Poe

5
Edgar Allan Poe Por Jorge Luis Borges Publicado en La Nación (Buenos Aires) domingo 2 de octubre de 1949, Segunda Sección, p. 1 Detrás de Poe, (como detrás de Swift, de Carlyle, de Almafuerte) hay una neurosis. Interpretar su obra en función de esa anomalía puede ser abusivo o legítimo. Es abusivo cuando se alega la neurosis para invalidar o negar la obra; es legítimo cuando se busca en la neurosis un medio para entender su génesis. Arthur Schopenhauer ha escrito que no hay circunstancia de nuestra vida que no sea voluntaria; en la neurosis, como en otras desdichas, podemos ver un artificio del individuo para lograr un fin. La neurosis de Poe le habría servido para renovar el cuento fantástico, para multiplicar las formas literarias del horror. También cabría decir que Poe sacrificó la vida a la obra, el destino mortal al destino póstumo. Nuestro siglo es más desventurado que el XIX; a ese triste privilegio se debe que los infiernos elaborados ulteriormente (por Henry James, por Kafka) sean más complejos y más íntimos que el de Poe. La muerte y la locura fueron los símbolos de que éste se valió para comunicar su horror de la vida; en sus libros tuvo que simular que vivir es hermoso y que lo atroz es la destrucción de la vida, por obra de la muerte y de la locura. Tales símbolos atenúan su sentimiento; para el pobre Poe el mero hecho de existir era atroz. Acusado de imitar la literatura alemana, pudo responder con verdad: El terror no es de Alemania, es del alma. Harto más firme y duradera que las poesías de Poe es la figura de Poe como poeta, legada a la imaginación de los hombres. (Lo mismo ocurre con Lord Byron, tal vez con Goethe). Algún verso inmemorable - Was it not Fate, that, on this July midnight - honra y acaso justifica sus páginas, lo demás es mera trivialidad, sensiblería, mal gusto, débiles remedos de Thomas Moore. Aldous Huxley se ha distraído vertiendo al singular dialecto de Poe alguna estrofa sentenciosa de Milton; el resultado es lamentable, sin bien cabría objetar que un párrafo de El escarabajo de oro o de Berenice, traducido a la inextricable prosa del Tetrachordon, lo sería aún más. Nuestra imagen de Poe, la de un artífice que premedita y ejecuta su obra

Transcript of Poe

Page 1: Poe

Edgar Allan Poe

Por Jorge Luis Borges Publicado en La Nación (Buenos Aires)domingo 2 de octubre de 1949, Segunda Sección, p. 1

    Detrás de Poe, (como detrás de Swift, de Carlyle, de Almafuerte) hay una neurosis. Interpretar su obra en función de esa anomalía puede ser abusivo o legítimo. Es abusivo cuando se alega la neurosis para invalidar o negar la obra; es legítimo cuando se busca en la neurosis un medio para entender su génesis. Arthur Schopenhauer ha escrito que no hay circunstancia de nuestra vida que no sea voluntaria; en la neurosis, como en otras desdichas, podemos ver un artificio del individuo para lograr un fin. La neurosis de Poe le habría servido para renovar el cuento fantástico, para multiplicar las formas literarias del horror. También cabría decir que Poe sacrificó la vida a la obra, el destino mortal al destino póstumo.

