Patria, adoro tu silencio
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Patria,
adoro tu silencio
LIBARDO ACELAS MEJA
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Patria, adoro tu silencio
Kabir ladr a todo pulmn, sin cesar. Jacinto despert y aguz el odo tratando de
identificar algn ruido conocido, como el del fara, que persegua de cuando en
cuando a sus gallinas pero aparte de los ladridos ininterrumpidos del perro no
escuch nada ms. Sin embargo, se levant no sin antes tranquilizar a su mujer.
Los nios dorman plcidamente en la alcoba de al lado.
Haca casi diez aos habitaba la pequea casa que haba construido en el centro
del predio con ayuda de sus vecinos. La propiedad, de escasas seis hectreas y
media, era de una belleza buclica inigualable y mucho ms frtil que bella. Se
reclinaba sobre la cordillera en una pendiente suave que le permita cultivar caf,
maz, pltano, frutales y en la parte baja criar algunas vacas y novillos que lo
provean de leche y de dinero en efectivo para satisfacer las necesidades
familiares o darle un gusto a su esposa e hijos. Uno de los cuales, lo constituy el
paseo a la capital. Sus ojos asombrados les duraron, fuera de las rbitas, una
semana despus de regresar. Visitaron el Santuario de Monserrate desde donde
divisaron ese enorme reguero de edificios y casas, esquivaron vehculos locos que
amenazaban con barrerlos de la faz de las avenidas, se rieron de las pintas de
algunos habitantes de la gran ciudad quienes a la vez se burlaban de ellos.
Jacinto oy el ladrido de otros perros en la distancia y se pregunt si le
contestaban a Kabir o por el contrario este haca eco a los ladridos ms lejanos.
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Libardo Acelas Meja
Una mano invisible le apret el pecho, contuvo la respiracin que empezaba a
desbocarse y pens en los letreros aparecidos desde haca un par de semanas en
las paredes de las casas del pueblo en los cuales amenazaban a sus habitantes con
desaparecerlos por colaboradores y sapos. Sigilosamente sali de la casa al
corredor, pas al establo en donde Caramelo, el caballo, resoplaba inquieto dando
a la vez golpes con su casco en el piso como queriendo sealar algo; el fro de la
noche lo despabil y el miedo le alert los sentidos. Escuch muy lejos los
primeros disparos y no le cupo la menor duda de que los avisos en las paredes de
las casas del pueblo eran en serio y las amenazas all expresadas se estaban
cumpliendo. Corri hasta la casa, despert a los nios y los instruy para que
echaran entre un talego las mejores prendas de vestir y lo esperaran detrs de la
casa en el patio de secar el caf. Su mujer que ya tena listas algunas provisiones y
ropa de ambos, con los ojos anegados murmuraba una oracin.
Un escalofro recorri el cuerpo del hombre al recordar la forma como conoci a
su mujer, Mara Antonia, a la salida de una misa de aguinaldos doce diciembres
atrs: durante la ceremonia la vio cantando villancicos y se enamor, de una, de
sus ojos color miel, su piel blanca y sus cabellos ondulados de un color parecido a
sus ojos. Su corazn enamorado elabor el plan perfecto que su cerebro valid sin
el menor anlisis. As, en el tropel de la salida se hizo el tropezado, se excus, se
present y la invit a tomar tinto, todo en un solo acto y en una sola frase. Mara
Antonia abrumada por ese alud de simpata y de palabras, recobr la conciencia
al sorber y quemarse con el tinto humeante. Vio frente a ella a un mozalbete flaco
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y curtido por el sol y cuyos ojos negros dejaban ver un alma transparente y
honrada. No cay rendida a los pies del galn, pero dijo para sus adentros, que
vala la pena conocerlo ms profundamente. Para la Nochebuena ya eran novios y
para abril del siguiente ao se casaban junto con otras dos parejas en la iglesia de
pueblo. Al ao naci Jmerson, a los dos Estver y a los tres Desir copia fiel de
su madre. La eleccin de sus nombres casi destruye la unidad de la familia pero
ellos impusieron su voluntad, aunque no tenan ni idea qu significaban, si era que
esas palabrejas tuvieran alguna interpretacin. Solamente queran que esos
apelativos tan exticos, exorcizaran a su descendencia, de la pobreza que haba
acompaado a sus padres, abuelos y tatarabuelos.
