Pierre Bourdieu Los Modos de Dominacion

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tratado de sociologia

Transcript of Pierre Bourdieu Los Modos de Dominacion

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Una verdadera comprensión de la práctica exige del científico social la superación tanto del objetivismo como del subjetivismo. La distancia objetivadora que los instrumentos científicos procuran, aunque necesaria, es sólo el momento primero de un trabajo que debe tomar también por objeto la práctica científica misma. Descubrir que las lógicas denominadas «prelógicas» o «salvajes» funcionan según los mismos mecanismos de nuestra lógica práctica, o que el lenguaje de la regla es tan sólo refugio de la ignorancia para el sociólogo cuando no puede restablecer la complejidad de las estrategias del juego social, son algunas de las consecuencias de esta teoría práctica. Pierre Bourdieu es Catedrático de Sociología en el Collége de France y uno de los sociólogos contemporáneos más prestigiosos.

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Ciencias Sociales

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Título original Le sens pratique © 1980 by Les Editions de Minuit

Índice

TAURUS EDICIONES © 1991, Alvaro Pazos () 1991, Santillana, S. A. Elfo, 32, 28007 Madrid ISBN: 84-306-0128-7 Depósito legal: M. 38.649-1991 Printed in Spain

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por un sistema de recuperación de información en ninguna forma ni ,por ningún medio, sea mecánico, fotoquimico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro sin el permiso previo por escrito de la editorial.

ADVERTENCIA DEL TRADUCTOR 9 PREFACIO 13

LIBRO 1. CRITICA DE LA RAZÓN TEÓRICA 47

Capítulo 1. Objetivar la objetivación 55 Capítulo 2. La antropología imaginaria del subjetivismo 75 Capítulo 3. Estructuras, habitus, prácticas 91 Capítulo 4. La creencia y el cuerpo 113 Capítulo 5. La lógica de la práctica 137 Capítulo 6. La acción del tiempo 167 Capítulo 7. El capital simbólico 189 Capítulo 8. Los modos de dominación 205 Capítulo 9. La objetividad de lo subjetivo 227

LIBRO 2. LÓGICAS PRÁCTICAS 241

Capítulo 1. La tierra y las estrategias matrimoniales 245 Capítulo 2. Los usos sociales del parentesco 267

El estado de la cuestión 269 Las funciones de las relaciones y el fundamento de los

grupos 274 Lo ordinario y lo extraordinario 292 Estrategias matrimoniales y reproducción social 304

Capítulo 3. El demonio de la analogía 323 La fórmula generadora 336 La partición fundamental 353 'Umbrales y pasos 360 La transgresión negada idéniée] 368 Transferencias de principios [schémes] y homologías 393 El buen uso de la indeterminación 407

ANEXO. LA CASA O EL MUNDO INVERTIDO 419

BIBLIOGRAFÍA 439

INDICE DE NOMBRES 443 INDICE DE MATERIAS 447

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cional de los asuntos en juego [enjeux] que propone como evi-dentes mediante su misma existencia, es decir, el no-reconoci-miento [méconnaissance] de la arbitrariedad del valor que le confiere. Esta creencia originaria está en el origen de las inversio-nes [investissements] y sobreinversiones [surinvestissements] (en el sentido de la economía y del psicoanálisis) que no pueden más que reforzar continuamente, mediante el efecto de la competen-cia y la escasez así creadas, la ilusión bien fundada de que el va-lor de los bienes que inclina a perseguir está inscrito en la natu-raleza de las cosas, como el interés por estos bienes está en la naturaleza de los hombres.

8. Los modos de dominación

La teoría de las prácticas propiamente económicas es un caso particular de una teoría general de la economía de las prácticas. Incluso cuando presentan todas las apariencias del desinterés porque escapan a la lógica del interés «económico» (en sentido estricto), y se orientan hacia objetos [enjeux] no materiales y di-fícilmente cuantificables, como sucede en las sociedades «preca-pitalistas» o en la esfera cultural de las sociedades capitalistas, las prácticas no dejan de obedecer a una lógica económica. Las co-rrespondencias que se establecen entre la circulación de las tie-rras vendidas y compradas de nuevo, la de las venganzas «pres-tadas» y «devueltas» o la de las mujeres otorgadas o recibidas, es decir, entre las especies diferentes del capital y los modos de cir-culación correspondientes, obligan a abandonar la dicotomía de lo económico y lo no-económico que impide aprehender la cien-cia de las prácticas «económicas» como un caso particular de una ciencia capaz de tratar todas las prácticas, incluso las que se quie-ren desinteresadas o gratuitas, liberadas por tanto de la «econo-mía», como prácticas económicas, orientadas hacia la maximi-zación del beneficio material o simbólico. El capital acumulado por los grupos, esta energía de la física social I , puede existir bajo

' Aunque no sacara de ello ninguna consecuencia real, Bertrand Russell ex-presó claramente la intuición de la analogía entre la energía y el poder que podría constituir el principio para una unificación de la ciencia social: «Como la energía, el poder existe bajo muchas formas; la riqueza, la fuerza militar, la autoridad ci-vil, la influencia o la opinión. Ninguna puede considerarse como subordinada o, al contrario, como principio del que derivarían todas las demás. Cualquier ten-tativa de tratar aisladamente una forma de poder, por ejemplo, la riqueza, sólo puede conducir a un éxito parcial, del mismo modo que el estudio separado de una forma de energía se revelará insuficiente a partir de un determinado mo-mento si no se toman en cuenta las demás formas. La riqueza puede derivar del

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diferentes especies (en el caso concreto, el capital de fuerza de combate, ligado a la capacidad de movilización, al número y a la combatividad por tanto, el capital «económico», tierra, ganado, fuerza de trabajo, ligada también a la capacidad de movilización, y el capital simbólico asegurado por un uso acorde con las otras especies de capital); aunque sometidas a estrictas leyes de equi-valencia, y, por consiguiente, mutuamente convertibles, cada una de ellas sólo produce sus efectos específicos en condiciones es-pecíficas. Pero la existencia del capital simbólico, es decir, del ca-pital «material» en tanto que no reconocido [méconnu] y reco-nocido, recuerda que la ciencia social no es una física social, sin invalidar por ello la analogía entre el capital y la energía; que los actos de conocimiento que implican el no-reconocimiento [mé-connaissance] y el reconocimiento forman parte de la realidad social y que la subjetividad socialmente constituida que los pro-duce pertenece a la objetividad.

Gradualmente se pasa de la simetría del intercambio de do-nes a la disimetría de la redistribución ostentosa que está en la base de la constitución de la autoridad política: a medida que nos alejamos de la reciprocidad perfecta, que supone una relativa igualdad de situación económica, la parte de las contraprestacio-nes que se entregan bajo forma típicamente simbólica de testi-monios de gratitud, homenajes, respeto, obligaciones o deudas morales, se incrementa necesariamente. Si aquellos que, como Polanyi y Sahlins, vieron con claridad la función determinante de la redistribución en el establecimiento de una autoridad polí-tica y en el funcionamiento de la economía tribal (donde el cir-cuito acumulación-redistribución desempeña funciones análogas a las del Estado y de las finanzas públicas) hubieran sido cons-cientes de esta continuidad, habrían percibido probablemente la operación central de este proceso, es decir, la reconversión del capital económico en capital simbólico, que produce relaciones de dependencia económicamente fundadas aunque disimuladas bajo el velo de relaciones morales. Al considerar sólo el caso par-ticular de los intercambios destinados a consagrar unas relacio-

poder militar o de la influencia ejercida sobre la opinión que, por su parte, puede también derivar de la riqueza» (Russell, B., Power. A New Social Analysis, Lon-ches, George Allen y Unwin Ltd., págs. 12-13). Y define con acierto el programa de una ciencia de las conversiones de diferentes formas de la energía social: «Debe considerarse que el poder, como la energía, pasa continuamente de una forma a otra, consistiendo la tarea de la ciencia social en buscar las leyes de estas transfor-maciones» (págs. 13-14).

nes simétricas, o al retener únicamente el efecto económico de los intercambios asimétricos, nos exponemos a olvidar el efecto ejercido por la circulación circular en la que se engendra la plus-valía simbólica, a saber, la legitimación de lo arbitrario, cuando recubre una relación de fuerza asimétrica.

