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Henry KUTTNER Selección de relatos cortos de Henry Kuttner 1

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Henry KUTTNER

Selección de relatos cortos de Henry Kuttner 1

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CONTENIDO:

Reseña Biográfica y Bibliográfica

Dragón LunarEl diablo que conocemos, en colaboración con Catherine L. MooreEl horror de SalemEl robot vanidosoLa máquina ambidextra, en colaboración con Catherine L. MooreLas ratas del cementerioNo mire ahora

Selección de relatos cortos de Henry Kuttner 2

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RESEÑA BIOGRAFICA DE

Henry Kuttner(1915-1958)

Biografía:

Henry Kuttner es uno de los grandes escritores de ciencia-ficción, reconocido como tal por la Convención Mundial de ciencia-ficción celebrada en 1940, le concedió el premio al Mejor Escritor del Mundo. Además fue uno de los autores más prolíficos e inteligentes de su época. Kuttner se pasó la mayor parte de su vida escribiendo (en 1953 llevaba escritas 170). Así no sorprende que no tuviera tiempo de acudir a la universidad hasta después de la Segunda Guerra Mundial, momento que aprovechó para acogerse al acta que permitía acceder a la universidad a los veteranos de guerra.

En 1940 Henry Kuttner se casó con Catherine Lucille Moore. Desde entonces la mayor parte de su trabajo lo realizó en colaboración con su mujer. En ocasiones, ninguno de los dos sabría decir quién escribió qué.

Kuttner tiene el record de haber utilizado 16 seudónimos, la mayoría con su mujer, que él recuerde. Probablemente haya más que no recordará. Uno de estos sinónimos, Lewis Padgett, sea con toda seguridad tan conocido como su propio nombre.

Entre los libros de ciencia-ficción escritos por Kuttner se encuentran THE FAIRY CHESSMEN, AHEAD OF TIME, TOMORROW AND TOMORROW, DR. CYCLOPS, MUTANTE y ROBOTS, HAVEN´T TAILS. DR CYCLOPS se convirtió en una película. Entre las historias de misterio su trabajo más importante fue una serie de novelas para Permabooks que comenzaron con THE MURDER OF ELEANOR POPE in 1956.

Además de sus innumerables cuentos, muchos de ellos bajo el seudónimo de Padgett también trabajo la radio, la televisión y la industria cinematográfica.

La literatura de Kuttner se caracteriza por incluir el psicoanálisis dentro del hilo argumental de sus obras, sea cual sea el estilo o la longitud de las mismas.

Henry Kuttner murió el 4 de febrero de 1958 de un infarto de miocardio.

© José Joaquín Ramos de Francisco, marzo de 2002

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Bibliografía en español: Lo mejor de Henry Kuttner I, Edhasa, (1979) Lo mejor de Henry Kuttner II, Lo mejor de Henry Kuttner I, (1979) Mutante, Bruguera, (1983)

Bibliografía en inglés: The Dark World, (1946) Fury, (1947) The Far Reality, (escrito como Lewis Padgett), (1951) Tomorrow and Tomorrow, (escrito como Lewis Padgett), (1951) Mutant, (1953) Well of the Worlds, (escrito como Lewis Padgett), (1953) Line to Tomorrow, (escrito como Lewis Padgett), (1954) No Boundaries, (1955) Destination: Infinity, (1956) Bypass to Otherness, (1961) The Mask of Circe, (con C L Moore), (1971) Elak of Atlantis, (1985) Prince Raynor, (1987) Beyond Earth's Gates, (escrito como Lewis Padgett), (1994) The Book of Iod, (1995) Creature from Beyond Infinity Dr. Cyclops The Time Axis Valley of the Flame A Gnome There Was and Other Tales of Science Fiction and Fantasy, (escrito como Lewis

Padgett), (1950) The Proud Robot, (1952) Ahead of Time, (1953) Return to Otherness, (1962) Clash by Night and Other Stories, (1980) The Startling Worlds of Henry Kuttner, (1987)

Filmografía The Twonky, (1953)

Televisión Trilogy of Terror II, (historia: The Graveyard Rats), (1996) Grand Tour: Disaster in Time, (novela Vintage Season), (1992) The Eye, (historia), (1966) The Twilight Zone, (episodio What You Need como Lewis Padgett), (1959)

www.cienciaficcion.com

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DRAGÓN LUNAR

1. ELAK DE ATLANTIDA

Los grandes miembros yéndose al caos, un gran rostro vuelto hacia la noche...¿Por qué inclinarse sobre un sudario informe,

buscando, en esa nube arcaica, la visión de los señores de la fortaleza y la luz?Chesterton

En la taberna del muelle reinaba la mayor confusión. El gran puerto de Poseidonia se extendía oscuramente hacia el sudeste, pero la calle situada frente al mar, era un resplandor de luminosas linternas y antorchas. Las naves habían llegado hoy a puerto y esta taberna, como las demás, estaba llena de risas y de terribles juramentos de gentes de mar. El humo de la cocina y el olor del sésamo llenaban la espaciosa habitación, de techo bajo, mezclándose con el fuerte olor del vino. Esta noche, los curtidos marinos del sur celebraban una gran fiesta.

En un nicho situado en la pared se encontraba una imagen del dios patrono, el Poseidón de los mares iluminados por el sol. Era notable observar que antes de beber el licor, casi todos los hombres derramaban una gota o dos al suelo, en dirección al dios de madera labrada.

Un hombre de pequeña estatura y grueso estaba sentado en un rincón, murmurando algo. Los pequeños ojos de Lycon examinaron la taberna con cierto disgusto. Su bolsa era muy pesada, pues, al contrario de lo que le solía suceder, estaba llena de oro; también estaba llena la de Elak, su compañero de aventuras. Sin embargo, Elak prefería beber e ir de putas en esta alborotada y maloliente taberna, preferencia que llenaba a Lycon de disgusto y amargura. Escupió, murmuró algo y se volvió para observar a Elak. El enjuto aventurero, con rostro de lobo, estaba discutiendo con un capitán de barco, cuyo enorme y musculoso cuerpo hacía que el de Elak pareciera muy pequeño. Entre los dos estaba sentada una ramera de taberna, que observaba disimuladamente con sus ojos oblicuos a los dos hombres, sintiéndose orgullosa por la atención que ambos le dedicaban.

El marino, llamado Drezzar, había cometido el error de subestimar las potencialidades de Elak. Había puesto sus codiciosos ojos sobre la ramera, decidido a poseerla, a pesar de que Elak tenía prioridad por haber llegado antes. En otras circunstancias, Elak podría haberle dejado a la mujer de ojos oblicuos a Drezzar, pero las palabras del capitán fueron insultantes. Así pues, Elak permaneció en la mesa, con una mirada cautelosa y la espada floja en la vaina.

Observó a Drezzar, fijándose en el rostro curtido por el sol, macizo, en la poblada barba negra y en la arrugada cicatriz que le cruzaba la cara, desde la sien hasta la mejilla, dejando al hombre con un solo ojo gris. Lycon pidió más vino. Sabía que los aceros no tardarían en brillar.

Sin embargo, la pelea se inició sin advertencia previa. Una silla salió volando por los aires, se escucharon varios juramentos y surgió la espada de Drezzar, brillando a la luz de las lámparas. La ramera gritó, asustada como un conejo, y salió huyendo, no gustándole el derramamiento de sangre salvo si lo podía observar desde una distancia segura para ella. Drezzar hizo una finta; su espada lanzó una estocada traicioneramente baja que habría dejado a Elak fuera de combate de haber alcanzado su objetivo. Pero el pequeño cuerpo del hombre se apartó a un lado con un movimiento suave y suelto; Elak desenvainó su propia espada y lanzó su punta contra la frente de Drezzar, sin alcanzarle.

Lucharon en silencio. Y aquello, más que cualquier otra cosa, contribuyó a que Elak se diera cuenta de la fortaleza de su contrincante. El rostro de Drezzar no espresaba ninguna emoción. Únicamente la cicatriz aparecía blanca y destacada. La falta de un ojo no parecía disminuir para nada su capacidad.

Lycon esperó una oportunidad para introducir su propio acero en la espalda de Drezzar. Sabía que eso no le gustaría a Elak, pero Lycon era más realista que su compañero. La sandalia de Elak resbaló sobre el licor vertido en el suelo y se hizo desesperadamente hacia un lado, tratando de recuperar su equilibrio perdido. No lo consiguió. La espada de Drezzar le arrebató la suya de entre la mano y Elak se desplomó, chocando con la cabeza contra una silla

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derribada. El marino se sintió confiado, bajó la hoja de la espada y embistió. Lycon se lanzó hacia adelante, pero sabía que no alcanzaría a tiempo al asesino.

Y entonces..., por la puerta abierta llegó lo inexplicable. Algo parecido a un haz de luz flameante cruzó el aire y, al principio, Lycon pensó que era un puñal lanzado desde algún sitio. Pero no lo era. Era... ¡una llamarada!, ¡una llamarada blanca, como una flecha sobrenatural!. Se enroscó alrededor de la hoja de Drezzar, arrebatándosela de la mano. Resplandeció con una luz cegadora, iluminando la habitación con todo detalle. La espada cayó inútil al suelo, convertida en un amasijo de metal fundido, ennegrecido y retorcido.

Drezzar lanzó un juramento. Miró fija y asombradamente el arma destrozada y su rostro curtido empalideció. Se dio la vuelta y se marchó rápidamente por una puerta lateral.

La llama había desaparecido. En la puerta había un hombre..., era una figura gruesa y fea, vestida conla tradicional capa marrón de los druidas.

Lycon, que patinó hasta detenerse, bajó su espada y exclamó:—¡Dalan!Elak se levantó, frotándose enérgicamente la cabeza. Al ver al druida, la expresión de su

rostro cambió.Sin decir una sola palabra, hizo un gesto de asentimiento hacia Lycon y se encaminó hacia

la puerta.Los tres salieron a la noche.

2. EL TRONO DEL DRAGÓNAhora hemos llegado a nuestro reino,

y es nuestra corona la que vamos a tomar...Con una espada desnuda sobre la mesa del consejo,

y debajo del trono, la serpiente.¡Ahora hemos llegado a nuestro reino!

Kipling

—Te traigo un trono —dijo Dalan—, pero tienes que ganarlo con tu espada.Se encontraban al final de un muelle, mirando hacia las aguas del puerto, bañadas por la

luz de la luna.Ahora, el clamor de Poseidonia parecía estar muy lejos.Elak se quedó mirando las colinas. Más allá, legua tras legua, hacia el norte, se encontraba

una vida que él había dejado tras de sí. Una vida que abandonó cuando dejó Cyrena para ceñirse la espada de unaventurero. Por las venas de Elak corría la sangre de los reyes de Cyrena, el reino de la Atlántida situadomás hacia el norte. De no haber sido por una pelea fatal con su padre adoptivo, Norian, Elak estaríasentado ahora sobre el trono del dragón. Pero Norian había muerto y el hermano de Elak, Orander, sehabía ceñido la corona.

—Orander manda en Cyrena —dijo Elak—. ¿Me pides que me una a una rebelión en contra de mihermano?

En los fríos ojos del aventurero surgió una mirada de enojo.—Orander está muerto —dijo tranquilamente el druida—. Elak, he de contarte una historia.

Una historia de hechicería y magia negra que ha lanzado sus sombras sobre Cyrena. Pero antes...

Se metió la mano por entre la túnica marrón y sacó de allí una diminuta esfera de cristal. La colocó sobre la palma de su mano y lanzó su aliento hacía ella. La clara superficie se nubló, velándose..., y la neblina pareció impregnar todo el interior de la esfera. El druida sostenía en su mano una esfera nublada y gris que giraba rápidamente.

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En el interior de la esfera surgió una imagen microscópica, pero vividamente clara y distinguible. Elak se acercó para mirar. Vio un trono y un hombre sentado en él.

—Al sur de Cyrena, más allá de las montañas, está Kiriath —dijo Dalan—. Sepher manda allí. Y ahora, Sepher continúa sentado en su trono, pero ya no es un ser humano.

En la esfera, el rostro de Sepher surgió con asombrosa claridad. Involuntariamente, Elak retrocedió,apretando los labios. Si se le miraba superficialmente, Sepher no parecía haber cambiado: un gigantebronceado, de barba negra, con los ojos penetrantes de un halcón, pero Elak sabía que estaba mirandoa una criatura repugnante, mucho más que cualquier otra existente sobre la tierra. No era algo demoníaco,al menos por lo que él sabía, sino algo que se encontraba más allá del bien y del mal, como estaba másallá de la humanidad o de la deidad. Una Presencia del Exterior había tocado a Sepher, apoderándose delrey de Kiriath. Y Elak sabía que éste era el ser más horrible que jamás hubiera visto.

Dalan se guardó el cristal y dijo, con frialdad:—Procedente de lo desconocido, ha llegado un ser llamado Karkora. Lo que es, no lo sé.

He consultado las runas y me han dicho muy poco. Los fuegos del altar han hablado de una sombra que se extenderá sobre Cyrena, una sombra que puede llegar a extenderse sobre toda la Atlántida, Karkora el Pálido, no es humano, pero tampoco es un demonio. Es... extraño, Elak.

—¿Qué le ocurre a mi hermano? —preguntó el aventurero.—Ya has visto a Sepher —contestó Dalan—. Está poseído, es como un instrumento de esa

entidad denominada Karkora. Cuando dejé a Orander, él también había... cambiado.Un músculo se estremeció en la curtida mejilla de Elak. El druida siguió hablando:—Orander vio acercarse su maldición. Día tras día aumentó el poder que Karkora ejercía

sobre él, y el alma de tu hermano fue conducida hacia la oscuridad exterior. Murió... por su propia mano.

La expresión del rostro de Elak no cambió. Pero permaneció en silencio durante varios minutos,mostrando un profundo sentimiento en sus ojos grises Lycon se volvió para dirigir su mirada hacia el mar.

—Orander te envió un mensaje, Elak —siguió diciendo el druida—. En toda la Atlántida, tú eres el único ser viviente de la línea real de Cyrena. Por lo tanto, tuya es la corona. No será fácil llevarla. Karkora no ha sido derrotado. Pero mi magia te ayudará.

—¿Me ofreces el trono del dragón? —preguntó Elak.Dalan asintió con un gesto.—Los años me han cambiado, Dalan. He recorrido toda la Atlántida como vagabundo y

como cosaspeores. Dejé atrás mis derechos de nacimiento y los olvidé. Y no soy el mismo hombre que hace yavarios años se marchó de Cyrena —dijo Elak con suavidad, sonriendo con un poco de amargura ymirando, sobre el borde del muelle, a su propio rostro, reflejado en las oscuras ondas de las aguas—. Sóloun rey puede sentarse en el trono del dragón. Para mí..., sería como una broma. Y una broma pesada.

—¡No seas tonto! —murmuró el druida, con un acento de rabia- en sus palabras—. ¡No seas ciego!¿Acaso crees que los druidas ofreceríamos el trono al hombre erróneo? Por tus venas corre sangre dereyes, Elak. Y tú no eres quién para negar eso. Tienes que obedecer.

—¿Tengo?La pregunta fue hecha con suavidad, pero Lycon notó como la tensión le recorría todo el

cuerpo,extendiendo sus músculos.Selección de relatos cortos de Henry Kuttner 7

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—¿Tengo? —volvió a preguntar Elak—. La decisión es mía, druida —dijo después—. ¡Por Mider! El trono de Cyrena significa mucho para mí. Por lo tanto, ¡no me sentaré en él!

El rostro venoso de Dalan pareció el de una gárgola a la luz de la luna. Adelantó su cabeza calva ybrillante y se retorció los dedos, gruesos y rígidos.

—Ahora, me siento tentado de hacer actuar la magia sobre ti, Elak —dijo con dureza—. Yo no...

—Ya te he dado mi respuesta. El druida dudó. Sus ojos sombríos se posaron sobre Elak. Después, sin decir una sola

palabra, se volvió y se marchó, desapareciendo en la oscuridad de la noche. Sus pasos también se fueron apagando en la distancia.

Elak permaneció de pie, mirando fijamente hacia el puerto. Sus mejillas aparecían grises y su bocamostraba una línea blanca de angustia. De repente, se volvió, mirando hacia las colinas de Poseidonia.Pero no las vio. Su mirada fue mucho más allá, mucho más lejos, atravesando toda la Atlántida hastallegar al reino del norte..., a Cyrena y al trono del dragón.

3. LAS PUERTAS DEL SUEÑO

Churel y el demonio y Djinn y el duende nos acompañarán esta noche, pues hemos llegado al país más antiguo, donde dominan los poderes de la Oscuridad.

Kipling

Aquella noche, el sueño de Elak fue interrumpido por sueños.... visiones desordenadas y relampagueantes de muchas cosas. Se quedó mirando el techo blanco, iluminado por la luz de la luna, de la habitación. Y... había cambiado. La habitación familiar había desaparecido. Aún existía la luz, pero ésta había cambiado también de una forma extraña..., era grisácea e irreal. Unos planos y ángulos sobrenaturales pasaron junto a Elak, y en sus oídos fue aumentando un bajo zumbido, que fue cambiando poco a poco, hasta convertirse en un quejido agudo que finalmente desapareció.

Los planos turbulentos volvieron a aparecer. En su sueño, Elak vio un poderoso risco que se elevabacontra las frías estrellas..., era colosal, contra un fondo de puntiagudos picos montañosos. Estabansalpicados por la nieve, pero la oscuridad del risco permanecía inalterada. Sobre su cima había una torre,empequeñecida por la distancia.

Una marea pareció elevar a Elak, haciéndole subir suavemente hacia adelante. Cuando se encontrabajunto a la base del risco vio unas grandiosas puertas de hierro. Y las puertas se corrieron y se abrieronhacia los lados por completo mientras él atravesaba el espacio abierto.

Después, se cerraron en silencio tras él.Y entonces, Elak fue consciente de una Presencia. Era un negro estigio; pero en la

tenebrosa oscuridad había una vaga agitación que aún no era completa; una sensación de movimiento que era inconfundible.

Sin ninguna advertencia previa, Elak vio al... ¡Pálido Uno!Una figura blanca y brillante apareció ante su vista. No podía decir lo alta que era, ni lo

cerca o distante que se encontraba. No podía ver otra cosa que un simple perfil. Un resplandor que parecía arrastrarse y que estaba formado por una luz fría, rodeaba al ser; parecía poca cosa más que una simple sombra blanca. Pero una sombra... ¡tridimensional, viva! ¡El terror sobrenatural de Karkora, el Pálido Uno!

El ser pareció aumentar de tamaño. Elak sabía que estaba siendo observado, fría y desapasionadamente.Selección de relatos cortos de Henry Kuttner 8

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Sus sentidos ya no eran dependientes. Parecía como si no captara la presencia de Karkora únicamentecon sus ojos..., ya no era consciente de su propio cuerpo.

Recordó a Dalan y al dios de Dalan. Y gritó en silencio, pidiéndole ayuda a Mider.El tembloroso asco que le dominaba no se le pasó, pero el horror que le ataba la mente ya no era tanfuerte. Volvió a gritar, llamando a Mider, haciendo un esfuerzo por concentrarse en la imagen del diosdruida.

Una vez más, Elak llamó a Mider. Y, silenciosa y misteriosamente, un muro llameante se elevó a sualrededor, eliminando la visión de Karkora. Las llamas, cálidas y vacilantes de Mider eran como unabarrera protectora..., natural y amistosa.

Se cerraron a su alrededor..., y le hicieron retroceder. Calentaron el horror gélido que había helado sumente. Cambiaron, hasta convertirse en la luz del sol..., y la luz del sol estaba penetrando por la ventana,junto a la cama baja donde se encontraba Elak, despierto y tembloroso a causa de la reacción.

—¡Por los Nueve Infiernos! —balbució, incorporándose suavemente—. ¡Por todos los dioses de laAtlántida! ¿Dónde está mi espada? —la encontró y la hizo oscilar en el aire, produciendo un silbido—.¿Cómo puede un hombre luchar contra los sueños?

Se movió hacia Lycon, que estaba roncando ruidosamente a su lado y zarandeó al hombre pequeño hasta despertarle.

—¡Bazofia de puerco! —exclamó Lycon, frotándose los ojos—. Trae otra taza, y con rapidez, o... ¿eh? ¿Qué pasa?

Elak se estaba vistiendo con rapidez.—¿Que qué pasa? Algo que no me esperaba. ¿Cómo podía saber, a través de las

palabras de Balan, la clase de cosa que iba a vivir en la Atlántida? —escupió, lleno de disgusto—. Ese leproso asqueroso nunca se apoderará del trono del dragón.

Introdujo la espada en la vaina.—Encontraré a Dalan. Regresaré con él a Cyrena.Elak guardó silencio, pero en lo más profundo de sus ojos se podía observar un matiz de

negro horror y de asco. Había visto al Pálido Uno. Y sabía que nunca sería capaz de expresar con palabras el asco ardiente y repugnante causado por un ser extraño como Karkora.

Pero Dalan había desaparecido. Era imposible encontrar al druida en Poseidonia. Al final, Elak abandonó su propósito de encontrarlo y decidió hacerse cargo de todo. Un barco denominado Kraken abandonaba el puerto aquel mismo día, para dirigirse hacia la costa occidental. De hecho, cuando Elak contrató a un barquero para que le llevara a él y a Lycon hasta la nave, los remos de ésta empezaban a inclinarse hacia el oleaje.

El pequeño cascarón de Elak llegó al costado de la nave y él subió por la regala, con Lycon siguiéndole de cerca. Lanzó una moneda al barquero y le vio marchar. Las espaldas sudorosas de los esclavos se estaban moviendo rítmicamente bajo el látigo de los capataces.

Uno de ellos se acercó corriendo, con un gesto de enojo en su curtido rostro.—¿Quiénes sois? —preguntó—. ¿Qué buscan en el Kraken?—Llévenos a presencia de su capitán —dijo Elak rápidamente.Su mano tocó la pesada bolsa que pendía de su cinto, y las monedas tintinearon en su

interior. El capatazquedó impresionado.—Nos estamos haciendo a la mar —dijo—. ¿Qué queréis?—Pasaje a Cyrena —espetó Lycon—. Estar...—Tráelos acá, Rasul —dijo una voz bronca, interrumpiéndoles—. Somos amigos. Les

ofreceremos pasaje a Cyrena... ¡eh!Y Drezzar, el contrincante de Elak en la pelea de la taberna, bajó rápidamente de la popa

dirigiéndosehacia ellos, con los dientes brillándole entre su peluda barba.Selección de relatos cortos de Henry Kuttner 9

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—¡Eh! —gritó, dirigiéndose a un grupo de marineros que se encontraban cerca—. ¡Coged a esos dos! Cogedlos... vivos —después, volviéndose hacia Elak, con una rabia fría, Drezzar dijo—: ¡Perro!

Se encontraba justo delante de Elak y levantó su mano como si estuviera dispuesto a abofetear al cautivo.

—Quiero pasaje a Cyrena —dijo Elak estoicamente—. Lo pagaré bien.—Claro que lo pagarás —dijo Drezzar, sonriendo burlonamente y, de un manotazo, agarró

la bolsa de Elak, arrebatándosela.La abrió y las monedas de oro corrieron por entre sus dedos gruesos.—También trabajarás. Pero nunca llegarás a Cyrena. Dos remeros más para ti, Rasul —

dijo, volviéndose hacia el capataz—. Otros dos esclavos. ¡Asegúrate de que trabajan bien!Se volvió y se marchó. Sin oponer ninguna resistencia, Elak fue conducido a un banco

situado junto a un remo vacante, siendo encadenado allí. Lycon fue empujado a su lado y también encadenado. Susmanos rodearon las huellas dejadas por otras en la madera pulida.

Restalló entonces el látigo de Rasul.—¡Remad! ¡Remad! —gritó el capataz.El Kraken adquirió velocidad, mar adentro. Y, encadenado a su remo, con todo el cuerpo

en tensión a causa de aquella herramienta a la que no estaba acostumbrado, el rostro oscuro y lobuno de Elak esbozóuna sonrisa que no era nada agradable de observar.

4. LA NAVE NAVEGA HACIA EL NORTE

Orfeo se ha dirigido a ella con el arpa,su proa ha cortado la espuma,

cincuenta poderosos héroes mueven sus remoslas olas blancas ante ella se abren, [dorados,

y la nave se eleva y se hunde desde el puntal,mientras él tañe las cuerdas.,.

¡Abrid paso! ¡Abrid paso!Benet

Navegaron a lo largo de la costa y orillaron el extremo sur de la Atlántida. Después, la galera emprendió rumbo al noroeste, remontando la larga curva del continente y, durante todos aquellos días los cielos permanecieron sin nubes y muy claros, tan azules como las aguas del mar Oceánico.

Elak se mantuvo tranquilo hasta que el Kraken echó anclas una tarde ante una isla deshabitada, con elpropósito de renovar las reservas de agua. Drezzar desembarcó con una docena de marineros, dejandosólo a unos pocos hombres a cargo de la nave. Al parecer, aquel grupo era suficiente para mantener laseguridad de la nave, teniendo a los esclavos encadenados, sobre todo porque era el propio Brezzar quienposeía las llaves de las cadenas. Pero, al ponerse el sol, Elak dio un codazo a Lycon, despertándole ydiciéndole que se mantuviera vigilante.

—¿Para qué? —preguntó Lycon en voz baja—. ¿Es que...?No terminó la frase, mirando fijamente a Elak, mientras éste tomaba un diminuto trozo de

metal doblado, sacándolo de su sandalia y lo introducía delicadamente en la cerradura de la argolla que le sujetaba por los tobillos.

—¡Por los dioses! —exclamó Lycon—. Has tenido eso durante todo este tiempo..., ¿y has esperado hasta ahora?

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—Estas cerraduras son fáciles de abrir —le dijo Elak—. ¿Qué querías? ¡Claro que he esperado! Ahora, sólo tenemos a unos pocos enemigos a bordo, en lugar de más de una docena. Sigue vigilando.

Lycon obedeció. De vez en cuando sonaban pasos en el puente, y se veían faroles aquí y allá, por la nave, pero la luz que emitían era lo bastante débil para sus propósitos. El chapoteo del agua contra el casco erasuficiente para apagar el suave ruido que Elak producía mientras trabajaba. Finalmente, suspiró lleno de satisfacción y abrió la argolla.

El metal raspó y tintineó y Elak se encontró libre. Se volvió hacia Lycon..., y, en aquel instante sonaron unos pasos apresurados sobre el puente. Rasul, el capataz, se acercaba con su largo látigo. Miró hacia abajo..., y desenvainó la espada, lanzando una maldición. Con la otra mano, lanzó el látigo hacia abajo con un silbido, haciéndolo restallar sobre los desprotegidos hombros de Elak.

Lycon actuó. Con un movimiento rápido, se lanzó hacia adelante, protegiendo a Elak; el latigazo le dio en un costado, arrancándole piel y carne. Y entonces, la vigorosa mano de Elak se cerró sobre el cuero; tiró con fuerza de él..., y lo arrancó de la mano de Rasul.

—¡Oh! -—exclamó el capataz—, ¡A mí! ¡A mí! —bramó su voz sobre el mar oscuro.Su larga espada era un brillo pálido Iluminado débilmente por el resplandor de los faroles.Otros dos hombres armados llegaron corriendo detrás de Rasul. Se separaron y rodearon a Elak, que sonrió burlonamente, como lo podría haber hecho un lobo. El látigo estaba enrollado en su mano.Saltó de repente, como una serpiente que se desenroscara en un instante, La peligrosa punta silbó consequedad. En la semioscuridad resultaba difícil ver el látigo, haciéndose casi imposible evitarlo. Rasullanzó un grito de dolor.

—¡Mátadle! —espetó el capataz.Los tres se lanzaron sobre Elak, quien retrocedió, haciendo restallar el látigo. Un cuchillo

arrojadizo hizo brotar la sangre de su hombro. Al mismo tiempo, uno de los atacantes retrocedió, gritando como unanimal herido, llevándose las manos a los ojos que habían quedado cegados por el golpe desgarrador dellátigo.

—Matadme, entonces —dijo Elak, con una risa fría reflejada en sus ojos—. Pero estos coletazos también hacen daño, Rasul.

Captó una mirada de Lycon, que estaba inclinado sobre sus cadenas, manipulando con rapidez el trozo de metal con el que intentaba abrir la cerradura. Escucharon unas voces procedentes de la orilla. Rasul gritó una respuesta y después se encogió y boqueó cuando el látigo restalló a través del aire oscuro.

—¡Ahí van mis colmillos, Rasul! —gritó Elak, sonriendo cruelmente.Y entonces, los dos hombres — Rasul y su compañero— comenzaron a retroceder. Paso a

paso,manejando el látigo con destreza, Elak les fue ganando terreno bajo la amenaza del terrible látigo. Ellosno se podían proteger; no lo veían. Surgía de la oscuridad, con enorme rapidez, como el ataque de unaserpiente, restallando peligrosamente ante sus ojos. Los esclavos se habían despertado y, tirando de suscadenas, animaban a Elak con grandes voces. El hombre que había quedado cegado dio un paso en falsoy cayó entre los remeros. Ellos se abalanzaron sobre el. Las manos surgieron a la débil luz de los farolesy el hombre estuvo gritando durante un momento, hasta que ya no produjo ningún otro sonido.

La voz de Lycon se elevó, aguda y perentoria, por encima del tumulto.—¡Callad! —gritó—. ¡Callad, esclavos! Ese Drezzar está volviendo... ¡Remad para alcanzar

vuestralibertad!

Les halagó, les amenazó y les maldijo, actuando aceleradamente sobre sus cadenas.Selección de relatos cortos de Henry Kuttner 11

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Elak escuchó un silbido a su lado y vio cómo un esclavo le lanzaba una espada, con la empuñadura por delante... Era la hoja del hombre cegado. La cogió en el aire y, sintiéndose agradecido, dejó el látigo. El contacto con la empuñadura fría, de cuero, fue gratificante. La fuerza que surgía del brazo de Elak secomunicó al agudo acero.

No era su propia espada..., pero le bastaría.—¡Ahí van mis colmillos, Rasul! —gritó, y se lanzó hacia adelante.Sus dos contrincantes se separaron, pero él ya había previsto aquel movimiento. Volvió la

espalda a Rasul y lanzó una estocada contra el otro, pasando después rápidamente junto a él, evitando casi almismo tiempo la estocada de Rasul, que le pasó rozando. Después, se volvió hacia Rasul, que ahora sele enfrentaba solo. El otro hombre yacía tendido en el suelo, con una cuchillada en el cuello.

—¡Remad, esclavos! —gritó Lycon—. ¡Por vuestras vidas!Los grandes remos se elevaron y empezaron a moverse con una gran confusión; después,

la costumbre les unió a todos, y rítmica y lentamente las palas penetraron en el mar. Lycon comenzó a cantar y los esclavos se adaptaron a su ritmo. Poco a poco, la galera fue alejándose.

Sobre el puente, las espadas brillaban y chocaban. Pero Elak no tenía la menor intención de matar a Rasul. El capataz tropezó y cayó sobre una rodilla..., y desde la oscuridad unas manos se abalanzaronsobre él. Después, fue empujado y llevado junto a los esclavos. Las voces de éstos fueron elevándosecada vez más, con gritos de odio. Rasul lanzó a su vez un grito... y quedó en silencio.

Lycon se levantó, liberado ya de sus cadenas. Maldijo a los remeros; su momentánea falta de atención a su trabajo había provocado una confusión. Un remo, enganchado con otros, crujió y se rompió. El extremo se dobló como un arco, retrocedió después con fuerza y pegó contra el rostro de un esclavo,convirtiendo su cara en una ruina sanguinolenta. Desde arriba llegaron gritos y órdenes.

El rostro de Drezzar surgió sobre la borda, horrible, contorsionado, con la cicatriz brillándole con un color rojo. Llevaba la espada agarrada entre los dientes. Tras él subieron más hombres armados.Lycon, con una espada en su mano, corrió hacia ellos, gritando maldiciones contra los esclavos. Losremos volvieron a moverse, pegando con fuerza contra el mar, haciendo avanzar una vez más a la galera a través de las olas. Hacía ya tiempo que un esclavo había roto la cuerda que sujetaba el ancla.Una docena de hombres armados, con las espadas refulgiendo a la luz, rodearon a Lycon, quien,colocándose de espaldas al mástil, se defendía valientemente lanzando terribles juramentos. A unos pocos pasos de él, Drezzar se acercó en silencio con una expresión de muerte brillándole en el ojo. Vio a Elak,que había perdido la espada, y se abalanzó contra él, con la suya preparada.Elak no se entretuvo en recoger su hoja. Saltó hacia adelante, agachándose, evitando la estocada, y cogiendo de improviso a Drezzar. Los dos hombres rodaron por el suelo, sobre la cubierta ensangrentada.Drezzar trató de girar la espada para acuchillar a Elak por la espalda. Pero el flexible cuerpo de Elak se deslizó hacia un lado, al mismo tiempo que sus poderosos dedos se cerraban sobre la empuñadura de laespada de Drezzar.

Este intentó devolver el golpe, pero no pudo. Elak, agarrando fuertemente la empuñadura, dobló la espada y la hoja se introdujo suavemente en el cuerpo de Drezzar, sin detenerse, hasta que chocó contra la espina dorsal.

—Ahí están mis colmillos, Drezzar —dijo Elak muy suavemente y sin ninguna expresión en su rostrode lobo.

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Después, continuó apretando con fuerza hasta que el cuerpo del capitán quedó completamente atravesado y clavado a la cubierta, como un escarabajo. Drezzar abrió la boca; emitió una terrible exhalación de aire, su cuerpo se convulsionó en la agonía y el aliento pareció salírsele del cuerpo. Sus manos se agarraron a la cubierta y el cuerpo se dobló y se arqueó finalmente como un arco.

Tosió, escupiendo sangre, apretó los dientes en un último esfuerzo, hasta que crujieron... y así murió.

Elak se levantó de un salto. Vio entonces que del cinturón de Drezzar colgaba una pesada llave, la arrancó de un tirón y bajó a donde estaban los esclavos. Al verle, surgió entre ellos un gran clamor deagradecimiento.

Lycon pedía ayuda frenéticamente. Elak contestó a su llamada. Pero ahora, el resultado de la batalla ya era previsible. Uno tras otro, los esclavos liberados se fueron pasando la llave y, a medida que se veíanlibres, saltaban a cubierta dispuestos a ayudar a Elak. Poco después, el último de los marineros de lagalera yacía muerto sobre la cubierta, y los remeros, que ya no llevaban cadenas, y que ya no eranesclavos, continuaron remando, haciendo avanzar la galera hacia el norte, a través del mar oscuro.

5. AYNGER DE AMENALK

Para el hombre que habita en un país perdido de cantos rodados y hombres desesperados... Chesterton

Llegaron a una costa lúgubre y desierta, que se elevaba por encima de la galera. Los vientos fríos del otoño llenaban las velas, permitiendo descansar a los fatigados remeros. El mar se volvía suavemente gris, elevándose en olas largas, sin espuma, bajo un cielo azul grisáceo. El sol proporcionaba poco calor. La tripulación aprovechó las reservas de la nave..., aceite, vino y tejidos, encontrando calor y comodidad.

Pero Elak se sentía irritado por la falta de acción. Ansiaba llegar a Cyrena; paseaba horas y horas sobre la cubierta, manoseando la empuñadura de su espada y preguntándose cuál sería el misterio de aquella cosa llamada Karkora. ¿Qué era aquel Pálido Uno? ¿De dónde había venido? Aquellos problemas eran insolubles y siguieron siéndolo hasta que, una noche, Elak tuvo un sueño.

Soñó con Dalan. El sacerdote druida parecía encontrarse en el claro de un bosque; ante él ardía un fuego rojizo Y Dalan dijo:

—Abandona tu nave en el delta rojo. Busca a Aynger de Amenalk. ¡Dile que buscas el trono de Cyrena! No soñó nada más. Elak se despertó, escuchando el crujido del maderamen de la galera y el susurro de las olas que chocaban contra la borda. Era casi al amanecer. Se levantó, dirigiéndose al puente y escudriñó el horizonte, aguzando la vista bajo la palma de su mano.

A la derecha, rompiendo los acantilados grises, se observaba una abertura. Más allá, se veía una isla. Y, sobre la isla, se elevaba un castillo, formando parte de la propia roca, como si surgiese a partir de ella misma.

La galera seguía navegando. Entonces, Elak observó que un río se abría paso por entre los acantilados separados. En su desembocadura había un delta, formado por una arena rojiza. Así, en el frío e incipiente amanecer, Elak y Lycon abandonaron la galera. Unos remeros voluntarios les trasladaron hasta la orilla. Los dos subieron después al acantilado que daba al norte y se quedaron allí, mirando a su alrededor. Hacia el interior, la meseta se extendía plana, sin verse interrumpida por ningún árbol o arbusto, barrida por el viento y desolada. Hacia el oeste se encontraba el mar Oceánico, frío y lúgubre.

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—Quizá ese Aynger de tu sueño vive en ese castillo —dijo Lycon, señalando hacia él y estremeciéndose—. Uno de los hombres me dijo que eso era Kiriath. Hacia el norte, al otro lado de las montañas, está Cyrena.

—Lo sé —dijo Elak sombríamente—. Y Sepher manda en Kiriath... Sepher, a quien Karkora ha dominado. Bien..., vamos.

Comenzaron a caminar a lo largo del acantilado. El viento soplaba frío y les trajo un sonido agudo, que parecía música de nauta y que no podían distinguir muy bien de dónde procedía. Melancólico, triste ymisterioso, entre los dos lo escuchaban con dificultad en el aire.

A través de la meseta, un hombre empezó a acercarse a ellos..., era alto, gris, mal vestido, con el pelo sin peinar y con una barba de un gris acerado. Tocaba en una serie de tubos, pero dejó de hacerlo en cuanto vio a Elak y a Lycon. Se acercó a ellos y se detuvo, con los brazos cruzados, esperando.

El rostro del hombre podría haber sido esculpido a partir de las ásperas rocas de la región. Era duro,fuerte y lúgubre, y los fríos ojos grises eran como el mar.

—¿Qué buscan aquí? —preguntó finalmente con una voz profunda que no dejaba de ser agradable.

—Aynger —dijo Elak, tras dudar un momento—. Buscamos a Aynger de Amenalk. ¿Le conocéis?

—Yo soy Aynger.Se produjo un silencio que duró un instante. Después, Elak dijo:—Busco el trono de Cyrena.Una sonrisa surgió entonces en los ojos grises. Aynger de Amenalk extendió una mano

enorme y cogió el brazo de Elak, estrujándole dolorosamente.—¡Dalan te ha enviado! —dijo—. ¡Dalan!Elak asintió, con un gesto de cabeza.—Pero no es a mí a quien buscas. Es a Mayana..., la hija de Poseidón. La tienes que

buscar allí —y señaló hacia el distante castillo que había sobre la isla—. Sólo su poder puede ayudarte. Pero antes..., ven.

Emprendió el camino hacia el borde del acantilado. Un camino, peligrosamente estrecho, bajaba por el acantilado. Aynger comenzó a recorrerlo con facilidad y seguridad en sus pasos, seguido por Elak y porLycon, que andaban con mayor cautela. Más abajo, las olas rompían contra las rocas y las aves marinaspiaban de modo estridente.

El camino terminaba junto a la entrada de una caverna. Aynger penetró en ella, haciendo señas a los otros para que hicieran lo mismo. La caverna se ensanchaba, formando una cámara alta y arqueada.Evidentemente, se trataba del lugar donde vivía Aynger. Hizo un gesto hacia un montón de píeles yentregó a cada uno de sus huéspedes un gran cuerno lleno de aguamiel.

—Así es que Dalan te ha enviado. Me preguntaba por qué no venías. Orander está muerto. Una vez que el Pálido Uno ha puesto su sello sobre un hombre, éste sólo puede escapar de él a través de la muerte.

—Karkora —preguntó Elak pensativamente—. ¿Qué es? ¿Lo sabes, Aynger?—Debes buscar la contestación a través de Mayana, en la isla. Sólo ella lo sabe. Mayana...

de los males. Déjame decirte una cosa —los ojos grises emitieron una luz brillante y en la voz profunda se notaba un suave temblor—. Este territorio, situado en la orilla occidental, es Amenalk y no Kiriath. Una vez, hace ya mucho tiempo, Amenalk se extendía muy lejos hacia el este. En aquel entonces, éramos un gran pueblo. Pero llegaron los invasores conquistadores, y ahora sólo nos queda este pequeño trozo deterritorio. Sin embargo, esto es Amenalk. Y yo vivo aquí porque por mis venas corre la sangre de losreyes.

Aynger echó hacia atrás su cabeza gris y despeinada.

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—El castillo que hay sobre la isla existió durante mucho tiempo. Nadie vivía allí. Se contaban leyendas, según las cuales, incluso antes de que los Amenalks vivieran aquí, allí se refugiaron unos antiguos pueblos marinos. Eran hechiceros, guerreros y magos. Pero murieron y fueron olvidados. Así, con el tiempo, mi propio pueblo se desparramó por todo Kiriath y ahora yo vivo aquí, solo. Sepher mandaba bien y sabiamente. Una noche, dio un paseo solo por los acantilados de Amenalk, y cuando regresó a su palacio, llevaba una novia consigo. La novia era Mayana. Algunos dicen que la encontró en el castillo de la isla. Otros dicen que surgió de entre las olas. Creo que no es humana. Debe ser alguien que pertenece a la antigua raza marina... Una sombra cayó sobre el país. De la oscuridad, de lo desconocido, llegó Karkora. Se apoderó de Sepher. Mayana huyó primero aquí, y después se fue a vivir al castillo, protegida por su hechicería. Y ahora, Karkora manda.

La barba gris de Aynger se extendió hacia adelante; sus ojos mostraban una expresión de mansedumbre.

—Mi gente —siguió diciendo—, pertenecía a una raza druida. Adorábamos al gran Mider, como yo aún sigo haciéndolo. Y te aseguro que Karkora es un nauseabundo y un horror..., un demonio que se extenderá por todo el mundo si los druidas fracasamos en nuestros intentos de destruirle. Mayana mantiene su secreto. Mayana lo sabe. Tienes que ir a verla a su isla. En cuanto a mí... —su poderosa mano se cerró—, tengo sangre de reyes y mi pueblo vive, aunque en la esclavitud. Recorreré Kiriath para reclutar hombres. Creo que necesitarás ejércitos, antes de poder sentarte en el trono del dragón de Cyrena. Bien. Yo poseo un ejército para ti y para Mider.

Aynger se volvió hacia atrás, sacó una gran maza de guerra, atada con correas. Una expresión sonrientese extendió por su rostro.

—Lucharemos a la antigua usanza, pintados con jugos de hierbas, sin armadura. Y creo que este rompeyelmos volverá a mancharse de sangre. Si consigues la ayuda de Mayana..., claro. Pero contigo o sin ti, hombre de Cyrena, ¡Amenalk se lanzará a la batalla!

El alto hombre gris se dirigió hacia la entrada de la caverna. Era una figura alta y delgada, arcaica, pero que, de algún modo, parecía fuerte y llena de una primitiva amenaza. Permaneció de pie, a un lado de la entrada, señalando hacia algo.

—Tu camino está ahí, hacia la isla. Mi camino está hacia el interior. Cuando nos volvamos a encontrar, si es que nos encontramos, dispondré de un ejército que pondré a tu mando.

Silenciosamente, Elak pasó junto a Aynger y continuó por el camino del acantilado. Lycon le seguía.Sobre la meseta, sin árboles y barrida por el viento, permaneció inmóvil, mientras el gigante gris pasabaa su lado sin decirle una sola palabra y se alejaba con el rompeyelmos apoyado sobre su hombromusculoso, con la barba y el pelo aireados por el viento. La figura de Aynger se fue haciendo pequeñaen la distancia. Elak hizo un gesto de asentimiento hacia Lycon.

—Creo que ahí tenemos a un fuerte aliado. Lo necesitaremos. Pero ahora..., veamos a esa Mayana. Si ella puede resolver el enigma de Karkora, la encontraré aunque tenga que nadar.

—No tendrás que hacerlo —dijo Lycon, apretando la boca—, ¡Por los dioses! ¡Esa aguamiel era muy buena! Hay un puente que conduce hacia la isla... ¿lo ves? Es muy estrecho, pero servirá. A menos queella haya puesto a un dragón para guardarlo.

6. MAYANA

Junto a los altos obeliscos, todo está lleno de algas, desplazando la pálida muerta de hace muchos,

muchos amantes y reyes que ya no sufrirán daño, heridos por los labios o por las cuchilladas.

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Desde el borde del acantilado surgía un estrecho puente de roca, una formación natural construida por el viento y la lluvia. Terminaba sobre una repisa desigual, al fondo de la cual se abría un agujero negro.

—Lycon —dijo Elak—, espera aquí. Debo seguir este camino solo.Lycon no se mostró de acuerdo, pero Elak se mostró firme en su decisión.—Será mucho mas seguro. Así no caeremos los dos al mismo tiempo en una misma

trampa. Si no he regresado a la puesta del sol, ven a buscarme... Entonces, podrás ser de ayuda.

Lycon no pudo dejar de admitir la conveniencia de aquello. Finalmente, encogió sus gruesos hombros.

—Muy bien. Esperaré en la cueva de Aynger. Su aguamiel era potente. Estoy ansioso por probar un poco más. Buena suerte, Elak.

Con un gesto de asentimiento, Elak cruzó el puente. Se dio cuenta de que era mucho más seguro no mirar hacia abajo. El rugido de las olas al romper contra los riscos le llegaba con toda claridad desde abajo. Las aves marinas piaban. El viento le obligaba a balancear el cuerpo.

Pero al fin consiguió llegar al otro lado y sintió la firme estabilidad del suelo rocoso bajo sus sandalias. Sin dirigir la mirada hacia atrás, penetró por la boca de la cueva. Casi inmediatamente, los sonidos procedentes del exterior se apagaron y aquietaron.

El camino conducía hacia abajo. Era un pasaje natural, o al menos así lo parecía, que daba algunas revueltas en la roca. En el suelo había arena gruesa, con algunos restos de conchas aquí y allá. Por un momento, todo se oscureció y después apareció un débil resplandor verdoso, vagamente luminoso, emanado al parecer de la propia arena sobre la que andaba. Allí dentro existía el más profundo silencio. El túnel seguía conduciendo hacia abajo, hasta que los pies de Elak notaron humedad bajo ellos. Dudó un momento, mirando a su alrededor. Las paredes rocosas estaban húmedas, llenas de agua que goteaba. Percibió un fuerte olor salado y húmedo. Dejó suelta la espada en la vaina y continuó su camino.

El resplandor verde se hizo más fuerte. El pasaje daba una vuelta; Elak dobló la esquina y permaneció inmóvil, mirando fijamente. Ante él se abría una enorme caverna. Era grandísima y terroríficamente extraña. Desde el bajo techo colgaban estalactitas en miríadas de formas y colores sobre la amplia extensión de un lago subterráneo. El brillo verde estaba en todas partes. El peso de la isla, encima, parecía oprimir sofocantemente todo el paisaje, pero el aire era bastante fresco, a pesar del olor a sal marina.

A sus pies, una playa arenosa, en forma de media luna, se extendía hasta la superficie del agua, que permanecía inmóvil. Más abajo pudo ver unas sombras vagas que parecían edificios hundidos..., peristilos y columnas caídas; y más allá, en el centro del lago, se veía una isla.

Estaba coronada por mármoles en estado ruinoso. Únicamente en el centro aparecía un pequeño templo, aparentemente intacto; se elevaba sobre las ruinas con una fría y blanca perfección. A su alrededor se veía la ciudad destrozada y muerta, hasta el borde de las aguas y después por debajo de ellas. Ante Elak se encontraba una metrópolis sumergida y olvidada.

Había un profundo silencio en toda la extensión, de un verde pálido, del lago sin olas.—Mayana —llamó Elak con suavidad.Pero no hubo ninguna respuesta.Frunció el ceño, considerando la tarea que debía realizar. Sentía la extraña seguridad de

que la persona a la que buscaba estaba en el templo situado sobre la isla, pero no había ninguna forma de llegar hasta él, a menos que se lanzara al agua y nadara. Y había algo siniestro en aquellas aguas verdes e inmóviles.

