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PARÍS BIEN VALE UNA MISA PARÍS SE PREPARABA PARA LA CORONACIÓN DE MARÍA DE MÉDICIS, QUE TENDRÍA LUGAR EN LA BASÍLICA DE SAINT-DENIS el día 13 de mayo del año del Señor de 1610, durante la tregua de la guerra que se reanudaría en 1618 continuando hasta 1648, conocida como la de los Treinta Años. El día se despabiló con una luz lenta y asoleada, comprometiendo a la primavera parisina con un viento sedoso y, sin embargo, frío. Las fogatas a punto para arder durante la noche aún dejaban presentir entre sus brasas la ebria vigilia que la ciudad vivía allí junto a los mansos, los desventurados, los jugadores, los camorristas y los amigos de lo ajeno, que utilizando

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PARÍS BIEN VALE UNA MISA

PARÍS SE PREPARABA PARA LA CORONACIÓN DE MARÍA DE MÉDICIS, QUE TENDRÍA LUGAR EN LA BASÍLICA DE SAINT-DENIS el día 13 de mayo del año del Señor de 1610, durante la tregua de la guerra que se reanudaría en 1618 continuando hasta 1648, conocida como la de los Treinta Años. El día se despabiló con una luz lenta y asoleada, comprometiendo a la primavera parisina con un viento sedoso y, sin embargo, frío. Las fogatas a punto para arder durante la noche aún dejaban presentir entre sus brasas la ebria vigilia que la ciudad vivía allí junto a los mansos, los desventurados, los jugadores, los camorristas y los amigos de lo ajeno, que utilizando el encubrimiento que alberga la lobreguez se afanaban en sus menesteres poco declarables. Espontáneamente les sorprendió el crepúsculo matutino arrebujados entre jergones hediondos y, a cielo abierto, la canalla trataba de componérselas con el apaño de sus harapientos ropones que les procuraban el ocultamiento del saqueo.

Entre el hedor de los semejantes y el fluido de las deyecciones, los maleantes parecían aviarse con

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maestría, y, por intuición secular, todos los tarambanas rehusaban el agua y se apegaban al vino sin perder de vista el estilete o el puñal. La vida no tenía valor para la rufianería, ya que no se podía trapichear con ella. Los objetos y el peculio, por el contrario, eran muy valorados por la chusma, que sabía que tras adueñárselos les podían proporcionar un itinerario de sabrosos bocados que zamparían con glotonería desmedida.

Los mercaderes y artesanos se sometían a la curiosidad de los campesinos que llegaban a París con una desmesurada propensión al fisgoneo; las corporaciones de libreros eran muy disfrutadas por los analfabetos. Trataban de averiguar en dónde se hallaba su peligro, y manoseaban olfateando con zafios ademanes los ejemplares asequibles, intentando atinar con el secreto de su beneficio, tan purgado por los leídos. Se detenían en las ilustraciones de animales, que en los libros de caza se representaban, y con una conchabanza de risotadas chirriantes, se convertían por artimaña de hechizo en personas instruidas ante los dibujos que miraban, ya que conociendo ellos en vivo a la bestia caracterizada en el papel, acertaban a determinar como errónea la tosquedad de la imagen, consignando en sus menesterosas entendederas la escasez de realidad como único fin, aspecto que por otra parte les era muy familiar. De este modo, su curiosidad iletrada quedaba satisfecha. Y así concluían su pretensión, exhibiendo muecas de

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desprecio ante el mandadero que los atendía con templanza y con un aguante infinito. No obstante, proseguían con sus relatos latosos, desmañados e imprevistos, sin dejar de otear con aprensión en derredor, temerosos de ser sorprendidos in fraganti en un lugar tan hostigado por la ortodoxia.

El adolescente, Pierre Descartes, acompañaba a su padre que estaba convocado a la Ceremonia de la Coronación. Era su primer viaje a París, y se sentía orgulloso, como legatario, por la deferencia paterna. Él convivía con su hermano menor en el internado de los jesuitas en Anjou, pero su relación con René no era vigorosa. El pequeño gozaba de privilegios, por su condición proclive a la enfermedad, que molestaban sobremanera al hijo mayor. Con este viaje, para Pierre, las disimilitudes fraternales quedaban decretadas: él era el primogénito y estaba decidido a seguir la carrera de su padre y a heredar sus privilegios. Intrigado por contemplar con minuciosidad a esa noble ciudad de la que tanto había oído hablar, la capital del reino, su semblante de embobamiento ante la solemnidad de los edificios y el proceder de las gentes lo delataban, quedando de este modo indefenso ante el pillaje. El carruaje aminoró su marcha; el fangal, entre los tenduchos del mercado en repetido vocerío, apenas dejaba al cochero guiar los caballos. Pierre, con la cabeza asomada por el ventanuco quedó perplejo ante tal desbarajuste. Su padre le propuso bajar del coche para husmear las mercancías. Se acercaron, no sin