Es importante observar, como lo hace Marshall D. Sahlins, prolon-gando un análisis de Marx 2, que la economía precapitalista no ofrece las condiciones para una dominación indirecta e impersonal asegurada de manera cuasi-automática por la lógica del mercado de trabajo 3 . Y, de hecho, la riqueza no puede funcionar como capital si no es en relación con un campo propiamente ecónomico, que supone un conjunto de ins-tituciones económicas y un cuerpo de agentes especializados, dotados de intereses y de modos de pensamiento específicos. Así, Moses Finley muestra claramente que lo que falta a la economía antigua no son los recursos sino los medios institucionales para «superar los límites de los recursos individuales» movilizando los capitales privados, es decir, toda la organización de la producción y de su financiación, y, especialmente, los instrumentos de crédito 4. Este análisis vale, a fortiori, para la antigua

2 Cuanta menos fuerza social posee el instrumento de intercambio, más li-gado se halla a la naturaleza del producto directo del trabajo y a las necesidades inmediatas de quienes intercambian, y más grande debe ser la fuerza de la co-munidad que liga entre sí a los individuos: patriarcado, comunidad antigua, feu-dalismo, régimen de corporaciones. Cada individuo posee el poder social bajo la forma de un objeto. Despójese a este objeto del poder social y habrá que otorgár-selo a unas personas sobre otras. Las relaciones de dependencia personal (al prin-cipio, puramente naturales) son las primeras formas sociales en cuyo seno se de-sarrolla la productividad humana, aunque todavía en proporciones reducidas y en lugares aislados. La independencia de las personas fundadas en la dependencia material es la segunda gran forma: solamente ahí se constituye un sistema de me-tabolismo social generalizado, hecho de relaciones, de facultades, de necesidades universales» (Marx, K., «Principes d'une critique de l'économie politique», en OEuvres, I, París, Gallimard (Pléiade), pág. 210. [Versión española: Elementos fundamentales para la crítica de la economía política, México, Siglo XXI, 1972.]

3 Cf. Sahlins, M. D., «Political power and the economy in primitive society» en Dole, G. E. y Carneiro, R. L. (Coords.), Essays in the Science of Culture, Nueva York, Thomas Y. Crowell Company, 1960, págs. 390-415; «Poor man, rich man, big man, chief: political types in Melanesia and Polynesia», en Comparatives Stu-dies in Society and History, V, 1962-63, págs. 285-303. [Versión española: «Hombre pobre, hombre rico, gran hombre, jefe: tipos políticos de Melanesia y Polinesia», en Llobera, J. R. (ed.) Antropología política, Barcelona, Anagrama, 1979]; «On the sociology of primitive exchange», en Banton, M. (ed.), The Rele-vante of Models for Social Anthropology, Londres, Tavistock Publications, 1965, págs. 139-236. [Versión española: cap. 5 de Economía de la Edad de Piedra, Ma-drid, Akal, 1977.]

4 Finley, M. I., «Technical innovation and economic progress in the Ancient World», en The Economic History Review, vol. XVIII, núm. 1, agosto 1965, pá-

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Cabilla, que no disponía ni de los más rudimentarios instrumentos de una institución económica. Las tierras estaban casi en su totalidad ex-cluidas de la circulación —incluso cuando, en las ocasiones en que ser-vían como fianza, se encontraban expuestas a pasar de un grupo a otro—. Los mercados de pueblo o de tribu quedaban aislados y no podían de ninguna manera integrarse en un mecanismo único. La oposición (mar-cada por la distinción espacial entre el lugar de residencia, el pueblo, y el lugar de las transacciones, el mercado) entre la «malicia sacrílega», bien vista en las transacciones del mercado, y la buena fe que conviene a los intercambios entre parientes y familiares, tenía sobre todo por función mantener las disposiciones de cálculo favorecidas por el mercado fuera del universo de las relaciones de reciprocidad, y no impedía de ningún modo que el pequeño mercado local quedase «inmerso en las relaciones sociales» (embedded in social relationships), como dice Polanyi

De una manera general, los bienes nunca eran tratados como capital. Esto se ve en el caso de un contrato que, como la charka del buey, pre-senta todas las características de un préstamo con interés: en esta tran-sacción que sólo se concibe entre los más extraños de los individuos con derecho a contratar, es decir, sobre todo entre miembros de pueblos di-

ginas. 29-45, especialmente pág. 37; cf. también Finley, M. I., «Land debt, and the man of property in classical Athens», en Political Science Quarterly, LXVIII,

1953, págs. 249-268. Polanyi, R., Primitive Archaic and Modern Economice, George Dalton (ed.),

Nueva York, Doubleday and Co., 1968, y The Great Transformation, Nueva York,

Rinehart, 1944. [Versión española: La Gran Transformación, Madrid, La Pi-queta]. Es paradójico que, en su contribución a una obra colectiva editada por Karl Polanyi, Francisco Benet, por prestar demasiada atención a la oposición en-tre el mercado y el pueblo, silencia prácticamente todo lo que hace que el suq

local siga controlado por los valores de la economía de la buena fe (Cf. Benet, F., «Explosive markets: the berber highlands», en Polanyi, K., Arensberg, C. M. y Pearson, H. W. (eds.) Trade and Market in the Early Empires, Nueva York. The

Free Press, 1957. [Versión española: Comercio y mercado en los Imperios Anti-

guos, Barcelona, Labor, 1976]). De hecho, el suq, ya se trate del pequeño mer-cado tribal o de los grandes mercados regionales, representaba un modo de tran-sacción intermedio entre dos extremos, nunca completamente realizados: de un lado, los intercambios del universo familiar, fundados en la confianza y en la buena fe, que autorizan el que se disponga de una información casi total sobre los pro-ductos intercambiados y sobre las estrategias del vendedor, y el que la relación entre los responsables del intercambio persista y deba sobrevivir al intercambio; de otro lado, las estrategias racionales del sell:regulating market que hacen posi-ble la estandardización de los productos y la necesidad cuasi-mecánica de los pro-cesos. El suq no aporta ya toda la información tradicional, tampoco ofrece toda-vía las condiciones de la información racional: por eso, todas las estrategias de los campesinos tienden a limitar la inseguridad correlativa a la imprevisibilidad ,

transformando las relaciones impersonales e instantáneas de la transacción co-mercial, sin pasado ni porvenir, en relaciones duraderas de reciprocidad mediante el recurso a garantes, testigos, mediadores.

