Patria, adoro tu silencio

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Patria, adoro tu silencio LIBARDO ACELAS MEJÍA

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Cuento que da el título al Libro resaltado como participante destacado en El Concurso Nacional de Cuento Inédito 2009 del Ministerio de Cultura. Bogotá, Colombia

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Patria,

adoro tu silencio

LIBARDO ACELAS MEJÍA

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Patria, adoro tu silencio

Kabir ladró a todo pulmón, sin cesar. Jacinto despertó y aguzó el oído tratando de

identificar algún ruido conocido, como el del fara, que perseguía de cuando en

cuando a sus gallinas pero aparte de los ladridos ininterrumpidos del perro no

escuchó nada más. Sin embargo, se levantó no sin antes tranquilizar a su mujer.

Los niños dormían plácidamente en la alcoba de al lado.

Hacía casi diez años habitaba la pequeña casa que había construido en el centro

del predio con ayuda de sus vecinos. La propiedad, de escasas seis hectáreas y

media, era de una belleza bucólica inigualable y mucho más fértil que bella. Se

reclinaba sobre la cordillera en una pendiente suave que le permitía cultivar café,

maíz, plátano, frutales y en la parte baja criar algunas vacas y novillos que lo

proveían de leche y de dinero en efectivo para satisfacer las necesidades

familiares o darle un gusto a su esposa e hijos. Uno de los cuales, lo constituyó el

paseo a la capital. Sus ojos asombrados les duraron, fuera de las órbitas, una

semana después de regresar. Visitaron el Santuario de Monserrate desde donde

divisaron ese enorme reguero de edificios y casas, esquivaron vehículos locos que

amenazaban con barrerlos de la faz de las avenidas, se rieron de las pintas de

algunos habitantes de la gran ciudad quienes a la vez se burlaban de ellos.

Jacinto oyó el ladrido de otros perros en la distancia y se preguntó si le

contestaban a Kabir o por el contrario este hacía eco a los ladridos más lejanos.

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Una mano invisible le apretó el pecho, contuvo la respiración que empezaba a

desbocarse y pensó en los letreros aparecidos desde hacía un par de semanas en

las paredes de las casas del pueblo en los cuales amenazaban a sus habitantes con

desaparecerlos por colaboradores y sapos. Sigilosamente salió de la casa al

corredor, pasó al establo en donde Caramelo, el caballo, resoplaba inquieto dando

a la vez golpes con su casco en el piso como queriendo señalar algo; el frío de la

noche lo despabiló y el miedo le alertó los sentidos. Escuchó muy lejos los

primeros disparos y no le cupo la menor duda de que los avisos en las paredes de

las casas del pueblo eran en serio y las amenazas allí expresadas se estaban

cumpliendo. Corrió hasta la casa, despertó a los niños y los instruyó para que

echaran entre un talego las mejores prendas de vestir y lo esperaran detrás de la

casa en el patio de secar el café. Su mujer que ya tenía listas algunas provisiones y

ropa de ambos, con los ojos anegados murmuraba una oración.

Un escalofrío recorrió el cuerpo del hombre al recordar la forma como conoció a

su mujer, María Antonia, a la salida de una misa de aguinaldos doce diciembres

atrás: durante la ceremonia la vio cantando villancicos y se enamoró, de una, de

sus ojos color miel, su piel blanca y sus cabellos ondulados de un color parecido a

sus ojos. Su corazón enamorado elaboró el plan perfecto que su cerebro validó sin

el menor análisis. Así, en el tropel de la salida se hizo el tropezado, se excusó, se

presentó y la invitó a tomar tinto, todo en un solo acto y en una sola frase. María

Antonia abrumada por ese alud de simpatía y de palabras, recobró la conciencia

al sorber y quemarse con el tinto humeante. Vio frente a ella a un mozalbete flaco

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y curtido por el sol y cuyos ojos negros dejaban ver un alma transparente y

honrada. No cayó rendida a los pies del galán, pero dijo para sus adentros, que

valía la pena conocerlo más profundamente. Para la Nochebuena ya eran novios y

para abril del siguiente año se casaban junto con otras dos parejas en la iglesia de

pueblo. Al año nació Jámerson, a los dos Estíver y a los tres Desiré copia fiel de

su madre. La elección de sus nombres casi destruye la unidad de la familia pero

ellos impusieron su voluntad, aunque no tenían ni idea qué significaban, si era que

esas palabrejas tuvieran alguna interpretación. Solamente querían que esos

apelativos tan exóticos, exorcizaran a su descendencia, de la pobreza que había

acompañado a sus padres, abuelos y tatarabuelos.

Besó a María Antonia, le dio las mismas instrucciones que a sus hijos y cuando se

disponía a seguirlos para huir alcanzó a oír los gritos de los facinerosos en la finca

vecina, distante unos ochocientos metros de su casa. Fue al patio y le ordenó a su

mujer e hijos que huyeran por el cafetal, que no se detuvieran por nada, les

entregó unos billetes y algunas monedas, que conservaba en la relojera del

pantalón, para el pasaje a algún sitio lo más lejano posible y un sobre grande de

color amarillo que contenía los registros civiles de su matrimonio y del

nacimiento de sus hijos. Él, les dijo, los buscaría y los encontraría. Les dio la

bendición y volvió a la casa, buscó la carabina y las municiones, se amarró al

cinturón el machete y se dirigió al establo. Desde allí esperaba repeler el ataque y,

sobre todo, demorar a los asesinos para que su familia pusiera distancia. Kabir,

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que en principio corrió detrás de María Antonia y los niños, regresó y se paró en

el lindero a ladrar como endemoniado. En vano trató Jacinto de traerlo a su lado.

