Pintura Colonial siglos XVI y XVIII

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SIGLOS XVI Y XVII

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Pintura Colonial Mexicana de los siglos XVI y XVII, con un mapa conceptual de los pintores de la epoca

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SIGLOS XVI Y XVII

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Alonso López de Herrrera (El Divino) La Asunción de la Virgen

Baltasar de Echave y Orio (El viejo)Martirio de San PoncianoAdoración de los ReyesLa oración del Huerto

Baltasar de Echave Ibia El echave de los azulesLa Inmaculada

San Juan Bautista

Baltasar de Echave y Rioja San Pedro Arbues

Sebastián López de ArteagaCristo en la Cruz

Incredulidad de Santo Tomás

Luis JuárezLa oración del huerto

La imposición de la Casulla a San Idelfonso

José JuárezSantos Justo y Pastor

Adoración de los Reyes

Antonio Rodríguez Cristobal de Villalpando

Nicolás Rodríguez Juárez Juan Rodríguez JuárezRetrato del Virrey Duque de Linares

Los Lagarto Miniaturistas PoblanosLuis, Andrés y Luis de la Vega Lagarto

Miguel Cabrera Virgen del Apocalipsis

Sor Juana Inés de la Cruz

José de Ibarra

Simón Pereyns Virgen del Perdón

Andrés de la Concha Santa Cecilia

Juan Correa

SIGLO XVI

SIGLO XVII

ULTRABARROCO

Pedro RamírezLiberación de San Pedro

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Simón Pereyns Simón Pereyns (1530?-1590?), pintor flamenco cuya obra está

considerada como una de las primeras manifestaciones del renacimiento en Latinoamérica.

Nació en Amberes (hoy Bélgica). Hacia 1558 se trasladó a Lisboa (Portugal) y poco después a la ciudad española de Toledo, donde realizó algunos retratos de personajes de la corte de Felipe II. En 1566, se unió al séquito del recién nombrado virrey de Nueva España, Gastón de Peralta. Un hecho central en la biografía de Pereyns fue el proceso y las torturas a las que fue sometido por el tribunal de la Inquisición a causa de su carácter impulsivo y la envidia que provocaban los favores con los que le distinguía el virrey.

En su obra se aprecia cierta estilización característica de la pintura flamenca unida a la gama cromática y el equilibrio formal propios del renacimiento italiano. De su extensa producción destacan el San Cristóbal de la catedral de México (1585); el retablo de Huejotzingo (1586), en especial las tablas de la Epifanía y la Circuncisión (basadas en dos grabados de Alberto Durero), y la imagen de inspiración rafaelesca de la Virgen del Perdón (1569), que toma el nombre del altar de la catedral mexicana en el que estaba situada.

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Se llama altar del Perdón en las catedrales españolas el que ocupa el transcoro y que por eso queda frente a la puerta principal de la iglesia que recibe, igualmente, el nombre de puerta del Perdón. Débese ésto a que por esa puerta entraban los penitenciados del Santo Oficio a reconciliarse con la iglesia que les otorgaba magnánimamente su perdón, después de ciertas ceremonias rituales. En todas las catedrales españolas existe la puerta llamada del Perdón.

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La Virgen del Perdón que fue pintada en 1568 por el flamenco Simón Pereyns para la antigua Catedral de México. Esta obra se dañó irremediablemente en el incendio de la catedral ocurrido en 1967, quemándose en más de un 70% hasta la carbonización y pese al deterioro se le ha hecho partícipe en recientes exhibiciones de arte. A partir de los fragmentos conservados se realizó un estudio científico de la técnica y materiales con el fin de fortalecer la interpretación en torno al contexto histórico y la intención del artista.

