Pequeña reflexión sobre el carácter de un impulso.

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Vivimos en una época en la cual ya no podemos quedarnos al margen de las tormentas; sería un suicidio y lo sabemos, ahora lo sabemos. Por fin entendemos que todos los vientos son nuestros y nuestras las voces para calmar su furia, para redireccionar su avance, para refundar sus corrientes y reapropiarnos del oxigeno que nos ha sido arrebatado. Hoy podemos decir, al fin, que el aire nos pertenece y que la tempestad que viene será la de la vida común y no la de la muerte invisible y atómica: ahí nuestra declaración de resistencia. La monstruosa evolución del capitalismo mermó, durante mucho tiempo, nuestra capacidad de relacionarnos con el otro, de tejer puentes entre su dolor y el nuestro. Olvidamos que aquel dolor era la justa rabia por las masacres perpetuadas en contra de la mujer y el hombre libre: se economizó nuestra vida, se traficó con la muerte, se mercantilizaron los sueños, nos despojaron de las raíces que se extendían hacia la posibilidad de un pensamiento común, se nos vendió la idea de que la piel era la última frontera infranqueable y que nuestra existencia se reducía a la reproducción del capital, al mantenimiento de la cifra abstracta que flota en la oscura nube de la Bolsa Internacional y que legitima el uso de la violencia estética en contra de los pueblos del mundo. Y es que el gran imperio del capital, de la industria del deseo, ha fracturado nuestra mirada al punto que la traza del horizonte al que aspiramos se ha interrumpido –la vieja democracia ya es mas una leyenda para dormir cocodrilos, herencia de ancianas estatuas de piedra, que una posibilidad real-. Pero aquí estamos de nuevo, reconociendo los fracasos y aceptando que no sabemos qué sigue; aquí estamos saliendo a las calles a refundar los espacios que nos pertenece y en los cuales apostamos los cuerpos en su sentido transversal (sabemos que el enemigo no está afuera, pero afuera está el campo de batalla); aquí estamos planteando, desde el diálogo, nuevos futuros para poder inventarnos, para poder arar otros caminos por donde circule el viento. Necesitamos comprometernos con la pregunta de qué mundo queremos y cómo podemos hacerlo y plantearla de todas las formas posibles en territorios

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Pensamiento.

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Vivimos en una época en la cual ya no podemos quedarnos al margen de las tormentas; sería un suicidio y lo sabemos, ahora lo sabemos. Por fin entendemos que todos los vientos son nuestros y nuestras las voces para calmar su furia, para redireccionar su avance, para refundar sus corrientes y reapropiarnos del oxigeno que nos ha sido arrebatado. Hoy podemos decir, al fin, que el aire nos pertenece y que la tempestad que viene será la de la vida común y no la de la muerte invisible y atómica: ahí nuestra declaración de resistencia.

La monstruosa evolución del capitalismo mermó, durante mucho tiempo, nuestra capacidad de relacionarnos con el otro, de tejer puentes entre su dolor y el nuestro. Olvidamos que aquel dolor era la justa rabia por las masacres perpetuadas en contra de la mujer y el hombre libre: se economizó nuestra vida, se traficó con la muerte, se mercantilizaron los sueños, nos despojaron de las raíces que se extendían hacia la posibilidad de un pensamiento común, se nos vendió la idea de que la piel era la última frontera infranqueable y que nuestra existencia se reducía a la reproducción del capital, al mantenimiento de la cifra abstracta que flota en la oscura nube de la Bolsa Internacional y que legitima el uso de la violencia estética en contra de los pueblos del mundo. Y es que el gran imperio del capital, de la industria del deseo, ha fracturado nuestra mirada al punto que la traza del horizonte al que aspiramos se ha interrumpido –la vieja democracia ya es mas una leyenda para dormir cocodrilos, herencia de ancianas estatuas de piedra, que una posibilidad real-.

Pero aquí estamos de nuevo, reconociendo los fracasos y aceptando que no sabemos qué sigue; aquí estamos saliendo a las calles a refundar los espacios que nos pertenece y en los cuales apostamos los cuerpos en su sentido transversal (sabemos que el enemigo no está afuera, pero afuera está el campo de batalla); aquí estamos planteando, desde el diálogo, nuevos futuros para poder inventarnos, para poder arar otros caminos por donde circule el viento. Necesitamos comprometernos con la pregunta de qué mundo queremos y cómo podemos hacerlo y plantearla de todas las formas posibles en territorios creados para el encuentro de las miradas, de las voces, en espacios creados para potenciar la vida -desde la red, desde el hogar, desde el trabajo o las plazas-; necesitamos preguntarnos qué sigue y cómo; necesitamos rearticularnos, borrar las fronteras, derribar los muros, acallar la masacre, restaurar el propio sentido de existir más allá de la necroeconomía, más allá de la frialdad del capital, más allá de la salitrosa idea de democracia; necesitamos reencontrarnos como cuerpos, como latidos que hacen eco en las venas del mundo; necesitamos saber que aquí estamos resistiendo con otros que caminan en la misma dirección.

“It’s not about black and white. It’s about life and death.”

Ha sido la noche más larga en la historia del planeta, y es en ésta gran oscuridad que regresan las palabras de Ernesto Sábato con más potencia que nunca:

“Creo que hay que resistir: éste ha sido mi lema. Pero hoy, cuántas veces me he preguntado cómo encarnar esta palabra. Antes, cuando la vida era menos dura, yo hubiera entendido por resistir un acto heroico (…).

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La situación ha cambiado tanto que debemos revalorar, detenidamente, qué entendemos por resistir. No puedo darles una respuesta. Si la tuviera saldría como el Ejercito de Salvación, o esos creyentes delirantes –quizás los únicos que verdaderamente creen en el testimonio- a proclamarlo en las esquinas, con la urgencia que nos ha de dar los pocos metros que nos separan de la catástrofe. Pero no, intuyo que es algo menos formidable, más pequeño, como la fe en un milagro (…). Algo que corresponde a la noche que vivimos, apenas una vela, algo con qué esperar.”

Aquí estamos, juntos, redireccionando los vientos y entendiendo, por fin, que todas las tormentas son nuestras.