En la lechosa claridad nocturna vio las sombras ominosas de los asaltantes

recortadas contra el horizonte amarillo rojizo de las llamas de la casa de la finca

vecina. Alcanzó a contar seis o siete bandidos armados de fusiles. Así que eran

por lo menos seis hombres sedientos de sangre y bien armados contra su

carabina, su machete y su valentía y arrojo. Su resistencia se limitaría, tal como

pensara inicialmente, a causarles la mayor cantidad de bajas posible y a

demorarlos para que su familia pusiera de por medio suficiente distancia. Secó

con la manga de la camisa un par de lágrimas que, involuntariamente, acudieron a

sus ojos. En pocos minutos estaría frente a su trinchera el grupo de facinerosos.

Kabir, ahora a su lado, temblaba de ira pero obedecía a la firmeza con que Jacinto

sujetaba su collar. Con pasmosa tranquilidad revisó la carga de la carabina, sacó

las balas de la caja y las contó: doce, para otras seis cargas. Si sus pertrechos eran

escasos, sus posibilidades lo eran aún más. Suspiró, tensó la espalda y

sigilosamente se ubicó al otro lado del establo pues desde allí mejoraba la

visibilidad y la movilidad. Podría moverse de un lado a otro del muro en un

espacio de algo así como seis metros, despistaría a sus atacantes si podía dar la

impresión de que eran dos los defensores. Para el efecto, dispuso balas en cada

extremo. Estaba preparado para recibir con la cortesía debida a sus enemigos.

Enemigos, enemigos… la palabra resonaba en su cerebro y, a pesar de la terrible

amenaza, parecía no reconocer su significado. Enemigos, ¿cuáles y por qué? No

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tenía enemigos, estos los fabrica uno con su conducta y consideraba cada uno de

sus actos motivados por la generosidad y la buena intención. Desde la escuela

primaria no se peleaba con nadie y esa pelea era absolutamente necesaria puesto

que un compañerito de primero ofendió a la señorita Concha, su maestra y no

podía permitir que dijeran algo feo de su amada profesora. Recordó la pequeña

escuela del pueblo con su patio de tierra, la gruta de la Virgen de Fátima, los

pupitres dobles en los cuales acomodaban hasta cuatro niños, las enormes

ventanas por donde se metía el azul del cielo y las nubes y los trinos de las

pajaritos, y a veces, hasta un azulejo despistado, que indefectiblemente acababa

con la clase. Su cerebro se inundó del aroma de la albahaca de castilla, que pagaba

los golpes recibidos con una fragante oleada, así era su alma pensó: como la

albahaca. Al fondo, ocupando casi toda la pared, un enorme tablero de color verde

oscuro, y frente al grupo, la señorita Concha: delgada, pequeña, con cuerpo y

rostro de niña. Rostro de facciones finas, iluminado por dos enormes y bellos ojos

verdes. Esa noche comprendió que su recuerdos de la niñez no eran los paseos al

río ni las tablas de multiplicar, ni el catecismo… todo se circunscribía a dos

enormes, bellos y brillantes ojos verdes y a una voz suave que solo hablaba para

él. Enemigos ¡bah! Los enemigos se fabrican y él estaba seguro de no haber

fabricado ninguno. Sin embargo ahí a escasos metros estaban unos enemigos

ajenos, fabricados por manos siniestras que no eran las suyas y cargados de las

peores intenciones. Desde su atalaya y trinchera improvisadas, alcanzaba a divisar

unos cincuenta metros, suficiente distancia para su arma y puntería. Vendería

cara su vida y defendería a su familia hasta el último cartucho.

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El comandante de los asaltantes, hombre curtido en los avatares de la guerra como

que había servido durante años en las filas del ejército regular, estaba impaciente

por terminar el trabajo de esa noche. La orden era exterminar cualquier ser

humano que habitara el pequeño y ubérrimo valle sin fórmula de juicio y sin

manifestarles a las víctimas las razones de sus muertes, de tal forma de que si por

error, quedaba algún testigo vivo, no pudiera inculparlos a ellos. Esa era la

estrategia diseñada desde la capital. El mensaje de terror llegaría a quienes debía

llegar sin dejar rastros, era la otra guerra: la silenciosa, la solapada, la del

disimulo. Para la toma del territorio adyacente no sería necesario gastar

pertrechos. Sus dueños venderían sus predios a menosprecio o las abandonarían,

señal fehaciente de haber comprendido el mensaje. Al llegar al lindero de las dos

fincas, demarcado por una hermosa cerca de piedras, el jefe de la cuadrilla hizo

una seña con su mano izquierda y el grupo se reunió frente a él. Jacinto no pudo

evitar evocar la época aquella cuando contrataron a don Jerónimo para construir

esa y otras cercas de las fincas vecinas. Era julio y no paraba de llover desde

Semana Santa, por el fenómeno del niño decían en las noticias, ¿del niño, cuál

niño? Había dicho don Jerónimo si ese es un chino hijue… máiz corrigió al final

cuando notó la llegada de María Antonia con una jarrada de limonada endulzada

con melado y vasos en sus manos. A partir de ese momento, y durante su estadía

construyendo la cerca, no dijo ni carajo, tal el respeto despertado en él por las

suaves maneras de la bella anfitriona. Ni siquiera el día que una roca afilada de

unas quince libras cayó sobre uno de sus pies. Sus ayudantes rieron a sus costillas,

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de verlo tan educado. Don Jerónimo bebió dos vasos sin resollar. Acto seguido

miró al cielo, extendió los brazos y murmuró un rezo para conjurar las nubes.

Pues sí señor, paró de llover en seguida y él y sus ayudantes pudieron levantar las

cercas pues de otra manera sería imposible porque las rocas resbalarían de sus

manos, ocasionándoles dolorosos accidentes. No sobra decir, que apenas terminó

de erigir las cercas y cobró su paga, continuó lloviendo hasta casi mediados de

diciembre.

