha sido poco abordado,

lo neogótico:

[…] la literatura neogótica en América Latina no es más una

literatura imitativa de la europea, sino una expresión de una

literatura […] con características diferentes a la europea. Se trata de

una reinvención de la realidad utilizando los elementos que

caracterizan la literatura gótica clásica, adecuados a otra realidad,

recreados, reinventados (Calderón, 2009: 69).

Esta definición resulta de vital importancia para la comprensión del concepto que

propone Calderón, dado que, según el autor, no es posible admitir la idea de una literatura

neogótica si no es dentro de los límites de nuestro territorio latinoamericano, enmarcada, a

su vez, en las conflictivas socioculturales propias de este continente.

Calderón dirá, por tanto, que un texto neogótico no está definido necesariamente por

su nacionalidad o por el momento en que fue escrito, sino más bien por la temática sobre la

cual se centra, en un contexto geográfico determinado (el latinoamericano) y que busque

generar terror. Así, el autor se preguntará el motivo por el cual en Latinoamérica este tipo

de narrativa no se transforma en un éxito de ventas, a diferencia de Europa o Estados

Unidos; y se responde que esto es así porque “en América Latina es otro su signo, se trata

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de una literatura no comercial, subalterna, soslayada y contestataria de la realidad y del

canon […] su signo es diferente: es marginal, no es ligera, es crítica” (Calderón, 2009: 71).

De esta forma, Calderón vincula la literatura neogótica latinoamericana con la

expresión de una época determinada: la posmodernidad, comprendiendo este último

concepto como un momento caracterizado por el rechazo a la modernidad, al no cumplir la

promesa de bienestar humano que propagó:

Si el gótico es parte de la constelación romántica antimoderna, lo

neogótico es expresión de lo posmoderno. Romanticismo y

posmodernidad tienen vinculaciones importantes, y son ambas

manifestación de un rechazo a la modernidad, a la tecnología,

rebeldía contra los discursos sustentados en certezas y una posición

alternativa a las producciones literarias que son expresión de un

ideario estético de la modernidad (Calderón, 2009: 59).

De esta manera, la posmodernidad puede ser reconocida –entre muchas otras

maneras– como una época que, al configurarse como una alternativa ante lo moderno, abre

nuevas y diversas posibilidades de expresión cultural que involucran el quehacer literario.

Tal como señala Milan Kundera en El arte de la novela (1994): “descubrir lo que solo una

novela puede descubrir es la única razón de ser de una novela. La novela que no descubre

una parte hasta entonces desconocida de la existencia es inmoral. El conocimiento es la

única moral de una novela” (Kundera, 1994: 16). Así, la novela vendría a develar una

realidad, a abrir un nicho existencial inserto en un momento determinado, que dice al

lector: “las cosas son más complejas de lo que tú crees” (Ibíd.: 29).

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Según Lyotard, en La condición posmoderna: informe sobre el saber (1987), uno de

los problemas que surge al estudiar el concepto de la posmodernidad, tiene que ver con la

dificultad de llegar a un significado preciso, dada la gran cantidad de definiciones que

existe. Sin embargo, señala el autor, a pesar de esta multiplicidad de descripciones, es

posible notar que la mayoría de ellas refiere a la idea del fracaso del proyecto moderno,

empresa vista como la intención por entronizar la razón en ámbitos histórico–culturales a

través de ciertos discursos de poder1. De esta forma, a partir de los aportes de Lyotard, la

posmodernidad puede ser comprendida como un cuestionamiento del pensamiento

cartesiano vinculado a los “grandes relatos” o “metarrelatos” modernos, entendidos éstos

como los “discursos que legitiman y fundamentan las instituciones y las prácticas públicas,

sociales y políticas” (Dufuur, 2008) y que establecen lo que se entenderá por

verdadero/falso, apropiado/inapropiado, objetivo/subjetivo, etc. Según Lyotard, estos

grandes relatos se apropiarían de:

1 Conocido resulta el hecho de que es el filósofo René Descartes quien separa inicialmente objetividad de

subjetividad y razón de naturaleza, a través de su duda metódica, dando con ello origen a la filosofía

moderna y al método cartesiano positivista. Gracias a este procedimiento de investigación, el ser humano

creyó ser capaz de dominar la naturaleza y desarrollar tecnologías que garantizaran el bienestar del hombre

y la mujer, ensalzando discursos vinculados a la razón y desplazando otros, relacionados con la subjetividad

y el mundo interno: “René Descartes, el padre de la Filosofía Moderna, uno de los mayores genios

matemáticos que han existido, puso los cimientos de la preponderancia de la razón tanto en la ciencia como

en los asuntos humanos. Desacralizó la naturaleza y colocó al ser humano como individuo por encima de la

Iglesia y del Estado *…+ La objetividad prevalece sobre la subjetividad, que cae en desuso” (Watson, 2003: 9).

De esta manera, con el paso del tiempo se establecieron los discursos de poder, ampliamente estudiados

por Michel Foucault, fundamentados a su vez, en los grandes relatos modernos logocéntricos. El objetivo de

la posmodernidad, en este sentido, es cuestionar la idea de que la subjetividad del hombre se encuentra en

un segundo plano de importancia, para demostrar que ese mundo interno también nos configura como

sujetos. Interesante resulta el rol que juega el psicoanálisis en esta discusión, al intentar develar los

misterios de la subjetividad a través de un método planificado como científico, sin embargo aquel tema no

corresponde a las cuestiones de esta tesis.

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1) La historia como un gran relato único y lineal.

2) La idea de orden y progreso social, estableciendo qué prácticas serán

aceptadas y cuáles quedarán excluidas.

3) La idea de bienestar del hombre vinculada al desarrollo de la ciencia

y tecnología positivista.

A partir de esto, la argentina Esther Díaz (1999) señala que es necesario

comprender el cuestionamiento generado por la posmodernidad como la idea de una

“nueva actitud”, en relación a la desilusión por el fracaso del proyecto moderno:

A partir de mediados del siglo XX se registran cambios profundos

tanto en las prácticas sociales como en el imaginario colectivo con

el que interactúan […] La nueva actitud podría resumirse en una

especie de descreimiento en el progreso global de la humanidad

[…] sucesos como el nazismo, […] entre otros, se presentarían

como una rotunda negación al pretendido progreso racional de la

humanidad (Díaz, 1999: 17).

Es necesario entender la posmodernidad, por tanto, como aquella condición cultural

que se caracteriza por cuestionar los afanes progresistas propios de la modernidad, al no

haber podido demostrar que solamente a través de ellos era posible alcanzar un bienestar

mayor para el ser humano.

Por tanto, si entendemos la posmodernidad como el cuestionamiento de los grandes

relatos planteados por la modernidad, es decir, como un momento en que cualquier certeza

es puesta en duda, y que intenta mostrar, entre otras cosas, las consecuencias de dejarse

guiar ciegamente por el afán del progreso desmedido encabezado por la razón, es posible

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preguntarse por el rol que juega en este espacio la literatura en general, y la neogótica en

particular. Recordemos que, según Calderón, es el surgimiento de la narración neogótica la

que, ambientada en un contexto latinoamericano, será considerada como uno de los efectos

o consecuencias de lo posmoderno. Así, Calderón señala que, por ejemplo, el monstruo

gótico que en otro tiempo tuvo que ver con un ente imposible –en el sentido de que supone

una transgresión de nuestra concepción de la realidad– que aterrorizaba, es reemplazado,

ahora en la posmodernidad, por una sociedad monstruosa que devora a sus hombres y que

puede ser recreada a través de las narraciones neogóticas.

Según Díaz (1999) “el discurso de la modernidad se refiere a leyes universales que

explican y constituyen la realidad [mientras que] el discurso de la posmodernidad, en

cambio, sostiene que sólo puede haber consensos locales o parciales (universales

acotados)…” (Ibíd.: 23). De esta manera, la autora sostiene que la posmodernidad troca las

leyes universales por los casos particulares y que, por tanto, para llegar a la comprensión de

esta particularidad, es necesaria la revisión exhaustiva de cada uno de los casos de lo que

antes fue considerado como universal. Esta idea, aplicada a la literatura, significaría que es

necesario acercarnos a los textos comprendiéndolos como la manifestación de las

condiciones de producción específicas de una obra particular, inscrita en un contexto único

e irrepetible.

Calderón dirá que esas condiciones particulares, para el caso de lo neogótico, serán

dadas por las situaciones particulares del continente latinoamericano en relación a lo

posmoderno. De esta misma forma, Zapata (2003), definirá la posmodernidad como “una

nueva condición social –sociedad postindustrial– y cultural –cultura postmoderna– para la

Humanidad” (2003: 3), que posibilitará la apertura de alternativas de expresión frente a lo

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moderno, y que tendría que ver necesariamente –por el hecho de ser una nueva condición

cultural– con la producción de nuevas narrativas, como la neogótica.

A pesar de que Calderón relaciona en su texto la emergencia de estas literaturas con

la realidad peruana, es posible señalar que, en el caso de Chile, numerosos han sido los

intentos por desarrollar un tipo de literatura fantástica, específicamente neogótica.

Particularmente sobre el primer tipo, tal como señala Marcelo Novoa en Años Luz, mapa

estelar de la ciencia ficción en Chile (2006)2, escritos de este género es posible encontrar

desde la década de los años 20 hasta otros más actuales, como los de Baradit, Bisama u

otros autores. Ante la pregunta por la escasa consideración que ha tenido este tipo de

escrituras en Chile, Novoa se parapeta contra la posición según la cual la ciencia ficción y

la literatura fantástica, por el hecho de no ser literatura realista, sería literatura poco

importante. Por el contrario, el compilador señala que las respuestas posibles de ser

aplicadas a nuestra realidad presente, también se encuentran en la literatura fantástica:

Está totalmente generalizada la idea –entre aquellos que,

inclusive, dicen no importarle nada de este tema– que la ciencia

ficción es un género literario que sólo se ocupa del porvenir. Esto

induce a error y más de una incorrección; pues, primero, presupone

que el único tema de la CF sería imaginar mañanas (Novoa, 2006:

16).

2 Resulta importante aclarar que la narrativa de ciencia ficción forma parte de la literatura fantástica como

subgénero. Es por este motivo que el texto de Marcelo Novoa sirve para un acercamiento que también da

cuenta del panorama literario fantástico chileno.

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Con respecto a la literatura que puede considerarse, en palabras de Calderón, como

neogótica, resalta particularmente la figura de Francisco Ortega, escritor que se ha dedicado

a recrear hechos históricos nacionales desde una mirada fantástica. Con este fin, el autor ha

escrito, por ejemplo, 1899 cuando los tiempos chocan, una novela gráfica que intenta re–

narrar la historia de la Guerra del Pacífico, ahora a la luz de diversos acontecimientos

fantásticos, protagonizados por los recreados personajes históricos de Prat y Grau. Esta

obra habla, a su vez, como decía, de la mirada posmoderna desde la que puede ser abordado

el trabajo de este autor, en tanto el escritor busca una reescritura ucrónica de la historia

pasada con miras hacia las correspondientes consecuencias futuras. De esta manera, Ortega

logra fusionar distintos tipos de género, el histórico, el fantástico, etc.; siendo esta

estrategia, según Díaz, otra de las características propias de lo posmoderno: “actualmente se

desdibujan las fronteras entre los distintos géneros […] el momento posmoderno es una

especie de disolución de los postulados universalistas que regían con el estructuralismo […]

se trata de un proceso de deconstrucción […] de la racionalidad totalizadora” (Díaz, 1999:

29–37).

Muchos son los relatos en que Ortega reconfigura la historia desde una mirada

fantástica, como por ejemplo en “Setenta y Siete”, publicado en Cuentos chilenos de terror

por Ahumada et al. (2011), cuyo argumento gira en torno al pacto que el estado chileno

habría hecho con los mapuches para dotar al país de un ejército de zombis, a través de un

ritual indígena. Sin embargo, es en El horror de Berkoff, novela publicada en el año 2011,

donde pueden verse los distintos recursos literarios que, según los teóricos, reflejarían los

elementos propios de una narrativa posmoderna.

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En este libro se narra la historia de tres amigos que, al volver a una antigua casona

de infancia, deben enfrentar sus peores temores. Sobre esto último, resulta interesante

problematizar el aspecto del retorno al que constantemente se refiere la novela, en tanto

esta “vuelta” resulta ser una de las características de la narrativa posmoderna, descrita por

Díaz (1999). Según ella, “el artista moderno apuntaba al futuro y se esforzaba por omitir o

negar el pasado. El artista posmoderno, a semejanza del medieval, se fusiona con el pasado.

El pasado puede tener futuro. Ahora se trata de actualizarlo, de leer el pasado desde la

ironía y la recreación. Pero ya no se cree únicamente en una continuidad progresiva” (Díaz,

1999: 25). La idea de que el pasado puede tener futuro es un tema recurrente en casi toda la

obra de Ortega, constituyéndose El horror de Berkoff como uno de los textos en que más se

elabora este “retorno”, como eje posmoderno.

Retomando las palabras de Calderón, es posible ver que la literatura neogótica

chilena puede ser reconocida como tal, en tanto no emerge solamente desde un afán

comercial –como en el caso de Europa o Estados Unidos− sino más bien como un signo

que entrega luces de la época que permite su emergencia. Ortega señalará en la versión

digital de El Mercurio (2011) que “la historia existe para ser violada”, que es, podría

decirse, una de las ideas que se cultivan desde lo posmoderno. En este sentido, Calderón

hará especial énfasis en el aspecto de “reinvención de la realidad” propia de la literatura

neogótica, al considerar este subgénero como una forma de expresión de la literatura

posmoderna a modo de crítica a los patrones sociales actuales: “nuestra literatura neogótica

habrá de situarse, si se desarrolla, en una “realidad gótica”. El monstruo clásico3 deberá ser

reemplazado por el que es considerado en una sociedad como la latinoamericana como

3 Entiéndase monstruo clásico, como vinculado a la imagen de monstruo proveniente de lo mítico.

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monstruos por las condiciones de exclusión y marginación” (Calderón, 2009: 69). Con

respecto a la literatura de terror escrita en Chile, Ortega señala en el reportaje digital

publicado en internet por El Mercurio (2011): "No hay terror en la literatura chilena. Hay

terror en los mitos. Quizás por eso no hay literatura de terror: nos acostumbramos a vivir al

lado de casas donde penan".

De esta manera, es posible aproximarse a las narraciones actuales de características

neogóticas (vale decir, que busquen generar miedo en los lectores y que estén enmarcadas

en un escenario latinoamericano) desde un prisma que permita una lectura crítica de los

metarrelatos modernos. Para ello he escogido el texto de Francisco Ortega –El horror de

Berkoff– en tanto cumple los criterios para ser considerado como un texto neogótico –al

estar enmarcado como narración de terror que se refiere y emerge desde nuestro país–, y al

dar señales de ser una obra posmoderna, por los hechos anteriormente enunciados.

Así, el objetivo de este trabajo consiste entonces en lograr una aproximación a la

novela El horror de Berkoff, de Francisco Ortega, con la intención de ver la forma en que

se articulan en ésta los componentes antes presentados con respecto a la posmodernidad y

su vertiente neogótica. Con este fin, los objetivos específicos serán: caracterizar la estética

y literatura posmodernas y analizar la índole crítica de la novela en tanto obra chilena

posmoderna neogótica.

Con lo anterior ya enunciado, se abordará el texto en dos momentos. Primero,

considerando su particular arquitectura narrativa y luego analizando los componentes

estéticos de la trama. Esto, con el fin de demostrar por qué El horror de Berkoff puede ser

leída como una obra que da cuenta de una estética posmoderna, que propone el surgimiento

del terror neogótico como un choque de discursos de verdad.

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Para ello, se realizará una revisión de la crítica de la novela en tanto se inserta como

obra novedosa en el panorama literario nacional y luego se presentarán, como andamiaje

teórico de la tesis, los elementos que la posmodernidad cuestiona, particularmente los

aspectos éticos, científicos y culturales, propuestos anteriormente por la modernidad. Luego

de ello, se procederá al análisis del texto a través de un proceso de lectura crítica de la obra.

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II Revisión de la crítica precedente

En los comentarios siguientes se intentará dar un panorama generalizado que

resume las apreciaciones críticas revisadas de su obra en general, y de El horror de Berkoff

en particular. Sobre esta última, la mayoría está fechada dentro del año 2011, dado que es el

año del lanzamiento de la novela y momento en que se produce la mayoría de las

observaciones. Sobre esto, resulta necesario señalar que hasta la fecha de impresión de esta

tesis, no se pudo encontrar más crítica que la extraída principalmente desde sitios web

(foros, blogs, etc.) de comentarios literarios en internet, dado el nulo abordaje desde

revistas literarias provenientes de ámbitos académicos.

Son diversos los comentarios que pueden leerse sobre El horror de Berkoff. Muchos

de ellos la alaban mientras que muchos otros la critican con severidad. Según Emilio Araya

Burgos, del sitio web de la Editorial Fantasía Austral (2011), “estamos frente a una

fabulación que puede entenderse perfectamente desde el estructuralismo todoroviano,

donde lo fantástico no viene de la mano de lo sobrenatural, sino de la vacilación que se

produce al estar ante el umbral donde estas cosas se asoman y miran hacia el mundo […]

cualquier lectura dependerá específicamente del foco en que el lector decida situarse para

dar sentido a lo leído”. Araya advierte, en este sentido, que la lectura de esta novela no debe

iniciarse con la pretensión de encontrar un firme desenlace sobrenatural –como al parecer él

hubiese querido– sino más bien debe intentar saborearse por la vacilación en que Ortega

deja sumido al lector. Otra de las críticas a la novela tiene que ver con el “aire

hollywoodense” que se demuestra desde el mismo título del libro. Araya sostiene que es

claro que el autor, a pesar de haber inspirado su escrito en pueblos del sur de Chile,

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específicamente la ciudad de Victoria, intenta “agringar” su contenido no solo a través de

nombres clichés sino también a través de los diálogos “que rayan en la fórmula”

estereotipadamente “gringa”.

