PARADISO, CUARENTA AÑOS...PARADISO, CUARENTA AÑOS Preludio A principios de 1966, cuando irrumpió...

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Primera edición, 1991 Segunda edición, 1994 Tercera edición, 1998 Edición: Rogelio Riverón Diseño de cubierta: Alfredo Montoto Sánchez Ilustración de cubierta: Pedro de Oraá Diseño interior: Belinda Delgado Díaz y Alfredo Montoto Sánchez Corrección: Victoria Hernández Rodríguez Composición computarizada: Isabel Hernández Fernández Todos los derechos reservados © Sobre la presente edición: Editorial Letras Cubanas, 2006 ISBN 959-10-1133-4 Instituto Cubano del Libro Editorial Letras Cubanas Palacio del Segundo Cabo O’Reilly 4, esquina a Tacón La Habana, Cuba E-mail: [email protected] Paradiso prólogo.p65 02/08/2006, 16:36 4

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Primera edición, 1991Segunda edición, 1994Tercera edición, 1998

Edición: Rogelio RiverónDiseño de cubierta: Alfredo Montoto SánchezIlustración de cubierta: Pedro de OraáDiseño interior: Belinda Delgado Díaz y Alfredo Montoto SánchezCorrección: Victoria Hernández RodríguezComposición computarizada: Isabel Hernández Fernández

Todos los derechos reservados© Sobre la presente edición: Editorial Letras Cubanas, 2006

ISBN 959-10-1133-4

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PARADISO, CUARENTA AÑOS

Preludio

A principios de 1966, cuando irrumpió Paradiso en las libreríascubanas, José Lezama Lima estaba próximo a cumplir cincuenta yseis años y le faltaban apenas diez para encontrarse con la muerte.Para entonces ya era un hombre corpulento, asmático, que seautodefinía católico y que había fundado y dirigido a lo largo de suvida un puñado de revistas culturales que muy pocas personaspodían recordar. Aunque lo esencial de su obra había visto la luz,títulos como La fijeza, Analecta del reloj, La expresión ame-ricana y Dador eran poco menos que terra incognita para la

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VI

mayor parte los lectores. Todo esto podría ayudar a explicar la mez-cla de reacciones con que fue recibido aquel volumen de seiscientasdiecisiete páginas, invitadora cubierta diseñada por Fayad Jamís yazarosa impresión: miedo, rechazo, atracción morbosa. Se habló dehermetismo y también de pornografía, se le llegó a negar con furiano sólo la condición de novela sino hasta la más general de textoliterario. Pocos libros entre nosotros se aquilataron tanto en la pruebade la negación como este.

Por aquellos días el poeta escribía a su hermana Rosa: «Para míya ha sucedido todo lo que podía tocarme: el advenimiento de Cristoy la muerte de mi madre. Pues creo ya haber alcanzado en mi vidaesa unidad entre los vivientes y los que esperan la voz de la resu-rrección, que es la eterna contemplación.»1 La novela debía serprecisamente la expresión de esa plenitud espiritual, a la vez que elremate de su dilatada obra.

Permiso para un leve sobresalto

En artículo juvenil, publicado en Grafos en 1939, Lezama asegu-ra que el hombre tiene dos desafíos para alcanzar el conocimientode lo trascendente: el tiempo que «le retrotrae a la caída, al pecadooriginal, a la angustia por la cercanía de la muerte» y el espaciodonde debe crecerse «desde la forma elemental del grito hasta lacabal conjuración de la plegaria»2 . Conocer es, pues, para él, sus-traerse de la terrible fluencia temporal para acercarse al ser de lascosas, esto implica un «apetito cognoscente», una voluntad que en-frentar al mundo de lo cambiante, es el desafío de «penetrar comoconquistador en la suprema esencia». Para suplir las lagunas yfracturas ocasionadas por el tiempo, el poeta opera una gran susti-tución: los vacíos de significación vienen a ser ocupados por elmito. Así viene a demostrarlo, al año siguiente, su Coloquio conJuan Ramón Jiménez (1937), donde el poeta lanza el «mito dela insularidad» para intentar explicar la cultura y la sensibilidadcubanas:

1 José Lezama Lima: «Carta a Rosa Lezama Lima, enero, 1966». En:Cartas a Eloísa y otra correspondencia. Madrid, Editorial Verbum, 1998,p. 109.

2 JLL: «Conocimiento de salvación». En: Confluencias, La Habana, Edi-torial Letras Cubanas, 1988, p. 37.

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VII

Me gustaría que el problema de la sensibilidad insular se man-tuviese sólo con la mínima fuerza secreta para decidir un mito[…] Yo desearía nada más que la introducción al estudio delas islas sirviese para integrar el mito que nos falta. Por eso heplanteado el problema en su esencia poética, en el reino de laeterna sorpresa, donde, sin ir directamente a tropezarnos conel mito, es posible que éste se nos aparezca como sobrante ines-perado, en prueba de sensibilidad castigada o de humildaddialogal.3

El «mito que nos falta» tiene un valor unificador, otorga unadirección y un sentido a la cultura nacional, estimula el cultivo de lasensibilidad y desarrolla el diálogo, elemento sobre el que volverácontinuamente el escritor, por el valor socrático que le concede paraobtener un conocimiento pleno del universo. El hallazgo de una«sensibilidad insular diferenciada» le sirve como reverso de una «bús-queda de la expresión mestiza», obsesión de los artistas de la pri-mera vanguardia, que ya le parece limitada en sus posibilidades. La«insularidad» se le hace un reto: la Isla tiene su propio mito y nopuede ser medida con los raseros de otras latitudes.

En «Razón que sea» —publicado en Espuela de Plata en 1939—vuelve el escritor sobre su idea al formular: «La ínsula distinta enel Cosmos, o lo que es lo mismo, la ínsula indistinta en el Cosmos.»4

La misma concepción es formulada de otra manera en ese texto,llena esta vez de burla criolla: «Convertir el majá en sierpe, o por lomenos, en serpiente.»5 . La dignificación de lo nacional tiene quepasar por el fundamento mítico, para poder ser comparado con launiversalidad de los arquetipos.

Para el pensamiento lezamiano, el mito, sumergido en un mundoprelógico, es la base de la «causalidad metafórica» en la poesía, masno hay una relación de precedencia entre poesía y mito, sino unacomplementariedad que les permite formar una resistencia, confi-gurar una imagen, arrebatada a la fugacidad del tiempo. Así loasegura en Las imágenes posibles:

3 JLL: «Coloquio con Juan Ramón Jiménez». En: Analecta del reloj.Ediciones Orígenes, La Habana, 1953, p. 47.

4 JLL: «Razón que sea». En: Imagen y posibilidad. Editorial Letras Cu-banas, La Habana, 1992, p. 210.

5 Ibid, p. 209.

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VIII

Después que la poesía y el poema han formado un cuerpo o unente y armado de la metáfora y la imagen, y formado la ima-gen, el símbolo y el mito —y la metáfora que puede reproduciren figura sus fragmentos o metamorfosis—, nos damos cuentaque se ha integrado una de las más poderosas redes que elhombre posee para atrapar lo fugaz y para el animismo de loinerte.6

Poesía y mito conforman una nueva naturaleza, una imago quees la realidad actuante de lo imposible y ésta debe encarnar en lahistoria.

El poeta, se empeña en diseñar lo que denomina un Sistema Poé-tico, que es a la vez una filosofía y un programa estético. De ahí quese vea en la necesidad de forjar categorías propias para conformartan ambiciosa edificación. Así ocurre con «lo hipertélico» — aquello«que va siempre más allá de su finalidad venciendo tododeterminismo»7 — o la «vivencia oblicua» : un nuevo tipo de cadenacausal cuya lógica rebasa los análisis vectoriales elementales paraincluir peculiares variantes del azar:

La vivencia oblicua es como si un hombre, sin saberlo desdeluego, al darle la vuelta al conmutador de su cuarto inaugu-rase una cascada en el Ontario. Podemos poner un ejemplobien evidente. Cuando el caballero o San Jorge clava su lanzaen el dragón, su caballo se desploma muerto. Obsérvase lo si-guiente, la mera relación causal sería: caballero-lanza-dragón.La fuerza regresiva la podríamos explicar con otra causalidad:dragón-lanza-caballero; pero fíjese que no es el caballero elque se desploma muerto, sino su caballo, con el que no existeuna relación causal sino incondicionada. A este tipo de rela-ción la hemos llamado vivencia oblicua.8

Del mismo modo, acuña el súbito para definir ese momento enque parece cesar el acarreo cuantitativo y se produce un salto inex-plicable, una especie de iluminación sobre las cosas. Valiéndose del

6 JLL: «Las imágenes posibles». En: Confluencias, p. 319.7 JLL: «Suma de conversaciones». En: Órbita de Lezama Lima, Edicio-

nes Unión, La Habana, 1966, p. 39.8 Ibidem.

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IX

recuerdo de un pasaje del Diario de navegación de CristóbalColón, nos habla de una experiencia que es a la vez histórica ymística, apertura al ser nacional y al mundo como totalidad, sinabandonar, paradójicamente, el refugio de la interioridad:

No caigamos en lo del paraíso recobrado, que venimos de unaresistencia, que los hombres que venían apretujados en un barcoque caminaba dentro de una resistencia, pudieron ver un ramode fuego que caía en el mar porque sentían la historia de mu-chos en una sola visión. Son las épocas de salvación y su signoes una fogosa resistencia.9

Esta resistencia es la misma que anima al sujeto de uno de suspoemas emblemáticos, la «Rapsodia para el mulo»:

Con qué seguro paso el mulo en el abismo.Lento es el mulo. Su misión no siente.Su destino frente a la piedra, piedra que sangracreando la abierta risa en las granadas.Su piel rajada, pequeñísimo triunfo ya en lo oscuro,pequeñísimo fango de alas ciegas.La ceguera, el vidrio y el agua de tus ojostienen la fuerza de un tendón oculto,y así los inmutables ojos recorriendolo oscuro progresivo y fugitivo.10

A partir de esas bases y de sus personales apreciaciones de lafilosofía de la historia, logra formular una noción de la cultura,cimentada en la imagen que el paisaje imprime en el grupo huma-no que lo habita y en la relación de esta imagen con otros elementosde su universo: son las «eras imaginarias», la imago actuando enla historia, que explica la manifestación de lo trascendente en eltiempo. Por esta vía el espacio llega a transformarse en espaciognóstico: «el que busca el hombre como único y último instrumentode configuración y forma para poder ir a lo desconocido a travésdel conocimiento transfigurativo». Se trata de la expresión de un

9 Ibid, p. 90.10 JLL: «Rapsodia para el mulo». En: Poesía completa. Editorial Letras

Cubanas, La Habana, 1985, p. 163.

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X

imposible realizado y también de un sacrificio, de una renovación:«Si el hombre vive para el juicio después de su muerte, para laresurrección dentro de la eternidad, el espacio gnóstico, el que yatambién es creador y que opera directamente en el hombre, abre sucuriosidad, tan necesaria, y la fija en el hombre, acariciando sudestino, protegiendo al decidido perdedor terrenal.»11

Como puede apreciarse, esa suma de acarreos culturales, ese em-peño barroco por edificar —o rectificar a fondo— toda un civiliza-ción, difiere notablemente de las poéticas más o menos monumentalesde otros creadores de su tiempo. Si algunos han insinuado un fácilparalelo del poeta cubano con el argentino Jorge Luis Borges, AbelPrieto viene a desmentirlo con sutileza:

Si algo puede sintetizar la diferencia sustancial entre Borges yLezama, es el amor del primero hacia los laberintos que puedegenerar la cultura, y la obsesión del segundo porque la culturanos ayude a derribar los muros que segmentan el pensamientode los hombres, su forma de concebir el universo y de relacionar-se con él. Frente al dédalo borgiano, se extiende el espacio gnósticoque Lezama fundó para Nuestra América: frente a esa criaturaconfundida por la multiplicidad de los enigmas, que juega aje-drez con la cultura sin tiempo jamás para enrocarse; se levantael hombre lezamiano, que —gracias a la poesía— llega a «acer-carse al risueño desconocido de los dioses».12

El ciclo de conferencias La expresión americana (1957) mar-ca la entrada del pensamiento de Lezama en una provechosa ma-durez; su personal filosofía se abre hacia una visión totalizadora dela cultura y sus problemas, así como hacia la reflexión sobre el des-tino hispanoamericano. El escritor se propone la búsqueda de unmétodo hermenéutico que permita obtener una visión histórica apartir de interpretar el avance de un paisaje hacia un sentido, «esecontrapunto o tejido entregado por la imago, por la imagen parti-cipando en la historia»13 .

11 JLL: «La posibilidad en el espacio gnóstico americano». En: Imageny posibilidad, p. 107.

12 Abel Prieto: «Confluencias de Lezama». En: Confluencias, p. XIX.13 JLL: «Mitos y cansancio clásico». En: La expresión americana. Edito-

rial Letras Cubanas, La Habana, 1993, p. 7.

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XI

Aprovechando el énfasis que Ernest R. Curtius pone en el papelde la ficción en la historia, Lezama enuncia: «Una técnica de laficción tendrá que ser imprescindible cuando la técnica histórica nopueda establecer el dominio de sus precisiones. Una obligación caside volver a vivir lo que ya no puede precisar».14 Las búsquedasantropológicas de Frazer, a partir de los mitos en La rama doraday la utilización que de éstas hizo T.S. Eliot en su poesía, parecenhaber invitado a Lezama a buscar un tercer camino, la reinvencióndel mito: «Todo tendrá que ser reconstruido, invencionado de nue-vo y los viejos mitos, al reaparecer de nuevo, nos ofrecerán sus con-juros y sus enigmas con un rostro desconocido. La ficción de losmitos son nuevos mitos, con nuevos cansancios y terrores.»15

A lo largo de La expresión... el escritor transita por el barrocoy el romanticismo americanos, se acerca a Sor Juana Inés de laCruz, al Aleijadinho, a Simón Rodríguez, a Francisco de Miran-da, a Martí, le interesa fijar el instante en que se define una expre-sión criolla y sobre todo, señalar la peculiar relación fruitiva delhombre americano con la cultura, evidenciada en el arquetipodel «señor barroco», aquel que disfruta de las letras y el arte tantocomo de un banquete de frutas y mariscos tropicales, el que auspiciael estilo florido de las iglesias de Puebla y Potosí: «Vemos así que elseñor barroco americano, a quien hemos llamado auténtico primerinstalado en lo nuestro, participa, vigila y cuida las dos grandessíntesis que están en la raíz del barroco americano, la hispanoincaicay la hispanonegroide.»16

Esta misma capacidad de reflexión fabuladora fue la que le llevóa preparar una Antología de la poesía cubana, publicada en1965, donde se empeña en elaborar toda una genealogía de poetaspara la Isla, desde el siglo XVII, sin arredrarse por el escaso valorde los materiales. Con su verba barroca logra dotarnos de toda unaera imaginaria de literatos que preceden al verdadero padre de lapoesía cubana: José María Heredia. Como se trataba de un empe-ño asociado a la teleología insular, la obra concluye con la figuratutelar y genitora de Martí, sin decidirse a penetrar en el siglo XX,o considerando tal vez que tal cosa no era necesaria después queCintio Vitier diera a la luz sus Cincuenta años de poesía cubana.

14 Ibid, p. 12.15 Ibid, p. 14.16 Ibid, p. 56.

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XII

La obsesión principal del escritor fue esa teleología que es la pe-netración de la poesía en la historia para conformar un destino.Por eso en «Paralelos. La pintura y la poesía en Cuba (siglos XVIIIy XIX)» inauguró el ser americano con las invenciones colombinas.Colón antes de partir para su primer viaje a las Indias, contemplaen la catedral de Zamora un tapiz que representa la guerra deTroya, en el que se funden lo griego con lo exótico oriental, allí anteesa reinvención de la antigüedad clásica por un artista anónimo, elAlmirante crea su propia ficción: el Nuevo Mundo nace en su ima-ginación antes de manifestarse de modo palpable. La imago prece-de al «descubrimiento».

En ese mismo ensayo, cuando hace la exégesis del más célebre delos cuadros del pintor Collazo: La siesta, la fabulación le permiteasociarlo con Julián del Casal para hallar otra vertiente de lo cu-bano. A diferencia de los críticos convencionales, el poeta trabajacon una cadena de significados que se iluminan: la relación deCasal y Juana Borrero en la casa de Puentes Grandes, vista comoarquetipo de la época perdida del modernismo en Cuba, la genialidadde la joven que no llega a rendir sus mejores frutos por su tempranamuerte, su experiencia final del exilio donde pinta su último cuadroy la lejanía de Cuba, en cuyos campos mueren, su novio, Carlos PíoUhrbach y el mayor de nuestros modernistas: José Martí. Pero lacadena no está expuesta en una secuencia lógica por el poeta, sinoque funciona por súbitos iluminadores. Así, el culmen de este ensa-yo es una gran sustitución: la enigmática página arrancada delDiario de Martí está ocupada por los Negritos. No sólo sustituyeun vacío textual, sino un vacío ético, una frustración que tiene quever con el destino de la Isla: las desavenencias entre Martí y elmando militar en la Guerra, su muerte, el escamoteo de la indepen-dencia, todo sustituido por una sonrisa:

De pronto se oyen las reyertas de los reyes en la tienda malditade Agamenón. Hay una página arrancada. Me detengo ab-sorto ante ese vacío. Pero mi perplejo se puebla, allí están, unotras otro, los tres negritos de Juana Borrero. La página arran-cada ha servido de fondo a la sonrisa acumulativa e indesci-frable del cubano.17

17 Ibid, p. 106.

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XIII

El Sistema Poético requiere no sólo de la poesía, sino del procedi-miento narrativo para su expresión última. Lezama había forjadoya cuentos singulares y resistentes como El patio morado y Juegode las decapitaciones. Algunos de los textos en prosa recogidos enLa fijeza tenían el aspecto de narraciones inquietantes: «Cuentodel tonel», «Invocación para desorejarse». Pero el autor necesitabapara su empeño de una forma mayor.

La novela total

Entre sus papeles inéditos, el escritor dejó unos apuntes para unaconferencia sobre Paradiso que debía impartir a un grupo de estu-diantes de Arquitectura —aunque no hay noticias de que ésta seefectuara realmente. Allí asegura:

Paralelo al sistema poético comenzaron a surgir los capítulosdel Paradiso. Era como su ilustración, su iluminación. Lospersonajes comenzaban a relacionarse como metáforas y lassituaciones se comportaban como imágenes.

La poesía y la novela tenían para mí la misma raíz. El mundose relacionaba y resistía como un inmenso poema.

Una frase mía que he repetido: cuando estoy oscuro, escribopoesía; cuando estoy claro, escribo prosa. Esa aparente dicoto-mía vino a resolverse en forma unitiva en mi novela. Yo creíaque era claro porque ahí estaba mi familia, mi madre, mi abue-la, mi circunstancia, lo más cercano, el recuerdo de las cosasinmediatas, pero muy pronto las cosas comenzaron a compli-carse.18

Para el propio autor, su novela se resiste a las definiciones. Esmuy probable que influya en ello lo dilatado de su composición,pues los primeros capítulos comenzaron a redactarse en la décadadel 40 y el último se concluyó pocos días antes de mandarlo a la im-prenta, lo que establece casi un arco de dos décadas entre la primera

18 JLL: «Apuntes para un conferencia sobre Paradiso». En : Paradiso,Edición crítica, Colección Archivos, ALLCA XX, 1997, p. 713.

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XIV

página y la conclusiva.19 Muy probablemente, al inicio de su labor,el narrador creía estar cumpliendo simplemente con el mandatofamiliar: contar unas memorias, reconstruir el rostro de la figurapaterna, ir a las razones primeras de su condición de escritor. Eltexto se fue llenando de implicaciones, junto a lo inmediato y fami-liar apareció «lo que se encuentra en la lejanía, lo arquetípico —elmito.»20 El libro devino una especie de summa totalizadora:

He escrito mucha poesía, mucho ensayo, cuento y entonces, yaal final de mi obra, como una súmula —lo que en realidad esel Paradiso— como se decía en la Edad Media, creí que debíallegar a una novela para decir las cosas que tenía que decir enuna forma más amplia, tal vez más visible y que estableciera lacomunicación de una manera más armoniosa.21

No en vano en sus apuntes para la conferencia hay una alusiónal Quijote como novela sumular. Su ruta iba por el derrotero de lavasta acumulación cervantina.

Nada más ajeno a Lezama que la novela realista, de voluntadespecular. Su misión no era la de Balzac, ni la de Tolstoi, ni siquie-ra la de su admirado Dostoievski. El volumen que forjó en la som-bra de la casa de Trocadero, con portentosa tenacidad, se ubicabavoluntariamente en el linaje de los libros donde asunto, personajes,situaciones, son apenas el signo visible de algo invisible, en las queel devenir narrativo es un modo perceptible de discurrir sobre ver-dades trascendentales y esclarecer enigmas. Su mundo era no sóloel del Ingenioso hidalgo, sino también el de Gargantúa yPantagruel de Rabelais y el de algunas de las novelas fundamen-tales del siglo XX europeo: Retrato del artista adolescente deJames Joyce, La montaña mágica y Doctor Faustus de ThomasMann, El juego de abalorios de Hermann Hesse y La muertede Virgilio de Hermann Broch. En una elipse muy propia de su

19 Cf. Salvador Bueno: «Un cuestionario para José Lezama Lima». En:Paradiso, ed. cit, p. 727.

20 «Interrogando a Lezama Lima». En: Recopilación de textos sobre JLL.Serie Valoración Múltiple, Casa de las Américas, La Habana, 1970,p. 21.

21 Ibid, p. 19.

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XV

estética, la tradición medieval y barroca entronca con el mundo delas vanguardias, pasando por encima del costumbrismo y el realismo.

La voluntaria inserción en este linaje, explica, en cierto modo, laextrañeza con que fue recibido el libro. En Cuba, la tradiciónnovelística, fundada con ese texto desigual y admirable que es laCecilia Valdés de Cirilo Villaverde, va a prolongarse en el sigloXX en novelas de linaje realista, cruzado a ratos por la devoción alnaturalismo francés. Para un lector cubano medio —si esa entele-quia existiera— nuestra novela tiene sus puntos más altos con:Generales y doctores y Juan Criollo de Carlos Loveira, Lasimpuras y Las honradas de Miguel de Carrión, a las que quizápudieran añadirse Contrabando de Enrique Serpa y Hombressin mujer de Carlos Montenegro.

Ese esquemático panorama, dejaría fuera un conjunto de textosraros: el relato poético modernista, en deuda con el simbolismo fran-cés, que tiene una presencia paradigmática entre nosotros con Amis-tad funesta de José Martí y Mozart ensayando su Réquiem deTristán de Jesús Medina; las novelas «gaseiformes» de Enrique La-brador Ruiz: El laberinto de sí mismo, Cresival y Anteo, consus inéditas exploraciones en el lenguaje y desde luego el vasto orbenovelístico de Alejo Carpentier, que ya podía ejemplificarse a laaltura de los años 60 con tres piezas extraordinarias: El reino deeste mundo, Los pasos perdidos y El siglo de las luces. Peroaún los libros de Alejo, a pesar de su pronto reconocimiento inter-nacional, tardaron en calar los hábitos de lectura insulares. Deuna novela cubana, hace cuatro décadas, era común elogiar lapintura más o menos detallada de un ambiente, la fuerza de losdiálogos, el vigor con que eran trazados los personajes, su autenti-cidad como «trozo de vida» o al menos la osadía de la tesis socialque esgrimía el narrador. La intromisión del lenguaje en un primerplano, la densidad tropológica, la multiplicidad de referentes cul-turales, la ruptura de fronteras genéricas, no podían ser vistas sinocomo deficiencias constructivas.

No hay que olvidar que nuestra vanguardia, que tan rápida-mente renovó la poesía, el ensayo y hasta el cuento, no produjo enla novelística un texto verdaderamente grande y transgresor. Haypiezas más o menos singulares como Tilín García de Carlos Enríquezy Estrella Molina de Marcelo Pogolotti y desde luego el Ecue-Yamba-O de Carpentier, pero las audacias que signaban los ver-sos, las partituras sinfónicas y los lienzos desde el paradigmático

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XVI

año 1927, tardaron en llegar a las estructuras novelísticas —conlas ya señaladas excepciones de Labrador y Carpentier. Entre otrascosas, Paradiso es, bien que tardíamente, una de las escasas nove-las que asume las reivindicaciones del «arte nuevo».

Por este camino, Lezama viene a asociarse con las búsquedas delos más notables narradores latinoamericanos de mediados del sigloXX que procuran liquidar las huellas del nativismo, el realismosuperficial y el naturalismo en el género, y hacer de sus textosnarrativos verdaderos órdenes cósmicos, en los que la fantasía se dala mano con la profundización filosófica y el lenguaje cobra unaimportancia excepcional, hasta convertirse a veces en uno de lospersonajes del volumen. En apenas dos décadas se sucedenBomarzo de Manuel Mujica Lainez, Adán Buenosaires deLeopoldo Marechal, Rayuela de Julio Cortázar y Conversaciónen la Catedral de Mario Vargas Llosa.

Se trata de lo que el ensayista mexicano-catalán Ramón Xirauha dado en llamar «crisis del realismo» debida al rechazo al enfoquepositivista y sociologizante de origen francés que por décadas gober-nó a la narrativa americana, y su sustitución por formas ex-presivas típicas de la literatura hispánica como las del barroco. La«reproducción» de la realidad viene a ser sustituida por lareinvención. Los narradores, desde Rulfo y Cortázar hasta Lezama«viven una realidad por lo menos en parte “ inventada” y descu-bierta día a día. El papel que han asumido es precisamente el decontinuar inventando y descubriendo esta realidad que se hace y seconstruye y que ellos contribuyen a construir.»22 No se trata de po-nerse de espaldas a la sociedad y a la historia, sino de descubrirlasdesde otro ángulo y otra profundidad, a partir del mito: «burla lahistoria y la sustituye por el mito, pero aquí se trata de un mitocreído y creíble, un mito que es la verdad de la historia.»23

A primera vista, Paradiso pudiera ser calificada como una «no-vela de aprendizaje», pero habría que convenir en ese caso en apli-carle el calificativo de «hipertélica», porque en ella el camino no vade la infancia a la adultez, ni de la ignorancia pueril a la madu-rez, sino que significa algo mucho más ambicioso: el encuentro del

22 Ramón Xirau: «Crisis del realismo». En: América Latina en su literatura.Compilación de César Fernández Moreno, Siglo XXI Editores-UNESCO, 1972, p. 203.

23 Ibid, p. 201.

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hombre con la imagen, la recuperación del nexo trascendente quepermite al hombre religarse al Cosmos y en ese sentido queda plan-teada la necesidad de una teología nueva.

Aunque en una porción importante del texto, el autor parecíacontarnos la existencia de José Cemí de modo más o menos lineal, elsobresalto se produce con la aparición de Oppiano Licario, aquelque de modo indirecto propicia el encuentro del protagonista con laimago. Lo llamativo es que no se trata de un pedagogo o mentormás o menos misterioso, sino de una figura elusiva, que sólo setransparenta desde la muerte o sus proximidades, porque es un in-vitador a traspasar esa frontera: primero aparece cerca del disolutotío Alberto, luego en el hospital donde muere el Coronel, por últimose manifiesta en su propia muerte. Su misión es la del mensajero enlas tragedias griegas: no importa por sí mismo, sino porque traeuna indicación, una palabra, que hará resplandecer la verdad, contodas sus consecuencias.

Si el autor no hubiera incluido en la primera parte del capítuloXIV ese relato al parecer independiente: «Oppiano Licario», quehabía sido publicado en Orígenes en 1953, su novela hubieraquedado como un singular libro de memorias, como una paráfrasispoética de su recorrido vital; es ese pasaje el que reconduce todo loocurrido hasta su finalidad y La Habana de las primeras décadasde la República se convierte en el mundo absoluto de aquella casapresidida por el dios Término, en la que dos bufones juegan alajedrez, junto al parque de los tiovivos y la funeraria donde estánvelando el cuerpo de Licario.

La escena final, en la que Cemí desciende a la cafetería subterrá-nea, es también el hundirse en el mundo de los muertos para recu-perar la imagen y la semejanza: sin lugar a dudas hay aquí unhomenaje al mito de Orfeo en su viaje a la morada del Hades, peromás todavía al canto undécimo de la Odisea, donde el héroe ofrecesu sacrificio en el Erebo y puede no sólo conversar con la sombra desu madre Anticlea, sino escuchar las advertencias del adivinoTiresias. Cemí, que acaba de recibir un sonetillo póstumo de Licario,no tiene que sacrificar como Odiseo reses para que los difuntos be-ban su sangre, sino que le basta con ese café con leche, de fuertearraigo en la tradición habanera: el tintitinear de la cucharillaque lo agita, se cuaja en el dictado de Oppiano. Así como Anticleaenvía a su hijo de vuelta a la luz con un nuevo conocimiento, elmaestro misterioso de Cemí lo invita al ascenso y a un nuevo

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XVIII

comienzo: «Impulsado por el tintineo, Cemí corporizó de nuevo aOppiano Licario. Las sílabas que oía eran ahora más lentas, perotambién más claras y evidentes. Era la misma voz, pero moduladaen otro registro. Volvía a oír de nuevo: ritmo hesicástico, podemosempezar.»24 Como señala Xirau, en la novela «lo infernal, el maldel mundo, se trasmuta para poner en carne viva la imagen de lasresurrecciones. Paradiso es una de las grandes summas que Lezamabuscaba en La expresión americana.»25

Sin embargo, este volumen totalizador, colocado en la cima de suobra poética y ensayística es también una gran sustitución: se tratade una lectura de una porción considerable de la historia cubanapara dotarla de sentido. Lo esencial de su obra se forja duranteaños particularmente críticos para la sociedad cubana, la corrup-ción moral, la pérdida de los paradigmas históricos, hacen ver a lamayoría de los hombres de su tiempo a la República como una cons-trucción sin sentido y sin futuro. Lezama y los que con él se nucleanen Orígenes buscan el ofrecer una respuesta a estas sinrazonesdesde la cultura, he ahí el núcleo de aquel editorial que no siempreha sido bien interpretado: «un país frustrado en lo esencial político,puede alcanzar virtudes y expresiones por otros cotos de mayor rea-leza. Y es más profundo, como que arranca de las fuentes mismas dela creación, la actitud ética que se deriva de lo bello alcanzado.» 26

No se trata de evasión, ni de construcción de un paraíso artificial,sino de ir a los manantiales iniciales de lo cubano para despertar,por una ruta nueva, las potencialidades éticas del país. Como asegu-ra en su polémica carta abierta a Jorge Mañach, mientras muchos dela generación anterior renunciaban a sus actitudes de vanguardiay aceptaban posiciones oficiales, ellos trabajaban en la soledad:

Pero de esa soledad y de esa lucha con la espantosa realidad delas circunstancias, surgió en la sangre de todos nosotros, laidea obsesionante de que podíamos al avanzar en el misterio denuestras expresiones poéticas trazar, dentro de las desventurasrodeantes, un nuevo y viejo diálogo entre el hombre que pene-tra y la tierra que se le hace transparente.27

24 JLL: Paradiso, ed.cit, p. 459.25 Xirau: «Crisis del realismo», p. 201.26 JLL: «Señales. La otra desintegración». En: Imagen y posibilidad, p. 207.27 Ibid

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XIX

Esta novela es una sustitución, vuelve a remitirnos a aquellapágina del Diario de Martí, arrancada y perdida, que deja su lu-gar a la sonrisa de los Negritos de Juana Borrero. El vacío moralde una república espectral es llenado con una tradición que vienedesde los tiempos de los emigrados cubanos en Jacksonville que es-cuchan la palabra de Martí y se prolonga en los versos patrióticosde Doña Mela, en las costumbres familiares donde lo criollo no cesa deforjarse en su compleja mixtura con lo español y con la sangreafricana, en el diálogo de los amigos que mezclan los más abstrusosreferentes culturales con el humor y el despertar del Eros y la mani-festación estudiantil como ruptura de los hijos luminosos de Upsalóncon un gobierno sombrío. Por tanto, aunque es innegable la presen-cia en el libro de un sentido teológico —bien que heterodoxo y mar-cado por el «creíble porque es increíble» de Tertuliano— junto a élse impone una teleología: a través de sus páginas el hombre buscano sólo su configuración final y su salvación ante la Divinidadcreadora, sino también se procura el encuentro con el destino nacio-nal. Imagen y semejanza pasan por la identidad insular y por elmodo particular de ésta para insertarse en el Universo: su pensa-miento ha realizado toda una vuelta en espiral y ha vuelto a la«Ínsula indistinta en el Cosmos». Todo esto se nos entrega a travésde la acumulación de referentes culturales que no sólo acuden a lascivilizaciones de Egipto, China, Grecia y Roma, ni a los variadísimosmundos de la alquimia medieval, la heráldica, la ópera, el ballet,sino también a la cultura popular tradicional cubana, desde ladécima y el refranero campesino, hasta las oraciones y ensalmospopulares, la devoción a la Virgen de la Caridad y la evocaciónespiritista de los muertos. Lo que evita que elementos tan heteróclitosse conviertan en una exhibición de pedanterías es el recto sentidopoético de la obra.

Es llamativo que las dos primeras páginas de los apuntes parauna conferencia sobre el libro, se convirtieran, con muy escasos cam-bios y adiciones, poco tiempo después, en la ponencia Sobre poesía,que Lezama presentara en el Congreso Cultural de La Habana en1968. Tampoco hay que olvidar los nexos de la novela con el másdenso de sus libros poéticos: Dador, texto que precisamente proponeun tránsito por las «eras imaginarias» que desemboca en la vidacotidiana del poeta, en la amistad y en la unidad coral de lo cubano.No es gratuito que en su conferencia nos recordara que: «En Amé-rica todo marcha unido a las fuerzas cósmicas, la novela ofrece una

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XX

polarización concurrente. En Europa la novela ensayo de Mann,la novela filológica de Joyce, la búsqueda del tiempo en Proust,pero en América todo eso se da unido por la poesía.»28

Mas no es cierto que Paradiso sea sólo un largo poema, comohan afirmado algunos conservadores que quieren negar al libro lacondición de novela, por no atenerse a ciertos cánones narrativos.El libro es novela y también poema y ensayo, porque salta por enci-ma de las fronteras genéricas para pretender una totalidad con unsentido muy barroco, de sumatoria de elementos no muy jerarquizada,donde el detalle, al modo manierista, parece ocupar el lugar de latotalidad, para conducir al lector a una morosa fruición de algunaarista de la realidad, desde la degustación de un dulce o un versoantiguo hasta el asombro de la cópula, en lo que Severo Sarduy haquerido descubrir un componente teatral:

… no se trata, en Paradiso, ni de la constitución de los perso-najes ni del ajuste de una minuciosa ficción; tampoco de unateleología, ni, por supuesto, de una tesis; sino de la puesta enescena, o de la ejecución ritual, de un signo particular, ése quepor su densidad fonética, su concentración y su drama funcio-na por sí solo, por el simple hecho de su enunciación.29

El empleo del lenguaje en la novela es, a la vez, uno de susaciertos fundamentales y la dificultad primera para la comunica-ción con el lector no preparado. Su prosa, donde la expresión popu-lar se funde con el más rebuscado término extranjero, la abundan-cia de perífrasis y alusiones, la sucesión de metáforas que no danrespiro, el retorcimiento de las oraciones, llenas de subordinadas,los hipérbaton caprichosos, el uso aparentemente arbitrario de laspreposiciones, todo ello acompañado por una puntuación que so-bresalta, porque parece lanzada al azar sobre un texto escrito origi-nalmente sin pausas, parece dejar sin muchos asideros al especta-dor, que debe mostrar una particular constancia para conquistar lapágina final del libro sin desfallecer. Se trata, justamente de unaprosa barroca, pero no al modo de la de un Baltasar Gracián, nimás modernamente, la de Alejo Carpentier. Su mundo no es el del

28 JLL: «Apuntes...», p. 715.29 Severo Sarduy: «Un heredero». En: Paradiso, ed. cit, p. 592.

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orden exquisito y rebuscado de los tiempos de la Contrarreforma,sino el de la acumulación caótica de ciertos monumentos del artemestizo americano. Como apunta César López, en un ensayo pre-cursor, aparecido muy poco después de la novela:

La palabra de Lezama resuella y ruge y pide su apoyatura aella misma, y quizá por eso, a veces, repite y machaca el térmi-no como para coger un impulso que no le llega a tiempo, altiempo tradicional, por lo cual crea de ipso, un nuevo tempo.No desdeña ningún recoveco metafórico que lo pueda condu-cir a lo definitivo de la imagen; y con gran frecuencia vuelvesobre sus pasos para dar la explicación de lo que poéticamenteacaba de proponer, pero como esta explicación es a la vez sus-ceptible de ser explicada nos lleva, con burla y elegancia, a loufano de sus laberintos reiterados.30

La grandeza de la escritura de Lezama no está en el «escribirbien» de los gramáticos, sino en forjar un modo de discurrir singu-lar y adecuado a las reverberaciones de un pensamiento inquietoque no se detiene ante la paradoja ni la desmesura. Su sentidoúltimo es el que viene a confirmar en su valor su presencia exce-siva.

En contra de lo que creyeron algunos críticos malintencionados,que atribuyeron al libro la esterilidad de las criaturas híbridas, ésteha tenido una presencia renovadora en nuestra narrativa, como lopueden demostrar tanto De dónde son los cantantes y Maitreyade Severo Sarduy escritos en Europa, como Misiones de ReinaldoMontero, Tuyo es el reino de Abilio Estévez e Inferno de JesúsDavid Curbelo, pergeñados en diversos puntos de la Isla. Lo queun día fuera escandalosa transgresión, devino luego en indiscuti-ble magisterio.

Aunque Paradiso no posea el «tablero de instrucciones» de suhermana Rayuela es un libro de múltiples lecturas. Precisamentesu grandeza estriba en su inagotable capacidad para retarnos: pue-de leerse como poema o como novela transgresora, disfrutarse comosingular crónica de lo cubano o mirarlo como una parodia de la

30 César López: «Sobre Paradiso». En: Recopilación de textos sobre JLL, p. 183.

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Divina Comedia, donde el protagonista se acerca al Paraíso cris-tiano después de haber recorrido las más variadas y sombríasexperiencias. A su modo singular es un ensayo barroco sobre nues-tro ser y la tentativa de fundar toda una literatura nueva —unempeño que desde Heredia y Del Monte, cada cierto tiempo nossobresalta. Las únicas miradas que esta escritura no acepta son ladel bachiller normativista y la del falso ignorante que se espanta dela riqueza que le rebasa. No mucho después de aparecido el libroEmir Rodríguez Monegal nos advertía:

Para poder leer hondamente Paradiso habrá que esperar quepasen algunos años, que se recojan en libro y circulen por todoel mundo latinoamericano las obras anteriores de Lezama y lasposteriores que completan la novela, que se produzca esa con-taminación de un orbe cultural aún indiferente por todas esasesencias que el nombre de Lezama convoca y concentra. En-tonces, será posible empezar a leerlo en profundidad. Por aho-ra, lo único que podemos intentar es no leerlo tan superficial,tan analfabéticamente. Por sí sola, esta ya es una tarea mayory en el contexto actual de la narrativa latinoamericana, im-prescindible.31

Hoy día, cuando la obra del escritor cubano ha tenido una di-vulgación apreciable, al menos en el orbe hispanoamericano, lanovela reclama nuevas lecturas y nuevas exégesis. Cuatro décadasdespués de su llevado y traído bautismo editorial, Paradiso conti-núa ante nuestros ojos, invitador y desafiante.

ROBERTO MÉNDEZ MARTÍNEZmarzo-2006

31 Emir Rodríguez Monegal en Recopilación..., p. 327.

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Dos obstáculos

Cuando en 1966 apareció la primera edición de Paradiso, publicadapor la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, la recepción másgeneralizada se resumió en un doble juicio tan insólito como con-tradictorio: era una novela escandalosa; era una novela muy difícilo hermética, por no decir incomprensible. Lo primero, desde luego,se refería a las escenas eróticas del Capítulo VIII. Lo segundo ha-cía que un texto tan comentado fuese leído en su integridad pormuy pocos lectores. Estos, por fortuna, resultaron suficientes paraque la novela no cayera en el vacío de los aspavientos, y entre ellos

INVITACIÓN A PARADISO

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XXIV

surgieron voces críticas como, señaladamente, la de Julio Cortázar,que pusieron las cosas en su lugar y empezaron la exploración de unode los territorios novelescos más sorprendentes y fascinantes de nues-tra época. Veintitrés años después de su primera edición, habiendomerecido múltiples traducciones, una nutrida bibliografía mundialy su edición crítica en una colección europea de clásicos contempo-ráneos de América Latina y el Caribe,1 es hora ya de invitar a loslectores cubanos a disfrutar con naturalidad de este libro que esorgullo de nuestra literatura.

Con naturalidad, decimos, porque de lo que se trata ahora es deapartar sencillamente los dos obstáculos apuntados (escándalo, her-metismo) para abrir las puertas de Paradiso a un público no nece-sariamente de «iniciados», público que en Cuba le pertenece porderecho propio, ya que la versión lezamiana de lo cubano, sustan-cia de estas páginas, tiene raíces profundas en las mejores tradicio-nes de nuestra cultura y en los modos de ser, de sentir y expresarse denuestro pueblo.

Para empezar por el mayor de dichos obstáculos —el hermetismo—,debe advertirse que las principales dificultades o «resistencias» queofrece Paradiso consisten en el incesante tejido de asociaciones cultu-rales, la metaforización de las ideas y las sensaciones, el sistemáticodesvío hacia símiles inesperados,2 y el uso frecuente de lo onírico, loalucinatorio y lo visionario sin previo aviso, todo lo cual se mezclaen la peculiar habla-escritura lezamiana, tan invasora, que prácti-camente todos los personajes, incluso los niños y los iletrados, sindejar por eso de ser ellos mismos, hablan como hablaba Lezama.Ninguno de estos rasgos, sin embargo, ni todos juntos, tienen por

1 Paradiso, edición crítica. Coordinador: Cintio Vitier. Madrid, Colec-ción Archivos, 1988. Véase en esta edición el utilísimo trabajo deJosé Prats Sariol titulado: «Paradiso: recepciones» (pp. 565-589.)

2 Cf. en la edición citada de Paradiso, el estudio de Benito Pelegrín«Las vías del desvío en Paradiso. Retórica de la oscuridad». Allí secomentan ejemplos de lo que hemos llamado «comparaciones ines-peradas», que no aclaran el sentido sino que lo desvían hacia remo-tas asociaciones, por ejemplo: «Izquierdo, hierático como unvendedor de cazuelas en Irán»; «Resoplaba [Luis Ruda] como elfuelle de un alquimista de la escuela de Nicolás Flamel»; «con unacrueldad retorcida como los cuernos de un chivo roquero»; etc. Delmayor interés resulta en este estudio la sección titulada «La clave deun estilo: el método metonímico».

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qué constituirse en valladar insuperable. Basta conocerlos y, porasí decirlo, acostumbrarse a «practicarlos» con el autor. Basta saberque configuran las reglas de juego específicas de un libro situadoen medio de este juego tan serio como divertido que es siempre lagran literatura.

Sin duda mientras mejor formación cultural tenga el lector po-drá disfrutar más de muchas páginas de Paradiso, pero a su vezParadiso es por sí mismo una cátedra de humanidades, un irónicocentro de estudios, una universidad tan atractiva como heterodoxa.Al lector especialmente interesado en esta dimensión, puede servirlede poderoso, profundo y también festivo estímulo para iniciarse oenriquecerse en la cultura universal. No es indispensable, sin em-bargo, hacer este tipo de lectura. Disfrútese en Paradiso lo que seentiende con la razón y lo que no se entiende con la imaginación, ytodo a la vez con los sentidos y con el apetito de un conocimientoinagotable, como si fuese el texto único que podemos leer en una isladesierta, y finalmente nos entregará algo más valioso que toda refe-rencia cultural posible: una invitación a la sabiduría.

El primero de los obstáculos apuntados —el «escándalo» sexual—hay que referirlo, para deshacerlo, precisamente a esto: la búsquedade la sabiduría. Los que sólo leyeron el Capítulo VIII y pasajesanálogos (sorprendidos por una tendencia a la hipérbole que esconstante en el estilo lezamiano), sin duda no entendieron nadaporque ignoraron el contexto de una historia que le confiere a esaspáginas su verdadero sentido: el de hitos de un camino que, al salirel protagonista del agridulce paraíso de la infancia, conduce delsubmundo de las pasiones tumultuosas a la pasión estelar del co-nocimiento. Es por eso que el resumen de la historia contada en Paradisonos parece útil para disipar alarmas ajenas a las intenciones delautor. No creemos que tal resumen, con leves comentarios, atentecontra el interés de la lectura de una novela que nada tiene que vercon el suspense característico de las novelas melodramáticas o poli-cíacas, y cuyos puntos de partida, si no queremos remontarnos albíblico Génesis y a los diálogos de Platón, hay que buscarlos en Ladivina comedia y Wilhelm Meister, aunque mucho deba tam-bién, por diversos motivos, al Quijote, Las mil y una noches, Enbusca del tiempo perdido... Pero como el propio Lezama advir-tió: «Cuando se llega a sentir la influencia de la cultura universal,ya no hay influencias.»

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XXVI

La historia que cuenta Paradiso

Paradiso es la historia imaginaria de la formación de un poeta quequiere alcanzar o merecer la sabiduría. Su intención es a la veztestimonial, catártica y pedagógica. El narrador cuenta las expe-riencias de José Cemí, de sus familias enlazadas, de los dos amigosde su edad (Fronesis y Foción), y del que va a ser finalmente sumaestro, Oppiano Licario.

Hasta el Capítulo VII, el tema central es la familia y su entorno:los padres, los antepasados maternos y paternos, hasta las trágicasmuertes del padre (el Coronel) y del tío materno, Alberto. Los doshabían conocido al misterioso Oppiano Licario y el primero, en lahora de la muerte, le encomienda a su hijo.

La familia materna (los Olaya), dominada por la figura de doñaAugusta, es de patriotas exiliados antes de 1895 en Jacksonville,donde ocurre la primera muerte trágica, la de su hijo adolescente—Andresito, el violinista— indirecta y fatalmente provocada porel voluntarismo protestante del organista Frederick Squabs. Se poneaquí de manifiesto el enfrentamiento, a nivel doméstico, de dos cul-turas: la pragmática norteamericana y la católica criolla.

El tronco de la familia paterna (los Cemí) es El Vasco, dueño delcentral Resolución en el centro de la Isla, casado con pinareña, deascendencia inglesa. El Vasco, ganado por el misterio de la Isla,cuando su joven esposa muere, se rebela contra Dios y muere de loque entonces se llamaba «pasión de ánimo». José Eugenio Cemíqueda huérfano al cuidado de su abuela materna, doña Munda.Ella y su hijo Luis le hacen sentir el rencor de vivir a la sombra dela herencia del Vasco. En el colegio José Eugenio tiene la vivenciade la maldad en estado puro, del mal inocente (Fibo) y de laerotización por lejanía.

Ya de vuelta en La Habana, Alberto, travieso y provocador, haceamistad con José Eugenio en el colegio de marras y lo lleva a ver unbaile a través de unas persianas. Allí José Eugenio ve a la hermanade Alberto, Rialta Olaya, que será —como la clara alusión de sunombre al famoso puente veneciano lo sugiere— el puente entre lasdos familias. Son los primeros años de la República, bajo la presi-dencia de Tomás Estrada Palma. La vieja Mela, abuela de Rialta,independentista pugnaz, pone a prueba a José Eugenio como pichónde español, pero la fineza materna depositada en él, bien aliada conla radical entereza del Vasco, resuelve a su favor la partida. José

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XXVII

Eugenio Cemí y Rialta Olaya se casarán y serán los padres de JoséCemí, cuyo apellido alude también claramente a la imagen de losdioses de nuestros indígenas.

José Cemí es un niño enfermizo que en las primeras páginas dela novela aparece con un ataque de asma y cubierto de ronchasalérgicas, ante el espanto de Baldovina y otros dos sirvientes, en lanoche tormentosa del campamento donde viven el Coronel y Rialta.Después se nos presenta el hogar del niño con sus tres elementosfundamentales: la plenitud vital del padre, la fineza mediadora dela madre, la soberanía criolla de la abuela matancera. Familia cons-ciente de su jerarquía social y espiritual, especie de graciosa aristo-cracia obtenida por acarreos naturales y sutiles, donde se unen lasculturas del azúcar, el tabaco y la miel, así como las nostalgias ytristezas de la emigración revolucionaria con la invención poéticadel Vasco: la fiesta inmotivada, el día de «gossá familia», su versiónoriginal de lo cubano. Familia con su sabiduría, sus sabores y sulenguaje propios.

En torno suyo, a la salida del colegio, el niño José Cemí descubrela existencia de otro mundo, el reverso de la medalla familiar, en lavecinería de un «solarete» del Vedado: esa población desjerarquizada,confusa, heterogénea, donde se destaca la eterna madre popularcubana, Mamita, protegida (y protectora mágica) del Coronel, dela que se hace un breve retrato magistral. El niño los descubre, oellos a él, cuando está rayando un muro con una tiza, cuando estáempezando, como en sueños, a escribir, y un vozarrón anónimo (apla-cado por Mamita) lo despierta gritando: «Este es... el que pinta elparedón.» «Este nos ha dejado sin hora y ha escrito cosas en el muroque trastornan a los viejos en sus relaciones con los jóvenes.» Undestino subversivo, el del futuro poeta, se insinúa.

El niño está como ausente cuando el padre cumple misiones enKingston y en México (donde en sueños desciende al Hades), perolo volvemos a ver en La Habana, ya angustiosamente vigilado porel Coronel, quien se empeña en enseñarlo a nadar y en curarle pormedios elementales y bruscos el asma, con patéticos resultados; ydespués en Pensacola, en el campamento militar de Fort Barrancas.En la playa cercana, una americanita, Grace, lo utiliza en inci-pientes escarceos eróticos, los primeros y únicos de que José Cemíparticipa en este libro, lo cual provoca los celos del hermano deGrace. El Coronel, jefe de una misión cubana, enferma de influen-za y, por no dejar de cumplir sus propias órdenes, es trasladado de

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XXVIII

su casa al hospital militar donde se agrava, conoce a OppianoLicario, le encomienda a su hijo, y muere, dejando a Rialta encintay desolada. «El abeto norteño», apunta el narrador, «exigía de esafamilia nuevas ofrendas funerales.»

En el Capítulo VII se redondea el retrato de la familia —vivos ymuertos— en varios círculos concéntricos: la borrascosa confronta-ción del tío Alberto, ebrio y avergonzado, con su madre, la señoraAugusta; el juego de yaquis de los hijos de Rialta, en el que ellainterviene y los cuatro, alucinados, ven aparecer en la losa dondejuegan el rostro del Coronel, ejemplo antológico del animismo querecorre a toda la novela; la lectura que hace Demetrio, hermano de laseñora Augusta, de la carta que Alberto le escribiera a Isla de Pi-nos, de la cual le dice a Cemí (y en efecto, aquí se sitúa su iniciaciónen el verbo poético): «Por primera vez vas a oír el idioma hechonaturaleza»; la partida de ajedrez, juguetona y animista, del tíoAlberto con el doctor Santurce, recién llegado de Santa Clara consu esposa, Leticia, hermana de Rialta; la cena preparada por laseñora Augusta, opulenta y con signos presagiosos; la revelaciónque le hace Santurce a Alberto del cáncer de que padece su madre;la trifulca de Alberto en un café con un charro guitarrero; la con-versación de Alberto con el capitán de la estación de policía, póstu-mo homenaje (como lo fue la partida de ajedrez) a la memoria delCoronel; la salida de Alberto con un guitarrista del café Vista Ale-gre hacia Marianao por una carretera flanqueada de extraños ár-boles copulantes, cantando décimas, hasta el choque con un tren ysu muerte instantánea.

El Capítulo VIII es el de la iniciación sexual de la adolescencia(de la que ya hubo un anticipo brumoso y pesadillesco protagoniza-do por Alberto en el Capítulo V: allí reaparece, protector, Licario).Esa iniciación, sin embargo, no consiste en ninguna participacióno experiencia personal de José Cemí, sino en «cuentos» convertidosen leyendas eróticas del colegio. El protagonista de esos hiperbólicoscuentos, simétricamente estructurados, es Farraluque, «un lepto-somático adolescentario, con una cara tristona y ojerosa, pero dotadode una enorme verga», y en realidad este, en ventajosa competenciacon las exhibiciones fálicas del guajiro Leregas en plena clase degeografía, es el carnavalesco héroe de las hazañas sexuales narradasen la primera parte de este capítulo, tres heterosexuales y dos homo-sexuales. El grotesco total de la última (cópula en una carboneríaque se desploma) sólo va a ser superado por los experimentos del

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XXIX

padre Eufrasio, enloquecido en su intento de llevar a la prácticasexual la tesis paulina del amor sin concupiscencia. Pero ya esteepisodio, en la segunda sección del capítulo, forma parte del cuentode Godofredo el Diablo que le hace a José Cemí su primer amigo,Ricardo Fronesis, en Santa Clara, a donde Cemí ha ido con suabuela Augusta, la antipática tía Leticia y su esposo, el doctorSanturce. El sexo, pues, aparece aquí, primero, como concupiscenciasin amor, como derroche amoral de energía, en escenas simétricasmentalmente construidas o reconstruidas, y después como torcida es-piritualidad, como locura. En todos los casos hay un denominadorcomún: para que el placer se produzca, tiene que haber un distan-ciamiento, una cierta lejanía interpuesta (el fingido sueño de lasmujeres, las volteretas del inapresable Adolfito, el antifaz del hombrede la carbonería, el masoquismo de Eufrasio frente al cuerpo intocadode Fileba). Recuérdese lo dicho sobre la erotización por lejanía en laadolescencia del padre de José Cemí (Capítulo IV). Recuérdese tam-bién que José Eugenio Cemí no se enamora de Rialta viéndola di-rectamente, sino a través de unas persianas (Capítulo VI).

Junto al artificio de los «cuadros» eróticos presentados, resalta eneste capítulo la inmediatez de los fragmentos de realidad ambientalque los articulan: el tedio que, a la salida del cine, «los habanerosolfatean, entre las cinco y las seis de la tarde del domingo», condetalles de un hiriente, pintoresco, angustioso realismo: la rápidadescripción del cachimbo Tres Suertes y de su propietario, el vetera-no coronel Castillo Dimas: «pintiparado con su guayabera de riza-dos canelones...» Lo cubano habanero y campestre, con sus brevesdestellos reales, parece contrapesar la desatada imaginación eróti-ca, tan cubana también.

En el Capítulo IX encontramos a José Cemí ya en la Universi-dad (a la que llama irónicamente Upsalón, aludiendo a la famosauniversidad sueca fundada en 1477), y enseguida participando enuna manifestación estudiantil que sabemos fue la del 30 de sep-tiembre de 1930 contra la tiranía de Machado. A la cabeza de esamanifestación, cuyo enfrentamiento con la caballería represiva serelata en términos y giros homéricos no desprovistos de toques deironía y de humor, aparece «una figura apolínea», que tambiénsabemos, por sus mismos rasgos y por declaraciones de Lezama, querepresenta a Julio Antonio Mella, asesinado por esbirros machadistas,en México, el 10 de enero del año anterior. Esta simbólica presen-cia, con absoluto desdén de un realismo que sin embargo se obtiene

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XXX

mediante poderosos medios poéticos, define la condición mito-histó-rica que le da su más profunda significación política a esta evoca-ción, mientras su más profunda significación socioeconómica estádada por el círculo de indiferencia que parece rodear a los mani-festantes en refriega con los soldados y policías: el círculo de los que, enotras calles alejadas, repasan impotentes las vistosas vidrieras, comosubproductos de «las inmensas frustraciones heredadas», en quie-nes el evocador, el narrador, ve «la causa secreta de esos dualismosde odios entre seres que no se conocen», entre los estudiantes y lossoldados, entre «el que sale a buscar la muerte y el que sale a regalarla muerte». La manifestación, no lo olvidemos, no es sóloantimachadista sino también antimperialista. Por eso el narradordice que «los estudiantes comenzaron a gritar muerte para los tira-nos, muerte también para los más ratoneros vasallos babilónicos»,en el lenguaje de Lezama, que aquí por cierto nos recuerda el delprincipal cronista de aquel suceso, Raúl Roa.

Al final de esta experiencia, que tiene en la novela la función deresumir simbólicamente la frustrada Revolución del 30, Cemí «sin-tió que una mano cogía la suya», resguardándolo del mayor peli-gro, lo que nos recuerda la importancia que en su niñez tuvo lamano paterna, ya perdida. Ahora era la mano de su primer amigo,Ricardo Fronesis, a su vez seguido por el que sería su segundo ami-go, Eugenio Foción. Pero este último, intuitivamente, «no le cayónada bien». En muy pocas líneas pasamos del combate por la uto-pía política al umbral de los laberintos de la amistad y a los consejosde la madre, que lo esperaba rezando el rosario, y le señala el cami-no de su verdadera vocación: el de intentar «lo más difícil», que noes siempre lo más visiblemente heroico, y el de dar a la ausencia delpadre, trágico vacío familiar, «la respuesta por el testimonio». Des-pués de ese parlamento, cuya lectura nos da una clave entrañablede la vida y la obra de Lezama, él nos dice: «Sé que esas son laspalabras más hermosas que Cemí oyó en su vida, después de las queleyó en los evangelios, y que nunca oirá otras que lo pongan tandecididamente en marcha.»

Cuando Cemí vuelve a la Universidad —después de una nochede asma y de lecturas que le revelan en Suetonio «lo neroniano» yen el Wilhelm Meister el ideal goetheano que prefiere; después demostrársenos sus placeres domésticos y sus paseos habaneros; des-pués de comprobar «lo neroniano» en Foción (diálogo en una libre-ría) y sorprender la otra cara de su personalidad relacionada con

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XXXI

Fronesis— se inicia Cemí en los diálogos pedagógicamente subver-sivos de aquellos jóvenes rebelados contra «el vulgacho profesoral»,que muy significativamente comienzan con la interpretaciónheterodoxa del Quijote lanzada por Fronesis y la andanada de Cemícontra la crítica española desde Menéndez y Pelayo hasta «la in-fluencia del seminario alemán de filología», en contraste con lacrítica francesa. Al día siguiente, el diálogo se ensancha enorme-mente por el polémico contrapunteo de Fronesis y Foción en torno altema de la homosexualidad, provocado por un escándalo que albo-rota al cotarro estudiantil: el atleta Baena Albornoz, jactanciosomachista y perseguidor de homosexuales, fue sorprendido en prácti-cas nefandas con el legendario guajiro Leregas. El inmenso diálo-go, verdadero tratado sobre el tema, bajo el cual está latente lapasión de Foción por Fronesis y su necesidad de justificarla inclusoteológicamente, se interrumpe con la llegada de Lucía, novia deFronesis, y continúa entre Foción y Cemí, cuyas últimas irónicas eimplacables palabras son las siguientes: «Toda materia, nos afirmaSanto Tomás, será restaurada por Dios, luego es posible pensar quelos eunucos serán retocados, enderezados y mejorados de voz. Nopodrá ser enmendado su desarreglo, por desaparecer en el valle dela gloria la fornicación con mujer. Serán restaurados en su integri-dad, pero en un sitio donde no hay fornicación ni con hombre nicon mujer. Se les restaurará a la normalidad de la cópula con mu-jeres, pero en un lugar donde ya el fornicio con hembra placenteraestá abolido. Ese será, tal vez, su castigo.» Todo lo cual se explica apartir de un equívoco entre eunuco y homosexual que no tiene nin-gún fundamento en San Mateo (19,12), donde eunuco quiere decircélibe, no necesariamente homosexual, pasaje aducido fraudulen-tamente por Foción.

Unos disparos nos recuerdan, por última vez, interrumpiendo eldebate, la agitación política evocada con la manifestación que dainicio al capítulo. Foción, sin duda más por su afición al caos quepor motivos revolucionarios, «desapareció en aquel momentáneoremolino». «Cemí, sabiendo que nada tenía que hacer en esas arreba-tadas sirtes», enrumbado ya por su vocación y su destino, al llegar «alúltimo peldaño de la escalera», tiene una visión en la que se resu-me, para él, todo el debate sobre la homosexualidad. Dicha visiónrecrea las fiestas romanas que culminaban en el monte Quirinal,donde existía un templo dedicado al culto fálico, siguiendo la tradi-ción griega de las fiestas dionisíacas. Ampliando la tradición

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iniciada en Egipto y continuada en Grecia, el culto a Venus lorealizaban las matronas romanas el día primero de abril, al mismotiempo que exaltaban a la fortuna virilis, como diosa de la fecundi-dad en las relaciones entre los sexos. Este capítulo, por lo tanto, másallá de las argumentaciones contrapuestas en torno al tema de lahomosexualidad, concluye visionariamente con una exaltación yapoteosis del culto a la fecundidad heterosexual, si bien en las pági-nas finales de la novela esta visión será completada o superada porel sentido egipcio original del culto fálico (mito de Isis y Osiris)como alusivo a la resurrección o fecundidad trascendente.

En el siguiente capítulo Cemí continúa penetrando en el mundode sus amigos (escenas del cine y del café, donde aparece el pelirrojoa quien el camarero llama «niño diablo»), y reflexionando sobreellos. Seguro de que Foción esa noche estaría esperando a Fronesisen el recodo del Malecón, allí lo encuentra solitario y lleno de una«tristeza arrogante». Hablan con admiración y delicadeza del ami-go ausente, lo que conduce a que Foción revele a Cemí los antece-dentes familiares de su amigo, una comedia de enredos y equivoca-ciones que tuvo lugar en Viena entre el padre de Fronesis, el famosoDiaghilev y una aristocrática señorita Sunster que se fuga con elprimero, de quien tiene a Ricardo. Cuando Fronesis padre desenre-da la trama, comprende que ha sido víctima de un engaño y que suesposa (en realidad enamorada de Diaghilev como este de Fronesis)era una enferma de psicosis sexual y manía ambulatoria. Así lascosas, el ingeniero Sunster propone a Fronesis el matrimonio conotra de sus hijas, María Teresa, que «borraría la afrenta hecha porsu hermana». Después de conocerse con mutua complacencia,Fronesis padre y María Teresa Sunster se casaron con toda felici-dad. Foción concluye: «En ese relato está toda la sangre de Fronesis,la bailarina fugada, la enamorada de Diaghilev, pues detrás de suimpasible3 está uno de los temperamentos más demoníacos que se

3 Una de las características del habla-escritura lezamiana consiste endecir «su impasible» por «su impasibilidad», «un ingurgite», por «unaingurgitación», «su insaciable» por «su insaciabilidad», «el perplejo»por «la perplejidad», «el estupefacto» por «la estupefacción», etc.Esta y otras peculiaridades suyas (entre las que subrayamos sus fre-cuentes irregularidades sintácticas) no forman parte de una gramá-tica deficiente, sino de un estilo personal, que, según afirma RobertoFriol, tiene «su precedente en los clásicos castellanos del Siglo deOro». (Cf. Paradiso, ed. cit., p. 562.)

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pueden conocer.» Subrayando la oposición de sus dos caracteres,Cemí discrepa de Foción y le dice: «en mi opinión la verdaderamadre de Fronesis fue María Teresa Sunster», opinión que va a serfinalmente asumida por su primer amigo.

Esa noche Fronesis tiene su primer encuentro sexual con Lucía,en el que vuelve a ponerse de manifiesto la necesidad del distancia-miento para el placer erótico, lo que al fin logra mediante unaextraña ocurrencia. Mientras esto sucede, Foción descubre cerca desu casa al pelirrojo del café, víctima de un submundo hamponesco,y tiene con él una desesperada y sórdida aventura sexual. No menosdesesperado parece estar Fronesis cuando deja a Lucía y se dirige,turbado por una oscura e imprescindible humillación, hacia la no-che marina. Sentado en el muro del recodo, de espaldas al mar, seencoge en postura placentaria, como buscando la protección delclaustro materno. Empieza a llorar (no a «llover», como se lee enlas lecciones anteriores a la edición crítica de Paradiso, afligidaspor cientos de erratas). Algunos juerguistas que pasan en autos legritan: «Tiñosa, tiñosa.» No obstante sus hipérboles metafísicas ymetafóricas, el narrador no pierde la perspectiva ambiental. Esta-mos en La Habana.

Al día siguiente vuelven a encontrarse Cemí y Fronesis, enfras-cándose en un interesantísimo diálogo sobre Nietzsche, que según elprimero, entre otras cosas, no acertó con la verdadera «trasmutaciónde los valores» («el deseo compartido», «la verdadera urdimbre de lohistórico»)4 que exige nuestra época. De regreso por San Lázaro,Cemí tropieza, sonreído, prefiriéndolo a las opacidades académicas,con el fácil folklorismo de un guagüero jacarandoso, «ya por latercera carrilera lupular», hipando: «Estoy como lo soñó Martí, lapoesía sabrosa, sacada de la guitarra con azúcar, con el lazo azulque le puso mi chiquita...»