ferentes, y que los dos partenaires tienden de común acuerdo a disimu-lar (prefiriendo el prestatario ocultar su indigencia y dejar creer que el buey es de su propiedad con la complicidad del prestador, que tiene el mismo interés en ocultar una transacción sospechosa de no obedecer al sentimiento estricto de la equidad), un buey es confiado por su propie-tario, a cambio de cierto número de medidas de cebada o trigo, a un campesino demasiado pobre para comprarlo; o bien un campesino po-bre se entiende con otro para que compre un par de bueyes y se los con-fie por uno, dos o tres años según el caso y, si los bueyes son vendidos, el beneficio es repartido a partes iguales 6 . Allí donde nosotros podría-mos ver un simple préstamo, y entenderíamos que el proveedor de fon-dos confia un buey mediante un interés de algunas medidas de trigo, los agentes ven una transacción equitativa que excluye extracción alguna de plusvalía: el prestador aporta la fuerza de trabajo del buey, pero la equi-dad es satisfecha, pues el prestatario alimenta y cuida al buey, lo que el prestador se vería obligado a hacer en cualquier caso, siendo las medidas de trigo sólo una compensación por la devaluación del buey que su en-vejecimiento acarrea. Las diferentes variantes de la asociación concer-niente a las cabras tienen también en común el hacer soportar a las dos partes la disminución del capital inicial debida al envejecimiento. El propietario, una mujer que coloca así su peculio, confia sus cabras, por tres años, a un primo lejano, relativamente pobre, del que sabe que las alimentará y cuidará bien. Se estima el ganado y se acuerda compartir el producto (leche, lana, mantequilla). Cada semana, el prestatario envía mediante un niño una calabaza de leche. El niño no podía regresar con las manos vacías (elfal, el portador de felicidad o la conjuración de la desgracia, tiene una significación mágica debido a que devolver un uten-silio vacío, devolver el vacío, supondría amenazar la prosperidad y la fe-cundidad de la casa): se le da frutas, aceite, aceitunas, huevos, según la temporada. Al final, el prestatario devuelve los animales y se comparten los productos. Variantes: tasándose el rebaño de seis cabras en 30.000 francos, el guardián devuelve 15.000 francos y la mitad del rebaño ini-cial, es decir, tres viejas cabras; el guardián devuelve todo el rebaño pero se queda con la lana.

Así como la riqueza sólo puede funcionar como capital en relación con un campo económico, igualmente la competencia cultural bajo cualquiera de sus formas sólo se encuentra constituida como capital cul-tural en las relaciones objetivas que se establecen entre el sistema de pro-ducción y el sistema de producción de los productores (él mismo cons-tituido por la relación entre el sistema escolar y la familia). Las sociedades

6 Dado que son muy numerosos los acuerdos informales susceptibles de ser engendrados a partir de los principios implícitos que rigen las transacciones entre familiares, unos procedimientos extremamente diferentes en los detalles son cla-sificados, sin embargo, bajo un mismo «concepto» por las taxonomías indígenas: así, se registran tantas variantes de la charka del buey como informantes.

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desprovistas de escritura, que es lo que permite conservar y acumular bajo una forma objetivada los recursos culturales heredados del pasado, y desprovistas asimismo del sistema de enseñanza que dota a los agentes de las aptitudes y las disposiciones indispensables para apropiárselos simbólicamente, sólo pueden conservar sus recursos culturales en estado

incorporado'; en consecuencia, no pueden asegurar la perpetuación de unos recursos culturales abocados a desaparecer junto con los agentes que los portan, si no es mediante un trabajo de inculcación que, como mues-tra el caso de los bardos, puede ser tan largo como el tiempo de utiliza-ción. Se han establecido claramente las transformaciones que un instru-mento como la escritura posibilita 8 :

separando los recursos culturales de la persona, la escritura permite superar los límites antropológicos —en particular, los de la memoria individual— y libera de las constricciones que suponen medios mnemotécnicos como la poesía, técnica de conser-vación por excelencia en las sociedades sin escritura 9 ; permite la acu-mulación de la cultura hasta aquí conservada en estado incorporado y,

La creencia, a menudo observada en las religiones iniciáticas, en que el sa-ber puede transmitirse por diferentes formas de contacto mágico —la más típica de las cuales sería el beso—, representa un esfuerzo por trascender los limites de este modo de conservación: «Cualquier cosa que aprenda, el especialista la recibe de otro dukun que es su guro (maestro); y a cualquier cosa que aprenda le llamará

su ilmu (ciencia). Por ilmu se entiende generalmente una especie de conoci-miento abstracto y de aptitud excepcional, pero los espíritus «concretos» y un tanto «anticuados» ven en ella a veces una especie de poder mágico muy real que puede, en ese caso, ser objeto de una transmisión más directa que la enseñanza» (Geertz, C., The Religion of Java, Nueva York, The Free Press of Glencoe, Londres, Co-llier-Mac Millan Ltd., 1960, pág. 88).

8 Cf. en particular Goody, J. y Watt, I., «The consequences of literacy», en

Comparative Studies in Society and History, Y, 1962-63, págs. 304 y sigs., y Goody,

J. (ed.), Literacy in Traditional Societies, Cambridge, Cambridge U.P. 1968. 9 «El poeta es el libro encarnado de las tradiciones orales» (Notopoulos, J. A.,

«Mnemosyme in Oral Literature», en Transactions and Proceedings of the Ame-

rican Philological Association, LXIX, 1938, págs. 465-493, especialmente pág. 469). En un muy bello artículo, William C. Greene revela cómo un cambio en el modo de acumulación, circulación y reproducción de la cultura conlleva un cam-bio de la función que le es asignada y, al mismo tiempo, un cambio de la estruc-tura de las obras (Greene, W. C., «The spoken and the written word», en Harvard

Studies in Classical Philology, IX, 1951, págs. 24-58). Eric A. Havelock muestra igualmente que los recursos culturales resultan transformados, en su contenido mismo, por la transformación de la tecnología de la conservación y la transmi -

sión culturales (the technology of preserved communication) y, en particular, por el paso desde la mimesis, como reactivación práctica que moviliza todos los re-cursos de una «configuración de acciones organizadas» (pattern of organised ac-

tions) con función mnemónica, música, ritmo, palabras, en un acto de identifi-cación afectiva, al discurso escrito, repetible y reversible por tanto, desvinculado de la situación y predispuesto por su permanencia a convertirse en objeto de aná-lisis, de control, de confrontación y de reflexión (Havelock, E. A., Preface to Plato,

Cambridge, Mass., Harvard U.P., 1963).

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correlativamente, la acumulación primitiva del capital cultural como monopolización total o parcial de los recursos simbólicos, religión, filo-sofía, arte, ciencia, a través de la monopolización de los instrumentos de apropiación de esos recursos (escritura, lectura y otras técnicas de des-ciframiento), en lo sucesivo conservados en textos y no en las memorias. Pero el capital encuentra las condiciones para su plena realización sólo con la aparición del sistema escolar, que otorga títulos, consagrando así de manera duradera la posición ocupada en la estructura de la distribu-ción del capital cultural.

Aunque está totalmente justificado recordar esas condiciones negativas del recurso privilegiado o exclusivo a las formas sim-bólicas del poder, es preciso recordar que no dan cuenta de la ló-gica específica de la violencia simbólica en mayor medida de lo que la ausencia de pararrayos o telégrafo eléctrico que evoca Marx en la Introducción general a la Crítica de la economía política puedan explicar sobre Júpiter o Hermes, es decir, sobre la lógica interna de la mitología griega. Para ir más allá, hay que tomar en serio la representación de la economía de su propia práctica que los agentes proponen, en lo que presenta de más opuesto a su verdad «económica». El jefe es, como dice Malinowski, «un ban-quero tribal» que sólo acumula alimento para gastarlo y para ate-sorar de ese modo un capital de obligaciones y deudas, que serán pagadas en forma de homenajes, respeto, fidelidad y, llegado el caso, trabajo y servicios, posibles bases para una nueva acumu-lación de bienes materiales. Pero la analogía no debe llevar a en-gaño, y los procesos de circulación circular, como la colecta de un tributo seguida de una redistribución que reconduce en apa-riencia al punto de partida, serían perfectamente absurdos si no tuvieran por efecto transmutar la naturaleza de la relación social entre los agentes o los grupos que se encuentran involucrados. Allá donde se encuentren, tales ciclos de consagración tienen por efecto realizar la operación fundamental de la alquimia social, transformar unas relaciones arbitrarias en relaciones legítimas, unas diferencias de hecho en distinciones oficialmente reconoci-das.