La crítica con la que Araya –siempre desde su sitio web– cierra su comentario

resulta provocadora: “El horror de Berkoff es una mala novela que vale la pena leer”,

refiriéndose con ello al hecho de que el autor no se orienta finalmente hacia ninguna

propuesta y deja en manos del lector la decisión de considerar el texto como –en palabras

de Todorov– extraño, o como maravilloso. A pesar de esto, el crítico sí reconoce que

Ortega muestra maestría a la hora de elaborar la estructura del argumento, superponiendo

distintas realidades a través de las maneras en que los acontecimientos son narrados.

Distinto es el punto de vista de Roberto Careaga, quien, desde un reportaje digital

en internet del diario La Tercera (2011), se centra más bien en el rotundo éxito que ha

tenido 1899 cuando los tiempos chocan, otra de las publicaciones de Ortega. Sobre El

horror de Berkoff entrega una breve reseña y toca un aspecto que resulta rescatable desde el

punto de vista de esta investigación, la constitución de un lugar maldito al que el

protagonista debe volver, sin saber que aquel será el lugar desde donde se escribirá su vida

nuevamente: “El pueblo de Salisbury (una versión de la Victoria natal de Ortega) recibe a

Martín Martinic, tras 16 años […] Lo espera Perci, el amigo que mira la vida como una

mezcla de leyenda urbana y conspiración histórica. Lo espera Emilia, el amor de su vida y

ahora viuda. Lo espera Berkoff, una mansión maldita que lo marcó a él y a sus amigos

cuando eran niños”

Careaga no profundiza sobre la estructura de la novela como lo hace Araya. No se

refiere al género en ningún momento ni tampoco aborda la manera en que se construye la

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narración. En este reportaje es el mismo Ortega quien se refiere a la novela, calificándola

como una con terror, más que una de terror: “Ortega dice haber leído El obsceno pájaro de

la noche como una novela gótica. Era el deseo de hallar horror hecho en Chile” Es por esto

mismo que llama la atención aquel aspecto denunciado por Araya, que tiene que ver

principalmente con el constante “europeizamiento” de los nombres que Ortega utiliza.

Por otro lado, José Promis, desde la versión digital de El Mercurio (2011), señala la

situación que a estas alturas ya nos suena conocida: la falta de interés de la literatura

nacional por el desarrollo de narrativas fantásticas: “Nuestra literatura nacional no ha

manifestado un interés significativo por el género fantástico. Se mantiene apegada más bien

a la consabida aseveración de su carácter realista, es decir, de su interés por las

representaciones verosímiles de sus referentes histórico−sociales” Y luego emite una

opinión similar a la de Araya al señalar que el mayor mérito de la novela es que el autor fue

capaz de dejar al lector en la duda sobre la veracidad de los hechos, mostrando pericia, así,

a la hora de utilizar las técnicas narrativas del relato fantástico.

Sobre este último aspecto, resulta interesante adentrarse en la obra del autor, pues a

pesar de que la mayoría de sus textos tienen que ver con lo maravilloso, vale decir, con

leyes que escapan a las explicaciones naturales, cuenta también con algunos otros en que,

además, se adentran en elementos ucrónicos, vale decir, en la reconstrucción de la historia a

partir de hechos y situaciones que no fueron, pero que podrían haber sido. Ejemplos de esto

último corresponde el cuento “Setenta y siete” o la novela gráfica 1899, cuando los tiempos

chocan. De esta misma forma, en su recientemente lanzada novela, Logia (2014), retoma

nuevamente elementos de la ucronía –una ucronía policial, si se quiere− y se plantea la

posibilidad de que todo lo que se conoce de la historia latinoamericana sea falso: “La

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novela está basada en misterios históricos que datan desde la Independencia. “(Tenía) ganas

de hacer un thriller histórico con la historia de Chile, un terreno que no es tan familiar y del

cual no sabemos nada”, cuenta el periodista y escritor, que también apuntaba a cuestionar

“esa idea de que nuestra historia y nuestros héroes son fomes al compararse con los

extranjeros” (citado en El mostrador, 2014).

Esta última novela ha generado una buena recepción por parte de la crítica. Con más

de dos ediciones, cuenta con un comentario del periodista y escritor español Javier Sierra,

quien señala en el sitio web promocional del texto4: “me gustan las novelas con las que

aprendo algo de la historia que nos han ocultado los poderosos; aquellas que me enseñan a

interpretar símbolos y a descifrar viejos códigos. El nuevo trabajo de Francisco Ortega me

ha cautivado. Es trepidante, ambicioso, inquietante y muy revelador. Me ha hecho dudar y

pensar”.

4 http://www.logianovela.cl/

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III Marco teórico

La teoría que se utilizará para abordar el objeto de estudio será la teoría de la

posmodernidad, en tanto permite comprender el texto neogótico como una consecuencia

histórica circunscrita a nuestra realidad chilena, y por tanto, latinoamericana.

Según muchos autores –por no decir todos– existe el consenso sobre lo dificultoso

que resulta definir el concepto de posmodernidad. Mientras algunos se centran en

caracterizarlo como una época históricamente circunscrita, otros se orientan más bien a

estudiar las características en relación a lo que podría comprenderse como un movimiento

sociocultural vinculado a la crítica de lo moderno en tanto promesa incumplida de bienestar

humano. Es desde este último aspecto que interesa abordar esta propuesta de investigación,

dado que permite comprender, en este caso, el hecho literario como una construcción

cultural que arroja luces acerca de su contexto de emergencia.

Según Díaz (1999), existen tres grandes ejes que permiten comprender los ámbitos

en que la posmodernidad se manifiesta: lo ético–social, la ciencia–tecnología y el arte

(1999: 17–33) a partir del cuestionamiento de los grandes relatos, como se ha planteado

anteriormente. A pesar de que cada uno de estos ámbitos es enumerado como hecho

separado, la interrelación y la mutua influencia que existe entre ellos obliga a una

exposición sucinta de los tres.

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III.1 Lo ético – social

Según Díaz (1999), cuando se habla de las repercusiones de la posmodernidad en el

ámbito de lo ético social, éstas deben comprenderse como cambios en las prácticas sociales

vinculados a la falta de confianza que el sujeto moderno comenzó a experimentar ante la

incumplida promesa del bienestar humano en relación al progreso:

Hechos como Hiroshima, Chernobyl, la irrupción de armas

biológicas o los desastres ecológicos, hacen sospechar de la

excelencia incondicional de la ciencia […] Las ideas de progreso,

en general, se afianzaban en el convencimiento de que el desarrollo

de las artes, del conocimiento y de las libertades redituaría en

beneficio de la humanidad. No obstante, humanidad es un término

demasiado abarcador. Son miembros de la humanidad los

explotadores y los explotados, los torturadores y sus víctimas, los

ricos y los pobres, los desarrollados y los dependientes (Díaz, 1999:

18).

De esta forma, Díaz toca un punto importante cuando señala que, al parecer, el

proyecto moderno olvidó definir qué es lo que entendería como progreso de la humanidad,

pues no se percató de que a la humanidad pertenecen grupos de personas cuya

heterogeneidad prácticamente imposibilita que pueda hablarse de progreso en general. Esta

idea resulta interesante pues abre la posibilidad de la pluralidad y de la multiplicidad de

verdades5. Lo que antes, para lo moderno, era probablemente una única idea de humanidad,

5 Para quien esté interesado con respecto a este punto, Humberto Maturana constituye un excelente

referente sobre lo que él mismo caracteriza como transición del universo al multiverso, en relación a la

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se transforma, desde la posmodernidad, en la posibilidad de plantearse la existencia ya no

de una sola sino de varias humanidades, de acuerdo a los tipos de discursos que las definan.

Resulta importante, en este punto, aclarar que la principal de las características del proyecto

posmoderno (si es que puede hablarse de uno, justamente por la pluralidad de versiones que

asume), tiene que ver con el descreimiento en los metarretalos modernos, como se ha

señalado. Esto, en el sentido de que ya no es posible pensar en un solo discurso que

identifique a todos, sino más bien en una pluralidad de discursos que sea capaz de incluir,

como decía, la heterogeneidad de lo humano.

todos ellos [el rico, el pobre, el capitalista, el proletario, el sabio, el

analfabeto, el homosexual, el homofóbico, el tolerante, el

intolerante] podrían querer legitimar su propio y particular interés

en un discurso de la emancipación de la humanidad, porque,

obviamente, se sienten parte de ella. Para el cristiano la

emancipación pasa por la salvación de las almas; para el marxista,

por la revolución social; para el nazi, por la pureza de la raza; para

el liberal, por la igualdad de posibilidades para el desarrollo del

individuo (Díaz; 1999: 18).

Desde este punto de vista, entonces, es posible también pensar el cruce de estas

categorías, en tanto el discurso universalista es puesto de duda. De esta forma, la pluralidad

de los discursos que surge, tiene que ver con aquel aspecto que Lyotard (1987) denomina

como la “crisis de los relatos”, vinculada particularmente con la legitimación del saber

científico y lo asumido como “verdadero/falso”.

pluralidad de las verdades posibles, todas igual de legítimas pero no igualmente deseables. La propuesta de

Maturana correspondería, podríamos decir, en este sentido, a la aplicación de la idea posmoderna al campo

de las investigaciones sociales, psicológicas y científicas.

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III.2 La ciencia y tecnología

Innegable resulta el hecho de que la ciencia, en la época moderna, dictaminó lo que

era posible de ser concebido como verdadero y falso. También señaló la manera en que el

hombre podía acceder a este conocimiento, vinculado principalmente al método científico

implementado por René Descartes, a través de la separación sujeto−objeto. Una de las

características de esta separación tenía que ver con la objetividad que se suponía a un

observador que estudia su objeto de conocimiento. Desde lo posmoderno, esta objetividad

es lo primero que entra en duda, particularmente desde las ciencias humanas. Por ejemplo,

en el caso de la psicología –situación que puede extrapolarse a otras disciplinas del

conocimiento− la puesta en duda de la objetividad queda claramente graficada en el

siguiente texto, extraído de Coderch (1995):

A poco que examinemos el asunto nos daremos cuenta de

que, desde el inicio de su encuentro y por el hecho mismo de su

profesión, el terapeuta está mostrando con más claridad que si lo

manifestara a voz en grito, un número abrumador e incontable de

rasgos, creencias, valores, actitudes, etc. El sólo hecho de ejercer

como psicoterapeuta revela un sinfín de aspectos de su existencia

social y privada y de su actitud frente a la vida. Anuncia de forma

escandalosa, por ejemplo, que ha escogido una determinada

profesión de tipo intelectual con preferencia al sin número de

actividades a las que podría haberse dedicado; que tiene interés por

sus semejantes; que cree que en el ser humano existen unas

potencialidades de crecimiento y desarrollo mental independientes,

en el grado que sea, de la herencia y de las circunstancias

ambientales; que ha escogido llevar un tipo de vida sedentario y

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estable; que no sólo es capaz de sujetarse a una disciplina de trabajo

con exacta regulación horaria, sino que ha elegido tal forma de

trabajo por encima de otras que le hubieran permitido una mayor

libertad e improvisación en su ritmo laboral; que cree que el trabajo

y el esfuerzo individual rinde sus frutos; que no piensa que todo lo

que le suceda a su paciente sea única y exclusivamente originado

por la sociedad que le rodea […] (Coderch, 1995: 16).

Así, según Díaz (1999), esta supuesta objetividad que el investigador supone

demostrar, queda puesta en duda desde el instante mismo en que el observador se reconoce

como un sujeto que investiga, pues este mismo hecho, en sí, le atribuye un caudal de

cualidades y de sesgos imposibles de pasar por alto. De esta forma, según Díaz, la idea de

que “la razón iluminaría la verdad en un sistema armónico [y que] la verdad, a su vez,

estaría garantizada por la autonomía, la neutralidad y la independencia de los sujetos

comprometidos con el hecho científico” (Ibíd.: 22), queda desvirtuada a los ojos del

investigador posmoderno. Es en este sentido que la ciencia, según la autora, comienza un

proceso de resquebrajamiento desde su interior, pues es desde su propia constitución

epistemológica que es puesta en duda. Libros como La estructura de las revoluciones

científicas, publicado en 1962 por Thomas Kuhn, o los textos del biólogo chileno

Humberto Maturana, particularmente La objetividad, un argumento para obligar,

publicado el año 1997, resultan claves en el estudio y comprensión de los procesos

posmodernos en tanto cuestionan el desarrollo y método científico concebido hasta el

momento.

Otra de las maneras en que la posmodernidad influyó en el resquebrajamiento y

modificación de lo científico, fue, como se ha señalado, a través de la constatación de que

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el progreso humano no estaba asegurado gracias a la ciencia, como lo proponía la

modernidad. Muy por el contrario, las grandes catástrofes fueron también el resultado de la

utilización de los avances científicos en la creación de algunos tipos de armas, como las

armas de destrucción masiva.

III.3 El arte

Innegables resultan las vinculaciones entre arte y sociedad y las mutuas influencias

que se dan entre ambos ámbitos. En este sentido, paradigmático es el caso del naturalismo

francés, el cual, queriendo ser una herramienta de observación humana, justificó cualquier

producción literaria en tanto fuera un reflejo de la sociedad a la luz de la perspectiva del

escritor. Zolá así muy bien lo reconoce cuando señala que solo vale la pena una literatura

cuyo objetivo sea retratar la realidad lo más fielmente posible. Según el existencialista Jean

Paul Sartre (citado en Sánchez, 1972):

El escritor depende del medio en que actúa. Sin embargo, el

escritor no se da siempre cuenta de la relación existente entre su

creación y el mundo para el cual la escribe y que, por eso, le paga

(lo subvencionan para que suspire), de donde nace una relación

íntima entre el productor y el consumidor de literatura. De aquí

surge que el escritor se vuelva cada vez más un especialista, pero

sometido a las reglas del juego de su tiempo (Sánchez, 1972: 228).

En este sentido, es posible comprender que la literatura, como disciplina artística,

dependa –como dice Sartre– de las condiciones sociales que posibilitan su emergencia y

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que por tanto la posmodernidad, como movimiento sociocultural, posibilite un tipo

característico de literatura. Ahora bien, Díaz (1999) señala, en este sentido, que una de las

características de la posmodernidad, dentro de lo literario, tiene que ver con el cambio que

se produce en los grandes relatos desde lo moderno a lo posmoderno: “hay un elemento que

atravesó toda la modernidad: el gran relato” (Ibíd.: 28). De esta forma, la autora ilustra el

cambio de estos relatos abarcadores y extensos, por los breves posmodernos6 en que “un

mismo autor transita por diversos estilos, abundan las ironías, se cita falsamente o se copian

fragmentos de otros autores sin pulcritud ni pudor” (Díaz, 1999: 28).

Volviendo ahora a nuestro objeto de estudio, podemos ver que muchas de las

características enumeradas por algunos de los teóricos de la posmodernidad encuentran

asidero en la novela que nos hemos propuesto analizar. Así, es posible identificar elementos

como la intertextualidad, la copia de fragmentos de otros autores, la ironía; todos los cuales

están vinculados a lo neogótico como expresión literaria posmoderna.

Ahora bien, si retomamos las palabras de Calderón –en el sentido de que esta

estética particular entrega información sobre el contexto (Latinoamérica) que permite su

emergencia– y añadimos la idea que hemos revisado sobre lo que Sartre piensa del escritor

en tanto miembro social, será posible comenzar a preguntarnos por el sentido que una

literatura neogótica puede tener en nuestro continente. Si la posmodernidad es “el estado de

la cultura después de las transformaciones que han afectado a las reglas de juego de la

ciencia, de la literatura y de las artes a partir del siglo XIX” (Lyotard, 1987: 9), entonces las

6 Ejemplificador resulta el caso del concurso literario “Santiago en cien palabras”, cuyos únicos dos

requisitos para la presentación de las obras son: estar ambientados en tal ciudad y no contener más de cien

palabras. Este concurso es organizado anualmente por el equipo creativo “Plagio” y presentado por Minera

Escondida y Metro de Santiago. Actualmente se encuentran también en marcha las versiones de “Iquique

en cien palabras”, “Antofagasta en cien palabras” y “Concepción en cien palabras”.

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transformaciones literarias –dentro de ellas, la emergencia de lo neogótico– podrían venir a

ser un signo que constate que aquellos cambios en realidad se han producido y que exprese,

además, la manera en que éstos se han dado en nuestro contexto nacional particular.

III.4 Lo posmoderno en el arte y la literatura

Como veíamos con anterioridad, la posmodernidad correspondería a

manifestaciones culturales contemporáneas que posibilitarían ciertas estéticas particulares a

partir del cuestionamiento de los grandes relatos modernos. Estas manifestaciones tendrían

como objetivo principalmente la reflexión y cuestionamiento de la promesa moderna de

progreso vinculado al pensamiento logocéntrico, vale decir, a la razón como único medio

de desarrollo humano.

La forma de expresión de este cuestionamiento, como hemos presentado, se vería

reflejado principalmente a través de tres ejes principales: lo ético, lo científico–tecnológico

y lo estético. Desde el ámbito ético, es cuestionado el progreso social prometido por la

modernidad; desde el ámbito científico se comprueba que los productos que emergen a

partir de la razón no solo pueden contribuir al bienestar del ser humano sino también

destruirlo (armas de destrucción masiva, etc.). Se cuestiona también el argumento de la

objetividad y del único gran relato. Desde el arte comienzan a surgir manifestaciones

vinculadas a la deconstrucción, impulsadas por el pensamiento de Jacques Derrida, cuya

estrategia principal es la re−utilización de elementos modernos para hacer aparecer las

“escandalosas grietas” de los discursos imperantes logocéntricos: “también los discursos se

desmontan como se desmonta una casa antigua para reciclarla o para construir un loft.