La instrucciones eran muy sencillas: subir la suave pendiente con mucha cautela,

el silencio podría ser causado porque no se han dado cuenta o al contrario; en este

último caso, seguramente los estaban esperando y no precisamente para ofrecerles

tinto, les dijo en tono jocoso. Chiste que sus hombres no celebraron por razones

obvias. Empezaron a avanzar agazapados muy lentamente y en forma de abanico.

Habrían avanzado unos veinte metros cuando los hombres que cubrían el flanco

izquierdo se vieron sorprendidos por la arremetida de un perro enloquecido.

Instintivamente se levantaron para correr. Casi simultáneamente, sonaron dos

disparos. Su bang bang resonó en el valle hasta convertirse en un susurro lejano.

Los cuerpos, heridos mortalmente, cayeron pesadamente; los asaltantes

sobrevivientes, desconcertados, no atinaban a imaginarse el suceso. Lo peor era

que en esa instancia del ataque, no podían reunirse para replantear la estrategia,

tocarían de oído, como dicen.

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Jacinto acarició, agradecido, la cabeza de Kabir y bendijo el día en que lo adiestró

para convertirlo en perro cazador. Se convirtieron en una excelente pareja para

mala suerte de las codornices, liebres, picures y otros animales de monte que

enriquecían y variaban la dieta familiar. Hasta ese momento solo había

considerado la presencia del perro como un compañero de infortunio, pero a raíz

de esa acción intrépida, lo incluyó en la nómina de sus aliados. Los otros eran su

puntería, el mejor conocimiento del terreno y el amor sin medida por su familia.

Cada minuto que demoraran en llegar a la casa significarían metros de distancia

salvadora. Imaginó a María Antonia y los niños caminando apresuradamente y

mirando hacia atrás, de trecho en trecho, con la esperanza de ver aparecer a su

esposo y padre.

María Antonia detuvo la marcha, descargó la maleta e invitó a los niños a sentarse

a su lado en una banca de madera bajo techo construida a la vera del camino por

algún campesino, también lleno de esperanza, que ilusamente imaginó una

carretera pasando por el frente. Abrazó a los niños y sintió sus corazoncitos,

palpitando aceleradamente, sincronizados con el suyo como si fueran uno solo.

Desiré se liberó un poco de la presión del brazo de su madre, levantó su preciosa

carita e indagó: mami, mami, ¿esperaremos aquí a mi papá? María Antonia la

miró con profunda dulzura y le dijo que esa no era la instrucción que había dado

su padre. Descansarían, beberían agua y continuarían su camino sin parar. Su papá

los alcanzaría más tarde. Algo le decía a María Antonia que esa aseveración era

falsa y que nunca más volvería a ver a Jacinto. Abrazó más fuertemente a sus

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hijos, sacó la botella de agua y le dio de beber a los niños, al final ella tomó un

gran sorbo que se le atragantó en el pecho. La noche había tomado un tono

sombrío, señal de que llegaba a su final. Murmurando una oración reanudó el

camino. Camino que volvíase cada vez más escarpado y difícil de transitar pues

Jacinto le dijo que evitara los caminos muy transitados así como acercarse a los

pueblos vecinos: la seguridad se la darían solamente los sitios poco habitados y

una ciudad grande, lejana, desconocida y en la cual ellos también serían unos

perfectos desconocidos. Unos más en busca de fortuna, le había dicho antes de

besarle la frente.

Terciopelo, remoquete con el que era conocido el hombre que comandaba la

pequeña célula irregular y que se lo habían endilgado irónicamente por sus

atributos ásperos, ordinarios y brutales, pensó en la suerte de sus hombres. No

pudo establecer cuántos eran los caídos pero la situación lo hizo reflexionar un

instante. Repasó su vida. No se recordaba de niño, su remembranza más lejana se

remontaba al cuartel, al servicio militar, al arrastre bajo, a las veintidós de pecho,

a la mala comida y a los peores tratos provenientes de sus superiores. Después,

sus recuerdos olían a pólvora, a sudor, a sangre y a muerte. Cuando un día de

licencia en su pueblo, un señor le ofreció empleo haciendo lo mismo que en el

ejército pero con el triple de paga y sin sometimiento a reglas humanitarias, y

además como comandante, a Terciopelo se le llenó la boca de agua y dijo, como el

lagarto al que acaban de nombrar en algún cargo público innecesario, que

aceptaba irrevocablemente. Desde ese día ya había corrido mucha sangre por su

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cuenta. Regresó a la realidad y analizó la situación. Si quería conservar intacto su

pellejo y disfrutar algún día de la pequeña fortuna que había amasado con el botín

de guerra de estos años, era preciso aguzar los sentidos y aprovechar los errores de

sus hombres para ubicar a su o sus opositores. Sería cuestión de esperar unos

minutos. No tuvo que esperar mucho. El perro, tras una veloz incursión, apresó

con sus fauces la pierna de uno de sus hombres. Cuando se incorporó para

sacudirse al animal que amenazaba con desgarrarle el músculo, sonó un disparo

preciso y letal. Terciopelo, atento, respondió el fuego disparando hacia el sitio

donde vio el fogonazo; a tiempo cambió de ubicación, a su lado pasó la descarga.

Se quedó sin saber si el último disparo provenía del mismo tirador o de otro. No

sintió pena por sus hombres caídos. Al fin y al cabo reclutas se consiguen

fácilmente, los comandantes son escasos y más costosos.

