Politica Economica Del Nacismo

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Orientación de la Política Económica del Nacismo

Por Carlos Keller Rueff

Camaradas:

Una materia tan extensa como la orientación de la política económica del Nacismo requiere, por supuesto, la concentración a algunos puntos fundamentales, para poder ser abordada en el curso de una breve conferencia.

No pretendo, pues, ofreceros todo un sistema o tratado de política económica, y confieso francamente que ni siquiera sería capaz de hacerlo.

La realidad económica de nuestros días ha desvirtuado todos los textos de economía política que se han escrito. Nos encontramos frente a problemas prácticos que los tratadistas del siglo pasado ni siquiera sospechaban. Todo ha cambiado ante la realidad de los hechos. Y frente a las nuevas condiciones que se nos ofrecen, estamos todavía buscando nuevos caminos, sin que nadie pueda afirmar que ya los hayamos encontrado en todo sentido. En todo caso, no existe un sistema de política económica actual, y, será la tarea de futuros economistas la de exponerlo.

Lo que tenernos frente a nosotros son problemas prácticos, y la discusión gira en torno de su solución, separándose los espíritus precisamente respecto de la solución que se les debe dar.

Lo que más me interesará en esta conferencia, será dar testimonio de la manera cómo nosotros concebimos esos problemas que nos ofrece la vida.

Os quiere describir, en buenas cuentas, un estado de espíritu, una manera de ser, de comportarse frente a la realidad.

Pues ese ha sido el resultado de la crisis total a que estamos abocados: ya no se trata de un tecnicismo económico, sino de algo muchísimo más profundo, consistente en el espíritu mismo con que uno se coloca frente a la realidad.

LIBERALISMO

Desde luego, en el mundo que hemos heredado de nuestros padres, se manifiesta una verdadera escisión. Hay hoy día en materia económica dos orientaciones diametralmente opuestas: el liberalismo y el marxismo.

El liberalismo, tendencia económica que surgió en la época de la revolución francesa, prometió un paraíso. La economía estaba caracterizada en aquel tiempo por una infinidad de ligámenes que limitaban el libre desarrollo de la iniciativa particular. En el campo, los campesinos constituían comunidades rurales, a cuyo cargo estaba la organización de todas las faenas. En las ciudades ocurría lo mismo en las corporaciones o gremios, cuya intervención llegaba al extremo de distribuir los pedidos entre los artesanos, fijar los precios, fiscalizar los procesos técnicos y las materias primas empleadas.

Si se analiza el fondo de todos estos ligámenes, se verá que ellos obedecían al propósito de garantizar una democracia, real, en el sentido de asegurar a todos los

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miembros pertenecientes a una misma comunidad o gremio, una renta aproximadamente igual.

Entre tanto, las ciencias naturales habían hecho grandes progresos y había llegado el momento en que la aplicación de sus principios permitía trastornar totalmente la técnica, por medio del empleo de métodos y procedimientos estrictamente científicos y el desarrollo de los procesos mecánicos de producción.

Este progreso exigía, sin embargo, que se suprimieran los ligámenes existentes hasta entonces. Los tratadistas y políticos liberales se dedicaron a reclamar la aplicación del principio de la libertad a la vida económica.

Es preciso — sostenían — conceder libertad a las empresas económicas. Esa libertad no debe tener otra limitación que los preceptos morales. Indiscutiblemente, la aplicación de esta norma fundamental producirá perturbaciones en el sistema preexistente, pero en definitiva a sociedad recibirá un amplio provecho.

Desde un punto de vista social y humano — argumentaban los liberales — hay necesidad de abaratar la producción, pues así tendrán que bajar los precios, lo que beneficiará a los consumidores, elevando su estándar de vida. Para conseguirlo, basta con derogar todas las restricciones económicas y establecer la libre competencia. Esta libre competencia hará surgir a los empresarios capaces de producir las mercaderías de mejor calidad a los más bajos precios, pues ellos serán quiénes se impondrán en la lucha de competencia. En cambio, los productores incapaces de atender debidamente a su clientela, tendrán que sucumbir.

No hay peligro — agregaban los tratadistas liberales — que la aplicación de este nuevo sistema económico conduzca a abusos, en el sentido de que los grandes productores puedan explotar al consumidor: precisamente, la aplicación del principio de la libertad lo impedirá, pues cada vez que el precio que se obtenga por un producto sea exagerado, ese sólo hecho estimulará la competencia, y surgirán nuevas empresas que lo harán bajar a un nivel razonable.

De esta manera, los precios se transformarían en el regulador general del organismo económico. Su descenso a un nivel demasiado bajo produciría el efecto de restringir la producción, con el efecto de ajustarla a la demanda, mientras que una excesiva alza la estimularía a fin de poder atender la demanda en debida forma.

Como resultado de un sistema económico basado en tales principios, los tratadistas liberales, y especialmente Smith y Bastiat, pronosticaron la formación de una sociedad humana caracterizada por una absoluta armonía social. En buenas cuentas, el liberalismo prometió un paraíso en este mundo.

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LA REALIDAD LIBERAL

Pero entre los propios tratadistas liberales no todos consideraban los efectos que iba a producir su sistema con igual optimismo. David Ricardo adoptó un punto de Vista más crítico y pesimista.

Desde luego, se dio cuenta él de que la aplicación de los principios liberales, en la forma propiciada y realizada luego en todas las naciones occidentales, no podía excluir a uno de los factores de la producción. Me refiero al trabajo y al precio que se paga por él o sea, el salario.

La aplicación del principio de la libertad económica incluía también el factor humano. Los jornales —sostenían los tratadistas liberales — se regirían por la Ley de la oferta y demanda. Habiendo muchos brazos disponibles y poca demanda, ellos serían bajos; viceversa, una escasa oferta y gran demanda los haría subir. Regirían, pues, los mismos principios que respecto de las mercaderías.

¿Pero cómo se regenera la fuerza del trabajo? De acuerdo con la mentalidad materialista que caracteriza al liberalismo, Ricardo argumentó de esta manera:

— El obrero — decía — ganará normalmente lo precisamente necesario para repone las fuerzas que gasta en el proceso d producción, o sea, lo que necesita para conservar cierto estándar fisiológico, de acuerdo con el esfuerzo que tenga que hacer. Si gana menos, su salud se quebrantará, con ello disminuirá la oferta de brazos; además, no procreará la prole necesaria para conservar la especie. Si, en cambio, gana más de lo precisamente necesario para reponer sus fuerzas, su familia incrementará rápidamente, y así se suplirá la falta de brazos, descendiendo los jornales a lo justamente necesario para conservar la especie.

