Pena de muerte

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El fracaso de la pena capital.

La justicia no puede ser servida con más violencia.

Lo que la Iglesia enseña y por que.

El camino que queda.

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A simple vista, el argumento a favor de la pena capital luce persuasivo. La mayoría de la gente vive honestamente, se

comporta decentemente y desea comunidades gobernadas con justicia tanto para los inocentes como para los culpables. La gente decente teme a la violencia en la sociedad, lo cual es

comprensible. Necesitan defenderse y defender a sus hijos. La pena de muerte tiene una cualidad bíblica de equilibrio: castigo

grave para crimen grave. Mucha gente buena la ve como un disuasivo para males graves; e incluso cuando el disuasivo falla,

razonan ellos, al menos puede llevar justicia y conclusión emocional para los familiares de las victimas de asesinato.

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• La evidencia sugiere de manera sólida que personas inocentes son a veces condenadas y ejecutadas.

• Nuestro sistema legal discrimina contra las minorías y los pobres.

• Los acusados, en muchos estados, obtienen un consejo legal desastroso.

La pena capital muestra claramente que ésta no funciona como disuasivo.

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Asumamos que un acusado es genuinamente culpable de un asesinato brutal y premeditado; que él o ella obtienen una excelente ayuda legal y el debido proceso; y que un jurado justo halla convicto a nuestro acusado después de cuidadosa e inteligente deliberación. Matar al culpable sigue siendo la opción incorrecta para una nación civilizada. ¿Por qué? No logra nada. No trae de vuelta ni honra al muerto. No ennoblece la vida. Y aunque puede aplacar la cólera de la sociedad por un tiempo, no puede ni siquiera liberar de su sufrimiento a los dolientes de la victima. Es algo que sólo el perdón puede lograr. Lo que la pena de muerte logra es cerrar un caso ejerciendo derramamiento de sangre y violencia contra violencia. La pena capital no puede nunca, por su propia naturaleza, arrancar las raíces del crimen. Esto es algo que sólo el amor puede lograr.

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Pero, como mostró Jesús una y otra vez mediante Sus palabras y obras, el único verdadero camino a la justicia pasa por la misericordia. La Justicia no puede ser servida por más violencia. En el mundo del año 2005 la pena capital se ha convertido en otro narcótico que nosotros, los estadounidenses, usamos para aplacar otras, mucho más profundas, ansiedades que nos causa el camino hacia donde nos lleva nuestra cultura. Las ejecuciones pueden hacer desaparecer algunos de los síntomas por cierto tiempo pero la enfermedad subyacente el desprecio actual por la vida humana sigue ahí y empeora cada día.

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En Génesis 4:10-16, el primer asesino –Caín, quien trajo el derramamiento de sangre al mundo– recibió clemencia del Dios de justicia. Deberíamos recordar que los caminos de Dios no son los nuestros; son mejores y más sabios. El corazón de Dios, a diferencia del nuestro, es impulsado por el amor, no la ira. En última instancia, una cultura define su carácter moral por el valor que otorga a la vida humana, particularmente a aquellas vidas que parecen más agobiantes, poco importantes o indignas.

Reconocer la condición humana de un criminal es amargamente difícil cuando nuestros corazones están nublados por el dolor. Pero, la misma aguja que inyecta el veneno al asesino en cada ejecución también nos envenena a nosotros como cultura. Pagar crueldad con crueldad no equivale a justicia.

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La enseñanza católica sobre la pena de muerte se comprende mejor al observarla a través de dos lentes: lo que es, y lo que no es. La crítica de la Iglesia a la pena capital no es una evasión de la justicia. Las victimas y quienes les sobreviven tienen derecho a reparación, y el Estado tiene derecho a hacer cumplir esa reparación e imponer “castigos graves por crímenes graves”. No es un rechazo absoluto al uso de fuerza letal por el Estado. La pena de muerte no es intrínsecamente mala. Tanto la Sagrada Escritura como una larga tradición cristiana reconocen la legitimidad de la pena de muerte bajo ciertas circunstancias. La Iglesia no puede repudiar eso sin repudiar su propia identidad.

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El derecho a la vida que tiene el condenado de asesinato debe equilibrarse frente al derecho de la sociedad a la justicia y la seguridad. Finalmente, no es una falsa ecuación de asuntos relacionados pero distintos. La enseñanza católica sobre eutanasia, pena de muerte, guerra, genocidio y aborto, está fundamentada en la misma preocupación por la santidad de la persona humana. Pero, estos diferentes asuntos no tienen todos la misma gravedad o contenido moral. No son equivalentes.

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Lo que la enseñanza católica sobre la pena de muerte implica es esto: un llamado a echar a un lado la violencia innecesaria, incluyendo la violencia por parte del Estado, en nombre de la dignidad humana, y la construcción de una cultura de vida El Catecismo de la Iglesia Católica lo explica con estas palabras: “Si los medios incruentos bastan para proteger y defender del agresor [p. ej. el reo condenado] la seguridad de las personas la autoridad se limitará a esos medios, porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana.” (2267)

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El Papa Juan Pablo II, en El Evangelio de la Vida, subraya que “la medida y la calidad de la pena [para crímenes capitales] deben ser valoradas y decididas atentamente, sin que se deba llegar a la medida extrema de la eliminación del reo salvo en casos de absoluta necesidad, es decir, cuando la defensa de la sociedad no sea posible de otro modo. Hoy, sin embargo, gracias a la organización cada vez más adecuada de la institución penal, estos casos son ya muy raros, por no decir prácticamente inexistentes.” (56)

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En las modernas sociedades industrializadas, matar a los convictos de asesinato no añade nada a la seguridad de nadie. Es un exceso. No puede ser justificado, excepto en las más extraordinarias condiciones. Aún más, para Juan Pablo II, el castigo de cualquier crimen debe buscar no sólo reparar lo mal hecho y proteger la sociedad. También debe alentar la posibilidad de arrepentimiento, restitución y rehabilitación de parte del criminal. La ejecución elimina toda esa esperanza.

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El gobierno tiene la obligación de personificar los más altos ideales de un pueblo. Como pueblo libre, los estadounidenses son mejores, más decentes y humanos que con las innecesarias ejecuciones que llevamos a cabo cada semana. Somos mejores que las innecesarias ejecuciones que tenemos planeadas para los próximos meses. Para crédito suyo, más y más católicos entienden esto. La Encuesta de Zogby, muestra una gran disminución en el apoyo católico a la pena de muerte –menos de 50% la apoya ahora– es un gran signo de esperanza.

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Los resultados muestran también, algo muy importante, que el apoyo católico a la pena de muerte decrece con la asistencia regular a la iglesia. Mientras más activos en su fe se vuelven los católicos, más comprometidos se tornan hacia la santidad de la vida humana en todas sus fases, así como más abiertos hacia la enseñanza de la Iglesia sobre la pena de muerte. Esto no debe sorprender a nadie. Mucho de este patrón se evidenció en las elecciones de 2004, cuando los católicos comprometidos tendieron a rechazar las evasiones “pro-elección” en el tema del aborto.

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Como ciudadanos, nuestras decisiones y acciones importan, porque contribuyen a crear el futuro en que habitarán nuestras familias y nuestra nación. Lo que elegimos, lo que hacemos, se convierte en lo que somos.

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El fracaso de la pena capital.

La justicia no puede ser servida con más violencia.

Lo que la Iglesia enseña y por que.

El camino que queda.

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*Pena de Muerte

(*) Fuente: El reverendísimo monseñor Charles J. Chaput,

O.F.M. Cap., Arzobispo de Denver, Colorado.

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