Después de un paréntesis familiar (agravamiento de doñaAugusta, eternas majaderías de la tía Leticia), vuelve a funcionarla ley de simetría en Paradiso. Le toca ahora a Fronesis contarle aCemí la historia familiar de Foción, que viene a ser otra parábolade seres enajenados esta vez sin final feliz. Como resultado de tram-pas del azar, no podía precisarse quién, entre dos hermanos, había

4 Cf. el excelente ensayo de Raquel Mendía «La imagen histórica enParadiso», en Paradiso, ed. cit., pp. 539-555.

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sido el engendrador de Foción, que «fue creciendo viendo lo irreal,lo inexistente, encerrado en su cuarto», sin asistir nunca a la escue-la, recibiendo sólo incomprensibles lecciones de un padre enloqueci-do. Vienen después su problemático matrimonio, su corrupción porun experimentado pederasta y su ya declarado homosexualismo, noobstante lo cual tuvo un hijo que, según Fronesis, «será un nuevohomúnculo, entre espejos, azogues y terrores sexuales».

Si recordamos los antecedentes familiares de Cemí, comprobamosque él es el único de los tres amigos que no hereda raíces dañadas.Por otra parte, refiriéndose al complejo de Foción, el del temor alsexo femenino, dice Fronesis: «Esas son cosas que suceden, casi siempresuceden, claro que con variantes, y que cada cual resuelve o no re-suelve nunca.» Él se siente seguro de haberlas resuelto con Lucía yseguro de poder mantener su amistad con Foción sin ningún peligro.

Vuelto al ámbito familiar, Cemí va a ver a su madre, operada deun fibroma. Las explicaciones del doctor Santurce hay que relacio-narlas con el caso de Foción como monstruosidad generada por lapropia naturaleza: «Para conseguir una normalidad sustitutiva,había sido necesario crear nuevas anormalidades, con las que elmonstruo adherente lograba su normalidad anormal y una saludque se mantenía a base de su propia destrucción...» Terminada lacharla de Santurce, la mirada de su madre vuelve a poner a Cemíen contacto con «la compañía omnicomprensiva», con el misterio yla dignidad de su destino. Aquellos ojos «tenían esa facultad sor-prendente y única: le acercaban lo lejano, le alejaban lo cercano».Augusta, Mamita, Rialta, Chacha: linaje privilegiado de las ma-dres en Paradiso, más allá de las diferencias de clase. Sólo ellastienen «la sabiduría de la mirada»: una mirada que sólo sirve «paraver el nacimiento y la muerte, algo que es la unidad de un gransufrimiento con la epifanía de la criatura».

En el Capítulo XI Cemí sigue reflexionando sobre sus dos ami-gos y la peculiar significación y calidad espiritual de sus relacio-nes. «La raíz de Fronesis era la eticidad, entre el bien y el malescogía, —sin que su voluntad o el dolor de su elección se hiciesenvisibles— el bien y la sabiduría.» En cuanto a Foción, intuyendoque «jamás podría saciarse con el cuerpo de Fronesis», «volati-lizaba» su figura, «pero ahí estaba su insaciable». Por otra parte,«la amistad entre Fronesis y Cemí tenía justificaciones mucho másesenciales, no tenía el romanticismo superficial de la unión de loscomplementarios, ni lo insaciable que se apoya en una imagen

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enloquecida». «La serena agudeza de Fronesis lo llevó a separar,desde los primeros días de su trato, haciéndoselo visible, las dosamistades que lo rodeaban, la de Foción que consideraba plebeya yexperimentalista, y la de Cemí, noble y esencial.»

Ausente Foción, el próximo encuentro de los dos amigos en laUniversidad se convertirá en un luminoso dúo, que hemos llamado«cántico de los números» y tiene también de letanía y oración, a lavez que hacen gala de un pitagorismo y una erudición en estado degracia. Los estudiantes que los rodean prorrumpen en aplausos, loque hace decir a Fronesis que «estaban ansiosos de ser simples masascorales, no de participar en el ascenso del número en el canto»,mucho menos en la conciencia trágica que fue característica delcoro griego. Y añade: «Como hay la poesía en estado puro, haytambién el coro en estado puro en los tiempos que corren», sentenciaen la que sentimos el doble rechazo de Lezama al esteticismo y algregarismo contemporáneo, no lejos este del saldo dejado por lafrustración de la Revolución del 30. Esa masa informe, añade aúnFronesis, con la habitual tendencia mitologizante de los tres amigos,«ha venido a reemplazar a los antiguos dragones, cuya sola fun-ción era engullir doncellas y héroes». Empieza entonces una largadisquisición sobre la lucha de San Jorge y el dragón, que es vencidopero convierte a su vencedor en otro monstruo, pasando finalmentelos dos a la categoría de constelaciones (recuérdese cómo, mediantela monstruosidad del fibroma, el organismo buscaba «un equilibriomás alto y más tenso»); y sobre el día del Juicio Final, en que lasmadres lactantes o preñadas, ante la imposibilidad de ver el desa-rrollo de sus hijos por el inminente cumplimiento de la resurrección,serían tentadas por el Maligno con otra promesa: la de un nuevocomienzo que a su vez haga posible la resurrección. Páginas inson-dables, comparadas por Roberto Friol5 con las de El Gran Inquisi-dor de Dostoievski, que se interrumpen cuando Fronesis, vencien-do su pudor y timidez, le entrega a su amigo el poema titulado «Re-trato de José Cemí».

Sorprendido y profundamente conmovido por aquel regalo, alintentar reciprocarlo de algún modo, Cemí se desconcierta con lasúbita desaparición de su amigo. Después comprenderemos que aquel

5 Cf. su imprescindible estudio «Paradiso en su primer círculo» enParadiso, ed. cit., pp. 556-564.

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regalo era una despedida. Cuando, en un último intento, Cemí vade noche al recodo del Malecón, al que encuentra, cubierto por laausencia de Fronesis, es a Foción, de regreso de Nueva York. Sigueel relato de sus droláticas aventuras con los incestuosos hermanosGeorge y Daisy, relato más repugnante aún que el de los experimen-tos del padre Eufrasio, por la delectación con que Foción lo hace.Quizás por eso, al despedirse Foción y Cemí, «volvieron a darse lasmanos sin mirarse mucho las caras».

Incapaz de resignarse a la ausencia de Fronesis, Foción viaja aSanta Clara, donde tiene que enfrentarse con el padre de su amigo,quien le exige el rompimiento de esa amistad. Compulsivo y altera-do, Fronesis padre lleva la peor parte en una confrontación en laque tardíamente comprende que un amigo de su hijo, aunque fueseun vicioso, no podía ser un badulaque ni un cobarde. Tomando laofensiva, Foción le recuerda sus enredos con Diaghilev: «Quizás nonecesita que yo le diga que su hijo continúa un destino que en ustedse estancó.» Le asesta un argumento inesperado y exacto: que «porrazones morales, paradojalmente las más opuestas a las que le su-ponen, no dejará de andar conmigo». Le advierte que se sentiráhumillado y reaccionará en contra suya. Y finalmente le anuncia:«tenga la seguridad de que la reacción de su hijo a su conducta serátrágica para su destino y acabará con la última posibilidad de queusted cumpliera el suyo». Remitiéndonos a la segunda parte (in-conclusa) de la novela, el narrador afirma que «fue la profecía deFoción que se cumplió con más exactitud».

Después de este momento en el que, humillado en su «naturalorgullo de persona», Foción alcanza la mayor dignidad de que escapaz, sobreviene su rápida destrucción, de la que Cemí es testigo alencontrarlo ebrio y delirante en un café, en compañía del adolescen-te pelirrojo. En evidente contraste, se nos muestra la vida cotidianade Cemí, ennoblecida por el «ejercicio de la poesía» y la «búsquedaverbal de finalidad desconocida», su dominio de una serenidad yunos placeres que no dependen de ninguna excitación sensual, sinode la transfiguración de la sensualidad en una contemplación cog-noscitiva y creativa a la que bastan los más modestos objetos paracomponer espacios significantes y para saborear sonidos y sentidos,como los de la palabra copta Tamiela, que semejan reduccionesmágicas del universo. Mientras Foción se hunde en el caos, Cemíestá en el camino de la sabiduría, y Fronesis, al verificarse la inevitableconfrontación con sus padres, enfrenta definitivamente su destino.

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En ese polémico diálogo, en el que desde luego sale a relucir loque Ricardo llama «el complejo de Diaghilev», Fronesis padre ob-serva: «Los padres nos pasamos la vida ocultando y domesticandonuestros demonios y después, con una arrogancia más banal de laque ellos creen tener, nuestros hijos entreabren delante de nosotroslos mismos demonios como si fueran paraguas»; y su hijo arguye:«Usted razona en falso; parece decir, como yo me equivoqué, noquiero que mi hijo se equivoque, y eso lo lleva a caer en la neurosisdel rechazo, típica de nuestra época...» La lectura de este diálogopuede tener rendimientos pedagógicos para los padres e hijos denuestro tiempo, incluso dentro de las circunstancias cubanas actua-les. Su desenlace no estará dado por ningún argumento, sino porla profunda intervención de la señora Sunster, hasta entonces si-lenciosa: «Ricardo ha sentido deseos de ir a buscar a su madre...», alo que el joven, obligado a la más alta respuesta, responde: «Yo nome vi nacer, por eso mi madre será siempre usted... No puedo salir abuscar a mi madre puesto que está aquí a mi lado... ahora sí sé quenadie más que usted puede ser mi madre». De este modo se alcanzalo que el doctor Fronesis, traspuesto el conflicto inicial a una di-mensión más profunda, llama «una inmejorable solución», y a Ri-cardo se le propicia un viaje que por su parte ya había decidido.

Termina este capítulo con las últimas conversaciones de Cemícon su abuela, y Foción, enloquecido, dándole vueltas incesantes aun álamo, que en su alienación es Fronesis. Al día siguiente laabuela muere, y el árbol en torno al cual giraba Foción, había sidofulminado por un rayo.

Hemos asistido a la historia de tres familias de la clase mediacubana, y de una triple amistad, primera etapa en la formaciónespiritual de José Cemí, el buscador de la imagen.

Hasta aquí la novela, sin ajustarse a los pasos visibles de la his-toria nacional, de los que empieza a apartarse en el mismo capítulo,el IX, en que esa historia irrumpe con más fuerza (y tal aparta-miento adquiere un sentido simbólico, el de la frustración políticaque sigue a la revolución antimachadista), dentro de su propio dis-curso imaginario, ha seguido un desarrollo lineal, coherente y vero-símil. En los dos capítulos próximos, el XII y el XIII, va a entrar enotros planos. En el XIV y último vamos a conocer de cerca al miste-rioso Oppiano Licario, pero la primera sección de este capítulo sepublicó en el número 34 de 1953 de Orígenes, cuando ya se habíanpublicado tres capítulos de Paradiso y sin ninguna conexión visible

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con la novela, como relato independiente que se cerraba en sí mis-mo, dedicado a Fina García-Marruz y al autor de estas líneas.Tales circunstancias, unidas al hecho de que Oppiano Licario noaparece en el esbozo original de Paradiso y de que Lezama no merectificó cuando en carta de gratitud llamé a aquel texto dedicado«un cuento», me ha hecho pensar que Oppiano Licario fue un per-sonaje aparecido posteriormente en su imaginación y que sin em-bargo se fue convirtiendo, como veremos, en el punto imantador detoda la novela.

Los sueños. Oppiano Licario

En otro sitio me referí al «desfiladero infernal de los sueños que enel Capítulo XII, alegorizan el terror y la infinita nostalgia de laausencia del padre»6 (muerto, en la realidad, cuando Lezama teníaocho años). Así me lo confió él mismo. En sus apuntes para unaconferencia sobre Paradiso, por lo demás se lee: «En el capítulo 12dudé si ponerle como epígrafe: Sueños de José Cemí, después de lamuerte de su padre. Después, me decidí porque el lector por sí mis-mo precisara que son sueños. No lo han precisado en la mayoría delos casos. Y lo que el lector no encuentra por sí mismo, cree que esincoherencia del autor.»7

Se trata de cuatro sueños que se interrumpen y entrelazan entresí, formando una especie de rompecabezas. El primero refiere lashazañas y la muerte de Atrio Flaminio, capitán de legiones roma-nas (sublimación onírica de las campañas libradas por el Coronelcontra partidas de bandoleros en el Capítulo VI); el segundo con-centra la angustia de un niño esperando a sus padres, al cuidadode su abuela y temiendo siempre la rotura de una jarra; el tercero esel del terror de la casa desierta y el paseante impelido a recorrer laciudad —donde tiene enigmáticos encuentros— por la fuerza cen-trífuga del patio lunar y vacío; el cuarto es la historia del críticomusical Juan Longo, imposible vencedor del tiempo, patética ehilarante empresa urdida por su enajenada esposa. Estamos anteuna «composición» que ejemplifica también la constante simetría

6 Cf. «Introducción a la obra de José Lezama Lima», en sus Obrascompletas, México, Aguilar, 1975, pp. 1-111.

7 Cf. Paradiso, ed. cit., p. 713.

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estructural de Paradiso. Según hemos observado en otro sitio, «estaespecie de sueño “more geométrico” resulta así, por su misma inve-rosimilitud, la más perfecta imitación o simulacro, desde el insom-nio de la escritura, de la inexpresable sustancia de los sueños real-mente soñados».8

Aunque el Capítulo XIII no se presenta como un sueño, persisteen él un cierto aire onírico, dado en primer término por ese ómnibusfantástico que se supone presta servicio en las calles de La Habanacon entera naturalidad (y con las mismas deficiencias que los otros).En los mencionados apuntes Lezama resume el sentido y una espe-cie de guión de este capítulo cuando dice que en él «se procurabarrenar el mundo exterior condicionado, el causalismo», y añade:«Ómnibus que camina por la cabeza de un toro girando en el pi-ñón. Aparición de las figuras de la infancia en el ómnibus. Visita aOppiano Licario. Lo suben [a Cemí] a la casa de Urbano Vicariopor equivocación. El error hace decir a Licario que al subir se en-contraron con el huevo celeste de los taoístas, que engendra el espa-cio vacío.»9

La versión fantasmal e infernal del ómnibus habanero tenía unantecedente en «Nuncupatoria de entrecruzados» (Dador, 1960),poema que termina: «La coraza del ómnibus se deshace en el humode los cañaverales / de la Estigia, cuando alguien despega y al-guien se queda.» Por otra parte, la testa de toro que sirve de motorpuede relacionarse con «el Baco infernal de las Bacantes» resurgidoen «el Satán de cabeza de toro que adoraban las brujas de la EdadMedia en sus aquelarres nocturnos», según Eduardo Schuré.10

El ómnibus en cuestión posee, además, el don de ubicuidad, puesestá al mismo tiempo —para Licario, Martincillo y Vivo— en unacalle de La Habana Vieja, y para José Cemí en una calle de SantosSuárez. En cuanto a Adalberto Kuller (otro de los vecinos del«solarete» del Vedado descrito en el Capítulo II), no se nos dice dedónde viene, como no sea de la obsesión erótica (la inasible Roxana)que lo tortura. En realidad todos los pasajeros del ómnibus conocidospor el lector, menos Licario, están impulsados por obsesiones eróticas,lo que explica su confluencia en el gimnasio de Urbano Vicario,

8 Id., ed. cit., p. 673.9 Id., ed. cit., p. 713.10 Cf. Eduardo Schuré: Los grandes iniciados, México, Biblioteca Delfos,

p. 158, nota.

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donde se entregan a ejercicios frenéticos del estilo sistáltico (el de laspasiones tumultuosas). Oppiano, en cambio, que por un verdadero«azar concurrente» encuentra y reconoce al fin, en el ómnibus, aJosé Cemí, lo espera en su casa de Espada 615, después de lacervantina equivocación de nombres, con la sonrisa de la sereni-dad, umbral de un superior conocimiento.

Llegamos así al capítulo final, cuya primera y más extensa sección—publicada, según vimos, como unidad narrativa, en 1953— con-tiene el retrato espiritual de Oppiano Licario y la descripciónmetafórica de su muerte. En los referidos apuntes explica Lezama:«En Paradiso se quiere presentar el Eros de la infancia y el afán deconocimiento fáustico de la adolescencia. [...] Cuando se logra crearel Eros de la lejanía [capítulo de los sueños], aparece Oppiano Licarioy su pasión de absoluto. [...] Oppiano Licario, de Oppianus Claudius,un senador estoico, y Licario, el Ícaro. Licario se acerca dos veces[Capítulos V y VII] a Alberto Olaya, y conoce al coronel en el hos-pital donde este está muriendo [Capítulo VI]. Se fija en José Cemíal llegar al hospital [Capítulo VI], pero al fin establece relacionescon él en el ómnibus conducido por una cabeza de toro en un piñónrotativo. Tiene una obra, Súmula nunca infusa de excepcionesmorfológicas, donde está el secreto de su sabiduría, sus respuestasdan una muestra del absoluto de su sabiduría.»11

Revisando los papeles de Lezama que se guardan en la BibliotecaNacional José Martí, encontramos un guión poemático titulado«Súmula, nunca infusa, de excepciones morfológicas», cuyo desa-rrollo puede leerse en dos poemas: «Proverbios» (que en su manus-crito aparece, por dos veces, con el título anterior) y «Telón lentopara arias breves».12 Dicho guión dice así:

Súmula, nunca infusa, de excepciones morfológicas

1) Almendral, tú dirás la verdad.2) Año de neblinas, año de harinas.3) De los restos de la población de cabellos negros de Chen, no

queda ni un niño vivo.

11 Cf. Paradiso, ed. cit., pp. 712-713.12 Ver ambos poemas en José Lezama: Poesía Completa, La Habana,

Instituto del Libro, 1970, pp. 405-409, pp. 417-424; y en Poesía com-pleta, Letras Cubanas, 1985, pp. 553-557, pp. 565-572.

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4) Expedición por el Amazonas, que fue a buscar el árbol de lacanela, y encontró la magnolia.

5) El rollo de maromas.6) El sueño del pastor de Hermas.7) Lagartijita habanera.8) A comer, a comer el guineo.9) ¿Quién hace los dulces?10) ¿Quién me los regala?11) El que dice: el pobre.12) Me dicen siempre que no está.13) Cállese!14) Después de un día cabezón.15) Caballeros, qué domingo.16) No vino más.17) Se afeitaba cuando...

Salvo los números 3 al 6, estas frases nos recuerdan las que Joycellamaba «epifanías», oídas al pasar, así como el siguiente pasaje dela carta que Lezama escribió a mi padre (con motivo de su artículosobre Analecta del reloj) el 11 de junio de 1953: «Sorprendo frases,actitudes, situaciones, donde lo irreal y lo real, lo sorprendente y loreiterado, tienen el mismo valor indiferente, tomando tan sólo relie-ve por un fruncimiento momentáneo, por mirarme fijamente, o porquererlas aprehender cuando se escurrían.» A lo que añade: «Leoesta frase: diez mil mastines tienen que ser alimentados, se me su-braya y me llama, y ya me doy cuenta que me pertenece poéticamen-te. Visito una oficina y oigo: “Dígale a Calderón, que le entreguelos sobres a la Srta. Avellana.” Quedaban para mí un calderón yuna avellana, dispuestos a integrarse y a desaparecer en las prime-ras rondas de un “ballet” ligero. Me sorprendían en su llegada,porque todavía no poseo el logos, el sentido poético en cuyo ámbitose aclaren y sitúen.»13 Aquel año, 1953 —cuya importancia histó-rica no es necesario subrayar— fue también el de «Introducción aun sistema poético» y «Oppiano Licario», donde aparecen los «diezmil mastines» aludidos (aunque ahora, quizás por error, no tienenque ser alimentados sino «ejecutados»), y que por cierto, después debuscarlos inútilmente para una nota de la edición crítica de Paradiso,

13 Cf. Cintio Vitier: «Hallazgo de una profecía», en Casa de las Américas,n. 158, sept.-oct., 1986, p. 31.

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los hallé, por puro azar, si bien reducidos a cinco mil, en La culturadel Renacimiento en Italia, por Jacob Burckhardt, a propósito deBernabó Visconti, para el cual «el más importante asunto del Esta-do» era la caza del jabalí, por lo que el pueblo, aterrorizado, teníaque «alimentar los cinco mil perros de sus jaurías, bajo las másgraves responsabilidades».14

Como es sabido, en la continuación de Paradiso que es OppianoLicario, en el lugar donde debían aparecer los fragmentos salvadosde dicha Súmula, sólo hay un vacío, lo que ha dado pie a muchasespeculaciones críticas. De hecho María Luisa Bautista, viuda deLezama, según me dijo, había buscado afanosamente el texto encuestión, lo cual indica que Lezama nunca le comunicó —no obs-tante ser ella, en sus últimos años, su mecanógrafa— que el espacioen cuestión debía quedar en blanco. Por otra parte, es raro queMaría Luisa no encontrara el guión y los poemas mencionados,aunque también es posible que los desechara al comprobar su publi-cación con otros títulos en la Poesía completa de 1970. También esposible que, aunque no se lo comunicara a María Luisa, Lezamaprefiriese el vacío taoísta a los textos ya conocidos. De todos modos, larelectura y el análisis de dichos poemas adquieren ahora un reno-vado interés en relación con la Súmula nunca infusa de excep-ciones morfológicas.

El retrato que de Oppiano Licario se traza en este capítulo —inclu-yendo los temores de la madre en conversación con su hija— resultamuy parecido, con las consabidas transposiciones novelescas, alLezama que frecuentamos desde los años cuarenta en Trocadero162. En ese retrato se concentra, quizás más que en todas las otraspáginas de Paradiso, lo que puede llamarse el sabor lezamiano dela vida, de igual modo que es posible hablar del sabor horaciano, oteresiano, o kafkiano en la literatura universal. El lector disfrutaráde su «silogismo del sobresalto» (pedagogía de lo inaceptable o ines-perado) tanto como de sus inauditos y en el fondo melancólicosexámenes, pero le llamamos especialmente la atención acerca decuatro relatos enlazados: el de la vajilla de trifolia de cerezos, el delguajiro Fretepsícore, el del atentado al Senador y el de Logakón.

Si en el Capítulo III asistimos a la contrastación de lo norteameri-cano y lo cubano, en este se nos visibiliza lo europeo decadente y lo

14 Cf. Jacob Burckhardt: La cultura del Renacimiento en Italia, BuenosAires, Editorial Losada, 1944, p. 15.

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cubano primigenio mediante la brusca yuxtaposición de dos apólogos:el de la vajilla de trifolia de cerezos y el de la guinea del guajiroFretepsícore, que irrumpe en la notaría donde trabaja Licario, comorepresentante de esa «tosca humanidad» capaz de ostentar los hondonesy finezas de una cultura enraizada en lo telúrico y lo aéreo. Si la his-toria de la vajilla desaparecida puede leerse como un pastiche de lacuentería decadente francesa, la del guajiro Fretepsícore levantala narrativa costumbrista y vernácula cubana a la calidad de unarquetipo. El retrato del guajiro de Calabazar, y su modo de evocarlas oscuras asechanzas del Salado (el Maligno), sorprendente mues-tra de un insólito virtuosismo de cuentero en Lezama, sirven de mar-co al personaje central de este episodio y sin duda uno de los antológicosde Paradiso: la guinea guardadora del tesoro, empuñada porFretepsícore como un rorro, volatinera que deja caer los dos bolsines,durmiendo con un ojo abierto en el cañaveral, burlando la persecu-ción del Salado, «carnavalesca en las masas del verde», saliendo ocultadel incendio del cañaveral para reaparecer salvada y salvadora en laventana, donde «el súbito del fuego le había rendido otra vez su grisotey sus ojuelos». De una parte, pues, la furia metódica del Barón des-truyendo con su fusta, día tras día, las piezas de la familia imperialdel Japón, para dejar su ausencia; de la otra el lleno de «las alasanchadas» de la guinea que, vencedora del Maligno, resguarda ínte-gro el tesoro del pobre, tan pobre y graciosa ella misma: «Pegó unsalto de aletazo mayor y cayó la bolsa más gordezuela de moneda.Remontó después pobremente, y entregó el otro lío atadito con losrecursos menores.» El adverbio justo, el diminutivo entrañable; ino-cencia, desamparo, picardía, ternura, pobreza, caridad, risa: Cuba.

Pareja lectura contrastante, aunque no tan arquetípica, puedehacerse del atentado al Senador, que más bien parece un sueño alestilo de los del Capítulo XII, y la historia de Logakón, en la queaparece un nuevo elemento histórico, cultural y político, la con-frontación de las dos Europas: la occidental y la oriental. Con estapista abierta dejamos que el lector se adentre en sus propias inter-pretaciones, sin perder de vista un personaje que parece secundarioy a nuestro juicio es esencial: esa patrona (celestina de una falsaMargarita para un desganado Fausto) que tiene la «locuacidadapaleada de la gran época de Le Sage» y le dice a Licario conirreprimible desprecio: «Claro, usted es suramericano y tiene unafabulosa reserva para permanecer ocioso. Y si se decidieran a traba-jar, ¿qué harían? Lo que tienen enfrente es la selva.»

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XLIV

La identificación de Lezama con Licario se torna sobrecogedoraen la metafórica descripción de la muerte de este último, desde que«sintió como el rumor [el enemigo rumor] de una caballería quecorría hacia las aguas» [San Juan de la Cruz: «Que nadie lo mira-ba, / Aminadab tampoco parecía, / Y el cerco sosegaba, / Y la caba-llería / A vista de las aguas descendía», exergo y raíz del título de larevista de Lezama Nadie Parecía] hasta que exclama Davum,Davum esse, non Oedipum (debiera decir: Davos, Davos sum,non Oedipus, y atribuírsele a Terencio, no a Descartes, aunqueaparece citado en la versión española de las Obras completas deDescartes por Manuel de la Revilla, Buenos Aires, El Ateneo, 1945).Si tenemos en cuenta que en La Andriana de Terencio, Davo es unsimple esclavo doméstico, la frase en cuestión: «Soy Davo, soy Davo,no Edipo», si bien utilizada por dicho personaje para escabullirsede las inquisiciones de su amo, en el contexto de la muerte de Licarioexpresa su profundo rechazo al complejo edípico que algunos leatribuyeron y le atribuyen. Como discípulo de todas las grandesreligiones, Lezama-Licario sabía que el conocimiento sumo no es unmás sino un menos: un vacío, una niñez, un silencio. Entre la en-fermedad de Edipo y la simpleza de Davo, su Davo (esclavo de lasabiduría), prefiere esta última. Su muerte es la de un niño, no la deun monstruo del tan mimado parricidio contemporáneo.15

Termina la novela —con una sección añadida cuando el libro yaestaba en la imprenta— como si asistiéramos al verdadero final delos paseos nocturnos del joven impelido por el vacío del patio lunar,por la ausencia del padre, en el Capítulo XII. Esta última camina-ta en «la noche subterránea» —que según el propio Lezama, en«Confluencias», evoca una noche vivida por él en 1955— tienecomo imán «la casa lucífuga» donde yace tendido Oppiano Licario,y es también una recapitulación onírica de temas: el ritual egipciodel falo de Osiris como símbolo de la resurrección; la décima cuba-na, también veladamente fálica, del tío Alberto frente a la muerte;lo fangoso infernal del vejete del tiovivo, terror de la niñez, anti-Eros de la adolescencia; el bosque de los árboles copulantes, tam-bién entrevisto por el tío Alberto, pero ahora coronado por la casade la sobrenaturaleza, el castillo donde se guardan los objetos ritua-les del Santo Grial, sobrepasando el dualismo Europa-América,

15 Paradiso, ed. cit., nota 41 al Capítulo XIV, pp. 532-535.

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interrumpiendo «la fiesta de los trovadores herméticos», porque másallá de todo dualismo y hermetismo tiene que llegarse a la fecunda-ción interminable comunicante, a las bodas del Eros y el Tánatos, a«la resurrección en el valle del esplendor»; la socarronería del diosTérmino, tapando una zona oscura donde dos bufones-espantapá-jaros juegan al ajedrez y la mirada de Cemí los doblega, los desva-nece. La segunda décima auroral del tío Alberto, más fuerte que elvejete poseso, lo saca a la calle y lo sube al piso donde está la «luz devolatinero, circo, cuerpo que salta como pájaro», y lo recibe la her-mana de Oppiano Licario, y con ella vuelven las vivencias de lamuerte en su propia familia (la señora Augusta, Santa Flora, elCoronel), detenidas ante «la columna de autodestrucción del cono-cimiento» que es el rostro del Ícaro caído. Caído pero no enterrado,no enterrable, como Logakón, pero por razones antípodas, por lasobreabundancia de una lucidez condenada a la eterna levitaciónde su magisterio errante.

Rodeado de algunos de sus símbolos más queridos —las llamitascatólicas de las ánimas en pena, el embrión celeste y el tigre blancode los taoístas, la médula de saúco de la poesía—16 Cemí baja alcentro de la tierra que es en ese instante la cafetería de la funeraria,donde Till Eulenspiegel es el negro sonriente que recoge las colillas.Lleva consigo el poema que le dejó Licario. Su última palabra,

16 El punto de partida de las asociaciones creadas por Lezama en tor-no a «médula de saúco», lo hallamos en esta línea de AlbertThibaudet, a propósito, de la poesía de Verlaine: «Tout vers paraîtdur à côté de cette moëlle de sureau» [«Todo verso parece duro allado de esta médula de saúco»] (Histoire de la littérature française de1789 à nos jours, Paris, Librairie Stock, 1936, p. 478). También estaspáginas juegan un papel en la creación lezamiana de «la Orplid»,nombrada por primera vez en «El secreto de Garcilaso», 1937 (ensa-yo recogido en Analecta del reloj, 1953, p. 8), en cita de Karl Vossler(Lope de Vega y su tiempo, Madrid, Revista de Occidente, 1933, p. 116).La caracterización lezamiana de «la Orplid» que el lector hallará ensus poemas, en sus ensayos y en Paradiso, en efecto, mucho debe a lasiguiente observación de Thibaudet: «[les mots] gouttent chezMallarmé sous un climat inhumaine, forment lentement les stalactitesd’une poésie miraculeuse» (ob. cit., p. 481) [«Las palabras enMallarmé gotean bajo un clima inhumano, formando lentamentelas estalactitas de una poesía milagrosa.»] La Ciudad de la absolutalontananza donde lo real y lo irreal se confunden, la Ciudad tibetana,la Ciudad de las estalactitas.

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«empieza», fue tachada y cambiada por «tropieza», de más difícillectura. Intenta lo más difícil, dijo la Madre. El tintineo de la cu-charilla (esa traviesa ironía que se anunció en la gran comida fu-neral de la señora Augusta, en el Capítulo VII) le trae de nuevo lasentencia impulsadora de Licario: «ritmo hesicástico, podemos em-pezar». ¿Empezar qué: la verdadera vida, el aprendizaje de la sabi-duría, la novela? Todo eso, sin duda, y más.

Final

«Ahora van a ver», me dijo Lezama hace más de treinta años, «elparaíso en que hemos vivido». Con esa frase, dicha en el tono ja-deante que le era característico, me descubría la intención irónicadel título de esta obra, ironía que no dejaba de envolver la referen-cia a su ilustre antecedente dantesco, y que es una de las mayoresconstantes, si no la mayor, de Paradiso; ironía que se ramifica enmúltiples variantes, desde la que se aplica como risueño castigo alpuritano organista Frederik Squabs o al pretensioso doctor danésSelmo Copek o al arribismo cursi del tío Luis Ruda o a la antipáti-ca tía Leticia o al tapiñado homosexual Baena Albornoz o al con-junto oracular que consulta Vivo, etcétera, hasta la textura irónicade pasajes en que los giros homéricos, el acento medieval hispánico,el culteranismo, los símbolos taoístas e incluso las especulacionesteológicas agustinianas o tomistas son manipuladas estilísticamenteen funciones parodiales y humorísticas. Ningún personaje encarnamejor esta dimensión de Paradiso que el tío Alberto, cuyo trágicofin es central en la novela, y de otro lado, en la dimensión onírica,Juan Longo, pero ya este no esgrime la ironía sino que es su víctimaen cuanto engendrado y constituido totalmente por ella. La ironíalezamiana, entonces, no es otra cosa que una respuesta —juego ofingida espada— ante el tiempo implacable, ante la muerte.

Rodeado por la estupidez, la hostilidad o la indiferencia domi-nantes, caras visibles de la desintegración republicana, pero a lavez en el contexto de un impulso de creación que en los años 40resultó el florecimiento cultural de las semillas sembradas en los 20—es decir, dentro de ese impulso que en su totalidad hemos llamado«una cultura para una revolución»—, el texto colectivo que fueronlos 40 números de Orígenes tuvo un tema fundamental: Cuba, la«Cuba secreta» vislumbrada por María Zambrano como en el umbral

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de su despertar a la historia17 y que Lezama concibió en función deuna futuridad «que estructura la marcha de la imaginación comohistoria».18 Tal centro secreto e irradiante, desde luego, como el seraristotélico, aunque hecho de devenir heraclitano, y más por estomismo, se dijo y se dice siempre de muchas maneras. Dentro delpropio ámbito de Orígenes, la versión lezamiana de lo cubano, laque desemboca en Paradiso, difiere notablemente de las que ofre-cen, con mayores o menores logros literarios, Virgilio Piñera, EliseoDiego, Octavio Smith, Fina García-Marruz o el autor de estas pá-ginas. Paradiso, pues, si bien constituye el máximo resultado expre-sivo del movimiento nucleado en Orígenes, no es su denominadorcomún ni su manifestación emblemática. Paradiso es Lezama, eincluso algunos piensan que no lo mejor de Lezama, que sitúan ensu poesía y en sus ensayos. Sea como fuere, si no es lo mejor es todoLezama, con todos sus ángeles y todos sus demonios, que seguiránluchando en Oppiano Licario. Y esos ángeles y esos demonios,graciosamente gobernados por el cubanísimo Ángel de la Jiribillaque él invocó para rezar por la Revolución naciente, no se dejanenjaular en ningún ismo, ni siquiera en el barroquismo que tantoamó. Así en una carta de Lezama a Carlos Meneses de 3 de agostode 1975, un año antes de su muerte, le escribe: «Creo que comete-mos un error, usar viejas calificaciones para nuevas formas de ex-presión. La hybris, lo híbrido me parece la actual manifestación dellenguaje. Pero todas las literaturas son un poco híbridas, España,por ejemplo, quema como siete civilizaciones. / Creo que ya lo debarroco va resultando un término apestoso, apoyado en la costumbrey el cansancio. Con el calificativo de barroco se trata de apresarmaneras que en su fondo tienen diferencias radicales. García Már-quez no es barroco, tampoco lo son Cortázar o Fuentes, Carpentierparece más bien un neoclásico, Borges mucho menos. / La sorpresacon que nuestra literatura llegó a Europa hizo echarle mano a esavieja manera, por otra parte en extremo brillante y que tuvo momen-tos de gran esplendor. / La palabra barroco se emplea inade-cuadamente y tiene su raíz en el resentimiento. Todos los escritores

17 Cf. María Zambrano: «La Cuba secreta», en Orígenes, n. 20, 1948,pp. 4-5.

18 Cf. José Lezama Lima: «Después de lo raro, la extrañeza», en Oríge-nes, n. 6, p. 54; y «Señales. Alrededores de una antología», en Oríge-nes, n. 31, 1952, p. 63.

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agrupados en ese grupo son de innegable talento y de característi-cas muy diversas. No es posible encontrar puntos de semejanza en-tre Rayuela y las Conversaciones en la catedral, aunque lo ameri-cano está allí. De una manera decidida en Vargas Llosa y por lar-gos laberintos en Rayuela.»19 Y ya desde 1940, en apuntes de suDiario recientemente publicado, recordándonos el que considera-mos hallazgo principal del padre Varela (que «la idea que no puededefinirse es la más exacta»),20 escribe: «Pudiera pensarse que el ob-jeto último de la filología es el intento diabólico y perezoso de definirla poesía. Hay en esa ciencia la obstinación diabólica de quererhundir un alma. Sólo que al mostrar su cuerpo desnudo el poema,ese diabolismo desaparece y la poesía que no está definida siguemostrándose.»21 Y recordándonos también tanto a Varela como aLuz (cuya vivencia del pensamiento «por aparición»22 se nos antojaprecursora del «súbito» lezamiano), sigue la pauta de nuestros fun-dadores cuando afirma: «El conocer como forma del servicio, es lacaridad entrando como una nueva categoría en todo filosofar.»23 Yfinalmente nos deja, como clave para toda su obra, esta sentenciaque realza nuestra cultura hasta la línea universal y eterna en que yala situara Martí: «La poesía sólo es el testigo del acto inocente —únicoque se conoce— de nacer»:24 antítesis de la formulación calderonianadel barroco de la Contrarreforma, según la cual «el delito mayor /del hombre es haber nacido».25 Incesante epifanía de la Isla en quevivimos.

CINTIO VITIER

Febrero de 1989

19 Cf. Revista de la Biblioteca Nacional José Martí, n. 2, mayo-agosto, 1988,p. 91.

20 Cf. Félix Varela: Miscelánea filosófica, Editorial de la Universidad deLa Habana, 1944, p. 169, pp. 189-197.

21 Cf. Revista de la Biblioteca Nacional José Martí, n. cit., p. 122.22 Cf. José de la Luz y Caballero: Aforismos y apuntaciones, Editorial de

la Universidad de La Habana, 1945, pp. 65-66.23 Cf. Revista de la Biblioteca Nacional José Martí, n. cit., p. 122.24 Id., p. 104.25 Cf. Pedro Calderón de la Barca: La vida es sueño, La Habana, Insti-

tuto del Libro, 1970, p. 14.

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PARADISO

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La mano de Baldovina separó los tules de la entrada delmosquitero, hurgó apretando suavemente como si fuese unaesponja y no un niño de cinco años; abrió la camiseta y con-templó todo el pecho del niño lleno de ronchas, de surcosde violenta coloración, y el pecho que se abultaba y se enco-gía como teniendo que hacer un potente esfuerzo para al-canzar un ritmo natural; abrió también la portañuela delropón de dormir, y vio los muslos, los pequeños testículosllenos de ronchas que se iban agrandando, y al extendermás aún las manos notó las piernas frías y temblorosas. Enese momento, las doce de la noche, se apagaron las luces de

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las casas del campamento militar y se encendieron las de laspostas fijas, y las linternas de las postas de recorrido se con-virtieron en un monstruo errante que descendía a los char-cos, ahuyentando a los escarabajos.

Baldovina se desesperaba, desgreñada, parecía una aza-fata que, con un garzón en los brazos iba retrocediendo piezatras pieza en la quema de un castillo, cumpliendo las ór-denes de sus señores en huida. Necesitaba ya que la so-corrieran, pues cada vez que retiraba el mosquitero, veía elcuerpo que se extendía y le daba más relieve a las ronchas;aterrorizada, para cumplimentar el afán que ya tenía dehuir, fingió que buscaba a la otra pareja de criados. El orde-nanza y Truni, recibieron su llegada con sorpresa alegre.Con los ojos abiertos a toda creencia, hablaba sin encontrarlas palabras, del remedio que necesitaba la criatura aban-donada. Decía el cuerpo y las ronchas, como si los vieracrecer siempre o como si lentamente su espiral de planchamovida, de incorrecta gelatina, viera la aparición fantasmaly rosada, la emigración de esas nubes sobre el pequeño cuer-po. Mientras las ronchas recuperaban todo el cuerpo, eljadeo indicaba que el asma le dejaba tanto aire por dentro ala criatura, que parecía que, iba a acertar con la salida delos poros. La puerta entreabierta adonde había llegadoBaldovina, enseñó a la pareja con las mantas de la camasobre sus hombros, como si la aparición de la figura quellegaba tuviese una velocidad en sus demandas, que los lle-vaba a una postura semejante a un monte de arena que sehubiese doblegado sobre sus techos, dejándoles apenas vis-lumbrar el espectáculo por la misma posición de la huida.Muy lentamente le dijeron que lo frotase con alcohol, yaque seguramente la hormiga león había picado al niño cuan-do saltaba por el jardín. Y que el jadeo del asma no teníaimportancia, que eso se iba y venía, y que durante ese tiem-po el cuerpo se prestaba a ese dolor y que después se retira-ba sin perder la verdadera salud y el disfrute. Baldovinavolvió, pensando que ojalá alguien se llevase el pequeñocuerpo, con el cual tenía que responsabilizarse misteriosa-mente, balbucear explicaciones y custodiarlo tan sutilmente,pues en cualquier momento las ronchas y el asma podíancaer sobre él y llenarla a ella de terror. Después llegaba el

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Coronel y era ella la que tenía que sufrir una ringlera depreguntas, a la que respondía con nerviosa inadvertencia,quedándole un contrapunto con tantos altibajos, sobresal-tos y mentiras, que mientras el Coronel baritonizaba suscarcajadas, Baldovina se hacía leve, desaparecía, desapare-cía, y cuando se la llamaba de nuevo hacía que la voz atra-vesase una selva oscura, tales imposibilidades, que había quenutrir ese eco de voz con tantas voces, que ya era toda lacasa la que parecía haber sido llamada, y que a Baldovina,que era sólo un fragmento de ella, le tocaba una partículatan pequeña que había que reforzarla con nuevos perento-rios, cargando más el potencial de la onda sonora.

El teatro nocturno de Baldovina era la Casa del Jefe. Cuan-do el amo no estaba en ella, se agolpaba más su figura, sehacía más respetada y temida y todo se valoraba en relacióncon la gravedad del miedo hacia esa ausencia. La casa, apesar de su suntuosidad estaba hecha con la escasez linealde una casa de pescadores. La sala, al centro, era de taltamaño que los muebles parecían figuras bailables a los queles fuera imposible tropezar ni aun de noche. A cada unode los lados tenía dos piezas: en una dormían José Cemí ysu hermana, en la otra dormían el Jefe y su esposa, con unasalud tan entrelazada que parecía imposible, en aquel mo-mento de terror para Baldovina, que hubiesen engendradoa la criatura jadeante, lanzando sus círculos de ronchas.Después de aquellas dos piezas, los servicios, seguidos deotras dos piezas laterales. En la de la izquierda, vivía el estu-diante primo del Jefe, provinciano que cursaba estudios deingeniería. Después, dos piezas para la cocina, y por allí elmulato Juan Izquierdo, el perfecto cocinero, soldado siem-pre vestido de blanco, con chaleco blanco, al principio desemana, y ya el sábado sucio, pobre, pidiendo préstamos yenvuelto en un silencio invencible de diorita egipcia. Co-menzaba la semana con la arrogancia de un mulato orientalque perteneciese al colonato, iba declinando en los últimosdías de la semana, en peticiones infinitamente serias de can-tidades pequeñísimas, siempre acompañadas del terror deque el Jefe se enterase de que su primo era la víctima favo-rita de aquellos pagarés siempre renovados y nunca cum-plidos. Después de la pieza del Coronel y su esposa, aparecía

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el servicio, guardando la elemental y grosera ley de sime-tría que lleva a las viviendas tropicales a paralelizar, en lascasas de tal magnitud, que todo quiere existir y derramarsepor partida doble, los servicios y las pequeñísimas piezasdonde se guardan los plumeros y las trampas inservibles deratones. Seguía el cuarto de más secreta personalidad de lamansión, pues cuando los días de general limpieza se abría,mostraba la sencillez de sus naturalezas muertas. Pero paralos garzones, por la noche, en la sucesión de sus noches,parecía flotar como un aura y trasladarse a cualquier partecomo el abismo pascaliano. Si se abría, en algunas mañanasfurtivas, paseaban por allí el pequeño José Cemí y su her-mana, dos años más vieja que él, viendo las mesas de trabajocampestre de su padre, cuando hacía labores de ingeniero,en los primeros años de su carrera militar; el juego de yaquicon pelota de tripa de pato, no era el habitual con el quejugaban los dos hermanos, o Violante, nombre de la her-mana, jugaba con alguna criadita traída a la casa para apun-talar sus momentos de hastío o para aliviar a algún familiarpobre de la carga de un plato de comida o de la preocupa-ción de otra muda de ropa.

Los libros del Coronel: La Enciclopedia Británica, las obrasde Felipe Trigo, novelas de espionaje de la Primera GuerraMundial, cuando las espías tenían que traspasar los límitesde la prostitución, y los espías más temerarios tenían queadquirir sabiduría y una perilla escarchada en investigacio-nes geológicas por la Siberia o por el Kamchatka; guardabanesos espacios más nunca recorridos, de esas gentes concre-tas, rotundas, que apenas compran un libro, lo leen de in-mediato por la noche, y que siempre muestran sus libros enla misma forma incómoda e irregular en que fueron alcan-zando sus sinuosidades, y que no es ese libro de las perso-nas más cultas, también dispuesto en la estantería, perodonde un libro tiene que esperar dos o tres años para serleído y que es un golpe de efecto casi inconsciente, es cierto,semejante a los pantalones de los elegantes ingleses, usadospor los lacayos durante los primeros días hasta que cobrenuna aguda sencillez. Los pupitres de trabajo del Coronel,que también era ingeniero, lo cual engendraba en la tropa—cuando absorta lo veía llenar las pizarras de las prácticas

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de artillería de costa— la misma devoción que pudiera ha-ber mostrado ante un sacerdote copto o un rey cazadorasirio. Sobre el pupitre, cogidos con alcayatas ya oxidadas,papeles donde se diseñan desembarcos en países no situa-dos en el tiempo ni en el espacio, como un desfile de bandamilitar china situado entre la eternidad y la nada. También,formando torres, las cajas con los sombreros de estación deRialta, que así se llamaba la esposa del Coronel, de la queentresacaba los que más eran de su capricho, de acuerdocon la consonancia que hicieran con su media ave de paraí-so, pues esta era portátil, de tal manera que podía ser trasla-dada de un sombrero a otro, pareciéndonos así que aquellaave disecada volvía a agitarse en el aire, con nuevas sobriaspalpitaciones, destacándose, ya sobre un manojo de fresas,frente al que se quedaba inmovilizada sin atreverse apicotearlo, o sobre un fondo amarillo canario, donde el picodel ave volvía a proclamar sus condiciones de furor, afano-sa de traspasar como una daga.

Regresaba Baldovina con el alcohol y la estopa, empuña-dos a falta de algodón. Estaba de nuevo frente a la criaturaque seguía jadeando y fortaleciendo en color y relieve susronchas. Después de las doce, ya lo hemos dicho, todas lascasas del campamento se oscurecían y sólo quedaban en-cendidas las postas y los faroles de recorrido. Al verBaldovina cómo toda la casa se oscurecía, tuvo deseos deacudir a la posta que cubría el frente de la casa, pero noquiso afrontar a esa hora su soledad con la del soldado vigi-lante. Logró encender la vela del candelabro y contemplócómo su sombra desgreñada bailaba por todas las paredes,pero el niño seguía solo, oscurecido y falto de respiración.La estopa mojada en alcohol comenzó a gotear sobre elpequeño cuerpo, sobre las sábanas y ya encharcaba el sue-lo. Entonces Baldovina reemplazó la estopa por un perió-dico abandonado sobre la mesa de noche. Y comenzó africcionar el cuerpo, primero, en forma circular, pero des-pués con furia, a tachonazos, como si cada vez que surgieseuna roncha le aplicase un planazo mágico mojado en alco-hol. Después retrocedía y volvía situando el candelabro apoca distancia de la piel, viendo la comprobación de susataques y contraataques y sus resultados casi nulos. Cansado

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ya su brazo derecho de aquella incesante fricción, parecíaque iba a quedar dormida, cuando de un salto recobraba suelasticidad muscular, volvía con el candelabro, lo acercaba alas ronchas y comprobaba el mismo jadeo. El niño se doblósobre la cama, una gruesa gota de esperma se solidificabasobre su pecho, como si colocase un hielo hirviendo sobreaquella ruindad de ronchas, ya amoratadas.

—El muy condenado —comentó desesperada Baldo-vina— no quiere llorar. Me gustaría oírle llorar para saberque vive, pues se le ve que jadea, pero no quiere o no sabellorar. Si me cae a mí esa gota de esperma grandulona, doyun grito que lo oyen el Coronel y la señora hasta en la mis-ma ópera.

Cayeron más gotas de esperma sobre el pequeño cuerpo.Encristaladas, como debajo de un alabastro, las espirales deronchas parecían detenerse, se agrandaban y ya se queda-ban allí como detrás de una urna que mostrase la irritaciónde los tejidos. Al menor movimiento del garzón, aquella ca-parazón de esperma se desmoronaba y aparecían entoncesnuevas, matinales, agrandadas en su rojo de infierno, lasronchas, que Baldovina veía y sentía como animales queeran capaces de saltar de la cama y moverse sobre sus pro-pias espaldas.

Volvió Baldovina a atravesar las piezas de la casa que leseparaban de los otros dos sirvientes, que eran un matri-monio. El gallego Zoar y Truni, la hermana de Morla, elordenanza del Coronel, se vistieron y acompañaron aBaldovina a ver a la criatura. Entre ellos no se hacía ningúncomentario, como no enfrentándose con aquella situaciónmuy superior para ellos, y pensando tan sólo en el regresodel Coronel y la actitud que asumiría con ellos, pues comono precisaban la extraña relación que pudiera existir entrela proliferación de las ronchas y la contemplación de ellospor las mismas, temblaban pensando que tal vez esa rela-ción fuese muy cercana con ellos y que pudieran aparecercomo responsables. Y que apenas llegado el Coronel, fuerade inmediato precisada esa relación, y entonces tendríanque emigrar, sufrir grandes castigos y oír sus tonantes ór-denes para ponerlos a todos fuera de la casa y tener quellenar con lágrimas sus baúles.

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El gallego Zoar lucía sus pantalones de marino, los queusaba para estar dentro del cuarto con su mujer. Su esposa,Truni, se había echado sobre su cabeza una sábana de in-vierno, zurcida con sacos de azúcar, un imponente cuadra-do de paño escocés, salpicada además por pedazos de camisaoliva, usada por el ejército en el invierno. Baldovina, des-carnada, seca, llorosa, parecía una disciplinante del sigloXVI. El torso anchuroso de Zoar, lucía como un escaparatede tres lunas y parecía el de otro animal de tamaño mayor,situado como una caja entre las piernas y los brazos. Truni,Trinidad, precisaba con su patronímico el ritual y los oficios.Sí, Zoar parecía como el Padre, Baldovina como la hija y laTruni como el Espíritu Santo. Baldovina, como una acólitaendemoniada, ofrecía para el trance su reducida cara detití peruano, sudaba y repicaba, escaleras arriba y abajo,parecía que entraban en sus oídos incesantes órdenes quele comunicaban el movimiento perpetuo.

Los tres disparaban sus lentas y aglobadas miradas sobreel garzón, aunque no se miraban entre sí para no mostrardescarnadamente sus inutilidades. Sin embargo, los tres ibana ofrecer soluciones ancestrales, lanzándose hasta lo últimopara evitar el jadeo y las ronchas.

—Yo oí decir —dijo el gallego Zoar— que hay que cruzarlos brazos sobre el pecho y la espalda del enfermo, no sé sieso servirá para los niños. Truni conoce lo demás.

Como un San Cristóbal cogió al muchacho, lo puso en elborde de la cama y él se metió también en la cama que cru-jió espantosamente como si el bastidor hubiese tocado elsuelo. Se extendió en la cama que chilló por todos los lados,como si los alambres de su trenzado se agitasen en pez hir-viendo. Cogió al niño y colocó su pequeño y temblorosopecho contra el suyo y cruzó sus manos grandotas sobre susespaldas, después puso las espaldas pequeñas en aquel pe-cho que el muchacho veía sin orillas y cruzó de nuevo lasmanos.

Truni se había echado la manta sobre la cabeza y al co-menzar a ayudar el conjuro parecía un pope contemporá-neo de Iván el Terrible. Cada vez que Zoar cruzaba los dosbrazos, ella se acercaba y con mayestática unción besaba elcentro de la cruceta. La ceremonia se fue repitiendo hasta

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que los poderosos brazos de Zoar dieron muestras deemplomarse y la frecuencia del beso de Truni llegó hasta elasco. Saltó de la cama y ahora el hechicero parecía uno deesos gigantes del oeste de Europa, que con mallas de deca-pitador, alzan en los circos rieles de ferrocarril y colocansobre uno de sus brazos extendidos un matrimonio obrerocon su hija tomándose un mantecado. Ninguno de los dosmiró de nuevo a Baldovina o al muchacho, y cogiendo Zoarpor la mano a Truni la llevó al extremo de la casa dondeestaba su pieza.

Volvía Baldovina a enfrentarse sola con el pequeño Cemí.Lo miró tan fijamente que se encontraron sus ojos y esa fuesu primera seguridad. Comenzó a sonreír. Afuera, en con-traste, empezaba de nuevo en sus ráfagas el aguacero deoctubre.

—Te hicieron daño —dijo Baldovina—, son muy malos yte habrán asustado con esas sábanas y cruces. Yo siempre selo digo a la Señora, que Zoar es muy raro y que Truni por éles capaz de emborrachar al cabo de guardia.

El muchacho tembló, parecía que no podía hablar, perodijo:

—Ahora se me quedarán esas cruces pintadas por el cuer-po y nadie me querrá besar para no encontrarse con losbesos de Truni.

—Seguramente —le contestó— Truni lo ha hecho adre-de. Eso debe ser para ella un gran placer, pero esa boberíaque tiene tu edad rompe todos los conjuros. Es capaz devolverse a aparecer y empezar los besuqueos. Además, loharía en tal forma... bueno, cuando yo digo que Truni escapaz de quemar a un dormido. Además —siguió dicien-do—, me parece que el jadeo de su pecho, los colores quelevanta, te impiden verte. Pero lo tuyo es un mal delamparones que se extiende como tachaduras, como los ta-chones rojos del flamboyant. Como un pequeño círculo dealgas, que primero flotasen por tu piel y que después pene-trasen por tu cuerpo, de tal manera que cuando uno te abrela ropa, piensa encontrarse con agua muy espesa de jabóncon yerbas de nido.

Comenzó el pequeño Cemí a orinar un agua anaranjada,sanguinolenta casi, donde parecía que flotasen escamas.

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Baldovina tenía la impresión del cuerpo blanducho, que-mado en espirales al rojo. Al ver el agua de orine, sintiónuevos terrores, pues pensó que el niño se iba a disolver enel agua, o que esa agua se lo llevaría afuera, para encon-trarse con el gran aguacero de octubre.

—Todavía estás ahí —decía, y lo apretaba, no queriéndo-lo retener, pues estaba demasiado aterrorizada, sino, porintervalos, para comprobarlo. Después le daba un tirón yse quedaba muda, asombrada de que aún flotase en aquellaagua que lo iba a transportar fuera de la casa, sin que sedieran cuenta los centinelas, sin que estos pudieran hacerbayoneta con los que se lo llevaban.

Después de tan copiosa orinada —los ángeles habían apre-tado la esponja de su riñón hasta dejarlo exhausto— pare-cía que se iba a quedar dormido. Baldovina creía tambiénque la suave llegada del sueño en esos momentos tan difíci-les era un disfraz adoptado por nuevos enemigos. Se acordóde que en su aldea había sido tamboritera. Con dos amigaspercutía en unos grandes tambores, mientras las mozas seescondían detrás de los árboles y del ruido de los tambores.En la madera del extremo de la cama comenzó a golpearcon sus dos índices y notó que de la tabla se exhalaban fuer-tes sonoridades en un compás simplote de dos por tres. Sealegró como en sus días de romería. El niño comenzó adormir y ella, recostando la cabeza en el traje que se habíaquitado y que utilizaba ahora como almohada y como capu-cha para taparse la cara, se encordó en un sueño gordocomo un mazapán.

Se oyeron las voces de los centinelas. El del frente de lacasa, con voz tan decisiva que atravesó toda la casa como uncuchillo. El de atrás, como un eco, apagándose, como si hu-biese estado durmiendo y así lanzase la obligación de suaviso. Los faroles, al irse acercando, parecía que alejaban lalluvia, tan fuerte en esos momentos que parecía que la má-quina no podía avanzar. Mientras el centinela se acercabaobsequioso con un paraguas de lona de gran tamaño, ladama se resignaba a que el chapuzón calara su traje colormamey, infortunadamente estrenado, y el Coronel apenasquería contemplar los hilillos de agua que se deslizaban o searremolinaban rapidísimamente por sus entorchados, sus

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medallas y sus botones de metal. A pasos muy rápidos ynerviosos subieron la escalerilla central, mientras el solda-do en un no ensayado ballet que podríamos titular Las Esta-ciones, seguía con igualdad de pasos la marcha de la pareja,teniendo al mismo tiempo que portar el descomunal para-guas. Despertaba Baldovina por los gritos de los centinelas,se acercó a la puerta para ver entrar a sus amos, expresiónfrecuente todavía en la servidumbre que tenía el orgullo desu dependencia. Miró al Coronel y a la señora Rialta y lesdijo: —Ha pasado muy mala noche se ha llenado de ron-chas y el asma no lo deja dormir. Me he cansado de hacerlecosas y ahora duerme. Pero es fuerte, pues yo creo que sialguno de nosotros no pudiese respirar, comenzaría a ti-rar zapatos y piedras y todo lo que estuviese cerca de sumano.— El Coronel, que generalmente la dejaba hablar,divirtiéndose, la chistó y Baldovina tuvo que secuestrar unrelato que se abría interminable. Los tres se acercaron a lacama, pero todas las huellas de aquellos instantes de pesa-dilla habían desaparecido. La respiración descansaba en unritmo pautado y con buena onda de dilatación. Las ronchashabían abandonado aquel cuerpo como Erinnias, como her-manas negras mal peinadas, que han ido a ocultarse en suslejanas grutas. Le inquirieron a Baldovina cómo había podidoconseguir esos efectos tan clásicos y definitivos, y al expli-carles los frotamientos de alcohol, vigilados por un cande-labro, y su creencia de que la esperma había podido tapar ycerrar aquellas ronchas, lejos de encontrar el entusiasmoque ella creía merecer por su manera de atender al enfer-mo, se encontró con un silencio ceñido y sin intersticios.

Cuando se retiraron, el Coronel y su esposa comentaronque el muchacho estaba vivo por puro y sencillo milagro. ElCoronel apretó más aún sus finos labios que revelaban suascendencia inglesa por línea materna. La señora aseguróque mañana iría al altar de Santa Flora a encender velas y adejar diezmos y que hablaría con la monjita de lo que habíasucedido.

Las dianas entrelazaban sus reflejos y sus candelas en elcampamento; la imagen de la mañana que nos dejaban erala de todos los animales que salían del Arca para penetraren la tierra iluminada. José Cemí, forrado en un mameluco,

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salía del cuarto hacia la sala. Su hermana, que estaba escon-dida detrás de una cortina, la apartó de repente y le dijocon malicia, alzando su pequeño índice:

Pepito, Pepitosi sigues jugando,te voy a meterun pellizquitoque te va a doler.

El sonido metálico de las dianas parecía que lo impulsabahasta el centro de la sala. En esos momentos, el polvillo dela luz, filtrado por una persiana azul sepia, comenzó a des-lizarse en su cabellera.

La señora Rialta y su madre cuchicheaban el secreto de lasyemas dobles. La señora Augusta —la Abuela—, matancerafidelísima a sus cremosas ternezas domésticas, decía: yo lellamaría a las yemas, sunsún doble. Su traje azul naufraga-ba buscando los encajes que debían acompañar a un túnicoazul. Al fin se decidió por lo que ella creía era la sencillez,encajes también azules, causando la sensación de esas mu-ñecas muy lujosas a las que los fabricantes han envuelto enunas filipinas propias de palafreneros, por esa arroganciaalardeada en sólo perseguir la piel de la cerámica rosa delos cachetes o de las uñas. En ese momento el cocinero JuanIzquierdo pasó frente a ellas. Era el tercer día de la semanay eso hacía que su entero flus blanco y chaleco blanco, lucie-ran un poco como la suma ominosa de algunos residuos desu arte gastronómico. —Cá —dijo—, qué se sabe hoy de lasyemas, se sirven en bandejas de cristal duro y ancho comohierro y tienen el tamaño de una oreja de elefante. Las ye-mas son un subrayado, el cocinero se gana la opinión delgustador en tres o cuatro pruebas pequeñas y sutiles, peroque propagan un movimiento de adhesión manifestado cui-dadosamente por algún movimiento de los ojos, más quepor decir una exclamación que arrancan el estofado o lasempanadas.— Dicho esto se precipitó sobre la cocina, no sinque sus sílabas largas de mulato capcioso volasen impulsadas

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por graduaciones alcohólicas altas en uvas de peleón. Lasseñoras elaboraron una larga pausa para alejar el exabruptoy la vaharada, pasando después a otros temas de delicias,los encajes de Marie Monnier que la señora Rialta habíavisto en una revista francesa. —Figúrate, mamá —dijo—,que son encajes inspirados en versos, de excelentes poetasfranceses, donde esa maestra de la lencería contemporá-nea, intenta separarse de la tradición del encaje francés, deun Chantilly o de un Malinas, para que en nuestro tiempo,alrededor nuestro, surja otra escuela de bordados. Eso measusta como si le pusieran una inyección antirrábica al cana-rio o como si llevasen los caracoles al establo para que adqui-riesen una coloración chartreuse.— En esas cosas, la señoraRialta, sumergida en las tradicionales aguas de seiscientosaños, lanzaba opiniones incontrovertibles, que parecíaninapelables sentencias de la corte de casación. La señoraAugusta, que no podía prescindir de los símiles dijo: —Elencaje es como un espejo, que hecho por manos que po-dían haber sido juveniles cuando nosotras nacimos, nosparece siempre como un envío o como una resolución demuchos siglos, grandes elaboraciones contemporáneas depaisajes fijados en los comienzos de lo que ahora es un dis-frute sin ofuscaciones. Estas lástimas de nuestra época quie-ren tener la misma sensación cuando combinan un encajede familia en un corpiño de ópera, que cuando leen unpoema de Federico Uhrbach. En esa misma revista que tú di-ces —continuó riéndose con sencilla malicia—, leí que los aman-tes preferían en la Edad Media, para los últimos y decisivosmomentos de su pasión, el jardín, a pesar de las interrup-ciones que podían provocar las espinas o los insectos, a uncolchón de paja casi siempre húmedo. Qué tontería —termi-nó jadeando por el tiempo que ya llevaba hablando—, comosi en una casa que poseyese esos jardines, donde se pudiesenmostrar tales curiosidades, fueran a tener el colchón de pajade los campesinos.

Ninguna de las dos había olvidado la brutal salida de JuanIzquierdo, aunque la sabían surgida de las malas destilacio-nes del alambique de Salleron. La señora Augusta no lopodía olvidar porque mantenía aún a sus años, su orgullode dulcera, porque así como los reyes de Georgia tenían

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grabadas en las tetillas desde su nacimiento las águilas desu heráldica, ella por ser matancera, se creía obligada a serincontrovertible en almíbares y pastas. José Cemí recorda-ba como días aladinescos cuando al levantarse la Abueladecía: —Hoy tengo ganas de hacer una natilla, no como lasque se comen hoy, que parecen de fonda, sino las que tie-nen algo de flan, algo de pudín.— Entonces la casa enterase ponía a disposición de la anciana, aun el Coronel la obe-decía y obligaba a la religiosa sumisión, como esas reinasque antaño fueron regentes, pero que mucho más tarde,por tener el rey que visitar las armerías de Amsterdam o deLiverpool, volvían a ocupar sus antiguas prerrogativas y aoír de nuevo el susurro halagador de sus servidores reti-rados. Preguntaba qué barco había traído la canela, la sus-pendía largo tiempo delante de su nariz, recorría con layema de los dedos su superficie, como quien compruebala antigüedad de un pergamino, no por la fecha de la obraque ocultaba, sino por su anchura, por los atrevimientosdel diente de jabalí que había laminado aquella superficie.Con la vainilla se demoraba aún más, no la abría directa-mente en el frasco, sino la dejaba gotear en su pañuelo, ydespués por ciclos irreversibles de tiempo que ella medía,iba oliendo de nuevo, hasta que los envíos de aquella esen-cia mareante se fueran extinguiendo, y era entonces cuan-do dictaminaba sobre si era una esencia sabia, que podíaparticipar en la mezcla de un dulce de su elaboración, otiraba el frasquito abierto entre la yerba del jardín, decla-rándolo tosco e inservible. Creo que al alcanzar el frascodestapado obedecía a su secreto principio de que lo defi-ciente e incumplido debía de destruirse, para que los quese contentan con poco, no volvieran sobre lo deleznable yse lo incrustaran. Se volvía con un imperio cariñoso, notacuya fineza última parecía ser su acorde más manifestado, yle decía al Coronel: —Prepara las planchas para quemar elmerengue, que ya falta poco para pintarle bigotes al MontBlanc —decía riéndose casi invisiblemente, pero entre-abriendo que hacer un dulce era llevar la casa hacia la su-prema esencia—. No vayan a batir los huevos mezcladoscon la leche, sino aparte, hay que unirlos los dos batidospor separado, para que crezcan cada uno por su parte, y

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después unir eso que de los dos ha crecido.— Después sesometía la suma de tantas delicias al fuego, viendo la señoraAugusta cómo comenzaba a hervir, cómo se iba empastan-do hasta formar las piezas amarillas de cerámica, que se ser-vían en platos de un fondo rojo, oscuro, rojo surgido denoche. La Abuela pasaba entonces de sus nerviosas órde-nes a una indiferencia inalterable. No valían elogios,hipérboles, palmadas de cariño apetitosas, frecuenciaspedigüeñas en la reiteración de la dulzura, ya nada parecíaimportarle y volvía a hablar con su hija. Una parecía quedormía; la otra a su lado contaba. Por los rincones, una co-sía las medias; la otra hablaba. Cambiaban de pieza, unacomo si fuese a buscar algo en ese momento recordado,llevaba de la mano a la otra que iba hablando, riéndose,secreteando.