Estas tesis de Ricardo constituyen, en buenas cuentas, la aplicación de la ley de la oferta y demanda a la especie humana, en que regirían de una manera similar que en la producción de mercaderas. Ricardo llegó así a una tesis fatalista y pesimista, formulada posteriormente por Lassalle como la “ley de bronce de los salarios”.

Todas estas discusiones habidas en la época de la génesis del liberalismo, se movían sobre en plano abstracto: eran deducciones de principios que se suponía lógicos, o constituían a lo sumo postulados sociales y económicos que todavía no se habían realizado y sobre cuyos resultados prácticos no se tenía ninguna experiencia.

Y resultó, finalmente, cuando se les aplicó, que el resultado fue totalmente distinto a lo que habían pronosticado los tratadistas liberales.

En vez de las armonías económicas de que hablara Bastiat, se produjo el más fenomenal caos económico. Periódicamente, la vida de los pueblos se vio azotada por violentísimas crisis que motivaban una espantosa cesantía y destruían inmensos valores económicos. Si se observa la curva de las exportaciones chilenas en los últimos decenios, ella se asemeja a la forma de un serrucho, debido a las constantes alzas y bajas a que estuvieron expuestas

De igual gravedad fue el desarrollo mismo que tomó la vida de los pueblos. En un polo comenzó a acumularse el capital financiero. Las empresas económicas crecieron cada vez más, hasta formar enormes trusts y monopolios que llegaron a dominar no sólo los mercados nacionales, sino incluso los internacionales, conquistando pueblos enteros, con la fuerza del dinero, como antes se hacían conquistas a sangre y fuego. Ese capital financiero no se limitó a actuar dentro del sector de la economía como tal, sino que muy pronto penetró a todas las demás esferas de la vida.

Desde luego, se apoderó del Estado. El liberalismo había reducido a éste a su mínima expresión, no concediéndole otras funciones que las de guardián. Pero

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incluso lo poco de Estado que dejó subsistente fue muy pronto un botín del capital, el que se apoderó de todos los cargos directivos, con el fin de utilizar al Estado para favorecer sus fines de lucro. La prensa, la radio, los partidos políticos de tendencia liberal, las elecciones: todo ha sido transformado por el liberalismo en un instrumento dependiente del capitalismo y no obedece ya a otra función que a la de realizar la dictadura capitalista.

En el polo opuesto se acumuló la miseria, tal como lo había previsto Ricardo. Los campesinos y artesanos que habían subsistido hasta la época en que surgió el liberalismo, fueron transformados en proletarios, y la industria fabril en auge creó verdaderos ejércitos de individuos que no disponen de otro recurso que de su trabajo y cuyas condiciones de vida son mantenidas por la aplicación de la ley de la oferta y la demanda en el más bajo nivel posible.

Si se analiza retrospectivamente lo que se escribía y afirmaba en la época en que surgió el liberalismo, se verá que sus teorizantes idearon un sistema económico-social que se inspiraba en una mentalidad de “petit-bourgeois” (pequeño burgués), pero que produjo el efecto, en su aplicación práctica, de crear un nuevo poder que pronto avasalló a todos los demás poderes: el capitalismo, la finanza y banca, formando al mismo tiempo nuevas clases sociales — el proletariado, la clase media — que no participan en la civilización moderna y cuya vida se desarrolla al margen de ella.

MARXISMO

Como consecuencia de la formación de estas nuevas clases sociales, surgió una nueva orientación económica que pretende corresponder a sus intereses. Es el marxismo.

En el fondo, el marxismo es un liberalismo llevado a sus ulteriores consecuencias. No hay, filosóficamente, una diferencia substancial entre ambas orientaciones.

Desde luego, ambos son eminentemente materialistas, pues para una y otra el fin de la vida consiste en satisfacer en la mejor forma posible las necesidades materiales, es decir, alimentarse bien, vestirse bien, disponer de una vivienda confortable y disfrutar de ciertas comodidades y placeres materiales.

El liberalismo había prometido todo esto — dicen los marxistas —, pero no lo cumplió. Produjo la acumulación del capital en pocas manos y crea una inmensa clase de desheredados.

Para subsanar sus inconvenientes hay que ser sencillamente consecuente. Si el capital se acumula en pocas manos, ¿no es mucho más práctico entregarle su manejo a la colectividad? Deben expropiarse los explotadores y colectivizarse todos los bienes de producción.

De esta manera — dicen los marxistas — será posible regular sistemáticamente la producción, de acuerdo con las necesidades y producir colectivamente lo necesario para garantizar a cada cual un estándar de vida compatible con la civilización. Desaparecerán las crisis y se mejorará el estándar de vida.

En buenas cuentas, lo que pretende el marxismo, es corregir los efectos del liberalismo, sin apartarse un ápice de su mentalidad materialista. La diferencia más grande que hay es que el liberalismo propicia la libertad económica y la desigualdad humana, mientras que el marxismo pretende derogar la libertad económica, para establecer la igualdad humana. Pero en uno y otro sistema, el egoísmo individual es el “quid” fundamental en que se inspiran: el liberalismo desea asegurar al “capaz” la satisfacción todas sus necesidades, permitiéndole surgir ilimitadamente e incluso emplear la fuerza de su capital para dominar políticamente. El marxismo desea

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asegurar a todos en idéntica forma la satisfacción de sus necesidades, no permitiendo que nadie se destaque y eleve sobre la masa. En uno y otro sistema, el egoísmo individual, aunque entendido de distinta manera, es la preocupación esencial.

Ambos sistemas son también internacionales. Un elemento fundamental del liberalismo lo constituye el mercado mundial, o sea, el conjunto de todas las economías nacionales, sin atención a sus fronteras. Según la teoría liberal clásica, cada mercadería debe producirse en aquella parte del globo terrestre, donde las condiciones de producción, los costos, etc., sean más favorables. De esta manera — sostienen los tratadistas liberales clásicos — se establecerá un intenso intercambio entre todos los pueblos, como consecuencia del cual habrá verdadero pacifismo, ya que las guerras serán prácticamente imposibles.

En efecto, y o obstante haberse aliado posteriormente el capitalismo (que surgió a base del liberalismo), con el imperialismo de las grandes potencias, el liberalismo logró destruir gran parte de la idiosincrasia de los pueblos. Hoy día se baila el shimmy en todos los países del mundo, y el cine está uniformando las costumbres de todos los pueblos.