Se es «rico para dar a los pobres» 10. Expresión ejemplar de la

I ° La riqueza, don que Dios hace al hombre para que pueda aligerar la mi-seria de los demás, implica, sobre todo, obligaciones. Probablemente la creencia en la justicia inmanente está en el origen de numerosas prácticas (como el jura-mento colectivo), contribuye a hacer de la generosidad un sacrificio que merece, como recompensa, esa bendición que es la prosperidad. «El generoso —se dice-

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negación [dénégation] política del interés que, como la Vernei-nung freudiana, permite satisfacer el interés pero sólo bajo una forma (desinteresada) que procura demostrar que no se lo satis-face (la Aufhebung de la represión no implica, sin embargo, «una aceptación de lo reprimido»). Se posee para dar. Pero también se posee al dar. El don que no es restituido puede convertirse en una deuda, una obligación duradera; y el único poder reconocido, el reconocimiento, la fidelidad personal o el prestigio, es el que uno se asegura cuando da. En tal universo, no hay más que dos for-mas de retener a alguien duraderamente: el don o la deuda, las obligaciones abiertamente económicas que impone el usurero 11 ,

o las obligaciones morales y las ataduras afectivas que crea y mantiene el don generoso; en resumidas cuentas, la violencia de-clarada o la violencia simbólica, violencia censurada y eufemi-zada, es decir, irreconocible IMéconnaissablel y reconocida. El «modo de dar», manera, forma, es lo que separa al don del toma y daca, a la obligación moral de la obligación económica: guar-dar las formas es hacer de la manera de actuar y de las formas exteriores de la acción la negación [dénégation] práctica del con-tenido de la acción y de la violencia potencial que puede encu-brir 12 . La relación entre estas dos formas de violencia que coexisten en la misma formación social y, a veces, en la misma relación, es clara: puesto que la dominación sólo puede ejercerse bajo su forma elemental, es decir, de persona a persona, no puede realizarse abiertamente y debe disimularse bajo el velo de las re-laciones encantadas, de las que aquéllas entre parientes ofrecen el modelo oficial; en resumidas cuentas, hacerse irreconocible [se faire méconnaitre] para hacerse reconocer. Si la economía pre-

es amigo de Dios» (<dos dos mundos le pertenecen»); «Comerá aquel que tiene por costumbre dar de comer», se llega a decir: «¡Oh Dios mío, dame para que pueda dar!» (sólo el santo puede dar sin poseer nada).

11 Los usureros son condenados al desprecio y algunos de ellos, temerosos de verse marginados del grupo, prefieren conceder nuevos plazos (por ejemplo, hasta la recolección de aceitunas) a sus deudores a fin de evitar que éstos tengan que vender sus tierras para pagar la deuda.

12 Basta con observar que el tiempo y trabajo dedicados a guardar las formas ahí son mayores, debido a que la negativa a reconocer las evidencias del tipo «los negocios son los negocios» o «time is money», sobre las que descansa el arte de vivir, tan poco artístico, de la harried leisure class de las sociedades llamadas de-sarrolladas, impone una censura más fuerte de la expresión directa del interés personal, para comprender que las sociedades arcaicas ofrecen a los aficionados a las bellas formas el encanto de un arte de vivir elevado al orden del arte por el arte.

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capitalista es el lugar por excelencia de la violencia simbólica, se debe a que las relaciones de dominación sólo pueden ser instau-radas ahí, mantenidas o restauradas al precio de estrategias que deben, a riesgo de aniquilarse por traicionar abiertamente su ver-dad, travestirse, transfigurarse, en una palabra, eufemizarse; y a que las censuras que impone a la manifestación abierta de la vio-lencia, en particular bajo su forma brutalmente económica, ha-cen que los intereses sólo puedan satisfacerse a condición de ser disimulados en y por las estrategias mismas que tratan de satis-facerlos.

No se debe, pues, ver una contradicción en el hecho de que la violencia esté a la vez presente y enmascarada 13 . Dado que no dispone de la violencia implacable y oculta de los mecanismos objetivos que autorizan a los dominantes a contentarse con es-trategias de reproducción, a menudo puramente negativas, esta economía debe recurrir simultáneamente a unas formas de do-minación que, desde el punto de vista del observador contem-poráneo, pueden parecer más brutales, más primitivas, más bár-baras y, al mismo tiempo, más suaves, más humanas, más respetuosas de la persona 14 . Esta coexistencia de la violencia de-clarada, física o económica, y la violencia simbólica más refi-nada, se encuentra en todas las instituciones características de esta economía y en el corazón mismo de cada relación social: está

13 La historia del vocabulario de las instituciones indoeuropeas que escribe Emile Benveniste, recoge los puntos de referencia lingüísticos del proceso de re-velamiento y de desencantamiento que conduce de la violencia fisica o simbólica al derecho «económico», del rescate (del prisionero) a la compra, del premio (por una hazaña) al salario, y también del reconocimiento moral al reconocimiento de deudas, de la creencia al crédito, o, incluso, del compromiso moral al compro-miso ejecutorio ante un tribunal. (Benveniste, E., op. cit., págs. 123-202).

14 La cuestión del valor relativo de los modos de dominación —que plantean, al menos implícitamente, las evocaciones rousonianas de paraísos originales o las disertaciones americanocéntricas sobre la «modernización»— está totalmente desprovista de sentido y sólo puede dar lugar a debates interminables, por defi-nición, sobre las ventajas y los inconvenientes de lo anterior y lo posterior, que no tienen más interés que el de revelar los fantasmas sociales del investigador, es de-cir, la relación no analizada que mantiene con su propia sociedad. Como en to-dos los casos en que se trata de comparar un sistema con otro, se puede llevar al infinito la oposición de representaciones parciales de los dos sistemas (encanta-miento vs. desencantamiento, por ejemplo), cuya coloración afectiva y connota-ciones éticas varían sólo según estén constituidas a partir de uno u otro de los dos sistemas tomados como punto de partida. Los únicos objetos legítimos de com-paración son los sistemas considerados como tales, lo que impide realizar cual-quier evaluación distinta de la que entraña de hecho la lógica inmanente de la evolución.

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presente en la deuda tanto como en el don que, a pesar de su aparente contradicción, tienen en común el poder de fundar tanto la dependencia e, incluso, la servidumbre, como la solidaridad, según las estrategias a las que sirven 15 . Esta ambigüedad esencial de todas las instituciones que las modernas taxonomías llevarían a tratar como «económicas» atestigua que las estrategias opues-tas que, como en la relación entre el amo y su khammes, pueden

coexistir, son medios sustituibles de desempeñar la misma fun-ción, dependiendo la «elección» entre la violencia declarada y la violencia suave e invisible, del estado de las relaciones de fuerza entre las dos partes y de la integración e integridad ética del grupo que arbitra. Mientras la violencia declarada, la del usurero o el amo sin piedad, tropiece con la reprobación colectiva y se ex-ponga a suscitar bien la respuesta violenta bien la huida de la víc-tima, es decir, en los dos casos y debido a la ausencia de cual-

quier alternativa, la aniquilación de la misma relación que se quiere explotar, la violencia simbólica, violencia suave, invisible, ignorada como tal, elegida tanto como sufrida, la de la con-fianza, el compromiso, la fidelidad personal, la hospitalidad, el don, la deuda, el reconocimiento, la piedad, todas las virtudes, en una palabra, que honra la moral del honor, se impone como el modo de dominación más económico por ser el más conforme con la economía del sistema.