Sentado en un cajón, José Cemí oía los monólogosshakespirianos del mulato Juan Izquierdo, lanzandopaletadas de empella sobre la sartén: —Que un cocinero demi estirpe, que maneja el estilo de comer de cinco países,sea un soldado en comisión en casa del Jefe... Bueno, des-pués de todo es un Jefe que según los técnicos militares deWest Point, es el único cubano que puede mandar cien milhombres. Pero también yo puedo tratar el carnero estofadode cinco maneras más que Campos, cocinero que fue deMaría Cristina. Que rodeado de un carbón húmedo y paji-zo, con mi chaleco manchado de manteca, teniendo missobresaltos económicos que ser colmados por el sobrino delJefe, habiendo aprendido mi arte con el altivo chino LuisLeng, que al conocimiento de la cocina milenaria y refina-da, unía el señorío de la confiture, donde se refugiaba supereza en la Embajada de Cuba en París, y después habíaservido en North Carolina, mucho pastel y pechuga depavipollo, y a esa tradición añado yo, decía con sílabas quese deshacían bajo los abanicazos del alcohol que portaba, laarrogancia de la cocina española y la voluptuosidad y lassorpresas de la cubana, que parece española pero que serebela en 1868. Que un hombre de mi calidad tenga queservir, tenga que ser soldado en comisión, tenga que ser-vir.— Al musitar las palabras finales de ese monólogo, cor-taba con el francés unos cebollinos tiernos para el aperitivo;

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parecía que cortaba telas con una somnolencia que hacíaque se le quedara largo rato la mano en alto.

Al penetrar la señora Rialta en la cocina le hizo una brus-ca señal a su hijo para que se retirara. Este lo hizo en tressaltos despreocupados. —¿Cómo va ese quimbombó? —dijo,y enseguida la respuesta cortante:— Pues cómo va a estar,mírelo.— Antes de comprobar el plato pasó sus dedos índicey medio por los calderos acerados y brillantes como espejosegipcios. Los ojos del mulato lanzaban chispas y furias, po-nían a caminar sus gárgolas. Se dirigió al caldero delquimbombó y le dijo a Juan Izquierdo: —¿Cómo usted haceel disparate de echarle camarones chinos y frescos a ese pla-to?—. Izquierdo, hipando y estirando sus narices como untrombón de vara, le contestó: —Señora, el camarón chinoes para espesar el sabor de la salsa, mientras que el fresco escomo las bolas de plátano, o los muslos de pollo que en al-gunas casas también le echan al quimbombó, que así levan dando cierto sabor de ajiaco exótico. —Tanta refistole-ría —dijo la señora Rialta— no le viene bien a algunos platoscriollos. El mulato, desde lo alto de su cólera concentradaapartó el cuchillo francés de los cebollinos tiernos y lo alzócomo picado por una centella. La señora Rialta, sin perderel dominio, lo miró fijamente y el mulato se fue a lavar pla-tos y a pelar papas con la cara hinchada y el pelo alborotosode un contrabajista.

Al abandonar la cocina, la señora Rialta se encontró consu madre. Le relató lo que había sucedido, y ahora al con-tar le temblaba un poco la voz. —Toma un poco de bromuroFallière —decía la señora Augusta, casi más nerviosa queRialta—. Es asombroso, rompe todos los límites, siemprecreí a pesar de todas sus exageraciones que era un gentuza,un mulato borrachón. Cuando llegue el Coronel, es lo pri-mero que le dices. Además —concluyó inapelable—, creoque su tan cacareada cocina decrece, el otro día confundióuna salsa tártara con una verde y trata al pavipollo conmandarina o con fresa que es una lástima. Que se vaya, apes-ta, borrachón, y su estilo es mucho más presuntuoso y re-domado que eficaz o alegre.

Se acercaba el Coronel tarareando los compases de LaViuda Alegre, «Al restaurant Maxim de noche siempre voy»,

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con el mismo gesto de la burguesía situada en un can-canpintado por Seurat. Traía en el arco de su mano izquierdaun excepcional melón de Castilla. Al acercarse contrastabael oliva de su uniforme con el amarillo yeminal de melón,sacudiéndolo a cada rato para distraer el cansancio de supeso, entonces el melón se reanimaba al extremo de parecerun perro. Hijo de un padre vasco, severo y emprendedor,glotón y desesperado después de la muerte de su esposa,hija de ingleses, gozaba el Coronel a cabalidad los veinteprimeros años de la República. En la Universidad le decían«el trompetellín de la Selva de Hungría», por la agilidadpicante de sus cantos de guerra deportivos. Los treinta ytres años que alcanzó su vida fueron de una alegre severi-dad, parecía que empujaba a su esposa y a sus tres hijos porlos vericuetos de su sangre resuelta, donde todo se alcanza-ba por alegría, claridad y fuerza secreta. El melón debajodel brazo era uno de los símbolos más estallantes de uno desus días redondos y plenarios. Pasó rápido frente a su casa,para evitar el cuidado de los saludos del ceremonial y lasseñas y cumplidos que se abrían delante de su cargo. A pasode carga se dirigió al comedor, puso el melón de Castillasobre la mesa y con su cuchillo de campaña le abrió unaventana a la fruta, empezando a sacar con la cuchara de lasopa lo que él llamaba «la mogolla», «lo mogollante», volcan-do sobre un papel de periódico gran cantidad de hilachas ysemillas que atesoraba el melón. Con el cucharón, una vezlimpia la fruta y ostentando su amarillo perfumado, la em-pezó a llenar de trocitos de hielo, mientras el olor naturalde rocío que despedía la fruta se apoderó de todo el come-dor. En esos momentos llegó la señora Rialta, y casi al oídole hizo el relato de lo sucedido con el mulato Izquierdo,cocinero de chaleco blanco y leontina de plata fregada. Sinperder la alegría que traía, y sin que el relato lograrainmutarlo, se dirigió a la cocina. Izquierdo, hierático comoun vendedor de cazuelas en el Irán, adelantaba la sarténsobre el hornillo. Cuando se fijó en el Coronel, sumó en susmejillas otra sensación: caían sobre sus mejillas cuatro bofe-tadas, sonadas con guante elástico, hecho para caer sobre lamejilla como un platillo de cobre. —No haga eso Coronel,no haga eso Coronel —repetía el mulato, mientras toda su

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cara metamorfoseada en gárgola comenzaba a lanzar lágri-mas por las orejas, por la boca, corriendo por las naricescomo un hilillo olvidado. —Largo de ahí, váyase ahora mis-mo —le decía el Coronel, señalando para la espesa nochesostenida por el centinela del fondo de la casa. Izquierdo sepuso el saco, no tan blanco como el chaleco, y se fue ocul-tándose al pasar frente al centinela como quien abandonaun barco, como quien visita la casa vieja al día siguiente dela mudada. Su cara de mulato, ablandada por las lágrimas,al desaparecer se había transfigurado en la humedad blandade la noche.

Se probaron nuevos cocineros. Fracasos. Levantarse dela mesa decepcionados sin deseos de ir a la playa. El gallegoZoar aconsejado por la señora Augusta, fracasó al presen-tar unas julianas carbonizadas como cristalillos de la era ter-ciaria. Truni, paseando por la cocina de prisa, queriendoterminar un punto macramé, aconsejado por la señoraRialta, fracasó en un conteo equivocado de raciones de pla-tos sustitutos, como huevos fritos, con miedo a la astilla demanteca que le quemase un ojo, friendo con agua del filtro,en cuya etiqueta de marca Chamberlain saludaba a Pasteur.El nuevo cocinero, temeroso a cada instante de ser despe-dido, miraba con sus ojos de negro ante los fantasmas, si elplato había fracasado. Y exclamando a cada fracaso: Así melo enseñaron a hacer a mí, en la otra casa les gustaba así. Lacasa se desazona. La tarde fabricaba una soledad, como lalágrima que cae de los ojos a la boca de la cabra. Y el re-cuerdo de aquellos sucesos desagradables, de los que nadiehablaba, pero que latían por la tierra, debajo de la casa. Lalágrima de la cabra, de los ojos a la boca. La cara ablandadadel mulato, sobre la que caía la lluvia; la lluvia ablandandola cara de los pescadores, dejando una noche de groserorocío que enfriaba el cuchillo, haciendo que el centinela seenrollase toda la noche en sus mantas, o que el gallego Zoarse levantase cuando el mismo frío le exacerbaba el olvido,para correr cien veces las ventanas.

En esos cabeceos de la familia, la gorda punzada del padredel Coronel al teléfono, ahora, ¡ay! venía la llamada desde elrecuerdo, desde los cañaverales de la otra ribera convocan-do para una de las fiestas en su casa, que él con dejo burlón

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de los mestizos sibilantes, llama «una gossá familia». Reuníatoda la parentela hasta donde su memoria le aconsejaba, per-siguiendo las últimas ramas del árbol familiar. Se agazapaba,se concentraba durante el año, y ese día movía los resortesde su locuacidad, de sus anécdotas, como si también le gusta-se ese perfil que tomaba un día solo del año. No se trataba deuna conmemoración, de un santo, de un día jubilar dictadopor el calendario. Era el día sin día, sin santo ni señal. Ensilencio iba allegando delicias de confitados y almendras, dejamones al salmanticense modo, frutas, las que la estaciónconsignaba, pastas austríacas, licores extraídos de las ruinaspompeyanas, convertidos ya en sirope, o añejos que vertien-do una gota sobre el pañuelo, hacía que adquiriesen la cali-dad de aquel con el cual Mario había secado sus sudores enlas ruinas de Cartago. Confitados que dejaban las avellanascomo un cristal, pudiéndose mirar al trasluz; piñasabrillantadas, reducidas al tamaño del dedo índice; cocos delBrasil, reducidos como un grano de arroz, que al mojarse enun vino de orquídeas volvían a presumir su cabezote. Entrelos primores, colocado en justo equilibrio de la sucesión degolosinas, algún plato que invencionaba. Ese año a los fami-liares más respetables por su edad, los llamaba aparte y lesdeslizaba: —Este año tengo «pintada a la romana». Ustedsabe —continuaba con un tono muy noble y seguro— quelos conquistadores llamaban pintada a lo que hoy se diceguinea. La trato, y parecía que le daba la mano a una de esaspintadas, con mieles; de tal manera, que ni ellas ni su paladarse pueden sentir quejosas de ese asado, afirmando, despuésde saborearlas, la nobleza de mi trato, pues la miel consegui-da es de mucho cuidado. Es la miel de la flor azul de Pinardel Río, elaborada por abejas de epigrama griego. Ruedaun plato por ahí, «pechuga de guinea a la Virginia», perousted sabe —continuaba hablando con su interlocutor quese distraía— que en esa ciudad, que le dio tantos malos ra-tos a los ingleses cuando lo de la independencia, no hayguineas. Nosotros, terminaba con el orgullo de un final dearenga, tenemos la guinea y la miel. Entonces podemos te-ner también «la pintada a la romana». ¿Le gusta a usted esenombre? —preguntaba, condescendiendo a creer que al-guien se encontraba situado en frente.

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—Resuelvo en el Resolución —decía con su carcajada quese detenía de pronto, sorprendiendo el tajo, aludiendo alingenio que tenía en Santa Clara—, pero voy preparandomi «gossá familia»—. Fuerte, insaciable, muy silencioso, sevolvía locuaz ese día, que nadie sabía cuándo llegaba, comolos cometas. Las había verificado en dos semanas sucesivaso pasaban cinco años y ni siquiera hablaba de las posibilida-des del día de la gloria sin nombre y sin fecha. Concentradoen el pescuezo corto del vasco, sus articulaciones se traba-ban como piedras y arenas. El hermano de la señora Rialta,que ya exigirá, de acuerdo con su peculiar modo, penetraren la novela, decía de él, zumbando las zetas: Es como lacerveza que quitándole el tapón se le va la fortaleza. Sinembargo, él como para burlarse en secreto de esa frase, noperdió nunca la fortaleza, buena señal de que estaba tapona-do por Dios.

El aliento parecía que recobraba en él su primitiva fun-ción sagrada de flatus Dei. Al no hablar, parecía que ese alien-to convertido en dinamita de platino se colocaba al pie delos montículos de sus músculos y troncos de venas. Cual-quier sencillez que dijese parecía brotar de ese almácigo deacumulado aliento. Pero en el día del gozo familiar, ese alien-to se trocaba en árbol del centro familiar y a su sombra pa-recía relatar, invencionar, alcanzar su mejor forma de pala-bra y ademán, como si se fuese a presentar, según las seña-les que los teólogos atribuían a la fiesta final de Josafat.

—Mis músculos estaban despiertos como los del gamo,cuando yo era joven en Bilbao y corría impulsándome másy más con el viento —dijo. En ese momento empezó a re-partirse el primer plato, pedazos de la fruta de estación; selevantó y empezó a derramar en cada una de las bandejasque portaban los más jóvenes, vino de uva lusitana—. Es dela cepa —añadió haciendo un paréntesis en su relato— quele gusta a los ingleses tories, y bueno es que desde mucha-chos nos acostumbremos al paladar de los ingleses—. Termi-nó la frase con una risa que no se sabía si era de burla o aca-tamiento de aquel paladar de los ingleses, deglutió unmanojillo de anchas uvas moradas, levantó más la voz y sele oyó por todo el recinto:

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...cuyo dienteno perdonó a racimo, aun en la frentede Baco, cuanto más en su sarmiento.

—Yo era carricolari —al retomar su relato ofrecía ya laserenidad del que cuenta lo muy suyo, continuó—, que escomo se llama en Bilbao a los corredores de competencia.Un grupo como de romería, se acercó a mi casa, para decir-me que había llegado el belga Peter Lambert, que era elmás veloz de nuestros antiguos Países Bajos, y que habíanpensado en mí para que le saliera al paso. Me decidí a en-trar en la competencia con la alegre seguridad de quienentra en su perdición. Aquel condenado de belga corríacomo tironeado por nubes de huracán. Desfallecía cuandosentí que unas ramas terminadas en cuenco de lanza, es-grimidas por bilbaínos orgullosos, me pinchaban para quesaltara en vez de correr, para reponerme las botas de mi-lagro. No obstante, el belga llegó primero a donde habíaque llegar. Desde entonces pensé en irme, pues con todoel que me encontraba parecía que me lanzaba la vergüenzade que aquellas ramas no hubieran operado el milagro.

Interrumpió el relato y exclamó: —Otro zapote, Enriqueta—que era el nombre de su esposa. Con noble saboreo ex-tinguió la pulpa de la fruta, se levantó y repartió vino blan-co seco en la bandeja donde los que eran ya de más edadostentaban las mismas frutas servidas a los garzones—. Esuna prueba más difícil para el paladar —añadió— fruta muydulce con vino seco. Me fijo en los rostros —añadió—, alhacer ese paladeo y enseguida formo opinión, pues la ma-yoría abandona sus frutas con hastío.

—Otro zapote, Enriqueta —volvió a decir, como si susapetencias fueran cíclicas y siguieran las leyes de su péndu-lo gástrico.

—Cuando llegué a Cuba —dijo después de la pausa ne-cesaria para la extinción del zapote—, entré, para mi otraperdición, en el ya felizmente demodé debate de la suprema-cía entre frutas españolas y cubanas. Mi malicioso interlo-cutor me dijo: No sea ingenuo, todos los viñedos de Españafueron destruidos por la mosca prieta, y se trajeron pararemediarlos semillas americanas, y todas las uvas actuales

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de España, concluyó rematándose, descienden de esas se-millas—. Después de oír esas bromas apocalípticas, sentí pa-vor. Todas las noches en pesadilla de locura, sentía que esamosca se iba agrandando en mi estómago, luego se iba re-duciendo para ascender por los canales. Cuando se torna-ba pequeña me revolaba por el cielo del paladar, teniendolos maxilares tan apretados, que no podía echarla por laboca. Y así todas las noches, pavor tras pavor. Me parecíaque la mosca prieta iba a destruir mis raíces que me traíansemillas, miles de semillas que rodaban por un embudo hastami boca. Un día salí del Resolución de madrugada; las hojascomo unos canales lanzaban agua de rocío; los mismos hue-sos parecían contentarse al humedecerse. Las hojas gran-des de malanga parecían mecer a un recién nacido. Vi unflamboyant que asomaba como un marisco por las valvas dela mañana, estaba lleno todo de cocuyos. La estática florroja de ese árbol entremezclada con el alfilerazo de los ver-des, súbita parábola de tiza verde, me iba como aclarandopor las entrañas y todos los dentros. Sentí que me arreciabaun sueño, que me llegaba derrumbándose como nunca lohabía hecho. Debajo de aquellos rojos y verdes entremez-clados dormía un cordero. La perfección de su sueño seextendía por todo el valle, conducida por los espíritus dellago. El sueño se me hacía traspiés y caídas, obligándome amirar en torno para soslayar algún reclinatorio. Inmóvil elcordero parecía soñar el árbol. Me extendí y recliné en suvientre, que se movía como para provocar un ritmo favora-ble a las ondas del sueño. Dormí el tiempo que habitualmen-te en el día estamos despiertos. Cuando regresé la parentelacomenzaba a buscarme, queriendo seguir el camino que yohabía hecho, pero se habían borrado todas las huellas.

—Otro zapote, Enriqueta —dijo de nuevo, extendiendola mano con un cansancio que marcaba la retirada de losinvitados y la llegada de la luna creciente de enero.

Regresaba después de la fiesta el Coronel al campamentocon una tarde que se le entregó muy pronto a una nochebaja, rodada entre las piernas y que impedía caminar deprisa. Muy cerca de la casa precisaron al mulato JuanIzquierdo, lloroso, borracho, infelicidad y maldad, mitad amitad, sin saber cuál de las dos mitades mostraría. La señora

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Rialta descendió del coche, nerviosa, con todo el ser metidoen la altura de sus tacones. Lloraba el mulato, como unagárgola, lagrimándose por los oídos, los ojos y las narices.Su telón de fondo era sombrío e irresoluto. Muy pronto, elCoronel se le acercó, pegándole un golpe en el hombro y ledijo: —Mañana ve a cocinar, para que nos hagas unas ye-mas dobles que no tengan orejas de elefante—. Se rióalto, teniendo la situación por el pulso. El mulato lloriqueó,arreciaron sus lágrimas, sonsacó perdones. Cuando se alejóparecía pedir una guitarra para pisotear la queja y entonarel júbilo. La señora Augusta, detrás de las persianas, queeran, como decía el Coronel, sus gemelos de campaña,había visto la precisión desenvuelta de la escena. Cuandosintió, después de oír el crujido alegre de los peldaños de laescalera, que se acercaba el Coronel, se aturdió al extremo dedar ella las voces de atención. —Atención, atención —gritaba,como quien recibe de improviso a un rey que ha librado unabatalla cerca del castillo sin que se enterasen sus moradores.

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José Cemí había salido de la escuela portando una largatiza, mantenía la tiza toda su longura, si se apoyara se que-braría, por distracción ensimismada, característica de susdiez años. El cansancio de las horas de la escuela motivabaque a la salida buscase apoyo, distracción. Ese día lo habíaencontrado con la tiza. La escuela situada en el centro delcampamento tenía como fondo un largo yerbazal, y a suderecha, un paredón que mostraba su cal sucia y el costillarde sus ladrillos al descubierto, como si el tiempo lo hubiesefrotado con una gamuza con arena, limón y lejía. Se habíaacercado al paredón buscando compañía. Fue esa compañía

CAPÍTULO II

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que sólo se seguía a sí misma, piedra sobre piedra, pensa-miento sobre pensamiento irreproducibles. Su marcha sehacía también en esos momentos como el paredón, pasos traspasos sumados, como sumados ladrillos dándonos la alturadel paredón. Mientras la cimentación del paredón parecíaablandada marisma, mostrando largas tiras de su piel, elladrillo cocido de nuevo por el directo lanzazo del cenital,se ajustaba como las capas que forman el tronco del plátano.

Al fin, apoyó la tiza como si conversase con el paredón.La tiza comenzó a manar su blanco, que la obligada violen-cia del sol llenaba de relieve y excepción en relación con losotros colores. Llegaba la prolongada tiza al fin del paredón,cuando la personalidad hasta entonces indiscutida de la tizafue reemplazada por una mano que la asía y apretaba conexceso, como temiendo que su distracción fuese a fugarse,pues aquella mano comenzaba a exigir precisiones, como sireclamase la mano el cuerpo de una capturada presa.

Si la tiza había sido sustituida por otra mano, él habíatenido que situar en lugar del paredón, el bulto; lo fue pre-cisando muy lentamente y ya lo asía por el brazo. No loprecisaría hasta la extinción de esa interpuesta aventura.Detrás del paredón se escondía una casona de gran patiocircular, mostrando sus habitaciones sencillas ocupadas poruna pobreza satisfecha.

Fue tironeado hasta el centro del patio, comenzando aquelbulto a dar grandes voces. Tan torrencial gritería contri-buía a mantener la indistinción de la persona que lo habíatraspuesto. Le parecía a Cemí aquello un remolino de vo-ces y colores, como si el paredón se hubiese derrumbado einstantáneamente se hubiese reconstruido en un patio cir-cular. Apenas pudo observar la pequeñez de la puerta deentrada en relación con el tamaño agrandado del patio re-verberante de mantas, granos odoríferos, chisporroteosindescifrables de inútiles metales, sudores diversos de pie-les extranjeras, dispersas risotadas de criollos ligeros, dis-tribuyendo inconscientemente, como un arte regalado, sucuerpo y su sombra.

—Este es, este es —decía el bulto aclarándose, en uningurgite empotrado, como si los ojos le fueran a reventaren la redoma de su mundo de brumas—. Este es —conti-

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nuaba— el que pinta el paredón. Este es —decía mintien-do— el que le tira piedras a la tortuga que está en lo alto delparedón y que nos sirve para marcar las horas, pues sólocamina buscando la sombra. Este nos ha dejado sin hora yha escrito cosas en el muro que trastornan a los viejos ensus relaciones con los jóvenes—. Cemí, después de sumaresa ringlera de espantos, estaba atontado. No tropezaba enel cristal de su redoma, como el gritón, pero había abando-nado su realidad y navegaba. La vecinería abandonaba suscuartuchos para ver al díscolo y al gritón. Después de loque veían en el centro del patio, no sabían qué hacer,trastocando el trabajo que habían emprendido y ciñéndoselos giros del ocio. El desgañite continuaba y Cemí ya colga-ba sus brazos, comenzando a sucederse en el aburrimiento.Los mismos vecinos comenzaban a dar volteretas, haciendoparejas y levantando el susurro. Comparsas y partiquinosno levantaban los ojos. Los gritos ininteresantes enterra-ban sus ecos.

Mamita, silenciosa como su pequeñez, atravesó el patio,miró al gritón y lo espetó: —Tonto, idiota del grito, ¿no tedas cuenta que es el hijo del Coronel? —Cogió a Cemí, lollevó a su cuarto, mientras la vecinería precisaba al infante,que tironeado por Mamita, cobraba ahora su primer plano.El gritón, ingurgitando, se hundió tanto bajo la superficie,que ya no tenía rostro, y los pies prolongándose bajo unaincesante refracción, iban a descansar en bancos de arena.

Mamita había criado a Trinidad, Vivino, Tranquilino y elordenanza. Esos nombres se habían contraído a la facilidady eran Truni, Tránquilo y Vivo. Se le decía Mamita porqueera la Abuela. No se hablaba nunca de sus padres, se habíandifundido en un claroscuro familiar. Mamita era la vieja pasa,pequeña, ligera, siempre despierta hilandera, hablaba poco,como si suspendiese la respiración al hablar. Su carne erasu bondad. Su fidelidad lejana era el Coronel. De lejos leseguía, lo cuidaba con oraciones y rosarios. Sabía que sucasa y sus nietos dependían de él. En 1910 se había arran-cado de Sancti Spiritus. Había que meter los nietos en elejército. El ordenanza Morla, parlanchín y falso, tenía ase-gurado su puesto. A Tránquilo, que había domado potros,había que meterlo en el Permanente. Vivo era perezoso y

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siempre estaba escapado. Su acción adquiría siempre el re-lieve de una fuga. Truni, punto medio de criada y niña decompañía, estaba siempre de novios. Se casaría con el galle-go Zoar, ordenanza segundo. Mamita se deslizaba entre to-das esas figuras fuertes, solapadas, de léperos, con toquesde silencio y bondad. Cuando aquellos campesinos, que elCoronel empotraría en el ejército, hablaban de sus señores,Mamita sin odiarlos, se silenciaba para agrandar su fideli-dad. En aquellos años ya parecía que se iba a ir, que se moriríamuy pronto. Es siempre esa persona indecisa, delicada, quecuando la conocemos se muere tres años más tarde. Así seovilla en el recuerdo, entre su trabajo y su desvanecerse. Suvejez era como otra forma de juventud, más penetrante a latransparencia, a la ligereza. Saltaba del sueño a lo cotidianosin establecer diferencias, como si se alejase sola, caminan-do sobre las aguas.

El solarete entrelazado a la rifosa casa del Vedado, pro-duce una escasez de pinta sobresaltada, abundoso el par-che se hace montura y se ramea con una corbata Zulka,regalo del patrón en trance de carantoñas a la tía dulcera.Juan Cazar, bombero retirado, ebanista de viruta jengibre,hace himeneo legalizado con Petronila, y su hija Nila, queasegura ringlera de suspensos en el ingreso normalista. Elcaserío se aplana en una hondonada, y la latería de la con-serva grande se amarra a la madera breve por la techum-bre. Un cartón de caja grande de sombrero cierra el ojo a lasonrisa de una puerta con un mantecado viejo. La cama dedos, con un estampado aguado, que le regaló la viuda aPetronila, que camina todas las tardes hacia el caserón paradar puntadas o descoser un vestido de mostacilla, engave-tado en un daguerrotipo. Cazar está ciego y Petronila en-gorda a falsía de cardiaca. A la izquierda del camerón, elpiano de Nila, enseria de hinojos culturales y encierra lasmaldiciones al entreabrir la siesta. A la otra banda, la ce-guera de Cazar traza laberintos en la recién traída mesaescritorio de cortina plegable. Centellita por aquellas pesa-deces el canario se escapa de las puntadas y del cegato. A lospies de la camera, una cortinilla obtura el plegable dondeNila duerme sus libretas de notas. De noche Petronila flo-rece por el caserío con bisbiseos y pitagorismos antillanos.

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Cuando regresa a su arqueta, cubre con arenilla de levemontaña el verticalizado esqueleto de un pez. Por el alba,los cuatro mulatones más viejos del caserío acuden a desen-fundar la fauna cabalística. Los cuatro venerables se retiranen alabancioso ceremonial.

En el cuartillo contiguo, la austriaca Sofía Kuller, dichaLa poderosa por el resentimiento de la promiscuidad, mimaen lo posible de su escasez a su hijo el caricaturista decafetines, Adalberto Kuller. La torácica Sofía, en su treintenavienesa se dilataba en las gruesas sutilezas de Strauss, ha-biendo ganado el cofre gótico con la floreada tarjetainicialada de su futuro, el Capitán, en un entono dominicalde Der Rosenkavalier. En el altiplano de su desdén de viudavenida a menos, no enviaba ni recibía palabras de lavecinería. Su desprecio y sus excesos cremosos, le habíanotorgado respeto fantasmal. Durante el día, su hijo ence-rrado con ella, repasaba los estudios interrumpidos por elenigmático desprendimiento de Viena. Por la noche, salíacon una caja plana, llena de caracoles de muy diversa pinta.En la mesa de los cafés nocturnos, se acercaba con fría cor-tesía, reproduciendo en el colorido de sus caracoles los ros-tros de las ociosas. Estaba sentado a una mesa donde se ejer-citaba, cuando ya por la segunda medianoche se fueronretirando los habladores, hasta quedarse terriblemente en-frentado con una erotómana jamoneta. Después que su ros-tro fue reproducido sobre la mesa, se miraron en largaspausas de dádiva insatisfecha y carnalidad de progresiónsinfónica. Le invitó a su apartamento laqueado y con eróticanevería de agua mineral. Como esos peces de tamaño don-de la pequeñez de las aletas no guardan relación con la masalíquida desalojada, la jamoneta intentaba fijar los centrosde órbita en el ceñimiento del jovencito austriaco. Fingíaeste unos respiros y entrecortados movimientos de disimu-lada frigidez; hundía después su mano en el bolsillo inte-rior de su chaqueta, extrayendo una redoblada fotografíavienesa. Y mientras ofrecía con una invisible deliberación ala europea sus falsos respiros, se extasiaba en los entorchadosorientales de su padre y la erudita, exquisitamente bruñidapiel del rostro de la cantante.

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Rastrillaron saltitos en el siguiente cuarto, y los golpeta-zos del cambio de atril de esquinas angulares a centros decamerata. Martincillo, el flautista, colocaba a las once de lamañana sobre el atril: «Aprendizaje de la flauta breve sinestropearse los labios.» Discutía hasta el pitido desgañite, siel Rey había estado afortunado o inarmónico al no querertocar la flauta delante de Juan Sebastián Bach. Con dos otres sólo había podido discutir esas segregaciones dialécticasde sus gustos, pero tan sólo esos eran sus amigos. Le decíanEl flautista o La monja, pues la imaginación de aquellavecinería ponía motes a ras de parecidos y visibles prefe-rencias. Sus rubios amiguitos, más suspiradamente sutiles,le llamaban La margarita tibetana, pues en alarde de bondadenredaba su afán filisteo de codearse con escritores y artis-tas. Era de un pálido de gusanera, larguirucho y de dobla-do contoneo al sentir la brisa en el torcido junco de sustripillas. Chupaba un hollejo con fingida sencillez teosóficay después guardaba innumerables fotografías de ese renun-ciamiento. Pero los que lo habían visto comer, sin los arreosteosóficos, se asombraban de la gruesa cantidad de alimen-tos que podía incorporar, quedándole por su leporinalongura una protuberancia, semejante a la hinchazón deuno de los anillos de la serpiente cuando deshuesa un ca-brito. Cuando con pausas y ojos en blanco parloteaba conuno de esos escritores a los que se quería ganar, estreme-ciéndose falsamente le cogía la mano para hacerle la prue-ba o timbre de su simpatía por las costumbres griegas. Si leaceptaban el lance decía: —Yo lo quiero a usted como a unhermano—. Pero si temía que su habitual cogedera manualengendrase comentos y rechazos, posaba de hombre de in-finitud comprensiva y de raíz sin encarnadura. Pero eramaligno y perezoso, y sus padres, que lo conocían hastaagotarlo, lo botaban de la casa. Entonces se refugiaba en lacasa de un escultor polinésico, que cada cinco meses regre-saba para venderle —eran esculturas de un simbólico su-rrealismo oficioso, que escondían las variantes de argollas yespinas fálicas de los tejedores de Nueva Guinea— a unmatrimonio norteamericano, incesantes maniquíes asisten-tes a conciliábulos tediosos, que poseían una vaquería sani-taria y sus derivados de estiércol químico. En esas reunio-

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nes, Martincillo, ladeando las guedejas con provocada ino-cencia, trataba de colocar dos o tres citas sudadas, diciendoque Plutarco nos afirmaba que Alcibiades había aprendidoel arpa y no la flauta, porque temía que se le desfigurasenlos labios, y que por eso, venganza propiciada por Apolo,tañedor de la de siete agujeros, el día antes de su muertehabía soñado que le pintaban la cara de mujer. Martincilloera tan prerrafaelista y femenil, que hasta sus citas parecíanque tenían las uñas pintadas. Estaba por la noche en casadel escultor, que le mostraba unos carreteles churingas,cuando empezó a llover con relámpagos de trópico. Depronto, el polinésico, turbado por sus deseos, comenzó adanzar con convulsiones y espasmos, y su pelo se le tornabaen estopa fosforescente. Picado tal vez por el azufre lejanode uno de aquellos relámpagos, se le escapó de su cuerpouna lombriz, que como una astilla se encajó en lo blandodel prerrafaelista abstracto. Por la mañana, Martincillo, incu-rable, con una pinza procuraba extraerse la posesiva lombriz.

El otro cuarto parecía que temblaba cada vez que el epi-léptico hermano de la cuarentona Lupita, entraba en losdiez y siete desmayos o ausencias que lo poseían cada día.Iba de una esquina a la cama, sobresaltado de que no letocase un desmayo, o frente al desayuno aumentaba su oleajeal caerse sobre la manta. Lupita cada luna quincenal iba avisitar a un japonés rameado que en Bejucal era dueño dela tienda «El triunfo de la peonía». La Lupa frente a la into-cable serenidad del sensual lunero, extendía una esterilla,sin provocar el menor ruido, pues el galante taoísta decía«que le molestaba el tintineo del jade». Se extendía en laesterilla, con la frente en el frío de la loseta, mientras Lupitaa su lado, en cuclillas, le repasaba innumerables veces laespalda. Pegaba el japonés galante tres o cuatro golpes consu cabeza en el suelo, y después como un luchador de judotrenzaba un salto. Y ya había cumplido con el venerablemenguante de esa quincena.

Al lado, ya estaban Mamita y Vivo. Hablaban muy poco ysiempre con buena ternura. Por la noche, los pasos decidi-dos de Vivo, le daban a la vecinería la coincidencia de lasdos manecillas del reloj. Vivo, esencialmente fuerte, habíaamigado con el caricaturista austriaco, que era esencialmente

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delicado. Pues en esa entrecortada confusión que crea lapobreza, se ve siempre al pobre fuerte y dueño señorial desu pobreza con un acatamiento misterioso por lo que consi-dera lo delicado sin melindres. Mamita y la viuda austriacano se hablaban, pero cada una citaba a la otra como modeloen aquel ambiente. Habían salido aquella noche Vivo yAdalberto y reían sobre las cosas de Martincillo, a quienambos despreciaban, pues lo sabían falso delicado y falsonatural. El flautista había querido ganárselos dando flautidosen el amanecer y el crepúsculo, creyendo que era la horadel mejor oído de los dos. Pero Vivo hacía mañanas de sue-ño prolongado, pues tenía que hacer postas nocturnas, y elaustriaco, en el primer crepúsculo, repasaba sus interrum-pidos estudios de gimnasio. Se acordaron para dibujar yponer una inscripción alusiva a las secretas galerías de mo-saicos pompeyanos. El pulso lineal del austriaco y el rejue-go lépero y guajiro de Vivo, se entrelazaban en la elabora-ción de aquel mosaico que iba a sobresaltar a la vecinería.Una mañana, la puerta del flautista escandalizaba con uncilindro y dos ruedecillas. Y al pie se leía esta enigmáticainscripción egipcia: Pon las manos en columna de Luxor / y sufundamento en dos ovoides. / Pon las manos en larga vara dealmendro / donde dos campanas van.

Tránquilo desesperaba de las labores minúsculas que se leencomendaban. Su robustez de veinte años, era empleadaen los subterfugios más sutiles del trabajo doméstico. LubaViole, la hermana solterona del capitán Frunce Viole, porinnumerables vericuetos y chinescos escarceos, lo queríaprender a los pequeños trabajos que ella hacía para llenarcon un minúsculo laboreo el apetito suelto de un ocio decuarenta años, sin junio, sin diálogos, sin cansancio para elsueño más venturoso.

A las diez de la mañana, la despertada y sudorosa intui-ción de Luba comprobaba la ausencia de los otros familia-res. Tránquilo y ella se quedaban solos, y era entonces cuandoella procuraba una coincidencia en sus labores domésticas.Tránquilo comenzaba los enjuagues y destornillos de cadauna de las piezas de la lámpara de centro de sala; Luba a

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una terrible distancia de un metro, sobre una banquetillaque alzaba sus jamonamientos y sudores, con algodonosospapeles de periódicos mojados en alcohol, comenzaba unmovimiento rotatorio en torno del espejo ochocentista, en-cuadrado en un marco con relieve de ornamentaciónvegetativa tropical, trifolias, pétalos de agua, avisados antí-lopes, rocas de descanso para la descompuesta corriente.Luba, como una napolitana vendedora de flores, abría losbrazos en arco, como al desgaire, mientras fingía que pen-saba en cosas inencontrables, enrojeciendo a Tránquilo hastala sangre cargada de apoplejía. Desarmaba la lámpara piezatras pieza, y lo recorría acentuado temblor al recibir, mien-tras sus manos pasaban la badana húmeda por una de laspiñas de cristal, los dedos del extremo del arco eléctrico queLuba como bobeando pespunteaba. Un inusitado gruñidole cargaba más la apoplejía. La badana enjuagaba despuésun cupidillo, que se escurría voluptuoso entre la hume-dad pulimentada, cuando recibió de nuevo la brevedad ocentellita del manual arco voltaico. Crujió la escalera queenarbolaba el vigor ecuestre de Tránquilo. Lépero, que seafirmaba en una disimulada y espesa sabiduría para tan arre-molinado trance, trabajaba más lentamente con la badanala agujeta que en la cabeza del cupido levantaba como unaguinda, y así iba trepando, escurriéndose, para alcanzar lasmás altas piezas de la lámpara y ponerse fuera de alcancede aquel renovado arco que buscaba su energía.

Luba esgrimía el papel alcoholizado con redomado fu-ror, llegando los corpúsculos del espíritu del alcohol a pe-gar en la vibración de las aletas de la nariz con suavemordisqueo. A cada uno de sus movimientos se modificabael ordenamiento vegetativo y animal del marco del espejo,como una granizada que pusiese en acelerado movimientola tapicería paradisíaca. Su brazo semejante a una chalupade desembarco, atravesaba las aguas del espejo, golpeandocon el garrote de papel que empuñaba el rabo del antílope,que pacía por entre los reflejos de la caoba en chiaroscuro. Alretroceder Luba con el talle curvado y los brazos en arco,acercándose peligrosamente a los límites de la banqueta,que le daba una ágil perspectiva por entre las frondosidadesde la marquetería, y soltar el rabo del antílope, que se perdía

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saltando por las rocas o acariciando casi con sus cascos lashojas de agua, adelantaba de nuevo, para regalarnos otravez su arco de matinal danza napolitana, y al atravesar denuevo aquel Helesponto de bolsillo, cubría con aquellospapeles que la penetración del alcohol convertía en un man-to de profeta, soltando después la piedra del marco, levan-tando un fulminante oleaje que alejaba definitivamente alantílope.

Tránquilo, para alejarse de la persecución laberíntica,había ido remontando la lámpara, extendiendo las manospara alcanzar los últimos canelones, y quedarse en puntade pie sobre la escalera. Luba, con sus aberturas manualesen arco sucesivo, había ido ganando los límites de la ban-queta, encontrándose ya en ese borde entre la piel y el va-cío de que nos hablan los estoicos. Los trepamientos deTránquilo y los bordes de banqueta de Luba, iban a coinci-dir en signos y claves apocalípticos.

De pronto se perdió el equilibrio inestable entre la caute-losa ascensional de Tránquilo y la feroz y alegre expansiónhorizontal de Luba, y la lámpara vino a estrellarse en elasiento de la escalera, al mismo tiempo que los animales yplantas de la marquetería del espejo, liberados del ajustey prisión del garrote de papel alcoholizado, recobraban laperdida naturaleza y el primigenio temperamento. El antí-lope hociqueaba angélicamente en las piñas de cristal, cuan-do recibía una pedrea entrecruzada de los fustazos de lasgrandes hojas acuáticas. Los cupidillos, añicadas las alas eneste combate contra los ángeles negros, que lanzaban susmomentáneas proclamas de que todo tiene que estar y pe-netrar primero por los sentidos, volaban enfurruñados re-cibiendo las agujetas que momentos antes eran un tránsitoentre sus testas y el remate de guinda. Así convertían lasequedad de un estío en una sala de recibo, en uno de aque-llos combates en bahía de que tanto gustaba Claudio deLorena. Tránquilo bajo aquellos estallidos de cristal y Luba,con todos aquellos aditamentos barrocos insurreccionados,daban papirotazos e injustificadas aspas de molino.

En ese momento, irrumpió el capitán Viole, jefe de in-fantería, que separa los helechos y los juncos para contem-plar una indecisa batalla naval, y que al fin da la orden de

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ultimar a uno de los bandos. Huyó la Luba avergonzada ylloricona, y el Capitán, con siracusano y estratégico domi-nio de la situación, comenzó a decirle a Tránquilo: —Yahasta mí habían llegado voces de que cultivabas brujerías yconjuros. Ni creía ni afirmaba con irresponsabilidad; peroesta confusión de animales y plantas, de piñas y antílopes,me revelan tus malas artes y tus pactos luciferinos. Tu mis-mo decantado arte de domar los potros, con procedimien-tos y mañas que los otros domadores desconocen y de losque desconfían, me debía haber prevenido que eras de es-pecial maña y tratamiento. Además, te he visto entrar denoche en el Monte Barreto, sin zapatos y con los pies llenosde hormigas, como si estuvieses adormecido, y acariciar alos gatos salvajes como si tuvieses para ellos una contraseñay te reconociesen. Me han contado también que en SanctiSpiritus fuiste acólito, para darle algún nombre, de un talRey Lulo, que se decía descendiente de reyes de Tanganyika,y que andaba llevando en sus manos un ramo de naranjo,símbolo de su linaje. Me han contado que tú lo acompaña-bas cuando entraba en el bosque a purgar los malos espíri-tus. Y que a pesar de lo silencioso que eres, aprendiste de éla liberarte del mal de ojo y a sacarlo de aquellos cuerposdonde había producido desventura o muerte. Todavía enaquel pueblo se recuerda el día que le sacaron Rey Lulo ytú, el mal de muerte que se había ido rápido sobre un ter-nero elogiado por uno de esos que dan traspiés en la ala-banza. Tú lo acompañabas cuando él hizo sus medicionesde pasos y trazó círculos y comenzó a decir unas oraciones,que eran interrumpidas por interjecciones y remedos degruñidos animales, que tú exhalabas como el coro que cor-taba cada uno de los versículos. Aunque todos dicen queera la mismísima verdad, que el ternero se levantó de nue-vo con una sangre que se le enredaba por los forcejeos de lavida que entraba en aquel cuerpo, y que parecía preguntar,como en los casos de doncellas sonámbulas del pueblo: ¿dón-de estoy? ¿dónde estuve?

—Iguales cosas he oído decir de las relaciones que en tupueblo mantenías con la vieja Tiorba. Aquellas monedasque iban surgiendo por entre las hortalizas, pues pareceque por allí había algún cementerio de alguna colonia

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gaditana desconocida, y que nadie se atrevía a recoger, puesse decía que la vieja estaba guardada por un mono que habíadejado allí su primer amante, empresario de un circo, dadoa la necrofilia y a historiar perennemente las barajas. Y aun-que nadie había verificado la existencia del mono saltim-banqui, se decía que el día que tú te decidiste a recoger lasmonedas, había salido y tuviste que echarle arriba el revól-ver del reglamento. Pero es innegable que después vivistecon la vieja Tiorba, y que por las mañanas salías a recogerlas monedas, y que de eso vivían los dos, disfrutando comodos lechones albinos. Los más jóvenes del pueblo afirmanque no habían visto nunca a la Tiorba, y que todo eranengañifas que Rey Lulo y tú lanzaban para vivir como reyesdesterrados, con escasez y ocio dorado.

De toda esa enguirnaldada arenga del capitán Viole, sóloera cierto lo sorpresivo de la doma de potros hecha porTránquilo. Huérfano desde niño, abusaba de la benevolen-cia de Mamita, para hacer campo y jugar con las sabandijasy los potrillos. Como los escitas se pasaba el día a horcaja-das, sorbiendo por los poros una exagerada cantidad desol, que lo hacía ir, llegada la noche, a buscar el fresco de lasgrandes hojas para dormir bajo ellas y asimilar por los po-ros el rocío que necesitaba para calmar la energía despertadaen él por el calor incorporado. Así su nocturna distensiónporosa, hacía que llegara hasta sus tuétanos la distancia y loestelar, que le iban comunicando una seguridad secreta ysilenciosa. Apenas le soltaban en el picadero un potro, pri-mero lo veía en su inicial furia de rotar, después se iba rectohasta él, y con el filo del plano de los brazos, le pegaba endeterminados tendones de las patas. Se hipnotizaba casi labestia como si le entrase un sortilegio, añudándose de per-plejos. Después, Tránquilo la abrazaba en una suave violen-cia copulativa. Pero esos desaforados ejercicios de concen-tración le iban entreabriendo la sangre hasta darle el malllamado Tuberculosis florida. Cuando José Cemí lo conociótenía ese color villaclareño hecho de borraja y de cuero decaballo, pero después fue recogiendo lo que en su paradojalenfermedad había que llamar un rosado de muerte. Díasantes de su muerte, sin que hubiese abandonado ese ren-dimiento que la vida le regalaba bajo especie de doma de

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potros, estaba más colorado que nunca, como un marinoque regresa de Ceilán. En los Elíseos deben de haber tarda-do algunos días en darlo como muerto, confundidos por eltropical que llegaba allí con esa rojez de cachetada.

Cuando el Capitán comenzó su arenga para el ordena-miento de los escuadrones mágicos, la Luba se ganaba unescape fulminante e invisible; pero a medias de su arrolla-dora verba, Tránquilo se escurrió, caminando como quienno ha hecho ni oído. Parecía que el Capitán se queríaabandonar a una nueva cadenza de párrafo, cuando dio unbrinco como de quien toma de repente su soledad. Vio laconfusión de agujetas y guindas, cupidillos y piñas de cris-tal, y quería hasta saludar y empujar la cortina, como unsegundo acto que planteó y cortó el nudo.

Los soldados pasaban rapidísimos, como si fuesen llamadospor la lejanía de una corneta. Algunos al pasar le decían aMamita que Vivo había desaparecido. Que no se presenta-ría, y eso en caso de guerra se paga al precio de la cabeza.Vivino, Vivo, como en criolla reducción se le llamaba, máspor juegos de sílabas que por alusión a su lince, pues era detodos los hermanos el más remolón y soñoliento, era el másjoven y cuidado por Mamita, y estaba en ese momento enque todavía la piel y la boca son de adolescentes, pero ya elcuerpo gravita hacia otras edades de menos colorido. Confino y contenido nerviosismo criollo, Mamita en aquellosmomentos de remolino y confusión empezó a buscar en esatorre de gavetas superpuestas que era su escaparate, unamoneda de veinte centavos, para ir a casa del Coronel y vera su esposa, y regalarle una caja de pasteles, pues tenía esadelicada costumbre criolla que consiste en abrir camino conintenciones y halagos, ingenuos y cariñosos, nobles ygraciosamente desproporcionados entre el bien que se so-licita y la brevedad de la regalía introductora, tan distantede la espesa adulonería española. En medio de la agitación,de los pífanos, de soldados a medio vestir que surgían em-puñando ya sus bayonetas, Mamita avanzaba, preguntandoy dándose a conocer como la vieja de los protegidos delCoronel. Tenía la obsesión de que iban a fusilar a Vivo, ypara impedirlo no vacilaba en sumergirse en la gritona con-fusión que había en aquellos momentos en el campamento.

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El Coronel recibía y daba órdenes, como quien tiene la se-guridad de que los acontecimientos son muy inferiores asus posibilidades; en medio de aquel regularizado caos, laesposa hizo llegar a manos del Coronel la caja de pastelesque enviaba Mamita. Soltó la carcajada al ver a la pequeñavieja, que había atravesado todo el campamento insu-rreccionado, con su caja de pasteles, para impedir que fusi-laran a Vivo. A pesar de su brevedad, la escena tuvo algo dela antique grandeur, llevada con garbo criollo. Se paró delantede aquel a quien ella reconocía, no sólo como jefe del cam-pamento, sino también como el jefe hierático, lejano, peroeficaz e inapelable de su familia, y le dijo: —Coronel, desdehace tres días no sé por dónde anda Vivo, y tengo miedo deque lo fusilen por desertor—. Estas frases, que pudo articu-lar, le habían brotado de su temblor, del miedo que la petri-ficaba, pero que al mismo tiempo, como aquellas divinidadeshoméricas, recorrían los campamentos disfrazadas de au-rora o de rocío, por encima de las cabezas de los guerrerosescondidos detrás de la colina. Recobró su avivamiento devieja criolla, al ver al Coronel abrir la caja y enarbolar unpastel de manzana. —Mamita, le dijo. Vivo está más con-tento que cabra en brisa—. Gustaba de escoger una frasegraciosamente vulgar, o del refranero, para insertar en ellaligeras modificaciones de sentido o de onomatopeya. Esaexpresión «cabra en brisa», se veía que era en él más nacidade su vigor que de desusadas temeridades de lenguaje. Aveces decía, uniendo el inicio de un refrán con un axiomade matemáticas: «El ojo del amo engorda el caballo, por esose toma como multiplicador al que tenga menos cifras.»Demasiado criollo para acogerse a la ajena vulgaridad delrefranero, le incluía la franja de una impensada salida detono, brotada de sus infantiles recuerdos de los axiomas máselementales de las matemáticas. —A Vivo —continuó di-ciendo— lo mandé a que hiciese un trabajo en México; nodijo nada, porque las órdenes eran de hablar poco y partirrápido. Yo sé que está muy bien y no le pasará nada. Vetetranquila, cariños, Mamita—. La pequeña vieja quería be-sarle las manos, pero el Coronel la decidió por un abrazonervioso y rápido. Desde que había llegado de SanctiSpiritus, y el Coronel había comenzado a proteger a sus

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tres nietos, que habían traído recomendación de su parien-te el coronel Méndez Miranda, hasta el día que la mandó abuscar para darle el puesto de conserje de la escuela delcampamento, a Mamita cada vez que se acercaba al Coro-nel, se le producía una especie de terrífica alegría, llena depresentimientos, pues tenía la intuición de que aquel sos-tén de muchos estaba siempre perseguido muy de cercapor la muerte. Le parecía que la misma impresión de segu-ridad que causaba, se debía a que la muerte siempre estabatan cerca de él, que no había por qué temerle, como esosdogos que nos rodean en las cacerías y a los que nadie temesus dentelladas. La primera vez que Mamita se le acercópara llevarle la recomendación, le dijo que le trajese al nie-to mayor y que volviera a verlo dos meses más tarde paraingresar en el ejército a los otros dos hermanos, y que ade-más llevase a Truni para que jugase con su hija. Mamita lovio desde entonces como el dios de los cosechas opimas,que armado de una gran cornucopia inunda las nieblas ylas divinidades hostiles. Parecía que su destino era fecun-dar la alegre unidad y prolongar el instante en que nos esdado contemplar las ruedas de la integración y de la armo-nía. Si él hubiese rechazado aquella recomendación de sutío el coronel Méndez Miranda, o se hubiese mostrado in-diferente, Mamita no hubiese allegado siquiera los recursospara regresar a su pueblo, pues en realidad todo aquel quese presenta como un obstáculo para la ajena alegría produ-ce una anarquía tan voraz que traspasa como aquella mo-neda de que nos habla Bloy, la mano y los fundamentos,llegando en su putrefacción hasta el centro de Gaia. Mamitasiempre lo vio como el dios de las resoluciones, pues su ale-gre llegada, la manera como con un toque ligero desenre-daba y traspasaba las opacidades y las resistencias, parecíaque se hacía relieve sobre el fondo de la muerte, ocasionan-do el cautiverio y el destierro.

Por el año 1917, el Coronel recibió la misión de ir aKingston para hacer prácticas de artillería de costa. Le acom-pañarían su familia, Baldovina, el ordenanza y un médicocivil, cubano danés, el doctor Selmo Copek, pequeño, taci-turno, que hablaba muy pocas veces y dándole una ex-traordinaria importancia a cuantas vaciedades se le ocurrían.

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A veces decía cosas como: Qué espanto, hace un calor quesaca a las chinches del colchón, o me parece que cada flus debellevar veinticuatro botones. Abría desacompasadamente elpecho, retrocedía, miraba con agrandados ojos a su interlo-cutor, y al no encontrar en este la menor señal de asombro,dejaba caer los brazos como afirmando la inutilidad delsaber en aquellas latitudes del sopor del cocodrilo. Si sehablaba de Ana Pavlova, o de las poderosas piernas de laDuncan, comentaba, subrayando lo que él creía su innatasuperioridad: —Eso yo lo vi en Londres, en 1912, en sumomento. Hoy están viejas y hay que estimularlas con cincoinyecciones de digital cada vez que entreabren le rideau—.Su espesa y científica vulgaridad lo mantenía en sobreavisopara lanzar cualquier palabreja en ajeno idioma, anclarseen un refrán de todos conocido y endurecer el rostro des-pués, como si toda la respuesta fuese inútil y le parecieseimposible el nacimiento de cualquier diálogo. Caminaba porKing Street, al lado del Coronel, cuando precisó un negróngendarme, con todo el aditamento de policía inglés, quedirigía el pequeño tráfico, con solemnidades y rígidos ges-tos, como si aquella ciudad tuviese una importancia euro-pea. Enfrente de la mano alzada del gendarme, se deteníaun pequeño carretón tirado por un gracioso y comprensivoburrito. Ante la tiesura del gendarme, el travieso animalejocabeceaba su sabiduría, riéndose de aquella solemnidad, la-mentable y huera. El doctor Selmo Copek no precisó unhecho meteórico y homérico, que vendría a establecer unamágica relación entre el sargento de tráfico y él. Una con-centrada nube de un denso azul acero, semejante a esasnubes que envolvían a Hera o a Pallas, para presentarse alos combatientes teucros o aqueos, surgió arremolinada,como brotada de una chispa de atmósfera ojizarca, de laaxila derecha del gendarme, atravesó los mercaderescolorinescos, las esteras verticales movidas por un aire gru-ñón, y se anidó en la axila izquierda del doctor Copek. Lapiel de este criollo danés presentaba variaciones y modali-dades irrepetibles. Un poro grande, abobado, de un rosa-do sin gracia, se endurecía crujiendo bajo la penetracióncoriácea de nuestro sol. Las consecuencias antipáticas queofrecía su curiosa modalidad epidérmica, se mostraban en

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un rosado plúmbeo que retrocedía ante el siena criollo, pa-reciendo como si su piel se agrietase con un ruido de frota-das bijas. Al penetrar en su axila aquella nube, sintió en sucuerpo una pesantez novedosa, que comenzó a disfrazarcon arlequinescos flecos de importancia, pero después esanueva gravitación lo retomó produciéndole un cansancioatroz. Al regresar a su habitación en el hotel, durmió hastamuy tarde, y se decidió a bajar al comedor cuando ya loshuéspedes estaban de retirada. Tres o cuatro mesas cayeronmuy pronto en cuenta de la llegada del nuevo almizclero.Un olor avinagrado, de orine gatuno, oxidado y flechero,se abría a su paso como una flor sulfúrea del Orco o de laMoira.

El doctor Copek se levantó con el alba, armado de pasti-lla y toalla, para alejar con cuantas amazonas y ardorosasfricciones fuera posible, aquella pestífera divinidad que seaposentaba en él, decidiéndose a perseguirla. La potasa yel aceite volvían innumerables veces sobre él, pero el olor,nube que ocultaba una enconada divinidad, seguía sin ale-jarse de los nidos de su cuerpo. Jadeaba ya por el enjuage yel restriego, y temía perder el sentido, cuando se oyerongolpes en la puerta del cuarto de baño. Dos mozos, quetrabajaban en la misma galería del hotel, venían a pregun-tar por él, extrañados del tiempo que le dedicaba a su aseo.Se rieron, y comenzaron ellos, no muy extrañados, comoquien conoce la clave de esos aposentamientos rencorosos,a enjuagarlo y a levantarle torres de espuma por las axilas.Ya los dos mozos se cansaban y desesperaban de arrancarleesa divinidad, cuando el más joven de los dos, Thomas,flexible y jacarandoso como un río de Jamaica, hizo, pri-mero, señal de silencio, y después se alejó, sonando gran-des palmadas, como si hubiese encontrado de pronto la se-ñal de conjuro para los revueltos y desatados olores. Re-apareció, señalando con el índice, y emprendiendo peque-ña carrera, con el gendarme, indicándole con sus gestos ypasos, la pequeña distancia que lo separa de su solicitud,como si se apoderase de él una eléctrica euforia al reempla-zar las palabras por los gestos y las siluetas, desproporcio-nando la relación entre sonido de lenguaje y sentido degesto. El gendarme, más solemne aún, al ver la forma urgente

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en que se le requería, penetró en el hotel palpando su im-portancia, como el decisivo voto de una anfictionía. Lo lle-varon al cuarto de baño donde palidecía y desmayaba eldoctor Copek. Thomas fue colocando al gendarme en lamisma posición que él creía se encontraba cuando se verifi-có el traslado de las nubes de humores. Alzó su mano dere-cha, como en una alegoría del siglo XVIII, para conjurar elrayo, en forma que su nido axilar quedase frente al de lamano izquierda del doctor Copek, igualmente alzada, comosi en una de esas sociedades secretas de la época del ilumi-nismo, se diese la consigna al recibir la visita de incógnitode Benjamín Franklin, de alzar una de las manos,aludiéndose así ingenuamente a la neutralización de laschispas entre los efímeros y los titanes. Como un carretelque se desovilla fueron pasando los humores a la axila delgendarme, quien con la robusta sencillez del que recogealgo de indiscutible pertenencia, fue asimilando aquellasnubes almizcleras. Saludó enfáticamente, rehusando acep-tar la regalía que quería hacérsele, como quien es llamado auna silenciosa consulta que de alguna manera tiene unaimpensada aunque profunda relación con su actividad cen-tral, sintiéndose molesto porque alguien no intuyese esaderivación mágica de su labor de conductor del tráfico enla principal calle de Jamaica.

Copek se restableció de aquella excesiva jornada en quehabía aposentado a esa enconada divinidad, en el salón deperiódicos del hotel, cuando vio que se acercaba el Coronel,tarareando una musiquilla con la que parecía impulsarse.

Ladeó el periódico y antes de que el Coronel redondeasealgún inicio de conversación, le espetó: —Cuestión de po-ros, de poros nórdicos, finos y dilatables, que absorben comoesponjas el rayo de sol. No estoy todavía inmunizado, nicreo que llegaré a alcanzar esa dureza de piel que impide eltraspaso de la energía solar.

—¿Eso dice el periódico, mi querido doctor Copek, o esuna afirmación científica suya? —contestó riéndose el Co-ronel—. Me parece —continuó— que usted hace una vidademasiado reposada para presumir de esa distensión porosa.Es cierto que se puede convertir los poros en un total órganode sensibilidad, con un misterioso poder generador. Estar a

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caballo todo el día, absorbiendo el sol con la misma voraci-dad resistente que lo hace la piel de los caballos. Por la no-che volver a armonizarse durmiendo sombreado por lashojas más anchas y recibiendo así la cantidad de humedadque se necesita para no calcinarse por dentro. Pero usted esun criollo danés, cuya piel, pudiéramos decir, ha cerradoen falso. Llega el sol a su piel, chisporrotea, tal vez no deseapenetrar y se extiende en lugar de ahondarse. Su piel sehace traslúcida, espejea, pero el sol no asiste donde es másnecesario, al hueso fosfórico o al pozo de entrañas. Si elrayo solar le llega al hueso, usted favorece de nuevo susirradiaciones, pues el halo de cada personalidad dependede la sencillez con que conduce su piel la energía solar has-ta su pozo o hasta su hueso—. Terminó el Coronel, riéndo-se como si se hubiese entregado más a la exaltación verbalque a su veracidad. Era muy frecuente que al terminar dehablar se riese, como comunicándole por medio de su ale-gría un enigma a quien le oía.

Autorizado por esa risotada del Coronel, el doctor Copek,como un cuervo que sostiene en su pico una húmeda fram-buesa, contestó con falsa y alambrada zumbonería: —Esoparece de un Zend Avesta antillano—. Cruzó de nuevo laspiernas, se tapó la cara con el periódico, y el Coronel, rumboa la piscina del hotel, comenzó a tararear otra vez su can-cioncilla, que al hacerse lejana se volvió levemente sombría.

El Coronel informó al Estado Mayor de la inutilidad delos servicios del doctor Copek, y que para cumplimentar sumisión en México, deseaba seguir el viaje con su familia,prescindiendo de ese endurecido y maligno cultor de focas.

En México se sintió extraño y removido. Se alejaban lasdivinidades de la luz, viendo que aquel era un mundo sote-rrado, de divinidades ctónicas; el mexicano volvía a tenerla antigua concepción del mundo griego, el infierno estabaen el centro de la tierra y la voz de los muertos tendía aexpresarse y ascender por las grietas de la tierra. En suprimera mañana mexicana, frente al espejo del cuarto debaño, apenas podía fijar el rostro en la lámina. La nieblacerrada en un azul nebuloso, de principios del mundo,impedía los avances de la imagen. Creyó ser víctima de unconjuro. Con la toalla limpió la niebla del espejo, pero

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tampoco pudo detener la imagen en el juego reproductor.Avanzaba la toalla de derecha a izquierda, y aún no habíallegado a sus bordes, volvía la niebla a cubrir el espejo. Através de ese primer terror, que había sentido en su primeramañana mexicana, aquella tierra parecía querer entreabrirpara él su misterio y su conjuro.

Se entreabría, pero no se le entregaba. Se sorprendiócuando leyó en un canto guerrero chalquense: «La espar-cida flor de caballito rojo pasa de mano en mano, entre losaltos jefes y los jóvenes que absorben su dulce néctar.» ¿Quécostumbre de oro, qué ley de ágata, precisaba el refinamien-to vicioso de esos guerreros, que acariciaban flores de pistilosrojos, floreando sus escudos? Había conocido en su hotela un diplomático mexicano que, inadvertidamente, iba amostrarle otro modo impenetrable de aquella alma. Estabasentado en el fumoir, cuando el Coronel lo sorprendió ab-sorto en la filigrana de su reloj, con las dos tapas abiertascomo un gato egipcio ante un ibis. Sorprendió que en latapa de la máquina, enviaba sus monocordes y fríos destellosun diamante de tamaño acariciable. El diplomático mexica-no sintió que el Coronel penetraba por el reloj, abría casihasta desquiciarla la puerta de lámina de cebolla, se poníala mano en la frente para poder sorprender y fijar los deste-llos de aquel oculto radiador. —Mi querido Talleyrand, —ledijo el Coronel— usted oculta sus placeres en los subterrá-neos de Ellora. Sus placeres parecen salidos del cautiverio,de las emigraciones secretas. El placer, que es para mí unmomento en la claridad, presupone el diálogo. La alegríade la luz nos hace danzar en su rayo. Si para comer, porejemplo, fuéramos retrocediendo en la sucesión de las ga-lerías más secretas, tendríamos la tediosa y fría sensacióndel fragmento del vegetal que incorporamos, y el alón deperdiz rosada, sería una ilustración de zootecnia anatómi-ca. Si no es por el diálogo nos invade la sensación de lafragmentaria vulgaridad de las cosas que comemos.

El diplomático mientras se reponía de la sorpresa lenta-mente, iba silabeando: —Si dos ojos más nos acompañanhasta el ídolo, este cree estar rodeado por cocuyos, y nos daun papirotazo—. Había intentado producir ese ruido iró-nico donde se agazapó, se redujo a una momentánea minia-

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tura, donde se borraban su figura y su reloj. La tapa de orocasi transparente engarzó en su círculo de ajuste, y la ocultafulguración se alejó de las manos del mexicano. En otraocasión, al entrar en la iglesia que en Cuernavaca había man-dado a edificar Cortés, vio sentado a un ciego, que repetíasin intuir la ajena presencia: Por amor de Dios, por amorde Dios. Pasara o no pasara alguien frente a él, repetía lamisma frase. Al entrar en la iglesia, le sorprendió que unasveces coincidía el ruego del limosnero con el pase frente aél de la persona rogada, y otras parecía allí sentado paramedir con diferente compás el tiempo de otra eternidad.

