Parasicología de la Función Docente

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1 Texto escaneado con fines académicos. Tomado de: DEBESSE, Maurice. La función docente. Barcelona: Ed. Oikos-Tau, 1980. p. 167 183. Prohibida su reproducción. Capítulo 6: Psicopatología de la función docente. I. LAS RAZONES DE LA ELECCIÓN DE LA PROFESIÓN DE EDUCADOR ANALIZADAS DESDE UNA PERSPECTIVA PSICOPATOLÓGICA Las razones que mueven a un individuo a convertirse en enseñante son evidentemente múltiples, y difieren de un sujeto a otro. Los futuros enseñantes, por regla general más inteligentes que la media de los jóvenes que acaban sus estudios secundarios, no llegan a la enseñanza con unos niveles sociocultural y económico idénticos. Diversos estudios demuestran que las razones conscientes de esta elección profesional varían, en efecto, según los medios socioeconómico y cultural a los que pertenecen los aspirantes a educadores. Mientras Tudhope (1944) pone de relieve que las dos razones para la elección citadas con mayor frecuencia por los futuros enseñantes son la seguridad económica y la opinión familiar, Altmann (1967) se interesa por un grupo de estudiantes procedentes de una clase social baja que, antes de convertirse en enseñantes, accedieron muna clase media ejerciendo otra profesión. Observa que, para este grupo, la motivación más importante es «la posibilidad de ayudar a los demás», posibilidad que no tenían antes. Añade que su nueva profesión no les reporta ninguna mejora económica en relación a la anterior Ashley, Cohen y Scatter (1967), en un análisis sistemático de las motivaciones de estudiantes de profesorado en un centro escocés, evidencian un reparto diferente de las motivaciones según el sexo, la condición socioeconómica y la edad de los futuros enseñantes. Los estudiantes de nivel socioeconómico bajo y los que quieren dedicarse a la enseñanza primaria hacen más hincapié en «el interés de la labor del maestro» que en «las condiciones de trabajo del maestro», «la satisfacción de necesidades personales», «el valor de la educación en la sociedad» o en razones negativas. La evolución de la sociedad, la democratización de la enseñanza y de la cultura, la importancia adquirida por los medios de comunicación de masas, han contribuido a modificar el lugar ocupado por el enseñante en la ciudad. Dado que el prestigio social del papel de enseñante no es el mismo que hace cincuenta años, ya no atrae a aquellos individuos cuya motivación principal seria la de desempeñar ese papel socializado y beneficiarse de sus honores.

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Parasicología de la Función Docente

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Texto escaneado con fines académicos. Tomado de: DEBESSE, Maurice. La función docente. Barcelona: Ed. Oikos-Tau, 1980.

p. 167 – 183. Prohibida su reproducción.

Capítulo 6: Psicopatología de la función docente.

I. LAS RAZONES DE LA ELECCIÓN DE LA PROFESIÓN DE

EDUCADOR ANALIZADAS DESDE UNA PERSPECTIVA PSICOPATOLÓGICA

Las razones que mueven a un individuo a convertirse en enseñante son

evidentemente múltiples, y difieren de un sujeto a otro. Los futuros enseñantes, por regla general más inteligentes que la media de los

jóvenes que acaban sus estudios secundarios, no llegan a la enseñanza

con unos niveles sociocultural y económico idénticos. Diversos estudios demuestran que las razones conscientes de esta elección profesional

varían, en efecto, según los medios socioeconómico y cultural a los que pertenecen los aspirantes a educadores.

Mientras Tudhope (1944) pone de relieve que las dos razones para la

elección citadas con mayor frecuencia por los futuros enseñantes son la seguridad económica y la opinión familiar, Altmann (1967) se interesa

por un grupo de estudiantes procedentes de una clase social baja que, antes de convertirse en enseñantes, accedieron muna clase media

ejerciendo otra profesión. Observa que, para este grupo, la motivación más importante es «la posibilidad de ayudar a los demás», posibilidad

que no tenían antes. Añade que su nueva profesión no les reporta ninguna mejora económica en relación a la anterior

Ashley, Cohen y Scatter (1967), en un análisis sistemático de las motivaciones de estudiantes de profesorado en un centro escocés,

evidencian un reparto diferente de las motivaciones según el sexo, la condición socioeconómica y la edad de los futuros enseñantes. Los

estudiantes de nivel socioeconómico bajo y los que quieren dedicarse a la enseñanza primaria hacen más hincapié en «el interés de la labor del

maestro» que en «las condiciones de trabajo del maestro», «la satisfacción de necesidades personales», «el valor de la educación en la

sociedad» o en razones negativas.