Es así como una relación social tan próxima, en apariencia, a una simple relación entre el capital y el trabajo, como es aquella que unía el amo a su khammes (especie de aparcero au quint que sólo recibía una parte muy pequeña de la cosecha, en general un quinto, con variantes locales), únicamente podía mantenerse gracias a una combinación o una alternancia de la violencia material y la violencia simbólica directa-mente aplicadas a la persona misma que se trataba de vincular. El amo podía retener a su khammes por una deuda que le obligaba a renovar su contrato mientras no encontrase un nuevo amo que estuviera dispuesto a abonar el montante de su deuda al antiguo patrono, es decir, indefi-nidamente. Podía también recurrir a medidas brutales, como el em-bargo de toda la cosecha para cubrir el montante de sus anticipos. Pero cada relación particular era el producto de estrategias complejas cuya eficacia dependía no sólo de la fuerza material y simbólica de las partes

15 Moses L. Finley muestra que la deuda, en ocasiones aprovechada para crear una situación de servidumbre, podía también servir para crear relaciones de so- lidaridad entre iguales (Finley, M. F., «La servitude pour dettes», en Revue d'his-

toire du droit francais et étranger, 4.' serie, XLIII, abril-junio 1965, num. 2, págs. 159-184).

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en presencia, sino también de su habilidad para movilizar al grupo sus-citando la conmiseración o la indignación. A riesgo de verse privado de lo que constituye frecuentemente el único beneficio procurado por la re-lación, es decir, para numerosos amos que, apenas más ricos que sus khammes, habrían tenido interés en cultivar por sí mismos su tierra, el estatus mismo de amo (o de no-khammes), el amo tenía interés en ma-nifestar las virtudes de su rango excluyendo de la relación «económica» cualquier otra garantía que no fuera la fidelidad exigida por el honor y tratando como a un asociado a su khammes que, por su parte, sólo pe-día entrar, con la complicidad de todo el grupo, en esta ficción intere-sada pero idónea para proporcionarle una representación honorable de su condición. Dada la ausencia de un auténtico mercado de trabajo y la escasez (el alto precio, por tanto) del dinero, el amo no podía servir me-jor a sus intereses que tejiendo día a día los lazos éticos y afectivos tanto como «económicos» que lo ligaban duraderamente a su khammes, a cambio de cuidados y atenciones incesantes: era él a menudo quien, para retenerlo, arreglaba el matrimonio de su khammes (o del hijo de éste) y quien lo instalaba, con su familia, en su propia casa; los niños, educados en común en la comunidad de bienes (rebaño, campos, etc.), se entera-ban a menudo de su condición sólo muy tardíamente. No era raro que un hijo del khammes partiera a trabajar a la ciudad como obrero asala-riado junto con uno de los hijos del propietario, al que entregaba sus ahorros. En suma, el amo sólo podía obtener de su khammes que se consagrara duraderamente a sus intereses en la medida en que lo aso-ciaba por entero a sus intereses, hasta el punto de enmascarar, negán-dola simbólicamente en todos sus comportamientos, la disimetría de la relación que lo unía a él: el khammes es aquél a quien uno confía sus bienes, su casa, su honor (como recuerda la fórmula «cuento contigo, asociado, yo voy a asociarme», que emplea el amo que parte a trabajar a la ciudad o a Francia); es aquel que «trata la tierra del mismo modo que el propietario» pues nada en la conducta de su amo le prohíbe re-conocer para sí derechos sobre la tierra que trabaja, y no es raro oír a un khammes apoyarse, bastante tiempo después de haber dejado a su «amo», en el sudor vertido, para coger unas frutas o penetrar en la propiedad. Y así como no se siente nunca liberado por completo de sus obligaciones hacia su antiguo amo, igualmente le puede reprochar a éste, después de lo que llama el «viraje», la «cobardía» que entraña abandonar a quien había «adoptado».

Las formas suaves y larvadas de violencia tienen tantas más posibilidades de imponerse como única forma de ejercer la do-minación y la explotación, cuanto más difícil y reprobada sea la explotación directa y brutal. Sería tan falso identificar esta eco-nomía esencialmente doble con su verdad oficial, como reducirla a su verdad «objetiva» viendo en la ayuda mutua una especie de

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prestación obligatoria, en el khammes una especie de esclavo, etc. El capital «económico» sólo actúa bajo la forma eufemizada del capital simbólico. Esta reconversión del capital, que es condición de su eficacia, nada tiene de automática: exige, además de un perfecto conocimiento de la lógica de la economía de la negación klénégation 1, unos cuidados incesantes y todo un trabajo, indis-pensable para establecer y mantener las relaciones, y también unas inversiones [investissements] importantes, tanto materiales como simbólicas —ya se trate de la asistencia política contra las agresiones, robos, ofensas e injurias, o de la asistencia econó-mica, a menudo muy costosa, en particular en caso de cares-tía—; y también la disposición (sincera) a ofrecer esas cosas que son más personales, más preciosas por tanto, que los bienes o el dinero, porque, como se suele decir, no pueden «ni prestarse ni tomarse en préstamo», como es el tiempo 16 —el que hay que to-marse para hacer esas cosas «que no se olvidan», porque están hechas como se debe, cuando se debe, «detalles», «gestos», «gen-tilezas»—. La autoridad es siempre percibida como una propie-dad de la persona, porque la violencia suave exige de aquél sobre el que se ejerce que se entregue por entero 17 .

La dominación suave es muy costosa para quien la ejerce. Y, en pri-mer lugar, lo es económicamente. Debido a que su acción se añadía a los obstáculos objetivos ligados a la debilidad de los medios de produc-ción y a la ausencia de instituciones «económicas», los mecanismos so-ciales que, imponiendo la represión del interés económico, tendían a ha-cer de la acumulación de capital simbólico la única forma reconocida de acumulación, bastaban, probablemente, para frenar, e incluso prohibir, la concentración de capital material 18 . Los más desahogados debían contar con el juicio colectivo, porque de él extraían su autoridad y, en particular, su poder de movilizar al grupo por o contra unos individuos o unos grupos; debían contar también con la moral oficial que les im-ponía no sólo las más fuertes participaciones en los intercambios cere-moniales, sino, además, las más pesadas contribuciones al manteni-

16 A quien «no sabe consagrarle a otro el tiempo que le debe» se le lanzan reproches: «Apenas has llegado y ya te estás marchando», «¿Nos dejas? Si nos acabamos de sentar...No hemos hablado todavía de nada».

17 La fides, como recuerda Benveniste, no es la «confianza» sino la «calidad propia de un ser que inspira confianza, y se ejerce en forma de autoridad protec-tora sobre quien confia en él» (Benveniste, E., op. cit. vol.!, págs. 117 y sigs.).

18 Y era, sin duda, excepcional que la asamblea estuviera obligada a interve -nir expresamente, como en cierto caso contado por Maunier, para conminar a alguien a «dejar de enriquecerse» (Maunier, R., Mélanges de sociologie nord afri-

caine, París, Alean, 1930, pág. 68).