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engorro, a un tenderete de uvas, mientras el vehículo proseguía despaciosamente el recorrido, huyendo de la lonja. Pierre, más embobado por la farándula que por los racimos que su padre adquiría, quedó perdido en el hervidero humano y en un santiamén le arrebataron la bolsa. No sabía quién ni dónde; padre e hijo anduvieron en un disimulo furibundo hasta alcanzar de nuevo el coche, que les esperaba fuera de la vorágine. Su temperamento, de disposición soberbia y pusilánime, le replicó con una congoja de impotencia y humillación, ante la exasperación que manifestó su padre al conocer lo acaecido, y que Pierre acuñó entre lágrimas, con un rencor sin misericordia.

En todos los círculos se hablaba de las infidelidades de Enrique de Navarra hacia la fe católica; de hecho, se afirmaba sin titubeos que ya lo había anunciado en Saint-Denis el 25 de julio de 1593, durante el acto de abjuración canónica de las herejías protestantes, que debió acometer, por segunda vez, para acceder al trono de Francia. La memoria social, ayudada por el gregarismo que procura la murmuración, descifraba el engaño en el instante en que el futuro rey manifestó públicamente: ¡"París bien vale una misa"!, era incuestionable, ante sus alegatos, que de este modo Enrique IV había anunciado en su declaración que los asuntos gubernativos relegarían al acervo religioso del reino.

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En los últimos años los impuestos provocaron aceradas revueltas, el pueblo francés se negó a pagar lo que había dispuesto Sully, mano derecha del monarca. Para más ironía, aún a sabiendas de sus circunstancias, se afirmaba adrede y con intención maledicente que el Rey y la Reina gastaban grandes sumas en sus amantes y en el juego, y que las monedas de oro y plata, por su causa, se habían ausentado de Francia. El Rey ya había obtenido el acuerdo de anular su primer matrimonio, con Margarita de Valois, en el Tribunal de Roma, componiendo una circunstancial boda favorable con la católica banquera florentina María de Médicis, que se suponía fecunda. Lo era.

El campesinado francés, en absoluto querencioso con Enrique IV, por "su dudosa verdad de conciencia y pensamiento", por la desconfianza acerca de su legitimidad dinástica frente a los Guisa, así como por su odiada política de arbitrios, se encaminó hacia París para asistir al evento de la Coronación desde todos los parajes del reino, portando en sus bártulos un sinfín de empeños. La ciudad se les antojó provechosa y acertaron en contemplarla con unas ínfulas que al punto disiparon los motivos esenciales de su resentimiento hacia el Rey. Se reconocían como dueños de aquella galanura que se exhibía con voluptuosidad, y convenían en un rudimentario concilio los argumentos de su fortuna, frente al cisma que día a día aporreaba sus conciencias en las comarcas. Sin

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apenas advertirlo, sus diferencias de credo se conciliaban frente a su condición de franceses. La quimera del bálsamo parisino había llevado a cabo, en las sombras de sus pobres vidas, un efecto confortador.

El monarca era un hombre de gran sangre fría, cortés y bromista, devoto de las damas y practicante desenfrenado del género epistolar amatorio. De barba impenetrable y menos melindroso que los Valois, aficionados a los perfumes y a las sedas, fastuosos, inconsistentes, inciertos, y siempre enfermos. Nada en él lo delataba como un Valois, no lo era y no intentó imitarlos; el rey Enrique no era un hombre de gabinete y menos aún de ceremonial. Sus comunicados eran breves y sus arengas diamantinas. Poseía una seducción astuta, su firmeza y la prudencia le hacían escoger el momento más favorable en cada eventualidad. Su mayor pasión había sido la lucha armada, que a los 57 años sustituyó por un frenesí delirante, de veneración adolescente, por la joven y bella Charlotte de Montmorency, hija del Connétable, máxima autoridad militar de Francia, a la que hizo casar con su sobrino Enrique de Condé, de tendencias en apariencia homosexuales, para procurarse los favores de la dama con más sutileza; no obstante, la pareja huyó a los Países Bajos para librarse de la ignominia, por el caricaturesco papel que representaba Condé, como marido resignado y consentidor.

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En las tabernas, las gentes procedentes de las regiones del sur, embriagadas de vino y razón, exponían, con aspavientos patanes, ante el cantinero, lo esquilmados que vivían por la tiranía de los impuestos. El descontento que se había instalado entre los labriegos era tangible, su trabajo no se reflejaba en una mejora de las condiciones de vida, la penuria les sacudía cada día en la apariencia harapienta y desnutrida de sus hijos. Las enfermedades producidas por el frío y la hambruna se adueñaban de sus temores, la muerte pulmonar y la muerte por contagio junto a la falta de higiene eran una realidad incesante. Las aguas no eran salubres, la peste bubónica, el morbo negro y las fiebres, encontraban una tierra abonada para su aciago florecimiento.