Fue a Taxco en cumplimiento de unas órdenes secretas, yen el café «La Berta» vio la colección de máscaras. Allí seguardaban, pero los días de rejuego y conmemoración afluíael pueblo endemoniado en busca de sus máscaras; se diri-gía cada uno a buscar la suya, como si la tuviese secularmenteseñalada. Máscaras de terneros furiosos, cortadas con cica-trices de colores pimentados; o de bueyes, de un siena ho-mogéneo y adormecido, grandes como torres, para seme-jar con sus cabeceos el cansancio indescifrable; vultúridas,de pico verde bronceado sucio, con una náusea feudal muynerviosa, remedando su martilleo en la carroña una reite-rada curiosidad egipcia; coyotes, que parecía que la nocheles irritaba las cerdillas, detenidos de pronto, como si lesfuesen brotando parejas de ojos. El Coronel, sentado enuna pequeña mesa, con su esposa y sus dos hijos, sorbía elrefresco que llevaba también el nombre del café, «La Berta»,donde la pólvora del tequila estaba húmeda por la compa-ñía de la menta verde. —Debería llamarse a esta bebida,cotorrina —dijo—. La plaza de Taxco se llenaba de enmas-carados, que interjeccionaban sus laberintos verbales, y otrasveces lanzaban con sus pequeños cuchillos, feroces puñala-das a un aire reseco, como si innumerables narices hubie-sen acudido a soplar a una jarra, que concentrase aquelaliento como una pasta. Uno de los enmascarados se acercóa la mesa del Coronel. Para despertar confianza lo habíanenmascarado de jutía; los trazos negros salían fingiendo lacargazón nerviosa del animal. Ante la negativa con que fuerecibido, insistía señalando para un grupo formado de sú-bito en torno a un enmascarado de coyote, silabeando con

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miedo, como si sintiese la distancia que mediaba entre elCoronel y él. El jefe movía la cabeza, negándose a las insi-nuaciones; no obstante, procuraba oír, pues la voz le parecíacubana y oída anteriormente, sin darle excesiva importan-cia. El coyote deslizaba frases de conspiración mal hilvana-das, parecía un falso conspirador o como si él mismo temblaseante la encomienda. Parecía que lo habían utilizado por lasupuesta relación que decía tener con el Coronel. Este leordenó que se desenmascarase, con la misma seguridad deun descansen de las ordenanzas. Le temblaban las manos, yesto hacía que se fuese quitando la careta con lentitud, nopor solemnizar el acto convencido de su trascendencia. Vivoera el disfrazado de coyote. El Coronel lo contemplójocosamente perplejo, al tiempo que Vivo iba retrocediendoa la entrada de una platería, donde una cortina que hacíalas veces de puerta lo levantó y transportó.

Al regresar a su cuarto de hotel, el Coronel con los pár-pados tirados por las anémonas somníferas, apagó la luz dela mesa de noche y la del baño. Fue descendiendo por laescalerilla del cuarto de baño, no pudo contar los peldaños,y después, por la esterilla del calentador, su cuerpo, habíaadquirido el inapresable peso de las sombras, pasó a la re-gión de Perséfona. Los príncipes de Xibalbá, no converti-dos en puercos, ni yaciendo en pocilgas, pero sí reducidos anueve años, habían sido introducidos en unos alargadossacos de piel de saurio. Ceñía el cuero al cuerpo mezcladocon arena en forma tan violenta, que sus cuerpos se habíantrocado en una longura homogénea. Apenas rayaban el re-cuerdo: «Les ataron los pies como a las aves y les pintaronen las mejillas cosas de burlas como si fuesen salteadores omaromeros de feria.» El caballito del diablo había comenza-do a trazar círculos fríos en torno de los rostros de los prín-cipes. En una bostezada sucesión de años, el zumbido delos caballitos iba a producir un desazonado movimiento enel bolsín de cuero que apretaba sus cuerpos. Uno de losPríncipes logró sacar un brazo de la ceñida piel coriáceaque había atado los dos círculos de sangre. Comenzó a gol-pear con el brazo el bolsín que los ceñía, desprendiendo unincesante turbión de plumas y arenas. Riachuelos quedesprendían vapores sulfúreos asomaban por momentos,

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desapareciendo en un tiempo inapresable. Le dio un ma-notazo a la tapa del reloj del diplomático; el diamante teníael tamaño del ojo irritado de un buey. Penetró el puño por laresistencia, deshecha ante el ojo del puño, del diamante,vuelto fósforo resquebrajado. Llegó el puño hasta lamaquinaria del reloj, a través de esa húmeda vagina de fós-foro, retrocedió, y al salir el brazo estaba incrustado deescudetes, lentejuelas y abrillantados fragmentos de espi-nazo de manjuarí. El diplomático regordete saltaba los ria-chuelos, que como lombrices oscilaban, se reunían o seextinguían con un silbido. Quedaba el puño del diaman-te, y la figura del diplomático se iba agrandando hastahacerse indetenible con las nubes, con los columpios. Nosíbamos acercando desde muy lejos, y el diplomático, en lainsolencia de un rito radicalmente invisible y silencioso, abríala tapa de su reloj, y comenzaba la grosera e indual contem-plación del diamante. Luego escondía el reloj y comenzabaa saltar los riachuelos. El ciego de Cuernavaca empezó acortar las lombrices en fragmentos iguales, exclamando: Porel amor de Dios, por el amor de Dios... Las lombrices y losriachuelos más ligeros, descendían los silabeos del ciego hastael vacío, no dejándose cortar por la cuchilla del amor deDios.

A su regreso, reapareció el Coronel por la cubierta deestribor, alzando a la altura de sus ojos la chaqueta del trajede gala. Acariciaba el azul de la manga. —Al fin puedo per-cibir el azul anegado en lo bituminoso. Vitrum astroidesnos dice Goethe —repetía—, recordando con esta cita desu manual de óptica, sus estudios de ingeniería. Acariciaba,arañaba casi, la manga desde el hombro a la mano, gozandoal repasar con las uñas el rameado de un amarillo oro nue-vo y comenzando a cerrar los ojos con un placer chillón.

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La tendida luz de julio iba cubriendo con reidores saltitoslos contornos del árbol de las nueces, que terminaba unode los cuadrados de Jacksonville, en los iniciales cre-púsculos del estío de 1894. Rialta, casi sonambúlica con elinasible penetrar vegetativo de sus diez años, se iba exten-diendo por los ramajes más crujientes, para alcanzar lavenerable cápsula llena de ruidos cóncavos que se tocabanla frente blandamente. Su cuerpo todo convertido en sen-tido por la tensión del estiramiento, no oía el adelgaza-miento y ruido del rendimiento de la fibra, pero sus oídoshabían quedado colgados del rejuego y sonido de la baya

CAPÍTULO III

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corriendo invisible dentro de la vaina. Despertó, oyó, sevolvió.

—Rialta, don’t steal the nuts.Apresurada, en la tesonera disculpa de sus inutilidades,

Florita Squabs había pasado frente al árbol de las nueces, yhabía inadvertido casi, sus ojos no querían fijarse y sus piesvacilaban ante el temor de ver aquel mameluco alpaca, deun azul impenetrable estirándose por las últimas delicade-zas de la rama. Rialta sintió que las nueces deshaciéndoseen rocío se volvían a su planeta inasible, la voz de Florita,alambrada y de hierro colado, la colocó de nuevo, con treso cuatro saltos, al lado del tronco de las nueces, y súbita, laluz comenzó a invadir su contorno, guardándola de nuevoen su segura levitación terrenal.

Al día siguiente, Florita fue a visitar a la señora Augusta.Florita era la esposa de Mr. Squabs. El organista FrederickSquabs había descendido, era el término que él siempreempleaba, de North Carolina a Jacksonville, por una afec-ción laríngea con indicación de clima cálido. Eso había in-genuamente ensombrecido su destino, que él creía opulentoen dones artísticos, llevándolo a la más densa brevedad ver-bal y a la frecuencia alusiva a los enredillos de su Ananké.Pero los insignificantes vecinos de Jacksonville se burlabande que, no obstante ser su mano regordeta e inquisitorial-mente larguirucha, incorreccionaba las octavas, y la inter-vención del registro flauta de su instrumento provocabachirridos nerviosos, como los cortes en el membrillo hela-do. Había casado con Florita, hija de madre cubana, debaratona sensibilidad con declive propicio a creer que suesposo era un artista con divinidad que sólo le rendía laespalda. Mr. Squabs, lentamente resentido, había cabeceadohacia el puritanismo cerrado de quien sabe qué volup-tuosidades cariciosas, al llegar inadvertidamente hasta él,van a repasar una plancha de acero premiado por la casaWinchester. Cuando ceñido de inexorables telas negras ejer-citaba escalas en el órgano, repasando a veces la Santa Ceci-lia, de Haydn, al llegar al Resurrexit, en que el coro glosa elJudicare vivos et mortes, gritaba con voz multiplicada por lasoledad de la capella en trance de ensayos: —Vivos, vivos,sí, que venga pronto a juzgar a los vivos—. Y con un pañuelo

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de gran tamaño quitaba con ceremoniosa corrección, el su-dor de su frío rostro, y su esposa que lo contemplaba escon-dida, creía que lloraba su intocable desesperación de granartista frustrado.

Florita avanzaba con Flery custodiada de la mano. La lle-vaba como un manguito, en cualquier momento parecía quela podía dejar en un sofá y seguir de compras, y regresar alas cuatro horas y encontrarla que se decidía a entrar en elsueño, abriendo lentamente los ojos cuando su madre leregalaba un broche de calamina. Con intranquilo apresu-ramiento atravesaban el corredor que se hundía en la sale-ta. En el corredor se encontraba un tapiz de sofrenadoesplendor. Unas barbadas cabras dictaban veneración y sen-tencia al terminar graciosamente su proceso digestivo so-bre un capitel jónico. Sobre un fragmento de aquel mármoldesvitalizado, la joven corintia cambiaba uvas y zapatos conel flautista de Mitilene. La sequía secular se tiraba al asaltosobre los espaciados yerbazales bostezantes. Una anciana ydesvaída cabra, de caídas ubres, se situaba frente a la estivalpareja y colaboraba también con su bostezo. Flery se dete-nía con radical brusquedad frente al amarillo tapiz de saltadoshilos, señalaba con el índice bobonamente caído y decía:

—Mama, a scene in Pompeya, a scene... —Y entraba en lasaleta tironeada por su madre, pues era obvio lo de la esce-na en Pompeya, y a su madre la irritaba que la sorprendie-ran en aquellos reiterados ejercicios bobalicones.

Desde entonces, esa frase contemplaba situacionesparadojales y en la familia reaparecía burlonamente comosi saltase por las ventanas con la cara tiznada. Tenía comouna regalada gratuidad e impunidad para encajarse pres-cindiendo de todo desarrollo de antecedentes. Rialta y lahermana que le seguía en edad, Leticia, estaban en tareasde Penélope, se miraban en el cansancio, intercambiabanpárpados y reflejos, y de pronto, una de ellas, exhalandoun falso suspiro, soltaba: —Mama, a scene in Pompeya—.Andresito, el primer hijo de la señora Augusta, antes desacudir varias veces el agua de su arco de violín, comenzabaa cuadrar la página de sus partituras, y en ese silencio decomodoro obeso que antecede a los primeros compases,dejaba surcar su pieza de estudio en la azotea por una

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navecilla inasible: —Mama, a scene... La misma señoraAugusta, cuando regresaba de compras, y se sacudía el su-dor del velillo que usaba en la cara, ponía los orientales,para la imaginación de todos aquellos garzones, paquetes ycartuchos sobre el sofá, saludaba al más curioso del ruidode la puerta al cerrarse, y exclama: mama, a scene... Más queuna costumbre, parece como un conjuro para una divini-dad que todos desconocemos, que al reunirse varios cuba-nos, ya en las contradanzas de un cumpleaños o en torno ala mesa del sorbo espeso de cerveza, se permanece en unsilencio de suspensión, hasta que se oye una voz cualquieraque dice o canta algo que no tiene relación con la convoca-toria para la reunión: Mamá, yo quiero probar —de esa frutatan sabrosa, o en el cuarto piso hay muerto, o al Jaque, al Jaque,silenciosa tropelía, y sin que se le haga caso al oído, que vienea tener la fuerza de un llamamiento gracioso hecho en uninstrumento musical, se comienza a darle entrada al temaprincipal. Evohé de fantasmas corredizos, sombra de aguascayendo del arco del violín.

—Mi respetable señora Augusta —dijo Florita—, hoy hehecho, como si dijéramos, una visita no reglamentaria, peroen los últimos días me agito, tiemblo, vuelvo sobre lo mis-mo, enredándome de nuevo. ¿Qué pensarán los Olaya, medigo, veo a su hija en peligro, y sólo se me ocurre gritarleque no se robe las nueces?—. En ese momento, parecía verla sombra cruzada de la alargada mano de Mr. Squabs, ca-yendo sobre una tuba de órgano o la misma mano reducidaacariciando las tapas negras de la Biblia.

—Pero me parece —continuó—, que en la muerte, enese océano final —al llegar aquí baritonizaba como si acom-pañara a su esposo el organista—, no podemos ni debemosintervenir. Es radicalmente inútil —dijo abriendo las voca-les—. Procuro siempre no intervenir cuando alguien se en-frenta con el destino de su muerte, aparte de que creemosque intervenimos, pero andamos por muy opuestas latitu-des. Pero con nuestra pequeña e indefensa voluntad pode-mos obtener al menos breves y no tan visibles triunfos. Poreso en aquel momento, me preocupaba de que su hija nodeseara coger las nueces, más que del juego de accidentesde su no aclarado destino en el peligro. Puedo influir en

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evitar que se coja las nueces, pero no puedo evitar que ellahubiese seguido deslizándose por aquellas ramas, cuyos cru-jidos ya se oían como los ruidos de las ardillas cuando des-cansan de mascar, pues hubiese pasado por allí demasiadotarde, cuando inútiles curiosos musitan cosas inútiles. Nocreo —dijo para cerrar su párrafo—, que los Olaya creanque yo pueda ser tan influyente como para intervenir en eldestino último de sus hijos, pues mientras usted, Augusta,teje, flexibiliza un misterio, que se rompe aquí o allá, cuandola aguja se niega a penetrar en otras pausas del tejido—. Yseguía así, en su brumosa teología en impromtu, oponiendodestino y voluntad, con la misma huesosa arbitrariedad conque Calvino quería unir la rebeldía y la dedicatoria de suprincipal obra a su príncipe y soberano señor.

—Florita, hágame el favor de disipar esos terrores —dijola señora Augusta, con fingida benevolencia, pues estabasuavemente indignada—, no obstante me parece feliz —dijoocultando una suave sonrisa—, que usted no quiera inter-venir en el destino de una de mis hijas cuando penetra poruna rama en un inocente desconocido. Pero usted se fíademasiado de su voluntad y la voluntad es también miste-riosa, cuando ya no vemos sus fines es cuando se hace paranosotros creadora y poética. Su voluntad —añadió subra-yando—, quiere escoger siempre entre el bien y el mal, yescoger sólo merece hacerse visible cuando nos escogen. Sipor voluntad aplicada al bien nos diesen monedas corres-pondientes, la gloria —añadió sonriéndose— tendrá tan sóloesa alegría cantabile de la casa de la moneda. Hay un versícu-lo del Evangelio de San Mateo, el alcabalero, que pareceimplacable, pero que nos dice de lo misterioso de la volun-tad y de sus acarreos por debajo del mar: Siego donde nosembré y recojo donde no esparcí. Qué sombrío debe ser enustedes, los protestantes —continuó la señora Augusta,apuntando con el índice, movido de izquierda a derechacon rápido orgullo, una división a la que siempre aludíacon sencillez alegre— que esperan que al lado de su volun-tad suceda algo, y por eso, a veces, se vuelven desatados yerrantes en relación con actos y buenas obras, ensom-breciéndose. El católico sabe que su acto tiene que atrave-sar un largo camino, y que resurgirá en forma que será

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para él mismo un deslumbramiento y un misterio. Mi tío, elPadre Rosado, hablaba con frecuencia de que a veces lossantos miran como demonios, y recordaba al PadreRivadeneyra, que contaba quince años cuando la marchade los jesuitas fundadores a Roma y al acercarse a SanIgnacio para decirle que se retiraba de la orden, por serleimposibles aquellas feroces caminatas, el Santo lo miró enforma desatadamente terrible, como miran los demonios, comosi fuera un sello que le impidiera mover los labios para ha-blar de su retirada de la milicia. Pienso que a los ángelestendrá que serles amable, y aumentarán sus musicados cui-dados, cuando un niño se extiende por un ramaje para oírel gracioso rodar de aquellas esferitas por el misterio de sucápsula. Cuando murió mi tío, el buen canónigo, en elcodicilo que añadió a su testamento, ordenaba que su trajede mayor jerarquía, el que usaba en la consagración de losóleos, el sábado de Resurrección, se repartiese por piezasentre los de su sangre. Así, estolas, encajes y pluviales, co-rrieron suertes diferentes, pero permaneciendo en el cuerpode su familia. A mí me mandaron las zapatillas que usaba enaquella ceremonia mayor. Pero espere un momento —dijola señora Augusta, con transparente agilidad—, que le voya enseñar a la preciosa Flery, ese par de chapines, tejidoscon hilos de seda de muy castigada artesanía y con orna-mentos bizantinos—. Reapareció con el par de zapatillas,que rebrillaron en el apaciguamiento del crepúsculo.

—A ver Flery —le dijo a la niña, usando una breve fór-mula muy cariñosa—, si tú me dices cómo crees que teníaque ser la boca del señor que usaba esos zapatos tan bonitos.

—Pequeña y muy colorada —contestó Flery, permane-ciendo casi inmutable.

—Quizá no fuera así —musitó Augusta—, pero ya ustedve, Florita, el acto de regalar aquellos chapines qué mila-gros produce, que su hija pueda reconstruir su figura talvez en la forma que el buen canónigo querría para asistir ala cita final en Josafat—. Terminó, haciéndose como que lepasaba inadvertida la sofocación mortificada de Florita.

Después de despedirse, al atravesar de nuevo el corredordonde estaba el tapiz con las cabras filológicas, Florita apre-suró el paso y señaló con el índice para otro sitio, para que

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la pequeña Flery no fuese a encontrar su frase habitual frenteal tapiz, pero en esta ocasión su imaginación, como unpequinés cruzado con chau-chau, se disparaba a morderpor todas partes las zapatillas del canónigo.

Mientras iban entrando en el templo, rodeado de un es-cueto jardín, de visible mayor tamaño que el de las demáscasas, Mr. Frederick Squabs, se paseaba entre las dos filasde bancos, cambiaba saludos con los creyentes dominicales,y alargando más la cabeza según la importancia social de lasparejas que iban buscando sus habituales asientos, comen-zaba a musitar y a mirar de reojo a los otros asistentes. Cuando seiban extinguiendo los párrafos finales del pastor, Mr. Squabsal desgaire, fingiendo una reiterada distracción que la cos-tumbre había hecho invisible para el público, se acercaba alórgano, pero sin sentarse nunca para comenzar la ejecución,hasta que oía las palabras del pastor, que dirigiéndose a élcasi sin alzar los ojos, decía, más como una aterradora y fríacortesía que como conjuro o ensalmo: —Mr. Squabs, do youwant to play the organ? Y ya las nerviosas manos procurabanatraer las macizas sonoridades de algún fragmento del Mesíasde Haendel. Al cerrar con una llavecita el órgano, des-pués de haber cubierto con una lana verdeante las teclasamarillentas y desconchadas en sus bordes, precisaba quede nuevo estaba vacío el templo, y que en una discreta leja-nía, alguna dama aseguraba con un largo alfiler persa, elincorrecto ladeo de su elocuente y bien nutrido sombrero.

Con resguardada malicia de garzón criollo, Alberto, queera el segundo hijo de la señora Augusta y de Don AndrésOlaya, había asistido tres veces al templo, y había sorpren-dido la suspicaz y preparada coincidencia del pastor des-cendiendo del púlpito y el acercamiento de Mr. Squabs alórgano. Alberto Olaya había repetido entre sus hermanosla frasecita convencional del pastor, y después Rialta y Leticiase la habían repetido a la señora Augusta, riéndose las tres,aunque la madre disimulando la risa les aconsejaba el mayorrespeto por la circunspección de Mr. Squabs. Después, lafrase tendría la burlesca precisión de subrayar y conminar acomenzar algo que tenemos que hacer por contingencia yplacer, por exigencias de las horas y del paladeo. CuandoAlberto Olaya se hacía lento y parecía retroceder, en el desa-

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yuno, frente al jugo de zanahoria y toronja, más cargadodel rosa insípido que del amarillo convidante, Rialta, confingida gravedad, exclamaba, haciendo un gesto de llevar-se a la boca el vaso sudado por la frigidez: —Do you want toplay the organ, Mr. Albert? La misma señora Augusta le ren-día culto a la frasecita, y para iniciar el contrapunto delmacramé o del tunecino, y evitar un comienzo de laboresdemasiado rígido, prefería sonriéndose recordar la burlaque se había apoderado de toda la familia y volviéndosehacia Rialta le indicaba que si fuera su gusto podían comen-zar a despertar las primeras notas del órgano.

José Cemí había oído de niño a la señora Augusta o aRialta, o a su tía Leticia, decir cuando querían colocar algosucedido en un tiempo remoto y en un lugar lejano, comosi aludiesen a la Orplid o a la Atlántida, o como los griegosdel período perícleo hablaban de la lejana Samos, comentarcosas de cuando la emigración, o allá en Jacksonville. Era unafórmula para despertar la imaginación familiar, o esa con-dición de arca de la alianza resistente en el tiempo, que seapodera de la familia, cuando conservando su unidad decercanía, se ve obligada a anclar en otra perspectiva, queviene como a tornar en mágica esa unidad familiar rodeadade una diversidad que tocan como desconocida sus miradas.Hablar de aquellas Navidades en Jacksonville, era hablar dela Navidad única, desventurada, escarchada, terrible, peroacompañada de rebrillos, llegadas indescifrables, manjaresencantados, cobrando la familia el misterioso calor bíblicode sentirse asediada por todos sus bastiones y torres. Peroesperando la llegada, que sucediese algo, un ópalo frío yerrante surcando con su variada cola de avisos.

Otra frase que tenía como un relieve druídico, la más in-tocable lejanía familiar, donde los rostros se desvanecíancomo si los viésemos por debajo del mar, o siempre incon-clusos y comenzantes, cuando se aludía a la madre de laseñora Augusta, a la Abuela Cambita, doña Carmen Alate,se traza entonces el Ponto Euxino de la extensión familiar,y cuando se decía que era hija de un oidor de la Audienciade Puerto Rico, era esa palabra de oidor, oída y saboreadapor José Cemí como la clave imposible de un mundo desco-nocido, que recordaba el rostro en piedra, en el PalazzoCapitolino, de la Emperatriz Plotina, donde la capilla rocosa

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que forma la nariz, al descascararse causa la impresión deun rostro egipcio de la era Dypilon, que al irle arrancandolas cintas de lino va mostrando la conservación juvenil de lapiel, dándonos un nuevo efecto donde el tiempo intervienecomo un artífice preciso, pero ciego, anulando las primerascalidades buscadas por el artista y añadiéndoles otras queserían capaces de humillar a ese mismo artista al plantear lanueva solución de un rostro en piedra que él no pudo nisiquiera entrever. Nos parece que ahí el tiempo se burla deltiempo, pues al lanzarse ferozmente sobre aquel rostrode piedra y obtener su primera momentánea victoria aldescascarar la nariz, reaparece esa misma nariz, rimando odialogando con el rostro que ha permanecido inmutable.Así, esa palabra oidor, marcaba un confín, el límite de la fa-milia donde ya no se podían establecer más precisiones ensangre y apellidos, pero llenando al mismo tiempo esa líneadel horizonte de delfines y salmones griegos, de tortugastrasladando lotos, como aparecen en las mitologías hindúes.De tal manera, que cuando saltaba en las conversacionesfamiliares, la frase la hija del oidor, cobraba doña Cambita lapresencia de una divinidad dual, una de cuyas aparicionesera vieja y sarmentosa, apenas reconstruible, y en su reversoel de una doncella, que habiendo estado en el destierro,reaparece surgiendo del bosque acompañada por un don-cel secularmente dormido en sus brazos y un antílopesobresaltado, que mira con incesante desconfianza al cacha-zudo rey que se adelanta para abrazar a su hija.

Cuando Andrés Olaya atravesó el patio de su nueva casaen Jacksonville, le sorprendió con algún borde hundido ysus incrustaciones saltadas, el atril de su hijo Andresito, quele había regalado para sus estudios de violín. Le rodearonsus hijas exclamando: —Papá, Andresito se encierra enel cuarto de la azotea, donde usted le dijo que estudiara elviolín, pero nosotros nos asomamos por las persianas, y to-das lo vimos que estaba fumando; nos llamó mamá paraque nos despidiéramos de Florita, que nos había visitado, ydespués de un rato volvimos a asomarnos, y estaba fuman-do otro cigarro. Le dice a mamá que estudia, pero lo quehace es fumar un cigarro tras otro. El otro día le dio unafatiga de tanto fumar, y tuvo que lavarse varias veces la cara

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con agua fría—. Al subir la escalera, riéndose invisiblemente,recordaba el día que había llevado a su primer hijo a ver almaestro italiano de violín, el profesor Algaci, quien le pasóvarias veces la mano por la frente, diciendo que estaba enedad de comenzar sus estudios. Y después, había recorridolas casas de música de Jacksonville, buscando un atril y laspartituras de estudio, pues el violín se lo había regalado suabuela, la Vieja Mela. Habían conseguido un atril de maderanegra muy pulimentada, con ingenuos relieves en marfilde signos musicales y espirales. Cuando se encontró frenteal joven músico le dijo: —Cuando creía que estabas ejerci-tando algún Chaikovsky, o mejor algún Brahms, me sorprendeun ruido, que no debe estar seguramente en la partitura, yveo el atril, liberado de su abundante carga de sonidos, re-ventando casi en el patio, y a tus hermanas corriendo, comosi el atril se hubiese convertido en un petardo bengalí —aña-dió esa rápida broma, pues sabía que su hijo era muy quis-quilloso, y que si le daba tono de reconvención a sus palabrasestaría después muchos días enfurruñado y sin hablar. —Sí,padre, estaba fumando, no se lo negaré, pero Rialta y Leticiase lo han dicho, porque Alberto y yo las hemos sorprendidoque van a casa de la señora Florita, se esconden por las tar-des detrás de la perrera, y con Flery se ponen a jugar a lasbarajas, apostando piedrecitas labradas de la playa.

Conversaron un rato más, el hijo mostrando su extrañeza,estaba convencido de que el gran mérito de Brahms consis-tía en los dominios de la cuerda, donde se había separadoradicalmente del tratamiento beethoveniano, lo que le dabagran importancia dentro de su época. Se extrañaba, repeti-mos, de que Brahms hubiese trabajado sobre motivos dePaganini.

—Sabía ocultar admirablemente su aprendizaje —le con-testó Andrés Olaya—, el día antes de su concierto, los quelo espiaban (pues no querían resignarse a la fácil soluciónde que su arte fuera infuso) lo veían en su cuarto de hotel,extenderse voluptuosamente y dormir casi todo el día. Tam-bién tú —continuó muy amistosamente, variando de tono—,no quieres revelar que tu arte es infuso, y cuando sientes atus hermanas vigilándote detrás de las persianas, comienzasa quemar cigarrillos en cántico a tus diosecillos—. Se despi-

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dieron, bajó aún las escaleras con juvenil ligereza, y ya veíaque se le acercaban sus hijas cuchicheando, destacándose laseda blanca de Rialta con esferitas rojo mamey.

Cuando atravesaba de nuevo el patio, de donde la agudainterpretación del instante que tenía la señora Augusta ha-bía retirado el atril, lo rodearon sus hijas, que parecían haberaguardado como hilanderas submarinas detrás de un cris-tal, el resultado de aquella entrevista que ellas parecían ha-ber gustado como tormentosa.

—Cuando las muchachas se esconden —dijo AndrésOlaya—, para jugar a las barajas, están velando al príncipeusurpador, disfrazado de bufón, que se acaba de ahorcar—.Remató su frase en espesura baritonal, fingiendo el dra-matismo; en realidad, mientras bajaba la escalera se encontrabaindeciso de la efectividad verbal de lo que iba a decir, man-teniendo sus dudas peldaño tras peldaño, pero al ver a sushijas que lo rodeaban, había salido del paso lanzando esahirsuta y sombría sentencia: —Oh, oh, padre, nosotras nopodíamos saber eso, pero que tan cerca de nosotros esté unmuchacho muerto—, y salieron corriendo por distintaspuertas, coincidiendo de nuevo en abrazarse a la degustadasombra de la señora Augusta.

Muy joven Andrés Olaya, al quedar huérfano de padre,había comenzado a trabajar con el millonario ElpidioMichelena, casado con Juana Blagalló, obesa, ExcelentísimaSeñora, y con la cara cruzada por despertados zigzagueosnerviosos. Saludaba siempre muy deprisa, como si la indi-ferencia le obnubilase el campo óptico, lo que ella conside-raba una muestra bien visible de su refinamiento. Habíasido recomendado al matrimonio Michelena por un primosuyo, que mostraba una progresiva riqueza en Cienfuegos.Así, Andrés Olaya, era pariente joven, y como tal podía sertratado sin excesivos miramientos, y como secretario acu-cioso apuntalando los olvidos, errores o momentáneas torpe-zas del señor Michelena, y como al mismo tiempo comía ydormía en la casa, era utilizado por el matrimonio comouna prolongación de ellos mismos, y era su función de máscaricia y cariño en su familia. Desde su primer día de laborhabía sido sentado en la mesa mayor y a la misma hora quecomían los señores, pero su deslustrada y usada indumentaria

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había traído reojos y risas ocultas del resto de la servidum-bre. Un día que esforzadamente disimulaba su apetencia,notó que el chinito que servía manejaba el estilo ruso derepartos de delicia con una grave irregularidad para él.Pasaba las bandejas, cargadas de venecianos ofrecimientos,con excesiva velocidad que recortaba su tiempo traslaticiode bandejas de ajenías de viandas a plato de propias divi-siones, de incorporamientos de alones de aves de ligerasquillas, o vaporosos pechugones de adormecidas aves derío. Y como Andrés Olaya aun de muy joven era muy lento,le irritaba esa brevedad en el tiempo traslaticio del groseroy malintencionado chino servicial. En un final de mesa, cuan-do pensaba hincar su sueño de insistir en la doradilla de unbuñuelo de oro, regado con rocío de mieles mantuanas, elchino antojadizo y tornasol, borraba su requiebro y se per-día con la venusina dulcera en la cocina. Le pareció oír enesa ocasión, que se tornaba visible la intraducible intenciónbúdica del servidor y la risotada placenteramente desem-barcada del murciano cocinero. La lentitud con que se habíalimpiado con la servilleta los labios, parecía hacer imposiblela siguiente fulmínea escena. Se habían alejado el señorMichelena y doña Juana, según su costumbre después de lacomida, hacia las piezas donde se retocaban para reapare-cer en la saleta y conversar con Andresito, como ya ellos lollamaban. Se le prendió, como un gato que se despierta paraejercitar una pesadilla, del antebrazo del chinito, y con lamano derecha amenazaba con buscarle la mejilla disecaday paliducha. El chinito repetía con sílabas claudicantes: —Yono tengo la culpa, Manuel, el cocinero, me manda que lohaga, para que tú comas con nosotros—. Soltó al chino, puesal oír esas palabras se le tornaba ineficaz para su indigna-ción, y se dirigió a la cocina con una elasticidad furiosa quelo hacía casi desconocido. Al llegar a la cocina, el pringosoadormilado Manuel, con el chaleco desabrochado y sucio,oyó el manotazo que Andrés Olaya pegaba en la marmórearepisa donde él desjarretaba y limpiaba de nervios lacolchosa filetada, amenazando con lanzarle la sopera, conescorpiones copiados de lejanos diseños del Palissy, al ros-tro, mientras Manuel enarcando el brazo derecho a modode escudo de Tersites, trataba de guarecerse con posturas

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innobles. En esos momentos irrumpió el señor Michelena,mirando la picaresca escenografía que se había articulado ypreguntaba qué sucedía. Andrés Olaya, mirándolo fijamen-te para intuir su actitud y simpatía por los bandos, le dijo:—Estos cachirulos, el suspirante chinito y el español pan-zón, se creen que yo tengo que ser igual a ellos y he tratadode demostrarles rápidamente su grosera equivocación.

Con cariño no acostumbrado en él, el señor Michelena lepuso la mano en el hombro para apaciguarlo y lo llevó a lasala donde ya se encontraba Juana Blagalló abanicándosecon la sobriedad de una florentina clásica.

—Andresito —dijo el señor Michelena, procurando conel diminutivo demostrarle que tomaba decisivamente par-tido por su bando—, a pesar de toda nuestra riqueza, Jua-na y yo estamos siempre muy tristes, nos vamos poniendolos dos en años mayores y todavía no tenemos hijos. En losúltimos meses rogamos a la Virgen de la Caridad nos regalelo que tanto anhelamos, pues ¿a quién sino al Orden de laCaridad, fundamento de toda nuestra religión, se le puederogar la sobreabundancia? Pero ahora te suplicamos quetambién tú nos acompañes en nuestras solicitaciones. Enalta voz, frente al pequeño altar de la Caridad que tenemosen la sala, vamos haciendo las invocaciones, reiterándonoshasta el abandono por el sueño o el desmayo—. Lo tomó dela mano y arrodillándose él y la señora Blagalló en un recli-natorio, y el ascendido joven secretario en un cárdeno co-jín, comenzaron a levantar el ruego:

Virgen de la Caridad, de la Caridad,dadnos la fecundidad, oh fecundidad.

Transcurrieron algunos meses en que se iba adormecien-do, musitando aún el rezo. El señor Michelena comenzó abeneficiar en algunos de sus negocios al joven Andrés Olaya,otorgándole especiales dividendos. Se encontraba en el ho-tel El Louvre, pues en Matanzas tenía el señor Michelenanumerosas fincas y acciones en los ferrocarriles, cuando eljoven de la carpeta con cínica indiscreción le empezó a ha-cer comentarios de las visitas anteriores de su señor, de lasiluminaciones y juegos en una de sus fincas, y de la suerte,

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piel y cabellera de la mujer que daba uña en aquellosrasgueos y escrituras fiesteras.

La casa, en el centro de la finca, tenía todas sus piezas conuna goterosa iluminación. El exceso de la luz la tornaba enlíquida, dándole a los alrededores de la casa la sorpresa decorrientes marinas. En la casa estaba la afiebrada pareja y lairreconocible Isolda comenzó a levantar la voz hasta las po-sibilidades hilozoístas del canto. Dentro estaban el señorMichelena, dándole vuelta a la champanizada vírgula de lacopa, y la mujer que lo rozaba, volvía apenas, desperezabasu lomo de algas, y se desenredaba después, sin poder pre-cisar en qué cuadrado del tablero comenzaría a cantar. Aveces, la voz desprendida del cuerpo, evaporada lentamen-te, se reconocía en torno a las lámparas o al ruido del aguaen los tejados, mientras el cuerpo se hacía duro al liberarsede aquellas sutilezas y corrientes lunares. Se entreabrió lapuerta, y apareció amoratada, en reverso, chillante, la mu-jer que despaciosamente abría y alineaba la boca como ex-traída de la resistencia líquida, con las pequeñas escamasque le regalaba el sudor caricioso. Desde la puerta al iniciode la escalera, situada frente a la granja ondulante por lossombreros de la luz y los carnosos fantasmas asistentes, sóloentreabría su boquilla dentro del sueño golpeada, con nue-vos músculos para el pegote de arcilla. Frente a la casa dedruídicas sospechas lunares y con sayas dejadas por lasestinfálidas, sentado en una mecedora de piedra de raspa-do madreporario, el chinito de los rápidos buñuelos de oro,envuelto en el lino apotrocaico, se movía óseamente dentrode aquella casona de piedra y el lino agrandado por el brisotedel cordonazo. Desde el hastío que le regalaba el huevo decristal sobrante, hacía el batutín delicadísimo del ceremo-nial, bien llevando el sueño de antílopes y candelabros fron-tales hasta el hojoso cenicero de la mano derecha, o biensubiendo los canutillos de una pierna hasta el asiento, deci-dido a resistir los salientes nocturnos detrás del entrecru-zamiento de la osteína instrumental. Su hastío de rectoríadirigía como una mano serpiente que pudiera sacar cual-quiera de las piezas charlatanas, inoportunas e intemporales,y colocarla de la otra parte del río, donde ya no se podíadivisar ni entonar entre dientes, guitarra que ya no podrán

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trasvasar las cabelleras y que puntea y alarga la gargantapara el remolino de la puerta del este. Pero desdeñando ellargo bastonete de Lully para marcar entradas y salidas, enla inspección ocular del crecimiento vegetativo, oía por den-tro a la excepción de la ley del remolino devorada por elcrecimiento de las mareas en la desolación pianística dellunes.

La mujer boqueante empezó a rodar la escalera que se-paraba la casa de la yerbilla a ras de boca y escondrijo de loshurones. La piel se le había doblado, cosido y encerrado,como para hacerse resistente a los batazos que por la bordale pegaban los marineros de la Cruz del Sur. La nariz hun-dida por el tabique se le hacía más lastimosa que oliscona,acercándose a los gruesos cristales con la protuberancia dedos mamas alzadas hasta la nariz, y donde con riego de llantoparecía ocultar un bultejo que se aprestaba a defender conllanto y ronda de entreolas. La circulización barbada, puesun semicírculo sudado de yerbazales de agua le llevaba elmentón deglutido, hacía rechazable aquel llanto, pues tanpronto había sido trocado en aceitado monstruo de los pel-daños, que no se le creía monstruo blando, de cañas llanterasy deshuesadas. El nuevo manatí sonaba el peldaño en gual-drapa funeral y los esfuerzos que hacía para ganar el oleajede los yerbazales le daba nuevos reflejos que se incrustabanpor los palos que le daban por la borda y su hociquito secompungía, achicaba su círculo de rorro y ganaba la posi-ción ladeada. La casa goterosa se apagó y el bosque comen-zó, aprovechándose de las lunaciones del cabrito y de laaguja, la zambra lenta, encalada, de las reproducciones quenecesitan del rocío. Ya el manatí había ganado la yerba, ymoviendo las guarnecidas aletas pectorales, se dirigía a lasilla de piedra, arrastrándose con la deslizada facilidad quele daba su piel aceitada, pero el chinito que traqueteaba loshuesos de la pierna en la casona de piedra, hacía calmososgestos de rechazo y musitaba sentencias borrosas, apenasreconocibles al colgarse del ramaje o soplarse en unaimantación circular.

Aquí nos estamos mirando —decía Buñuelo de Oro—,pero el vegetal se pica cuando lo mira fijamente el gatomontés. Ahora los cocoteros ayudarán a fortalecer la piel

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aceitada del manatí, y los palos que recibe contribuyen adarle el cuerpo a esa funda que se escapa. Los halconesblancos se reproducen mirándose sin volver los ojos haciaatrás. Nubes Precipitadas tropieza con el árbol, que vadesanillándose, adquiere la longura de su carnosa verticali-dad, y al despedirse por la cabellera suelta el azar de susfuturas figuraciones. Nubes Precipitadas aliado con Apre-surado Lento precisa las evaporaciones que olfatea desdelas antípodas el halcón blanco. Existe la reproducción porla mirada y por el grito. El cocotero tiene la mirada de es-pejo que reproduce al hundirse el dedo en sus ondulacio-nes dictadas por el azar. Dos Reverencias se asombra delgrito de un insecto, otro responde al díctico de frente blan-ca, y después tiene que cuidar las larvas asesinadas por lamano sumergida en el río. Empieza la terrible discusión deDos Reverencias con Nubes Precipitadas y Apresurado Len-to, sobre el dejarse atrapar del Nusimbalta, caminando haciaatrás sin mirarlo, se logra cruzarle un ala sobre otra. LlegaQuieto Presuroso y comienza a burlarse de la mirada y delburgomaestre halcón blanco, pues el grito puede reproducirpor conjugación de los distintos. Dos Reverencias protestadel grito puesto al lado de la mirada, pero si se le habla dela lentitud sexual de la conjugación penetra contentandoen la dinastía de los dragones azules.

Doradilla Rápida o Pasa Fuente Veloz, seguíatraqueteándose en la silla madreporaria, y haciéndole se-ñas y sentencias al manatí apaleado para que no se acercase.En el bosque correspondía al costado izquierdo, el árbol deHanga Songa, que proyecta sombra hacia arriba, y que sólose reproduce cuando la tercera luna del otoño contemplael cautiverio de los guerreros, teniendo que ser velado porseis Nictimenes que le daban inapagable rotatorio. El manatíboquerón se dirigía gimiendo al custodiado árbol, pero lasseis figuras rompían momentáneamente su círculo, se abríanen espiral, comenzaban a llorar, guardando la distancia delespejo corteza para mantener la borrosa imagen. Estirabaaún más las pectorales el gimiente carnoso manatí, peroentonces los Nictimenes alzaban su vuelo silencioso, concaras sombreadas por el pelo baba amatista, más silenciosasque la noche entrecruzada de silencios, más pesadas que

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Nubes Precipitadas en lo alto del cocotero, vuelo de silen-cios de aceite planisferio, pisados silencios de pie plano. Lle-garon con su vuelo inaudible al espejo corteza, donde elcuerpo al tocar su imagen se volcó más allá del espejo, allí ladoble columna de aire, el cuerpo que penetra por la dere-cha y sale en imagen de puerta de batidas bisagras por laizquierda, la llorosa máscara de yeso rebotada en el travesa-ño, y el cuerpo del ojo derecho devolviendo la imagen delojo izquierdo, se limita a repetir el juego de los dos espejos,apoderándose de nuevo del silencio arenoso sobre sus pro-pias huellas. Giraban entonces las Nictimenes en el sentidocontrario al de las agujas del reloj, hasta que el manatí, cru-zadas las pectorales, dejaba ya de mirarlas.

Buñuelo de Oro y Bandeja Saltamontes, se irritaba deaquella rueda silenciosa y lenta y aceitosamente sudada,comenzando a subrayar el gesto por encima de Dos Reveren-cias y su procesional de sentencias. Forma de Lluvia, Formade Nube, Forma de Madera, tiempo entrecruzado horizon-tal, vertical, y tiempo ya hecho por el hombre. Forma deltiempo vertical que se entierra, forma adquirida sobre lafuga y forma que utiliza al hombre como intermediario,borrándole después. El peto de la tortuga y las armas deAquiles sobrepesan, por eso me agrada más ver la cuartaforma deshecha y reapareciendo en la sombra del pájaroque no se mueve, porque si no la sombra le sobreviviríacomo cuerpo y entintaría el muro con las huellas de la tiza.Ahora vemos la liebre corriendo por el espejo. ¿Saldrá másde prisa que su imagen? ¿Se enredará en la doble columna deaire? El lunar del conejo es su vida en la nieve, si no lohomogéneo lo destruiría, como el nacimiento de una fuen-te de agua en el fondo marino o la gota de agua rodandodentro del cristal de cuarzo. Ese lunar del conejo en la nie-ve lo hace visible para los demás conejos y lo disfraza deconejo para el perseguidor. El lunar y el hálito del conejosuprimen la nieve por contracción de su cauce, por las seve-ras leyes de la cristalización hexaédrica. El prehálito y el ul-tracaos unen la sombra hacia arriba del Hanga Songa; elconejo con lunar, enloquecido en el espejo por su lucha conel punto que vuela, y la sombra inmóvil de la golondrina,enredándose en la doble columna de aire, con sobrante de

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la máscara de yeso deslenguada en el travesaño, saliendosin imagen por la izquierda del espejo, cuando la cortezaespejo muestra rostro por escudete imbricado y cuello depájaro por sombra inmóvil.

Después de la ronda de las Nictimenes, habían elaboradolos fiesteros un árbol muy ancho de tronco, simulacro depapel transparente con ventanas para los cardinales, don-de iban llegando los músicos del cuarteto, cada uno en dis-fraz diferente. Joan Albayat, venía tocado de joveneto queoficia de vidriero pero plañe de clarinetista de escuela fran-cesa, su traje era de oficial de Potsdam, pero condivertimentos de medianoche tenía el casaquín lleno de lossignos del Concierto para clarinete, de Mozart. Había pasa-do de Montserrat a Lyon, de Lyon a La Habana del Gene-ral Serrano, y al quedar incompleta la orquesta se aposentóen Matanzas, para soplar en las llamadas de ocasión. YLuis Mendil, que rascaba el violín de amor, era un mesti-zo en octavo muy frotado con cenizas, que tocaba su disfrazde guardia polaca. Correajes abundosos y lanuda torre-cilla sobre su cabeza, aseguraban su condición de blandelanza. Su bisabuelo había rizado a Sir George Pocock, ensus días de guardián de límites matanceros, consiguiendodesprecios y una regalada propiedad, es decir, siendo pal-meado por todos y acompañándole hasta su casa riéndolelos perfumes y probándole la tibieza de sus tenacillas. Ladescendencia, flordelisada por la brisa yumurina, se habíaespecializado en instrumentos de tripas y empanadillas deviento. En su juventud, cuando había tenido que escogerentre el violín de amor y el fogón de refisto, había surgidoIsolda. Los otros dos musiquillos que pasaban al árbol, es-tando disfrazados de melonero de la Villa Briolle y de vola-tinero argelino, ininteresaban. La Isolda había sido traídadel sur hispalense por Albayat, pero Mendil tenía un vigornatural y cazurro, corriendo tan sólo como la fuerza mus-cular somnífera de la serpiente, y la trasladó de vivienda,quedándose el Albayat con venganza cimarrona, y el Mendilcon busto prendido y siestas. Pero el octavón tedioso le de-jaba sus escapadas, y las aprovechaba para repasarse a gus-to una Misa a la Caridad, de Esteban de Salas, y se iba denuevo al mar oliváceo del Albayat para recontar más que

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para avivar el vino. Se desesperaba Elpidio Michelena, sinsaber dónde depositar sus celos, pues Isolda cambiaba decaprípedo en estación indefinida. Giraba con desigualespucheros Isolda, manatí, mirando con ojos frugívoros a losmúsicos acampando, estirando de tal modo los pectorales,que parecía que iba a cascar sus reflejos como láminas. PasaFuente Veloz, comenzó de nuevo a soplar entre sus dientessentencias lentísimas, con nueva pinta, pues el desfile dedisfraces le había transparentado los símbolos. Enfatizabamás, y a su habitual traqueteo de huesos en la agrandadasilla de piedra, añadía ahora unos cordeles que se los pasa-ba por los dedos, tejiendo como figuras de gruta, así esbo-zaba el candelabro, la cama o el dromedario: —¿Acaso nose realiza el cuerpo en el imperio y hasta ese momento estemperamento o corrupción?—. El disfrazado de clarinetistade Potsdam pasaba dejando que la noche lo extrajese de sudisfraz, para ceñirse el otro disfraz: el tronco ancho de ven-tanas cardinales, levantando el proverbio del árbolmusicado. La visión del remolino, el grito como fuente dereproducción y el escarbar los maizales con el bastón lanza,pues entonces pasaba el disfrazado de lanzón polaco, cam-biaba Buñuelo de Oro la suerte de sus cordeles, y remontabaotra vez: —Para no perderse en la curva hay que dibujar elarco, pero hay que pensar también en Descartes escondidoen Amsterdam, pues cuando el sabio dice sus cosas más cla-ras debe estar escondido, estar escondido con los tres pro-verbios, la punta del ojo y los tres proverbios. El dibujo delarco y del cuerpo en el imperio, pero la mujer hace biz-quear al garzón de Ceres, repartiendo las semillas. El flan-co del ojo crea la sombra del campo visual cuando receptala inmóvil golondrina. Y así, burlescamente, entrelazandocordeles y sentencias, Bandeja Saltamontes no perdía devista el hociquillo del manatí, pero la yerbilla estaba muyadherida a la tierra pedregosa y el manatí desfallecía lloricón.

Pasa Fuente Veloz parecía dominar el secreto de la fiesta.Cambiaba la posición de la silla de piedra y hacía sus juegosde cordeles en una brisada somnolencia. Caminaban sussílabas dentro del humo como en espirales que retomabade nuevo con el flanco del ojo. Lentamente había adivina-do que el manatí esperaba la salida de los músicos para

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mover su definitiva trampa. Isolda, manatí, que antes sedirigía gimiendo a la silla de piedra, había girado en talforma que su hociquillo empuntaba la casa arborescente delos músicos. Ahora las sentencias de Pasa Fuente Veloz for-maban parte de tan bastos y alejados sistemas, de taninapresable causalidad, que sólo podían percibirse chispasagonizantes de una hoguera hiperbórea. El mechón caídoen la barca, decía ladeándose, caminando hacia el manatí,preparando sus juegos de cordeles para enrollarlo, como sialudiera a un misterio anterior a él, que sólo fuese oídocomo un silbido de la granja vecina. —Teme a ese funcio-nario—, volvía a decir, temblando, como si el rocío le pene-trase por los poros, regido por las ordenanzas del clarinetistafrancés. Empezó a amarrar el manatí, dificultándose porlos saltitos que daba y la peligrosa vibración de su cuerpo algemir aceitado. Las campanillas de sus caballos tintineabanarmoniosamente, decía, mientras una rama de ruda al ale-jarse lo hacía más pálido. Con sus manos parecía separarun ramaje, que volvía para pegarle por todo el cuerpo, ocu-pando de nuevo su sitio como una guardia polaca húmeday humosa. Las campanillas estallaban en su colorinesca ves-tidura, se frotaba las cejas para que la lluvia no lo cegara, yluego cogía cada una de aquellas campanillas y les soplabahasta el espacio vacío de Dos Reverencias. Después de haberacordelado el manatí, arrastrándolo hacia el árbol entre lasilla de piedra y la casa apagada, comenzó a izarlo, traque-teándole tanto los huesos como las protestas catarrosas dela roldana. Si el lago no es semicircular no se recogen algas,decía más por la costumbre verbal que por la preocupaciónaudible nocturna. Recientemente, oídme bien, no haganruido, recientemente... contempló izado el manatí y dejósin terminar la sentencia, dirigiéndose a la casa oscurecida,de puertas cruzadas. Vacilaba en sus traspiés, y comenzóa golpear la puerta, saltando del bosque a la casa, golpeandola puerta con ramos de ruda. Las Nictimenes, silenciosas,sin enemistarse con el agua espesa de la noche, rompieronsu ronda, dirigiéndose en procesional algodonoso a la carneizada del manatí. Buñuelo de Oro seguía poseso golpeandola puerta silenciosa, chorreando agua escurridiza, huidapara golpear por dentro, retomando el eco la casa, que se

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sentía trasladar a Nubes Precipitadas. Mordían losNictimenes la carne del manatí, dejando caer pedazos quehacían más lentos sus reflejos, apartándose una de ellas, llo-rosa, la más vieja, para cubrir el fragmento aceitado, res-balando tiernamente sobre él, poniendo el peso de su alasobre aquella deshecha vibración, adormeciéndose. BandejaSaltamontes, con el puño crispado aún seguía golpeandola puerta, hasta que se hundió en la madera ablandada por lalluvia. Se hundió también hasta el sueño claveteado, pelda-ño tras niebla, niebla tras el peldaño que falta.

Elpidio Michelena hacía días que había regresado a Matan-zas, donde Andrés Olaya le llevaba la noticia de que la señoraJuana Blagalló lo esperaba de nuevo, con paritorio de Gé-minis, y con la alegría de que podría poblar el mundo denuevo, pues tenía la pareja. Lo orgiástico había llevado alseñor Michelena a la fecundidad, pero también a la ruina.Dividendos y pagarés iban beneficiando a Andrés Olaya,que se enriquecía al tiempo que aumentaba con robustasencillez su prole. Pero el separatismo virulento de la ViejaMela, el recuerdo de la pobreza en la adolescencia, el mal-trato y ciertas formas innatas del señorío que lo llevaban a nosubordinarse, lo hicieron trasladarse como emigrado aJacksonville. La imaginación familiar con esas emigracio-nes, que siempre estaban como al acecho, cobraba así unaespecie de terror disfrazado, de bienandanzas disfrutadasen el desarraigo. Cada una de esas emigraciones que habíanazotado a la familia, serían pagadas con el terror soterradode algunos de sus miembros que se habían quedado comofantasmas encadenados por su desaparición en tierra noconocida.

Don Belarmino, alzando su bufanda para tibiar su ateridagarganta, caminaba hacia la casa de la señora Augusta, paraconvencerla, por eso lo habían comisionado a él, de que suhijo Andresito participase en la tómbola próxima de losemigrados con algún numerito de violín. Era el término queél empleaba al tiempo de alzar su bufanda y frotarse lasmanos. —Señora Augusta —comenzaba su ruego levantandolos ojos del suelo y empezando a hablar como si buscase las

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palabras—, qué bien estaría que en la próxima fiesta quedamos los emigrados, Andresito nos diese un Chaikovsky oun Paganini; a sus quince años todo quedaría como unainterpretación, y además le daría muy buen tono a la fiestaque el hijo de don Andrés, con su criollo arco largo, demo-rándose en la languidez de las roulats, nos revelase elnomadismo, la libertad, en suma, decía el viejito en el ápicede sus albricias, del Oriente europeo. Su violín, exageran-do un poco la nota, pudiéramos decir que tendría la extrañanecesidad de un samovar en aquella fiesta; parecerá raro,pero después todos se darán cuenta de que aquel violín es-taba en su lugar y que había llegado en hora oportuna.

Florita se desesperaba. Había llegado el momento de hacerlas instalaciones de los farolillos y del gas central de la glo-rieta de su jardín, que preparaba para el día que su hijacumpliese doce años. El mecánico no aparecía, le había man-dado varios recados a su casa, pero siempre le contestabanlo mismo: —Había salido a la playa para pescar truchasregordetas, llevando la jaba repleta de galletas y jamonadas,como para no volver hasta la medianoche—. Entonces seoyó la voz funeral, lamentosa del organista Mr. FrederickSquabs: —Mira, Florita, el mecánico es casi seguro que noregrese a su casa, es tenaz, y por esperar una trucha o unasencilla rabirrubia estaría una secularidad, como uno deesos curas, según las leyendas en que creen ingenuamentelos católicos, que se han quedado dormidos trescientos años,y al despertar se han encontrado las mismas cosas en losmismos lugares, tan sólo que bruñidas por los ángeles—.Rubricó con una carcajada, que le hacía temblar la carras-pera bronquial que le daban los cigarrillos, y que parecíauna tuba de su órgano con excesiva vibración y poco aireen el fuelle del pedal. —Mejor es —volvió a decir—, ir abuscar a Carlitos, su ayudante, el hijo del lector de la taba-quería de la calle 25, que debe estar trabajando en la tóm-bola que preparan los emigrados para el mismo día queFlery cumple sus doce años. Hoy no haré los ejercicios deórgano, a pesar de que el domingo daré por primera vezuna Cantata de Vivaldi, pero, en fin, aunque la obra es difícil,

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sobre todo la tuba del registro voz humana en Sol mayor esimpresionantemente resistente a una ejecución que no seamuy tesonera y aplicada. Improvisaré —añadió mintiendo,pues ya casi se sabía la obra de memoria, pero así tenía alalcance de la mano esa disculpa, de la que siempre su inse-guridad necesitaba—. Apenas he podido estudiarla —legustaba exclamar cuando terminaba su ejecución domini-cal—, además de que no estoy en dedos, pero yo quería queustedes la conocieran, pues tiene muchas más bellezas delas que una primera lectura puede ofrecer—. Y los asistentesdominicales, indiferentes y ociosos, menudeaban sus reve-rencias y admiraciones, que su esposa recogía con fingida yoperática sencillez pavonada.

—Pero mire don Belarmino, le agradezco que se haya recor-dado de Andresito, pero él es muy tímido y apenas se le bus-ca corre como un conejo, enrojeciéndosele los párpados; hayque tener con él cierta astucia indiferente, y entonces reapa-rece, se muestra mientras se le deja tranquilo y no lo sobre-saltan de nuevo con demasiados aspavientos. Está haciendosu aprendizaje con continuidad sorprendente, y estudia todoel tiempo que sus hermanas no lo importunan mirándolopor las persianas. Lo que sí le molesta a su excesiva juven-tud, es sentirse observado, tomado por los otros, se sensibili-za casi hasta enfermarse cuando cobra conciencia de que esvigilado, seguido o interrumpido. Si le habla de su gentilísimainvitación, creo que le damos un susto, echará a correr, ydespués nos mirará durante cierto tiempo asombrado, comosi nos reconociera un poco menos. Cada vez que con uno deesos sustos interrumpimos un aprendizaje, ya no sabemosen qué forma podrá restablecerse la continuidad o armonía,o si, por el contrario, el interrumpido nos resulta indiscretoy se nos acostumbra a esos sustos, y empieza a proceder asaltos y en el propio impudor de lo fragmentario. No, donBelarmino —añadió sonriéndose, para quitarle rotundidada la negativa—, todavía Andresito debe mantener su violínen la sombra, en su cuarto de azotea, y todos debemos ayu-darlo a fortalecer su miedo a la sala, que él debe suponerllena de melómanos y de amigos muy exigentes.

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—Soy muy insistente —dijo don Belarmino—, y volverécon el mismo ruego, buscando nuevas fuentes de convenci-miento. Además creo que don Andrés quizás no fuese tannegativo como usted en lo que toca al aprendizaje y susinterrupciones. Pues interrumpir puede ser repasar, bus-car por otros lados lo ya adquirido. En fin, sutilizaré misargumentos en la próxima visita, y en la tómbola de losemigrados veremos al pequeño ponerse muy serio frente asu violín. Mis respetos, mis respetos —y se inclinó en unaalegre y matinal reverencia.

La presencia del organista en la casa de los preparativos dela tómbola, trajo reojos y monosílabos. Avanzaba, congela-da ánima en pena, hundiendo un manojo de serpentinas, osobresaltando a los obreros que redondeaban los ornamen-tos de las distintas piñatas. Su andar lentísimo parecía en-trecortado por los martillazos y las cabezas de las tachuelashundiéndose, ahogadas, en improvisados listones de ma-dera. Preguntaba con voz ingurgitante por el mecánico ypor Carlitos, y los obreros disimulando sus bromas le con-testaban: «Allá, allá en la barranca de todos», recordando laestrofilla. Pudo averiguar que el mecánico no regresaría,pues los domingos se volvía extremadamente acucioso enla persecución de las truchas, y que Carlitos reapareceríaen el atardecer, para terminar los barandales del elevador,cosa que debería hacer con cuidadoso detenimiento, pueslos traslados de los visitadores tendrían que ser muy nume-rosos. Se retiró, sin poder disimular los castigos implaca-bles a que su imaginación condenaría a los obreros que lehabían hecho burlas y suministrado tan inacabados y decaí-dos informes.

Don Andrés volviéndose hacia doña Augusta le decía: —Amí me parece que a la edad de Andresito, no es la formaartística y su doloroso aprendizaje lo que nos debe preocu-par. Hay a sus quince años como la primera prueba en rela-ción con su mundo exterior, como recibir a los invitadosnuestros, comer por primera vez en casa de un amigo, o

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esperar, como en la sala de concierto, una reacciónmultánime. Ver un desfile, una teoría de peces, como di-rían los griegos, una multitud presentándose en su miste-riosa unidad o cualquier ceremonia en que ya se empieza aactuar con el otro yo colectivo, diríamos paradojalmente.Él está demasiado encerrado, es huidizo, y cuando conocea alguien, como para abandonar la imagen nueva que ca-mina hacia él, se sobresalta, y quisiera tirarse al río paraliberarse de ese fantasma invasor que lo ciñe. Tú hablabasde ese susto que lo hará interrumpir su aprendizaje, peroese susto lo puede abrir, distender, y que sea por ahí pordonde le penetre la nueva imagen y su viejo espejo—. DonAndrés había estado últimamente leyendo a los místicos ale-manes medievales para conversar por la noche y contra-rrestar la sombría teología de Mr. Squabs, y así en él, laexpresión nueva imagen del mundo, la sentía irónicamen-te como vivencia de el sol, la luna, las estrellas y los demás seres.—Como si dijéramos —continuó burlescamente y dándolea comprender a la señora Augusta, que intentaba remedarla expresión simbólica del organista—, la imagen a caballo,dando tajos en el bosque del enemigo, llevándose a cada yoa su almena, y penetrando en él como el chisporroteo queprepara y hace visible el instante necesario de los dos círcu-los comunicantes. —Déjalo que vaya —terminó rogándolefinamente a la señora Augusta su consentimiento.

Al reaparecer de nuevo Mr. Squabs en la casa granja de lapróxima tómbola, los improvisados artesanos que gozabanpor anticipado el festival, disimulaban y fingían sorderasante los pasos campanadas y la volante amenaza de cómocomenzar los interrogatorios que traía el organista. Al fin,se encaró con el que dirigía aquellas obras, que voceaba ytrataba de encubrir la tosquedad de los artesanos incipien-tes, y le preguntó por Carlitos con una risible sequedad,pues al hablar parecía que decapitaba cada palabra emiti-da. En la pieza pequeña que acompañaba a la sala mayor,los obreros trepando las escaleras, y remedando la plan-chada verticalidad del organista, o demorando las sílabascomo un fantasma que atrasa el reloj, se divertían con las

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nerviosas arribadas de Mr. Squabs, al que le era imposibleprescindir de la esencial importancia que le daba a todossus actos. —Fiestas, fiestas —decía, al darse cuenta de lasburlas y desdenes conque se le recibía, preparando siem-pre fiestas, como si la vida tuviese otro objeto que prepararen todos sus instantes la llegada, como decía Kierkegaard,la próxima venida de Cristo—. Pero estos idiotas olvidanque la próxima visita no será para sacrificarse, sino comoen la visión de Pascal, como triunfador, haciendo besar lacruz de su espada—. Al decirle que ya le había pasado elrecado a Carlitos y a la hora que podría pasar a recogerlo,se retiró, estirándose por la calleja su figura en tal formaque parecía como si después de lanzar a un farol una laza-da, él mismo se ahorcase.

—Don Belarmino, don Belarmino —casi le gritaba la señoraAugusta, adelantándose al ceremonial de su saludo—, puedeusted anunciar a Andresito en el programa de la próximatómbola. A mí me parece —dijo bajando la voz—, que Andrésal dar su consentimiento, se deja influir por las conversa-ciones de sobremesa que mantiene con Mr. Squabs. Aun-que él se burla del organista, todos los burlados, por unaespecie de venganza evangélica, ejercen una influencia de-cisiva y terrible sobre los burladores. Yo tengo un defectode pronunciación, y lo tengo desde muy niña, cuando encompañía de mi pequeña hermana, nos burlábamos de lossonidos sibilantes de una graciosa cocinera nuestra. CuandoMr. Squabs habla de hacer visible la voluntad, y que ningúnaprendizaje debe hacerse en el silencio del que espera, sinoque es la acción la que logra su forma, y no la etapa últimade la materia como creían los escolásticos, según le oía decira mi tío, el Padre Rosado, y ni siquiera la acción sobre elinstrumento, sino la acción como acto inocente y salvaje—.Era en esos momentos de la discusión, cuando donBelarmino, que también era discutidor, acogiéndose a laautoridad de sus años, exclamaba: —¡Bah! tonterías, ganasde ensombrecer—. En ese grado de la discusión, Mr. Squabsse embravecía al extremo de silenciarse en el resto de lavelada, silencios que aprovechaba don Andrés para brin-

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darle al organista té con bizcochos, y a don Belarmino unacopa larga de oporto para que mojase sus lascas de piña.

Cuando el organista regresó buscando de nuevo, en la horaseñalada, a Carlitos, se abrían a su paso, evitando el saludo,obligándolo con esa actitud a que se dirigiera al capataz parasus reiteradas preguntas. Este se limitó a señalar el sitiodonde trabajaba Carlitos; daba los últimos clavetazos a laplancha barandal del elevador. Entonces no eran loselevadores cerrados, sino rodeados de unos barandales,daban más la sensación de horror vacui, de náuseas de aspi-rado vacío. El organista con sus manos crispadas, lo tomónerviosamente por el brazo, diciéndole: —Esta es la terceravez que te vengo a buscar, y ahora mismo te llevo a casa,para que arregles los faroles del jardín y el mechero de laglorieta. No te suelto, pues Florita está muy inquieta y creeque el éxito de la fiesta depende de la iluminación, pues sineso cree que la casa lucirá tan sombría como las grutas delFingal—. Carlitos lo siguió, los extremos de la plancha ba-randal, sin acabar de clavetearse, lucían inseguros.