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Andrés de la Concha Andrés de la Concha (fl. entre 1568 y 1612), pintor español

establecido en México a partir de 1568. Nacido en Sevilla (España) e hijo de Francisco de Concha e Isabel

Sánchez, viajó a América en 1568. En 1570 ya se encontraba en la ciudad de Antequera de Oaxaca, en México, donde realizó primero el retablo mayor para su catedral vieja y después varios colaterales. A partir de 1578 ya está instalado en la ciudad de México, donde trabaja junto al pintor flamenco Simón Pereyns, con el que se reparte las diferentes labores de pintura, policromía, dorado, talla y ensamblaje en los retablos que contratan juntos. Entre 1576 y 1593 vuelve a trabajar en varias poblaciones de Oaxaca, participando en los retablos de Teposcolula, Coixtlahuaca, Yanhuitlán, que había contratado desde España, Tamazulapan, Achiutla y Oaxtepec. Al mismo tiempo trabaja para la catedral vieja de la capital del Virreinato y para la iglesia del convento de Huejotzingo. Su nombre también aparece relacionado con la arquitectura, ya que en 1601 es nombrado maestro mayor de la catedral metropolitana de México.

Al morir en 1612 dejó sin terminar el retablo mayor de la iglesia de los dominicos en Antequera de Oaxaca.

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Santa CeciliaLa Sagrada Familia

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Alonso López de Herrera (1579-1654), pintor del renacimiento mexicano también conocido como el Divino Herrera.

Su primera obra, el Retrato del arzobispo fray García Guerra (Museo de Chapultepec), data de 1609. En ella ya se aprecia lo que va a convertirse en su rasgo característico: la precisión en el dibujo unida al gusto por el detalle. En 1610 ingresó como novicio en la orden de los dominicos y en 1922 realizó las pinturas para el desaparecido retablo mayor de la iglesia de Santo Domingo en México D. F. Son obra suya también La Asunción y el Cristo resucitado (Pinacoteca Virreinal), de clara influencia italiana. Así mismo, realizó varias versiones de la Santa faz, como el Divino Rostro pintado en 1634 sobre la puerta del sagrario del altar del Perdón en la catedral de México o la Santa faz que se encuentra en la Escuela de Artes Plásticas. Toda su obra posee un estilo muy personal y seguro en el trazo que contrasta con el de contemporáneos suyos como Luis Juárez.

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La gran tabla de La Asunción de la Virgen, de Alonso López de Herrera (fig. 138), llamado "el divino", es obra de calidad en la que están presentes las raíces de la pintura española y novohispana. La composición se divide en dos partes: superior e inferior; en aquélla se encuentra la imagen de la Virgen entre los ángeles, una augusta matrona con manto flotante de una delicada belleza y fina ejecución que se destaca sobre fondo claro, mientras la parte baja con los Apóstoles tiene una entonación obscura; así, el efecto de luminosidad en el cuadro es perfecto y unifica la composición por entero. Ya en detalle todo el dibujo particular de las figuras es delicado y las manos de la Virgen son características de las obras de "el divino Herrera", cuya obra maestra es esta Asunción.

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Justa fama tuvo y tiene Baltasar de Echave y Orio, "el viejo", el primero de tres generaciones de pintores que tuvieron el mismo nombre, pero que se distinguen por sus expresiones y por sus apellidos maternos. Echave Orio fue un verdadero maestro y sus obras tienen acento italiano. Sus grandes composiciones, como el Martirio de San Ponciano, son concepciones grandiosas resueltas con profundos conocimientos, con sabio dibujo, con movimiento, efectos de luz y sombra y verdadero dramatismo.

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Su Adoración de los Reyes (fig. 140), compuesta a base de una gran diagonal aparente a través de las figuras principales, es obra de gran calidad; la belleza italianizante de la Virgen y el Niño, la dignidad del rey que se arrodilla para besar el pie del Salvador y la justa colocación de las demás figuras secundarias dan solemnidad a toda la escena; el dibujo es excelente y la calidad de la pintura misma es de primer orden, rica en efectos en el vestido del rey, sobria en los paños, un poco rígidos, del traje de la Virgen, obscura en los fondos para que lo principal destaque.