Jacinto sudaba copiosamente a pesar del viento helado de la madrugada que

descendía por la falda de la montaña; Kabir estaba excitado y su expresión de loco

feroz asustaba hasta al mismo amo. Gracias a su fiel amigo, a su puntería y a la

forma como se desplazaba de un lado a otro del muro para disparar, estaba casi

seguro de que sus atacantes estarían pensando que eran dos los defensores de la

casa y serían aún más cautelosos y lentos para avanzar. Así ganaría tiempo,

tiempo que salvaría la vida de su familia.

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No obstante sus éxitos iniciales, Jacinto notó que su posición era vulnerable en

extremo si sus atacantes realizaban una acción envolvente. Era preciso encontrar

un sitio que le brindara protección en redondo.

Con los escasos recursos que Jacinto le había dado, María Antonia se la arregló

para llegar a la ciudad, un gran ciudad y muy lejana. La ciudad los recibió con una

brisa helada que se les clavó en el rostro como alfileres. Alfileres, que los

citadinos removerían en sus carnes, cada vez que los miraran sin verlos.

Un día, como siempre, María Antonia y los niños deambulaban por la ciudad sin

rumbo definido. Sus pasos largos, tan largos como su huída la llevaron hasta una

iglesia enorme construida de ladrillo y con enormes puertas que invitaban a entrar

como a un vientre acogedor, tibio y amoroso. Al fondo, unos cánticos que a ella le

parecieron como de ángeles, le quitaron la timidez. Entró con sus hijos tomados

de la mano en una pequeña cadena de amor e indefensión. No bien entraron, la

feligresía se fue apartando automáticamente. María Antonia y los niños quedaron

en el centro de un espeso, pesado e insoportable círculo de desprecio y

desconfianza. La mujer se arrodilló temblorosa, los niños la imitaron, y empezó a

murmurar una oración que se le embrollaba en el pecho. Una incipiente lágrima se

asomó a sus ojos y pensó que allí no estaba el amor de Dios, del que hablaba el

cura en su pueblo, que tal vez de allí lo espantaron por mal vestido y humilde

pues esa era la imagen que ella tenía del Señor, así lo veía en los cuadros y

estampitas. No soportó tanto desprecio e hipocresía, con dificultad se incorporó y

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salió a la invisibilidad de la calle. A su mente llegaron las imágenes de otras misas

en su pueblo, empezando por aquella de aguinaldos que marcó su vida para

siempre. Sus ojos recuperaron aquella luz que fascinó a tantos. Como en el cine

Mejoral, aquel que una o dos veces al año se exhibía contra la pared de la Alcaldía

y a cuya función no faltaba ningún habitante del pueblo y sus alrededores; empezó

a rodar la película de su vida religiosa: la misa de aguinaldos, el tropezón con el

mozalbete recién salido del ejército, la turbación de ambos, el café caliente, los

ojos negros y sinceros, el breve noviazgo, la misa del matrimonio con la pequeña

iglesia llena de flores: rosas, claveles, pompones, dalias, hortensias y, formando

un arco, la bellísima en sus dos presentaciones, blanca y rosada y ella debajo del

arco, la “flor más bella de la comarca”, le había susurrado al oído Jacinto cuando

se paró a su lado para empezar la ceremonia; después las misas de los bautizos de

los niños, todas tan bellas, tan solemnes. Rodeada de personas amorosas, atentas,

sonrientes, abrazadoras y cálidas. Se sintió maravillosamente transportada a su

pueblo y a su pequeña y bella parcela y se vio ayudándole a su suegra a preparar

el cabrito para el bautizo de Jámerson. El ritual, porque eso era la preparación del

cabrito en su tierra natal, empezó dos días antes cuando Jacinto colgó el cabro de

las patas traseras, le cortó la yugular, recogió la sangre en un balde de plástico

para elaborar la pepitoria. Una vez desangrado el animalito, los cortes en la piel de

las cuatro extremidades y en el vientre para desollarlo, vaciar el menudo, lavar las

tripas apropiadas para la pepitoria, despresarlo, adobarlo con bastante ajo, laurel,

tomillo, cebolla larga y orégano antes de ponerlo a conservar durante dos días en

un recipiente plástico. Al pequeño Jámerson lo llevaron a la quebrada a darse un

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chapuzón para que no presenciara el bárbaro procedimiento. Todo estaba listo

para el arreglo del cabrito. En el corredor, al lado de la cocina Jacinto había

amontonado suficiente leña, especialmente de arrayán y cucharo, por darle mejor

sabor y color a la comida y producir suficiente brasa para asar la carne una vez

sudada. Claro, también se puede servir sudado solamente o, en el horno mija, le

había dicho su suegra. Esa vez fue asado y éxito total. María Antonia descubrió

ese día que la memoria no siempre estaba en la cabeza, a veces está en el

estómago. Después cayó en cuenta de que más abajo del estómago también tenía

memoria, al recordar el cuerpo tenso y las manos trabajadas de Jacinto. Manos

toscas que tal como se transformaban al sacarle melodías al tiple, se suavizaban y

se convertían en alas de mariposa y en pétalos para recorrer su cuerpo.

