Pedro Lemebel · 2021. 5. 29. · gía ese dulce engaño sabiendo que en el ropero se es-condían...

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Pedro LemebelSerenata cafiola

Seix Barral Biblioteca Breve

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RINCONCITO DE PATRIA

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Tonada pascuera

Sudado, corriendo, a tropezones en la jauría neu-rótica del centro que hierve en su piñata navideña.Nada más porque llama el editor acezando, exigien-do, urgiendo que debo entregar antes esta crónica porlas fiestas, por la pascua, todos queremos irnos antesa la casa. Tú me entiendes. Y qué mierda me impor-ta la pascua a mí, pienso, esquivando a la gente quepasa por mi lado con regalos y pinos y juguetes y unarisita de buenaventuranza en sus rostros de fiesta.Qué manera de gastar estos chilenos neoliberales, pu-teo, saludando a la rápida a algún lector que me re-conoce en el vibrante paseo peatonal. Y, en realidad,parezco al viejo gruñón Scrooge del cuento Canciónde Navidad, pero sin mamá no existe esta fiesta paramí, porque era ella la que se volvía loca cuando la ciu-dad en diciembre tornasolaba sus brillos dorados alcampanilleo de trineos y pascueros transpirando lagota gorda bajo el rojo traje polar.

Era ella la que cada año volvía a ser niña armandoel arbolito, inventando coronas plateadas para decorarla humilde rancha. Y era su alegría la que involucrabaa la familia pensando en la cena de medianoche con eltípico pollo con ensalada de apio del medio pelo na-cional. Era ella, sin duda, la que me hacía creer en el

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Viejito Pascuero hasta los doce o trece años. Y yo fin-gía ese dulce engaño sabiendo que en el ropero se es-condían los juguetes.

Y también fue ella quien de un guaracazo me cor-tó la ilusión una víspera de Nochebuena cuando laacompañé al centro a comprar los ingredientes delmenú pascual. Y mientras ella pagaba la canela, la vai-nilla y el clavo de olor, me preguntó casi a la rápida:¿Qué quieres de regalo este año? Yo entendí sin in-mutarme, y sin esperar respuesta, ella me llevó vo-lando a una librería y juguetería mostrándome un be-llo payaso en bicicleta que funcionaba a cuerda. Miraqué lindo, me dijo con sus ojos brillantes. ¿Quieresque te lo compre? Era a ella a quien le gustaba el ju-guete, lo vi en su carita iluminada por la magia delmuñeco. No quiero juguetes, dije con gravedad, pre-fiero ese libro, y apunté hacia un gran tomo de lámi-nas sobre la historia del cine. Y ahí comenzó mi ca-rrera literaria, ese fue mi primer libro que marcó elfin de la niñez. Esa noche se murió Santa Claus y su-pe que la vida me esperaba con la música desafinadade su circo triste.

Mi mami también se fue una noche de lobos, ycon ella se apagaron las navidades. Cuando empiezanlos arreboles pascueros me enfermo de melancolía yodio a muerte ese carnaval de luces chillonas. Era ellami Navidad, era su vocecita de niña pidiéndome quele trajera desde Guadalajara un pesebre artesanal conojos de vidrio de los que hacen allá. Y recorrí los mer-cados y ferias de la ciudad mexicana buscando el na-cimiento.

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Mira, mami, el burro tiene pestañas, le mostré alregresar del viaje. Y ella reía mirando al animal deojos rizados.

Con ella se apagó la última bujía de mi arbolitopobre, y aunque los amigos me dicen: Pero cómo vasa pasar esta noche solo, les contesto que no importa,que es una noche más, y que antes de las once toma-ré la pastilla para dormir y cerraré los ojos, comocuando era niño, esperando escuchar que un SantaClaus fucsia abra la ventana. Y antes de caer en elacantilado del sueño puedo oír las risas de mis veci-nos brindando hermanados por la llegada del Mesías.Un segundo antes de cerrar mis pestañas de burroaún puedo sentir de lejos la coral angélica procla-mando que son las doce y que en el cielo brilla unajeno resplandor.

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Una vez un ruiseñor

Fue hace algunos años, cuando trabajaba en Ra-dio Tierra, donde hacía el programa Cancionero yechaba a volar crónicas, músicas y flamencos paraacompañar mi voz coliflauta. Entonces, alguna po-bladora, un taxista y el quiosquero esperaban el so-nar de la canción Invítame a pecar, en la voz de Pa-quita La del Barrio, sintonizando los hilos melódicosde la audición. En la emisora tenía una pequeña ofi-cina donde revisaba las músicas usadas en el progra-ma. Una de esas mañanas en que amanecía, conten-ta y amaripolada rosa, escuchaba a Joselito, el niñocantor español de los años sesenta. «Una vez un rui-señor, en las claras de la aurora», trinaba el crío consu voz de cristal, tan idolatrada por las madres de en-tonces que soñaban a sus hijos triunfando con ese lí-rico diapasón. Muchos niños queríamos ser Joselito.Nuestro futuro debía ser igual al de ese niño que veía-mos en el cine haciendo de la humildad conservado-ra una encantada virtud. Por Dios que sufría Joselitocon la madre enferma, la madre preñada, la madreinválida, la madre coja, la madre hambrienta con sie-te hijos, sus hermanitos moquillentos que el chicuelomantenía cantando en la calle, en bares, donde fuera,con tal de conseguir unos pesos para matar el hambre