Las despensas, desocupadas por los "veranos podridos" y los inviernos glaciares que echaban a perder la vendimia o la cosecha, les llevaban a culpar de la situación famélica de sus tierras al "Rey hereje", refugiándose aún más en los dogmas ortodoxos y en la ignorancia, necesaria para sobrevivir a la "sospecha de la autoridad" constituida desde Roma para todo el orbe.

Relataban cómo los hombres habían regresado diezmados y mutilados de la contienda, hacía ya más de un año, y a la devastación del campo de batalla debían adicionar la endeble condición en la que se encontraba su parentela. Desposeídos de toda

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confianza, las bodegas eran los rincones donde ahogaban sus desdichas, afirmando una animosidad, mezcolanza de ira y exasperación, cuyo colofón se alojaba invariablemente entre vino y maldiciones, en un asentimiento de ojeriza hacia la Corona, que todos trataban de abreviar con el asesinato del Rey y sus cómplices. Si a los católicos su abjuración les pareció una farsa, sus correligionarios protestantes -hugonotes- la entendieron como una humillación para su creencia, con trascendencia menesterosa. Los adversarios del Rey se hallaban por doquier, haciendo de la ciudad un infolio en donde testimoniaban sus fatigas implorando un remedio a sus miserias.

Los Descartes se acomodaron frente al estudio del notario Poutrin en el albergue llamado "Au coeur couronné percé d´une flèche", situado en la calle de la Ferronnerie. La ciudad estaba engalanada para el acontecimiento y cientos de personas iban de un lado para otro en un trajín cerril y jocoso. El hampa se apoderaba de la circunstancia en la que se hallaban los forasteros, ávidos y extraviados por los callejones más siniestros. La exaltación de la plebe, que vociferaba en histriónica aclamación hacia los monarcas al paso de la carroza real, desde Saint Dennis al Louvre, parecía olvidar las diferencias con el soberano; el caldo con sabor a holganza y las copiosas viandas mojadas con bebida, les habían procurado una suerte de desatención hacia las tareas acostumbradas. En efecto, a las dos de la tarde tuvo

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lugar la ceremonia, que Joachim Descartes, junto a su hijo, siguió desde un lugar destacado en el interior de la Basílica, ubicación que observaba el protocolo por tratarse del Consejero del Parlamento de Renne, en la Bretaña. Entre el gentío estaba presente Jean Fraçois Ravaillac, con la determinación de hallar el emplazamiento más propicio para perpetrar su siniestro cometido. Ese día no atinó a dar con la coincidencia.

A la mañana siguiente la ciudad padecía desazón, la suciedad se hacía más notoria, los restos del jolgorio eran aprovechados por los vagabundos y por los mendigos, las aguas residuales de las calles evidenciaban los detritus, y alguna rata asomaba su fealdad pestilente como advertencia de su remota malignidad. El cielo amenazaba con derrumbarse a cántaros, como en un azote de diluvio; el viento se había enredado con el apresuramiento y el frío, arrastrando lo que encontraba a su paso y despojando a las criaturas de sus guiñapos, que, atemorizadas, se apresuraban pataleando en busca de cobijo entre los pingajos desgarrados de sus madres.

Los Descartes se disponían para acudir a cumplimentar al Secretario de Estado, Villeroy. El Rey, tras despachar muy temprano con su embajador en España y examinar otros asuntos del Estado, se retiró con su devocionario. Decidió más tarde ir a visitar a su hijo, el Delfín, a las Tullerías y,

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salió caminando, sin séquito, por la calle de Saint Honoré. La educación que el Rey había dispuesto para el futuro Luis XIII era principalmente severa, desde su nacimiento no le estaban permitidos los arrumacos de mujer, ni bien los de su nodriza, y desde los dos años era golpeado con frecuencia por su institutriz Mme. de Montglat. Enrique IV pensaba que de esta forma fomentaría su virilidad. Esa mañana, tomó a su hijo con inusual inclinación y le habló de sus obligaciones como legitimo heredero del trono de Francia, después se despidió con un ánimo delicado y abstraído, que dejó más desconcertada a la institutriz que al pequeño Luis. Regresaba sobre sus pasos, cuando repentinamente, un desconocido se dirigió hacia él, con un cuchillo, y con la intención de sacudirle un golpe mortal; en ese instante lo flanquearon, con sus hombres, el Duque de Guisa, Vendônme y Mr. de Basompiere. El asesino huyó sin que pudieran prenderlo. El soberano les confesó lo que el astrólogo Thomassin le había advertido sobre esa fecha.

