Pérez Reverte. El Misterio Del Clavo y La Calavera
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El misterio del clavo y la calavera
Arturo Pérez Reverte – XL Semanal – 5 / 4 / 2.010.
Hace tiempo que no hablamos de cine. Ustedes y yo, quiero decir. Una vez
les prometí una lista de mis películas del Oeste favoritas. No lo olvido, y todo se
andará. Hace poco, sin ir más lejos, vi de nuevo Sin perdón -ya es la sexta o
séptima vez- y no me abalancé a besar en la boca a Clint Eastwood porque no
lo tengo a mano. Recuerdo bien cuando, en fechas todavía recientes, muchos
que ahora babean con el amigo Eastwood colocándole la socorrida etiqueta de
imprescindible, lo ponían de fascista y actor barato para arriba por Harry el
sucio, El sargento de hierro y cosas así. Como a John Wayne, hace tiempo. O
a John Ford. Los muy gilipollas.
Pero hoy quisiera hablarles de otro cine. Alguna vez conté en esta página
que apenas veo la tele; y que cuando estoy en casa me calzo una película en
deuvedé después de comer y otra por la noche. A ese ritmo, ya pueden
imaginar lo que cae: los atracones que me pego, con películas y series de la
tele. Hace unos días liquidé la tercera temporada de Deadwood y la cuarta
de The Wire, y ya me gotea el colmillo esperando, con el ansia de un niño al
acecho de los Reyes Magos, la nueva serie bélica Pacific; que sólo espero
esté, como mínimo, a la altura de su extraordinaria predecesora Hermanos de
sangre.
La que vi ayer, por quinta o séptima vez, no tiene relación con las que
acabo de mencionar. Es otro cine. Otro mundo. Y de aquí, por más señas. En
riguroso blanco y negro. Rodada entre 1943 y 1944. Hay una docena de
películas españolas realizadas entre los años treinta y los cincuenta a las que
tengo especial devoción: María de la O -la de Carmen Amaya, ojo, no confundir
con la de Lola Flores-, Mi tío Jacinto y Calle Mayor, por ejemplo. También Rojo
y Negro, una singularísima película maldita sobre la Guerra Civil, sombría y
demoledora, que comentaré con más detalle en otra ocasión, pues merece un
artículo completo. Y, por supuesto, El clavo. Esa obra maestra de Rafael Gil. La
que hoy me hace teclear estas líneas.
El clavo pudo haberla firmado cualquiera de los buenos directores que
pasaron por Hollywood. Su guión, sólido e interesante, con diálogos de
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Eduardo Marquina, era una adaptación de la novelita del mismo título de Pedro
Antonio de Alarcón, y en aquel momento fue una película cuidada y carísima,
donde la productora Cifesa echó el resto: gran superproducción para su época,
resultó un pelotazo de taquilla en España e Hispanoamérica. Historia de amor
viajero que se convierte en trama policíaca y acaba en melodrama romántico,
ambientada en la segunda mitad del siglo XIX, El clavo fue muy dignamente
interpretada por el galán de moda Rafael Durán -más tarde, ya en decadencia,
doblador de la voz de Cary Grant- en el papel del juez Zarco, y por la entonces
rutilante estrella cinematográfica Amparito Rivelles en la piel de la misteriosa,
joven y trágica Gabriela. Con el valor añadido de secundarios de lujo como el
enorme, entrañable, inmenso Juan Espantaleón, que bordó el papel de
secretario de juzgado con su espléndida humanidad. Fotografiado todo ello de
manera extraordinaria por el gran Alfredo Fraile -inolvidable ese asombroso
traveling aéreo de la escena del carnaval-, quien siempre sostuvo que, de las
87 películas en la que intervino como cámara, El clavo era el título del que
estaba más orgulloso.
He vuelto a verla, como digo, en el deuvedé -antes la tenía en vídeo- de
una interesante colección del cine de Cifesa que incluye treinta años de cine
español: desde películas soberbias como Nobleza baturra, Currito de la Cruz -
la buena-, Malvaloca o Morena Clara -qué delicia ver en formato moderno a
Imperio Argentina, Alfredo Mayo, Miguel Ligero o Manuel Luna- hasta
histriónicos panfletos como Agustina de Aragón o La leona de Castilla, con la
insoportable Aurora Bautista, o torpes camelos como A mí la legión: disparate
bélico-patriotero, éste, que no resiste una comparación con aquella estupenda
La bandera, francesa, que protagonizó Jean Gabin sobre el texto de Pierre
MacOrlan. Pero cine español todo él, a fin de cuentas. Y, pese a las
imperfecciones del momento, reflejo de una época, unos gustos y unos
espectadores. Aun así, El clavo queda muy por encima de todo eso: es hoy, en
esencia, una estupenda película. Un folletín decimonónico clásico, policíaco y
sentimental, felizmente rescatado para que nuevas generaciones de
espectadores puedan comprobar, mirando hacia atrás con buena voluntad, que
ni siquiera los años oscuros, el cine del régimen, la censura y el control
ideológico anularon por completo el talento de los grandes contadores de
historias.
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