El marxismo en todo esto sólo es consecuente con las doctrinas liberales. Propicia que las fronteras nacionales desaparezcan del todo y que se establezca una sola patria para todos los proletarios, en que, en lo posible, se hable una sola lengua y se crea en un sólo profeta: Carlos Marx.

LA REALIDAD MARXISTA

Hay un curioso paralelismo entre el desarrollo del liberalismo y del marxismo. El primero pronosticó una realidad que en definitiva resultó totalmente diferente a la que habían soñado sus teorizantes, pues seguramente si Adam Smith hubiera podido prever en 1776 que el resultado de la aplicación de sus teorías sería el super-capitalismo moderno, la formación del proletariado actual y fenómenos económicos de la trágica trascendencia de la crisis de 1929-32, habría preferido suicidarse a pedir la realización de sus elucubraciones mentales.

Y exactamente lo mismo ocurrió con el marxismo. Hasta 1917 toda la literatura marxista (que pretende ser objetiva y estrictamente deductiva), era netamente teórica e inductiva, pues no se basaba en experiencias prácticas, sino que en postulados “a priori”.

Sólo después de 1917 hemos tenido una experiencia marxista. En numerosos países los partidos marxistas han llegado desde entonces al poder y han podido realizar desde él sus tesis. El algunos de ellos su dominio ha sido completo, como en Baviera, Hungría y Rusia.

De especial interés es precisamente la experiencia de veinte años de aplicación práctica del marxismo en la URSS.

No puedo detenerme aquí para analizar en detalle esa experiencia. La premura del tiempo me obliga forzosamente a ser sintético.

Cabe destacar un hecho esencial: la crítica de fondo que el marxismo le hizo al liberalismo capitalista se refirió a la miseria creada en las clases populares. La colectivización que él propició no obedecía a otro fin que el de crear condiciones de vida más humanas para el proletariado. Por consiguiente, la realización de este postulado fundamental es la piedra de toque para conocer la realidad marxista.

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Y es preciso constatar que todos los observadores que han visitado la Rusia Soviética, después de veinte años de aplicación práctica del marxismo, están contestes en que el obrero ruso vive en condiciones inferiores al de cualquiera de las grandes potencias capitalistas (no diré que el proletario chileno, porque aquí a la explotación capitalista se agrega la explotación feudalista e imperialista, que agravan su situación).

Primero se trató de justificar esto, alegando que la URSS tuvo que sufrir las consecuencias de una espantosa guerra civil; después se dijo que ello se debía a que el país todavía se encontraba en un período de transición; ¿pero qué se puede alegar hoy día? Hoy ya no existe la guerra civil, ni puede hablarse ya de un período de transición.

El hecho es que el marxismo prácticamente no funciona, como tampoco funcionó el liberalismo.

No podemos aceptar como consuelo por este fracaso práctico del marxismo que en la Unión Soviética los medios de producción les pertenecen a todos los proletarios, mientras que en los países capitalistas se encuentran en propiedad particular. ¡De qué le sirve esta excusa al proletario, si sus condiciones de vida en el régimen colectivista son peores que en el individualista!

Es, pues, necesario, que indaguemos a qué debe atribuirse el fracaso del marxismo en su realización práctica. Con ello, entraremos de lleno al tema de esta conferencia.

EL FACTOR HUMANO

Los fracasos experimentados por el liberalismo y el marxismo en sus realizaciones prácticas, provienen de una falsa valoración del factor humano.

El liberalismo ha tenido que construir, para cimentar en él sus postulados, el fantasma de un “homo oeconomicus” inexistente. Supone que todos los hombres actúan bajo la influencia de un racionalismo cabal y un sano egoísmo que siempre los hace buscar el mayor provecho personal, dentro del marco trazado por la moral.

Esta suposición ha quedado demostrada como totalmente falsa.

Desde luego, sobre gran parte de los hombres las reflexiones racionalistas no tienen la menor influencia. En su conjunto, los hombres son antes tradicionalistas que racionalistas. Hay una infinidad de individuos que son totalmente incapaces de comprender, y menos todavía de reaccionar racionalmente ante el complicadísimo mecanismo de la vida económica moderna. Las frecuentes crisis capitalistas destruyen sencillamente sus existencias y los colocan al margen de la vida civilizada. En eso consiste la tragedia del proletariado en la égida capitalista. Pero el fenómeno no se limita a las más bajas clases sociales, sino que comprende igualmente las clases medias y gran parte de los propios productores.

Por otra parte, el sistema capitalista ha desencadenado las pasiones humanas en forma jamás conocida. El empleo de las formas capitalistas para realizar una explotación desmedida es la regla general. Uno de los grandes errores liberales consiste en suponer que el capitalismo se haya detenido ante las vallas morales. La verdad es que las ha salvado cada vez que ha podido conseguir un lucro con ello. La prostitución, el conventillo, el alcoholismo, la especulación son manifestaciones características del “progreso” a que ha llegado la civilización moderna. Puede afirmarse que existe un porcentaje considerable de empresarios que están preocupados exclusivamente de quitarle al obrero y empleado el salario que ganan

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con el sudor de su frente, ofreciéndoles toda clase de tentaciones para inducirlos a desprenderse de él.

Se queja el liberalismo — hipócritamente — de que el obrero es tunante, flojo y poco eficaz. ¿Pero qué ha hecho para elevar su nivel moral? ¿No es el principal interesado en impedir que surja, ofreciéndole tabernas, garitos, prostíbulos y toda clase de otras influencias nefastas?

El marxismo, reconociendo todas estas fallas del liberalismo, ha querido subsanarlas mediante la colectivización. Pero lo único que ha conseguido prácticamente es transformar a la colectividad en una inmensa burocracia irresponsable y mucho menos eficiente que las propias empresas capitalistas, con el resultado de no producir lo suficiente para garantizar al obrero un estándar de vida aceptable.

Así, las libertades del liberalismo no han producido otro efecto que el de hacer surgir verdaderos lobos humanos, dedicados a explotar miserablemente a sus congéneres, a fin de acumular el mayor lucro posible y creando miseria infinita en las masas populares. El marxismo, a su vez, no ha tenido otro efecto que el de burocratizar a toda la nación, destruyendo el espíritu emprendedor y anulando la personalidad humana.

Ninguno de los dos sistemas ha logrado encontrar el justo equilibrio que debe existir en la sociedad humana, cuya existencia es igualmente amenazada por un excesivo individualismo, como por la destrucción de la personalidad creadora.

ESTADO Y ECONOMÍA

Si estudiamos a qué se debe esta situación creada por el liberalismo y el marxismo, veremos que ella proviene de una falsa concepción del Estado.