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Desmontar un discurso es como descascarar un edificio para que aparezcan sus fisuras”

(Díaz, 1999: 39). El arte posmoderno en general se aproxima a su campo de acción a través

del desmontaje o deconstrucción. La arquitectura constituye un caso paradigmático con

respecto a la manera en que esta condición cultural generó diferencias radicales en relación

a las formas de construcción modernas. Si lo moderno se caracterizaba por líneas sobrias y

austeras, lo posmoderno intentará fracturar estos elementos y armar construcciones

retorcidas y transgresoras: “Tal estilo [el moderno] estaba signado por la distribución

racional de los espacios, la armonía interior–exterior y la funcionalidad de los edificios […]

el movimiento posmoderno, en cambio, se opone al racionalismo en la distribución de los

espacios. Rescata la multiplicidad de códigos y descree de los postulados funcionales”

(Ibíd.: 26). Esther Díaz nos señala cómo la estética posmoderna intenta darle un vuelco a la

estética moderna, al reconfigurar nuevas formas a partir de los mismos elementos con que

lo moderno se erigía. Así, la autora señala el caso de un supermercado en California, al que

se le había sellado una de sus majestuosas puertas para hacer un agujero en la pared y

constituir la entrada en ese otro sitio.

La importancia de esta reutilización de los mismos elementos modernos tiene que

ver con la intención explícita de mantenerse en los márgenes de la deconstrucción, de no

armar un discurso que se constituya en otro “centrismo”. Por este motivo la posmodernidad

como movimiento sociocultural tiende más bien hacia una reutilización de los elementos

que otrora utilizara la modernidad: “había que transitar la transgresión sin

institucionalizarla. Deconstruir las jerarquías impuestas por un dominio que niega –o

anula– las diferencias sin incurrir en una dictadura de sentido contrario” (Ibíd.: 38), con el

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fin de hacer visibles las falsas promesas de desarrollo y bienestar levantadas por la

modernidad, mostrando los resquebrajamientos del discurso logocéntrico moderno.

La literatura, así, como un arte socialmente inserto y sujeto, por ende, a los

devenires socio históricos de un momento particular, ocupa un sitial de importancia en las

formas de expresión de las diversas manifestaciones culturales de cada época, sin excluir la

posmoderna. En palabras de Sánchez: “existe interdependencia entre la literatura de un

pueblo y su vida social. El escritor aporta su sentido individual de belleza, su interpretación

personal de la vida, pero él mismo sufre la influencia del momento histórico que vive, y,

así, la literatura refleja tanto elementos individuales como colectivos, y se mueve bajo la

presión de ambos factores, pero su órbita propia será siempre la palabra” (Sánchez, 1972:

52). Si hemos dicho que la posmodernidad, en términos estéticos, se caracterizará por la

reutilización o reconfiguración irónica de la estética moderna en ámbitos como la

arquitectura, la fotografía o el diseño, en literatura, de esta misma forma, seguirá líneas

parecidas a través del quiebre del texto tradicional asociado a los grandes relatos: “en

cambio, en la literatura posmoderna, se mimetizan otros textos; los relatos son breves, un

mismo autor transita por diversos estilos, abundan las ironías, se cita falsamente o se copian

fragmentos de otros autores sin pulcritud ni pudor” (Díaz, 1999: 28).

Resulta interesante en este punto reflexionar sobre la emergencia de nuevos tipos de

literatura chilena junto a la de fenómenos culturales como la posmodernidad. Si ha sido la

irreverencia social ante las promesas de la modernidad la que ha hecho emerger estas

nuevas estéticas artísticas / musicales / literarias, entonces cabe la posibilidad de

preguntarse qué rol juegan las literaturas emergentes chilenas, específicamente aquellas que

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han optado por abandonar el realismo al que hasta hace poco estábamos acostumbrados,

para introducirnos de lleno en universos fantásticos y sobrenaturales.

Este nuevo tipo de literatura nacional, conocida por algunos como “la otra”

literatura, ha intentado estos últimos años dar cabida a nuevas estéticas narrativas,

principalmente vinculadas a lo fantástico, pero apoyándose de una u otra forma en nuestra

cotidianeidad nacional para “escribir novelas que hablan y se sitúan en un Chile distinto, ya

sea en el futuro o en el pasado, pero construidas con los elementos de nuestra historia o de

nuestro presente. La mayor de las veces, con los más lúgubres” (Citado en Fortegaverso,

2008). Es el año 2008 y la revista El Sábado de El Mercurio publica un reportaje sobre un

naciente grupo conocido como Freak Team o Freak Power, conformado, entre otros, por

Francisco Ortega. En el texto se aborda no solo la problemática situación de la nueva

literatura en relación a los comentarios, muchas veces desfavorables, que genera la crítica

con respecto a las nuevas tendencias, sino también la opinión, desde sus mismos autores, de

por qué es necesaria una renovación en la escritura nacional: “Sus novelas son el síntoma

de una corriente en expansión; un fenómeno alentado por autores desprejuiciados que

aprovechan el apoyo editorial y las redes digitales para captar lectores como nunca antes.

Todo bajo una premisa: contar las historias de un Chile improbable, aunque, mirándolo

bien, peligrosamente cercano” (Citado en Fortegaverso, 2008). No es que en Chile no se

escribiera literatura fantástica, como reconoce Francisco Ortega en el artículo, sino que

hasta hace muy poco esta literatura no era considerada por la industria editorial nacional.

En este sentido, no es menor, por ejemplo, darnos cuenta que al consultar libros como el

canónico manual de Cedomil Goic, Historia de la novela hispanoamericana (1980), no es

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posible encontrar rastro alguno de escritores como Juan Emar7, destacado narrador

vanguardista chileno que solo en las últimas décadas fue posible “rescatar” del olvido

gracias a los esfuerzos, principalmente, de autores como Pablo Neruda o José Donoso.

Ahora bien, el hecho de que las nuevas obras vinculadas a lo fantástico comiencen a

considerarse editorialmente o que narraciones fantásticas escritas en años anteriores

alcancen un empuje que en su momento no tuvieron, da señales de que algo empieza a

cambiar en la escena literaria nacional. Como señala Macarena Areco (2008), “la ciencia

ficción chilena experimenta hoy, si no necesariamente un período áulico, al menos un

notorio resurgimiento” (Ibíd.: 204). El freak power –nombre con el que se da a conocer a

esta serie de autores nacionales, entre los cuales se encuentra Francisco Ortega− explora a

través de sus creaciones diversas aristas narrativas que nos refieren, en últimos términos, a

la estética posmoderna. Ésta queda plasmada en obras que alcanzan una diversidad que va

desde la ciencia ficción steampunk hasta el terror de reminiscencias góticas, pasando por el

retrofuturismo, las distopías, y las más “delirantes” imaginaciones, apoyadas por lo general

en la historia y actualidad chilena.

7 A pesar de que la obra de Juan Emar es usualmente considerada como narrativa fantástica o de ciencia

ficción (Novoa, 2006), habrá otros críticos, como Cecilia Rubio (2012), que diferirán sobre esta postura y

argumentarán que la obra del autor debe leerse más bien desde el marco de las poéticas de la vanguardia

histórica y no desde lo fantástico. Para el motivo del presente texto no será necesario explorar más allá este

aspecto pues lo que el ejemplo intenta alumbrar, vale decir, la poca relevancia que se le ha dado a

narrativas alejadas de tradicional realismo o criollismo nacional, queda claro sin necesariamente entrar a

definiciones categoriales con respecto a la obra de este autor.

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III.5 Lo neogótico

Con anterioridad hemos presentado el concepto de lo neogótico a partir de los

desarrollos del escritor peruano Carlos Calderón Fajardo (2009), quien define el concepto

como un estilo narrativo propio de América Latina, que retoma elementos de lo gótico

romántico para actualizarlos a las problemáticas propias de esta parte del mundo. Enfatiza,

como veíamos, su postura crítica con respecto a las sociedades presentes, denunciando

totalitarismos y aberraciones propias de la época moderna, señalados anteriormente. Lauro

Marauda (2010) se referirá, por su parte, al carácter crítico de la nueva literatura fantástica8,

en tanto explorará a través de mundos imaginarios las posibilidades no vistas en literaturas

realistas anteriores: “la generación había cometido un parricidio con las promociones

anteriores [realistas] condenó sus formas literarias marchitas, sus lugares comunes, su

eurocentrismo […] se cuestiona toda dogmática normativa y totalizante […] El

microcosmos se ha impuesto sobre las visiones macro. Los nuevos autores fantásticos

multiplican los mundos posibles, amparan su relatividad y desarticulan cualquier hipótesis

unívoca o reduccionista […] pone en tela de juicio nada menos que la posibilidad de

representar verosímilmente el mundo” (Ibíd.: 68–69).

Para la comprensión acabada del concepto de lo neogótico, propuesto por Calderón,

Lauro Marauda nos entrega un elemento interesante en tanto establece las características de

la llamada neofantasía, que nos ayudan, si no a determinar la estética propia de lo

8 A pesar de que Marauda se refiere predominantemente a la literatura fantástica uruguaya, es posible

extrapolar sus conceptos a la realidad chilena, en tanto se asume el concepto de neogótico como de

carácter continental y no propio de un solo país. Además de esto, el concepto de neo fantasía describe, de

esta misma forma, un panorama no solo presente en Uruguay, sino también en el resto de los países

latinoamericanos, que tiene que ver principalmente con el quiebre de la literatura realista.

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neogótico, sí a clarificar la base contestataria desde la cual posiciona su argumento y la

necesidad de reconocer la nueva literatura de terror latinoamericana bajo este concepto.

Marauda señala, así, las características de lo neofantástico en relación a los siguientes

elementos, vinculados al quiebre de los estilos previos a lo posmoderno: los narradores

devienen fluctuantes, el narrador protagonista es predominante en relación a la fluctuación

de tipos de narradores señalados anteriormente y abundan los co−protagonistas. La trama,

como otro elemento, no coincide con el argumento. Si bien Marauda presenta este último

rasgo principalmente con respecto al orden cronológico de los hechos, esta característica

puede materializarse en el caso de nuestra novela en relación a la alteridad producida por

los distintos narradores que interactúan a lo largo del libro, lo que altera la diégesis no sólo

en un nivel cronológico sino también en un sentido de definición de lo fantástico / lo

maravilloso / lo extraño, como se revisará posteriormente.

Vemos así, que las características de este concepto, como antecedente, sirven para

posicionar una vez más la idea de lo neofantástico como un elemento contestatario propio

de una estética posmoderna. Ahora bien, ante la pregunta de qué sucede cuando lo

neofantástico utiliza elementos propios del gótico romántico circunscritos a lo latino

americano como corriente nacida a partir de la revalorización de géneros artísticos

considerados menores, pues surge entonces lo neogótico. Lo neogótico en un sentido

similar al planteado por Marauda sobre lo neofantástico, vale decir, como una narrativa

cuestionadora de todo dogma totalizador, que asume el desarrollo humano solamente

vinculado al desarrollo tecnológico, pero en relación a la literatura de terror. Así, entonces,

lo neogótico se fundamenta, al igual que lo neofantástico, en lo contestatario de sus

narraciones, diferenciándose de este último, en los elementos estéticos que lo caracterizan:

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mientras uno, el neofantástico, buscará el cuestionamiento a través de la vacilación

todoroviana para generar una crítica, el neogótico lo hará a través de la misma vacilación

entre dos alternativas posibles, pero presentando elementos propios del gótico romántico,

actualizándolos a nuestra época y a nuestro continente latinoamericano. Se responde con

ello la pregunta que pudiese hacerse con respecto a la literatura de terror escrita en países

no latinoamericanos, señalando que, como propone Marauda con lo neofantástico y

Calderón con lo neogótico, ambos conceptos estarán circunscritos a los acontecimientos

propios de nuestra América Latina.

Para conocer el fundamento de la estética literaria neogótica en el presente, será

necesario hacer un breve repaso sobre el movimiento que nutrió lo gótico en el siglo XVIII,

vale decir, el movimiento romántico.

III.6 El romanticismo

Según los teóricos literarios que han estudiado el movimiento cultural romántico, es

necesario reconocer la abundancia de opiniones disímiles sobre las características que

pueden ser consideradas como sus rasgos definitorios. Gran parte de esta situación se debe

a la inmensa cantidad de aspectos que el romanticismo abordó, criticó y reformuló;

principalmente como una reacción contestataria ante los cánones impuestos por la

ilustración y el clasicismo. Estos últimos, a diferencia del romanticismo, impulsaban una

visión de mundo basada en un orden formal, simétrico y restringido de las cosas, aplicado

en áreas como la arquitectura, filosofía, las artes, la literatura, entre otros. Este orden rígido

y contenido, propio de la ilustración, estaría basado en la idea de que la razón podría llevar

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al hombre al desarrollo y, por ende, a la felicidad, gracias al conocimiento racional y

objetivo de los fenómenos del mundo.

Ante este panorama obsesivamente ordenado del mundo y de la realidad, surge

como oposición el movimiento romántico que, iniciado en Inglaterra, pronto abarcó

Alemania y se extendió a otros países, incluyendo España, donde propulsó una serie de

ideales que se cobijan bajo la idea de exaltar la importancia radical de la expresión de los

sentimientos humanos personales y únicos. Es decir, mientras el clasicismo se afanaba por

encontrar aquellos rasgos comunes en la experiencia humana, el romanticismo se adentró

en aquellas vivencias de índole más personal, hasta entonces subvaloradas. Este rasgo de

unicidad, en el sentido de explorar los sentimientos únicos e irrepetibles de quienes

producirán arte desde este movimiento, es una de las características fundamentales que

toman poetas y narradores como, por ejemplo, Gustavo Adolfo Bécquer, particularmente

apreciable en Rimas y Leyendas, colección de textos en que muchos de los personajes viven

existencias plenas de fantasía y alejadas de la realidad.

Según el crítico argentino Álvaro Melián: “Si el espíritu que podemos llamar clásico

subordina la sensibilidad y la imaginación a la razón, la sensualidad a la inteligencia, las

facultades afectivas y espontáneas a la capacidad reflexiva y a la voluntad consciente, el

romántico, por su parte, invierte sencillamente este orden, con las múltiples y profundas

consecuencias que de ello pueden derivarse” (Melián, 1954: 10).

Por tanto, desde el romanticismo es ahora la razón el elemento que será puesto en

jaque, dejando el espacio creativo libre para la imaginación y la construcción de mundos

artísticos y literarios que no se ajustan necesariamente a los cánones racionales mantenidos

por el movimiento anterior.

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Según Melián, el romanticismo constituyó no sólo una respuesta estética ante el

clasicismo imperante, sino que logró imponerse como una forma de vida particular cuya

característica fue la primacía del sentimiento, la imaginación y la exaltación personal, como

ya se ha señalado. En este sentido, el romanticismo, más que corresponder a un movimiento

particular, referiría a una “cierta disposición esencial del alma humana; disposición que se

infunde necesariamente en todas las manifestaciones afectivas e intelectuales del individuo

de que es dueña” (Ibíd.: 10).

Bowra (1972) señala por su parte que, particularmente desde la poesía, la

“imaginación creadora está íntimamente conectada con una visión particular de un orden

invisible que existe más allá de las cosas visibles” (Ibíd.: 291), y que, por tanto, para llegar

a ese orden invisible de las cosas, era necesario que el artista creador considerara, o más

bien hiciera protagonista, el mundo de sus sentimientos. Así, desde el romanticismo cobra

relevancia lo que antes era menospreciado, vale decir, el mundo subjetivo y personal del

creador: Para ellos [creadores clasicistas], lo más importante de la poesía era la expresión

fiel de las emociones o de los sentimientos [no personales, sino más bien comunes], como

ellos preferían decir. Deseaban expresar, en términos generales, la experiencia común de

los hombres y no entregarse al capricho personal para concebir nuevos mundos. Para ellos,

el poeta era un intérprete más que un creador; un hombre dedicado a mostrar las atracciones

de lo ya conocido, más que a valorar a las regiones de lo desusado y no visto (Ibíd.: 13).

Interesante resulta observar la distinción que hace Bowra con respecto al concepto

de imaginación al señalar que ésta no desempeñaba prácticamente ningún papel en la

actividad artística de los literatos no románticos. La misión de ellos, aclara el autor, no era

crear nuevas realidades a partir de su propia riqueza artística sino más bien actuar a modo

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de intérpretes de aquella realidad, vaciándola o traduciéndola en un texto literario. Es desde

la emergencia del romanticismo, por tanto, que la imaginación pasa a ser un tema discutido

y cobra real importancia como motor de las nuevas producciones artísticas literarias. Es

esta nueva época la que posibilita la expresión subjetiva de los escritores y poetas a través

de sus obras, dando luces ya no de las mismas generalidades conocidas sino de

particularidades personales: “los poetas románticos adquirieron una conciencia más

profunda de sus propios poderes, y sintieron aquella misma necesidad de ejercerlos,

imaginando nuevos mundos de la mente” (Ibíd.: 14). Mario Vargas Llosa, por su parte, dirá

que la ficción “no es el retrato de la historia, sino más bien su contracarátula o reverso,

aquello que no sucedió y que precisamente por ello debió ser creado por la imaginación y

las palabras, las ambiciones que la vida verdadera era incapaz de satisfacer” (1971: 24).

Si bien el movimiento romántico compartió elementos comunes en sus distintos

modos de expresión, dentro de él surgieron, a su vez, numerosas corrientes que se

diferenciaron en la forma de dar cuenta de esta nueva estética. Una de estas corrientes fue

el género gótico, que anidado desde las pasiones sentimentales de los escritores, tomó

forma como una serie de relatos ambientados bajo lúgubres, tétricos y oscuros parajes que

daban cuenta también de la imaginación y sentimentalismo que el escritor romántico quiso

expresar.

Según Carlos Calderón, escritor peruano que propone el concepto de lo neogótico,

como hemos visto, “lo gótico nace como forma de rebeldía del romanticismo. Lo gótico

forma parte de la rebeldía romántica contra el espíritu burgués. Lo gótico desde que nace

será marginal. Pero el rebelde romántico no apunta a transformar la sociedad, se mueve en

el mundo de la imaginación” (2009: 61). Es decir, el romántico / gótico no apuntó –como sí

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lo hizo, por ejemplo, el realista– a lograr una radiografía social que intentara dar cuenta

objetivamente del mundo, sino más bien quiso adentrarse en los propios y oscuros rincones

mentales y desde ahí configurar la creación artística. En este sentido, lo gótico, como forma

de expresión romántica, intenta narrar la oscuridad de la que el clasicismo huyó: “sin

castillos ni fantasmas no habría novela gótica […] en lo gótico estamos hablando de mitos

ancestrales” (Ibíd.: 60).

