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H acía tiempo que an- daba detrás de él, primero recurrí a sus antiguos amigos, to- dos conservaban la última felicitación de Navidad que les mandó, luego traté de frecuentar sus mismos luga- res; los de antaño, todo en balde. Fue un viaje fortuito hasta las costas mediterrá- neas, en uno de esos anti- guos y recoletos puertos de pescadores, hoy dedicado a amarre de barquitos de afi- cionados a la mar, me topé con unos enamorados del medio, fueron ellos quienes me indicaron que por las se- ñas que daba, ellos conocían a Popeye. Nunca pensé que mi amigo se llamase Popeye. Dispuesto a dar con él me fui de paseo desde el puerto a la playa. En esos momentos me iba mirando las sanda- lias y los dos dedos gordos que asomaban por la proa de esa especie de lanchón de desembarco que eran mi calzado de verano, al alzar la mirada creí verle entrar en una cafetería, en una hora muy frecuentada por turistas vacacionales vestidos todos de extranjeros; menos los lu- gareños. En esas fechas en las que cansados de hacer siempre lo mismo durante todo el año, cambiamos de sitio para se- guir haciendo lo mismo, ir al bar huyendo del guirigay del apartamento para que nos echen una cucharada de cokalao en la leche y el mozo de turno nos la menee. Esta- mos tan agotados que hasta para eso necesitamos ayuda. Menos mal que luego volve- remos al estrés del trabajo. Le seguí y vi que efectiva- mente era él. Hacía años que habíamos dejado de verle, los amigos pensamos que se fue al extranjero; ¿igual hoy, irse a Castellón es irse al extranjero?, la verdad es que se fue. Desapareció de las brumas del norte. Durante dos días me con- vertí un poco en su sombra, sombra que me hacía falta de cómo cascaba el Sol. Co- nocí un poco sus costumbres y algunas de las gentes con la que se paraba a charlar. Se notaba que no era un ex- traño para los nativos. Pre- paré el encuentro en el lugar donde él bajaba a desayunar antes de dar su paseo mati- nal por una larguísima playa que algún cretino la valló con rascacielos para que no creciese. Hora, nueve de la maña- na, pan con aceite y tomate, un zumo de naranja naranja y, un café solo. Le vi entrar a contraluz, pero era él. Su silueta recortada, su delgada figura, camisa manga larga semirremangada, amplio sombrero de tela, pantalón de lino y sandalias. Le llamé por su nombre anteponiendo el Sr. D. a mí me daba toda 42 · MÁS NAVÍOS En recuerdo del modelista desconocido Hoy quisiera rendir tributo a un buen amigo y modelista que ya no está entre nosotros; entre mis viejos diarios de notas de campo, hay unas que guardo con especial cariño. Páginas de letra menuda que algunas veces releo, fiel a la palabra que en su día di, nunca serían contadas mientras él viviese; por lo menos eso prometí a Popeye, el marino que así se dio a conocer a un grupo de gentes que le hicieron un sitio en sus vidas. Hace cinco años que Pepe partió a rendir cuenta de las suyas; pues tuvo por lo menos dos, quisiera recordarlo en las páginas de esta revista. Es muy posible que alguno de vosotros lo hayáis conocido u oído hablar de sus extrañas clases. Fotos y textos: Jesús Mª Lizarraga Gurrea ARTÍCULO Popeye

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Hacía tiempo que an-daba detrás de él, primero recurrí a sus antiguos amigos, to-

dos conservaban la última felicitación de Navidad que les mandó, luego traté de frecuentar sus mismos luga-res; los de antaño, todo en balde. Fue un viaje fortuito hasta las costas mediterrá-neas, en uno de esos anti-guos y recoletos puertos de pescadores, hoy dedicado a amarre de barquitos de afi-cionados a la mar, me topé con unos enamorados del medio, fueron ellos quienes me indicaron que por las se-ñas que daba, ellos conocían a Popeye. Nunca pensé que mi amigo se llamase Popeye.

Dispuesto a dar con él me fui de paseo desde el puerto a la playa. En esos momentos me iba mirando las sanda-lias y los dos dedos gordos que asomaban por la proa de esa especie de lanchón de desembarco que eran mi calzado de verano, al alzar la mirada creí verle entrar en una cafetería, en una hora muy frecuentada por turistas vacacionales vestidos todos de extranjeros; menos los lu-gareños.

