PERCONTARI N6: La ignorancia

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1 PERCONTARI La ignorancia Año 2 • Nº 6 • Santa Cruz de la Sierra, Bolivia • agosto 2015 Revista del Colegio Abierto de Filosofía

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Un vacío infatigable Si, como ha sostenido Epicteto, la filosofía surge cuando nos percatamos de nuestra propia debilidad e impotencia, es fundamental que reconozcamos limitaciones en el campo del conocimiento. Somos criaturas que, aunque lo anhelemos, no tendremos la dicha (o desventura) de contar con todas las respuestas. Es una condición que no dejará de acompañarnos mientras agotemos la vida. Podemos recurrir al autoengaño, creernos descomunales mentiras sobre competencias personales, destrezas e ingenio; sin embargo, la realidad nos abofeteará en cualquier momento. Jamás podremos librarnos de preguntas que desnuden cuán monstruosa es nuestra ignorancia. Poco interesa un fenómeno tan corriente como el de la vanidad, pues un gran amor propio no es idóneo para volvernos sobrehumanos. Lo sensato es aprender a lidiar del mejor modo posible con esa particularidad, evitando miserias y exageraciones. Porque, incluso teniendo móviles muy nobles, se pueden cometer auténticas tonterías.

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PERCONTARI

La ignorancia

Año 2 • Nº 6 • Santa Cruz de la Sierra, Bolivia • agosto 2015

R e v i s t a d e l C o l e g i o A b i e r t o d e F i l o s o f í a

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EDITORIAL

Un vacío infatigable

Si, como ha sostenido Epicteto, la filosofía surge cuando nos percatamos de nuestra propia debilidad e impotencia, es fun-

damental que reconozcamos limitaciones en el campo del conoci-miento. Somos criaturas que, aunque lo anhelemos, no tendremos la dicha (o desventura) de contar con todas las respuestas. Es una condición que no dejará de acompañarnos mientras agotemos la vida. Podemos recurrir al autoengaño, creernos descomunales mentiras sobre competencias personales, destrezas e ingenio; sin embargo, la realidad nos abofeteará en cualquier momento. Jamás podremos librarnos de preguntas que desnuden cuán monstruosa es nuestra ignorancia. Poco interesa un fenómeno tan corriente como el de la vanidad, pues un gran amor propio no es idóneo para volvernos sobrehumanos. Lo sensato es aprender a lidiar del mejor modo posible con esa particularidad, evitando miserias y exageraciones. Porque, incluso teniendo móviles muy nobles, se pueden cometer auténticas tonterías.

Montaigne criticaba el mero acumulamiento de información, saberes o conocimientos. La erudición no lo cautivaba; esa manía de atiborrar una mente con datos diversos, desde básicos has-ta totalmente inútiles, le parecía reprochable. Aclaro que no lo afirmaba un troglodita, menos todavía una persona renuente al contacto con los libros; por el contrario, la lectura fue siempre uno de sus hábitos principales. Su malestar se presentaba cuando analizaba los despropósitos de un sistema educativo que, como sucede aún hoy, priorizaba la cantidad en lugar del nivel, calidad o provecho ligado al aprendizaje. Para el célebre autor de los Ensayos, esa vía seguida por numerosos profesores no podía sino resultar desastrosa. Así, se apreciaba el acto de conocer, pero era necesario llevarlo a cabo con mayor inteligencia.

Aun cuando los combates librados en contra de la ignorancia sean infinitos, no cabe abandonar su realización. Pasa que la le-janía de un destino es insuficiente para descartar su conquista. Debe hacerse lo posible por comprender mejor esa realidad del hombre, ese vacío que nunca podrá llenarse, pero cuya existen-cia puede servir para desafiarnos a diario, permitiendo nuestro crecimiento. En este número de la revista, mediante ideas tan va-riadas cuanto interesantes, se intenta realizar un aporte al debate sobre tal asunto. Una vez más, tratamos de incitarlo a reflexionar, persuadirlo del beneficio que traen consigo estas labores. No ignoramos la posibilidad de fracasar en dicho cometido; empero, estimado lector, preferimos correr ese riesgo a mantenernos en el silencio más descerebrado.

E. F. G.

ColegioAbierto deFilosofía

Percontari es una revista del Colegio Abierto de Filosofía.

Filosofar significa estar en camino. Sus preguntas son más esenciales que sus respuestas y toda respuesta se convierte en nueva pregunta.

Karl Theodor Jaspers

DirecciónEnrique Fernández García

Consejo EditorialH. C. F. Mansilla

Roberto Barbery AnayaBlas Aramayo Guerrero

Alejandro Ibáñez MurilloAndrés Canseco Garvizu

IlustraciónJuan Carlos Porcel

Seguimiento editorialGente de Blanco

DL: 8-3-39-14

Colaboran en este númeroAlfonso Roca Suárez

Juan Marcelo Columba-Fernández Andrés Canseco GarvizuMario Mercado Callaú

Gustavo Pinto MosqueiraCarolina Pinckert CoimbraLuis Christian Rivas Salazar

Pablo Antonio Sanjinés RojasChristian Canedo

Marco Antonio Del Río RiveraRoberto Barbery Anaya

María Claudia Salazar Oroza

facebook.com/colegioabiertodefilosofia

[email protected]

Con el apoyo de:

Instituto de Ciencia, Economía, Educación y Salud

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Sin lugar a dudas, el aporte de las ciencias naturales a nuestro conocimiento del

mundo, en especial durante los últimos años, ha sido impresionante. De ahí que la ciencia se haya convertido en la forma de adquirir conocimiento con mayor prestigio en nuestros días. Lamentablemente, algunos miembros de la comunidad científica ven ese éxito como excusa suficiente para divorciarse de su madre: la filosofía. No obstante, este rechazo por la disciplina, cuyo origen se remonta a la Antigua Grecia, está basado en un completo descono-cimiento de la función que cumple la filosofía en el avance del conocimiento. A continuación, mientras revisamos la importancia de conocer la propia ignorancia, examinaremos la relación entre filosofía y ciencia.

Entre las obras de Platón, podemos encontrar una historia que, a pesar de haber sido escrita hace más de dos milenios, posee una enseñanza completamente válida en nuestros días. En ese relato, el oráculo de Delfos dijo que Sócrates era el hombre más sabio del mundo. Resulta interesante preguntarse qué es lo que hace que ese hombre, a quien se acredita la famosa frase “solo sé que no sé nada”, sea el más sabio. Con un toque de ironía, esta historia nos enseña que el más sabio entre los homo sapiens no es necesariamente aquel que sabe más, sino más bien quien es capaz de reconocer su propia ignorancia.

Ahora bien, es cierto que aquellos que vivi-mos en esta época somos testigos privilegiados de un periodo muy importante para la humani-dad. El conocimiento científico, especialmente

durante el último siglo, ha crecido de manera exponencial, lo que ha dado frutos tecnológi-cos impresionantes que han revolucionado el mundo por completo: el desciframiento del genoma humano, viajes al espacio, la invención de los antibióticos o la electrónica son unos pocos ejemplos. Este éxito ha dado lugar para que las mentes brillantes que se encuentran a la vanguardia del emprendimiento científico sean consideradas por algunos como sobrehumanas. Parecería que estos héroes han dejado atrás los atavíos de la ignorancia, que pesan sobre los hombros del resto de nosotros, y se han revestido con una bata blanca de superioridad y sabiduría. Más aún, la disciplina que repre-sentan, la ciencia, ha sido laureada con una autoridad casi sagrada. De ahí que muchos de estos individuos reciban mucha atención por parte de los medios de comunicación y, gracias a la popularidad de la que gozan, hayan sido encomendados con la tarea de guiar la sociedad por el camino del conocimiento.

El problema surge cuando los expertos cavan tan profundo en su área de especialización que llega un momento en el que ya no pueden ver a su alrededor. Su propia erudición los ha cegado de otras formas de juicio y los ha dejado ente-rrados en una fosa de ignorancia. Cabe señalar que la posibilidad de criticar otras disciplinas nunca resulta en vano; sin embargo, lo que es correctamente reprochable es atacar el ejercicio del propio pensamiento crítico, que es lo que estos hombres hacen al rechazar la disciplina que se encarga de analizar hasta nuestras creen-cias más profundas. Veamos a qué me refiero.

Cuando los que sabenignoran

Alfonso Roca Suárez

El hombre que declara no tener necesidad de la filosofíaes el más apto para ser engañado por ella.

William Lane Craig

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Con seguridad, Stephen Hawking, cosmó-logo y físico teórico, también conocido por su rara enfermedad degenerativa neuromuscular que lo tiene confinado a una silla de ruedas, es el científico con vida más famoso del mundo. En el primer capítulo de su libro El gran dise-ño, esta eminencia de la física escribió que “la filosofía ha muerto […], no se ha mantenido al corriente de los desarrollos modernos de la ciencia, en particular de la física. Los científicos se han convertido en los portadores de la an-torcha del descubrimiento en nuestra búsqueda de conocimiento”.

Para comenzar, ¿de qué manera piensa ese profesor de la Universidad de Cambridge justificar su postura? Irónicamente, “la filoso-fía ha muerto” es un enunciado filosófico. Sin darse cuenta, nuestro afamado físico ha hecho uso –uno muy malo, por cierto– de lo que él mismo tacha de extinto. Dicho de otra manera, al haberse provisto de la filosofía para tratar de liquidar a la filosofía, Hawking se contradice a sí mismo y cae en error básico de lógica –disci-plina que, a propósito, pertenece a la filosofía–.

Luego de declararla muerta, Stephen Haw-king y Leonard Mlodinow, coautor del libro en cuestión, en los siguientes capítulos, nos plantean toda una serie de posturas filosófi-cas radicales, entre las que está una que ellos mismos denominan “realismo dependiente del modelo”. La idea básica detrás de esta posición es que “el propio universo no tiene […] una existencia independiente”; en otras palabras, nunca podremos llegar a conocer la realidad tal y como es, pues no existe tal cosa como una realidad objetiva. Lo único que podemos aspi-rar a hacer es crear modelos sobre el mundo, de los cuales algunos nos resultarán convenientes y otros, no tanto. Por ejemplo, para quienes adopten una teoría geocéntrica, la Tierra girará alrededor del Sol. En cambio, si tu teoría de preferencia es heliocéntrica, entonces será la Tierra la que se mueve. Dado que los modelos arrojan las mismas predicciones, “no podemos decir que uno sea más real que el otro”. No po-demos pasar por alto el hecho de que esto no es un postulado científico, sino más bien una

postura filosófica muy especulativa llamada pluralismo ontológico.

Los autores del gran diseño no están solos en esta rebelión juvenil. Por su parte, el astrofísico y divulgador científico Neil deGrasse Tyson, presentador de la nueva versión de la serie documental Cosmos, escrita originalmente por Carl Sagan, ha hecho público su menosprecio por la filosofía en repetidas ocasiones. En The Poetry of Science, una conversación que tuvo con el biólogo evolutivo Richard Dawkins, un miembro del público le preguntó al astrofísico qué pensaba de las declaraciones hechas por Stephen Hawking sobre la filosofía. Con toda confianza, DeGrasse respondió que, a princi-pios del siglo XX, ya hubo dos descubrimien-tos que enterraron a los filósofos: la mecánica cuántica y la expansión del universo. De acuer-do con él, “cada uno de ellos cae tan lejos de lo que se puede deducir desde el sillón que toda la comunidad de los filósofos, que previamente habían hecho aportes importantes al pensa-miento de los científicos físicos, se ha vuelto básicamente obsoleta”. En pocas palabras, el director del planetario de Nueva York piensa que la filosofía es obsoleta porque no ha hecho ningún descubrimiento científico en el último siglo.