La evolución de la sociedad, la democratización de la enseñanza y de la cultura, la importancia adquirida por los medios de comunicación de

masas, han contribuido a modificar el lugar ocupado por el enseñante en la ciudad. Dado que el prestigio social del papel de enseñante no es

el mismo que hace cincuenta años, ya no atrae a aquellos individuos

cuya motivación principal seria la de desempeñar ese papel socializado y beneficiarse de sus honores.

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Así pues, las motivaciones profesionales pueden cambiar de una época a otra. Igualmente es lógico pensar que varían de un país a otro y de

una cultura a otra.

Después de haber expuesto estas reservas en cuanto a las posibles relaciones entre ciertas variables y las motivaciones, vamos a analizar

algunas de las motivaciones del educador y del enseñante -

motivaciones positivas y negativas, conscientes e inconscientes-, así como sus posibles consecuencias psicopatológicas.

Motivaciones negativas. - Entendemos por motivaciones profesionales

negativas las razones que llevan a un individuo a emprender una profesión hacia la que no se siente atraído.

La elección se hace por despecho, a menudo después de una decepción

o de fracasos universitarios, con o sin la idea de que la dedicación a esa profesión será breve y de que podrá permitir al individuo la prosecución

de estudios superiores.

En una encuesta realizada en 1964, Berger (1974) recoge el dato de que el 60'2% de maestros y el 45'7% de maestras entrevistados hablan

elegido la enseñanza como «mal menor».

En 1970, con ocasión de un estudio epidemiológico sobre un grupo reducido de maestras de 35 a 39 años, Amiel-Lebigre (1974) se da

cuenta de que el 48% de ellas hablan iniciado otros estudios antes o al inicio de su actividad profesional y finalmente se habían orientado hacia

la enseñanza. Así, la elección por despecho se confirma en estos dos estudios en alrededor del 50% de los casos.

En el mismo orden de ideas, una encuesta realizada en 1970 (Mace-

Kradjian, 1971) sobre una muestra nacional representativa de 559 maestros franceses, demuestra que el 40% de los enseñantes

encuestador se orientaron hacia esta profesión sin gustarles la pedagogía.

Diremos, con Ozouf (1967), que todavía sucede que, en la actualidad,

en los medios socioeconómicos y culturales menos favorecidos, hacerse

maestro «es, antes que nada, escapar a otras condiciones» y sobre todo que, para niños inteligentes, es el medio para salirse, a través del

trabajo intelectual, de la condición social de sus padres y así evolucionar hacia otro nivel intelectual y social.

Puede ocurrir que, ante la ausencia de motivaciones en un niño, los

padres o un tercero se sientan inducidos a hacer una elección profesional en su lugar y a decidir así su orientación. Esto ha sido así,

en 1973, en el caso del 23% de los alumnos de una promoción de maestros de la región parisiense (Amiel-Lebigre).

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Las motivaciones negativas presentan el riesgo de no mantener por

mucho tiempo al joven enseñante en el ejercicio de una profesión por la que no se ha sentido atraído y que puede no interesarle. La falta de

colocación que se deriva con frecuencia de una situación semejante representa la puerta abierta a una mala realización de la tarea y a todas

las reacciones psicopatológicas desencadenadas por el aburrimiento, la

obligación y las frustraciones: agresividad, reclamaciones, depresión, repliegue en sí mismo, evasión en la imaginación, etc.

No obstante, no puede afirmarse que unas motivaciones negativas

comporten sistemáticamente reacciones psicopatológicas, ni que sean automáticamente malas en sí mismas. Todo dependerá de la evolución

de estas motivaciones y de las reacciones de la personalidad de los individuos cuando se enfrenten a las exigencias del trabajo.

Motivaciones positivas. - La atracción positiva que la profesión docente

ejerce sobre un individuo generalmente viene explicada en la literatura (Wall, 1959) mediante una o varias de las seis razones siguientes: el

amor hacia los niños, el deseo de transmitir una cultura adquirida, de desempeñar un cometido en la evolución social, cierta seguridad

económica, prolongadas vacaciones y horarios agradables, y el disfrute

de un relativo prestigio social. Tales motivaciones son racionales y tranquilizadoras. Cuando se ama a la infancia, enseñar parece lógico y

confortable para cualquiera, y debemos suponer que estas motivaciones pueden subyacer en el comportamiento de cualquier enseñante.