Estremeciéndose, Elak se introdujo en el agua, que le subió hasta las piernas y después hasta las caderas y el pecho. Estaba muy fría. Finalmente, se puso a nadar. Al principio no tuvo ninguna dificultad y avanzó bien.

Pero el agua estaba terriblemente fría. Era salada y aquello le ayudó algo a mantenerse a flote; sinembargo, cuando miró hacia la isla, ésta no parecía haberse acercado mucho. Lanzando un gruñido, Elakmetió la cabeza debajo del agua y tomó un vigoroso impulso con los pies.

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Abrió los ojos. Y miró hacia abajo, viendo, ante él, la ciudad hundida. Resultaba extraño y misterioso estar flotando sobre los ondulantes perfiles de estas ruinas de mármol. Debajo de él podía ver las calles y los edificios y las torres caídas, apenas veladas gracias a las aguas luminosas, pero que poseían una vaga claridad ensombrecida, que las hacía aparecer como semirreales. Un halo verde se extendía por toda la ciudad. Una ciudad de sombras... Y las sombras se movían y se desplazaban en aquel mar sin marea. Poco a poco, con una gran lentitud, las sombras crujieron como piedras que cayeran sobre los mármoles y fueron adquiriendo forma ante los ojos de Elak.

No eran figuras marinas... no. Eran sombras de hombres, que andaban por la metrópoli hundida. Lassombras iban de un lado a otro, con movimientos extraños, como si fueran a la deriva. Se encontraban, se tocaban y volvían a separarse, en una extraña similitud de vida.

Un frío punzante y sofocante llenó la boca y las narices de Elak. Lanzó aire por la boca y se apresuró a nadar hacia arriba, dándose cuenta de que había descendido demasiado bajo la superficie y que,conteniendo inconscientemente la respiración, se había ido deslizando hacia las profundidades.

Ahora, le resultaba extrañamente difícil elevarse. Unos brazos suaves parecían tocarle y adherirse a él.

El agua se oscureció. Pero, por fin, su cabeza surgió sobre la superficie y respiró profundamente el aire frío. Sólo nadando con todo su vigor podía evitar el hundirse. Sentía como si una fuerza inexplicable le arrastrara hacia abajo.

Volvió a hundirse. Abrió los ojos y allá abajo, lejos de él, observó movimiento en la ciudad sumergida.

Las figuras en forma de sombras se estaban elevando, balanceándose de un lado a otro, como hojas de otoño..., elevándose hacia la superficie. Y las sombras se agruparon alrededor de Elak, inmovilizándole con cadenas fantasmagóricas, que se ceñían a él tan tenazmente como las patas de una araña.

Las sombras le obligaron a descender hacia las brillantes profundidades.Forcejeó frenéticamente. Su cabeza volvió a surgir sobre la superficie y vio de nuevo la

isla, ahora yamás cerca.

—¡Mayana! —gritó—. ¡Mayana!Las sombras se vieron estremecidas por un movimiento susurrante y unas burlonas risas

ondulantes parecieron surgir de entre ellas. Volvieron a cercarle, confusas, impalpables, irreales. Elak volvió ahundirse, sintiéndose ya demasiado agotado para luchar, permitiendo que las sombras cumplieran conél su voluntad. Únicamente su mente gritaba desesperadamente, llamando a Mayana, tratando deconseguir su ayuda.

Las aguas se iluminaron. El resplandor verde flameó con una luminosidad de color esmeralda. Las sombras parecieron detenerse con una extraña actitud dubitativa, como si estuvieran escuchando algo.Entonces, de repente, se estrecharon más alrededor de Elak y lo llevaron a través de las aguas. Elak sedaba cuenta de un suave movimiento producido entre un resplandeciente fuego verde.

Las sombras le llevaron hasta la isla, como si se tratara de una ola y lo depositaron sobre la arena.

La luz verde desapareció, dejándole en la antigua penumbra. Estremeciéndose, tosiendo, Elak se pusoen pie y miró a su alrededor.

Las sombras habían desaparecido. En la distancia, únicamente se extendía el lago inmóvil. Permaneció entre las ruinas de la isla.

Abandonó precipitadamente el borde del agua, subiendo por columnas derribadas y partidas, abriéndose paso por entre las ruinas hacia el templo central. Éste se encontraba en una pequeña plaza, intacto ante el paso del tiempo, pero con cada una de sus piedras manchadas y descoloridas. La puerta estaba abierta. Tambaleándose, Elak subió los escalones Selección de relatos cortos de Henry Kuttner 17

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y se detuvo ante el umbral. Echó un vistazo a una habitación desnuda, iluminada por el familiar brillo verde esmeralda. Una habitacióncompletamente vacía, a excepción de una cortina situada en la pared más alejada, hecha de alguna telametálica y con una figura que representaba al dios de los mares con tridente.

No escuchó ningún sonido, a excepción de su propia y agitada respiración. Después, de improviso, escuchó un leve chasquido desde el otro lado de la cortina, que terminó por abrirse.Al otro lado había una luz verde, tan brillante que resultaba imposible mirarla. Ante aquel brillo cegador y silueteado contra él, apareció una figura..., una figura de una delgadez y un peso sobrenaturales. Elaksólo la vio durante un segundo; después, la cortina volvió a caer en su lugar y la figura desapareció.Susurrando a través de todo el templo, llegó hasta él una voz, como el suave murmullo de unas olas diminutas y ondulantes.

—Yo soy Mayana —dijo la voz—. ¿Por qué me buscas?

7. KAKORA

Y vi a una bestia surgiendo del mar, que tenía diez cuernos y siete cabezas,y en sus cuernos diez diademas, y sobre sus cabezas nombres blasfemos...

y el dragón le entregó su poder y su trono, y gran autoridad.Revelaciones 13:1

La mano húmeda de Elak se dirigió hacia su espada. No hubo ninguna amenaza en aquel murmullo, pero resultaba extraño..., inhumano. Y la silueta que había visto no era la de ninguna mujer terrenal. Sin embargo, contestó con la suficiente tranquilidad, sin ningún temblor en su voz:

—Busco el trono del dragón de Cyrena. Y vengo a buscarte para que me ayudes a luchar contra Karkora.

Se produjo un silencio. Cuando el murmullo volvió a sonar de nuevo, tenía en él toda la tristeza delviento y de las olas.

—¿Tengo que ayudarte? ¿Contra Karkora?—¿Sabes qué clase de ser es? —preguntó Elak.—Claro... Lo sé bastante bien —la cortina de metal se estremeció—. Siéntate. Estás

cansado... ¿Cómo te llamas?—Elak.—Bien, Elak..., escucha. Te contaré la llegada de Karkora y la de Erykion, el hechicero. Y

te contaré la historia de Sepher, a quien amé.Se produjo una pausa y después el murmullo se reanudó:—No necesitas saber quién soy, ni qué soy, pero debes comprender que no soy

enteramente humana. Mis antepasados habitan en esta ciudad sumergida. Y yo..., bueno, adquirí forma humana durante diez años y viví con Sepher, como su esposa. Le amaba. Y siempre confié en poder darle un hijo que algún día pudiera subir al trono. Pero confié en vano, o así lo creí al menos. Ahora, en la corte vive Erykion, un hechicero. Su magia no era la del mar, suave y amable como las olas, sino que era de una clase mucho más oscura. Erykion excavó en los templos convertidos en ruinas y se hundió en el estudio de olvidados manuscritos sobre ciencias extrañas. Su visión retrocedió a una época incluso anterior al momento en que los pueblos del mar llegaron a lomos de Poseidón, y abrió las puertas prohibidas del espacio y del tiempo. Me ofreció darme un hijo y yo lo escuché, para mi propia desgracia. No te voy a contar nada de los meses que pasé en extraños templos, ante terribles altares. Tampoco te contaré cómo era la magia de Erykion. Yo di a luz un niño... muerto.

La cortina metálica volvió a estremecerse; transcurrió un largo rato antes de que el ser invisible reanudara su discurso.

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—Y este hijo fue terrible. Estaba deformado, en modos que ni siquiera yo quiero recordar. La hechicería le había convertido en un ser inhumano. Sin embargo, era mi hijo; el hijo de mi esposo, y yo lo quería. Cuando Erykion me ofreció darle vida, estuve de acuerdo con el precio que me pidió..., aun cuando ese precio era el propio niño.

"No le haré ningún daño —me dijo Erykion—. Antes bien, le ofreceré poderes que van mucho más allá de los que posee cualquier dios o cualquier hombre. Algún día, gobernará en este mundo y en otros. Sólo tienes que entregármelo, Mayana." Y yo estuve de acuerdo.

“Sé muy poco sobre la hechicería de Erykion. Algo había penetrado en el cuerpo de mi hijo, mientras yo le llevaba en mi seno, y no sé qué era esa cosa. Estaba muerto y despertó. Erykion lo despertó. Cogió al hijo del hombre, ciego y mudo, y se lo llevó a su casa, en las profundidades de las montañas. A través de su magia, lo privó de todo vestigio de los cinco sentidos. Únicamente permaneció la vida, y el inquilino desconocido en ella.

“Recuerdo algo que Erykion me dijo una vez: "Poseemos un sexto sentido, primitivo y sumergido, que puede llegar a ser muy poderoso una vez que ha sido sacado a la luz. Yo sé cómo hacerlo. El oído de un ciego puede llegar a ser muy agudo; su capacidad deriva hacia los sentidos que le quedan. Si a un niño, en el momento de nacer, se le priva de los cinco sentidos, todo su poder se dirigirá hacia su sexto sentido. Mi magia puede asegurarse de ello." Así pues, Erykion convirtió a mi hijo humano en un ser ciego y mudo y casi sin conciencia. Estuvo lanzando sus conjuros durante años, y abrió las puertas del espacio y del tiempo, permitiendo que poderes extraños penetraran por ellas. El sexto sentido del niño se hizo cada vez más fuerte. Y el habitante que había en su mente se hizo mayor, sin estar sujeto a las cadenas terrenales que atan a los seres humanos. Ese es mi hijo..., mi hijo humano... Karkora, ¡el Pálido Uno!”

Se produjo un silencio y, poco después, volvió a sonar la voz:—Sin embargo, no es extraño que no odie y aborrezca a Karkora por completo. Sé que es

un verdadero horror y una cosa que no debería existir; pero fui yo quien le dio a luz. Y así, cuando penetró en la mente de Sepher, su padre, huí, refugiándome en este mi castillo. Aquí vivo sola con mis sombras. Me esfuerzo por olvidar que una vez conocí los campos y los cielos y los corazones de la tierra. Aquí, en mi propio lugar, procuro olvidar.

Y ahora tú me buscas para que te ayude —había un cierto enojo en el suave murmullo—. Para que teayude a destruir aquello que surgió de mi propia carne.

—¿Acaso la carne de Karkora es tuya? —preguntó Elak con tranquilidad.—¡No, por el padre Poseidón! Yo quería la parte humana de Karkora, y ahora ya queda

muy poco de ella. El Pálido Uno es..., es..., posee mil poderes terribles a través de su único y extraño sentido. Eso le hapermitido abrir caminos que debían haber permanecido cerrados siempre. Va a otros mundos, más alláde los mares, a través de los oscurecidos vacíos existentes más allá de la tierra. Y sé que trata de extendersu dominio sobre todo. Kiriath cayó ante él y creo que también Cyrena. Con el tiempo, se apoderará detoda la Atlántida y de mucho más.

—Y ese Erykion, el hechicero..., ¿qué ha sido de él? —preguntó Elak.

—No lo sé —contestó Mayana—. Quizá vive aún en su ciudadela, con Karkora. Hace muchos años que no he visto al hechicero.

—¿No hay forma de matar a Karkora?Se produjo una larga pausa. Después, el murmullo dijo:—No lo sé. Su cuerpo, que se encuentra en la ciudadela, es mortal, pero lo que habita en

su interior no lo es. Aun cuando pudieras llegar hasta donde se encuentra el cuerpo de Karkora..., no podrías matarle.

—¿No hay nada que pueda matar a Pálido Uno? —preguntó Elak.—¡No me preguntes eso! —dijo la voz de Mayana, con una enojada vehemencia—. Existe

una cosa, un talismán..., y eso no te lo daré, ni puedo dártelo.—Entonces, me veré obligado a arrebatarte el talismán —dijo Elak con lentitud—, si

puedo... SinSelección de relatos cortos de Henry Kuttner 19

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embargo, no deseo hacerlo.Detrás de la cortina llegó un sonido que dejó perplejo al hombre..., un sollozo bajo,

desesperanzado, que contenía toda la tristeza del mar. Con una voz angustiada, Mayana dijo:—Hace frío en mi reino, Elak..., hace mucho frío y está todo muy solitario. Y yo no tengo

alma, sóloposeo mi vida, hasta que dure. La duración de mi vida es larga, pero cuando termine sólo habráoscurecido, pues yo pertenezco a los pueblos del mar. Elak, he vivido durante algún tiempo en la tierra,y volvería a vivir allí de nuevo, en los campos verdes y llenos de trigo y de margaritas entre la hierba...,sintiendo cómo me acarician los vientos frescos de la tierra. Los fuegos del corazón, el sonido de lasvoces humanas y el amor de un hombre..., mi padre Poseidón sabe muy bien cuánto ansío volver aaquello.

—El talismán —dijo Elak. —¡Ah, sí! El talismán. No lo puedes tener. —¿Qué clase de mundo será éste si Karkora llega a gobernar? —preguntó Elak con

serenidad.Se produjo un sonido de respiración estremecida. Mayana dijo:—Tienes razón. Tendrás el talismán si lo necesitas. Puede que consigas derrotar a Karkora

sin él. Únicamente ruego porque pueda ser así. He aquí, pues, mi palabra: Cuando llegue el momento de lanecesidad, pero no hasta entonces, te enviaré el talismán. Y ahora vete. Karkora tiene una nave terrestreen Sepher. Mata a Sepher. Dame tu espada, Elak.

Silenciosamente, Elak desenvainó la espada y la extendió, con la empuñadura hacia adelante. La cortina se apartó y, a través de ella, surgió una mano. Era una mano... ¡inhumana, extraña! Muy delgada, y pálida, de un blanco de leche, con una ligerísima sugerencia de escamas sobre la suave y delicada textura de la piel. Los dedos eran delgados y alargados, aparentemente sin junturas, con una ligera película membranosa entre ellos.

La mano tomó el arma de Elak y la retiró detrás de la cortina. Después, volvió a resurgir sosteniendo la espada. La hoja brillaba con una radiación verdosa pálida.

—Ahora, tu acero matará a Sepher. Y eso le proporcionará la paz.Elak cogió el arma por la empuñadura; la mano sobrenatural trazó un gesto rápido y

arcaico sobre elarma.

—Así envió un mensaje a Sepher, mi esposo. Y..., Elak..., mátale con rapidez. Un golpe a través del ojo, hacia el interior del cerebro, no le dolerá mucho.

Después, de repente, la mano se extendió y tocó a Elak sobre el codo. Elak sintió un rápido vértigo, una salvaje exaltación que atravesó todo su cuerpo en ondas calientes. Mayana murmuró:

—Beberás de mi fortaleza, Elak. Sin ella, no puedes confiar en enfrentarte a Karkora. Permanece conmigo durante un mes..., bebiendo el poder marino y la magia de Poseidón.

—Un mes...—El tiempo no existe. Dormirás, y mientras duermas la fuerza irá penetrando en ti. Y

cuando te despiertes podrás ir a la batalla..., ¡siendo fuerte!El vértigo que sentía aumentó. Elak percibió cómo le iban abandonando los sentidos.

Entonces, musitó:—Lycon..., tengo que enviarle un mensaje...—Háblale entonces y él te escuchará. Mi magia abrirá sus oídos.Débilmente, como si le llegara desde muy lejos, Elak escuchó la asombrada voz de Lycon:—¿Quién me llama? ¿Eres tú, Elak? ¿Dónde...? No veo a nadie en este acantilado

solitario.—¡Hablale! —ordenó Mayana.Y Elak obedeció.

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—Estoy a salvo, Lycon. Debo permanecer aquí durante un mes, solo. No debes esperar. Quiero que realices una tarea.

Se escuchó el sonido de un juramento contenido. —¿Qué tarea?—Ve hacia el norte, a Cyrena. Encuentra a Dalan y, si no lo consigues, reúne un ejército.

Cyrena debe estar preparada para cuando Kiriath emprenda la marcha. Si encuentras a Dalan, dile lo que he hecho y que me encontraré con él dentro de un mes. Después, deja que el druida guíe tus pasos. Y... que Istharte guíe, Lycon.

—Y que la madre Isthar te proteja —le dijo la voz, lejana y suave—. Te obedeceré. Adiós.Una oscuridad verdosa envolvió la visión de Elak. Débilmente, a través de los ojos

cerrados, vio vagamente cómo la cortina que tenía ante él se apartaba y cómo una silueta oscura se movía hacia adelante..., una figura delgada y alta, mucho más alta que cualquier ser humano y, sin embargo, delicadamente femenina. Mayana hizo un gesto mágico..., y las sombras penetraron en el interior del templo.

Cayeron suavemente sobre Elak, envolviéndolo en la oscuridad y el frío, con suavidad. Elak se acostó y descansó, quedándose dormido, y la fuerza encantada de la mujer del mar se introdujo en la ciudadela de su alma.

8. EL TRONO DEL DRAGÓN

El polvo de las estrellas estaba bajo nuestros pies,el brillo de las estrellas arriba...

Los restos de nuestra cólera fueron disminuyendoa medida que luchábamos y nos esforzábamos. Apartamos a un lado un mundo tras otro,

y los dispersamos por aquí y por allá, la noche en que asaltamos el Valhalla,¡hace un millón de años!

Kjpling

La luna fue creciendo y menguando y transcurrió el mes y, finalmente, Elak despertó, encontrándose en la orilla más alejada, aquella donde estaba la entrada a la caverna y que conducía hacia el mundo superior. El mar subterráneo estaba en silencio a sus pies, bañado aún por el suave resplandor verde. La isla podía verse en la distancia, y pudo distinguir, Sobre ella, la blanca silueta del templo. El templo donde había permanecido durmiendo durante un mes. Pero no había el menor signo de vida. Ninguna sombra se movía en las profundidades de las aguas, bajo él. Sin embargo, dentro de sí mismo percibió una misteriosa ola de poder que no había notado antes.

Maravillado, recorrió de vuelta el pasaje que lo condujera hasta allí, atravesó el puente de roca, dirigiéndose hacia la rampa elevada de la meseta. El paisaje estaba desierto. El sol estaba descendiendo por el oeste, y soplaba un viento frío procedente del mar.

Elak se estremeció. Su mirada se volvió hacia el norte y se llevó la mano a la empuñadura de la espada.

—Primero necesito un caballo —gruñó—. Y después... ¡Sepher! ¡Una hoja para el cuello del rey!

Al cabo de dos horas había ya un soldado mercenario muerto, cuya sangre manchaba una túnica de cuero, mientras Elak galopaba hacia el norte sobre el corcel robado. Cabalgó duro y con rapidez, atravesando Kiriath. A sus oídos llegaron los murmullos llevados por los vientos. Sepher ya no estaba en su ciudad, decían. A la cabeza de un gran ejército avanzaba hacia el norte, en dirección al Gateway, el paso de montaña que conducía a Cyrena. Desde las propias fronteras de Kiriath, los guerreros acudían, en contestación a las llamadas del rey; los mercenarios y los aventureros se apresuraban a venir para servir a las órdenes de Sepher. Pagaba bien y prometía ricos botines..., el saqueo de Cyrena.

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Un reguero de sangre marcaba el camino seguido por Elak. Cabalgó sobre dos caballos distintos, hasta reventarlos. Pero, al final, el Gateway se encontró tras él; atravesó el bosque Sharn con toda rapidez y vadeó el río Monra. Contra el horizonte se recortaba la silueta de un castillo almenado, y aquél era el objetivo de Elak. Desde allí había gobernado Orander. Allí estaba el trono del dragón, el corazón de Cyrena

Elak cruzó el puente levadizo y penetró en el patio de armas. Entregó las riendas de su montura a un boquiabierto servidor, descabalgó y cruzó el patio a grandes zancadas. Conocía perfectamente el camino.

Había nacido en aquel mismo castillo.Y, ahora, la sala del trono, enorme, con un techo alto, calentada por la luz solar del

atardecer. Habíavarios hombres reunidos allí. Los príncipes y señores de Cyrena. Los barones, los duques, los jefesmenores. En el trono... Dalan. Y, junto a él, Lycon, con su rostro redondo mostrando unas líneas duras,por una vez sobrio y firme sobre sus pies.

—¡Por Mider! —rugió Lycon—. ¡Elak! ¡Elak! Elak se abrió paso por entre los grupos de personas indecisas, que

murmuraban. Se situó al lado del trono. Colocó su poderosa mano sobre el hombro de Lycon, apretándole dolorosamente. El pequeño hombre hizo una mueca.

—Isthar sea alabada —murmuró Lycon—. Ahora puedo volver a emborracharme.—Te he observado en el cristal, Elak —dijo Dalan—. Pero no te podía ayudar. La magia del

Pálido Uno vencía a la mía. Sin embargo, creo que ahora posees tú otra clase de magia..., una magia marina.

Se volvió hacia la multitud y, elevando los brazos, les hizo callar.—Este es vuestro rey —dijo Dalan.Se elevaron las voces, algunas con aprobación, otras con una enojada protesta y con tonos

de objeción.Un anciano alto y vigoroso dijo:—¡Ah...! Este es Zeulas, que ha vuelto. Este es el hermano de Orander.—Guarda silencio, Hira —le espetó otro—. ¿Y este espantapájaros va a ser el rey de

Cyrena?Elak se ruborizó y avanzó medio paso. La voz de Dalan le detuvo.—¿Desconfías, Gorlias? —preguntó—. Bien..., ¿conoces a otro hombre más valioso?

¿Quieres sentarte tú en el trono del dragón?Gorlias miró al druida con una expresión extrañamente asustada; permaneció en silencio y

se volvió. Los otros rompieron el silencio con los renovados murmullos de la discusión. Hira les hizo guardar silencio. Su rostro enjunto mostraba una expresión de triunfo.

—Hay una prueba segura. Que la pase.Después, volviéndose hacia Elak, añadió:—Los señores de Cyrena han luchado como una jauría de perros salvajes desde la muerte

de Orander. Cada uno deseaba el trono. El barón Kond gritó más fuerte que todos los demás. Dalan le ofreció el tronó del dragón, en nombre de Mider, si es que lo podía mantener.

Los otros emitieron murmullos bajos..., murmullos de temor e incomodidad. Hira continuó diciendo:

—Kond subió al estrado hace un mes y se sentó en el trono. ¡Y murió! Los fuegos de Mider lo mataron.

—¡Eso! —murmuró Gorlias—. ¡Que Elak se siente en el trono!Un coro de voces se mostró de acuerdo. Lycon parecía preocupado.—Es cierto, Elak —murmuró, dirigiéndose a él—. Yo mismo lo vi. Un fuego de color rojo

vino de alguna parte y convirtió a Kond en cenizas.Dalan permanecía en silencio, con su feo rostro impasible Elak observó al druida, pero no

pudo leerningún mensaje en sus ojos negros.

—Si puedes sentarte en el trono —dijo Gorlias—, te seguiré. Si no..., morirás. ¿De acuerdo?Selección de relatos cortos de Henry Kuttner 22

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Elak no dijo nada. Se volvió y subió al estrado. Por un instante, se detuvo ante el gran trono de Cyrena, posando su mirada sobre el dragón dorado, que se retorcía en el respaldo, y sobre los dragones dorados que había en los brazos del trono. Durante mucho tiempo, los reyes de Cyrena habían gobernado desde él, haciéndolo con honor y caballerosidad bajo el signo del dragón. Y ahora, Elak recordaba cómo, en Poseidonia, se había sentido con muy poco valor para subir al trono.

¿Moriría abrasado por el fuego de Mider si ocupaba el lugar de su hermano muerto?Silenciosamente, Elak elevó una plegaria a su dios: «Si no soy digno —le dijo a Mider, no

como un pensamiento irreverente, sino como un guerrero a otro—, entonces, mátame antes de permitir que el tronoquede deshonrado. Tuyo es el juicio.» Después, se sentó sobre el trono del dragón. El silencio cayó sobre la habitación como un paño mortuorio. Los rostros de los presentes se mostraban ansiosos y tensos. La respiración de Lycon se hizo mucho más rápida. Las manos del druida, ocultas bajo la túnica marrón, hicieron un movimiento rápido y furtivo; sus labios se movieron sin emitir ningún sonido.

Una luz roja resplandeció sobre el trono. A través de la habitación se extendió un grito que aumentó en intensidad y en temor. ¡Los fuegos de Mider ardían con un brillo cegador rodeando a Elak!Lo ocultaron a la vista de los demás durante un instante. Oscilaron a su alrededor, resplandeciendo conuna radiación caliente.

Terminaron por adquirir una figura extraña y fantástica..., una silueta enrollada que cada vez se ibahaciendo más clara.

¡Un dragón de fuego se enroscó alrededor de Elak!Y, de repente, desapareció. Lycon estaba lanzando juramentos. Los otros estaban

arremolinados, en una multitud confusa. Dalan permanecía inmóvil, con una ligera sonrisa en su rostro.

Y, sobre el trono del dragón, ¡Elak permanecía intacto! No había sufrido ningún daño. El fuego no le había quemado; ningún tipo de calor había enrojecido su piel. Sus ojos eran resplandecientes; saltó entonces del trono y desenvainó su espada, elevándola en silencio.

Se produjo el choque de los aceros y un bosque de brillantes espadas se elevó hacia lo alto, mientras que de las gargantas surgía un gran grito. ¡Los señores de Cyrena juraban lealtad a su rey! Sin embargo, Elak se dio cuenta entonces de que su tarea no había hecho más que empezar. Los ejércitos de Sepher no estaban aún en Cyrena; el rey de Kiriath estaba esperando al otro lado de la barrera montañosa, con el propósito de reunir todas sus fuerzas. Pero no tardaría en marchar y, para entonces, Cyrena debía estar bien organizada y preparada para resistirle.

—Karkora no invadió Kiriath —dijo Elak a Dalan un día que marchaban por el bosque Sharn—. Selimitó a invadir la mente del rey. ¿Por qué depende de ejércitos para conquistar Cyrena?

La túnica marrón de Dalan ondeaba contra los flancos del caballo.—¿Te has olvidado de Orander? El trató de hacerlo con Orander, pero fracasó. Después,

no hubo aquí ningún gobernante. Si se hubiera apoderado de la mente de Kond o de Gorlias aún habría tenido en contra suya a los demás nobles. Y tiene que conquistar Cyrena, pues es la plaza fuerte de Mider y de los druidas. Karkora sabe que tiene que destruirnos artes de poder gobernar este mundo y otros, como tiene laintención de hacer. Así es que utiliza a Sepher y el ejército de Klliath. Ya ha dado órdenes de matar atodos los druidas que se vean.

—¿Qué me dices de Aynger? —preguntó Elak. —Precisamente hoy hemos recibido un mensaje suyo. Ha reunido a sus Amenalks en las

montañas que hay al otro lado del Gateway. Esperan nuestra señal. Son bárbaros, Elak..., pero buenos aliados. Luchan como lobos hambrientos.

Toda Cyrena se elevó en armas. Desde las granjas, el castillo y la ciudadela, desde la ciudad y lafortaleza, fueron llegando los hombres armados. Los caminos brillaban con el resplandor del Selección de relatos cortos de Henry Kuttner 23

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acero ycrepitaban con el sonido de los cascos de los caballos. Los estandartes del dragón ondeaban, impulsadospor los fríos vientos del invierno.

—¡Levantaos en armas! En nombre de Mider y del dragón, ¡desenvainad la espada! —Así gritaban los mensajeros; así se corría la voz—. ¡Levantaos en armas contra Kiriath y Sepher!

Las espadas defensoras de Cyrena resplandecían. Estaban sedientas de sangre.Y Sepher de Kiriath marchaba hacia el norte, contra el dragón.

9. EL ROMPEYELMOS DE AYNGER

Y una extraña música marchó con él, fuerte y, sin embargo, extrañamente lejana; las trompas salvajes del país occidental,

demasiado agudas para ser comprendidas por el oído tocaron alto y a muerte en cada mano, cuando el hombre muerto se marchó a la guerra.

Chesterton

Las primeras nieves del invierno habían caído sobre el Gateway, alfombrándolo de blanco. A su alrededor se elevaban los altos y helados picos de la barrera montañosa y un viento crudo soplaba confuerza a través del paso. Dentro de un mes, la gran cantidad de nieve caída y las avalanchas haríanimpracticable el paso de Gateway.

El cielo estaba limpio y mostraba un color azul, pálido, frío. Todo se podía ver con asombrosa claridad bajo aquel aire limpio; las voces se escuchaban desde lejos, así como las pisadas que hacían crujir la nieve y el rodar de las rocas desprendidas; sonidos que eran llevados por el aire helado.

El paso tenía unos diez kilómetros de longitud y sólo era estrecho en unos pocos lugares. La mayor parte estaba formada por un amplio valle, rodeado por altos peñascos. Los cañones se abrían hacia él.El amanecer había ido surgiendo y extendiéndose por el este. El sol colgaba ahora sobre un pico cubiertode nieve. Al sur de un trozo estrecho del Gateway, esperaba una parte del ejército de Cyrena. Detrás, seencontraban las fuerzas de repuesto. Sobre los peñascos se habían instalado arqueros y lanceros, en espera de hacer llover la muerte sobre los invasores. Los aceros plateados se movían contra un fondo de nieve blanca y de lúgubres rocas negras.

Elak montaba un caballo, situado sobre una pequeña elevación. Hira se le acercó, cabalgando, con suviejo y escuálido rostro profundamente alerta, con la alegría del combate en los ojos descoloridos. Losaludó vivamente.

—Los arqueros están preparados, en sus puestos —dijo—. También hemos colocado rocas y cantos rodados para lanzarlos contra el ejército de Sepher, si es que consigue llegar muy lejos.

Elak asintió. Llevaba puesta una armadura de cota de malla, con incrustaciones doradas y un yelmo,estrechamente acoplado, de brillante acero. Su rostro de lobo estaba tenso por la excitación, y sujetabaal corcel con las riendas, cuando éste se movía.

—Bien, Hira. Tú estás al mando allí. Confío en tu buen juicio.Cuando Hira se marchó, llegaron Dalan y Lycon, este último sofocado e inestable en su

silla. Sacó un cuerno de bebida y de vez en cuando echaba un trago de aguamiel. Su larga espada pegada contra elflanco del caballo.Selección de relatos cortos de Henry Kuttner 24

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—Los juglares crearán una canción sobre esta batalla —observó—. Hasta los dioses la observarán con cierto interés.

—No blasfemes —dijo Dalan y, volviéndose hacia Elak, añadió—: Te traigo un mensaje de Aynger. Él y sus salvajes Amenalks están apostados en ese cañón lateral —el druida señaló hacia un punto con lamano extendida—, y acudirán en cuanto les necesitemos.

—¡Vaya! —le interrumpió Lycon—. Yo les he visto. ¡Son locos y demonios! Se han pintado de azul, como el cielo, y van armados con guadañas, mayales y mazas, entre otras cosas. Y están tocandocanciones en sus flautas y cada uno de ellos fanfarronea en voz más alta que el otro. Sólo Ayngerpermanece en silencio, haciendo oscilar su rompeyelmos. Parece una imagen esculpida en la roca.

Ante el recuerdo, Lycon se estremeció y después se bebió el resto del aguamiel.—¡Vaya! —exclamó—. El cuerno ha quedado vacío. Bueno, tendré que conseguir más.Y se marchó, apoyándose en la silla mientras cabalgaba.—Pequeño perro borracho —observó Elak—. Pero su mano se mantendrá firme cuando

llegue el momento de empuñar la espada.A lo lejos, se escuchó el agudo sonido de una trompeta, resonando entre los picos. Ahora

se podía vera la vanguardia del ejército de Sepher; era un brillo de acero refulgente sobre los cascos y las lanzas elevadas. Avanzaron a lo largo del paso, con firmeza, inexorablemente, en estrecha formación decombate. La trompeta sonó de nuevo.

En respuesta, los tambores de Cyrena dieron la contestación. El sonido se convirtió en un rugido amenazador y retumbante. Los címbalos resonaban con fuerza. Los estandartes del dragón ondeaban, extendidos al viento frío.

Kiriath cabalgaba sin estandarte. Avanzaron en silencio, a excepción del choque de los cascos metálicos y del agudo sonar de la trompeta. Formaban un impresionante orden de batalla que no tardó en inundar el valle. Piqueros, arqueros, caballeros y mercenarios... todos avanzaban, con la intención de conquistar y saquear. Elak no podía ver a Sepher, aunque su mirada buscaba al rey.

Poco a poco, los invasores fueron aumentando su velocidad, casi imperceptiblemente al principio y después con mayor rapidez, hasta que a través del Gateway, Kiriath se lanzó a la carga y al asalto, con las lanzas bajas y las espadas refulgiendo en el aire. La trompeta sonó, avisando de la urgente amenaza.El gran cuerpo de Dalan se movía incómodamente sobre la silla de su cabalgadura. Desenvainó su largaespada.

Elak miró a su alrededor. Detrás de él, el ejército esperaba. Todo estaba preparado para la batalla. El rey de Cyrena. se elevó sobre los estribos. Levantó la espada e hizo un gesto con ella. Después, gritó:

—¡A la carga! ¡Por... el dragón!Con un rugido, los de Cyrena comenzaron a bajar por el paso. Las dos grandes fuerzas se

fueron aproximando cada vez más. Los tambores rugían a muerte. El clamor resonaba tormentosamente por entre los helados picos.

Llovió entonces una verdadera nube de flechas. Los hombres cayeron, gritando Después, con un choque que pareció estremecer las paredes rocosas de las montañas del Gateway, los dos ejércitos se encontraron.

Fue como un poderoso trueno. Toda cordura y coherencia se desvaneció en un remolino de acero rojoy plata, una vorágine, una avalancha de lanzas arrojadizas, de flechas que cruzaban el aire, de espadasque se chocaban. Elak se vio instantáneamente rodeado de enemigos. Su espada osciló rápidamente deun lado a otro, como una serpiente mortal, no tardando en quedar cubierta de sangre. Su caballo lanzóSelección de relatos cortos de Henry Kuttner 25

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un terrible relincho y se desmoronó sobre el suelo. Elak se libró y vio cómo Lycon se lanzaba a la carga,acudiendo en su rescate. El pequeño hombre empuñaba una espada casi tan larga como él mismo, perosus poderosos dedos la sostenían con una sorprendente facilidad. Le cortó la cabeza a un hombre, de unsolo tajo, destrozó el rostro de otro con una certera patada, con su pie cubierto de acero, y Elak tuvotiempo para encaramarse sobre un corcel sin jinete.

Se lanzó de nuevo a la refriega. La cabeza calva de Dalan se elevaba y desaparecía a cierta distancia; el druida rugía como una bestia, mientras su espada oscilaba y volaba y se introducía profundamente en los cuerpos de sus enemigos. La capa marrón estaba salpicada de sangre. El caballo de Dalan parecía unacriatura poseída por el demonio; relinchaba agudamente, resoplaba por sus narices rojas e inflamadas,avanzaba y retrocedía y se encabritaba, golpeando con sus cascos, agudos como cuchillos. Druida ycorcel parecían furiosos, como una ardiente peste en medio de la batalla; el rostro de Dalan estabacubierto por una mezcla de sudor y sangre.

Elak alcanzó a ver a Sepher. El gobernante de Kiriath, un enorme gigante curtido y con barba, se elevaba por encima de sus hombros, luchando con un silencio mortal. Con una sonrisa lobuna, Elak se abrió paso hacia el rey.

Desde la distancia sonó la aguda nota de las flautas. Desde el cañón lateral, los hombres se abalanzaron hacia el campo de batalla..., eran bárbaros, medio desnudos, con sus rígidos cuerpos untados con jugos de hierbas, de color azul. ¡Los hombres de Aynger! A su cabeza, cabalgaba el propio Aynger, con su barba gris al viento, girando sobre su cabeza el terrible rompeyelmos. El gigante gris se subió a una roca, señalando hacia las fuerzas de Kiriath.

—¡Matad a los opresores! —gritó—. ¡Matad! ¡Matad!Las flautas extrañas de los Amenalks hicieron sonar su contestación. Los hombres

pintados de azulavanzaron... Desde las filas de Sepher surgió una flecha que voló con rapidez hacia Aynger. Se introdujo en su cuello desnudo y penetró allí profunda, muy profundamente...

El jefe de los Amenalks lanzó un grito; su enorme cuerpo se dobló como un arco. La sangre salió aborbotones de su boca. Desde las las de los Kiriath, un batallón se lanzó a la carga. Se dirigió con toda rapidez contra los Amenalks, con las lanzas bajas y los pendones al viento. ¡Aynger cayó! Muerto ya, descendió de la roca dando tumbos, hasta llegar a caer sobre las manos tendidas de sus hombres. Las flautas volvieron a sonar. Los Amenalks, llevando a su jefe, se volvieron y huyeron hacia el valle.

Lanzando maldiciones, Elak evitó un golpe de espada, mató a su enemigo y se lanzó hacia donde seencontraba Sepher. La empuñadura de su espada estaba humedecida por la sangre. Su cuerpo, bajo laarmadura de cota de malla, era una masa de dolorosos cardenales; la sangre surgía de más de una herida.Su respiración le raspaba en la garganta. Se sintió envuelto por el hedor del sudor y de la sangre; cabalgósobre el suelo alfombrado por los cuerpos retorcidos de hombres y caballos.

Más abajo, en el valle, Dalan luchaba y gritaba con toda su rabia. El estrépito de la batalla chocaba contra los elevados riscos, enviando sus terribles ecos a través de todo el Gateway. Las trompetas de Kiriath seguían sonando; y los címbalos y tambores de Cyrena continuaban desafiándolos.

Y Sepher seguía combatiendo, fríamente, despiadadamente, con su rostro curtido y sin expresión alguna.

Los de Kiriath se agruparon y volvieron a la carga. Las fuerzas de Cyrena se vieron obligadas a retroceder, luchando desesperadamente a cada paso hacia atrás que daban. Selección de relatos cortos de Henry Kuttner 26

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Estaban siendo empujadas hacia la parte más estrecha del paso.Desde las alturas, los arqueros lanzaban la muerte sobre los de Kiriath.Con una velocidad cada vez mayor, el ejército de Sepher se lanzó hacia adelante. Una

oleada de pánico se extendió de repente por entre las filas de los de Cyrena. Uno de los estardantes del dragón fuecapturado y convertido en jirones por las espadas del enemigo.

Elak trató inútilmente de rehacer a sus hombres. El druida lanzó inútiles juramentos.La retirada se convirtió en una huida. El ejército huyó por el estrecho desfiladero, convertido en unamultitud que se esforzaba por alejarse de allí. De haberse producido una retirada ordenada, se podríahaber evitado la derrota, pues los de Kiriath podrían haber quedado atrapados en el estrecho paso, y destrozados allí por las rocas arrojadas por los hombres situados entre los riscos, más arriba, Pero, tal ycomo sucedieron las cosas, Cyrena quedó indefensa, esperando sólo ser saqueada.

Los de Kiriath volvieron a la carga.De repente, Elak escuchó una voz. Una voz que le llegaba desde las montañas. Por

encima del sonido de las trompetas, llegó hasta él el más agudo de las flautas. El sonido se hizo cada vez más fuerte.Desde el cañón lateral, los bárbaros azules de Amenalk se lanzaron desordenadamente a la batalla. A su vanguardia iba un grupo que cabalgaba junto, con los escudos levantados. ¡Y sobre los escudos seencontraba el cuerpo de Aynger! Las flautas de los de Amenalk sonaron cada vez más agudamente, destrozando casi los oídos. Los salvajes pintados, llenos de una loca ansia de sangre, se lanzaron tras el cuerpo de su jefe.

¡Y un Aynger muerto condujo a sus hombres a la batalla!Los de Amenalk cayeron sobre la retaguardia de los invasores. Los mayales, las guadañas

y las hojas oscilaron y brillaron y cuando se volvieron a elevar estaban todas llenas de sangre. Un gigante saltó sobrela plataforma formada por los escudos, situándose al lado del cuerpo de Aynger. En su poderosa manoblandía el rompeyelmos.

—¡Rompeyelmos! —gritó—. ¡Viva el rompeyelmos!Descendió de un salto y la enorme maza se elevó y cayó y destrozó todo lo que encontró

en su camino.Los cascos y los yelmos se hicieron añicos bajo los poderosos golpes. El Amenalk que lo

empuñaba trazóun verdadero círculo de muerte a su alrededor.—¡Rompeyelmos! ¡Adelante....! ¡Matad! ¡Matad!Los de Kiriath vacilaron, llenos de confusión, bajo la violenta embestida. En aquel breve

momento de respiro, Elak y Dalan hicieron denodados esfuerzos por rehacer a su ejército. Maldiciendo, gritando,blandiendo la espada, lanzaron sus órdenes, consiguiendo evitar el caos. Elak cogió del suelo un estandarte del dragón caído y lo elevó todo lo alto que pudo.

Volvió la cabeza de su caballo hacia el valle. Elevando con una mano el estandarte y con la otra la espada desnuda, se lanzó al ataque, gritando;

—¡Viva el dragón! ¡Cyrena! ¡Cyrena!Se lanzó directamente contra los hombres de Kiriath. Detrás de él se abalanzaron Lycon y

el druida. Y tras ellos llegaron rápidamente los restos de su ejército. Hira seguía dirigiendo a sus arqueros desde losriscos. Los lanceros llegaron como enormes montañas devastadoras, destrozando espadas y lanzas,avanzando a pie detrás de su rey.

—¡Cyrena!Los tambores y los címbalos volvieron a tronar. A través del tumulto seguía escuchándose

el sonidoagudo de las flautas.

—¡Rompeyelmos! ¡Matad! ¡Matad!Selección de relatos cortos de Henry Kuttner 27

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Y aquello fue la locura... Un griterío infernal, una batalla al rojo vivo a través de la cual cargó Elak, con Dalan y Lycon a su lado, cabalgando en línea recta hacia donde se encontraba Sepher. Avanzócontinuamente sobre caballos que relinchaban y hombres que agonizaban, a través de un torbellino dedestellos y aceros sedientos que golpeaban, cortaban y acuchillaban.

El rostro de Sepher surgió ante Elak. El rostro bronceado del rey de Kiriath permanecía impasible; en sus ojos fríos había algo inhumano.

Involuntariamente, un gélido estremecimiento recorrió el cuerpo de Elak. Al detenerse por un instante, el hierro de Sepher se elevó y descendió rápidamente, trazando un gran golpe.

Elak no trató de escapar. Colocó su espada en posición, se elevó sobre los estribos y envió la aguda hoja hacia adelante.

El acero encantado se introdujo en el cuello de Sepher. Al mismo tiempo, Elak sintió la espalda entumecida bajo el corte de la espada; su armadura se desgarró y la hoja se introdujo profundamente enel cuerpo del caballo. La luz desapareció de los ojos de Sepher. Por un instante, permaneció elevado sobre los estribos de su propia cabalgadura. Después, su rostro cambió.

Se oscureció, experimentando una rápida corrupción. Se ennegreció y pudrió ante los propios ojos deElak. La muerte, contenida durante tanto tiempo, saltó entonces a la vista como una bestia azuzada.Una cosa asquerosa y repugnante se tambaleó hacia adelante y terminó por caer de la silla. Cayó sobre el suelo ensangrentado y se quedó allí, inmóvil. Por entre las mallas de la armadura surgieron unas gotas de color negro; el rostro que ahora miraba sin ver hacia el cielo era algo terrible. Y, sin ninguna advertencia previa, la oscuridad y el máximo silencio rodearon y envolvieron a Elak.

Selección de relatos cortos de Henry Kuttner 28

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10. LA VISIÓN NEGRA

Y el demonio que los engañó, fue cogido en el lago de fuego y azufre, donde también se encuentran la bestia y el falso profeta;

y todos ellos serán atormentados día y noche, por los siglos de los siglos.Revelaciones 20:10

Volvió a sentir el vértigo que presagiaba la llegada de Karkora. Un agudo silbido sonaba fuertemente en sus oídos; tuvo la sensación de un movimiento rápido. Una imagen surgió. Una vez más, vio el peñasco gigantesco que se elevaba entre las montañas. La torre oscura se levantaba desde sus mismas entrañas. Elak fue empujado hacia adelante; unas grandes puertas de hierro se abrieron en la base de la cumbre. Cuando pasó a través de ellas, se cerraron tras él.

El agudo silbido había cesado. La oscuridad era casi absoluta, pero una Presencia se movió en laspenumbras, al darse cuenta de la existencia de Elak.

El Pálido Uno surgió ante su vista.Tuvo una sensación de vertiginosa desorientación; sus pensamientos no tenían coherencia

y aparecían confusos. Parecía como si lo estuvieran abandonando, como si se escurriera para penetrar en una vacía oscuridad. En su lugar, algo surgió y pareció crujir. Se llevó a cabo una poderosa invasión mental. El poder de Karkora se introdujo en el cerebro de Elak, obligando a retirarse a la conciencia y al alma del hombre, arrojándolas de su lugar, haciéndolas retroceder hacia la nada. Una ensoñadora sensación de irrealidad oprimió a Elak.

En silencio, llamó a Dalan.Débilmente, muy lejos, surgió una parpadeante luz dorada. Desde el otro lado del abismo,

Elak escuchó la voz del druida, que murmuraba débilmente:—Mider... ayúdale, Mider...Los fuegos de Mider se desvanecieron. Elak volvió a tener la sensación de movimiento

rápido. Se sintió elevado...La oscuridad desapareció. Una luz gris le rodeaba. Al parecer, se encontraba en la torre

situada sobre lo más alto del peñasco..., en la ciudadela de Karkora. ¡Pero el lugar era sobrenatural!Los planos y ángulos de la habitación donde se hallaba Elak estaban doblados y deformados de unamanera insana. Las leyes de la materia y de la geometría parecían haberse vuelto locas. Las curvasoscilaban obscenamente, con un movimiento muy extraño; no había sensación de perspectiva. La luz gris era viva. Se arrastraba lentamente y se estremecía. Y la sombra blanca de Karkora resplandecía, al tiempoque avanzaba, con un brillo terrible y chillón.

Elak recordó entonces las palabras de Mayana, la hechicera del mar, cuando le habló de su monstruoso hijo, Karkora.

«Andaba en otros mundos, más allá de los mares, a través de los oscuros vacíos, más allá de la tierra.»

A través del caos vertiginoso surgió un rostro, inhumano, loco y terrible. El rostro de un hombre, indefiniblemente bestializado y degradado, con una escasa barba blanca y unos ojos refulgentes. Elakrecordó de nuevo lo que Mayana le había mencionado sobre Erykion, el hechicero que había creado alPálido Uno:

«Quizá viva aún en su ciudadela, con Karkora. No le he visto desde hace muchos años.»Si éste era Erykion, entonces él mismo había sido víctima de su propia creación. El brujo

estaba loco.La espuma le goteaba por la escasa barba; la mente y el alma le habían sido arrebatadas.Fue obligado a retroceder y desaparecer en la extraña vorágine del terrible caos geométrico sin leyes.

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Mientras miraba, a Elak le dolieron los ojos, incapaz de mover un solo músculo. La sombra del Pálido Uno brillaba con un color blanco ante él. Los planos y ángulos cambiaron; fosas y abismos se abrieron ante Elak. Miró a través de extrañas puertas. Vio otros mundos y, con su carne temblándole de un frío horror, se quedó mirando hacia las profundidades de los Nueve Infiernos. Ante sus ojos, una vida espantosa se puso en movimiento. Cosas de figuras inhumanas se elevaron, surgiendo de oscuras profundidades. Un viento encantado le conmocionó todo el cuerpo.

La sensación de asalto mental se hizo mucho más fuerte; Elak sentía cómo su mente se le escapaba bajo el terrible impacto de un poder extraño. Inmóvil, mortalmente, Karkora observaba...

—Mider —rogó Elak—. Mider... ¡ayúdame!Los furiosos planos comenzaron a girar con mucha mayor rapidez, en una terrible y

frenética zarabanda.La oscura visión desapareció, abriendo ante Elak panoramas mucho más amplios. Vio

cosasinimaginables y blasfemas, habitantes de las oscuridades exteriores, horrores que estaban mucho más alláde todo signo de vida terrestre...