Como es de esperarse, ese tipo de declaracio-nes públicas produjo toda una serie de críticas. En su blog Scientia Salon, Massimo Piglucci, doctor en botánica y filosofía de la ciencia de la Universidad de la Ciudad de Nueva York, se da el trabajo de responder en detalle a quienes, entre ellos DeGrasse y los autores menciona-dos anteriormente, desconocen la relación que existe entre la filosofía y la ciencia. Para los propósitos de este texto, basta con subrayar dos ideas. Primeramente, decir que la filosofía es obsoleta porque no ha hecho aportes a la física es tan absurdo como decir que la contabilidad carece de utilidad porque no nos ha dicho que los neutrinos tienen masa. La falacia aquí está en pensar que el descubrimiento empírico, cuya competencia pertenece a la ciencia, sea el criterio correcto para evaluar la utilidad de otras disciplinas. En segundo lugar, el progreso en la filosofía se da de una manera diferente.

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La filosofía se encarga de analizar los aspectos conceptuales y teoréticos con los que otras dis-ciplinas trabajan. De esta manera, la filosofía busca entender cómo funciona la ciencia y refinar sus métodos. Me pregunto si DeGrasse leyó alguna vez un tratado de epistemología o filosofía de la ciencia.

A propósito, tal vez el físico teórico Laurence Krauss tenga algo que decir. En una entrevista publicada en The Atlantic, Krauss afirma que la filosofía de la ciencia “no tiene ningún im-pacto en la física”. Es más, de acuerdo con él, “las únicas personas […] que leen el trabajo de filósofos de la ciencia son otros filósofos de la ciencia”. Él mismo, no siendo un filósofo de la ciencia, confiesa que no lee los escritos de dicho campo de erudición; no obstante, se atreve a juzgar su impacto. Reconocer su propia ignorancia es una actitud sabia, pero afirmar algo desde la ignorancia es una actitud indiscutiblemente indigna. Resulta lamentable

cómo los encargados de comunicar el conoci-miento a la sociedad han caído en prácticas tan antiintelectuales.

Para ultimar estas reflexiones, cabe afirmar que, a diferencia de los padres de la física moderna, como Albert Einstein o Niels Bohr, quienes entendían la importancia del pensamiento filosófico, muchos científicos contemporáneos ignoran el papel que tiene la filosofía y nos plantean una falsa dicotomía. La elección no está entre ciencia o filosofía; más bien, la elección está entre hacer ciencia con una buena filosofía o con una mala filo-sofía. Asimismo, podemos darnos cuenta de que no es posible hacer ciencia sin algún tipo de supuesto filosófico. Más que una madre, la filosofía es también el tronco que nutre otras ramas del conocimiento. Si una rama es sepa-rada del tronco, muere. En definitiva, podemos decir, a la manera socrática, que una ciencia sin examen (filosofía) no es ciencia.

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Corominas, en su diccionario etimológico del español, señala que tanto el verbo

ignorar como el estado que de él deriva, la ig-norancia –además de los epítetos ignaro e igno-rante– proceden del latín “ignorare” (no saber), vocablo derivado, a su vez, de la forma negativa del verbo griego “gnosere” (saber). Esta su-cinta referencia al sentido original de algunos vocablos evocadores de la incultura plantea la posibilidad de una reflexión sobre dos aspectos mayores ligados a la dimensión comunicativa del conocimiento: el primero, relacionado con la modalidad verbal del ejercicio de las facul-tades intelectuales, y el segundo, en torno a la designación de quien puede ser calificado de negligente en relación a dicho esfuerzo inte-lectual.

Conocer e ignorar

En vista de la negación del conocimiento inscrita en el sentido de la palabra ignorar, es menester aclarar su concepción a partir de su contracara conceptual. Así, podemos observar que la operación intelectual que nos permite acceder al conocimiento del mundo (la activi-dad de conocer propiamente dicha) se encuen-tra sensiblemente mediada por el uso de un lenguaje estructurado. En ese sentido, el logos aristotélico, entendido como discurso razona-do, consiente una vía de acceso hacia la realidad. Lejos de presentarse como una evidencia, este hecho se inscribe al interior de una problemá-

tica que cuestiona la transparencia del vínculo entre las palabras y las cosas, esto es, entre los signos y sus referentes. Este nexo parece care-cer de relevancia si consideramos elementos concretos de nuestra realidad cotidiana, pero se complica al evidenciar la dificultad de plantear espontáneamente la definición de un vocablo común, de puntualizar cuáles son los rasgos que delimitan su concepto e, incluso, de señalar si su empleo refiere a un elemento singular, o bien, a una categoría general –allende la posi-bilidad de evocar una definición científica de la palabra–. Así, si pensamos en una palabra que usamos corrientemente, sea el caso de árbol, ¿cómo se la podría definir? ¿Cuáles son los ras-gos definitorios que caracterizan su concepto? ¿Estos rasgos reflejan la planta que “conozco”, o bien, reflejan las características generales de todas las plantas del mundo que “no conozco”? ¿Podría definir científicamente la palabra?, etc. El caso de los conceptos abstractos se presenta aún más problemático, pues su discusión puede llenar tomos enteros y provocar álgidos debates que se extienden indefinidamente en el tiempo, todo ello en el intento de definir insignificantes conjuntos silábicos, tales que “ser”, “alma”, “jus-ticia”, “libertad” o “democracia”.

Más allá del rodeo semántico precedente, podemos decir que conocemos el mundo a tra-vés de las palabras y que mediante las lenguas naturales asimos la realidad que nos rodea. En este sentido, cualquiera que sea la lengua que hablemos, el uso del código lingüístico implica

Breves notas en torno al vocabulario de la incultura

Juan Marcelo Columba-Fernández

El hombre que no medita vive en la ceguera, el hombre que medita vive en la obscuridad. No tenemos otra opción sino las tinieblas.

Victor Hugo

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aquello que Michel Foucault, en su célebre Archéologie du savoir, denomina épaisseur (espe-sura), es decir, una suerte de opacidad propia a la práctica discursiva. Las palabras y las cosas, en este sentido, no están íntimamente ligadas, y las primeras no son trasparentes: un velo propio a la praxis verbal las recubre. De esta manera, el planteamiento del filósofo francés señala la particularidad del uso del código lingüístico que deviene algo más que un simple interme-diario entre el conocimiento y la realidad.

La noción de épaisseur implica conocer el mundo a partir de representaciones lingüísticas del mismo, vale decir, en función a imágenes verbales construidas acerca de lo que creemos conocer realmente –al respecto, me permito remitir al lector a la teoría neo-retórica que propone una reflexión original en torno a los argumentos fundados en la estructura de lo real–. Así, el uso real del sistema de signos lingüísticos permite desarrollar maneras singu-lares de representar la realidad; podemos, por ejemplo, referirnos y conocer el encuentro de las civilizaciones europea y americana en tér-minos de una “conquista” o de una “invasión”, expresiones que evocan un conjunto de enun-ciados, producidos en una coyuntura específica, algunos de ellos representando dicho aconte-cimiento histórico de forma épica, otros, con-denándolo. Ante este tipo de representaciones, cabe preguntarse ¿cuál sería la mejor manera de aproximarse a un conocimiento justo de lo acontecido? La historiografía y su metodolo-gía de lectura documental pueden brindarnos algunas respuestas. De otra parte, los discursos científicos, si bien tienden a objetivizarse a tra-vés de ciertas prácticas verbales, no logran abs-traerse de las tensiones que afectan la expresión lingüística del conocimiento de la realidad. Así, la influencia que puede ejercer el contexto so-cio-histórico en la expresión del conocimiento científico de la realidad se puede ver reflejada, a título de ejemplo, en la censura aplicada a los enunciados de la teoría heliocéntrica hacia inicios del siglo XVII.

En este sentido, es lícito preguntarse si nues-tro conocimiento del mundo, expresado en el uso de las lenguas naturales, refiere a la realidad

de las cosas, o bien, está compuesto de repre-sentaciones discursivas de la realidad que, a partir de su producción en diferentes contextos y con variados fines, ignoran determinados as-pectos concernientes a las cosas, seres y eventos en el mundo.

Los doctos y los ignaros

¿Quién sabe y quién no? ¿Cuáles son las expre-siones lingüísticas que permiten señalarlo? Re-sulta interesante aproximarse al uso de vocablos como ignorante o ignaro en función de quienes los enuncian. Inicialmente, se debe señalar que el uso de tales expresiones no es aplicable al reino animal, pues el enunciador, dotado de ra-zón y lenguaje, califica a un congénere humano a quien se le atribuye el desconocimiento de algo. Imagine el perspicaz lector cuán ilógico resultaría calificar de ignorante a un simpático pajarillo que puede “conocer” su mundo aéreo, pero carece de un lenguaje estructurado y ra-zonado para expresar su sapiencia. He ahí una primera frontera entre los que saben y los que no, el logos, un límite que coincide con aquel que los antropólogos establecen entre la natu-raleza y la cultura, o incluso, con aquel estable-cido por los historiadores del siglo XVIII entre la civilización y la barbarie.

Habiendo constatado que nosotros, los seres humanos, nos solazamos rotulándonos entre quienes sabemos y quienes no, podríamos preguntarnos dónde radica la autoridad para la producción de las expresiones que establecen esta frontera interna al género humano. La autoridad de quienes saben, llamémosles los “doctos”, se construye social y discursivamente. Así podemos pensar en la existencia de una autoridad intelectual construida verbalmente a manera de un ethos retórico o imagen discursi-va de sí mismo. La imagen verbal del docto se basa no solamente en aspectos institucionales como la obtención de diplomas o consagra-ciones de tipo ritual en su círculo intelectual, sino también en la exhibición discursiva de información y conocimientos especializados que afirman, implícita o explícitamente, una

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superioridad intelectual, construyendo, así, una autoridad erudita en el discurso.

Los conocimientos exhibidos verbalmente, normalmente adquiridos a través de la edu-cación formal y superior, participan, entonces, en la edificación de la frontera interna entre el docto y el ignaro. De esta forma, la dicotomía está fuertemente ligada al sistema educativo de un país, fundamentalmente a partir de la adquisición de las letras y las cifras distin-guiendo, así, entre los letrados y los iletrados. Sin embargo, este tipo de educación formal y obligatoria, en muchos casos, podría también reproducir la ignorancia. Education is Ignorance es el título de una entrevista realizada en 1995 al lingüista y filósofo Noam Chomsky, quien no duda en afirmar en aquella ocasión que los sistemas educativos pueden tornar al hombre tan estúpido e ignorante como pueda ser, cuando el proceso educativo está diseñado para enseñar obediencia y pasividad, evitando, así, el desarrollo de la independencia y la creatividad desde la niñez –cualidades fundamentales de los pensadores libres–. Podemos observar que a esta pauperización educativa se suma una práctica de enanismo político ejercida por los regímenes autoritarios y populistas que sufren de una obsesión con la historia, e insertan sus delirios propagandísticos en los contenidos de la educación formal; los caudillos latinoameri-canos de reciente data pueden brindar ejemplos

notorios de esta pulsión. Y si a ello añadimos la intoxicación a la que somos sometidos me-diante las nuevas tecnologías, conformaremos rápidamente un ejército de individuos mal informados que crece exponencialmente en el mundo entero, una masa de pseudo-letrados que predican grandilocuentemente y con la certeza más absoluta un saber que consideran verdadero y único. ¿Los ignorantes ignorando su ignorancia? ¿Las legioni di imbecilli (legiones de imbéciles), para retomar la expresión de Umberto Eco, invaden la telaraña informática global?

A la hora actual, afortunadamente, la ho-nestidad intelectual y la búsqueda de espacios alternativos para cultivarse y desarrollarse in-telectualmente no están ausentes en el espíritu humano y florecen en diferentes latitudes del orbe. Sin embargo, resultaría sensato tener pre-sentes las particularidades comunicativas en la adquisición del conocimiento y, tal vez, asumir una actitud más modesta ante la fragilidad y la cantidad de conocimiento alcanzado hasta nuestros días. Una acumulación intelectual que puede parecer absurdamente microscópica frente a la tenebrosa ignorancia a la que nos vemos confrontados como especie humana frente a un universo en sempiterna expansión.