Mientras que el liberalismo procura anular al Estado, para entregar el control de la vida económica a las empresas capitalistas, el marxismo ha exagerado el papel del Estado, estimando que el ideal consiste en incluir en el presupuesto nacional un ítem para cada habitante.

La verdadera solución se aparta de estos dos extremos.

Desde luego, es preciso genuino y auténtico Estado, pues lo que actualmente lleva el nombre de tal, es una farsa ridícula.

Sobre todo, es preciso volver a comprender lo que significa la soberanía del Estado.

Para que pueda haber Estado, es preciso que éste esté colocado por sobre todas las clases sociales y todas las luchas de intereses materiales. No es concebible un Estado en manos de patrones (como el actual), ni un Estado dirigido por obreros (que pretende establecer el marxismo). El Estado tiene que ser forzosamente nacional, es decir, su espíritu y mentalidad deben estar orientados en el sentido de abarcar todas las clases e intereses, con el fin de utilizar los para realizar los fines superiores de la nación en su conjunto.

La economía, a su vez, debe ocupar un papel subordinado a los intereses nacionales, representados por el Estado. No es el Estado quien debe servir a la economía, sino que ésta debe servir a la colectividad, realizando los fines que el órgano máximo de ésta, o sea, el Estado, le indique.

Debe reconocerse a este respecto un derecho de intervención sin limitaciones del Estado en la economía. Este derecho debe extenderse incluso a la posibilidad de

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expropiación y colectivización de la economía, si así lo requieren las conveniencias sociales.

No podernos aceptar que la colectivización se nos presente como una fórmula salvadora de valor absoluto, como pretenden los marxistas. La práctica se ha encargado de demostrar que no existen tales fórmulas salvadoras. La vida nunca será dominada por la aplicación de fórmulas, pues sólo puede disciplinarla el espíritu y la actividad creadora del hombre.

Es absurdo encadenar al Estado a teorías sobre la propiedad. La finalidad del Estado consiste en conservar y mejorar la raza y las condiciones en que ella vive. Una de las bases en que descansa su existencia es la vida material, que debe ser satisfecha por la economía.

Si ésta es capaz de realizar este objetivo, el Estado no tendrá motivo alguno para intervenir en ella. Podrá garantir el desempeño de la propiedad privada. Aún más, verá un beneficio y una valiosa cooperación a sus fines en que determinados empresarios organicen y hagan surgir empresas que incrementen la riqueza nacional y mejoren el bienestar social. Deseará incluso y estimulará a los empresarios que estén dispuestos a hacerlo.

Pero si la vida de los pueblos se ve expuesta a los vaivenes de la economía capitalista, con sus periódicos ciclos de alzas y bajas y sus espantosas crisis, y si esa economía no es capaz de desenvolverse dentro de bases de sana moralidad y recurre a arbitrios que redundan en un exterminio de la raza, el incremento de la mortalidad y morbilidad y el aumento de la criminalidad, nadie le podrá negar al Estado el más legítimo derecho para intervenir en la economía, a fin de poner término a tal situación.

De la misma manera, si la economía privada o es capaz de realizar determinados fines económicos, ya sea por falta de iniciativa o escasez de capitales, nadie podrá tampoco negar al Estado el derecho de realizarlos incluso por medio de empresas colectivas.

Finalmente, si determinadas empresas intervienen en la vida nacional para conseguir ventajas ilícitas mediante la conspiración contra los intereses nacionales en su beneficio particular, ya sea por la especulación con los precios, o con la moneda, o por otros medios, nadie podrá negar tampoco al Estado el más justo derecho para expropiar tales empresas, a fin de proteger a la colectividad contra sus manejos antisociales.

CORPORATIVISMO

Reconocemos, pues, una jerarquía fundamental: la economía está subordinada al Estado. Reconocemos la propiedad individual bajo una condición expresa: que ella sirva a la colectividad, que la empresa económica realice sus fines incrementando el bienestar de la nación, siendo la utilidad que obtiene la justa retribución que merece por tal servicio. Reconocemos, finalmente, un derecho esencial del Estado: el de intervenir sin limitación en la economía, a fin de que ésta cumpla sus fines sociales y para impedir sus abusos.

¿Pero en qué forma deseamos que el Estado realice esos objetivos? Al restablecer un genuino y auténtico Estado soberano, que ha sido destruido por el liberalismo, ¿pretendemos aceptar el Súper Estado marxista, en que toda la población constituye una inmensa burocracia?

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No. En lo posible, el Estado debe se orientador y no realizador. Sólo cuando la economía privada fuere incapaz de realizar, este papel deberá ser asumido por el Estado. En principio, no le negamos al Estado la función de realizador. Vamos aún más allá: aceptamos la posibilidad de que pueda llegar el momento en que sea de conveniencia colectivizar a toda la economía, o sus partes más importantes. Pero no aceptamos tal posibilidad sino bajo la expresa condición de que esa colectivización le aporte mayores beneficios a la colectividad que la economía privada. Entre ambas formas de organización de la economía daremos, pues, preferencia a aquella que rinda mayor provecho. No nos amarramos a una de ellas.

En cuanto a la orientación, somos de opinión que el actual Estado carece de un órgano de importancia fundamental: de una genuina y auténtica representación de los intereses particulares ante él.

La vida económica actual ha adquirido formas caóticas, precisamente por la falta de orientación desinteresada.

Es por eso que propiciamos un corporativismo integral.

La sindicalización de todos los asalariados y empresarios nos permitirá crear ante el Estado organismos (las corporaciones) que representen auténticamente el sentir de los patrones y asalariados y los intereses de las diferentes ramas de la producción y del comercio.

La función de tales corporaciones no las comprendemos solamente como catalizadores destinados a solucionar “automáticamente” los problemas sociales y especialmente las condiciones del trabajo, sino que vamos más allá.

Las corporaciones deben ser al mismo tiempo organismos del Estado, revestidos de funciones públicas.

Precisamente, la orientación económica debe ser realizada por intermedio de ellas, naturalmente de acuerdo con el Estado.

Se trata de crear organismos en que se junten los representantes de las actividades económicas y del trabajo y los del Estado, con el fin de discutir los problemas de la economía y fijar las directivas de 1a política económica. Aquellos que laboran la riqueza nacional estarán representados por genuinos y auténticos delegados; los obreros por obreros, los patrones por patrones, los agricultores por agricultores, los comerciantes por comerciantes, etc. Ellos se reunirán con los delegados del Estado, como representantes de la nación misma, no sujetos a ningún interés de clase ni material, para discutir con ellos la orientación económica. Y en seguida, una vez fijadas sus bases, las corporaciones se encargarán de supervigilar su realización por sus propios órganos.