La sombra blanca de Karkora se hizo más grande. La radiación que despedía se estremeció. Los sentidos de Elak se fueron abotargando cada vez más; su cuerpo se convirtió en hielo. No existía nada, excepto la ahora gigantesca silueta de Karkora; el Pálido Uno extendió unos dedos gélidos hacia el interior del cerebro de Elak.

El asalto continuaba, como una marea creciente y poderosa. No había ayuda por ninguna parte. Sólo había mal y locura, y negrura y un horror nauseabundo.

De repente, Elak escuchó una voz. En ella se percibía el murmullo de las aguas tranquilas. Sabía queMayana le estaba hablando a través de su extraña magia.

—En tu hora de necesidad, te ofrezco el talismán en contra de mi propio hijo Karkora.La voz murió; la tormenta de los mares rugió entonces en los oídos de Elak. Un velo

verdoso borró los planos cambiantes, enloquecidos, así como los ángulos. En la neblina esmeralda flotaban unas sombras..., las sombras de Mayana.

Ellas le arrastraron hacia abajo. Alguien le colocó algo en la mano..., algo cálido, húmedo y resbaladizo.

Lo levantó, mirándolo. Se encontró con un corazón, ensangrentado, palpitante..., ¡vivo!¡El corazón de Mayana! ¡El corazón bajo el que Karkora había dormido profundamente en

el vientre materno! ¡El talismán contra Karkora!De repente, un terrible chillido, que se convirtió en un terrorífico grito de locura, desgarró

los oídos de Elak, atravesando su cerebro como un cuchillo. El corazón sangrante, situado en la mano de Elak, le hizo avanzar. Dio un pequeño paso, y después otro.

A su alrededor, la luz gris vaciló y se desvaneció; la sombra blanca de Karkora se hizo entonces gigantesca. Los planos enloquecidos giraban rápidamente.

Y entonces, Elak se encontró mirando hacia un foso, ante cuyo borde se encontraba. Únicamente en las profundidades del gran foso se encontraba la inestabilidad de la materia que lo rodeaba. Y allá abajohabía un bulto enorme, del color de la carne, que permanecía inerte, a unos tres metros de profundidad.Tenía el tamaño de un hombre y aparecía desnudo. Pero no era humano. Los brazos pulposos habían crecido hacia los lados; las piernas, en cambio, habían crecido juntas. Aquella cosa no se había movidopor sí misma desde que naciera. Estaba ciega y no poseía boca. Su cabeza era algo grotesco ymalformado que producía horror.

Grueso, deformado, terriblemente espantoso, el cuerpo de Karkora descansaba en el foso.El corazón de Mayana parecía estar llorando entre la mano de Elak. Goteaba a plomo y las gotas caían sobre el pecho de aquella cosa horrible que había allí abajo.

Un repentino movimiento, como el de un gusano, estremeció a Karkora. El cuerpo monstruoso se retorció y convulsionó.

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Desde el sufriente corazón surgía la sangre como de una fuente, goteando continuamente sobre el monstruo deforme. En un instante, Karkora ya no siguió siendo un ser con el color de la carne, sino algo tan rojo como el más esplendoroso de los ocasos.

Y de repente, no quedó nada en el foso, a excepción de un charco escarlata que aún se movía lentamente.

El Pálido Uno había desaparecido.Al mismo tiempo, el suelo tembló bajo los pies de Elak; se sintió impulsado hacia atrás.

Durante unsegundo, le pareció ver el peñasco y la torre desde la distancia, recortados contra el fondo de picoscubiertos por la nieve.

El peñasco osciló, la torre tembló. Y ambos se desmoronaron, con gran estruendo, convirtiéndose en ruinas.

Elak sólo pudo echar un vistazo rápido. Después, la cortina oscura desapareció de su mente y volvió a un estado de conciencia. Vio, vagamente, algo oval y pálido que pudo ir percibiendo con mayor claridad.

Se dio cuenta, finalmente, de que era el rostro de Lycon, inclinado sobre él, y que le acercaba a los labios el borde de una copa.

—¡Bebe! —le urgió—. ¡Bébetelo todo!Elak obedeció y bebió todo el licor. Después, se levantó débilmente.Se encontraba en el paso de Gateway. A su alrededor, descansaban los hombres de

Cyrene, con algún que otro guerrero Amenalk pintado de azul. Los cuerpos cubrían el suelo. Los buitres ya estaban trazandocírculos en el cielo azul.

Dalan se encontraba a unos pocos pasos de distancia, con sus negros ojos observando atentamente a Elak.

—Sólo una cosa puede haberte salvado, en la guarida de Karkora —dijo—. Una cosa...—Alguien me la dio —dijo Elak, sonriéndole débilmente—. Karkora está muerto.Una sonrisa cruel se dibujó entonces en la apretada boca del druida. Con un murmullo,

dijo:—Así morirán también todos los enemigos de Mider.—Hemos ganado, Elak —le informó Lycon—. El ejército de Kiriath huyó cuando tú mataste

a Sepher. Y, por los dioses, estoy sediento.Rescató la copa y vació lo que quedaba de su contenido. Elak no dijo nada. Su rostro de

lobo aparecía oscuro; en sus ojos se percibía un profundo sentimiento. No vio los estandartes triunfantes del dragón ondeando al viento, ni tampoco imaginó el trono de Cyrena que le estaba esperando. Sólo estaba recordando una voz ondulante y baja que le hablaba con las ansias de volver a ver los campos y los fuegos sobre la tierra y una mano delgada, inhumana que se extendía a través de una cortina..., una hechicera marina que había muerto para salvar un mundo al que nunca había pertenecido. La sombra que se había cernido sobre la Atlántida, desapareció. Ahora, sobre Cyrena, volvería a gobernar el dragón dorado, bajo el gran Milder. Pero en una ciudad sumergida de mármol, las sombras de Mayana llorarían por la hija de Poseidón.

FIN

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El diablo que conocemosHenry Kuttner y Catherine L. Moore

The devil we know, © 1941 (Unknown Worlds, Agosto de 1941). En Axxón 40, Enero de 1993.Esta dupla de autores norteamericanos se caracteriza por su gran sensibilidad y un manejo excelente del lenguaje.

1Las finas e imperativas convocatorias habían estado susurrando durante días en lo

profundo del cerebro de Carnevan. Eran mudas y apremiantes, y su mente parecía la aguja de una brújula que giraba, inevitablemente, hacia el punto más próximo de atracción magnética. Le era bastante fácil enfocar la atención en aquello, pero descubrió que le resultaba bastante peligroso relajarse. En esos momentos la aguja oscilaba y giraba, mientras el grito insonoro se hacía más fuerte, sacudiendo los muros de su conciencia. El significado del mensaje, sin embargo, seguía desconocido para él. No existía ni la más remota posibilidad de que estuviera loco. Gerald Carnevan era neurótico como la mayoría, y lo sabía.

Poseía varios títulos y era socio menor de una floreciente empresa de publicidad de Nueva York, en la que contribuía con la mayoría de las ideas. Jugaba al golf, nadaba y era buen compañero en el bridge. Tenía 37 años, el rostro fino y duro de un puritano, cosa que ni por asomo era, y estaba siendo chantajeado con delicadeza por su amante. Eso no le caía tan mal, más que nada porque su mente lógica había evaluado las posibilidades y había llegado a la conclusión de que valía la pena olvidarse del asunto de inmediato.

Y sin embargo no se había olvidado. El pensamiento había permanecido en lo más profundo de su inconsciente y ahora surgía ante Carnevan. Eso, claro, podía ser la explicación de la... la... de la "voz". Un deseo reprimido de resolver el problema. Parecía encajar muy bien, si tenía en consideración su reciente compromiso con Phyllis Mardrake. Phyllis, de estirpe bostoniana, no pasaría por alto los amoríos de su prometido... si es que llegaban a descubrirse. Diana, que no conocía el recato pero era adorable, no dudaría en descubrirle si eso llegaba a pasar por su cabeza. La brújula volvió a estremecerse, giró y se detuvo en un punto tenso. Carnevan, que estaba trabajando horas extras en su despacho, gruñó furioso. Siguiendo un impulso, se arrellanó en su silla, tiró el cigarrillo por la ventana abierta, y aguardó. Los deseos reprimidos, según las enseñanzas de psicología, deberían aparecer al descubierto, en donde se los pudiera convertir en inofensivos. Con esto en la cabeza, Carnevan borró toda expresión de su fina y dura cara y aguardó. Cerró los ojos. A través de la ventana llegaba el murmullo rugiente de la calle neoyorquina, que disminuía de a poco, casi imperceptiblemente. Carnevan trató de analizar sus sensaciones. Su inconsciente parecía cerrado en una caja hermética y tensa. Mientras sus retinas se ajustaban a la obscuridad voluntaria, tras sus párpados cerrados se fueron esfumando unos dibujos luminosos.

Mudo, el mensaje llegó a su cerebro. No podía entenderlo.Era demasiado extraño... incomprensible.Pero al fin se formaron las palabras. Un nombre. Un nombre que oscilaba en el borde de la

oscuridad, incordinado. Nefert.Nefert.Ahora lo reconocía. Recordaba la semana pasada, cuando asistió, a pedido de Phyllis, a la

sesión. Había sido una reunión tosca y ordinaria, trompetas y luces, y voces susurrando. La médium hacía sesiones tres veces por semana en un viejo caserón de piedra cerca de Columbus Circle. Se llamaba Madame Nefert... o así pretendía llamarse, aunque parecía más irlandesa que egipcia.

Ahora Carnevan sabía que la orden muda era Ver a Madame Nefert.

2Carnevan abrió los ojos. Esperaba ver algo diferente, pero la habitación no había cambiado

en absoluto. Lo que le pasaba era lo que había pensado. Una teoría había tomado forma en su mente, y ahora germinaba en una explosión de enojo causada por el pensamiento de que alguien había estado manoseando su posesión más exclusiva... su yo.

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Era, pensó, hipnotismo. Madame Nefert, de alguna manera, logró hipnotizarlo durante la reunión, y sus curiosas sensaciones de las semanas pasadas eran a causa de la sugestión post-hipnótica. Resultaba un tanto tomado de los pelos, pero no era imposible.

Carnevan, como era publicitario, seguía inevitablemente ciertas líneas de pensamiento.Madame Nefert hipnotizaba a un visitante y ese visitante volvía a ella preocupado y sin

comprender lo que había pasado. En ese momento la médium le anunciaría, con toda probabilidad, que haría que los espíritus le dieran una mano. Cuando el cliente estuviera adecuadamente convencido -lo cual es el primer paso en una campaña de publicidad-, Madame Nefert mostraría sus cartas, haciéndole saber el precio de lo que tenía para vender.

Era la primera etapa del juego. Hacer que el cliente necesite algo; luego, vendérselo.Estaba muy bien. Carnevan se levantó, encendió un cigarrillo y se puso la chaqueta.

Ajustándose la corbata ante el espejo, examinó su cara de cerca. Parecía gozar de perfecta salud. Sus reacciones eran normales. Sus ojos se veían muy controlados. Bruscamente, sonó el teléfono. Carnevan lo tomó.

-¿Hola? ¿Diana? ¿Cómo estás, querida? -a pesar de las actividades chantajistas de Diana, Carnevan prefería mantener sus relaciones sin roces ni mal entendidos para que por lo menos no se complicasen más, así que sustituyó el epíteto que le vino a la cabeza por "querida"-. No puedo -dijo por fin-. Esta noche tengo que hacer una visita importante. Ahora, espera... ¡No te estoy dejando plantada! Te enviaré un cheque por correo.

Eso pareció satisfacerle.Carnevan colgó. Diana todavía ignoraba su próximo matrimonio con Phyllis. Se sentía algo

preocupado por la reacción que tendría su amante ante la noticia. Diana, con todo su cuerpo glorioso, era muy estúpida; al principio, Carnevan encontró que ese era un atributo relajante, ya que le daba una sensación ilusoria de poder en los momentos que estaban juntos. Ahora, sin embargo, la estupidez de Diana podía convertirse en un inconveniente.

Ya enfrentaría eso más tarde.Primero que todo estaba Nefert.Madame Nefert. Una sonrisa maliciosa asomó a sus labios. Pasase lo que pasase, el título.

Siempre había que buscar la marca comercial, impresionar al consumidor.Sacó su coche del garaje del edificio de oficinas y condujo por la ciudad siguiendo la

avenida, girando hacia Columbus Circle. Madame Nefert tenía una sala de estar en la parte delantera y atrás unos cuantos cuartuchos atiborrados de cosas que nadie jamás visitaba puesto que, probablemente, contenían su equipo. Una placa en la ventana proclamaba su profesión.

Carnevan subió los escalones y llamó. Entró al oír el sonido del zumbador del portero eléctrico, giró a la derecha y empujó una puerta entreabierta que se cerró a su espalda. Las cortinas habían sido echadas sobre las ventanas. La estancia estaba iluminada por el resplandor rojizo y escaso de las lámparas de las esquinas.

El cuarto estaba desnudo. La alfombra había sido corrida a un lado. Habían trazado detalles en el suelo con tiza luminosa. En el centro de un pentágono había un cacharro ennegrecido. Eso era todo, y Carnevan sacudió la cabeza disgustado. Tal escenario sólo impresionaría a los más crédulos. Sin embargo, decidió seguir la corriente hasta que llegase al fondo de aquel asunto publicitario tan peculiar.

Una cortina se apartó, revelando una alcoba en la que estaba Madame Nefert, sentada sobre una silla dura y plana. La mujer ni siquiera se había molestado en montar su mascarada de siempre. Carnevan lo notó de inmediato. Con ese rostro goyuno y colorado y su pelo lacio parecía una empleada de limpieza salida de una comedia. Llevaba un batín floreado, que se abría para revelar una ropa interior blanca y sucia, especialmente en la parte correspondiente a su generoso escote.

La luz roja destellaba en su cara.Miró a Carnevan con ojos vidriosos e inexpresivos.-Los espíritus están... -comenzó, y de pronto guardó silencio. Brotó un gemido profundo y

sofocado en su garganta.Todo su cuerpo se retorció, convulsivo.Reprimiendo una sonrisa, Carnevan dijo:-Madame Nefert, me gustaría hacerle unas cuantas preguntas.

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Ella no contestó. Hubo un largo y pesado silencio. Al cabo, Carnevan inició un movimiento hacia la puerta, pero la mujer siguió sin moverse.

Estaba llevando el juego hasta el máximo. Carnevan miró a su alrededor. Vio algo blanco dentro del cacharro ennegrecido y se acercó para mirar dentro.

Luego sintió una náusea violenta. Sacó un pañuelo y, apretándoselo sobre la boca, giró para enfrentarse a Madame Nefert.

Pero no pudo hallar palabras.La cordura volvió a él. Aspiró profundamente, comprendiendo que una imagen hecha con

cartón-piedra casi había destruido su balance emocional.Madame Nefert no se había movido. Estaba inclinada hacia adelante, respirando en

estertores roncos. Un hedor débil e insidioso penetró por las narices de Carnevan.Alguien dijo con viveza.-¡Ahora!La mano de la mujer se movió en un gesto inseguro de tanteo.Al mismo tiempo, Carnevan se dio cuenta de la presencia de un recién llegado a la

habitación.Giró para ver, en medio del pentágono, una figura pequeña, acurrucada, que lo miraba con

firmeza.La luz roja era débil. Todo lo que pudo ver Carnevan fue una cabeza y un cuerpo informe

oculto por una capa obscura. El hombre o niño o muchacho estaba en cuclillas. La visión de esa cabeza, sin embargo, fue suficiente para que su corazón saltara de excitación... porque no era enteramente humana. Al principio pensó que era una calavera. El rostro era delgado y tenía una piel pálida y traslúcida, del más puro marfil, estirada sobre el hueso. La cabeza estaba completamente calva. La forma de esa cabeza era triangular, delicadamente aguda en los bordes, sin esos feos salientes en los pómulos que hacen que los cráneos humanos sean tan repugnantes. Los ojos resultaban inhumanos. Llegaban casi hasta donde debiera haber estado la línea del cabello, si aquel ser lo hubiera tenido. Eran de un color gris verdoso, nublados, como de piedra, y salpicados con danzarinas lucecitas opalescentes. Era un rostro singularmente hermoso, con la clara y desapasionada perfección del hueso pulimentado. Carnevan no pudo ver el cuerpo, que estaba oculto por la capa.

¿Sería esa extraña cara una máscara? Carnevan supo que no.La sutil e inconfundible sacudida de su ser físico entero le dijo que estaba mirando algo

horrible.Automáticamente, sacó un cigarrillo y lo encendió. El ser no se había movido mientras lo

observaba. Carnevan, abruptamente, se dio cuenta de que la aguja de la brújula de su cerebro había desaparecido.

El humo ascendió en volutas desde su cigarrillo. Él, Gerald Carnevan, estaba plantado en aquella habitación iluminada con escasa luz rojiza, con una falsa médium, presumiblemente en falso trance y... "algo" agazapado a pocos pasos de distancia. Fuera, a una manzana más allá, se encontraba Columbus Circle, con sus carteles eléctricos y el intenso tráfico.

Una clave chasqueó en el cerebro de Carnevan: Luces eléctricas significan publicidad.Haz que el cliente se maraville.Y en este caso el cliente parecía ser él. La aproximación solía ser destructiva para las

estudiadas tácticas de los vendedores. Carnevan comenzó a caminar directamente hacia el ser.

Los suaves labios rojos infantiles se separaron.-Aguarda -ordenó una voz singularmente gentil-. No cruces el pentágono, Carnevan.

Puedes hacerlo, si quieres, pero iniciarías un incendio.-Eso lo estropea todo -observó el hombre, casi riendo-.Los espíritus no hablan inglés vulgar. ¿Cuál es el plan?-Bueno -dijo el otro sin moverse-. Para empezar, puedes llamarme Azazel. No soy un

espíritu. Soy bastante más que un demonio. En cuanto al inglés vulgar, cuando entro en tu mundo, naturalmente, me ajusto a él... o me ajustan. Mi propia lengua no se puede oír aquí. La hablo, pero tú oyes su equivalente en inglés. Mi idioma queda automáticamente ajustado a tus capacidades.

-Está bien -contestó Carnevan-. ¿Y ahora qué? -expelió el humo por la nariz.

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-Eres un escéptico -dijo Azazel, aún inmóvil-. Si abandono el pentágono podría convencerte en un momento, pero no puedo hacerlo sin tu ayuda. De momento, el espacio que ocupo coexiste en el espacio de mi mundo y el tuyo. Soy un demonio, Carnevan, y quiero hacer un trato contigo.

-Espero que empiecen a resplandecer los flashes en cualquier momento. Pero puedes falsificar cuantas fotos quieras, si ese es el juego. No pagaré nada por ellas -contestó Carnevan, pensando en Diana, aunque con ciertas dudas.

-Lo harás -observó Azazel.Y contó una breve y malintencionada historia acerca de las relaciones de Carnevan con

Diana Bellamy.Carnevan notó que se ruborizaba.-Basta -dijo secamente-.Es chantaje, ¿verdad?-Por favor, déjame que te explique... desde el principio. Entré en contacto contigo en la

sesión de la semana pasada. Para los habitantes de mi dimensión es increíblemente difícil establecer contacto con seres humanos, pero en esta ocasión lo logré. Implanté ciertos pensamientos en tu subconsciente y te retuve por medio de ellos.

-¿Qué clase de pensamientos?-Gratificaciones -dijo Azazel-. La muerte de tu socio mayor. El traslado de Diana Bellamy.

Riqueza. Poder. Triunfo. Te he cebado los pensamientos secretamente, y así se estableció un lazo entre nosotros. No lo suficiente, sin embargo, porque en realidad no pude comunicarme contigo hasta que trabajé sobre Madame Nefert.

-Sigue -dijo tranquilo Carnevan-. Es una charlatana, claro.-Claro que sí -sonrió Azazel-. Pero es celta. Un violín no sirve sin violinista. Yo logré

controlarla y le conduje a hacer los preparativos necesarios para poder materializarme.Luego te traje hasta aquí.-¿Y esperas que te crea?Los hombros del otro se agitaron intranquilos.-Ahí está la dificultad. Si me aceptas, te serviré bien, muy bien, en verdad. Pero no lo harás

hasta que creas.-Yo no soy Fausto -contestó Carnevan-. Aun cuando creyese en ti. ¿Por qué te imaginas

que iba a...?Se detuvo.

3Durante un segundo reinó el silencio. Carnevan, furioso, dejó caer el cigarrillo y lo aplastó.-Todas las leyendas de la historia -murmuró-. Folklore... todo folklore. Tratos con demonios.

Y siempre a un precio. Pero soy ateo, o agnóstico. No estoy seguro de lo que soy. No puedo creer que tenga un... alma. Cuando muera, se acabó todo.

Azazel le estudió pensativo.-Naturalmente que tiene que haber un precio -una expresión curiosa cruzó el rostro del ser.Había burla en ella, y miedo también. Cuando volvió a hablar, lo hizo presuroso-: Puedo

servirte, Carnevan. Puedo complacer tus deseos... creo que todos.-¿Por qué me elegiste a mí?-La sesión me atrajo. Eras el único presente allí con quien podía establecer contacto.Apenas halagado, Carnevan frunció el ceño. Le resultaba imposible creerlo. Por último dijo:-Me interesaría... si pensase que esto no es sólo una simple añagaza, un truco. Cuéntame

más. Lo que podrías hacer por mí.Azazel habló con mayor detenimiento. Al terminar, los ojos de Carnevan brillaban.-Incluso un poco de eso...-Resulta bastante fácil -apremió Azazel-. Todo está preparado. La ceremonia no cuesta

mucho y yo te guiaré paso a paso.Carnevan chasqueó la boca sonriendo.-Ahí está. No puedo creerlo. Me digo a mí mismo que no es real. En lo más profundo de mi

cerebro trato de encontrar la explicación lógica. Y todo es demasiado fácil. Si estuviese convencido de que tú eres lo que dices y que puedes... -Azazel le interrumpió.

-¿Sabes algo acerca de teratología?

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-¿Eh? Oh... lo que cualquier hombre vulgar.El ser se levantó despacio.Llevaba, según vio Carnevan, una voluminosa capa de algún material obscuro, opaco,

tornasolado.-Si no hay otro modo de convencerte -dijo el ser-, y puesto que no puedo dejar el

pentágono... debo emplear este medio.Una premonición enfermante cruzó por la mente de Carnevan mientras veía las delicadas y

esbeltas manos operando en los cierres de la capa. Azazel la apartó a un lado.Cerró la prenda casi en un instante. Carnevan no se había movido. Pero un hilo de sangre

le caía por la barbilla.Luego silencio hasta que el hombre intentó hablar. Un ruido áspero y crujiente sonó en la

habitación. Carnevan, por fin, pudo encontrar su voz. Las palabras le salieron en un semichillido. Gritó con brusquedad y se fue a un rincón, en donde se quedó plantado, con la frente apretada contra la pared.

Cuando regresó, tenía el rostro más compuesto, aunque el sudor relucía en él.-Sí -dijo-. Sí.-Muy bien... -aprobó Azazel.A la mañana siguiente, Carnevan estaba sentado en su escritorio y hablaba tranquilo con

un demonio que estaba instalado cómodamente en un sillón, invisible e inaudible para todos excepto para él. La luz del sol entraba de soslayo por la ventana y una fría brisa llevaba entre sus alas el apagado clamor del tránsito. Azazel parecía increíblemente real allí sentado, su cuerpo oculto por la capa, su hermosa cabeza como la de una calavera creada por la luz solar.

-Habla en voz baja -le avisó el demonio-. Nadie puede oírme, pero pueden oírte. Susurra... o simplemente piensa.

Para mí será suficiente.-Está bien -Carnevan se frotó la mejilla recién afeitada-. Será mejor que tracemos un plan.

Ya sabes que has de ganarte mi alma.-¿Eh? -el demonio pareció perplejo durante un segundo; luego rió por lo bajo-. Estoy a tu

servicio.-En primer lugar, no debemos despertar sospechas. Nadie creería la verdad. Pero no

quiero hacerles pensar que estoy loco... aunque quizá lo esté -agregó Carnevan con lógica-. Pero ahora no consideraremos ese punto. ¿Qué hay de Madame Nefert? ¿Cuánto sabe ella?

-Nada en absoluto -contestó Azazel-. Se encontraba en trance y yo la controlaba. No recordó nada cuando despertó. Sin embargo, si prefieres, la puedo eliminar.

Carnevan levantó la mano.-¡Calma! Ahí es donde las personas como Fausto cometieron sus errores. Se volvieron

déspotas, borrachos por el poder a más no poder. Cualquier asesinato que cometamos tendrá que ser necesario. ¡Vaya! ¿Cuánto control tengo sobre ti? -Una buena cantidad -admitió Azazel.

-¿Si te pidiese que te matases tú mismo... lo harías?Por toda respuesta, el demonio tomó un cortapapeles del escritorio y lo hundió

profundamente en su capa. Recordando lo que había debajo de aquella prenda, Carnevan apartó la vista apresuradamente.

Sonriendo, Azazel volvió a colocar el cuchillo en su sitio, diciendo:-El suicidio es imposible en un demonio.-¿Es que no se te puede matar?Hubo un corto silencio. Luego Azazel aclaró:-Por lo menos tú no puedes hacerlo.Carnevan se encogió de hombros.-Estoy estudiando todas las posibilidades. Quiero saber qué terreno piso. Pero, sin

embargo, debes obedecerme. ¿Es eso cierto?Azazel asintió.-Bueno. No me interesa que hagas caer sobre mi regazo un millón de dólares en oro, como

solías hacer. En esa forma el oro es ilegal, y la gente haría preguntas. Cualquier ventaja que consiga debe venir de manera natural; sin despertar la más ligera sospecha. Si Eli Dale muriese, la firma se quedaría sin socio mayor. Yo conseguiría su lugar. Eso entraña bastante dinero para mis propósitos.

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-Puedo convertirte en dueño de la mayor fortuna del mundo -sugirió el demonio.Carnevan rió un poco.-¿Y qué? Todo sería demasiado fácil para mí. Yo quiero experimentar las cosas por mí

mismo... con alguna ayuda tuya. Si uno hace trampas mientras se divierte jugando al solitario es distinto a falsear todo el juego. Tengo mucha fe en mí mismo. Y quiero justificarla, construir mi ego. La gente como Fausto se equivocó. El rey Salomón debió haberse muerto de aburrimiento. Nunca utilizó su cerebro y apuesto a que se le quedó atrofiado. ¡Fíjate en Merlín! -Carnevan sonreía-. Estaba tan acostumbrado a convocar a los diablos para que hiciesen lo que deseaba que un joven zoquete le sacó cuanto quiso sin ninguna dificultad. No Azazel... quiero que muera Eli Dale, pero de manera natural.

El demonio miró sus esbeltas y pálidas manos.Carnevan se encogió de hombros.-¿Puedes cambiar de forma?-Claro.-¿Convirtiéndote en cualquier cosa?Por toda respuesta Azazel se transformó, en rápida sucesión, en un gran perro negro, en

un lagarto, en una serpiente de cascabel y en el propio Carnevan. Finalmente adoptó su forma y volvió a relajarse en la silla.

-Ninguno de esos disfraces te ayudaría a matar a Dale -gruñó Carnevan-. Tenemos que pensar en algo de lo que no sospeche. ¿Conoces lo que son los gérmenes de la enfermedad, Azazel?

El otro asintió.-Lo conozco gracias a tu mente.-¿Podrías transformarte en microbios?-Si me dices los que deseas, podría localizar una muestra, duplicar su estructura atómica y

entrar en ella con mi propia fuerza vital.-Meningitis vertebral -dijo pensativo Carnevan-. Es bastante fatal. Mandaría a un hombre a

la tumba. Pero te averiguaré si es un microbio o un virus.-Eso no importa -dijo Azazel-. Localizaré algún portaobjetos que tenga muestras del

género... En cualquier hospital habrá. Y luego me materializaré dentro del cuerpo de Dale como la misma enfermedad.

-¿Será lo mismo?-Sí.-Perfecto. La enfermedad se propagará, supongo, y eso será el fin de Dale. Si no resulta,

probaremos otra cosa.Volvió a su trabajo y Azazel desapareció. La mañana transcurrió muy despacio. Carnevan

comió en un restaurante cercano, preguntándose qué estaría haciendo su demonio, y se sintió bastante sorprendido al descubrir que tenía mucho apetito.

Durante la tarde telefoneó a Diana. Ella había descubierto su compromiso con Phyllis y había telefoneado a Phyllis.

Carnevan colgó reprimiendo su rabia violenta. Después de un breve instante, marcó el número de Phyllis. Le dijeron que no estaba en casa.

-Dígale que iré a verla esta noche -gruñó, y colgó con fuerza el receptor. Fue casi un alivio ver, de repente, la forma desmadejada de Azazel en el sillón.

-Ya está -dijo el demonio-. Dale tiene meningitis vertebral. Todavía no lo sabe, pero la enfermedad se propaga muy rápidamente. Fue un experimento curioso, pero resultó.

Carnevan trató de tranquilizar su mente. Estaba pensando en Phyllis. Se había enamorado de ella, claro, pero la chica era tan condenadamente rígida, tan increíblemente puritana... Él había dado un resbalón en el pasado; a ojos de ella, eso podía ser suficiente para terminar con todo. ¿Rompería el compromiso?

Seguramente no. En esta época los pecadillos amorosos se daban más o menos como sentados, incluso ante una chica que se ha criado en Boston. Carnevan se estudió las uñas.

Al cabo de un momento buscó una excusa para ver a Eli Dale y solicitarle consejo sobre algún problema poco importante del negocio, y escrutó con atención el rostro del viejo. Dale estaba colorado y con los ojos brillantes, pero por otra parte parecía normal. Sin embargo, sobre él estaba impresa la marca de la muerte. Carnevan lo sabía. Aquel hombre moriría, el

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cargo de socio ejecutivo de la firma recaería sobre otra persona... y se habría dado el primer paso en el plan de Carnevan.

En cuanto a Phyllis y Diana... ¡Oh, después de todo, poseía un demonio particular! Teniendo el control de sus poderes podría resolver también ese problema. Claro que Carnevan no sabía aún como hacerlo; en cada caso deberían utilizarse primero, pensó, los métodos ordinarios. No debía depender demasiado de la magia.

Despidió a Azazel y condujo su coche hasta la casa de Phyllis. Pero antes se detuvo en el apartamento de Diana. La escena fue breve y tormentosa.

4Morena, esbelta, furiosa y adorable, Diana dijo que no le permitiría que se casase.-¿Por qué no? -quiso saber Carnevan-. Después de todo, querida, si es cuestión de dinero

te lo puedo solucionar.Diana dijo cosas desagradables acerca de Phyllis. Tiró un cenicero al suelo y lo pisoteó.-¿Así es que no soy bastante buena para que te cases conmigo? ¡Pero ella sí, ¿no?!-Siéntate y cállate -sugirió Carnevan-. Trata de analizar tus sentimientos...-¡Tú, pez inmundo de sangre fría!-... y fíjate qué terreno pisas. No estás enamorada de mí. El manejarme como una

marioneta te hace experimentar una sensación de poder y posesión. No quieres que otra mujer me tenga.

-¡Compadezco a la mujer que te tenga! -gritó Diana, eligiendo otro cenicero. Era bastante bonita, pero Carnevan no estaba de humor para apreciar la belleza.

-Está bien -dijo-. Escúchame; si no armas escándalo no te faltará dinero... ni nada... Pero si tratas de crearme problemas, lo lamentarás.

-No se me asustas fácilmente -repuso Diana-. ¿A dónde vas? Supongo que a ver a ese espantapájaros rubio ¿no?

Carnevan le regaló una sonrisa imperturbable. Se puso el abrigo y desapareció.Condujo hasta la casa de la espantapájaros rubia, donde encontró dificultades, aunque no

imprevistas. Por último convenció a la doncella y fue conducido a enfrentarse con un bloque de hielo sentado en silencio en el diván. Ese bloque de hielo era la señora Mardrake.

-Phyllis no desea verte, Gerald -dijo ella. Su boca puritana parecía morder las palabras.Carnevan se ajustó los pantalones, metafóricamente hablando, y comenzó su discurso.

Habló bien. Tan convincente fue la historia de que Diana era un mito, de que todo el asunto había sido preparado por un enemigo personal, que la señora Mardrake, después de una lucha interna de cierta consideración, al fin capituló.

-No debe haber escándalo -dijo por último-. Si creyese que había una palabra de verdad en lo que esa mujer dijo a Phyllis...

-Todo hombre de mi posición tiene enemigos -continuó Carnevan, recordando de ese modo a su anfitriona que, maritalmente hablando, era un pez digno de ser pescado. Ella suspiró.

-Muy bien, Gerald. Pediré a Phyllis que te vea. Espera aquí.Salió de la estancia y Carnevan reprimió una sonrisa. Sin embargo, sabía que no sería tan

fácil convencer a Phyllis.Su prometida no apareció inmediatamente. Carnevan imaginó que la señora Mardrake

encontraba dificultades en convencer a su hija de la buena fe del novio. Recorrió la habitación, sacando el atado de cigarrillos y luego guardándolo otra vez. ¡Qué casa más victoriana!

Una gruesa Biblia familiar que descansaba en un atril le llamó la atención. Como no tenía otra cosa que hacer se acercó y la abrió al azar. Un pasaje pareció destacar.

"Si cualquier hombre adora a la bestia y a su imagen y recibe su marca en la frente o en su mano, beberá el vino de la ira de Dios."

Fue quizás una reacción instintiva lo que hizo que Carnevan alzase la mano para tocarse la frente. Sonrió con desdén. ¡Superstición!

Sí... pero había demonios.En aquel momento Phyllis entró con el aspecto de Evangelina en Acadia, con la mismísima

expresión que debió adoptar la heroína de Longfellow. Reprimiendo el poco galante impulso de darle una patada, Carnevan trató de tomarle las manos, fracasó, y la siguió hasta el diván.

El puritanismo y la educación tienen sus desventajas, pensó.

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Eso se hizo más evidente cuando, pasados diez minutos, Phyllis seguía sin convencerse de la inocencia de Carnevan.

-No se lo dije todo a mi madre -afirmó ella con tranquilidad-. Esa mujer dijo cosas... Bueno, me di cuenta de que decía la verdad.

-Te amo -afirmó Carnevan de manera inconsecuente.-No. O jamás te habrías enredado con esa mujer.-¿Incluso aunque ocurriese antes de conocerte?-Podría perdonar muchas cosas, Gerald, pero no eso -continuó tozuda la muchacha -. Tú

no quieres un marido -observó Carnevan-. Tú quieres la imagen de un santo.Era imposible romper la calma rígida de la muchacha. Carnevan perdió el dominio de sí

mismo. Discutió y suplicó, despreciándose por hacerlo de ese modo. De todas las mujeres del mundo tenía que enamorarse de la más estricta y puritana de todas. El silencio de ella tenía la cualidad de enfurecerle casi hasta el punto de la histeria. Sintió ganas de gritar obscenidades en aquella habitación tranquila, en aquella atmósfera casi religiosa. Sabía que Phyllis le estaba humillando terriblemente, y en lo más hondo de su ser algo se agitó de manera cruda bajo los latigazos que no podía impedir.

-Te amo, Gerald -fue todo lo dijo ella-. Pero tú no me quieres. No puedo perdonarte eso. Por favor, vete antes que se pongan peores las cosas.

Salió de la casa, temblando de furia, acalorado y enfermo al darse cuenta de que había fracasado al mantener su pose. ¡Phyllis, Phyllis, Phyllis! Un iceberg imperturbable. Ella no conocía nada de humanidad. Las emociones jamás existieron en su pecho, a menos que estuviesen también educadas, envueltas en una red de encajes. Una muñeca de porcelana esperando que el resto del mundo también lo fuese. Carnevan se quedó plantado junto a su coche, temblando de rabia, deseando más que nada en el mundo herir a Phyllis como él había sido herido. Algo se agitó dentro del coche. Era Azazel, la capa envolviendo su obscuro cuerpo, el rostro blanco, huesudo, sin expresión.

Carnevan extendió un brazo señalando a la casa.-¡La chica! -dijo con aspereza-. Ella... ella.-No es necesario que hables -murmuró Azazel-. Leo tus pensamientos. Haré lo que

deseas.Se fue. Carnevan saltó al coche, colocó la llave en el encendido y puso el motor en marcha

con furia. Mientras el vehículo empezó a moverse oyó un grito agudo y cortante saliendo de la casa que acababa de abandonar.

Detuvo el coche y volvió corriendo, mordiéndose el labio.

5El dictamen del médico que llamaron de inmediato fue que Phyllis Mardrake había sufrido

una fuerte impresión nerviosa. El motivo era desconocido, pero era fácil presumir que tenía algo que ver con su entrevista con Carnevan, quien nada dijo para desmentir tal suposición. Phyllis, simplemente, yacía y se retorcía, con los ojos vidriosos. En algunas ocasiones sus labios formaban palabras.

-La capa... bajo la capa...Y luego reía y gritaba alternativamente, hasta que el cansancio se apoderaba de ella.Se recuperaría, pero después de algún tiempo. Entretanto fue enviada a una clínica

particular, en donde se ponía histérica cada vez que veía al doctor Joss, que resultó ser un hombrecito calvo. Sus murmullos sobre capas se hicieron menos frecuentes y ocasionalmente se le permitió a Carnevan visitarla... porque ella preguntó por él. La pelea había sido olvidada y Phyllis reconoció que se había equivocado en sus opiniones. Cuando estuviese del todo bien se casaría con Carnevan. Y no habría más conflictos.

El horror que había visto quedaba profundamente encerrado en su cerebro, emergiendo sólo durante el delirio y en sus frecuentes pesadillas. Carnevan se sentía agradecido de que no se acordase de Azazel. Él, sin embargo, veía mucho al demonio aquellos días... porque estaba preparando un cruel y maligno plan.

Comenzó poco después del colapso de Phyllis, cuando Diana siguió telefoneándole al despacho. Al principio Carnevan hablaba un poco con ella. Luego se dio cuenta de que la mujer era, en realidad, la responsable de la casi enajenación mental de Phyllis.

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Resultaba claro que tenía que sufrir ella. No la muerte; cualquiera podía morir. Eli Dale, por ejemplo, ya estaba fatalmente enfermo de meningitis vertebral. Pero era necesaria una forma más sutil de castigo... una tortura tal como la que estaba sufriendo Phyllis.

Mientras convocaba al demonio y le daba instrucciones, el rostro de Carnevan adoptó una expresión que no era agradable de ver.

-Lenta, gradualmente, ella ha de volverse loca -dijo-. Debe tener tiempo de darse cuenta de lo que ocurre. Proporciónale... retazos, por hablar así. Una serie acumulativa de acontecimientos inexplicables; te daré los detalles completos cuando los elabore. Ella me dijo que no se asusta fácilmente -terminó Carnevan y se levantó para servirse una bebida. Ofreció otra al demonio, pero él se la rechazó. Azazel estaba sentado en un rincón obscuro del apartamento, mirando de tanto en tanto por la ventana, desde donde veía, muy abajo, Central Park.

A Carnevan le asaltó un súbito pensamiento:-¿Cómo reaccionas ante esto? Se supone que los demonios son malos. ¿Te causa

placer... lastimar a la gente?El hermoso rostro del cráneo se volvió hacia él.-¿Sabes lo que es el mal, Carnevan?El hombre añadió un poco de soda en el vaso.-Comprendo. Cuestión de semántica. Claro, es un término arbitrario. La humanidad ha

creado sus propios niveles de...Los ojos oblicuos y opalescentes de Azazel brillaron.-Eso es un antropomorfismo moral, un egotismo. No habéis considerado el medio

ambiente. Las propiedades físicas de vuestro mundo causan el bien y el mal, como ya sabéis.Era la sexta bebida de Carnevan y sintió ganas de discutir.-Es algo que no entiendo del todo; la moralidad viene de la mente y de las emociones.-Todo río tiene su fuente -repuso Azazel-. Pero hay una gran diferencia entre el Mississippi

y el Colorado. Si los seres humanos hubiesen evolucionado, en... bueno, en mi mundo, por ejemplo... el molde completo del bien y del mal habría sido distinto. Las hormigas tienen estructura social. Pero no es como la vuestra. El medio ambiente es distinto.

-Hay diferencia también entre hombres e insectos.El demonio se encogió de hombros.-No somos parecidos. Menos parecidos que tú y una hormiga. Ambos tenéis básicamente

dos instintos comunes: el de autoconservación y el de la propagación de la especie. Los demonios no se pueden propagar.

-La mayor parte de las autoridades en el tema están de acuerdo con eso -admitió Carnevan-. Posiblemente ello da una razón a las variantes. ¿Cómo es que hay tantísimas clases de demonios?

Azazel le interrogó con los ojos.-Oh... ya sabes. Gnomos y duendecillos, hombres lobos, vampiros...-Hay más clases de demonios que las que conoce la humanidad -dijo Azazel-. La razón

resulta muy evidente, vuestro mundo tiende hacia un molde fijo, un estado de éxtasis. Ya sabes lo que es la entropía. La última mira de vuestro universo es la unidad. Inmutable y eterna. Vuestras ramificaciones de la evolución se encontrarán finalmente y permanecerán en un único tipo fijo. Las desviaciones, como el dinormis y el alca, morirán como murieron los dinosaurios y mamuts. Al final vendrá el éxtasis. Mi universo tiende hacia la anarquía física. En el principio había sólo un tipo. En el fin habrá el caos más profundo.

-Vuestro universo es como una copia en negativo del mío -meditó Carnevan-. ¡Pero... espera! ¡Dices que los demonios no pueden morir! Y tampoco pueden propagarse. ¿Entonces cómo evolucionan?

-Dije que los demonios no se pueden suicidar -apuntó Azazel-. La muerte nos puede llegar, pero desde una fuente exterior. Esto también se aplica a la procreación.

Era todo demasiado confuso para Carnevan.-Debéis tener emociones. La autoconservación implica miedo a la muerte.-Nuestras emociones no son la vuestras. Clínicamente, puedo analizar y comprender las

reacciones de Phyllis. Ella se creyó muy rígida, y ha luchado inconscientemente contra esa opresión. Nunca reconoció, ni siquiera para sí, su deseo de liberarse.

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Pero tú eres un símbolo para ella; secretamente te admira y te envidia, porque eres un hombre y, como se imaginaba, capaz de hacer lo que quieres. El amor es un falso sinónimo para la propagación, como el alma es un deseo de recubrir de pureza lo que surge a partir de la autoconservación. Nada existe. El cerebro de Phyllis es una masa de inhibiciones, miedos y esperanzas. El puritanismo, para ella, representa la seguridad. Por eso no pudo perdonarte tu asunto con Diana. Fue una excusa para retirarse a la seguridad de su antiguo sistema de vida.

Carnevan escuchaba interesado.-Sigue.-Cuando aparecí ante ella, la sorpresa física fue violenta. El subconsciente la gobernó

durante un momento. Por eso se reconcilió contigo. Es una escapista; su antigua seguridad le pareció un fracaso, así que ahora cumple con su deseo de escapar y su necesidad de protección accediendo a casarse contigo.

Carnevan se preparó otra bebida. Recordó algo.-Acabas de decir que el alma no existe... ¿verdad? -el cuerpo de Azazel se agitó bajo la

ancha capa-.-Me entendiste mal.-No lo creo -repuso Carnevan, sintiendo un frío e inmortal horror bajo el cálido torpor del

licor-. Nuestro trato fue que te serviría a cambio de mi alma. Ahora implicas que no tengo alma. ¿Cuál fue tu verdadero motivo?

-Tratas de asustarte a ti mismo -murmuró el demonio, sus extraños ojos alerta-. A través de la historia se ha fundado la hipótesis de que existe el alma.

-¿De veras?-¿Y por qué no?-¿Cómo es un alma? -preguntó Carnevan.-No podrías imaginarlo -repuso Azazel-. No hay punto de comparación. A propósito, Eli

Dale murió hace dos minutos.Eres ahora el socio mayor de la firma. ¿Puedo felicitarte?-Gracias -asintió Carnevan-. Cambiaremos de conversación si gustas. Pero intentaré

descubrir la verdad tarde o temprano... Si no tengo alma, tú preparas alguna otra cosa. Sin embargo... volvamos a lo de Diana.

-Tú deseas que se vuelva loca.-Yo deseo que tú la vuelvas loca. Ella es del tipo esquizofrénico, esbelta y de largos

huesos. Tiene una estúpida confianza en sí misma. Ha construido su vida sobre el cimiento de las cosas reconocidamente reales. Hay que destruir esas cosas.

-¿Y bien?-Teme a la obscuridad -dijo Carnevan, y su sonrisa era muy desagradable-. Sé sutil,

Azazel. Ella oirá voces. Uno a uno sus sentidos comenzarán a fallar. O mejor, a engañar. Olerá cosas que nadie percibe. Oirá voces. Tendrá sabor de veneno en su comida, comenzará a sentir sensaciones... desagradables. Si es necesario, puede por fin... tener visiones.

-Esto es el mal, supongo -observó Azazel levantándose de la silla-. Mi interés es puramente clínico. Puedo discernir que tales asuntos son importantes para ti, pero no iré más lejos.

Sonó el teléfono. Carnevan se enteró de que Eli Dale había muerto... Meningitis vertebral.Para celebrarlo se sirvió otra copa y brindó en dirección a Azazel, que había desaparecido

para visitar a Diana. El rostro delgado y duro de Carnevan estaba ligeramente enrojecido por el licor que había consumido. Se plantó en el centro del apartamento y giró despacio, mirando los muebles, los libros, el diván. Tendría que encontrar otra vivienda pronto, más grande y mejor. Una casa adecuada a una pareja recién casada. Se preguntó cuánto tiempo tardaría Phyllis en recuperarse por completo.

Azazel... ¿Qué es lo que buscaba aquel demonio?, se preguntó. Ciertamente su alma no. ¿Y entonces qué buscaba?

6Una noche, dos semanas después, llamó al timbre de la puerta del apartamento de Diana.

Ella preguntó quién era y abrió una rendijita antes de dejar pasar a Carnevan. Se quedó sorprendido al ver los cambios sufridos por la mujer. La alteración de su cara era poco tangible. Diana se mantenía bajo un control de hierro, pero su maquillaje era demasiado

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espeso. Eso en sí ya era revelador. Constituía un símbolo del esfuerzo mental que le costaba oponerse contra la invasión psíquica. Carnevan preguntó solícito:

-Gran Dios, Diana ¿qué te pasa? Por teléfono parecías histérica. Ya te dije anoche que vieses a un médico.

Ella buscó un cigarrillo.Cuando Carnevan lo encendió, le temblaban ligeramente las manos.-Lo hice. No... no me fue de mucha ayuda, Gerald. Me alegro de que no estés furioso

conmigo.-¿Furioso? Vamos, siéntate. Te prepararé algo de beber. Ya sobrepasé mi enfado; nos

llevamos bien juntos y Phyllis... bueno, no pudimos cortar nuestro pastel y comérnoslo. Está en un asilo, ya sabes, y pasará mucho antes de que se recupere. Incluso quizá puede ser una demente toda la vida... -dudó Carnevan.

Diana se echó hacia atrás el pelo negro y se volvió para mirarle en el diván.-Gerald, ¿crees que me estoy volviendo loca?-No. No -contestó él-.Creo que necesitas descanso, o un cambio.Ella no lo escuchaba. Tenía la cabeza inclinada a un lado como si escuchase una inaudible

voz.Mirando de reojo, Carnevan vio a Azazel plantado a la otra parte de la estancia, invisible

para la chica pero aparentemente no silencioso.-¡Diana! -gritó con viveza.Ella abrió los labios. Su voz era insegura mientras lo miraba con consternación.-Lo siento. ¿Qué decías?-¿Qué dijo el médico?-Casi nada -no deseaba seguir discutiendo aquello. En su lugar tomó la bebida que

Carnevan le había preparado, la miró y tomó un sorbo. Luego dejó el vaso.-¿Ocurre algo malo? -preguntó el hombre.-No. ¿Qué gusto tiene para ti?-Bueno.Carnevan se preguntó que es lo que había gustado Diana en su bebida. Quizás almendras

amargas. U otra de las ilusiones maestras de Azazel. Pasó los dedos por el pelo de la chica, sintiendo un escalofrío de poder mientras lo hacía. Una odiosa especie de venganza, pensó. Era raro que la aflicción de Diana no le conmoviese en lo más mínimo. Sin embargo, no era básicamente malo, lo sabía muy bien.