Según Alejandro Valero Fernández, citado en la edición del año 2004 de El Castillo

de Otranto9, de Horace Walpole, considerada como la primera novela gótica, señala que “el

racionalismo [propio de la ilustración] llevado a sus últimas consecuencias se quedaba

corto a la hora de explicar el fenómeno humano en su totalidad” (Ibíd.: 9). Como

consecuencia de ello, numerosos movimientos artísticos comenzaron a surgir, proponiendo

una visión de mundo y de humanidad que se alejaba de lo común, de lo usual, para buscar,

por el contrario, el lado oscuro de la existencia, fundando, de esta forma, la narrativa

gótica:

La razón por sí sola no podía explicar todos los comportamientos,

así que se rastreó las profundidades del alma o de la psicología

humana y brotaron las pasiones y los sentimientos ocultos, los

terrores ancestrales y las supersticiones. Algunos escritores

quisieron evadirse de la realidad más cotidiana y para ello se volvió

la vista atrás para encontrar escenarios más acordes con estos

nuevos planteamientos, que se situaban en la Edad Media (Ibíd.: 9).

9 Obra publicada originalmente el año 1764, que en la edición del año 2004 incorpora una serie de guías de

estudio escritas por Valero Fernández.

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Con respecto a este último punto podemos observar las similitudes que existen entre

la posmodernidad o “nueva edad media” y el romanticismo, como crítica al racionalismo

propio de la ilustración. Recordemos que el arte posmoderno, entre otras cosas, se

caracteriza por el movimiento de volver al pasado para fusionarlo con el futuro.

De esta misma forma, afirma el profesor Valero, los escenarios de este tipo de

novelas góticas románticas solían ser castillos, cementerios y paisajes asombrosos “por

donde deambulaban seres sobrenaturales de toda calaña […] Quizá lo más característico era

la creación de atmósferas, a la que contribuía un minucioso suspense que el escritor se

encargaba de construir poco a poco, ayudado siempre del sentimiento del miedo o terror

que va surgiendo del desenvolvimiento de los personajes en situaciones extrañas y

exageradas” (Ibíd.: 10).

Resumiendo: hasta el surgimiento del romanticismo, los artistas solamente habían

hablado y creado a partir de lo visible y de lo común, sin dar cabida al mundo interior de

los creadores. Luego de la instauración de lo romántico comienza a tomar fuerza el mundo

personal de los sentimientos, expresados a través de la literatura, gracias a la imaginación.

Uno de los géneros literarios románticos en que esta imaginación es puesta en práctica de

manera prolífica, es el ámbito de lo gótico: “lo gótico es y será siempre literatura

imaginaria por excelencia […] la narrativa gótica nos cuenta sobre hechos de una realidad

absolutamente imaginaria” (Calderón, 2009: 60).

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IV El horror de Berkoff como obra posmoderna

Para demostrar la hipótesis que nos hemos planteado, vale decir, leer El horror de

Berkoff, como una obra neogótica que se inserta en la posmodernidad al utilizar los

recursos estéticos que caracterizan esta época, será necesario dividir el análisis en dos

momentos. Primero, se llevará a cabo una reflexión sobre la forma en que la novela está

compuesta, vale decir, en palabras de Elia Barceló (2008: 18), de su “arquitectura

narrativa” para ver la manera en que su particular andamiaje puede ser apreciado como una

consecuencia estética de la época en cuestión. En un segundo momento nos adentraremos

en el plano argumentativo del texto para descubrir en éste cómo se articula la propuesta

posmoderna a través del análisis de la diégesis de la obra, con sus elementos estéticos.

Sobre esta división analítica que nos hemos propuesto, es necesario señalar que,

según han planteado diversos autores, solo cobra sentido cuando es utilizada como una

herramienta para acceder a la comprensión de un texto y jamás como división natural de la

obra. Para Mario Vargas Llosa, es poco conveniente efectuar la división que he

mencionado anteriormente entre fondo y forma pues, según el autor, “lo que la novela

cuenta es inseparable de la manera como está contado” (Vargas Llosa, 1997: 25). Vargas

Llosa, sin embargo, reconoce que esta separación ficticia puede hacerse siempre y cuando

el objetivo sea llevar a cabo una reflexión analítica sobre el texto estudiado. En nuestro

caso, será necesario diferenciar cada una de estas partes por separado con el objetivo de

enunciar el por qué tanto una como otra emergen como aspectos propiamente posmodernos

en la novela. Por esta razón ilustrativa es que resulta necesario tomarse tal libertad

teniendo, por supuesto, siempre la claridad que tal división constituye una estratagema

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deliberada, y que la comprensión global del texto debe necesariamente considerar tanto lo

que narra como la forma en que es narrado.

IV.1 Primeras páginas

Con respecto a la “arquitectura narrativa” del texto, la novela está dividida en cuatro

grandes capítulos10

, y cada uno de ellos se encuentra, a su vez, subdividido en otros sub

capítulos más pequeños. Lo primero que llama la atención, antes incluso de llegar al

comienzo de la narración desde el primer capítulo, es una cita que el autor escoge como

introducción de su novela. Este fragmento corresponde a un párrafo del libro Salem’s lot de

Stephen King y narra lo siguiente: “la casa miraba hacia el pueblo. Era enorme y parecía

desdibujada y vencida. Las ventanas descuidadamente cerradas le daban ese aspecto

siniestro de todas las casas viejas que han pasado mucho tiempo solas … A la derecha, un

destartalado cartel clavado sobre el poste advertía: PROHIBIDA LA ENTRADA” (Ortega,

2011: 7) En la página inmediatamente siguiente, nos encontramos con otro epígrafe,

también referido a una casa, pero esta vez, del autor chileno José Donoso. La cita proviene

de una de sus obras celebres −El obsceno pájaro de la noche−: “No es que oyera pasos ni

voces ni que sintiera que me vigilaban en los pasillos que me levanto a recorrer en esta casa

insondable. Pero poco a poco se me fue ocurriendo, y después advertí, que alguien había

comenzado a recorrer los patios, las habitaciones huecas, los pasadizos, igual que yo”

(Ibíd.: 9). Estas dos citas abren el texto a modo de introducción de la novela y presentan el

10

Para ver un diagrama ilustrativo del ordenamiento de la novela, por favor dirigirse a los anexos del

presente trabajo en las páginas finales.

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elemento principal que la obra seguirá durante todas las páginas: una casa, una casa

abandonada que aterroriza a los niños del barrio. No es menor recordar que varias de las

novelas de Stephen King, a quien Ortega cita primero que Donoso, están ambientadas en

vetustas mansiones u hoteles que suelen albergar terribles secretos y que aterrorizan no tan

solo a los niños de la cuadra, sino también a los adultos en los que esos infantes se han

convertido a lo largo de los años. Donoso mismo, en algunas de sus entrevistas, reconoce

que la mayoría de sus argumentos se desarrollan también al interior de casas que albergan y

cobijan sus tramas. Véase el caso, por ejemplo, de El jardín de al lado, El lugar sin límites

o de su celebrada novela Coronación.

Ahora bien, a pesar de que ambos autores, King y Donoso, suelen utilizar casas al

centro de sus novelas, como si fuesen en realidad los albergues de sus argumentos, resultan

distintas a la hora de examinar qué tipo de monstruos habita en cada una. Si los de Donoso

seguirán una línea vinculada a los horrores traumáticos producidos por la historia reciente

chilena, los de King serán seres atormentados por monstruos fantásticos y pesadillescos,

sedientos de sufrimiento humano. En este sentido, no es menor que Ortega haya utilizado

ambos autores para introducir su propia novela, como tampoco resulta azaroso el orden de

ambos epígrafes, primero King, luego Donoso, desde lo extranjero a lo chileno, desde lo

estadounidense a lo nacional. Recordemos que una de las críticas que formula Ortega a la

literatura chilena es la gran ausencia de literatura de terror, señalando, como se ha

presentado anteriormente, que lo más terrorífico dentro de nuestras fronteras ha sido la

tradicional “casa donde penan”. Al presentar estas dos citas en las dos primeras páginas de

la novela, Ortega comienza a delimitar el cruce que intentará generar Ortega en su propio

libro: una historia que contenga elementos propios de la tradición folclórica chilena /

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mapuche, pero también que presente seres monstruosos, a modo de las contemporáneas

novelas de terror norteamericana, de King, Koontz, entre otros.

La novela El horror de Berkoff narra las vivencias de Martín Martinic, una

celebridad pasajera y provinciana venida a menos, que regresa a su pueblo natal

−Salisbury− desde un Santiago idealizado como tierra de oportunidades, para asistir al

funeral de uno de sus mejores amigos, Juan José (Juanjo) Birchmeyer, muerto en

circunstancias poco claras. La apertura de la novela tiene dos momentos distintos que es

necesario presentar como tales, vale decir, diferentes, separados de acuerdo al narrador que

habla en tercera o primera persona, según el capítulo que sea. El primer capítulo comienza

narrando una historia maravillosa –en el sentido todoroviano del concepto−, mientras que la

segunda de ellas, a pesar de contener guiños a elementos sobrenaturales, nunca deja

completamente claro si los hechos finalmente remiten o no a situaciones explicables bajo

las leyes naturales conocidas. El primero de los comienzos, el maravilloso, lo presenta un

narrador heterodiegético omnisciente que introduce al lector a los extraños sucesos que

ocurren a los niños en Berkoff:

Los amigos imaginarios existen, todos los niños los tienen. Y

aunque algunos no son más que una idea, otros, como los de Pablito

Clausen, te pueden matar […] Emilia Geeregat lloró de pena porque

quería mucho a Pablito, mientras que Martín Martinic solo se

preguntaba cómo iba a hacer para recuperar el camión a control

remoto que le había prestado al muerto la semana pasada […]

¿Estaba enfermo Pablito Clausen? Sí, probablemente lo estaba, y

tenía el mismo mal que padecían todos los habitantes del pueblo, el

mal de Berkoff. O el horror de Berkoff, como algunas décadas

después un treintañero Pércival Guidotti, convertido en escritor,

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titularía su primera novela, pero para eso, por supuesto, aún tenían

que pasar muchas otras cosas (Ibíd.: 11).

A partir de aquella declaración, el narrador continúa explorando el primero de los

acontecimientos extraordinarios que vivieron los habitantes de Berkoff en agosto de 1980:

el rapto de Pablo Clausen por los duendes del pueblo. Comienza con la declaración de que

los amigos imaginarios existen y finaliza contando la locura posterior de la madre al

saberse culpable por no haber atendido los gritos de su hijo pequeño, y las sospechas del

padre del niño Clausen al creer que había sido la casa misma la que había raptado a su hijo:

“por dentro ya no había nadie que pudiera dársela [una respuesta]. Lo único que seguía

latiendo en la casa Berkoff era la casa misma” (Ibíd.: 20).

Como vemos, el primer capítulo se estructura apoyándose desde una base

maravillosa, en que ninguno de los hechos sobrenaturales presentados es puesto en

cuestionamiento. Hasta este momento la novela parece presentar una narración

completamente sobrenatural, en que abundan los seres míticos como duendes, monstruos y

casas embrujadas. No es hasta llegar al capítulo siguiente, el segundo, llamado El pueblo,

en que nos topamos con la novedad de cambio de narrador, de heterodiegético a

intradiegético, y con el cambio desde lo maravilloso hasta lo fantástico propiamente tal, en

el sentido de la duda que se genera en el lector, al desconocer la aplicabilidad de las leyes

naturales a los hechos narrados. Antes de referirnos a este cambio de narrador, que da pie a

la transición de lo maravilloso a lo fantástico, resulta necesario comentar brevemente el

epígrafe con que se inician nuevamente los próximos dos capítulos, presentados ahora por

un narrador protagonista. En éste, extraído de la novela Frontera, de Luis Durand, se señala

lo siguiente: “… entonces el cielo se cubría de inmensas bandadas de choroyes y cachañas

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que desfilaban días enteros bajo la azulidad infinita de los cielos de la Frontera. Esos eran

buenos días…” (Ibíd.: 21).

Comentemos ahora brevemente el contexto desde el cual son extraídas estas

palabras. Luis Durand, escritor chileno, considerado como uno de los máximos

representante del criollismo nacional, publica Frontera en 1949, novela ambientada a fines

del siglo XIX en el Wallmapu o nación mapuche. Sobre ella, la poetisa chilena Marta Luz

Manríquez, nos dirá que vemos la historia novelada de Traiguén, tierra de Durand, a través

de la interacción entre “ricos y pobres, mapuches, chilenos y colonos [que se juntaban a]

beber y disfrutar de hembras sabrosas que compensaban su vida ardua y les servían de

desahogo a las pasiones contenidas tanto tiempo” (Manríquez, 2012). Vemos, de esta

forma, que Ortega nuevamente nos entrega pistas de la línea que seguirá su propia historia

en relación a los vínculos establecidos entre chilenos y el pueblo originario, a través de un

fragmento de un libro que profundiza en estas circunstancias. Será, en cierta manera, lo

mismo que hará su propia novela algunas páginas más adelante a través de la utilización de

la mitología mapuche y el cuestionamiento que ella plantea sobre las relaciones

establecidas entre chilenos y los miembros del pueblo originario, particularmente en

relación a las diversas versiones de mundo, a partir de lo religioso. Comenzamos a ver, de

esta forma, los primeros roces abordables desde la perspectiva sobre la cual nos hemos

posicionado, la posmodernidad, a través de las formas en que los personajes trazan y

definen sus vidas de acuerdo a lo que se debe creer o no. Desde esto último, contrasta

particularmente ambas cosmovisiones religiosas, que presentan, cada una por su lado, la

creencia “verdadera”, tradicional y aceptada, versus aquella descreída, la nativa, autóctona

y originaria.

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El capítulo II –llamado “El pueblo”–, entonces, se abre nuevamente con un primer

subcapítulo llamado Jueves que se inicia con un treinta años después y que comienza a

narrar la historia desde uno de los personajes presentados al comienzo –Martin Martinic–,

pero esta vez, en primera persona:

El comienzo siempre es igual. En negro. Un destello y luego la luz

se va, dejándome con una breve y última instantánea: la imagen de

mi cara. Me veo joven, casi un niño: doce, trece, catorce años, no

más. Estoy solo, de pie en mitad de un apagón absoluto, encerrado

en la casa del abuelo Héctor. Y a pesar de que conozco cada

centímetro del departamento, elevado a tres pisos sobre la calle, en

una de las alas de ferrocarriles de Salisbury, tropiezo torpe con las

ordenadas formas de su geografía (Ortega, 2011: 23).

Martin Martinic empieza así a relatar su viaje en tren de regreso al pueblo de

Salisbury, donde vivió los veinte primeros años de su vida antes de emigrar a Santiago.

Ahora vuelve a su pueblo natal, que olvidado en el pasado lo recibe reconociéndole la

antigua fama que alguna vez alcanzó pero que poco a poco fue perdiendo tras malas

decisiones profesionales y laborales. Interesante resulta este hecho en tanto su simbolismo,

vale decir, la propuesta de que no es sino a través del regreso a las raíces, al pasado, al lugar

de origen, que el protagonista, un actor ya sin fama, es reconocido y ensalzado por su

propia comunidad. A lo largo de la novela este aspecto juega un rol fundamental: un pueblo

que recibe en brazos a un protagonista que no se siente merecedor de tal recibimiento.

Recordemos que según la posmodernidad y las corrientes literarias que desde ahí surgen,

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como lo neofantástico y lo neogótico, el artista deja de imaginar el futuro para volver al

pasado con el fin de reconstruir desde ahí posibilidades imaginarias.11

Martinic vuelve por la muerte de su amigo, Juan José Birchmeyer, para asistir a su

funeral y para consolar a su amiga, la viuda Emilia:

El turno ahora le correspondía a Juan José Birchmeyer, uno de mis

mejores amigos, el primero que envidié, que odié y que finalmente

traicioné. Juanjo, el segundo niño de la historia, el más importante

de todos, la razón por la cual abordé un tren en Santiago y gasté una

noche de mi vida regresando a mi pueblo natal, el mismo lugar al

que juré nunca volver […] Mi nombre es Martin Martinic y hace un

tiempo fui el hombre más famoso de Chile (Ibíd.: 23−27).

El segundo y el tercer capítulo constituyen el cuerpo central de la obra pues se

narran las acciones y motivaciones principales de los personajes a partir de este único

narrador protagonista, Martin Martinic, que observa las situaciones y las describe a medida

que las vivencia. El segundo capítulo comienza, como se ha mostrado, desde la narración

de Martinic regresando a su pueblo para asistir al funeral de su amigo y finaliza ya

instalado en la casa de Pércival Guidotti, observando por la ventana a los duendes de su

infancia que lo saludan desde la calle:

Uno de ellos, el que estaba exactamente parado en medio en la

esquina, levantó su brazo derecho y, abriendo su mano, me saludó.

Y aunque la negrura de la noche y de su figura me impedía

distinguir sus rostros, juraría que lo vi sonreír. Apagué la luz y

11

Particularmente ejemplificador resulta, en este sentido, estéticas que retoman el pasado histórico real

para reconstruir un futuro posible, como lo hacen las ucronías o lo ciberpunk, entre otros.

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volví a la cama. Ya no había papá, ni mamá, ni abuelo, ni nadie

mayor a quien gritarle que tenía miedo; menos, preguntarle si podía

pasarme a su cama. Nunca más (Ibíd.: 94).

Este último elemento sirve para mostrar lo que se ha venido anunciando, vale decir,

la introducción de pequeños elementos fantásticos, de vacilación, dentro de los capítulos de

orden aparentemente más extraño.