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Mas en la obra que Echave Orio alcanzó una emoción dramática imponderable es en La Oración del Huerto , que tiene una barroca composición a base de una gran diagonal que va del extremo inferior derecho al superior izquierdo del cuadro. Jesús arrodillado posa sus manos sobre una roca, su túnica es roja, y esa entonación cálida sirve de base a la cabeza, central en el cuadro, con el rostro lleno de inspiración, sangrante y doloroso; es el rostro de Jesús más fino y vigoroso, más dulce y más dramático de toda la pintura novohispana y es magistral, como el cuadro todo. En el extremo superior izquierdo se abre el obscuro cielo y aparece un ángel con el cáliz de la amargura; la luz que brota de esa zona ilumina y contrasta la imagen de Jesús dándole realce sobre el obscuro fondo. Si el ante, para que lo sea, debe arrancar la emoción del espectador, esta obra cumple a maravilla esa función primera; es pintura sabia y profunda, sentida con autenticidad y de positiva y dramática belleza, bastaría ella sola para reputar a Echave Orio de verdadero maestro.

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Hijo suyo fue Baltasar de Echave Ibía, llamado también "el Echave de los azules", porque esa es la entonación frecuente en sus cuadros. Es ya un artista criollo que sigue rutas e ideas personales, diferentes de las del padre; es, a veces, más alambicado, menos vigoroso, pero muy fino y sensible, cuando no es retórico. No es seguro que algunos cuadros que se le atribuyen sean de su mano, por lo que más vale atenerse a dos obras suyas. La inmaculada (1622) es pintura ambiciosa de inspiración arcaizante y flamenquista (fig. 142). Sobre tonos claros ocupa la parte central la figura de la Virgen, de rostro regordete y preciosas manos; su traje y manto, aunque flotantes, son rígidos y riquísimos en calidad y dibujos decorativos; es una imagen ciertamente celestial, rodeada de angelillos que llevan los símbolos de la letanía o bien cartelas. Un aspecto muy interesante de Echave Ibía es su interés por el paisaje, pues este género no aparece en la pintura novohispana salvo en algunos fondos, pero no con validez propia e independiente. En la parte más baja del cuadro que consideramos hay un fantástico paisaje y al centro una graciosa sirena, al parecer masculina, pues no se atrevió el pintor a darle forma clara a los senos. Esta pudibundez es típica de la pintura novohispana, y de la española en general, que apenas si en las imágenes del Cristo y de San Sebastián se permitió el lujo del desnudo. Esta Inmaculada es obra fina y espiritual, pero muy intelectual; logra su fin religioso, inspirado, al crear un ambiente y unas figuras ideales.

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Distinto de todo eso es el San Juan Bautista, cuadro de menores proporciones, pero de lo más atractivo por su concepción, con la figura al lado izquierdo en primer término y el paisaje al fondo lleno de interés; además, en él la expresión tiene novedad, pues las pinceladas son sueltas y jugosas y el Santo mismo tiene cierto carácter y naturalidad. El paisaje en tonos azules está concebido con fantasía; se ha dicho que tiene relación con obras de Patinir y a lo menos la entonación y la fantasía lo justifican, mas la calidad de la materia y las pinceladas son distintas. Con la elegante figura de San Juan, con su cordero y su cruz con cartela flotante, y con el fondo de paisaje, este cuadro es pintura de verdadera calidad superior.

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En el orden que seguimos corresponde ocuparse en obras de Luis Juárez, otro artista criollo que floreció en la primera mitad del siglo XVII y que fue discípulo directo de Echave Orio. Poseyó excelentes conocimientos transmitidos por su maestro, pero su personalidad es distinta, menos vigorosa, más delicada y con tiernas inspiraciones. La comparación puede hacerse entre La Oración del Huerto, de Juárez, y la de Echave Orio que hemos considerado antes. Ni la composición ni el gesto dramático llegan a la calidad y vigor del mismo tema en la pintura del maestro, mas, en cambio, hay en Juárez una dulzura, unas tintas transparentes y una belleza ideal que dan gran encanto a ésta y a otras obras suyas. Sus paños son, por lo general, acartonados; sus ángeles son muy característicos, con doradas y vaporosas cabelleras y formas elegantes.