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Un dios peculiar prohibió degustar el fruto de El Árbol del Conocimiento, pero, en

ese momento, la afortunada desobediencia pudo más. Sobre esto, Cioran escribe sin un milíme-tro de temor: “En el momento en que Adán tomó el fruto inculpado, Dios, comprendiendo finalmente con quién se las tenía que ver, perdió el juicio”. La rueda de los siglos ha avanzado y la idea del paraíso seduce aún a miles de mor-tales que no desean la expulsión; la hazaña de Adán y Eva no es por todos emulada. El Sapere aude! de Kant se ve reducido y suena como una ridiculez en los pasillos, claustros y calles de la contemporaneidad. Aunque no al extremo de lo que imaginaba Nietzsche, la decadencia se abre paso entre las generaciones.

Desde que vemos el mundo desde abajo y las tallas de nuestros pasos son pequeñas, se advierte un apego hacia la curiosidad constante; desde la pregunta por conocer el sabor de cada cosa o el misterio por ir conociendo quién es ese ser que está en el espejo y cómo funciona, tanto en lo que se ve y en lo que no. Posteriormente, con el lenguaje y su aprendizaje lento en forma y significado, no hacen falta muchos monosí-labos para detectar que hay un deseo de saber mientras se transita la niñez; el qué, el por qué y hasta el cómo son formulaciones constantes para aprender sobre el entorno. Muchas veces estas preguntas encuentran respuestas racionales; en otras, se decanta por el misticismo o la fantasía; lo cierto es que cada vez las preguntas son me-nos. Desentrañar las causas que hacen que esta curiosidad vaya desapareciendo con el paso del tiempo no es algo sencillo. ¿Cómo se va ago-tando ese anhelo por saber?

Hay una dosis de culpa en quienes, por vo-luntad o deber, asumen el rol de guías. Hogar, amigos, centros de educación son personas y sitios en que la paciencia y la real voluntad que

se necesita para enseñar no están bien asentadas. Niños y jóvenes presienten que hay cierta hos-tilidad para el conocimiento en fríos sistemas de memoria, calificaciones y maestros que no aceptan revisiones. La duda no es ya un estado necesario previo al saber, sino un estado que ge-nera culpa. En ocasiones, preguntar en un salón o en una reunión es motivo de reproche por par-te de compañeros y maestros, de ese silencioso reproche guiado por la pereza y que emerge de quienes deberían acompañar el aprendizaje. El relativismo y el posmodernismo también han jugado en el asedio; bajo la premisa de que todo vale y que no existe el error, cualquier creencia, locura o grito se ha colocado a la altura del co-nocimiento y hasta del saber científico.

Sin embargo, no todo puede ser victimización; en algún punto, el individuo se vuelve cómplice. No puede negarse que, en el presente, existen suficientes medios, canales y oportunidades para adquirir conocimiento. Por eso, contra el desinterés, la voluntad de vivir sin saber y el con-formismo, el hombre puede rebelarse. Conocer o tratar de conocer y entender implica esfuerzo, implica –por unos momentos del día, al menos– negarse a caer en el pozo de la frivolidad del entorno que abruma. Y aunque es cierto que nunca podremos conocer todo, la idea de que con lo poco que se sabe alcanza es una muestra de soberbia condenable, una soberbia que mu-chas veces solo se va con el paso de los años.

Con las excepciones que hacen de este planeta lo interesante que es, en la actualidad se vive en niveles de comodidad nunca antes alcanzados, y todo parece tan fácil por momentos. Comuni-carse con cualquier parte del mundo, trasladarse con velocidad y usar nuevos inventos son algo cotidiano y visto como sencillo. Esto hace que no se aprecie todo lo que hay detrás de estos lo-gros: la teoría, la técnica, el esfuerzo de hombres

El asedio de la ignorancia

Andrés Canseco Garvizu

Con un agravante, querido amigo… En los tiempos de oscuridad, la ignorancia del hombre era disculpable. En un siglo ilustrado como éste, resulta imperdonable.

Arturo Pérez-Reverte

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Matrix de la civilización humana

Mario Mercado Callaú

Normalmente, cuando se habla de ignoran-cia, nos referimos a terceras personas, pues

es muy difícil que una persona se incluya en esa categoría. ¿Quién puede definir quién es igno-rante y quién no? Quizá esto se torne más fácil cuando la comparación gira, por ejemplo, entre una persona que nunca tuvo ningún tipo de instrucción académica comparada con otra que sí ha contado con esa posibilidad. Pero, supo-niendo que aquella persona no estudiada viva en una familia donde se le inculcan valores –como el amor al prójimo, el respeto por los demás, la importancia de la honradez y lo positivo del es-fuerzo para hacer un buen trabajo–, comparada con un profesional en los niveles académicos más altos que no tiene este tipo de valores, y vive en función de sus placeres, su ego, realizando el mínimo esfuerzo, sacando provecho de donde

pueda, haciendo negocios de manera ilícita, etc., ¿no será válida también una comparación sobre ignorancia entre ambas?

Recientemente, en una nota de una revista de nuestra ciudad, se preguntó a una modelo muy reconocida del medio sobre su nueva devoción y la excelente relación que habría formado con Cristo. Ella mencionó que, a partir de su nuevo bautismo, fue como si le hubieran quitado una “venda de los ojos” sobre el significado de una relación verdadera con Dios. Recuerdo esto por-que el retiro de la “venda de los ojos” ha sucedido con muchos filósofos y científicos, quienes, al descubrir nuevos conceptos o teorías, que los acercaban más en su búsqueda de la verdad y, como Arquímedes, han podido decir ¡eureka!

Con seguridad, entre el género masculino y femenino, es más probable encontrar hombres

del pasado por hallar soluciones a los problemas singulares y colectivos. Así, este desinterés es transmitido a las siguientes generaciones, para las que saber algo ya no es motivación. Este mismo criterio se aplica en el campo de la con-vivencia, la sociedad y los valores democráticos: suponer que todo un sistema más o menos de-cente para las libertades y derechos ha estado y estará siempre e ignorar sus fundamentos hace que no se valore todo eso y que cualquier impostor o aprovechador se beneficie de esta clase de ignorancia. Que el ciudadano no sepa, o que sepa solo lo que le conviene al poder, es en la realidad lo que en su inolvidable distopía anunciaba Orwell: “La ignorancia es la fuerza”.

Una premisa existencial permite también de-fender el valor del conocimiento: la razón por la que se debe dejar el asedio de la ignorancia es porque el mundo en que vivimos y sus cosas tienen un vínculo con el ser; comprenderlo es también valorar el vínculo y la existencia. Por

otro lado, negarlo o no darle importancia es tomarse a uno mismo por un objeto a la deriva, que descansa en nubes peligrosamente cómodas de certidumbres a medias y que no es capaz de hallar y apreciar las contradicciones con los de-más mortales ni con uno mismo.

En no saber no hay tanta culpa; es en negarse a querer saber en lo que radica la vergüenza de la actualidad. La duda no debe terminarse, el asombro debe ser diario, el cuestionamiento presentarse y el aprendizaje, ser interminable para combatir el asedio de la ignorancia. Es po-sible que la osadía de tomar y cultivar El Árbol del Conocimiento no haga a los hombres mucho mejores de lo que son, pero sí les permitirá de-fenderse mejor de quienes desean ver reducidos la civilización y sus logros, y continuar la tarea de buscar un destino menos terrible.

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que saben de fútbol o de motores de automó-viles, y que, quizá, muchas mujeres ignoran; sin embargo, también hallaremos, con mayor facili-dad, muchas mujeres que pueden saber más de moda, y de las relaciones sentimentales de sus amigas, que muchos hombres. Todo eso debido a que ambos géneros tienen, por regla que, desde luego, admite excepciones, diferentes tipos de interés en distintas cosas. Con todo, si, como representantes o no de un género determinado, todos ignoramos algo, ¿quién es un ignorante?

Se ha intentado responder la anterior pregunta de distintas maneras, en diferentes épocas. Roger Bacon, uno de los filósofos más importantes de la escolástica, en su Opus majus, sostuvo que la ignorancia tenía cuatro causas, a saber:

1. La apelación a una autoridad inadecuada.2. La influencia indebida de la costumbre.3. Las opiniones de la multitud inculta.4. Un despliegue vanidoso de saber para ocul-

tar la verdadera ignorancia.Por su parte, Erasmo, un pensador fundamen-

tal para el humanismo, en su libro Elogio de la locura, atacó agudamente a la ignorancia, las pre-ocupaciones mundanas y la falta de auténticos sentimientos cristianos de los clérigos.

Posteriormente, entre las ideas centrales de la Ilustración con respecto a la ignorancia, se decía que “la condición fundamental para que exista una buena vida en la tierra es liberar a los hom-bres de la ignorancia y la superstición. Ya que, libre de su ignorancia y de los poderes arbitrarios del Estado, el hombre es capaz de progresar y de perfeccionarse”. Se convirtió ésta en una de las premisas que orientaría la lucha contra los dog-mas, el oscurantismo y los distintos males que afectaban la sociedad del siglo XVIII.

Cabe destacar que cada una de las visiones filosóficas respecto a lo importante de no ser ignorante merece un análisis más profundo con relación a su contexto histórico en el que fue de-sarrollada; sin embargo, incluso así, observamos que muchos de estos pensamientos con respecto a la ignorancia son aplicables a nuestra época, donde varias personas aceptan todavía cualquier tipo de dogma o superstición como una “verdad fáctica”. Esto se presenta debido a sistemas de creencias en donde lo importante y casi único

es sentir, emocionarse o cumplir las normas a cabalidad, sin un previo análisis de si es correcto o no cumplirlas.

Recientemente, en la ciudad de Santa Cruz de la Sierra, en una de las sucursales de uno de los supermercados más populares, Ricardo Mateos Rodríguez, una persona con discapacidad para ver, denunció haber sido discriminado al ingreso de dicho establecimiento en compañía de su pe-rra guía, Mali, con la que realiza muchas de sus actividades diarias. Por su parte, el administrador del comercio alegó no haber entendido su caso; sin embargo, posteriormente, se pidieron las disculpas correspondientes, aduciendo que ellos cumplían con las estrictas normas que impone la autoridad competente con relación a la entrada de animales a un supermercado. Debe resaltar-se que no es la primera vez que Ricardo sufre este tipo de discriminaciones, pues también le sucedió algo muy parecido en Argentina. En ese país, en una pizzería, los encargados le negaron la entrada, sin tomar en cuenta que había nor-mas que protegían a las personas con este tipo de discapacidad, resguardando sus derechos para que puedan desarrollar sus actividades libremen-te y con normalidad. He explicado esos sucesos porque, gracias a su conocimiento, podemos ver que, por un lado, existe un tipo de ignorancia por desconocimiento de las normativas, mientras que, por otro, se produce también el mismo efec-to por la falta de una cucharada de lógica, media de razón y una pizca de sentido común.

Además de notar, con esos ejemplos, cómo se violaron los derechos de una persona –quizá sin provocarle algún tipo de daño físico o psicológi-co irreversible, pero que merece la importancia del caso, ya que el ser discriminado de esta forma conlleva quitarle el libre tránsito y el poder desa-rrollarse libremente como cualquier ciudadano–, se nos permite preguntar si aquellos que ejercen el poder a la hora de dictar una ley no ignoran a ciertos grupos sociales o si las normas son aplica-bles a todos. Surge también la inquietud de que, si aquellos que acatamos las leyes, no ignoramos en qué momento es correcto cumplirlas o no. Estas preguntas no solo se aplican a nuestros gobiernos, sino también a nuestras creencias religiosas, a nuestros paradigmas, nuestra cultura y nuestras costumbres. Por último, me hace pre-

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guntar lo siguiente: ¿puede la ignorancia influir en la felicidad de una persona?