Es difícil concebir lo que significará para el progreso general del país y de cada una de sus regiones, que exista ante el Estado una legítima representación de todos los intereses. Ella cooperará en la realización de los problemas administrativos, como ser: educación, construcción de obras públicas, colonización, política social, etc.

En la agricultura — para citar un ejemplo más concreto — las corporaciones correspondientes estudiarán con el Estado la política agraria, organizando el mercado y fijando precios justos y remunerativos que se mantendrán invariables, evitando que las constantes variaciones de los precios ocasionen perturbaciones en la marcha de esa rama fundamental de nuestra economía. A fin de realizar una política en este sentido, se establecerán centrales de compra de los principales productos, las que disfrutarán de una situación de monopolio, asegurando tanto al productor como al consumidor el respeto de precios no influenciados por la especulación. Y tales centrales de compra serán organizadas por las propias corporaciones, de manera que serán los productores quienes tendrán el control del mercado.

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En resumidas cuentas, el corporativismo tiene el fin de crear un estrecho ligamen entre el individuo y el Estado.

El Nacismo pretende restablecer un auténtico Estado, como ya vimos, y ese Estado no será un instrumento en manos de determinados intereses pero junto con crearlo, se les concederá una genuina representación a los intereses particulares, a fin de que participen en la acción del Estado, sometiéndose, por supuesto, a las conveniencias sociales.

De esta manera desaparecerá la actual relación de beligerancia que existe entre el Estado y el individuo. El Estado deberá ser transformado, de un instrumento de a dictadura capitalista, que es en la actualidad, en la expresión auténtica del sentir nacional, y los individuos que contribuyan a incrementar el bienestar de la nación, sin distinción de sexos y edades, dispondrán de genuinos organismos para participar directamente en la acción estatal, pues estarán ligados a ella por las corporaciones.

Así, el Nacismo da al problema político una solución que se aleja tanto de la anarquía creada por el liberalismo, como de la “elefantiasis” del Estado marxista. El Estado nacista será un justo equilibrio de los intereses nacionales e individuales. No busca la solución política creando burocracia, sino que organizando las fuerzas vivas que actúan en la colectividad y sometiéndolas a una disciplina nacional.

SOCIALISMO

Naturalmente, la realización de tales ideas les presupone que se dote al país de una nueva conciencia social.

Es éste probablemente el punto en que el Nacismo se distancia más del liberalismo y marxismo. Como estas dos tendencias son esencialmente materialistas, buscan las soluciones de los problemas económicos en la aplicación de fórmulas materiales. Para el liberalismo, el motor de toda la vida económica lo constituye el afán de lucro del “homo oeconomicus”, y para el marxismo la solución de todos los problemas consiste en el colectivismo.

Para nosotros, en cambio, no existen tales soluciones materiales simplistas. Negarnos que la vida pueda ser dominada por fórmulas. Creemos en cambio en la fuerza del espíritu; en la realidad de conceptos tales como el servicio de la nación, el heroísmo, el desinterés, el sacrificio, el amor a su pueblo. Estos valores, que inducen a un liberal o marxista a una sonrisa escéptica, constituyen la base espiritual del Nacismo. Sin ellos no es concebible.

Y en aquellos valores consiste la esencia del socialismo.

Socialismo no es colectivismo, como suponen los marxistas. Socialismo no es una fórmula económica, sino que es un estado de ánimo, una conciencia social.

El socialismo no se realiza por fuera, si no por dentro. Verdadero socialista es aquel que es capaz de dar un ejemplo personal de realizar en su vida, por sus actos, lo que reclama a la sociedad.

Verdadero socialista es el patrón que administra sus bienes obteniendo de ellos el mayor provecho posible para la colectividad y que reparte en forma justa el resultado de la labor realizada por la comunidad de trabajo que constituye su empresa. Verdadero socialista es el patrón para quien sus cooperadores no son una “mercadería”, sometidos a la ley de la oferta y demanda, sino seres humanos por cuyo bienestar debe velar, preocupado de elevar su nivel moral, espiritual y material.

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Verdadero socialista es el patrón para quien la propiedad que administra representa un bien nacional que no está dedicado a obtener de él el mayor lucro posible, sino que el mayor provecho para el progreso nacional. Sólo así se justifica la retribución del empeño individual.

Verdadero socialista es el patrón que siempre incluye, en cada uno de sus actos. el interés colectivo, no procediendo jamás en contradicción con ese interés y procurando siempre servir lealmente a su país, sin dejarse arrastrar por un afán de lucro desenfrenado ni por las tentaciones que le ofrece el imperialismo económico. Chile debe ser también para el empresario particular la suprema aspiración.

Por otra parte, es verdadero socialista también el obrero que cumple lealmente con su deber, que presta a la empresa de que forma parte el mayor interés y diligencia, para hacerla surgir y conseguir por intermedio de ella la elevación del nivel material de la nación.

Precisamente, esta conciencia social, este genuino y verdadero socialismo que propiciamos, constituye la única manera de superar a la escisión que separa al liberalismo del marxismo. La primera de estas escuelas defiende al criterio patronal; la segunda, al proletariado. En la práctica, ambas han fracasado. El liberalismo ha desencadenado las luchas sociales, que amenazan arrasar con toda la civilización cristiano-occidental. El marxismo ha educado al obrero en el sentido de ver a un enemigo en la empresa, en la máquina y en el mismo trabajo.

Sin embargo, todos estos elementos son indispensables para que pueda funcionar la economía. También en el régimen colectivista alguien tiene que dirigir la empresa, alguien tiene que velar por la disciplina del trabajo, alguien tiene que realizar el trabajo manual. Ninguna fórmula nos permitirá establecer una Jauja. Siempre la vida será dura y requerirá sacrificio y esfuerzo.

Pero es perfectamente posible armonizar las durezas de la vida y acercar los intereses contrarios. No serán las fórmulas las que lo conseguirán, pero sí una nueva conciencia social, una nueva manera de concebir la vida.

El socialismo nacista indica el camino.

POLÍTICA ECONÓMICA DE TENDENCIA SOCIAL

A medida que se incrementé el poder de la clase del proletariado, la dictadura capitalista en que vivimos se vio obligada a modificar su táctica.

El proletariado está reclamando, con insistencia cada vez más pronunciada, una mayor participación en los bienes de la civilización.

Imposible fue para la dictadura capitalista, desentenderse de este clamor popular.

Y así se inició el desarrollo de una exuberante legislación llamada social. En Chile, por ejemplo, desde 1924 se han promulgado leyes sobre una infinidad de problemas sociales, sosteniéndose que somos en esta materia el país más avanzado del mundo.