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miento de los pobres, al alojamiento de los extranjeros o a la organización de las fiestas. Las cargas como la de t'amen, «responsable» o «garante» que representaba a su grupo en las reuniones de la asamblea de los hom-bres y en todas las circunstancias solemnes (recibiendo, por ejemplo, la parte que correspondía a su grupo durante el sacrificio colectivo), apenas eran disputadas o envidiadas, y no era extraño que los personajes más influyentes y más importantes de su grupo rehusaran esta función o pi-dieran ser rápidamente reemplazados: las tareas de representación y de mediación que incumbían al t'amen exigían, en efecto, mucho tiempo y esfuerzo. Aquéllos a quienes el grupo acredita con el nombre de «sa-bios» o de «grandes» y que, en ausencia de mandato oficial, se hallan investidos de una especie de delegación tácita de la autoridad del grupo, se deben (como se suele decir para expresar la obligación hacia sí mismo que implica una alta idea de sí mismo) a la apelación continua a los va-lores del grupo que éste reconoce oficialmente, tanto por su conducta ejemplar como por sus intervenciones expresas: son ellos quienes cuando dos mujeres del grupo llegaban a reñir debían separarlas, incluso pegar-les (si se trataba de viudas o si a los hombres de los que dependían les faltaba autoridad) o imponerles una multa; quienes, en caso de conflicto grave entre miembros de su clan, debían llamar a unos y a otros a la cor-dura, lo cual nunca puede hacerse sin dificultad y, en ocasiones, sin pe-ligro; quienes, en todas las situaciones que entrañan un conflicto entre los clanes (en caso de crimen, por ejemplo) se reunían en asamblea con el morabito para reconciliar a los antagonistas; a ellos, por último, in-cumbía la carga de proteger los intereses de los pobres y de los clientes, de hacerles obsequios con motivo de las colectas tradicionales, de en-viarles alimentos durante las fiestas, de prestar su ayuda a las viudas, de asegurar el matrimonio de los huérfanos, etc.

En resumidas cuentas, al no estar asegurada por una delega-ción oficialmente declarada e institucionalmente garantizada, la autoridad personal no puede perpetuarse duraderamente si no es a través de acciones que la reafirmen por su conformidad a los valores que reconoce el grupo 19 : los «grandes» pueden en menor

19 Los morabitos están en situación diferente, debido a que disponen de una delegación institucional en tanto que miembros de un cuerpo respetado de «fun-cionarios del culto» y a que se mantienen en un estatus separado —en particular, por medio de una endogamia suficientemente rigurosa y de todo un conjunto de tradiciones propias, como la reclusión de sus mujeres—. No obstante, aquéllos de los que se dice que, «semejantes al torrente, crecen en tiempo de tormenta», sólo pueden, como lo sugiere el dicho, sacar provecho de su función cuasi-institucio-nalizada de mediadores si encuentran en su conocimiento de las tradiciones y de las personas el medio de ejercer una autoridad simbólica que no existe más que por delegación directa del grupo: los morabitos sólo son, en la mayoría de los ca-sos, la coartada objetiva, la «puerta» como se dice, que permite a los grupos en conflicto ponerse de acuerdo sin perder prestigio.

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medida que nadie permitirse el tomar libertades con las normas oficiales, y deben pagar su aumento de valor con un incremento de conformidad a los valores del grupo. Mientras no se consti-tuya el sistema de mecanismos que aseguran con su propio mo-vimiento la reproducción del orden establecido, no les basta a los dominantes con dejar hacer al sistema que dominan, para ejer-cer duraderamente la dominación; les es necesario trabajar coti-diana y personalmente en la producción y reproducción de las condiciones siempre inciertas de la dominación. Al no poder contentarse con la apropiación de los beneficios de una máquina social todavía incapaz de encontrar en ella misma el poder de au-toperpetuación, están condenados a las formas elementales de dominación, es decir, a la dominación directa de una persona so-bre otra, cuyo límite es la apropiación personal, es decir, la escla-vitud; no pueden apropiarse del trabajo, los servicios, los bienes, los homenajes, el respeto de los otros sin «ganárselos» personal-mente, sin «vinculárselos», en suma, sin crear un lazo personal, de persona a persona. Operación fundamental de la alquimia so-cial, cuyo paradigma es el intercambio de dones, la transforma-ción de una especie cualquiera de capital en capital simbólico, posesión legítima fundada en la naturaleza de su poseedor, su-pone siempre una forma de trabajo, un gasto visible (sin que sea necesariamente ostensivo) de tiempo, dinero y energía, una re-distribución necesaria para asegurar el reconocimiento de la dis-tribución, bajo la forma del reconocimiento otorgado por aquel que recibe a quien, mejor situado en la distribución, está en si-tuación de dar, reconocimiento de deuda que es también reco-nocimiento de valor.

Se puede observar que, desafiando los usos simplistas de la distinción entre la infraestructura y la superestructura 20, los me-canismos sociales que aseguran la producción de los habitus conformes forman parte integrante, aquí como en otras partes, de las condiciones de reproducción del orden social y del aparato de producción mismo, que no podrían funcionar sin las disposi-ciones que el grupo inculca y refuerza continuamente, y que ha-cen impensables unas prácticas que la economía desencantada del

20 El pensamiento en términos de «instancias» debe su casi inevitable éxito social al hecho de que, como lo mostraría el análisis más elemental de los usos, permite movilizar con unos fines clasificatorios y aparentemente explicativos toda la simbólica tranquilizadora de la arquitectura, estructura por supuesto, y, por tanto, infraestructura y superestructura, pero también fondo, fundación, funda-mento, base, sin olvidar los inimitables peldaños (en profundidad) de Gurvitch.

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«interés totalmente desnudo» hará aparecer como legítimas o, incluso, como evidentes. Pero el peso particularmente grande que corresponde a los habitus y a sus estrategias en la instauración y la perpetuación de relaciones duraderas de dominación es toda-vía un efecto de la estructura del campo: al no ofrecer las condi-ciones institucionales de la acumulación de capital económico o de capital cultural (que desalienta, incluso expresamente, me-diante una censura que impone el recurso a formas eufemizadas de poder y de violencia), este orden económico hace que las es-trategias orientadas hacia la acumulación de capital simbólico que se observan en todas las formaciones sociales, sean en este caso las más racionales, por ser las más eficaces en los límites de las constricciones inherentes al universo. Es en el grado de objeti-vación del capital donde reside el fundamento de todas las dife-rencias pertinentes entre los modos de dominación: los universos sociales donde las relaciones de dominación se hacen, deshacen y rehacen en y mediante la interacción entre las personas, se opo-nen a las formaciones sociales donde, mediatizadas por unos me-canismos objetivos e institucionalizados como el «mercado au-torregulado» (self-regulating market) en el sentido de Karl Polanyi, el sistema de enseñanza o el aparato jurídico, tienen la opacidad y la permanencia de las cosas que escapan a las tomas de consciencia y de poder individuales.

La oposición entre unos universos de relaciones sociales que, por no guardar en sí mismos el principio de su reproducción, sólo pueden sub-sistir al precio de una verdadera creación continua, y un mundo social que, movido por su propia vis insita, dispensa a los agentes de ese tra-bajo incesante e indefinido de instauración o de restauración, encuentra su expresión directa en la historia o la prehistoria del pensamiento so-cial. «Para Hobbes —escribe Durkheim— es un acto de voluntad lo que da nacimiento al orden social y es un acto de voluntad perpetuamente renovado lo que le sirve de soporte» 21 . Y todo permite suponer que la

21 Durkheim, E., Montesquieu et Rousseau précurseurs de la sociologie, Pa-rís, Rivitre et Cía., 1953, págs. 195-197. La correspondencia con la teoría carte-siana de la creación continua es perfecta. Y cuando Leibniz, criticando a ese Dios que está condenado a mover el mundo «como el carpintero mueve su hacha o como el molinero dirige la rueda desviando las aguas o dirigiéndolas hacia la no-ria» (Leibniz, G. W., De Ipse Natura. Opuscula philosophica selecta, París, Boi-vin, 1939, pág. 92), opone al mundo cartesiano, incapaz de subsistir sin asistencia continua, un mundo físico dotado de una vis propria, anuncia la crítica de toda forma de rechazo del reconocimiento de una «naturaleza» al mundo social, es de-cir, una necesidad inmanente, que sólo encontrará su expresión mucho más tarde

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ruptura con esta visión artificialista, que es condición de la aprehensión científica, no podía efectuarse antes de que fueran constituidos, en rea-lidad, los mecanismos objetivos como el self-regulating market que, como subraya Polanyi, permitía imponer la creencia en el determinismo 22 .