Martin Seligman, un psicólogo y escritor es-tadounidense, en su libro La auténtica felicidad, relata la investigación de una alumna ciega llamada Sheena Sethi Iyengar, quien encuestó a cientos de adeptos religiosos; grabó y analizó decenas de sermones de fin de semana, y estudió la liturgia y la historia que se cuentan a los niños en once destacadas religiones norteamericanas. Su primera conclusión es que, cuanto más fun-damentalista es la religión, más optimistas son sus fieles. Los judíos ortodoxos, musulmanes y cristianos fundamentalistas son claramente más optimistas que los judíos reformistas, y que los miembros de la iglesia unitaria, que, en general, son más depresivos. Asimismo, en otro estudio, se demostró de forma sistemática que los creyen-tes son algo más felices y están más satisfechos con la vida que los no creyentes. De esto se puede deducir que muchas personas pertenecientes a religiones fundamentalistas pueden vivir mucho más satisfechas y felices con su porción de ver-dad, ignorando quizá otras fuentes de respues-tas, en comparación con aquellas personas que buscan, a través de la lógica, la ciencia, la razón, explicaciones más acertadas sobre nosotros y lo que sucede a nuestro alrededor. Con todo, no debemos olvidar los costos importantes en las sociedades pasadas, cuando las masas o el pueblo no cuestionaban las acciones de sus gobernantes y de sus autoridades eclesiásticas, que coparon el pensamiento y determinaban lo que el pueblo debía conocer. Lo mismo ha sucedido con la filosofía y la ciencia.

Durante mucho tiempo, la filosofía y el pensamiento de Aristóteles predominaron en Occidente, incluso en campos como la física. Por ejemplo, en la teoría de caída libre de los cuerpos, Aristóteles remarcaba que todos los cuerpos pesados caían más rápido que los ligeros. Él mencionaba que existían dos tipos de movi-miento: natural –éste, a su vez, se dividía en dos movimientos, que eran el movimiento circular de los cosmos y el movimiento hacia la superficie o hacia la atmosfera– y violento. Se aclara que el movimiento natural de un cuerpo consistía en la naturaleza formada del mismo (agua, tierra, aire, fuego), debiendo moverse a su lugar natural, de-pendiendo del elemento en mayor abundancia,

pues éste era el que determinaba la dirección y la rapidez del cuerpo. Así, una piedra grande caía más rápido que una piedra pequeña, ya que tenía más tierra. En cuanto a los movimientos vio-lentos, siempre según Aristóteles, eran aquellos que se apartaban de su trayectoria natural. Un ejemplo de esto último sería que una piedra se elevara hacia atmosfera, cuando su lugar natural es la superficie.

La teoría propuesta por Aristóteles podía parecer lógica, pues un cuerpo pesado cae más rápido que uno ligero, ya que la gravedad lo atrae con mayor fuerza. Pero sus argumentos no eran suficientes para poder afirmarlo; sin embargo, en su momento fue la mejor manera de explicar la caída libre. Se tuvo que aguardar a Galileo Galilei para evidenciar su desconocimiento de la realidad. Éste fue quien demostró que, en todos los cuerpos, la aceleración de la gravedad es igual, sin importar su peso; en otras palabras, todos los cuerpos caen al mismo tiempo sin importar su peso. Esto lo pudo comprobar con su experi-mento realizado desde la Torre de Pisa: Galileo arrojó dos objetos de diferente peso y mostró que caían al mismo tiempo. Galileo también realizó otro experimento llamado Planos inclinados y, en ambos experimentos, pudo llegar a la misma conclusión. Como se habrá advertido, incluso entre quienes son considerados, durante varias épocas, auténticas autoridades, gente absoluta-mente distanciada de la ignorancia, puede haber el riesgo de incurrirse en el error.

Actualmente, la ciencia y la tecnología son el movimiento más importante que sigue desa-rrollando al mundo, con nuevos conocimientos y descubrimientos que hacen los científicos. Quizá lo lamentable y preocupantes sea que muy pocos son los que entienden sobre ciencia e ignoramos lo que pueda pasar cuando nuevos grupos de poder acaparen estos conocimientos. Su innegable valor no debe conducirnos a una contemplación acrítica, menos aún a repetir, sin ninguna reflexión de por medio, los dictámenes que nos fijen quienes se juzgan los más enten-didos en el campo. Debemos también recordar que, aunque la ciencia haya avanzado –como podemos observar a nuestro alrededor, al mirar el poder de un teléfono inteligente, o la capacidad de las nuevas computadoras y la precisión con la que se lleva un satélite a la Luna–, todavía la

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ciencia no ha podido explicarnos, por ejemplo, qué es la conciencia o cómo se generó la vida en nuestro planeta.

Es muy probable que tengan que pasar décadas o cientos de años para que sigamos descubriendo sobre nuestros orígenes y nuestra conciencia, ya que la matrix de la ignorancia humana no nos da ninguna pausa e incluso parece tratar de burlarnos y perdernos por caminos que todavía no tienen respuestas. Y esto me hace volver a preguntarnos, si todos somos ignorantes, ¿qué

podemos hacer? Quizá lo único que queda sea tratar de ser un poco menos ignorante, pero, para eso, necesitamos abrir nuestras mentes y nuestro corazón hacia nuevos mundos y experiencias, que no todos están dispuestos a vivir. Al final, solo queda decir lo que escribió el padre de la filosofía moderna, René Descartes: “Daría todo lo que sé por la mitad de lo que ignoro”.

¿Por qué ignoramos muchas o “miles” de cosas cuando más bien deberíamos saber-

las o conocerlas? ¿Qué es la ignorancia? ¿Algo natural en el hombre? ¿Una limitación de nues-tro cerebro y mente, o de ambos a la vez? ¿Una situación social o cultural por sufrir algún tipo de marginación o discapacidad? ¿Es un antivalor, es decir, el polo opuesto del conocimiento?

Es curioso que, a lo largo de la historia de la filosofía, pocos pensadores se hayan ocupado directamente de la ignorancia, aunque sí de ma-nera indirecta. En alguna que otra religión, así en el budismo, la hallamos considerada como parte de una de las etapas que hay que superar para llegar al nirvana (el fin del sufrimiento).

Indirectamente, o analógicamente, se puede decir que Sócrates, por oposición a los fisicalistas, sobre todo los milesios, que buscaban conocer el origen del universo o de la naturaleza, fue uno de los primeros filósofos o sabios que planteó la necesidad de tratar de dejar de ignorar lo que somos como hombres, al desafiar con su postu-lado “conócete a ti mismo”. Es decir, y usando nuestra forma cruceña o camba de expresarnos, “no ignorés lo que sos, y es mejor que te conozcás primero antes que andar buscando saber lo que son las cosas que te rodean”. De esto se infiere que un primer tipo de ignorancia que tenemos como seres humanos es la de “no saber lo que so-

mos”. Los jesuitas, como parte de su formación humana, moral, espiritual y cristiano-católica, han puesto esa máxima socrática como principio central. Es que muchas veces ignoramos cómo fuimos educados; ignoramos el origen de nues-tros traumas o complejos psicológicos, así como la falta de moral en nuestro comportamiento. Ignoramos también de dónde tenemos ciertos conceptos o prejuicios. Inclusive podemos ig-norar los posibles talentos que tenemos hasta el punto que son otros los que nos hacen verlos. Por supuesto, ignoramos la historia de nuestro pue-blo, de nuestra cultura, de nuestra región, además de ignorar la historia de la ciencia, etc.

Por su parte, e influido por su maestro Sócrates, Platón pensó que los males de la sociedad –por ejemplo, las injusticias que se comenten dentro de las ciudades o Estados– son por la ignorancia, es decir, por la falta de conocimiento. Por eso, en su obra La República, propuso que el Estado debía estar gobernado por los filósofos, esto es, por los que en su tiempo tenían saber y se habían preparado. Para eso fundó la Academia en la cual se enseñó filosofía, ciencia y matemáticas, y otras disciplinas durante casi un milenio.

Otra actitud filosófica que puede estar relacio-nada con la ignorancia es la del escéptico. ¿Cómo se explica esto? Por estar seguros de que nada se puede conocer, es mejor permanecer en la más

De la ignorancia

Gustavo Pinto Mosqueira

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supina ignorancia, pensarán algunos. Así, a fines del siglo V a. C., vivió en Sicilia el filósofo griego Georgias de Leontino, de quien se dice que sentó y defendió hábilmente estas tres tesis: “1ª. Nada existe. 2ª. Si existe algo, no lo podemos conocer. 3ª. Supuesto que existiera algo y lo podemos conocer, no lo podríamos comunicar a los otros”. Por tanto, el otro puede permanecer en la igno-rancia, aunque tenga el deseo de conocer. Quizás a Aristóteles se le ocurrió decir que “todo hombre por naturaleza tiene deseo de conocer” porque se dio cuenta de que la ignorancia es también una posible actitud filosófica u otra forma relativa-mente cómoda de estar en el mundo, pasándola sin preocupaciones ni sufrimientos.

O tal vez la ignorancia sea un antivalor, esto es, el polo opuesto del conocimiento. Por lo tanto, sería un estado mental cognitivo (carencia o va-cío de ideas, de proposiciones, de conceptos, de teorías, etc.) que frena nuestro perfeccionamiento humano por medio del conocimiento, el mismo que es fundamental, como pensó Platón y el mis-mo Aristóteles lo plasmó en su vida, para llegar a ser virtuosos y, por ello, alcanzar la felicidad. El que sabe será virtuoso y el hombre virtuoso será feliz. El ignorante, posiblemente, no podría asegurar si es o no feliz; le puede dar lo mismo y expresarlo con una encogida de hombros.

La superación del sufrimiento hasta alcanzar el nirvana, en la religión budista, es algo que se logra cuando, en la tercera etapa de la vigilia, el monje o cualquier individuo que asume ese proceso de meditación logra destruir (como lo hizo Buda, el Iluminado) los cuatro pecados del espíritu. Uno de estos pecados o faltas es la ignorancia; los otros son el deseo sensual, el apego material y los falsos conceptos (como los conceptos metafísicos del ser o del no ser). La ignorancia, entonces, puede obs-truir, como el no conocerse a sí mismo, la vivencia de una vida religiosa auténtica, como lo señala el budismo.

Pero la ignorancia también puede ser generada por una determinada sociedad. Así, la sociedad moderna, por sustentarse en un sistema de dife-renciación de las esferas culturales para funcionar como tal, ha creado, por medio de la escuela básica, media y superior, una masa de profesionales, cien-tíficos y críticos que conocen el campo cultural o la ciencia donde se han formado, pero son una

pléyade de ignorantes en muchos otros campos. Y de este sistema moderno de educación hemos sido víctima usted, yo y vosotros. Por ejemplo, muchos ignoramos el conocimiento de la astro-física. No sabemos nada o apenas un “poquingo” de física cuántica. No sabemos cómo se construye una bomba nuclear. No sabemos cómo se expan-de el universo. ¿O no es cierto esto que mencio-no? Puedo saber mucho de filosofía, pero ignorar casi todo de lo que es la medicina. En medio de la ciencia y el conocimiento, vivimos, nomás, en una sociedad de la ignorancia. Ergo, la ignorancia puede ser el resultado de una estructura social o de un tipo de sociedad, como la moderna, que forma o educa para algo más específico, para que se cumpla una función en el mercado laboral. Tal vez la sociedad posmoderna pueda paliar un poco esta situación del “especialista ciego” al plantear la formación interdisciplinar y transdisciplinar en las universidades, o la unión otra vez en la formación de las áreas de la moral, la ciencia y el arte. Al menos así podríamos hacer realidad la actitud de la docta ignorancia: saber que nuestras facultades del conocimiento tienen sus límites y que no lo podemos saber todo sobre el universo, pero sí disminuir nuestra ignorancia.