Pero, camaradas, si comparamos las excelsitudes de esa legislación llamada social con la realidad en que viven nuestras clases populares, el contraste es tan manifiesto, que toda la legislación “social” parece una burda mixtificación y faramalla.

¿A qué se debe este contrasentido?

Sencillamente, a la táctica capitalista. En efecto, si bien por una parte se ha considerado necesario tranquilizar el clamor popular dando leyes “sociales” al

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pueblo, no es menos cierto que se ha encontrado también el camino para anular todo el efecto material de esas mismas leyes.

La política general del Estado se ha bifurcado: por un lado se ha continuado realizando una política económica marcadamente capitalista y antisocial (más capitalista que nunca), mientras que por otro lado se ha desarrollado la legislación llamada social.

Algunos ejemplos ilustrarán esta bifurcación.

Se ha creado recientemente, en la Caja de Seguro Obligatorio, un Departamento llamado de la “Madre y del Niño”, cuya finalidad consistiría en prestar ayuda a la madre y al recién nacido, a fin de disminuir nuestra espantosa mortalidad infantil, que ha vuelto a aumentar en forma extraordinaria bajo el régimen de la “reconstrucción nacional”. Pues bien, poco antes de crearse este organismo, que, considerado desde un punto de vista general, podría ser de gran utilidad y beneficio, la misma Caja estableció una Central de Leche, la que logró duplicar el precio de este producto, con el resultado de disminuir enormemente su consumo en las clases populares.

Ante el alza fantástica del costo de la vida, como consecuencia de la política monetaria del señor Ross, y la alarma pública producida por tal motivo, el Gobierno se vio obligado a fijar salarios mínimos para los empleados y recomendar el aumento de todos los salarios. Tales medidas podrían considerarse como convenientes y de estricta justicia. Pero ocurre que, junto con adoptarlas, y por decreto del propio Gobierno, se duplicó el precio del trigo, y la Junta de Exportación Agrícola aprobó una serie de medidas para conseguir el alza de los precios de numerosos artículos de primera necesidad.

Estos dos ejemplos demuestran la táctica capitalista. Se conceden leyes sociales, pero al mismo tiempo se anulan sus efectos por medidas de política económica. Las dos decenas de millones que se invierten en el Departamento de la Madre y del Niño, que dan ampliamente compensados por las varias decenas de millones que se le restan al bienestar popular por el aumento del precio de la leche. Los escasos millones que significan los aumentos de salarios, quedan ampliamente compensados por los centenares de millones en que se merma el bienestar popular mediante la duplicación del precio del trigo y demás artículos de primera necesidad.

Así funciona la dictadura capitalista. Al pueblo lo trata de contentar con leyes, a los capitalistas y latifundistas les entrega beneficios materiales injustificados. Por cada ley “social” que promulga, adopta una medida de política económica que va contra el interés popular y que, en definitiva, significa un encarecimiento del costo de la vida, muy superior al costo de la legislación llamada social.

Pues bien, junto con destruir la dictadura capitalista, el Nacismo terminará con esta bifurcación de la política del Estado. Un Estado socialista deberá realizar también una política económica socialista. No somos adversarios de la legislación social, pero estimamos que antes de promulgar leyes de esa naturaleza es preciso realizar una política económica de tendencia social.

Una política de tal naturaleza será de beneficio simultáneamente para el productor y el consumidor y se dirigirá en contra del intermediario y especulador. Y, precisamente, la dictadura capitalista existente en nuestro país es desempeñada casi exclusivamente por especuladores e intermediarios. Mientras que en el campo se pudren los productos, los precios que se cobran al consumidor en los mercados de las ciudades están fuera del alcance de su bolsillo. El país ha perdido incluso el recuerdo de lo que son verdaderos estadistas. Lo que se llama Ministerio de Agricultura debería llamarse Ministerio de Especuladores en Productos Agrícolas. ¿Y para qué hablar del Ministerio de Hacienda?

Es preciso conseguir que el sol y el aire entren otra vez a las oficinas públicas para despejarlas de la atmósfera asfixiante que reina en ellas. Necesitamos un Gobierno

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en que encuentren cabida los intereses de los productores y trabajadores y que destruya el sanhedrín de especuladores nacionales e internacionales que están destruyendo la raza y vendiendo el país por vil precio.

Se requiere una política económica nacional y social, es decir, nacista.

ESTABILIZACIÓN DE LA VIDA ECONÓMICA

Tanto, desde el punto de vista económico como social, es de la mayor importancia evitar que la vida económica siga expuesta a los ciclos capitalistas con sus constantes períodos de auge y crisis.

Para un país joven y pletórico de posibilidades, como lo es el nuestro, la marcha de la economía debe señalar un movimiento ascendente. Se explicaría que fenómenos naturales inevitables, como terremotos, sequías, etc., perturben la vida económica, pero en ningún caso que tales perturbaciones provengan de causas netamente económicas, como ser, las especulaciones y una falsa orientación de la producción. Incluso las consecuencias de las perturba ocasionadas por fenómenos naturales pueden ser aminoradas por los seguros, un mayor desarrollo de la técnica, etc.

La economía capitalista ha sido incapaz de evitar catástrofes como la crisis de 1929-32, lo que justifica ampliamente una intervención del Estado para impedir su repetición.

El desarrollo normal de la vida nacional requiere que la vida económica de la nación descanse sobre bases estables, y es perfectamente posible lograr este objetivo.

La intervención del Estado debe comprender especialmente aquellos órganos de la economía en que suelen producirse las mayores perturbaciones y que son los más sensibles.

Entre ellos figura, en primer término, la balanza de pagos.

Nada califica mejor la bancarrota de la economía capitalista, que el hecho de haber logrado desvalorar nuestra moneda de 48 a 1 peniques, en el curso de sesenta años.

Una política económica nacional y socialista requiere que el valor comprador de los salarios no sea alterado por factores monetarios, y ello sólo se conseguirá manteniendo inalterado el poder comprador interior de la moneda. Además de los peligros de la inflación producida por excesivas emisiones de papel moneda, y de la contracción producida por una escasez de circulante, nuestra moneda está expuesta al constante peligro de un desequilibrio de la balanza de pagos.

El sistema del “gold exchange standard” (regulación de la balanza de pagos mediante la compraventa de oro y letras sobre el exterior por el Banco Central) ha fracasado lamentablemente, pues era inadecuado para contrarrestar las consecuencias de la libertad absoluta de comercio.