Sin embargo, un rey tantas veces amenazado aún se atrevía a caminar libremente por las calles de París. París era un amor lujurioso para el monarca, un amor al que deseaba abrazar arrebatado por su hermosura. Una vez en el Louvre, también se despidió de sus hijas, las princesas, y de sus hijos menores, Orleans y Anjou, en las habitaciones de la Reina, a la que mimó con apego; su esposa insistía, tras conocer lo ocurrido por la mañana, una y otra

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vez: “¡Quedaos!, ¡Quedaos!, Enrique, os lo ruego”. La lluvia, tan obstinada, había originado un sobrecogimiento fatídico en la soberana, como si la voz de la tormenta le hablase con disimulo sobre una aprensión atinada.

A lo largo de su vida, el rey Enrique jamás había prestado oídos a las predicciones de los astrólogos. Ese día, sin embargo, sentía un inusitado desasosiego, estaba persuadido por la realidad del augurio y procedía con el ímpetu de un delirante esperanzado por escuchar al oráculo. Determinó visitar a Sully, que se hallaba enfermo, rechazó la escolta del Capitán de la Guardia, a pesar de las advertencias de éste, y le instó a que se quedara "conversando con las bellas damas", indicándole: "Hace 57 años que me guardo solo, sin que me acompañe ningún Capitán de Guardias. Quiero visitar a Sully y ver cómo se encuentra de su dolencia. No dormiría sosegado si no lo hiciera...". De nuevo Pralín, su segundo Capitán de Guardias, le esperaba para darle custodia: el Rey rechazó amablemente su protección. "Quedaos en el Louvre", aseveró el monarca.

El viento, revelador, silbaba una cantinela confusa entre el aguacero que humedecía los pretextos de los hombres. Se alojaba en la atmósfera una nubarrada de negrura, interrumpida por el deslumbramiento de la tormenta que, diligente, instalaba una afonía fulgurante, previa al

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encontronazo entre las nubes colmadas de agua. Y de nuevo, la descarga de acuosidad arreciaba sobre París, declamando su convincente discurso; los caballos se encabritaban, y los chillidos se constituían en hermandad para socorrer a las faenas habituales, entre el fango y el barro de los callejones. La tenebrosidad de la noche había adelantado su presencia, demostrando su poder de invocación. El Rey, no obstante, en su ofuscación, proseguía con el designio que se había forjado.

Se subió a la carroza, con una disposición cavilante, le acompañaban Mr. d´Epernon, que se sentó a su derecha, Montalban y la Force que se sentaron a su izquierda, mientras otros dos cortesanos, Mirabeau y Liancourt, se sentaron enfrente en la parte delantera; otros gentileshombres le seguían a caballo y algunos criados a pie. El lacayo obligó al cochero, por orden del Rey, a hacer un recorrido insólito, del Louvre al Palacio de Longeville, continuando por la Croix de Travoir y de ahí al "Cementerio de Inocentes". La carroza aminoró su paso al entrar en la calle de la Ferronnerie: la calle era estrecha y el cochero tenía que hacer prodigios para no rozar las paredes. Al final de ella, el Rey vio a Montigny, Gobernador de París. Mal presagio -pensó receloso el monarca- pues de inmediato recordó que en el sexto atentado, cuando intentó matarle Chantel, también había saludado minutos antes al Gobernador. Detrás de la carroza real corría enloquecido Ravaillac; nadie

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había reparado en él: instalado entre el gentío que se agolpaba al paso del séquito real no suscitaba desconfianza. Súbitamente, el cochero avistó entre la lluvia y la anticipada negrura de la tarde, a su izquierda, una carreta cargada de cubas y a su derecha otra cargada de haces de heno, por lo que se vio obligado a detenerse, en el lugar donde se alojaban los Descartes, en el albergue "Au coeur couronné percé d¨une fléche", frente al estudio del notario Poutrin. Éstos ya habían regresado de su visita protocolaria cuando les sorprendió la algarabía, que con el azote del aguaviento se convertía en una apocalíptica exhibición. El cochero, una vez que las carretas se hicieron a la derecha inclinó la carroza hacia el lado izquierdo, que el vendaval ladeó en tropelía, quedando las ruedas paralizadas e introducidas en el surco por donde corrían las aguas malolientes. Gentileshombres seguían a la carroza real, los valets a pie habían tomado por el atajo del cementerio esperando encontrar a la comitiva a la salida de la angosta calleja, el Rey en ese instante tenía un brazo apoyado sobre el hombro del duque d´Epernon y leía una carta que contenía un poema del poeta Malherbe, dedicado a su amada Charlotte. Ravaillac, aprovechando el fárrago, se abalanzó velozmente, subió al estribo de la carroza apoyando un pie en la rueda inclinada y, rompiendo el cristal, dirigió una cuchillada hacia el Rey, al que hirió superficialmente en el pecho, a la altura del corazón.