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Otro tema que trató Juárez fue La imposición de la casulla a San Ildefonso y en él consiguió unificar y llevar al límite sus posibilidades (fig. 143). Bien construido, por medio de un eje vertical a la izquierda, en la "sección de oro", y una diagonal que a través del cuerpo del santo llega a la cabeza inclinada de la Virgen, todas las figuras tienen vivacidad, excepto la del santo, que en místico arrobamiento levanta la mirada a lo alto y extiende brazos y manos. El idealismo de las figuras de los ángeles y de la Virgen misma es conmovedor y de distinta manera el rostro del santo. La entonación general es clara, pero contrasta con obscuros, y por medio de dos ángeles que llevan la mitra, en el primer plano a la izquierda, logra el pintor sugerir la tercera dimensión. Es un cuadro cuidadosamente pintado, espiritual y de excelente calidad.

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Ahora bien, hasta aquí se ha tratado de pintores en la tradición renacentista italianizante y flamenquista, hasta que aparece un artista vigoroso que introduce la pintura barroca de mayor carácter español, en la línea de Caravaggio y a la manera de Zurbarán y de Ribera, de los tenebristas; me refiero a Sebastián López de Arteaga. Fue notario del Santo Oficio, para el que pintó un Cristo en la cruz de intenso claroscuro y barroco movimiento en el cuerpo (fig. 144).

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La pintura por la que López de Arteaga tiene un lugar excepcional en nuestra historia es la Incredulidad de Santo Tomás, obra espléndida y comparable a otras semejantes de maestros europeos (fig. 145). No es indiferente que el pintor fuera sevillano y que se haya formado en su ciudad natal, pues de allí partió la escuela tenebrista española. En el cuadro en cuestión el cuerpo de Cristo de pie, desnudo hasta más abajo de la cintura, luce su frondosa belleza, iluminado preponderantemente, y su cabeza tiene una construcción, una elegancia, como la figura toda, y una belleza extraordinaria; el resto del cuerpo se cubre con un manto rojo y la postura es garbosa, con aplomo sobre los pies, que también se iluminan y descubren su excelente y fuerte dibujo. Santo Tomás se inclina y extiende su mano derecha, guiada por la de Cristo mismo, hasta tocar la llaga; su expresión es de sincero asombro y sus facciones son nobles. En el fondo, a la altura de la imagen sagrada, hay una serie de personajes, de los cuales el de la extrema izquierda se tiene por el autorretrato del pintor; todas son buenas cabezas, pero la más importante es la del viejo, arriba de Santo Tomás, que está casi de perfil y en la cual los tonos amarillentos de la carne y los blancos y grises del cabello y las barbas contrastan en los obscuros y le dan realce. Cuadro de primerísimo orden y obra maestra del pintor, también es una de las más importantes de la pintura novohispana. Todo en este cuadro revela la maestría de su autor; la nobleza de las formas, la entonación cálida y el claroscuro acentuado, así como la viril belleza de Cristo, hacen de esta pintura una de las más emocionantes de nuestra historia.

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La novedad de la obra de López de Arteaga impresionó e hizo escuela; la pintura novohispana cambia sus métodos después de ella. El primer artista que debe considerarse es Pedro Ramírez, si no por otras obras, por su Liberación de San Pedro, ahora en el Museo Virreinal, en Tepotzotlán (fig. 146). Una vez más la escuela tenebrista alcanza un buen éxito. Sobre el obscuro fondo aparece a la izquierda San Pedro, de rodillas, cuya cabeza es por sí un trozo de pintura excelente, fuerte y magnífica; pero aún es más importante el ángel liberador, de pie a la derecha, que es una bella figura andrógina, pues tiene vigor varonil y delicadeza femenina (fig. 147). Su vestido y su manto flotan airosamente y quedan desnudos un brazo y parte de una pierna, lo cual es suficiente para insinuar cierta sensualidad que hace muy atractiva la figura, que tuvo buena fortuna, pues más adelante en ella parecen inspirarse otros artistas, que no alcanzan la majestad y calidad de ella. Es un cuadro fuerte, magnífico, sin una sola debilidad, y sin duda la obra maestra de Ramírez.