Es preciso, por tanto, regular las relaciones de pago con el exterior por el Estado, a fin de mantener el equilibrio, impidiendo que se repita la situación de 1931.

El Departamento de Preparación elaboró un amplio plan de política monetaria, de manera que no necesito repetir las medidas señaladas en él.

El equilibrio debe hacerse extensivo también a la política de precios y salarios. La “solución” que el señor Ross dio a la crisis, consistió en permitir que la desvaloración monetaria de 1931-32 y la inflación ocasionada por las emisiones del Banco Central produjeran todos sus funestos efectos. Corno consecuencia de esa política, los precios están subiendo constantemente. En comparación con el año 1929, hasta Octubre de 1937 los precios de productos importados aumentaron en

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225 por ciento, los de productos agropecuarios en 131 por ciento, los de productos industriales en 143 por ciento y los de productos mineros en 50 por ciento. El costo de la vida aumentó al mismo tiempo en 65 por ciento, y el nivel de los jornales es apenas superior al de 1929.

Es indiscutible que este desarrollo de los precios aportó grandes beneficios a las empresas económicas. Pero al mismo tiempo, creó una inmensa miseria popular y contribuyó a aniquilar la raza.

El sector capitalista y latifundista aplaude ampliamente esta política, sin darse cuenta que ella significará a la larga el exterminio de nuestro pueblo.

Es indudable que la futura tendencia de los precios consistirá en que todos los niveles de los precios y salarios tratarán de ajustarse al nivel de los productos importados. Igual fenómeno ocurrió entre 1913 y 1929.

Esto significaría que el país tiene por delante muchos años de inflación y reajuste de precios y salarios, con toda la intranquilidad social y miseria que acompañan tales procesos.

El Nacismo propicia al respecto una rápida liquidación de esta situación, aumentando el valor, exterior de la moneda, que hoy día es muy inferior a su valor adquisitivo interior, a fin de que la desvaloración exterior no siga haciendo subir los precios en el interior; simultáneamente desea realizar un ajuste de los salarios al nivel de los precios, estabilizándolos a un nivel “natural”, es decir, no expuesto más a variaciones por causas monetarias.

Para poder realizar esta política, será necesario independizar, hasta donde fuere posible, la vida económica nacional de los factores perturbadores provenientes del mercado mundial. Como la mayor parte de la producción agrícola y toda la producción industrial del país se consumen en el interior, no hay razón alguna para que los precios de esas ramas de la economía estén expuestos a los vaivenes del mercado mundial. Es perfectamente posible asegurar a los productores y consumidores precios justos y estables que permitan un favorable desenvolvimiento de nuestra economía y la conservación de un estándar de vida digno de un país civilizado.

Esta independencia económica no se refiere a una autarquía cerrada, consistente en producir dentro de las fronteras nacionales todo aquello que consume nuestra poción. Al contrario, como luego veremos, propiciamos un amplio desarrollo del intercambio con otras naciones. La independencia debe referirse ante todo a evitar que las perturbaciones del mercado mundial influyan sobre nuestro mercado, lo que la actual técnica de la política económica permite lograr.

Para conseguir la estabilización de la economía será necesario orientar la producción, para lo cual el Estado corporativo estará ampliamente capacitado. No se justifica, por ejemplo, que determinadas ramas de la economía produzcan más de lo que país es capaz de absorber (siempre que no existan posibilidades de exportación). El Estado deberá limitar, pues, el establecimiento de nuevas empresas. Igual medida deberá adoptarse para fines social-educativos, como por ejemplo, respecto del expendio de bebidas alcohólicas. En la agricultura, una amplia orientación de la producción, en el sentido de asegurar el abastecimiento del mercado nacional y de producir saldos exportables de determinados productos, producirá magníficos resultados.

Finalmente, la estabilización de la vida económica justifica también la orientación del consumo, en el sentido de invertir la renta nacional como más convenga a la conservación y el mejoramiento de la raza, y para asegurar el mercado nacional a materias primas y artículos comestibles que produce el país.

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ANTI-IMPERIALISMO

La realización de la política a que me acabo de referir producirá indiscutiblemente un choque con los intereses imperialistas que existen en el país.

En Chile, el auge del liberalismo, que se inició con la Guerra del Pacifico, y su triunfo en la revolución del ’91, significó la plutocratización de la antigua aristocracia portaliana y su transformación en un servil instrumento del capitalismo internacional.

La principal preocupación de nuestra plutocracia capitalista ya no gira en torno de la economía chilena, sino que de los intereses del capital internacional. El propio Presidente del partido conservador es un simple mandatario del Banco de Londres, y los señores Edwards y Ross son personeros de empresas imperialistas.

Nadie negará que el país necesita la cooperación de capital extranjero y que, para conseguirla, ese capital debe disfrutar de ventajas suficientes. En verdad, las tiene en amplia escala, pues las inmensas riquezas naturales del país ofrecen posibilidades de inversión que prometen mayores utilidades que las de otras naciones.

Pero no es lícito que las conveniencias de ese capital internacional vengan a supeditar las del país, y menos aceptable es que ese capital intervenga en la política nacional y la aproveche para su fines.

Pero es lo que ocurre bajo la dictadura capitalista. La desvaloración monetaria, por ejemplo, ha sido patrocinada, en gran parte, por el capital internacional y favorece sus fines. El jornal medio que gana el obrero en las industrias del cobre y salitre ha bajado de 1,50 a 0,50 dólares por hombre-día, desde 1929 hasta la fecha.

Por otra parte, el señor Ross. Se ha apresurado a entregar a los especuladores internacionales con los bonos de nuestra deuda externa, la participación íntegra que el Fisco percibe por el concepto de impuestos y utilidades en las dos industrias que acabo de nombrar.

En una época en que las masas populares padecen hambre y el país se encuentra totalmente desarmado, el señor Ross ha creído necesario atender el servicio de deudas que naciones mucho más poderosas que la nuestra no atienden. Mientras Gran Bretaña y Francia se consideren incapacitadas para pagar el servicio de sus deudas de guerra, no podemos reconocer la urgencia de Chile para reanudar el servicio de su deuda

No se trata, pues, de realizar una política “bóxer”, como se nos lo ha achacado, sino de restablecer previamente a normalidad económica y social, y de restituir igualmente la soberanía nacional en el terreno de la economía, antes de pagar deudas.

Existe actualmente una discrepancia de opiniones sobre la forma de organización del intercambio, entre los países acreedores y los deudores. Los primeros reclaman un “mercado libre”, porque es evidente que sólo de esta manera pueden hacer valer su predominio en el mundo. Su interés consiste en poder disponer “libremente” de sus inversiones y de la producción de sus plantas ubicadas en el extranjero. Esta “libertad” es el principal resorte para poder realizar su imperialismo económico.