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El asesino dirigió una segunda puñalada, y, esta vez con más acierto, consiguió atravesar el pulmón. Aún sin que nadie se hubiese repuesto del sorpresivo ataque, dirigió una tercera cuchillada que atravesó la manga del Duque de Montbaron. Un trueno despidió un reventón destartalado y, de nuevo, con la tromba se desbordaron las canaletas. El carruaje real, ayudado por la fuerza humana, saltó a la calle, las bestias obedientes y sosegadas, soportaban el pavor que les producía la borrasca, como si tuvieran noción del funesto desenlace.

Enrique IV había muerto, certificaría su médico, Jean de la Rivière. En la calle continuaba el alboroto, ajenos a la realidad que sólo conocían sus acompañantes en el interior de la carroza. Era el 14 de mayo a las 4 de la tarde, tal y como le había profetizado el astrólogo Thomassin: "...entre el día 13 y 14 de mayo de 1610". Todo se había desarrollado con una inusitada rapidez y confusión. El asesino hubiese podido huir, sin embargo, quedó paralizado. Los gentileshombres de a caballo se echaron sobre Jean François. Joachin Descartes observó desde la puerta del albergue cómo M. De Courson le golpeó el rostro empapado con el pomo de su espada. Pierre Descartes, aturdido, se había aproximado hacía la escena del crimen y, dirigiéndose entre el gentío a la carroza, observó como M. De Saint Michel le arrancó a Ravaillac, que permanecía impasible, el cuchillo ensangrentado de la mano, y escuchó como el Duque d´ Epernon

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gritaba desde el interior del coche: "No le matéis. Respondéis de él con vuestras cabezas". Las hordas se arremolinaban expectantes, insultando al asesino y pidiendo su muerte, mientras el Rey, ya cadáver, seguía desangrándose en el interior del carruaje palatino. De repente, Pierre vio aparecer a un grupo de unos siete u ocho hombres a caballo, con las espadas desenvainadas y dando gritos de “¡Muerte al asesino!”, que eran coreados por la muchedumbre, pero otro de los gentileshombres les plantó cara con su arma poniéndolos en fuga.

Pierre Descartes no podía entender ese comportamiento, pero guardó silencio, mientras acudía a su cabeza la idea de una acción intencionada. ¿Quienes eran?, ¿por qué su sigilosa huida del lugar de los hechos sin prestar auxilio?, ¿cómo podían adivinar desde sus posiciones la certeza de la tragedia?. Precisamente, el duque D´Epernon había gritado en ese instante: ¡ El Rey sólo está herido!. Para Pierre este episodio le perfiló la claridad de una sospecha sobre la que forjar la deducción acerca de una confabulación político-religiosa, proclive a que se produjera el regicidio.

De inmediato pensó en Du Plessis, que desde los 20 años era obispo de Luçon, doctor en Teología, miembro y directivo de la Sorbona, afamado en París por su encanto e inteligencia que tenía impresionado al partido dévot. Eran bien conocidas las atenciones del monarca para con él, para con "mi

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obispo" como le denominaba cuando se refería a él, y con quién discutía el futuro de Francia. La amistad del rey con su padre, François de Richelieu, como gran prévôt, y algunos buenos afanes de su hermano Henri le habían procurado al joven obispo una singular representación en los círculos cortesanos y parlamentarios. Pierre Descartes continuó cavilando con pasmada preocupación acerca del percance. Paralizado y con la lluvia invadiendo su alma sintió un miedo inconfesable.

El Rey de Francia había sido presa de una agresión, nadie quedaba inatacable. París ya no le pareció tan señorial y sublime como el día de la ceremonia de la Coronación, cuya pompa y boato le habían prodigado una reconciliación con la capital de su reino, a pesar del incidente del desvalijamiento, por el que aún se sentía afrentado. Con un estremecimiento lastimero se unió a su padre en el interior del albergue. Allí se conversaba con nerviosidad acerca de la edad del Delfín, de la posible regencia y del futuro de Francia, al tiempo que la tempestad se hacia persistente, como sus intuiciones.

Cuando a Sully, aquejado de gota, le fue anunciado el fatídico suceso, a la pesadumbre y exasperación por la muerte de su compañero y amigo se añadió el desconsuelo de ver cercenados los arreglos, que junto al Rey, habían inventado para hermosear Francia y, sobre todo, para el

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florecimiento de París. A la deslumbrante capital de los primeros Capetos le habían robado a su enamorado más devoto: Enrique IV. Su Familia, su Consejo y su Corte se habían instalado durante el invierno definitivamente en el Louvre, en un Louvre esculpido de nuevo, con la pasión y la delicadeza con la que se modelan las veneraciones inmortales. Los puentes, las plazas, los hospitales, los caminos, las reconstrucciones y las construcciones fruto de un inteligente proyecto urbanístico, pensó con tristeza, morirían con el Rey. De improviso recapacitó sobre la reconstrucción del acueducto de Rungis. ¡Cuanta dicha había proporcionado a los dos camaradas!.¿ Qué contaría la Historia?. Qué poco sabían de su gran complicidad, del gran amor que ambos sentían por Francia.