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José Juárez, hijo de Luis, con no muchas, pero variadas obras; hay diferencias notables en sus dos grandes composiciones: Santos Justo y Pastor (1635), y Martirio de San Lorenzo (Biblioteca de la antigua Academia de San Carlos. U.N.A.M.). En la primera hay perfección; es idealista y convencional; la segunda es teatral, pletórica de figuras y de acentuado claroscuro.

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Otra obra suya, de excelentes cualidades, es la Sagrada Familia (1655), que conserva la Academia de Puebla. Está inspirada en el mismo tema pintado por Rubens, si bien el artista criollo introdujo variantes y, sobre todo, cubrió púdicamente los cuerpecitos del Niño Jesús y de San Juan Bautista que en la obra de Rubens aparecen desnudos. Es una buena pintura, atractiva y bien ejecutada.

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Pero la obra capital para conocer todas las cualidades de José Juárez es La Adoración de los Reyes (1655); es un cuadro rotundo (fig. 148). Tiene composición piramidal, con eje central y grandes diagonales, pero otras cualidades se encuentran en el diseño de todas las formas particulares, en la maestría de la ejecución misma, en el lujo de los atuendos y en la belleza de las figuras. Claroscurista, pero sin llegar al extremoso tenebrismo, Juárez es aquí un espíritu reflexivo; la entonación general es un tanto fría y la luz perfila las formas salientes y deja bien destacadas las figuras de la Virgen, del Niño Jesús y de dos de los reyes, uno de rodillas, otro de pie, mientras el rey negro aparece casi en silueta sobre el paisaje del fondo. Las ricas telas, los adornos y accesorios están como cincelados, trabajados escrupulosamente; la figura del rey a la derecha, de pie y con turbante, es magnífica y llena de aplomo. No hay debilidades en ningún detalle, cabeza y manos están bien estudiadas y el conjunto es monumental y admirable. Es una de las obras maestras de la pintura novohispana.

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El último de los pintores importantes de esta época y tendencias es Echave y Rioja (1632-1682), nieto de Echave "el viejo". Con él la pintura toma un carácter teatral, como el que había iniciado José Juárez en su Martirio de San Lorenzo, pero más débil de dibujo y fácilmente efectista. Su San Pedro Arbués (1666) tiene concepción grandiosa, aunque las debilidades de varios tipos son patentes; pero en el Entierro de Cristo (1668) ya se trata del puro efecto tenebrista sin consistencia en el dibujo y en la forma.

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Juan Correa y Cristóbal de Villalpando, cuyas pinturas en la sacristía de la Catedral Metropolitana cubren los muros y son obras barrocas que cumplen su función perfectamente y que tienen cierta grandiosidad en sus composiciones y efectos, pero cuentan más como parte de un conjunto que aisladamente. Toussaint ha percibido con justicia que Correa y Villalpando inician una nueva manera de expresión y de efectos; substituyen en muchas de sus obras el tenebrismo por coloridos claros, sus figuras son movidas y decorativas, garbosas, aéreas, pero de poca consistencia, y el dibujo es hábil, pero no siempre a la altura de una gran calidad. Los ángeles y arcángeles de Villalpando son típicos del pintor, altos, robustos, garbosos, con teatrales actitudes y vistosas joyas y vestimentas que los hacen muy atractivos y altamente decorativos.