En esas fechas en las que cansados de hacer siempre lo mismo durante todo el año, cambiamos de sitio para se-guir haciendo lo mismo, ir al bar huyendo del guirigay del apartamento para que nos

echen una cucharada de cokalao en la leche y el mozo de turno nos la menee. Esta-mos tan agotados que hasta para eso necesitamos ayuda. Menos mal que luego volve-remos al estrés del trabajo.

Le seguí y vi que efectiva-mente era él. Hacía años que habíamos dejado de verle, los amigos pensamos que se fue al extranjero; ¿igual hoy, irse a Castellón es irse al extranjero?, la verdad es que se fue. Desapareció de las brumas del norte.

Durante dos días me con-vertí un poco en su sombra, sombra que me hacía falta de cómo cascaba el Sol. Co-nocí un poco sus costumbres y algunas de las gentes con

la que se paraba a charlar. Se notaba que no era un ex-traño para los nativos. Pre-paré el encuentro en el lugar donde él bajaba a desayunar antes de dar su paseo mati-nal por una larguísima playa que algún cretino la valló con rascacielos para que no creciese.

Hora, nueve de la maña-na, pan con aceite y tomate, un zumo de naranja naranja y, un café solo. Le vi entrar a contraluz, pero era él. Su silueta recortada, su delgada figura, camisa manga larga semirremangada, amplio sombrero de tela, pantalón de lino y sandalias. Le llamé por su nombre anteponiendo el Sr. D. a mí me daba toda

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En recuerdo del modelista desconocido

Hoy quisiera rendir tributo a un buen amigo y modelista que ya no está entre nosotros; entre mis viejos diarios de notas de campo, hay unas que guardo con especial cariño. Páginas de letra menuda que algunas veces releo, fiel a la palabra que en su día di, nunca serían contadas mientras él viviese; por lo menos eso prometí a Popeye, el marino que así se dio a conocer a un grupo de gentes que le hicieron un sitio en sus vidas. Hace cinco años que Pepe partió a rendir cuenta de las suyas; pues tuvo por lo menos dos, quisiera recordarlo en las páginas de esta revista. Es muy posible que alguno de vosotros lo hayáis conocido u oído hablar de sus extrañas clases.

Fotos y textos: Jesús Mª Lizarraga Gurrea

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la luz que entraba por los amplios ventanales, se acer-có, nos miramos, nos saluda-mos y me preguntó, como si el tiempo no hubiese pasa-do, si estaba solo o esperaba a alguien; le respondí :

—A ti.—Pues ya me has encon-

trado, fue su respuesta. Nos sentamos y de lo que habla-mos en ese primer encuen-tro no es parte de este rela-to. Paseamos juntos hasta hacer un descanso a eso de las once para tomarnos otro café solo, volvimos a su casa hacia las doce y mientras pa-seábamos quedamos en que le visitaría, haríamos la co-mida en la terraza de su casa y charlaríamos más, de todo lo que no habíamos hablado en seis años.

Su casa, su nido o atala-ya estaba en el piso doce de un espárrago de hormigón lleno de agujeros y crecido o plantado sobre un arenal. Dice que se sentía allí más cerca del cielo y más lejos de la tierra. Una terraza llena de plantas y más plantas y so-braba sitio para montar siete

mesas de ping pong. En un rincón junto a una pileta de ducha, una barbacoa con su chimenea, todo de obra.

Me invitó a entrar en su ta-ller, seguía haciendo barcos, unos barcos que le dieron fama por su meticulosidad en los detalles, unos barcos que siempre tuvieron vida. Amplio y recogido taller que daba al norte, parecía que allí no se hubiese trabajado nunca y sin embargo todas las tardes aquello cobraba vida mientras escuchaba música..

Hubo una cosa que me llamó la atención, estaba en

la mitad del panel de herra-mientas, una especie de per-gamino en donde con una caligrafía perfecta alguien había escrito un texto; texto que pedí permiso para foto-grafiar y me dijo que mejor copiarlo a mano;

—Así te lo aprenderás y lo sentirás, no te acostumbres a retratar todo lo que ves co-mo si fueses un turista o un forense, vívelo.