La primera que sucumbió al dolor de ausencia de su padre, de Kabir, de las

gallinas y del aire puro fue la pequeña Desiré. Su crecimiento se había detenido,

era presa de pesadillas terribles y continuamente hablaba con su madre y

hermanos de planes fantásticos con su padre: viajes a ciudades muy grandes, a

lagos inmensos, caminatas interminables a montañas azules por senderos verdes

manchados de amarillo por un sinnúmero de mariposas que jugaban con su pelo

de aguamiel mientras apretaba la mano fuerte y áspera de su padre. María

Antonia la escuchaba con atención pero evitaba mirarla a los ojos para ocultarle la

dolorosa certidumbre de su locura. María Antonia en esos momentos imaginaba a

Jacinto recostado contra el dintel de la puerta de la cocina, con el tiple terciado

cantándole “Maríaaantoniaa es laa venteeraaa/más linda que he conociiidoo/tiene

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una tienda de beeesos al otro laaado del riooo/a donde voy to los díaas/ desde

antes que salga el soool/a compraaarle a Maríaaantonia todos sus beeesos de

amooor/a comprarle a Maríaaantonia todos sus beeesos de amooor /eeeella vende

y yooo le comproooo/ su mercancía al por mayooor/y se la pago con beeesos/

nacidos del corazoooón/por eso es que Maríaaantonia/ la del ootro lado del ríooo/

es la ventera más liiinda/más linda que he conociiidooo/Maríaaantonia la del

ríiiooo/es una bella gitaaanaa/tiene cuerpo de palmera y una boquiiita de

graaanaa/por eso es que to los díaaas desde antes que salgaaa el soool/yo le

cooompro a Maríaaantonia todos sus beeesos de amooor/ yo le compro a

Maríaaantonia todos sus beeeesos de amoooor”

Una tarde, mientras escampaban de un torrencial aguacero, la niña habló de su

padre como si hubiera compartido todo el día con él. Jámerson y Estíver le

llevaban la cuerda, su madre les había prohibido burlarse de ella. María Antonia

por su parte sentía que el corazón se le hacía añicos y solo atinaba a elevar una

oración a la Santísima Virgen implorándole que pusiera fin a tanto dolor. Cesó la

lluvia. Serían como las cuatro de la tarde cuando emprendieron el camino hacia el

terreno baldío que les servía, junto a otras familias, de refugio nocturno. De paso

recogerían en una panadería aledaña la bolsa de pan que todas las tardes la

administradora les regalaba. Para completar el bastimento María Antonia

compraba una bolsa de leche con las monedas recogidas durante el día.

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Ese itinerario se había convertido en parte de su rutina diaria, como pararse en los

semáforos a pedir limosna y hacer las largas colas a la entrada de una oficina

gubernamental encargada de atender a los desplazados. Rememoró la primera

visita a la vetusta edificación. En un chorro de agua cristalina que escapó de las

fauces del concreto y del asfalto, se las arregló para bañarse y bañar a los niños y

ponerles una muda de ropa limpia; quedaron bellísimos a pesar del sufrimiento,

pensó, mientras caminaba llena de ilusión. Le pareció que llevaba a sus niños a la

escuela el primer día de clases en febrero. Sonrió agradecida con la vida como no

se sintiera en meses. Soñaba con dos cosas, una, saber de Jacinto pues estaba

segura de que él también habría acudido a esa oficina a registrarse. La otra, que le

dijeran que podía retornar a su parcela. Ese día besaría esa tierra bendita, regaría

las hortensias, la albahaca, la hierbabuena, el hinojo, cogería los estropajos y los

totumos maduros y haría un jugo de mandarinas y naranjas para saciar la sed

atrasada. Imaginaba los niños corriendo enloquecidos, llamando a su padre y a

Kabir y a Caramelo, el caballo. Tropezó con Jámerson y regreso a la realidad.

Consultó la dirección anotada en un pedacito de papel, miró la nomenclatura de

un edificio, consultó con una señora muy atenta y sin escrúpulos. Después de

recibir sus indicaciones la bendijo y pensó “esta señora no va a misa, seguro”. Es

aquí, dijo, y el pequeño cortejo se paró en la cola con inusitada reverencia. Al

cabo de un largo rato entraron a una oficina llena de afiches de propaganda oficial.

En un rincón una bandera y a su lado, en la pared una foto de un hombre; su

mirada perdida en el horizonte le recordó la de una compañerita de escuela, la de

las bromas más pesadas y la más indisciplinada del salón, el día de la primera

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comunión. Ella la vio con claridad y la recuerda porque tal como le enseñó el

catequista, esperaba verla escupir sapos y culebras por boca y nariz en el

momento de recibir la hostia. No ocurrió. Sin embargo, en el desayuno tradicional

en la casa cural, adrede, derramó su chocolate encima del albo vestido de la niña

de al lado. Recuerda el llanto de la criatura, la mirada escrutadora del padre

Matías y otra vez la carita de yonofuí de la pequeña delincuente. Esta vez el

tropezón despertador se presentó en forma de un grito horrible de la funcionaria

que la atendía. ¡Que de dónde vienen, dónde vivían! María Antonia la miró y se

preguntó si no sería la niña malvada de la escuela. De la vereda El Hato,

Corregimiento El Portillo, en el municipio de Saladillo, depart… ¡Ya, ya! Voy a

consultar la base de datos, rezongó agriamente la funcionaria. Se concentró en la

pantalla del computador mientras tecleaba y decía: alísteme los documentos.

María Antonia puso encima del escritorio el sobre con los documentos que le

había entregado Jacinto la noche de la huída. Después de unos minutos, y sin

apartar la mirada de la pantalla, manifestó que en esa área no se registraban

combates, ni presencia de fuerzas ilegales y en consecuencia ellos no podían ser

desplazados por la violencia, seguramente eran avivatos con la intención de

aprovecharse de la generosidad de este gobierno que bla, bla, bla… y los echó

literalmente a la calle. En el tropel, María Antonia no recogió el sobre con los

documentos. A media cuadra cayó en la cuenta, se devolvió y por encima de la

protesta de los de la cola entró pero solo encontró otro grito de la amargada

funcionaria despachándola. Mientras la bruja vociferaba María Antonia fijó su

mirada en un pendón que colgaba de la pared. Decía: “Patria te adoro en mi

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silencio mudo/y temo profanar tu nombre santo/por ti he gozado y padecido

tanto/cuanto lengua mortal decir no pudo…”,

Recordó que el abuelo lo recitaba y decía que se lo habían enseñado en segundo

primaria en la clase de cívica. María Antonia no pudo continuar la lectura. Su

dolor como una tenaza gigante que amenazaba con destruirla. La frase inicial le

quedó sonando en su cabeza, como el disco de Buitraguito que estaba rayado de

tanto ponerlo en los diciembres, con una pequeña variación de acuerdo a sus

actuales circunstancias: patria adoro tu silencio… patria adoro tu silencio… patria

adoro tu silencio. Así extraviaron los documentos. No tenían casa, no tenían

esposo y padre, no tenían comida ni trabajo, no tenían amigos ni familiares y

ahora tampoco tenían identidad y de ñapa no eran desplazados. Somos espantos,

le dijo a sus hijos, y caminaron sin rumbo, como espantos.