El viejo, antiquísimo problema de las normas arbitrarias... El bien y el mal. Azazel habló y sus palabras las oyó únicamente Carnevan.

-Su control no puede durar mucho más. Creo que mañana se derrumbará. Una maniática depresiva puede suicidarse, así que trataré de evitarlo. Cada arma peligrosa que toque parecerá quemarla.

Abiertamente, sin previo aviso, el demonio desapareció. Carnevan lanzó un gruñido y acabó su bebida. Por el rabillo del ojo vio algo que se movía.

Lentamente volvió la cabeza, pero aquello ya no estaba. ¿Qué había sido? Algo así como una sombra negra, informe, imprecisa. Las manos de Carnevan temblaron. Profundamente sorprendido, dejó el vaso y contempló el apartamento.

La presencia de Azazel jamás le había afectado de ese modo antes. Probablemente era una reacción inconsciente; sin duda había estado manteniendo un rígido control sobre sus nervios, sin advertirlo. Después de todo, los demonios son sobrenaturales.

Por el rabillo del ojo vio de nuevo la brumosa oscuridad. Esta vez no se movió mientras trataba de analizarla. La cosa oscilaba al borde del alcance de su visión. Sus ojos se movieron un poco y entonces aquello también desapareció.

Una nube negra, informe.¿Informe? ¡No! Era, pensó, en forma de huso inmóvil y rígida sobre su eje. Las manos le

temblaban más que nunca.Diana le miraba.-¿Qué te pasa, Gerald? ¿Te estás poniendo nervioso?-Demasiado trabajo en la oficina -explicó-. Ya sabes que ahora soy el nuevo socio principal.

Me marcharé. Será mejor que vuelvas al médico mañana.

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Ella no contestó, limitándose a mirarle mientras salía del apartamento.Conduciendo hacia su casa, Carnevan captó de nuevo, levemente, la forma negra y

brumosa.Ni una sola vez pudo verla con claridad. Oscilaba justo al borde de su visión. Notó, aunque

no pudo ver, ciertos rasgos imprecisos sobre ella. No pudo ni definir ni deducir cómo eran. Pero le temblaban las manos. Fría, furiosamente, su inteligencia luchó contra el terror irracional de su parte física.

Se enfrentó a la cosa extraña.O... no... no se enfrentó; siempre se escapaba y desaparecía.¿Azazel?Invocó e nombre del demonio, pero no tuvo respuesta. Marchando hacia su apartamento,

Carnevan se mordió el labio inferior y pensó con ahínco. Cómo... por qué... ¿Qué era lo que hacía tan horripilante... tan irracional a esta... aparición?

No lo sabía, a menos que fuese, quizás, el vago atisbo de rasgos en la negrura, esa situación que nunca le permitía definir una imagen. Notó que esos rasgos eran indescriptibles, y sin embargo sentía la perversa curiosidad de contemplarlos directamente.

Una vez a salvo en su apartamento, volvió a ver el huso negro al borde de su visión, próximo a la ventana. Giró rápidamente para enfrentarse con él, pero se desvaneció. En ese momento se apoderó de Carnevan una oleada de horror. El sentimiento mortal, enfermizo, de que podía ver aquello, hizo que todo su ser físico se revolviese.

-Azazel -llamó en voz baja.Nada.-¡Azazel!Carnevan se sirvió una bebida, encendió un cigarrillo y buscó una revista. No tuvo más

molestias hasta que se acostó. Pasó la noche con tranquilidad. Pero por la mañana, en cuanto abrió los ojos, algo negro y en forma de huso se alejó mientras miraba en su dirección.

Telefoneó a Diana; parecía mucho mejor, según dijo ella. Al parecer Azazel no estaba trabajando. A menos que la cosa negra fuese... Azazel. Carnevan marchó apresurado a su despacho, hizo que le subiesen café y luego sólo bebió la leche. Sus nervios necesitaban tranquilidad, no un estimulante.

7La cosa negra apareció en el despacho dos veces durante aquella mañana. En cada

ocasión se produjo en Carnevan la terrible sensación de que si lo miraba directamente los rasgos se le aparecerían con claridad. Y a su pesar intentó mirarlo. Vanamente, claro.

Su trabajo se resintió. Al poco salió y fue hasta el sanatorio a ver a Phyllis. Ella estaba mucho mejor y habló del próximo matrimonio. Mientras el huso negro se retiraba apresuradamente a través de la soleada y agradable habitación, las palmas de las manos de Carnevan estaban húmedas.

Lo peor de todo, quizás, era darse cuenta de que si lograba mirar fijamente al fantasma se volvería loco. Pero quería hacerlo. Eso lo sabía perfectamente bien. Su reacción física e instintiva así se lo decía. Nada que perteneciese a este Universo o a cualquier otro remotamente emparentado podría producir un vacío tan profundo en su cuerpo, la sensación sorprendente de que su estructura celular trataba de encogerse intentando alejarse del huso.

Volvió con el coche a Manhattan y evitó por poco sufrir un accidente en el puente George Washington a causa de su estupidez de cerrar los ojos para no ver algo que seguía estando allí cuando los volvió a abrir. El sol ya se había puesto. Las iluminadas torres de Nueva York se alzaban contra el cielo púrpura.

Su limpieza geométrica parecía carente de calor, inhóspita y poco hospitalaria. Carnevan se detuvo en un bar, se tomó dos whiskys y se fue cuando una madeja negra pasó corriendo por el espejo, cruzándolo de lado a lado. De regreso a su apartamento, se sentó con la cabeza entre las manos durante casi cinco minutos. Cuando levantó la cara tenía una expresión dura y maligna. Sus ojos destellaban ligeramente; luego se deprimió.

-Azazel -dijo... y luego con voz más alta-: ¡Azazel! ¡Soy tu amo! ¡Aparece!Su pensamiento decidido, duro como el hierro, analizó la situación. Detrás yacía un terror

informe. ¿Era Azazel la madeja negra? ¿Se le aparecería por completo?-¡Azazel! ¡Soy tu amo! ¡Obedece! ¡Yo te convoco!

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El demonio se plantó ante Carnevan, materializándose de la nada. El rostro hermoso, de color hueso pálido, estaba inexpresivo; las pupilas enormes de aquellos ojos oblicuos y opalescentes parecían impasibles. Bajo la capa negra, el cuerpo de Azazel se estremeció una vez y se quedó inmóvil.

Con un suspiro, Carnevan se hundió en su silla.-De acuerdo -dijo-. ¿Qué te propones ahora? ¿Cuál es tu plan?Azazel contestó tranquilo.-Volví a mi mundo. Me hubiese quedado allí de no haberme llamado tú.-¿Qué es esa... qué es esa cosa en forma de huso?-No es de tu mundo -dijo el demonio-. Tampoco del mío. Me persigue.-¿Por qué?-Vosotros tenéis historias de hombres que han sido hechizados. A veces por demonios. En

mi mundo... yo fui hechizado.Carnevan chasqueó los labios.-¿Por esa cosa?-Sí.-¿Y por qué?Los hombros de Azazel parecieron unirse.-No lo sé. Excepto que es muy horrible y me persigue.Carnevan alzó las manos y se apretó con fuerza los ojos.-No, no. Es demasiada locura. Algo hechizando a un demonio. ¿De dónde vino?-Conozco mi universo y el tuyo. Eso es todo. Esa cosa, creo, vino de afuera de nuestros

sectores temporales.En un súbito fogonazo de comprensión, Carnevan dijo:-Por eso ofreciste servirme.El rostro de Azazel no cambió.-Sí. La cosa se me acercaba más y más. Pensé que si entraba en tu universo podría

escapar.Pero me siguió.-Y no podías entrar en mi mundo sin mi ayuda. Todo esa charla sobre mi alma fue un

cuento.-Sí. Esa cosa me seguía. Luego huí, regresando a mi universo, y no me persiguió. Quizá

no puede hacerlo. Puede ser que sólo pueda moverse en una dirección... desde su mundo al mío, y luego al tuyo, pero no en el otro sentido. Se quedó aquí, lo sé.

-Se ha quedado -dijo Carnevan muy pálido-, para hechizarme.-¿Siente usted el mismo horror que yo hacia eso? -interrogó Azazel-. Me lo he preguntado.

Somos tan diferentes físicamente...-Nunca he podido verla de lleno. ¿Tiene rasgos?Azazel no contestó. El silencio pendía en la habitación.Por fin Carnevan se inclinó hacia adelante en su sillón.-La cosa te hechiza... salvo que vuelvas a tu propio mundo. Entonces me hechiza a mí.

¿Por qué?-No lo sé. Es algo extraño para mí, Carnevan.-¡Pero eres un demonio! Tienes poderes sobrenaturales...-Sobrenaturales para ti. Hay poderes sobrenaturales para los demonios.Carnevan se sirvió una bebida. Tenía los ojos contraídos.-Muy bien. Tengo bastante poder sobre ti para mantenerte en este mundo, o no habrías

regresado cuando te convoqué. Así que estamos en un punto muerto. Mientras permaneces aquí, esa cosa te perseguirá. No dejaré que vuelvas a tu mundo, porque entonces volverá a perseguirme a mí... como lo ha estado haciendo. Aunque parece haberse ido ahora.

-No se ha ido -dijo Azazel sin la menor expresión. El cuerpo de Carnevan se estremeció incontroladamente.

-Mentalmente me puedo proponer no tener miedo. Físicamente la cosa es... es...-Es horrible incluso para mí -concluyó Azazel-. Yo sí la he visto directamente. Si me

mantienes en ese mundo tuyo, eventualmente me destruirá.-Los humanos hemos exorcisado a los demonios -destacó Carnevan-. ¿No hay algún modo

que puedas exorcizar a esa cosa?

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-No.-¿Un sacrificio sangriento? -sugirió Carnevan nervioso-. ¿Agua bendita? ¿Campanas,

libros y velas? -notó lo estúpido de sus proposiciones al mismo tiempo que las hacía.Pero Azazel se quedó pensativo.-Nada de eso. Pero quizá la fuerza vital... -la capa obscura se estremeció.Carnevan dijo:-Según el folklore, los seres elementales han sido exorcizados. Pero primero es necesario

hacerlos visibles y tangibles. Darles ectoplasma, sangre... no sé.El demonio asintió despacio.-En otras palabras, trasladando la ecuación a su mínimo común denominador. Los

humanos no pueden luchar contra un espíritu sin cuerpo, pero cuando ese espíritu queda confinado en un recipiente de carne, resulta sujeto a las leyes físicas terrestres. Creo que ese es el camino, Carnevan.

-¿Quieres decir...?-La cosa que me persigue es del todo extraña. Pero si puedo reducirla a su esencia, la

podré destruir. Como podría destruirte a ti si no hubiera prometido servirte. Bueno, claro, si tu destrucción me ayudase. Pongamos que ofrezco un sacrificio a esa cosa. Debe, por cierto tiempo, participar de la naturaleza de la cosa que asimile. La fuerza humana vital lo haría...

Carnevan escuchaba ansioso.-¿Resultaría?-Creo que sí. Daré a esa cosa un sacrificio humano y un demonio puede destruir con

facilidad a un ser humano.-Un sacrificio...-Diana. Será más fácil, puesto que realmente ya he debilitado la fortaleza de su conciencia.

Debo derribar todas las barreras de su cerebro... un substituto psíquico del cuchillo de sacrificio de las religiones paganas. Carnevan apuró de un trago el contenido de su vaso.

-¿Entonces puedes destruir la cosa?Azazel asintió.-Eso creo. Pero lo que quedará de Diana no será humano de ninguna manera. Las

autoridades te harán preguntas. Sin embargo, trataré de protegerte.Y se desvaneció antes de que Carnevan pudiese objetar algo.El apartamento estaba mortalmente tranquilo. Carnevan miró a su alrededor, esperando

ver alejarse aquella madeja para evitar su mira directa. Pero no había rastros de nada sobrenatural.

Aún seguía sentado en la silla media hora más tarde, cuando sonó el teléfono. Carnevan respondió:

-Sí... ¿quién? ¿Qué? ¿Asesinato?... No, iré en seguida.Colgó el aparato y se incorporó, los ojos brillantes. Diana estaba muerta... muerta.

Asesinada horriblemente, y había ciertos factores que confundían a la policía. Bueno, se encontraba a salvo. Quizá habría algunas sospechas, pero jamás se podría probar nada. No había estado cerca de Diana en todo el día.

-Te felicito, Azazel -dijo en voz baja Carnevan. Aplastó el cigarrillo y se volvió para buscar su abrigo en el armario.

La madeja negra había estado esperando tras él. Esta vez no se alejó cuando la miró. No huyó. Y entonces Carnevan pudo verla de otra manera. Advirtió cada rasgo de lo que erróneamente había imaginado como un huso de niebla negra.0

Lo peor de todo es que Carnevan no se volvió loco.

Revisión de urijenny ([email protected])

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EL HORROR DE SALEM

(Título original: «The Salem Horror»)(Primera publicación: Weird Tales, Mayo 1937)(Traducción: Francisco Torres Oliver)(Trabajo de Digitalización: Tony Brazil) La primera vez que Carson reparó en los ruidos de su sótano, los atribuyó a las ratas. Más

tarde, empezó a oír historias que circulaban entre los supersticiosos polacos que trabajaban en el molino de Derby Street acerca de la primera persona que ocupó la antigua casa, Abigail Prinn. Ya no vivía nadie que recordara a la diabólica bruja, pero las morbosas leyendas que proliferaban por el «distrito de las brujas» de Salem como hierbas en una tumba, daban inquietantes detalles sobre sus actividades, y eran desagradablemente explícitas respecto a los detestables sacrificios que se sabía había realizado a una imagen carcomida y cornuda de dudoso origen. Los más ancianos aún hablaban en voz baja de Abbie Prinn y de sus monstruosos alardes sobre que era la gran sacerdotisa del poderoso dios que moraba en la profundidad de los montes. En efecto, fueron estos alardeos de la vieja bruja los que acarrearon su súbita y misteriosa muerte en 1692, época de los famosos ahorcamientos de Gallows Hill. A nadie le gustaba hablar de esto, aunque a veces alguna vieja desdentada se atrevía a comentar medrosamente que las llamas no podían quemarla, porque todo el cuerpo había asumido la peculiar anestesia de su condición de bruja.

Abbie Prinn y su anómala estatua habían desaparecido hacía muchísimo tiempo, pero aún resultaba difícil encontrar inquilinos para su casa decrépita, de fachada en gabletes, con un segundo piso sobresaliente, y curiosas ventanas con cristales en rombos. La fama de malignidad de la casa se había extendido por todo Salem. En realidad, no había sucedido nada allí, en los recientes años, que pudiese dar origen a historias inexplicables; pero quienes llegaban a alquilar la casa solían mudarse a toda prisa, generalmente con vagas y poco satisfactorias explicaciones relacionadas con las ratas.

Y fue una rata la que llevó a Carson a la Habitación de la Bruja. Los apagados chillidos y golpeteos en el interior de las podridas paredes habían alarmado a Carson más de una vez durante las noches de su primera semana en la casa, que había alquilado para conseguir la soledad que necesitaba para terminar una novela que le habían estado pidiendo los editores... otra novela de amor que añadir a la larga lista de éxitos populares. Pero hasta algún tiempo después, no empezó a abrigar ciertas sospechas disparatadamente fantásticas acerca de la inteligencia de la rata que una vez se escabulló de debajo de sus pies, en dirección al oscuro vestíbulo.

La casa tenía instalación eléctrica,  pero la bombilla del vestíbulo era floja y daba una luz muy pobre. La  rata era una sombra negra, deforme, cuando saltó a pocos metros de él y se detuvo, al parecer, para observarle.

En otra ocasión, Carson pudo echar al animal con un gesto amenazador, y reanudar su trabajo. Pero el tráfico de Derby Street era desusadamente ruidoso, y le resultaba difícil concentrarse en su novela. Sus nervios, sin razón aparente, estaban tensos; por otra parte, la rata, vigilándole fuera de su alcance, le contemplaba con burlona diversión.

Sonriéndose de su propia presunción, dio unos pasos hacia la rata, ésta echó a correr hacia la puerta del sótano, y entonces vio él con sorpresa que estaba entornada. Pensó que debía de habérsele olvidado cerrarla la última vez que estuvo allí, aunque generalmente tenía cuidado de dejar todas las puertas cerradas, pues la vieja casa tenía corrientes de aire. La rata aguardó en la puerta.

Irracionalmente molesto, Carson se fue hacia ella a toda prisa, poniendo en fuga a la rata escaleras abajo. Encendió la luz del sótano y la vio en un rincón. La rata le observó atentamente con sus ojillos relucientes.

Al descender las escaleras no había podido evitar la sensación de que se estaba comportando como un idiota. Pero su trabajo había sido agotador, y subconscientemente aceptaba con agrado cualquier interrupción. Cruzó el sótano en dirección a la rata, viendo con

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asombro que la bestezuela permanecía inmóvil, vigilándole. «La rata se comporta de manera anormal», pensó; y la mirada fija de sus ojos como botones resultaba un tanto inquietante.

Luego se rió de si mismo, pues la rata dio un brinco repentino y desapareció por un agujero de la pared del sótano. Desmañadamente, rascó una cruz con la punta del pie en la suciedad que había delante de la madriguera, decidiendo poner allí mismo un cepo por la mañana.

El hocico de la rata y sus desiguales bigotes, aparecieron cautelosamente. Avanzó y luego vació y retrocedió. Después el animal empezó a conducirse de un modo singular e inexplicable, casi como si estuviese bailando, pensó Carson. Avanzaba como a tientas, y luego se retiraba otra vez. Daba un saltito hacia adelante, y se paraba en seco, luego saltaba hacia atrás apresuradamente, como si -el símil le vino a Carson de pronto a la cabeza- hubiese una serpiente enroscada ante la madriguera, alerta para evitar la huida de la rata. Pero no había nada, salvo la cruz que Carson había trazado en el polvo.

Indudablemente era el propio Carson quien impedía la fuga de la rata, pues estaba a poca distancia de la madriguera. Así que dio un paso adelante, y el animal desapareció apresuradamente por el agujero.

Picado en su curiosidad, Carson buscó un palo y hurgó en el agujero, tanteando. Al hacerlo, sus ojos, próximos a la pared, descubrieron algo extraño en la losa de piedra que había encima de la madriguera de la rata. Una rápida ojeada en torno a su borde confirmó sus sospechas. La losa debía ser movible.

Carson la inspeccionó minuciosamente, y notó una depresión en su borde a modo de asidero. Sus dedos se acoplaron cómodamente a la muesca, y probó a tirar. La piedra se movió un poco y se paró. Tiró con mas fuerza y, con una rociada de tierra seca, la losa se separó del muro girando como si tuviese goznes.

Un rectángulo negro, hasta la altura del hombro, quedó abierto en la pared. De sus profundidades emanó un hedor mohoso, desagradable, de aire estancado, y Carson, involuntariamente, retrocedió un paso. Súbitamente, recordó las monstruosas historias sobre Abbie Prinn y los espantosos secretos que se suponía guardaba en su casa. ¿Había tropezado él con alguna cámara secreta de la bruja, tanto tiempo desaparecida?

Antes de entrar en la negra abertura tomó la precaución de coger una linterna de arriba. Luego, cautelosamente, agachó la cabeza y se deslizó por el estrecho y maloliente pasadizo, dirigiendo el haz de luz ante sí para explorar el terreno.

Estaba en un estrecho túnel, escasamente más alto que su cabeza, con pavimento y paredes de losas. Seguía recto quizá unos cinco metros, y luego se ensanchaba formando una cámara espaciosa. Al llegar Carson a la habitación del subsuelo -indudablemente escondite de Abbie Prinn, cuarto secreto, pensó, que sin embargo, no pudo salvarla el día que el populacho enloquecido de pavor invadió furioso Derby Street- aspiró con una boqueada de asombro. La habitación era fantástica, asombrosa.

Fue el suelo lo que atrajo la mirada de Carson. El oscuro gris de la pared circular cedía sitio aquí a un mosaico de piedra multicolor en el que predominaban los azules y los verdes y los púrpuras: en efecto, no había colores más cálidos. Debía de haber miles de trocitos de piedras de colores componiendo el dibujo, pues ninguno era mayor que el tamaño de una nuez. El mosaico parecía seguir algún trazado concreto, desconocido para Carson; había curvas de color púrpura y violeta combinadas con líneas angulosas verdes y azules, entremezcladas en fantásticos arabescos. Había círculos, triángulos, un pentáculo, y otras figuras menos familiares. La mayoría de las líneas y figuras irradiaban de un punto concreto: el centro de la cámara, donde había un disco circular de piedra completamente negra de alrededor de medio metro de diámetro.

Era muy silenciosa. No se oían los ruidos de los coches que de cuando en cuando pasaban por Derby Street. En una alcoba poco profunda excavada en el muro, Carson descubrió unas marcas sobre las paredes, y se dirigió lentamente hacia allí, recorriéndolas de arriba abajo con la luz de su linterna.

Las marcas, fueran lo que fuesen, habían sido pintadas en la piedra hacía tiempo, pues lo que quedaba de los misteriosos símbolos era indescifrable. Carson vio varios jeroglíficos parcialmente borrados que le recordaban el estilo árabe, aunque no estaba seguro. En el suelo de la alcoba había un disco de metal corroído de unos dos metros y medio de diámetro, y Carson tuvo la clara sensación de que era movible. Aunque no hubo manera de levantarlo.

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Se dio cuenta de que se hallaba de pie exactamente en el centro de la cámara, en el círculo de piedra negra donde convergía el singular trazado. Nuevamente se le hizo patente el completo silencio. Movido por un impulso, apagó la luz de su linterna. Instantáneamente reinó la oscuridad más absoluta.

En ese momento, una singular idea se deslizó en su mente. Se imaginó a si mismo en el fondo de un pozo, y que de arriba descendía un flujo que se derramaba por el eje de la cámara para tragárselo. Tan fuerte fue su impresión que realmente le pareció oír un tronar apagado, como el rugido de una catarata. Singularmente alarmado, encendió la luz y miró rápidamente en torno suyo. El percutir que sentía era, naturalmente, el pulso de su sangre, que se hacía audible en el completo silencio: fenómeno bastante familiar. Pero si este lugar era tan silencioso...

La idea le asaltó como una súbita punzada en su conciencia. Este era un sitio ideal para trabajar. Podía instalar la luz eléctrica, bajar una mesa y una silla, utilizar un ventilador si era necesario..., aunque el olor a moho que había notado al principio parecía haber desaparecido por completo. Se dirigió hacia la entrada del pasadizo, y al salir de la habitación experimentó un inexplicable relajamiento de sus músculos, aunque no se había dado cuenta de que los tenía contraídos. Lo atribuyó al nerviosismo, y subió a prepararse un café y a escribir al dueño de la casa, que vivía en Boston, contándole el descubrimiento que había hecho.

El visitante miró con curiosidad hacia el vestíbulo, una vez que hubo abierto Carson la puerta, y asintió para sí como con satisfacción. Era un hombre de figura flaca y alta, con espesas cejas de color gris acero que sobresalían por encima de unos penetrantes ojos grises. Su rostro, aunque fuertemente marcado y flaco, carecía de arrugas.

- ¿Viene por la Habitación de la Bruja? - preguntó Carson con sequedad. El dueño de la casa se había ido de la lengua, y durante la última semana había estado atendiendo de mala gana a anticuarios y ocultistas deseosos de echar una ojeada a la cámara secreta en la que Abbie Prinn había murmurado sus ensalmos. El mal humor de Carson había ido en aumento, y hasta pensó en la posibilidad de mudarse a un lugar más tranquilo; pero su innata obstinación le había hecho quedarse, decidido a terminar su novela, pese a todas las interrupciones. Ahora, mirando a su visitante fríamente, dijo-: Lo siento, pero no se puede visitar ya más.

El otro le miró sobresaltado, pero casi inmediatamente brilló en sus ojos un destello de comprensión. Extrajo una tarjeta y se la ofreció a Carson.

- Michael Leigh... ocultista, ¿eh? -repitió Carson. Aspiró profundamente. Los ocultistas, había descubierto, eran los peores, con sus oscuras alusiones a cosas innominadas y su profundo interés en el trazado del mosaico del suelo de la Habitación de la Bruja-. Lo siento, señor Leigh, pero... de veras; estoy muy ocupado. Discúlpeme.

Y secamente, dio media vuelta hacia la puerta.- Un momento -dijo Leigh con rapidez.Antes de que Carson pudiese protestar, había cogido al escritor por el hombro, y le miraba

fijamente a los ojos. Sobresaltado, Carson retrocedió, pero no antes de ver aparecer una extraordinaria expresión, mezcla de aprensión y satisfacción, en el flaco rostro de Leigh. Era como si el ocultista hubiese visto algo desagradable... aunque no inesperado.

- ¿Que es esto? -preguntó Carson con aspereza-. No estoy acostumbrado...- Lo siento muchísimo -dijo Leigh. Su voz era profunda, agradable-. Debo disculparme.

Pensaba... bien, discúlpeme otra vez. Me temo que estoy algo excitado. Mire, he venido de San Francisco para ver la Habitación de la Bruja. ¿De veras que no me permite verla? Le pagaría lo que fuese.

- No -dijo; empezaba a sentir una perversa simpatía por este hombre, con su voz agradable y modulada, su rostro poderoso y su atractiva personalidad-. No, sencillamente deseo un poco de paz; no tiene usted idea de lo que me han molestado- prosiguió, vagamente sorprendido al darse cuenta de que hablaba en tono de disculpa-. Es una molestia espantosa. Casi desearía no haber descubierto esa habitación.

Leigh se acercó con ansiedad.- ¿Puedo verla? Representa muchísimo para mí; estoy inmensamente interesado en esas

cosas. Le prometo no robarle más de diez minutos de su tiempo.Carson vaciló, y luego asintió. Mientras conducía a su visitante al sótano, se puso a

contarle las circunstancias del descubrimiento de la Habitación de la Bruja. Leigh escuchaba atentamente, interrumpiéndole de cuando en cuando con alguna pregunta.

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- Y la rata, ¿sabe usted qué ha sido de ella? - preguntó.Carson se quedó sorprendido.- Pues no. Supongo que se ocultaría en su madriguera. ¿Por qué?- Nunca se sabe - dijo Leigh enigmáticamente, cuando entraban en la Habitación de la

Bruja.Carson encendió la luz. Había instalado la electricidad, y había unas cuantas sillas y una

mesa; por lo demás, la habitación estaba intacta. Carson observó el rostro del ocultista, y vio con sorpresa que se había puesto ceñudo, casi enfadado.

Leigh se encaminó al centro de la habitación, mirando la silla colocada sobre el círculo de piedra negra.

- ¿Trabaja usted aquí? - preguntó lentamente.- Sí. Es un sitio tranquilo... He visto que no hay manera de trabajar arriba. Hay demasiado

ruido. Pero este sitio es ideal; me  resulta muy fácil escribir aquí. Mi pensamiento se siente...-dudó- libre; o sea, desvinculado de las demás cosas. Es una sensación de lo más extraordinaria.

Leigh asintió como si las palabras de Carson confirmasen alguna idea suya. Se volvió hacia la alcoba del disco metálico en el suelo. Carson le siguió. El ocultista se acercó a la pared, repasó los borrosos símbolos con el dedo índice. Murmuró algo en voz baja, unas palabras que a Carson le sonaron como una especie de galimatías:

- Nyogtha... k'yarnak...Se volvió, con el rostro serio y pálido.- Ya he visto bastante -dijo suavemente-. ¿Nos vamos?Sorprendido, Carson asintió, y le condujo de nuevo al sótano.Una vez arriba, Leigh vaciló, como si le resultase difícil abordar el tema. Por último,

pregunto:- Señor Carson, ¿le importaría decirme si ha tenido usted algún sueño extraño

últimamente?Carson se quedó mirándole, con la burla bailándole en los ojos.- ¿Sueños? - repitió-. ¡Oh!, comprendo. Bueno, señor Leigh, puedo decirle que no me va a

asustar. Sus colegas, los otros ocultistas que han venido a visitar la casa, lo han intentado también.

Leigh alzó sus cejas espesas.- ¿Sí? ¿Le preguntaron si había tenido sueños?- Varios... sí.- ¿Y qué les contestó?- Que no. - Luego, mientras Leigh se echaba hacia atrás en su silla, con una expresión

confundida en el rostro, Carson prosiguió lentamente- : Aunque en realidad no estoy muy seguro.

- ¿Que quiere decir?- Creo... tengo la vaga impresión... de que he soñado últimamente. Pero no estoy seguro.

No puedo recordar nada del sueño. Y... ¡bueno, lo más probable es que sus colegas ocultistas me hayan metido la idea en la cabeza!

- Quizá -dijo Leigh circunstancialmente, mientras se levantaba. Vaciló-. Señor Carson, voy a hacerle una pregunta más bien impertinente. ¿Le es necesario vivir en esta casa?

Carson suspiró con resignación.- Cuando me hicieron la primera vez esta pregunta, expliqué que quería un lugar tranquilo

para trabajar en una novela, y que cualquier lugar tranquilo podría servirme. Pero no es fácil encontrarlo. Ahora que tengo esta Habitación de la Bruja, y me está saliendo el libro con tanta facilidad, no veo por qué razón me tengo que mudar y alterar quizá mi programa. Dejaré esta casa cuando haya terminado la novela; entonces podrán ocuparla ustedes los ocultistas y convertirla en museo o hacer con ella lo que quieran.  Me tiene sin cuidado. Pero hasta que no haya terminado la novela, pienso permanecer aquí.

Leigh se frotó la barbilla.- Desde luego. Entiendo su punto de vista. Pero ¿no hay otro lugar en la casa donde pueda

usted trabajar?Miró a Carson en el rostro un instante, y luego continuó rápidamente:

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- No espero que me crea. Usted es materialista. La mayoría de la gente lo es. Pero algunos de nosotros sabemos que por encima y más allá de lo que los hombres llaman ciencia, hay un saber que se funda en leyes y principios que a los hombres corrientes les resultarían incomprensibles. Si ha leído a Machen, recordará que habla del abismo que existe entre el mundo de la conciencia y el de la materia. Es posible tender un puente sobre este abismo. ¡La Habitación de la Bruja es ese puente! ¿Sabe qué es una sala de los secretos?

- ¿Eh? - exclamó Carson, mirando con asombro-. Pero no hay...- Es una analogía... solamente una analogía. Un hombre puede susurrar una palabra en

una galería o cueva, y si usted se sitúa en un punto concreto, a unos treinta metros, oye ese susurro, aunque no lo oiga alguien que se encuentre a sólo tres metros. Es un simple truco de acústica: consiste en la proyección del sonido en un punto focal. Ahora bien, este principio es aplicable a otras cosas, además del sonido. A cualquier onda de impulsos... ¡incluso al pensamiento!

Carson trató de interrumpirle, pero Leigh prosiguió:- Esa piedra negra del centro de su Habitación de la Bruja es uno de esos puntos focales.

El dibujo del suelo, cuando usted se sienta en el círculo negro, se vuelve anormalmente sensible a ciertas vibraciones, a ciertos mandatos mentales... ¡peligrosamente sensible! ¿Le parece que tiene la cabeza muy clara cuando trabaja allí? Es una ilusión, una falsa sensación de lucidez... en realidad, usted es un mero instrumento, un micrófono, sintonizado para captar determinadas vibraciones malignas cuya naturaleza no podría comprender.

El rostro de Carson era un estudio de asombro e incredulidad.- Pero no querrá decirme que cree usted  realmente...Leigh retrocedió, desapareció la intensidad de sus ojos, que se volvieron ceñudos y fríos.- Muy bien. Pero he estudiado la historia de Abigail Prinn. Ella conocía también esa ciencia

superior de que le hablo. La utilizo para fines maléficos: artes negras, como suelen llamarse. He leído que, en sus últimos días, maldijo a la ciudad de Salem... y la maldición de una bruja puede ser algo pavoroso. ¿Quiere usted... -se levantó, mordiéndose el labio-, quiere usted, al menos, permitirme que pasa a verle mañana?

Casi involuntariamente, Carson asintió.- Pero me temo que desperdiciará su tiempo. No creo... es decir, no tengo... -tartamudeó,

sin saber qué decir.- Solo es para cerciorarme de que usted... ¡Ah!, otra cosa. Si sueña esta noche, ¿querría

tratar de recordar el sueño? Si intenta evocarlo inmediatamente después de despertar, es posible recordarlo.

- De acuerdo. Si sueño...Esa noche, Carson soñó. Se despertó poco antes del amanecer con el corazón latiéndole

furiosamente, y con una extraña sensación de desasosiego. Dentro de las paredes, y procedentes de abajo, podía oír las furtivas carreras de las ratas. Saltó de la cama apresuradamente, temblando en la fría claridad de la madrugada. Una luna desmayada brillaba aún débilmente en un cielo pálido.

Entonces recordó las palabras de Leigh. Había soñado; de eso no cabía la menor duda. Pero cuál era el contenido de dicho sueño, era otra cuestión. Por mucho que lo intentó, no pudo recordarlo en absoluto, aunque tenía la vaga sensación de que corría frenéticamente en la oscuridad.

Se vistió rápidamente, y como la quietud de la casa en la madrugada le ponía nervioso, salió a comprar el periódico. Era demasiado temprano para que las tiendas estuviesen abiertas, sin embargo, y se dirigió hacia el oeste en busca de un vendedor de periódicos, torciendo por la primera esquina. Mientras caminaba, una extraña sensación empezó a apoderarse de él: una sensación de... ¡familiaridad! Había andado por aquí antes, y notaba una oscura y turbadora familiaridad en las formas de las casas, en las siluetas de los tejados. Pero -y esto era lo fantástico-, que él supiera, jamás había estado antes en esta calle. Se entretenía poco paseando por esa parte de Salem, pues era de naturaleza indolente; sin embargo, tenía una extraordinaria impresión de recuerdo, y se le hacía más vívida a medida que avanzaba.

Llegó a una esquina, torció maquinalmente a la izquierda. La singular sensación iba en aumento. Siguió andando despacio, reflexionando.

Indudablemente, había pasado por aquí antes, y muy probablemente lo había hecho abstraído, de suerte que no había tenido conciencia de su trayecto. Sin duda, era ésta la

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explicación. Sin embargo, al desembocar en Charter Street, Carson sintió en su interior una rara intranquilidad. Salem despertaba; con la claridad del día, los impasibles trabajadores polacos comenzaban a cruzarse con él,   presurosos, en dirección a los molinos. De cuando en cuando, pasaba un automóvil.

A cierta distancia, vio que se había congregado una multitud en la acera. Apretó el paso, con la sensación de una inminente calamidad. Con extraordinario estupor, vio que se encontraba en el cementerio de Charter Street, la antigua y mal afamada «Necrópolis». Se abrió paso entre la multitud.

A sus oídos llegaron comentarios en voz baja, y vio ante sí una espalda voluminosa en uniforme azul. Miró por encima del hombro del policía y aspiró aire, horrorizado.

Había un hombre inclinado sobre la verja de hierro que cercaba el cementerio. Llevaba un traje barato, llamativo, y se agarraba a las herrumbrosas barras con una fuerza tal que los tendones le sobresalían como cuerdas en el dorso peludo de sus manos. Estaba muerto, y en su cara vuelta hacia el cielo en un gesto dislocado, se había congelado una expresión de abismal y espantoso horror. Sus ojos, totalmente en blanco, sobresalían de manera horrible; su boca era una mueca contraída y amarga.

El hombre que estaba junto a Carson volvió su pálido rostro hacia él.- Parece como si hubiese muerto de miedo -dijo roncamente-. Me horrorizaría ver lo que ha

debido presenciar este hombre. ¡Uf, mire esa cara!Carson se alejó maquinalmente de allí, sintiendo el hálito helado de algo desconocido que

le produjo un escalofrío. Se restregó los ojos, pero aquel rostro contorsionado y muerto flotaba ante su vista. Comenzó a desandar su camino, inquieto y algo tembloroso. Involuntariamente, miró hacia un lado, sus ojos se posaron en las tumbas y monumentos que punteaban el viejo cementerio. Hacía un siglo que no enterraban a nadie allí, y las lápidas manchadas de líquenes, con sus cráneos alados, sus ángeles mofletudos y sus urnas funerarias, parecían exhalar una miasma indefinible de antigüedad. ¿Que habría asustado al hombre hasta el punto de causarle la muerte?

Carson aspiró profundamente. Desde luego, el cadáver había sido un espectáculo horrible, pero no debía permitir que esto alterara sus nervios. No podía consentirlo; esto perjudicaría su novela. Además, razonó consigo mismo, el caso estaba lo suficientemente claro. El muerto era con toda seguridad un polaco, del grupo de inmigrantes que vivían en el puerto de Salem. Al pasar junto al cementerio por la noche, lugar en torno al cual habían surgido numerosas y horribles leyendas durante casi tres siglos, los ojos embriagados de aquel desdichado debieron de dar realidad a los brumosos fantasmas de su mente supersticiosa. Estos polacos eran de emociones inestables, propensos a la histeria colectiva y a figuraciones insensatas. El gran Pánico de los Inmigrantes de 1853, en el que ardieron tres casas de brujas, se debió a la confusa e histérica declaración de una vieja de que había visto a  un misterioso forastero vestido de blanco que se «había quitado la cara». ¿Que podía esperarse de semejante gente?, pensó Carson.

Sin embargo, seguía nervioso, y no regresó a casa hasta casi mediodía. Cuando, a su llegada, encontró a Leigh, el ocultista, esperándole, se alegró de verle y le invitó a pasar con cordialidad.

Leigh estaba muy serio.- ¿Ha sabido alguna cosa sobre su amiga Abigail Prinn? - preguntó sin preámbulos, y

Carson se le quedó mirando, detenido en el acto de ir a llenar un vaso con un sifón. Tras un prolongado intervalo, presionó la palanca, soltando el chorro de líquido y espuma en el whisky. Tendió a Leigh la bebida y sirvió otro vaso para sí -whisky solo-, antes de contestar.

- No se de que me habla. Ha... ¿Qué pasa con ella? -preguntó, con un aire de forzada despreocupación.

- He estado revisando los informes -dijo Leigh-, y he averiguado que Abigail Prinn fue enterrada el 14 de diciembre de 1690 en el cementerio de Charter Street, con una estaca en el corazón. ¿Qué ocurre?

- Nada -dijo Carson con voz neutra-. ¿Y bien?- Pues... resulta que han abierto su tumba, y han robado su cadáver; eso es todo. Han

encontrado la estaca arrancada, y hay huellas de pisadas por todo alrededor de la tumba. Huellas de zapatos. ¿Soñó usted anoche, Carson?  - Leigh soltó la pregunta como un latigazo, y sus ojos se endurecieron.

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- No lo sé - contestó Carson confundido, frotándose la frente-. No puedo recordarlo. He estado en el cementerio de Charter Street esta madrugada, Tony Brazil tuvo la amabilidad de llevarme.

- ¡Ah! Entonces debe de haber oído algo sobre el hombre que...- Le he visto -interrumpió Carson, con un estremecimiento-. Me ha dejado trastornado.Apuró el whisky de un trago, Leigh le miró atentamente.- Bien -dijo luego-, ¿aún está decidido a permanecer en esta casa?Carson dejó el vaso y se levantó.- ¿Por qué no? -replicó con sequedad-. ¿Hay alguna razón por la que deba irme?- Después de lo que sucedió anoche...- ¿Qué sucedió?  Han robado una tumba. Un polaco supersticioso vio a los ladrones y se

murió del susto. ¿Y qué?- Está tratando de convencerse a sí mismo -dijo Leigh serenamente-. En su corazón sabe,

debe saber, la verdad. Usted se ha convertido en un instrumento en manos de unas fuerzas poderosas y terribles, Carson. Abbie Prinn ha estado en su tumba durante tres siglos... no-muerta, esperando que alguien cayese en la trampa: la Habitación de la Bruja. Quizá preveía ella lo que iba a suceder cuando la construyó; previó que algún día, alguien cometería el error de introducirse en esa cámara infernal y sería atrapado en ese diagrama de mosaico. Ha caído usted, Carson: y ha permitido que se horror no-muerto cruzase el abismo que se abre entre la conciencia y la materia, para ponerse en rapport con usted. El hipnotismo es un juego de niños para un ser con los sobrecogedores poderes de Abigail Prinn. ¡Ella podía obligarle fácilmente a ir a su tumba y arrancarle la estaca que la tenía aprisionada, y luego borrar de su mente el recuerdo de esa acción, de formas que no pudiese ni siquiera saber si fue un sueño!

Carson estaba de pie, y en sus ojos ardía una luz extraña:- ¡En nombre de Dios! ¿Sabe usted lo que está diciendo?Leigh se echó a reír agriamente:- ¡En nombre de Dios! Diga más bien en nombre del diablo: del diablo que amenaza a

Salem en ese momento; porque Salem está en peligro, en un terrible peligro. Los hombres, mujeres y niños del pueblo que Abbie Prinn maldijo cuando la ataron al palo... ¡y descubrieron que no la podían quemar! He examinado unos archivos secretos esta mañana, y he venido a rogarle por última vez que abandone esta casa.

- ¿Ha terminado? -preguntó Carson fríamente-. Muy bien. Me quedaré aquí. Usted estará chiflado o bebido, pero no me va a impresionar con sus insensateces.

- ¿Se marcharía si le ofreciese mil dólares? -preguntó Leigh-. ¿O más, quizá... diez mil? Dispongo de una suma considerable.

- ¡No, maldita sea! -espetó Carson en un arrebato de cólera-. Todo lo que quiero es que me dejen solo para terminar mi novela. No puedo trabajar en ninguna otra parte... además; no quiero, yo no...

- Me lo esperaba -dijo Leigh, con voz súbitamente tranquila, y con una extraña nota de simpatía-. ¡Señor, usted no puede marcharse! Usted está atrapado, y es demasiado tarde para sustraerse a los controles cerebrales de Abbie Prinn, a través de la Habitación de la Bruja. Y lo peor de todo es que ella sólo puede manifestarse con su ayuda: le extrae sus fuerzas vitales, Carson, se alimenta de usted como un vampiro.

- Está usted loco -farfulló Carson torpemente-. - Tengo miedo. Ese disco de hierro de la Habitación de la Bruja... me da miedo; y lo que

hay debajo. Abbie Prinn rendía culto a extraños dioses, Carson; y he leído algo en la pared de esa alcoba que me ha hecho pensar. ¿Ha oído hablar alguna vez de Nyogtha?

Carson negó impacientemente con la cabeza. Leigh se hurgó en el bolsillo y sacó un trozo de papel.

- He copiado esto de un libro de la Biblioteca Kester -dijo-; el libro se llama Necronomicón, y fue escrito por una persona que sondeó tan profundamente los secretos prohibidos que los hombres le tacharon de loco. Léalo.

Las cejas de Carson se juntaban a medida que iba leyendo la cita:«Los hombres conocen con el nombre de Morador de la Oscuridad al hermano de los

Primordiales llamado Nyogtha, la Entidad que no debiera existir. Puede ser traído a la superficie de la Tierra a través de ciertas cavernas y fisuras secretas, y los hechiceros le han visto en Siria, y bajo la torre negra de Leng; ha ido al Thang Grotto de Tartaria para sembrar el

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terror y la destrucción entre los pabellones del Gran Khan. Sólo por la cruz ansada, por el conjuro de Vach-Viraj y por el elixir Tikkoun, puede ser devuelto a las tenebrosas cavernas de oculta impureza donde mora.»

Leigh sostuvo la confundida mirada de Carson.- ¿Comprende ahora?- ¡Conjuros y elixires! -exclamó Carson, devolviéndole el papel-. ¡Estupideces!- Ni mucho menos. Los ocultistas y adeptos conocen ese conjuro y ese elixir desde hace

miles de años. Yo he tenido ocasión de utilizarlos en otro tiempo en determinadas... ocasiones. Y si estoy en lo cierto... -se volvió hacia la puerta, con los labios apretados en una línea descolorida -, esas manifestaciones han sido vencidas anteriormente, pero la dificultad está en conseguir el elixir; es más difícil obtenerlo. Pero espero... Volveré. ¿Puede abstenerse de entrar en la Habitación de la Bruja hasta que yo vuelva?

- No le prometo nada - respondió Carson. Tenía un tremendo dolor de cabeza que le había aumentado hasta imponerse a su conciencia, y ahora sentía una vaga náusea-. Adiós.

Vio a Leigh dirigirse a la puerta, y aguardó en la escalera de la entrada, con una extraña renuencia a entrar en la casa. Mientras miraba alejarse la figura del ocultista, salió una mujer de la casa adyacente. Al verle sus enormes pechos se agitaron. Estalló en una chillona y furiosa diatriba.

Carson se volvió y se quedó mirándola con ojos desconcertados. La cabeza le latía dolorosamente. La mujer se acercaba agitando un puño gordo y amenazador.

- ¿Por qué asusta usted a mi Sarah? -gritó, con su cara morena congestionada-. Porque la asusta con sus trucos estúpidos, ¿eh?

Carson se humedeció los labios.- Lo siento -dijo lentamente-. Lo siento muchísimo. Yo no he asustado a su Sarah. No he

estado en casa en todo el día. ¿Que es lo que la ha asustado?- Ese bicho oscuro... dice Sarah que se metió en su casa...La mujer se calló de pronto, con la mandíbula colgando de asombro. Sus ojos se

agrandaron. Hizo un signo extraño con la mano derecha, señalando con sus dedos índice y meñique a Carson, mientras cruzaba el pulgar sobre los otros dedos.

- ¡La vieja bruja!Se retiró apresuradamente, murmurando palabras en polaco con voz asustada, tal como

haría Osmo Lukult.Carson dio media vuelta y entró en la casa. Se sirvió un poco de whisky en un vaso,

reflexionó, y luego lo apartó sin haberlo probado. Empezó a pasear arriba y abajo, frotándose de cuando en cuando la frente con dedos que sentía secos y ardientes. Vagos, confusos pensamientos se agolpaban en su mente. Tenía la cabeza febril y le latía con violencia.

Por último, bajó a la Habitación de la Bruja. Se quedó allí, aunque no trabajó; su dolor de cabeza no era tan opresivo en la mortal quietud de la cámara del subsuelo. Al cabo de un rato se durmió.

No sabía cuánto había dormido. Soñó con Salem, y con un ser confusamente definido, negro y gelatinoso, que recorría las calles a sobrecogedora velocidad, un ser como una ameba increíblemente grande, negro como el azabache, que perseguía y se tragaba a los hombres y mujeres que gritaban y huían en vano. Soñó con un rostro de calavera que escudriñaba en su interior, un semblante reseco y contraído en el que sólo los ojos parecían vivos y brillaban con una luz infernal y perversa.

Despertó finalmente, y se incorporó con un sobresalto. Tenía mucho frío.Reinaba el más completo silencio. A la luz de la lámpara eléctrica, el mosaico verde y

púrpura parecía retorcerse y contraerse hacia él, ilusión que se disipó al aclararse sus ojos enturbiados por el sueño. Consultó el reloj. Eran las dos. Había dormido toda la tarde y la mayor parte de la noche.

Se sentía débil, y el cansancio le tenía inmovilizado en su silla. Le daba la sensación de que le habían extraído las fuerzas del cuerpo. El penetrante frío parecía traspasarle el cerebro, pero se le había ido el dolor de cabeza. Tenía la mente muy despejada, expectante, como si esperase que sucediera algo. Un movimiento, no lejos de él, atrajo su mirada.

Se estaba moviendo una losa de la pared. Oyó un suave ruido chirriante, y lentamente, se ensanchó la negra cavidad, convirtiéndose la ranura en un cuadrado. Algo se movió en la

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sombra. Un tenso y ciego horror traspasó a Carson al ver avanzar a rastras hacia la luz a aquella monstruosidad.