Pero la experiencia nos demuestra que son bastante numerosos los

enseñantes que no tienen más motivación que la de las vacaciones y de los horarios, por ejemplo -como ocurría en 1970 (Amiel-Lebigre, 1974)

con el 32% de un grupo de maestras parisienses-, o la de la seguridad económica. Como puede comprenderse, esta situación puede generar

una serie de dificultades, tanto a nivel de la realización de la tarea -ya difícil de por sí- como a nivel de la salud mental de un maestro que ha

elegido una profesión y la ejerce a pesar de que no le reporta ninguna satisfacción personal específica del trabajo.

Motivaciones inconscientes. - Querer a los niños, encontrar una satisfacción junto a ellos, en el placer de hacer que se desarrollen, de

verles aprender y progresar, de ayudarles a integrarse en la sociedad de los adultos, parece ser la motivación ideal, la que se ajusta a la

tarea; tarea que, una vez cumplida, será fuente de satisfacción para quien la ha realizado.

Las motivaciones inconscientes que pueden sustentar esta atracción

hacia la pedagogía, en educadores y enseñantes, son múltiples y

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difíciles de valorar; no obstante, es importante saber que existen. Vamos a citar algunas de ellas.

Una necesidad de seguridad, el temor, el miedo a lo desconocido que

representa el mundo adulto, el duro mundo del trabajo pueden estar en parte en la base de una opción profesional que estará situada en la

continuidad de la escolaridad. El alumno cambia de papel al convertirse

en el maestro, pero sigue en la clase y posee unos modelos de funcionamiento largamente observados mientras era niño.

A esta necesidad de seguridad podemos sumar la de poder. Poder

adquirido de partida por la situación de anterioridad del maestro en relación al alumno y por la detentación del saber. Poder fácil,

tranquilizador, poder imposible o difícil de poseer en el mundo de los adultos; «de cualquier forma, soy más fuerte que ellos», nos decía una

maestra hablando de sus alumnos.

La necesidad de dominar puede invocarse tanto más por cuanto provoca y encuentra a menudo la necesidad de sumisión del alumno.

Suele ocultar sentimientos de inferioridad y ansiedades mal tolerados. Las palabras de esta otra maestra evocan un fantasma de

omnipotencia: «lo bueno con los niños es que se les domina y no

pueden juzgarnos»; sentimiento de prepotencia que puede reforzarse en algunos con una necesidad de sentirse indispensables, insustituibles,

que conduce a una sobreestimación que les permite compensar un sentimiento de inferioridad no aceptado.

Lo que los pedagogos llaman las satisfacciones personales que les

produce su trabajo abarca numerosos elementos. Puede tratarse de la realización de unas necesidades de comunicación o de contacto, dé

fusión con el grupo, de la satisfacción de tendencias paidófilas o de tendencias homosexuales inconscientes.

Quienquiera que haya enseñado alguna vez sabe cuán importantes son

las satisfacciones de tipo narcisista. Responden a la necesidad de seducir al grupo, de agradarle, de formarlo a imagen de las ambiciones

propias, del ideal personal propio. Los alumnos acaban a menudo

identificándose con los deseos del maestro, sean cuales sean; el buen alumno, el que responde a las expectativas del maestro, refuerza el

narcisismo de este, mientras que el mal alumno suele vivirse como alguien que está en contra del enseñante.

Hablaremos también de la necesidad de entregarse y del deseo de

ayuda a los demás que pueden ser la expresión de una cierta culpabilidad de la que uno trataría de desprenderse ayudando al

prójimo, o de la expresión de tendencias agresivas o sádicas que, mediante el juego de los mecanismos de defensa de la personalidad,

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serían satisfechas de una forma aceptable e incluso valoradas socialmente.

En efecto, estas necesidades inconscientes que están en la base de las

motivaciones conscientes de cada uno pueden ser satisfechas de un modo legítimo gracias a los mecanismos de defensa. Estos tienen como

misión ocultar a nuestra conciencia necesidades no aceptables por

nuestra cultura y nuestra moral y satisfacerlas legítimamente frente a la moral social por caminos desviados.

Por ejemplo, unas tendencias homosexuales, rechazadas por no aceptadas, pueden ser satisfechas en el enseñante a través de los

contactos absolutamente legales entre maestro y alumno o educador y niño. No se trata de prácticas homosexuales, sino de la satisfacción de

unas tendencias.