Espantos, aparecidos, diablos a caballo fumando enormes chicotes, lagunas

encantadas, entierros de morrocotas de oro eran los temas de las historias que el

abuelo Antonio, padre de Jacinto contaba todas las noches después de la cena, la

cual constituía casi siempre de mazamorra de dulce hecha con harina de maíz

tostado, preparada con leche y melado. Toda la familia, y los invitados, se

acomodaban sobre el suelo o encima de sacos de fique o sobre un bulto de café. El

viejo se sentaba en un taburete recostado contra una de las columnas de madera

que sostenían el techo del pequeño corredor. Consciente de su importancia,

carraspeaba para aclarar su voz y recitaba o mejor actuaba y revivía las historias,

habida cuenta de que él siempre era protagonista: “venía del Corregimiento de

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Versalles de visitar a mi compadre Aurelio que se había cortado un pie

macaniando un potrero; venía a lomo de Bruma, una mula muy bonita y muy

guapa, de color gris. Todo el mundo tenía que ver con Bruma pues el color no era

muy común pero bueno, ese no es el cuento. El caso fue que al llegar a la

quebrada Seca, la que señala el lindero entre la finca La floresta y El Aguacatal,

mi parcelita, la mula se paró y por más que golpeé con mis calcañales sus hijares

no la hice mover ni un centímetro… se ranchó, se le pararon las orejas y no

caminó. Me apeé, la jalé de la brida y nada. Ante tanta terquedad, resolví vadear

la quebrada y desde el otro lado la llamé con un manojo de hierba en la mano

Bruuma, muliiiita, venga… y nada. Más aburrido que mico recién cogido me

senté recostado contra el tronco de un cedro joven, saqué de la faltriquera un

pucho de tabaco y cuando encendí la fosforera vi una sombra enorme frente a mí y

como flotando en el aire. No les miento si les digo que se me erizaron todos pero

lo que se dicen todos los pelos del cuerpo, incluso los que quedaban debajo del

sombrero. Quedé helado. Alcé la mirada y veo a menos de tres metros ese enorme

monstruo, los ojos eran dos brasas encendidas que echaban chispas, el rabo se

mecía como el de un gato por detrás de sus piernas abiertas. Sacó la mano que

tenía atrás de su cintura y entre sus dedos sostenía un enorme tabaco encendido.

Sin hablar paja ese tabaco era como un plátano sanvicentano, enorme. Lo chupó y

al avivarse la candela su cara se iluminó y distinguí su enorme y ganchuda nariz y

sus ojos inyectados de sangre hirviente y sobre su frente unos cachitos que si no

hubiera sido por el susto me hubieran arrancado una carcajada. Abrí la boca para

decir una oración pero de mi garganta no salió ni aire. Mentalmente dije, Ave

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María Purísima, pero el diablo tal vez no puede leer la mente porque ni se

mosquió. De pronto me habló o me transmitió, no podría explicarlo. Me dijo:

“Antonio, sos un bueno para nada, solo pensás en ganar plata para beber guarapo

con tus amigotes y jugar tejo y chupar esos chicotes baratos mientras tu familia

pasa necesidades. Andá cogé juicio, agradecé que me cogites de buen genio, de

otro modo ni te advierto. Como sigás en las mismas, personalmente, me encargo

de venir a buscarte. Ya te tengo trabajo en el infierno”. No me hice en los

calzones porque siempre he sido estreñido pero sudé frío y me desgajé a los pies

del cedro. El frió de la madrugada me despertó, tenía las mechas pegadas al cuero

cabelludo y la ropa empapada. Bruma había cruzado la quebrada y pastaba

tranquila a un lado; es que las mulas adivinan el peligro y se niegan a caminar, no

hay poder humano que las obligue. En cambio el caballo no, esa bestia se mete en

el peligro sin importarle nada, por eso prefiero una mula. Me subí de un brinco y

proseguí el camino al paso de mi fiel cabalgadura sin hostigarla. Hasta ahí

contaron mis amigos para el tejo y la bebentina, me ajuicié y me convertí en una

buena persona, por eso es que uno tiene que ser correcto… Terminaba su historia

con una moraleja que invitaba a ser buenos y responsables. Los presentes nos

estremecíamos al ritmo del relato y terminábamos casi empapados de sudor de la

angustia. Después de dos o tres historias, nos retirábamos a la cama, rezábamos

con mucha devoción y apretábamos los ojos hasta el dolor. Al rato el sueño nos

vencía. La única inmune a esos terrores nocturnos era la abuela, mujer dulce y

amorosa que miraba a su marido con ojos divertidos mientras echaba sus historias

mil veces oídas por ella. Otras veces Abueluna, como había dado por llamarla

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Desiré, se iba con su nieta al patio de secar café a jugar o a contar las estrellas del

firmamento. Como fuera, los abuelos como los llamaba todo el vecindario, eran

personajes indispensables por su sabiduría, benevolencia y solidaridad. Era raro

que negaran algún favor y hasta se habían ganado la fama de adivinos porque en

muchas oportunidades, llegaban a la casa de alguien necesitado, con la solución

precisa y oportuna. Estas remembranzas alegraron y entristecieron a María

Antonia.