Así que el asunto de la ignorancia no es tan simple como se ve. También puede ser creada y mantenida por el poder político o un régimen de gobierno, a través de un sistema de medios “pa-raestatales” (como el que tenemos hoy en Bolivia -¿usted sabía que existe un “sistema plurinacional de medios del Estado” montado por el actual Gobierno?-) que se ocupan de decirles a los pue-blos supuestas “verdades” para mantenerlos en la ignorancia, la que causa no solo males, sino mejor dominación sobre los individuos y la colectividad.

La ignorancia, entonces, se complejiza cuando es tratada desde diferentes aristas. Puede estar relacionada con una actitud filosófica, con un estado mental, con un sistema religioso, con determinado tipo de sociedad. Lo que a su vez muestra que puede ser una condición o una opción. Podemos elegir conscientemente por no saber algo o no estar informado de algo. Porque juzgamos que eso nos hará bien. Pero todo aque-llo muestra que superar la ignorancia o ser menos ignorantes –en caso de que uno se proponga ale-jarse de ella– requiere de un esfuerzo personal en

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medio de unas estructurales institucionales que brinden mejores oportunidades para adquirir más conocimiento, el cual tendría que traducirse en más hombres virtuosos, aunque no siempre esta ecuación funciona así. Hay hombres y mu-jeres que saben mucho, pero usan ese saber para hacer el mal a sus semejantes. La lectura de la biografía de grandes filósofos y científicos mues-tra también que tuvieron muchos antivalores en sus vidas y, tal vez por eso, murieron en medio del sufrimiento y la desdicha.

En todo caso, le invito a evitar asumir la actitud del papagayo (la “paraba”, como le decimos en nuestro contexto cultural cruceño) ante la igno-rancia, cuando dice: “Ignoro cómo fui formado y cómo nací. Ignoré absolutamente durante la cuarta parte de mi vida las razones de todo lo que vi, oí y sentí; sólo he sido un papagayo silba-do por otros papagayos”. ¡Eso no, amable lector! Con “una paraba” no se puede discutir, porque uno saldrá perdiendo.

Reflexiones sobre la ignorancia y la cohesión social

Carolina Pinckert Coimbra

La ignorancia es la noche de la mente, pero una noche sin luna y sin estrellas.

Confucio

Analizando las características y cualidades de la ignorancia, me parece que es importante, en primer lugar, señalar que existe una ignorancia propia e individual que ataca a cada ser humano con el fin de apoderarse de él, de sus decisiones y acciones; y cuyo antídoto es la reflexión con tintes mayéuticos y el uso de la razón. Sin em-bargo, hay también una ignorancia colectiva, la cual impregna nuestra vida desde que vamos conociendo el mundo de relaciones humanas del que formamos parte y nos empapamos de todas las ideas imparciales, carentes de sentido y prejuiciosas, y las colocamos dentro de nues-tro bagaje propio.

Ahora bien, un factor interesante que se interrelaciona con la ignorancia es la cohe-sión social, que es un ingrediente vital para la formación y mantención de pensamientos y maneras de proceder calificadas de ignorantes. Esto por las razones que señalo a continuación.

Cuando una o más personas son nuevas en un lugar o grupo desconocido, tienden a buscar factores con los cuales identificarse con los demás y, ante todo, mostrar aspectos que los demás encuentren comunes para ganarse la in-tegración al nuevo entorno social. Esto lo po-demos observar en personas que se mudan de ciudad o país, que frecuentan grupos nuevos, e incluso trabajos o familias políticas recientes. Así, podemos ver, por ejemplo, casos trágicos que se presentan en la actualidad, como los que se dan en partidos políticos que van trans-mitiendo sus imbecilidades a nuevos adeptos, quienes mueren de deseos por conseguir tal cohesión en sus filas.

Todos somos muy ignorantes. Lo que ocurre es que no todos ignoramos las mismas cosas.

Albert Einstein

De tal manera que la cohesión social puede representar un medio de comunicación y man-tención de ideas que conlleven a cierto tipo de ignorancia. Porque, vale la pena subrayarlo, los

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novatos querrán probar su compromiso con el grupo a través de la demostración del apren-dizaje correcto de tales ideas y la ejecución de aquéllas en acciones.

Otro factor interesante es que la cohesión social pueda ser un mediador para la genera-ción de nuevas formas de ignorancia, pues, para quien no quiere participar de la ajena, buena idea resulta unirse socialmente a personas con algunos fines en común y producir nuevas ideas que lleven a un estilo de vida marcado por la ignorancia. De este modo, podemos ver grupos que promueven discriminación, violencia y terror en una sociedad más grande.

El primer paso de la ignorancia es presumir de saber.

Baltasar Gracián

Pero ¿cómo saber cuándo unas personas o, quizás, nosotros mismos, pueden vivir en la ignorancia? Pienso que el síntoma inicial es vivir en conflictos innecesarios y evitables, ya que la ignorancia nos lleva interpretaciones incorrectas de la realidad, nuestro presente, nuestras perspectivas y las acciones de los de-más. Así que es esperable que alguien que no contraste sus decisiones y pensamientos con la razón lleve consigo problemas adonde vaya. Además, como la ignorancia suele incrustarse en lo más profundo de nuestros procederes, es probable también el poseer un desarrollo moral

y ético precario, puesto que, al vivir como nos dicten determinadas creencias y deseos, es muy posible que no sigamos un patrón moral de comportamiento que nos salve de cometer in-justicias contra otros –formen parte de nuestro grupo o no–, ya que la ignorancia nos dota de un sentido de superioridad y de temible segu-ridad de nuestros actos. Lamentablemente, el ignorante no duda con mucha frecuencia.

El ignorante tiene valor; el sabio miedo.Alberto Moravia

¿Cómo alejarnos de la ignorancia? A pesar de que no exista un procedimiento certero, puesto que ni siquiera la escolarización –ésta suele ser bien usada por los poderes vigentes para sembrar la ignorancia en las mentes más frescas– o bibliografías del sistema educativo lo ofrecen, parece ser la iniciativa de aprendizaje autodidacta y por deseo propio enfocado a temáticas variadas un medio para formar una capacidad de contrastación con la razón, un espíritu crítico y un desarrollo moral civilizado. Es lo que parece más razonable.

Tres clases hay de ignorancia: no saber lo que debiera saberse, saber mal lo que se sabe y saber lo que no debiera saberse.

François de La Rochefoucauld

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El filósofo Karl Popper estableció su filo-sofía sobre el supuesto socrático de que la

ignorancia es fuente de conocimiento. Cada vez que el conocimiento científico trataba de formular hipótesis para solucionar problemas mediante el ensayo-error y la falsabilidad de las teorías, aparecían nuevos problemas que debían ser resueltos por nuevas hipótesis, que repetían nuevamente la aplicación del método hipotéti-co deductivo, cuya fórmula es: PP1–HH-EE-P2,P3,P4, etc., donde PP1 es planteamiento del problema, HH es la formulación de una hipótesis provisional, EE es la corroboración, prueba o ensayo-error, y P2,P3,P4, etc. son los nuevos problemas que surgen para resolver. Por esto, las teorías científicas tienen carácter provisional; no son verdades últimas o certezas. Cada una tiene un grado verdad o verosimili-tud, lo que quiere decir que algunas tienen un temple más sólido frente a la realidad y otras no soportan el experimento.

Popper había sido acusado por la Escuela de Frankfurt –específicamente, por Adorno y Ha-bermas– de ser un positivista. Ello por querer implantar una especie de dictadura del método científico de las ciencias duras en el ámbito de las ciencias sociales. Ese debate luego fue llamado la “Disputa del positivismo”. Pero Po-pper no pretendió ese objetivo, sino más bien que los científicos sociales revisen su actitud frente a sus teorías a la hora de formularlas y defenderlas. Por un lado, estaba la actitud de Albert Einstein y el intento de refutar sus propias hipótesis con experimentos (el experi-mento con la estrella Sirio), mientras que, por otro, los autodenominados científicos sociales, como Karl Marx con el historicismo científico, trataban de verificar sus teorías en todos los acontecimientos históricos. Entonces tenemos actitud científica frente a dogmatismo, ciencia frente a la pseudociencia. Así, frente a estas

actitudes, Popper presentó la falsabilidad como criterio de demarcación entre lo que era ciencia y la no ciencia: solo las teorías que pueden ser falsables pueden denominarse científicas.

La investigación científica en las ciencias sociales tendría que asumir el método hipo-tético deductivo y el criterio de falsabilidad para considerar sus teorías como científicas. Pero, a diferencia de las ciencias naturales, dice Popper, existe la imposibilidad de predecir fenómenos singulares, como la revolución so-cial en un determinado país, como pretendía proféticamente Marx de una manera ambigua; sin embargo, sí se pueden predecir fenómenos típicos, como, por ejemplo, el incremento o decremento estacional del desempleo en una rama productiva nacional, los efectos en el mercado de la fijación estatal de precios, de la concentración monopólica, etc.

La comprensión objetiva de la realidad en las ciencias sociales depende de la situación, de la lógica situacional, es decir: analizar deseos, mo-tivos, recuerdos y asociaciones de los agentes y sus acciones en la situación. Así, se analizan modelos fabricados por medio del análisis si-tuacional, capaces de proveer generalizaciones sobre situaciones sociales típicas. Esto es el individualismo metodológico.

En La acción humana, Ludwig von Mises nos presenta un principio del individualismo me-todológico que nos sirve para entender lo an-terior: “Primero, debemos percatarnos de que todas las acciones son realizadas por individuos […]. Si escudriñamos el significado de las dis-tintas acciones desarrolladas por los individuos, debemos aprender necesariamente todo acerca de las acciones de los todos colectivos. Pero un colectivo social no posee existencia y realidad alguna fuera de las acciones de los miembros individuales”. Nociones como “familia”, “so-

Ignorancia e individualismo metodológico

Luis Christian Rivas Salazar

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ciedad”, “país” tienen como base fundamental al individuo y la sumatoria de los mismos con sus intereses. Por lo que el científico social solo puede plantear modelos generales y abstractos de actividades o hechos sociales, es decir, sólo podemos llegar a afirmar que, bajo determi-nadas condiciones, aparecerá o no cierto tipo de modelo o patrón a manera de hipótesis. La predicción es de carácter negativo o prohibi-tivo, como, por ejemplo, la predicción de que, bajo la intervención en economía de parte del Estado, se tendrá escasez de productos, enton-ces la prohibición de intervenir en los mercados mediante controles políticos.

El filósofo Popper, al igual que los econo-mistas Hayek, Mises y la Escuela Austriaca utilizaron este método fundado en el reco-nocimiento de la infinita ignorancia para las ciencias sociales. Hayek, en su obra La consti-tución de la libertad, reconoce que la necesidad de libertad “descansa principalmente en el reconocimiento de la inevitable ignorancia de todos nosotros en lo referente a muchos de los factores sobre los cuales dependen el logro de nuestros fines y el bienestar”. Esta es una posición que está en contra del racionalismo constructivista, contractualismo e intelectua-lismo, cuyos dogmas proclaman que una sola mente puede llegar a conocer cuántos hechos conocen una determinada situación y que, a partir de tal conocimiento, se puede estructurar un orden social ideal. Pero Hayek enfatizaba en que las investigaciones dentro de las ciencias sociales eran complejas por la interacción, coo-peración voluntaria y pacífica de millones de personas que van descubriendo y modificando evolutivamente las diferentes instituciones sociales, como el lenguaje, derecho, mercado, etc., instituciones que son fruto de la acción humana y no así resultado de diseño humano alguno. Ninguna persona puede atribuirse el diseño de estas instituciones y todo intento de

imponer planificaciones o planes globales están condenados al fracaso.

Debe resaltarse que los economistas Mises y Hayek dan cuenta de la imposibilidad de cálcu-lo económico en el socialismo, porque no existe mente o grupo de mentes que pueda conocer toda la información que se encuentra dispersa en los mercados: ningún burócrata puede co-nocer, manipular, centralizar, planificar cuánto producir, vender o comprar porque existen millones de agentes ofertando y demandando; por lo tanto, no pueden regular precios, eso es algo que surge de un orden espontáneo dentro del mercado. El socialismo, como un conjunto de políticos que busca controlar y planificar la economía, es un fracaso teórico y real.