Bes a Mara Antonia, le dio las mismas instrucciones que a sus hijos y cuando se
dispona a seguirlos para huir alcanz a or los gritos de los facinerosos en la finca
vecina, distante unos ochocientos metros de su casa. Fue al patio y le orden a su
mujer e hijos que huyeran por el cafetal, que no se detuvieran por nada, les
entreg unos billetes y algunas monedas, que conservaba en la relojera del
pantaln, para el pasaje a algn sitio lo ms lejano posible y un sobre grande de
color amarillo que contena los registros civiles de su matrimonio y del
nacimiento de sus hijos. l, les dijo, los buscara y los encontrara. Les dio la
bendicin y volvi a la casa, busc la carabina y las municiones, se amarr al
cinturn el machete y se dirigi al establo. Desde all esperaba repeler el ataque y,
sobre todo, demorar a los asesinos para que su familia pusiera distancia. Kabir,
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que en principio corri detrs de Mara Antonia y los nios, regres y se par en
el lindero a ladrar como endemoniado. En vano trat Jacinto de traerlo a su lado.
En la lechosa claridad nocturna vio las sombras ominosas de los asaltantes
recortadas contra el horizonte amarillo rojizo de las llamas de la casa de la finca
vecina. Alcanz a contar seis o siete bandidos armados de fusiles. As que eran
por lo menos seis hombres sedientos de sangre y bien armados contra su
carabina, su machete y su valenta y arrojo. Su resistencia se limitara, tal como
pensara inicialmente, a causarles la mayor cantidad de bajas posible y a
demorarlos para que su familia pusiera de por medio suficiente distancia. Sec
con la manga de la camisa un par de lgrimas que, involuntariamente, acudieron a
sus ojos. En pocos minutos estara frente a su trinchera el grupo de facinerosos.
Kabir, ahora a su lado, temblaba de ira pero obedeca a la firmeza con que Jacinto
sujetaba su collar. Con pasmosa tranquilidad revis la carga de la carabina, sac
las balas de la caja y las cont: doce, para otras seis cargas. Si sus pertrechos eran
escasos, sus posibilidades lo eran an ms. Suspir, tens la espalda y
sigilosamente se ubic al otro lado del establo pues desde all mejoraba la
visibilidad y la movilidad. Podra moverse de un lado a otro del muro en un
espacio de algo as como seis metros, despistara a sus atacantes si poda dar la
impresin de que eran dos los defensores. Para el efecto, dispuso balas en cada
extremo. Estaba preparado para recibir con la cortesa debida a sus enemigos.
Enemigos, enemigos la palabra resonaba en su cerebro y, a pesar de la terrible
amenaza, pareca no reconocer su significado. Enemigos, cules y por qu? No
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tena enemigos, estos los fabrica uno con su conducta y consideraba cada uno de
sus actos motivados por la generosidad y la buena intencin. Desde la escuela
primaria no se peleaba con nadie y esa pelea era absolutamente necesaria puesto
que un compaerito de primero ofendi a la seorita Concha, su maestra y no
poda permitir que dijeran algo feo de su amada profesora. Record la pequea
escuela del pueblo con su patio de tierra, la gruta de la Virgen de Ftima, los
pupitres dobles en los cuales acomodaban hasta cuatro nios, las enormes
ventanas por donde se meta el azul del cielo y las nubes y los trinos de las
pajaritos, y a veces, hasta un azulejo despistado, que indefectiblemente acababa
con la clase. Su cerebro se inund del aroma de la albahaca de castilla, que pagaba
los golpes recibidos con una fragante oleada, as era su alma pens: como la
albahaca. Al fondo, ocupando casi toda la pared, un enorme tablero de color verde
oscuro, y frente al grupo, la seorita Concha: delgada, pequea, con cuerpo y
rostro de nia. Rostro de facciones finas, iluminado por dos enormes y bellos ojos
verdes. Esa noche comprendi que su recuerdos de la niez no eran los paseos al
ro ni las tablas de multiplicar, ni el catecismo todo se circunscriba a dos
enormes, bellos y brillantes ojos verdes y a una voz suave que solo hablaba para
l. Enemigos bah! Los enemigos se fabrican y l estaba seguro de no haber
fabricado ninguno. Sin embargo ah a escasos metros estaban unos enemigos
ajenos, fabricados por manos siniestras que no eran las suyas y cargados de las
peores intenciones. Desde su atalaya y trinchera improvisadas, alcanzaba a divisar
unos cincuenta metros, suficiente distancia para su arma y puntera. Vendera
cara su vida y defendera a su familia hasta el ltimo cartucho.
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El comandante de los asaltantes, hombre curtido en los avatares de la guerra como
que haba servido durante aos en las filas del ejrcito regular, estaba impaciente
por terminar el trabajo de esa noche. La orden era ext