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del familión. Quizá por eso imitábamos la voz flau-tina de ese chico bien peinado, sencillo a pura humi-llación y esfuerzo.

«Una vez un ruiseñor quedó preso de una flor le-jos de su ruiseñora», alaraqueaba el españolito pro-nunciando cada zeta como un pequeño viejo coño.La matiné iba a empezar, y a la entrada del cine re-voloteaban los niños y sus madres peloteándose lasúltimas entradas. Bajaba la luz, las señoras se hundíanen los asientos, y el rechinar de la cortina descorríaun velo mágico sobre un valle de colinas. Y en esfu-mado guitarreo con violines, Joselito aparecía gor-goreando su trino agudo. «Esperando su vuelta en elnido ella vio que la tarde moría». Entonces, nadierespiraba en la matiné pulguienta de ese éxtasis co-lectivo. El sueño piojo de la plebe nos imantaba enlas butacas escuchando esa voz de ángel. Era Joselitocantando: «Dónde estará mi vida, por qué no viene,qué rositas encendidas me la entretienen». Todos que-ríamos ser Joselito en ese Santiago tristón que dormíasiesta con la radio prendida. Todos los pitufos quería-mos ser las estrellas precoces en la pantalla amarillentadel cine de barrio.

Pero el tiempo pasó y la borrasca de los años fueborrando esa memoria de cascabeles y rosas. Allá enMadrid la pubertad inevitable del niño trino le enmo-heció la voz, le salieron pelos en el pubis y la sombracapilar del bigote enronqueció la dulce risa cantora. Jo-selito se hacía hombre, y ese hombre le arrebató su an-gélico plañir. Joselito se hacía adulto, pero seguía conun metro cincuenta de estatura. Sus blandos cojon-

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citos se templaron con la inquietud del sexo urgente,y apenas había logrado crecer unos centímetros. Lasdisqueras le exigían la misma voz, el mismo timbrede cristal, y él contestaba con ronquera: No puedo.Ya no me sale.

La avalancha de un sueño glorioso se precipitó alritmo de los cambios en la discorola mundial. Llególa ola rockera y los trovadores de la rebelión empu-ñaron sus guitarras. Entonces, Joselito se desbarran-có en el olvido. Fueron inútiles los intentos por re-poner esa euforia de canto tradicional. Y Joselito, consu metro cincuenta y una treintena de años, vio latransformación del mundo sumido en las drogas. Ca-yó a la cárcel en Valencia por tratar de venderle me-dio kilo de cocaína a un policía. Cumplió la conde-na y lo asume con romanticismo en una entrevista:«Fue la mejor época de mi vida». Aun así, el despres-tigio lo asfixió en el alcohol que tomaba y tomaba yseguía tomando, ya como un anónimo borrachín enlas mismas tabernas donde cantaba de niño filman-do películas; pero ahora en la sombra, sin cámaras nireflectores. «Dónde estará mi vida, por qué no vie-ne», se escucha a sí mismo en el wurlitzer de la tam-baleante madrugada.

Joselito se perdió, y con él se fue la infancia. Vinie-ron otros cantantes, otras músicas rebeldes y otros za-marreos de la eléctrica juventud. Y en el Chile seten-tero, los aires flameantes de la revolución apagaronpara siempre esa alondra infantil. Y fue sólo hace al-gunos años, trabajando en Radio Tierra, que encontréun descolorido casete de Joselito y lo puse para expe-

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rimentar otra vez aquella emoción. «Aguas claras quecaminan entre juncos y mimbrales». Eso escuchabacuando entra a mi enana oficina un señor español quehacía un programa de cine en la emisora, y me incre-pa ofuscado: Pero cómo puedes oír esa mierda reac-cionaria. Este chiquillo era la música insoportable delfranquismo. Bueno, entonces yo era muy chico y nolo sabía, le contesté, bajando el volumen.

Cada proceso histórico lleva su telón de fondo mu-sical; en Chile lo sabemos, y tenemos claro quiénesfueron las voces de la dictadura. Pero Joselito apenasera un chiquillo cuando fue usado por el franquismo.Y eso no lo sabíamos los miles de niños que anhelába-mos ser un ruiseñor cantando con el pecho abierto «di-le que tienen espinas las rosas de los rosales».

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