La objetivación en unas instituciones garantiza la permanen-cia y la acumulación de las adquisiciones, tanto materiales como simbólicas, que pueden subsistir sin que los agentes tengan que recrearlas continua e integralmente mediante una acción ex-presa; pero, debido a que los beneficios asegurados por estas ins-tituciones son objeto de una apropiación diferencial, aquélla tiende también a asegurar, inseparablemente, la reproducción de la estructura de la distribución del capital que, bajo sus diferentes especies, es la condición de esta apropiación y, al mismo tiempo, la reproducción de la estructura de las relaciones de dominación y de dependencia.

Paradójicamente, es la existencia de campos relativamente autónomos, funcionando según mecanismos rigurosos y capaces de imponer a los agentes su necesidad, lo que permite que los de-tentadores de los medios para dominar esos mecanismos y apro-piarse de los beneficios materiales o simbólicos producidos por su funcionamiento, puedan ahorrarse unas estrategias orientadas expresa y directamente hacia la dominación de las personas. Se trata, en efecto, de una economía, pues las estrategias tendentes a instaurar o mantener unas relaciones duraderas de dependen-cia de persona a persona son, ya lo hemos visto, extremadamente costosas, lo que hace que el medio se coma al objetivo y que las acciones necesarias para asegurar la duración del poder contri-buyan a su fragilidad. Hay que gastar fuerza para producir De-recho, y ocurre que una gran parte de la fuerza se consume en ello 23 .

(es decir, más precisamente en la introducción a los Principios de la filosofia del Derecho de Hagel).

22 La existencia de mecanismos capaces de asegurar la reproducción del or-den político de toda intervención expresa inclina, a su vez, a aceptar una defini-ción estrecha de la política y de las prácticas orientadas hacia la adquisición o la conservación del poder que excluye tácitamente la competición por el dominio de los mecanismos de reproducción. Así es como, cuando se propone a modo de objeto principal —como en la actualidad eso que se denomina «ciencia polí-tica»— la esfera de la política legítima, la ciencia social retoma por su cuenta el objeto preconstituido que le impone la realidad.

23 Se ha indicado a menudo que la lógica que convierte la redistribución de los bienes en condición de la perpetuación del poder tiende a frenar o a impedir

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El pundonor es política en estado puro. Lleva a acumular ri-quezas materiales que no encuentran su justificación «en sí mis-mas», es decir, en su función «económica» o «técnica», y que, en última instancia, pueden ser totalmente inútiles, como los obje-tos intercambiados en numerosas economías arcaicas, pero que valen como instrumentos de demostración del poder mediante la mostración —lo que Pascal llama «la muestra»—, como capital simbólico capaz de contribuir a su propia reproducción, es decir, a la reproducción y a la legitimación de las jerarquías en vigor. En tal contexto la acumulación de riquezas materiales sólo es un medio entre otros de acumular poder simbólico como poder para hacer reconocer el poder: el gasto que podemos denominar de-mostrativo, por oposición a «productivo» (lo que hace decir «gratuito» o «simbólico») representa, al mismo título que cual-quier otro título visible de los signos de riqueza reconocidos en la formación social considerada, una especie de auto-afirmación legitimadora por la que el poder se da a conocer y reconocer. Afirmándose de manera visible, pública, y haciéndose aceptar como poseedor del derecho a la visibilidad, por oposición a todos los poderes ocultos, disimulados, secretos, oficiosos, vergonzo-sos, inconfesables (como los de la magia maléfica) y, en conse-cuencia, censurados, el poder se arroga, esta forma elemental de institucionalización que es la oficialización. Pero sólo la plena institucionalización puede permitir, si no ahorrarse por com-pleto la «muestra» al menos no depender completamente de ella para obtener la creencia y la obediencia de los otros y para mo-vilizar su fuerza de trabajo o su fuerza de combate: y todo per-mite suponer que, como en el caso del feudalismo según Georges Duby, la acumulación de capital «económico» se hace posible cuando aparece la posibilidad de asegurar la reproducción del ca-pital simbólico de manera duradera y al menor coste, y de con-tinuar la guerra propiamente política por el rango, la distinción, la preeminencia, mediante otros medios, más «económicos». La institucionalización sustituye las relaciones entre unos agentes indisociables de las funciones que desempeñan y que sólo pue-den perpetuar entregándose por entero y sin cesar, por las rela-ciones estrictamente establecidas y jurídicamente garantizadas entre posiciones reconocidas, definidas por su rango en un espa-

la acumulación primitiva del capital económico y la aparición de la división en clases (Cf., por ejemplo, Wolf, E., Sons of the Shaking Earth, Chicago, Chicago LJ.P., 1959, pág. 216).

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cio relativamente autónomo de posiciones y que tienen su propia existencia, distinta e independiente de sus ocupantes actuales y potenciales, ellos mismos definidos por unos títulos que, como los títulos de nobleza, los títulos de propiedad o los títulos esco-lares, les autorizan a ocupar estas posiciones 24 . Por oposición a la autoridad personal, que no puede ser delegada ni transmitida hereditariamente, el título, en tanto que medida de rango o de

orden, es decir, en tanto que instrumento formal de evaluación de la posición de los agentes en una distribución, permite estable-cer unas relaciones de equivalencia (o de conmensurabilidad) casi perfecta entre unos agentes definidos como pretendientes a la apropiación de una clase particular de bienes, propiedades in-muebles, dignidades, cargos, privilegios, y esos bienes, ellos mis-mos clasificados, regulando así de manera duradera, las relacio-nes entre esos agentes desde el punto de vista de su orden legítimo de acceso a los bienes y a los grupos definidos por la propiedad exclusiva de esos bienes. Así, por ejemplo, al dar el mismo valor a todos los detentadores del mismo título y hacerlos así sustitui-bles, el sistema de enseñanza reduce al máximo los obstáculos para la circulación del capital cultural que se derivan del hecho de que esté incorporado a un individuo singular (sin suprimir, no obstante, los beneficios asociados a la ideología carismática de la persona irremplazable 25 );

permite relacionar el conjunto de los detentadores de títulos (y también, negativamente, el conjunto de los desprovistos de ellos) con un mismo patrón, instaurando así un mercado unificado de todas las capacidades culturales y ga-rantizando la convertibilidad en moneda del capital cultural adquirido a cambio de un gasto determinado de tiempo y tra-bajo. El título escolar, como la moneda, tiene un valor conven-cional, formal, jurídicamente garantizado, libre, por tanto, de las

24 Una historia social de la noción de título, de la que el título nobiliario o el

escolar son casos particulares, debería mostrar las condiciones sociales y los efec-tos del paso de la autoridad personal (por ejemplo, la gratis, consideración, in-fluencia, de los romanos) al título o, si se quiere, del honor al jus honorum: así, en Roma, al definir el uso de los títulos (por ejemplo, eques romanus) una dig-

nit itas, como posición oficialmente reconocida en el Estado (por oposición a una simple cualidad personal), se encuentra progresivamente sometida —como el uso de los insignia—

a los controles minuciosos del uso o del Derecho (Nicolet, Cl., L'ordre équestre á l'époque républicaine, 1, «Définitions juridiques et structures sociales», París, 1966, págs. 236-241).