Los pitos terminados en boca de tiburón; la melaza del gua-rapo, como un barroco crecimiento de la circulaciónlinfática; el ala del yarey temblorosa como la hoja del algo-dón; las alegorías de las cajas de tabaco, con la imaginacióndel período María Cristina: una gran rueda de carretahomérica se recuesta en un trono, donde el rey esboza quese va a poner de pie para descorrer una cortina, tamba-leándose la corona. Poliedros de estalactita, extraídos de lamaravilla del agua reduciendo a la tierra su esqueleto deplaneta frío, y que en las manos de los emigrados giraban,se desprendían, amenazaban. Andresito acababa de ejecu-tar una pasacaglia bachiana, lo habían aplaudido sin exceso,pero con respetuosa gravedad. Se alejaba después con disi-mulo, pues le molestaba recibir las destempladas felicitacio-nes de don Belarmino, que se encontraba conversando conla señora Augusta y su esposa, quien ahondaba en los méritos

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y precisiones de la ejecución, al tiempo que los padres deAndresito buscaban otros rápidos temas de conversación,pues habían sido educados en el pudor de no aludir a losméritos de los de su sangre, tradición cada día ¡ay! más per-dida. Andresito fue con despreocupación de glorieta en glo-rieta, buscando a su hermano Alberto, el que estaba en eltercer piso en paso de galanteos y haciendo diabluras. Elhastío lo llevó a fijarse en el elevador, todavía estaba un pocomareado e indeciso por lo reciente de la ejecución. Esperóuna de las ascensiones en que hubiese menos público, perodespués de tomado el elevador, se llenó de reidores de copasalzadas y de insoportables bromas de criollos fiesteros. Laapertura del elevador lo llevó a recostarse en el barandal,una de cuyas planchas había quedado sin clavetear por lostirones del organista a Carlitos. En la pausa que se hizo enel segundo piso, miró en torno para ver si lograba entresa-car a su hermano Alberto, pero fue inútil; se paseaba por elotro piso con los expedicionarios de la próxima invasión,que eran los más alegres y decidores. Presionado por la car-ga, el elevador ascendía muy lentamente, y en el primerpiso, riendo y palmoteando entraron aún más máscaras.De pronto, la plancha mal clavada por Carlitos, tironeadopor el organista, cedió y el coro prorrumpió en un gritosalvaje, y después la fiesta se detuvo, y cuando la frágil figu-ra con su smoking de ejecutante, quedó extendida en elsuelo, y la sangre empezó, gota tras gota, a correrle por laboca, la antiestrofa que luchaba con los gritos del coro, im-puso la maldición de su silencio. El coro volvió a levantarsemuy lentamente: —Es el hijo de don Andrés, es su hijo,¿por qué tenía que ser el hijo de don Andrés?

La fiesta en casa del organista consistía en parejas que lle-gaban, saludaban a Florita y Mr. Squabs, y pasaban despuésal jardincillo, sorprendido de la nueva iluminación, pero laluz era fría y entresacaba a las parejas en moldes de yeso.Flery había alcanzado sus doce años, y sus padres lo procla-maban en sordina, haciendo que su hija se aburriese salu-dando de pareja en pareja, con monosílabos aprendidos y

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quedándose perpleja ante cualquier referencia que se hi-ciese a la alegría de su incipiencia.

Los que habían hecho algunas copas, se endurecían mástratando de ocultarlo con un estilo rudimentario de em-briaguez brusca y campestre. Otros caminaban con los piesenredados en el reloj, marcando los cuartos al encender unnuevo cigarrillo. La iluminación de la casa y el jardínremedaba una planicie donde las parejas al danzar setrocaban en árboles escarchados, y ya con la nueva pers-pectiva de la medianoche parecían guardianes de las fron-teras polares enfundados en sus trajes de lana blanca deuna sola pieza. La luz blanqueaba a las parejas tan excesiva-mente, que aun los ceñidos de paños negros eran veloneshelados. Algunas parejas se acercaron a Florita elogiándolela iluminación, y Florita fingía estar alegre y Mr. Squabs nisiquiera lo fingía y se hacía presagioso como un candela-bro. La fingida alegría de Florita siempre ensombrecía aúnmás a Mr. Squabs, pero este ensombrecido se volvía dócil yobedecía las órdenes de su esposa, hasta que cesaba ese ex-ceso de ensombrecimiento de su habitual dosis de sombras,y entonces ni la miraba ni le contestaba.

—Ve y busca a Carlitos, tráelo—, repetía cada vez queuna pareja la felicitaba por la iluminación, y Mr. Squabs,cuya alta dosis de sombras era en ese momento la de unagarduña domesticada, se puso en marcha. Esta vez sí en-contró a Carlitos en su casa y lo tironeó por las callejas, y loplantó en el centro de la fiesta, cayéndole encima las chis-pas de su propia iluminación, destacándose su contorno decriollo pálido y rifoso. Ese día Flery tenía doce años y Carlitosdieciocho. Cuando la raptó, desapareciendo, sin que se su-piese más nunca de él, tenían ya quince y veintiún años. Enla estación de Pennsylvania dijeron que habían visto unapareja parecida, pero no eran ellos; en San Francisco dije-ron que habían visto una pareja parecida, pero no eran ellos;se apeaban y reían sombras en el cuarto vecino, pero noeran ellos. El domingo siguiente a su desaparición, Mr.Squabs fue saludando a los fieles con la misma ceremoniafría con que lo había hecho durante veinte años. Cuando eltemplo quedó vacío, siguió saludando a figuras inexistentes,inclinándose a su paso como para evitarles un tropiezo.

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Después, como si el aire estuviese lleno de tubas de órgano,comenzó a ejecutar en un instrumento que nadie veía. Sulocura era correcta y ceremoniosa, excesos en los saludos yseguir saludando a las sombras hechas visibles. Iba despuésde casa en casa preguntando por Carlitos: —¿Ustedes nolos han visto? —decía con una aterradora cortesía—, estoyseguro que nadie los ha visto, pero volveré a preguntar porCarlitos y ya habrá regresado.

Alberto, el otro hijo de don Andrés, había cambiado el atril,en el cuarto de Andresito, por los anteojos de batalla naval.Su ojo, ganada la ubicuidad de la perspectiva aérea, erapor los muros una serpiente en punta de cola, y apuntabadespués, en la movible lámina de su cordaje nervioso, alfi-leres que pinchaban situaciones secretas. En la primeramedianoche las casas se adelantaban como navíos, y en lasazoteas tenían lugar extraños abordajes de sonámbulos, an-tifaces y litores. Corría un farol como un insecto, y en lapuerta húmeda, con un paño signario a cuadros vivos, comovalvas que esperan la marea baja de medianoche, las losetascrujientes sacudidas por los oídos. Una de esas losetas que-dó escarbada por él, para con el traspiés ganar el rostro.Raspada la tobillera, se le fue por la borda medio cuerpo, ycon los ojos estirados veía que alguien abandonaba el puentede mando para precisar aquel indiscreto pez que raspaba laescotillera. Pero echando el acecho de un lebrel fabricadopor el deseo, en revuelta cíclica volvía para lanzar frenesí ycuidados hasta el paño de avisos. Con el violín de Andresitohabía improvisado una guitarra para acompañar lostemblequeos de la voz, y cuando en el reparto cíclico se acer-caba el tiempo calmoso de las exigencias para el deseo, Al-berto, ciñendo con banales guitarreos las corcovas del navíonocturno, comenzaba:

Ya se aproxima la hora,ya se aproxima la hora,en que la vaquita va al bacán.Rasca,al matadero, al matadero.

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Levantaron los vecinos sus quejumbres muy cerca de laseñora Augusta, y Alberto, el guitarrero, dueño del puentede mando nocturno, fue conminado por el tajamar de lasordenanzas de don Andrés, a que abandonase Jacksonville,regresando a La Habana. Iba a servir de testimonio del ocul-tarse de ese extremo nudo de la imaginación de la familia;la hija del oidor se extinguía entre una rara mudez y la aparicióninsinuante de dones de profecía y de burlas. Su muerte ocupaen la imaginación familiar la misma extensión terrible delas escarchadas nochebuenas de Jacksonville. Estuvo muchosmeses muriendo dentro de la muerte, ganando el amarillo yla quietud durante los meses de su traspaso, de tal maneraque ganada totalmente por la vida vegetativa, la lentitudmisteriosa de la circulación linfática y de la médula reaccio-naba y aparecía, bien que con una rapidez y gravedadoracular, como en las leyendas de Pu Song, donde los árbo-les tienen savia de topacio, ramas de brazo redondo y hojasde monedas. Ese día, la hija del oidor, la vieja Cambita, reci-bía la visita de su hijo. Su extensión corporal reproducíacomo un espejo corteza la imagen movible, y cuando suhijo caminaba, la medusa medular se contraía y dilataba,para fijar la imagen, la sombra, el eco apagado por una in-mensa cascada de agua. La mano de su hijo, bambolleroabogadillo de provincia, lucía un montante de escarabajoque escogitaba un diamante del tamaño de un garbanzo noremojado. Cruzando los brazos y descendiéndolos uno so-bre otro en cruz, mientras su cuerpo permanecíadélficamente inmutable, hizo signos que se pudieron inter-pretar como pidiendo para su índice el escarabajotriptolémico. Cuando ya ceñía el anillo, la linfa ordenó unligero apresuramiento de sus coloides, y la médula de saú-co se replegó para aplacar e incorporar aquel animalejociempiés de chisporroteos. Ante el asombro del abogadillo,el diamante quedó sin retorno, pues el organismo vegetal sehabía replegado en una forma que sus hojas y escudetesse cerraron en espera de la próxima marea baja y del nue-vo cabrito lunar. Al fin de los fines, donde saltaban los delfi-nes adriáticos y las tortugas hindúes, el ocaso imaginativoseñalado por la hija del oidor se consumó, extinguiéndoseentre los adormecimientos de la clorofila y las sutilezas del

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prehálito. Al llegar a la casa, en los primeros ajetreos delvelatorio, el abogadillo se cruzó con Alberto, quien paradesazonarlo le dijo que había sido imposible sacarle la sorti-ja de los dedos torcidos. —¿Por qué, por qué no le cortaronel dedo? —murmuró el abogadillo temblando.

—Coge, puerquito —le dijo Alberto, lanzando contra lairregular proyección estelar de su chaleco de fantasía, elescarabajo. Rebotó el montante de la joya, aplacándose, enla alfombrilla, y la saltada piedra cruzó errante hasta la es-quina, sonriéndose.

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Al padre de José Cemí, a quien vimos en capítulos anterio-res dentro de las ordenanzas y ceremoniales de su jerar-quía de coronel, lo vamos a ir descubriendo en su niñezhasta su encuentro con la familia de Rialta, su esposa, sualegre justificación y su claridad suficiente. Alcanzaba elCoronel todavía el árbol universal en la última etapa feudaldel matrimonio. Inmensas dinastías familiares entroncabancon el misterio sanguíneo y la evidencia espiritual de otrastribus. Es decir, el hermano de Rialta había sido su primer ymás suscitante amigo. La madre de Rialta, la señora Augusta,era también un poco su madre, pues él era huérfano desde

CAPÍTULO IV

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los diez años. Así las dos familias al entroncarse se perdíanen ramificaciones infinitas, en dispersiones y reencuentros,donde coincidían la historia sagrada, la doméstica y las co-ordenadas de la imagen proyectadas a un ondulante destino.

En las conversaciones prolongadas de las comidas, JoséEugenio Cemí, el futuro coronel, ahora en sus doce años,bromeaba con su tío, llegado del Central Resolución, tosco,aunque bien plantado y con destempladas presunciones deguajiro tiposo; hablador, aunque con abundoso riego de pa-latales trocadas en sílabas explosivas, en incorrectas divisio-nes de sílabas y en ingurgite de finales de palabras. A lospocos días de descubrir La Habana de 1902, y de habertrepado como un feudal y orgulloso halcón, las más baratasy superiores localidades, para oír las arias de MaríaBarrientos, decía, más para demostrar su rauda incorpora-ción de las modas de La Habana, que sus melindres ojizarcosen cosas de arte: Es faccinante, sencillamente faccinante. Y sialguien le argüía las fallas de la escuela española, ese trágicosí sostenuto, como él decía, la suma de notas altas y agudas,pues la escuela española era la suma de la perenne agudezaitaliana con la altitud de la española menos contaminada; ladesconsideración para con la cuerda media, prefiriendo elregistro alto a las seguridades clásicas de la imposta, comoen la lección de piano de El barbero de Sevilla, donde inva-riablemente María Barrientos nos servía el aria de la locu-ra, de Lucía, sus notas eran tal altas que llegaban casi a laestridencia que rompe el cristal, mientras descuidaba eseadormecimiento de la voz, esa errancia en la que el sonidodebe de carecer de guarida y conocimiento, para refugiar-se en una extensión sin nombre y sin humeo en sus mora-das más lejanas: —Todavía filibusterismo —decía—, eso estáya anacrónico, hay que dedicarse a otras cosas y sobre todoa trabajar. Cojan la voz en estado puro —continuaba—, ygócenla sin adormecimientos ni clarines de degüellos. A tra-bajar y a oír buenas voces, magnífica divisa —terminabaexaltándose y liberando su rusticidad bien visible de reciénarribado a La Habana.

Como el dinero de José Eugenio, aún de doce años, y elde sus tres hermanas en edades que fluctuaban entre losdiez y los quince años, era el único que entraba en la casa, le

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daba cierta improvisada e insolente superioridad, de la quemuy pocas veces se aprovechaba, marcando a voces esa su-perioridad más por sobresaltada euforia, por las excepcio-nes y rupturas propias de su edad, que por sentirse dueñode las llaves de la economía familiar. Se habían quedadosolos después de la sobremesa, José Eugenio y su tío LuisRuda. Después de los alardes de conocimiento cantabile deltío Luis, el infante sintió acrecida su voluntad de humillar-lo, de llevarlo otra vez a los límites bien visibles de su rusticatio:—Si pronuncias bien la palabra reloj —y subrayó el deto-nante ruido gutural—, te regalo el que yo estoy usando,pues pienso comprarme otro. Te lo regalo para que des-pués de la ópera, no te demores tanto en llegar a casa ydespiertes a los que estamos disfrutando de este diciembrede maravillas—. Enseñó sus dientes al tío Luis, como unequino en una feria de la región central, y comenzó susesfuerzos miguelangelescos por alcanzar el sonido gutural,después de la trampa en que caía su aliento al ir más allá dela vocal cerrada inexorablemente en agudo. Resoplaba comoel fuelle de mano de un alquimista de la escuela de NicolásFlamel; lanzaba como un Eolo toscas bocanadas o aflautabasus emisiones, pero el chasquido gutural en los últimos os-curos de la bóveda palatina no surgía, como un pedernalsudado en el bolsillo de la marinera. Cuando José Eugeniose dio cuenta que era un imposible para su tío Luis la ob-tención de ese chasquido, exclamó nerviosamente: —Có-gelo —y lanzó el reloj al aire, pero su tío en demostraciónde rusticidad pegó una revolera y lo atrapó a media colum-na, afirmando su anarquía prosódica en la comprobaciónpráctica del triángulo de Horschell, pero su espléndida elas-ticidad muscular de jutía carabalí, dominó el espacio de unahojosa copa de ceiba, trenzada de lujuriosos laberintos y deparasitaria humillación. Esa noche su tío Luis llegó de laópera más tarde que nunca y tuvo el cuarto encendido has-ta la madrugada. José Eugenio sintió la tosca e inocentevenganza del provinciano operático, humillado y reptantehasta adquirir un bien entresoñado, y después indiferente,desafiador, y manejando despiadadamente los registros desu olvidadizo resentimiento. Sus fingidos olvidos, duroscomo granadillos, eran sus tentáculos defensivos de amiba

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frente a la circunstancia. Su rústico tío Luis, había meta-morfoseado la dignidad del olvido en un flagelo amiboideo.

El tío Luis seguía aprovechándose de la concurrencia dela familia en las comidas para lanzar algunos de susencandilamientos o adquiridas sorpresas, y al convencersede que José Eugenio y sus tres hermanas lo veían muy infe-rior y desacompasado, recrudecía y subrayaba cada uno desus hallazgos encarnados en banalidades. Su madre, doñaMunda, que cuidaba de los cuatro hermanos después de lamuerte de sus padres, se sonreía, cabeceaba la rendidamaravilla, y después repetía con los más cercanos vecinosaquellos aciertos, olorosos a recio tomillo campesino, peroinoportunos e hirientes, como si fueran napolitanas pelotaspolvosas lanzadas a los rostros de los manumitidos y espanta-dos espectadores, familiares o muñecos de barbería, amigoso peleles de cafetucho, como hacía en su pueblo de RanchoVeloz. Entresacó una cáscara de limón de la natilla, que ce-rraba unos dominicales ajíes con pollo, le preguntó a sumadre doña Munda: —¿Es cepa siria o persa? Yo prefierola cepa siriaca, pequeños y muy amarillos. Son de un amari-llo cansado, como el oro que se ve en la tiara de algunosreyes asirios—. El coro familiar se entonteció en unespesísimo silencio, las miradas se ocultaban unas de otraspara no levantar la risa de los cuatro hermanos. La AbuelaMunda para salirle al paso a las contenidas malicias irónicasde los pequeños, le dijo: —Eso lo debes de haber leído en ellibro de Reynoso, que teníamos en el ingenio, aquel queel capataz ponía arriba de su mesa los días de inspección yde rendir cuentas—. De sobremesa el tío Luis se llevaba lamano al cinturón recién adquirido, ahora muy ceñido porla incorporación excesiva de viandas y postres muy azuca-rados. —Piel de búfalo del Ontario, y la hebilla la mandé ahacer siguiendo un diseño de Jean Pelletier, platero de laescuela de Lyon, no muy sobrecargada de ornamento, perotampoco una cáscara de oro—. Se despidió olvidando total-mente los garzones de la casa, y su adiós no parecía contarcon ellos para esperar la nostalgia de su regreso.

José Eugenio se decidió a penetrar en una situación fa-miliar que durante algunos años sólo había existido paraél en indecisiones y reflejos. Pero las últimas insolencias y

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excesos del tío Luis, exasperándolo, lo obligaban casi aconversar con su abuela acerca de escaseces y dificultadesde sus tres hermanas y él, a pesar de que sus ingresos lejos depermanecer invariables, se enriquecían con nuevos apor-tes de ventas de miel de palma, comprada vorazmente porlos asmáticos, pues su calor limpia el árbol bronquial decargazones y ramajes cansados. —Me es muy difícil com-prender cómo los tacones de mis hermanas se doblegan, ylas cintas que usan en los encajes amarillean y se deshilan, apesar de que esta casa sólo se mantiene por los envíos delCentral Resolución, mientras otros —sólo podía aludir al tíoLuis—, a quienes no se les conoce trabajo desde que hanllegado a La Habana, se compran ropas y hebillas diseña-das por plateros franceses. Y aunque usted Abuela Munda,dice tres veces todas las semanas: el dinero de los huérfanoses sagrado, ha terminado por ser sagrado, invisible y lejanosólo para nosotros, que tenemos que vivir como pobres nosiéndolo, y además teniendo que soportar ser los últimosde esta casa, cuando todo el mundo sabe que la única pen-sión por la que se mantiene la casa es la de nosotros—. LaAbuela Munda lo oyó hasta el final con fingida frialdad, ydespués como una estatua de pesadilla comenzó a dar sushachazos fríos, de caídos dedos helados, al principio lenta ysilábicamente, después en turbión, dejándose arrastrar porsus palabras.

—Cuando tu padre cargó con todos nosotros y nos llevópara el Central, no pensó que nos arruinaba a toda la fami-lia. Estábamos acostumbrados al tipo de trabajo fino deVuelta Abajo, al tabaco, a las mieles. Teníamos ese refina-miento que tienen las gentes de tierra adentro cuando es-tán dedicadas al cultivo de hojas muy nobles, y a adivinarlos signos exteriores de los insectos en relación con las esta-ciones. Ese trato con la naturaleza cuando elabora esos pro-ductos de distinción y excepción principales, el arroz, el téo la hoja de tabaco, pasa a las manos primero y a la visiónpara el primor después, pues los campesinos que se dedi-can a esos cuidados tan exigentes que casi siempre acabanpor enfermarse de silencio y de soledad, son como losvolatineros o los armadores de ballet, hombres nacidos yadistintos y con la silenciosa nobleza de quienes acompañan

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todo gentil desarrollo. Así su tío tiene esa necesidad de re-milgo y de sentirse excepcionado en relación con los de-más. Me recuerda aquel escritor francés que nos hablabadel placer de saber que era la única persona que estaba to-cando el violín a las tres y media de la mañana. (Posicióningenuamente maliciosa, pues para todo verdadero artistael momento de la creación es siempre un poco la mediano-che.) Así cree que su cinturón es único al venir del Ontario,su pasión por la ópera lo hace sentirse un monarca deldespotismo ilustrado, o su erudición por las cepas de loslimones provocar destructoras envidias. Es una inocentadaque tiene raíces muy fuertes. Un día llegó toda la troupépinareña de los Méndez al Resolución, y aquellas escandalo-sas y malolientes extensiones de verdes, aquellos sembradíosde caña vulgarota y como regalada por la naturaleza, paranosotros que estábamos acostumbrados a un paisaje muymatizado, al principio nos desconcertó, pero acabamos so-metiéndonos a la decisiva extensión de sus dominios. Eraen el fondo, el sometimiento de toda mi familia a la brutaldecisión de tu padre. Entre los dos había una gran diferen-cia de años, pero a penas se notaba, pues tu padre era siem-pre el fuerte, y tu madre, la delicada. Ella tenía diecisieteaños y él treinta y siete, había esa diferencia de años quesepara al padre de los hijos. Pero a pesar de eso, mi hijaEloísa parecía más cerca de la muerte, y él abrevando achorretadas el agua de la vida. Pero el Central estaba enuna hondonada y muy pronto ella se fue sintiendo catarrosay debilitada, y añoraba los pinares y la tierra purificada pordebajo del mar, en una tierra que forma después gruta paralos ríos. Había que fijarse tan sólo en el pescuezo de tu padre,y en las aletas de la nariz de mi hija, para ver que sólo lasdiferencias los unían, las desemejanzas que se podíancomprobar detalle a detalle, terminaban en una incompren-sible unión y religación casi sagradas. Esas mismas des-emejanzas los habían hecho uno para otro. Tu padre teníapescuezo de torete, inmóvil y como de piezas soldadas; cuan-do viraba el rostro parecía que volteaba todo el cuerpo. Eralento, ceremonioso, parecía que guardaba sosegadamentelímites y sombras en el bolsillo del chaleco. Tu madre teníala rapidez invisible de la respiración, parecía habitar esa

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contracción, ese punto que separa lo mineral grabado porla secularidad y el desprendimiento, del nacimiento de loque bulle para alcanzar la forma de su destino. A veces, mefijaba despaciosamente en el cuello de tu padre, y despuésestaba largo rato como siguiendo con mucho cuidado, te-merosa de que fuera a desaparecer esa vibración que meera tan grata, las aletas de la nariz de tu madre. Así acababa,cuando volvía a fijarme en el cuello inmutable, por ver cómose había apoderado de él como un esbozo de ondulación enuna esbeltez imposible. La atracción de los vascos por losingleses parecía continuar su tradición en esa pareja, puestu madre era hija de descendientes de ingleses entroncadoscon cultivadores de la hoja del tabaco. El valle donde estabael Resolución era muy bajo, su ausencia de litorales y playashacía un aire muy espeso, adensado, que la sutil respira-ción de tu madre sentía como si la obligasen a respirar pordebajo del mar. Decidieron, para su mal, que pasase unosmeses en Viñales, en la casa de su hermana Enriqueta. Losprimeros días de estancia le advirtieron que rehusara la mielde palma y que probara sin susto la miel de la flor azul.Pero mi hija Eloísa sentía un asco mágico por todo lo quefuese alimentos oscuros, impenetrables. Su esposo, el Vas-co, quería que saboreara los chipirones rellenos, bastaba supoca refracción, su escasa acogida a la luz, para que los re-husara mirando hacia la pared, pues su contemplación lanauseaba. La miel de flor azul perdía el color de oro que-mado, de hilacha de Lohengrin sobrenadando en la cabal-gata alemana, que tenía la miel clásica. Las abejas sólo libabanen la flor azul y producían una miel que competía con lasde más espléndidas tradiciones mediterráneas. La otra miel,la de palma, estaba hecha reemplazando el panal por laoquedad que hacha algunas palmas. Las abejas libaban enla propia circulación de la palma, se hundían en sus co-rrientes para extraer la ambrosía. Pero no podía eliminarun sabor que algunas preferían en la miel de menjunjesmás que a la de golosinas, como a aceite de coco, a vivientelinfa clorofílica. Su terror a incorporar la impenetrabilidad,el alimento oscuro, la perdió, ay, irremisiblemente, puescogió un tifus negro que en dos semanas la llevó a ver alCanciller Nu, el victorioso, que es el primer portero del

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submundo de los egipcios. Las raíces de la palma se prolon-gan como hilos, tienen que tardar en purificar la linfa queva a ascender, pues la extensión de la palma requiere unhumor ligero, muy filtrado, para que pueda trepar por den-tro. Esas raíces se extienden a las tierras corrompidas, don-de el humus ha permanecido ablandándose y haciéndosemás rendido a la invasión de aquellos hilos que buscan suveneno. Por eso fue advertida que cuidase de la miel de lapalma, muy transparente, muy ligera, pero dondesobrenadan los gérmenes del líquido corrompido. Su muer-te picó el orgullo de tu padre, la tomó como una ofensa. Ytodos los de nuestra familia comprendieron de inmediatoque estaba perdido. De la misma manera que algunos añosantes se había convencido de que él era el fuerte, y eso jus-tificaba nuestro sometimiento, y que todos nos colgáramosde él como de un clavo en una piedra. Repetía cuando seencontraba con alguno de nosotros: «Dios no me debía ha-ber hecho esto, ha sido injusticia de Dios.» La muerte de suesposa lo hizo sentirse irremisiblemente incompleto y enton-ces el orgullo comenzó a volarle la cabeza. Un deseo de silen-ciosa venganza empezó a martillarlo de día, cuando revisabael trabajo en el ingenio, y por la noche, cuando nosotros lorodeábamos, y ya no quería comer en la mesa, pues queríaocultar que no comía, y todo lo que la naturaleza podía re-galarle, lo despreciaba. El orgullo de que había sido insulta-do por la divinidad, y el desprecio de todo lo que él creíaque provenía de su enemigo, hicieron que toda nuestra fa-milia contemplase con terror sagrado su hundimiento.Cuando se convenció de que se moriría muy pronto, se levio un solo día sonreírse, fue cuando creyó que ya podíadirigirme la siguiente frase, que siempre recuerdo con es-calofrío: «Dios no debería haber hecho eso», hizo una pausay concluyó: «Ni yo tampoco debería haber hecho esto.» Suorgullo lo había convencido diabólicamente que por mediode esa venganza igualaba a la divinidad. Así es como yo in-terpreto esa enigmática actitud suya, pues cuando me dijoesa frase, esbozó con desgano una sonrisa helada. Todos no-sotros sólo reconocimos en seguida a él como el fuerte, elque podía expresar los deseos que recorrían a mi familia,demasiado sutilizada por un paisaje pequeño y precioso,

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poblado de gracias adorables. Mi padre se levantaba a lascinco de la mañana, pues cuando el alba era ya demasiadoapoyada se tornaba muy irritante para las hojas de tabacorecibir al mismo tiempo el riego de aguamanil. Mi padre lohacía con el cuidado de quien descifra una antigua escritu-ra. Toda mi familia se había vuelto lenta y misteriosa comoel cuidado de las hojas, invisiblemente obsesionada como elmatrimonio de las abejas. Lo reconocimos a tu padre comoel fuerte, y al morir su esposa creo que se convenció que eseera el único ligamento que hacía suscitante su fortaleza connuestra delicadeza, que no forzaba nunca el destino, que alrespirar vibraba las aletas de la nariz como si tardase enreconocer el aire como propio. A su muerte vinieron losadministradores y aquella fuerza fue reemplazada por gru-pos de enmascarados, parecía que nos gobernaban ciegosdisfrazados de incógnito. Pero ahora nuestra subordinaciónes más pobre, abstracta y miserable. Es la pensión que uste-des reciben y que yo administro. Ya no hay lucha de paisajes,ni el pescuezo se reanima con las vibraciones de la nariz.Arrastrado por la fuerza decisiva y rítmica del Vasco, tu tíoLuis se pasaba las horas con un gigantesco cucharón avi-vando los caldos, circulizando la masa líquida, para evitaruna irregular cristalización del terrón, pero ahora con lapensión habla de hebillas y de plateros franceses, de escue-las de ópera y de reyes asirios. Maldigo que la descendenciadel Vasco nos subordinase con pensiones...

Para poner un final a la violencia verbal de ese momento,José Eugenio salió del cuarto dando un portazo. No queríaoír los sollozos con que su abuela rubricaría su monólogoterminado en maldición. Salió al corredor y entrevió el tor-nasol de las persianas. En el primer piso que habitaba sufamilia, la casa estaba enmarcada en su interior por unagalería de persianas, donde se precisaba a veces el cuadra-do lunar en el patio de la casa de abajo, y los rostrospintarrajeados, resbalantes de grasa y sudor de la familiaque allí vivía. La galería precisaba en un lenguaje de per-siana a persiana, como quien sólo pudiese entenderse porel movimiento de las pestañas, la familia que vivía en el pri-mer piso de al lado. Lo tironeaban aquellas persianas por-que esa casa había estado desocupada como unos tres meses,

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y ahora cuando se deslizaba su curiosidad por las persia-nas, podía detener momentáneamente las nuevas figuras,que parecían llegadas del extranjero, que traían trajes deinvierno, lana y casimir nórdicos muy abullonados y doblespara nuestra estación. Cada vez que la cuchilla de aquellaspersianas cortaba una de aquellas figuras, en el rejuego delas persianas movilizadas por el cabrilleo de sus miradas,iban cayendo nuevos rostros, brazos que al repetir sus telaso uno de sus gestos eran luego recorridos y completadospor la voz que los había acompañado en algunas murmura-ciones, pues todos los sonidos llegaban en declive y con suespiral cumplida. Como también le molestaba que su fami-lia lo viese como fija posta detrás de las persianas, paseaba alo largo de los corredores, esperando que el azar lograseque la misma flecha atravesase dos persianas semientor-nadas y fuese suficiente para detener un rostro, una mangade campana o un brazalete de ofidios áureos y somnolientos.Se perdían de nuevo las figuras, o comenzaban a cantar, perola voz lo confundía aún más en su paseo por los corredores.

Después que su abuela vació el rencor que había llegadoa sus límites al ver las secretas burlas que rodeaban a su hijoLuis, la delicada atmósfera que era como la neblina diariade la casa hacía muy subrayable cualquier gesto o palabrasridículos, o aun excepcionales, trocando en José Eugenio lasorpresa asimilada de las palabras de su abuela por la mo-notonía que con frecuencia casi diaria lo rodeaba en la me-dianía de la tarde. Esa misma delicadeza de la familia poníaentre él y las cosas o las circunstancias, distancias imposi-bles de llenar aun con las zonas opacas que se entreabrendentro de la visión. Si alguien bailaba un trompo o corríadetrás del heladero, puntos de una línea en movimientoque él no podía reconstruir, trocados en laberinto frío, in-diferente, sin posible invitación para él. Se sentó en el quiciode la puerta de su casa. Prolongó sin objeto esa situación,en la que el hastío ahumaba las puertas que le rodeaban.De pronto, vio salir por la puerta que correspondía al pisoalto de al lado, alguien de la misma edad suya, muy desen-vuelto, de criollos tobillos de antílope, que al pasar por sulado ni miró ni saludó, como si no tuviera nada que ver consu hastío precrepuscular, ni su ceguera para los puntos de

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inmediato secuestrados, las luciérnagas desprendidas porlos huesos de la secularidad del barrio. Aunque hacía pocosdías que había llegado de Jacksonville, caminaba con la tran-quila virtud posesiva de quien domina una tierra y un airecomo por añadidura o regalía; se desenvolvía como si unadivinidad ancestral lo hubiese lanzado en aquel barrio, re-conociendo las situaciones y los objetos por una especie dememoria tan ancestral como erótica, que lo amigaba al ins-tante con su circunstancia. Era Alberto, a quien ya vimos ensus andanzas por Jacksonville, con los emigrados políticos,ocupando en su casa el puesto de primer hijo varón a lamuerte de su hermano Andresito, el grácil violinista dela trágica tómbola. Llegó al estanquillo de la esquina, y cuan-do lo recapturamos está envuelto en un humo de escafandra,de encrucijada. Bailotea con la cabeza ese humo, como sisacudiese un oleaje percibido tan sólo por la memoria so-terrada. Muestra su orgullo, aunque permanece indiferen-te a la posibilidad de entrar en el cono de ajena visión, enese primer encuentro con su propio humo. Después de suregreso de Jacksonville, cada cigarro le va probando que yaha regresado del mareo, que ya está firme sobre sus tobillosde presuntuosa venatoria. ¿Qué puede hacer en esa esqui-na? ¿Cómo no vamos a ofenderle regalándole una finali-dad, una cadeneta causal que desprecia? ¿Quiere saborearla sombra espesa de San Nicolás y Laguna? Es una esquinade sombra para buen fraile, como se decía con prolongadavoluptuosidad en La Habana que comenzaba la secularidad.Era la sombra repantigada de los frailes, que como en elcuento de Villiers, hacía que a los diablos les gustase dor-mir a la sombra de los campanarios. A la mejor calidad deuna sombra. Marina y Luisa, dos periquitos japoneses porsus entrecruzamientos de verde, de puntitos verdes, en susextensiones de crema rósea o de azul lánguido de mar deprofundidad arenosa. Creyendo intencionalmente que laslíneas sueltas, descarnadas del crepúsculo, se dirigen a ellaspor una mediatizada voluntad que les lleva con injusticiamiradas, saludos, fragmentos de ceremonial, y al regalarselas obliga a caer en sus faldas como florecillas de un Reynoldsantillano. Ellas quieren que Alberto Olaya esté detenido enla esquina, poseso de su languideciente piel de caramelo de

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piña, pero él sólo siente el escandaloso tropiezo de su indi-ferencia y la exquisita pertenencia de su humo. Piensan quese van a apoderar del tranquilo laberinto de su visión, su-biéndolo y destrenzándolo por el juego de rosetonesdescascarados y espirales toscamente impulsadas de su bal-cón. Colocan maderas, cartones para el tropiezo de las mi-radas. Quieren entreabrir una vanidad espumosa y fea enla sequedad de una indiferencia envuelta en humo. Luegoel padrastro improvisa una chaquetilla con gruesas barrasde un siena de anca de caballo. Agita el puño, mueve lacabeza con senequistas sentencias de letrina española, enar-bola una maceta con hojas de malanga que le pegan en lasmejillas o recibe nuevo impulso de las espirales oxidadasdel balcón. Fingen una indignación pequeñita, están falsa-mente unidos por una farsa: la de enardecerse con el fingi-miento de que Alberto Olaya las mira. El humo le ha idofabricando un contorno como si fuese una armadura queciñe con sus metales esmerilados la congelada niebla mari-na. Y el padrastro y las dos cremas rosada y azul turquí, sevan también endureciendo en sus volantes círculos. Ya sonalcioneras ridículas en sus nietzscheanos días alcióneos.Alberto Olaya dentro de su niebla marina de tedioso humo, vadescribiendo los pisapapeles, la humedad de la sombra, elpolvo de doradilla que se va cayendo de los letreros. Cie-rran todas las puertas del balcón y el canario pide tambiénque no lo dejen al primer frío de la noche. Su nerviosa indi-ferencia había puesto al descubierto la farsa de aquellos quequieren que sus sentidos sean descubiertos. La respuestahubiera sido la comprobación de un momentáneo acuerdode los sentidos universales. Y Olaya estaba demasiado flo-tante, demasiado sostenido por esas evaporaciones de laespesura de la tarde, enredada en círculos sobre sí mismacomo un pitón de escamas tatuadas, interrumpiendo el sue-ño talmúdico a cada flechita inicialada, a cada angelotejorgete que quería estrangularle uno de sus anillos, sin lo-grar despertarle el traslado de sus energías, llevadas al hornode las metamorfosis. El compás de sus pasos era de regresoa su casa más dilatado y más lento, pasó de nuevo junto alquicio donde seguía sentado José Eugenio, no miró comola vez anterior, pero comprobó aquella cercanía por las

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palabras que devolvió al salir de las evaporacionesprecrepusculares y del humillo del antro burlesco del pa-drastro que quiere con fingidas indignaciones que sus hijasfalsas sean recorridas clandestinamente en su interior porinexistentes flechadores de torres doblegadas. La voz deAlberto pareció saludar sin mirarlo, y dijo al empezar a su-bir la escalera de su casa, bailándole ya el fósforo de la ener-gía muscular: —Me molesta cuando miro hacia arriba, quese me pongan delante dos piernas—. José Eugenio habíaatrapado la rotundidad de la frase, pero ya Alberto Olayapenetraba en su casa dejando las sílabas sin cuerpo, trayen-do el cuerpo a recoger sus sílabas.

Al día siguiente, en hora correspondiente a la del día an-terior, vemos a José Eugenio apostado de nuevo en el qui-cio de la puerta. Recordaba los pasos de Alberto cuandosalió de su casa hasta el estanquillo, animal que sale paraabrevar, en este caso para fumar y rodearse de humo mez-clado en cloruro de sodio de espuma. Su indiferencia en lainquietud de aquella esquina, se colocaba él en esa situa-ción y veía como se rompía, como una estatua que comien-za a mostrar un guante viejo, en algunos de esos momentosque Olaya había mostrado duros, impenetrables, soldadobloque de arena que la niebla costera retocaba de gestos eimprovisaba la inexistente pelusilla de la barba. La decisiónde los pasos del regreso, agrandados, graciosamente exage-rados, como el gamo después de saborear la entregada co-rriente busca la sombra del ceibo, poniéndose en marchacon un ligerísimo trotecillo. Luego sentía de nuevo las síla-bas, dichas a su lado, pero sin precisar su bulto de sombras,su existencia apoyada en un hastío milenario. Y no obstantela frase caminando como un ciempiés, con rabo de cabezade serpiente, y cabeza con entrantes y salientes de llave, decontracifra, iba a entregarle los laberintos y bahías de losotros años que regalaría Cronos. Clave de su felicidadprimigenia y generatriz, sombra de fondo para deslizarse alo largo de su calle.

Después de varios días de guardia en el murruñoso mi-rador del quicio, José Eugenio acudió con más insistencia alos entrevistos de las persianas. El rejuego de las persianasconvertía la morada de los nuevos vecinos en un poliedro

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cuyas luces se conjugaban en la cuchilla instantánea de laspersianas. Aquellos recién venidos se convertían para él enfragmentos de ventura y misterio, en acercamientos dechisporroteos que rodeaban a la persiana de un plano deluz amasada y subdividida, quedando en la visión fragmen-tos que al no poder él reconstruirlos como totalidad de uncuerpo o de una situación, continuaba acariciando con unaindefinida y flotante voluptuosidad. Así iba entresacando ydespués fijando las instantáneas ráfagas que aclarabangiróvagos perfiles del acuario:

El brazalete de doña Augusta, formando una serpiente, secerraba en un broche que presionaba la piel del antebrazo,levantando como un hilillo de piel, a veces el hilillo se oscu-recía por el sudor. Los ojos de la serpiente eran dos rubíes.

Rialta usaba un ligerísimo, temblante jipi. Su sombraacompañaba el cuidado con que estaba hecha su nariz; lapiel la recubría como un brocado florentino. A veces, usabauna manteleta, como para cubrirse el catarro, blanca conpuntitos rojos.

Se adormece al atardecer don Andrés Olaya en su escri-torio. Cuidadosa división de pequeñas gavetas, llenas depapeles, sólo reconocibles para él. Se acerca doña Augustacon una bandeja, llevándole un vaso de vino. Doña Augus-ta permanece algunos instantes en su somnífera presencia.Cuando se convence que su sombra no es suficiente paradespertar a don Andrés, le da un golpecito en el hombro.Disimuladamente sobresaltado, saborea un jerez con galle-tas inglesas. La bandeja se refracta en las persianas, y JoséEugenio se ciega por el turbión girador de la luz.

Algunas veces la casa apresura su ritmo en el paso de lassombras por las persianas. Es la Vieja Mela, la madre dedon Andrés. La señora Augusta aparece solícita, pero untanto distraída. La viejita no es querida, pero su autoridadse ejerce a través del total acatamiento a don Andrés.

Una mañana sorprende José Eugenio abierta una de lasventanas de la galería de persianas, y puestas en el marcotres naranjas picadas en dos, puestas en el rocío y espolvo-readas con crémor. Después supo que la viejita era asmáticay se aliviaba con esos polvos que se introducían en las na-ranjas guiados por la frescura del rocío.

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Por la tarde, los domingos de alegre y momentánea dis-persión de la familia, doña Munda ocupaba la sala en todasu extensión. Cobraba más alegría cuando José Eugenio,en la somnolienta reverberación de las tres de la tarde, ibarevisando pieza tras pieza de su indumentaria, con el soni-do de tabaquera vienesa cobrado por el almidón rompien-do sus cuadrados por los codos y las rótulas, revisandocuidadosamente las carteleras de los periódicos, para verdónde se anclaba el domingo. Salía un tanto atolondradopor el esfuerzo de vencer el cansancio muscular que se vuel-ca sobre la siesta, a esa hora en que los animales se ador-mecen sobre la tierra más húmeda, cercana a la corrientesubterránea.

Se dilataba el rostro de doña Munda, su bata parecía pro-longarse en nube galerón, cuando media hora más tardede la retirada dominical de José Eugenio, penetraba su pre-suntuoso tío Luis Ruda. Desde el estallido de la pequeñarebelión, cuando la conversación entre José Eugenio y suabuela, el tío Luis había hecho una retirada convencionalhacia la casa de huéspedes, donde su colorido provincianose aposentaba gustoso en el abigarramiento y en la diversi-dad de aquel poliedro formado por sumas errantes, des-templadas, desoladas, de aportes fragmentarios de la dis-persión de la familia. Entraba en la conversación con sumadre doña Munda, con fingida indignación, para impre-sionar a la vieja, de suyo irritable por la sierpe de nerviostrenzándose, en ausencia de carne, por los huesos en pun-ta. Muy breve el saludo, arrastraba la silla para acercarse ala vieja, quedando en la simetría de las losetas un raspona-zo, semejante a la maldición que un profeta graba en lapared con un carbunclo, ojo de tigre para la indiferentepoltrona del tirano.

—Tener que estar dando saltos por las esquinas, hastaque ese mequetrefe se vaya a ver los títeres, me hace estarhumillado desde la raíz. Desde hace media hora, vuelvo,rectifico una cerilla. Me apresuro después, finjo querer pre-cisar el canario en su jaula de doradilla. Tengo los ojosirritadísimos, por ir revisando cada uno de los pequeñosbarrotes, abrillantados por la dominical limpieza de losmetales.

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—Con venir a la casa, sentarse, y no hablarle a JoséEugenio —contestó doña Munda, sonriéndose de la esce-nografía esbozada—, todo quedaría bien resuelto, y nosevitarías esos saltitos de guajiro que va a poner cuernos a sumejor amigo. Pero también tú eres un leperón costoso ytenemos que sobreaguantarte. No quieres pelearte con él,porque sabes que con su paga sale el cuarto donde te duer-mes después de lo operático cursi. Pero al mismo tiempo teenredas, te justificas en esas complicaciones inútiles, quedespués te calman, pues crees entonces que la has llenadode dignidad. José Eugenio no lleva esa ingenuidad que túle regalas; una fuerza muy parecida al pescuezo corto de supadre, se va desarrollando en él con secreta naturalidad,ahora que está entrando en la adolescencia.

—Cemí el Vasco nos dominaba —contestó el tío Luis—,nos dominaba desde que respiraba, parecía que sus pulmonesal respirar en el aire, necesitaban más espacio comunicadopara una dilatación y contracción de leñador muy poderosa.Si caminaba, cualquier interrupción en su camino, parecíauna insensata frivolidad, como una oruga gigante pare-cía que iba mordiendo la línea secreta de su trayecto. Peroel mocito está más bien en la línea de su madre, y es sudelicadeza lo que ahora nos aplasta. Sé que no lo podemosirritar, pues si protesta ante el otro vasco, primo de su padre,hay una cláusula en el testamento que le permite llevárselosy quejarse luego ante el juez, modificando la tutoría. Claro,que usted sentiría quedarse sin el cofrecito de onzasisabelinas. Interpreto su ternura, y disculpo.

—Óigame lo que le voy a decir —comenzó la AbuelaMunda, rastrillando las palabras con pequeños globos depastosa saliva, con la irritación de un vikingo nonagenarioapaleando una aguja fuera del agua—, cada familia tieneun ordenamiento en la sucesión. Este es el momento queme concedió mi eternidad, y ni tú, que eres mi hijo, me vasa confundir la cabeza, equivocándome cada vez que tengoque interpretar los signos de cada situación familiar. Des-pués de la muerte del Vasco y de mi hija Eloísa, tengo yoahora la responsabilidad ante Dios y no la pienso delegar.Tú eres sólo un accidente entre los hijos de mi hija y yo.Serás siempre el eco, la oblicua, de las diversas variaciones

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que se establezcan entre los cuatro hermanos y su abuela.Además, José Eugenio tiene la delicadeza de su madre y,cuando la oportunidad se entreabre, la increíble energíaacumulada de su padre. Cuando le hace falta algún dineri-llo, cada vez que se encuentra conmigo, enrojece. Él creeque yo no me doy cuenta de ese matiz, pero con qué secretaalegría ancestral percibo ahí una metamorfosis de mi hija,que se mareaba tan sólo al ver el pulpo o el calamar en lacazuela. Un día penetró en la talanquera del Resolución, ungusano que parecía que sudaba leche, desollado, puesto alrevés, lechuza muerta enviada por broma en una caja dezapatos. Mi hija al verlo, al instante se puso a vomitar, suje-tándose de la concha veneciana. Si a José Eugenio le hacefalta algo para ropa o domingo, se lo pide a las hermanaspara que me lo digan a mí. Y las hermanas comienzan arevolar, a esconder su timidez. Hasta que una de ellas, muycolorada, me lo dice muy deprisa. Qué delicadeza para pe-dir lo suyo, qué elegancia para recoger lo que nos han pres-tado. La escena aquella con José Eugenio, tiene que haberlohecho llorar muchas noches, pues una vez oí ruidos en sucuarto, me acerqué, y con la almohada curvada sobre lacara, mordiéndola casi, me di cuenta que sollozaba. Desdeese día pienso en mi hija y en los sentidos que como hojas lahubieran ido rodeando para formar con sus hijos unacámara sagrada, como esos árboles desarrollados por lacercanía de la sombra de otro árbol, sin mostrar ningunasubordinación de cuerpo a sombra, pues sus raíces se cla-van en la inmediata corriente, justificando orgullosamentela unidad de su jerarquía. En cuanto a la grosería de losdoblones isabelinos, revelas cómo desconoces la forma enque nuestra familia se apoyaba, necesitaba la sombra fuertede ese apoyo, para jamás preocuparse por la vulgaridadinsolente de su adquisición. Cuando bailan más las onzas,las gastamos con la alegría de quien se sabe vigilado porDios; cuando faltan lo soportamos con desdeñoso e indife-rente estoicismo. Después de la muerte del Vasco, cada vezlo veo más como un rey vigilado por Dios. Pues sólo losreyes sienten el deseo de rebelarse contra los dioses y titanes.Murió por una rebelión teocrática, que hoy en día muy pocossienten ya. Su imaginación era de tipo feudal, viudo, su

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orgullo se rebeló contra aquella ventolera que penetró enel misterio de su sacramento. Qué poco tiempo duró suviudez, pues su brutal energía de pronto se aplicó a su pro-pia destrucción, a rebelarse contra el creador por la dismi-nución de la criatura.

—Usted siempre, Mamá Munda, queriendo colocar lafamilia en el paraíso pradera de los incas —replicó, riéndo-se con mal llevado nerviosismo, pues la vieja silabeaba loshechos y dichos de la familia con la seriedad délfica frente alos destinos—. Pero no vaya a suceder que su deseo de verlos días de José Eugenio dentro de la luz delicada de su hijaEloísa, lo vayan apartando del colegio, de marchar, de atra-vesar un boquete a oscuras, que era la mejor tradición delVasco. Nuestra familia se había convertido en una hoja des-cifrando el rocío, voluptuosa traducción que hacía muyespaciadamente. En las sutiles volteretas de la hoja enro-llándose en la sombra. En las piedrecillas que el relojpedáneo de las grandes aves deja caer sobre las hojas, des-pertándose, y comenzando la hoja la deglución del tiempoabandonado, ausente, envés del tiempo para la casa de lahoja. De pronto, aquel mundo vegetativo sintió losaguijonazos de la energía acumulada por el Vasco, pues cau-saba la impresión de un embutido lleno de densas nubeseléctricas. Así nuestra familia pudo abandonar la grutapinareña para bajar al desierto del centro, y comunicadaesa energía a nuestros músculos somnolientos, pudimosresistir lo calcáreo, los abrillantados esqueletos tatuados porlas hondonadas. Usted a veces se distrae, y en su paradisíacapradera se adormece, pero ya José Eugenio, debía estarpupilo en un colegio. A pupilo, he dicho, para que no lamoleste, y usted pueda ocuparse mejor de las tres hermanas.

—Sí, sí —replicó la Abuela Munda, bajando la cabeza comosi le regalase la razón, y subiéndola después más de prisacomo si invocase la razón trinitaria, la del Espíritu Santo,que era en definitiva la que ella iba a oír—, ya es hora deponer a José Eugenio en el colegio. Pero no te empeñestanto en señalarme la ruta donde debo mandarlo. Si te hasimaginado que saliendo él, vas a entrar tú, te equivocas.He hablado con el primo de José María Cemí, todavía el Vas-co sigue mandando, para conseguirte trabajo ya por el

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extranjero. Estás por los treinta años y no has podido lo-grar tu encaje y asentamiento, sigues de saltamontes farole-ro, de la ópera a las esquinas tenorinas. Él va de pupilo alcolegio, pero tú irás al extranjero. Ve ensillando paraVeracruz, el aire de altura es allí como una buena pasadapor los bronquios. Eres un viejo accidente ya entre noso-tros, y eso quiere decir que debes ir a buscar tu centro alextranjero—. La vieja subió la cabeza con irrebatible alti-vez, como Catalina de Rusia, bondadosa en la severidad delceremonial, al recibir una comisión de fisiócratas, y despuésinexorable, desdeñosa, implacable, llevando esa misma no-che los trineos para el burlesco regreso de los embajadores.Dejó la Abuela Munda la cabeza en alto, hasta que el tíoLuis comenzó a bajar la escalera. Después, calmosa, se diri-gió al escaparate y extrajo la colonia, aspirando un instan-te. Al pasar de nuevo, comprobó la raya de su peinado en elespejo.

El tiempo, como una substancia líquida, va cubriendo,como un antifaz, los rostros de los ancestros más alejados, opor el contrario, ese mismo tiempo se arrastra, se deja casiabsorber por los jugos terrenales, y agranda la figura hastadarle la contextura de un Desmoulins, de un Marat con lospuños cerrados, golpeando las variantes, los ecos, o el tediode una asamblea termidoriana. Parece que van a desapare-cer después de esas imprecaciones por debajo del mar, o ahelarse definitivamente cuando reaccionan como las gotasde sangre que le sobreviven, pegando un gran manotazo ala estrella que se refleja en el espejo del cuarto de baño;pero son momentos de falsa abundancia, muy pronto losvemos que se anclan en el estilismo, buscando el apoyo deuna bastonera; tropiezan con una caja de lápices de colo-res; sus ojos, como puertas que se han abierto sopladas porun Eolo sonriente, se fijan en un vajillero, retroceden, es-tán temerosos que el airecillo que les abrió la puerta, avien-te los cristales, y están apoyados en un sombrero circasianode carnaval, cubierto de escarcha y de plumoncillos. ¿Fueese el único gesto de aquellas largas vidas que adquirió re-lieve? O, por el contrario, el brutal aguarrás del tiempo losfue reduciendo, achicándolos, hasta depositarlos en ese sologesto, como si fuese una jaula con la puerta abierta para

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atrapar a un pájaro errante. Rostros conservados tan sólopor el ceremonial de su saludo, avivados de nuevo por elrecuerdo despertado por una entrada de Luis XIV, enVersalles, oyendo las enfáticas y solemnes fanfarrias deCharpentier. Si una banda de familiares necesitaba de mue-bles anacrónicos para apoyar su sombra, logrando, comoya lo sorprendimos, las más fortuitas y silenciosas semejan-zas, apoyábanse ahora en los largos y retorcidos alambrespara destupir el servicio, con el tiempo prolongado, volup-tuoso, en que antaño habían mezclado deliciosamente are-na con limón para limpiar sus estoques, utilizados en susexcursiones al México porfiriano, cuando querían visitar lafuente de La Ranita bailando con su guitarra. Si antes esaremansada troupé de carneros con rostros humanos, se ha-bía anclado en el estilismo para que sus sombras tuviesensus escapadas por la tierra de puertas y ventanas, ahora elhistoricismo las domesticaba, dándoles una vida de recha-zo, casi fulminante, como las bolas de marfil lanzadas haciaatrás, hasta producir el sonido seco de su encuentro, comosi estuviesen caminando esas mismas solazadas sombras so-bre arenas muy húmedas, aunque apisonadas. Cincuentaaños después de su muerte la cólera del tío Alberto volvía asurgir de rechazo, al ser comparada con la del duque deProvenza, cuya furia consistía en despedazar el vajillero real,pieza tras pieza. El tío Alberto cuando discutía con su ma-dre, la señora Augusta, rompía una motera de Sèvres conescenas pastorales, quedando las cabras con sólo un maxi-lar, o un pantalón corto quedaba sin prolongarse en unapierna de matinales ejercicios para las danzas cortesanas.La señora Augusta continuaba sus imprecaciones de con-tralto, negándose a vender las últimas acciones de la WesternUnion que le quedaban, cuando en ese momento el cenice-ro de cristal francés tallado, saltando como una mina decuarzo bajo el soplete y las enloquecidas carreras de losgnomos, recostaba sus fragmentos en el cesto de mimbretrenzado. Su manera de retroceder, rompiendo cristales demarca y pisoteando plata martillada, ante el dictum de laseñora Augusta, hubiera caído en el más inhospitalario ol-vido, si alguien de la familia al encontrarse con la cólerapeculiar del duque de Provenza, no la hubiera avivado de

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nuevo por una especie de analogía de sombras. Pero esamisma masa de estilismo y de historicismo al volcarse sobreel sombrío barrio de Proserpina, reservaba sobre la infantily un tanto cínica galería de rostros ancestrales, descargasde eléctricos nubarrones, rapidísimos castigos, como apre-tar a esas mismas sombras por la cintura y tenerlas sumer-gidas en esas estigias tal vez una centuria. El individualismoeritrero de San Agustín, negaba toda certeza a la apariciónde los muertos. Si eso fuera cierto, nos decía, mi madreSanta Mónica, todas las noches, desde el día de su muerte,hubiera venido a conversar conmigo. Quizá fuera, por elrecuerdo en la Santa de aquel sueño donde ella sobre unaroca, la petrínica romana, llamaba a su hijo como una sirenadesesperada y acordándose de la dura respuesta que le ha-bía dado, de que él era el que estaba en la roca, todavía SanAgustín no se había convertido, y su madre se dirigía aresguardarse en su compañía asentada sobre la raíz pé-trea de lo invariable. Si en vida el cuerpo, aun al apoyarsesobre la ingravidez del sueño, había buscado la rocosa re-sistencia para atraer a su hijo, siendo rechazado con frasesde orgullo, ahora, al abandonar momentáneamente la luzdel paraíso, no encontraba punto de apoyo, pues los másresistentes, las crestas de cuarzo o bloques de mármolmiguelangelesco, habían sido rechazados desde los comien-zos de la fluencia somnífera. Y aquella a quien se le habíanegado su asiento sobre una roca, tenía al llegar en briznas,en cuerdas de guitarra, en la respiración de los recién naci-dos, que correr el riesgo de tropezar con la despreocupaciónfingida de los infantes al peinarse, o con los escobazos quedan nuestras tías al saborear el solitario crepúsculo dominical.

Cuando José Eugenio fue a ocupar su sitio en el primerpatio cuadrado de la escuela, sentía como si por su regióncerebelosa pasase un cometa gobernado por el vozarrón deun enano borgoñón, con corbata arrugada por los apisona-dos compartimentos que en el escaparate ciñen la ropa conla humilde toquilla de las hojas alcanforadas del otoño.Cuando coincidían sus imágenes y la obturación del come-ta, extraía de las animadas figuras del tablero, extrayéndo-las también de su totalidad, la diversidad uniforme de losbotines, y el estilo, que encarnaba las distintas edades, de

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los cuellos. En los menores se extendía como un encaje,dejando ver las indecisiones, las flaccideces de la garganta.Luego, el cuello como un cinturón que ciñese una pequeñatorre de mazapán, iba ascendiendo a medida que la gar-ganta se fijaba, que perdía sus blanduras, que se apoyabaen su propia estructura, desdeñando las blanduras sin apoyodel resto del cuerpo, y la mirada, descendiendo siempre,ante el temor de ser a su vez mirada, desde la superficie lisade las hojas a la casa maternal de las aguas.

Pero dentro de esa agazapada somnolencia se podía adi-vinar que al recobrarse, al darle un manotazo al cometaque venía sobre su frente, se llevaría un fragmento con loesencial de la clave, amarrándose a una pata del águila. Muycerca pudo divisar a su vecino Alberto, que mostraba portodos una superior indiferencia, hasta una indiferencia char-latana, y una brusquedad, un nerviosismo inicial que recha-zaba la música sin apoyo de los sentidos, para penetrar enel boquete, como los náufragos cantan al esconderse por lanoche en las grutas, del aula. Al salir de su casa José Eugenio,serían las siete y media de la mañana, vio ya a Alberto indecisopor las esquinas de sus casas, como quien desvelado, des-confiando de poder recuperar el aguaje del sueño, sale ahumedecerse, a rociarse un poco, para después, teniendotoda la anchura de la mañana a su disposición, volver a lassábanas, de nuevo tibias, mientras la casa recobra su silen-cio al comenzar las faenas, los halos y chisporroteos querodean los preparativos del almuerzo. Fue Alberto el pri-mero que representó la sorpresa al penetrar en el aula, fueel primero que sorprendió y se bebió el espacio, rasgadolevemente por las nuevas respiraciones que venían a aguje-rearlo, a establecer, durante una estación, sus madreporariospara aquellas colonias dermatitas de los recuerdos en-trecruzados y de los flagelos que se descargaban, a través deuna niebla que al ser pinchada devolvía sus rencores ur-ticantes, como expresión de los complementos proto-plasmáticos.

Al entrar en el aula José Eugenio, la figura que menosaclaró en sus primeros recorridos por el espejeante y mara-villoso monstruo que se extendía a su alcance, fue la delmaestro. Veía entre la niebla y el follaje, monstruo de

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tridentes, poliedros que se entreabrían desenrollandoflagelos nerviosos, como un caballito de mar posado en lacaparazón de un tortugón tricentenario. Y en frente otromonstruo, irreconciliable con el primero, que lo sorprendíacon su fija extensión y el matinal tegumento de su piel.Comenzaba a penetrar en el monstruo de la extensión, cuandoel pequeño director, desde su concha, comenzó a disfrazar-se, como si fuese extrayendo sus coloreados mamelucos antela maliciosa intención de los proyectores para sus perver-siones y sus monosílabos. A veces, para subrayar un sonido,prolongaba la mano derecha, terminada en el índice y elpulgar que unía en dos semicírculos, rompiendo rápida-mente el círculo formado en un final de sílabas sibilantes.Daba unas pequeñas palmadas, como para impulsar a lossonidos hasta romper su cáscara. Con su lento silabeo pare-cía que después volviese a poner la cáscara triste sobre elgemidor barniz de la mesa del maestro, recién pintada. Fren-te a él, el monstruo de la extensión hacía que José Eugenioapenas pudiese extraer el instante de algunos de sus ges-tos, perdiéndose en la magnitud de la piel en abstracto delmonstruo detenido en aquella gruta.

Algunos muestran ya el libro de inglés, beige con letras ro-jas. Los que todavía no lo han traído, se levantan para sen-tarse al lado de los que lo han podido adquirir; se ha agota-do, tendrán que esperar varios días, ocasionando un despla-zamiento, una atrevida jugada al comenzar las clases matina-les. Como la diferenciación no surge de dificultades econó-micas, sino de una fatalidad dignificadora, todos se sientencon una comunicativa, misteriosa alegría, más aún los queno han podido adquirirlo, parece como si mereciesen másrespeto, como si comenzaran formando clase aparte. Comoen los repartos de pan cuando hay huelgas marciales, losque no lo obtienen, después del heroísmo murmurador delas filas, se constituyen en semidioses, llegan a sus casas gi-miendo, como si pidiesen condecoraciones. La clase parecíareducirse en cada cambio de asiento, como esas orquestasque al ejecutar música de Mozart, prefieren reducir su volu-men, quedándose los jefes de grupos instrumentales con susauxiliares favoritos. Pero muy pronto la superficie plateadadel ballenato, iba a ser raspada por una oruga elástica.

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En aquel primer día de clase iba José Eugenio a inaugu-rar el primer día de contemplación de maldad en su puragratuidad; la primera demostración que vería, más allá dela dificultad conciliar del quod erat demostrandum, de la in-controvertible existencia del pecado original en cada cria-tura. Desde la entrada en el aula, las indecisiones, el repartode los pupitres, la voz suave que procuraba guiarlos y ha-cerles familiar un momento ya reconocido como doloroso,observó otro alumno que mostraba una humoresca agilidaden medio de aquellos perplejos, reemplazando con unamedrosa ironía la melancolía de aquella primera mañanapasada fuera de su casa, con un desayuno muy apresuradoy con cierto cuidado por parte de la Abuela Munda al des-pedirlo. Precisó un compañero muy enjuto, de enjutezmostrada en elegancia más que en prominencias de escuá-lido, de paradojales ojeras para su niñez. Ojeras y labiosmorados, revelando el cruce de razas con predominio demás ancestros blancos. El pelo excesivamente negro y api-sonado como metal, sin distinguir cada cabello en el cascoque lo ceñía, que formaba como una pasta nocturna comouna masa de un mosto fermentado y ennegrecido. Parecíano sentir la sorpresa de los nuevos ecos en el paisaje queavanzaba todavía hacia ellos. En aquel infiernillo, en sus ríosterrenales, parecía tripular simiescamente un témpano quellevase una escarapela desconocida y maldita.

Fibo era el alumno que empuñaba una pluma de hilos decolores, producto único y engendro satánico del barrococarcelario. Terminaba en un punto cruel, afanoso de hun-dirse en los arenales más blandos del cuerpo. Sus cambiosde sitio estaban justificados por la ausencia del libro de lec-tura. Llegaba a un pupitre, fingiendo el alboroto de unaapetencia de saber, subrayaba la necesidad de penetrar enel facistol del otro escriba, y hundía la pluma de tocoloroinfernal por la rendija del pupitre anterior, electrizando laglútea por la penetración de aquel punto teñido de la ener-gía del ángel color de uva. En el vecinito de enfrente sepolarizaba una simultaneidad ante el ariete rizado con loscolores de barbería. Llegaba la sorpresa en punta rasgona,desencuadernando y rompiendo por el dolor, con la res-puesta del disimulo marmóreo para que el profesorucho

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no rompiese aquella natural reabsorción de la energía porla masa del estreno adolescente. Fibo sorprendido por lapropia impunidad de sus descargas de energeia en la varitaarcoiris, llegaba a frenetizarse, cambiando de fundamento,hundiendo el punto electroimán, saltando como una ranaque leyese órdenes en la lámina de oro del carrete de unelectrólito. Así impedía que el ballenato, el monstruo de pielplateada, se adormeciese al resbalar por los líquenes o elabullonamiento del bulbo raquídeo. Un punto acerado lecomunicaba las irradiaciones cada vez que la masa recibíaun lanzazo de aquel San Jorge simiesco, arrastrado, dondeel dragón se metamorfoseaba en el cóncavo candoroso dela glútea.

Conseguida casi la indiferente estabilidad del monstruo,menudearon los rejonazos del látigo tocoloro. Fibo, comoun director de orquesta abandonado al éxtasis saltaba sinpreludiar ni observar la curva final de su endemoniado bai-lete, cambiaba de pupitre con una especializada simulta-neidad; al saltar para el nuevo asiento, hundía fulmínea lapunta de la pluma, al salto correspondía el rasgado. Y lacara del que recibía el pinchazo seguía fingiendo las formasmás clásicas de la atención, repitiendo con abandonado bis-biseo las divisiones silábicas o restallando por la bóveda lossonidos palatales.

