Portafolio Literario

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Portafolio Eunice García Lic. ciencias de la comunicación/escritora

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Dame

Un minuto de silencio por lo que no supimos ser.

Un día más para dejar de pensarte.

Un adiós- definitivo- para estar mejor después

Nunca

Me alcanza la vida y me aplasta

me arranca las ganas,

los versos

los besos

Me alcanza la vida

sin jamás perseguirme,

a paso lento y distraída

hastiada bosteza,

se marcha

Y me voy quedando atrás

reseca y vacía

y nadie lo reclama

jamás,

nunca

Noche

Puedo morir: estoy completa.

No moriré de blanco: moriré del color de tu boca.

Moriré dos veces: la primera en tu cama la segunda, ahora.

Antes, una cosa: no soy tuya ¿lo sabes?

Ahora, puedo morir: estoy completa.

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Secretos

Hace ya tiempo - cuando las nalgas ajenas aún quedaban por arriba de mi cabeza-

derramé frutsi en el asiento trasero del carro cuasi nuevo de un tío: aquél elixir de

artificio fue absorbido ágilmente por mi sudadera infantil. Nadie lo supo, jamás.

Me encantaría decir que al igual que eso nadie se enteró de que yo amaba a un

tipo severamente afectado por el acné, o que la vecina sí fue novia del granoso en

cuestión, o que suelo besar a cierto tipo cuando los planetas y el alcohol se

alinean; pero sucede que en ocasiones –no siempre-sufro de verborrea y mi pecho

se convierte en la bodega más porosa del mundo. En mi defensa puedo decir que

no soy ni la primera, ni la única. De hecho, según estudios muy serios, lo primero

que uno hace con los secretos -propios o ajenos- es elegir compañero(s) de carga.

El problema reside en que nuestro cómplice sufrirá de la misma necesidad

culposa en algún momento y edificará dos o tres bodegas más, que a su vez

tendrán esa misma necesidad y elegirán a otro acompañante y a otro y a otro y

otro. Al final ni los poseedores del secreto se conservan anónimos y uno termina

por saber exactamente a quién preguntarle qué de aquello que se contó en voz

bajita, detrás de la puerta escondida del baño más lejano, del edificio al que casi

nadie va.

El modus operandi de un secreto bien podría compararse con el de un virus: se

propaga, contagia, muta, desaparece y cuando uno se cree inmune a él, vuelve.

Además, al igual que los virus, la vacuna contra un secreto es soltar aquello en

pequeñas dosis para crear anticuerpos (en estos casos uno corre el peligro de que

entre cada dosis el bodego se entretenga en inventar un jugoso chisme).

El secreto y la culpa van de la mano (¿entusiasmados?): si uno hace algo que deje

un tufito culposo, irremediablemente se convertirá en secreto. La suciedad de

aquel acto (léase romper la dieta, paternidad equívoca, fallo anticonceptivo, etc.)

terminará por convertirnos en monstruos quejumbrosos y sombríos que vagan de

rincón en rincón, hasta el día que encontremos a un pobre imbécil para compartir

la mugre. Como dice aquél dicho- que a fin de cuentas sí está bien dicho- mal de

muchos consuelo de pendejos.

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Erase una vez que fue

Erase una vez un rey enamorado de una mujer extraordinariamente fea. De

cabellos falsos y cirugías varias, atinar a la edad de la reina sobrepasaba los

poderes adivinatiorios de los hechiceros reales. La corte murmuraba “embrujo,

embrujo” tratando de encontrar explicación alguna al intenso y absurdo amor del

rey. Con la piel verdosa y los ojos saltones, la corte especulaba sobre alguna

transformación anfibia mal completada, algún beso mal dado, una falla en alguna

varita mágica. El rey sonreía y suspiraba “mi reina, mi vida, mi hada” mientras

alegres piojos brincoteaban de las trenzas de la reina a la exquisita túnica del

hombre enamorado.

“es una bestia” decía el marques a sus sirvientes

“es una bruja” croaban las ranas del real estanque.

Dormida por años, bajo un malévolo hechizo, la reina había perdido entre sueños

su encanto. Primero el cabello dorado, luego la piel tersa, la calidez de los labios.