25 Medida de rango, que indica la posición de un agente en la estructura de la distribución del capital cultural, el título escolar es socialmente percibido como garantía de la posesión de una determinada cantidad de capital cultural.

limitaciones locales (a diferencia del capital cultural no escolar-mente certificado) y de las fluctuaciones temporales: el capital cultural que de alguna manera es así garantizado de una vez por todas no necesita ser continuamente corroborado. La objetiva-ción que efectúa el título y, más generalmente, todas las formas de «poderes» (credentials), en el sentido de «prueba escrita de cualificación que confiere crédito o autoridad», es inseparable de la que asegura el Derecho cuando garantiza unas posiciones per-manentes, independientes de los individuos biológicos que recla-man y susceptibles de ser ocupadas por agentes biológicamente diferentes aunque intercambiables bajo el punto de vista de los títulos que deben detentar. Desde ese momento, las relaciones de poder y dependencia no se establecen ya directamente entre per-sonas; se instauran, en la objetividad misma, entre instituciones, es decir, entre títulos socialmente garantizados y puestos social-mente definidos y, a través de ellos, entre los mecanismos socia-les que producen y garantizan el valor social de los títulos y los puestos, y la disposición de esos atributos sociales entre los indi-viduos biológicos.

El Derecho no hace más que consagrar simbólicamente, me-diante un registro que eterniza y universaliza, el estado de la re-lación de fuerzas entre los grupos y las clases que el funciona-miento de esos mecanismos produce y garantiza en la práctica. Por ejemplo, registra y legitima la distribución entre la función y la persona, entre el poder y su detentador, al mismo tiempo que la relación que se establece en un momento dado del tiempo en-tre los títulos y los puestos (en función del bargaining power de los vendedores y compradores de fuerza de trabajo cualificada, es decir, escolarmente garantizada) y que se materializa en una dis-tribución determinada de los beneficios materiales y simbólicos atribuidos a los detentadores (o no detentadores) de títulos. Así, aporta la contribución de su fuerza propia, es decir, propiamente simbólica, a la acción del conjunto de mecanismos que permite ahorrarse la reafirmación continua de las relaciones de fuerza por el uso declarado de la fuerza.

El efecto de legitimación del orden establecido no incumbe solamente, como vemos, a los mecanismos tradicionalmente considerados como pertenecientes al orden de la ideología, como el Derecho. El sistema de producción de bienes culturales o el sistema de producción de los productores desempeñan por aña-didura, es decir, por la lógica misma de su funcionamiento, unas funciones ideológicas, debido a que los mecanismos por los que

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contribuyen a la reproducción del orden social y a la permanen-cia de las relaciones de dominación permanecen ocultos. Como se ha mostrado en otro lugar, el sistema de enseñanza contribuye a proporcionar a la clase dominante una «teodicea de su propio privilegio» no tanto a través de las ideologías que produce o que inculca, sino, más bien, a través de la justificación práctica del orden establecido que proporciona disimulando bajo la relación patente entre los títulos y los puestos que garantiza la relación que registra subrepticiamente, bajo apariencia de igualdad formal, entre los títulos obtenidos y el capital cultural heredado, es decir, a través de la legitimación que así aporta a la transmisión de esta forma de herencia. Los efectos ideológicos más seguros son aque-llos que para ejercerse no precisan palabras sino dejar hacer, y un silencio cómplice 26 .

Si es cierto que la violencia simbólica es la forma suave y lar-vada que toma la violencia cuando la violencia declarada resulta imposible, se comprende que las formas simbólicas de domina-ción hayan languidecido progresivamente, a medida que se cons-tituían los mecanismos objetivos que, haciendo inútil el trabajo de eufemización, tendían a producir las disposiciones «desencan-tadas» que exigía su desarrollo 27 . Se comprende también que el desarrollo de las fuerzas de subversión y de crítica que las formas más brutales de la explotación «económica» han suscitado, y la revelación de los efectos ideológicos y prácticos de los mecanis-

26 Es decir, que todo análisis de las ideologías en el sentido estricto de dis-curso de legitimación, que no contenga un análisis de los mecanismos institucio-nales correspondientes, se expone a no ser más que una contribución suplemen-taria a la eficacia de esas ideologías: es el caso de todos los análisis internos (semiológicos) de las ideologías políticas, escolares, religiosas o artísticas, que ol-vidan que la función política de estas ideologías puede, en determinados casos, reducirse al efecto de desplazamiento y desvío, de disimulación y legitimación que producen al reproducir, por defecto, por omisión, en sus silencios voluntaria o involuntariamente cómplices, los efectos de los mecanismos objetivos. Es el caso, por ejemplo, de la ideología carismática (o meritocrática), forma particular del don del «don», que explica las posibilidades diferenciales de acceso a los títulos por la desigualdad de los dones naturales, reforzando así el efecto de los mecanis-mos que disimulan la relación entre los títulos obtenidos y el capital cultural he- redado.

27 En la lucha ideológica entre los grupos (clases de edad o clases sexuales, por ejemplo) o las clases sociales por la definición de la realidad, a la violencia sim-bólica, como violencia no reconocida pnéconnuel y reconocida, legítima por tanto, se opone la toma de consciencia de lo arbitrario que desposee a los dominantes de una parte de su fuerza simbólica aboliendo el no-reconocimiento [Méconnais-

sanee].

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mos que aseguran la reproducción de las relaciones de domina-ción, determinen un retorno a modos de acumulación fundados en la conversión del capital económico en capital simbólico, como todas las formas de redistribución legitimadora, pública (política «social») o privada (financiamiento de fundaciones «desintere-sadas», donación a hospitales, a instituciones escolares y cultu-rales, etc.) mediante las cuales los dominantes se aseguran un ca-pital de «crédito» que parece no deber nada a la lógica de la explotación 28 , o, incluso, el atesoramiento de bienes de lujo que atestigua el gusto y la distinción de su poseedor. La negación [dé-négationl de la economía y del interés económico que, en las so-ciedades precapitalistas, se ejercía en primer lugar sobre el te-rreno mismo de las transacciones «económicas», de donde ha sido necesario excluirlo para constituir como tal «la economía», en-cuentra así su refugio predilecto en el ámbito del arte y de la «cultura», lugar del consumo puro, de dinero por supuesto, pero también de tiempo, islote sagrado que se opone de manera osten-tosa al universo profano y cotidiano de la producción, refugio de la gratuidad y del desinterés que propone, como en otros tiempos lo hacía la teología, una antropología imaginaria obtenida gracias a la negación [dénégation] de todas las negaciones que efectúa realmente «la economía».

28 No fue un sociólogo sino un grupo de industriales americanos el que, para dar cuenta del efecto de los «relaciones públicas», forjó la «teoría de la cuenta bancaria», que «exige que se hagan depósitos regulares y frecuentes al Banco de la opinión pública (Bank of Public Good-Will) para poder así extender cheques de esa cuenta cuando sea necesario» (citado por Mac Kean, D., Party and Pres-sure Politics, Nueva York, Houghton Mifflin Company, 1944). Se puede consul-tar también Gable, R. W., «N.A.M.: Influential lobby or kiss of death?», en The Journal of Politics, vol. 15, núm. 2, mayo 1953, pág. 262 (sobre los modos dife-rentes de acción de la N.A.M., acción sobre el gran público, acción sobre los edu-cadores, los eclesiásticos, los líderes de clubes femeninos, los líderes agrícolas, etc.) y Turner, H. A., «How preasure groups operate», en The Annals of the American Academy of Political and Social Science, vol. 31, septiembre 1958, págs. 63-72 (sobre la manera como la organización se eleva por sí misma en la estima del pú-blico y condiciona las actitudes de cara a crear un estado de opinión pública tal que el público acoja favorablemente los programas deseados por el grupo).

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