Su memoria febril evocó quejumbrosa los comentarios de Enrique acerca del contenido del libro de Olivier de Serres: "Thêatre d´Agriculture et mesnade des champs", el entusiasmo por aliviar la dura vida en el campo, ayudando a los campesinos, evitando su aislamiento, favoreciendo "los caminos para andar", sacándolos de la ignorancia. ¡Qué sueños!. Tan alejados de sus aceptantes que llegaron a producir monstruos, como Ravaillac.

Repasó el estado de las cuentas del reino. El desorden financiero lo palió con procedimientos poco populares, era consciente de ello. En 1602 había conseguido estabilizar la moneda y en 1610

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había acumulado una reserva en metálico próxima a los 14 millones de libras. Se había ganado la antipatía de la aristocracia y del campesinado. ¡Todo lo había hecho por Francia!. Reemprendió la obra secular de los malecones y diques para contener al Loira, haciéndolo así útil para la navegación y la pesca, e inició las obras del canal de Briare que unía los grandes ríos. No olvidó el tema de la defensa, se ocupó de la construcción de galeras en el Mediterráneo y de las fortificaciones desde Amiens a Metz y Saint-Tropez; frente a la Gironda terminó la construcción del faro de Cordouan.

Sus conciencias, más erasmístas que protestantes, más francesas que religiosas, se habían complacido con las prósperas intervenciones diplomáticas ante el papado o ante el imperio. Para consolidar la monarquía en Francia no querían más desgaste externo; ya era suficiente con las inevitables "guerras civiles de religión", que ambos detestaban en la confianza de su intimidad. Cuántas horas dedicadas a Francia. Eran partidarios de la libertad de conciencia, y por ello habían distraído intencionadamente su atención hacia muchos libros censurados por la Sagrada Congregación del Índice, que circulaban con desenvoltura en ambientes preparados para no inculpar. La libertad de credo: su convicción más callada. El oscurantismo era un mal insuperable, aunque el acuerdo con el papado les había proporcionado alguna que otra contrariedad en este sentido. El deseo de que algún día todos los

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franceses aprendieran a leer y a escribir era otra ambición que a Roma no parecía interesar. Debían encubrir sus intenciones. ¡Cuántas veces habían enmascarado sus voluntades!.

El corazón de Enrique descansaría con los jesuitas. Esto contentaría a buena parte del pueblo que lo había considerado hereje: las ideas sobre la fe del Rey no quedarían en entredicho. Enrique lo había dispuesto como un último acto de amor por Francia, aunque él conocía que en estos asuntos el soberano, era tolerante y poco escrupuloso. Sin embargo, eso nadie podía constatarlo. Había entregado su corazón para la concordia. El "Más allá"... siempre le había preocupado menos que Francia.

El dolor no le dejaba recordar con precisión, estaba forzando la memoria a un examen desmesurado; sin embargo, y a pesar de su delicado estado de salud, debía hacerlo por el amado compañero de armas, por el amigo que había muerto asesinado mientras iba a visitarlo, buscando su compañía. Debía hacerlo por Enrique, Rey de Francia, el rey que pensaba que “un rey es responsable delante de Dios y de su conciencia", declarando una concepción absolutista que quedaría establecida como acervo para su linaje. El primero de los Borbones fue el más grande, el más lúcido, con el que él, el barón de Rosny, había tenido la fortuna de compartir gestas.

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Cuando los Descartes abandonaron el albergue en la calle del magnicidio, París se encontraba custodiada por un cielo gris, la lluvia de esa inolvidable primavera bañaba las plazas con la estatua ecuestre del Rey que más la había amado; su deseo de embellecerla como a la dama más elogiada había constituido uno de sus mayores desvelos. Pierre, en su silenciosa y desconsolada despedida, reparó lacrimoso en que desde el Pont Neuf se divisaba, sin obstáculos, la sublime Catedral de París que sobrenadaba majestuosa en el Sena de aguas dóciles y orgullosas, que detenían su fuerza ante ella, evidenciando una solemne reverencia. El río se sentía admirado por la ciudad, y entre sus muelles brumosos y sus pescadores apenados se apresuraba a respetar el “duelo sabio" de las corrientes fluviales que conocen su destino. En la Ilê de la Cité, Nôtre-Dame lloraba desde las gárgolas cabalísticas.