Asimismo, ciertas pulsiones sádicas pueden ser transformadas en entrega o amabilidad, mediante el juego de lo que se llama una

«formación reactiva», que consiste en convertir una tendencia en su opuesta.

Estas motivaciones inconscientes no merman en nada el valor moral o

social de los comportamientos citados. No hay que confundir explicación

psicológica con juicio de valor. Incluso es interesante señalar que muchos de nuestros comportamientos socialmente útiles descansan en

la modificación de movimientos inconscientes que juzgaríamos reprensibles. Una motivación inconsciente nunca es patológica en si

misma; todo depende de la calidad de los mecanismos de defensa de que disponga el individuo.

Algunos mecanismos de defensa, como la sublimación, son muy-

eficaces y liberan al individuo de la ansiedad que puede provocar una frustración o un conflicto en las necesidades. Otras, como la negación,

sólo protegen al individuo al precio de un constante gasto de energía. Los sujetos cuya personalidad está mal protegida son pues más

sensibles a las frustraciones y a los conflictos que los demás; pueden desarrollar reacciones neuróticas poco adaptadas a las situaciones

personales o profesionales. Estas reacciones no les alivian su ansiedad y

les suponen un gran gasto de energía. Este coste energético se traducirá en cansancio, dificultades en la concentración y otros

síntomas.

II. LAS DIFICULTADES DE LA CONDICIÓN DOCENTE

1. RELATIVAS A LA FORMACIÓN PROFESIONAL

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La formación profesional tradicional hace, de los futuros enseñantes, eruditos más que pedagogos capaces de conducir a futuros adultos

hacia el logro de una cierta holgura sociocultural.

Esta formación, en lo que se refiere a los enseñantes de los niveles medio y superior, es en la mayoría de los casos fundamentalmente

teórica y libresca. Las perspectivas de relación, que son tan importantes

en el encuentro que ha de realizarse entre niños y enseñantes, no suelen abordarse.

Sólo las escuelas normales y algunas reuniones pedagógicas efectúan

una información pedagógica. Esta falta de formación psicológica y pedagógica, cuando el factor de relación es el esencial en toda la

actividad escolar, puede tener serias consecuencias tanto para el enseñante como para el alumno.

El enseñante se ve obligado a pasar bruscamente de la teoría a la

práctica, cuyo ejercicio, cuando las condiciones son difíciles (clases sobrecargadas, difíciles, heterogéneas), es como mínimo angustiante

para él. Esta angustia del maestro se transmite a los alumnos y estos reaccionan como pueden, bien enfrentándose, bien culpabilizándose,

etc., en una serie de reacciones en cadena que a su vez harán sufrir al

maestro, con lo que es muy probable que aumente su problema.

El maestro tampoco es formado en lo relativo a las técnicas de grupo; cuando precisamente su vida va a desarrollarse con grupos de niños

cuya dinámica se le escapará forzosamente y sólo la descubrirá después de experiencias posiblemente penosas tanto para sus alumnos como

para él. Tampoco se le acostumbra a trabajar en equipo y debido a ello le

costará confiar y compartir sus experiencias con sus colegas, perdiendo así un valioso medio de adquisición de seguridad y de evolución.

Es cierto que se han presentado proyectos de vinculación entre la

enseñanza teórica y la formación práctica (Mialaret, 1972), pero no parecen haber tenido mucho éxito pese a la evidente necesidad de

llevar a cabo esa vinculación.

Esta formación casi únicamente teórica que recibe el futuro enseñante a

lo largo de sus estudios, contribuye a identificarlo con el saber que va adquiriendo. Así, el estudiante -enseñante, identificado e

identificándose con el saber que posee, piensa imponerse él mismo a su futuro auditorio imponiendo su saber.

La experiencia muestra que actualmente este saber-poder ya no es muy

bien admitido. Y ello es así por cuanto el saber, que se ha vuelto discutible en relación al conjunto de los conocimientos, hace del

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profesor y del maestro un humilde especialista en un tema, y el niño o el adolescente, por otra parte muy informado (TV, cine, periódicos,

etc.), se da cuenta de esta situación rápidamente.

Este cambio en la imagen del enseñante no deja de plantear problemas a quien no está preparado. Renunciar al poder es difícil cuando ha sido

precisamente la necesidad de este poder la que le ha llevado a uno a tal

profesión.