Texto copiado: «No dejes, Señor, que colabore con el mal del mundo haciendo sufrir a los que me rodean. Hazme oasis para que los demás puedan reposar un

poco de su quehacer coti-diano. Hazme portador de paz. Que, a pesar de mis li-mitaciones, mis razones, mis tensiones, puedas canalizar a través de mí un río de paz que no se quede en mí y va-ya a los demás».

Al tener que escribirla, co-mo muy bien me dijo, tuve que mascarla despacio, por eso nada más terminar dejé el bolígrafo, levanté la cabe-za y exclamé:

—¡Joder Pepe! —¿Qué te parece?.–Pues....., que es un es-

crito muy hermoso y..... De todo ello la primera línea me ha impresionado, no es fre-cuente que pensemos en esa terrible realidad.

—¿Qué realidad?.—Esa, esa de .......«yo pue-

do colaborar a la extensión del mal en el mundo»

—Lo que pasa es que nos hemos acostumbrado a pen-sar que el mal del mundo es una cosa anónima, que está ahí porque siempre ha esta-do y de la que nadie tienen la culpa. El terrorismo, la violencia, el consumismo,

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la obsesión por el dinero. Siempre decimos ¡Qué mal va el mundo!.

—Y no va muy bien.—No irá bien pero el mal

es hijo del hombre, de su vo-luntad. Somos los hombres los que hemos inventado el hambre en el mundo. Son hermanos nuestros los que asesinan en los callejones a ellos o a ellas.

Vivía solo y para mis aden-tros pensé que un hombre solo siempre está en ma-la compañía; le visitan la amargura, el resentimiento, los recuerdos envenenados y tal vez la desesperación, porque a la soledad solo te acompaña lo que te llevas. Estaba equivocado, muchos estuvimos equivocados con Pepe. No se llevó equipaje ni coche, se llevó lo más va-lioso que poseía, su amor a los demás, a enseñar lo que él sabía y generosamente po-día dar.

Si quería hablar ya habla-ría y así fue cómo en los seis días que convivimos me fui enterando del porqué había anclado su vida a mitad de camino del cielo. Porque se puede decir que vivía en una auténtica franquicia del mismo.

Daba clases de física, his-toria, matemáticas, orto-grafía, manualidades (solo en barcos) a todos los mu-chachos del pueblo, del pe-queño pueblo que quedaba después del verano. Siempre manifestó un gran respeto

por los maestros y profesores del Instituto; nunca adelantó conocimientos a los chicos, solo amplió los que ya se ha-bían dado, a ese pacto había llegado con ellos, nunca qui-so ser un intruso. Al princi-pio le fue difícil relacionarse, tuvo que ser D. Anselmo, el cura de la parroquia quien conociendo la vida de Pepe, contada entre café y café, hiciese de valedor ante los padres y profesores ya que todos los niños y no tan ni-ños se iban con él como si

fuese el nuevo flautista de Hamelin. Popeye era el cen-tro de todas las consultas, Luis, un rapazuelo de doce años decía que sabía más que el maestro, el cura e In-ternet juntos.

Siempre se dedicó a escu-char a los niños, esos seres pequeños que tanto moles-tan en casa y a los que nunca escuchamos por mil motivos;

tanto es así que cuenta que un día hablando del cielo, de si existía o no, de cómo era. Un niño lo definió como un sitio en donde los mayores no hablan, escuchan a los niños. Esos niños a medida que crecieron le hicieron cómplice de sus primeros amores, de sus primeras dudas ante la vida al querer formar pareja. Él nunca les engañó, les animó a no vi-vir en el pasado, en el dul-ce claustro materno donde todo estaba resuelto. Tarde o temprano todos debemos abandonar el mito en el que soñamos. Hay que tirarse al agua, atreverse a vivir. Será duro pero es lo más hermoso y lo único que los hombres tenemos.

Pepe, como a cientos de españoles le había tocado vi-vir la reconversión, la época de los tiburones de finanzas que maquillaban resultados de empresas para las jubila-

ciones anticipadas forzosas, los despidos improcedentes y los que se agarraron a la empresa como lapa a la ro-ca, fueron al final víctimas de la traidora movilidad funcio-nal.