Echaron a caminar por el andén de la concurrida avenida, por instantes eran

visibles para algunos transeúntes atraídos por la belleza de la pequeña niña. En un

momento dado, la niña se detuvo y miró para el otro lado de la calle, caminó

lentamente hasta el borde del andén. María Antonia intentó ir hacia ella pero

simultáneamente sus hijos gritaron y se abalanzaron sobre una billetera tirada en

medio de la acera. Su atención se centró en escudriñar ansiosamente el contenido

de la cartera: un par de billetes de baja denominación y documentos de identidad

de su dueño. María Antonia estaba decidiendo qué hacer con la billetera cuando

escuchó el frenazo de un carro, los gritos de la gente y un golpe fuerte y seco.

Desiré miró hacia el otro lado de la avenida, por entre las personas y los vehículos

que caminaban raudos en uno y otro sentido, y lo vio. Vio a su papá Jacinto: lucía

la ropa dominguera, traía la guitarra en bandolera, su casi perenne sonrisa franca y

a Kabir de la correa. Sin pensarlo ni una vez caminó hacia él, al principio muy

despacio, luego más rápido sin importarle el tráfico. La palabra papá se le anudaba

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en la garganta y su corazoncito quería salírsele del pecho para llegar primero. En

mitad de la calle sintió que volaba y que la tarde se rompía en rojos, amarillos y

morados antes de convertirse en una negra y profunda noche sobre la cual brillaba

como la luna llena la incomparable sonrisa de su padre que le tendía los brazos

fuertes y amorosos. Después los médicos determinarían que las lesiones recibidas

no eran tan graves para causarle la muerte y que esta era, increíblemente,

consecuencia de un paro cardiaco. El médico legista le diría a su esposa esa noche

al llegar a casa, en tono poético, que si hubiera podido habría escrito en el informe

de la necropsia que ese angelito había muerto del síndrome de amor desmesurado.

Jacinto recordó la alberca grande que servía de depósito de agua antes de la

construcción del acueducto veredal, ahora sin oficio, y que constituiría un

excelente parapeto protector, viniesen de dónde viniesen los disparos. Soltó el

caballo y con una palmadita en el anca lo instó a correr hacia el cafetal. No hubo

reacción por parte de sus agresores de tal manera que decidió subir hasta la

alberca. Tomó a Kabir del collar y agazapados entre el matorral recorrió, cuesta

arriba, los cinco o seis metros que los separaban de su objetivo. Saltó adentro

ágilmente. No bien se había guarecido cuando las balas silbaron encima de su

cabeza, su ubicación no sería ya un secreto. El perro inició por su cuenta, el

arrastre bajo en dirección de los bandidos, Jacinto asomó la cabeza apenas lo

necesario para escrutar el panorama: no vio nada anormal, ningún movimiento.

Debería estar atento a las consecuencias de la arremetida de su fiel amigo para

disparar y esconderse pues expondría cabeza y pecho al hacerlo y si bien conocía

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el destino inexorable que lo esperaba cuando sus pertrechos se acabaran, decidió

que combatiría con cualquier arma. Todo menos dejarse coger vivo, ya se contaba

en voz baja la crueldad con la que torturaban a sus prisioneros antes de rematarlos.

Gruñidos y ladridos, un cuerpo que se yergue a la izquierda de su atalaya, disparo

de la carabina, un grito, un tiro de fusil, aullidos de dolor, otro disparo, silencio.

Un silencio espeso, pegajoso, doloroso. Jacinto aún tenía la esperanza de ver

regresar a Kabir. Sigilosamente por la parte contraria a donde se encontraban los

asaltantes, se escurrió fuera de la alberca, agachado la rodeó y esperó en vano que

apareciera su irrestricto camarada. Sintió que una parte de sí mismo se moría pero

no era el momento de las lamentaciones, apretó las mandíbulas hasta que sus

molares crujieron y con la misma cautela rodeó la alberca pero decidió no meterse

en ella, mejor se movería de un lado al otro como lo hiciera en el establo. No pudo

dejar de pensar en su perro mientras reponía las balas disparadas, y a su memoria

llegó con claridad inusitada la corta historia vital de Kabir: diciembre 24 de 1998,

el pequeño Jamerson tenía 8 meses de edad, la cosecha de café fue pródiga ese

año pero el precio irrisorio. Después de pagar las deudas apenas si quedaba para lo

puramente indispensable y no podía vender los novillos porque el precio estaba

muy malo. Sería una nochebuena sin estreno y sin mucho jolgorio. Como a las

tres de la tarde decidió ir hasta el pueblo a comprar unos tamales y de pronto

algunos voladores. Llegó a la casa de la señora Rosario, famosa por la sazón y la

textura de sus tamales. Se sentó mientras le empacaban su pedido y lo vio: un

montoncito de pelos negros con una mancha blanca en el pecho, se inclinó y lo

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llamó: quis, quis… mientras chasqueaba sus dedos. La bolita peluda acudió

presuroso y mordisqueó cariñosamente los dedos de Jacinto. Eso fue amor a

primera vista. Llegaron los tamales, mientras cancelaba su valor, el perrito jugaba

con los cordones de los zapatos y con la bota del pantalón de Jacinto. Este se

agachó y tomo al perrito con su mano libre. La señora Rosario que había

presenciado disimuladamente toda la escena, le dijo que si le interesaba el

cachorro se lo vendería. Jacinto lo negoció y doña Rosario le hizo un hermoso

nudo con una cinta roja, el perrito quedó aun más hermoso. Listo se dijo Jacinto,

este año no habrá pólvora ni juguetes ni estreno pero tendremos perro guardián

para la finca. Sonrió al pensar la cara que pondría Jámerson.