¿Quién puede convertirse en educador? En Francia, prácticamente cualquiera, con tal de que posea los títulos requeridos para obtener el

puesto al que aspira, unos antecedentes penales limpios y un certificado médico extendido por un médico de medicina general. Vemos pues que

se efectúa una selección médica e intelectual bastante severa. De selección psicológica y psiquiátrica referida a las aptitudes para ser

educador, en Francia ni hablar, pese a las recomendaciones de especialistas y de la UNESCO (Marchand. 1956; Wall, 1959).

De modo que los enfermos mentales graves, cuya inferioridad

intelectual es tal que les impide conseguir los títulos, son los únicos a quienes se niega el ingreso en la enseñanza. No podemos por menos

que deplorar esta falta de control, en principio en beneficio de esos

enseñantes frágiles que se van a tener que enfrentar con una tarea demasiado difícil para ellos, lo que puede llegar a conducirles hacia

unas descompensaciones patológicas. En segundo lugar; no olvidemos el interés de los niños que deberán soportar a estos enseñantes, cuyos

contactos y relaciones interpersonales serán sin ninguna duda problemáticos.

2. RELATIVAS A LA CONDICIÓN DE ENSEÑANTE

«La imagen de más fuerza del enseñante se fijó en una época en que

su función coincidía con el ideal social: en la Francia republicana y laica, el maestro y el profesor encarnaban los valores esenciales.

Pero la sociedad ha sustituido la instrucción por otros valores en relación a los cuales el enseñante es anacrónico» (Barus, 1970).

Este anacronismo ha contribuido en gran medida a desvalorizar el papel y la función del enseñante.

El hecho de que no siempre se exija una formación especifica para

ejercer la profesión de educador, puesto que se está en posesión de los títulos requeridos, deja sobreentender que se trata de una función

omnivalente, trivial, evidente, mientras que una función importante sería obligatoriamente objeto de un aprendizaje o del logro de una

técnica.

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La escasa remuneración, la femenización de la profesión y la jerarquización sexualizada con ventaja masculina son hechos que

vienen a confirmar y a agravar la debilidad de la condición de enseñante en el mundo laboral. Esta transformación de la imagen del

enseñante en la sociedad tiene como consecuencia una rápida evolución de la relación enseñante-enseñado que el enseñante deberá asumir,

tanto si está preparado para hacerlo como si no.

La configuración de la situación del enseñante es en si misma incómoda

y puede convertirse en angustiante. En efecto, la estructura de la enseñanza pública implica que al frente de ella esté una Administración

todopoderosa e impersonal, sin intermediario entre el poder que detenta y el enseñante de base.

Junto a esto, este enseñante, en virtud de su papel en la clase, dispone

de una gran libertad, que debe utilizar al máximo para hacer asimilar a los niños unos programas concretos.

A esto se suma la ambivalencia del personaje del inspector, que

representa la única y vital aprobación de la profesión y que debe desempeñar, también, el papel de consejero pedagógico que le otorga

su experiencia. Entre estos dos papeles existe una cierta contradicción.

Así, todo consejo que represente una aportación tranquilizadora para el enseñante puede ser vivido como señal de una falta puesta de relieve

por el inspector.

El hecho de que no siempre se exija una formación especifica para ejercer la profesión de educador, puesto que se está en posesión de los

títulos requeridos, deja sobreentender que se trata de una función omnivalente, trivial, evidente, mientras que una función importante

sería obligatoriamente objeto de un aprendizaje o del logro de una técnica.

La escasa remuneración, la feminización de la profesión y la

jerarquización sexualizada con ventaja masculina son hechos que vienen a confirmar y a agravar la debilidad de la condición de

enseñante en el mundo laboral. Esta transformación de la imagen del

enseñante en la sociedad tiene como consecuencia una rápida evolución de la relación enseñante-enseñado que el enseñante deberá asumir,

tanto si está preparado para hacerlo como si no.

La configuración de la situación del enseñante es en sí misma incómoda y puede convertirse en angustiante. En efecto, la estructura de la

enseñanza pública implica que al frente de ella esté una Administración todopoderosa e impersonal, sin intermediario entre el poder que

detenta y el enseñante de base.

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Junto a esto, este enseñante, en virtud de su papel en la clase, dispone de una gran libertad, que debe utilizar al máximo para hacer asimilar a

los niños unos programas concretos.

A esto se suma la ambivalencia del personaje del inspector, que representa la única y vital aprobación de la profesión y que debe

desempeñar, también, el papel de consejero pedagógico que le otorga

su experiencia. Entre estos dos papeles existe una cierta contradicción. Así, todo consejo que represente una aportación tranquilizadora para el

enseñante puede ser vivido como señal de una falta puesta de relieve por el inspector.