Parecía una momia. Durante un segundo que fue eterno, insoportable, el pensamiento golpeó espantosamente en el cerebro de Carson: ¡Parecía una momia! Era un cadáver de una delgadez descarnada, con la piel ennegrecida y el aspecto de un esqueleto con el pellejo de un enorme lagarto extendido sobre sus huesos. Se agitó, avanzó, y sus largas uñas arañaron audiblemente en la piedra. Salió a la Habitación de la Bruja, su rostro impasible se reveló cruelmente bajo la luz cruda, y sus ojos centellearon con una vida sepulcral. Pudo ver la línea dentada de su espalda negruzca y encogida...

Carson se quedó paralizado. Un horror abismal le había privado de la capacidad de moverse. Parecía estar atrapado en los grillos de la parálisis del sueño, en que el cerebro, espectador distante, es incapaz o reacio a transmitir los impulsos nerviosos a los músculos. Se dijo frenéticamente que estaba soñando, que dentro de un momento despertaría.

El seco horror se incorporó. Se puso en pie, descarnadamente flaco, y se dirigió a la alcoba en cuyo suelo estaba encajado el disco de hierro. Se detuvo de espaldas a Carson, y un susurro reseco crepitó en la quietud mortal. Al oírlo, Carson quiso gritar, pero no pudo. El espantoso murmullo continuó en un lenguaje que a Carson se le antojó extraterreno, y como en respuesta, un casi imperceptible estremecimiento sacudió el disco de hierro.

Se estremeció y comenzó a levantarse, muy lentamente; y como en un gesto de triunfo, el encogido horror alzó sus delgadísimos brazos. El disco tenía más de veinte centímetros de espesor; y a medida que se separaba del suelo, comenzaba a penetrar en la habitación un hedor insidioso. Era vagamente un olor a reptil, almizclado y nauseabundo. El disco se elevó inexorablemente, y un dedo de negrura surgió de debajo del borde. Súbitamente, Carson recordó el sueño que había tenido, de una criatura negra y gelatinosa que recorría las calles de Salem. Trató en vano de romper los grillos de la parálisis que le tenían inmovilizado. La cámara estaba quedándose a oscuras, y un vértigo tenebroso aumentaba progresivamente para tragárselo a él. La habitación parecía vacilar.

El disco siguió elevándose; siguió el arrugado horror con sus brazos esqueléticos levantados; y siguió fluyendo la negrura en un movimiento ameboide.

Se oyó un ruido por encima del seco susurro de la momia, un vivo resonar de pasos presurosos. Por el rabillo del ojo, Carson vio que alguien entraba corriendo en la Habitación de la Bruja. Era el ocultista, Leigh, con los ojos llameantes en su rostro mortalmente pálido. Pasó por delante de Carson y se dirigió a la alcoba donde estaba emergiendo la negra abominación.

Aquel ser arrugado se volvió con horrible lentitud. Carson vio que Leigh traía una especie de herramienta en su mano izquierda, una crux ansata de oro y marfil. Y llevaba la mano derecha pegada a un costado. Su voz retumbó entonces sonora y autoritaria. Su blanco rostro estaba cubierto de gotas de sudor:

- Ya na kadishtu nilgh'ri... stell'bsna kn'aa Nyogtha... k'yarnak phlegethor...Tronaron las fantásticas y aterradoras palabras, y retumbaron en las paredes de la bóveda.

Leigh avanzó lentamente, sosteniendo en alto la crux ansata. ¡Y entretanto, la negra abominación seguía manando de debajo del disco!

Cayó el disco a un lado, y una gran oleada de iridiscente negrura, ni sólida ni líquida, una espantosa masa gelatinosa, se derramó en dirección a Leigh. Sin detenerse, éste hizo un gesto rápido con su mano derecha, y lanzó un pequeño tubo de cristal a aquella cosa negra, en la que se hundió.

La informe abominación se detuvo. Vaciló con un espantoso estremecimiento de indecisión, y luego se retiró rápidamente. Un hedor asfixiante de ardiente corrupción empezó a invadir el aire, y Carson vio cómo la negra monstruosidad se descomponía en grandes pedazos, arrugándose como bajo el efecto de un ácido corrosivo. Se contrajo en un vivo movimiento licuescente, goteando su espantosa carne negra a medida que se consumía.

Un seudópodo de negrura se alargó desde la masa central y atrapó como un tentáculo gigantesco al ser cadavérico, arrastrándolo al pozo por encima del borde. Otro tentáculo cogió el disco de hierro, lo arrastró sin esfuerzo por el suelo, y cuando la abominación desapareció de la vista, el disco cayó en su sitio con un estampido atronador.

La habitación osciló en amplios círculos en torno a Carson, y una náusea espantosa se apoderó de él. Hizo un tremendo esfuerzo para tenerse de pie, y luego la luz se desvaneció rápidamente y se apagó. La oscuridad se había apoderado de él.

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Carson no llegó a terminar la novela. La quemó, pero siguió escribiendo, aunque ninguno de sus libros posteriores han sido publicados. Sus editores hicieron un gesto negativo, y se preguntaron por qué un escritor de literatura popular tan brillante se había convertido de repente en un aburrido partidario de lo horripilante y lo espectral.

- Resulta convincente -dijo un hombre a Carson, al devolverle su novela, El dios negro de la locura-. Es buena en su género, pero la encuentro morbosa y horrible. Nadie la leería. Carson, ¿por qué no escribe usted el tipo de novelas que solía escribir, del género que le hizo famoso?

Fue entonces cuando Carson rompió su promesa de no hablar sobre la Habitación de la Bruja, y le contó la historia con la esperanza de que le comprendiera y creyera. Pero al terminar, su corazón desfalleció al verle al otro la cara de simpatía y escepticismo.

- Lo ha soñado, ¿verdad? - preguntó el hombre, y Carson sonrió amargamente.- Sí, lo he soñado.- Debe de haberle producido una impresión terriblemente vivida en su espíritu. Algunos

sueños la producen. Pero lo olvidará con el tiempo - predijo, y Carson asintió.Y porque sabía que sólo despertaría sospechas acerca de su cordura, no mencionó lo que

bullía permanentemente en su cerebro, el horror que había visto en la Habitación de la Bruja al despertar de su desvanecimiento. Antes de huir, él y Leigh, pálidos y temblorosos, de la cámara, Carson había lanzado una fugaz mirada hacia atrás. Los pedazos arrugados y corroídos que había visto desprenderse de aquel ser de loca blasfemia habían desaparecido inexplicablemente, aunque habían dejado negras manchas en las piedras. Abbie Prinn, quizá, había regresado al infierno que había adorado, y su dios inhumano se había retirado a los secretos abismos más allá de la comprensión del hombre, derrotado por las fuerzas poderosas de una magia anterior que el ocultista había manejado. Pero la bruja había dejado un recuerdo, una cosa espantosa, que Carson, en esa última mirada hacia atrás, había visto emerger del borde del disco de hierro, como alzándose en irónico saludo: ¡una mano arrugada en forma de garra!

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EL ROBOT VANIDOSO

A menudo le pasaban... cosas a Gallegher –que tocaba la ciencia de oído–. Era, como él solía observar, un genio accidental. A veces empezaba con un trozo de alambre, unas pocas baterías y un broche, y antes de terminar ya había concebido un nuevo tipo de refrigerador. En ese momento sufría la resaca de una borrachera. Exhausto, esmirriado, desmañado, manipulaba su bar mecánico tendido en el diván de su laboratorio, y un mechón de pelo oscuro le colgaba descuidadamente sobre la frente. Un Martini muy seco goteó del grifo a su boca ávida. Estaba tratando de recordar algo, pero sin mayor esfuerzo. Tenía que ver con el robot, desde luego. Bueno, no importaba.

–Eh, Joe –dijo Gallegher. El robot, orgullosamente erguido ante el espejo, se examinaba las entrañas. Elcaparazón era transparente, y adentro los engranajes giraban a gran velocidad.

–Cuando me llames así –indicó Joe–, susurra. Y echa a ese gato de aquí. –No tienes un oído tan sensible... –Claro que sí. Oigo perfectamente los pasos del gato. –¿Cómo suenan? –preguntó Gallegher, interesado. –Como tambores –dijo el robot con petulancia–. Y cuando hablas tú, es como un trueno. La voz de Joe era un chillido discordante, y Gallegher pensó en comentar algo sobre pajas

en ojos ajenos y vigas en los propios. Con cierto esfuerzo se concentró en el panel luminoso de la puerta, donde esperaba una sombra. Una sombra familiar, pensó Gallegher.

–Soy Brock –dijo el visitante–. Harrison Brock. ¡Déjame entrar! –La puerta está sin llave –respondió Gallegher sin moverse, mirando gravemente al

hombre maduro y elegante que entraba; y trató de recordar. Brock tenía entre cuarenta y cincuenta años, y una cara pulcramente masajeada y afeitada

al ras. Lucía una expresión de absoluta intolerancia. Probablemente Gallegher conocía al hombre. No estaba seguro..., en fin.

Brock examinó el amplio y caótico laboratorio, parpadeó al ver al robot, buscó una silla y no la encontró. Con los brazos en jarras se balanceó sobre los talones, clavando los ojos en el científico postrado.

–¿Bien? –dijo. –Nunca empiece las conversaciones así –farfulló Gallegher, echándose otro Martini en el

garguero–. Ya he tenido suficientes problemas por hoy. Siéntese y póngase cómodo. Atrás tiene una dinamo. No está sucia, ¿verdad?

–¿Lo ha logrado? –barbotó Brock–. Es todo lo que quiero saber. Ya tuvo una semana. En el bolsillo tengo un cheque por diez mil. ¿Lo quiere o no?

–Claro –dijo Gallegher, y extendió una mano vacilante–. Démelo. –Cave a temptor. ¿A cambio de qué?–¿Y usted no lo sabe? –preguntó el científico, francamente asombrado. Brock se paseaba de un lado a otro como una fiera enjaulada. –Dios mío –dijo–. Me han dicho que si alguien puede ayudarme es usted. Seguro. Y

también que sacarle una frase sensata costaría tanto como arrancarle un diente. ¿Es usted un técnico o un imbécil?

Gallegher reflexionó. –Un minuto. Empiezo a recordar. Hablé con usted la semana pasada, ¿no?–Habló... ¡Sí! –la cara redonda de Brock se puso rosada–. Y se quedó allí postrado,

empinando el codo y recitando poemas. También cantó Frankie and Johnnie, y por último se las compuso para aceptar mi encargo.

–Lo cierto es que estuve borracho... Me emborracho a menudo –dijo Gallegher–. Especialmente si estoy de vacaciones. Me libera el subconsciente, y así puedo trabajar. Mis mejores inventos los he hecho borracho –prosiguió felizmente–. Entonces todo parece muy claro. Claro como una campana. Se dice una campana, ¿verdad? De cualquier modo... –perdió la ilación y pareció intrigado–. De cualquier modo, ¿de qué hablaba usted?

–¿Os callaréis de una vez? –preguntó el robot, de pie frente al espejo. Brock se sobresaltó; Gallegher le tranquilizó con un gesto.

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–No le haga caso a Joe. Lo terminé anoche, y ya me estoy arrepintiendo. –¿Un robot?–Un robot. Pero no sirve para nada. Lo hice cuando estaba borracho, y no tengo la más

remota idea de cómo ni porqué. Lo único que sabe hacer es quedarse allí, admirándose. Y canta. Berrea como un alma en pena. No tardará en oírle.

No sin esfuerzo, Brock volvió al asunto que los ocupaba. –Mire, Gallegher. Estoy en un brete. Usted prometió ayudarme. De lo contrario, estoy

arruinado. –Yo hace años que estoy arruinado –observó el científico–. Y no me fastidio. Simplemente

sigo trabajando para ganarme el sustento y hago cosas en mi tiempo libre. Todo tipo de cosas. ¿Sabe? Si hubiera estudiado de veras, habría sido otro Einstein. Así me han dicho. Pero parece que mi subconsciente ha asimilado un entrenamiento científico de primera en alguna parte. Por eso nunca me fastidio. Cuando estoy borracho o muydistraído puedo resolver el problema más endemoniado.

–Ahora está borracho –le acusó Brock. –Me aproximo a los niveles más gratos. ¿Cómo se sentiría usted si despertara viendo que

ha inventado un robot por alguna razón desconocida, y no tiene la menor idea de los atributos de la criatura?

–Bueno... –Pues yo no me siento así –murmuró Gallegher–. Probablemente usted se toma la vida

demasiado en serio, Brock. El vino estimula el humor; la bebida fuerte enfurece. Perdóneme. Yo me enfurezco –bebió otro Martini.

Brock se puso a caminar por el laboratorio atestado, sorteando varios objetos sucios y enigmáticos al pasar.

–Si usted es científico, el cielo ayude a la ciencia. –Soy el Larry Adler de la ciencia –dijo Gallegher–. Era un músico... Vivió hace varios

cientos de años, creo. Soy como él. Nunca en mi vida tomé lecciones. ¿Qué le voy a hacer si tengo un subconsciente bromista?

–¿Sabe quién soy yo? –preguntó Brock. –Honestamente, no. ¿Tendría que saberlo?–Podría tener la cortesía de recordarlo, aunque haya pasado una semana –dijo el otro con

amargura–. Harrison Brock. Ese soy yo. El dueño de Películas Vox-Visión. –No –dijo de pronto el robot–, es inútil. Absolutamente inútil, Brock. –Qué diabl... Gallegher suspiró fatigosamente. –Olvidaba que la maldita cosa está viva. Señor Brock, le presento a Joe. Joe, te presento al

señor Brock..., de Vox-Visión. Joe se volvió, el cráneo transparente atiborrado de engranajes. –Encantado de conocerle, señor Brock. Permítame felicitarle por tener la buena suerte de

oír mi encantadora voz. –Ugh –farfulló el magnate–. Hola. –Vanidad de vanidades, todo es vanidad –intervino Gallegher, sotto voce–. Así es Joe. Un

pavo real. Además no vale la pena discutir con él. El robot ignoró este aparte. –Pero es inútil, señor Brock –continuó Joe con su voz chillona–. No me interesa el dinero.

Entiendo que llevaría felicidad a muchos si accediera a aparecer en sus películas, pero la fama no significa nada para mí. Nada. Me basta con la conciencia de mi belleza.

Brock se mordisqueó los labios. –Mira –dijo airadamente–, no he venido aquí para ofrecerte trabajo. ¿Ves? ¿Te estoy

ofreciendo algún contrato acaso? Qué descaro... ¡Bah! Estás loco... –Sus planes son absolutamente transparentes –señaló el robot con frialdad–. Veo que está

abrumado por mi belleza y la magnificencia de mi voz, de gran riqueza tonal. No tiene porqué simular lo contrario para regatear el precio. He dicho que no me interesa.

–¡Estás l-o-o-c-c-c-o! –aulló Brock, perdiendo totalmente los estribos. Gallegher reía para sus adentros. –Joe es muy susceptible –dijo–. Eso ya lo descubrí. Además, debí de instalarle sentidos

muy especiales; hace una hora se echó a reír desaforadamente. Al parecer, sin motivo. Yo me

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estaba preparando algo de comer. Diez minutos después resbalé en un corazón de manzana que había en el suelo y me di un porrazo. Joe me miró. "Era por eso", dijo. "Lógica de la probabilidad. Causa y efecto. Sabía que ibas a tirar ese corazón de manzana y a patinar cuando fueras a recoger la correspondencia." Como la Reina Blanca, supongo. Es pobre la memoria que no funciona en ambas direcciones.

Brock se sentó en la pequeña dinamo –había dos: la más grande, llamada Monstro, y la más pequeña, que Gallegher usaba de banco– e inhaló profundamente.

–Los robots no son ninguna novedad. –Este sí. Odio sus engranajes. Ya me está dando un complejo de inferioridad. Ojalá

supiera por qué lo he inventado –suspiró Gallegher–. En fin. ¿Quiere un trago?–No. He venido a hablar de negocios. ¿De veras pasó la semana construyendo un robot en

vez de solucionar el problema para el que le contraté?–¿Un contrato contingente, verdad? –preguntó Gallegher–. Creo recordar ese detalle. –En efecto –dijo Brock con satisfacción–. Diez mil, contra entrega. –¿Por qué no me da el dinero y se lleva el robot? Vale la pena. Métalo en una película. –No produciré ninguna película, a menos que usted me dé una solución –exclamó Brock–.

Le he contado todo al respecto. Brock tragó saliva, tomó una revista cualquiera de la biblioteca y sacó una estilográfica. –De acuerdo. Mis acciones preferidas están en veintiocho, muy por debajo del valor... –

garabateo cifras en la revista. –Si hubiera tomado el folio medieval que está al lado, le habría costado muy caro –dijo

ociosamente Gallegher–. ¿Así que usted es de esos que escriben en los manteles, eh? No me hable de acciones y cosas raras. Vaya al grano. ¿A quién quiere embaucar?

–Es inútil –dijo el robot mirándose en el espejo–. No firmará contrato. La gente puede venir a admirarme, si quiere. Pero tendrá que susurrar en mi presencia...

–Qué manicomio –masculló Brock, tratando de dominarse–. Escuche, Gallegher. Le conté todo esto hace una semana, pero... a él.

–Entonces no estaba Joe... Haga como que le cuenta. –Eh... Mire. Imagino que por lo menos habrá oído hablar de Vox-Visión. –Claro. La mejor compañía de televisión, y la más grande. Sonatone es prácticamente la

única competidora. –Sonatone me está extorsionando. Gallegher se sorprendió. –No entiendo cómo. Usted tiene el mejor producto. Color tridimensional, toda clase de

artefactos modernos, los mejores actores, músicos, cantantes... –Es inútil –dijo el robot–. Dije que no. –Cállate, Joe. Nadie puede superarle, Brock, se lo aseguro. Siempre oí decir que usted era

bastante honesto. ¿Cuál es el arma de Sonatone?Brock hizo un ademán de impotencia. –Oh, política. Los teatros clandestinos. Tengo las manos atadas. Sonatone contribuyó a

elegir la administración actual y la policía hace la vista gorda. –¿Teatros clandestinos? –preguntó Gallagher, frunciendo el ceño–. Algo he oído... –Es historia vieja. De los tiempos del cine sonoro. La televisión casera liquidó el cine

sonoro y las salas grandes. La gente perdió el hábito de reunirse en gran número para mirar una pantalla. Los televisores mejoraron. Era más cómodo sentarse en una mecedora, beber cerveza y mirar el espectáculo. La televisión ya no era un artículo de lujo. El sistema de medidores puso los precios al alcance de la clase media. Todo elmundo lo sabe.

–Yo no –dijo Gallegher–. Nunca presto atención a lo que pasa fuera de mi laboratorio a menos que sea necesario. Licor y una mente selectiva. Ignoro lo que no me afecta directamente. Explíqueme todo con detalle, así tendré un cuadro completo. No me molesta que me repitan las cosas. Bien, ¿en qué consiste el sistema de medidores?

–Los televisores se instalan gratis. Nunca los vendemos, los alquilamos. La gente paga según las horas que los tienen encendidos. El espectáculo es continuado: obras de teatro, películas, óperas, orquestas, cantantes, vodevil... todo. El que usa mucho el televisor, paga proporcionalmente. El inspector pasa una vez por mes y lee el medidor. Es un sistema justo. Cualquiera puede costearse un Vox-Visión. Sonatone y las otras compañías hacen lo mismo,

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pero mi única competidora importante es Sonatone. Al menos, es la más indecente. El resto de los muchachos..., son más pequeños que yo, pero no les paso por encima. Nunca mehan llamado sucio –dijo sombríamente Brock.

–¿Entonces?–Entonces Sonatone ha empezado a depender de la audiencia. Hasta hace poco era

imposible: no se podía magnificar la televisión tridimensional en una pantalla grande sin rayas ni sombras en la imagen. Por eso en los hogares se usaban las pantallas de un metro por uno veinte. Los resultados eran perfectos. Pero Sonatone compró muchas de las salas-fantasma en todo el país.

–¿Qué es una sala-fantasma? –preguntó Gallegher. –Bueno... Antes del derrumbe del cine sonoro hubo grandes proyectos. Grandes de veras.

¿Oyó hablar alguna vez del Radio City Music Hall? Bueno, eso no era suficiente. La televisión tenía éxito y la competencia era feroz. Los cines fueron más grandes y más sofisticados. Eran palacios. Tremendos. Pero cuando se perfeccionó la televisión nadie iba al cine, y a veces demolerlos era demasiado caro. Salas-fantasma, ¿ve? Grandes y pequeñas. Las renovaron. Y proyectaban programas de Sonatone. La atracción masiva es un factor crucial. Las salas cobran muy caro, pero la gente las llena. Novedad y gregarismo. Gallegher cerró los ojos.

–¿Qué le impide hacer lo mismo? –Las patentes –dijo concisamente Brock–. Le mencioné que la televisión dimensional no se

podía usar en pantallas grandes hasta hace poco. Hace diez años Sonatone firmó un acuerdo conmigo, estipulando que todo perfeccionamiento en ese sentido sería compartido. Se escabulleron. Dijeron que el contrato era falso, y la justicia los amparó. Ellos amparan a los jueces... Política. De todos modos, los técnicos de Sonatone descubrieron un método para usar la pantalla grande. Lo patentaron. Registraron veintisiete patentes, en realidad, para cubrir todas las variantes posibles de la idea. Mi personal técnico ha trabajado día y noche para descubrir algún método similar que no implique una infracción, pero Sonatone abarca todos los matices. Tienen un sistema llamado Magna. Se puede instalar en cualquier tipo de televisor...pero ellos sólo permiten que se instale en aparatos Sonatone. ¿Entiende?

–Deshonesto, pero legal –dijo Gallegher–. No obstante, usted ofrece a la clientela algo más ventajoso. La gente quiere calidad. El tamaño no importa.

–Sí –dijo amargamente Brock–, pero eso no es todo. Los noticiarios sólo hablan de AM. La expresión de moda. Atracción Masiva. El instinto gregario. Usted tiene razón, la gente quiere calidad. ¿Pero compraría usted whisky a cuatro dólares la botella si puede conseguirla por dos?

–Depende de la calidad. ¿Qué ocurre? –Las salas clandestinas –dijo Brock–. Las han inaugurado en todo el país. Exhiben

productos Vox-Visión, y utilizan el sistema de amplificación Magna que patentó Sonatone. La entrada es barata..., más barata que tener un Vox-Visión en casa. Además, la atracción masiva. Además, la emoción de un acto ligeramente ilegal. Por todas partes la gente renuncia al Vox-Visión. Yo sé por qué. Puede asistir a las salas clandestinas.

–Es ilegal –dijo pensativamente Gallegher. –Igual que la venta de bebidas alcohólicas durante la Prohibición. Tener protección, esa es

la clave. No puedo emprender ninguna acción legal. Lo he intentado. Estoy tocando fondo. Pronto estaré en bancarrota. No puedo abaratar las tarifas por el alquiler de Vox-Visiones. Ya son nominales. Mi ganancia depende de la cantidad. Ahora no gano. En cuanto a las salas-fantasma, es obvio quién las respalda.

–¿Sonatone? –Claro. Bajo cuerda. A cambio de un porcentaje. Lo que esperan es que quiebre y me

retire, y así tendrían el monopolio. Después, proyectarán las peores birrias y pagarán salarios de hambre a los artistas. Conmigo es diferente. Yo le pago a la gente lo que vale... Mucho.

–Y a mí me ha ofrecido unos pobres diez mil –observó Gallegher–. Vaya... –Era sólo un adelanto –se apresuró a decir Brock–. Diga la cifra que le parezca

conveniente... dentro de lo razonable –agregó. –De acuerdo. Será una cifra astronómica. ¿Hace una semana dije que aceptaba el trabajo? –Sí. –Entonces debía tener alguna idea de cómo solucionar el problema –dijo pensativamente

Gallegher–. Veamos. No mencioné nada en particular, ¿verdad?

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–Se lo pasó hablando de losas marmóreas y... eh, su amada. –Entonces estaba cantando –explicó Gallegher con lujo de detalles–. St. James Infirmary.

Cantar me calma los nervios, y Dios sabe que a veces me hace falta. La música y el licor. A menudo me pregunto qué compran los vinateros.

–¿Qué? –Que valga siquiera la mitad de lo que venden. Olvídelo. Estoy citando a Omar. No

significa nada. ¿Los técnicos de usted son buenos? –Los mejores. Y los mejor pagados. –¿No pueden descubrir un proceso de magnificación que no contravenga las normas

Magna de Sonatone? –En síntesis, ese es el problema. –Supongo que tendré que investigar un poco –dijo tristemente Gallegher–. Algo que

detesto. Pero la suma de las partes equivale al total. ¿Para usted eso tiene sentido? Para mí no. Las palabras me dan trabajo. Después que digo algo, empiezo a preguntarme qué he dicho. Mejor que mirar un drama –concluyó, irritado–. Me duele la cabeza. Demasiada charla y poco licor. ¿Dónde estamos?

–A un paso del manicomio –sugirió Brock–. Si no fuera usted mi último recurso, yo... –Es inútil –dijo chillonamente el robot–. Rompa ese contrato, Brock. No firmaré, la fama no

es nada para mí...–Si no te callas la boca –advirtió Gallegher–, te aullaré en el oído. –¡Está bien! –gimió Joe–. ¡Pégame! ¡Vamos, pégame! Cuanto peor me trates, antes se me

descompondrá el sistema nervioso, y moriré. No me importa. No tengo instinto de supervivencia. Pégame. Vería si me importa.

–Él tiene razón, ¿sabe usted? –dijo el científico tras una pausa–. Y es la única manera lógica de responder al chantaje o las amenazas. Cuanto antes termine, mejor. Joe no tiene muchos matices. Cualquier cosa que le duela de veras lo destruirá. Y le importa un comino.

–A mí también –rezongó Brock–. Lo que quiero es descubrir... –Sí, lo sé. Bien. Daré un paseo y veremos qué se me ocurre. ¿Puedo entrar en sus

estudios?–Aquí tiene un pase –Brock garabateó algo en el dorso de una tarjeta–. ¿Se pondrá a

trabajar de inmediato?–Claro –mintió Gallagher–. Ahora váyase y tómelo con calma. Tranquilícese. Todo está

bajo control. O encuentro una solución rápida a su problema, o bien... –¿O bien, qué?–O bien, no –concluyó blandamente el científico, y apretó los botones de un panel de

control cerca del diván–. Estoy harto de Martinis. ¿Por qué no habré hecho un mozo mecánico de ese robot, cuando lo fabricaba? Hasta el esfuerzo de elegir y apretar botones me deprime a veces. Sí, pondré manos a la obra, Brock. Cálmese.

El magnate titubeó. –Bien, usted es mi única esperanza. Ni hace falta mencionar que si hay algo que yo pueda

hacer para ayudarle... –Una rubia –murmuró Gallegher–. Esa estrella despampanante que tiene usted, Silver

O'Keefe. Mándemela. No necesito nada más. –Adiós, Brock –dijo chillonamente el robot–. Lamento que no pudiéramos cerrar un trato,

pero al menos tuvo usted el inolvidable deleite de oír mi bella voz, por no mencionar el placer de verme. No difunda lo hermoso que soy. Las multitudes me fastidian de veras. Son ruidosas.

–Uno no sabe qué es el dogmatismo hasta que habla con Joe –dijo Gallegher–. Oh, bien. Hasta pronto. No se olvide de la rubia.

–Adiós, feo –dijo Joe. A Brock le temblaban los labios. Buscó palabras, desistió, y por último se volvió hacia la

puerta. El portazo hizo parpadear a Gallegher, aunque fueron los oídos hipersensibles del robot los que más sufrieron.

–¿Por qué eres así? –preguntó Gallegher–. Casi le provocas una apoplejía. –Sin duda no se creerá bello –observó Joe. –La belleza está en los ojos de quien contempla. –Qué estúpido eres. Tú también eres feo.

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–Y tú eres un conglomerado de engranajes, pistones y ruedas. Te falta un tornillo –dijo Gallegher, aunque en un sentido literal era lo que menos faltaba en el cuerpo del robot.

–Soy adorable –Joe se miró extasiado en el espejo. –Para ti, quizá. ¿Por qué te habré hecho transparente?–Para que otros pudieran admirarme. Tengo visión de rayos X, por supuesto. –Y ruedas en la cabeza. ¿Por qué te habré puesto el cerebro radioatómico en el

estómago? ¿Protección?Joe no respondió. Tarareaba con una voz espantosamente chillona, estridente y enervante.

Gallegher lo soportó un rato, tonificado con un gin-soda del sifón. –¡Basta! –aulló al fin–. Suenas como un tranvía viejo doblando una esquina. –Me tienes envidia, es todo –replicó Joe, pero obedientemente elevó la voz a un tono

supersónico. Durante medio minuto hubo silencio. Luego todos los perros del vecindario se pusieron a

aullar. Gallegher enderezó fatigosamente el cuerpo desgarbado. Era mejor irse. Obviamente en el laboratorio no tendría paz. No, con esa pila de chatarra halagándose el ego constantemente.

Joe soltó una risita discordante. Gallegher parpadeó. –¿Y ahora, qué?–Ya lo descubrirás. La lógica de causas y efectos, más el cálculo de probabilidades, la visión de rayos X y otros

sentidos enigmáticos que el robot sin duda poseía. Gallegher maldijo entre dientes, manoteó un sombrero negro y deforme y se dirigió a la puerta. Apenas la abrió entró un hombre bajo y gordo que rebotó dolorosamente en el estómago del científico.

–¡Ufff! Oh. Qué pésimo sentido del humor tiene ese bastardo. Hola, señor Kennicott. Me alegra verle. Lamento no poder ofrecerle un trago.

La cara atezada del señor Kennicott se retorció con malicia. –No quiero ningún trago. Quiero mi pasta. Dámela. ¿Qué te parece?Gallegher contempló pensativamente el vacío. –Bueno, justamente iba a buscar un cheque. –Te vendo mis diamantes. Dices que vas a hacer algo con ellos. Me das el cheque por

adelantado. Me lo rebotan, rebotan, rebotan. ¿Por qué?–No tenía fondos –musitó Gallegher–. Nunca recuerdo el saldo de mi cuenta bancaria. Kennicott parecía a punto de rebotar, rebotar, rebotar en el umbral. –Devuélveme los diamantes, ¿eh?–Bueno. Los usé en un experimento, no recuerdo cuál. ¿Sabe, señor Kennicott? Creo que

cuando los compré, estaba un poco borracho, ¿no?–Borracho –convino el hombrecillo–. Apestabas a alcohol. ¿Y con eso, qué? No espero

más. Ya me sacaste de las casillas. Págame ahora o pobre de ti. –Largo de aquí, sucio –dijo Joe desde dentro del cuarto–. Eres un espanto. Gallegher se apresuró a empujar a Kennicott hacia la calle y trabar la puerta a sus

espaldas. –Un loro –explicó–. Pronto le torceré el pescuezo. Ahora, en cuanto al dinero... Admito que

estoy en deuda con usted. Acabo de tomar un trabajo importante, y cuando me paguen le daré lo suyo.

–No me vengas con esas –dijo Kennicott–. ¿Tienes un puestazo, no? ¿Trabajas de técnico en alguna gran compañía, eh? Pide un sueldo adelantado.

–Ya lo he pedido –suspiró Gallegher–. Pedí seis sueldos. Mire, en dos días le devolveré el dinero. Quizá pueda sacarle un adelanto a mi cliente. ¿De acuerdo?

–No. –¿No?–Ah, está bien. Espero un día. Dos días, tal vez. Y basta. Consigue el dinero. Todo. Si no,

vas a la cárcel. –Dos días es más que suficiente –dijo Gallegher, aliviado–. Dígame, ¿hay algún teatro

clandestino cerca de aquí?–Mejor ponte a trabajar y no pierdas el tiempo. –Ese es mi trabajo. Estoy haciendo una investigación. ¿Dónde podré encontrar una de

esas salas?

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–Es fácil. Vas al centro, te entiendes con el fulano que está en la puerta. Él te venderá la entrada. En cualquier parte. Por todas partes.

–Magnífico –dijo Gallegher, despidiéndose del hombrecillo. Pero... ¿Por qué le habría comprado diamantes a Kennicott? Casi valdría la pena hacerse

amputar el subconsciente. Hacía las cosas más extraordinarias. Funcionaba regido por una lógica inflexible, pero esa lógica era absolutamente extraña para la mente consciente de Gallegher. No obstante, los resultados con frecuencia eran asombrosamente buenos, y siempre asombrosos. Eso era lo peor de ser un científico sin conocimientos científicos. El problema de tocar de oído.

En el laboratorio quedaba una retorta con polvo de diamantes, de algún experimento insatisfactorio realizado por el subconsciente de Gallagher; y tenía el vago recuerdo de haberle comprado las piedras a Kennicott. Curioso. Tal vez... Oh, sí. Eran para Joe. Soportes, o algo por el estilo. Desmantelar el robot ya no serviría de nada, pues sin duda los diamantes habían sido triturados. ¿Por qué diablos no había usado piedras comerciales, igualmente satisfactorias, en vez de comprar diamantes blanco-azulados de primera clase? Lo mejor era poco para el subconsciente de Gallegher. Se desentendía absolutamente de los instintos comerciales. Simplemente no comprendía el sistema de precios de los principios económicos básicos.

Gallegher vagabundeó por la ciudad como un Diógenes L. en busca de la verdad. Atardecía, y las luminarias centelleaban en lo alto, pálidas barras de luz contra la oscuridad. Un letrero volante fulguraba sobre las torres de Manhattan. Los aerotaxis, que circulaban en diversos niveles convencionales, se detenían para recoger pasajeros en las pistas con ascensor. En el centro, Gallegher se puso a estudiar los portales. Al fin encontró uno ocupado, pero el hombre vendía postales. Gallegher declinó la oferta y enfiló hacia el bar más cercano, pues necesitaba combustible. Era un bar móvil que combinaba lo peor de un viaje a Coney Island con cócteles poco inspirados, y en el umbral Gallegher titubeó. Pero finalmente tomó una silla que le pasó por delante y se relajó lo más que pudo. Ordenó tres gin-soda y las bebió en rápida sucesión. Después llamó al dueño del bar y le preguntó por los teatros clandestinos.

–Diablos, sí –dijo el hombre, sacando un fajo de entradas de su bata–. ¿Cuántas? –Una. ¿Dónde es? –Dos veintiocho. Por esta calle. Pregunte por Tony. –Gracias –dijo Gallegher, y tras pagar una suma exorbitante bajó de la silla y se fue en zig-

zag. Los bares móviles eran un progreso que él no apreciaba, pues pensaba que era mejor

beber en un estado de inmovilidad. Al otro estado siempre se llegaba después, de todos modos. La puerta estaba al pie de unas escaleras, y tenía un enrejado. Gallegher golpeó y se encendió la pantalla. Obviamente un circuito unidireccional, pues al portero no le veía.

–¿Tony? –dijo Gallegher. La puerta se abrió y descubrió a un hombre ojeroso con pantalones amplios que no

lograban realzarle la figura huesuda. –¿Tiene la entrada? Veamos. Bien, amigo. Siga derecho. El espectáculo ya empezó. Se

sirven bebidas en el bar de la izquierda. Gallegher pasó entre las cortinas a prueba de sonido del extremo de un pasillo corto, y se

encontró en lo que parecía el foyer de un teatro antiguo, de alrededor de 1980, cuando el plástico era la última moda. Llegó al bar guiado por su olfato, pagó muy caro un licor barato y así fortificado entró en la sala. Estaba casi llena. La gran pantalla –presumiblemente una Magna– estaba poblada de gente que le hacía cosas a una nave espacial. Un film de aventuras o un noticiario, comprendió Gallegher. Sólo el acicate de lo ilícito podía atraer una audiencia tal a ese teatrucho. Hedía. Sin duda lo mantenían con una bicoca, y no había acomodadores. Pero era ilegal, y por lo tanto tenía una buena clientela. Gallegher estudió la pantalla; ni rayas ni distorsiones. Un amplificador Magna había sido instalado sin licencia en un televisor Vox-Visión, y una de las mayores estrellas de Brock actuaba eficazmente para beneficio de los dueños de la sala clandestina. Un robo, lisa y llanamente.

Al rato Gallegher salió, y vio un policía de uniforme en una de las butacas del pasillo. Sonrió sardónicamente. El polizonte sin duda no había pagado la entrada. La política seguía igual que siempre. A dos calles un resplandor de luz anunciaba el SONATONE BIJOU. Esta, desde luego, era una de las salas legales y proporcionalmente cara. Gallegher despilfarró una

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pequeña fortuna en una buena ubicación. Le interesaba comparar, y descubrió que, por lo que él podía ver, el Magna del Bijou y el del teatro clandestino eran idénticos. Ambos cumplían sus funciones a la perfección. La difícil tarea de ampliar las pantallas de televisión se había cumplido exitosamente.

En el Bijou, sin embargo, todo era palaciego. Acomodadoras espléndidas hacían reverencias pomposas. Los bares servían licores gratis en cantidades razonables. Había un baño turco. Gallegher pasó por la puerta de "caballeros" y quedó deslumbrado por la magnificencia del lugar. Hasta por lo menos diez minutos después, se sintió como un sibarita. Esto significaba que todo aquel que podía costeárselo iba a los teatros Sonatone legales, y el resto se metía en las salas clandestinas. Todos salvo unos cuantos espectadores hogareños a los que no les entusiasmaba la nueva moda. Eventualmente Brock tendría que renunciar por falta de ingresos; Sonatone monopolizaría todo, elevaría los precios y se dedicaría a hacer dinero. La diversión era necesaria en la vida, y la gente estaba condicionada para ver televisión. No había sustitutos. Una vez que Sonatone se saliera con la suya, todos pagarían más y más por menos y menos talento.

Gallegher dejó el Bijou y llamó un aerotaxi. Dio la dirección del estudio de Vox-Visión en Long Island, con la vaga esperanza de sacarle a Brock una cuenta corriente. Y además, quería seguir investigando. Las oficinas de Vox-Visión en el este se extendían por todo Long Island bordeando el Sound, un vasto conglomerado de edificios de formas distintas. Gallegher encontró instintivamente el comedor, donde absorbió más licor como medida precautoria; su subconsciente tenía una ardua tarea por delante, y no quería entorpecerlo frenándole la libertad. Además, el Collins era bueno. Después de un trago decidió que por el momento era suficiente. No era un superhombre, aunque su capacidad fuera ligeramente increíble. Sólo lo suficiente para la claridad objetiva y la liberación subjetiva.

–¿El estudio siempre está abierto de noche? –preguntó al mozo. –Claro. Algunos sets, por lo menos. El programa cubre las veinticuatro horas. –El comedor está lleno... –También recibimos a la gente del aeropuerto. ¿Otro? Gallegher meneó la cabeza negativamente y salió. La tarjeta de Brock le permitió trasponer

un portón. Luego fue directamente a la oficina del gran cacique. Brock no estaba allí, pero se oyeron voces altas, estridentemente femeninas.

–Un minuto, por favor –dijo la secretaria, y utilizó el visor interno–. Pase, por favor... Gallegher pasó. La oficina era una monada, funcional y lujosa al mismo tiempo. Había fotos tridimensionales en nichos a lo largo de las paredes: las estrellas más grandes de Vox-Visión. Una morena menuda, excitada y bonita, estaba sentada al escritorio, y frente a ella había un ángel rubio, de pie y furibundo.

Gallegher reconoció al ángel: Silver O'Keefe. Aprovechó la oportunidad. –Qué tal, señorita O'Keefe. ¿Me autografía un cubo de hielo? ¿Dentro de un cóctel?

Silver puso cara felina. –Lo siento, guapo, pero soy una chica que trabaja. Y en este momento estoy ocupada. La morena encendió un cigarrillo. –Arreglemos esto después, Silver. Papá dijo que viera a este hombre si venía. Es

importante. –Lo arreglaremos. Y pronto –dijo Silver saliendo de escena. Gallegher le silbó a la puerta cerrada. –No es para usted –dijo la morena–. Está bajo contrato. Y quiere cancelar el contrato para

poder firmar con Sonatone. Las ratas abandonan el barco. Silver puso el grito en el cielo desde que vio venir la tormenta.

–¿Sí?–Siéntese y póngase cómodo. Soy Patsy Brock, papá está al frente del negocio y yo

manejo los controles cuando él pierde la chaveta. El viejo no aguanta los problemas. Los toma como afrenta personal.

Gallegher buscó una silla. –Así que Silver quiere desertar, ¿eh? ¿Cuántos más?–No muchos. La mayoría es leal. Pero claro, si nos vamos a pique... –Patsy Brock se

encogió de hombros–. O se ganan el pan trabajando para Sonatone, o dejan de comer.

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–Ajá. Bien... Quiero conocer a los técnicos. Quiero echar una ojeada a las ideas que elaboraron para pantallas amplificadoras.

–Adelante –dijo Patsy–. No le servirá de mucho. Es sencillamente imposible fabricar un amplificador de televisión sin infringir alguna patente de Sonatone –apretó un botón, murmuró algo a un visor y poco después aparecieron dos copas altas por una ranura del escritorio–. ¿Señor Gallegher...?

–Bien, ya que es un Collins... –Me di cuenta por el aliento de usted –dijo enigmáticamente Patsy–. Papá me contó que lo

había visto. Parecía algo alterado, especialmente a causa de ese nuevo robot. ¿Cómo es?–Oh, no sé –dijo Gallegher, desconcertado–. Tiene muchas habilidades, sentidos nuevos,

creo. Pero no tengo la más vaga idea de para qué sirve... Salvo para admirarse a sí mismo en el espejo.

Patsy asintió. –Alguna vez me gustaría verlo. Pero volviendo a lo nuestro, ¿cree que podrá hallar una

respuesta?–Posiblemente. Probablemente. –¿No seguramente?–Seguramente, pues. No hay duda... No hay la menor sombra de duda. –Porque para mí es importante. El dueño de Sonatone es Elia Tone; un auténtico pirata, un

fanfarrón. Tiene un hijo llamado Jimmy. Y Jimmy, créase o no, ha leído Romeo y Julieta. –¿Buen muchacho?–Un insecto. Un insecto enorme y musculoso. Quiere que me case con él. –«Dos familias, ambas semejantes en...» –Sin citas, por favor –interrumpió Patsy–. De todos modos siempre he pensado que Romeo

era un imbécil. Y si alguna vez se me cruzara por la cabeza ir al altar con Jimmy Tone me compraría un billete al manicomio, de ida solamente. No, señor Gallegher. Las cosas no son así. Nada de capullos de hibisco. Jimmy se me ha declarado... Su idea de una declaración, de paso, es inmovilizar a una muchacha con una llave de judo y anunciarle lo afortunada que es.

–Ah –dijo Gallegher, sorbiendo el Collins. –Toda esta idea del monopolio de las patentes y las salas clandestinas se la debemos a

Jimmy. Estoy segura. El padre también está metido, desde luego. Pero Jimmy Tone es el jovenzuelo brillante que la ha concebido.

–¿Por qué?–Dos pájaros de un tiro. Sonatone monopolizará el negocio, y Jimmy piensa que me

conquistará. Es un poco chiflado. No puede creer que yo le esté rechazando en serio. Supone que después de un tiempo me derretiré y le daré el sí. Algo que no haré, ocurra lo que ocurra. Pero ese es un asunto personal. No puedo dejar que nos gane de esta manera. Quiero borrarle de la cara esa sonrisa boba y engreída.

–Parece que no simpatiza con él, ¿verdad? –observó Gallegher–. No le culpo a usted, si es que él es como usted me lo describe. Bueno, haré lo imposible. Sin embargo, necesitaré una cuenta corriente.

–¿Cuánto? Gallegher pidió una suma. Patsy le extendió un cheque por una cantidad mucho menor. El científico puso cara larga. –Es inútil –dijo Patsy con una sonrisa astuta–. He oído hablar de usted, señor Gallegher.

Es completamente irresponsable. Si tuviera más que esto, pensaría que no necesita más y se olvidaría del asunto. Le extenderé más cheques cuando los necesite..., pero a cambio de facturas detalladas.

–Se equivoca conmigo –dijo Gallegher, sonriendo–. Estaba pensando en invitarla a un club nocturno. Naturalmente no quiero llevarla a una pocilga. Los buenos lugares cuestan. Ahora, si usted me extiende otro cheque...

–No –respondió Patsy, sonriendo. –¿Quiere comprar un robot?–No como ese, al menos. –Entonces, estoy liquidado –suspiró Gallegher–. Bien, ¿qué tal si...?En ese momento, el visor emitió un zumbido. Una cara rígida y transparente creció en la

pantalla. Dentro de la cabeza redonda los engranajes crujían a gran velocidad. Patsy soltó un chillido y se echó hacia atrás.

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–Dile a Gallagher que Joe está aquí, muchacha afortunada –anunció una voz chillona–. Podrás recordar mi imagen y mi voz hasta el fin de tus días. Un toque de belleza en un mundo de opacidad...

Gallegher rodeó el escritorio y miró la pantalla. –Demonios. ¿Cómo has podido...?–Tenía que resolver un problema. –¿Y cómo has averiguado mi paradero?–Te extensioné –dijo el robot. –¿Me...qué?–Extensioné que estabas en los estudios Vox-Visión, con Patsy Brock. –¿Qué es... extensionar? –quiso saber Gallegher. –Es uno de mis sentidos. No tienes nada ni remotamente parecido, así que no te lo puedo

describir. Es comouna combinación de sagrazi y precognición. –¿Sagrazi?–Oh, tampoco tienes sagrazi, ¿verdad? Bien, no me hagas perder tiempo. Quiero regresar

al espejo. –¿Siempre habla así? –intervino Patsy.–Casi siempre. A veces es aún más delirante. Bueno, Joe. ¿Que quieres?–Ya no trabajas más para Brock –dijo el robot–. Trabajas para Sonatone. Gallegher inhaló profundamente. –Sigue hablando. Pero estás chiflado. –No me gusta Kennicott. Me fastidia. Es demasiado feo. Sus vibraciones me raspan el

sagrazi. –Olvida a Kennicott –dijo Gallegher, que no quería comentar la compra de los diamantes

delante de la chica–. Vuelve a... –Pero yo sabía que Kennicott seguiría viniendo hasta recuperar su dinero. Así que cuando

Elia y James Tone vinieron al laboratorio, les acepté un cheque. La mano de Patsy apretó los bíceps de Gallegher. –¡Un momento! ¿Qué es esto? ¿El viejo doble juego?–No. Espere. Déjeme llegar al fondo del asunto. Joe, maldito cascajo transparente, ¿cómo

has podido recibir...?–Simulé ser tú. –Seguro –dijo Gallegher con sarcasmo–. Eso lo explica todo. Somos gemelos.

Absolutamente idénticos. –Los hipnoticé –explicó Joe–. Les hice creer que yo era tú. –¿Y puedes hacer eso?–Sí. Me sorprendió un poco. De todos modos, si lo hubiera pensado, habría extensionado

que podía hacerlo. –Habrías... sí, claro. Yo mismo lo habría extensionado. ¿Qué ocurrió?–Los Tone debieron sospechar que Brock te pediría ayuda. Ofrecieron un contrato

exclusivo: trabajas para ellos y para nadie más. Muchísimo dinero. Bueno, simulé ser tú y dije que de acuerdo. Así que firmé el contrato (de paso, es tu firma), recibí un cheque y se lo mandé a Kennicott.

–¿Todo el cheque? –balbuceó Gallegher–. ¿Cuánto era?–Doce mil. –¿Sólo me ofrecieron eso?–No –dijo el robot–, ofrecieron cien mil, y dos mil por semana durante cinco años. Pero yo

sólo quería asegurarme de que Kennicott no tendría razones para molestarme de nuevo. Los Tone quedaron satisfechos cuando dije que doce mil sería suficiente.

Gallegher emitió un impreciso gorgoteo gutural. Joe asintió pensativamente. –Creí que era mejor que supieras que ahora trabajas para Sonatone. Bueno, volveré al

espejo y cantaré para mí mismo.–Espera –dijo el científico–. Espera un poco, Joe. Te voy a destrozar pieza por pieza con

mis propias manos, y después pisotearé los fragmentos. –El contrato no tendrá validez legal –cloqueó Patsy.–Oh, claro que sí –dijo alegremente Joe–. Podéis tener el placer de mirarme por última vez.

Debo irme –y se fue. Gallegher bajó el Collins de un trago.

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–Estoy apabullado –informó a la chica–. ¿Qué habré puesto dentro de ese robot? ¿Qué sentidos anormales posee? Hipnotizar a la gente para hacerle creer que él es yo... Que yo soy él... Ni sé lo que digo.