El tercer capítulo, llamado Los niños, comienza nuevamente en la casa de Pércival

Guidotti. Martinic despierta y se da cuenta que su amigo ha salido temprano y está solo en

casa. Se encuentra con un desayuno armado en la mesa. Al cabo de un rato, movido por la

curiosidad, empieza a registrar los cajones del escritorio de Pércival y encuentra, entre otras

cosas, el manuscrito de lo que parece ser una novela llamada El horror de Berkoff, con las

primeras páginas ya redactadas. Algunos sub capítulos después, Martinic volverá a registrar

y leerá con más atención:

Devolví la carpeta al estante y saqué otra que parecía rotulada como

MATERIAL NOVELA: UN NIÑO. Dentro solo había un par de

fotos del Instituto Bautista, la sala de kindergarten y prekinder y la

tumba de Pablito Clausen en cuatro ángulos distintos, más un

primer plano de la placa recordatorio. Dejé el archivo en el piso y

tomé otro, más lleno y pesado. MATERIAL NOVELA: EL

PUEBLO, decía. Estaba repleto de recortes, anotaciones, fotos

antiguas y dibujos hechos por el propio autor (Ibíd.: 126).

Vemos, de esta forma, que ambos elementos de la novela se superponen el uno al

otro: los acontecimientos narrados en los capítulos de orden extraño retoman el contenido

de los capítulos maravillosos a modo de creación de uno de los mismos personajes, Pércival

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Guidotti. Algunas páginas más adelantes nos topamos de lleno nuevamente con el texto que

como lectores hemos ya dejado algunas páginas atrás, desde la mirada del personaje

Martinic, como narrador protagonista:

Dejé los impresos junto a otros papeles y abrí el laptop. Moví el

dedo sobre el mouse y busqué la carpeta documentos. Doble clic.

Varios archivos. “Cuentos”, “Ideas”, “Clases”, “Descargas”,

“Queen” (no pude evitar la sonrisa) y finalmente “Novela”. Accedí.

Dentro había un archivo de texto identificado como Salisburenses.

Lo desplegué; eran casi doscientas páginas redactadas a doble

espacio con letra tipo Times tamaño 12. Salisburenses (título

provisional). Novela de Pércival Guidotti, rezaba la primera plana.

La segunda era una dedicatoria a la memoria de su padre y a

Emilia; no había más. La tercera estaba señalada como 1ª Parte, Un

niño, y era la puerta de entrada al primer capítulo, que bajo el título

de Infancia empezaba en la cuarta página. Leí: “Los amigos

imaginarios existen, todos los niños los tienen […]” (Ibíd.: 130).

El tránsito del tercer al cuarto capítulo resulta esclarecedor de la misma forma que

resulta el paso del primero al segundo: en ambos opera un cambio de narrador que altera la

historia contada no tan solo en un nivel de arquitectura de la novela sino también a partir de

los acontecimientos. Mientras que en los capítulos iniciales y finales (1º y 4º) la historia se

narra principalmente a través de un narrador heterodiegético que sigue la lógica maravillosa

todoroviana, los capítulos 2º y 3º presentan historias movidas principalmente por la

suposición (y no comprobación) de que hay algo desconocido, haciendo constantes señas o

guiños a lo fantástico. La historia, que a pesar de seguir cierta continuidad entre el 1º, 2º y

3º capítulo, pues tratan del mismo lugar, con los mismos personajes, se ve interrumpida al

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pasar del 3º al 4º, pues se presentan dos finales que no son compatibles, sino que más bien

alternativos, o complementarios, en el sentido de que uno entrega finalmente una

explicación maravillosa a pesar de que la otra nos remite a lo extraño: mientras que el final

de la novela presentado en el capítulo 3º corresponde a un final lógico y comprensible

desde las leyes naturales conocidas por todos y en las que todos nos movemos (en términos

todorovianos), el capítulo 4º retoma al inicial narrador heterodiegético para trocar el final

extraño por otro maravilloso. En el capítulo 3º, el que tiene un final lejos de lo sobrenatural,

Martinic comienza a buscar a Emilia luego de haber pasado la noche con ella y de haber

mantenido relaciones sexuales. Pércival le comenta que él cree que Emilia es una

emperrada, o la versión femenina del hombre lobo y que tiene la sospecha de que ha sido

raptada por la casa embrujada de la esquina Berkoff, al igual que Pablo Clausen en el

capítulo primero. Martinic reflexiona y como narrador protagonista señala que no sabe si

está hablando con su amigo, o en realidad con un escritor que no deja de elucubrar diversas

versiones fantásticas a partir de experiencias reales vividas por él. Ambos se dirigen a la

casa Berkoff, donde finalmente encuentran a Emilia, quien ha acompañado a otro de los

personajes enigmáticos presentados en la novela, “El Ojo” –un sujeto imbunchado por una

machi, que sufre importantes deformaciones producto de la maldición– quien se ha

suicidado de un tiro en la cabeza. Al conocer la casa embrujada, desde este 3° capítulo, los

dos personajes se dan cuenta que la realidad es muy distinta a lo que ambos sospechaban

pues no encuentran duendes ni fantasmas, sino el cadáver del suicida junto a Emilia, quien,

intentando evitar el desenlace, ha acompañado a la madre de El Ojo −Graciela García−,

desconocida dueña de la casa Berkoff:

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Y así era la esquina Berkoff por dentro, una iglesia muerta y

hedionda que en poco se acercaba a los delirios infantiles de

nuestras pesadillas; ni siquiera al relato desbocado de Juanjo, que

repetía ideas como sombras vívidas que estiraban sus manos desde

cada rincón y la sensación de tener siempre a alguien respirando en

la espalda. La única emoción que hasta ahora parecía emanar de las

paredes gastadas y viejas, era la del paso del tiempo y del

abandono. La casa no estaba embrujada, solo se había convertido en

una cueva desproporcionada para roedores y otros bichos, como las

arañas, cuyo rastro se evidenciaba en un techo de telarañas que

colgaban y se extendían a lo largo de todo el corredor, donde

moscas muy negras y muy grandes habían encontrado el final de

sus existencias (Ibíd.: 164).

Martin y Pércival logran salir de ahí dando explicación clara y racional a cada una

de las situaciones sospechadas anteriormente como sobrenaturales.

El capítulo siguiente, el número 4, llamado Berkoff, retoma la visita de ambos

amigos a la casa Berkoff, pero desde una versión distinta a la anteriormente descrita. Ahora

todo resulta efectivamente sobrenatural. Emilia se transforma en una emperrada que devora

a Guidotti –tal cual el escritor lo ha planificado en su novela− y a Pablito Clausen, niño

raptado por los duendes en el capítulo 1, ya crecido. Martinic y Guidotti, por su parte,

deben enfrentarse a las situaciones que desde chicos los han aterrorizado: los duendes del

pueblo, los fantasmas, a Pablo Clausen −convertido ahora en un líder sobrenatural y

terrorífico de las monstruosidades del pueblo− y al monstruo real que emerge desde el

cadáver de El Ojo:

Guillermo Geissbüller, el deforme del pueblo, al que por años

llamaron despectivamente el Ojo, no era tal. Ni siquiera la

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revelación de su verdadera naturaleza […] superó lo que vino

después, cuando el infame cadáver […] regresó de la muerte, se

puso de pie, quebró sus huesos, rompió su carne y reventó en

hemorragias, dando paso a una metamorfosis perversa hacia una

criatura horrenda que fue creciendo hasta llenar todo el espacio del

primer templo del subterráneo, ese que los niños pensaban era el

fondo de la esquina Berkoff y que resultó ser apenas el prólogo de

un laberinto que se extendía mucho más abajo […] Los duendes

estaban al fondo, formando un anfiteatro, mientras en mitad de la

secuencia, lo que había sido Emilia devoraba el cuerpo sin vida de

Pércival Guidotti (Ibíd.: 184−192).

Resulta interesante el ejercicio narrativo al que nos enfrenta Ortega, de cambiar a

los narradores según la historia requiera ser “dotada” de una perspectiva sobrenatural o

natural, aun cuando en los capítulos “centrales” del libro –que se ha llamado anteriormente

“cuerpo” de la obra− se hagan también constantes guiños a lo maravilloso, mostrados

principalmente como sospechas del protagonista sobre la existencia de los duendes. A pesar

de esto, nunca queda claro, en estos dos capítulos centrales, si estas sospechas se refieren en

realidad a los dichos entes, o constituyen un elemento, digamos, más bien metafórico, para

describir a los ratones gigantes que pueblan Salisbury. Es este elemento de duda lo que a

juicio de Todorov constituiría lo fantástico, es decir, la ambivalencia entre dos soluciones

posibles ante un hecho desconocido: una alternativa que nos lleva a la mantención de

nuestro universo explicativo natural, mientras que la otra nos abre nuevas reglas

sobrenaturales que no conocíamos. ¿Son duendes o ratones? La pregunta resulta incluso

más intrigante cuando pasamos al último subcapítulo de este último capítulo y nos

encontramos con un epígrafe que dice Santiago de Chile, tres años después, y vemos

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nuevamente aquí a quienes han sido los protagonistas de toda la trama: Martin Martinic y

Pércival Guidotti. Esta vez, sin embargo, Guidotti no es más un profesor de literatura de un

colegio provinciano, sino un exitoso escritor de superventas, luego del lanzamiento de su

primera novela, llamada El horror de Berkoff. Es Martin Martinic quien llega a una librería

ubicada en Providencia, Santiago, para saludarlo. Martinic no es tampoco ya más el célebre

personaje reconocido por todo Salisbury sino un vendedor de aceite de oliva que ha dejado

el estrellato atrás para dedicarse a nuevas actividades.

Vemos, entonces, cómo Ortega utiliza esta estrategia para recrear diversos finales,

uno fantástico y otro realista, con un apéndice (el encuentro de Martin y Guidotti en la

librería), que supera a ambos y que termina, no por despejar, sino por instaurar, la duda

sobre cuál corresponde al final de la historia: el maravilloso o el extraño. Apoya esta

situación de indeterminación un elemento que nos deja todavía más en ascuas, y es que este

libro constituye más bien un libro sobre sí mismo, un libro que al momento de ser narrado

por un narrador en primera persona, se va escribiendo por otro de los mismos protagonistas

y nos posiciona entonces ante la imposibilidad de determinar quién es el verdadero narrador

del texto y por tanto ante la indeterminación de definir su género: Martinic o Guidotti,

fantástico o no, principalmente porque es la voz de Martinic la que finaliza la historia al

volver a ser el narrador protagonista que asiste al lanzamiento de El horror de Berkoff,

escrito por Guidotti: “El rostro sonriente de Pércival Guidotti colgaba de un lienzo de dos

metros de ancho por cuatro de alto, que cubría la fachada de una librería en el corazón de

Providencia. “Hoy firma y conversa con sus lectores”, se indicaba junto al nombre de mi

amigo, un poco más arriba de la frase que lo apuntaba como el autor de El horror de

Berkoff” (Ibíd.: 194). El texto, por tanto, nos deja en la indeterminación de saber si es

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Guidotti quien fantasea toda la historia incluyendo a un tal Martin Martinic y la plasma en

un libro, o es Martinic quien recrea el personaje de Guidotti en su narración haciendo lo

propio. Interesante juego, similar al que nos propone Cortázar en su célebre cuento La

noche boca arriba, publicado en el libro Final de Juego, en el año 1956, cuyo elemento

principal consiste en la imposibilidad de saber cuál de las dos historias es la real y cuál es la

ficticia.

Existen varios elementos que apoyan esta indeterminación, como por ejemplo los

fragmentos de narración en los capítulos a cargo del narrador protagonista −el 2° y el 3°−

en que, curioseando en la casa de su amigo Pércival, encuentra cajas con archivos de

nombres “material novela”, dentro de los cuales descubre fotos que Guidotti le ha tomado a

él mismo en su estadía en Salisbury sin que se diera cuenta. De esta forma, Martinic, en su

versión de narrador protagonista, va relatando a lo largo de la novela los días de vuelta en

su pueblo mientras que, al mismo tiempo, va descubriendo el hecho de que Guidotti escribe

de los mismos acontecimientos que van ocurriendo durante su estadía y que tienen relación

con él: “Una plana en blanco sentenciaba: 3ª parte, Los niños. Previo, la frase de cierre de

la segunda parte era especialmente inquietante para mi persona−personaje: “Ese día fue la

última vez que Martín Martinic vería caer la noche sobre los techos malditos de Salisbury.

Regresaría dieciséis años después a enterrar a su mejor amigo” (Ibíd.: 131).

Por tanto, la estructura de la novela nos posiciona como lectores en un lugar poco

seguro para determinar la naturaleza de la misma. La escritura de Ortega, en el libro físico,

por llamarle así, se encuentra presente a lo largo de los cuatro capítulos del libro pues,

como autor, es su pluma la que da voz a los diversos personajes. Dentro del universo

diegético, las posibilidades se reducen a dos: el narrador protagonista, Martin Martinic, y el

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narrador heterodiegético, Pércival Guidotti. Si el narrador es Martinic, la obra inserta en su

narración se vuelve entonces una tercera obra, algo así como una meta obra, un meta libro

en que Ortega escribe sobre un personaje (Martinic) que escribe sobre otro personaje

(Guidotti) que está escribiendo. En un primer nivel el libro real, el texto físico, en un

segundo nivel, el libro de Martinic sobre Guidotti, y en tercer nivel, el libro de Guidotti

sobre Martinic y los habitantes de Salisbury. El ejercicio es complejo y, guardando las

proporciones, la novela no nos puede dejar de recordar algunas de las creaciones de Jorge

Luis Borges, como el cuento “Las ruinas circulares”, publicado en diciembre de 1940 en la

revista literaria argentina SUR, en que un hombre que está soñando a otro y que quiere

traerlo a la realidad, se da cuenta de pronto que él mismo es un sueño que otro hombre está

recreando a través del sueño. La diferencia radica en que en el caso de Ortega no contamos

con suficiente material como para poder determinar con claridad hasta dónde llega uno y

hasta dónde comienza el otro, vale decir, no sabemos a ciencia cierta en qué nivel de la

historia debemos posicionarnos pues el autor probablemente lo ha estipulado de esa forma.

A pesar de que la tarea por determinar quién está escribiendo el texto

diegéticamente resulta tentadora, y los esfuerzos se hayan inclinado inicialmente hacia

aquel objetivo, pronto nos damos cuenta que no es posible determinarlo y, aunque fuera

factible, no valdría la pena hacerlo. Desde un comienzo se ha aclarado que la obra debe ser

concebida como un todo, sin separar artificialmente lo narrado del cómo es narrado. Cobra,

en este sentido, importancia la crítica que hace algún tiempo realizaba el Dalai Lama sobre

la forma en que la ciencia occidental moderna llega a su objeto de estudio, en relación al

vuelo de un ave: para estudiar el vuelo de un pájaro, la ciencia occidental apresa al ave, la

mata, le corta las alas y luego la estudia, contraponiendo esta práctica a la versión oriental

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que para estudiar el mismo fenómeno, lo contempla en función de su mismo medio sin

sacarlo de él. Podríamos decir que esta misma analogía sirve para expresar también la

“disección literaria” que se ha realizado en estas primeras páginas. Somos conscientes de

que lo realizado constituye un ejercicio artificial en el sentido de que, como se señaló al

comienzo, no es posible separar el cómo es narrado de la narración en sí. Pero si nos hemos

atrevido a realizar esta separación, se ha hecho para ilustrar lo que se ha intentado plasmar

en estas páginas, vale decir, la particular forma en que la novela está estructurada y la

manera en que esta estructura afecta la narración en sí misma. De esta forma es posible ver

cómo estos elementos posicionan el texto estudiado dentro de un universo posmoderno que

cuestiona el tradicional orden de narración.

IV. 2 Estética posmoderna en El horror de Berkoff

Recordemos entonces que una de las características de la posmodernidad tiene que

ver con la reconfiguración de escenarios previamente modernos, pero ahora desmontados

para hacer visibles sus mismas tácticas de construcción. En el caso de la literatura,

esclarecedoras resultan las descripciones que realiza Cedomil Goic (1980) con respecto a la

narrativa moderna, pues nos ayuda a demarcar el notorio contraste que se produce entre las

características de ambas narrativas:

Es interesante comprobar cómo la novela hispanoamericana

desde su hora temprana se inclina al realismo de la representación

de la vida y costumbres locales, de la historia y del paisaje

americanos. […] Las formas ordinarias de vida americana son

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objeto de un tratamiento serio, problemático y trágico, en el que la

representación de acontecimientos típicos de lo cotidiano, que

personajes comunes animan en lugares conocidos y de

frecuentación corriente, da lugar a consideraciones graves y

sentenciosas (Goic, 1980: 21−22).

De esta forma, señala el investigador, la literatura moderna, muy por el contrario a

la posmoderna, intenta en todo momento propagar un ideal de razón y verdad contra las

supersticiones, a través de la fe cristiana, castigando el vicio e impartiendo virtud. El

narrador de la novela moderna, en este sentido, funciona como un intérprete de la sociedad,

“como un crítico o un reformador, y como un satirizador que impone una imagen correctiva

al mundo extraviado e ignorante” (1980: 23). Mario Rodríguez (1998) señalará también que

el cuento moderno, a diferencia del contemporáneo, privilegia solamente un tipo de lectura

a través de una sola voz: “hay un solo narrador omnisciente que domina, explica y clarifica

el sentido del mundo. El lector de esos textos no necesita interpretar; todo está dicho de un

modo claro por el narrador” (Ibíd.: 22) pues el texto se asume como una expresión de la

“realidad racional y plena de sentido [en que] es posible explicar con claridad las acciones

y los personajes que las ejecutan, las motivaciones del mundo narrado” (Ibíd.: 22). Vemos,

por tanto, que el mundo que asume el cuento y la novela modernos es completamente

distinto al de la narrativa posmoderna, en que todos los pilares o grandes relatos son

quebrados y reutilizados, tal como si fuese una pared de concreto destinada al reciclaje. La

obra posmoderna, vemos en el análisis de nuestra novela, tiene que ver principalmente con

una pluralidad y alteridad de narradores, con sus distintas versiones de mundo, todas igual

de válidas. De esta forma, mientras la narrativa moderna tiene que ver principalmente con

llevar adelante una afirmación con respecto a lo verdadero y lo falso a través de un narrador

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intérprete, los textos posmodernos se orientarán hacia todo lo contrario, vale decir, al

cuestionamiento más que a la afirmación, a través de narradores fluctuantes y relativos:

El mundo representado en la novela contemporánea es

eminentemente interior, en esencia, es el mundo de la conciencia.