A estas limitaciones podría añadirse la exigencia social de los padres,

que a menudo se manifiesta a los enseñantes bajo la forma de reproches vehementes. En el fondo, el enseñante, que es el único en

estar permanentemente frente a niños, es juzgado por adultos (inspector o padres) que únicamente le ven o están con él muy espo-

rádicamente. El enseñante, y más concretamente el maestro, siente que está en una

constante representación ante un público infantil y expuesto a su .juicio. Cualquier fallo puede ser captado sin piedad por los alumnos y,

por lo tanto, por las familias. Por ello tiene que dominar su posible

ansiedad para impedir que el grupo se dé cuenta de sus debilidades y a menudo tiene que estar a la defensiva.

Uno de los papeles del educador es el de modelo. Es vivido a la vez

como representante de los padres y de la sociedad. Esta identificación con una conciencia colectiva tiene como consecuencia -como pone de

relieve Ada Abraham (1972) tras un estudio experimental riguroso- llevar hasta una identificación con el modelo y crear una confusión

entre la imagen de uno mismo y la imagen idealizada del enseñante. Esta imagen idealizada de si mismo, que se atribuye el enseñante, no

hay duda de que le ayuda a superar el conflicto en que le sitúa la concepción social de su función; pero esta creación de un yo idealizado

conduce a actitudes de rigidez y de oposición al cambio que pueden llegar a impedir cualquier tipo de evolución si se presenta la ocasión o

la necesidad de realizarla.

Los enseñantes suelen quejarse de sus condiciones de trabajo. Los

resultados de la encuesta de Lemordant (1965) corroboran los obtenidos en nuestros trabajos personales más recientes. La demo-

cratización de la enseñanza ha hecho aumentar el número de alumnos y ha tenido como consecuencia unas clases sobrecargadas, una

heterogeneidad de los niveles escolares dentro de una misma clase y a menudo la presencia de niños inadaptados caracteriológicamente.

Cuando estas tres situaciones se dan, incluso por separado, hacen bastante difícil la enseñanza y exigen por parte de los educadores un

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esfuerzo en el dominio de si mismos que en muchos casos produce un gasto de energía más o menos considerable en función de su

personalidad y de su capacidad para soportar y resolver los conflictos.

Sumemos a esto el hecho de que de cuando en cuando se presentan dificultades más materiales, como la falta de espacio de los locales, la

escasez de material pedagógico y el ruido estridente de los niños en el

recreo y tendremos una idea del medio en que se desenvuelve el enseñante en su trabajo. El papel patógeno desempeñado por este

medio dependerá de la frecuencia e intensidad de las situaciones de stress, y también de la personalidad del maestro.

Son notables la variedad y la complejidad del trabajo, sobre todo el de

los maestros. El maestro debe a un mismo tiempo enseñar, es decir, transmitir unos conocimientos específicos y diversos a los alumnos,

organizar su clase, hacer que impere la disciplina, tener contactos con las familias y ejercer un papel de educador cerca de los niños. A estas

funciones de información y de formación hay que añadir una función de animación, tanto en las actividades escolares como en las

paraescolares.

El ejercicio de estas tareas complejas, pero no contradictorias, exige,

para no producir una fatiga anormal, una buena madurez por parte de los educadores... Cosa que, por otra parte, exige toda tarea que se

salga de la rutina y que implique alguna capacidad de integración.

Después de haber expuesto las dificultades inherentes a la profesión, vamos a interesarnos por sus posibles relaciones con la patología

mental.

III. FRECUENCIA E IMPORTANCIA DE LA PATOLOGÍA MENTAL

ENTRE LOS EDUCADORES

¿Es mayor la frecuencia de las enfermedades mentales entre los enseñantes que entre el resto de la población?

Varios autores nos incitan a pensar que los enseñantes pagan «un duro tributo a la enfermedad mental», en palabras de Sivadon (1960).

En Francia, Schiff en 1938, Berger y Benjamin en 1964 y en Estados

Unidos, Smith y Hightower (citados por Sivadon, 1960) señalan que los enseñantes representan un porcentaje elevado de los ingresos en los

servicios psiquiátricos.

Asimismo, tanto el sindicato francés de maestros como el Ministerio de Educación demuestran, mediante sus estadísticas, que el número de

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permisos de larga duración concedidos por enfermedad mental crece cada año a un ritmo mayor que el de los efectivos totales del personal

docente.