Encerrada en una torre húmeda y fría, pequeños hongos crecieron en la sonrisa

azul del príncipe que jamás llegó y que ella siempre soñaba.

A la luz de la luna, la nariz puntiaguda de la reina brillaba primorosamente, sus

pómulos se suavizaban y la sonrisa cansada se llenaba de ternura “mi rey, mi

vida, mi sol”.

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El señor de arriba

Rafael Rivera está sentado frente a su monitor con un cigarro en la mano, igual

que ayer, anteayer y los días antes de eso.

La novela, insulsa e inconclusa, lo mira desde una pantalla llena de pelusas,

bosteza y se vuelve a adormilar.

Rafael no es viejo, aunque a veces siente que sí, sobre todo cuando hace frío.

Si no odiara a los gatos seguramente tendría uno blanco, o tal vez uno negro,

jamás uno amarillo.

En el mini bar de su cocina —se rehúsa a comprar refrigerador— hay tres

gelatinas de sabores inexistentes (fresacuyá, naramangon y limacote), un café

mocha a medio tomar, un anacrónico jamón con pintitas azules y un cartón de

leche descremada sabor vainilla.

Rafael es maestro, adora el sabor de la tiza y las E mayúsculas que dibuja en el

pizarrón.

De niño disfrutaba amasar la corteza de los panqués y crear pequeñas ciudades

que nunca se comía.

El cigarro se apaga y Rafael busca en el único mueble de su habitación una

cajetilla de Delicados. Es la última.

Su perro imaginario, Tuco, bosteza y se estira.

Rafael busca citas cada fin de mes en la biblioteca. Le gustan las que lloran con

Neruda y las que ríen con Benedetti; ésas, dice Rafael, son las que tienen las

ideas más absurdas sobre el amor. Aprecia a las mujeres curveadas con senos

medianos que se burlan de la gravedad, pasa de largo con aquellas de nalgas

planas y gusta de mordisquearle las orejas a las mujeres con aretes largos.

Si no tuviera gastritis, Rafael viviría de sopas Maruchan con limón y salsa

Chapala.

En su baño hay un cenicero, un jabón que encontró en oferta, shampoo anti caspa

y una colección de frasquitos aromáticos que año tras año sus alumnas se

empeñan en regalarle.

Sobre el tanque, Mafalda reposa junto a Savater (garabateado para ser dictado

mañana en clase), Arreola se inclina sobre Huxley y un libro de autor

desconocido peligra con caer.

Rafael es feliz, aunque sus alumnos de secundaria no le crean; le gusta usar

Converse, aunque sea viejo para eso; le gustan las mujeres feas, aunque le

molesta que sean las que se enamoran más. Sin siquiera darse cuenta logró el

aspecto desamparado y desgarbado que en la adolescencia soñó.

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El enojo de Hidalgo Domingo, el sol tímido bosteza tras las nubes, la calle tranquila, despejada: una tarde buena, de postal vieja y tapatía, con olor a fiestas, en verdad bonita. Al cura Miguel Hidalgo poco le importa el asunto, su estatua – en plaza Liberación- conserva un gesto de verdadera molestia. ¿De qué se queja el Señor Hidalgo? ¿Por qué arquea con tanto enfado sus cejas? Mientras -en la plaza- los pulpos vuelan, el túnel respira y levanta la falda de las niñas que juegan a ser princesas. Toldos y sombrillas crecen, los escultores golpean-inclementes- un buen trozo de piedra XX concurso nacional de labradores de cantera. La gente camina presurosa: la catedral quiere fiesta. La peregrina-Virgen- llega; los rezos aparecen, aplausos, cantos, la gente se acerca, observa. La virgen entra y el público desaparece con ella. El oficial de tránsito aprovecha el momento y enciende un cigarro. Una burbuja aterriza en la mano de una niña (¿de dónde viene el agua de esa fórmula?). Una bolsa en forma de perro me observa, las miradas se cruzan, alguien dice un precio, viajar desde china no es suficiente para amarnos, se aleja con la mirada perdida. El viento trae un aroma conocido: mariguana, el alegre peatón sonríe al tránsito que bosteza, entra a la iglesia y se une a la