Se trata de un mundo sorprendente y variado que da lugar a

múltiples cualificaciones de lo real […] la ambigüedad de la

conciencia concita la ambigüedad del hombre, de la naturaleza, del

mito, del sueño, de la locura, de la poesía, del sexo, y revela la

ambigüedad de América, por ejemplo. La representación se hace así

por la condición misma de las cosas, confusa, de límites esfumados,

contradictoria, en fin: laberíntica (Goic, 1980: 179).

Por tanto, según Rodríguez (1998: 23), resulta ilustrativo asumir las características

del cuento y la novela modernas a partir de un mecanismo de inclusiones y exclusiones.

Con el mismo objetivo clarificador nos hemos tomado la libertad de agregar, luego de la

barra oblicua “/”, las características que, por contraposición, asume la literatura

posmoderna:

La obra moderna incluye / la obra posmoderna excluye:

I) Un sentido dominante.

II) Un modo de representación de la realidad racionalista.

III) Un solo registro de lecturas.

IV) Una voz narrativa única.

V) Un lector complacido y satisfecho (la información del narrador ha sido

completa y adecuada).

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La obra moderna excluye / la obra posmoderna incluye:

I) Una pluralidad de sentidos.

II) Un modo de representación de la realidad irracionalista.

III) Varios registros de lectura.

IV) Varias voces narrativas.

V) Un lector alterado e insatisfecho (la información del narrador ha sido

incompleta e inadecuada).

El investigador uruguayo Lauro Marauda (2010: 92) se encargará, por su parte, de

rastrear también las características específicas de los textos posmodernos, entre los cuales

destaca:

− La coexistencia de diversos géneros, modalidades y estilos en una sola obra.

− Una actitud paródica generalizada.

− La fragmentación y la ausencia de un centro, o argumento central.

− El tono de desesperanza y pesimismo.

− Las referencias a los medios, canales audiovisuales y hasta tópicos publicitarios.

− Ausencia de adscripción o adhesión a una teoría literaria.

− La revalorización de modalidades artísticas consideradas menores por la

modernidad, como el folletín, la ciencia ficción, el policial, etc.

− Y, como elemento central de la posmodernidad, la relativización de la categoría de

verdad y por tanto, la defensa y utilización de la contradicción.

Estos elementos, además de los presentados por Rodríguez, constituyen a nuestro

juicio aquellos rasgos posmodernos que se encuentran notoriamente presentes en El horror

de Berkoff. El primero de los enunciados planteados por Marauda, señala la coexistencia de

diversos géneros, modalidades y estilos. Sobre este rasgo, la novela de Francisco Ortega,

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por el solo hecho de construirse a través de a lo menos dos narradores distintos que van

alternando los niveles diegéticos de la obra, altera la visión con respecto a la obra moderna,

en que “se intenta mimetizar la vida” (Díaz, 1999: 28). Por el contrario, la novela estudiada

busca quebrar con la idea de narración realista pues aquí no existe más realidad que la

presentada en la obra misma, desplazada de uno a otro narrador o de acuerdo a las

preferencias del lector al optar por uno u otro estilo: Martinic o Guidotti, el omnisciente o

el protagonista. José García (1994), en Historia de la literatura española, señalará que el

romántico experimenta un choque con la realidad a partir del culto al “yo” que reina entre

los artistas de esta escuela: “uno de los rasgos capitales reside en su espíritu individualista

[…] El “yo” al que ahora se tributa un culto frenético, constituye el centro de toda la vida

espiritual, y el mundo externo apenas conserva otro valor que el de mera proyección

subjetiva” (Ibíd.: 460). De esta forma, el escritor romántico, prisionero de su visión de

mundo se encuentra con que su versión no se corresponde con la realidad: “La humanidad

no le comprende, la patria le destierra, la mujer que había imaginado no existe” (Ibíd.:

463).12

En la obra posmoderna, como señala Díaz y Marauda, un autor puede transitar por

diversos estilos e incluso diversos géneros pues no se busca un centrismo definido e

inamovible. Por el contrario, la novela posmoderna busca en todo momento deconstruir la

organización de una novela tradicional, caracterizada por una introducción, un desarrollo y

12

Uno de los máximos representantes del romanticismo español es el poeta y narrador Gustavo Adolfo

Bécquer, quien demostró con claridad este choque con la realidad a través de sus personajes. Desde nuestro

punto de vista, la leyenda en que mejor puede distinguirse este elemento es “El rayo de luna” publicada en

1862, en que el personaje asume como propias todas las características del héroe romántico: “Amaba la

soledad, porque en su seno, dando rienda suelta a la imaginación, forjaba un mundo fantástico, habitado

por extrañas creaciones, hijas de sus delirios y sus ensueños de poeta, tanto, que nunca le habían satisfecho

las formas en que pudiera encerrar sus pensamientos” (1983: 176).

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un desenlace. En El horror de Berkoff no existe una centralidad, por tanto no existe

tampoco un desenlace inmóvil. Existen diversos centros y por tanto diversos desenlaces que

hacen que sea también el lector, como en una especie de juego literario, quien vaya

construyendo el estilo y el género del texto leído. También existen constantes guiños a

modalidades narrativas como la autoficción, en que un narrador, usualmente en primera

persona, se presenta dando señales que llevan a asociarlo con experiencias reales vividas

por el autor de la obra, de forma tal que resulta un texto híbrido entre la ficción y la

autobiografía. Juan Emar y Jorge Luis Borges, entre otros, son autores que incluyeron esta

modalidad narrativa en sus obras. En esta línea, Martin Martinic, el personaje narrador del

segundo y tercer capítulo, tiene notorias semejanzas con Francisco Ortega, autor real de la

obra. Entre estas similitudes cabe mencionar, por ejemplo, que a pesar de que el nombre del

pueblo sureño del que proviene Martinic en la novela es “Salisbury”, a través de la

narración se deja claro que este lugar en realidad ocupa el espacio del real poblado de

Victoria, comuna desde donde proviene Francisco Ortega en vida real. El autor mismo, para

crear la historia y la descripción geográfica del lugar, se ha encargado de elaborar

minuciosos mapas de las calles de Victoria, además de mostrar a través de páginas web

personales, cuál es la real casa Berkoff, aquella mansión que le sirve de inspiración para su

obra. Ortega, al igual que Martinic, es también quien se ha marchado del pueblo a Santiago

para abrirse espacio, el personaje en la actuación y el autor en la literatura.

También es posible rastrear en la interacción de Martinic con su amigo Pércival

Guidotti, rasgos de las que probablemente han sido las reflexiones del autor con respecto a

su propio reencuentro con la vida sureña:

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Pércival se había esmerado. Un mantel blanco, con individuales de

plástico con figuras de perros, gatos y granjeros. Al centro, una

cesta con pan tostado, marraquetas y hallullas, mantequilla,

mermelada de frambuesa, una caja de jugo de naranjas, otra de

leche (entera, mal detalle), un tarro de café instantáneo, un

azucarero de loza blanca, dos tazas y en una esquina un plato bajo

con un paquete de galletas Oreo junto a otro con tajadas de jamón y

queso. En verdad, no recordaba la última vez que me había sentado

a desayunar en una mesa tan completa (Ortega, 2011: 37).

Así, la figura de Pércival Guidotti también muestra características que podrían

reflejar en último caso a la persona del autor. Esto, especialmente cuando al final del

capítulo 4 se hace mención, sin nombrarla, a una librería en particular, que por las

descripciones, correspondería a la librería QuéLeo, ubicada efectivamente en el corazón de

la comuna de Providencia, donde Ortega ha lanzado también varios de sus libros y se ha

juntado también numerosas veces con su público lector. Vemos, de esta forma, entonces

que los dos narradores principales confluyen a ratos con la misma identidad del autor,

compartiendo rasgos propios de Ortega, al igual que sus vivencias. La casa Berkoff, como

muestra Ortega en una serie de fotografías publicadas en internet, es una vieja casona de

Victoria que incluso utiliza en la portada del libro impreso y en los múltiples portales

promocionales de su obra.

De esta misma forma, es posible también identificar la notoria influencia que

ejercen los medios de comunicación sobre las narrativas posmodernas, en tanto las

múltiples referencias que no sólo remiten a otros textos, sino que permiten que sea el lector

quien escoja el orden de lectura o el género de la obra, según los procedimientos que hemos

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revisado anteriormente. En este sentido, cabe mencionar el notorio parecido que tiene El

horror de Berkoff con algunas de las novelas de Stephen King, a explicar más adelante, o

los constantes guiños que hace Ortega a otros autores como King mismo o Donoso.

Marauda señala también que letras musicales, guiones de películas, etc. se reconocerán

también como otros textos complementario, entre otros. Esto puede verse en El horror de

Berkoff, por ejemplo, con las numerosas intercalaciones de canciones de bandas musicales

como Queen –sin que su presencia sea aparentemente justificada−, los guiños que existen

también con respecto a guiones de películas, ficticios o reales. Veamos el siguiente diálogo:

−Para que veas, aún puedo sorprenderte. Tengo un amigo por

Facebook. Es guionista, tal vez lo conozcas: David Osorio […] la

historia es más o menos así –fue contándome−: Durante una noche

de tormenta cae un rayo en una planta eléctrica y se corta la energía

en todo Santiago. El último tren de la noche queda atrapado en un

túnel entre dos estaciones […] la cuestión es que los ingenieros del

Metro desde hace años que tienen conocimiento del horror que vive

bajo Santiago y saben que esto no puede hacerse público, así que

cierran las estaciones y dejan el ferrocarril a la suerte del destino,

preparando un plan para quemar el convoy antes de la madrugada,

culpando de todo a un accidente producido por el corte. Solo hay un

problema: la novia embarazada de un joven funcionario del Metro

va en ese tren y el héroe no va a abandonar a su amada. Está bueno

Y mientras continuábamos caminando tuve la completa seguridad

de que la idea no era de su amigo de Facebook, sino de él. Pércival

Guidotti y su manía de esconder sus ocurrencias en conversaciones

con amigos que nunca existieron.

−¿Cómo se llama?

−¿Cómo se llama qué?

−La película de tu amigo.

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−No tiene título todavía definitivo, por ahora el nombre es

Subterráneo.

Era tan obvio que la idea era suya (Ortega, 2011: 54−55).

La importancia que juega este párrafo radica principalmente al momento de

recordar, que la misma novela de Ortega –El horror de Berkoff−, como se citó con

anterioridad, correspondía a un guión para una película antes de convertirse en libro, lo que

nos lleva a pensar que muy probablemente el guión descrito por Pércival haga alusión a un

texto del mismo autor estudiado –Ortega−, proyecto de alguna otra futura obra. Resulta

importante establecer que este elemento no constituye un hecho aislado dentro de la obra y

nos remite a los otros textos que hemos podido vislumbrar. En la novela abundan las

intertextualidades −como la recién vista−, e hipertextualidades, entendidas según Marauda

como la ramificación de un texto que permite elecciones al lector, a modo de pantalla

interactiva, como la tipificación de los capítulos de fantástico, maravilloso y extraño según

el narrador que presenta la historia.

Resumiendo: la posmodernidad es la época que ha propiciado el surgimiento de este

tipo de modalidades narrativas, que cuestionan los textos modernos racionales,

particularmente por la linealidad del relato. Vemos que en el caso de El horror de Berkoff

no existe un tiempo cronológico establecido, sino más bien el tiempo es configurado de

acuerdo a la realidad de sus personajes. La misma historia parece haberse convertido

finalmente en dos narraciones distintas que se miran pero que no se comparten, o si lo

hacen, lo desarrollan entregando versiones contrapuestas de la misma realidad, alcanzando

desde esta modalidad, tanto el eclecticismo estético del que nos habla Marauda, como la

coexistencia de diferentes géneros. Dos historias de lo mismo, pero a la vez contradictorias,

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en que la verdad, como concepto racional y moderno, se esquiva a propósito, se evita. En El

horror de Berkoff no hay verdad que logre empalmar las narraciones internas. No hay ya

una sola versión sino múltiples, y todas válidas, la racional, la mítica, la fantástica, etc. Este

hecho, como hemos establecido solo es posible desde una óptica como la posmoderna, que

permite la convivencia de las contradicciones que la literatura y el arte posmoderno buscan

recrear.

No es de extrañar entonces que, como reconoce Macarena Areco (2008), sea una

época como la actual la que posibilita la visualización de narraciones fantásticas escritas

con anterioridad, y la emergencia de literaturas nuevas que se alejan de un realismo criollo

y tradicional. El freak power, como se hace llamar este colectivo de escritores jóvenes y

rupturistas, propulsa entonces este tipo de narrativas en que se busca una reconfiguración

de lo actual. A partir de ahí podemos encontrarnos con obras que presentan un Pinochet que

detiene un golpe de estado y un Allende que crea una nación cibernética; o la historia de un

ejército de zombis que colabora con el Ejército de Chile en los acontecimientos de la

historia reciente, narrado en el cuento “Setenta y siete” escrito por Ortega. Como diría

Esther Díaz, “entre lo nuevo se incluye, también, el rescate de lo viejo, pero reciclado”

(Díaz, 1999: 17)

Otro de los elementos que contribuye a posicionar El horror de Berkoff dentro de

una estética posmoderna, tiene que ver con el “retorno” vivido por el personaje protagonista

Martin Martinic, como se ha señalado anteriormente. El primer capítulo, como veíamos,

presenta el rapto de Pablo Clausen a manos de los duendes de Salisbury, mientras que el

capítulo número dos, narrado ya en primera persona, comienza relatando un sueño que

tiene Martinic al volver a su pueblo natal. El movimiento del que hablamos tiene que ver

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con el retorno que propugna la posmodernidad, vale decir, aquel regreso cuya

intencionalidad, buscada o no, se hace con el fin de que el pasado pueda tener futuro y que

en la novela se manifiesta a través del personaje que vuelve a su pueblo natal para que, una

vez desde ahí, pueda reconfigurar su vida. Es este retorno, en un nivel diegético, el que le

permite finalmente a Martinic volver a tener futuro, dos distintos si se quiere, a partir de

cuál sea la narración escogida por los lectores. Esta acción, llevada a cabo por el personaje,

es la misma acción que propone la posmodernidad: “el artista posmoderno, a semejanza del

medieval, se fusiona con el pasado. El pasado puede tener futuro. Ahora se trata de

actualizarlo, de leer el pasado desde la ironía y la recreación. Pero ya no se cree únicamente

en una continuidad progresiva” (Ibíd.: 17). Sobre esto, es Martinic el que vuelve a

Salisbury por la muerte de su amigo Juan José, quien en cierta forma representa el tiempo

pasado de la infancia. Su muerte, entonces, podemos pensar, representa también la muerte

del pasado y las consecuentes posibilidades que esta reconfiguración permite, un nuevo

orden de lo actual, de lo presente y por tanto también del porvenir. Vemos entonces que la

novela grafica metafóricamente la idea misma del nuevo momento cultural: volver al

pasado para la reconfiguración de otro presente distinto.

Una de las características de este “retorno” novelístico que hace referencia a este

“pasado” posmoderno, tiene que ver con el medio de transporte que utiliza Martín Martinic

para volver a su antiguo pueblo, el tren. Este medio de transporte es caracterizado en la

novela como una evocación a la infancia del protagonista, principalmente reforzado por el

“mediador” que une a Martinic con los ferrocarriles, su abuelo:

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El abuelo Héctor trabajó toda su vida en la estación de

Salisbury, de la cual llegó a ser incluso jefe. Cada domingo,

después de la escuela dominical me llevaba con él a ver los trenes.

Me enseñó todo lo que un niño de diez años debe saber sobre las

locomotoras […] al final los trenes le pasaron la cuenta. Yo tenía

dieciséis años y él setenta y uno cuando le diagnosticaron cáncer al

pulmón. Jamás había fumado un cigarrillo en su vida, pero los años

tras el fogón le cobraron revancha. Una semana después del

diagnóstico jubiló y esa misma noche murió de pena. Al final no

fue el cáncer lo que se lo llevó sino la sensación de estar alejándose

de los trenes. Su muerte fue una de las primeras puñaladas que me

dio Salisbury. No sería la última (Ortega, 2011: 25).

Es por tanto el abuelo, figura paradigmática del ayer, quien ha vinculado al

personaje durante su infancia con aquel medio de transporte que lo traerá de regreso a su

pueblo natal, muchos años después. Resulta interesante este juego literario interpretado

como la “graficación narrativa”, si pudiera decirse, de los componentes posmodernos.

Vemos que tanto abuelo como nieto viven una lejanía de sus lugares primarios que termina

por extraviarlos: el abuelo muere tras su jubilación, por el quiebre con aquel elemento

romántico que le ha mantenido vivo –los trenes−, mientras que Martinic, después de una

provisoria fama, cae en la desgracia económica y emocional y “debe” regresar al encuentro

con su pasado para volver a tener vida. La idea por tanto, que expresa esta narración, tiene

que ver en principio con la propuesta posmoderna de volver a las raíces como única forma

de constituirnos y de reconfigurar un presente no siempre provechoso. La idea de la vuelta

de Martinic a Salisbury, al pueblo con los amigos de antes, con las leyendas de antes,

entonces, busca justamente esta reconfiguración del presente, en tanto no se observa el

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futuro con ojos de novedad, sino con la intención de constituir un nuevo porvenir a partir de

un nuevo ordenamiento de los mismos elementos del pasado.