Los súbditos, venidos de todos los rincones del reino para la Consagración de la Reina María, se arracimaban en las calles de la ribera izquierda del Sena, empapados hasta los huesos por la pertinaz e insistente lluvia, desvariando sobre sus sentimientos de ira y de congoja, pasaban el tiempo con la quietud que producen los acontecimientos definitivos. Campesinos dignos y estudiantes de la vieja Sorbona, que habían dejado por un instante su costumbre de hablar en latín, expresaban su amor por Francia, olvidando sus diferencias de dogma,

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olvidando sus antagonismos con Enrique IV, y haciendo suya la famosa frase de la desmembración, que ahora les mantenía unidos en el sufrimiento: ¡"París bien vale una misa..."!. De este modo purificarían las interpretaciones partidistas de que fue objeto en el momento en que se pronunció, para convertirla en un legado de coincidencias .

Del asesino tan sólo se sabía que había sido trasladado al Palacio del duque d´Epermon, capitán general de la infantería francesa, "para interrogarle"; que llevaba unas monedas de plata y alguna calderilla, un papel con el nombre de un tal Belliard, otro papel con el nombre de Jesús escrito en tres ángulos diferentes con un lema: "Para no sufrir dolores del tormento"; un rosario que dijo haber comprado hacía una semana y un corazón de algodón, regalo de un canónigo. Todos los objetos tenían un significado religioso, pero ningún valor material. Tenía 32 años, era un hombre de talla elevada, aparentando algo más de su edad, de barba y cabellos rojizos, corpulento y fuerte, de vientre abultado y ojos hundidos en las órbitas, de nariz larga con los orificios nasales muy dilatados y con una significativa protuberancia ósea en el rostro que le daba un aspecto violento. No pudiendo obtener información en el primer interrogatorio, fue trasladado a la Torre de Montgomery en la Conciergerie, donde fue sujetado con grilletes en pies y manos, manteniéndolo bajo rigurosa vigilancia.

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Con posterioridad se supo, que tras ser sometido a los mayores tormentos, incluido el de los borceguíes, confesó: "que él solo había cometido el crimen y que nadie le había ayudado ni pedido que lo hiciera". Por fin se dictó sentencia contra él. Por ella se le exigía mostrar su arrepentimiento delante de la Catedral de Nôtre Dame de París y ser luego conducido a la Plaza de la Grève, lugar donde públicamente se ejecutaba a los reos de muerte. Allí, sobre el cadalso, y ante la muchedumbre que le insultaba, se le dijo, según la costumbre, que pidiese un último deseo, y Ravaillac pidió al gentío que cantara la Salve Regina como un donativo espiritual, pero la multitud se lo negó llamándole insistentemente ¡Judas!. ¡Judas!...El extravío del clamor compendiaba la compasión menos bondadosa y el ánimo más despiadado, la vehemencia más tosca se hacia eco de la exaltación de la multitud, que se adhería a las proposiciones más atroces.

"Sería atenazado; una vez terminada esta parte del tormento, su cuerpo sería desmembrado por cuatro caballos, y una vez arrancados los miembros se quemarían, reduciendo todo el cuerpo a cenizas que serían aventadas. Durante el suplicio, la muchedumbre se lanzó en forma incontenible sobre el cuerpo destrozado por el plomo derretido, el aceite hirviendo y la resina ardiente con cera y azufre fundidos por el calor que como tormento se le había aplicado, y con cuchillos o arrancándolos con

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las manos se repartieron el cuerpo destrozado y los despojos ensangrentados, queriendo llevar cada uno un trozo del asesino del Rey para quemarlo por su cuenta en las plazas de sus respectivos pueblos. La irracionalidad humana se manifestó con todo su aliento en aquel trance. Lo indiscutible es que Enrique IV, después de su muerte, se convirtió en un auténtico héroe de leyenda y su imagen idílica como "el buen Rey Enrique" perduraría para la posteridad".

Los reyes no mueren en Francia, le dijo el

Canciller, M. De Sillery a la Reina, mostrándole a su hijo. Aquí tenéis al Rey vivo, Señora. Sería el futuro Luis XIII, que por una extraña coincidencia moriría treinta años después exactamente otro 14 de mayo.

Transcurridas dos horas desde el luctuoso acontecimiento, el duque d´Epernon hizo aprobar al Parlamento, reunido con carácter de urgencia, a las seis y media de esa misma tarde, el nombramiento de la Reina viuda como Reina Regente, investida por el canciller Sillery por orden del Delfín, aunque, dada su escasa edad -tan sólo contaba nueve años- nadie pareció escucharlo. Un "niño-Rey" que era poco amado por su madre, María de Médicis; el mayor de sus seis hijos.