fiesta. En la esquina de Liceo el tejuino se fermenta un poco más, por la calle pasa una calandria y el caballo hambriento suspira de puro antojo por un Hot Dog. Hidalgo rompe sus cadenas. Algodones de azúcar – azules para los niños, rosas para las niñas- manzanas acarameladas, papas fritas remojadas en chiles sustanciosos, rusas frescas ¡buñuelos! Un tubo relleno de aire tropieza suavemente con la nuca de una anciana, el niño corre, lo toma y de un sólo golpe lo eleva, mientras un triciclo ofrece veinticuatro borrachitos en una caja y una pequeña colorada dormita bajo el puesto andante. Garbanzos descoloridos que nadie compra,

verdaderamente repugnantes. En el pasto unos encuestadores rellenan presurosos las hojas del día, garabatean números, inventan nombres, se rascan un poco la cabeza. La tarde llega a las cuatro con cincuenta, un señor interpreta un popurrí de canciones rancheras con un silbato de metal, Su nombre en una llave o en un granito de arroz, de fondo el mariachi loco suena. Los artesanos no se detienen, en sus puestos fuentes y relojes-con escudos de de las chivas- reposan. Un hombre me detiene: me ha confundido con fotógrafa; sonriente me ofrece su cámara, la miro con desconfianza, la giro, la exploro y con angustia descubro que no tiene pantalla. Finjo enfocar al

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hombre, aprieto el botón segura de que aquella será la peor foto jamás tomada. Él pobre hombre me da las gracias. Una señora camina bajo una sombrilla, el sol aparece y con él muchas más familias. En las bancas los marchantes calman el hambre con cualquier chuchería, un churro, ahora una papa, una oblea. La sobrilla se desmaya cerca de los raspados que mueren derretidos en el piso, chocolates tres por tres pesos. Un hombre aprovecha el cansancio y se desparrama en la silla verde del bolero, se rasca la panza y platica. Un niño empuja un caballito de madera y el sol me achicharra la espalda: me he quedado quieta demasiado tiempo. El artista pica con delicadeza una piedra, sacude polvo con una brocha y observa. Juro que la piedra sigue siendo piedra, anacrónicamente bella. Una vez más el mariachi loco de fondo, unos novios se besan, ella cierra los ojos, él la observa. Llego al teatro Degollado cuando el reloj marca las cinco. Las musas y yo, a causa de nuestras miradas inquietas, somos testigos de la transformación de una botella en letrina. El vendedor de meteoritos de unicel se sacude las manos a cinco, a cinco y a diez. Desde el museo de cera una figura mecánica canta a todo pulmón bate que bate el chocolate, todos observan, sólo unos cuantos se quedan. Las burbujas vuelan, algunas me atacan, otras-atrevidas- me besan. Hidalgo se sacude una paloma. Los policías vigilan bajo la sombra de un árbol y beben agua de naranja de la misma botella. La ambulancia transita perezosa, muda. Los franciscanos caminan y ríen, me observan, los observo, me sonríen, les sonrío, se dan la vuelta. Cuando no me ven aprovecho para tomarles una foto. Las bocinas se encienden, la gente camina y reza, salen de la iglesia, de las calles, de los puestos, aparecen, aparecen, cantan y rezan que nos libere de la influenza y las catástrofes. ¿Por qué está enojado Hidalgo? ¿Qué es eso que tanto le molesta? si acá abajo en la plaza la gente come, besa, ríe, vende, ama, bosteza.