Un estudio más reciente sobre la salud mental de los maestros realizado en Burdeos (Rigalleau, 1966), ofrece unos resultados que van en esta

misma dirección. El autor llega a la conclusión de que existe una

patología «psiconeurótica» importante en el grupo de maestros y maestras analizados.

En 1972, Amiel y Mace-Kradjian, después de realizar un estudio

comparativo de la salud mental de maestros y de técnicos de grado medio, encuentran que la salud mental de los maestros es menos

buena que la de los técnicos, pero las diferencias no son considerables. Los autores no se atreven a sacar conclusiones definitivas de este

estudio porque la metodología utilizada no tiene en cuenta ni los rechazos en participar en la encuesta, ni los individuos que están de

baja por enfermedad mental, ni los antecedentes psiquiátricos.

En efecto, es difícil evaluar la salud mental de otro modo que clínicamente. Un estudio epidemiológico, realizado por uno de los

autores (Amiel-Lebigre, 1973) según un método científico, permite

llegar a la conclusión de que la frecuencia de los casos psiquiátricos es claramente más elevada en los maestros analizados que en los sujetos

de los grupos testigo. Esta gran diferencia se da sean cuales sean los criterios adoptados (peso total de la sintomatología presentada en el

momento de la encuesta, intentos de suicidio, consumo médico y psiquiátrico, hospitalizaciones por trastornos mentales). Los

antecedentes psiquiátricos de los maestros son sumamente frecuentes y los distinguen muy claramente de los otros dos grupos analizados.

Algunos de los resultados estadísticos de este trabajo se refieren a la

relación entre la patología mental y la vivencia profesional (Amiel-Lebigre, 1973). Los sujetos, enseñantes o no, que presentan o han

presentado trastornos psíquicos tienen tendencia a mostrarse insatisfechos e inadaptados profesionalmente. Esta asociación entre

síntomas y mala adaptación profesional se da, por una parte, con más

frecuencia entre las maestras que entre las mujeres que ejercen otra profesión y, por otra parte, las maestras se muestran menos

satisfechas y menos bien adaptadas que las mujeres con las que han sido comparadas.

Decir que unas personas que no tienen una buena salud mental

presentan signos de mala adaptación profesional no es, desde luego, nada original. Pero aquí se plantea un problema importante: el de la

causa o el efecto. Dicho de otro modo ¿algunos enseñantes ya están predispuestos a la enfermedad mental, o sea, ya están enfermos antes

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de iniciarse en la profesión?; o ¿son las dificultades de la profesión las que contribuyen a enfermarles?

Un estudio muy reciente, todavía sin publicar, y realizado por uno de los

autores entre mujeres que han acudido a la consulta de un centro psiquiátrico, pone de manifiesto que el 60% de un grupo de 75

enseñantes neuróticas hacen remontar sus primeros trastornos

psíquicos a una época anterior a sus inicios en la profesión, y que la casi totalidad de ellas (95%) consultaron entonces a un médico acerca

de esos trastornos. La mitad del grupo (49%) opina que el cometido desempeñado por las dificultades profesionales en el

desencadenamiento de sus trastornos actuales es absolutamente nulo.

Estos resultados nos llevan a comprobar varios hechos: en primer lugar, los enseñantes no acusan realmente a la profesión como causante de su

enfermedad, después observamos la gran tolerancia que muestra el enseñante con respecto a personas cuya salud mental es frágil en el

momento de emprender la profesión; además, comprobamos la apetencia por la enseñanza de las personas con problemas psíquicos.

Estas conciben el oficio como algo tranquilizador, fácil y en la línea de su inmadurez afectiva.

Los resultados de este último estudio nos llevan a pensar que, entre los enseñantes que presentan trastornos psíquicos a lo largo de su carrera,

un gran número de ellos, si no estaban ya enfermos, corno mínimo ya eran frágiles en el momento en que se iniciaron en la profesión.

Es sabido que la neurosis sobreviene cuando las exigencias del medio

sobrepasan las capacidades de adaptación del sujeto, es, decir, cuando las relaciones con el medio se vuelven insatisfactorias e

intranquilizadoras. Pero estas inadaptaciones aparecen más fácilmente cuando, por una parte, las estructuras mentales del individuo son poco

diferenciadas y rígidas y, por otra, cuando el medio es complejo y cambiante.

Las condiciones en que se ejerce la profesión, contrariamente a lo que

suelen pensar los enseñantes al principio, son difíciles, en ocasiones

penosas y, como hemos visto, son muchos los que ven aparecer o agravarse los trastornos psíquicos durante el desarrollo de su carrera

profesional.