Y esto último nos lleva a otro de los elementos propios del posmodernismo, que

tiene que ver con un “clima estéticamente buscado: el desencanto. El hombre posmoderno

ve desaparecer ante sí en horizonte de universalidad otrora constituido en aras de una razón

que englobaría el arte, la ética y la ciencia” (Díaz, 1999: 26). El desencanto, por tanto, que

se produce al comprobar que las promesas modernas [futuras] son perecederas, comienza a

partir de una reflexión que “debuta en los ámbitos artístico, estético y cultural,

expandiéndose luego a los ámbitos filosófico e histórico” (Nah, 2007:27). El desencanto en

la novela queda plasmado en las formas que el narrador utiliza para intentar sobreponerse al

encuentro con su pasado de infancia sin necesariamente lograrlo. En partes que el texto está

contado a partir de un narrador protagonista abundan las alusiones a pensamientos que se

contradicen a lo expresado verbalmente por el personaje, especialmente cuando estas

palabras refieren en último caso a relaciones de amistad:

−Hay harta gente que lo está esperando de regreso.

−Entonces nos motivaremos− le mentí, pensando en esa inexistente

“harta gente”.

Y dieciséis años después de mi salida, nuevamente estaba en mi

pueblo natal. Solo. Abandonado en la estación que alguna vez

dirigió mi abuelo […] Pércival no había venido a buscarme.

Anoche, cuando lo llamé desde Santiago para avisarle que venía,

me dijo que al llegar no me preocupara, que iba a estar parado firme

en el andén, esperándome. Y a pesar de que me lo repitió al menos

cinco veces, tuve la certeza de que no iba a cumplir su promesa

(Ortega, 2011: 24−30).

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El tono desolado que acompaña este párrafo, caracterizado por una confianza que, a

pesar de prometerse, se sabe de antemano que no se cumplirá, envuelve gran parte del

relato total de la novela y tiene que ver, como indica Marauda, con el pesimismo propio de

la obra posmoderna: “refiere a un cierto estado espiritual, a cierto tono de desencanto y

pesimismo sobre el futuro que empezó a predominar en el mundo a partir de la década del

70. Al tratarse de un estado espiritual, resulta a−histórico, no acotable a fechas y lugares”

(2010: 91).

Martinic llega desde Santiago de vuelta a Salisbury, donde es recibido como una

celebridad aún en su pedestal, a pesar de que hace bastante ha dejado de serlo. Le solicitan

autógrafos por una fama que ya no lo acompaña en Santiago pero que en su ciudad natal

aún le reconocen y que él, entre avergonzado y agradecido, acepta dar. Vuelve al

reencuentro con sus amigos de infancia, más gordos y más cansados, al igual que él mismo,

a quienes tampoco se alegra mucho de ver: “Nos abrazamos, como hermanos, como viejos

de siempre, apretándonos fuerte, mintiéndonos” (Ortega, 2011: 33). Aquella palabra final,

mintiéndonos, constituye otro de los numerosos ejemplos en que los personajes reniegan la

posibilidad de la sinceridad, transmitiendo al lector la idea de que pocas cosas quedan que

valgan la pena. La desesperanza, constituye así, un elemento importante en la novela

posmoderna en tanto se cimenta en atmosferas de desasosiego e intranquilidad que mueven

a los personajes y al lector a través de cuestionamientos existenciales acerca de la felicidad

o realización.

Martinic vuelve a Salisbury por una razón principal, camuflada bajo la despedida de

su amigo Juan José Birchmeyer, y es la intención de reencontrarse con Emilia, esposa de su

difunto amigo, ahora viuda, y ex amante de Martín. Vemos así que, nuevamente, la novela

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sigue los patrones estéticos propuestos como característicos de la posmodernidad, toda vez

que “el modernismo estaba basado en la aventura y la exploración [mientras que] el

posmodernismo tiende a la reconquista. La huida hacia adelante ha sido sustituida por el

redescubrimiento de los fundamentos del desarrollo interior […] se asiste a un eclecticismo

que revaloriza los elementos postergados en períodos anteriores” (Díaz, 1999: 30). Toda la

novela gira, en este sentido, con respecto al rescate de lo pasado, desde el simbolismo del

regreso en un tren vinculado con el abuelo, hasta las posteriores reconfiguraciones de los

personajes entregadas en los últimos capítulos del libro. Estas reconfiguraciones no

ocurren, vemos, como la consecuencia de acciones desarrolladas en una continuidad lineal,

sino más bien como efecto del retroceso a épocas pretéritas desde una adultez que ha sido

marcada por ellas. Cabe mencionar, en este sentido, que el autor superventas

estadounidense Stephen King, a quien se cita en la novela por lo menos tres veces, sigue

usualmente el mismo mecanismo de “regreso” a ciertos momentos de la infancia a partir de

personajes que vuelven a ella (a los lugares, a las casas, a los recuerdos, etc.) para “sanear”

o “reconfigurar” su horizonte. Una de las novelas de King en que puede verse

particularmente este mecanismo es It (1999) −publicado originalmente en el año 1986− que

narra, no sin una muy notoria similitud con El horror de Berkoff, la historia de 7 niños que

vuelven a su ciudad para hacer frente a una presencia malévola, encarnada en un payaso

como su forma más visible. Esta similitud que es, podría decirse, “denunciada” por el

mismo Ortega en su novela a través de la enunciación que se hace de Pércival Guidotti

como el nuevo Stephen King chileno, tiene que ver también con aquel aspecto propio de la

estética posmoderna, el plagio libre y la utilización y reutilización de ideas no propiamente

originales: “Nada imposible para el nuevo Stephen King chileno […] Le estaba yendo bien:

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dos semanas seguidas en el top uno de los más vendidos, y aunque las críticas no habían

sido del todo positivas, a Perci le importaba más que lo definieran como el Stephen King

chileno, que ser destacado por la belleza de su prosa” (Ortega, 2011: 33−194). Basta

recurrir a la lectura de la contraportada de It para evidenciar los notorios parecidos en

ambas novelas:

Además de ser una perfecta pesadilla, It constituye una original

novela que funde el género gótico con la literatura de iniciación y

cuyo resultado es fascinante. El decorado escogido por Stephen

King es un lugar maldito, en apariencia sólo un aburrido pueblo de

Nueva Inglaterra en el que normalmente no sucede nada digno de

mención. Pero el pueblo, Derry, alberga una pavorosa amenaza, una

energía malévola y misteriosa que actúa cíclicamente, cebándose a

los niños de la localidad. Con una precisión inexorable, cada

veintiocho años el horror se instala en Derry, y se cobra un precio

sangriento (King, 1999)

El texto de este último párrafo guarda, como se aprecia, una estrecha relación con

respecto al argumento de El horror de Berkoff. Ambos libros tratan del regreso de

personajes a su lugar natal. En la novela chilena, Martin Martinic regresa a Salisbury,

mientras que en la novela norteamericana, un grupo de siete amigos ya adultos regresan a

Derry, todos para combatir, de una u otra forma, un horror que se abre paso a través de

seres sobrenaturales. En ambas novelas los poblados comparten características de ruralidad

o de, en boca de los personajes, ser lugares donde “nada pasa ahí”. En este sentido puede

decirse que el horror ha colonizado nuevos escenarios, no siendo solamente exclusivo de

cementerios e iglesias, sino de pueblos aburridos en los que aparentemente no sucede nada.

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Así, Salisbury retoma, según palabras del propio protagonista, mitología propia del folclor

mapuche, trayéndolo desde sus orígenes a nuestros años contemporáneos.

IV.3 Lo neogótico en El horror de Berkoff

Como se indicó en el apartado anterior, es posible dividir ficticiamente el análisis de

esta obra, por un lado, en su arquitectura narrativa, y por otro, en su argumento. A pesar de

que necesariamente ambos conceptos van de la mano, en este capítulo nos centraremos en

la exploración de los elementos que, junto a lo posmoderno, introduce lo neogótico del

libro a partir de su trama.

Uno de los elementos presentes en El horror de Berkoff, tiene que ver, como decía,

con la utilización de aspectos religiosos de nuestra cultura nacional. Ya desde el comienzo

el autor entrega a modo de epígrafe un inicio de la novela Frontera de Luis Durand, cuyo

argumento se desarrolla en Traiguén y presenta numerosos personajes pertenecientes al

pueblo mapuche. Ortega introduce a partir de ello, diversos elementos que conducen lo

fantástico de la novela a través de una mezcla de situaciones y realidades que confronta no

solo lo mapuche con lo cristiano para crear una atmósfera de terror, sino que grafica

también, con este fin, las divisiones y rupturas que pueden existir dentro de una misma

creencia a partir de las diversas interpretaciones de realidad. Para presentar estas

discrepancias fundamentales en la novela, Ortega se vale de Guidotti, quien presenta a su

amigo lo que cree como explicaciones verdaderas con respecto al mal que aqueja al pueblo,

sin dejar del todo claro si se encuentra reflexionando sobre la novela que escribe o está en

realidad describiendo los acontecimientos que ocurren en el pueblo. Pércival señala que el

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problema de Salisbury es que, al ser un poblado eminentemente evangélico, no cuenta con

simbología cristiana católica, y por ello ha quedado abierto el paso a los demonios del

submundo rumbo a la superficie a través del lugar ubicado en la esquina Berkoff. A pesar

de esto, como se ha señalado anteriormente, la delimitación entre lo fantástico, lo

maravilloso y lo extraño nunca queda completamente claro al lector, o más bien la novela

no lo intenta de ninguna forma. A lo largo de la historia existen muchos pasajes en que

Guidotti le señala a Martinic que se encuentra en una historia de fantasía: “Yo simplemente

te respondo de acuerdo al mundo donde estás situado, en una historia de ficción. En ella –

así al menos lo inventé yo− Emilia está afectada de licantropía mapuche o de

emperramiento, como le dicen los brujos pehuenches” (Ibíd.: 148), involucrando el

movimiento característico de la posmodernidad de rescate de lo particular, en este caso, la

mitología propia del lugar donde ocurren los hechos. Este juego literario que utiliza el texto

con respecto al rescate de lo local, tiene que ver con la fundición de estas creencias con otro

de los elementos que la posmodernidad cuestiona, vale decir, las ideas que han sido

asumidas tradicionalmente como “las verdaderas” por la sociedad, en este caso, el religioso

cristiano. Ya no se creerá en determinaciones universales del ser humano como creación de

un Dios desde una versión cristiana, sino más bien como la confluencia de factores tanto

mitológicos como cristianos que, si bien no rechazan el gran relato religioso, lo incorpora a

una cosmogonía que tampoco rechaza la mitología particular. De esta forma, según

Marauda (2010), se deconstruyen tanto los lugares como los objetos sagrados mantenidos

por generaciones anteriores. Así, es posible comprender que en la novela se fundan las

creencias mapuches con la idea de que la ciudad es acechada por monstruos al ser

eminentemente evangélica y no contar con simbología católica (cruces, iglesias, agua

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bendita, etc.) capaz de mantener a raya a los demonios que envuelven a Salisbury. Vemos

la condición de posmodernidad en tanto la novela cuestiona no solamente el gran relato

científico del desarrollo humano, como se ha explicado anteriormente, sino también el

religioso judeo cristiano, a través de esta conjunción de explicaciones sobrenaturales sin

sobreponer una a la otra, sino más bien rescatando ambas para dar una explicación

coherente al mundo en que la trama se desarrolla. Así, “se narra por el placer de narrar e

imaginar en sí mismos, sin corsés ideológicos ni directivas previas” (Marauda, 2010: 79),

descentrándose de la posibilidad de generar un nuevo centro religioso. La fantasía que

posibilita la novela desde una mirada posmoderna tiene que ver, en este sentido, con la

relativización de las creencias que siempre se han asumido como dadas, de lo cristiano y lo

mapuche, incluyendo el concepto mismo de verdadero. En este punto cabe la posibilidad de

reflexionar brevemente sobre los roles que juegan tanto la cosmovisión mapuche como la

cristiana según la división presentada anteriormente con respecto a los capítulos que

componen la novela. Estas capitulaciones son presentadas por dos narradores principales,

uno protagonista o intradiegético, y la otra por un narrador en tercera persona o

heterodiegético. Desde este punto de vista y retomando los elementos mitológicos

mapuche/cristianos de la obra, llama la atención la utilización que hace el autor −Francisco

Ortega− de esta cosmovisión en el apartado de índole fantástico (que vacila entre ambas

explicaciones) en contraposición a la manera en que se utiliza en los capítulos que optan

por vías de explicación más bien maravillosas (a partir del narrador heterodiegético).

Mientras nos posicionamos en aquellos capítulos que presentan una realidad fantástica, de

vacilación, Pércival Guidotti escritor, presenta como elementos de su proyecto literario el

emperramiento de Emilia, así como la idea de que los demonios del inframundo han podido

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cruzar la barrera hacia Salisbury por la ausencia de íconos religiosos capaces de

mantenerlos a raya. Sin embargo, cuando dirigimos la lectura hacia los capítulos de índole

maravillosa, estas ideaciones de Pércival escritor cobran vida, poniendo en jaque su propia

existencia como personaje de la novela que él mismo está escribiendo. Este juego literario

propuesto por Ortega, nos remite al aspecto de juego propio de la literatura posmoderna, en

que, recordemos: “Podríamos calificar de lúdica a esta vertiente de la narrativa fantástica,

pese a la insuficiencia del término y con intenciones meramente identificatorias” (Ibíd.: 79),

en el sentido de que lo que se busca es que sea el mismo lector quien determine el género

de la novela, haciéndolo partícipe de su construcción y coherencia. Así también, vemos

aplicados también los criterios de exclusión/inclusión presentados por Rodríguez (1998), en

que la obra cobra una multiplicidad de sentidos, por tanto admite distintos niveles de

lectura, existen varias voces narrativas y, al igual que el clásico romántico, presenta una

visión del mundo irracional que no se corresponde con el resto de la sociedad: “en

cualquier parte estará, menos en donde esté todo el mundo” (Bécquer, 1983: 176).

Ahora bien, siguiendo con el segundo aspecto del análisis, se hace necesario

establecer de qué forma el contenido neogótico se articula en El horror de Berkoff y de qué

manera es posible leer esa crítica hacia lo moderno desde el desarrollo del argumento y su

estética particular. Para ello es necesario volver al comienzo de la novela, pero ya no en un

sentido estructural, como se ha estudiado con anterioridad, sino a partir de los elementos

diegéticos. Sobre esto, huelga decir que no es tan solo la excusa de asistir al funeral de su

mejor amigo lo que hace regresar a Martinic a su pueblo natal, sino también la idea del

reencuentro con su antiguo amor de infancia, Emilia, ahora viuda de Juan José Birchmeyer.

Sabe, sin embargo, que para poder acceder a ella, será necesario enfrentarse a los horrores

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de la casa Berkoff, que desde el rapto de Pablito Clausen, en sus años de infancia, acecha a

los habitantes de Salisbury con la promesa del terror, particularmente de aquella creencia

que señala que el pueblo se encuentra dominado por el influjo de duendes cuyas apariciones

se reservan exclusivamente para los niños. El narrador intenta, de esta forma, deslindar los

temores imaginarios infantiles conocidos por los adultos, para posicionarlos dentro del

ámbito de lo posible, de lo real, de la facticidad del mundo de los niños:

Pablito Clausen conoció a sus amigos imaginarios la noche de su

cuarto cumpleaños, edad en que todos los niños finalmente aceptan

y entienden la delicada frontera que separa lo real de lo imaginario

[…] Ellos, los verdaderos ellos, estaban al frente, de pie en los

tejados de las casas vecinas, esperando que el niño levantara la vista

y los viera. Y Pablito Clausen levantó la vista y los vio (Ortega,

2011: 15).

Resulta interesante la propuesta que nos hace Ortega al posicionar el hecho terrible

de la real existencia de duendes a partir de los discursos de los niños, pues extirpa el

concepto de verdad como restringido exclusivamente a los adultos y lo instala en los

infantes, quienes, al expresarlo y ser tomados como imaginarios por sus cuidadores, sufren

las consecuencias de su poca credibilidad:

Pues los adultos jamás van a entender este tipo de miedo. Los suyos

propios se limitan a las deudas, amores no correspondidos, perder la

casa o el trabajo, apenas un pálido reflejo de lo que enfrenta un niño

cada vez que apaga la luz de la mesa de noche. Los monstruos, los

verdaderos monstruos, son harto más que solo mucha ropa arrugada

y amontonada en una silla al fondo del dormitorio. Por eso también

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se orinan en las sábanas; no porque sean incapaces de aguantar; lo

que pueden hacer es levantarse para e ir al baño. Los niños saben lo

que hay bajo el colchón, han visto eso que los acecha cuando cae la

oscuridad. Y no son sombras ni crujidos provocados por cambios

de temperatura –como justifican luego los padres–: es algo que está

vivo, que los busca, que los molesta, que les hace daño; algo que

los agarrará y los llevará lejos si se atreven a bajar de sus camas

después de medianoche (Ibíd.: contratapa).

A pesar de que este movimiento no resulta nuevo, pues son varias las obras que

utilizan el juego de la correspondencia (o no) con la realidad del discurso infantil para dar

cabida a sus tramas, especialmente en creaciones cuyo objetivo es generar terror, resulta

importante rescatarlo en este momento pues nuevamente nos topamos con una estrategia

que se desmarca de la tradicional jerarquía adulta racional de “los fantasmas no existen”,

para dar espacio a la configuración de fantasías infantiles que comienzan a ser reales. O,

para remitirnos a un lenguaje adecuado a la propuesta posmoderna, al paso de verdades

hegemónicas, las adultas, a verdades particulares, las infantiles, vale decir, el

enfrentamiento entre la razón y la fantasía, en última instancia, entre el discurso

logocéntrico y aquel cuya característica es no tener ningún centro, el posmoderno. Y es que

este juego encuentra cabida por excelencia dentro de las obras posmodernas precisamente

porque es desde esta postura que resulta posible cuestionar la tradicional imagen de los

niños vinculados a lo inocente y angelical para dar cabida a lo siniestro e inesperado, como

ocurre precisamente en El horror de Berkoff y en muchas otras obras donde lo infantil tiene

ribetes de desconocido y oscuro.