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Catálogo de Invierno: Las Águilas y San José Noviembre. Las banderas aguardan y se asoma el frío. En algunas casas las arañas y vampiros se retiran; entran las luces de colores, las escarchas, las campanas. La navidad aun está lejos, pero ya es tiempo. Se instalan los puestos, se levantan las lonas. Y no hay de otra, con la crisis financiera aún vigente “ayuda bastante trabajar en esta temporada”. Ya que den el aguinaldo De enero a octubre Rito Fernández formó parte del 5.8% de población desempleada en Jalisco. Este mes no. Rito trabaja desde hace tres años de 9:30 de la mañana a 10 de la noche: su carpa forma parte del manchón blanco que se instala, desde el 6 de noviembre, en la explanada frente a la cruz verde de Zapopan. El puesto es de un hermano, “él se fue a Estados Unidos y me vine yo para que no se perdiera el lugar”. El permiso de venta (que otorga el departamento de comercios en espacios abiertos) debe renovarse cada año “nos dura de 7-8 semanas”. Originario de San Gabriel, Jalisco, Rito reciente el peso de la crisis económica mundial, “esperamos que un poquito más adelante se componga la venta” comenta “ya que den el aguinaldo y aparezcan los ahorros”. Rito vende heno, musgo, portales y dulces “esos ya son complementarios” aclara. A Santiago Acosta lo invitó una hermana. Este es el quinto año que Santiago deja sus “artículos varios” para entrarle de lleno a la navidad. Santiago también lamenta el ritmo que el 2009 le esta imponiendo a la venta de figurillas de santos y accesorios navideños, “hace tres años la cosa estaba mejor”. Hace tres años -de acuerdo a la SCHP -el salario mínimo era de $47.16 pesos, este año es de $53.26; el índice nacional de precios al consumidor (que es calculado por el Banco de México para determinar el pago de las contribuciones y sus accesorios) fue de 119.691 en octubre del 2006, para octubre de este año alcanzó el 137.258. José, estudiante de comercio, espera compradores bajo las lonas blancas que dan forma a su local “ayuda bastante trabajar en esta temporada”. En lo alto, las águilas que en algún tiempo sirvieron de entrada a Guadalajara permanecen inmóviles. Poco importan los cascabeles, los juguetes navideños que repiten una y otra vez la misma melodía. Sin tiempo para el tianguis De acuerdo a la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo (ENOE) que levanta el INEGI en todo el país, Ernesto Marin forma parte del 62% de población económicamente activa en Jalisco; específicamente al conjunto de sub ocupados. Desde el segundo día de noviembre Ernesto vende árboles navideños (artificiales) en la feria de San José, actividad que podría “combinar“ con su trabajo habitual de taxista “se gana más o menos lo mismo”. Se les llama sub ocupados a aquellas personas que tienen tanto la necesidad como la disponibilidad para trabajar más horas. Guillermo Rodríguez vigila una caja con listones, en su pecho baila el reflejo de las luces de una serie navideña, un ritmo casi hipnótico y él sonríe, “yo no tengo tiempo para andar poniendo tianguis”. Guillermo observa su caja llena de colores “es para adornar mi casa”. Hace más de 50 años que al iniciar noviembre el jardín San José se convierte en un laberinto de esferas, nacimientos, coronas y musgo.

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El caos navideño se extiende a las banquetas de Alcalde, Reforma; se trepa en Iglesia Presbiteriana que ofrece sombra a vendedores ambulantes. “Como es tradicional siempre acudo aquí”, dice Guillermo mientras agrega más listones a su compra “si se espera uno a que lleguen las fechas…después son aglomeraciones de gente” agrega un curli, otro listón, otro “ ya después uno encuentra nomas lo que queda, lo ultimo, ya todo traqueteado” observa con cuidado un listón azul con aplicaciones doradas, lo rechaza y busca otro “ y si empieza uno a tiempo hasta puede elegir los modelos nuevos”. Ernesto se sienta al frente de un árbol blanquísimo “esta temporada se está vendiendo más el verde”. A las dos de la tarde de un lunes los clientes son pocos, él igual grita y ofrece. “De hecho aquí naci” bromea. Fue su abuela quien inició hace más de 35 años la venta de artículos navideños en San José. “ Desde chiquito ayudo” recuerda “ ya es como una tradición familiar”. Lo que no se vende esta temporada se guarda, uno, dos, hasta tres años seguidos. Un hombre lleva en su mano una charola llena de recipientes de unicel, aprovecha el tianguis para vender comida de puesto en puesto: desayuno, comida y cena “aquí todos vendemos parejo”. En la calle de enfrente los perros custodian inmóviles su casa. Los coches pasan, la gente viene y va. Ernesto toma el recipiente con su nombre y se acomoda “aquí estoy muy contento, tengo todo a la mano, bien cerquita”.