Desanimado y solo, vio que había mucha vida por delante, en principio ofre-ció sus servicios a colegios y centros, nunca pensó en cobrar nada, solo enseñar lo que sabía. Ni gratis se le necesitaba. Se hizo las pre-guntas de todos: ¿Qué hacer cuando parece que nada hay que hacer porque todo se derrumba en torno a no-sotros?. ¿Grito a Dios? ¿Me desespero arañando el aire? ¿Lloro?. Al final, Él estaba allí, contemplando todo y esperando que se decidiese para que juntos volviesen a seguir la vida. Optó por bus-car otras playas, por buscar otro mar. Vendió piso y co-che y un buen día desapa-reció rumbo a... ni él mismo lo sabía. Una idea tenía fija, todo lo destruido puede ser reconstruido por un ser hu-mano valiente.

Al final encontró a esa buena gente que hoy son sus amigos; su gran familia. Todos quieren ser amigos de Popeye, en las últimas elec-ciones quisieron que forma-se parte del Ayuntamiento. Para pertenecer, puso algu-na condición, que el pueblo se declarase independiente, nunca pertenecería ni a gru-po político ni asociación reli-

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giosa alguna y eso que Pepe era creyente y practicante, por eso amaba la libertad. Añadió un a segunda con-dición, desobediencia civil siempre que un político no fuese honesto. No contaron con él por esta vez, era de-masiado pronto tanta idea para un campo que estaba sin roturar.

Para él, cuando hablaba con los chicos y chicas en las largas tertulias de meriendas que se montaban en su terra-za, les decía que lo mejor del paro fue que la gente empe-zó a hablar del trabajo en se-rio, valorándolo como tesoro que es y no como maldición. Decía que cuando él fue jo-ven, el trabajo se tomaba a cachondeo, se decía que si tenías mucho lo repartieses, que si te venían ganas de tra-bajar que descansases hasta que se te pasasen....etc. Los no creyentes decían que era una maldición bíblica, cosa un tanto extraña pues antes del castigo, al hombre ya le habían entregado el jardín del Edén para que lo culti-vase; fue luego, después de robar la manzana, cuando le añadieron lo del sudor.

Todo el mundo le aprecia, sus charlas sobre historia son mejor que la mejor película, cuenta todos esos recovecos y verdades que enriquecen la verdadera historia y sobre todo cuando les manifiesta que cualquier guerra siempre hay que buscarla diez años antes. Pensad lo mismo de

cualquier discusión de hoy, igual la sembrasteis hace diez años o diez días. Tenía orga-nizada su vida entorno a una treintena de chicos y chicas entre siete y dieciséis años. Les ayudaba en sus trabajos, les enseñaba oficio o por lo menos les hacía interesarse por ellos, las noches despeja-das estudiaban el cielo, unos con prismáticos y otros con un telescopio que habían construido entre todos, el espejo lo trajeron de Barce-lona. Ninguno de aquellos conoció el Play ni otros jue-gos de niños de capital con

grandes almacenes. Ellos pescaban, navegaban, bu-ceaban, hacían colección de conchas, piedras, minerales, hojas, plantas, escarabajos ...etc.

Aquellos fueron los hijos que nunca tuvo, los obreros que le quitaron y los oficia-les de ingeniería que con él trabajaron. En ellos sembró y antes de la siega ya había recogido el ciento por uno.

Su sistema de trabajo con los chicos era de lo más pe-regrino; de entrada nunca se metió con un navío grande; los explicaba, los veían en fotos pero ninguno tenía di-nero para comprar una caja kit. Sus familias eran senci-llas y con otros gastos que atender. No obstante una vez estudiado el barco y sus peculiaridades les proponía hacer los botes auxiliares, embarcaciones de atoaje, de respeto o de salvamento.

Para comenzar les entre-gaba una xerocopia con el plano de formas de la em-barcación elegida. Deberían ellos hacer el resto de sus copias utilizando una caja de 40x40 cm., en su interior

tenía cuatro fluorescentes de 8W y tapa corredera de metacrilato. Allí deberían calcar las formas en papel, pegarlas sobre cartón y re-cortar la silueta con cuidado. Si el trabajo estaba bien he-cho, pasaban a recortarlo en poliestireno compacto que les sobraban a los obreros de la construcción. Una vez obtenido el modelo le daban una mano de Adefix P5, una especie de cola masilla de rápido secado y dureza; posteriormente era lijado suavemente y, trazadas sus cuadernas con rotulador; era entonces cuando Pepe les permitía hacer lo mismo pero en madera. Y una vez obtenido el casco y con un acabado perfecto procedían a encerar y marcar la posi-ción de las cuadernas, una vez en su sitio proceder al forrado sujetando las tracas con alfileres de 10 mm de la-tón que luego recuperaban.