Nuestro siglo es más desventurado que el XIX; a ese triste privilegio se debe que los infiernos elaborados ulteriormente (por Henry James, por Kafka) sean más complejos y más íntimos que el de Poe. La muerte y la locura fueron los símbolos de que éste se valió para comunicar su horror de la vida; en sus libros tuvo que simular que vivir es hermoso y que lo atroz es la destrucción de la vida, por obra de la muerte y de la locura. Tales símbolos atenúan su sentimiento; para el pobre Poe el mero hecho de existir era atroz. Acusado de imitar la literatura alemana, pudo responder con verdad: El terror no es de Alemania, es del alma. Harto más firme y duradera que las poesías de Poe es la figura de Poe como poeta, legada a la imaginación de los hombres. (Lo mismo ocurre con Lord Byron, tal vez con Goethe). Algún verso inmemorable - Was it not Fate, that, on this July midnight - honra y acaso justifica sus páginas, lo demás es mera trivialidad, sensiblería, mal gusto, débiles remedos de Thomas Moore. Aldous Huxley se ha distraído vertiendo al singular dialecto de Poe alguna estrofa sentenciosa de Milton; el resultado es lamentable, sin bien cabría objetar que un párrafo de El escarabajo de oro o de Berenice, traducido a la inextricable prosa del Tetrachordon, lo sería aún más. Nuestra imagen de Poe, la de un artífice que premedita y ejecuta su obra con lenta lucidez, al margen del favor popular, procede menos de las piezas de Poe que de la doctrina que enuncia en el ensayo The philosophy of composition. De esa doctrina, no de Dreamland o de Israfel, se derivan Mallarmé y Paul Valéry. Poe se creía poeta, sólo poeta, pero las circunstancias lo llevaron a escribir cuentos, y esos cuentos a cuya escritura se resignó y que debió encarar como tareas ocasionales, son su inmortalidad. En algunos (La verdad sobre el caso del señor Valdemar, Un descenso al Maelström) brilla la invención circunstancial; otros (Ligeia, La máscara de la Muerte Roja, Eleonora) prescinden de ella con soberbia y con inexplicable eficacia. De otros (Los crímenes de la Rue Morgue, La carta robada) procede el caudaloso género policial que hoy fatiga las prensas y que no morirá del todo, porque también lo ilustran Wilkie Collins y Stevenson y Chesterton. Detrás de todos, animándolos, dándoles fantástica vida, están la angustia y el terror de Edgar Allan Poe. Espejo de las arduas escuelas que ejercen el arte solitario y que no quieren ser voz de los muchos, padre de Baudelaire, que engendró a Mallarmé, que engendró a Valery, Poe indisolublemente pertenece a la historia de las letras occidentales, que no se comprende sin él. También, y esto es más importante y más íntimo, pertenece a lo intemporal y a lo eterno, por algún verso y por muchas

Page 2: Poe

páginas incomparables. De éstas yo destacaría las últimas del Relato de Arthur Gordon Pym de Nantucket, que es una sistemática pesadilla cuyo tema secreto es el color blanco.

Shakespeare ha escrito que son dulces los empleos de la adversidad; sin la neurosis, el alcohol, la pobreza, la soledad irreparable, no existiría la obra de Poe. Esto creó un mundo imaginario para eludir un mundo real; el mundo que soñó perdurará, el otro es casi un sueño.

Inaugurada por Baudelaire, y no desdeñada por Shaw, hay la costumbre pérfida de admirar a Poe contra los Estados Unidos, de juzgar al poeta como un ángel extraviado, para su mal, en ese frío y ávido infierno. La verdad es que Poe hubiera padecido en cualquier país. Nadie, por lo demás, admira a Baudelaire contra Francia o a Coleridge contra Inglaterra.

El Otro Poe

 

Por Abelardo CastilloTexto del libro: LAS PALABRAS Y LOS DIAS.Editorial Seix Barral • 224 págs. • 1999 •Colección: Biblioteca Breve.

Rilke enseñó famosamente a no aventurarse en ciertos temas, sobre los que, por haberse escrito mucho o de modo inmejorable, ya casi es imposible agregar nada. Voy a desoírlo. La literatura, ya se sabe, es siempre una contravención. Voy a hablar de Chaplin.

Chaplin, que en el cine del cura, en mi pueblo, se pronunciaba Chaplin (y suena mejor, suena a vidrio rompiéndose), no pertenece para mí a la historia del arte, ni siquiera a la del cine. Pertenece a otra historia, menos grandiosa, más atorrante: a la mía. A la de saltar el tapial o el cerco y, abarrotándose los bolsillos de nísperos, eludir el escobazo de la solterona vindicadora de la propiedad privada. Una vez, cuenta un poeta, el universo se dio entero en el rectángulo de unos bigotitos. Desde entonces cada cual tiene el Carlitos que se merece. Cuando somos chicos usamos, todos, un Chaplin idéntico, con acento —un chaplín—, un vertiginoso Carlitos que esquiva fantásticas trompadas y tanto te golpea con un lampazo, como te aplasta una torta de crema en la solemne nariz. El tiempo pasa, y de pronto uno sospecha si el verdadero Carlitos no será el defensor de muchachas pálidas, el doloroso Carlitos del beso para otro, de los finales por el camino.

Ciertas lecturas, ciertos empujones de esos que habla Vallejo —"hay golpes en la vida, tan fuertes, yo no sé"— y Chaplin empieza a ser el rectángulo de un bigotito donde cabe el universo. El que cada uno se merece. Como pasa con Don Quijote. Como pasa con Dios.