–¿Es una farsa? –dijo Patsy tras una pausa–. Por casualidad, ¿no habrá firmado personalmente un contrato con Sonatone, y después hizo llamar al robot para tener una salida..., una coartada? Quién sabe...

–Yo sé. Joe firmó el contrato con Sonatone, no yo. Pero imagínese... Si la firma es una copia perfecta de la mía, si Joe hipnotizó a los Tone para que pensaran que me veían a mí en vez de él, si hubo testigos de la firma..., los dos Tone son testigos, desde luego. Oh..., diablos.

Patsy entornó los ojos. –Le pagaremos la misma suma que ofreció Sonatone. Sobre una base contingente. Pero

usted trabaja para Vox-Visión, eso queda sobreentendido. –Seguro. Gallegher miró melancólicamente la copa vacía. Seguro. Trabajaba para Vox-Visión. Pero

según todas las apariencias legales había firmado un contrato ofreciendo sus servicios exclusivos a Sonatone durante cinco años... ¡Y por doce mil dólares! ¡Caray! ¿Cuánto le habían ofrecido? Cien mil redondos, y... No eran los principios, era el dinero. Ahora Gallagher estaba más atado que una paloma mensajera. Si Sonatone podía ganar un pleito en los tribunales, él estaba legalmente sujeto a ellos durante cinco años. Sin más emolumentos. Tenía que cancelar ese contrato de algún modo... Y al mismo tiempo, solucionarle el problema a Brock. ¿Por qué no Joe? El robot, con sus talentos sorprendentes, había metido a Gallegher en este enredo. Tenía que poder solucionarlo. Mejor que pudiera, o el robot vanidoso pronto estaría admirando sus propios fragmentos.

–Eso es –jadeó Gallegher–. Hablaré con Joe. Patsy, sírvame licor enseguida y mándeme al departamento técnico. Quiero ver esos planos. La muchacha le miró con suspicacia.

–De acuerdo. Si trata de vendernos... –Es a mí a quien han vendido. Vergonzosamente. Tengo miedo de ese robot. Me

extensionó en un buen lío. Eso es, otro Collins... Gallagher bebió un largo sorbo. Después Patsy le condujo a las oficinas técnicas.

La lectura de los planos tridimensionales se facilitaba con un proyector, un aparato selectivo que evitaba las superposiciones. Gallagher estudió los planos larga y reflexivamente. Había copias de los planos patentados por Sonatone, también. Al parecer, Sonatone había agotado todas las posibilidades. No había salida. A menos que se utilizara un principio totalmente nuevo... Pero los principios nuevos no se recogían del aire. Además, eso tampoco solucionaba del todo el problema.

Vox-Visión podría lograr un nuevo tipo de amplificador que no contraviniera las normas, pero aun así los teatros clandestinos seguirían existiendo y dominando el negocio. AM –la atracción masiva– era ahora un factor primordial. Había que tenerlo en cuenta. No era un problema puramente científico. También había que resolver la ecuación humana.

Gallegher almacenó en la mente la información necesaria, clasificándola prolijamente. Más tarde usaría lo que hiciera falta. Por el momento estaba absolutamente desconcertado. Algo le preocupaba.

¿Qué?El asunto Sonatone. –Quiero ponerme en contacto con los Tone –le dijo a Patsy–. ¿Alguna idea?–Puedo llamarles por el visor. Gallegher meneó la cabeza. –Desventaja psicológica. Es muy fácil cortar la comunicación. –Bien. Si tiene prisa, quizás encuentre a los muchachos de parranda. Veré si averiguo

dónde –Patsy salió y Silver O'Keefe apareció desde atrás de una pantalla. –Soy una desvergonzada –anunció–. Siempre escucho cuando no debo. A veces oigo

cosas interesantes. Si quieres ver a los Tone, están en el Castle Club. Y creo que te llevaré a cambio de aquel trago...

–De acuerdo –dijo Gallegher–. Consigue un taxi. Le diré a Patsy adónde vamos. –No le gustará –señaló Silver–. Te encuentro en diez minutos en la puerta del comedor. Y

mientras tanto, aféitate, ¿quieres?

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Patsy Brock no estaba en su oficina, pero Gallegher dejó una nota. Después visitó la sala de baño, se pasó crema invisible por la cara, la dejó allí un par de minutos y se la enjugó con una toalla especial. La barba salía con la crema. Ligeramente reanimado, Gallegher acudió a la cita con Silver y llamó un aerotaxi. Pronto estaban recostados en los asientos, fumando y observándose con cautela.

–¿Bien? –dijo Gallegher. –Jimmy Tone quiso invitarme a salir esta noche. Por eso sabía dónde encontrarle. –¿Entonces?–Esta noche hice algunas averiguaciones. No es común que un desconocido entre en las

oficinas administrativas de Vox-Visión... Y me puse a preguntar quién era Gallegher.

–¿Has descubierto algo?–Lo suficiente para inspirarme algunas ideas. Brock te ha contratado, ¿eh? Y me imagino

por qué. –¿Ergo?–Tengo el hábito de caer de pie –dijo Silver encogiéndose de hombros; sabía hacerlo muy

bien–. Vox-Visión se va al demonio. Sonatone toma el poder. A menos... –A menos que yo encuentre una solución. –Correcto. Quiero saber a qué lado del cercado caeré. Quizá tú puedas decírmelo. ¿Quién

ganará?–Siempre apuestas por el ganador, ¿eh? –dijo Gallegher–. ¿No tienes principios? ¿No te

importa nada? ¿Has oído hablar alguna vez de moral y escrúpulos?Silver sonrió de oreja a oreja. –¿Y tú?–Bueno, los he oído mencionar. Normalmente estoy demasiado ebrio para entender qué

significan. Elproblema es que mi subconsciente es totalmente amoral, y cuando él toma las riendas, la lógica es la única ley.

Ella arrojó el cigarrillo al East River. –¿Me cantarás qué lado del cercado es el que me conviene?–Triunfará la verdad –dijo beatamente Gallegher–. Como siempre. Sin embargo, entiendo

que la verdad es una variable, así que estamos de vuelta donde empezamos. Bien, preciosa. Responderé a tu pregunta. Si quieres ganar, quédate a mi lado.

–¿Y tú, de qué lado estás?–Dios sabrá –dijo Gallegher–. Conscientemente estoy de parte de Brock. Pero quizá mi

subconsciente piense de otro modo. Veremos. Silver no pareció muy convencida, pero no dijo nada. El taxi descendió en el techo del

Castle Club con neumática suavidad. El club en sí estaba abajo, en un inmenso salón con forma de medio melón invertido. Cada mesa estaba sobre una plataforma transparente que se podía elevar o bajar a voluntad. Los mozos usaban ascensores de servicio más pequeños para llevar las bebidas a la clientela. No había ningún motivo especial para esta disposición, pero al menos era novedosa; sólo los bebedores más empedernidos se caían de las mesas. Últimamente la gerencia había resuelto colgar redes transparentes bajo las plataformas, por si acaso. Los Tone, padre e hijo, estaban cerca del techo, bebiendo con dos beldades. Silver remolcó a Gallegher hasta un ascensor de servicio y el científico cerró los ojos mientras subían. El licor que tenía en el estómago protestó furiosamente. Gallegher se inclinó hacia adelante, se aferró de la calva de Elia Tone y se desplomóen un asiento al lado del magnate. Tanteó con la mano hasta encontrar el vaso de Jimmy Tone y lo vació de un trago.

–¿Qué diablos...? –dijo Jimmy. –Es Gallegher –anunció Elia–. Y Silver. Una grata sorpresa. ¿Se unen a nosotros?–Sólo socialmente –dijo Silver. Gallegher, tonificado por el licor, atisbó a los dos hombres. Jimmy Tone era un grandote

bronceado y elegante con una quijada protuberante y una sonrisa ofensiva. El padre combinaba los peores rasgos de Nerón y un cocodrilo.

–Estamos celebrando –dijo Jimmy–. ¿Qué te ha hecho cambiar de opinión, Silver? Habías decidido trabajar esta noche...

–Gallegher quería verte. No sé por qué...

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Los ojos fríos de Elia se pusieron aún más glaciares. –De acuerdo. ¿Por qué?–Entiendo que he firmado un contrato con ustedes –dijo el científico. –Sí. Aquí tiene una copia fotostática. ¿Por qué?–Un momento –Gallegher examinó el documento; parecía su propia firma, ¡maldito robot!–.

Es falso –dijo al fin. Jimmy soltó una risotada. –Entiendo. Está arrepentido... Lo siento, amigo, pero está en nuestras manos. Ha firmado

en presencia de testigos. –Bueno –dijo ansiosamente Gallegher–, supongo que no me creerían si digo que fue un

robot el que firmó... –¡Ja! –comentó Jimmy. –...hipnotizándoles para hacerles creer que él era yo. –Honestamente, no –respondió Elia, acariciándose la calva reluciente–. Los robots no

pueden hacer eso. –El mío sí. –Pruébelo. Pruébelo ante la corte. Si puede hacerlo, claro... –Elia rió–. Entonces quizás

obtenga un veredicto favorable. Gallegher entornó los ojos. –No lo había pensado. De todos modos...entiendo que me han ofrecido cien mil redondos,

además de un salario semanal. –Claro, viejo –dijo Jimmy–. Sólo que usted dijo que no necesitaba más que doce mil. Que

fue lo que obtuvo. Pero le diré una cosa. Le pagaremos una bonificación por cada producto útil que invente para Sonatone.

Gallegher se levantó. –Estos canallas no le caen bien a mi subconsciente –le dijo a Silver–. Vámonos. –Creo que me quedo. –Recuerda el cercado –le advirtió él crípticamente–. Pero haz como gustes. Yo me voy. –Ojo, Gallegher –dijo Elia–, usted trabaja para nosotros. Si llegáramos a enterarnos de que

le hace favores a Brock le haremos un embargo antes que pueda respirar. –¿Ah, sí?Los Tone no se dignaron responder. Gallegher, abatido, buscó el ascensor y bajó. –¿Y ahora? Joe. Quince minutos después Gallegher entró en el laboratorio. Las luces estaban encendidas, y

los perros ladraban frenéticamente en manzanas a la redonda. Joe estaba delante del espejo, cantando inaudiblemente.

–Te haré trizas –dijo Gallagher–. Empieza a rezar tus plegarias, mal nacido, pila de engranajes. En nombre del cielo, te voy a triturar.

–De acuerdo. Pégame –chilló Joe–. Verás si me importa. Envidias mi belleza, es todo. –¿Belleza?–No puedes verla toda... Sólo tienes seis sentidos. –Cinco. –Seis. Yo tengo muchos más. Naturalmente, la plenitud de mi esplendor se me revela sólo

a mí mismo. Pero puedes ver y oír lo suficiente para vislumbrar parte de mi hermosura, de todos modos.

–Chirrías como un furgón de lata oxidada –gruñó Gallegher. –Tienes oídos sordos. Los míos son hipersensibles. Se te escapa toda la riqueza tonal de

mi voz; naturalmente. Y ahora, cállate. La charla me perturba. Estoy apreciando los movimientos de mis engranajes.

–Vive en tu torre de marfil mientras puedas. Espera a que encuentre un martillo. –Está bien. Pégame. Qué me importa... Gallegher se desplomó fatigado en el diván. Miraba la espalda transparente del robot. –Sin duda que me has metido en camisas de once varas. ¿Por qué habrás firmado ese

contrato?–Ya te lo he dicho. Para que Kennicott no viniera a molestarme.

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–Nunca había visto un egoísta, un imbécil... ¡Bah! Bueno. Ahora me vas a ayudar. Irás a la corte conmigo y ejercerás tus efectos hipnóticos o lo que fueran. Le probarás al juez que puedes ocupar mi lugar y que ya lo has hecho.

–No iré –dijo el robot–. ¿Por qué habré de ir?–Porque tú me has metido en esto –aulló Gallegher–. ¡Tienes que sacarme! –¿Por qué?–¿Por qué? Porque... Eh... ¡Sería lo más decente! –Los valores humanos no rigen para los robots –dijo Joe–. ¿Qué me importan las

cuestiones semánticas? Rehúso desperdiciar un tiempo que aprovecharía mejor admirando mi belleza. Me quedaré aquí, delante del espejo, eternamente...

–Ya veremos –masculló Gallagher–. Te haré añicos. –De acuerdo, no me importa. –¿De veras?–Vosotros y vuestro instinto de conservación –dijo desdeñosamente el robot–. Bien,

supongo que lo necesitaréis. Criaturas de tan increíble fealdad se destruirían ellas mismas por pura vergüenza si no contaran con algo así para seguir viviendo.

–¿Y si te quito el espejo? –preguntó Gallegher con voz desesperada. Por toda respuesta Joe extendió los ojos sobre los pedúnculos.

–¿Para qué quiero un espejo? Además, puedo extensionarme ubícolamente. –Olvídalo, todavía no quiero perder el juicio. Escucha, idiota. Se supone que un robot tiene

que servir para algo. Para algo útil, quiero decir.–Yo soy útil. La belleza es todo. Gallegher cerró los ojos con fuerza y trató de pensar. –Mira. Supón que invento un nuevo tipo de pantalla amplificadora para Brock. Los Tone la

embargarán. Tengo que estar legalmente libre para trabajar para Brock, de lo contrario... –¡Mira! –gritó chillonamente Joe–. ¡Dan vueltas! Qué hermoso –se miraba extasiado las

entrañas ronroneantes.

Gallegher palideció de furor e impotencia. –¡Maldito seas! –masculló–. Ya encontraré un modo de presionarte. Me voy a la cama –se

levantó y apagó las luces desdeñosamente. –No importa –dijo el robot–. También veo en la oscuridad. Gallegher dio un portazo. En el silencio, Joe se puso a canturrear desafinadamente. El refrigerador de Gallegher cubría una pared entera de la cocina. Estaba casi totalmente

lleno de bebidas que necesitaban baja temperatura, incluida la cerveza importada con la que siempre empezaba sus borracheras. A la mañana siguiente, ojeroso y desconsolado, Gallegher buscó jugo de tomates, bebió un sorbo a desgana y se apresuró a bajarlo con whisky de cebada. Como ya hacía una semana que estaba achispado, la cerveza no correspondía: siempre trabajaba acumulativamente, por etapas progresivas. El servicio de comidas depositó un desayuno herméticamente cerrado en una mesa, y Gallegher jugueteó morosamente con el bistec. ¿Bien?

La ley era el único recurso, sentenció para sí mismo. Sabía poco sobre la psicología del robot. Pero un juez quedaría impresionado por los talentos de Joe. El testimonio de los robots no tenía validez legal, pero si Joe demostraba sus poderes hipnóticos, quizá se podría anular ese contrato. Gallegher llamó por el visor para iniciar la partida. Harrison Brock aún contaba con influencias políticas de peso, por cierto, y la audiencia se fijó para ese mismo día. Los resultados, sin embargo, sólo los conocían Dios y el robot.

Luego pasaron varias horas de pensamientos intensos pero fútiles. A Gallegher no se le ocurría ningún recurso para obligar al robot a hacer lo que él quería. Si sólo pudiera recordar con qué propósito había creado a Joe...

Pero no podía. No obstante... Al mediodía entró en el laboratorio. –Escucha, estúpido –dijo–. Vienes a la corte conmigo. Ahora. –No iré.–De acuerdo –Gallegher abrió la puerta y entraron dos sujetos robustos, en ropas de fajina,

con una camilla–. Arriba con él, muchachos.

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En el fondo, estaba un poco nervioso. Los poderes de Joe eran totalmente desconocidos, sus potencialidades, una incógnita, X. Sin embargo, el robot no era muy grande, y aunque forcejeó y chilló con una voz frenética y estridente, no tardaron en tenderlo en la camilla y ponerle una camisa de fuerza.

–¡Basta! ¡No podéis hacerme esto! ¡Soltadme! ¿Oís? ¡Soltadme! –Afuera –ordenó Gallegher. Joe, pese a sus clamorosas protestas, fue llevado afuera y cargado en un transporte aéreo.

Una vez allí se calmó y se quedó mirando el vacío. Gallegher se sentó en un banco al lado del robot tendido. El transporte remontó vuelo.

–¿Bien?–¿Bien qué? –dijo Joe–. Me habéis sacado de quicio... Os habría hipnotizado a todos; aún

podría hacerlo, ¿sabes? Podríais estar todos correteando y ladrando como perros. Gallegher hizo una mueca. –Mejor no. –No lo haré. No quiero rebajarme. Simplemente me quedaré aquí tendido y me admiraré.

Te he dicho que no necesito un espejo. Puedo extensionar mi belleza sin él. –Mira –dijo Gallegher–. Irás a un tribunal. Habrá mucha gente. Todos te admirarán. Te

admirarán más sidemuestras cómo hipnotizas a la gente. Así como hiciste con los Tone, ¿recuerdas?

–Qué me importa cuánta gente me admire... No necesito confirmación –exclamó Joe–. Si otros me ven, la buena suerte es de ellos. Ahora cállate. Si quieres, puedes observar mis engranajes. Gallegher observó los engranajes del robot con una mirada de odio. Aún estaba furibundo cuando el transporte llegó a los tribunales.

Los hombres llevaron adentro a Joe, dirigidos por Gallegher, y lo tendieron cuidadosamente en una mesa donde, tras una breve deliberación, lo etiquetaron como Documento A.

La corte estaba atestada. También estaban los protagonistas: Elia y Jimmy Tone, con un impertinente aire de suficiencia, y Patsy Brock y el padre, ambos con expresión de ansiedad. Silver O'Keefe, con su prudencia habitual, había encontrado una ubicación entre los representantes de Sonatone y Vox-Visión. El juez era un funcionario muy estricto llamado Hansen, pero por lo que Gallegher sabía, era honesto. Lo cual ya era algo, alfin y al cabo. Hansen se volvió a Gallegher.

–No nos demoraremos en formalidades. He estado leyendo esta declaración que envió usted. El caso consiste en elucidar si usted firmó o no firmó determinado contrato con la compañía Sonatone de Entretenimientos Televisivos, ¿correcto?

–Correcto, señoría. –Dadas las circunstancias, prescindirá usted de representación legal, ¿correcto?–Correcto, señoría. –Entonces esto es técnicamente ex officio, y será confirmado más tarde por apelación, si lo

desea cualquiera de las partes. De lo contrario, el veredicto adquiere carácter oficial a los diez días.

Este tipo de audiencia se había vuelto popular últimamente: ahorraba tiempo, además de molestias y dinero. Para colmo, ciertos escándalos recientes habían dañado ligeramente la reputación pública de los fiscales. Había un prejuicio.

El juez Hansen llamó a los Tone, los interrogó y luego pidió a Harrison Brock que subiera al estrado. El gran cacique parecía preocupado, pero respondió de inmediato.

–¿Hace ocho días llegó a un acuerdo con el apelante?–Sí. El señor Gallegher se comprometió a realizar ciertos trabajos para mí... – ¿Hubo contrato escrito?–No. Fue verbal. Hansen miró a Gallegher pensativamente. –¿El apelante estaba ebrio en ese momento? Entiendo que a menudo lo está.

Brock tragó saliva. –No se realizaron análisis. Realmente no puedo asegurarlo –respondió Brock. –¿Ingirió alguna bebida alcohólica en presencia de usted?–No sé si eran alcohólicas...

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–Si las bebía el señor Gallegher, eran alcohólicas. Quod erat demostrandum. El caballero trabajó conmigo en un caso... Sin embargo, no parece existir ninguna prueba legal de que usted cerrara un trato con el señor Gallegher. La otra parte, Sonatone, posee un contrato escrito. La firma ha sido verificada.

Hansen indicó a Brock que bajara del estrado. –Por favor, señor Gallegher, acérquese... El contrato en cuestión fue firmado

aproximadamente a las veinte horas de ayer. ¿Dice usted que no lo firmó?–Exacto. Ni siquiera estaba en mi laboratorio. –¿Dónde estaba usted?–En el centro de la ciudad. –¿Puede presentar testigos a ese efecto?Gallegher caviló. No podía. –Muy bien. La otra parte declara que aproximadamente a las veinte horas de ayer en su

laboratorio, usted firmó cierto contrato. Usted lo niega categóricamente y declara que el Documento A, mediante el uso del hipnotismo, se hizo pasar por usted y falsificó exitosamente la firma de usted. He consultado con expertos, y opinan que los robots son incapaces de tales poderes.

–Mi robot es de un tipo nuevo. –Muy bien. Que su robot me hipnotice haciéndome creer que él es usted o cualquier otro

humano. En otras palabras, que demuestre sus capacidades. Que comparezca ante mí en la forma que elija.

–Lo intentaré –Gallegher bajó del estrado, se acercó a la mesa donde yacía el robot y musitó una plegaria–. Joe.

–Sí. –¿Has escuchado?–Sí. –¿Hipnotizarás al juez Hansen?–Lárgate –dijo Joe–. Estoy admirándome. Gallegher empezó a sudar. –Escucha. No te pido demasiado. Todo lo que tienes... Joe desvió los ojos y dijo débilmente:–No puedo oírte. Estoy extensionando. –Bien, señor Gallegher... –dijo Hansen diez minutos más tarde. –¡Señoría! Deme un poco de tiempo. Estoy seguro de que puedo hacer que este Narciso

mecánico me dé la razón, si usted me da la oportunidad. –Esta corte no es injusta –destacó el juez–. Cuando usted pueda demostrar que el

Documento A es capaz de hipnotizar, reconsideraremos el caso. Entretanto, el contrato sigue en pie. Usted trabaja para Sonatone, no para Vox-Visión. Caso cerrado.

Se fue. Los Tone echaron una ojeada socarrona a través de la sala. Además se fueron acompañados de Silver O'Keefe, que había decidido de qué lado del cercado estaría más segura. Gallegher miró a Patsy Brock y se encogió de hombros.

–Lo ha intentado. No sé hasta qué punto, pero... Oh, bien. Quizá no habría hallado respuesta, de cualquier modo.

Brock se les acercó tambaleando, la cara redonda empapada de transpiración. –Estoy en la ruina. Hoy se inauguran seis nuevos teatros clandestinos en Nueva York. Me

estoy volviendo loco. No merezco esto. –¿Quieres que me case con Jimmy? –preguntó sardónicamente Patsy.–¡Diablos, no! A menos que prometas envenenarle apenas termine la ceremonia. Esos

canallas no me ganarán. Pensaré en algo. –Si Gallegher no puede, tú tampoco podrás –dijo la muchacha–. Bueno, ¿ahora... qué?–Regresaré a mi laboratorio –dijo el científico–. In vino veritas. Me metí en esto cuando

estaba borracho, yquizá si vuelvo a emborracharme encuentre la respuesta. De lo contrario, ofrezca mi cadáver avinagrado al mejor postor.

–De acuerdo –convino Patsy, y se llevó a su padre. Gallegher suspiró, dirigió el traslado de Joe al transporte, y se concentró en estériles

teorizaciones. Una hora más tarde Gallegher estaba tendido en el diván del laboratorio, bebiendo

apasionadamente un licor tras otro y mirando enfurecido al robot, que canturreaba

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chillonamente frente al espejo. La borrachera amenazaba ser monumental. Gallegher no estaba seguro de que su cuerpo la resistiera pero estaba dispuesto a seguir hasta encontrar la respuesta o perder la vida. Su subconsciente conocía la respuesta. Pero ante todo, ¿por qué demonios había fabricado a Joe? ¡Sin duda que no para verle regodearse en su narcisismo! Había otra razón, una razón absolutamente lógica, oculta tras las brumas del alcohol.

El factor X. Si averiguaba cuál era, Joe podría ser controlable. Lo sería. X era la llave maestra. En este momento el robot estaba fuera de sus cabales, por así decirlo. Si le ordenaba realizar la tarea para la cual lo habían fabricado, sobrevendría un equilibrio psicológico. X era el catalizador que devolvería la cordura a Joe. Muy bien. Gallegher bebió un Drambuie bien potente. ¡Uuuugh! Vanidad de vanidades; todo es vanidad. ¿Cómo encontrar el factor X? ¿Deducción? ¿Inducción? ¿Osmosis?

Un baño de Drambuie. Gallegher se aferraba a sus pensamientos turbulentos. ¿Qué había pasado esa noche, hace una semana?

Había bebido cerveza. Había venido Brock. Brock se había ido. Gallegher se había puesto a hacer el robot. Ajá. Una borrachera de cerveza era diferente de las otras. Quizás estaba bebiendo los licores que no correspondían. Muy probablemente. Gallagher se levantó, se desintoxicó con tiamina y sacó del refrigerador docenas de latas de cerveza importada. Las alineó dentro de un gabinete pequeño, al lado del diván. La cerveza saltó al cielo raso cuando abrió la lata. Ahora veremos. El factor X. El robot sabía qué representaba, por supuesto. Pero Joe no se lo diría. Allí estaba, paradójicamente transparente, observando cómo giraban sus ruedecillas.

–Joe. –No me molestes. Estoy inmerso en la contemplación de la belleza. –No eres bello. –Lo soy. ¿No admiras mi tarzil?–¿Qué es tu tarzil?–Oh, no me acordaba –dijo lastimeramente Joe–. No puedes imaginarlo, ¿verdad?

Piénsalo, añadí el tarzil yomismo, después que me hiciste. Es un encanto. –Hm-m-m.Las latas de cerveza vacías se fueron acumulando. Quedaba una sola destilería, en alguna

parte de Europa, que hoy día envasaba la cerveza en latas en vez de utilizar los omnipresentes envases plásticos. Pero Gallegher prefería las latas... El sabor, de algún modo, era diferente. Y Joe. Joe sabía porqué había sido creado. ¿O no? Gallegher lo sabía, pero subconscientemente. Oh, oh. ¿Y el subconsciente de Joe? ¿Tendrá subconsciente el robot? Bueno..., cerebro, sí que tiene.

Gallegher meditó la imposibilidad de administrar escopolamina a Joe. ¡Diantres! ¿Cómo se libera el subconsciente de un robot?

Hipnotismo. Imposible hipnotizar a Joe. Es demasiado listo. A menos... ¿Auto hipnotismo?Gallegher se apresuró a beber más cerveza. Ya recobraba la lucidez. ¿Podría Joe leer el

futuro? No. Tiene ciertos sentidos extraños, pero funcionan mediante una lógica inflexible y las leyes de probabilidad. Además, Joe tiene un talón de Aquiles... Su narcisismo.

–Tal vez –sólo tal vez– haya una manera. –A mí no me pareces bello, Joe –dijo Gallagher. –Qué me importa tu opinión... Soy bello, y puedo verlo. Es suficiente. –Sí. Mis sentidos son limitados, supongo. No puedo percibir la plenitud de tus

potencialidades. Pero ahora teestoy viendo bajo una luz diferente. Estoy borracho. Mi subconsciente está aflorando. Puedo apreciarte con mi conciencia y mi subconciencia, ¿entiendes?

–Qué afortunado eres –aprobó el robot. Gallegher cerró los ojos para llegar a una mayor concentración inspiración.

–Te ves a ti mismo más enteramente que yo. Pero te falta algo, ¿verdad?– ¿Qué...? Me veo como soy. –¿Con una comprensión y apreciación totales?–Pues, sí –dijo Joe–. Por supuesto. ¿Por qué no?

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–¿Consciente y subconscientemente? Tu subconsciente quizá posea sentidos diferentes, ¿sabes? O más agudos. Sé que mi visión de las cosas se altera cualitativa y cuantitativamente cuando estoy borracho o hipnotizado y mi subconsciente no sufre ningún control.

–Oh –el robot miró pensativo el espejo–. Oh. –Lástima que no puedas emborracharte. La voz de Joe era más chillona que nunca. –Mi subconsciente... Nunca aprecié mi belleza de esa manera. Tal vez me esté perdiendo

algo. –Bien, es inútil pensarlo –dijo Gallagher–. No puedes liberar tu subconsciente. –Sí que puedo –dijo el robot–. Puedo hipnotizarme a mí mismo. Gallegher ni siquiera se

atrevió a pestañear. –¿Ah, sí? ¿Y funcionaría?–Desde luego. Lo haré ahora mismo. Quizá descubra en mí bellezas inauditas que antes ni

habría sospechado. Visiones más espléndidas... Allá voy. Joe extendió los ojos sobre los pedúnculos, los enfrentó, y ambos se miraron fijamente.

Hubo un largo silencio. –¡Joe! –llamó Gallegher al rato. Silencio. –¡Joe! Más silencio. Unos perros aullaron. –Habla para que pueda oírte. –Sí –dijo el robot, con un toque de lejanía en sus chillidos. –¿Estás hipnotizado?–Sí. –¿Eres hermoso?–Más de lo que soñé jamás. Gallegher pasó por alto esta respuesta. –¿Predomina tu subconsciente?–Sí. –¿Por qué te he creado?Nada. Gallegher se relamía los labios. Lo intentó otra vez. –Joe. Tienes que responderme. Ahora el que manda es tu subconsciente, ¿recuerdas?

Dime por qué te he creado. Nada. –Recuerda. Vuelve al momento de tu creación. ¿Qué ocurría?–Estabas bebiendo cerveza –dijo débilmente Joe–. Tenías problemas con el abrelatas.

Dijiste que inventarías un abrelatas más grande y mejor. Ese soy yo. Gallegher casi se cae del diván.

–¿Qué?El robot se acercó, recogió una lata y la abrió con increíble habilidad. La cerveza no saltó.

Joe era un abrelatas perfecto. –Eso sucede por saber ciencia de oído –jadeó Gallegher–. He construido el robot más

complejo que existe, para... Joe despertó sobresaltado cuando Gallegher terminaba la frase. –¿Qué ha sucedido? –dijo. Gallegher lo fulminó con la mirada. –¡Abre esa lata! –rugió. El robot obedeció tras una pausa. –Oh. Así que lo has descubierto. Bueno, supongo que ahora soy sólo un esclavo. –Tienes muchísima razón. He ubicado el catalizador..., la llave maestra. Ahora, ¡al yugo,

estúpido! A hacer el trabajo para el que fuiste diseñado. –Bueno –dijo filosóficamente Joe–. Al menos todavía podré admirar mi belleza cuando tú

no requieras mis servicios... –¡Abrelatas del demonio! –gruñó Gallagher–. Escucha. Supón que te llevo a la corte y te

ordeno hipnotizar al juez Hansen. Tendrás que obedecerme, ¿verdad?–Sí. Ya no soy un agente libre. Estoy condicionado. Condicionado para obedecerte. Hasta

ahora estaba condicionado para obedecer sólo una orden, para hacer la tarea a la que estaba destinado. Sería libre hasta que me ordenaras abrir latas. Ahora tengo que obedecerte completamente.

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–Ajá –dijo Gallegher–. Gracias a Dios. De lo contrario me habría vuelto loco en una semana. Al menos puedo anular el contrato de Sonatone. Después sólo tendré que solucionar el problema de Brock.

–Pero si ya lo has solucionado... –¿Eh?–Cuando me hiciste a mí. Antes estuviste charlando con Brock, y así fue que incorporaste

en mí la solución a los problemas de él. Subconscientemente, quizá. Gallegher manoteó una cerveza. –Habla rápido. ¿Cuál es la respuesta?–Ondas subsónicas –dijo Joe–. Me hiciste capaz de cierto tono subsónico que Brock

tendría que irradiar a intervalos irregulares en sus programas... Las emisiones subsónicas no se oyen. Pero se perciben. Se las puede percibir como una perturbación ligera puramente emocional al principio, que luego se agiganta en un pánico ciego e insensato. No dura. Pero cuando se combina con AM –atracción masiva– el resultado es infalible. Los que poseían aparatos caseros de Vox-Visión apenas sufrían perturbaciones. Era un problema de acústica; los gatos maullaban, les perros aullaban lastimeramente. Pero las familias sentadas en la sala, mirando las estrellas de Vox-Visión, en realidad no percibían nada anormal. Ante todo, no había amplificación suficiente. Pero en los teatros clandestinos, donde los televisores Vox-Visión ilícitos estaban conectados con Magnas... Al principio había una perturbación ligera, racionalmente incontrolable. Crecía. Alguien gritaba. Luego todos se precipitaban a las puertas. La audiencia tenía miedo de algo, pero no sabía de qué. Sólo sabía que quería largarse de allí. En todo el país un éxodo frenético abandonó los teatros clandestinos cuando el Vox-Visión lanzó la primera emisión subsónica durante una transmisión regular. Nadie supo por qué, excepto Gallegher, los Brock y un par de técnicos que estaban al tanto del secreto.

Una hora más tarde se emitió otra onda subsónica. Hubo otro éxodo. Semanas después era imposible convencer a nadie de meterse en un teatro clandestino. ¡Los televisores caseros eran mucho más seguros! Las ventas de Vox-Visión subieron... Nadie asistía a los teatros clandestinos. Un resultado imprevisto del experimento fue que nadie asistía tampoco a los teatros legales de Sonatone. El condicionamiento surtía sus efectos. Los espectadores ignoraban porqué los teatros clandestinos les provocaban pánico. Relacionaban ese temor ciego e irracional con otros factores, como temor a las multitudes o claustrofobia.

Una noche una mujer llamada Jan Wilson, nada famosa por lo demás, asistió a un espectáculo clandestino. Cuando se irradió la onda subsónica huyó con el resto. A la noche siguiente fue al imponente Sonatone Bijou. En medio de una representación dramática miró a su alrededor, advirtió que estaba rodeada por una inmensa multitud, clavó los ojos horrorizados en el cielo raso y temió morir aplastada. ¡Tenía que largarse de allí! Su berrido fue el detonante. Había otros concurrentes que habían oído antes emisiones subsónicas. Nadie resultó herido durante la oleada de pánico; una disposición legal establecía que las puertas de los teatros tenían que ser amplias para facilitar la salida en caso de incendio. Nadie resultó herido, pero de pronto fue obvio que las emisiones subsónicas estaban condicionando al público para que evitara la combinación de multitudes y teatros. Una simple cuestión de asociación psicológica...

Cuatro meses después las salas clandestinas habían desaparecido y los superteatros Sonatone habían cerrado por falta de clientela. Los Tone, padre e hijo, no se sintieron muy felices. Pero toda la gente relacionada con Vox-Visión, sí.

Salvo Gallegher. Había recibido un muy generoso cheque de Brock, y de inmediato cablegrafìó a Europa pidiendo una cantidad increíble de cerveza enlatada. Ahora, cavilando sobre sus penas, yacía en el diván del laboratorio y sorbía un cóctel. Joe, como de costumbre, estaba ante el espejo mirando cómo giraban sus ruedecillas.

–Joe –dijo Gallegher. –¿Sí? ¿Qué necesitas? –Oh, nada. Ese era el problema. Gallagher extrajo del bolsillo una rugosa cinta telegráfica y la leyó morosamente una vez

más. Los enlatadores de cerveza europeos habían decidido cambiar de táctica. De ahora en adelante, decía el cable, envasarían la cerveza en plástico, de acuerdo con la costumbre. Basta de latas. En ese momento, ningún otro artículo se enlataba. Y de ahí en adelante, ni siquiera la cerveza. Entonces... ¿De qué serviría un robot construido y condicionado como

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abrelatas? Gallegher suspiró y se batió otro cóctel, bien cargado. Joe posaba orgullosamente ante el espejo. Luego extendió los ojos, los enfrentó, y rápidamente se liberó el subconsciente con autohipnotismo. Joe podía apreciarse mejor de esa manera. Gallegher volvió a suspirar. Los perros estaban empezando a aullar como locos en una gran extensión alrededor. Oh, bueno. Bebió otro trago y se sintió mejor. Enseguida, pensó, sería el momento de cantar Frankie and Johnnie. Quizás él y Joe pudieran hacer un dueto: un barítono y un sub o súpersónico inaudible. La armonía total. Diez minutos después Gallegher cantaba a dúo con su abrelatas.

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LA MÁQUINA AMBIDEXTRA

Henry Kuttner y C. L. Moore

Siempre, desde los tiempos de Orestes, ha habido hombres con las Furias siguiéndoles. Fue en el siglo Veintidós cuando la humanidad hizo una serie de Furias reales, de acero. La humanidad había entrado en crisis entonces. Tenía una buena razón para construir Furias de forma humana, las cuales seguirían los pasos de todos los hombres que matasen a hombres. A nadie más. Para entonces no había ningún otro crimen que tuviese alguna importancia.

La cosa funcionaba muy sencillamente. Sin previa advertencia, un hombre que se creyese seguro oiría de súbito los firmes y resonantes pasos tras él. Se volvería y vería a la máquina ambidextra caminando hacia él, conformada como un hombre de acero, y más incorruptible de lo que pudiera ser cualquier hombre no hecho de este metal. Sólo entonces sabría el asesino que había sido juzgado y condenado por las omniscientes mentes electrónicas que conocían a la sociedad como ninguna mente humana pudiera jamás conocerla.

Durante el resto de sus días, el hombre oiría esos pasos tras él: una cárcel móvil con invisibles barrotes que le separaban del mundo. Nunca volvería a estar ya solo en la vida. Y un día, nunca sabría cuándo, el carcelero se convertiría en verdugo.

Danner se reclinó cómodamente en su butaca del elegante restaurante y paladeó un selecto champaña, cerrando los ojos para saborearlo mejor. Se sentía muy seguro. Y perfectamente protegido. Llevaba sentado allí casi una hora, pidiendo los mejores y más caros platos, disfrutando de la suave música que se expandía por el aire, entre el ligero murmullo de las conversaciones de los demás comensales. Era un excelente lugar para estar a sus anchas, rodeado de cuanto hacía apetecible la vida. Era estupendo tener tanto dinero..., ahora.

Verdad es que había tenido que matar para conseguirlo. Pero no le turbaba ningún sentimiento de culpabilidad. No hay delito si éste no se descubre, y Danner tenía protección. Protección desde la misma fuente, lo cual era algo nuevo en el mundo. Danner conocía las consecuencias de matar. Y de no haberle convencido Hartz de que estaba perfectamente seguro, Danner no hubiese apretado nunca el gatillo...

El recuerdo de una palabra arcaica revoloteó fugazmente en su cerebro. Pecado. No evocaba nada. En otro tiempo había tenido algo que ver con el delito, de manera incomprensible. Pero ya no. La humanidad lo había soportado demasiado. El pecado ya no tenía significado.

Descartó el pensamiento y probó la ensalada de cogollo de palma que, según había oído, era tan exquisita. Pero no le gustó. Bueno, había que esperar cosas así. Nada era perfecto. Saboreó de nuevo el champaña, complaciéndole la manera en que parecía vibrar la copa en su mano, con un latido tenuemente vivo. Exquisito caldo. Pensó en pedir más, pero luego decidió dejarlo para la próxima vez. ¡Había tanto ante él en espera de ser disfrutado! Cualquier riesgo merecía la pena a cambio de esto. Y, desde luego, en esta ocasión no había existido ningún riesgo.

Danner era un hombre nacido en mala hora, lo bastante viejo para recordar los últimos días de Utopía, y lo bastante joven para ser atrapado en la nueva economía de la carestía que las máquinas habían impuesto a sus constructores. En su juventud había tenido acceso a los deleites libres, como cualquier otro. Podía recordar los antiguos tiempos, cuando era un adolescente, y las últimas Máquinas de Evasión se hallaban aún funcionando, y sus visiones fascinantes, radiantes, imposibles, imaginarias, que no existían realmente ni nunca podrían existir. Pues de pronto la carestía económica se tragó el placer. Ahora se conseguían necesidades, pero nada más. Ahora había que trabajar. Danner odiaba cada minuto de trabajo.

Cuando aconteció el rápido cambio, era demasiado joven e inexperto para competir en la arrebatiña. Los ricos eran ahora los hombres que habían amasado fortunas acaparando las pocas cosas de lujo que aún producían las máquinas. Todo lo que le quedaba a Danner eran brillantes recuerdos y una sorda y resentida impresión de haber sido engañado. Y todo cuanto deseaba era la vuelta a los antiguos días refulgentes, y no le importaba el modo de conseguirlos.

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Pues bien, ahora ya los tenía. Tocó el borde de la copa de champaña con el dedo, sintiéndola cantar suavemente al tacto. ¿Vidrio soplado?, se preguntó. Era demasiado ignorante de los artículos de lujo para entender. Pero aprendería. Tenía todo el resto de su vida para aprender, y ser feliz.

Echó una mirada por el restaurante y vio, a través de la transparente cúpula, el bosque de pétreos rascacielos. Y era sólo una ciudad. Cuando se cansara de ella, había más. A través del país, y del planeta, se extendía la red que las enlazaba en una tela de araña semejante a un intrincado y semiviviente monstruo. Se llamaba sociedad.

La notó temblar ligeramente bajo él.Tendió la mano para coger la copa de champaña y bebió rápidamente. La tenue inquietud

que parecía estremecer los cimientos de la ciudad era algo nuevo. Ello se debía..., sí, seguro que se debía a un nuevo temor.

Se debía a que él no había sido descubierto.Aquello no tenía sentido. Desde luego, la ciudad era compleja y funcionaba por medio de

máquinas incorruptibles. Ellas, y sólo ellas, preservaban al hombre de convertirse rápidamente en otro animal extinguido. Y de ellas, los computadores analógicos y los calculadores electrónicos, eran el giroscopio de toda existencia. Ellas elaboraban y ponían en vigor las leyes necesarias ahora para mantener viva a la humanidad. Danner no comprendía mucho de los vastos cambios que se habían producido en la sociedad en el transcurso de su vida.

Quizá tuviese sentido el que sintiera sacudirse a la sociedad, porque él estaba allí sentado deleitosamente sobre espuma de caucho, saboreando champaña, oyendo una suave música, y sin ninguna Furia tras su cómodo asiento para demostrar que las calculadoras seguían siendo los guardianes de la humanidad...

Si ni siquiera eran incorruptibles las Furias, ¿en qué podía creer un hombre?Fue en ese preciso momento cuando llegó la Furia.Danner notó que todo ruido se apagaba de repente en derredor suyo, y se quedó con el

tenedor a medio camino de la boca, con cara de helado, y la mirada fija hacia la puerta.La Furia era de más elevada estatura que un hombre. Permaneció durante un momento en

el umbral, arrancándole el sol de la tarde un cegador destello en su hombro. No tenía rostro, pero parecía escudriñar el restaurante lentamente, mesa por mesa. Atravesó luego el umbral, desapareció el destello del sol, y apareció como un hombre de elevada estatura embutido en una armadura de acero, y andando despacio entre las mesas.

—No es para mí —se dijo Danner, dejando sobre el plato el tenedor con el bocado aún no degustado—. Será para cualquier otro de los que están aquí. Lo sé.

Y como un recuerdo en la mente de un hombre ahogándose, claro, penetrante y condensado en un momento, aunque con cada detalle preciso, le acudió lo que le había dicho Hartz. Al igual que una gota de agua puede reflejar un amplio panorama condensado en un minúsculo foco, así el tiempo parecía enfocado al minúsculo puntito de la media hora que Danner y Hartz habían estado juntos, en el despacho de éste, cuyas paredes podían ser transparentes pulsando un botón.

Vio de nuevo a Hartz, regordete y rubio, de frente pensativa. Un hombre que parecía relajado hasta que comenzaba a hablar, dejando sentir su ardiente ímpetu, la cualidad de tensión impulsada que hacía que el aire que le rodeaba se estremeciera inquieto. Danner se hallaba, en el recuerdo, en pie ante el escritorio de Hartz, sintiendo zumbar suavemente el suelo en sus talones con el latido de las computadoras, visibles a través de la cristalera. Eran tersos y relucientes objetos con titilantes luces en bandas, como bujías ardiendo en coloreadas ampollas de cristal. Podía oírse su distante chirrido castañeteante, como un extraño parloteo mientras ingerían hechos, para meditarlos y luego traducirlos en números semejantes a oráculos crípticos. Hacían falta hombres como Hartz para comprender lo que significaban los oráculos.

—Tengo un trabajo para ti —dijo Hartz—. Quiero que se mate a un hombre.—Oh, no —repuso Danner—. ¿Qué especie de imbécil te crees que soy?—Un momento. Tú puedes gastar dinero, ¿no es así?—¿En qué? —preguntó acerbamente Danner—. ¿En un entierro de fantasía?—En una vida de lujo. Ya sé que no eres un imbécil. Sé condenadamente bien que no

harías lo que te pido a menos que obtuvieses dinero y protección. Eso es lo que puedo ofrecer. Protección.

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—Claro —dijo Danner incisivamente, mirando las computadoras a través de la pared transparente.

—No, lo digo de veras. Yo... —Hartz vaciló lanzando una ojeada un tanto inquieta en torno a la estancia, como si apenas confiara en las precauciones que había tomado para asegurarse de una completa reserva—. Esto es algo nuevo —dijo—. Puedo redirigir a cualquier Furia a donde yo quiera.

—Oh, claro —volvió a decir Danner con la misma entonación.—Es la pura verdad. Te lo mostraré. Puedo arrancar a la Furia cualquier víctima que yo

desee.—¿Cómo?—Ése es mi secreto. Naturalmente. En efecto, he hallado un sistema de proporcionar datos

falsos a las máquinas, de forma que emitan el veredicto erróneo antes de la convicción, o las órdenes erróneas tras la convicción.

—Pero eso es... peligroso, ¿no es así?—¿Peligroso? —Hartz miró a Danner por debajo de sus caídas cejas—. Bueno, sí. Pienso

que sí. Por eso es que no lo hago a menudo. En realidad, sólo lo he hecho una vez. Teóricamente, desarrollé el método. Lo probé, sólo una vez. Funcionó. Lo haré de nuevo, para demostrarte que estoy diciendo la verdad. Y después de ello, lo haré otra vez, para protegerte. Y eso será todo. No quiero trabucar a las calculadoras más de lo necesario. Una vez efectuado tu trabajo, no tendré ya por qué hacerlo.

—¿Y a quién quieres matar?Involuntariamente, Hartz lanzó una ojeada arriba, hacia la parte superior del edificio, donde

se encontraban los despachos de los supremos ejecutivos.—A O’Reilly —dijo.Danner lanzó también una ojeada hacia arriba, como si pudiese ver a través del techo y

observar las gloriosas suelas de los zapatos de O’Reilly, el Controlador de las Calculadoras, pisando una carísima alfombra sobre su cabeza.

—Es muy sencillo —dijo Hartz—. Quiero su puesto.—¿Y por qué no le matas tú mismo entonces, si estás tan seguro de que puedes detener a

las Furias?—Porque eso lo desbarataría todo —respondió impacientemente Hartz—. Usa la cabeza.

Yo tengo un motivo evidente. No se necesitaría una calculadora para determinar a quién beneficia más la muerte de O’Reilly. Si me salvo a mí mismo de la Furia, la gente empezaría a preguntarse cómo lo hice. Pero tú no tienes ningún motivo para matar a O’Reilly. Nadie más que las calculadoras lo sabrían, y yo me encargaré de ellas.

—¿Cómo sé yo que puedes hacerlo?—Muy sencillamente. Mira.Hartz se puso en pie, y fue rápidamente a través de la alfombra elástica que daba a sus

pasos un falso brinco juvenil. En un extremo de la estancia había un mostrador de poco más de un metro de altura, con una pantalla de vidrio inclinada sobre él. Hartz apretó nerviosamente un botón, y apareció en su superficie un mapa de un sector de la ciudad, en líneas claramente marcadas.

—He hecho aparecer un sector donde se halla operando una Furia ahora —explicó.El mapa fluctuó y apretó de nuevo el botón. Los trazos inestables de las calles de la ciudad

ondularon y se avivaron para desaparecer luego cuando reducía los sectores rápida y nerviosamente. Luego se iluminó un mapa en el que tres líneas ondulantes de color se entrecruzaban e interseccionaban en un punto próximo al centro. El punto se movía muy lentamente a través del mapa, a la velocidad de un hombre andando y reducido a miniatura en escala con la calle por la que transitaba. Y en torno a él las líneas de color giraban lentamente, manteniendo constantemente enfocado el punto.

—Ahí está —dijo Hartz, inclinándose hacia delante para leer el nombre impreso de la calle. Una gota de sudor cayó de su frente al vidrio, y lo secó inquietamente con la yema del dedo—. Es un hombre con una Furia asignada para él. Bueno, ahora te lo voy a mostrar. Mira aquí.