Separado del conjunto de la clase, para aprovechar el es-pacio de la puerta que separaba el aula del comedor, se in-crustaba un pupitre babilónico, que se separaba del restode los alumnos, de sus movimientos corales, oponiendo in-diferencia cuando se levantaba turbulenta alguna risotadadel conjunto, o sonriéndose con cierto diabolismo infantil,cuando la atención en un moscardón cúprico se posaba enla pizarra cuajada de quebrados mixtos y de cuadros deverbos irregulares ingleses. Fibo extendía una pausa en laenloquecida prodigalidad de sus pinchazos. Se había traza-do el salto mortal de una nueva meta. El que se había senta-do en un trono de orgullo, rescatando sus potestades de laondulante masa coral, se mecía en su indiferencia, como sila distancia que lo separaba de los otros siervos de la escue-la, lo amurallase contra la procacidad de la arlequinada plu-ma. La blanda corpulencia de Enrique Aredo, la lechosa

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provocación de su piel remataba en un breve mechón arre-molinado sobre la frente, lo asemejaba a un pavorreal blan-co que tuviese la cresta dorada de un faisán, lo situaba comocon un desprecio ancestral ante la trigueñez sudada y eldesacompasado gesteo de Fibo. Aredo sentado al margende la clase, con pupitre irisado de lapiceros vidriados, reglasde marfil y compás de plata con sus iniciales, enarbolaba, ala menor señal del profesor, los textos con encuadernacio-nes flexibles, libretas de papel de hilo, extrayéndolos deuna maleta tan repujada como el mentón de una pastorade porcelana. Hundido en la masa de la clase por el contra-rio, Fibo parecía ser el llamado a comunicarle a esapastosidad la descarga transversal de energía, la vibraciónque en sucesivas ondas impide los adormecimientos y fer-mentaciones de la zona liberada de la irradiación central.Ganó una pausa, como un pequeño leopardo en un ramajeinquietante. El profesor de espaldas a la clase, precisaba enla pizarra las variantes de los verbos irregulares de la con-jugación inglesa. Precisó con lentas impulsiones en su sila-beo, freeze, froze, frozen. Aquella alusión a la nieve, parecióenarcar como en instantánea antítesis, el más frenético yriesgoso diablillo de Fibo. Cauteloso y fulmíneo atravesó lamitad de la clase, favorecido por la lustrada indiferencia deEnrique Aredo, dobló las rodillas con la rapidez de un bai-larín en una feria rusa y hundió la pluma chorreante decolores irascibles en la glútea del investido en el trono de laindolencia. Retrocedió con la rapidez de un endemoniadoque salta sobre su caballo después de haber cumplido suincomprensible venganza, cuando se oyó, crujiendo las ve-tas de su escandalosa indiferencia, el grito del pinchado,pero como si se entrecruzaran en el mismo galope, el tim-bre de fin de clase obturó la oquedad abierta por el grito.Las divinidades de la energía y del rayo, encarnadas en laintempestiva llegada del timbre, habían cubierto la retira-da de Fibo, dando el aviso para la dispersión y decapitandoal instante la cerosa cabeza que había lanzado aquel amargobuche de sonidos.

Las clases de los «primarios» se fueron vaciando sobre unpatio donde el olor de hoja limpia por el rocío se mezclabaal de la cocina, con esa suciedad como apisonada que tienen

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los hornos y las hornillas donde se preparan comidas paramultitudes. Fibo había desaparecido, almorzaba en su casa,y las apacibles parejas y grupillos disfrutaban de la mecidaausencia del diablejo con su tenedor y el ascua que avivabala húmeda trigueñez de su rostro. Era tan sólo una estaciónde momentáneo descanso antes de penetrar en el refecto-rio. En el otro patio, separado por un pequeño corredor,los «mayores», los «bachilleres», saltaban con sus pelotas ysus gritos, se arracimaban alargando sus brazos y mante-niendo en alto la bola de piel inflada, separándose instantá-neamente uno que se hacía el momentáneo dueño de labola, tirándola contra el suelo, como si sus rebotes justificaranque su energía y su espíritu se mantuvieran aún vivientes ysagrados. En el primer patio, donde un poco sorprendidosy estirados, conversaban los primarios, Enrique Aredo, comopor dejación y duermevela, se apoderaba con una razónblanda y vegetal, de la vagarosa curiosidad que sobrenadabaen aquel descanso. En un grupo hablaba de los puerquitos,era el término que empleaba con insegura gracia, pues enla sílaba final se sonreía como si los viera retozar, de la fincade su padre. Hablaba del sofocante perfume de la guayabacorrompida, cómo los mamones se agitaban en aquel olorde agradable putrefacción. Se acercó a otro grupo, cuyaindiferencia trataba de licuar y le enseñaba un dibujo «quehabía hecho un amigo de papá», disimulando así el interésvenenoso que lo acompañaba. Las ablandadas líneas de surostro estaban fortalecidas por cierto pliegue de perversi-dad rápidamente irónica, que el pintor había intentadocumplir para contrarrestar la azul benevolencia de las on-das que penetraban en sus mejillas de cojín monjil. ¿Lo lo-graba el dibujante amigo de su padre? Las risitas cortadaspor reojos y subrayados disimulos, revelaban que habíahecho más visible lo que intentaba ocultar, como si aquelloocultado fuera el acorde esencial de su carácter. Se acercabaluego a los más enfurruñados y modorros, silenciosos en laamarga densidad que había depositado en ellos el ancestroalmacenista, y les decía enseñándoles sus zapatos: —Pensarque un antílope vendría a morir a mis pies—. Y mientrasuno de ellos, esbozaba una puñada, él se alejaba con des-precio de los «brutos», como decía con fingida virilidad.

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Cruzó el balón para unir con su arco voltaico los dos pa-tios. Los «mayores» como si se precipitaran por una brechahuyendo de la pez hirviendo, penetraron dando gritos enclase, sudorosas sus camisetas colorineadas y con las inicialessemiborradas de su gremio deportivo. El silbato, sin fuerzapara arremolinar de nuevo las huestes, declinó en exangüesordina. Los primeros gimnastas que penetraron en el pa-tio pequeño, rodearon con la rapidez de una mágicacausalidad, a Enrique Aredo, quien se sonreía contento porla atención que le dispensaban. Inquirían por el estilo y losprimores de la cartera, donde, cuando se abría la tapa, en-señaban sus lomos diversamente coloreados los libros detexto. Con una alegría, que ni siquiera intentaba disimular-se, hecha ostensible por el sonroso que como una nube ibarodando por su rostro, decía: —Piel rusa y repujadoflorentino, me quisieron comprar una piel de cochino, peroa mí no me gusta digerir carne de animal inmundo, menosme gusta acariciarla—. Y los tenaces perseguidores del ba-lón, aún sudorosos, se reían con ese asombro de la manadacuando contempla un animal que luce extraño, como eljúbilo de los cazones cuando rodean un salmón homérico,o el rizado caballito de mar con su dórica sorpresa ante latenebrosa cuña de las langostas.

A una banda del patio de los primarios se abrían docepequeños baños, más antipáticos que sobrios, muy funcio-nales, con una ducha que sólo ofrecía la gélida voluptuosi-dad de su chorro de agua, y un caño lento que permitíaque la jabonadura se prolongase en un tufillo de potasa yaceite de coco, tratando de despedazar el recuerdo del cuerpoadolescente que había bruñido. La algazara de los gimnastasy las tímidas murmuraciones de los coros de los primarios,sufrieron un violento desplazamiento, el director JordiCuevarolliot, anchuroso, pero ágil, con su viril cabezotarubia, iba atravesando los patios, seguido del respetuososilencio de los aprendices. Su rostro de piel dura, con ex-tremadas rojeces y sus barbas policromadas por astutos un-güentos, recordaba el Charles de Saulier, Sieur de Morette, deHolbein, más blando y con menos preocupaciones tenebro-sas, como si hubiese sido retocado por Murillo. Su nariz, máscurvada que la del Sieur de Morette, parecía remansada, en

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una reconstrucción tardía, por la extensión suave, de muylentas vibraciones, de sus aletas. La anchura de sus espal-das, la concavidad visible de su pecho, subrayadas por unaspiernas que soportaban el tronco con la deslumbrada lige-reza de las colonias de hormigas al arrastrar un garbanzo.El guante de nutria salvaje con el espadín feudal de susatributos, era reemplazado, en la ya dicha copia de Murillo,por un lapicero de oro, con el que apuntaba los nombresde aquellos que por hablar durante el almuerzo, se queda-rían castigados a la mudez del sin recreo. Se dirigía al cen-tro del refectorio, donde estaba una tarima con las barrasde pan apiñadas como si fuesen leña, empezando a cortar-las con la rapidez de un pinche de cocina que cortase lascebollas para un plato de urgencia, agrupándolas hasta for-mar una cantidad proporcional a cada mesa, agitándose lasrodajas por la trepidación del corte incesante, como si fue-sen peces, coleteantes y tristes, extraídos de sus viveros. Peroesa original distribución del pan, nunca abandonada a unamecánica y pasiva sucesión, era una de las pruebas más de-liciosas e inolvidables a las que el director Jordi Cuevarolliotsometía a sus aprendices. Iba lanzando cada una de las ro-dajas a los sentados en las mesas del refectorio, una trasotra, hasta que, si sorprendía algún alumno descuidado,rompía entonces el ordenamiento, y le lanzaba el pan queasí llegaba como un signo para su avivamiento, educándolecon casi juguetona gracia el acecho, la mágica transparen-cia del sobreaviso. Todos tenían que estar pendientes deese punto volante, que en cualquier momento podía com-probar un decaimiento, una indiferencia melancólica, irre-gular en sus humores, un maligno sopor. Había que hacercoincidentes el apetito con un tener que estar en disimuladavigilancia, pues en realidad la atención no podía prendersetan sólo de la detonación de aquella ave harinosa, sino comode un látigo invisible que estallase inaudible entre el cuer-po incorporante y el aire sorprendido. El descuidado co-braba muy pronto coincidencia de su ridículo, pues el panno atrapado rebotaba contra las fuentes corredizas, quecomo pesadas embarcaciones remontaban el mármol de lasmesas, esparciendo los retorcidos filamentos de la papajuliana, o al volcar tenaz en la impulsión que le comunicaba

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la honda del anchuroso provenzal, el jarro de agua,diversificándose en sus meandros el improvisado cauce,parándose los aprendices cercanos, acudiendo la cuadrillade los criados con malolientes paños de absorción. Pero eldescuidado pagaba un precio que lo anonadaba, por esemomento en que su conciencia medular había sido inferiora la de las golondrinas en sus escuadras y a la de los pecesante el migajón astillado de la lámina. Por el contrario, enEnrique Aredo, su acecho se presentaba en una forma in-versa, descuidaba las incorporativas delicias, para quedarprendido de las rodajas en su curva parabólica, de la vi-gilancia de los otros rostros, o de aquellos que ya él presumíacomo descuidados, cargándose [de] una extraña y lángui-da tensión al saborear por anticipado las catástrofes leja-nas. Si coincidía la catástrofe en el ámbito adensado por lasprobabilidades que allí había trazado, sentía la sádica vo-luptuosidad de rebasar una medida, como si su sexualidad,semejante a la de los insectos de caparazón membranosamás abrillantada, tuviese que atravesar el Cipango del azary de la coincidencia de todos sus posibles en una afortuna-da coordenada. Los reflejos despertados por todos aque-llos acechos, por el éxtasis casi de todos aquellos adolescentesprendidos de la sorpresa de la masa harinosa, por la aten-ción cabalgando simultáneamente la enigmática diversidadde los sentidos, acostumbrándolos a comer sin desfallecer,sin abandonarse a esas apisonadas oscuridades recostadasentre el cielo del paladar y la tierra húmeda y voraz de lalengua.

Los caños en las aguas fluyentes o entrecortadas produ-cían una música como de buñuelos fritos, dorándose. Loscuerpos saltando bajo el agua tenían la alegría de los pecesestirándose en una cascada; se violentaban al extendersepara que el agua se refractase con más furor al tropezar conlos músculos en el colmo de su cordaje. Los cañosentrecruzando el arabesco hormigueante del sonido delagua, parecían, rotas las planchas de metal que aislaban elcántico de cada extensión corporal, que formasen, por ladiversidad entre el silencio vigilante del refectorio y la colo-rinesca alegría engendrada por el agua descendiendo, unasubterránea cámara secreta, donde cada cuerpo por medio

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de casi invisibles inflexiones o de un apresuramiento mo-mentáneamente incomprensible, siguiese los dictados deuna música idéntica pero infinitamente diversa al ofrecerlelos cuerpos sus transmigraciones. El acecho, que manteníadespiertos hasta la irritabilidad a los disciplinantes del re-fectorio, cobraba como cierto desperezo al sentir el ronroneodel agua, galopando su crescendo encerrado entre lacementación y las planchas de metal. Después del volantereparto del pan, los disciplinantes, como si sus entrañas fue-sen recorridas por el eco atado de las aguas de aquel encie-rro, se iban trocando en durmientes, como el éxtasis querecorre a los coristas en un Kirie de Palestrina, cuando laluz, amortiguada en la mañana por las blandas indecisionesotoñales, no puede saltar ya la espesura de los vitrales. Losdías en que el director Jordi Cuevarolliot se retiraba, des-pués de soplar sus maliciosas palomas de harina, los bañis-tas se ceñían de la cintura sus toallas, apresurando el paso ysonando sus sandalias con las iniciales del colegio. De talmanera, que durante mucho tiempo José Eugenio Cemítuvo del cuerpo el recuerdo que se precisa en la noche treintay cuatro, cuando en el palacio un joven confiesa, el Rey delas Islas Negras, gimiendo y levantando su túnica, que erahombre de la cabeza a la cintura, y que tenía la otra mitadde mármol negro. Acababa de sumar sus tensiones, de serrecorrido por un hilo eléctrico al tener que cumplimentaruna sorpresa, de esperar aquel volante punto harinoso,cuando el ruido del agua al mezclarse con aquel acecho,parecía ser secuestrado o mezclado en la gloria de aquelloscuerpos remachados en el martirio impuesto por aquellas toa-llas de herejes orientales. El reencuentro del sentido de lasmezclas en el gusto, y de los cuerpos, escondidos primero enlas grutas goteantes, ocultos también en el propio rumor delagua, engendrarían en José Eugenio una especie de impre-sión palpatoria, que en los ciegos viene a reemplazar a laimpresión visual. El hecho de mezclar en el gusto una espe-cie cualquiera, quedaría para él como una infinita sexuali-dad engendrada por la memoria de un tacto imposible, quea ciegas reconstruía los cuerpos en la lejanía y en el rumorde las cascadas filtradas por los muros de una cárcel. Nece-sitaba enceguecerse, reconstruir el salto de los cuerpos en la

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cascada de medianoche, para sentir el aguijonazo de losexual, mientras la gracia del acecho, de una sexualidadvisible e inmediata, lo llevaba a una espera sin posibilidad deser surcada, infinita, donde la simple presencia de un objetoera una traición intolerable, ofuscadora, que lo hacía aullarcomo las bestias que buscan la carroña nocturna en su eva-poración. Al terminar el almuerzo, los alegres gimnastas bajoel chapuzón habían también desaparecido. Como si hubie-sen retirado las planchas metálicas, el coro de los bañistasonduló al soplar su caramillo cerca de la caseta de los co-peros; avanzaron hacia un punto como si fueran a trans-mitirse un secreto cambio de guardias, y desaparecieron enel humillo del café que venía a terminar el acecho de ungato color de pólvora, agigantado, levemente monstruoso,como los que aparecen en las pesadillas de los generales delos Cien días, con su piel muy estirada, terminada en innu-merables tubillos como mamas incipientes, paseándosearrastrado a lo largo del refectorio, como la sombra silbanteque surge del mar y desaparece deglutida por el genio dila-tador de la ceiba.

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Los sábados las clases se terminaban a las once. La tardelibre para aburrirse jugando a las damas, en el tablero que-mado por los cigarros del mediodía, que se ladea, se doblacomo un cartón aguado, hasta terminar en un humo osci-lante, de gelatina. La niñez que es ese momento en quesaboreamos el tedio en estado puro. Aburrimiento, tedio,ocio, pereza, la misma corbata azul asegurada por el pasa-dor del abuelo. Puesto ahí, al despertar, por la otra mano.

—Desde el primer día de clase —le decía Fibo a JoséEugenio—, me di cuenta que tú eras hijo de español. Nohacías ninguna maldad, no estabas muy asombrado, no

CAPÍTULO V

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parecías darte cuenta de las maldades que hacían los de-más. Sin embargo, después de fijarnos en los pupitres, enlo que uno se fijaba era en ti. Tienes la base como una raíz.Cuando estás parado parece que estás creciendo, pero ha-cia adentro, hacia el sueño. Nadie se puede dar cuenta deese crecimiento.

—Cuando entré en la clase —le contestó José Eugenio—,me sentí turbado hasta el humo, me pareció que llovía. Toca-ba niebla, pellizcaba tinta de calamar. De tal manera que tupunto hiriente me hacía comprender dónde estaba, me recti-ficaba, me tocaba y no era ya un árbol. Pude darme cuentaque ni Alberto Olaya ni yo recibíamos tus pinchazos. Quéindiferencia para nosotros, querido —al decir esto se notabaclaramente que se burlaba de Fibo.

—Casi nunca me adormezco —continuó—, o me sientoreclinado. Siempre estoy haciendo respuestas, creando ac-titudes ajenas. Necesito equivalencias, luego surgen las grie-tas, el hecho sólo es creado por mi respuesta. Entonces, llegainvariablemente un momento en que me siento molesto,respondo sin que se me pregunte, me parece que es untercero el que me está preguntando. Pero no te me escapes,¿por qué aquel día fuimos nosotros dos los que nos salva-mos del Kris malayo?

—A pesar de la niebla de que tú hablas, pude ver queponías el tintero más al alcance de tu mano. Preferí primeroprovocar el grito de Enrique Aredo. El caso de Alberto Olayaes otro, sé que se hubiera fajado conmigo en la misma clase.Pero no fue eso lo que me detuvo. Siento en su presenciaque me rebasa con facilidad. Lo vi un día hablando ingléscon unos marineros. Otro día pasé por donde él vive, y lo vique estaba jugando al ajedrez. Otro día en la esquina de sucasa fumaba, sin importarle que lo vieran sus familiares. Sedecide antes que yo, llega antes que yo, me doy cuenta quees un animal más fino. No siento deseos de irritarlo, sino deacatarlo. Me gustaría que me confiase secretos. No quisierapincharlo, sino si le pasase algo desagradable, si lo asaltasenen el campo unos ladrones y lo amarrasen a un árbol, megustaría ser el que lo zafase, el que lo ayudó a zafar un nudo,y sin que él me dijese nada, ni siquiera las gracias, pero queexistiese ese hecho, eso que a mí me parecería buena suerte,

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buena sangre para unos cuantos días. No hacerle ningúndaño yo, sino que se lo haga otro, y entonces llegar yo paraayudarlo, cortar las cuerdas de la silla donde lo amarraron.Como siento que es mucho más que yo, que sea algo tam-bién superior a mí lo que lo amarre. Combatir con lo que aél lo combate, pues contra él sé que nada puedo. Sin em-bargo, sueño siempre que alguien lo está amarrando.

—Cuando salgo de casa —dijo José Eugenio—, mi AbuelaMunda me encomienda al Niño de Praga, al niño del manto.Él hubiera oído sus ruegos, el tintero te caería en la mismacabeza, para que te convirtieses en un diablo temblequeante.Siempre que se tira un tintero, o meros galones nuevos enuna manga, o algún bigotillo ya no debajo de la nariz. Peromi tintero, bajo la advocación del niño del manto, te hubierapuesto una sotana bien recortada, muy reluciente.

A Fibo no le gustó la fanfarronada. Se le notó en la pausaque prolongó antes de contestar. —Eran ustedes, tú y Olaya,los que me interesaba que vieran a lo que yo me atrevía —dijomuy bajo, como temiendo que las palabras se separarandemasiado de él—. El grito de Aredo es una divertida con-quista para la unidad de tiempo de una clase. Si el tiempose hubiera prolongado, no sé hasta dónde me hubiera atre-vido... quizá hasta el mismo tintero, hasta la superioridadde Olaya me hubiera tentado, pues no puedo estar muchotiempo sentado en la plaza sin disparar un flechazo, sin sentirque el tiempo ingurgita con dificultad, se atora.

—Además, Olaya me dijo que tú eras su vecino, y que site pinchaba, sería como si se lo hiciese a él. Parece que tienepor ti mucho aprecio.

—No parecía ni que se hubiera dado cuenta que era mivecino. Nunca hemos hablado. Me alegra que me hayas di-cho eso —se sintió acometido por una indescifrable alegría.Eso iba a modificar su vida como un relámpago.

—Pues a mí me sucede todo lo contrario, esas interven-ciones súbitas me parecen superficiales, casi siemprerectificables —continuó José Eugenio, retomando el hilo—.Son como las mordidas del perro al que está sentado en unquicio, soplando la filarmónica. Pero, querido, hay quemorder al que está esperando que uno lo muerda, como sianteriormente lo hubiera mordido una serpiente y ahora

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nuestra mordida lo pudiera salvar. Pero a mí me pasa queimpasiblemente me he quedado fuera del teatro, y todo meparece que consiste en que alguien que está en el teatro seaburra y entonces venga a hablar conmigo, no le quede másremedio que encaminar sus pasos a donde yo estoy. Pues elque está fuera del teatro, porque no quiere o porque se lehace imposible entrar, sólo se puede encontrar con el queestá instalado en el teatro, y de pronto siente el deseo deescapar. Como en una transfiguración, en el momento enque Aredo gritó, te pusiste fuera de la clase y ahí te encon-traste conmigo, pues lo que siento es que nunca puedo es-tar sentado en la clase, sino paseándome a un lado y otro,como cuidando algo que no veo. Un día vi en el zoológicoun oso tibetano, se siente siempre intranquilo, aunque nadaa su alrededor tienda a irritarlo, gira, persigue un enemigoque no llega, enarca las orejas, escarba, mira con odio a unainvisible fruta que se descuelga. Exteriormente impasible,pero por dentro la inútil intranquilidad de un oso tibetano.¿Cuál será su sueño? ¿Cómo hacer que concurran al mismopunto la amistad visible y la enemistad invisible?

Le pareció que había avanzado demasiado de un sologolpe y se calló un poco vacilante. Reaccionó buscando al-guna pregunta banal: —¿Cómo estará Enrique Aredo, des-pués del pinchazo? —preguntó para abreviar la pausa yborrar todo trascendentalismo en lo que había dicho.

—Creo que muy bien, más contento que una col francesarociada con leche, o como diría el mismo Aredo, como unlechón pintado de verde —contestó como de un solo em-pujón—. Ayer estuve a visitarlos, su padre quiere que mepase unos días con ellos en la finca. Su madre me quiereregalar uno de los cachorros que ha tenido la galga rusa.

Desde entonces comenzó ya a sentirse en la otra familia.Le pareció que si Aredo había sido pinchado, la reaccióntenía que partir de ahí; el que se decidió a pinchar y el queun inmenso azar había dictaminado que recibiese el pin-chazo. Y que ya eso no se podía borrar, como si un ordena-miento feudal hubiese dictado la acción y el precio de esaacción para siempre. Estar por debajo de un hecho, volun-tariamente, le parecía una sociedad secreta de demoniosblandos. La acción engendrando el odio derivado, pues ese

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hecho había separado, y él lo separaba ya por una eterni-dad, a Enrique Aredo de Fibo. Se imaginaba al Aredo blan-do, lechoso, de ojos donde la luz no convergía al fuego deuna energía, diciéndose: para que no me pinche más le re-galaré bombones, procuraré halagarlo. La madre, al ente-rarse por su propio hijo de la mordida que le dio el puntofulmíneo, diciéndose: quitemos esa dificultad, ese enemigoque rodea a mi hijo. Vamos, no a robustecer a Enrique, sinoa debilitar al pobre tití que no sabe qué hacer con su ener-gía, con el fósforo que le estalla en su sangre, sorprendién-dolo. Y el padre, que jamás se hubiese fijado en Fibo si noes por el pinchazo, diciéndose: convidémoslo a la finca, ha-gamos el juego hasta el final, disimulemos que el pinchazoha sido dado, que tiene que engendrar odio. ¡Qué horror!Las aguas llenas de cicatrices, inútiles, frías, de curso muylento, del odio derivado. Del rechazo a toda acción que estéfuera del orden de la caridad. Le parecía que aquel Fibosaltando entre los pupitres, moviendo en el aire su plumade guacamayo tuerto ante el fuego del cañaveral, era uno deesos diosecillos que se escapan de la armadura de Aquiles,en la fragua de Hefaistos. Después lo veía, sombría velada enque hablaba de cacería con el padre de Enrique Aredo, sa-lir deshuesado, ablandado, en masa de pan mojado, des-preciado por todos los punticos del paladar, substanciacorrupta, en cuya bolsa estomacal una luna fría se iba eva-porando.

El viejo profesor de inglés ya no se preocupaba si sus en-señanzas encarnaban. Arenisca o roca dura era lo mismopara la sucesión monocorde de sus pisadas. Sus explicacio-nes cobraban ese momento en que el bengalí, linfatizadopor el Sermón del Fuego, se iba extendiendo por las inter-jecciones de las tribus normandas. El vaho adensándose enel final de la mañana, doblegando, como si fuese un coloidesyodado que remedase los movimientos de un árbol ante losdictados de la brisa, la pluma arcoiris de Fibo. El punto deacero convertido en un atol no se apoyaba en la resistencia,siquiera fuese blanda como las glúteas de Aredo, que le ofre-ciese otro cuerpo no movilizado. Enrique Aredo con elmentón dejado caer en el cuenco de la mano, seguía absor-to sobre el pupitre la danza del lapicero con el compás, pe-

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queños andruejos de cuerpos deshechos como hongos bajola lluvia. El sopor había destruido la sucesión de los puen-tes donde la voluntad y la atención vocean juntas en su estra-tégica retirada bajo el fuego de la dispersión. La voz deAlberto Olaya, nerviosa y seca como una cepilladura de ma-dera muy fibrosa, se alzó con triple eco de las grutas delsopor. Un verso de Browning pasó como los gritos de unjoven escita sobresaltando un lavadero de ropilla para elsueño. Alberto Olaya se dirigió de pronto al profesor, in-quirió por la traducción de:

Thinking songs of things

y la clase entera despertó con una carcajada. Pasaba JordiCuevarolliot por el patio y la brusquedad de las risotadasimantó su persecución. Penetró en la clase cuando Olayatodavía galleaba las sílabas finales del verso de Browning.Marchó sobre él y zarandeándolo por uno de los brazosgritaba: —Coja un baño, coja un baño—. Era el castigomáximo. El aprendiz tenía que estar oculto en uno de losbaños de la galería que se extendía al lado del refectorio. Sisalía del baño, la mirada de todas las clases lo precisaba ensu vergonzoso castigo. Así, huyendo de los innumerablesojos que seguían el castigo, se iba hundiendo más y más enel baño. El terror llegaba a extenderse a todas las clasescolgadas de las dos bandas del patio, pues mientras el supli-cante se abandonaba al sueño en aquella mazmorra, todoslos aprendices seguían sus pasos por aquellos subterráneos,temblaban ante cada supuesto peldaño que crujía, y el mohode aquella imaginada humedad verdinegra se apoderabade la respiración del coro que seguía aquella extraña ex-ploración. Ejército en vela, que ha enviado un emisario quetendrá que inventar, que encontrar casi por milagro, el pro-digio de su regreso.

Retrocedió hasta la empalizada, último castigo de su hui-da forzada, donde el gris y el cemento son redondeadoscomo la ceniza baja del campamento de las nutrias. En elcruzamiento, emparejados, pero irreconciliables, de los tu-bos de plomo, en la cara tronada de la ducha, el ave deAngra Mainyu, que despierta como la muerte. Que le regala

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duraznos a la serpiente de río. Que prepara para la Abuela,corriendo por las azoteas del castillo incendiado, lasmandrágoras del invierno, el can frío que tira de las raícesdel recién lavado.

La ducha, cabellera del arpista, águila descoyuntada ygaviota sobre el latón semiacostada, flexibiliza las toscasangulosidades musculares, para transportar a Olaya, retro-cediendo, con los brazos abiertos como si su sombra estu-viese ansiosa de guarecerlo en un nicho. La ducha, águilade Angra Mainyu, que despierta como la muerte, quieretransportarlo desde el paredón, apuntalado desde el otrolado por las carcajadas de los que esperan la banderita delbalón, hasta el tragante, a tres pasos de gibao, que hablahacia dentro, como el vacío chupado por el calamar paraelaborar su tinta excepcionalmente albina, fingiendosalpicaduras jabonosas, bigotillos de focas que sobre unamesa otomana retoca con su nariz pitagórica de andrógino,las bolas suecas, los gorros del ladrón de la mezquita. Des-calzo, conversa con Angra Mainyu, que despierta como lamuerte, para retrasar las cosechas. Descalzo, con las langos-tas y los que vienen a matar. La agujereada máscara deláguila distendió los dos tubos de plomo y llevó a Olaya alborde del tragante del baño. Asomado a su fondo, vio aEnrique Aredo, del tamaño de un faldero, haciendo zale-mas en el portal de su granja, con una cazadora de colorea-das tirillas de zarape. Desnuda toda la pierna izquierda,sonriéndose, mientras transportaban al jabalí, con la cabe-za horriblemente fláccida, en una parihuela de hojas de plá-tano y tejas coralinas.

Lagrimaron las aspilleras del águila-ducha, Frontis de Du-cha, a cruzar ahora los siete pies de granadero nocturno,para llevarlo hasta el tragante del patio. Más amplia bocapara las innumerables llegadas de las lluvias. Para enfren-tar a Angra Mainyu, que despierta como la muerte.Cotzbalam, el que convierte el cuerpo en arena, el enemi-go, en su bruñida y ceremoniosa indiferencia temporal, ensus ratos bostezados sobre el mar, que acude a la gargantadel eco, para esperar allí los mismos invitados. Con su más-cara de Príncipe Negro lagrimoso, los dos irritados tubossueltan a Olaya en el abombado ojo del segundo tragante.

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Siete pasos de granadero nocturno. ¿Por qué Angra Mainyu,que despierta como la muerte, en el primer tragante? Lasraíces con mandrágora sólo podrán pasar al apaleado perrofrígido, dilatándose las raíces del sueño conducido hasta elperro tan rameado como muerto, que salta en los porno-gráficos gabinetes de Volta. En el fondo del tragante, la glo-rieta del hombre acodado en la mesa. La madera frotadapor el plato pelirrojo de cobre, y allí, como una diosa quevocea para turbar a los pastores en sus fornicaciones, unafuente con anchurosa, toscana, colorinesca agua maternal.

Para salir del aula, Enrique Aredo fingió necesarias unasgárgaras de genciana. Impulsado por una indecisa curiosi-dad, que se le fue convirtiendo en mortificación, se acercó ala mazmorra subterránea de Olaya. Abrió la puerta, quelucía tatuajes de fórmulas matemáticas y variantes grotes-cas del frenesí. Un cuerpo extendido en su mediodía pere-zoso, con un cabrito escondido detrás de un cocotero, conuna inscripción semiborrada, que por su encadenamientosemicircular parecía surgiendo del menguante: Que tu som-bra me apriete. Olaya estaba desnudamente dormido, la ro-pa hinchada por el descuido, náufrago que ha puesto suropa al fuego. Apoyada la espalda en la pared donde crecíael esternón de plomo de la ducha. Detenida entre el índicey el anillo de la mano derecha, la flor del sexo pendía en elhastío final de la desnudez, cuando el sueño comienza ainclinarnos en la primera victoria de Angra Mainyu, quedespierta como la muerte. Ahora, en el fondo del tragante,José Eugenio Cemí levantaba la jarra, curvándola sobre unvaso, que a medida que su mano acrecentaba la parábola dela caída de las aguas, por esa elasticidad del sueño que borralas dimensiones entre los objetos, llegando a convertirse enuna cascada rodeada de una naturaleza detenida, congela-da, sin claroscuro temporal, donde la materia se había ren-dido a la penetración de las aguas en el sueño. Mundo es-pongiario, indistinto, donde las concéntricas rosetasindiferenciadas, señalaban las contracciones de su despren-dimiento, inexistente la región donde el color, como unasombra que muerde al retroceder, también inútiles susmordeduras, comenzó a fijarse.

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Sentía que avanzaba siempre hacia Angra Mainyu, quereaccionaba contra la muerte del primer tragante, pero noque saboreaba la semilla en su cáscara de gelatina, cuandola luz no la encuentra hasta que penetra en las sucesionesde la tierra, hasta que el ahorcado trasciende su substanciahasta llegar a las exhalaciones calóricas del perro apaleado.Su cuerpo tenía que anclarse solamente en el espejo de lamuerte, pues Cotzbalam no puede luchar con Angra Mainyu¿pues cómo vamos a enfrentarnos con la muerte ya con elcuerpo destruido? La hoja trenzada a los huesos de la testa,desde el resonante Píndaro hasta los indescifrables mitoseritreros, puede ablandar la falsa resistencia, favorecer lopodrido por la lluvia si el fuego de cocción dispersa sus hor-migas titánicas y enloquecidas. José Eugenio Cemí, entre elmuslo displicente del primer tragante y la cascadaminiaturesca cayendo encerrada en la cabaña de la segun-da claraboya, se veía tenaceando entre la mentira y la des-trucción del cuerpo. Y la flexibilidad de los dos tubos deplomo con la aspillera de sus fortificaciones nasales, era unremedo del águila aceitora del Cáucaso. Le quedaba tansólo ir más allá de Cotzbalam. Recogió la ropa para em-prender la última decisión donde ya no se columbraba elespejo subterráneo del segundo tragante. Al asomarse viola marcha de Jordi Cuevarolliot, resoplando por los porosal apresurar el corpúsculo de Malpighi, monstruo provenzalexhibiéndose en una barraca tropical. Toda la ropa sobre elbrazo derecho parecía convertirlo en un ladronzuelo de unmercado de Esmirna. Se recostaba en las paredes arañán-dose casi las espaldas, atravesando el desierto de los dospatios. Al pasar frente a su aula sintió como si un péndulogolpeara el pizarrón. Vio que la puerta se abría hacia afue-ra, como aparece en el Yi King cuando alguien la sopla. Seescondió para vestirse en la resguardada oscuridad de unángulo del último patio. Los escribas arracimados en lasaulas vieron el deslizamiento de la desnudez de su sombra,pero estaban como petrificados y fingían una intrigada cu-riosidad por las palabras que salían como arañas de la bocabaritonal de los maestros. La nicotina de aquellos profetasde la decadencia ponía manchas de leopardo en la fingidacuriosidad.

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Aredo pactaba con Fibo. Le decía lo que había visto en lacaseta del bañista, convertida en la mazmorra sentenciosade Yugurta. Fibo atravesó el aula, como a quien no le im-porta ya que lo fusilen los guardias nocturnos. Aredo leentregó su compás gigante, del tamaño de un cangrejo cie-go. Y desde la misma distancia del sillar babilónico de Aredolanzó el compás sobre la playa negra. El pie en punta delcompás se enterró como media pulgada y el otro extremodel trazo movía la otra pierna para producir un final seme-jante a una orden reciente de desensillar recibida por lacaballería.

Al entrar Jordi Cuevarolliot en el aula, sorprendió la al-garabía despertada por la enloquecida hazaña de Fibo dispa-rando con las elegantes ballestas de Aredo. Aún el compásmovía una de sus patas, produciendo un ruido como demuelas de cangrejo saboreando una hoja de palma.Cuevarolliot no pareció irritarse por el tumultuoso parén-tesis engendrado como por un secreto soplo en el cuerpo enque se había metamorfoseado el compás. De un manotazoinvisible extrajo de su campo óptico el aula aclamando alactor que había interpretado una cólera lejana. Arrancó elcompás del pizarrón, quedando, como una muela extraídacon fibrillas de encía, la punta del compás con un fragmentoplisado del hule y unas astillas de la madera desembozada.

Movido por un torbellino cuyas leyes se gozaban en suincumplimiento, voltejeó su cuerpo Cuevarolliot, pues alperseguir un cuerpo, que por su gusto huía por los subte-rráneos, sentía cómo crecían dentro de él la ausencia y lasombra penetrando en el cálculo del remolino. Picó feroz-mente con el compás en la puerta de la mazmorra, pero seencontró con que dentro de la caja, el desencordelado ha-bía dejado tan sólo las huellas de los cigarrillos vencidos.Intentó destruir la esencial simetría de esas huellas con suszapatos voraces, fulmíneo pisapapel en zigzagueante túmulosobre las cenizas.

Eran los recuerdos que quedaban de la sombríamentemovilizada hija de Inaco, la enloquecida Io, apresada entreel recuerdo de la música de las duchas y los cigarrillos piso-teados por la furia de Cuevarolliot, sombras de un Argosque no habían podido impedir la fuga. Pero el pequeño

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claveteado, que conversaba con el resentido cariño de lahija de Inaco, se había apoderado del primer día en querodaría su fuego rescatado.

Gozosa luciérnaga bañándose en la música de la oscuri-dad incorporada, al llegar Alberto Olaya a la esquina delcolegio, encendió un cigarro clarineante. Triunfo sobre elencierro injusto, la pequeña candela retocaba su orgullo.En el centro de un carrefour, de una encrucijada, la diversi-dad que corría hacia él no podría sofocarlo, tendría quecomenzar a recoger su cordel y enredarlo de nuevo en elcarretel de un orgullo que se precipitaba sobre su propiaenergía encegueciéndolo.

Se dirigió hacia los caballitos, parque para la pesadilla delos niños y la pereza sonambúlica de sus acompañantes, acu-dido a esa hora, las inservibles cuatro de la tarde, de vaga-bundos, criadas recién bañadas, presionando las manos debandadas de niños con los ojos enormes contemplando labrillantina inferior que el sol riega sobre los levitones. Enor-midad de unos ojos devorada por unas ojeras de tierramorada, voluptuosamente agrietada. Se recostó en la cercaque rodeaba a los carros whip, que mezclaban una ceñidaelipse en sus revoluciones rotativas. Y de pronto, como ungolpe seco que después se impulsaba como liberado mo-mentáneamente de su órbita por un latigazo, al que debíasu nombre, que se acercaba retadoramente a su contorno ydespués retrocedía calmándose con socarrona lentitud,como si se burlase del susto que presuponía y en el que ci-fraba su delicia. En uno de los carros una muchacha, deunos diez y seis años, pasaba sus dedos por una flor de pi-tahaya pequeña, que parecía querer volar cada vez que elcarro pegaba un latigazo. Asustada la muchacha se empe-ñaba en que no se le escapase la pitahaya. Se paraba dentrodel carro, empuñaba el protector para amortiguar la descar-ga, trepidando y enrojeciéndose. Su piel débilmente son-rosada, veteada de franjas linfáticas, se iluminaba a ratosperseguida por el verdor asombrado de sus ojos. AlbertoOlaya recorría con pausas impulsadas por su erotización,que se hacía visible por las veces que el pañuelo rectificaba susudor, desde el amarillo excitante de la pitahaya hasta el ver-dor humildemente provocativo de los ojos de la muchacha.

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Su piel olía a despertar y el verdor de sus ojos copiaba esaúltima cola de pez empuñada cuando penetramos en elsueño.

Al fin, los latigazos del carro no pudieron ser contenidosy saltó la pitahaya... Cuidaba el motor de nafta que impul-saba los carros, un viejo en overall, manchado de aceite, conlos bolsillos llenos de estopa maloliente a piñóndesengrasado. Su cara aún rubicunda, manchada delamparones, lucía, aun inmotivada, una risa que se presen-taba a intervalos gozosa de vocear su carnalidad. Una risabenévola, que, paradojalmente borraba toda sensación deconfianza, le hacía aparecer hombre de muy poca buenacompañía. Su pelo alcanzaba interrumpidas ondulacionesde rubio originario, maíz blanco amarillo y blanco yerto.Cogió la pitahaya y se la colocó con escandalosa procacidaden la oreja, hormigueante de espinillas negras, de salientescartílagos, que parecían al ser atravesados por el sol, espi-nas al nivel de la piel. Su maliciosa cara estaba clavada en sucentro por el dolmen de un tabaco del tamaño de un mur-ciélago con las alas abiertas. Su cara parecía una réplicaburlona a la evidencia cenital de aquel momento, se son-reía, mascaba la chupada y lanzaba una humareda propiade la locomotora de un parque infantil.

La muchacha, al término de aquel endemoniado girarlatigueante, se dirigió al hombre viejo con la pitahayacurvada sobre la oreja. Le rogó la entrega primero, lloródespués, pero el hombre continuaba en su sonrisa y no dabamuestras de querer desprenderse de aquel cristalizado fu-ror amarillo. Comenzó a gritar, a enrojecerse y a golpearen el pecho del viejo sonriente, pero que no devolvía lapitahaya. La gente ociosa, dispuesta a prenderse siemprede un punto hinchado, comenzó a arremolinarse en tornode la escenografía, donde si las sombras de un ruinoso cas-tillo hubieran defendido una pitahaya de la voracidad in-dolente de un gato, no hubieran centrado la menor dispersacuriosidad, pero capaz de cerrarse en muchedumbre si unviejo tiznado de aceite prieto, no entregaba una pitahaya auna muchacha exacerbada, en lugar de extasiarse ante aqueldetonante ornamento sonriéndose con ferocidad en unaoreja cuarteada. El viejo se limitaba a ceñir los brazos de la

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muchacha y a llevarla hasta la fila de los que esperaban suturno para entrar en la estrella giratoria. Así lo hizo tresveces, procurando el viejo con caricias aceitosas remansarlos botones de la camisa zarandeados por la muchacha. Arre-ciaba la multitud contentada al ver la muchacha, que yahabía sistematizado sus cóleras, correr desde la fila y gol-pear en el pecho del viejo, que recibía los frenetizadosgolpecitos asegurándose aún más la pitahaya sobre la te-rrosa oreja. Alberto Olaya se acercó a la muchacha y le en-tregó un lapicero, traído de Jacksonville, que renovaba lapunta de cuatro creyones diversamente coloreados. Comen-zó a apretar los resortes y a tocar con la yema de los dedoslas puntas que asomaban y sus fulmíneas sustituciones. Elviejo desapareció deteniendo en su oreja las nuevas órde-nes que recibiría la pitahaya en el cambio de cuadrantes.

Olaya salió del parque de los caballitos con el tiempo dis-tendido, relaxo. Le parecía que sus cabeceos al andar ya noiban a horcajadas sobre el zumbido del tiempo. Cabeceos yzumbidos, cada uno en espejos contradictorios. Caminababuscando motivaciones banales, aunque voluntariamentehipertrofiadas, para que el tiempo al seguir los laberintosdel cordel desenrollado por la tierra golpeada, se agolparaen caminos más dilatados, oscuros y costosos. En el islote deuna esquina el tedio comenzaba a tironearlo para la riberade risas y de simios, donde las granadas se ofrecían en miem-bros coloreados. Prefirió la que en forma de farol colonialse mostraba a la entrada de un cine. Su indecisión necesita-ba rectificarse con violencia no muy visible. Al entrar gol-peó con el puño el cortinón vinoso en mesa de pobre. Sealborozaron las cortinas, que comenzaron a coletearconcéntricos visibles, impulsándose como un oleaje que vatropezando con piedras escalonadas, hasta ceñirlo tantumultuosa y rápidamente, que sólo pudo liberarse de aquelcilindro sombroso y burlesco, arrodillándose y describien-do con las manos el gesto del narrador que sacude su cabe-llera a cada ola que rechaza.

Se sentó en el lugar menos acudido, ostensiblemente ensoledad. De vez en cuando la luciérnaga del acomodadortropezaba con sus ojos errantes. La linterna no escarbabaasientos por sus alrededores, pero estaba rodeado de tanto

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vacío que si alguien intentaba sentarse por aquellos cotos,la falta de bultos interpuestos facilitaba el desembarco. Depronto, observó que se deslizaba por el alfombrado entrelos asientos el viejo del whip. Sólo que ahora llevaba el cascocentral de la pitahaya en la boutonnière. Sus brazos parecíanaspas que luchaban con subrayable ostentación con la oscu-ridad de entrañas de plomo. Pasó tres o cuatro asientosdelante de donde estaba sentado Alberto. Seguía moviendolos brazos como bolos lanzados a la sombra. Mostraba susonrisa, que disimulaba una lombriz que no retrocedía. Pe-netró, siempre girando los brazos, en la fila de Olaya. Seafincaba momentáneamente en un espaldar, palpaba con lapunta de las rodillas un asiento, levantándolo y dejándolocaer con gemidos de resortes y madera cloqueante. Cuan-do una de sus manos, como si no le preocupase aquella fi-nalidad, como si tuviesen otras motivaciones sus erranciasde Siva, fue a posarse en el sexo de Alberto Olaya. El viejode la pitahaya sonriente parecía que iba a seguir con unamágica indiferencia exterior, pero el fugado descargó laconcentración de su energía muscular como un relámpagobíblico entre la pierna y la cadera del errabundo de las som-bras. Se levantó fulmíneo y descargó un carro de centellasinterjeccionales. La pitahaya movió su cara hacia las som-bras. Al llegar de nuevo Olaya al enrollado cilindro delcortinón hundió de nuevo su puño en los pliegues ceñidos.Farfullaron las fantasmales carnes plegadas y se fueron ex-tendiendo a lo largo de la varilla de sostén. CariacontecidoOlaya recibió el tironeo de la marchosa felpa, que parecióde nuevo extender su acordeón hasta el islote de la esqui-na, donde quedó el tocado, con el cigarro descendiendopor la sudorosa nariz.

Las luces corriendo por sus canales: ratones. Quedabaahora la noche ofreciendo su piel de cazón fuera del agua.Quizá fuera más exacto decir: la noche por las entrañas delcazón. No podía retroceder, quedaban muchas cosas atrás,sin punto de apoyo en la estirada, fofa masa del tiempo, enla gaveta llena con los crespos de la madera cepillada. Lasluces hacían su recorrido por flechas reidoras como chivas, opor ojos taimados tironeados por las cejas. Ahora, en el cuer-po de baile de las luces, fijas: Reino de Siete Meses. La puerta,

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como la coraza de una fruta nuestra, tenía imbricadas lasescamas de sus persianas, que sin ser ornamentales, eranretadoramente inútiles. Pero había que combatir la lisuraincomunicativa del cedro con persianas poliédricas. No pre-cisó el significado del nombre del bar, pero la movilidad desus luciérnagas parecían invitarlo a que saltase en el centrode la manta.

Al empujar la puerta subrayó en el marco que ceñía lasescamas imbricadas una inscripción: Portae meae tantum regi.Sintió, al recorrer, sin descifrarla, la sentencia latina, que lotocaba el terror, como un golpe seco en el hombro, y des-pués sentimos una lombriz fría que nos recorre la garganta,con la insistencia de una monótona dirección ciega. Asocióla no descifrada sentencia latina con las salmodias coraleslos domingos en la iglesita de Jacksonville. La campana depiedra, con badajo de madera podrida, daba una sonori-dad que se propagaba sólo para él, mientras en torno losque no están en el hechizo infernal, los que ladean su testaen el perfume del aire bienaventurado, oyen cantos, tra-queteos de carretas trigales. Sólo el furtivo, en el infiernitodel barrio, oye la campana pedregosa, el badajo podrido,los mosquitos que raspan la piedra para morder el arcan-gélico caballo del herrero con la boca llena de arenilla.

Fingió una arrogancia, ensalzando el pecho como unbaulito. Subrayó el refuerzo de un cigarro y se fue recto a lacantina. El que le iba a servir era un calvón, muerte ceñidade lino con su nombre sobre la tetilla izquierda. En la cur-vada toldilla de la cantina se risotaba una pandilla de cuatrosaltamontes pícaros. Tres de ellos eran ripieras de bailongo,falsas compresas para el tedio. El cuarto, el seriote. Estabaallí como levantado por la sorpresa, y ya después, sin ade-cuación, entrecruzaba su asombro, mientras el trío cuchi-cheaba, hacía apartes, preparaba burlas muy lentas, parasin sobresaltar al seriote, confundirlo en perplejos de buey.Aparte, en regalada, indiferente principalía, un adolescentemaduro y mascado, cuatro o cinco años demás que el Olaya.Este se sentó más cerca del unigénito sietemesino, que consu traje azul listado de nuevos azules, con sus brazos cruza-dos, su cara de un papel respetable, tenía fácil y despedidala imantación. No pareció notar la cercanía, disimuló a

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cabalidad el estremecimiento de alegría. Sin descansar losbrazos, maniobró con astucia todo su cuerpo para acercar-lo más al mostrador, ciñéndose como antes de comenzar suapoyo en un libro transparente, pero dispuesto a pasar pá-gina tras página.

Olaya leyó en el espejo: Crema Tangarai, ginebra, limón,soda, resbalante refrigerio para el estío húmedo. Se anclótres veces, sin pausas disimulonas, en los zumos holande-ses. Quizá por alguna broma del cantinero, irritado por loscuatro coaligados para la noche del grotesco y del caprípe-do, le soltó la aromática con excesivo látigo. Entonces oyó,le parecía oír hablar por primera vez: ¿Por qué Reino deSiete Meses y no Reino del Sietemesino? Lo primero es unparéntesis; lo otro, una pragmática sanción. En la casa bá-quica del bambú cinchado es donde debe distinguirse en-tre siete meses y sietemesino. Monstruoso es el sietemesinoy siete meses es la introducción a una cita de Kierkegaard:los nueve meses que he pasado en el vientre de mi madrehan bastado para hacer de mí un anciano. Luego siete me-ses en el reino de los cantos y de las novedades de Osiris, dela muerte en la sequía y del retorno en las inundaciones.Horus, oculto en las encrucijadas, canta en las inundacio-nes, mientras Osiris va pasando al reino de los muertos. Aldecir esas cosas, alejado de la terribilia y de la salmodia, lavoz le permanecía alegre, juvenil, entregada con gracia ca-riñosa. Por una serie no causal de vivencias interpuestas,los fragmentos, las interpolaciones, las reconstrucciones tar-días, el cotejo de autoridades, se organizaba en él, altransmitirse, en plasmas exultantes, simpáticas fibrinas quepellizcaban al cuerpo como una guitarra.

—¿Ahora lo que usted quiere es entrar en el sentido de lafrase latina? Yo fui el que se la di al dueño, cuando acabaronde construir el bar. «Sólo le abro la puerta al rey», la favoreceuna vanidad, pero después de cierto tiempo, la enarca elridículo, es el tiempo en que debe de retirarse—. Cuandoel seriote del grupo de cuatro fue al servicio, convergieronlos restantes, echaron humo, risas, intenciones. Pero el conse-jero latino, el diferenciador de los siete meses, se aproximóentonces más a él, y le fue diciendo, develando: —Cuandousted derrumbe el primer cabezazo ginebrino, uno, el

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diminuto sabandija, se le acercará para decirle un itinera-rio sulfúreo infernal—. Olaya oyó la dirección como ratonespetrificados, retuvo. —Lo llevarán por unas casas de ya-gua, latones y caminos charcosos. Verá ya en el lecho unadesnudez silenciosa, que lo mira esperando la priápica con-vergencia energética. Saltará sobre el lecho, como en la ma-drugada del río, el caballo busca la brisa para adormecersede nuevo. La mujer con los pies replegados, invisible, enpunta de sirena, mostrará la beneficiosa canal de sus mus-los con escarcha de Noche Buena, llevándonos, en su res-balar de quejumbre, a la Nebulosa. Le dará una pócimapara hacerlo dormir sin entorpecer sus preparativos parala burla napolitana. Al final, el demonio ayuda también acantar. Prepara en una copa, extremadamente facetada, elzoon o célula animal viva. En realidad, es clara de huevo,sonriendo las delicias de Cennino Cennini. Rasgueos deldiablo en el lecho: Osculum fine spina dorsalis. Mientras loscuatro diversionistas almirantean detrás de los agujeros enla yagua rechupada, la sirena de cola que esconde las asti-llas de madera y los fríos resortes de níquel plateado, extraelas yemas de su impedimento de crecimiento en la infinitud.Con la clara de huevo, propensa a las cristalizaciones humi-llantes, embadurnará sus entrepiernas. Cuando despiertele dirá, tristona fingida en el impedimento de lo imposible,que cuando ella salió a omeletear unos camarones, el mal-vado seriote se atrevió a la compañía del diablo, con el mis-mo signo que lo descubre, en el lecho abandonado por lasirena, que apareciendo de resguardo, está acordada contodas las burlas de los tres para embromar al seriote. Ustedtronará, se irá al cuchillo, lanzará botellas de sidra con el ta-pón de bazuka. Cuando se vaya a la garganta del serio, que semuestra parnasiano en medio de una escenografía que des-conoce de veras, aparecerán las tres sabandijas, como enun vodevil marsellés que suma la crápula bizantina, resba-lando la misma loción por sus entrepiernas. Con eso, cree-rán desfacer el entuerto del sabbat. De seguro usted se irásobre los tres bajeadores, dándoles cintarazos y trompicones.Se echarán a gemir, levantarán salmodias inaudibles y fingi-rán que están cosiendo, dando puntadas muy difíciles y rec-tificando, con golpes de mano, sus dobladillos sobre la tela.

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Por Alberto Olaya pasaron las últimas sílabas muy debili-tadas. De su sopor saltó, después de incorporarse de unagaznatada el último pago. Miró al grupo con las manos enjarra, escupió, sin que los cuatro cuchicheantes burlonesprocuraran aumentar la inaudible paletada del ventilador.Al empujar la puerta levantó con el rabillo: tantum regis. Pa-recía que el rey había descolgado la más borgoñona de suscarcajadas.

Sin saber cómo empezar el cuadrante de la medianoche,regresó a los caballitos enfundados, con las manchas del rocíoagrandadas en el paño. La estrella semimojada, ahora mons-truo de las profundidades de la noche, inmóvil, llenaba elcoche que se recostaba en la tierra, con dos guardianes,enfundados también en paños rociados, que así parecíanbajados de la luna, sin saberlo aún, guardado el secreto porel sueño. Divisó sentada en los bancos del parque, sorpresamayor de la noche, a la defensora tenaz de la pitahaya. Paramitigar la sorpresa, se apoyó por detrás del banco. Estabaaún con el lapicero, viendo cómo los resortes no entreabríanlas distintas pintas. Repasaba el lapicero con cariño, comocon recuerdos. Cuando Olaya se le hizo visible, este tomó lapequeña fuente de colores. Las puntas de los resortes ter-minaban ahora al instante sus distintas lenguas. Se sentó asu lado y le interpuso una hoja de papel para el aprendiza-je del flautín de cuatro elementales notas de color. Viéndo-le aún voluptuosamente torpe, le tomó de la mano y se laguiaba por laberintos de redondillas. Después la fue ciñendo,al principio con un poco de temblor, que le producía gozo-sos escalofríos; después, con armoniosa confianza, comoquien toma el fragmento de las asignaciones. Ella comenzóa contar. Con la linda torpeza con que no le respondían enel lapicero las lenguas coloreadas, su lengua decía sin com-puertas y sin inhibiciones. No se defendía, no sabía defen-derse; podía atacar al viejo de la pitahaya, a lo que le fueranieve indiferente y fea, pero no a lo que viniera sobre ellacon gusto y claridad. Había venido de su pueblo con unaprima casada, y estaba acogida al mismo cuarto, separadopor una corrediza. Presto el galán de noche fue reemplazadopor el de día, y el maquinista jefe de la locomotora sustitui-do por el auxiliar cajista de una fábrica de velas trinitarias.

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Casi todas las noches sacaban pinta fiestera hasta la madru-gada. Los primeros días vengaba su soledad acostándose enla cama camera y contemplándose anadiomena en el espejo.A medida que fue asegurando las proporciones y númerosclaves de la cronología de regreso de la prima, fue exten-diéndose por los corredores. Ahora se sentaba frente al case-rón colonial hasta que empezaba la verdad de la noche, allápor las doce y media. El ceñimiento de Olaya había alcanza-do la vía unitiva. Se veía que para los dos aquel sería un díamayor en las sucesiones lunares. La defensora de la pitahayase desmayaba sobre su hombro, comenzando a gemir. Pasóun coche, como un auriga de retirada, que abrió los ojos ypegó un fustazo al ver que la noche se reconstruía, ganabalistones de platabanda. Sin convidarla con palabras, la apretóde la mano para transportarla a la berlina que traspasaría laraya de los faisanes. Recordaba las sílabas que el caritativotranscriptor latino le aleccionaba, sílabas masticando caminos:ratones. Oída la dirección por el cochero, entremezcló car-cajada y fustazo. Al llegar vio las pequeñas glorietas de ya-guas y la diversidad de los caminos apisonados por el relente.La sirena del relator, que acudió sonando sus llaveros, erauna muchacha coja, traqueteada en el esqueleto de maderaen que se apoyaba. Cuando llegaron se recostaba en la puerta,y su sola pierna ceñida por una media color carne remedabala cola de una sirena de arenal fangoso. Cantaba. Y Olayaentró en la glorieta apretado con la mantenedora de lapitahaya, predominando el temblor visible del miedo sobreel escalofrío secreto del placer. El canto de la sirena fangosase fue hundiendo junto con la argolla de las llaves. Al salir, elrecuerdo de la sirena ingurgitó, pero ambos juraron que lepondrían un pie encima.

Volumen y cabezota de Jordi Cuevarolliot traqueteabanen la mañana dentro de un coche de piquera. Se aposentófrente a la casa de Andrés Olaya, que tenía ese desconchadode silencio irradiante, residuo de la madrugada, cuandoAlberto regresó, apostado en el quicio, hasta que llegó ellechero con la llave mayor, llegando hasta su cama como ungato con botas de niño. Fingiendo puño fino, Cuevarolliotimpulsó con la puerta de su índice la aldaba de bronce abri-llantado una vez por semana.

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Había mandado distintos recados, que la señora Augustainterceptaba para que el sueño de su esposo Andrés no su-friera menoscabo. Desde algún tiempo había llegado a con-clusiones que le hacían muy doloroso llegar a ese puntofinal: que su hijo Alberto era muy difícil de ordenar y poneren cabestro, que daría mucha guerra en la familia, y que ladiabetes de su esposo Andrés necesitaba sutileza y silencio,cada día más para poder regalarle unos cuantos años. Ha-bía intentado quitarle importancia a la ausencia de Alberto,por medio de disculpas y fingimientos de visitas, para quesu esposo, regido tal vez por un excesivo concepto de ladignidad familiar, no enfatizando el caso de la primera no-che fuera de la casa, disculpándola con un baile de herma-nas de compañeros del colegio, para que no lo pusiese fuerade la casa, mandándolo con alguna misión maderera boli-viana o a algún colegio navarro de internos rebeldes. Comoa Federico, el hermano de Doña Augusta, tipo el mástremendazo alcanzado por la familia, que de quince añossu padre se lo dio en castigo a un capitán de gran fragata,que se paseaba por la cubierta sonando a prueba su látigopor las balaustradas.

Con la puerta tan sólo entornada, la señora Augusta ledecía a Jordi Cuevarolliot, anclado en un peldaño crujien-te: —Por Dios, no me diga nada, su padre don Andrés no seha enterado de que Alberto ha pasado la noche fuera; estáenfermo y eso lo irritaría hasta querer separarlo de la fami-lia. Su primer hijo varón murió: el que le queda, Alberto,sólo hace mortificarlo, pedirle dinero y desobedecerlo. Esel que ha heredado el diablo de mi hermano Federico.

Cuevarolliot no quería reconocer que las cosas no se pre-sentaban a su gusto y medida. Había soñado con una visitaque tuviera al menos la pompa recipiendaria del médico deniños, mandado a buscar de urgencia para hacer brotar unsarampión. No se daba por vencido y no se quería acoger auna retirada fulmínea, donde su orgullo no pudiese man-tenerse en pie frente al cochero de la piquera, sonriente alver que el señor de tan importante volumen diplomáticono había sido recibido.

—Tenemos que hablar, tenemos que hablar tantas co-sas —decía— de Alberto Olaya, que ya yo no tengo castigos

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para él. El encierro lo volvió más rebelde para el colegio,y aun para su familia. Mi experiencia me dice —en esemomento el peldaño sollozaba levemente por el orgullosopeso que tenía que soportar—, que cuando a la edad deAlberto Olaya se pasa una noche fuera de su casa, esa no-che es como el tintero donde el diablo va mojando paraescribir la historia de alguien que ya es de su milicia... Nun-ca podrá contar lo que hizo esa noche, que será siemprepara él la noche de las noches.

—Váyase, váyase, señor Jordi, que mi esposo se va a des-pertar. No deseo que él sepa nada de esa noche de su hijo,querría luchar contra ella, contra ese imposible que es laprimera noche pasada fuera de su casa por un muchacho.Querría ir hasta la hoguera del diablo y allí sacrificar a suhijo. Pero qué cosa me hace usted decir, váyase, váyase, porDios, señor Jordi.

—Quizás todos nosotros reunidos —se empeñaba en acon-sejar Jordi— pudiéramos tratar de encontrar alguna fór-mula que le haga entrar en su edad, en los límites de suedad, pues su rebeldía traspasa esos límites para...

La frase osciló cortada levemente por la puerta al cerrar-se sin respuesta. Cuevarolliot bajó la escalera zumbando susplanetas contra las paredes. Ahora quería llamar la aten-ción del cochero, para que creyese en una gran escena colé-rica, en los rugidos de Ayax ante el cadáver de Héctor, quedisimulase que no había sido recibido. Su fácil apoplejía deprovenzal cooperaba. Gesticuló tardíamente para que elcochero creyese en la indignación que lo recorría. Dentrodel coche, extrajo su lapicero de oro, espadín de Holbeinretocado por Murillo, para decapitar entre sus educandosel nombre de Alberto Olaya. Un fustazo voltejeó la risa enel malicioso auriga criollo.

José Eugenio después de una comida lánguida y no obs-tante prolongada por los relatos sin eco de la Abuela Munda,se sentó en el quicio de la puerta de entrada, donde unpicaporte en forma de caballo, con las patas delanteras im-pulsaba una maciza bola de cobre, que venía a caer con alti-vez en un troquel de aviso visitador. Sintió los últimos pasoscomo si repicasen en la escalera de la casa contigua. EraAlberto Olaya, que apenas en la puerta encendía su cigarri-llo y lanzaba una presuntuosa primera bocanada.

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—¿Quieres ir a un baile? —le preguntó a José Eugenio.Le entraron deseos de ir a preguntarle a su abuela, pero sedecidió: —Vamos —le respondió sin vacilar, pues AlbertoOlaya era de esos que se habían ganado su confianza, sinsaber por qué, sin que acaso tuviera justificación.

Los primeros pasos de Alberto apenas parecían preocu-parse si José Eugenio lo seguía. Cuando lo tuvo a su lado ledijo: —No es al baile, sino a verlo por fuera, en casa de PaulitaNibú. A mí me invitaron, pero no tenía ganas de ir. Son unostabaqueros enriquecidos y convidan a los de la emigraciónpara adularlos. Mi hermana fue, todo el día la estuvo arre-glando Mamerta, que es la que le cose a Esperanza Iris. Quierover a mi hermana Rialta, para ver como luce y mañana bro-mear con ella.

Alberto empujó a los curiosos que se habían situado frente alas ventanas de la casa, y se apostó con José Eugenio a sulado, en una de las persianas, que comenzó a gobernar conlentitud y sabiduría. Dándole vuelta, plegándola, cuando seacercaban figuras conocidas, y sobre todo Rialta. José Eugenioobservó los detalles que le parecieron deliciosos en Rialta.Cuando se presentaba saludaba con una desenvoltura, que aJosé Eugenio, criado en un ambiente provinciano y español,le parecía la quintaesencia de lo criollo, gracioso, leve, muygentil. En seguida fingía con suma destreza dos detalles deencantadora cortesanía: un pequeño asombro, acompañadode un ¡Oh! de ligero subrayado, como si despertase o le fue-ra conocido por alguna referencia familiar desde hacía tiem-po, de tal manera que la presentación sólo había precisadoun recuerdo. Luego, se sonreía. Esa sonrisa era la culmina-ción de la ancestral plenitud de su cortesanía. Aunque comodemostración cortesana, esa sonrisa era evidentemente fin-gida, producía en el que la contemplaba, la misma alegríaque si hubiese sido motivada por una descarga del más sutilde los hacecillos nerviosos: José Eugenio, un tanto descon-certado, seguía la curiosidad de Rialta, procurando precisarsi se fijaba en su hermano Alberto. Era todavía demasiadoingenuo para pescar esos rápidos movimientos, hechos comoun acto derivado, es decir, cuando parecía Rialta reabsor-berse en un compás de la danza, estaba descubriendo elámbito que rodeaba a su hermano. De tal manera, que

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mientras José Eugenio se confundía en su propio anhelo,Rialta por primera vez había fijado el rostro de aquel amigode su hermano. Y cuando la persiana alcanzaba la plenitudde su mirilla, adivinaba, sin ninguna visible excitación, queera espiada, seguida, enlazada en su contorno.