Los constructivistas también basaron sus ideas en la ignorancia, por eso había que di-señar un plan global y descubrir leyes de la historia inmutables en todo espacio y tiempo, así surge el socialismo científico y el estatismo económico. Pero la fatal arrogancia de los plani-ficadores constructivistas impone sistemas que violan las libertades humanas para perseguir planes erróneos de ingenieros sociales utópicos, quienes ven a las sociedades como laboratorios en donde pueden experimentar sistemas que la realidad se encarga de refutar. Surge así la batalla entre quienes creen ser portadores de la sabiduría y del conocimiento, y quienes reconocen los límites del conocimiento y se consideran ignorantes y falibles.

El reconocimiento de nuestra ignorancia y falibilidad nos lleva a ser tolerantes con los demás, pero también a buscar límites al poder político y todo plan que se pretende omnis-ciente. Nos enseña a ser humildes, porque no podemos abarcar toda la realidad ni conocer, ni preverlo todo; solo podemos hacer mapas, mo-delos o explicaciones como hipótesis que nos sirven para guiar nuestras acciones en forma de ensayo-error.

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El nuevo ignorante

Pablo Antonio Sanjinés Rojas

La ignorancia ha marcado constantemente el devenir de la humanidad, impactando

su desarrollo histórico, social, económico y es-piritual; sin duda, como la humanidad misma, el concepto de ignorancia se ha transformado constantemente, adquiriendo múltiples mati-ces según distintos contextos. Pese a esto, es posible identificar tendencias interpretativas claras sobre el mencionado concepto. La más común, que domina en el quehacer general actual (y que probablemente ha dominado de cierta forma el acontecer general de la huma-nidad), presenta a la ignorancia con un tinte eminentemente peyorativo, polarizando su sentido y sus implicancias en el proceso del conocimiento; por ende, descarta ese primi-genio valor gnoseológico que le fue dado ya en la Antigua Grecia y rescatado a lo largo de la historia del pensamiento. Por supuesto que no se trata de hacer una apología falaz de la ignorancia, sino de examinar un concepto rico que, por la intempestiva y dinámica coyuntura, se ha opacado hasta su polo más oscuro.

Pese al avance del pensamiento en general, tan vertiginoso en la actualidad, la similitud con una textualidad griega antigua parece ha-cerse más patente. Para ensayar esta idea, surge el mito socrático de la ignorancia, que desvela las relaciones del hombre y el conocimiento en aquella época. Dicho mito muestra cómo la sabiduría es, en tanto se reconoce la limitación de su saber, y cómo el pensamiento socrático sobre el conocimiento y la ignorancia rompe los esquemas de aquel tiempo, en el cual, y al igual que hoy, probablemente, se pretendía una especie de saber positivo. En ese sentido, Sócrates muestra la relevancia y necesidad de la ignorancia en la dinámica y desenvolvimiento del conocimiento y el saber cómo condición sine qua non. Él sostiene que, en el fondo, la sabiduría es una relación con la ignorancia, y que esta última no representa, en realidad, un vacío de “conocimiento positivo”, sino un vacío

de ansia por descubrir y cuestionar. Esta idea basal soporta a varios desarrollos conceptuales posteriores, en el que resalta el trabajo de Nico-lás de Cusa, que, centrando su concepción gno-seológica a una jerarquía ontológica, muestra cómo el ser humano se debate en la ignorancia al carecer de posibilidades de enfrentarse a la sabiduría (conocimiento) como panorama de un todo general; dicho de otro modo, expone su impotencia para alcanzar la verdad (cono-cimiento/sabiduría) y limitarse a tímidas pero necesarias propincuidades. Por tanto, solo es posible jugar en los escollos de la docta igno-rancia, la cual no niega las aproximaciones del conocimiento positivo, sino las toma y las rela-ciona, con lo que, al mismo tiempo, reconoce sus limitaciones. En síntesis, la ignorancia se reconoce como el discernimiento de los límites de la razón.

La sociedad y el pensamiento contempo-ráneos concentran el concepto de ignorancia sobre su polo más pesimista. En la actualidad, la ignorancia carece del valor esencial de fun-damento del conocimiento; se le desconoce ese carácter de incertidumbre que engendra posibilidades de conocimiento. Pero esto recae fundamentalmente sobre el mismo concepto de conocimiento, que, al igual que la igno-rancia, ha pasado por diversas concepciones e interpretaciones. Hoy, el conocimiento se proyecta solamente como carácter pragmático y utilitario contextual; la información acumu-lada adquiere el carácter de conocimiento en tanto tenga un fin secundario, un fin produc-tivo que está en plena relación con el entender socioeconómico y político actual. La sociedad se ha transformado en un ente acumulador de información o de conocimiento positivo espe-cífico, hiper-especializando a los sujetos para su manejo sectario y atomizado, disgregando el todo, anulando su sentido e importancia. El sabio desapareció; la figura de un interlocutor

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que sintetice constantemente la producción abstracta de la humanidad para desarrollar y construir visiones generales de la realidad ha caído en desuso; en contraposición, la sombría figura del “técnico hiper-especialista, del ex-perto en granos de arena” se ha enaltecido y ha usurpado el lugar del agotado y anciano sabio. El conocimiento se ha retraído, ha dejado de ser un fin en sí mismo, se ha vuelto servil; se ha convertido en conocimiento instrumental. Aquello denota y representa, en esencia, lo que la misma sociedad actual intenta soslayar, y que se sintetiza en la dinámica de masas.

Pese a que lo anterior simboliza, en reali-dad, ese lado oscuro de la ignorancia, con la cual lucha incansablemente la colectividad de expertos, el fenómeno de masas es el pilar fundamental de la sociedad contemporánea, sostiene su funcionalidad y su necesidad, re-fuerza al desmedido consumismo del mundo, un consumismo que es, ya a través del mismo término, trivial e insustancial. Siguiendo la idea, el experto actual es una subjetividad que domina un conocimiento positivo, que trabaja hasta límites de locura, pero que es incapaz de hilvanar su desintegrado conocimiento con el de otros, procurando un salto cualitativo del conocimiento en general. Aquel experto reside en espacios simplones y carentes de vitalidad, donde se enfrenta a su quehacer abstraído completamente de su sentido, persiguiendo aportar, tal vez inútilmente, a profundizar el modelo actual, lo que condiciona la enajenación más feroz hasta el momento, la enajenación del conocimiento. Resalta, entonces, la nueva figura de la ignorancia, que reside en la masa en general y que se defiende, busca derechos, tiene palabra, palabra de sentencia. El experto en colores de unicornios regresa de su habitá-

culo y retorna a la masa al terminar la enaje-nada faena del día, volviendo y fundiéndose en lo que realmente es. El conocimiento como forma de vida, como especie que atraviesa al sujeto y lo hace, ha sido suplantado por el suje-to instrumental, aquel que solo conoce en tanto beneficio inmediato y pragmático. Así pues, a pesar de que el sujeto cartesiano se ha visto criticado y “de-construido” hasta el cansancio, su remplazo de turno no ha respondido con la necesidad ni mucho menos con el noble deseo de su fin utópico; el sujeto instrumental está a merced y dominio de la arrogante ignorancia anodina que domina la dinámica de masas. El sujeto ha sido transformado por el devenir de la relación entre ignorancia y conocimiento, ha pasado de aprehender el conocimiento por el simple deseo y placer de saber, a conocer so-metido a la necesidad imperiosa de la realidad hiperproductiva actual. Esta transformación tiene su asidero en un grito existencial deses-perado, residiendo en lo profundo de la crisis del sujeto como tal, que se ha visto superado por la inmensidad de su realidad, mostrando su esencial insignificancia frente al mismo. Aquella angustia de verse superado le empuja a condenarse en la anomia más recalcitrante y se refugia en lo banal de la sociedad actual, se refugia en la masa, que apaga su deseo natural de buscar y conocer.

He ahí donde reside la figura del nuevo ignorante, que no es carente de conocimiento técnico o positivo; se ha convertido en experto, pero solamente de lo particular, incapaz de trascender más allá de sus fronteras, incapaz de construir una visión general y articuladora, y, finalmente, presa de la obtusa masa y su reali-dad actual.

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Sopor

Christian Canedo

El verdadero éxtasis quema.Roberto Bolaño

Hace unos 6 o 7 años, para mi cumpleaños, recibí de un amigo un regalo muy especial.

Era la novela Rayuela, de Julio Cortázar, un libro grueso y por lo mismo intimidante; sin embargo, lo tomé como un divertimento, una suerte de reto entretenido. No imaginé lo brutal que sería aquella experiencia. Aclaro que no fui un lector precoz o, al menos, un buen lector precoz; en cualquier caso, me pasé el resto de ese invierno digiriendo lentamente sus enigmáticas páginas. Lo inmediato fue una experiencia sensorial: verlo, olerlo, palparlo; lo segundo, algo profun-dísimo, difícil de explicar: me transportaba del invierno cruceño al parisino cada madrugada que pasaba con él, me costaba ver entre el humo y la luz tenue bajo la que se reunía el Club de la Serpiente, y, a pesar de la evidente diferencia de edad, yo era un convencido Oliveira, atribulado y febril. Una noche, cuando casi llegaba la prima-vera, leí la última de sus páginas. Sentí algo de tristeza (lo recuerdo bien) cuando cerré el libro; después, todo el vértigo se esfumó: me sentí de-vastado; creí, por alguna razón que justo en ese punto, después de tantos días o más bien años, no sabía nada de lo que me rodeaba y, lo que es peor, sentí que no me conocía.

De acuerdo con un artículo que leí alguna vez, el conocimiento, en cualquier civilización, puede ser representado por una curva creciente con pendiente positiva y luego negativa, en cuyo punto más alto se hallaría la destrucción de dicha sociedad. La razón de esto no la conozco muy bien, quizás sea un mecanismo de defensa evolu-tivo. A mi parecer, también se puede leer en aquel plano cartesiano nuestra existencia individual, es decir, se estaría más a salvo o se conservaría mejor la salud en la medida en que menos se sepa, esto es, mientras seamos más ignorantes. Es verdad que, en general, todos somos ignorantes frente a alguna cosa. Éste es un hecho indiscutible y no escucho a nadie echando el grito al cielo por

ello. También es cierto que el conocimiento o el saber representa un potencial peligro para algu-nos grupos y sus intereses (sin mención precisa). Tristemente, el problema no radica simplemente en que el entorno no nos facilita el conocimiento –a pesar de que esto sea cierto–, sino en que no sabemos escrutar los hechos más allá de la super-ficie (no sabemos cómo), no nos interesa nada más que ver el reloj y saber que tenemos tiempo libre para perderlo en cualquier banalidad, mi-rando un programa basura en la TV (que los hay y muy basuras) o asistir al chismorreo de los jue-ves para empaparnos de detalles estúpidos acerca de la vida de algún personaje inmerecidamente célebre. En resumen, el problema no es lo que ignoramos, sino la falta de voluntad de saberlo.

Es por eso que caer en la ignorancia o perma-necer en ella es algo relativamente fácil, como engancharse en las drogas, a pesar de que el aprendizaje puede ser algo de una sencillez apa-bullante. ¿Cómo se puede justificar la voluntad o la disposición de aprender algo si no estamos seguros siquiera de que estaremos despiertos mañana cuando amanezca? ¿Existe algún crite-rio objetivo para clasificar los conocimientos en útiles e inútiles? ¿Somos capaces de discriminar voluntaria y convenientemente qué saber y qué ignorar? Todos estos son algunos interrogantes cuyas respuestas pueden servirnos de mucho. Lo cierto es que, aunque suene forzoso, pues casi nunca se piensa en ello, el tiempo pasa mientras nos convertimos en un libro de páginas vacías que se van llenando de mierda: tenemos la capacidad de absorber y retener todo lo que nos rodea, de revolucionar nuestro ser, pero nos contentamos con ser los patrocinadores de la nada. Y es aquí donde me salta una pregunta en la cara: ¿qué tan placentero es el letargo?