Sobre el escritorio había una pantalla televisora. Hartz la encendió, y contempló impacientemente cómo iba enfocándose una escena callejera. Gentío, ruidos de tráfico, personas presurosas, y otras vagabundeando. Y en medio de la multitud un pequeño oasis de aislamiento, una isla en el mar de la humanidad. Y sobre esta isla en movimiento había dos

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ocupantes, como un Crusoe y un Viernes, solos. Uno de los dos era un hombre de aspecto agobiado, cuya extraviada mirada se posaba en el suelo mientras andaba. El otro isleño de aquel desierto lugar era una reluciente figura de forma humana y elevada estatura, que le iba pisando los talones.

Como si muros invisibles los rodearan, conteniendo a la multitud, los dos se movían en un espacio vacío que se cerraba tras ellos y se abría ante ambos. Algunos de los viandantes los miraban fijamente, y otros desviaban la vista con aire embarazado o inquieto. Y otros los contemplaban con franca expresión, preguntándose quizás en qué momento preciso Viernes alzaría su brazo de acero para matar a Crusoe.

—Fíjate ahora —dijo nerviosamente Hartz—. Sólo un momento. Voy a apartar a la Furia de ese hombre. Espera. —Fue a su escritorio, abrió un cajón, y se inclinó furtivamente sobre él. Danner oyó una serie de piñoneos del interior, y luego como un rechinante golpeteo de conmutadores—. Ya está —dijo Hartz, cerrando el cajón. Se pasó el dorso de la mano por la frente—. Hace calor aquí, ¿no? Miremos ahora con atención. Ya verás lo que sucede dentro de un minuto.

Volviendo al televisor, manipuló el enfoque, y se expandió la escena de la calle, centrándose en el hombre y su persecutor. El rostro del hombre parecía compartir sutilmente la impasibilidad del robot. Se hubiese dicho que habían vivido mucho tiempo juntos, y quizá lo habían hecho. El tiempo es un elemento flexible, infinitamente largo a veces en un espacio muy corto.

—Espera hasta que salgan de la multitud —dijo—. Esto no debe ser aparente. Ahora, él está volviéndose ya.

El hombre, que parecía moverse al azar, giró en la esquina de una calle y se metió en un estrecho y oscuro pasaje apartado de la circulación. El ojo de la pantalla televisiva le siguió tan de cerca como el robot.

—Así que tiene usted cámaras que pueden hacer eso —dijo Danner con interés—. Siempre lo pensé. ¿Cómo se hace? Están colocadas en cada esquina, o es una trans...

—Eso no importa —dijo Hartz—:. Secreto industrial. Mira tan sólo. Tenemos que esperar hasta... ¡No, no! ¡Mira, va a intentarlo ahora!

El hombre lanzó una ojeada furtiva tras él. El robot doblaba ahora la esquina en su persecución... Hartz se abalanzó a su escritorio y abrió el cajón. Posó su mano sobre él, y contempló ansiosamente la pantalla. Fue curioso como el hombre del pasaje, aunque no podía tener ni la menor idea de que otros ojos contemplaban, miró hacia arriba y escudriñó el cielo, fijándose por un momento en la atenta cámara oculta y en los ojos de Hartz y Danner. Luego, éstos le vieron respirar profundamente y echar a correr de repente.

Un piñoneo metálico sonó en el cajón de Hartz. El robot, que había iniciado también un movimiento de carrera, se detuvo torpemente y pareció tambalearse en sus piernas de acero por un momento. Rechinó luego como una máquina inducida al paro, y se quedó inmóvil.

En el borde del encuadre de la cámara pudo verse la cara del hombre, mirando hacia atrás, con la boca abierta por la impresión de ver que había sucedido lo imposible. El robot seguía en su sitio, haciendo indecisos movimientos a medida que las nuevas órdenes que Hartz introducía en sus mecanismos relevaban a las anteriores que contenía su receptor. Luego, y volviendo su espalda de acero al hombre que huía, echó a andar calle abajo con tanto sosiego y precisión como si estuviese obedeciendo órdenes válidas, y no desmontando los propios mecanismos de la sociedad con su aberrante conducta.

Y tras un último enfoque de la cara del hombre, que parecía extrañamente impresionado, como si le hubiese abandonado el último amigo que tuviera en el mundo, Hartz desconectó la pantalla. Volvió a enjugarse la frente, y fue a la pared transparente recorriéndola con la vista, con una expresión inquieta, como si tuviese algún temor de que las calculadoras pudieran saber lo que había hecho.

Y pareciendo muy pequeño contra el fondo de los gigantes metálicos, dijo por encima de su hombro:

—¿Y bien, Danner?¿Estaba bien? Desde luego, habían hablado más y se había dejado persuadir mediante un

aumento del soborno. Pero Danner sabía que desde aquel momento ya estaba decidido. Un riesgo calculado, y que merecía la pena. Y mucho. Excepto que...

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En el mortal silencio del restaurante había cesado todo movimiento. Sólo la Furia iba tranquilamente por entre las mesas, dejando como una estela reluciente, sin tocar a nadie. Cada rostro palidecía al volverse hacia él. Y cada mente pensaba: «¿Puede ser para mí?» Hasta los más inocentes se decían: «Éste puede ser el primer error que cometa, y acaso venga por mí. El primer error, pero sin apelación, y jamás podría yo demostrar nada.» Pues aunque el delito no tenía ningún significado en este mundo, el castigo sí, y éste podría ser ciego, asestado como un rayo.

Danner, con los dientes apretados, se iba repitiendo también una y otra vez: «No es para mí. Yo estoy seguro. Estoy protegido. No viene a por mí.» Y sin embargo, pensaba que era muy extraño, una singular coincidencia, que se encontraran allí dos asesinos, bajo aquella elegante cúpula de cristal... Él, y aquel a quien venía a buscar la Furia.

Soltó su tenedor y lo oyó retiñir en el plato. Lo miró, y también la comida, y de repente su mente descartó todo cuanto le rodeaba y fue a escabullirse por la tangente, como una avestruz que mete la cabeza en la arena. Pensó en la comida. ¿Cómo crecían los espárragos? ¿Qué aspecto tenía el alimento crudo? No había visto ninguno.

La comida venía ya preparada de las cocinas de los restaurantes o de las máquinas automáticas. Y las patatas. ¿Qué aspecto tenían? ¿Una masa blanca y húmeda? No, pues a veces eran rodajas ovaladas, por lo que debían ser ovaladas. Pero no redondas. A veces también tiras alargadas y puntiagudas. Y blancas, desde luego. Y crecían bajo tierra, de ello estaba casi seguro. Cuando estaban reparándose las calles, él había visto largas y delgadas raíces con blancos brazos enroscándose entre tubos y cañerías. ¡Qué cosa más extraña que estuviese él comiendo algo como delgados e ineficaces brazos humanos que rodeasen los vertederos de la ciudad y se retorcieran desvaídamente donde tenían su existencia los gusanos! Y donde él mismo, cuando la Furia le encontrase, pudiera... Empujó el plato a un lado.

Un indescriptible rumoreo y murmullo en la sala le hizo alzar la vista como si fuese un autómata. La Furia se encontraba ahora hacia la mitad de la sala, y resultaba casi chusco ver la expresión de alivio de aquellos ante quienes pasaba. Dos o tres mujeres habían ocultado sus rostros en sus manos, y un hombre se había deslizado de su asiento, desmayado, cuando al pasar la Furia volvió a relegar sus temores a sus escondidas fuentes.

Ahora estaba ya muy cerca. Parecía tener más de dos metros de estatura, y su movimiento era muy tranquilo, lo cual resultaba inesperado, pensándolo bien. Más tranquilo que los movimientos de los hombres. Sus pies marcaban un sordo compás en la alfombra. Pah. Pah. Pah. Danner intentó impersonalmente calcular cuánto pesaría. Siempre se había oído decir que no hacían ningún ruido, excepto por aquel terrible sonido opaco, pero éste iba acompañado de alguna especie de crujido o rechinamiento. No tenía facciones, pero la mente humana no podía dejar de representarse una especie de vago rostro altanero en aquella lisa superficie metálica, con ojos que parecían escudriñar la estancia.

Estaba acercándose más. Ahora, todos los ojos iban convergiendo en Danner. Y la Furia seguía derecha hacia él. Casi parecía como si...

»¡No! —se dijo Danner—. ¡Oh, no, eso no puede ser! —Se sentía como un hombre que, sumido en una pesadilla, está a punto de despertar—. He de despertar pronto —pensó—. He de despertar en seguida, antes de que él llegue aquí.»

Pero no se despertó. Y ahora la Furia estaba a su lado, y cesaba el sordo ruido de sus pasos, acompañado por el más ligerísimo crujido posible cuando se quedó inmóvil, dominando su mesa con su estatura, en espera, y con su rostro sin facciones vuelto hacia él.

Danner sintió encendérsele la cara con una intolerable oleada de calor, rabia, vergüenza, incredulidad. El latir de su corazón le aporreó con tal fuerza el pecho que le pareció que flotaba la estancia, al par que un agudo dolor le atravesaba como un rayo las sienes.

Ahora estaba en pie, vociferando.—¡No, no! —aullaba a la impasible figura de acero—. ¡Estás equivocado! ¡Has cometido un

error! ¡Fuera de aquí, condenado estúpido!Buscó a tientas la mesa sin bajar la vista, dio con el plato, lo asió y lo arrojó contra el

acorazado pecho ante sí. La porcelana se hizo añicos, y la comida embadurnó de blanco, verde y marrón el acero. Danner tropezó con su butaca, dio vuelta a la mesa, y pasó ante la figura de metal, precipitándose hacia la puerta.

Todo lo que podía pensar ahora era en Hartz.

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Mares de rostros flotaron ante él a ambos lados mientras salía dando traspiés del restaurante. Algunos le miraban con ávida curiosidad, buscando con sus ojos los suyos. Otros no miraban en absoluto, desviando la vista a sus platos, o bien se cubrían las caras con las manos. Tras él siguió el acompasado y sordo paso, y el rítmico y débil crujido de algo en alguna parte de la acorazada figura.

Los rostros desaparecieron a ambos lados cuando atravesó la puerta sin siquiera percatarse de que la abría. Se encontraba en la calle. Estaba bañado en sudor y pareció azotarle un aire helado, aunque no hacía un día frío. Miró aturdido a izquierda y derecha, y luego se abalanzó a una cabina telefónica cercana, flotando ante sus ojos tan claramente la imagen de Hartz que fue tropezando con los transeúntes, cuyas voces indignadas ni siquiera oía. El camino se despejó mágicamente ante él, y siguió por la creada isla de su aislamiento.

Una vez hubo cerrado la puerta de cristal de la cabina, el silencio de su interior repercutió con el bataneo de la sangre en sus oídos. A través de la puerta vio al robot en insensible espera, la comida desparramada le recorrió el pecho como una banda de honor robótica.

Danner trató de marcar un número, pero sus dedos parecían de goma. Respiró intensa y profundamente, tratando de serenarse. Un pensamiento fuera de propósito flotó a través de la superficie de su mente. «He olvidado pagar la comida.» Y luego: «¡Vaya el bien que me puede hacer ahora el dinero! ¡Oh, maldito Hartz, maldito sea, maldito...!»

Marcó por fin el número, y en la pantalla apareció en vivos colores el rostro de una muchacha. Eran buenas y caras las pantallas de las cabinas telefónicas de aquella parte de la ciudad, anotó de manera impersonal su mente.

—Aquí el despacho del Controlador Hartz. ¿En qué puedo servirle?Danner hizo dos intentos antes de poder dar su nombre. Se preguntó si la muchacha podía

verle, y detrás de él, empañadamente a través del cristal, a la elevada figura en espera. No podría decirlo, pues la muchacha bajó la vista inmediatamente a lo que debía ser una lista sobre una invisible mesa ante ella.

—Lo siento. El señor Hartz está ausente. No volverá hoy.La luz y el color de la pantalla se apagaron.Danner abrió la puerta de la cabina. Sentía inseguras las piernas. El robot estaba a algunos

pasos, y durante un momento se quedaron frente a frente. Danner se sintió de pronto dominado por una irrefrenable risita entre dientes que él mismo notó que bordeaba la histeria. ¡Estaba tan ridículo el robot con aquel emplasto de comida en el pecho, semejante a una banda honorífica! Y con sorpresa se dio cuenta también de que, por su parte, él llevaba asida en la mano izquierda la servilleta del restaurante.

—Apártate —dijo al robot—. Déjame ir. Imbécil, ¿es que no sabes que se trata de un error?Su voz vibraba. El robot rechinó débilmente y dio un paso atrás.—Ya es bastante malo tenerlo detrás de mí —dijo Danner—. Al menos, podrías ser limpio.

Un robot sucio es demasiado... demasiado...El pensamiento era idiotamente insoportable, y oyó sollozos en su voz. Y medio riendo y

medio llorando, limpió el pecho de acero y tiró la servilleta al suelo.Y fue en aquel preciso instante, con la sensación del duro pecho aún vivida, cuando se

percató a través de la protectora pantalla de la histeria, y se le presentó la verdad. Nunca ya en la vida volvería a estar solo; nunca, mientras tuviese aliento. Y cuando muriese, sería por aquellas manos de acero, quizá sobre aquel pecho de acero. Y aquel insensible rostro inclinado hacia el suyo sería la última cosa que viera al exhalar su último suspiro. Ningún compañero humano, sino el tétrico cráneo de acero de la Furia.

Le llevó casi una semana el dar con Hartz, durante la cual cambió de opinión sobre cuánto tiempo tardaría en volverse loco un hombre seguido por una Furia. La última cosa que veía por la noche era la luz de la calle, filtrándose a través de las cortinas del apartamento de su lujoso hotel y reluciendo sobre el hombro de su carcelero. Durante toda la noche, casi en vela por un inquieto dormitar, podía oír el débil rechinar de algún mecanismo interior funcionando bajo la coraza. Y cada vez que se despertaba era para preguntarse si volvería a hacerlo de nuevo. ¿Le asestaría el golpe mientras dormía? ¿Y qué clase de golpe? ¿Cómo ejecutaban las Furias? Siempre era un débil alivio ver la difusa luz del amanecer brillar sobre el vigilante junto a su cama. Por lo menos había vivido aquella noche. ¿Pero era vivir aquello? ¿Merecía la pena el peso?

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Conservó su apartamento del hotel. Quizá la dirección hubiese deseado que se marchara, pero no le dijeron nada. Posiblemente no se atrevían. La vida adquiría una rara y transparente calidad, como algo visto a través de una pared de cristal. Aparte de tratar de ver a Hartz, no había nada que deseara Danner. Los antiguos deseos de lujos y placeres, diversiones y viajes, se habían esfumado. No hubiese viajado solo.

Pasó horas en la biblioteca pública, leyendo todo cuanto había disponible sobre las Furias. Fue allí donde encontró las dos obsesionantes y pavorosas líneas que Milton escribiera cuando el mundo era pequeño y sencillo... líneas misteriosas que no tenían ningún sentido definido para nadie hasta que el hombre creara la Furia de acero, a su propia imagen.

Pero ese instrumento ambidextro a la puerta Está dispuesto a destruir de una vez por todas...

Danner lanzó una ojeada a su instrumento ambidextro, inmóvil a su lado, y pensó en Milton y en los antiguos tiempos en que la vida era sencilla y tranquila. El siglo veinte, cuando toda la civilización se quebró en un mayestático derrumbamiento, precipitándose en el caos. Y la época anterior, cuando las personas eran... diferentes, en cierto modo. ¿Pero cómo? Aquello estaba demasiado lejos y resultaba demasiado extraño. No podía imaginarse la época anterior a las máquinas.

Pero supo, por primera vez, lo que realmente había sucedido en sus años tempranos, cuando el brillante mundo desapareció por entero y comenzó la oscura y afanosa penalidad de la esclavitud. Y fueron forjadas las Furias a semejanza del hombre.

Antes de que comenzaran las guerras realmente grandes, la tecnología avanzó hasta el extremo de que las máquinas procreaban máquinas como cosas vivientes, y pudo haberse establecido un Edén en la Tierra, donde los deseos de cada cual se vieron plenamente colmados, a no ser que las ciencias sociales se retrasaran tanto con respecto a las ciencias físicas. Cuando se produjeron las guerras diezmadoras, las máquinas y las personas lucharon codo a codo, el acero contra el acero y el hombre contra el hombre; pero el hombre era más perecedero.

Las máquinas lamían sus heridas de metal y se curaban mutuamente, pues habían sido construidas para poder hacerlo. No tenían necesidad alguna de ciencias sociales. Seguían reproduciéndose tranquilamente y suministrando a la Humanidad los lujos y comodidades que la Era del Edén les había destinado a proporcionar. Imperfectamente, desde luego. De forma incompleta, porque algunas de sus especies fueron extinguidas por entero y no dejaron elementos para la reproducción de su progenie. Pero la mayoría de ellas conservaron sus materias primas, las refinaron, vertieron y fundieron las partes necesarias, hicieron su propio combustible, repararon sus propias heridas y mantuvieron su casta sobre la superficie de la Tierra con una eficacia, a la cual ni siquiera se aproximó nunca el hombre.

Entretanto la Humanidad se iba desmenuzando. No había ya más grupos reales, y ni siquiera familias. Los hombres apenas se necesitaban mutuamente. Las relaciones emocionales disminuían. Los hombres habían sido condicionados para aceptar sustitutivos suplantadores, y el escapismo era una escuela fatalmente natural. Reorientaban sus emociones a las Máquinas de Evasión que los alimentaban con placenteras e imposibles aventuras, y hacían que el mundo en vela les pareciese demasiado insípido para preocuparse por él. Y la demografía fue decayendo cada vez más. Fue un período muy raro. El regalo y la molicie fueron de la mano con el caos, y la anarquía y la inercia eran la misma cosa. Y siguió disminuyendo la tasa demográfica...

Eventualmente, unos cuantos reconocieron lo que estaba sucediendo. El hombre como especie estaba en vías de desaparecer. Y era impotente para evitarlo. Pero tenía un poderoso servidor. Así llegó el momento en que algún desconocido genio advirtió lo que debía hacerse. Alguien vio la situación claramente y estableció una nueva norma en el mayor de los calculadores electrónicos supervivientes. Éste fue el objetivo que implantó: «La Humanidad debe volver a responsabilizarse. Éste será vuestro único objetivo hasta que se alcance la meta.»

Era sencillo, pero los cambios que produjo fueron universales y toda la vida humana del planeta se alteró drásticamente, debido a ello. Las máquinas eran una sociedad integrada, y el

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hombre no lo era. Y ahora tenía una serie de órdenes, todas ellas reorganizadas, que obedecer.

Así acabaron los días de los placeres libres. Las Máquinas de evasión fueron arrumbadas. Los hombres se vieron obligados a agruparse por mor de la supervivencia. Tenían ahora que asumir el trabajo que suspendieran las máquinas, y lenta, lentamente, comenzaron a engendrarse y a suplantar de nuevo al sentimiento casi perdido de la unidad humana.

Pero era un proceso tan lento... Y ninguna máquina podía devolver al hombre lo que había perdido: la conciencia interiorizada. El individualismo había alcanzado su última fase y no había habido durante mucho tiempo ningún disuasor del crimen. Sin familia o relaciones de clan, ni siquiera existía la motivación de la represalia. Faltaba la conciencia, porque ningún hombre se identificaba con otro.

Ahora, el trabajo real de las máquinas era reconstruir en el hombre un superego realista que lo salvara de la extinción. Una sociedad responsable de sí misma sería una sociedad genuinamente interdependiente, en la que el dirigente se identificara con el grupo, y poseedora de una conciencia realista e interiorizada, que prohibiera y castigara el «pecado»... el pecado de deteriorar al grupo con el que se estaba identificado.

Y aquí intervenían las Furias.Las máquinas definían el asesinato, bajo cualquier circunstancia, como el único delito

humano. Esto era bastante perfecto, puesto que es el único acto que puede destruir irremplazablemente una unidad de sociedad.

Las Furias no podían impedir el crimen. El castigo nunca enmienda al criminal. Pero puede impedir a otros que cometan un crimen, por simple miedo, al ver el castigo que se administra. Las Furias eran el símbolo del castigo. Recorrían abiertamente las calles siguiendo a sus víctimas condenadas; eran el signo permanente y visible de que el asesinato es siempre castigado, y de la manera más pública y terrible. Eran muy eficientes. Nunca se equivocaban. O, por lo menos, no se equivocaban nunca en teoría; y considerando las enormes cantidades de información almacenadas en las computadoras analógicas, parecía muy probable que la justicia de las máquinas fuera más eficiente de lo que pudiera serlo la de los humanos.

Algún día, el hombre redescubriría el pecado. Sin ello, había estado cerca de perecer por completo. Con ello, podría reasumir su autoridad sobre sí mismo y sobre la raza de servidores mecánicos que estaban ayudándole a restaurar su especie. Pero hasta entonces, las Furias habrían de recorrer las calles, como conciencia del hombre con disfraz metálico, impuesta por las máquinas que el propio hombre creara hacía mucho tiempo.

Apenas supo Danner lo que hizo durante ese tiempo. Pensó mucho en los antiguos días, cuando funcionaban todavía las Máquinas de Evasión, antes de que las nuevas máquinas racionaran el regalo de los sentidos. Pensó en ello hoscamente y con resentimiento, pues no podía ver ningún objeto en el experimento en que se había embarcado la Humanidad. Lo había pasado mejor en aquellos días. Y entonces no había tampoco Furias.

Bebió mucho. En una ocasión vació sus bolsillos en el mugriento gorro de un mendigo cojo de ambas piernas, porque el hombre, al igual que él mismo, estaba apartado de la sociedad por algo nuevo y terrible. Para Danner era la Furia. Para el mendigo era la propia vida. Treinta años antes hubiese vivido o muerto, atendido sólo por máquinas. El que un mendigo pudiese sobrevivir, pidiendo, debía ser señal de que la sociedad estaba comenzando a sentir compasión de quien disfrutaba de todos sus miembros, pero para Danner esto no significaba nada. No subsistiría lo bastante como para conocer el final de la Historia.

Quería hablar al mendigo, aunque el hombre intentaba escaparse en su pequeña plataforma con ruedas.

—Escucha —le dijo Danner con apremio, y siguiéndole mientras hurgaba en sus bolsillo—. Quiero decírtelo. Ella no siente de la manera que tú te crees. Siente...

Estaba completamente borracho aquella noche, y siguió al hombre hasta que éste le arrojó su dinero y se marchó rápidamente en su plataforma con ruedas, mientras Danner se apoyaba contra una pared e intentaba creer en su solidez. Pero sólo era real la sombra de la Furia proyectada en él por un farol.

Más tarde, la misma noche, atacó a la Furia en algún lugar oscuro. Le parecía recordar haber tropezado con un tubo de hierro en el suelo, y sólo consiguió sacar con él una lluvia de chispas al asestarlo contra los impenetrables hombros del robot. Luego echó a correr por un

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dédalo de calles, para esconderse finalmente en un oscuro soportal, oyendo finalmente resonar en la noche los firmes pasos de su implacable persecutor.

Se durmió, agotado.Fue al día siguiente cuando finalmente consiguió ver a Hartz.—¿Qué es lo que ha ido mal? —preguntó Danner.Había cambiado mucho. Su rostro estaba adquiriendo, en su impasibilidad, un singular

parecido a la máscara de metal del robot.Hartz dio un nervioso golpe en el borde de su escritorio, haciendo una mueca de dolor. El

despacho parecía estar vibrando, no con el latido de las máquinas de abajo, sino con su propia energía.

—Algo fue mal —respondió—. Todavía no sé qué. Yo...—¿Que no lo sabes? —exclamó Danner perdiendo parte de su impasibilidad.—Espera un poco —dijo Hartz con tranquilizadores movimientos de sus manos—.

Sopórtalo un poco más. Todo irá bien. Puedes...—¿Cuánto tiempo más he de soportarlo? —preguntó Danner.Miró por encima del hombro a la gigantesca Furia que estaba tras él, como si realmente le

dirigiese a ella la pregunta, y no a Hartz. Por la manera que lo dijo, hacía pensar que debió haber hecho la pregunta muchas veces, mirando al inexpresivo rostro de metal, y que seguiría haciéndola desesperadamente hasta que llegase por fin la respuesta. Pero no en palabras...

—No he podido ni siquiera descubrirlo —dijo Hartz—. Maldita sea, Danner, se corría un riesgo. Lo sabías.

—Tú dijiste que podías controlar la computadora —replicó Danner—. Te vi hacerlo. Quiero saber por qué no hiciste lo que habías prometido.

—Algo fue mal, ya te lo he dicho. Debiera haber funcionado. En el mismo momento que se realizó ese... asunto, introduje los datos que debieran haberte protegido.

—¿Pero qué sucedió?Hartz se puso en pie y comenzó a pasearse por la alfombrada estancia.—No lo sé exactamente —respondió—. No comprendemos la potencialidad de las

maquinas, eso es todo. Yo pensé que podría hacerlo. Pero...—¡Tú pensaste!—Sé que puedo hacerlo. Todavía lo intento. Lo estoy intentando todo. Al fin y al cabo, esto

es importante también para mí. Estoy trabajando en ello tan rápidamente como puedo. Es por eso por lo que no pude verte antes. Estoy seguro de poder hacerlo, si puedo tratarlo a mi modo. Maldita sea, Danner, es complicado. No es como hacer un escamoteo con un computómetro... Mira esos aparatos de ahí.

—Harás mejor en conseguirlo —dijo Danner, sin mirarlos—. Eso es todo.—¡No me amenaces! —dijo furiosamente Hartz—. Déjame solo y lo conseguiré. Pero no

me amenaces.—Tú también estás implicado en ello —advirtió Danner.Hartz volvió a su escritorio y se sentó en el borde.—¿Cómo? —preguntó.—O’Reilly está muerto. Tú me pagaste para matarle.—La Furia lo sabe —repuso Hartz encogiéndose de hombros—. Las computadoras

también. Y ello no importa un pepino. Tu mano fue la que apretó el gatillo, y no la mía.—Ambos somos culpables. Si yo sufro por ello, tú...—Eh, eh, espera. Considéralo debidamente. Creí que lo sabías. Es básico en el

cumplimiento de la ley, y siempre lo ha sido. A nadie se le castiga por la intención. Sólo por la acción. Yo no soy más responsable por la muerte de O’Reilly, que el arma que utilizaste contra él.

—¡Pero tú me metiste! ¡Me engañaste! Voy a...—Tú harás lo que yo diga, si es que quieres salvarte. Yo no te engañé. Sólo cometí un

error. Dame tiempo y voy a enmendarlo.—¿Cuánto tiempo?Esta vez ambos hombres miraron a la Furia que permaneció impasible.—Yo no sé cuánto tiempo —dijo Danner respondiendo a su propia pregunta—. Tú dices

que tampoco. Nadie sabe siquiera cómo me matará ella, llegada la hora. He leído todo cuanto

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está disponible al público sobre el particular. ¿Es verdad que el método varía, sólo para tener en ascuas a las personas como yo? Y el tiempo designado... ¿varía eso también?

—Sí, es verdad. Pero hay un mínimo de tiempo... estoy casi seguro. Tú debes estar aún dentro de él. Créeme, Danner, todavía puedo apartar a la Furia. Me viste hacerlo. Sabes que funcionó. Todo lo que he de hacer es descubrir lo que fue mal en esta ocasión. Estaré en contacto contigo. No trates de verme de nuevo.

Danner se puso en pie como impulsado por un resorte y dio unos rápidos pasos hacia Hartz. Su rostro estaba transformado por la cólera y la frustración en una impasible máscara que la desesperación le había estado formando. Pero sonaron tras él los solemnes pasos de la Furia, y se detuvo.

Los dos hombres se miraron fijamente.—Dame tiempo —dijo Hartz—. Confía en mí, Danner.En cierto modo, tener esperanza era peor. Hasta el momento, embotado por la

desesperación no había sentido demasiado. Pero ahora había una oportunidad de que, después de todo, pudiera sumirse en la nueva vida brillante por la que tanto había arriesgado... si Hartz pudiese salvarle a tiempo.

Ahora, y durante un período, comenzó a saborear de nuevo la experiencia. Compró trajes nuevos. Viajó, aunque jamás solo, desde luego. Hasta buscó de nuevo la compañía humana, y la encontró... hasta cierto punto. Pero la clase de personas dispuestas a asociarse con un hombre, sobre el que estaba suspendida una sentencia de muerte, no era de un tipo muy halagüeño. Halló, por ejemplo, que algunas mujeres se sentían fuertemente atraídas hacia él, no a causa de su persona o de su dinero, sino debido a su compañero. Parecían sojuzgadas por la oportunidad de un trato íntimo y protegido con el propio instrumento del destino. Por encima del hombro observaba a veces cómo contemplaban a la Furia en un éxtasis de fascinada expectación. Y en una extraña reacción de celos abandonaba a tales personas tan pronto como reconocía la primera mirada expresiva de coqueteo de una de ellas con el robot.

Le dio por hacer viajes largos. Tomó el cohete y fue a África, volviendo por las selvas vírgenes de Sudamérica. Pero ni los clubs nocturnos ni la exótica novedad de raros lugares parecía satisfacerle en alguna medida. La luz del sol se parecía mucho, reflejándose en las superficies curvas de su seguidor, bien reluciera en las sabanas pobladas de leones o filtrándose a través de las espesuras de las junglas. Toda novedad se tornaba rápidamente insulsa debido al terrorífico objeto familiar situado incesantemente a su espalda. No podía disfrutar de nada en absoluto.

Y el rítmico percutir de los pasos tras él comenzó a hacérsele insoportable. Empleó tapones para los oídos, pero la intensa vibración le atravesaba el cráneo en un constante bataneo como una eterna jaqueca. Incluso cuando permanecía quieta la Furia, oía en su cabeza el imaginario percutir sordo de sus pasos.

Compró armas y trató de destruir el robot. Desde luego, fracasó en su intento. Y aún de haberlo logrado, sabía que se le habría asignado otro. El licor y las drogas no le hacían ningún bien. Cada vez con más frecuencia le asaltaba la idea del suicidio, pero la postergó porque Hartz le había dicho que aún había esperanza.

Finalmente, volvió a la ciudad para estar cerca de Hartz... y esperar. De nuevo pasaba la mayor parte del tiempo en la biblioteca, no andaba más de lo necesario, debido a los pasos que sonaban tras él. Y fue allí, una mañana, cuando halló la respuesta...

Había revisado todo el material disponible sobre las Furias, repasado todas las referencias literarias sobre ellas, asombrándose al ver cuántas había y cuan idóneas se habían convertido algunas de ellas (como la máquina ambidextra de Milton) tras el lapso de todos aquellos siglos. «Esos recios pies que siguen, que van siguiendo... en persecución nada presurosa. Imperturbable andar. Pausado paso.

Soberana insistencia...» Volvió la página y se vio a sí mismo y su triste estado más literalmente que cualquier alegoría:

Sacudí los pilares de las horas y derribé sobre mí mi vida; y ahora, mugriento y tiznado me encuentro en medio de los años amontonados con mi destruida juventud yaciendo bajo su túmulo.

Vertió algunas lágrimas de autocompasión sobre la página que le describía tan claramente.

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Pero luego pasó de las referencias literarias a la filmoteca, porque había algunos filmes citados entre la bibliografía. Contempló a Orestes con traje moderno, perseguido de Argos a Atenas por una sola Furia de más de dos metros, en vez de las tres Erinias de cabelleras de serpiente de la leyenda. Cuando comenzó el empleo de las Furias, se había producido un estallido de tales temas. Sumido en el semiensueño de sus propios recuerdos de la adolescencia, cuando funcionaban aún las Máquinas de Evasión, Danner quedó inmerso en la acción de los filmes.

Se perdió en la contemplación tan por completo que cuando apareció la primera escena no se sorprendió apenas. Toda la experiencia formaba parte de algo ya consabido y al principio no le fue novedoso hallar una escena más vividamente familiar que el resto. Pero de pronto la memoria dio un toque de atención en su mente y con violento movimiento abatió su puño sobre el botón de paro de la acción, retrasando luego la película y volviendo a repetir la escena.

Mostraba a un hombre andando con su Furia a través del tráfico de la ciudad, y ambos moviéndose como en una pequeña isla desierta establecida por ellos, al igual que Crusoe con Viernes pisándole los talones... Se veía al hombre girar y meterse en una calleja, mirar ansiosamente a la cámara, respirar profundamente y echar a correr de súbito. Y se veía a la Furia vacilar, hacer movimientos indecisos y luego volverse y echar a andar queda y tranquilamente en la dirección opuesta, sonando sus pasos opacamente sobre el pavimento...

Danner volvió a repetir la escena una vez más para estar seguro del todo. Estaba temblando tan violentamente que apenas podía manipular el visor.

—¿Qué te parece eso —murmuró a la Furia tras él en la oscura cabina. Se le había convertido en costumbre hablar a la Furia en un tono cuchicheante, sin percatarse de que lo hacía—. ¿Qué dirías tú de eso? ¿Que lo has visto antes, no es así? Conocido, ¿no es eso? ¿No es? ¿No es? ¡Respóndeme, maldito mudo armatoste!

Y volviéndose le asestó un puñetazo en el pecho, como se lo habría dado a Hartz de haberlo tenido delante. El golpe produjo un opaco ruido en la cabina, pero el robot no replicó, aunque, cuando Danner le miró inquisitivamente, vio el reflejo de la superconocida escena que por tercera vez discurría, recorriendo tenuemente el pecho y la cabeza del robot, como si también él recordase.

Así pues, ahora sabía la respuesta. Y Hartz no había poseído nunca el poder que pretendiera. O si lo poseía, no tenía ninguna intención de emplearlo para ayudar a Danner. ¿Por qué habría de hacerlo? Su peligro había pasado. No era extraño que hubiese estado tan nervioso exhibiendo aquella escena del filme en la pantalla de su despacho. Pero la ansiedad no surgía del peligroso objeto que estaba manipulando, sino de la simple tensión en acoplar su actividad a la acción del filme. ¡Cómo debió haberlo ensayado, cronometrado cada movimiento! ¡Y cómo debió haberse reído después!

—¿Cuánto tiempo me queda? —preguntó Danner furiosamente, arrancando con su golpe una hueca repercusión en el pecho del robot—. ¿Cuánto tiempo? ¡Respóndeme! ¿Bastante?

La liberación de la esperanza era ahora un éxtasis. Ya no necesitaba esperar más. No necesitaba intentarlo ya más. Todo lo que tenía que hacer era ir a ver a Hartz, y hacerlo pronto, antes de que su tiempo se consumiera. Pensó con repugnancia en todos los días que había desperdiciado, en viajes y pasatiempos, cuando por todo lo que sabía podían estar agotándose sus últimos minutos. Antes de lo que Hartz hiciera.

—Vamos —dijo innecesariamente a la Furia—. ¡Aprisa!Y el enigmático cronómetro interno del robot, que echó a andar tras él, fue desgranando los

momentos hacia el instante en que la máquina ambidextra asestaría su único e irremediable golpe final.

Hartz se hallaba sentado en el despacho del Controlador, tras un flamante escritorio nuevo, mirando abajo desde la verdadera cúspide de la pirámide alcanzada las series de computadoras que mantenían en marcha a la sociedad y restallaban el látigo sobre la Humanidad. Suspiró con profunda satisfacción.

La única sombra era que pensaba mucho en Danner. Hasta soñaba con él. No con un sentimiento de culpa, puesto que la culpa implica conciencia, y la larga instrucción en un individualismo anárquico se hallaba aún hondamente arraigada en toda mente humana. Pero con cierto desasosiego, quizá.

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Pensando en Danner, se inclinó hacia atrás y abrió un cajoncito que había trasladado de su antiguo escritorio al nuevo. Deslizó su mano en el interior, y sus dedos tocaron los controles ociosamente. Muy ociosamente.

Dos movimientos, y podría salvar la vida a Danner. Pues, desde luego, le había mentido. En realidad, podía controlar muy fácilmente a las Furias. Podía salvar a Danner, pero nunca había pensado hacerlo. No había necesidad. Y se corría peligro. Se intervenía una vez en un mecanismo tan complejo como el que controlaba la sociedad, y no se podía prever dónde acabaría el desajuste. Una reacción en cadena, quizás, echando por la borda a toda la organización. No.

Algún día podría tener que utilizar el artilugio del cajón. Esperaba que no. Lo cerró rápidamente, y oyó el suave piñoneo de la cerradura.

Ahora era Controlador. Guardián, hasta cierto punto, de unas máquinas que eran fieles hasta un límite al que no podía llegar ningún hombre. Quis custodiet, pensó Hartz. El viejo problema. Y la respuesta era: Nadie, nadie, hoy. Él mismo no tenía superiores y su poder era absoluto. Debido a aquel pequeño mecanismo en el cajón, nadie controlaba al Controlador. Ni una conciencia interna ni externa. Nada podía tocarle...

Al oír pasos en la escalera, pensó por un momento que debía estar soñando. A veces había soñado que era Danner, con aquellas implacables pisadas de sordo eco tras él. Más ahora estaba despierto.

Fue extraño que percibiera el casi subsónico percutir de los pies metálicos que se aproximaban antes que los atropellados pasos de Danner subiendo precipitadamente por la escalera privada. Todo sucedió tan rápidamente que no pareció tener conexión con el tiempo. Casi al instante, oyó el súbito tumulto de gritos y los golpes de las puertas al cerrarse.

Luego, de repente se abrió con un restallido la de su despacho, y apareció Danner en el umbral, al par que el tumulto se hacía más fuerte, precipitándose hacia el oyente como un ciclón. Pero un ciclón en una pesadilla, porque nunca se acercaría más. El tiempo se había detenido.

El tiempo se había detenido con Danner en el umbral, con el rostro desencajado, y sosteniendo con ambas manos un revólver, pues la convulsión que las agitaba no le permitía hacerlo con una sola.

Hartz actuó sin ningún pensamiento más que un robot. En una forma u otra, también había soñado con mucha frecuencia en aquel momento. Podía haber hecho intervenir a la Furia para que apresurase la muerte de Danner. Lo habría hecho, pero no sabía cómo. Sólo podía esperar, tan ansiosamente como el propio Danner esperaba frente a la esperanza, que fuese asestado el golpe por el ejecutor antes de que Danner sospechara la verdad. O abandonar la esperanza.

Pero Hartz estaba presto a afrontar el trastorno. Se encontró con su propia arma en la mano, sin recordar lo más mínimo que hubiese abierto el cajón para cogerla. Lo malo era que el tiempo se había detenido. Recordó vagamente que la Furia debía impedir a Danner que hiciese daño a nadie. Pero Danner estaba en el umbral solo, con el revólver asido por sus temblorosas manos. Y más allá del conocimiento del deber de la Furia, la mente de Hartz conservaba también el de que las máquinas podían detenerse. Las Furias podían fallar. No apostaría su vida por su incorruptibilidad, porque él mismo era el origen de una corrupción que podía detenerlas en su curso.

Tenía el arma en la mano sin saberlo. El gatillo pareció ser quien apretó su dedo; sintió el culatazo del revólver en su palma, y el estampido de la explosión hizo silbar el aire entre él y Danner.

Oyó el tañido de la bala al chocar con metal.El tiempo reemprendió su marcha, con doble rapidez para recuperar el perdido. Después

de todo, la Furia no había estado más que a un solo paso de Danner, porque lo rodeaba con su brazo de acero mientras su mano desviaba el arma de Danner, quien había disparado también, mas no lo bastante rápido. No antes de que la Furia le alcanzara. La bala de Hartz llegó primero.

Alcanzó a Danner en pleno pecho, estallando y atravesándolo, para ir a chocar contra el pecho de la Furia que estaba tras él. El rostro de Danner se tornó tan inexpresivo como el de la máscara. Su cuerpo se desplomó hacia atrás, pero, abarcado por el robot, no cayó. Se fue deslizando lentamente al suelo entre el brazo de la Furia y su impenetrable cuerpo de metal.

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Su revólver chocó con ruido sordo en la alfombra. Manó a borbotones la sangre de su pecho y espalda.

El robot permaneció impasible, con un amplio chorrete de la sangre de Danner cruzándole el pecho como una banda honorífica robótica.

La Furia y el Controlador de las Furias se quedaron mirándose fijamente. La Furia no podía hablar, desde luego, pero en la mente de Hartz pareció qué lo hiciera.

«La defensa propia no supone excusa alguna —parecía estar diciendo la Furia—. Nosotras no castigamos nunca la intención, pero castigamos siempre la acción. Cualquier acto de asesinato. Cualquier acto de asesinato...»

Hartz tuvo, apenas tiempo de arrojar su revólver al cajón de su escritorio antes de que irrumpiera por la puerta el primer componente del clamoreante grupo de abajo. Y apenas pudo conservar tampoco la suficiente presencia de ánimo. Realmente no pensó que las cosas hubiesen ido tan lejos.

En la superficie, era un claro caso de suicidio. Se oyó a sí mismo explicándolo con voz ligeramente insegura. Todos habían visto a aquel loco precipitarse en las oficinas, con la Furia pisándole los talones. No sería la primera vez que un asesino y su Furia habían intentado llegar hasta el Controlador, para pedirle que retirase el carcelero e impidiese la ejecución. Lo que había sucedido, dijo Hartz a sus subordinados, con bastante tranquilidad, era que la Furia había evitado naturalmente que el hombre disparase contra él, Hartz. Y la víctima había vuelto entonces su arma contra sí mismo. Quemaduras de pólvora en su ropa lo mostraban. (El escritorio estaba muy cerca de la puerta.) Y la señal del estampido en la piel de las manos de Danner mostraría que realmente había disparado un arma.

Suicidio. Ello satisfaría a cualquier humano. Pero no satisfaría a las computadoras.Se llevaron el cadáver afuera, y dejaron a Hartz y a la Furia solos, frente a frente, todavía a

través del escritorio. Si alguien pensó que aquello era raro, nadie lo mostró.El propio Hartz no sabía si aquello era raro o no. Nunca había sucedido nada igual. Nadie

había sido lo bastante loco como para intentar asesinar en presencia misma de una Furia. Ni siquiera el Controlador sabía cómo las computadoras apreciaban la evidencia y determinaban la culpa. ¿Habría sido normalmente revocada esta Furia? Si la muerte de Danner fuese realmente un suicidio, ¿se hubiese quedado ahora solo Hartz?

Él sabía que las máquinas se encontraban ya procediendo a la evidencia de lo que había sucedido allí. De lo que no podía estar seguro era de si aquella Furia había recibido ya las órdenes de aquéllas, y en consecuencia le seguiría a donde fuese, desde ahora hasta la hora de su muerte. O bien si estaba simplemente inmóvil en espera de su retirada.

Bien, no importaba. Aquella Furia u otra se hallaba en aquel momento en proceso de recibir instrucciones sobre él. Sólo quedaba hacer una cosa. Y gracias a Dios, era algo que él podía hacer.

Así Hartz abrió el cajón del escritorio y metiendo en él su mano pulsó los dispositivos que jamás había pensado emplear. Tecla por tecla, marcó cuidadosamente la información cifrada, dirigida a las computadoras. Y al hacerlo, miró a través de la cristalera, imaginándose poder ver en las ocultas cintas los datos que iban borrándose para dar lugar al nacimiento de la nueva información falsa.

Alzó la vista al robot y sonrió levemente.—Ahora olvidarás —dijo—. Tú y las computadoras. Ya puedes irte. No quiero volver a

verte.O bien las computadoras trabajaban con increíble rapidez —como desde luego lo hicieron

—, o fue una pura coincidencia, porque en sólo un par de segundos la Furia se movió como en respuesta a la despedida de Hartz. De la inmovilidad en que se había quedado desde que Danner se deslizara entre sus brazos, pasó a animarse con las nuevas órdenes, y recibió casi una sacudida al cambiar de una serie de instrucciones a otra. Y su cabeza se inclinó como con un tirón que la puso casi al nivel de la de Hartz. Éste vio su propia cara reflejada en el rostro liso de la Furia.

Había algo que parecía irónico ante aquella especie de reverencia del robot, cuyo pecho, estriado por la sangre de Danner, parecía adornado por una banda de honor, símbolo del deber cumplido honorablemente. Pero no había nada honorable en su retirada... El metal incorruptible estaba imponiendo la corrupción y devolvía a Hartz la mirada con el reflejo de su propio rostro.

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Hartz contempló cómo la Furia se encaminaba a la puerta, y oyó luego el sordo eco de sus pasos al bajar la escalera. Sintió su vibración en el suelo, y de pronto le acometió una especie de vértigo al pensar que la estructura entera de la sociedad se estaba sacudiendo bajo sus pies.

Las máquinas eran corruptibles.La supervivencia de la Humanidad seguía dependiendo de las computadoras, y no se

podía confiar en ellas. Hartz bajó la vista y vio que sus manos temblaban agitadamente. Empujó el cajón y oyó el piñoneo de su cerradura. Volvió a mirarse las manos, y sintió que su agitado temblor tenía un eco en su interior, una terrible sensación de la inestabilidad del mundo.

Una súbita y aterradora soledad le asaltó como un viento helado. Jamás antes había experimentado una necesidad tan apremiante de la compañía de su propio género. No de una persona, sino de la gente. La sensación de que le rodearan seres humanos... una necesidad muy primitiva.

Se puso el sombrero y comenzó a bajar rápidamente la escalera, con las manos hundidas en los bolsillos, porque no había abrigo que le pudiese resguardar de aquel mortal frío interior.

Oyó pasos tras él.No se atrevió al principio a volver la vista. Conocía aquellos pasos. Pero tenía dos temores

y no sabía cuál era el peor. El miedo de que una Furia estuviese detrás de él... y el miedo de que no lo estuviese. Sería una especie de demencial alivio el que realmente lo estuviera, porque entonces podría confiar después de todo en las máquinas, y podría desvanecerse su terrible soledad.

Dio otro paso sin mirar atrás, y volvió a oír la agorera pisada como un eco de la suya. Exhaló un profundo suspiro y miró.

No había nadie detrás de él en la escalera.Siguió bajando tras una pausa que le pareció infinita, ojeando por encima del hombro.

Volvió a sonar el implacable eco., sin que hubiese ninguna Furia invisible.Las Erinias habían penetrado de nuevo en el interior, y una invisible Furia de la mente

seguía a Hartz escalera abajo.Era como si el pecado hubiese vuelto al mundo, y el primer hombre sintiera de nuevo la

primera culpa íntimamente. Así, pues, en medio de todo, las computadoras no habían fallado.Hartz siguió bajando lentamente la escalera y salió a la calle, oyendo aún, como lo volvería

ya a oír siempre, los inexorables e incorruptibles pasos... que, sin embargo, ya no tenían un sonido metálico.

FIN

Título original: Two-Handed Engine © 1955.Traducción de Márius Lleget.

Aparecido en Sonrisas de metal Luis de Caralt. 1977.Edición digital de Umbriel. Diciembre de 2002.

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LAS RATAS DEL CEMENTERIO

El viejo Masson, guardián de uno de los más antiguos y descuidados cementerios de Salem, sostenía una verdadera contienda con las ratas. Hacía varias generaciones, se había asentado en el cementerio una verdadera colonia de ratas enormes procedentes de los muelles. Cuando Masson asumió su cargo, tras la inexplicable desaparición del guardián anterior, decidió eliminarlas. Al principio colocaba cebos y comida envenenada junto a sus madrigueras; más tarde, intentó exterminarlas a tiros. Pero todo fue inútil. Seguía habiendo ratas. Sus hordas voraces se multiplicaban e infestaban el cementerio.

Eran grandes, aún tratándose de la especie de «decumagus», cuyos ejemplares miden a veces más de treinta y cinco centímetros de largo sin contar la cola pelada y gris. Masson las había visto hasta del tamaño de un gato; y cuando los sepultureros descubrían alguna madriguera, comprobaban con asombro que por aquellas malolientes galerías cabía sobradamente el cuerpo de una persona. Al parecer, los barcos que antaño atracaban en los ruinosos muelles de Salem debieron de transportar cargamentos muy extraños.