Grave en sus opacos retumbos llegó una carroza a la casadel baile. Forrada en un betún azul de madera criollaburilaba su lisura impasible, donde los emblemas parecíanborrados con la mano después de la lluvia. El chaquetón,seguido en sus bordes por el tafetán corrugado, desapare-cía casi en las sombras de la concha de la carroza. Tardótiempo en que la repantigada oscuridad liberase la figura:menuda, peinada al lado, patriarcal, creyéndose queridapor todos. Los curiosos cuchicheaban: el Presidente, el Pre-sidente. Unos percherones de bronce izaron unos gen-darmes pequeños como jockeys, como titíes envueltos enbanderas. Mustios, fingidos graves, ojerosos, parecía que sesentaban en mitad del cuello de los caballos. El baile se con-geló, comenzó a sudar estalactitas, y las parejas inmovilizaronde pronto el semicírculo de sus rigodones, quedándose,como muñecos de cera, inmovilizados en el gesto de la sor-presa. José Eugenio hundía más la frente en la persianapara fijar la perspectiva, que caracoleaba impulsada por elgirar suave y como regalado del vals, que tendía al grotescotierno por la hipersensible utilización de aquella pestañaacuática, con tendencia a refractar las figuras de los másgraves invitados cayendo al fondo del estanque. El Presi-dente atravesaba la sala de baile con la lentitud de una reve-rencia gentil en el ornamento de una caja de tabaco. Losgendarmes pegaban con sus porras a las arañas que des-cendían curiosas por la invertida torre de la lámpara. Salu-daba a unos como si se hubieran reencontrado en una leja-nía a donde iban llegando emigrados para sentarse a la som-bra de una ceiba. Coincidían, muy cerca de la ventana quecruzaba los dos hilos de la mirilla, el Presidente y Rialta. Elcentro de los dos hilos fijó la mano derecha del Presidentepatriarcalmente alzada y en ligero movimiento, encontrán-dose venturosamente la sonrisa reverencial de Rialta.

—¿No se acuerda de mí, don Tomás? —dijo Rialta, salien-do al encuentro de la presentación que hacía Paulita Nibú.

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—Cómo no te voy a conocer, eres hija de don Andrés. Nose pueden olvidar aquellas Navidades en Jacksonville. Y laespantosa tómbola donde todavía me parece oír el gritoaquel, cuando la muerte de tu hermano Andresito. No seolviden de traer sus restos, pues hay que mezclarlos con latierra nuestra.

El rostro de Rialta asumió toda su gravedad. Plegó susonrisa. Y la lenta ternura criolla de sus ojos se empañó alquedar como en éxtasis ante el recuerdo.

El Emperador había reemplazado al Murciélago. Las corne-tas se distendieron de nuevo en su agudeza, y los trombo-nes de vara parecían levantar del suelo las colas gentilmentearremolinadas.

Alberto entornó la ventana, decapitando bruscamente lavisión. Un: «Vámonos, vámonos», tironeó a José Eugenio, quepareció irse despertando con el recuerdo de todo el sueño.

No le dijo nada a la Abuela Munda de su salida con AlbertoOlaya. Sabía que no le gustaba que abandonase el quicio dela puerta después de la comida. Al poco rato se oía una vozseca que lo llamaba por cualquier causa banal. Por eso seextrañó cuando la oyó comenzar hablando de lo que él que-ría escamotear:

—¿Has visto lo bien llevados que son nuestros vecinos?Nunca los oigo discutir, dar órdenes, levantar la voz. Y soncriollos, dicen que vienen de la emigración, que dieronmucho dinero por la causa.

—Cuando paso por el comedor, las persianas me ense-ñan pedazos de esa familia. Además —añadió José Eugeniocon orgullo—, soy amigo de Alberto, está en la misma aulaque yo y anoche dimos una vuelta juntos. Me parece comosi me cogiese de la mano, yo cierro los ojos, y me deja frentea unas persianas, donde después en el sueño, las figurasreducidas de tamaño, comienzan a danzar en las persianascomo si fuesen corredores alumbrados por una lámpara deltamaño de un dedal. Veo su casa y su familia —continuó—,desde la fugacidad de las persianas. Entonces, él me cogede la mano y me lleva frente a otras persianas, desde dondepreciso la misteriosa y venturosa organización del baile. Lle-ga un desconocido, casi como un sonámbulo, pero nos sor-prende conociendo a toda su familia.

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—Tienen cocinero y coche —dijo la Abuela Munda, conlos ojos agrandados por el fabuloso deleite que seguramen-te regalarían esos dos usos—. Una de las muchachas es comodos años más joven que tú —volvió a decir, aglomerandolos efectos de incitaciones descargadas por su malicioso buensentido.

—Nosotros, nuestra familia, tiene la carcajada, sólo ima-gino sonreír a mi madre, a pesar de que apenas puedo yarecordarla, pues yo era demasiado niño, y a esa edad cuestatrabajo precisar una sonrisa, fijarse en el pliegue de los la-bios, en su plegarse al oír un pájaro o un crepúsculo en sumelancolía aforística, o distenderse al caer un arco propiciosobre la oscuridad de un poro. Giraba la luz por las persia-nas, poliedro que amasa la luz como la harina de los trans-parentes, como si hubiese caído su sonrisa en el agua de laspersianas. Me parecía que nuestra antigua carcajada nece-sitaba de esa sonrisa, que nos daba la lección del espírituactuando sobre la carne, perfeccionándola, como la jarracuando el artesano aún en la duermevela del alba va dise-ñando la boca de la arcilla —José Eugenio dijo todo estotan de prisa, que pareció surgido como del sueño, como sihubiese hablado sumergido.

—Yo también he podido ver algo por las persianas —dijola Abuela Munda, no muy sorprendida, como si algo le re-velase el extraño lenguaje empleado por su nieto—. El jefede la familia, cuando se despide de la visita, va retrocedien-do, caminando de espalda, hasta llegar a la puerta. Eso noes sólo el colmo de la cortesanía, sino una manera muy clá-sica de cerrar, sin apelaciones, la conversación, por anima-do que haya sido el paisaje durante el curso de la visita. Alver esas dificultades, vencidas con tan generosa elegancia,aunque mostrando con levedad su sofocación, cada instan-te que se prolongue es una angustia que se disimula. Perosubrayaba mi atención porque me recordaba también elestilo de tu padre el Vasco. Su maciza corpulencia al retro-ceder guiado por la cortesanía, no tenía esa intuición de losespacios que muestran tan desenvuelto al criollo en sus gi-ros y rúbricas. Retrocedía con timidez, llevando el sonrosoa lo apoplético, sus disculpas sólo lograban hacer visible lapequeñez de sus brazos. Sin embargo, ambos ademanes, en

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el criollo y el vasco, dejan en el cristal fijo de las despedi-das, las más eficaces semillas para el recuerdo. Qué desen-voltura y qué timidez tan esenciales, tan imprescindibles,una vez que habían mostrado sus gracias iguales, ejercidascon diversas fascinaciones. Una misma nota en dos regis-tros —terminó la Abuela Munda, un poco avergonzada desu locuacidad.

El desvelo de Alberto Olaya, en sus sobresaltos y en lasascuas mostradas por la incesante serpiente de sus cigarri-llos, tropezaba con las vacilaciones y cansadas sorpresas deRialta, al regresar del baile. Se asomó al cuarto de Alberto,enredado en los listones azules de su pijama de dormir.Ojeroso por el desvelo, disimulaba el pellizco de su irrita-bilidad. El disimulo candoroso de Rialta, la llevaba a mostrarsecon una alegría que rehusaba cualquier motivación parti-cular. Al ver que Alberto la miraba sin hablar, se sintió másinquieta que vacilante. Se dio cuenta que él no hablaría,por lo mismo que se esperaba que diese el tema. Un errorde su naturaleza lo llevaba a mostrarse inexorable cuandose esperaba algo de él, tenía que aparecer en lasobreabundancia, en la sorpresa, su intervención tenía quesentirla como un sortilegio. Pero Rialta no se decidió a in-tervenir en ese laberinto, y soltó su pregunta, vibrándole elcuerpo por el temor a iniciar un tema sin desarrollo meló-dico: —¿Quién era el amigo que te acompañaba?

—¿A mí me acompañaba alguien? —Intentaba ironizarcon crueldad, sabiendo por anticipado el itinerario de unacuriosidad que al obligarse a la insatisfacción, se iba volvien-do angustiosa—. No recuerdo, ¿qué amigo? —Y así dilatabael interrogatorio de su hermana, que saltaba como una per-diz.

—Las persianas, el baile, los gendarmes pequeñitos ensus percherones de bronce, el Presidente —silabeaba Rialta,procurando tironear los recuerdos de Alberto, que fingíaapoderarse de una sílaba y adormecerse después.

—Ah, sí —le contestaba Alberto, como si fuera desper-tando con mucha lentitud—, no hay mucho que contar, notiene padre ni madre. Su padre era el dueño del CentralResolución, y su madre, descendiente de ingleses, se dedica-ba en Pinar del Río a cuidar las hojas del tabaco y las flores

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azules. No le he preguntado más, no creo que me interesenada más de su vida ¿por qué me preguntas tantas cosas deél? Parece que su piel fresca de hijo de español te interesa.Por la noche no tiene nada que hacer y lo que más le gustade los estudios son las matemáticas. Eso es, por ahora, loque me une a su carácter; más indeciso que tímido, huye depronto, y se fija en mí, eso hace también que para mí exista.Si lo que querías era su semblanza al minuto, creo que te hecomplacido.

Rialta se amoscó un tanto, vaciló ante aquel aluvión depreguntas, rió al no saber zafarse las mallas de la indiscre-ción de su hermano, y cerró la puerta con una violenciadictada por la irresolución de sus nervios, ante aquella si-tuación no dominada. Se oyó el chasquido del conmutadordel cuarto de Alberto; muy pronto por la ventana que cru-zaba los brazos de las estrellas del otoño, comenzó la lu-ciérnaga de su cigarrillo a trazar espirales, como señales deaviso sobre la marea del sueño, que lo cercaba y lo oscure-cía, valva cerrada para las ofensas de la luz.

El denso crepúsculo habanero descendía a las azoteas,donde por los hierros colados y los piñones salvajes parecíaherirse su fantasma hinchado de mazapanes toledanos. Loscuerpos evaporados por la siesta, comenzaban a densarseen torno al humillo de las soperas churriguerescas. ¡Si pu-diera aligerarse en el rocío del primer cuadrante de la me-dianoche! La atmósfera aglutinada por colchas nubosasdetenía las estrellas errantes. Los demonios, nos aclara SanAgustín, proliferan con más frecuencia en la extensión devapores húmedos. Por unos momentos, los miasmasverdeoro del bosque en su bostezo, presionado por un diosde piernas pesadas, iban a trocarse en la selva de las Lócridas.De la casa de los Olaya comenzaron a salir grandes voces,regidas por las ordenanzas baritonales del padre de losOlaya, mientras los pies de cabra de Alberto trotaban sinocultar los flatos lamentosos, los suspiros que el terror im-pulsaba con lentitud. Corrieron las hermanas de JoséEugenio, concentradas por los gritos y la diversidad de lasfiguras arremolinadas en la inmutable criba de las persia-nas, hacia la sala, para tranquilizarse en torno del mansooleaje de los vuelos de la bata de la Abuela Munda, que

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sorprendida miraba estupefacta a su nieto, sin encontrarsalida para aquel terrífico momento. Hasta que JoséEugenio, con la voluntad adormecida por el miedo, peroguiada por el agudo de los gritos cercanos, tiró de la cuerdadel pestillo de una de las tres grandes puertas de la sala yganó el montículo del balcón para acrecer la perspectiva deaquel tenebroso acontecer.

Llegó un carro, donde era bien visible que la agitación dela finalidad que los acuciaba podía romper sus escuadrasdisciplinantes. Cuatro soldados sanitarios, con un sargento yun teniente. La serpiente engarabitada espiralando el ca-duceo, mostraba que era un médico del ejército, acompa-ñado de enfermeros y ayudantes. Pinchada por los gritos, lavecinería se había descolgado por las ventanas con sus ca-ras descoloridas, desharinadas, de la hora de la comida. Unhombre grueso, a quien la prisa había impedido pasar latira del pijama para ceñirse, se sostenía con la mano el pan-talón con grandes listones anaranjados, y con ciega manoizquierda apuntando en variadísimas direcciones, entresa-caba cabeza de los mirones para preguntarle por aquellosgritos. Nadie contestaba, se precisaba la casa de donde salíaaquel endemoniado voceo, pero nadie podía regalar noti-cias, redondear comentarios. Subieron los soldados, delan-te el teniente, llevando una gruesa soga con tendencia aocultarla en sus espaldas. Los gritos fueron en diminuendo,hasta acallarse enronquecidos. Poco rato después, salieronde nuevo los soldados llevando amarrado a un hombre másbien bajo, a quien su pelirroja ascendencia irlandesa le dabaun aspecto un tanto ridículo, apoplético, que parecía ser elmás asombrado de aquella escena, sin aparente sentido parasu cabeceo dubitativo. Hasta que comenzó a acariciar la soga.

—Vamos a acompañarlos —dijo doña Munda, implaca-ble por cumplir aquel requerimiento de la cortesanía, deque los vecinos deben compartir todo mal momento.

Bajó la escalera con la mayestática decisión de quien tie-ne que cumplir una fatal obligación, muy digna, con su nietoun poco delante, y las dos nietas a su lado. Pura composi-ción velazqueña. —Somos sus vecinos y queríamos decirleque estamos a su disposición —le dijo la Abuela Munda, a laseñora Augusta, cruzándose reverencias. Pasen, pasen,

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siéntense, por favor —le contestó, disimulando en lo posi-ble la violencia de la escena transcurrida—. Qué momento,mi buena señora, acabo de pasar, el susto me impide aten-derlos como yo quisiera, por poco me matan a una de mishijas...

—La otra noche yo le noté rarezas —decía la Abuela Mela,la madre del señor Olaya, dirigiéndose con sus habitualessílabas nerviosas a la Abuela Munda, como si hiciera tiempoque la conociera. Pero sabía que era cipaya, muyespañolizante, y por eso inició la conversación sin saludar-la; querían que le hicieran el chocolate en reverbero y conagua sola—. Decía que Satán atravesaba la cañada del ríoen una mula ciega. Yo lo miraba para ver si se reía, pero medaba cuenta que cada vez tenía los pómulos más trancados.Parecía que se endurecía como un saco de piedras. A mínunca me gustó. Esos criollos que tienen pinta de extranje-ros son muy complicados. Su propia sangre los ofusca y losenreda.

Andrés Olaya entró en la conversación mirando con fije-za a la Abuela Mela, pues no sabía cómo andaba la sangreextranjera en sus vecinos. Se dirigió a José Eugenio, le pusola mano en el hombro, lo palmeó y le dijo: —Siento por lamañana cuando tu abuela te hace el café con leche antes deirte para la escuela. Es la hora en que se respira mejor lamañana, como si nos dilatase los poros —sonrió mirando ala Abuela Mela, para mitigar la tensión, y añadió—: A vecesella me quemaba el pan hasta ennegrecerlo, pero yo lo ras-paba y no se lo decía. Al día siguiente, ya ella tenía cuidadode no quemar el pan, pero yo me sentía más triste.

Después de la muerte de su hijo Andresito, su manera deestar todavía en la conversación, era la constante evocación.Se rodeaba de un turbión de recuerdos, el mismo presentefatigado se deslizaba de inmediato al pasado. Al ver a JoséEugenio, lo deslizó a sus recuerdos, en esa indecisión querodea a la corriente mayor, que es la que asciende del pasa-do. Recordarlo todo es la forma de contrarrestar el únicorecuerdo total que lo penetraba, que lo acompañaba, fan-tasma amarrado a su caballo, llegando desde el despertar asu casa. Al llegar el sueño, según la sentencia de Heráclito,lo hacía de nuevo su compañero de trabajo.

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—Nosotros estábamos en la sala —dijo doña Augusta—,cuando Carmen comenzó a llamar, a dar gritos después.Estaban ella y el doctor Zunhill, su novio, en la salita. Puestoya de pie, vimos que el doctor con el revólver en la mano,apuntaba para mi hija. Se oía el ruidito del gatillo como losconejos cuando mascan las mazorcas del maíz, pero las ba-las felizmente no salían. Estaba descargado, pero el doctorsin preocuparse de que ninguna detonación siguiese al gol-pe del gatillo, se congestionaba como el rostro de alguienque tenía que matar. Entonces sacó la bayoneta, primeravez que la portaba, y fue cuando nuestros gritos deben dehaber alarmado a la vecinería. Andrés iba ya a adelantarsesobre él, y Alberto corría desde el corredor donde estudia-ba; a mí y a mis hijas el terror no nos dejaba mover. Entoncesllegaron los soldados, se fueron derechos a él y lo amarra-ron. El teniente con una cortesía que no desea rizarse engeneralizaciones, me dijo: —Sin motivo alguno acaba dematar a su ordenanza. Se escapó después de la casa y hemosvenido a buscarlo aquí. Dispensen el mal rato, veo que noha pasado nada. La razón ha dejado de acompañarlo —ter-minó en una forma rotunda, cara al diagnóstico de un mé-dico militar.

Después de alusiones rápidas a las preocupaciones deambas familias, don Andrés centró de nuevo la conversa-ción. Añadió que era un encantamiento que una familia sededicase al cultivo de las hojas. Que las hojas, entre noso-tros, donde había pocas raíces, las reemplazaban. Que lasraíces al aire, le parecía que echaban tierra en las nubes.Que él prefería la ganadería y el periodismo al negocio delazúcar. Su tutor comercial, Michelena, decía que el azúcarera como la arena y que su suerte dependía del frío quesintiesen las cordilleras de la luna. Que el colibrí, señor delterrón, pasa del éxtasis a la muerte. Y que el cubano, en unsarcófago de cristal, rodeado de bolsitas de arena en dulce,está como extasiado, tirado por cuatro imanes. Hasta queun día un príncipe ¿no es verdad José Eugenio?, lo dijosuponiendo que tuviese muy adentro las fábulas que su edadacababa de vencer, separado de la montería, decapite consu espada los cuatro surtidores y rompa el sueño del hechi-zado. En realidad, pensaba en su hijo durmiendo en

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Jacksonville, en una palabra que recorriese de nuevo sucuerpo congelado.

José Eugenio, absorto, comprendió que por primera vezse había trazado un puente que lo unía con algo, con lasciudades que unen a dos familias en un puente. Miró aRialta, que, muy aturdida, extendía el tapete que cubría elpiano.

Doña Munda, dándose cuenta de la brevedad exigida porese tipo de visita, se levantó para despedirse. Se fueron dan-do las manos, rubricando con una sonrisa, donde el cere-monial no acababa de imponerse a la ternura cariñosa.

—Muy pronto las iré a ver —decía doña Augusta—, mu-chas gracias por la molestia y por el susto que todos he-mos pasado—. José Eugenio sintió ese todos bailando en elpuente.

—Venga a estudiar con Albertico por la noche —le dijoAndrés Olaya a José Eugenio—. Después Rialta toca el pia-no y nos traen el chocolate. Matemática, música y chocola-te, excelentes divinidades para su edad.

—Dice la señora Munda, que ella tiene una sobrina quese curó el asma con un caballito de mar —dijo la Vieja Mela,dirigiéndose a su hijo—. Me va a regalar uno de esos caba-llitos. Lo pondré junto a la Virgen de la Caridad, que llevoen la cadena que tú me regalaste. Creo que me curaré conla Virgen de la Caridad en un caballito de mar.

Al regresar a su casa la Abuela Munda, se encontró conque toda la sala aún se encontraba encendida. Recostadaen los bordes de la bandeja, en la mesa de centro, una cartade Luis Ruda, llegada de Veracruz. La acercó a la lámparamayor y comenzó a leerla. Aludía a las deficiencias del co-rreo veracruzano. En la misma etapa, decía, que cuando loscorredores totonacas llevaban bolsas con agua salitrera yrefrigerio natural de la Maltrata, donde se adormecían lospeces para Moctezuma. El sobre tuvo que pegarlo, añadía,para burlar a los funcionarios indiscretos, con punto de ceranegra mezclada con resina licuada, como le habían enseña-do los renacentistas maestros de la filigrana. La Abuela sesonrió. José Eugenio adivinó que el criollo, desde su leja-nía, nervioso como un pájaro, había deslizado una graciosafranja amarilla.

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La vieja Mela extendía una gorgona sobre los nódulos deltiempo. Su cabellera nonagenaria había mezclado los blan-cos, las cenizas, la nieve, ofreciendo una paradoja azafra-nada, unos amarillos que parecían dejados por la refracciónde la luz sobre las hilachas. Sus noventa y cuatro años pare-cían bastoncillos en manos de gnomos criados por el condede Cagliostro. Como en algunos pintores los objetos ade-lantándose a su espacial adecuación, el tiempo se había es-capado de su sucesión para situarse en planos favoritos,tiránicos, como si Proserpina y la polis actual se prestaranfiguras con tan doméstica cordialidad que no presentasen

CAPÍTULO VI

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las asimetrías de su extracción, los lamentos de su erranciaevaporada. Las sombras y los vivientes estaban a la alturaque habían alcanzado el siglo anterior. Su desenvolvimientoen la secularidad posterior, su memoria no les había aplicadoel rastrillo diferenciador. Sus sumergimientos y la aparicióndel hociquillo de los vivientes, se mantenían para la Melaen planos bipolares: los veía acercarse a su actual circuns-tancia, pero su memoria no se acercaba para devolverlos,sino para llevarlos a la laguna en que eran sombras, peroque ella sentía como hechos. Si había tratado a alguien afines del siglo pasado, pero que ahora, trasladado a la nuevasecularidad, hacía cinco años que había descendido al som-brío Orco, sus primeras palabras al visitante eran: Ayer es-tuve hablando con tu padre, estaba muy contento con sunuevo uniforme, le recordé los años en que se sentaba en elquicio de la puerta, hasta que le asustaba la campana delheladero. Se refería a una conversación mantenida treintaaños atrás, y como nuestra visita había sido engendrada porla melancolía de tres días seguidos de lluvia, la abrazába-mos para aprovecharnos de esa sombra temporal dondesus recuerdos monstruosos por causa de su enfermedad dela memoria, lograban hacer retroceder el tiempo y desen-fundar intacto un cuerpo mutilado. Allí el tiempo era unagárgola que al hablar regalaba los dones de la inmortali-dad, pero que con la boca cerrada parecía petrificar los he-chos, congelar las fuentes. De su boca saltaba el tiempodisfrazado, el hecho que se arrastraba como un fuego fatuopor una llanura que crujía al recibir el deshielo. Por su bocano entraban los ordenamientos del tiempo ni los silenciosde los que en el comedor estaban jugando a las barajas, peromuy pronto aquella conversación fantasmal los trocaba aellos también en fantasmas, pareciendo opulentos señoresfeudales, que leían en las tablas de Tarot los próximos la-mentos de sus desdichas y la cercanía de las fechas en queoirían sus latigazos a la barca de la Estigia.

Se contaba su heroísmo fino en la lucha contra los cipayos.Los cinco hijos de la Mela la rodeaban como temiendo eltoque en la puerta, la seguían como si tuviese que ser ella laque se enfrentase con la peligrosa sorpresa. Sólo AndrésOlaya se dirigía con decisión a la puerta, hablaba con las

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visitas para rechazarlas cuando no quería mezclar tantosfantasmas. Había llegado a los separatistas el soplo del con-traespionaje. El cabecilla cubano Aranguren conocía quelos adelantados de la guarnición de La Habana tenían noti-cias que la Mela escondía armas. La vendedora insistiendosutilmente en la compra de flores, mariposas, girasoles, ro-sas francesas, le deslizó el billete con las claves. Había quepasar los rifles y las cananas con sus rayos. El día del santode Providencia, llegarían seis barriles grandes de laguer,cuatro días después pasarían a recogerlos con su nuevofondaje de metralla. De pronto, la aldaba de la puerta sonócomo pateada. La Mela dejó a los hijos en el último cuarto,brincaban las piedrecitas de su saliva. Su hijo Andrés la se-guía, fingiéndose sereno. Sólo la vieja conservaba la acome-tida de la situación, salía a enfrentárseles. Un capitán deartillería, seguramente enviado por el jefe de la Cabaña,coronel Lachambre, y diez soldados, presentaban excusascon una voz sacada de las entrañas, del oscuro tripaje. Porel contrario, la voz de la Mela silbaba en el aire, despuésde brincar sorda en la laringe. —Señora, traigo órdenes deregistrar la casa, no se asusten, buscaremos con cuidado—se dirigió al que hacía de segundo—: sargento Rodaballo,atienda a la señora y a los niños mientras nosotros hacemosel registro—. El atienda por vigile revelaba que era un mili-tar de academia, que respetaba los matices de la cortesanía.Arrastró sillones, levantándolos en peso para sorprenderalguna deformidad reveladora. La carne del espejo fueprensada de nuevo, pulsado su reverso para atrapar losguiños del volumen de su sombra. La yerba de los patiosfue arrasada para meter el puño por la madriguera de losconejos. La jaula de los pericos fue despertada por el brillode las botas del capitán. El gallinero decapitó su cloqueo alverse rodeado por diez hombres con la gravedad de unentierro en la sequía castellana. Los escaparates de cincolunas rodaron sus edredones y sus polvos naranja para latrigueñez del trópico. Cascada que pasaba por el asombrodel capitán como un grifo con el sable en alto. Empezaron asudar a la española, carnoso embutido de arena y sebo. Lasniñas y la Mela a ofrecer limonadas, pequeña luna en som-bra con despertar de azulejo. Los españoles a enrollarse

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labios adentro. Estaban vencidos por la cortesía criolla, perose defendían aún en la tozudez catarrosa. Iban retrocedien-do de nuevo hacia la puerta, y el capitán dando señales con-venidas, sustituía la impaciencia por la flaccidez. Las manoscaídas, mostrando los pliegues irregulares con alforzas dela guerrera mal cortada.

—Le falta por registrar el gallinero, capitán —dijo la Mela,con gracia muy cubana, que nos lleva a arriesgar de nuevola partida después que ya está ganada.

—Basta de bromas, señora, basta de bromas —dijo el ca-pitán, acariciándose el bigote, después de asegurar la espa-da en el tahalí. Cerró la puerta, evitando la grosería delportazo, pero con sequedad, como para demostrar que re-husaba reír la gracia.

Al día siguiente, los insurrectos que operaban por las lo-mas de Cojímar y Tapaste, recibieron trescientos rifles, en-terrados por la Mela en el apisonado del gallinero. Estabaen lo cierto el capitán al no reír la gracia.

Las secas de agosto afiebraban el sueño. Pesadilla mayor:la penca de guano se la lleva la marea alta, estamos al bordede la playa, estiramos las manos para alcanzar la penca, perola marea recibe un soplo que la aleja. Nos despertamos casien el sofoco del grito. El gato araña la penca y la restriega enel polvo de los quicios.

A la Mela el pecho le jadea con furia benévola, muy dis-tante de una disnea de agonía. Bastaba ver la palidez conque reaccionaba a cualquier desagrado o insinuación don-de creyese que se ocultaba una disminución de su orgullo.La humedad de la noche o la del alba, los tironeados so-bresaltos de la digestión, los vuelcos rápidos de la sangreen la marcha, la sumergida voluptuosidad del septiembrelluvioso, el sofoco producido por las humaredas y las aglo-meraciones, añadidos a infinitud de peces matizados,murmuradores, desdeñosos, le despertaban primero unasombro, después una obturación como si entrelazase lasdos manos en el pecho. Y la cara se le volvía implorante,como si sólo ella sintiese unas llamas livianas.

Esa noche estaba, a la que vamos a aludir por merecer unacompañamiento especial, en la etapa indeclinable del so-nido. Comenzaba por avisarse de unos sonidos que sólo ella

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podía extraerse del pecho. Después, el pecho comenzaba amovilizarse sombríamente, como esas ondulaciones en laszonas volcánicas que sólo registran sismógrafos agudos.Cuando le llegaba el sueño, arrancando todos los yerbazalesa su alrededor, y colocando allí una planicie de nieve comode escenografía, el sonido cobraba el lamentoso de una sirenapelásgica, para terminar en las broncas agudezas de la sire-na de Gagniard de Latour. Ese ruido tenebroso y desenca-denado penetraba en el trenzado de la estera bengalí de susueño, rompiendo filamentos, astillando navegables espal-das. Esa noche, la vieja, despertada por todas esas fanfarriasde sirenas, se acercó al vecino cuarto de su hijo, sobresaltadapor sus propios gritos.

—Andresito, Andresito, he visto, mientras dormía, en elcielo a la Estrella Solitaria. Andresito, ¿tú no la viste? Estába-mos en un parque con mucha gente, y como si fuese unbalón plateado de muchas puntas, estaba allí como para ale-grar aquella romería. —Duérmase, madre, chúpese sus na-ranjas con crémor y frótese manteca de majá caliente en elpecho, hasta que lleguen esas píldoras del Norte, que dicenque van a ser la solución para los asmáticos. Duérmase, mamá,que lo de la estrella lo que hace es ponerla más nerviosa.

La Vieja Mela volvió a su cama. Poco después soñaba denuevo que la estrella, rodando, iba pasando las tibias pun-tas por su pecho, zafando botón tras botón, hasta que denuevo su respiración se extendía con ritmo que le comuni-caba una brisa clásica, tierna y respetuosa.

José Eugenio Cemí, apoyándose diestramente en las pau-sas de la conversación, disimulaba la alegre inquietud quelo recorría en esa primera invitación para almorzar en casade los Olaya. Escatimaba sus miradas a Rialta. Fingía, condiscreción, una confiada amistad con Alberto. No se posabaen el rostro de la Vieja Mela que oliscona zahorí en esosmenesteres, sospechaba en él «la casta del gorrión»; cuellocorto, piel que detenía la sangre, sonrosada. Su decididaingenuidad de veinteabrileño hijo de vasco, le impedía a lavieja precisarse con una insinuación malévola en la purgadel separatismo. Mientras tanto los ojillos le brincaban can-delas alrededor de la nariz, plegada con urgencia socarro-na en dirección del pómulo izquierdo.

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—Era tan agradable —dijo la Mela—, tan tónico —entra-ba en la conversación con un tono de muy lenta ternura,cuando ocultaba las más peligrosas intenciones— cuandotú, en Jacksonville, compartías el buen humillo de la soperacon aquellos cantos. ¿Por qué no vuelves a ensayarlos? Erauna costumbre que no se debía perder —se refería a loscantos guerreros, alusivos desdeñosamente al español, quese cantaban en los hogares de la emigración.

Se sonrió don Andrés, intentando capear la tormenta quese avecinaba en un cielo todavía cotidiano, aunque el chillidoguerrero del albatros lograba medio perfil detrás de unbambú. Viendo que la Mela no lo perdía de vista, como laCirce que recuerda las antiguas venganzas, los juramen-tos redoblados, dijo: —Los hemos cantado tantas veces —surostro se tornó en una máscara presagiosa—, que bien po-demos excusarnos de cantarlos hoy—. Sabía que la insis-tencia de su madre era un redoble de tambor, por eso inten-taba cortarla con un agudo de flecha, cortante aunque leve;sin réplica, aunque preparando una cariñosa retirada.

Pero las decisiones de la Mela avanzaban en punta, comoun escuadrón de aqueos que pasa ululando a las naves deproas de cobre. Viendo que por el lado de su hijo ya habíacolocado sus terribles catapultas, sin poderlas disparar, peroconservando aún intactas sus pirámides de piedras, se diri-gió a su nieta Rialta, pues ya estaba en acecho del nacimientode la simpatía que pudiera tener hacia José Eugenio Cemí,y le dijo: —Cántalas, cántalas tú, ya tu padre está cansado yle corresponde a los hijos renovar la costumbre que a suspadres le dieron hondura de varonía, decisión frente a lamuerte.

—Abuela —le contestó nerviosamente, pues la situaciónaquella era esperada, aunque molesta y taimada—, cantaren el hogar los sones guerreros, no tan sólo le hace daño ala paz sino que le quita gallardía a los verdaderos guerre-ros, usted por su temperamento sobreexcitado por el asma,recuerda más la generación de Brunhilda que la dePenélope, evoca a las amazonas que perseguían a los guerre-ros hasta hacerlos desfallecer. Establecida ya la paz, el humode la sopa es el preludio del arca de la alianza—. En la res-puesta de Rialta asomaba la mitología nórdica, el treno de

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los profetas babilónicos y el eco de los poemas homéricos,traídos graciosamente para desvirtuar la agresiva insisten-cia de la Abuela.

—Pues entonces —dijo la Mela—, me entonaré yo sola.Pido perdón por tener que oír una voz cansada por el asmay el frío de la emigración, pero a mí, a la verdad, aquellascanciones guerreras de la emigración, me favorecían ladigestión, eran para mí como una buena dosis de pepsina.—Levantó el canto, con un entono que sin ser chillón te-nía aposentada la sequía:

El que diga que prefiere el hispanoal cubano libre que llaman mambí,es un pillo que no tiene patriay que con extranjeros merece vivir.

Cubanos venid, españoles volad,y veréis esa estrella radianteque anuncia progreso y ofrece la paz.

Sorpresa de todos. La cara de José Eugenio mostrabacomplacencia. Paradojalmente, mientras los Olaya ondula-ban perplejos, disgustos, inoportunidades, él se sonreía. Sininmutarse, sin la pelusilla que el frío amorata en las frutas,encaró a la Mela con gracia, como si no quisiera establecerparéntesis en el rodar de la conversación. —Mire, señoraMela —el imperativo revelaba el enfrentarse con la situa-ción sin miedo—, hay algo en esas evocaciones que me traela pinta de mi madre. Su fineza, la familia toda dedicada aintroducir el fino espesor de la miel, la querendona hojadel tabaco, las hacía vivir como hechizadas. Sus obsesionespor la estrella, la ternura retadora, el convidante estoicis-mo, van por esa misma dirección. Me acuerdo cuando elcoronel Méndez Miranda, primo de mi madre, visitaba el Re-solución, mi padre se alejaba, como quien respeta una fuer-za extraña, se le esfumaba la adecuación. Pero aquella finezanecesitaba como pisapapeles el taurobolio invisible, resis-tente de mi padre. Él buscaba a los Méndez, todos ellospinareños finos, en una forma decidida, voluntariosa, co-mo algo que le era necesario a su voz, a su mirada, a susgestos, a los signos que se desprendían de su cuerpo como

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evaporada esencia. Los Méndez, en una apetencia que des-conocía más su finalidad, tal vez por ser más soterrada,buscaban en mi padre su encarnación, su tierra, su cuerpoárbol. A su muerte, la dispersión. Ya no había donde apo-sentarse, semejante a ese aire macilento, elefantino, de lasplanicies, que sabe que no se va a purificar, haciéndose visi-ble, al reconocer las estancias de la casa hechizada. Se ex-tiende, se hace mil hojas, pero sabe que el espíritu de laplanicie le interpolará traspiés: no hará frente definida alllegar a los metales del portalón.

—Por esa línea de mi madre, es por donde reconozcotodas sus palabras. El animal fuerte, poderoso, resistente,que ríe con el téstuz lleno de frutas y pájaros insulares, obligael ámbito al sofoco. El separatismo surge de ese sofoco. Perosólo nos separamos, en una dimensión de superficie, deaquello que sabemos que es una fuerza demasiado oscura,indomeñable para nuestra progresión. Pero el animal fuer-te, toro del demonio, un tanto cegato, apenas precisa quealguien se le quiera separar, lo mima, se encariña con él, denoche revisa las piezas para comprobar el pequeño adorme-cido. Existe el Eros de lo que se nos quiere escapar, tan fuertecomo el conocimiento sexual de la ausencia. En el animalpoderoso, la conciencia de lo que se quiere separar es elnacimiento de un ojo. Entonces siente al lograrse la separa-ción, la pérdida de un tentáculo de visibilidad. Y bramarizando el cielo. Es una hermosa pelea. El espíritu de laseparación es instantáneo y por eso llora. Al realizarse tieneque estar ya en otro banco de arena. Su capacidad para loscomienzos es pobre, se engendró en un contraste. Desapa-recida la bisagra de las contrastaciones, es un fantasmagimiente. El cierre de la ruptura, de la separación, es loimplorante, y por eso, lo que usted cree, antaño lo eran,que son cantos guerreros, ahora es salmodiante, son cantosde imploración. Pero en la imploración siempre hay unaesencia que quiere trascenderse, lleva el destino a la tablade rallar maíz de los dioses.

Notaba que su timidez se desovillaba al hablar, como si ledictaran los recuerdos, las dimensiones absurdas del sue-ño. —Toda esa línea de la fineza se une con ese espíritu dela imploración. Por eso en su voz, sobre todo en el espíritu

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que se había apoderado de usted, y que la decidía a cantar,sentía también algo de mi pertenencia. Por la línea de mimadre, reconozco esos cantos guerreros, recitados comogracioso aperitivo, pero la otra mitad es la que ahora tengoque buscar, pues estoy en una edad en que siento que me esimprescindible incorporar algo que me aclare y me decida,que me haga momentáneamente completo. Necesito incor-porar un misterio para devolver un secreto, o sea, una clari-dad que pueda compartir.

—No, no —dijo la Mela, enrojecida, encolerizada, levan-tándose de la mesa, rastrillando la silla sobre las espitasborrosas de la loseta. Se encerró en su cuarto, y no reapare-ció. En el ojo maduro de la perdiz bailaba una espina.

José Eugenio medía la extensión de la manga azul, sentíael espejo que iba descubriendo su revés, regalándole denuevo su cuerpo, puesto ya frente a sus ojos. Entre los dosespejos, mientras no acababa de fijar su imagen, desmemo-riado o impaciente, cuando su mirada saltaba del contrastede los paños o de algún metal que le regalaba reflejos, bro-mas, disculpas, a la extensión ininterrumpida de aquelloscilindros azules, que venían a incorporar a su cuerpo unasimetría y una reglamentación: la de los ejercicios calisté-nicos, la esgrima y el severo ordenamiento del cuerpo deartilleros. Su voluntad vasca, la búsqueda de una nueva fina-lidad desde que era huérfano, su decisión por las matemá-ticas, presionado por Alberto Olaya, lo llevaron a estudiaringeniería. Su tesis de grado, Triangulación de Matanzas, lehizo oír a uno de sus profesores las ventajas de hacer esostrabajos siendo militar. En la próxima convocatoria, paraformar la oficialidad de la naciente república, alcanzaba elnúmero uno, pues lo más difícil de esos exámenes eran lasmatemáticas, y como ya era ingeniero, rebasaba fácilmentelas tretas de los tribunales examinadores, que exigían lasastucias euclidianas implacablemente, cuando no se teníanrecomendaciones. Su sangre española le hacía rechazar esapalabra, recomendación, tan saboreada por los criollosflébiles. Le gustaba irrumpir en la masa del azar, que el triun-fo le sorprendiese, después de prepararse como un disci-plinante, haciéndose el mismo muy reñido, aunque su leysecreta le dijese al oído la indetenible interpretación que

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había hecho de los agrupamientos de personas y situacio-nes. Encomendarse sí, le parecía como solicitar una audien-cia con el Uno Único, pero recomendación era para él comodelegar, como dejar de hacer lo que le estaba consignado,como abandonar su misión, el recado que le habían orde-nado, en medio de botasillas y jadeos.

—Ahora la espada con puño de colodrillo —dijo LuisRuda, llevando la espada con las dos manos, como al finalde una vela de armas. Resplandecía, le alcanzaba a JoséEugenio cada una de las piezas del traje de gala, acarician-do casi aquellos paños de los días de excepción. Habíallegado de Veracruz, donde había hecho quema de purifi-cación, trabajando en la búsqueda del estaño con yanquisde piel cobriza, por el sudor en el trópico de los hombres depiel rosada. Ahora lo habían comisionado para los mismostrabajos mineros por los alrededores de Santiago. JoséEugenio se casaba y él tendría que partir de nuevo. La ba-talla se equilibraba por ausencia de los contendientes. Lacasa como un arca continuaría flotando. La Abuela Mundaseguiría cuidando a las tres hermanas, que comenzaban susescarceos de amistades y galanterías. Ese momento repre-sentaba la culminación del júbilo familiar. Luis Ruda sir-viendo de momentáneo ayuda de cámara, con la alegríasilbante de la flecha que comienza a pronunciar por antici-pado el enigma de la diana. La Abuela Munda, granmariscala ordenancista, cuidando la perfección de las telas,como si le saliese al paso a los comentarios imprescindiblesde los majaderos y exigentes. Las hermanas, entre alfileresy espejos, el escameo del moaré y las mostacillas, rodeandolos frutos de su adolescencia de zarcillos y perfumes. Lacasa encandilada en sus faroles, parecía extremar sus me-tales como preparando desde ahora las luciérnagas del re-cuerdo.

—Lo de la espada de colodrillo, lo sacaste de tu BernalDíaz del Castillo, en las lecturas dominicales que te dejabanlos mayorales yanquis. Los sables que usamos ahora son es-tilo napoleónico, el colodrillo deben haberlo usado Gonza-lo de Córdoba y don Juan de Austria. Qué curioso además,que la empuñadura de la espada tenga la forma de la parteposterior de la cabeza. El puño es la cabeza de la espada, y

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tomarlo es como cuando con gesto de apoderamiento pasa-mos la mano por el cuello y la cabeza posterior, obligando atorcer el rostro para ver la agresión o la broma. La formade la empuñadura no es tan fija como la del tonel, pues hayespadas donde la empuñadura es tan sólo una cruz, y en-tonces el colodrillo desaparece.

Irrumpió la Abuela Munda, con los emplastos de sutitanismo destejidos, empuñando una polvera donde pare-cía que hervía un periquito, y con una manta improvisadahasta que se pusiese el traje inaugural y solemne. Lo revisa-ba todo, tenía que ser la última en saltar la nave y sus cuida-dos. Se abandonaba a los redondeles de su majestuosidad,como una Niobe se hinchaba placentera al ver a su hijo y asu nieto hablando en ese estilo que la hacía reír en burlagozosa, zona para ella desconocida, pero que estimaba debuena compañía, como cuando jugaban al ajedrez o sus nie-tas tejían. Comenzaba a vislumbrar el triunfo de su casa,que había quedado indeciso a la muerte del Vasco, como sisu propia sangre, la de la madre de José Eugenio, tomasede nuevo los hilos. Era un nuevo hilado que comenzabacon las variaciones de las mismas tejedoras.

Sus nietas, como si viesen la proximidad de sus bodas enese día que la casa estrenaba nuevos entronques, se asoma-ban para ver a su hermano vestido de gala y comprobar eltiempo que se aplicaba a la preparación de todos los deta-lles marciales. La más joven, después de oír con disimulo,exclamaba: Puño de colodrillo, me suena como lágrimas decocodrilo. Y enseguida desaparecía.

—Acaben de vestirse —decía Abuela Munda— que se vahaciendo tarde, y después la concurrencia se impacienta.El día de mi boda, ya desde el día anterior empecé con elpeinado, y en eso perdí todo el día—. Quería que los pre-parativos llevados a cabo por José Eugenio y Luis Ruda, nofueran interrumpidos por las hermanas. No sólo valorabala nueva perspectiva familiar que se inauguraba con esaboda, sino la reconciliación de su hijo y su nieto en un díatan sonado de símbolo y de alegría.

Sobre la marina del edredón, con su reverso color cacao,el traje de boda de Rialta, confeccionado por madameCasilda. Encaje de Brujas combinado con encaje inglés,

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animado por los reflejos del tafetán espejeante. El de Bru-jas enlazaba nido de flores blancas, como de aguas quietas,no mecidas, en linda eternidad; descansaban los rosetonesen hojas carnosas, como para apoyarse en las aguas duras,muy lunadas, eternidad respirando por las piedras del es-tanque. El encaje inglés rameaba enlaces y nudillos, que secontentaban con la deliberada fineza de las ramas, subra-yando además esa fineza en la infinita proliferación de susvariantes. Bajo los flechazos lanzados por los reflejos deltafetán, el ramaje inglés parecía acoger las rosas de Brujas,que se estremecían en un relámpago de algodón, antes deregresar a sus hojosos cofres carnales, donde adormecíande nuevo su pereza.

Las generalizaciones de las gasas flotantes de madameCasilda, tendrían que soportar los ajustes, los amorosos de-talles, los punteados retoques de la graciosa e hiperbólicamestiza Victoria, la habitual costurera para la ropa de todoslos días. —Yo hubiera separado —decía—, los encajes deBrujas de los ingleses, para que ambos tuviesen su persona-lidad más visible, sin llegar, claro está, a subrayar algo queel gusto descubriese, no que la curiosidad atolondrase—.Pero aceptando, por la gustosa tolerancia de aquel día, quesu artesanía estuviese muy poco separada del resto del coro,a extender nuevas tijeras sobre las cartesianas precisionesde madame Casilda. Aceptación meramente verbal, pues lametodología francesa del diseño era irreprochable. Pero loshados sonrientes, angelotes de grotescas manecillas, queairean el énfasis de las más opulentas solemnidades, le cui-daban para el impromtu que le habían asignado. En su cajade linolina abrillantada, pequeñitas, como para acompasarrítmicamente el pestañeo de una infanta de Cipango, lasbotas de charol y paño. El orgullo de la diosa de pies ligerosse mostraba irascible. Rialta se entenebreció al precisar quelas botas se refractaban incesantemente sin traspasar la cur-va del calcañar. La inquietud se trocaba en jadeo y el relojcomenzó a segregar sus gotas de cuarzo. Irrumpió enton-ces benévola, con la placidez de una Eleonora Duse dictan-do sus memorias, Victoria, que sin estar rodeada de velosen la proa de cobre, se ciñó las botas, pareció como si lasengatusase, reclamó un poco de olvido, continuó sus

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ceñimientos y alfilereos en convenidas distancias. Se son-reía. Cuando terminó de sudar y comprobar «los principiosgenerales» de madame Casilda, desapareció como impulsa-da por la obertura turca de Mozart, y reapareció como uncojín donde se ofrecían los dos botines amaestrados. Eracomo si aquella fina mestiza hubiese colocado su firma enlas severas dignidades de la artesanía francesa. Con esa de-mostración, tan improvisada como imprescindible, habíaascendido de bailarina de coro a primera figura. Era la ter-minación de aquella artesanía, cuyas medidas de calzadohabían resultado inexactas, necesitando el sudado sacrifi-cio y el imperial ofrecimiento de Victoria.

La sonrisa navajo de Victoria comenzó a desdibujarse, ahilacharse en sus contornos. Las botas ceñían ya los pies deRialta, sonambúlica casi, pues la idea fija de la ceremoniaen aquel crepúsculo alcanzaba a levitarla, hundía las manosen la gaveta, que replegaba sus sombras, sin rendir el pla-teado abrochador. Los dedos fracasaban en su intento dereemplazar aquel anzuelo de botones. ¿Entraría en crisis elproducto elaborado por las entrelazadas astucias de madameCasilda y de la mulata Victoria? ¿Se declararían vencidasante aquel fingido pececillo —el abrochador—, que másondula mientras más se ofrece?

En esos momentos llegaba el coronel Méndez Miranda ala casa de los Olaya, para conducir, como padrino de Rialta,a la novia hasta la iglesia de Monserrate. El padrino escogi-do representaba la confluencia en simpatía de las dos fami-lias. Era primo hermano de la madre de José Eugenio, yhabía conocido en la emigración a la familia de los Olaya.Al morir Andrés Olaya, la única solución para señalar elpadrino de la boda había sido el coronel Méndez Miranda.Era el separatista, caro a la línea materna de Cemí y a todoslos Olaya. Su figura desplazaba un señorío muy bien gana-do, pues había recibido un balazo en una pierna, al ser des-cubierta una conspiración en San Cristóbal; no obstante,disimulaba la levedad de su cojera con movimientos lentos,pero desenvueltos y armoniosos. Doña Augusta le hacía loshonores, mientras miraba de reojo para comprobar si suhija Rialta había logrado vencer la resistencia de las botasde charol golondrina y paño de Glasgow. Sonriéndose

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marchó hacia la sala para buscar el padrino de la boda. LucíaRialta espléndidamente sus veinte años y al enfrentarse consu destino ostentaba sonriente el tranquilo rielar de la castaVenus. Siempre a los familiares y a los extraños, les causaríaesa impresión como de caminar sobre las aguas. De quien,en los peligros, oye una vez que le avisa del buen términode sus designios. Comenzaba un extenso trenzado laberín-tico, del cual durante cincuenta años, ella sería el centro, lajustificación y la fertilidad.

La más cercana amiga de Rialta, aquella Paulita Nibú, aquien vimos en la sala de baile de su casa, donde saludara alPresidente de los primeros años de la república, era hija deunos tabaqueros muy ricos, unidos amistosamente a losOlaya por razones de vecinería, traía ya en la mano la solu-ción tintineante. Apretado entre el pulgar y el índice, elabrochador de plata mostraba la impasible ansiedad de suanzuelo. El perplejo de la cara de Victoria retrocedió parti-do por un relámpago de júbilo. Cuando, días antes, en lospreparativos del ajuar de bodas, doña Augusta, Rialta yPaulita, fueron a comprar las botas, reían la pequeñez delas mismas, y los inverosímiles tropiezos que podían engen-drar al finalizar la tarde de las solemnidades, cuando la cor-nucopia de las cosas a realizar tiende a volcarse sobre elinstante estrangulado. Por una burla alusiva a la dolorosaprobanza de las botas, testificada en las gracias comparti-das, Paulita había querido llegar a la casa de Rialta, en laúltima media hora de los preparativos para la ceremonia,cuando ya la esperaba en su casa, en la esquina de la de losOlaya, su coche con una pareja de troncos que caracoleabaa cada fustazo gallardo del palafrenero. Terminada su vesti-menta había querido aparecer por casa de Rialta, para versemutuamente, y el abrochador había sido la graciosa discul-pa, por eso se sorprendió cuando la costurera Victoria co-rrió hacia ella y le tomó el abrochador, como si fuese la llaveimprescindible para impedir una explosión. Victoria seapresuró a abrocharle las botas a Rialta, comenzó después areírse al ver la coronación de su obra, que estimaba llevadapor las divinidades del metrón: llevar el cuerpo a su splendorformae y la figura a su momento de mayor irradiaciónconmemorativa, en ese día en que las tejedoras mezclan

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sus indescifrables órdenes para el futuro con los cantosdespertados por el júbilo de sus puntadas.

Llegaban los grupos militares poniéndoles franjascolorineadas a la noche reída de primavera. Los metales ylos colores agudos contribuían a solemnizar el pórtico de laiglesia de Monserrate. En el órgano se oían, con la impacien-cia disimulada de su ejercicio, las escalas rotas por la entra-da de los tenores, cuando empezaron a llegar a la placetaque rodea la iglesia, grupos estudiantiles muy numerosos,tanto deportistas que levantaban sus voces de alegría, comolos llamados filomáticos, estudiantes dados a los excesos dela gula intelectual; era una de las pocas solemnidades enque se habían logrado esos efectos, que mezclaban tambiénsus gritos y sus cantos a los de los gimnastas. José EugenioCemí era un punto de rara confluencia universitaria, eraigualmente querido y buscado por los estudiosos que porlos remeros, por los profesores maduros y por los novatosde ojos avizores. La seguridad de su alegría, la elegancia desu voluntad, la magia de su ejercitada disciplina intelectual,le regalaban centro, le otorgaban gracias, que sin ofuscarde súbito, mantenían una cariñosa temperatura, de criollofuerte, refinado, límpido, que hacía que se le buscase, y,como uno de los signos de su fortaleza, sin agotarse en suintimidad ni debilitarse en arenosas confidencias.

José Eugenio Cemí y Rialta atolondrados por la grave-dad baritonal de los símbolos, después de haber cambiadolos anillos, como si la vida de uno se abalanzase sobre la delotro a través de la eternidad del círculo, sintieron por laproliferación de los rostros de familiares y amigos, el ru-mor de la convergencia en la unidad de la imagen que seiniciaba. Cuando llegaron a la puerta mayor de la iglesia,los sobresaltaron momentáneamente los grupos que searremolinaban y comenzaban a dar gritos. Como en la cere-monia del himeneo de un rey de Borgoña, como se ve enalgunas catedrales, los oficios habían agrupado a los asis-tentes, los oficios, no los barrios, pues se veía la integraciónde un coro de estudiantes de ingeniería, de todas las clasessociales; allí alternaban los casimires y gabardinas de los es-tudiantes de familias ricas, con las americanas de en-treestación de los estudiantes más pobres, usadas durante

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todo el año, reforzadas con chalecos tejidos por la familia,en la ternura benévola de una hermana casadera, que disi-mulaba sus ocios en las pacientes agujas, y usados despuéscomo una marca de familia, con variantes propias enrameados o iniciales, que les daban un linaje muy criollo, aldiferenciarlos de los adquiridos en tiendas, anónimos, gri-ses y sombríamente homogéneos.

Al verlos José Eugenio, la alegría de la noche pareció queadquiría la visibilidad de su símbolo, una forma que se alza-ba y obligaba a la consagración y al acatamiento más cariño-so. Rialta asumió una sonrisa desprendida, mientras mirabaa José Eugenio. Durante la duración de su matrimonio,mostraría siempre esa alegría derivada, su júbilo parecíadesprenderse de la salud alegre, del frenesí soterrado de suesposo. Los dos se detuvieron, después de trasponer la puertamayor, comenzando a oír el canto que traían preparado parala ocasión:

Cemí, Cemí,no venimos a tu boda,no venimos a tu boda,porque no tenemos frac,porque no tenemos frac,frac, frac fraaaaaaaac.

El hermano menor de la señora Augusta mezclaba paraí-sos y cesantías en forma inesperada, de tal manera que nose sabía, pues él ocultaba diestramente la sucesión de esasfacilidades, cuando hacía una visita de ternura familiar, ocuando las verificaba acuciado por un deseo de hacer unsábado o un domingo en casa de un familiar rico, para dis-frutar de un plato recién descubierto, verificando susacudimientos más como gourmet que como atacado de unatransitoria desdicha. José Eugenio, para sustituir con algu-na alegría la rotundidad de la siesta, exhumaba las caretasde esgrima, las dagas, el ataque de bayonetas, extraía el di-recto de los rifles o de las pistolas, para asombrar al visi-tante, al que llamaba con cariño mezclado con cierta sornacriolla, Guasa Bimba, pues con la sonoridad de ese nom-bre parecía aludirse a esos momentos de grave tensión, de

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majestuosa máscara, en que intentaba resarcirse de la pre-sunción de cesantía y desdicha con que desconfiaban de élen su primer acercamiento. Bimba parecía aludir a un reyguasón, como esos jefes tribales del Lualaba Congo, queposan ante el fotógrafo, con esos fragmentos que aparecentambién en el estómago de los tiburones, unos puños deyugos nacarados, un sombrero de estudiante de Eton y unavaina con su higrómetro de Fahrenheit. Guasa, caía justosobre su palidez, sobre la gravedad que subrayaba para sa-car pechuga y hacer creer que en esta estación no estabacesante y que su visita se debían tan sólo a un contrapuntofamiliar de evocación de la infancia. A veces, parecía tenerla intuición de lo que los demás pensaban de él, y entoncesera él, el que se burlaba de los demás. Sentimiento muyhabanero de sacarle partido a todas las situaciones, aun alas más aflictivas, hasta que le llegara su día sabiendo quedesde ese mismo día, por la reciprocidad del sentimiento,que le había llevado a aceptar esa situación, los demás loaceptarían en forma muy diferente, fingiendo con una granserenidad que durante esos años lo habían tratado con lamayor gravedad, situándolo con una sencillez acostumbradaen el coro de los amigos y los familiares. Fingiría, si llega-ban esas estaciones con más listones de oro y altas espigas,que esa burla no había existido, como antaño fingiría la afec-tada y grave serenidad de su trato.

José Eugenio, ceñida la careta de esgrima, avanzaba apasos medidos, gritaba, cogía uno de los rifles para apuntara Demetrio, cambiaba el sable en el aire o hacía esgrima debayoneta, gritando: cuidado, peligro, quítate rápido. Se di-vertía mucho viendo el rostro de Demetrio amoratado porel miedo, perplejo de terror. Irrumpía la señora Augusta,para aconsejarle prudencia a José Eugenio en el manejo delas armas, parecía redoblar la vigilancia con la bala de oroque todos tenemos marcada.

—El sábado estuvieron los dos presos con su custodio—irrumpió Rialta—, querían cortar las matas de anones,decían que tenían órdenes. Se les veía esa alegría amoratadaque aparece en los presos cuando pueden hacer cosas ma-las, con la aquiescencia de sus vigilantes. En algunos cante-ros las fresas rompían la brevedad de su rocío para alegrar

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la mañanita. Les dije que tú no querías que las cortaran,pues las estudiabas para intentar su sembradío en el cam-pamento. Se pusieron estúpidamente serios, el escolta movíala cabezota y se fueron a regañadientes. Pero al día siguientevolvieron. Me dijeron que tenían órdenes del jefe del cam-pamento de cortar yerbas y toda la arboleda, y que comoquiera que los anones y las fresas no estaban excepcionados,rogándome que los dispensara, comenzaron la tala de losárboles. Usted comprenderá, son órdenes superiores, de-cían con tosco ensañamiento, mientras la pulpa de los anonesles enseñaba sonriente la leche de la bondad humana, no sépor qué me recordaba de esos versos de Shakespeare, y elrelámpago de las granadas, me recordaba también el versode Mallarmé, murmura sus abejas. Raspados, ceñidos por lapiel de la cebra, intercambiaban cigarros con sus escoltas,dudo que la fuerza persuasiva de los secretos de Shakespeareo Mallarmé hubieran impedido que esos canailles invadie-ran el panal marino de los anones y las fresas—. CuandoRialta se encolerizaba al hablar, era cuando más se parecíaal lenguaje culto de la señora Augusta. Esta, naturalmente,como sentada en un trono, dictaba sus sentencias cargadasde variaciones sobre versos y mitologías. Cuando Rialtamanejaba ese estilo lo hacía con ironía o encolerizada, ne-cesitaba violentarse para dorar sus dardos y destellar en latradición grecolatina. En la señora Augusta, ese estilo teníala pompa de las consagraciones en Reims, oracular, majes-tuoso. En Rialta, muy criolla, era un encantamiento, unagracia, el refinamiento de unos dones que al ejercitarsemostraban su alegría, no su castigo ni su pesantez.

—Parecían unos sepultureros shakespirianos. Para des-truir el anón y las fresas se habían emborrachado y sudabantabaco juramentado. La sangre se adensó en su roña, tro-pezó en las piedras de la enjundia cuarentona de los dospresos. El escolta señaló con su índice ríspido las dos matasde anones. Los dos presos, empuñando larguísimosparaguayos entrecruzados de tierra roja, sudor y jugo deplantas, comenzaron a pegar tajos, bien hacia las raíces ohacia la copa, haciendo temblar como una zarza el troncomás tierno que airoso de la mata. El escolta se reía viendo elascenso de la llamarada verde del arbolito. Risa mala, como

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con todos los dientes puestos sobre el hierro. Extrajo la ba-yoneta y la caló sobre el rifle. Risa mala, enseñaba todos losdientes, ahora se precisaba en el espacio hundido por dosmuelas extraídas, una extensión necrosada del tejido puru-lento, como quemada. Se impulsó, hundió la bayoneta enel centro de la mata. Bajó la presión central, el ramaje delárbol pareció abrir los brazos. Entonces, los dos presos, li-berados del vaivén esquivo, comenzaron un macheteo in-cesante, sanguinario, hasta que levantaron las raíces entresus dedos de pedernal, hoscos, juramentados. Las raícestrenzaron la bayoneta como un caduceo pitagórico. Que-daban por los canteros las enredaderas de los fresales. Elrocío, divinidad protectora entre lo invisible y lo real, dispa-raba las flechas de su refracción sobre los malvados ojizarcos.Se impulsaba la pareja de presos, con la cara amoratadacomo si cargaran un barril de piedra, se descargaban, forta-lecidos por los gritos de la rotación combativa, sobre el ma-chete, que levantaba una polvareda chillona, pero las fresasprotegidas por sus divinidades y el nido de su follaje, ense-ñaban sus encías matinales, liberadas del verdín corrosivode las silbantes flechas. Pero muy pronto los malvados orga-nizaron sus fuerzas y las distribuyeron. Si antes la bayonetapenetraba en el centro de la mata de anón, ahora buscabael punto de absorción, de sumergimiento, por donde lasfresas se escondían a cada machetazo sanguinolento. Lo-grado ese punto, se abandonaban a sus furias danzables. Elescolta daba unos pasos rastrillados, polvo escupitajo susvaquetas rotando, apuntaba al centro de astucia y hundi-miento, y fijaba la fresa como con la muleta de una mo-mentánea sierpe umbilical. Se impulsaba uno de los presos,daban gritos como pescadores japoneses que rechazaranuna escuadra de nobles, y las fresas reventadas, con su linfasagrada penetrando en la Tebas de sus semillas, sedesconchaban a través del paredón, donde muy pronto lallegada del rayo solar ordenaba sus transmigraciones mis-teriosas, ya de pavo en Ceilán, ya de perezoso en un parquelondinense.

Irritado por el relato gengiscanesco de Rialta, JoséEugenio resoplaba, paraba en tercia, y al hacer esgrima debayoneta, la punta llevaba su centelleo hasta la cal de las

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paredes, que al despedir una pequeña humareda blanca,dejaba el látigo de un laberinto, donde asomaba su rostro lapiedra cuarteada. Apuntó a la cara de Demetrio, creyendoel rifle sin balas, y disparó, la detonación sumó en un panneauterrífico a Rialta y a la señora Augusta. Demetrio ahora indi-ferente, muy señorial, parecía con un desdén invisible nosubrayar la descarga mal dirigida. Por el contrario, parecíaburlarse de la cara de José Eugenio, perplejo amoratado ensu asombro mayestático, creyendo que Demetrio se mante-nía en pie mientras agonizaba. Su terror parecía superar alas figuras anteriormente aludidas del fresco terrible. Se ade-lantó hacia Demetrio, con gesto de imploración, rogándoleque continuase viviendo en nuestro planeta. El eco de la de-tonación, rodando por las piezas de la casa, ceñido de unamáscara burlesca, ladeando la boca, inauguraba un cañutode agua lanzado sobre la frente frígida y sudorosa del bur-lador burlado.

La canoa, fundamento de los tres cuerpos desnudos, que serascaban cada vez que el lanzazo solar se desplegaba pordebajo de la piel, se fue alejando, cierto que sin vanidad nidesmesura, del verde elemental y tierno de las aguas depoca profundidad, a un banco de arena que devolvía la som-bra de los pájaros costeros.

José Eugenio expansionaba su pecho de treinta años,parecía que se fumara la brisa marina, dilataba las narices,tragaba una épica cantidad de oxígeno, y luego lo iba lan-zando por la boca en lentas humaredas. La tranquilidad yel ingenuo color de las aguas, le despertaba un orgullo gri-tón, natural y salvaje. Pero enfrente veía a su hijo de cincoaños, flacucho, con el costillar visible, jadeando cuando labrisa arreciaba, hasta hacerlo temblar con disimulo, puesmiraba a su padre con astucia, para fingirle la normalidadde su respiración. El Coronel remaba como si fuese la dila-tada caja de su pecho la que ordenara al cuchillo de la proa.Los acompañaba el hijo del capitán Rigal, con un año másque José Cemí, rubio y pecoso, con ojos verde holandés, quese reía jugando con el rondón de la brisa. El Coronel sevolvió hacia el rubio pecoso y le preguntó: —¿No notas

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extraña la respiración de Joseíto? Fíjate que él no respiraigual que tú. Parece como si algo interior en él cojease en-tre la brisa. Cuando se pone así me intranquilizo, pues meparece que alguien lo está estrangulando.

José Cemí se hizo el que no oía. Sumergía una de susmanos en el agua fría. Se le secaba en la trusa hirviendo,que despedía un humillo humilde, como avergonzada. ElCoronel detuvo los remos, le ordenó al rubio que pasasehacia la proa, y comenzó con las manos a echarse agua,mojando también a José Cemí, que se reía, disimulando ladificultad de su respiración.

—No creo —le dijo— que aprendas a nadar solo, por eso,hoy yo te voy a enseñar. Te tiras al agua y te aguantas deeste dedo —señalaba para su índice hecho a ejercer la auto-ridad, fuerte como un enano que hiciese un personaje en latorre de Londres. El índice se cerró como un ancla, luegovolvió a su posición como un junco que salta, pero despuésvuelve a clavarse en la arena.

José Cemí obedeció de inmediato a la voz de su padre.Hizo la señal de la cruz, costumbre que le había enseñadosu madre, antes de tirarse al agua. Y se colgó del índice,mientras la canoa avanzaba lentamente, impulsada por losremos de Néstor Rigal. Se apretaba del índice con toda lamano, sintiendo la resistencia del agua que se apretaba con-tra el jadeo de su pecho como una piedra.