Ahora bien, revertir esa falta de voluntad, aun-que no lo parezca, no es responsabilidad única de

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un individuo que es incapaz de comprenderse; también debería ser un tema a tratar en todos los rincones de la sociedad, e incluso ser prioridad de Estado (global, tal vez). Reconozco que esto úl-timo suena bastante ilusorio, fundamentalmente para los gobiernos mediocres, seudodemocráti-cos y con aspiraciones de perpetuarse en el poder (cualquier semejanza con la realidad boliviana actual es pura casualidad). Por cierto, respecto a las autoridades gubernamentales, debido a los perjuicios y crímenes que han provocado, hasta sería mejor sustituirlas con un ejército de bestias, con sus respectivos fusiles y uniformes camuflados o detrás de un monitor en una ofi-cina burocrática; sería infinitamente más fácil y conveniente. A fin de cuentas, lo que vale para la campaña es mostrar cómo sube el numerito del “índice de alfabetización”, aun cuando, en la realidad, no tengamos idea de dónde estamos parados. No hay, en definitiva, una verdadera

pretensión de contribuir al crecimiento de nues-tros conocimientos.

Al margen de lo anterior y para tranquilidad de muchos, queda el consuelo de que siempre han existido los raritos, amantes de eso que los puede llevar al borde de la existencia, los que parecen descendientes del mismo Ícaro y que rinden culto monoteísta al diabólico Prometeo. Claro que, poniéndolo así, puede sonar a vanidad (o a veneración en este caso); sin embargo, ellos saben que el deseo de conocimiento no es un regalo del azar y es un tesoro, el único que tienen. Así, malaventurados y malditos, corroídos por el hambre de eso que los calcina, divulgadores del evangelio del infierno, tal vez de ellos sea el reino, en la tierra o debajo de ella, más allá de la por-quería y las imposturas que nos ofrecen a diario.

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Las implicaciones éticas de la ignorancia

Marco Antonio Del Río Rivera

Me parecía que instruyéndome no había conseguido más que descubrir mi profunda ignorancia.

René Descartes, El discurso del método.

A lo largo de la historia han existido hombres que aspiraron al total del conocimiento hu-

mano. Pienso en la monumental Summa teológi-ca, donde Tomás de Aquino aspiraba a exponer y debatir todo lo divino y lo humano; en Leonardo da Vinci, que, junto a una curiosidad insaciable, cultivaba un gran talento para la innovación y para las artes; por último, en Alexander von Humboldt, quien más que nadie se impuso el desafío de querer conocer todo lo que las ciencias habían descubierto. Fue también la aspiración de Denis Diderot y Jean le Rond d’Alembert, cuan-do planificaron llevar adelante el colosal proyecto de la Enciclopedia: codificar todas las ciencias, las artes y los oficios en un solo libro, de múltiples volúmenes. Las enciclopedias son, sin duda, el mayor intento de democratizar el conocimiento, desde la Enciclopedia de Diderot y d’Alembert hasta la Wikipedia.

Esos ejemplos son de grandes hombres y de grandes proyectos. Sin embargo, a lo largo de la historia humana han sido más frecuentes los hombres, a menudo oscuros y mezquinos, que han asumido el papel de sabios sin serlo. Hom-bres presuntuosos que, con un par de libros medio leídos y mal entendidos, aprovechaban cualquier espacio público para pontificar sobre el tema que fuera.

Hubo un tiempo en el que en ciertos espa-cios académicos se creía que todo lo que los hombres necesitan conocer para vivir ya estaba descubierto y, por lo tanto, cualquier afán de adquirir nuevos conocimientos era una ex-presión del pecado mortal de la soberbia. Sin embargo, en el arco de los siglos XIV-XVI, años más años menos, algo empezó a cambiar.

La invención de la imprenta estableció la posi-bilidad de que nuevas ideas puedan ser hechas públicas, y la idea de la novedad, no sólo en el ámbito del saber, empezó a mirarse de otra for-ma. Más adelante, gracias a lo que los historia-dores han llamado la Revolución Industrial, las condiciones materiales de vida de los hombres empezaron a cambiar. El ferrocarril, primero, y los automotores, después, han sustituido al caballo y la mula, la electricidad ha sustituido la iluminación con velas, y así, los ejemplos se pueden enumerar hasta el hartazgo. Con tales procesos se profundizó la división y especiali-zación del trabajo. Cada hombre y cada mujer se han convertido en ciertas faenas, y poseen un más o menos profundo conocimiento de una fracción muy reducida del total del co-nocimiento humano, que, además, cada día se expande gracias a la investigación científica y tecnológica.

No cabe duda que, como sociedad, la huma-nidad posee hoy un acervo de conocimientos mayor que en cualquier otra etapa precedente de la historia de la especie. Y ese acervo crece de un día para otro; sin embargo, en el reverso, como cada persona conoce cada vez más de cada vez menos, se puede concluir que cada persona es hoy cada vez más ignorante.

A veces se tiende a pensar la ignorancia –esto es, la falta de conocimientos– como un deméri-to para las personas. Sostener que una persona es ignorante se suele considerar un insulto, una forma de degradación ontológica. Pero, en ri-gor, el defecto, lo censurable, es la perseverancia en la ignorancia, la fatua satisfacción de quien

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ve en su ignorancia un valor, quien cree que su valor como sujeto se expande por su negativa a aprender. Una cosa es nacer ignorante, como nos ocurre a todos, y otra muy distinta creer que eso es positivo y ponderable.

En rigor, se trata de dos extremos. El primer caso es el de quien se ufana de su ignorancia. Recuerdo un amigo que estaba orgulloso de no haber leído jamás la Biblia. El segundo se presenta con quien cree que ya lo sabe todo, y que mira con desconfianza cualquier nueva idea o razonamiento. No obstante, paradójica-mente, ambos extremos van juntos. El hombre o la mujer que, por azares de la vida, no ha tenido la oportunidad de hacer estudios, o los ha tenido muy limitados, suele pedir disculpas por ello, pues lo ve como un defecto, sabe que carece de la competencia necesaria para expre-sar un juicio certero sobre un tema. En cambio, hay quien ha logrado cierto nivel de estudios y adquiere la soberbia de los letrados. Peor aún, como es posible que tenga la formación adecuada en cierto ámbito del saber, desarrolla en su cerebro la idea de que su conocimiento se desborda y cubre otras ciencias y discipli-nas. Por ejemplo, creer que ser buen abogado permite opinar de medicina, astronomía o psicoanálisis con igual competencia. Y por ello, sin vergüenza y con descaro, se lanza a opinar sobre lo divino y lo humano, pontifica sobre el reino animal y vegetal, puede hablar del sexo de los ángeles y de la inteligencia de las termitas, puede dar lecciones de agronomía o un curso avanzado de conducción de helicópteros.

¿Qué implicaciones éticas tiene la expansión simultánea del acervo de conocimientos que posee la sociedad y, por otra parte, la expansión de la ignorancia de la persona con respecto a ese total de conocimientos? O sea, si las per-sonas somos hoy más conscientes de cómo crece la cantidad de conocimientos que tiene la sociedad, pero, al mismo tiempo, somos lo sufi-cientemente lúcidos para entender que nuestro conocimiento personal, aunque esté creciendo, en realidad es cada vez menor en relación al total del saber humano, qué consecuencias de conducta podemos inferir.

La conciencia de sabernos ignorantes, de saber que nuestro saber especializado y competente cada vez más se limita una fracción del total del conocimiento humano, nos genera dos deman-das, la humildad y la tolerancia, que se deben traducir en sentimientos y formas de conducta.

La humildad es la lógica consecuencia de la conciencia de ignorancia. Siempre así ha sido. El ignorante secularmente pide perdón por ello, pues sabe que puede expresar una tontería, y no porque sea menos inteligente, sino porque es consciente de que puede estar omitiendo infor-mación relevante, o porque el filo de la navaja de su inteligencia no está preparado para tal tipo de materiales. Por eso es tan patética la arrogancia de los letrados, tan despreciable el amor a los títulos y a las jerarquías académicas.

Y la tolerancia. El cultivo de las ciencias nos revela que la realidad es más compleja de lo que podemos imaginar. La realidad es más fantásti-ca que lo que puede imaginar cualquier artista, por más drogas alucinógenas que pudiera haber consumido. Por lo tanto, el hombre con un cierto caudal limitado de conocimientos sabe que el otro puede tener mejor información, o haber dedicado mayor tiempo a reflexionar ese tema. En consecuencia, el respeto a la opinión ajena se impone. Se debe aprender a aquilatar la opinión ajena, pues no tenemos el monopolio del saber.

La conciencia de la propia ignorancia, que se alimenta de la lucidez, nos permite abrir nuestra mente y corazón a la necesidad de aprender las ciencias y artes de la humildad y la tolerancia, el respeto al prójimo, e incluso cierta capacidad de comprensión frente a expresiones de ignorancia, que se pueden mirar positiva-mente con humor y, en el peor de los casos, con lástima. Recuerdo cuando alguna cantante de éxito expresó su deseo de ir a Roma “para visitar la tumba de Nuestro Señor Jesucristo”. Frente a cosas así, solo cabe la sonrisa y mover la cabeza ante la capacidad de sorprendernos que posee la realidad.

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El título no es tan previsible como lo es para los psicoanalistas; Freud, no siempre

es sutil, y puede llegar, inclusive, al grotesco, como se puede advertir en la «Conferencia 16. Psicoanálisis y psiquiatría», de sus Conferencias de introducción al psicoanálisis, cuando plantea que el paciente que deja la puerta abierta del consultorio expresa un menosprecio incons-ciente al psicoanalista o cuando plantea que una paciente está enamorada de su yerno sin la menor solución de continuidad en el análisis –el yerno, a la sazón, aparece en el análisis de la nada, ¡aún más allá de lo inconsciente! –. En su descargo, hay que destacar que hace una intro-ducción larga antes de exponer el caso, con tono de quien reconoce el carácter misterioso de su estudio. Considerando el alcance increíble de su conclusión, no hay por qué dudar, al menos en esta ocasión, de su sinceridad literal…

Con ese trasfondo, la sutileza que vamos a celebrar a continuación no es el halago de nin-gún beato, ni mucho menos, ciertamente…

El contexto es Austria / Alemania / Italia en 1933, lo cual no es decir poco. En ese marco de características históricas desproporciona-das, Freud recibe una solicitud de Mussolini, a través de un amigo en común, que le pide un libro dedicado y autografiado –la preciosa anécdota está en la biografía de Freud, escrita por su amigo Ernst Jones, The Life and Work of Sigmund Freud. Es recogida también en español por Federico Finchelstein en El mito del fascismo: de Freud a Borges–.

Era claramente una petición incómoda y comprometedora… No solo para ese momen-to, sino para la posteridad de Freud…

La situación se podría resumir de la siguiente forma demasiado previsible: si Freud ignoraba la solicitud, ponía al descubierto su condición antifascista, con todas las consecuencias que eso le podía generar, acentuadas por su condi-ción judía… Si Freud aceptaba, era una mácula para su legado, que con el tiempo se haría cada vez más infamante –algo parecido a lo que le sucedió a Heidegger…–.

¿Cómo resolver el dilema? Bueno, en ello, precisamente, radica la sutileza de Freud… La dedicatoria a II Duce dice así: “A Benito Mus-solini, con los cordiales saludos de un anciano que reconoce en el poderoso al Héroe de la Cultura”.