Efectivamente el pequeño Jámerson puso cara de pascuas, en su carita redonda y

morena se dibujó una sonrisa inolvidable, aunque a decir verdad, no podríamos

decir quién estaba más feliz si el niño o el can. Niño y perro jugaban por la casa y

alegraban la cotidianidad con sus gruñidos, ladridos incipientes y risas

desaforadas que amenazaban con ahogar al pequeño Jámerson.

Escogerle nombre no fue muy difícil: en la radio transmitían una novela, Kabir el

árabe, y María Antonia no perdía peripecia ni aventura del legendario héroe, así

que oficiando de sacerdotisa bautizó al animalito con el pomposo nombre de

Kabir.

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Los funcionarios judiciales se compadecieron de María Antonia y sus hijos, y

entre todos, le pagaron un funeral barato a la pequeña Desiré. La niña fue devuelta

a la tierra, a una tierra extraña, hostil, una tierra sin acequia, sin aromas, sin flores,

sin pajaritos, sin Motita, sin Kabir y sin su papá. Una cruz de madera con su

nombre y las fechas de nacimiento y muerte, señalaban tristemente su última

morada. A partir de ese momento, los tres sobrevivientes iban todas las semanas a

visitar la pequeña tumba, a rezar y a limpiar los abrojos que amenazaban con

cubrir su rastro. María Antonia como pudo le hizo espacio a sus pesares, sentía

que su corazón no daba más. Solamente la idea de ayudar a sus dos hijos la

sostenía. Jámerson y Estiven habían crecido más de lo esperado en tan estrechas

condiciones. Estaban casi iguales, largos y flacos. Algunos días dejaban a su

mamá en un parque sentada bajo un frondoso árbol y ellos se encargaban de las

provisiones. Generalmente les iba muy bien y todos se acostaban con el estómago

lleno. Sin embargo sus mentes las ocupaban los fantasmas.

Jacinto se movía inquieto alrededor de la alberca. Iba de un lado a otro y

cautelosamente asomaba la cabeza hasta la altura de los ojos para descubrir dónde

estaban agazapados los asaltantes. Sus ojos ya estaban acostumbrados a la

semipenumbra y el resplandor de las últimas flamas que consumían la casa vecina

apenas alcanzaba para definir los árboles con un halo rojo amarillento. El silencio

espeso casi podía cortarse en pedazos. Revisó sus pertrechos: una bala en la

recámara y otras dos en el bolsillo. Después de la muerte de Kabir y de su ataque

furioso y suicida, durante el cual disparó en repetidas ocasiones con el único

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intervalo necesario para cambiar las municiones y saltando de un lado a otro

detrás de la alberca y lanzando maldiciones, balas y maldiciones devueltas con

creces por sus atacantes; después de ese barullo infernal, el silencio cubrió el

bosque, el potrero, la casa, el establo, el talud y la alberca. En ese momento

Jacinto tuvo conciencia de sí mismo, de su cuerpo y de su alma. Su alma era un

volcán en erupción, su habitual calma y bonhomía se habían transformado en furia

letal y en su pecho sintió un dolor lacerante, llevó su mano hasta allí y palpó el

líquido viscoso que empapaba su camisa.

Terciopelo, el del instinto asesino, el jamás amado ni amante, el duro, sintió

miedo por primera vez. O quizás, pensó, siempre había vivido con miedo y hasta

ahora se le manifestaba. Como le dijera el médico acerca del paludismo: socio uno

no se cura, la enfermedad permanece latente, escondida y aparece cuando uno

menos piensa. Así debe ser el miedo, nace con uno y está latente, y en cuanto más

grande, más duro se vuelve uno para que no se note, Para que no lo noten los

demás. Sudaba copiosamente, no veía ni escuchaba a sus hombres. Es más, le

pareció que al final de la última escaramuza el único que disparaba era él. Sintió

náuseas, sintió el corazón tratando de salirse del pecho por las sienes, por el

cuello, por las muñecas. Un cubo de hielo le recorrió la columna vertebral desde

la cintura hasta el cuello. Era el miedo, él conocía bien sus señales por haberlas

observado en sus decenas de víctimas pero jamás pensó que a él lo tocara. Las

manos eran como raíces aferradas al fusil, las piernas tiesas como de piedra y en

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el estómago un hueco enorme por donde se le escurría la existencia, su miserable

existencia.

Jacinto retiró la mano de la herida, la puso frente a sus ojos, olió su propia sangre,

recordó a la pequeña Desiré, a Jámerson, a Estíver y a María Antonia. Los vio

parados delante de él, mirándolo con un amor infinito, extendiéndoles sus brazos

que se alargaban alejando sus rostros, diciéndole que no los abandonara. Lanzó un

grito desgarrador que rodó por las faldas de las montañas y por el pequeño valle

antes de subir al cielo.

María sacudió a Jacinto y lo despertó. Jacinto sudaba copiosamente y jadeaba y

sus ojos querían salírsele de sus órbitas. Una vez tranquilizado y aliviado por

despertar de tan terrible pesadilla, besó a su mujer y le dijo: cuando tengamos

hijos los llamaremos Pedro, Antonio, Teresa o Ambrosio, mija. Aunque no

entendió ni pio, María Antonia asintió por encima del impulso de decirle que sus

tres hijos dormían en la habitación de al lado. Kabir ladraba incesantemente en el

corredor, Jacinto salió a tranquilizarlo pero las palabras se le congelaron, al

contemplar al fondo, el resplandor de las llamas que consumían la casa de sus

vecinos.