La Reina Regente era de aspecto ordinario, descarada, ramplona, poco inteligente y privada de todo refinamiento, solitaria y sin habilidades

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sociales. Había sido una solución para mantener la monarquía, que desde la validez constitucional se ratificaría al día siguiente por un lit de justice, según el cual "el rey reasumía toda autoridad delegada en el reino". Los tiempos se presentaban dificultosos, dado que los protegidos de la Reina eran sus compatriotas Léonora Galigaï y su marido, el ambicioso Concino Concini, que añadirían más inconvenientes a la ya irascible disposición de los acontecimientos.

Concini, tras apoderarse de altos cargos, era entre otros, Mariscal de Ancre, y al consolidar una inmensa fortuna concibió una infinita suficiencia de adversarios. Murió en 1617 por tres tiros de pistola hechos a quemarropa, efectuados por el marqués de Vitry, Capitán de la Guardia, abiertamente arrebatado, y por otros oficiales, quienes a continuación acuchillaron y golpearon el cadáver. Tal odio habían generado sus actuaciones, que tras ser enterrado de incógnito en Saint Germain l´Auxerrois fue desenterrado por la muchedumbre, castrado y despedazado, clavando sus despojos en picas o echándolos a los perros. Tal era el aborrecimiento que se había procurado. Nadie lo impidió, y las pasiones más desalmadas se adueñaron de la sinrazón para dilapidar la cordura. A Léonora Galigaï, su esposa, se la halló culpable de lèse-majesté, delito contra el Estado o sus mandatarios sujeto al peor de los castigos. Fue

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decapitada, y sus riquezas, al igual que las de su marido, confiscadas por la Corona.

El joven Rey, con el asesinato de Concini y dominado por Luynes, derrocó el poder a la Reina Madre y a su corte italianizante, por la que tanta animadversión sentía. Luis tenía ahora en Luynes lo que más tarde, y con mayor acierto, le procuraría Richelieu, que por ahora, era tan sólo el retirado obispo de Luçon.

La importancia política del Parlamento, de origen medieval y de atribuciones estrictamente jurídicas en su génesis, asumió diferentes capacidades con la llegada al trono del hijo de Antonio de Borbón y de Juana de Albret, el recién fallecido Enrique IV, al haber sido reconocido por Enrique III, como su legitimo sucesor y ratificado por el Parlamento.

Durante esta coyuntura que los tiempos le otorgaron vería "revalidado" su alcance político con el nombramiento de la Reina Regente, dimensión que aumentaría durante el reinado de “los luises”, que. por las circunstancias singulares de sus nefastas "regencias", la de María de Médicis y posteriormente la de Ana de Austria, épocas estas de gran ingobernabilidad para Francia con el consabido descrédito para la institución real, le procurarían el mayor de los protagonismos posibles. Estos avatares establecerían un discurrir de acontecimientos que hizo necesaria la intervención del Parlamento para la

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administración y tutela del reino, por lo que éste quedó engrandecido hasta culminar con la instauración del sistema político de la polisinodia.

El servicio que el Parlamento prestaba a Francia no era discutido por los Descartes, que entendían que esta institución fortalecía la unidad en la diversidad, frenando, al mismo tiempo, las hipotéticas inclinaciones reales por volver absolutista la monarquía; tal vez por ello, Pierre seguía pensando insistentemente en el hijo del grand prévôt,: Armand Jean du Plessis, de formación esmerada, antiguo alumno del Colegio de Navarra en París, que habiendo comenzado una brillante carrera militar en la prestigiosa academia de Antoine de Pluvinel la había abandonado para conservar en la familia el obispado de Luçon. Pensamientos de un adolescente, que había determinado participar como actor en el desarrollo de los acontecimientos. Pierre no era un estudioso, ni le interesaba el saber, era un declarado alumno sumiso y genuflexo a la intelectualidad que recibía en el colegio, sin críticas ni dilemas especulativos. Esta disposición acomodaticia, rebosante de privilegios y prejuicios provincianos, le procurarían unos vínculos enrevesados con su hermano René durante toda su vida.

En la sesión parlamentaría del día de la muerte del Monarca, las sospechas sobre el duque d´Epernon se susurraban entre el prelado, el barón,

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los caballeros y laicos y los clérigos, y siempre quedarían en la conciencia de Francia estas conjeturas; aunque ni la confesión última del asesino ante el padre Filesac, en el cadalso, con una absolución que Ravaillac solicitó condicional, iluminó dato alguno sobre la tragedia. Sin embargo, "los luises" desde el día del magnicidio reinarían, de manera ininterrumpida, representando la Casa Real de Los Borbones a Francia hasta finales del siglo XVIII. La dinastía empieza con el coronamiento del entonces niño de nueve años, Luis XIII, llamado "el Justo". El Rey ha muerto. Viva el Rey. Los reyes no mueren en Francia.