El Chaplin que yo digo es trágico. Duele. Ya no da alegría que se caiga de la silla, justo

Page 3: Poe

cuando debiera deslumbrar a Paulette Godard. Hay algo horrible en eso de saber que no son sus puños, como corresponde al Héroe Intrépido, sino el azar, lo que prevalece sobre el mafioso enorme. Y un día se comprende que la invulnerabilidad de Carlitos es aparente. Lo mismo que es aparente su elegancia. Dandy de extramuros, forma rotosa y arbitraria de Byron, Brummel de albañal — haciendo equilibrio con los pies en un ángulo imposible, como los ebrios, como los equilibristas sobre la cuerda floja—, ese Chaplin que yo uso se parece a otra persona. Su levita, su bastón, sus bigotitos insensatos, y sobre todo su manera borracha de caminar, me recuerdan extrañamente otra levita, otro bastón, otros bigotitos rectangulares que ya anduvieron otra vez por el mundo. Gómez de la Serna, creo, fue el primero (quizá el único), que advirtió el parecido físico del que hablo. Porque la terrible magia quiso, para que haya paz en mi alma, que Chaplin se pareciera a Edgar Poe.

Vistos de atrás, yéndose uno por el camino de tierra que seguramente conduce al epicentro de la esperanza; deambulando, el otro, por la torcida perspectiva de algún sombrío callejón de Baltimore, podría jurarse que son el mismo. Dialécticas fantásticas enseñan que son el mismo. Porque si cada cosa, en su hondura, sueña su mas estremecedor contrario, del. cielo al infierno, de, la piedad al desprecio, del amor a la vida al horror por la muerte, ,;qué distancia hay? Una vez imaginé que Poe murió para que viviera Whitman. Ya no lo creo. Poe resucitó dialécticarnente en Chaplin. Por eso Trompifai todavía lo persigue.

Hubo un griego que recordaba su múltiple pasado de guerrero, de árbol, de pez, de muchacha; Chaplin, ignora que una vez fue Poe. Sin embargo, en alguna película aparecerá —de espaldas— ante la puerta de una taberna, con el pie envuelto en un trapo. Y uno recuerda entonces un salto que consignan todas las biografías de Poe, y un reventón, el más inmortal desfondarse de un zapato que registra la historia de la poesía porque le aconteció al único par de botines que tenía el más grande poeta de su tiempo. No sé si Poe se envolvió el pie en un trapo, pero a la taberna fue. Siempre iba. Un año antes de morir Poe, Estados Unidos anexó los yacimientos de oro más grandes del continente; Poe no tuvo tiempo de hacer la mochila e ir a descubrir alguna veta: vendió el poema más bello de la lengua inglesa en cinco dólares. La pequeña Virgina Clemm, entonces, murió tísica. Otro hombrecito, muchos años después, filmará una cinta, descubrirá un yacimiento y salvará una muchacha.

Los dos entendieron que la redención de los hombres está en ser como los chicos; Carlitos nos recuperó para la infancia de la risa; Poe para la del miedo, para la del horror puro, elemental. A veces los sueños de Poe se enmarañan con los de Charlot y escribe un cuento como El método del profesor Alquitrán y el doctor Pluma, que pudo ser imaginado por Chaplin; y éste filma Monsieur Verdoux, que pudo ser una pesadilla de Poe. Usher tapiaba a sus mujeres; Verdoux las quema.

Cada hombre es la proseguida tentativa de otro hombre. El que yo digo anduvo a tropezones una terrible noche de Baltimore. Recortada contra los torvos callejones, su apostura antigua de caballero sureño raída, le daba una vaga apariencia de dandy del arroyo. Al doblar una esquina —borracho a muerte, con láudano— estuvo a punto de caer despatarrado y el vigilante que lo seguía se atusó el bigote. Durante un segundo sólo hubo la luna histérica, de albayalde, sobre la calle. Y entonces ocurrió. El Caballero de la Tropezante Figura, de pronto, había resuelto para siempre el problema más

Page 4: Poe

grande de su vida. Era el 7 de octubre de 1849, y para eso se había escapado de su casa una remota Nochebuena. Maravillosamente recuperó el equilibrio. Abrió los pies, revoleó el bastón, le crecieron desaforados zapatazos de polichinela, giró sobre sus talones, y al regresar —quitándose el sombrero con rápido saludo— pasó, muy orondo, ante el perplejo vigilante nocturno. Después, se inventó un camino.

Y así anda por el mundo, de lo más atento, saludando a la gente por cualquier motivo, salvando muchachas, rompiendo vidrios, levantando una bandera roja, comiéndose los cordones de los botines, jugando, para siempre a ser Carlitos.