En una lectura convencional, se trata de un elogio irreprochable… Sin embargo, en una lectura freudiana, la cuestión es muy distinta…

Para Freud, la cultura es una especie de ensa-yo de sublimación colectiva de las pulsiones de la libido que tiene el hombre reprimidas en lo inconsciente, pugnando por salir... “Reconocer” en Mussolini al “poderoso” que es “Héroe de la Cultura” significaría, en su legado intelectual, algo así como decir que Mussolini es tan solo el expediente violento para canalizar fuerzas in-confesables –por lo tanto, el elogio, se convierte en un velado insulto, en efecto…–.

Dejando de lado la opinión que se tenga sobre el pensamiento de Freud, ¿no es uno de los episodios de sutileza más admirables de la Historia?

La sutileza de Freud (o cómo sacar ventaja de la ignorancia)

Roberto Barbery Anaya

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Yo, hipótesis

María Claudia Salazar Oroza

Estoy convencido de que quien se abandona a la elucubración de vidas distintas a aquella que vive en la realidad manifiesta, de esta indirec-ta manera, su rechazo y crítica de la vida tal como es, del mundo real, y su deseo de sustituirlos por aquellos que fabrica con su imaginación y sus deseos.

Mario Vargas Llosa

Conocer no basta; es vital contar con certe-zas. Las certezas nos ahorran el comprobar

a cada paso si, efectivamente, las cosas son de esta o tal manera, logrando así concentrarnos en otras de mayor relevancia. He aquí un ejem-plo de esto último: si subimos por las escaleras mecánicas, no hacemos una revisión previa del sistema eléctrico o la calidad de los materiales, la estructura o su instalación, incluso cono-ciendo de algún accidente reciente que haya surgido por tales desperfectos. De esta forma, ignoramos, en su mayor parte, cómo funcionan las cosas, al igual que su estado. Sin embargo, un desconocimiento como éste resulta perfec-tamente defendible; dar por sentadas muchas proposiciones sobre el origen, la naturaleza, formas y funciones del mundo nos ha permi-tido el avance en muchos campos.

Ahora bien, cuando los hombres de ciencia observan un hecho empírico y particular que contradice una ley o teoría, se considera que el acervo de conocimientos disponible es insufi-ciente, resultando éste el punto de partida, el origen para la realización de una investigación científica y la formulación de hipótesis. Así, pretenderíamos alcanzar una explicación que resulte satisfactoria, terminando, aunque sea de manera momentánea, con dudas que nos inva-den en diferentes ámbitos de la vida. Debe des-tacarse que, exceptuando algunos casos, nues-tros semejantes sentirían ese impulso a buscar respuestas; por supuesto, en este cometido, no todos siguen los dictados del método científico, ya que no es la única vía que permite aproxi-marnos a la verdad ni, menos aún, resolver la totalidad de los problemas de la exsitencia.

Ese notable afán de conjeturar de la raza hu-mana fue el que llevó a Mario Bunge a realizar apreciaciones sobre la naturaleza del hombre, señalando que éste era “el único ser problema-tizador, el único que puede sentir la necesidad y el gusto de añadir dificultades a las que ya le plantea el medio natural y el medio social”. Así, el hombre es capaz de percibir un problema y, para tratar de “resolverlo”, diseña diversas for-mas y métodos, ya sea que el problema tenga un carácter científico o cuente con otro ordinario y cotidiano. Resalto esto porque, probablemente, uno de los “problemas” que surge repetidamen-te a lo largo de nuestras vidas -pues implica una verdad íntima y necesaria- sea el de la pregunta por el ser, es decir: ¿quién soy? Sin necesidad de formularla explícitamente, se presenta y vamos respondiéndola conforme a nuestro actuar en distintas circunstancias, partiendo de nuestras ideas y de la influencia que ejerce el otro, el prójimo. Preguntarnos acerca de quiénes so-mos da origen a una serie de hipótesis que no son sino proposiciones en las que afirmamos o negamos aspectos relacionados con nuestra naturaleza, cualidades, funciones, lugar en el mundo, nuestro presente, pasado y futuro. La literatura, en sus diferentes disciplinas, está repleta de hipótesis que han pasado a ser teo-rías, leyes, parte de sistemas de pensamientos filosóficos, políticos, etc.

Como es sabido, para conocer y realizar des-cubrimientos, los científicos observan datos, formulan hipótesis y las someten al método científico en cuestión, con la finalidad de darlas por ciertas o rechazarlas, y, de esta manera, constatar la veracidad de una teoría. Esto no suele pasar en otros campos. Sucede que, en lo

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cotidiano, es fácil advertir que, salvo rara ex-cepción, no ocurre nada similar: modificamos los hechos, escogemos los datos que más nos convienen, sin ninguna contrastación previa; además, adoptamos medidas en favor o en contra sin un proceso de reflexión y autocrítica que determine la solución de un problema. Es pertinente señalar que tampoco valoramos la manera en que estamos elaborando nuestros juicios. Ello nos conduce hacia un escenario nada deseable, pero bastante común. Me refiero al hecho de que, cuando se opone la realidad a nuestras ideas o proposiciones, no nos preguntamos cómo debería cambiar esto nuestras concepciones, ideología o sistema de pensamiento, mucho menos corregir nuestros actos y ni qué decir de corregirnos con la mayor de las hidalguías.

Sin lugar a dudas, la proposición “soy bueno y los demás son malos” suele ser la más común entre los mortales, siendo defendida a ultranza, aún en las circunstancias más evidentes de mal-dad propia. Peor todavía en las que los hombres recurren con infamia al amor y justicia para escudarse. Es entonces cuando esta hipótesis, como muchas otras, pasa a ser una ficción, es decir, una concepción tan distanciada de la realidad cuanto favorable para nosotros. Cabe aclarar que las conjeturas sobre nosotros no siempre son ciertas o falsas en su totalidad; así como en la ciencia, pueden solo circunscribirse a un domino o campo específico –por ejemplo, podemos ser madres y padres con mucho amor y expectativas sobre nuestros hijos y, al mismo tiempo, tener una visión negativa del resto del mundo, o de la mayoría de las personas, e imaginarnos las peores respuestas de ellos, aun conociendo de actitudes que distan mucho de esa visión pesimista–. Volviendo a las ficciones, su apego es, en cierto modo, producto de la impotencia e incapacidad de cambiar, ya sea parcial o totalmente, la realidad; se constituye, pues, en una de las posibles respuestas a aquello que se escapa de las manos, una que se puede escoger en vez de la violencia o algún tipo de agresión, entre otras situaciones. Se expresa así un deseo o frustración. Es que, en los hombres, el “conocer la realidad” encuentra un contrin-cante, que es “desear una realidad”. Vale la pena precisar que en este modo de obrar existe una pretensión: ignorar la realidad en la medida

en que se desajuste a la historia que nos deja dormir y seguir soñando. El comportamiento de aquí en adelante es selectivo: escogeremos los datos, los hechos, nuestras actuaciones y las del prójimo como más nos convenga. ¡Ay de aquel que ose manchar la cabecera en la que se apoya durante el sueño nuestra cabeza!

De modo que, a ese soñar despierto, que no es otra cosa que imaginar, se le puede dar un uso exagerado, considerándolo una herramien-ta idónea para entender la realidad, un criterio de verdad para evaluar nuestras hipótesis. Con ese fin, es preciso advertir las limitaciones de aquella facultad humana. Para ejemplificar lo que se viene describiendo en el párrafo ante-rior, acudiremos a la literatura. En un número anterior, me referí al cuento «Eróstrato», de Jean-Paul Sartre. En ese relato, el personaje principal, que lleva el nombre del título del cuento, es un ser sin las habilidades y virtudes suficientes para triunfar y descollar como a su ambición le hubiese apetecido, aunque sea en los campos más superficiales y frívolos. Ham-briento de fama y triunfos, decide que saldría a asesinar a cuanto hombre pudiera, y, posterior-mente, se suicidaría. De esta manera, él pasaría a la historia a través de la memoria del prójimo, pero como autor de un hecho trágico y terrible; sin embargo, no sería aprehendido ni castigado por hombre alguno, burlándose de todos ellos. Sartre nos describe a este hombre que busca un lugar para mirar, con aborrecimiento, desde arriba a los otros, desde donde ellos no estaban percatados de poder ser mirados. Su relación con ellos no podía proporcionarle ningún placer, sino a través del sufrimiento de éstos, al punto que cualquier mujer diestra en las artes amatorias sentiría una profunda confu-sión. Puesto en marcha su plan, le invade la duda y desesperación; luego de asesinar a un hombre y ser perseguido por los policías hasta su residencia, decide entregarse. Recalco todo ello porque Eróstrato contaba con numerosas proposiciones negativas de los hombres y de los sistemas que ellos habían creado, que resul-taban contrarias a las que tenía de sí mismo: un hombre virtuoso y digno de las mayores aten-ciones. Esa realidad, claramente indeseable, estimuló su imaginación, condicionando sus respuestas físicas y sesgando sus experiencias y observaciones; por ende, no le afligía averiguar

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si desconocía algo de la realidad que pudiera cambiar su opinión. Él había concebido la úni-ca versión de sí mismo que debería ser conside-rada real, cierta, incuestionable, pero también había elaborado la de los otros. Podía ignorar absolutamente todo lo demás.

Dicho lo anterior, vamos a suponer que Eróstrato, antes de consumar su plan, decide tomar otro camino, al estilo de lo que nos plan-tea Giorgos Lanthimos en la película Canino. Como el mundo es malo y no reconoce su valor, el protagonista de Sartre ha pensado en formar un hogar en el que su esposa e hijos no salgan de casa, pues él, como un dios, proveerá todo lo necesario e impondrá sus reglas y educará de una manera diferente a sus cachorros humanos. Desgraciadamente, como es posible constatar en la realidad, el mejor coctel para muchos se-mejantes está elaborado de admiración con la anulación de la crítica, la sumisión o la pérdida de juicio autocrítico, todo en una copa de ig-norancia, por ser éste el requisito indispensable en esta creación de un mundo paralelo al exis-tente, de una imaginaria y deseada realidad que condena al enanismo espiritual, al absurdo o a la falta de sentido. Nada digno de ser elogiado puede salir de tal despropósito.

Los errores a los que puede llevarnos obrar solo en base a lo que imaginamos podrían provocar daños irreparables, al margen de que, posteriormente, busquemos rectificarlos. Por otro lado, Elayne Scarry, una filósofa contem-poránea, ha reflexionado sobre la dificultad de imaginarnos a los demás, señalando que ni siquiera haciéndolo con nuestros amigos pode-mos fiarnos de la exactitud de dicha tarea ima-

ginativa, peor todavía con nuestros enemigos. Con todo, este no sería el único problema, sino que existe otro de orden numérico, pues no es lo mismo imaginarnos a una sola persona que a todo un grupo. Siguiendo esta lógica, se corre un alto riesgo, ya que nombrar a los demás como una masa puede conducirnos a la des-personalización, facilitando el daño a través de diversos medios, tales como el uso de la violen-cia. Este daño, sea hacia un individuo o grupo, se podría ejercer debido a que no conocemos, ni mucho menos imaginarnos, la existencia del otro en su totalidad, ignorando su manera de entender la vida, sus experiencias y preocupa-ciones, entre otros; por tanto, bastaría con saber o deducir una verdadera miseria del semejante para damnificarlo Ello hace que, a veces, con total presteza y eficiencia, nos adjudiquemos el adjetivo de miserables.

Los peligros en torno a la imaginación son considerables como para dejarla gobernar totalitariamente. Claro que no tiene sentido estrellarnos contra la imaginación, una facultad humana que nos ha obsequiado diversas dichas y, además, hecho posible muchos adelantos. Lo fundamental es evitar que suprima otras igual-mente importantes como, por ejemplo, la que nos permite razonar, meditar, criticar, incluso rectificar nuestra conducta e ideas. Además, recordemos que, así como formular hipótesis, usar la imaginación e investigar son acciones que giran en torno a una necesidad natural: conocer lo que está fuera de nosotros. Un pro-pósito del cual ningún hombre debería rehuir y que, con seguridad, hasta sus más remotos semejantes podrían agradecer.