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Otros dos pintores criollos llevan la pintura barroca del siglo XVII a sus límites, conservando buena calidad: Nicolás Rodríguez Juárez y su hermano Juan, descendientes de Luis y José Juárez. Artistas fecundos, su producción es desigual. Nicolás tiene obras derivadas del tenebrismo, mientras otras de tonalidades claras parecen seguir las ideas y los gustos iniciados por Villalpando. De Juan Rodríguez Juárez es el Retrato del Virrey Duque de Linares (fig. 149), en el Museo Nacional de Historia, en Chapultepec; es buena muestra de su capacidad (existe una copia con variantes, de Francisco Martínez, 1723, hoy en el Museo del Obispado en Monterrey). Es una, figura de pie, llena de dignidad, con su casaca bordada y gran peluca blanca, según la moda del tiempo; el rostro tiene carácter y buen dibujo. Es obra de calidad. Juan ha sido considerado como superior a su hermano y fue más prolífico. Suyos son los principales cuadros del retablo de los Reyes en la Catedral Metropolitana, bien concebidos y compuestos, aunque las formas en detalle dejen mucho que desear. Algunas de sus obras aisladas con figuras individuales lucen mejor diseño y más cuidadosa ejecución, a veces de positiva calidad y encanto por la suavidad que tienen, como su San Juan de Dios.

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En la ciudad de Puebla floreció una importante producción pictórica, de la cual debe destacarse en primer lugar a la familia de miniaturistas que lleva el nombre de Lagarto y que se compone de varios artistas: Luis, Andrés y Luis de la Vega Lagarto. Sus obras son exquisitas, con gran perfección de dibujo y ejecutadas con verdadera maestría.

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Un artista flamenco desarrolla también allá su obra, Diego de Borgraf, y su buen diseño se manifiesta de dos maneras: en un precioso cuadro de tonos claros, Aparición de San Francisco a Santa Teresa (1677, en la sacristía de la iglesia de San Francisco, en Tlaxcala), y otra imagen de San Francisco (Col. particular), obra impresionante, de tonos obscuros.

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Con el arte ultrabarroco del siglo XVIII la pintura entra en una nueva dirección, se torna más decorativa, efectista y débil en todos sus detalles. La figura representativa es Miguel Cabrera, natural de Oaxaca (1695-1768), cuya fama fue extraordinaria y se sostuvo a través del siglo XIX. Y es que el tono suave e idealista de la pintura de Cabrera vino a coincidir con el gusto y sentimentalismo románticos, cuando ya no se trataba de una fe vigorosa y de su expresión dramática en el arte, sino de suaves sentimientos e idealidades y de su dulce manifestación en la pintura. Cabrera fue no sólo prolífico, sino que de su taller salieron muchas obras de discípulos, quizá tocadas por el maestro y de acuerdo en todo con sus fórmulas. Tenía gran capacidad para las composiciones y su colorido es entonado en grises, rojos y azules, de preferencia. Sin embargo, hay obras suyas de calidad, como las de la sacristía de la parroquia de Taxco y algunos retratos, o su gran cuadro de la Virgen del Apocalipsis (fig. 150), que es bien típico y bastante atractivo. Es muy conocido su cuadro que representa a Sor Juana Inés de la Cruz (Museo Nacional de Historia, en Chapultepec), sentada frente a su mesa de trabajo y entre estantes con libros; más que un retrato, pues fue ejecutado mucho tiempo después de la muerte de la gran poetisa, aunque inspirado en uno anterior de Miranda, es la imagen ideal de la monja. El rostro es fino, la actitud digna, pero no obstante su efecto y la buena impresión que produce, es débil en todos los detalles (fig. 151) .

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Es muy conocido su cuadro que representa a Sor Juana Inés de la Cruz (Museo Nacional de Historia, en Chapultepec), sentada frente a su mesa de trabajo y entre estantes con libros; más que un retrato, pues fue ejecutado mucho tiempo después de la muerte de la gran poetisa, aunque inspirado en uno anterior de Miranda, es la imagen ideal de la monja. El rostro es fino, la actitud digna, pero no obstante su efecto y la buena impresión que produce, es débil en todos los detalles (fig. 151) .

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Otros pintores, como José de Ibarra (1688-1756), natural de Guadalajara, guardan cierta dignidad en sus obras, a pesar de las ideas y los gustos del tiempo. Algunos retratos de monjas, con los hábitos y parafernalias para su toma de votos, son preciosos y llenos de encanto.