Masson se asombraba a veces de las extrañas proporciones de estas madrigueras. Recordaba ciertos relatos inquietantes que le habían contado antes de llegar a la vieja y embrujada ciudad de Salem. Eran relatos que hablaban de una vida larvaria que persistía en la muerte, ocultas en las olvidadas madrigueras de la tierra. Ya habían pasado los viejos tiempos en que Cotton Maher exterminara los cultos perversos y los ritos orgiásticos celebrados en honor de Hécate y de la siniestra Magna Mater. Pero todavía se alzaban las tenebrosas casas de torcidas buhardillas, de fachadas inclinadas y leprosas, en cuyos sótanos, según se decía, aún se ocultaban secretos blasfemos y se celebraban ritos que desafiaban tanto a la ley como a la cordura. Moviendo significativamente sus cabezas canosas, los viejos aseguraban que, en los antiguos cementerios de Salem, había bajo tierra cosas peores que gusanos y ratas.

En cuanto a estos roedores, ciertamente, Masson les tenía aversión y respeto. Sabía el peligro que acechaba en sus dientes afilados y brillantes. Pero no comprendía el horror que los viejos sentían por las casas vacías, infestadas de ratas. Había oído rumores sobre ciertas criaturas horribles que moraban en las profundidades de la tierra y tenían poder sobre las ratas, a las que agrupaban en ejércitos disciplinados. Según decían los ancianos, las ratas servían de mensajeras entre este mundo y las cavernas que se abrían en las entrañas de la tierra, muy por debajo de Salem. Y aún se decía que algunos cuerpos habían sido robados de las sepulturas con el fin de celebrar festines subterráneos y nocturnos. El mito de flautista de Hamelin era una leyenda que ocultaba, en forma de alegoría, un horror blasfemo; y según ellos, los negros abismos habían parido abortos infernales que jamás salieron a la luz del día.

Masson no hacía ningún caso de semejantes relatos. No fraternizaba con sus vecinos y, de hecho, hacía lo posible por mantener en secreto la existencia de las ratas. De conocerse el problema quizá iniciasen una investigación, en cuyo caso tendrían que abrir muchas sepulturas. Y en efecto, hallarían ataúdes perforados y vacíos que atribuirían a las actividades de las ratas. Pero descubrirían también algunos cuerpos con mutilaciones muy comprometedoras para Masson.

Los dientes postizos suelen hacerse de oro puro, y no se los extraen a uno cuando muere. Las ropas, naturalmente, son harina de otro costal, porque la compañía de pompas fúnebres suele proporcionar un traje de paño sencillo, perfectamente reconocible después. Pero el oro no lo es. Además, Masson negociaba también con algunos comerciantes de medicina y médicos pocos escrupulosos que necesitaban cadáveres sin importarles demasiado su procedencia.

Hasta entonces, Masson se las había arreglado muy bien para que no se iniciase una investigación. Había negado ferozmente la existencia de las ratas, aún cuando algunas veces éstas le hubiesen arrebatado el botín. A Masson no le preocupaba lo que pudiera suceder con los cuerpos, después de haberlos expoliado, pero las ratas solían arrastrar el cadáver entero por un boquete que ellas mismas roían en el ataúd.

El tamaño de esos agujeros tenía a Masson asombrado. Por otra parte, se daba la circunstancia de que las ratas horadaban siempre los ataúdes por uno de los extremos, y no

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por lados. Parecía como si las ratas trabajasen bajo la dirección de algún guía dotado de inteligencia.

Ahora se encontraba ante una sepultura abierta. Acababa de quitar la última paletada de tierra húmeda y de arrojarla al montón que había formado a un lado. Desde hacía varias semanas, no paraba de caer una llovizna fría y constante. El cementerio era un lodazal de barro pegajoso, del que surgían las mojadas lápidas en formaciones irregulares. Las ratas se habían retirado a sus agujeros; no se veía ni una. Pero el rostro flaco y desgalichado de Masson reflejaba una sombra de inquietud. Había terminado de descubrir la tapa de un ataúd de madera.

Hacía varios días que lo habían enterrado, pero Masson no se había atrevido a desenterrarlo antes. Los parientes del fallecido venían a menudo a visitar su tumba, aún lloviendo. Pero a estas horas de la noche, no era fácil que vinieran, por mucho dolor y pena que sintiesen. Y con este pensamiento tranquilizador, se enderezó y echó a un lado la pala.

Desde la colina donde estaba situado el cementerio, se veían parpadear débilmente las luces de Salem a través de la lluvia pertinaz. Sacó la linterna del bolsillo porque iba a necesitar luz. Apartó la pala y se inclinó a revisar los cierres de la caja.

De repente, se quedó rígido. Bajo sus pies había notado un rebullir inquieto, como si algo arañara o se revolviera dentro. Por un momento, sintió una punzada de terror supersticioso, que pronto dio paso a una rabia furiosa, al comprender el significado de aquellos ruidos. ¡Las ratas se habían adelantado otra vez!

En un rapto de cólera, Masson arrancó los cierres del ataúd. Metió el canto de la pala bajo la tapa e hizo palanca, hasta que pudo levantarla con las dos manos. Luego encendió la linterna y la enfocó al interior del ataúd.

La lluvia salpicaba el blanco tapizado de raso; el ataúd estaba vacío. Masson percibió un movimiento furtivo en la cabecera de la caja y dirigió hacia allí la luz.

El extremo del sarcófago había sido horadado, y el boquete comunicaba con una galería, al parecer, pues en aquel mismo momento desaparecía por allí, a tirones, un pie fláccido enfundado en su correspondiente zapato. Masson comprendió que las ratas se le habían adelantado, esta vez, sólo unos instantes. Se dejó caer a gatas y agarró el zapato con todas sus fuerzas. Se le cayó la linterna dentro del ataúd y se apagó de golpe. De un tirón, el zapato le fue arrancado de las manos en medio de una algarabía de chillidos agudos y excitados. Un momento después, había recuperado la linterna y la enfocaba por el agujero.

Era enorme. Tenía que serlo; de lo contrario, no habrían podido arrastrar el cadáver a través de él. Masson intentó imaginarse el tamaño de aquellas ratas capaces de tirar del cuerpo de un hombre. De todos modos, él llevaba su revólver cargado en el bolsillo, y esto le tranquilizaba. De haberse tratado del cadáver una persona ordinaria, Masson habría abandonado su presa a las ratas, antes de aventurarse por aquella estrecha madriguera; pero recordó los gemelos de sus puños y el alfiler de su corbata, cuya perla debía ser indudablemente auténtica, y, sin pensarlo más, se prendió la linterna al cinturón y se metió por el boquete. El acceso era angosto. Delante de él, a al luz de la linterna, podía ver como las suelas de los zapatos seguían siendo arrastradas hacia el fondo del túnel de tierra. También el trató de arrastrase lo más rápidamente posible, pero había momentos en que apenas era capaz de avanzar, aprisionado entre aquellas estrechas paredes de tierra.

El aire se hacía irrespirable por el hedor de la carroña. Masson decidió que, si no alcanzaba el cadáver en un minuto, volvería para atrás. Los temores supersticiosos empezaban a agitarse en su imaginación, aunque la codicia le instaba a proseguir. Siguió adelante, y cruzó varias bocas de túneles adyacentes. Las paredes de la madriguera estaban húmedas y pegajosas. Por dos veces oyó a sus espaldas pequeños desprendimientos de tierra. El segundo de éstos le hizo volver la cabeza. No vio nada, naturalmente, hasta que enfocó la linterna en esa dirección.

Entonces vio varios montones de barro que casi obstruían la galería que acababa de recorrer. El peligro de su situación se le apareció de pronto en toda su espantosa realidad. El corazón le latía con fuerza sólo de pensar en la posibilidad de un hundimiento. Decidió abandonar su persecución, a pesar de que casi había alcanzado el cadáver y las criaturas invisibles que lo arrastraban. Pero había algo más, en lo que tampoco había pensado: el túnel era demasiado estrecho para dar la vuelta.

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El pánico se apoderó de él, por un segundo, pero recordó la boca lateral que acababa de pasar, y retrocedió dificultosamente hasta que llegó a ella. Introdujo allí las piernas, hasta que pudo dar la vuelta. Luego, comenzó a avanzar precipitadamente hacia la salida, pese al dolor de sus rodillas magulladas.

De súbito, una punzada le traspasó la pierna. Sintió que unos dientes afilados se le hundían en la carne, y pateó frenéticamente para librarse de sus agresores. Oyó un chillido penetrante, y el rumor presuroso de una multitud de patas que se escabullían. Al enfocar la linterna hacia atrás, dejó escapar un gemido de horror: una docena de enormes ratas le miraban atentamente, y sus ojillos malignos brillaban bajo la luz. Eran unos bichos deformes, grandes como gatos. Tras ellos vislumbró una forma negruzca que desapareció en la oscuridad. Se estremeció ante las increíbles proporciones de aquella sombra apenas vista.

La luz contuvo a las ratas durante un momento, pero no tardaron en volver a acercarse furtivamente. Al resplandor de la linterna, sus dientes parecían teñidos de un naranja oscuro. Masson forcejeó con su pistola, consiguió sacarla de su bolsillo y apuntó cuidadosamente. Estaba en una posición difícil. Procuró pegar los pies a las mojadas paredes de la madriguera para no herirse.

El estruendo del disparo le dejó sordo durante unos instantes. Después, una vez disipado el humo, vio que las ratas habían desaparecido. Se guardó la pistola y comenzó a reptar velozmente a lo largo del túnel. Pero no tardó en oír de nuevo las carreras de las ratas, que se le echaron encima otra vez.

Se le amontonaron sobre las piernas, mordiéndole y chillando de manera enloquecedora. Masson empezó a gritar mientras echaba mano a la pistola. Disparó sin apuntar, de suerte que no se hirió de milagro. Esta vez las ratas no se alejaron demasiado. No obstante, Masson aprovechó la tregua para reptar lo más deprisa que pudo, dispuesto a hacer fuego a la primera señal de un nuevo ataque.

Oyó movimientos de patas y alumbró hacia atrás con la linterna. Una enorme rata gris se paró en seco y se quedó mirándole, sacudiendo sus largos bigotes y moviendo de un lado a otro, muy despacio, su cola áspera y pelada. Masson disparó y la rata echó a correr.

Continuó arrastrándose. Se había detenido un momento a descansar, junto a la negra abertura de un túnel lateral, cuando descubrió un bulto informe sobre la tierra mojada, un poco más adelante. De momento, lo tomó como un montón de tierra desprendido del techo; luego vio que era un cuerpo humano.

Se trataba de una momia negruzca y arrugada, y Masson se dio cuenta, preso de un pánico sin límites, de que se movía.

Aquella cosa monstruosa avanzaba hacia él y, a la luz de la linterna, vio su rostro horrible a muy poca distancia del suyo. Era una calavera casi descarnada, la faz de un cadáver que ya llevaba años enterrado, pero animada de una vida infernal. Tenía unos ojos vidriosos, hinchados y saltones, que delataban su ceguera, y, al avanzar contra Masson, lanzó un gemido plañidero y entreabrió sus labios pustulosos, desgarrados en una mueca de hambre espantosa. Masson sintió que se le helaba la sangre.

Cuando aquel Horror estaba ya a punto de rozarle. Masson se precipitó frenéticamente por la abertura lateral. Oyó arañar en la tierra, justo a sus pies, y el confuso gruñido de la criatura que la seguía de cerca. Masson miró por encima del hombro, gritó y trató de avanzar desesperadamente por la estrecha galería. Reptaba con torpeza; las piedras afiladas le herían las manos y las rodillas. El barro le salpicaba en los ojos, pero no se atrevió a detenerse ni un segundo. Continuó avanzando a gatas, jadeando, rezando y maldiciendo histéricamente.

Con chillidos triunfales, las ratas se precipitaron de nuevo sobre él con una horrible voracidad pintada en sus ojillos. Masson estuvo a punto de sucumbir bajo sus dientes, pero logró desembarcarse ellas: el pasadizo se estrechaba y, sobrecogido por el pánico, pataleó, gritó y disparó hasta que el gatillo pegó sobre una cápsula vacía. Pero había rechazado las ratas.

Observó entonces que se hallaba bajo una piedra grande, encajada en la parte superior de la galería, que le oprimía cruelmente la espalda. Al tratar de avanzar notó que la piedra se movía, y se le ocurrió una idea: ¡Si pudiera dejarla caer, de forma que obstruyese el túnel!

La tierra estaba empapada por el agua de la lluvia. Se enderezó y se puso a quitar el barro que sujetaba la piedra. Las ratas se aproximaban. Veía brillar sus ojos al resplandor de la

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linterna. Siguió cavando, frenético, en la tierra. La piedra cedía. Tiró de ella y la movió de sus cimientos.

Se acercaban las ratas... Era el ejemplar que había visto antes. Gris, leprosa, repugnante, avanzaba enseñando sus dientes anaranjados. Masson dio un último tirón de la piedra y la sintió resbalar hacia abajo. Entonces reanudó su camino a rastras por el túnel.

La piedra se derrumbó tras él, y oyó un repentino alarido de agonía. Sobre sus piernas se desplomaron algunos terrones mojados. Más adelante, le atrapó los pies un desprendimiento considerable, del que logró desembarazarse con dificultad. ¡El túnel entero se estaba desmoronando!

Jadeando de terror, Masson se desmoronaba mientras la tierra se desprendía tras él. El túnel seguía estrechándose, hasta que llegó un momento en que apenas pudo hacer uso de sus manos y sus piernas para avanzar. Se retorció como una anguila hasta que, de pronto, notó un jirón de raso bajo sus dedos crispados; y luego su cabeza chocó contra algo que le impedía continuar. Movió las piernas y pudo comprobar que no las tenía apresadas por la tierra desprendida. Estaba boca abajo. Al tratar de incorporarse, se encontró con que el techo del túnel estaba a escasos centímetros de su espalda. El terror lo descompuso.

Al salirle al paso aquel ser espantoso y ciego, se había desviado por un túnel lateral, por un túnel que no tenía salida. ¡Se encontraba en un ataúd vacío, al que había entrado por el agujero que las ratas habían practicado en su extremo!

Intentó ponerse boca arriba, pero no pudo. La tapa del ataúd le mantenía inexorablemente inmóvil. Tomó aliento entonces, e hizo fuerza contra la tapa. Era inamovible, y aun si lograse escapar del sarcófago, ¿cómo podría excavar una salida a través del metro y medio de tierra que tenía encima?

Respiraba con dificultad. Hacía un calor sofocante y el hedor era irresistible. Era un paroxismo de terror, desgarró y arañó el forro acolchado hasta destrozarlo. Hizo un inútil intento por cavar con los pies en la tierra desprendida que le impedía la retirada. Si lograse solamente cambiar de postura, podría excavar con la uñas una salida hacia el aire... hacia el aire...

Una agonía candente penetró en su pecho; el pulso le dolía en los globos de los ojos. Parecía como si la cabeza se le fuera hinchando, a punto de estallar. Y de súbito, oyó los triunfales chillidos de las ratas. Comenzó a gritar, enloquecido, pero no pudo rechazarlas esta vez. Durante un momento, se revolvió histéricamente en su estrecha prisión, y luego se calmó, boqueando por falta de aire. Cerró lo ojos, sacó su lengua ennegrecida y se hundió en la negrura de la muerte, con los locos chillidos de las ratas taladrándole los oídos.

FIN

Escaneado por Sadrac 1999

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No mire ahora

Tratar de resumir en unos cientos de palabras la vida de uno de los escritores de ciencia-ficción más prolíficos es como intentar escribir el padrenuestro en una cabeza de alfiler. Envidio a los que puedan lograrlo.

Kuttner nació en Los Ángeles en 1914 y pronto se aficionó a la ciencia-ficción y la fantasía. Vendió su primer relato, The Graveyard Rats (Las ratas del cementerio), a «Weird Tales» (marzo de 1936) que sería un mercado regular en los cinco años siguientes. La inclinación de Kuttner hacia lo raro le permitió encontrar mercados apropiados entre la infinidad de revistas sádico-misteriosas que florecieron en la década de 1930, tales como «Mystery Tales" y «Thrilling Mystery», La segunda emanaba de Standard Magazines, que también editaba «Thrilling Wonder», siendo esta revista la que en noviembre de 1937 publicó When the Earth Lived (Cuando la Tierra cobró vida) de Kuttner. Se trataba de una historia intrigante en la que rayos extraterrestres enfocados sobre nuestro planeta daban vida a objetos inanimados. La producción de Kuttner en aquella época fue colosal. Escribía muchos relatos simplemente para ganar algún dinero, pero cuando disponía de tiempo su ficción adquiría brillantez y estilo admirables.

En junio de 1940 Kuttner se casó con C. L. Moore, y a partir de entonces ambos escribieron en colaboración. El resultado fue electrizante, y la combinación de sus talentos, bien como Lewis Padgett o como Lawrence O'Donnell, creó algunas de las mejores obras de ciencia-ficción de todos los tiempos: The Twonky (Los Twonky), Mimsy Were the Borogroves (Los borogroves eran remilgados), Fury (Furia)..., todas ellas reconocidas como clásicas en la actualidad.

El período más fecundo de Kuttner finalizó al acabar la década de 1940, pero el matrimonio empezó a escribir para Hollywood y los pocos relatos que surgieron de la pluma de Kuttner constituyen gemas hábilmente pulidas. No mire ahora es una de ellas.

En 1950 los Kuttner emprendieron estudios y Henry obtuvo la licenciatura en 1954. Mientras preparaba la tesina sufrió una trombosis coronaria y falleció el lunes 3 de febrero de 1958, contando tan sólo cuarenta y tres años. Su fallecimiento ha dejado un agujero negro en el firmamento de la ciencia-ficción, en el lugar donde una vez brillara uno de sus talentos más rutilantes.

El hombre del traje de color castaño se contemplaba en el espejo que había detrás de la barra. La reflexión parecía interesarle más que el vaso que tenía entre las manos. Sólo prestaba una atención superficial a los intentos de conversación de Lyman. Tal vez llevaban quince minutos así antes de que alzara su vaso y tomara un profundo trago.

—No mire ahora —dijo Lyman.El hombre del traje castaño miró de reojo a Lyman. Inclinó más el vaso y volvió a beber.

Los cubitos de hielo se deslizaron hacia su boca. Dejó el vaso sobre la barra pardo oscura e hizo una seña para que volvieran a llenarlo. Por fin, inspiró profundamente y miró a Lyman.

—¿No mirar el qué? —preguntó.—Había uno sentado detrás de usted —aclaró Lyman, guiñando uno de sus vidriosos ojos

—- Acaba de irse, ¿No pudo verlo? El otro hombre pagó su refresco antes de responder.—¿Ver a quién? —inquirió con una admirable mezcla de fastidio, aburrimiento y desganado

interés—. ¿Quién se ha ido?—¿Qué le he estado explicando en los últimos diez minutos? ¿No me escuchaba?—Claro que sí. Es decir..., sí. Usted hablaba de... bañeras. Radios. Orson...—Nada de Orson. H. G., Herbert George. Lo de Orson fue un simple gag. H. G. sí que

sabía... o lo sospechaba. Me pregunto si fue simplemente un caso de intuición. No pudo disponer de prueba alguna, pero dejó de escribir ciencia-ficción de modo más bien repentino, ¿no le parece? Pero apostaría que debió saberlo.

—¿Saber qué?

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—Lo de los marcianos. Todo esto no nos servirá de nada si usted no escucha. No puede ser de otra forma. El truco consiste en sacar la pistola..., con pruebas en la mano. Pruebas convincentes. Nadie ha podido disponer de ellas con anterioridad. Usted es un periodista, ¿no?

Asiendo el vaso. El hombre del traje castaño asintió de mala gana.—Entonces debería tomar nota en un papel. Quiero que lo sepa todo el mundo. Todo el

mundo. Es importante, terriblemente importante. Aclararía todas las cosas. Mi vida no estará a salvo a menos que pueda dar a conocer la información y hacer que la gente la crea.

—¿Por qué no estará a salvo su vida?—¡Por culpa de los marcianos, bobo! ¡Poseen el mundo! El hombre del traje castaño

suspiró.—Entonces, también poseen mi periódico —objetó—, y no podré publicar lo que no les

guste.—Nunca había pensado en eso —dijo Lyman, mirando el fondo del vaso, en el que dos

cubitos se habían fundido fría e inmutablemente—. Pero no son omnipotentes. Estoy seguro de que son vulnerables. Si no, ¿por qué se han ocultado siempre? Tienen miedo de que se les descubra. Si el mundo dispusiera de pruebas convincentes... Mire, la gente siempre cree lo que lee en los periódicos. ¿No podría usted... ?

—¡Ja, ja! —interrumpió el del traje castaño, en tono muy significativo.Lyman tamborileó tristemente sobre la barra y murmuró:—Tiene que existir una manera. Quizá sí pidiera otro trago... El hombre del traje castaño

probó su collins, cosa que parecía estimularle. .—¿Qué es todo esto de los marcianos? —preguntó a Lyman—. ¿Por qué no empieza por el

principio y me lo vuelve a contar? ¿O no puede recordarlo?—Claro que puedo. Recuerdo prácticamente todo. Es algo nuevo, muy nuevo. Antes no

podía hacerlo. Hasta puedo recordar mi última conversación con los marcianos. —Lyman obsequió a su interlocutor con una mirada de triunfo.

—¿Cuándo fue eso?—Esta mañana.—Puedo acordarme de conversaciones que tuve la semana pasada —afirmó

indulgentemente el del traje castaño—. ¿Y qué?—No lo entiende. Ellos hacen que olvidemos, ¿sabe? Ellos nos dicen qué debemos hacer y

luego nos olvidamos de la conversación. Es una sugestión posthipnótica, supongo, pero igualmente seguimos sus instrucciones. Hay coacción, por más que pensemos que tomamos decisiones propias. Oh, son los amos del mundo, sí, pero nadie lo sabe, sólo yo.

—¿Y cómo lo averiguó?—Bien... En cierta forma mi cerebro estaba algo «revuelto». Yo había estado

experimentando con detergentes ultrasónicos, intentando elaborar algo comercial, ¿comprende? Pero algo falló... en cierto aspecto. Ondas de alta frecuencia, de eso se trataba. Estaban allí, las oía. Debían haber sido inaudibles, pero yo podía oírlas... Bien, las podía ver en realidad. A eso me refería al decirle que mi cerebro estaba «revuelto». Y después de eso, pude ver y oír a los marcianos. Están adaptados, trabajan eficientemente con cerebros ordinarios, pero el mío ya no lo es- Tampoco pueden hipnotizarme. Me dan órdenes, pero no tengo obligación de obedecerlas... ahora. Confío en que no sospechen. Quizá lo hagan. Sí, supongo que sí.

—¿Cómo puede saberlo? —Por su aspecto cuando los veo.—¿Cómo son? —preguntó el periodista. Empezó a buscar un lápiz, pero cambió de idea-

Tomó otro trago—. ¿Y bien? ¿A qué se parecen?—No estoy seguro. Puedo verlos, sí, pero sólo cuando están disfrazados.—De acuerdo, de acuerdo. ¿Cómo son cuando van disfrazados?—Como cualquier persona, casi igual. Van disfrazados con... apariencias humanas.

Imitaciones, por supuesto. Como los Katzenjammer Kids embutidos en pieles de cocodrilo. Sin disfraz, no sé cómo son, nunca he visto ninguno. Quizá sean invisibles, incluso para mí, o simplemente estén camuflados. Hormigas, lechuzas, ratas, murciélagos...

—O cualquier cosa —dijo rápidamente el hombre del traje castaño.—Gracias. O cualquier cosa, claro. Pero cuando van como humanos, como aquel que

estaba sentado cerca de usted hace un rato, cuando le dije que no mirara...

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—Aquél era invisible, ¿no?—La mayor parte del tiempo lo son, a los ojos de cualquiera. Pero de vez en cuando, por

alguna razón, ellos...—Espere —objetó el periodista—. Explíquese con claridad, por favor. ¿Se disfrazan de

humanos y luego se hacen invisibles cuando van a todas partes?—Sólo de vez en cuando. Sus aspectos humanos son imitaciones perfectas. Nadie puede

advertir la diferencia. Sólo el tercer ojo los descubre. Cuando lo mantienen cerrado, es imposible adivinar que está allí. Cuando quieren abrirlo se hacen invisibles: ¡zas! Así de rápido. Al ver a alguien que tiene un tercer ojo, justo en medio de la frente, sé que es un marciano y que además es invisible, por lo que trato de no advertir su presencia.

—Uh... Entonces, según lo que usted sabe, yo soy uno de sus marcianos visibles.—¡Oh, espero que no! —Lyman le observó ansiosamente—. No lo creo, aunque estoy

bebido. Le he seguido durante todo el día, para asegurarme. Por supuesto, es un riesgo que debo aceptar. Harán todo lo posible, todo, para que un hombre se descubra. Lo sé perfectamente. No puedo confiar en todo el mundo, pero debía encontrar alguien con quien hablar, y... —Hizo una pausa. Se produjo un breve silencio y luego Lyman continuó diciendo—: Cuando el tercer ojo está cerrado, no sé si está o no allí. ¿Le importaría abrir su tercer ojo?

Lyman miró sombríamente la frente del periodista.—Lo siento —dijo éste—. Otra vez será. Además, no le conozco. Así que desea colocar

todo esto en la primera página, ¿no? ¿Por qué no fue a ver al director? Mis artículos pasan por sus manos y son corregidos.

—Quiero que el mundo sepa mi secreto —insistió Lyman—.El problema es: ¿Cuan lejos llegaré? Podría pensarse que me habrían matado en el mismo momento en que empecé a hablar con usted, pero resulta que no he dicho nada mientras se encontraban aquí. No creo que nos tomen muy en serio, ¿sabe? Esto debe de haber sido así desde los albores de la historia, por lo que ya han tenido tiempo para descuidarse. Permitieron que Fort llegara bastante lejos antes de echarse encima de él. Pero, fíjese bien, nunca le dejaron que obtuviera una prueba auténtica, algo que convenciera a la gente.

El periodista murmuró algo en torno a una historia de interés humano que aguardaba en un cajón.

—¿Qué hacen los marcianos —preguntó—, aparte de ir disfrazados a las barras de los bares?

—Sigo pensando en eso —respondió Lyman—. No es fácil de entender. Gobiernan el mundo, no hay duda, pero ¿por qué? —Frunció las cejas y se quedó mirando suplicante al hombre del traje castaño—. ¿Por qué?

—Si gobiernan el mundo, tienen muchas cosas que explicar.—A eso me refiero. ¡Desde nuestro punto de vista, es absurdo.! Hacemos las cosas

ilógicamente, pero sólo porque ellos nos lo ordenan. Todo lo que hacemos, casi todo, es ilógica pura. El Duende de lo Perverso de Poe... Puede darle otro nombre que empiece con Mí Marciano, quiero decir. Los psicólogos pueden explicar a la perfección por qué un asesino quiere confesar su crimen, pero sigue siendo una reacción ilógica. A menos que un marciano le ordene hacerlo.

—No pueden hipnotizarte para obligarte a hacer algo que viola tu sentido ético —afirmó triunfalmente el periodista. Lyman volvió a fruncir las cejas.

—No puede hacerlo un humano, pero sí un marciano. Supongo que nos aventajaron cuando nosotros no teníamos más que cerebros de mono, y siempre han mantenido así las cosas. Evolucionaron igual que lo hicimos nosotros, y dieron un paso más. Como el gorrión sobre el dorso del águila: cuando ésta no pudo volar más alto, aquél remontó el vuelo y batió la marca de altitud. Ellos conquistaron el mundo, pero nunca lo supo nadie. Y han estado gobernando desde entonces.

—Pero...—Pensemos en las casas, por ejemplo. Son incómodas. Horribles, inadecuadas, sucias...,

nada va bien en ellas. Pero cuandoHombres como Frank Lloyd Wright escapan al control marciano el tiempo suficiente para

sugerir algo mejor..., fíjese cómo reacciona la gente. Odian la idea. Mejor dicho, no ellos, sino los marcianos que les dan órdenes.

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—Mire, ¿por qué a los marcianos les preocupa el tipo de casas en que vivimos? Explíquemelo.

—No me gusta el atisbo de escepticismo que se desliza en su forma de hablar —señaló Lyman, poniéndose muy serio—. Les preocupa, sí. No cabe la menor duda. Viven en nuestras casas. No las construimos a nuestro gusto, sino siguiendo las instrucciones de los marcianos, tal como ellos quieren. Les preocupa mucho todo lo que hacemos. Y cuanto mayor es el absurdo, mayor la preocupación.

»Piense en las guerras. Las guerras no tienen sentido desde ningún punto de vista humano. En realidad, nadie las desea. Pero estamos abocados a ellas. Son útiles, desde el punto de vista marciano. Nos ofrecen una explosión tecnológica y reducen el exceso de población. Y hay otras muchas consecuencias. La colonización, por ejemplo. Pero sobre todo tecnología. En tiempo de paz, si un individuo inventa la propulsión a chorro, resulta demasiado costosa para desarrollarla comercialmente. Pero en tiempo de guerra es preciso desarrollarla. Y los marcianos podrán emplearla siempre que lo deseen. Para ellos no somos más que herramientas... o miembros. Y además, nadie gana las guerras excepto los marcianos.

El hombre del traje color castaño ahogó la risa.—Eso tiene sentido —dijo—. Debe de resultar agradable ser un marciano.—¿Por qué no? Hasta ahora, ninguna raza logró conquistar y dominar satisfactoriamente a

otra. La derrotada podía sublevarse, o incorporarse a la vencedora. Si uno sabe que le dominan, el dominador es vulnerable. Pero si el mundo no lo sabe...

»¿Y qué me dice de la radio? —prosiguió Lyman, cambiando repentinamente de tema—. No hay razón terrenal por la que un humano sensato deba escuchar la radio. Pero los marcianos nos obligan. Les gusta. Piense en las bañeras. Nadie argumenta que las bañeras sean cómodas... para nosotros. Pero son excelentes para los marcianos. Todas las cosas poco prácticas que insistimos en utilizar, aun sabiendo que no son prácticas...

—Cintas de máquina de escribir -Interrumpió el periodista, impresionado por la idea—. Pero ni siquiera un marciano podría disfrutar cambiando una cinta de una máquina de escribir.

A Lyman le pareció algo impertinente aquella observación. Afirmó que lo sabía todo acerca de los marcianos, menos una cosa: su Psicología.

—No sé por qué actúan tal como lo hacen. A veces parece ilógico, pero estoy totalmente convencido de que tienen motivos poderosos para todos y cada uno de sus movimientos. Mientras no consiga descifrar esto me hallaré en un callejón sin salida. Mientras no obtenga pruebas, evidencia y ayuda. Debo estar oculto hasta entonces. Y lo he estado haciendo. Hago todo lo que me dicen que haga, por lo que no sospechan de mí, y trato de olvidar lo que me ordenan olvidar.

—Entonces, no hay nada por lo que deba preocuparse. Lyman no prestaba atención. Volvió a enumerar hechos que había protagonizado.

—Cuando oigo caer el agua en la bañera y un marciano chapoteando, hago ver que no oigo nada. Mi cama es demasiado corta, así que la última semana traté de conseguir otra de largura especial, pero el marciano que duerme allí me ordenó que no lo hiciera. Es un enano, como la mayoría de ellos. Mejor dicho, creo que son enanos. Sólo se trata de una suposición, porque es imposible verlos tal como son. Pero siempre pasa lo mismo. A propósito, ¿cómo es su marciano?

El periodista dejó el vaso en la barra casi al instante.—¿Mi marciano?—Oiga, por favor. Puedo estar un poco bebido, pero mi lógica permanece inalterable. Aún

sé cuantos son dos y dos. Usted puede saber lo de los marcianos, o no saberlo. Si lo sabe, no hay motivo para que me haga esa rutinaria pregunta: «¿Mi marciano?» Sé que usted tiene un marciano. Su marciano sabe que usted tiene un marciano. Y mi marciano también lo sabe. El problema es: ¿lo sabe usted? Piénselo detenidamente.

—No, no tengo un marciano —contestó el periodista, dando un rápido trago. El borde del vaso chocó contra sus dientes.

—Está nervioso, por lo que veo —observó Lyman—. Claro que tiene un marciano. Creía que lo sabía.

—¿Y qué estaría haciendo yo con un marciano? —inquirió el hombre del traje castaño con un terco dogmatismo.

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—¿Qué estaría haciendo sin un marciano? Supongo que es algo ilegal. Si le encuentran solo, sin marciano, lo más probable es que le pongan fuera de la circulación, o algo por el estilo, hasta que alguien le reclame. Oh, usted tiene un marciano, no hay duda. Igual que yo, igual que ése, aquél o el de más allá. Igual que el camarero. —Lyman fue señalando a todos los que estaban en el bar.

—Claro que sí —afirmó el periodista—. Pero todos se irán a Marte mañana y usted tendrá la oportunidad de ver a un buen médico. Ande, será mejor que tome otro trago...

Se volvió hacia el camarero. En aquel momento, Lyman, de forma accidental, se acercó más a él y murmuró apremiantemente:

—¡No mire ahora!El periodista observó la pálida cara de Lyman reflejada en el espejo que había ante ellos.—De acuerdo —dijo—. No hay ningún mar... Lyman le propinó un puntapié, rápido y

violento, al amparo de la barra.—¡Cállese! ¡Acaba de entrar uno!Lyman observó la mirada del periodista y,-con fingida despreocupación, dijo:—Como puede suponer, no me quedó otro remedio más que trepar al tejado en busca de

él. Tardé diez minutos en poder bajarlo por la escalera y, justo cuando llegábamos abajo, pegó un brinco, subió a mi cabeza trepando por la cara y... allí estaba otra vez, en el tejado, maullando para que lo bajara de allí.

—¿Qué? —exclamó el hombre del traje castaño con una curiosidad muy comprensible.—Hablo de mi gato, claro. ¿Qué se pensaba? Es igual, no hace falta que conteste.Lyman miraba el rostro del periodista, pero de reojo observaba algo invisible que se movía

a lo largo de la barra del bar en dirección a una mesa de la parte trasera.—¿Por qué ha venido? —murmuró—. Esto no me gusta. ¿Lo conoce?—¿A quién?—Ese marciano. ¿Es el suyo, por casualidad? No, supongo que no. El suyo debía ser el

que se marchó hace un rato. ¿Tal vez se fue para dar un informe, y envió a éste en su lugar? Quizá, podría ser. Ya puede hablar, pero en voz baja. Y deje de mirar a uno y otro lado. ¿Quiere que advierta que podemos verlo?

—Yo no puedo verlo. No me meta en esto. Apáñenselas como puedan, usted y sus marcianos. Me está poniendo nervioso. Además, debo irme.

Pero no se movió del taburete. Miraba disimuladamente por encima del hombro de Lyman, hacia la parte trasera del bar, y de vez en cuando observaba el rostro del propio Lyman.

—Deje de mirarme —dijo Lyman—. Y deje de observar al marciano. Todo el mundo pensará que usted es un gato.

—¿Un gato? ¿Por qué todo el mundo ha de pensar...?¿Me parezco a un gato?—Estábamos hablando de gatos, ¿no? Los gatos pueden verlos, muy claramente. Aun

cuando estén sin sus disfraces, me parece. A ellos no les gustan.—¿A quién no le gusta quién?—A los marcianos no les gustan los gatos, y viceversa. Los gatos pueden ver a los

marcianos..., ¡chis!, pero lo disimulan, y esto hace que los marcianos se enfurezcan. Tengo una teoría: los gatos dominaron el mundo antes que los marcianos. No importa. Olvídese de los gatos. Esto puede ser más serio de lo que piensa. Sé que mi marciano se ha ido esta noche, y estoy convencido de que el suyo es el que se marchó hace un rato. ¿Y se ha dado cuenta de que ninguna persona de las que se hallan aquí va acompañada de su marciano? ¿No le parece... —su voz se convirtió en un susurro—, no le parece que tal vez estén esperándonos fuera?

—¡Esto es demasiado! —exclamó el periodista—. Y supongo que están en el callejón, con los gatos.

—¿Por qué no se olvida de los gatos y se comporta seriamente por un momento? —inquirió Lyman.

Guardó silencio, palideció y se tambaleó ligeramente sobre el taburete. Se apresuró a beber un trago para ocultar su confusión.

—¿Qué problema hay ahora? —preguntó el hombre del traje castaño.—Ninguno. —Otro trago—. Ninguno. Tan sólo que... él me miró. Con... Ya puede

imaginárselo.

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—Veamos si lo entiendo. Deduzco que el marciano tiene el aspecto..., tiene apariencia humana,

—Naturalmente. —-¿Y es invisible a todas las miradas menos a las suyas? ——Sí. Precisamente ahora, no quiere que se le vea. Además... Lyman se detuvo

astutamente. Miró furtivamente al otro hombre y luego se quedó observando su vaso. :

—Además —prosiguió—, me parece que usted puede verlo- Un poco, por lo menos.El periodista guardó silencio durante medio minuto. Se quedó completamente inmóvil. Ni

siquiera los cubitos del vaso temblaban. Incluso dio la impresión de no respirar. Y no parpadeaba.

—¿Qué le hace suponer eso? —preguntó en tono normal, al cabo de medio minuto.—Yo... ¿Qué es lo que dije? No estaba escuchando. —Lyman dejó repentinamente el vaso

sobre la barra—. Creo que debo irme.—No, no se irá —dijo el periodista, cerrando sus dedos en torno a la muñeca de Lyman—.

Aún no. Vuelva a sentarse. Y bien, ¿cuál era la idea? ¿Adónde quería ir a parar?Lyman señaló con la cabeza la parte trasera del bar, en la que había una máquina

tocadiscos y una puerta con el letrero «CABALLEROS».—No me encuentro bien. Quizás he bebido demasiado. Me parece que...—Sí. No me inspira confianza el que usted vuelva con ese..., ese hombre invisible. Se

quedará aquí hasta que él se marche.—Se marcha ahora —dijo Lyman muy excitado. Sus ojos vivaces siguieron algo que se

dirigía invisible pero rápidamente hacia la puerta principal—. Mire, ya se ha ido. Ahora permita que me marche yo, por favor.

El periodista miró hacia la mesa de la parte trasera.—No —dijo—. No se ha ido. No se mueva de donde está. En esta ocasión fue Lyman el

que permaneció completamente inmóvil, de forma chocante, durante un buen rato. Pero el hielo de su vaso resonaba de modo audible. Cuando siguió hablando, su voz era blanda, y algo más grave que antes.

—Sí, tiene razón. Sigue aquí. Usted puede verlo, ¿me equivoco?—¿Nos ha dado la espalda? —preguntó el hombre del traje castaño.—Usted puede verlo. Quizá mejor que yo. Tal vez haya más de los que pensaba. Pueden

estar en cualquier parte. Detrás de usted, vaya a donde vaya, y ni siquiera lo sospechará hasta que... —Sacudió un poco la cabeza—. Quieren estar seguros—prosiguió, como si hablara consigo mismo—. Pueden darte órdenes y hacer que las olvides, pero debe de haber límites para lo que pueden obligarte a hacer. Les es imposible lograr que un hombre se traicione a sí mismo. Han de guiarlo... hasta que estén seguros.

Alzó el vaso y se lo llevó a la boca, inclinándolo exageradamente. El hielo se deslizó y chocó contra sus labios, pero Lyman lo mantuvo allí hasta apurar la última gota de pálido y burbujeante ámbar. Puso el vaso sobre la barra y se encaró con su compañero, El periodista miró a uno y otro lado.

—Se está haciendo tarde —expuso—-Ya queda poca gente. Esperaremos.—¿Esperaremos a qué?El hombre del traje castaño miró hacia la mesa de la parte trasera y apartó la vista

rápidamente.—Tengo algo que quiero mostrarle. No quiero que lo vea ninguna otra persona.Lyman recorrió con la vista el cargado ambiente del angosto local. Y mientras miraba, el

último cliente que se hallaba junto a ellos en la barra se metió la mano en el bolsillo, puso algunas monedas sobre la caoba y, muy despacio, se encaminó hacia la calle.

Estaban en silencio. El camarero los miró con un desinterés impasible. Al cabo de un momento, una pareja que estaba en una mesa se levantó y salió del bar, discutiendo en voz baja.

—¿Queda alguien? —preguntó el periodista, en un tono de voz que no llegó hasta el hombre vestido con un delantal.

—Sólo... —Lyman no terminó la frase, limitándose a señalar con un suave movimiento de cabeza el fondo de la sala—. No está mirando. Prosigamos. ¿Qué quiere mostrarme?

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El hombre del traje castaño se quitó el reloj de pulsera y buscó algo en la caja metálica. Aparecieron dos diminutas y satinadas fotografías, y las separó con un dedo.

—Quiero estar seguro de una cosa —dijo—. En primer lugar, ¿por qué me ha escogido a mí? Hace un rato, usted dijo que me había seguido durante todo el día, para estar seguro. No he olvidado eso. Y usted sabía que yo era periodista. ¿Por qué no me cuenta la verdad?

Lyman se removió en el taburete. Su semblante era ceñudo.—Fue por su modo de mirarlo todo —murmuró—. Esta mañana, en el metro... No le había

visto nunca, pero me llamó la atención su forma de mirar. Usted miraba cosas que no estaban allí, igual que un gato, y luego apartaba siempre la vista. Pensé que también podía ver a los marcianos.

—Prosiga —dijo tranquilamente el periodista.—Le seguí. Todo el día. Tenía la esperanza de que usted fuera alguien... con quien poder

hablar. Porque si averiguaba que yo no era el único capacitado para verlos, entonces aún habría esperanzas. Esto ha sido peor que estar encerrado en solitario. Ya hace tres años que puedo verlos. Tres años. Y he tratado de mantenerlo en secreto, incluso para ellos. Y también he intentado no suicidarme.

—¿Tres años? —El periodista se estremeció.—Siempre tenía una pequeña esperanza. Sabía que nadie iba a creerme, al menos sin

presentar pruebas. ¿Y cómo obtener pruebas? Sólo por eso yo... me dije una y otra vez que quizá usted pudiera verlos, y si era así, podría haber otras personas, muchas, las suficientes para reunimos y buscar algún modo de probar ante el mundo...

Los dedos del periodista se movieron. En silencio, deslizó una de las fotografías sobre la barra de caoba. Lyman la cogió nerviosamente.

—¿Una foto nocturna? —preguntó al cabo de un instante. Se trataba de un paisaje bajo un cielo muy oscuro en el que había nubes blancas. Los árboles se erguían blanquecinos contra la negrura. La hierba era blanca, como si la bañara la luz de la luna, y las sombras, difusas.

—No, no es nocturna —contestó el periodista—. Infrarrojos. Soy un aficionado, estrictamente hablando, pero en los últimos tiempos he estado experimentando con película de infrarrojos. He obtenido resultados extraordinarios.

Lyman contemplaba fijamente la fotografía.—Mire, yo vivo cerca de... —El hombre del traje castaño indicó algo, aparentemente

normal, que aparecía en la foto—. Y hay algo raro que aparece de vez en cuando en la película. Pero sólo si es de infrarrojos. Ahora sé que la clorofila refleja muchísimo la luz infra-rroja, y por eso la hierba y las hojas quedan blancas. El cielo queda en negro, como puede ver. Hay trucos para emplear este tipo de película. Si se fotografía un árbol con una nube como fondo, es imposible distinguir las dos cosas en la fotografía. Pero fotografiando a través de la niebla se captan objetos distantes, inalcanzables con película ordinaria. Y a veces, cuando enfocas algo como esto... —Volvió a señalar el objeto aparentemente normal—, obtienes una imagen francamente extraordinaria en la película. Como ésa. Un hombre con tres ojos.

Lyman alzó la fotografía hacia la luz. Recogió la otra de la barra y la estudió en silencio. Cuando volvió a dejarlas, sonreía.

—¿Sabe una cosa? —murmuró—. Un profesor de astrofísica de una de las universidades más importantes publicó un artículo muy interesante en «The Times», el pasado domingo. Se llama Spitzer, creo. Opinaba que si había vida en Marte, y si los marcianos habían visitado la Tierra, no habría modo de probarlo. Nadie creería a los pocos hombres que los hubiesen visto. No, decía, a menos que los marcianos fueran fotografiados...

Lyman, pensativo, observó al otro hombre.—Bien —prosiguió—, ya está hecho. Usted los ha fotografiado. El periodista asintió.

Recogió las fotografías y volvió a guardarlas en su reloj de pulsera.—Así lo creía yo —explicó—, pero no estaba seguro. No, hasta esta noche. Nunca había

visto uno, no del todo, como usted. No es cuestión de lo que usted denomina «tener el cerebro revuelto» con ultrasonidos, sino de saber dónde hay que mirar. Pero yo los he visto, en parte, durante toda mi vida, igual que todo el mundo. Es esa ligera insinuación de movimiento que nunca alcanzas a ver, como no sea por el rabillo del ojo. Algo que casi está allí..., y cuando miras directamente no hay nada. Estas fotografías me mostraron el camino. No es fácil de aprender, pero puede hacerse. Estamos condicionados a mirar directamente una cosa, aquello en particular que deseamos ver con claridad, sea lo que fuere. Quizá fueron los marcianos

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quienes nos condicionaron. Cuando observamos un movimiento en la frontera de nuestro ángulo de visión, resulta casi irresistible no mirarlo directamente. Por eso desaparece.

—Entonces, ¿cualquier persona puede verlos?—He aprendido mucho en cuestión de pocos días —dijo el periodista—. Desde que tomé

estas fotos. Es un problema de entrenamiento. Es como ver una imagen trucada, una composición, después de estudiarla. Camuflaje. Todo se reduce a saber hacerlo, porque, si no, podemos estar mirándolos toda nuestra vida y no verlos nunca.

—Pero la cámara sí.—Sí, la cámara sí. Me pregunto por qué nadie ha podido sorprenderlos antes, empleando

este medio. Una vez los ves en la película, son inconfundibles... por ese tercer ojo.—La película de infrarrojos es relativamente nueva, ¿me equivoco? Además, apostaría a

que hay que sorprenderlos en un fondo tal como ése, o de lo contrario no aparecerán en ella. Como árboles frente a nubes. Es muy delicado. Usted debió de tener la iluminación precisa el día que tomó las fotos. El enfoque ideal, el objetivo en su punto exacto. Una especie de milagro menor. Tal vez no vuelva a suceder de esta manera. Pero... no mire ahora.

Guardaron silencio. Disimuladamente, contemplaron el espejo. Sus ojos se deslizaron por él hacia la abierta puerta del bar.

Y luego se produjo un silencio terrible.—Nos ha mirado —dijo Lyman con mucha tranquilidad—. Nos ha mirado con... ¡ ese tercer

ojo!El periodista volvió a quedar totalmente inmóvil. Cuando se movió, fue para acabar la

bebida.—No creo que sospechen nada todavía —dijo—. La cuestión es conservar oculto esto,

hasta que podamos difundirlo ampliamente. Debe de haber algún modo de hacerlo, un modo que convenza a la gente.

—Hay pruebas. Las fotografías. Un fotógrafo competente comprenderá la forma precisa que a usted le permitió descubrir al marciano en la película, y podrá reproducir las condiciones. Se trata de pruebas.

—Las pruebas pueden cerrar ambos caminos. Confío en que a los marcianos no les guste matar..., a menos que deban hacerlo. Confío en que no matarán sin pruebas. Pero... —Golpeó ligeramente su reloj.

—Ahora somos dos —intervino Lyman—. Debemos atacar unidos. Ambos hemos roto la gran regla: no mire ahora.

El camarero estaba al fondo, desconectando el tocadiscos.—Es mejor que no nos vean juntos, salvo que sea necesario —dijo el periodista—. Pero si

volvemos mañana por la noche a este bar, a las nueve, para tomar algo, no será nada extraño, ni siquiera para ellos.

—Supongamos que... —Lyman dudaba—. ¿Puedo quedarme con una de las fotografías?—¿Porqué?—Si uno de los dos tuviera... un accidente, el otro conservaría aún una prueba. Suficiente,

quizá, para convencer a las personas adecuadas.El periodista dudó un momento, asintió y volvió a abrir su reloj de pulsera, entregando a

Lyman una de las dos fotografías.—Ocúltela —dijo—. Es evidencia. Le veré aquí mañana. Entre tanto, tenga cuidado.

Recuerde que debemos actuar sobre seguro.Se estrecharon la mano con firmeza, mirándose uno a otro en un instante de silencio

decisivo. Luego el periodista se volvió bruscamente y salió del bar.Lyman permaneció sentado. Entre dos arrugas de su frente hubo un movimiento de

pestañas desplegándose. Poco a poco, fue abriéndose un tercer ojo que siguió los pasos del hombre del traje castaño.