Desde esta novela se profundiza justamente la idea de los terrores infantiles y de

niños deformes que se vuelven monstruos no solamente en un sentido físico (a partir de

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malformaciones) sino también en su conducta. Tal es el caso del personaje presentado

como el Ojo, Guillermo Geissbüller, un niño con malformaciones producto de la

neurofibromatosis que sufre, el que, a medida que avanza la historia, comienza a adquirir

un protagonismo siniestro en las interacciones de los personajes. La historia del personaje

se remonta al momento en que su padre, un joven pastor evangélico, Gastón Geissbüller, es

ubicado en Salisbury como líder religioso luego de la muerte del pastor anterior. Es en ese

momento en que la esposa del pastor, Graciela García, queda esperando a su primer bebé,

primogénito heredero de las tierras que cuidaba el fiel capataz del pastor, Segundo Catrileo,

quien, a su vez, tenía una hija que en los últimos tiempos había comenzado a enfermar de

profusas hemorragias no explicables para la ciencia médica. Catrileo, convencido de que la

niña se encontraba poseída por un demonio, decide llevarla de forma oculta ante Manuela

Mariluán, machi que le confirma que la niña ha sido poseída por un Wekufe –espíritu

dañino según la cosmovisión mapuche− y establece que el único camino para resolver el

asunto es la realización de un machitún, ceremonia religiosa destinada, entre otros fines, a

la purificación del alma. En ese proceso se encontraba la niña cuando el pastor Geissbüller

se entera de los hechos que ocurren en sus tierras e indignado se dirige a impedir el impío

ritual. Al llegar al escenario se encuentra con la machi llevando a cabo la ceremonia:

Y alrededor de un cuerpo convulsionado y violento de una niña de

once años se enfrentó el Dios de las alturas de Geissbüller contra el

Dios de la tierra de la machi Mariluán, pelea que terminó en gritos

y maldiciones de un lado a otro y donde la única víctima de todo

fue la hija de Segundo Catrileo, quien falleció víctima de un

derrame cerebral producido por el continuo choque de exorcismo y

contra exorcismo (Ibíd.: 155).

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Luego del desastre, el capataz jamás perdonó a su patrón y decide buscar venganza

contra él junto a la machi. Ambos llegan al acuerdo de que le imbuncharían a su hijo

primogénito a través de una pócima que la primigesta debía beber en su acostumbrado té de

la cinco de la tarde, acompañado de leche de gata negra. El trabajo ya estaba hecho, y los

Catrileo abandonaron Salisbury para siempre esperando la consumación de su venganza:

A inicios de 1973, cuando Graciela García de Geissbüller iba en el

séptimo mes de gestación, comenzó con síntomas de pérdida […]

El 5 de marzo de 1973, Graciela García fue operada, y ante el

horror de los médicos, Guillermo Geissbüller lloró por primera vez.

En sus brazos chilló un niño pequeño, con malformidades físicas

tan evidentes que los doctores no le dieron más de un par de meses

de vida” (Ibíd.: 156).

Aquel fue el comienzo de el Ojo, el niño / monstruo de la familia destinado a

convertirse en uno de los personajes clave de la vida cotidiana de Salisbury como

embajador de lo desconocido en la ciudad y como elemento neogótico de la novela. Esto

último, en el sentido de que el horror se constituye a partir del choque de dos fuerzas

espirituales antagónicas dentro de la narración: la cristiana versus la mapuche; o, desde una

visión posmoderna, como la confrontación entre el relato religioso cristiano y el del pueblo

nativo. No resulta extraño recordar, en este sentido, la memorable sentencia del pintor

romanticista Francisco de Goya, quien señaló: “El sueño de la razón produce monstruos”,

indicando en cierta forma que la razón transformada en ideal absoluto como herramienta

universal sobre la subjetividad del hombre, se encuentra destinada a originar

abominaciones. Como el Ojo, en la novela, que surge, podríamos decir, a modo de

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representación o encarnación de las deformidades que nacen a partir de la imposición

deliberada y ciega de una verdad sobre otra. Así como la modernidad no propició

solamente la creación de tecnologías que contribuyeron al bienestar del hombre, sino que

volcó en su contra esas mismas herramientas a partir de tecnologías de destrucción –como

las armas de destrucción masiva−, de esa misma forma la imposición de las verdades de los

grandes relatos logocéntricos modernos antes mencionados, producen las violencias,

monstruosas, por así decirlo, de un grupo que se siente poseedor de una verdad que puede y

debe ser impuesta al resto. El horror surgido a partir de aquella imposición, guerras en la

vida real, monstruos, en la literatura neogótica posmoderna, dan pleno sentido entonces a la

reflexión de Goya con respecto a las abominaciones propias de cualquier sueño o

imposición de una verdad sobre otra.

Sobre esto último, no quisiéramos perder la oportunidad de referirnos brevemente a

las palabras de Paul Watzlawick, teórico estadounidense que profundizó en el campo de las

teorías de las comunicaciones humanas, que retrata con maestría la posibilidad vislumbrada

por el posmodernismo sobre la relatividad de las verdades o los grandes relatos:

la historia de la humanidad enseña que apenas hay otra idea más

asesina y despótica que el delirio de una realidad “real”

(entendiendo naturalmente por tal, la de la propia opinión), con

todas las terribles consecuencias que se derivan con implacable

rigor lógico de este delirante punto de partida. La capacidad de

vivir con verdades relativas, con preguntas para las que no hay

respuesta, con la sabiduría de no saber nada y con las paradójicas

incertidumbres de la existencia, todo esto puede ser la esencia de la

madurez humana y de la consiguiente tolerancia frente a los demás.

Donde esta capacidad falta, nos entregamos de nuevo, sin saberlo,

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al mundo inquisidor general y viviremos la vida de rebaños, oscura

e irresponsable, solo de vez en cuando con la respiración aquejada

por el humo acre de la hoguera de algún magnífico auto de fe o por

el de las chimeneas de los hornos crematorios de algún campo de

exterminio (Watzlawick, 1989: 138)

Vemos, de esta forma, que la posmodernidad y las corrientes que surgen desde ella,

lo neogótico y lo neofantástico, entre otras, amplían un abanico que no solamente se

restringe a la literatura sino a las comunicaciones humanas y a las ciencias sociales, en

tanto las verdades concebidas como eternas –como las religiosas, científicas y éticas– son

puestas en duda a partir de la reconfiguración de las mismas. En el caso de las neogóticas,

particularmente, vemos cómo la novela presentada construye su estética a partir de

elementos clásicos de terror, casas embrujadas, monstruos, niños que develan verdades que

los adultos no creen, pero que sin embargo entrega, a partir de la configuración de la

narración, elementos que la posicionan dentro del ámbito posmoderno, como hemos visto:

fluctuación de narrador, no centralidad y la utilización de lo neogótico como elemento a

partir del cual pensar la índole crítica de la novela.

Si bien el Ojo ocupa un lugar encubierto dentro del texto, por decirlo de alguna

forma, dado que su existencia introduce lo horroroso dentro de lo natural a partir de los

sobrenatural (enfermedad médica a partir de una maldición), no es hasta el final de la

narración en que se descubre otro de los elementos a partir del cual se vislumbra otra de las

características que la posmodernidad cuestiona y que la novela trata: la dominación de un

género sobre otro, el masculino sobre el femenino, como cuestionamiento de discurso de

verdad:

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Sólo hay una cosa peor que ser un niño deforme […]: ser una niña

deforme […] Mi esposo no solo era terco; también se hacía sentir.

Tenía métodos, maneras de imponer su voluntad. Por eso la sacó

del colegio antes de que empezara la pubertad: para que no se diera

cuenta de su verdadera naturaleza. Pero el cuerpo es inteligente,

despierta solo, la vida se abre camino y bajo la piel deforme de mi

hija había una mujer que quería despertar (Ortega, 2011: 171−172).

El Ojo se había enamorado de Juan José Birchmeyer, amigo de Martin Martinic y

Pércival Guidotti, e inexplicablemente Juan José se había enamorado de ella también. El

amor había sido la única forma de que el Ojo dejara de hacer daño por la frustración de

verse privada de un hombre. Con el objetivo de revertir la situación, la madre del monstruo

atrajo a Juan José hasta la casa de la esquina Berkoff –cuya propietaria era la mamá de el

Ojo– y se encargó de que ambos se conocieran. En ese lugar la niña deforme se encargaba

de torturar a los perros que a lo largo de los años iban desapareciendo de Salisbury. Al

comienzo los alimentaba, pero cuando un ataque de furia la llevaba a los extremos de su

irascible carácter, se vengaba contra ellos, matándolos entre sus propias manos. Pero

cuando conoció a Juan José y Juan José la conoció a ella, surgió el amor entre ambos de

forma inexplicable, y la única forma para encubrir este acto fue a través del matrimonio

entre Emilia −la bella joven que enamora a sus tres amigos desde la infancia− y Juan José

Birchmeyer, con el único fin de mantener en secreto el amor entre la monstruo y el

enamorado. Interesante resulta este hecho por la referencia que puede verse con respecto a

los clásicos cuentos infantiles, especialmente a “La Bella y la Bestia”, en que, muy por el

contrario a lo que sucede en El horror de Berkoff, ambos personajes terminan felices al

romperse el hechizo que mantenía al apuesto caballero prisionero dentro del cuerpo de una

bestia. En la novela estudiada, ambos personajes resultan muertos por trágicas

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circunstancias: el Ojo se suicida de un tiro en la cabeza en la casa Berkoff, mientras que se

presume que Juan José tiene un accidente automovilístico (la novela no lo aclara). Este

hecho cobra relevancia en tanto vemos que desde la novela neogótica posmoderna lo que se

busca es el cuestionamiento con respecto a totalitarismos, la crítica de los grandes relatos,

la idea de felicidad preconcebida y aplicable a todo ser humano o la construcción de que

todo amor, por el hecho de ser amor, termina bien. Sobre esto, Milan Kundera (1994),

agrega que el único objetivo que debe motivar la escritura de una novela es lograr la

apertura de nuevos nichos existenciales, vale decir, abrir posibilidades donde antes no

existían o explorar alternativas que de lo contrario quedarían cerradas.

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V Conclusiones

Hemos revisado hasta este momento los motivos por los cuales la novela El horror

de Berkoff puede leerse como una obra representativa de la condición posmoderna,

entendida ésta como un cuestionamiento circunscrito a un momento determinado, el actual,

con respecto a los grandes relatos científicos, éticos y artísticos. Es desde este último nicho

que nos interesó posicionarnos para establecer la forma en que el arte devuelve a la

sociedad, a través de sus producciones, los devenires que ella misma experimenta. La

literatura, como herramienta intelectual por excelencia, ocupa un rol preponderante en esta

cuestión. Así lo reconoce Sartre y tantos otros que afirman el vínculo existente entre lo

social y lo literario: “lo subvencionan para que suspire”. Es desde esa posición que resulta

posible considerar el texto estudiado como un fruto acotado a un momento social particular,

que desde su particular visión de mundo, cuestiona los elementos presentados en este

análisis, principalmente la noción de verdadero y falso y de los grandes relatos.

Como se ha señalado anteriormente, una de las características de la condición

posmoderna, es que si bien afecta lo cultural y lo artístico, no se restringe solamente a esos

ámbitos. Así, podemos ver que en otros campos, como en psicología, o filosofía, o incluso

en biología, es posible reflexionar también sobre estas circunstancias, haciendo que este

mismo acto de pensar sobre ellas, en un sentido epistemológico, configure también estas

disciplinas como socialmente construidas. Humberto Maturana con el célebre texto, La

objetividad, un argumento para obligar (1997), nos presenta otra cara de la misma

condición, ahora desde un punto de vista científico, vinculado a la separación poco nítida,

vemos ya, del sujeto científico y su objeto estudiado. Y así como no podemos separar al

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científico del objeto que estudia, tampoco es posible ya deslindar al sujeto creador, al

artista, al escritor, del mundo que le rodea y que le entrega la materia prima de su

imaginación: las experiencias, las circunstancias sociales, los relatos de verdad / falsedad y

los intrínsecos discursos de poder. De esta forma vemos cómo las circunstancias definidas

como posmodernas, van configurando distintos tipos de manifestaciones escriturales que

reconfiguran el campo literario a través de obras que a pesar de utilizar elementos

modernos, los reciclan con el fin de darle un nuevo orden.

El crítico literario José Promis, por su parte, al referirse a los nuevos autores que se

interesan en la creación de este nuevo tipo de narrativas, explica en la revista Artes y Letras

que “nos enfrentamos, pues, a una interesante oferta artística sobre los orígenes del horror:

es una consecuencia de la tesis de la incompatibilidad entre naturaleza y modernidad”

(Promis, 2014), en el sentido de un horror que se configura a partir del choque de distintas

visiones de mundo, vale decir, como la expresión artística del desacuerdo entre distintos

discursos de poder, como hemos visto en la novela estudiada.

Ahora bien, interesante resulta preguntarse por el sentido que ese cuestionamiento

puede tener, y como respuesta frente a esa interrogante surgen de inmediato las palabras de

Kundera con respecto al fin de la novela. Kundera señala, de esta forma, que la novela está

destinada a alumbrar elementos que sólo a través de ella pueden ser vistos y que éstos

corresponderían a la razón última de ser de cualquier producción literaria. Así, entonces,

tras la pregunta por el sentido de la producción artística y literaria posmoderna, podemos

aventurar que éste radica en la ejemplificación de la ausencia de verdades, de una actitud de

descreimiento no en la felicidad del hombre, como pudiera pensarse, sino más bien en la

felicidad alcanzada solamente a través del desarrollo tecnológico. A partir de esto, vemos

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que la gran crítica que emerge a partir de lo neogótico, tiene que ver con la posibilidad de

cuestionar lo que se ha asumido como cierto o falso, para comprender, a partir de ahí, que

no existe verdad ni falsedad a priori, sino una multiplicidad de discursos, todos igual de

legítimos pero no igualmente deseables. De la misma forma en que la novela aparentemente

no termina nunca de definirse hacia uno u otro género –posibilitando la existencia de

ambos, desde este mecanismo− de esa misma forma, las distintas realidades, verdades,

discursos, creencias, deben convivir. Sólo desde ahí podemos comprender que lo extraño

conviva con lo fantástico o que el discurso de un ateo sea tan legítimo como el de un

sacerdote. Reconocer, como señala Watzlawick, que hay preguntas para las que no hay

respuesta, significa, creemos también, la esencia de la madurez humana a partir de la

convivencia pacífica de distintos discursos de verdad. Cuando aquella capacidad de

reconocimiento se pierde, entonces surge el terror como resultado de prácticas de

dominación en que una verdad lucha violentamente por posicionarse sobre otra.

Cuando nos aproximamos, como en El horror de Berkoff, a la lectura de un texto

que no entrega certezas sino más bien cuestionamientos, nos damos cuenta que estamos

frente a una obra que refleja nuestras mismas condiciones de humanidad. En este sentido,

podemos señalar, que el objetivo de la literatura podría definirse como un mecanismo de

interpretación entre lo social y lo particular, vale decir, como una herramienta de

elucubración que investiga a través de la fantasía lo que podría suceder en la realidad

cotidiana. El horror de Berkoff cumple, de esa manera, con lo anteriormente señalado, a

través de la apertura de nuevos nichos existenciales, en que los personajes no

necesariamente terminan viviendo una vida con más certezas pero sí más genuina.

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Lejos de elucubraciones teóricas, nos interesa terminar este análisis nuevamente

reflexionando sobre el sentido que cumple la literatura, pero esta vez no considerándola

solamente como un hecho socialmente delimitado y condicionado, sino como una

producción realizada desde la sensibilidad de un escritor/creador, hacia la sensibilidad de

un lector particular. Cuando Milan Kundera señala que la única razón de ser de una novela

corresponde a la apertura de nuevos nichos existenciales, está señalando, en realidad, la

posibilidad de que un libro en particular abra nuevas posibilidades para alguien que lo lee.

Posibilidades que no se restringen sólo a lo teórico, sino también a lo existencial. La

cualidad de la literatura, de esta forma, tiene que ver con la reflexión que incita y con las

conllevadas modificaciones que esos procesos promueven. La literatura llamada

posmoderna, en este sentido, viene a gritarnos que no hubo cambio sin previa incomodidad,

que no hubo mejoría sin un anterior reconocimiento de la precariedad en que nos

encontrábamos. Viene a señalarnos con severidad que las condiciones de felicidad no

estaban donde a veces pensamos que se encontraban y que es necesario mirar un poco más

allá del desarrollo tecnológico para alcanzarlas. Viene a decirnos que las certezas no son

obvias ni inamovibles y que el reconocimiento de esta única verdad es el camino adecuado

para conocernos mejor a nosotros como seres humanos y alcanzar la tolerancia frente a lo

distinto y diverso. Cuando esta capacidad falta, por el contrario, surgen entonces las

violencias y horrores propios de quienes se sienten en la superioridad moral de establecer

qué es lo verdadero y qué es lo falso, diseminando su mensaje a través de prácticas

coercitivas encubiertas muchas veces bajo producciones suaves y embotadoras encargadas

de reforzar discursos más que de producir cuestionamientos. La literatura llamada

posmoderna, se posiciona, entonces, como herramienta clave en la examinación de

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posibilidades a partir de las cuales construir realidades que movilicen a los lectores desde la

reconfiguración de certidumbres previas, a través del descubrimiento de posibilidades no

anteriormente ensayadas.

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VII Anexos

Esquematización de los capítulos presentes en la novela con sus páginas respectivas.

I Un niño 09

1 Infancia 11

2 14

3 16

4 20

II El pueblo 21

1 Jueves 23

2 27

3 30

4 35

5 47

6 56

7 61

8 67

9 74

10 80

11 86

12 93

III Los niños 95

1 Viernes 97

2 108

3 112

4 124

5 133

6 Sábado 143

7 147

8 153

9 159

10 176

IV Berkoff 181

1 Final 183

2 188

3 195

Capítulos I y IV (Iv.1 y IV.2)

narrados por narrador

heterodiegético.

Capítulos II, III y IV.3 narrados por

narrados intradiegético.