Vamos a ver qué medidas lograrían limitar la aparición o la agravación de trastornos psíquicos en los enseñantes, y ello tanto en su propio

beneficio como en el de los niños que les serán confiados. En efecto, no debemos olvidar, como dijo Jaures, que ese enseña esencialmente lo

que se es», y que es el maestro quien ha de adaptarse al niño y no al revés, lo cual es bastante difícil a veces para un educador equilibrado y

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casi irrealizable para un individuo neurótico y que padezca trastornos psíquicos.

IV. MEDIDAS DE PREVENCIÓN BÁSICA: HIGIENE MENTAL

1. A NIVEL DE LA SELECCIÓN DE LOS EDUCADORES

Saber quién debe enseñar adquiere su máxima importancia cuando se tiene en cuenta que un enseñante ve desfilar unos mil quinientos

alumnos a lo largo de su ejercicio profesional y que algunos niños sólo tendrán uno o dos maestros a lo largo de todos sus estudios.

Numerosos autores (Marchand, 1956; Wall, 1959) se lamentan de que

no se examine a los educadores antes de confiarles la formación de los niños, y la UNESCO, en sus reuniones (1953), ha recomendado a

menudo la práctica de exámenes y de entrevistas psicológicas con objeto de seleccionar a los futuros enseñantes, como, por otra parte, se

hace en Francia desde 1967 con los educadores especializados.

Actualmente se realiza esta selección, pero sólo a nivel de los conocimientos escolares. También deberla hacerse a nivel de las

características de la personalidad y de las motivaciones; ambas cosas

suelen ir unidas. Ya hemos visto que la seguridad que se atribuye a la profesión tiene como efecto atraer a esta a un determinado porcentaje

de individuos timoratos, frágiles, que en cierta forma podrán asentarse sobré otros más débiles que ellos. También hemos visto que estos

sujetos frágiles, debido a las dificultades profesionales con que tropiezan, corren un alto riesgo de sufrir una descompensación

neurótica y una degradación de la calidad de sus contactos con los niños.

Dado que el nivel de madurez afectiva del futuro enseñante condiciona

en parte el nivel de sus motivaciones, una buena madurez y una buena salud mental deben permitir al educador la capacidad para adaptarse,

para evolucionar con soltura manteniendo la constancia de su personalidad y ofreciendo al niño una referencia tranquilizadora y no

restrictiva. Ahí está incluso el esquema del éxito tanto personal como

profesional que deberla encontrar todo educador.

Para los sujetos que no han logrado esta adaptación y que están insatisfechos, la medicina laboral podría encargarse de proporcionarles

una reorientación durante su vida profesional, ya que el papel de esta medicina, entre otros, es el de estudiar la adecuación entre el individuo

y su puesto de trabajo. Esta reorientación únicamente se practica en los casos de enfermedades mentales muy graves que han incapacitado

totalmente al educador para el cumplimiento de su tarea. Y en la mayoría de los casos se hace a instancias del propio interesado.

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2. A NIVEL DE LA FORMACIÓN DE LOS EDUCADORES

Convertir el oficio de educador en un oficio que se aprende serla algo

que contribuiría en gran medida a su revalorización. Se ha dejado que los enseñantes, y sobre todo los maestros, se atrasaran

intelectualmente con respecto a otras profesiones. Sólo una larga

escolaridad devolverá al oficio la respetabilidad de que gozó en otros tiempos. La necesidad de una formación superior para todos los

enseñantes, sea cual fuere el nivel educativo al que se dedicarán, se impone cada día más.

Una formación, no solamente superior sino además coherente y eficaz,

en la que fueran de la mano práctica y teoría, lo que garantizarla a los enseñantes una capacitación adecuada a su tarea, y que tendría como

consecuencia una gran sensación de seguridad. Saber enseñar, cuando uno se encuentra solo ante una clase, permite ahorrarse muchos

errores, cansancios e inquietudes.

Una cultura científica básica de alto nivel permitirla al joven educador ser «capaz de superar el nivel de simple "peón" de la pedagogía para

llegar a convertirse en un creador» (Mialaret, 1972). Es lógico pensar

que esta capacidad de creación, este entrenamiento en la creación adquirido a lo largo de los estudios dinamizarían al enseñante durante

su ejercicio profesional y le permitirían luchar contra eso que él llama la »rutina», que puede llevar al desinterés, al aburrimiento, a las

tendencias depresivas.