Finalmente se procedía al desmoldeo del casco que para los no muy habilido-sos se había cortado por la mitad según eje proa-popa habiendo colocado en

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medio para compensar la merma un sencillo tablero de ocume provisto de dos ani-llas para sacar la silueta del bote y permitir el juego de las dos medias piezas que se soltaban solas. Así obtenían unos perfectos botes auxilia-res que luego con paciencia iban terminándolos añadien-do, barraganetes, durmiente, tapa de regala, guarnición de la tapa, tostas, toletes, carlin-ga de velas ... etc, etc.

La máquina para cortar el poliestireno era tan simple como un tablero de 60 cm. en el que estaba fijo sobre dos soportes un hilo de ni-cron de 0,3 mm, alimentado por un transformador a 12 V. y 4A. Variando la distan-cia entre el hilo y el tablero, podían cortar el poliestireno al espesor deseado.

Una empresa de las cer-canías tenía una cantera de mármol que les facilitaba bases donde colocar sus tro-feos, porque trofeos eran sus barcos. Pepe cortaba las tra-cas y los muchachos en una especie de regruesadora que era el extremo del eje del esmeril donde llevaba sujeto entre dos pletinas un tambor de aluminio de 10 cm. de Ø y 6 cm de ancho forrado de corcho y sobre éste pegada una lija. Sobre una base de madera, regulada por un tor-nillo de métrica 10, permitía aproximarla al tam-bor. Por esa especie de entrehierro hacían pasar las tracas hasta dejarlas en el espesor necesario. Esa era la única máquina que dejaba usar, el resto eran, limas, escofinas, cutter, mesa de hilo para cortar el porex-pan y sierra de pelo. Las limas eran lijas encoladas a tiras de madera y las escofi-nas lijas bastas enco-ladas en redondos de madera de palos de escoba o en trozos de tubo de Fergondur, del empleado por los

electricistas. No había más medios. Los suficientes.

Me permitió tomar fotos de los trabajos de los alumnos y algunos que tenía sin regalar, fueron pocos ya que todos iban destinados a antiguos alumnos de su clase en la azotea. En la actualidad par-te de los trabajos de cons-trucción naval los hacían los más adelantados en su casa y el resto en los amplios loca-les de la Parroquia, donde el bueno de D. Anselmo les te-

nía cedida una superficie de más de doscientos cincuenta metros cuadrados que usa-ban en mal tiempo para jue-gos, reuniones, clases y una especie de cine forum con grandes discusiones.

Me dio pena partir y dejar aquél pequeño paraíso que tenía organizado, alrededor de él había vida todo el día. Todo el mundo le contaba sus problemas; íntimos, fa-miliares, de estudio, para todos había una respuesta

indirecta. La del fi-lósofo, para quien la vida seguía aunque nosotros no la vié-semos y los jóvenes eran el futuro.

Seguí en contacto vía email durante un año. Al final toda co-municación volvió a cortarse. Escribí una carta al D. Anselmo y él fue quien me co-municó que Popeye había muerto. Lo en-contraron sentado y doblado hacia delan-te sobre la mesa de trabajo, tenía un libro cerrado en la mano derecha y el dedo

índice entre dos páginas; dos páginas en blanco en las que había escrito de puño y letra el texto que añado como ho-menaje a un gran amigo y un gran hombre que quiso que nunca pusiese su nombre si alguna vez hablaba de sus trabajos. D. Anselmo me lo envió por correo y lo guardo en casa, en la biblioteca con los libros del mar y una foto que nos hicimos juntos aquel verano.

Vengo del tumulto de la vida, el cansancio me invade todo el cuerpo y sobre todo el alma, el panorama de mi vida ante mis ojos no es co-mo un sueño. Acepto con paz las contrariedades de la vida y las incomprensiones de mis hermanos, las enfermedades y la misma muerte, y la ley de la insignificancia huma-na, es decir; que, después de mi muerte, todo seguirá igual como si nada hubiese sucedido.

Hay nubes en el horizonte. El mar está agitado. Tengo miedo. Una bandada de os-curas aves está cruzando el firmamento. ¿Qué será?. Dios mío, di a mi alma. Yo soy tu Victoria y estoy contigo.

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