Los países deudores, entre los cuales figuramos también nosotros, piensan de una manera muy distinta. Como la posibilidad de mover los capitales de un país a otro significa una constante amenaza para las balanzas de pago, debemos resistirnos, como ya lo dije, a aceptar esa “libertad”. Es preciso establecer un control de los pagos.

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De acuerdo con este mismo orden de ideas, es preciso también poder incluir en los tratados comerciales toda la producción que se realiza dentro de las fronteras nacionales, y no pasar la vergüenza, como ocurrió hace algún tiempo entre nosotros, que nuestra Cancillería contestó a una delegación comercial que negociaba un tratado de comercio y que manifestaba interés por nuestro cobre, que sobre tal punto debía entenderse con Nueva York.

No podemos renunciar al derecho de incluir el valor íntegro de todos los productos que exportamos en nuestros convenios de compensaciones con otras naciones. No podemos admitir que sea Nueva York la que determine nuestra política comercial.

Esto no significa de manera alguna que nos neguemos a pagar al capital internacional las utilidades a que tiene derecho. Al contrario, tendremos verdadero interés en pagarlas, pero lo haremos en la única forma posible: mediante una exportación de productos nacionales equivalente a su monto a. los países acreedores.

Y tan es así, que propiciamos deliberadamente la mayor expansión posible de nuestro intercambio. No somos de opinión que Chile deba transformarse en un país integralmente industrializado que llegue a abastecerse en todo sentido. Muchas industrias y especialmente, la pesada, no podrán desarrollarse debidamente en nuestro territorio, porque disponemos de una población demasiado pequeña. Estimamos incluso que el proteccionismo desarrollado por el liberalismo es, en gran parte, corneliano, es decir, consiste en favorecer a determinadas empresas, imponiendo sacrificios injustificados a la población.

Pero estimamos que el intercambio deberá aportar al país una debida retribución, de acuerdo con el valor de lo exportado, y que el servicio de las inversiones extranjeras, tanto públicas como privadas, debe hacerse con el valor de exportaciones adicionales.

DESARROLLO DE LA ECONOMÍA NACIONAL

Las ideas que os he expuesto, camaradas, constituyen, indiscutiblemente, una orientación distinta a la vigente en nuestro país. Ellas se alejan tanto de la mentalidad liberalista, como de la marxista. Al mismo tiempo, ellas son anti-capitalistas y anti-imperialistas.

La finalidad superior que se persigue con su realización, consiste en darle un vigoroso impulso a la economía nacional.

El tiempo no me permite ocuparme en detalle de las medidas que propiciamos referentes a la política agraria, minera, industrial y comercial. Me tengo que limitar a las observaciones generales hechas en los párrafos precedentes.

Pero quisiera referirme, en especial, a dos puntos de importancia trascendental.

Para poder producir, es necesario que los dos factores fundamentales de la producción, el capital y el trabajo, sean eficientes y contribuyan a la expansión económica.

Se puede escuchar frecuentemente la crítica de que el país carece de capitales suficientes para desarrollar su economía.

Es innegable que una parte importante de la renta nacional se derrocha en expendios injustificados y especialmente en artículos suntuarios importados del extranjero. Es también efectivo que nuestra población, se enriqueció con excesiva facilidad después de la Guerra del Pacífico y está acostumbrada a llevar una vida un tanto frívola, especialmente en lo referente a sus clases pudientes. El espíritu de ahorro está relativamente poco desarrollado en el país.

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Es, por lo tanto, necesario que el Estado propenda a su fomento, ampliando los ahorros obligatorios que ya ingresan a las cajas sociales.

Pero esos capitales no deberán invertirse en la construcción de barrios cívicos como bajo el actual régimen, sino que deberán utilizarse para la expansión de la economía, facilitándolos, con la debida garantía del Estado, a las cajas de fomento económico, para que sean invertidos en la economía, debidamente controlados.

De esta manera será perfectamente posible acumular en Chile, en el transcurso de los años, inmensos capitales para el fomento de la economía, impulsando actividades que hoy día se encuentran estagnadas.

Por otra parte, también el factor humano requiere ser socializado para que pueda responder en forma idónea a las tareas que le señalamos.

Las quejas del liberalismo sobre la insuficiencia del obrero chileno son lamentosas. ¿Pero qué ha hecho el actual régimen para educar realmente a nuestro obrero? ¿Creen los partidos liberales que el ejemplo de sus dirigentes cornelizados pueda servir de ejemplo a nuestro pueblo para elevar su nivel moral?

El Nacismo aborda el problema en forma integral. Desde luego, propicia el establecimiento de la institución del Servicio del Trabajo, que será una alta escuela de educación nacional, social y económica. Ella elevará el trabajo a la categoría que le corresponde en una sociedad socialista. En él, todos, sin excepción, aprenderán a manejar el chuzo y la pala, llevarán una vida fraternal y las distintas clases sociales llegarán a comprenderse mutuamente.

El Servicio del Trabajo será también un poderoso auxiliar de la orientación y realización económicas a que me he referido. Nos permitirá construir numerosas obras públicas, a un bajísimo costo; nos facilitará la colonización agrícola en amplia escala: nos permitirá hacer mejoras en nuestras tierras; nos ayudará a construir viviendas que merezcan el nombre de baratas para nuestros obreros.

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He llegado al término de mi conferencia camaradas: Os he dicho que no he pretendido presentaros todo un sistema de política económica, sino que os he querido describir un estado de ánimo. Me he ocupado de problemas que no trata ningún texto sobre economía.

Pero antes de terminar, debo insistir en que la realización de todo aquello que os he dicho, depende de una condición esencial: La necesidad de crear el Estado Nacista a que me he referido.

En el problema del Estado culminan actualmente todos los problemas económicos y sociales. El Estado que propiciamos es la herramienta indispensable para realizar la política económica que el país quiere.

Este Estado no vendrá solo. Al contrario, puede decirse que todas las demás fuerzas políticas que actúan en el país se resisten a aceptarlo. Para llegar a tenerlo, es preciso luchar contra el liberalismo y el marxismo, cuyas concepciones no tendrán lugar en nuestro Estado. Es por eso, que nuestro Estado será el fruto de una revolución nacional. Y una revolución no se hace con discursos y manifiestos. Una revolución se hace con sacrificios y sangre.

¡Valga Dios, que todos estemos dispuestos a darlo todo, si fuese necesario, para realizar esa revolución!