—Ya se te quitó el miedo, ahora aprenderás solo —dijo.El Coronel retiró su índice, al mismo tiempo que se forma-ba un pequeño remolino.

Durante tres o cuatro minutos desapareció el pequeñocuerpo de Cemí. El marinero que en el puente del Yacht,vigilaba la suerte de los nadadores, se lanzó al agua. Y mien-tras el Coronel se lanzaba también, para rescatar a su hijo, elmarinero llegó primero, tomó el cuerpo hundido de JoséCemí, lo depositó en la canoa, mientras el Coronel remabahacia la orilla con el cuerpo desmayado de su hijo. A lospocos movimientos que le hicieron con los brazos, abriólos ojos, miró a su padre, que ahora demudado por el susto,sudaba por toda la cara. Comenzó a reírse para darle ánimoa su padre, que iba amarillando por la fatiga y el terror. Elcamarero le trajo un whisky para reanimarlo, recuperando

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lentamente el color y abrazándose con su hijo, que norma-lizada la respiración, le daba palmadas a su padre, asustadoahora por su susto. El Coronel lloraba, y José Cemí paratranquilizarlo, comenzaba a lanzar puñados de arena aNéstor Rigal, que indeciso entre las lágrimas y la risa, co-rría por la orilla chillando como ánade.

Ahora, José Eugenio Cemí, inspeccionaba las obras del Cas-tillo del Morro, que había reconstruido como ingeniero yque inauguraba como primer director. Llevaba la mayor desus hijas, Violante, que era la hija por la que mostraba, cuandono vigilaba sus afectos, más atenciones y ternuras. Lo acom-pañaba también su otro hijo, José Cemí, a quien el fuerteaire salitrero comenzaba a hacer gemir el árbol bronquial.Se observaba sin disimulo que eso molestaba a su padre, quequería mostrar a los demás oficiales sus hijos fuertes, deci-didos, alegres. ¿Acaso no era para la soldadesca la enferme-dad una debilidad, un gemido? Se acercaban los oficialessubalternos con zalemas, con fingidos afectos, con camaritasfotográficas para tomar vistas, donde estuvieran los mucha-chos sobre cañones, bancos de piedra, con sombreros decampaña. Se veía que a José Eugenio Cemí le molestabamostrar a su hijo con el asma que lo sofocaba. Quería evitarla vulgaridad tragicómica, de que comenzaran a darle rece-tas, pócimas, y yerbajos. Que mostrasen jubilosos al fami-liar, que como una momia de oro, exhumarían para halagaral Jefe y disminuir su potencial molestia. Pasaron frente aun oscuro boquete, que terminaba en las cuevas rocosas,donde los selacios redondeaban sus sueños hipócritas y ellátigo de su desperezo. —Por ahí tiraban a los prisioneros,en la época de España —dijo el Jefe para asustar a sus hijos,pues al mismo tiempo que lo decía subrayaba sonriente elasombro en la cara de sus hijos. Muchos años más tarde,supo que por ese boquerón siempre se había lanzado labasura, y que por eso los tiburones se encuevaban en la bocadel castillo, para salir de sus sueños al babilónico banquetede los detritus. Toneladas de basuras que se metamorfo-seaban en la plata sagrada de sus escamas y caudas, como sifuesen pulimentados por Glaucón y su cortejo de alegres

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bocineros. Motivo para sustentar muchos años de pesadi-llas: ya traspongo los barrotes que resguardan el túnel, quetermina en las cuevas submarinas, me araño, me desangro,al fin encuentro una roca saliente donde encajo mis uñas,que crecen por instantes para salvarme. Desde la puertadel boquete, empiezan los carceleros a introducir largas varascon tridentes, entonces llega el perdón y el despertar. O noencuentro la piedrecilla y ruedo por el túnel hasta el cha-puzón, pero los tiburones dormidos flotan ininterrumpi-dos en el aceite de sus músculos abandonados a la mareaalta y a la flaccidez. En la medianoche, una pequeña embar-cación comienza a remar hacia Cemí. Sonríen y acercan lalámpara a su cara, lo reconocen y comienzan a secarle conuna pañoleta olorosa a escamas resecas y pancreatina decamarones.

El Jefe quería mostrar en qué forma se resarcía de la de-ficiencia bronquial de su hijo. Estaban frente a la piscina:un gran pozo, con una gárgola acuosa en cada uno de suslados, descascaradas por la mezcla de la piedra historiada ycentenaria y la cal impúdica y contemporánea, parecida auna ardilla que de tanto mirar de izquierda a derecha, haformado un paredón, obelisco a su logos okulos, desapare-ciendo después la ardilla por innecesaria. Quería mostrarla maestría natatoria de su hija Violante, en una piscinaimprovisada. En un cuartico vecino se ciñó la trusa, con esaalegría que en los niños da la proximidad del agua. Lo pien-san un poco con melancólica detención, pero en el chapu-zón saltan la lámina del agua y la de la risa, formando unápice instantáneo donde una nutria mueve su cola malicio-sa. La piscina tenía poca extensión, pero una profundidadavérnica. Había que comenzar a nadar sin el apoyo para lasprimeras timideces del banco arenero. Violante, sin sacarla vista de su padre, nadaba orillera, cuando los gestos deaquel la fueron alejando de los bordes de seguridad. En elcentro de la piscina comenzó a ingurgitar, se hundía, re-aparecía más amoratada, lanzaba un chorro de agua, y sevolvía, en círculo, más al fondo. El Jefe se lanzó al agua,mientras su hija se caía al fondo de la piscina. Allí tocaba elsuelo, se levantaba por la presión del agua, y volvía a pisarcomo un balón. José Cemí vio a su hermana, ya en el fondo

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de la piscina, vidriada, con los cabellos de diminuta gorgonacon hojas de piña. Dos asistentes que habían acudido al sor-presivo sumergimiento con unas lanzas varas, terminadasen curvo tridente, que se usaban para la limpieza del fondode la piscina, comenzaron con mágica oportunidad la ex-tracción. Puesta a horcajadas sobre el tridente, Violanteascendió como una pequeña Eurídice al reino de los vivien-tes. Las piernas con sangre y hojas, con las hojas de yedrahúmeda, que asomaban cuando el agua desaparecía y lasparedes de cal se amorataban por el esfuerzo de recibir elaire bienvenido.

El Jefe salió también de las aguas, confundido Poseidónante la mudez de los dos asistentes y de su hijo. Con supañuelo comenzó a limpiarle la sangre de las piernas, sepa-raba la adherencia sanguínea de las hojas, le alisaba de nue-vo los confundidos cabellos, y comenzó a sonreírse con JoséCemí, que por el susto del sumergimiento de su hermana,jadeaba los bronquios, en tal forma que el Jefe tuvo quellevarlo cargado de regreso. No le contó a Rialta el susto de lapiscina, la que sacudió las almohadas, comenzó el cocimientode guajaní y brea, limpiándole el sudor de la frente. Hastaque se fue hundiendo, por el sueño en la almohada. Rialtaobservó que todo el cuerpo le temblaba y que se llevaba lasmanos a los ojos como queriendo rechazar una visión,tumultuosas voces de rapto que lo querían llevar de nuevode las almohadas al oleaje, de la madre al centro avérnicode la piscina.

—El asma nos viene por mi rama; mi abuela no se pudocurar nunca de esa angustia —dijo Rialta—. Y la humedaddel campamento, el atravesar la bahía al atardecer, hicieronel resto —respondió José Eugenio.

—Lo llevo a los médicos, tiembla y apenas puede respi-rar, no se demoran mucho tiempo en verlo y exclaman,asma, asma, como si esas fueran unas sílabas irrebasables, yvuelven otra vez al jarabe de tolú y brea, y a los yoduros,y así le salen esas manchas en la cara, que parece que estásucio aunque haya salido del baño. Y el yoduro le aflojarálos dientes, lo debilitará, pues se ve que es una medicinaque si lo mejora del asma, le hará daño para su crecimien-to. No está nunca bien, pues aunque no tenga la sibilancia,

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está como en acecho, esperando los primeros síntomas dela falta de respiración. Está siempre como sobresaltado, comoquien espera una mala noticia —dijo José Eugenio, hablan-do a borbotones, pues se veía que la enfermedad de su hijole preocupaba incesantemente, aunque lo disimulase parano alarmar a Rialta.

—Me parece que con sus miedos, su inclinación y res-guardo por Baldovina, se pasa muchas noches en vela. Tie-ne pavor por los aparecidos, cuando le digo: míralos, allíestán, parece como si los tocara; los fantasmas y la muertelo asedian. Si no es con Baldovina a su lado, no se puedequedar dormido. Sólo duerme tranquilo al lado de su abuelay de Baldovina. Todo eso tiene que tener relación con esaasma de día y de noche. Para curarlo habría que sacarleesa angustia. Un médico francés me dijo que haciéndoletragar un puñado de sal, que le quemase la humedad de losbronquios, se sanaría. Pero yo creo que el reposo del aguale haría mucho bien. Algo que lo hiciese bruscamenteremansarse, un pinchazo para tranquilizarlo, si eso se pu-diese lograr. Es decir, un susto que lo curase de sustos. Tienecomo la angustia de quedarse dormido. En el sueño gime,se desespera, quiere escribir en las almohadas. Se acuestamuy tranquilo y se despierta como si hubiese salido del in-fierno. ¿Qué es lo que ve en esa excursión? Siente el sueñocomo un secuestro. Curarle los nervios, hacerlo dormir, eseso lo que lo puede mejorar. Cada sueño que no puede con-tar lo ahoga, ahí está ya el asma.

—El último médico que vimos, nos dijo que se curará conel desarrollo, cuatro o cinco años más y ya estará bien. To-dos dicen que el que tiene esa enfermedad está protegidocomo el jiquí contra el rayo. Que es una enfermedad pro-tectora como una divinidad. El que la tiene, se inmunizacontra todas las enfermedades. Dicen que debilita el cora-zón, pero al paso del tiempo es preferible esa debilidad,porque si no la presión hierve y estalla en el cerebrito delgorrión. Se debilita el corazón, pero apenas nos damos cuen-ta, pues es una de las vísceras que tiende a rehacerse fácil-mente para lograr un contrapunto orgánico. Sólo losneuróticos se inquietan ante cada uno de sus latidos. Fíjateque no le ha dado tifus, ni paperas ni gripe. Cuando sale de

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su asma, es el más contento de todos los niños. Lo siguen, lovienen a buscar, es un lince para provocar cariño. Es muyamigotero, como dice la Abuela Mela, con su castellanocriollo. Esas cosas, ella las decía con mucha gracia, por lomenos, con tanta malicia como gracia. Decía, por ejemplo:hoy es el día de la recogedera de la ropa, cuando se aproxi-maba la visita del chino lavandero —dijo Rialta, con ciertaleve tendencia criolla a la digresión, que José Eugenio, depadre español, no mostraba con frecuencia, sólo cuandose aturdía y ofuscaba, y las palabras en aluvión le servíanentonces de rodela.

Se dirigió al comedor. Sacó el bloque entero del hielo dela nevera. Empezó a hundir en él la tenaza de romper losenvases de lata. Se encaminó después al baño, abrió la llavedel agua fría y empezó a llevar los trozos de hielo. Rialtahabía adivinado sus intenciones, se encerró en el últimocuarto. No quería ver, no podía protestar. José Eugenio fuea buscar a su hijo, le ordenó que se desnudara, sumer-giéndolo después en la bañadera helada, donde todavía flo-taban pequeños trozos de hielo que chocaban entre sí, seadherían momentáneamente, y después se separabanlicuándose más aún, reduciéndose a figuras irregulares,irreductible geometría ya, cuando se disolvían totalmente.La escena tenía algo de los antiguos sacrificios. Sólo que elJefe no sabía a qué divinidad lo ofrecía. Y la madre, ence-rrada en el último cuarto, empezaba a rezar y a llorar.

Cogió a su hijo, absorto ante aquella solución polar de suenfermedad. —El agua fría te curará los nervios. Creo quees la única manera de quitarte ese mal. No te asustes, des-pués te daremos fricciones con alcohol, para que la sangrevuelva a entrar en los bronquios, limpiándolos de susadherencias, que son las que te impiden respirar bien —lobesaba intuyendo lo desagradable del método curativo em-pleado, una frigiterapia de urgencia, aplicada en momentosdesesperados.

José Cemí se sumergió en la bañera, disimulando el tem-blor. Su padre le lanzaba el agua a la cara, después le restre-gaba las espaldas. Avanzaba en su procedimiento curativocon verdadero temor. Comenzó a volverse rígido, morado,a vidriársele los ojos, hacía esfuerzos por tocar con la punta

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de los pies el extremo de la bañera, pero le faltaban las fuer-zas. José Eugenio sacó a su hijo de la momentánea pausa osuspensión, donde se había sumergido. Lo sentó en la silladel baño, con la cabeza reclinada, como si le hubieran sacadotodo el hálito, quedando el cuerpo desangrado y sin apoyo.

—Rialta, Rialta —gritó—, trae la toalla con el alcohol. Yla botella de coñac —se esquinaba ahora en el baño, teme-roso de los resultados alcanzados. Con miedo de alzar losojos y encontrarse con su mujer.

Rialta penetró en el baño con la confianza de que iba aenmendar los yerros de su esposo. Secaba a su hijo y le mo-jaba la cara con el coñac. Echaba la cabeza hacia atrás, has-ta que los ojos comenzaron a chisporrotear de nuevo. Moviólos brazos, y Rialta, para disimular el trágico momento, le de-cía, después que vio que se iba recuperando: —¿No vas a iral parque?, ya están allí los muchachos jugando. Ponte lacamisa, sin mucho almidón para que no te moleste, o me-jor, como es un poco tarde, te podrás poner tu traje de ma-rinero, sin que te pique la piel—. El traje de marinero, porla alergia, le causaba la impresión de que le disparaban fle-chas mientras corría, que le rompían a tiras el traje sobre elpropio cuerpo.

El brazo caía por un costado de la pequeña cama. Pormomentos era recorrido el brazo, pendiente como si en elagua buscase una casi invisible salvación, por un sudor len-to y frío, que en sus intermitencias coincidía con la respira-ción, que se hacía más dificultosa y anhelante. Luego, lacalma, el brazo se iba encogiendo hasta cruzarse sobre elpecho. En el acuario del sueño parecía como si su respi-ración desprendiese burbujas como hojas, que iban hastalos portales de la casa de la Abuela Augusta, en el Paseodel Prado, donde el Coronel de uniforme se inclinaba bre-vemente para saludar. El sudor de nuevo por el brazo, ycomenzaba a reproducir la separación del dedo de su pa-dre. En ese momento, en el sueño, parecía como si le pusie-sen una mano frente a los ojos, entonces una ola oscura ycon cuernos, seguía sus volteretas con él en el centro, des-proporcionada, untuosamente gigante, como cuando lasalfombras se enrollan con un cigarro inapresable, y des-pués inauguran un ojo quemado en el espesor de sus tejidos.

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Llegaba después un pez anchuroso, con su rosado ingenuotey navideño, moviendo la iridiscencia de sus aletas como sise peinase. El pez contemplaba el dedo desamparado y sereía. Circulizaba alrededor del dedo, como si le diese ale-gría. Después se llevaba el dedo a la boca y comenzaba aimpartirle su protección. Tirándolo por el dedo lo habíallevado a unas flotaciones muscíneas, donde comenzaba lamúsica acompasada, de fino cálculo, de su nueva respira-ción. Luego, ya no veía la salvación por el pez, pero veía elrostro de su madre. Si de nuevo, tal vez por algún prodigiode la glándula pineal, pudiésemos ver en el interior de susueño, contemplaríamos una estrella de mar, que se con-traía o expandía a la cercanía del pez, que se borraba en elreposo de hojas gigantescas, de visible circulación clorofílica,para metamorfosearse en el rostro de su madre. Cada des-pertar era para él como descubrir la expansión infinita decada una de las radiaciones de la estrella de mar. Al coinci-dir el arco de su respiración y la expansión de la estrella demar, había formado un blanco tegumento algoso que se-guía los movimientos de la lámina marina. Allí iban desem-barcando enanos, tal vez eran elfos, de cabezotas conlarguísimas pelambreras canas, que llegaban riendo su vai-vén. Se dirigían a una casa de madera, como de cazadorescanadienses. Allí también estaba la madre de José Cemí,con su ceremonial de criolla, exacta y jovialísima. Les ibacomunicando la ordenanza de sus asientos, y parecía diri-gir, aunque después se hacía casi invisible, el conciertogastronómico. El brazo se extendió de nuevo, en su torcidatensión pareció que iba a tocar los rosetones del sueño. Aldescender la descarga del sudor por el canal del brazo, pa-recía que el rosetón, ya en horas de la madrugada recibía elrocío, permitiendo las misteriosas equivalencias del sueño,que se removiesen y temblasen las hojas excesivamente co-loreadas de su pentágono. Veía de nuevo a su hermanaViolante descender por el boquete infernal de aquella pis-cina, que parecía buscar el centro de la tierra, el infierno delos griegos. Temblando se acercaba al pozo, remansada larefracción irregular mientras duraba el ingurgite, pero aho-ra lo que veía en el lecho de aquel boquerón, era siempre lacara de su madre sonriéndose, hablando con su tranquila

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cortesía, dirigiéndoles a todos sonrisas y frases de dignaamabilidad. De nuevo los enanos gesticulaban, formandocoros confusos y absortos, para terminar precipitándose enuna sola dirección, donde iban, sin fijarse en la cerrazón dela puerta, formada de troncos de cedro sin pulimentar, areventarse, esparciendo la grotesca diversidad de sus colo-res, cuando la puerta, sin ser presionada por nadie visible,se abría y los dejaba marcharse volando en sus pequeñoscaballos de madera. Los que entonces permanecían en lacámara, eran los enanos que llevaban chaquetillas rojas, conbotones forrados de tafetán azul, con inscripcionesotomanas, como las que se ven en los mosaicos de SantaSofía. Hablaban con decisiva familiaridad, conversaban detemas en los que todos participaban y hasta algunos, impul-sados por un seductor espíritu danzable, esbozaban taconeosde medidas pitagóricas, que eran como conocidos presa-gios, como ritmos que iban venciendo los secretos de la casanueva. La mano, después de haber alcanzado el máximode su extensión pendulada, apoyaba la palma en el frío delas losas, que ya en la medianoche, esponjando la humedaddel rocío, suavizaba su superficie como si trasudasen. Supadre no estaba ahora a su lado, sumergiéndolo en los im-provisados témpanos de la bañadera, sino era su madre laque, mientras él permanecía de pie, como en un bautizo,lanzaba sobre su cabeza agua tibia, aromática, de los másdiversos colores. Los enanos pasaban después muy silen-ciosos al refectorio, donde la maliciosa sutileza de las lucesde las lámparas, saltaba en sus chaquetillas rojas, trazandodagas, sierpes rapidísimas. Se iban sentando en sitios prefi-jados, que ellos descifraban con naturalidad, como si le hu-biesen soplado número de recta interpretación. Su júbilomarcaba su apetito; sus lentitudes excesivas, su ceremonialsubrayado y grotesco, aclaraban sus presencias de extrañosbrotes en las profundidades del sueño. En cada uno de losplatos aparecía un pescado con el rostro agrandado y co-rroído por el principio del sueño. La faz de esos pescadosmultánimes, repetía siempre el mismo rostro, Rialta,tutelando sus oscuridades y desfallecimientos, mitigando lasgroserías y agresividades de los demás, no con gestos destem-plados, sino corriendo a ponerse a su lado y produciendo

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un ámbito donde su respiración parecía zafar sus cordeles,evaporándose de una sangre desde ese momento tranqui-lamente eficaz, armoniosa en su irradiación para el mundoexterior. Si adoptamos una perspectiva tangencial al refec-torio y nos recogemos en cuclillas, los platos ascienden, comosi estuviesen calzados en las paredes, haciendo más visiblela dominación del rostro, como en esos retablos, donde consutileza de matices que cuesta trabajo perseguir, todas lasfiguras remedan el rostro mariano, en distintos gestos, perodonde la persistencia de los signos de la cara central, influ-ye en cada una de las demás figuras que parecen proteger alas ovejas, a los niños y a las nubes.

Muy temprano, serían apenas las siete, cuando José Cemíde un brinco risueño saltó de la cama. Aquel sueño, aqueldesfile de enanos pintarrajeados, lo había como aligerado,como si sobre sus más oscuras regiones, el mediodía hubiesecomenzado a predominar. Subió a la azotea y pudo ver porprimera vez a su barrio en la madrugada, cuando la retira-da de la brumosa y bostezada placenta nocturna, deja a laarcilla y a las piedras de las casas bondadosamente lavadas,un poco más ingenuas, como si ese comenzar de nuevo lesdiese una alegría elástica y un cuerpo propicio a inéditasmodulaciones. Cuando bajó de la azotea, pudo contemplara su padre, con un libro en la mano y en espera de su regre-so. Lo llevó hacia la sala, donde parecía que cada uno de losmuebles, desperezándose, saliese del alba. El Coronel le hizouna seña para que se sentara en una de las banqueticas, queacompañaba a las sillas muy torneadas, con muchas rejillasy piñas. El libro voluntariamente muy abierto, sonando lacola aún olorosa del lomo, para ofrecerse en un plano ex-tendido, y el dedo índice del padre de José Cemí, apuntandodos láminas en pequeños cuadrados, a derecha e izquierdade la página, abajo del grabado dos rótulos: el bachiller y elamolador. El primero representaba la habitual lámina delcuarto de estudio, con el estudiante que en la medianocheapoya sus codos en la mesa, repleta de libros abiertos omarcando con cintajos el paso de la lectura. En el centro dela mesa un calaverón, allí colocado tanto como pisapapelesinoficioso, sin aplicación casi, como ingenua balanza delaprovechamiento de las horas, o como nota a lo Zurbarán,

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de expresar la muerte con el frío blanco de la luna, de lastúnicas de los dominicos, o de los blancos manteles de losrefectorios donde se alude a San Bruno como el santo deldía. A su lado, el grabado que representa el amolador, consu hinchada camisa por un airecillo de lluvia, un pañuelodesalmidonado ciñéndolo como las fiebres de unas pape-ras, y la rueda envuelta en un chisporroteo duro, como losrosetones de la lluvia de estrellas en el plenilunio de estío.La ávida curiosidad adelantaba el tiempo de precisión delos grabados, y José Cemí detuvo con su apresurada inquie-tud el índice en el grabado del amolador, al tiempo queoía a su padre decir: el bachiller. De tal manera, que poruna irregular acomodación de gesto y voz, creyó que el ba-chiller era el amolador, y el amolador el bachiller. Así cuan-do días más tarde su padre le dijo: —¿Cuando tengas másaños querrás ser bachiller? ¿Qué es un bachiller?—. Con-testaba con la seguridad de quien ha comprobado sus visio-nes. —Un bachiller es una rueda que lanza chispas, que amedida que la rueda va alcanzando más velocidad, las chis-pas se multiplican hasta aclarar la noche—. Como quieraque en ese momento su padre no podía precisar el truequede los grabados en relación con la voz que explicaba, seextrañó del raro don metafórico de su hijo. De su maneraprofética y simbólica de entender los oficios.

El bandolerismo, mal del contorno, falta de diferencia-ción bien marcada entre la ciudad y el bosque, tenía que serdestruido. Un grupo de oficiales, entre los que estaba elCoronel, fueron designados en las zonas de Cruces, Reme-dios y Placetas, con órdenes muy radicales. Era algo quetodavía nos quedaba del siglo XIX español, el bandido paralos pobres, el cuadrillero que regresa de noche para entris-tecerse bajo las rejas con la hija del alcalde, las simpatíasentre el jefe de los conspiradores y el jefe de los trabuquerosmarginados a la ley. El Coronel pudo observar que muchosde los vecinos mantenían relaciones a lo Rastignac con loscuadrilleros. Tenía que ser la acción uniforme y forzosa-mente mortífera del ejército, que entonces se reorganizaba,para evitar el heroísmo falso derivado del machismo. De laautoridad burlada frente al bandolero sentimental, que asíse hacía llamar, cuando en el fondo era un negocio cómodo,

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bien organizado y mejor establecido, sin riesgo alguno, pueslas autoridades locales y los vecinos ricos intervenían parallenar sus marsupias, obligando con aquellas «bandas blan-cas» a los negocios que les eran convenientes. Cuando elCoronel paseaba con el cura, el alcalde, el jefe de policía,el médico de la casa de socorro, el pueblo musitaba esasfrases, que son de su gusto, chorro de su leve resentimien-to, recostado en frases viejas como la modorra y el tejón:«Todos roban», «los infelices pagan las consecuencias», «nin-gún rico va a la cárcel». No estaban acostumbrados a lasactuaciones de un cubano fuerte, viril, que en cualquier la-titud donde estuvo se ganó la admiración, y que prontometería espada de arriba abajo, persiguiendo los bandole-ros hasta llevarlos a sombrearse en el patio de las cárceles, yllevando al Juzgado los nombres de los comprometidos enlas zonas urbanas, lo mismo autoridades enmascaradas,que ciudadanos presuntuosos, y comunicándolo despuésal Estado Mayor en un informe, donde consignaba que elbandolerismo no sería posible sin la cooperación solapaday bien pagada de muy principales autoridades. Pero fueotra la gesta por la que se ganó la buena y graciosa simpa-tía del pueblo de Dios. Había salido a darle alcance a uncampamento de bandoleros, cubierto por matojos de lianas,cocoteros y ceibales. Empezaron los fogonazos de la per-secución, pero parece que por algún río seco soterrado, ahoraenriquecido de estalactitas y túneles sombríos, se habíanfugado los malhechores, para caer la cuadrilla completa enla próxima trampa tendida. En el centro del desaparecidovivaqueo, un caldero de cobre esparcía los aromas de unpollo avivado por el zumo de la agria y un arroz engordadopor el lúpulo cervecero. Buena introducción al mandibuleocriollo, picado por la costumbrosa cerveza fácil. En bandejacercana, sobre los potros que ofrecían su madera aúngruñona por el corte reciente, la guayaba también matinaly reciente, apisonando las lascas porcinas con listones rosa-dos, que provocaban al ramito de perejil en la punta de laszonas palatales. Un lépero, flacucho mestizo, perdida ya ladentición, achicado el cráneo, pavoneaba su pesimismo acer-ca de la ingerencia de la delicia, enfrentada con un apetitodescomunal. Decía: Creo que está envenenado, yo no lo

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comería, le han echado pluma de sijú con muérdago. Ymeneando la cabeza amenazaba presagios y honduras demortandades. Alzando una estaca, al centro de las bande-jas, habían cruzado huesos y puesto con deficientes excla-maciones: Veneno.

Entrando por el centro del nudo, que le revelaba depronto que todo aquello eran engañifas, pues qué sabíanesas gentes de veneno, y las mismas señales evidenciabanla mentira, pues eran más bien burlas dejadas al paso, enla imposibilidad de apechugarse, por los malhechores. Sedirigió el Coronel al caldero central y lo destapó. Los le-gionarios retrocedieron, como en los tiempos bíblicos, anteel sofrito que retumbaba en la espesura del caldo arrocero,como un monstruo que agoniza al llegar la marea baja.Levantó un ala, que por la blandura del perfumado vaporasimilado, se extendía por las opulencias de la pechuga, ycomenzó a desgarrarla. Hacía bien visible el alón, para quela tropa abandonara el miedo del veneno, como si fueraun racimo báquico. La alegría fuerte, que marcaba las lí-neas de la cara con decisión dominante, hizo que el restode la soldadesca comenzara a acercarse a los calderos, sir-viéndose raciones hechas para lestrigones. Bajo la tonanciagastronómica la tropa se alzó en aleluyas corales, con en-tonaciones como de carga inmóvil, y en medio el Coronelcantando hurras, voces de mando, con la soberanía de ungigantoma muslo de pollo, que trazaba una rúbrica paracolumpiar sus canciones, terminando en el punto cerradode la boca, brillosa por la grasa y las escamas de la cebolla.

Era la primera ausencia del Coronel desde sus bodas. Parapaliar la melancolía, la señora Augusta había ido a acompa-ñar a Rialta. La compañía se hizo más cercana, cuando untifus grave se apoderó de Rialta. El antiguo señorío de laseñora Augusta volvió a tener oportunidad de esplendor.Rodeada de ordenanzas, en la severidad propia del campa-mento, su fino arte doméstico de ordenar y mandar volvióa tener su gustosa escenografía, donde de nuevo su voz y superfil tuvieron eco. Tenían entonces las casas, además de lapuerta mayor, otras dos puertas, que después se reempla-zarían por ventanas, pues ya, ay, no había portales, y laspuertas accidentales eran como el pórtico consagrante de

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los sillones dinásticos. En lo que pudiéramos llamar horasfeudales o recordando al Duque de Berry, las horas muydichosas, después de las diez de la mañana, o antes delalmuerzo, para darle al tiempo una extensión másgenuflexa, horas del infrarrojo, en que la casa se avivabapor los destellos de la limpieza reciente, o a la hora clásicadel crepúsculo, ya estaba doña Augusta sentada en el sillónde mimbre blanco, con algunas resquebrajaduras en el aceitede la pintura, o en la butaca, con una banquetica, donde,como los guitarristas, apoyaba el pie izquierdo. Cuanto pe-riódico o pregonero de billetes pasaba por allí, recibía sullamada perentoria, acompañada de un imperioso movi-miento de la mano derecha, que indicaba las órdenes de unacercamiento rápido. Leía entonces el periódico, como unasábana transparente, rendidos ya sus secretos, con una moro-sidad que revelaba la saludable plenitud de su curiosidad.Cuando compraba billetes, perseguía que algún guarismode la cantidad fuera el número cinco, porque, según decíacon un pitagorismo improvisado y asimétrico, él era la mi-tad de las cosas, y lo más aproximado a la mitad de las cosasque no tienen mitad, y como en el azar es muy difícil launión de dos mitades exactas, prefería lo que Le Corbusierllamaría muchos años más tarde el modulor. Los días querecibía su mesada, partía de compras con una de sus hijas.Después, reaparecía con objetos de arte, que eran la deliciade la casa, pero cuyo elevado costo a todos intranquilizaba.Un día llenó de júbilo más a sus nietos que a sus hijos. Traíaun cofre alemán, muy ornamentado de relieves barrocos,diciendo en el momento en que lo enseñaba: Es de un pue-blo de Alemania, que vive tan sólo dedicado a hacer estoscofres. Cemí vio el camino trazado entre las cosas y la ima-gen, tan pronto ese pueblo empezó a evaporar en sus re-cuerdos. Veía, como en un cuadro de Breughel, el pueblopor la mañana comenzando sus trabajos de forja, las chis-pas que tapaban las caras de los artesanos, la resistencia delhierro trocada en una médula donde parecía que se gol-peaba incesantemente la espalda del diablo. Otro día hizouna entrada con más símbolo y melancolía. Era una ma-yólica que representaba una limosnera argelina, a su ladosu hija con un alegre pandero bailaba y rogaba su cuota.

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Esa pieza hizo visible, hasta su segunda biznieta en cuyacasa se mostraba, el espíritu estoico de la familia, que dife-renciaba muy poco sus vicisitudes, pues apenas podíaencontrársele signos exteriores de diferenciar los días sere-nos o gozosos de los tumultuosos o sombríos. Otro día suadquisición adquirió más rango mitológico y grecolatino,pasado por el rococó Luis XV. Un amorcillo se sentaba conlangueur sobre las piernas de una galante pastora, estiloQuentin La Tour. Para evitar, discretamente, la polémicaque demoró distingos en el Concilio de Trento, sobre lafuerza generatriz de estos cupidillos, reclinaba sobre las dospiernas cruzadas, un opulento carcaj escarlata, poniendoasí fin al debate entre el Greco, Swedenborg y Boehme,sobre la edad y la potencia creadora de los ángeles. La se-ñora Augusta exhumó de la caja la pieza cazada aquellamañana de cobranza, y paseándola en triunfo por la salaexclamaba: «Es un biscuit firmado, sólo los biscuits muybuenos llevan firmas». Y su índice señalaba para el follaje ysubrayaba: Baudry, al mismo tiempo que el cupidillo, mo-roso en la luz, rodaba en la palma de la mano de los curio-sos familiares.

El recuerdo de la señora Augusta, a través de las genera-ciones, no tan sólo se fundamentaba en tres o cuatro piezasde cerámica y grandes calderos de cobre en donde coloca-ba sus matas de arecas, sino en sus relatos entrecortados,dispersados por los arenales de las generaciones, pero re-construidos por la calidad muy firme de sus proverbios. Asírecordaba una familia matancera de muchos faralaes y cam-panillas, dueños de muchas doblas isabelinas, pero dondela esposa tenía que sufrir vejaciones y mortificacionesfrecuentísimas. Después de desmontar la familia, su memo-ria era fácilmente precisa; sumando sus acarreos, como ensueños rubricaba con un aforismo, oído tal vez a su padre,que era sevillano, con carrera en Madrid y en Lovaina: Esoes como escupir sangre en una bacinilla de oro. Esos refra-nes los decía de una manera donde la majestad de la senten-cia se igualaba con su justeza o su donaire. Los majestuososcolores de la sangre y de la bacinilla de oro, se alzaban aigual altura de la terrible molestia o indecisión del que viveen doradilla frecuente, pero lleno de irregulares tratamientos

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y de tironeos sombríos. Otro de sus proverbios lo ponía alfinal de un extranjero furibundo. Pelirrojo, mínimo y grose-ro, no obstante, atraía y congregaba. Salía como a medicio-nes, y después volvía a bizcochos y brandies. De las muchasseguridades que se traía, sólo abría un poco la mano, esobastaba a que le batieran congratulaciones y risas. La seño-ra Augusta movía la anchurosa noble testa, y concluía: Elinglés que da dinero es buen inglés. Con eso sólo, sonroja-ba a los que la oían, que así se daban cuenta que la otramalicia criolla penetraba tranquilamente sus intencionesadulonas. Pero donde su reposada sabiduría paremiológicaalcanzaba celeste sin zureo de mosca, era en el refrán quevolcaba sobre unos vecinitos de la esquina. Allí estaba comorecogida de la casa una flacucha de doce años, aunque susonrisa entreabría río reciente y matinal y su mirada atraíay rimaba. Cualquier familiar le endilgaba malas notas, pe-reza, gracias fofas, cuentos torpes. Doña Augusta afirmabamilenaria, llorosa casi: La caca del huérfano hiede más. ¿Lohabía ella oído como refrán? Era uno de esos rezumos quecada familia obtiene como una fulguración graciosa y sabia.Sin un repaso excesivamente sudoroso, jamás logró encon-trarlo fijado en los refraneros. Lo cierto es que se lo habíaoído a su padre sevillano, sutil como todo español para lasituación de realidad y llanto, que al aplicarlo ella, ya muyadentrada en la bondad criolla, lo llevaba a la ocasión demalicia tierna, de situación desolada salvada como por laaparición mágica de la pequeña cola de un perro queren-dón. La caca del huérfano hiede más: cuando lo había oídoen su niñez, le producía risa ver en boca de su abuela la pa-labra pícara. La única vez que se la oyó y sólo en las opulen-tas gracias de esa frase. Pero al paso de muchos años, casi ledaba la clave de algo que para José Cemí había resultadoincomprensible, la estrofilla aquella de José Martí, «ofendi-do del hedor», «a mis pies de repente», «un pez muerto, unpez hediondo», es decir, la presencia de lo nauseabundocontrastado con la del esplendor, lago seductor, barca, oropuro, alma como sol. De la misma manera, la legendariagruta mágica de los cuentos infantiles, donde la huérfanacarece de zapatos de cristal y de aljófares para su cabellera,recibe por la bondad que se deriva de una incomprensible

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sabiduría que lo que es una gracia en casa de garzones, esen el huérfano, sin padres que lo acaricien, en esa mismacasa que aprisiona su tristeza y siendo el mismo imprescin-dible deleznable, un enojo y una maldición.

La alegría melancólica de la convalecencia hacía que laseñora Augusta, al sentir ya que la enfermedad y la muertese alejaban, se sintiera más valerosa para hacer ciertos rela-tos, que se veía que pesaban mucho sobre sus recuerdos.Así, un día que José Cemí, sentado en el suelo arreglaba suslibretas de clase, pudo oír a la señora Augusta, que con se-renidad aunque con una invisible tristeza, pero indescifra-ble, le relataba a su hija Rialta: —Se había preparado laexhumación de los restos de papá para aquella tarde, húme-da, con los pinares abrillantados por un rocío funeral. Mishermanos no querían llevarme, pero yo insistí tanto, lloré,supliqué, que aunque me relataron por anticipado la som-bría ceremonia, no les quedó más remedio que sumarme alos demás familiares, que en dos grandes máquinas de en-tierro se trasladaron para rendir la guardia de la ceniza. Yome había hecho la idea que en una forma u otra iba a estarcerca de mi padre, y eso me impulsaba y casi me enloque-cía. Pero lo que aquella tarde vi rebasó todas mis suposi-ciones, todas mis posibilidades imaginativas, sobre la líneadonde lo irreal pesa más que lo real y le da como pies paraandar. El silencio parecía deshacerse aconsejándonos queno le diésemos una seriedad tan excesiva. Los golpes sobrela caja remataban en las voces innumerables que se fraccio-naban en los pinares como carcajadas que salieran de latierra. Al abrirse la caja vi a mi padre por última vez, estabaintacto, con su uniforme de jefe de la policía de Matanzas,con las condecoraciones y las insignias de su mando. Intac-to sí, aunque, ay, era tan solo polvo intacto. La cara, severay triste, parecía resumir todas las variantes de este mundo.Fue un instante de asombro, pues el polvo al recibir el airecrujió imperceptiblemente, perdió su forma y se deshizoen un montón coloreado de huesos y fragmentos de galo-nes, hebillas y cobre de condecoraciones. A pesar de la per-fección formal, fue como una visión, pues con una levedadinaudible corrió a esconderse entre las sombras. Al regre-sar, me sentía como roída por una alegría indefinible, pues

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entre el polvo y la sombra, lo había vuelto a ver de nuevo, apesar de hacer más de veinte años de su muerte. Pareciócomo recibir la orden de nuestras miradas para ponerse denuevo en marcha hacia las moradas subterráneas. Entrenuestras miradas y el polvo, su solemne presencia parecíacolmarnos. Nos dio como una última orden, que sin poderlainterpretar, nos llenó y nos recorrió de nuevo.

—Pero ¿qué haces tú ahí? —dijo doña Augusta mirandoa su nieto—, estas son cosas que no deben oír los niños.Después, por la noche, te sientes inquieto y aprietas contemor las manos de Baldovina. Si me hubiera dado cuentaque estabas ahí no le hago este relato a tu madre.

Esa noche volvieron las pesadillas a cabalgar de nuevo lasErinnias. José Cemí, infantil general de tropas invisibles, seencontraba frente a una llanura, a la que daban numerososdesfiladeros entrecortados de helechos y cascadas. La lla-nura recorrida por coros cantantes, por escuadrones dedisciplinantes, diálogos casi secreteados. Las figuras, aisla-das y solemnes, con los contornos de sus trajes de etiquetacubiertos de un tafetán negrísimo y aceroso. Sus botonesdestellaban como las piedras batidas por una cascada. Setocaban esas figuras en remolinos de polvo y sombras, quelevantaban el perplejo de los habladores corales en torno.Pero el asombro era más bien para la pausa de la suspen-sión, hasta que recobraban de nuevo la figura jubilosa yexacta. A veces el humillo inconexo y sin posibilidades desoldadura se enredaba en sus vacilaciones, en sus escarceoserrátiles, hasta recobrar de nuevo sobre el centro formati-vo, arcilla irradiante de su figura. Después, recorría libre-mente aquellas posesiones tan vigiladas por centuriones ygendarmes. Portaba al hombro el rifle de su padre y se sor-prendía de no alcanzar los avisos de la vigilancia. A la sali-da, el jefe de los guardianes le llamaba la atención. Pero élcontestaba que todo había sucedido en sueños, y que paracomprobarlo, se lo podía preguntar a una muchacha quetambién estaba por aquellos jardines. Después le molestabaque el jefe de la guarnición pudiera sospechar que él sehabía besuqueado con la muchacha abusando de la eróticahumedad de aquella hechizada floresta. Sin mirar haciaatrás, para demostrarle la mayor seguridad al jefe de la

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vigilancia, continuaba su paseo con la escopeta de su padreal hombro, viendo, con fingida inmutabilidad, cómo los cuer-pos, en las extensas invitaciones que le hacía la llanura, setrocaban en los polvosos remolinos y después volvían a re-hacerse de nuevo en las falsas seguridades de sus acostum-bradas figuras.

Aquella mañana doña Augusta, en compañía de su nieto,quería ir a la iglesia de la Merced, a dar gracias por la cura-ción de Rialta. Al encontrarse a la entrada con los pobres, vique devolvía el saludo con una sonrisa de clase ancien régimepudiéramos decir. (Esa sonrisa después alcanzaría su per-fección en Rialta). No era una sonrisa de alegría o de sim-ple darse cuenta de un golpe de ingenio, sino su finalidadparecía consistir en inspirar confianza, en demostrar en unaforma visible para todos los demás que sus sentimientos nohabían cambiado. Los limosneros contestaban con igualsonrisa de fino reconocimiento, parecían querer decir queestaban seguros de su regreso, de que no olvidaría a suspobres. La sonrisa de cortesanía en los limosneros, cuandono reciben la limosna esperada, cuando son entes que con-llevan su destino con profundidad, es una de las cosas demás terrible lectura que puede ofrecer la medianoche delcerco de las lamentaciones. Parece decir esa sonrisa, segui-remos caminando y penando, seguiremos en el mismo mis-terio, hasta que su ordo caritatis esplenda y nos comuniqueel fulgor de la gracia de la cual brota esa sonrisa. La sonrisay el tintineo de las monedas que regalaba doña Augusta,dejaban intacto, sin alteración, aquel mundo, no llevandoaquellas sombras hasta su deslizamiento, su desaparición,como esas sonrisas que Rembrandt ha sabido esconder mejorque nadie entre las columnas de grandes templos.

Al pasar delante de la urna que reproduce en cera a SantaFlora muerta, doña Augusta le dijo a su nieto: —Es unasantica que está ahí, muerta de verdad—. La cera de la caray de las manos perfeccionaba lo que yo, por indicación demi abuela y por desconocimiento de que existiesen esos tra-bajos en cera, creía que era la verdadera muerte. Que allíno había una imagen siquiera, sino un corrientísimo moldede cera, ni siquiera trabajado con un exceso de realismoque se prestara a la confusión, no podía ser precisado por

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Cemí, a sus seis años, en que iba descubriendo los objetos,pero sin tener una masa en extenso que fuera propicia a laformación de análogos y a los agrupamientos de las dese-mejanzas en torno a núcleos de distribución y de nuevosordenamientos.

El relato, en el que Cemí había sorprendido a su abuela,hablando del día de la exhumación de su padre, desapa-recido en un súbito remolino de polvo casi invisible, y laamarillenta delicadeza de la cera de Santa Flora, que ya sen-tía como la extendida sombra violada de la muerte, comen-zaban a depositar su reacción en la sonrisa de doña Augustay de Rialta. Esa sonrisa su imaginación volvía a inaugurar-la cada vez que era necesaria una introducción al mundomágico. La sonrisa que observaba en su abuela y en su ma-dre, no era casual, no era la respuesta a una motivaciónplacentera o jocosa. Era el artificio de una recta bondad,manejada con delicadeza y voluntad, que parecía disiparlos genios de lo errante y lo siniestro. El acercamiento deCemí a las demás personas, dependía del remedo que lo-graran esbozar para él de aquellas dos sonrisas, donde loartificial ancestral se decantaba finalmente en la bondad yla confianza, como si penetráramos por los ojos de los ani-males que contemplan el paso de un tren, dándonos el re-verso de un mundo de iluminación, liberado de todacausalidad, en la dorada región de un sereno prodigio.

El frío amarillor de la piel, semejante al extenderse delagua, penetraba por sus pesadillas. Baldovina dormía en-tre Violante y José Cemí, haciendo cuentos de su aldea conincansable verba, en forma circular, sin preocuparle el findel relato. Eran sus cuentos comienzos de fábulas, pragmá-ticas introducidas a La Fontaine, o relatos de sangre. Erauna mocita en Cerezal de Aliste, ansiosa ya de paseos encompañía de cabreros y de mozas mayores. Trepaban a losárboles, descubrían nidos, lanzaban silbos estivales,palmeaban o remontaban el canto, entre grupos de mozoso mozas que ya pasaban de la niñez, y Baldovina estaba an-siosa de lucir la edad que permitía esos paseos. Pero el gru-po avivaba sus malicias para jugarle alguna mortificacióndivertida. Vieron un nido de perdiz, repleto de huevos,abandonados con odio que atravesaba como una espina los

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maliciosos ojillos de la perdiz. Los mocitos vieron un bolsodelantal, que Baldovina llevaba ceñido a la falda, comen-zando con fingida generosidad y como si eso fuese cos-tumbre entre ellos, a llenarlo con los huevos de la perdiz.Fingían después el olvido de aquel bolso. Baldovina no queríaromper ese olvido, para no subrayar su condición de novataen la romería, y entonces comenzaban a darle palmadas enel bolso, las mocitas venían a sentarse en sus piernas, disfra-zaban tropiezos. Como los demás fingían olvidar que allíestaban los huevos de la perdiz, ella no quería despertarloso avisarles con inoportunidades, hasta que el olvido, eneste caso verdadero, la fue ganando. De regreso a la aldea,los mocitos maliciosos le inquirían a Baldovina por los hue-vos de la perdiz, que estaban todavía dentro del olvido. Peroya a estas alturas del relato, era Baldovina la que fingía eiba tejiendo otro final del cuento que no era el que ellosesperaban. Automáticamente se llevaba la mano al bolso deldelantal, sorprendiendo allí cáscaras aplanadas, yemasgerminativas y clara de resguardo confundidas como unexcremento de natilla. Baldovina, al pasar frente a la casadel mozalbete que había dirigido la operación del burlescooval, tocó con decisión la aldaba y al abrirle la puerta, ledijo a la hermana del malicioso: Aquí vengo a dejarle estoshuevos de perdiz que me regaló su hijo, y sacando la delez-nable carga, anegó con la sustancia azufrosa la entrada de lacasa, quedando como burlada burladora. Otras veces era elagricultor mofletudo, que entraba en el pueblo con su muloopulento de jaeces y estatura. Le preguntaron al campesi-no cómo lograba esos efectos de grandor sobre sus anima-les: —No es el comer, sino el recomer lo que agranda almulo—. Después de esos relatos, Baldovina creía que Vio-lante y Cemí dormían y apagaba la lamparilla, una bala decañón con un foquito. Inmediatamente, el remolino delcuerpo que se deshacía en polvo; luego, lentamente, lapalidez cerosa de Santa Flora se precisaba en José Cemí.Colocaba el pie en el extremo de la cama de Baldovina, yasí, como sintiendo ese resguardo, se adormecía lentamente.En la medianoche, se despertaba sobresaltado, el pecho pa-saba de silbo a soterrado retumbo, los ojos muy agranda-dos; el sudor, breve en su frío, por el cuello y la frente.

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Baldovina, despertada por el aumento del fuelle, iba a bus-car una cucharada de jarabe de tolú y brea, cuyo calor li-cuaba el erizo bronquial, haciéndolo dilatarse y pasando yapor sus aspilleras el aire del buen sueño.

Baldovina hacía sus comentarios con la señora Rialta.Rialta pasaba la noticia, para que se ocupase en descifrarla,al Coronel que se reía, la convertía en burlas, para no haceracopio de laberintos, como después, desdichadamente, ha-rían los padres con los hijos, convirtiendo una etapa en unsistema y llevando aquellos presuntos Edipos de bolsillo aenfrentarse con la cara pecosa del siquiatra y comenzandoallí realmente la danza decapitada de horribles complejos.Se limitaba, cuando José Cemí despertaba al romper unalba húmeda que le había estropeado el historiado bron-quio, a esconderse detrás de alguna puerta y con vozfingidamente cavernosa, levantaba una salmodia funeral:

Cuando nosotros estábamos vivos,andábamos por ese camino,y ahora que estamos muertos,andamos por este otro.Tilín, tilán,míralo detrás de Bolán.

Aunque Cemí reconocía de inmediato la voz de su padre,lo asustaba ese disfraz de muerto. Le aterrorizaba que supadre jugara una burla donde él era el muerto. Le queda-ba aún la vibración anchurosa de la carcajada de su padre,y se le hacía muy extraño aquel disfraz de muerto. Pensabaen la muerte, en el cuerpo deshecho en remolinos de pol-vo, la extensión cerosa del rostro viviente, pulido de SantaFlora, y sentía la carcajada de su padre, como quien al atra-vesar un puente en la noche, mezcla la impulsión de las alasdel custodio y la rapidez como soplada de las piernas. Supadre, con el disfraz de la muerte y el recuerdo de la carca-jada tratando de destruir la imagen, como el granizo al for-mar un bloque de hielo, de lo que desaparece, como si leremacharan las tablas del entarimado que lo sostenía, y yaentonces caía de bruces, reemplazándose el golpe en lafrente por silenciosas carcajadas de algodón, que arden con

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levedad, desprendiendo un humo, como si la figura antesde hundirse, se quitara el sombrero, de acuerdo con unatradición milenaria y desconocida.

Cuando la primera excursión del Coronel a Kingston,acompañado de su familia, la esposa y los dos pequeñoshijos, fue tan sólo un escarceo, que engendró meramenteescenas de hotel, consideraciones sobre la energía solar,en disputas con un médico pelirrojo y ridículo. Después, enMéxico, sutilezas para no perderse en las fiestas de losdanzantes enmascarados. Ahora había sido enviado aPensacola, para hacer prácticas de artillería de las costas yestar ojo avizor sobre la perfección, la performance de las tro-pas americanas que iban a ser enviadas a distintos frenteseuropeos. Otra vez, la primera en los días de la emigracióndel separatismo, la familia iba a sufrir un sumergimiento,una ruptura, ¿una profundización en la dimensión de ver-ticalidad tierra-cielo? Lo cierto es que la catástrofe que seavecinaba, abandonaría la familia a su dimensión de ima-gen, de ausencia, como si el espíritu de lo errante al serabatido por una gravitación sólida, trágica e incontrastable,diera, por instantes, signos de agudeza, que llevaran la fa-milia a un impedimento para alcanzar metas de grandeza yde dominio, que esbozadas por el Coronel, se abaten comoun lamentoso de rapidez épica en el destino de su hijo, ycomo en definitiva la espiral levantada por el padre, al con-sumirse en el monótono y desesperado destino del hijo, lo-gra realizar el esplendor de un destino familiar, donde cadauno de los sobrevivientes logra prolongar la casi gloriosavisibilidad de sus misterios, en una forma silenciosa, obs-tinada, rebelde, desdeñosa, con todos los atributos de lasantiguas aristocracias clásicas y criollas, apareciendo esas mis-mas lejanías y apartamientos, que vienen a integrar losestilos más verídicos y mantenidos, como los asideros de superdurabilidad.

Se instalaron en el campamento de Fort Barrancas, enuna típica casa de polígono militar, pintada de un gris es-peso, con los barandales y columnatas del portal excepcio-nándose en un verde aceituna, que parecía desear másintegrarse en la grisalla del maderamen que en una pro-clamación primaveral. Abajo, rodeados por el portal, que

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se interrumpía para darle paso a la puerta de la cocina, lasala y el comedor, donde un espacio no atribuible, no nomi-nado, mostraba escasos muebles, propios de una familia quehace una estancia provisional, no muy a gusto. Los retra-tos, colgados de las paredes que parecen expelerlos, son losotros integrantes ausentes de la familia. El reloj, agrandadopor el deseo de regreso, es apreciable desde cualquier án-gulo de la sala, como si el reverso de aquellas horas, quesuena en otras regiones, fuera el que tuviese contenido.

La casa tenía un primer piso ocupado en su totalidadpor dos piezas, que ocupaban todo el frente y uno de loslaterales, comunicados por una de esas puertas de una solahoja, tan frecuentes en el norte, y que parecen suprimirtoda la liturgia, que en materia de puertas viene desde elYi King hasta el per angostam viam. Baldovina, Violante yCemí pasaban las mañanas, eran semanas de vacaciones,en la azotea o en la playa. En el recuerdo: luz olorosa anaranja, metamorfosis de las cabelleras en raíces, cántarosque vuelcan agua sobre deliciosos brazos dorados. Desdela azotea se contemplaba casi toda la casa del vecino: ellieutenant Ginsley, casado con la hija de una modista lyonesa,y que para mantener en pie esa etiología latina, recibía conexagerada cordialidad a todos los que suponía ramazo-nes, siquiera fuesen amarillentas y agujereadas, de la «latinaestirpe». Dos hijos del matrimonio: Grace, de dieciséis años;Thomas, de catorce. Ambos muy parecidos en las gene-ralizaciones descriptivas, pero muy diferenciados por losdetalles. En Grace, cabellos enmielados, ojos de un inge-nuo glauco, mejillas suaves, llenas, con zonas para un rosaacorralado por la blancura excesivamente lechosa. EnThomas, si nos fijamos con más acuciosidad, observamosque las mismas cualidades entreabren matices que le danmás difíciles calidades, por ejemplo, aquella miel de loscabellos de su hermana, parece mostrar en él como unasmanchas violetas, más sensibilidad para los reflejos, lostonos intermedios, que hacen que se retenga más en elrecuerdo la cabellera después que ha desaparecido la fi-gura. Las mismas mejillas de Grace, permaneciendoabullonadas, róseas, muestran en el hermano más perfectocóncavo, menos regalía en la grasa, menos temblor al hablar.

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Y donde se agudizaba más el matiz era en los ojos, enThomas eran más irisados de soplados venablillos, más ri-cos en la devolución y proyección de la luz.

El trato de José Cemí con Grace y Thomas, era en excesocontrastado, si por la mañana Grace lo había acompañadocon ternuras e ingenua voluptuosidad, por la tarde Thomasle mostraba un signo desagradable, una indisimulada señalde desafección.

Aquella mañana Baldovina se había quedado un pocoatrás en el seguimiento de José Cemí y Violante, que ha-bían ido a la playa acompañados por Grace. La brisa playe-ra y las salpicaduras del oleaje, avivaban la fineza porosa dela americanita, el encendimiento de sus labios y el verdebrutal, laqueada pulpa californiana, de sus ojos. Se mostra-ba inquieta, muy rápida, había recogido un balón de colo-res fatuos, salido de la órbita de unos jugadores cercanos, ylo había devuelto sin fijarse en el gracioso y preciso efectode su destreza. Sus delicados brazos, como impulsados porun encantamiento, profundizaban un hoyo que ya mostra-ba la humedad arenosa del agua que se extendía más alláde sus visibles límites.

Tan pronto el hoyo mostró las dimensiones capaces deacoger en sus profundidades a Cemí, Grace le hizo una señapara que se instalara en aquella graciosa hondonada, invi-tándolo después a que siguiese cavando, para descenderella también al pequeño abismo rosa, pues el aguijón solar,picando incesantemente a la marina matinal, deslizaba comoun despertar que todavía retuviera mucho de su humedadsomnolienta, producía un tono de rojo cangrejo, del luju-rioso interior de una valva de ostión. Cuando en el hoyopudieron situarse los dos, Grace le indicó a Cemí otra ope-ración, cuya finalidad este desconoció, ¿pero acaso la exce-siva claridad playera no hacía cerrar los ojos con muchafrecuencia?, que fuera cogiendo arena depositada alrede-dor del hoyo y se la lanzara por la espalda, haciendo asíavanzar su cuerpo como una fatalidad, haciendo imposibleel retroceso. Al mismo tiempo que ella, cierto que con másfrenesí y como quien acaricia por anticipado su finalidad,lanzaba rápidamente puñados de arena a la espalda deCemí, haciéndolo también avanzar. Pronto los dos cuerpos

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estuvieron uno contra el otro, estrechamente piel contrapiel, sintiendo los músculos de las piernas y los del vientre,el suave temblor de un fragmento que se baña en la totali-dad de un misterio cósmico que ya no asusta, sino que sesilabea con fruición. En la lejanía se vislumbraba a Baldovina,que había plegado sus agujas tejedoras y que se acercabaun tanto inquieta, pues había precisado a Violante nadan-do por la orillera, al mismo tiempo que Cemí, por estar enel hoyo, sujeto a las deliciosas maquinaciones de Grace, sele había tornado momentáneamente invisible. La arenaondulaba levemente ante el temblor que recorría a Grace;ladeó después la cabeza, recostándola en el borde del hoyo,y Cemí precisó que Grace tenía los ojos llenos de lágrimas yque respiraba como si descansara de una carrera, hasta re-cobrar el ritmo de su costumbre. Baldovina se acercaba apre-surando el paso, Grace de un salto de animalito satisfechoabandonó el hoyo y comenzó a caminar con mucha indi-ferencia por el litoral, llamando a Violante, salpicando ainvisibles divinidades, cantando como si le quisiera dar lasgracias a Poseidón, que pasaba por la línea del horizontecon sus barbas llenas de peces y el ronco sonido de su cortejo.

Desde ese día Grace le fingía indiferencia, mal fingidadesde luego, pues no podía evitar al verlo sonrisas, aspa-vientos, o un discreto ocultarse de Cemí, para ver en quéforma manifestaba el anhelo de su búsqueda. Por el contra-rio Thomas le mostraba visible animadversión. Pasaba porel lado de Cemí sin fijarse en él, y cuando se sentía observa-do, contraía las mandíbulas y el rosado de sus cachetes reci-bía la momentánea agudización de sus vasos capilares. Aldía siguiente del descenso al hoyo playero en compañía deGrace, en la escuela Thomas subrayó su odio con forzadostropezones, con palomitas de papel lanzadas sobre su pupi-tre, llegando su paroxismo a traer en su vasillo de agua unpoco de tierra y tinta para lanzarla en su tintero y derra-marlo. Pero en ese momento sonó el timbre, finalizando lajornada de la tarde, y Cemí abandonó la clase sin precisarlas consecuencias de la inundación del pequeño río de caucecarbonífero.

Ya en la calle, Cemí se mantenía aún sobre sus perplejos.En la esquina, Thomas Ginsley se fue resuelto hacia él y

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apretando los labios, tal vez para que su furor no se escaparaa bocanadas, masculló:

—Do you want to fight?No esperó respuesta. De un manotazo lanzó al suelo la

maleta escolar de Cemí y comenzó a pegarle. Cemí se repu-so de la sorpresa, pero cierta indignación de protesta antelo que sentía como una manifestación abusiva, lo llevó areponerse y a cruzar, con las manos abiertas, las mejillassonrosadas de Thomas. La camisa muy blanca del a-mericanito empezó a recibir el riego de unas gotas de san-gre. Thomas lloraba y su cara al vidriarse con las lágrimasafinaba aún más su angustia asustada. Cemí lo ciñó y logróderribarlo, en el suelo arreció sus golpes, y ya Thomas cru-zaba sus brazos sobre el rostro para evitar la multiplicaciónde las cachetadas, cuando se vio aparecer por el comienzo dela cuadra a Sister Mary, a quien los alumnos por su palidezllamaban Mary Moon, seguida de otras tres monjitas. Loscuriosos que contemplaban el improvisado gladio, dieronunos tirones a los graciosos luchadores que salieron dispa-rados en opuestas direcciones. Cemí vio que aparecíanViolante, Grace y Baldovina, sorprendidas las tres por suausencia. Acarició, bruñéndola de nuevo, las arrugas de lacamisa, sintiendo el crecimiento de su jadeo respiratorio,mientras su enemiga divinidad, el asma, se posaba, comouna mosca gigante sobre su pecho, y allí comenzaba azarandearse, a reírse, a engordar con tal rapidez, que sen-tía una opresión mucho mayor que toda la resistencia de sucuerpo para enfrentarla y burlarla. Baldovina comenzó aecharle fresco con su delantal y la mosca grande, lenta-mente, como protestando, se alejó por el aire macizo. Cemípudo entonces reír, aligerar el paso, mostrarse obsequiosocon Grace, que abandonando sus indiferencias y disimulos,le regalaba de nuevo con carantoñas y untadas palmaditas.

Aquella mañana el Coronel regresaba a su casa en el cam-pamento de Fort Barrancas, tarareando, y al empujar lapuerta de entrada, su alegre descuido, su despreocupaciónpara no amortiguar el golpe, hizo que Rialta comprendie-ra que traía una buena noticia. Su fuerte alegría de todoslos días, se aumentaba visiblemente cuando traía un moti-vo de excepción. Rialta, que lo intuía como si fuera una

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prolongación de su naturaleza, esperaba, irisando ya su con-tento, que mostrara el plausible signo de su alegría. El Co-ronel decía: ¿Te das por zalamatruquí? Palabra que queríadecir, como al final de una adivinanza, ¿te das por vencida?Y así repetía el zalamatruquí mágico, hasta que Rialta decla-raba que su intuición no le revelaba los detalles, cada unade las vicisitudes que venían a nutrir esa mañana los canalesde su alegría.

—Figúrate —comenzó el Coronel hablando con un apre-suramiento que lo sofocaba y enrojecía—, toda una hazañade artillería napoleónica contra puntos móviles. Estabantodos los oficiales cubanos de la misión y los americanosque iban a partir para el frente de batalla europeo. Prime-ro, los tres oficiales de más alta graduación de ambos ejérci-tos hicieron sus disparos de artillería de costa. Sólo los tresdisparos que se hicieron bajo mis órdenes, dieron en el blan-co. El coronel Hughes —era el jefe del campamento ameri-cano—, vino a felicitarme y a invitarme al banquete quemañana le dan en el campamento al general Pershing, quierepresentármelo «como representativo del ejército Hispano-americano». Después se hicieron dos bandos de oficialesamericanos y cubanos. Y los oficiales cubanos, dirigidos pormí, obtuvieron el triunfo. Los oficiales americanos vinierona felicitarnos. Parecía una batalla —continuó riéndose—,donde al final los vencidos se inclinan con reverencia en-tregando el sable. Me recordaba esa tradición que va desdela Batalla de las Lanzas, evocada como un estilo que se debesiempre imitar por el cuadro de Velázquez, hasta el rendi-miento en Ayacucho de los generales españoles. Es muy di-fícil tener un buen estilo en el acto de declararse vencido.

Por la noche fueron al cine del campamento. Película deespionaje, de explosión de barcos, de mujeres suspirantes,que le arrancan secretos a generales servios, de bigote colorcaramelo y de encías blancas, que al sonreír parecen, por elcolor de esas encías que se iguala al de la palma de la mano,como si nos dieran un apretón de mano, que suena como elentrechocar de los tacones del ejército prusiano. El Coronelhabía olvidado su gabán, se enrollaba la bufanda en tor-no al cuello para contrarrestar el cierzo de aquella nochede diciembre. Jadeaba, los humores invadían su nariz,

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congestionándola. La influenza había invadido el campa-mento, habían comenzado a morir los hombres de la mi-sión. Se dictó un bando por el que los aquejados tenían queabandonar sus pabellones o sus casas para ir al hospital, afin de evitar la propagación. Detrás de su gran alegría, laeticidad era el fondo del carácter del Coronel. Su jerarquíale permitía el no cumplimiento del bando, pero su concien-cia lo obligaba a que si él había dictado el bando, debía serel primero en su acatamiento. Claro que con no confesar suenfermedad, era bastante. Pero su sentido poderoso parainterpretar el vin periot, soy forzado a ello, el signo predomi-nante de su alegría, lo llevaba a no rehusar esas pruebas,que él necesitaba como una forma de contestar a la voz quele deslizaba en el oído frases de alegría para su conducta.Era una forma de comunicarse con los demás, ofreciendoel contorno de su propia manera de verse y oírse, de sentirsecomo colmando lo que alguien le demandaba con misterioy rigurosa observancia. Había en la lejanía como una fami-lia irreal pero gravitante, que lo llevaba siempre a un impe-cable cumplimiento moral, como si en sus sueños viera conterror sus rechazos, sus gestos de tibieza, sus cabeceosinmisericordes ante el cumplimiento de las leyes hieráticase inexorables que parecía haber jurado.

¿Quién lo interrogaba? ¿Quién lo perseguía, cuidándolo?Había en él como una forma de contenerse a sí mismo, queparecía interpretar los designios de esa familia oculta —hi-landeras, asambleas de reyes teocráticos, sueños de vidrierosmedievales, desvanecidos centinelas mientras transcurría unmilagro, procesional que une dos ciudades— familia que,en secreto, sin conocerla, cumplimentaba. Si su conducta seconfiguraba, adquiría un signo, el solo hecho de imaginarseque podía causar un desagrado en esa familia sobrenatural,pero que él sentía como gravitante y real, lo intranquiliza-ba, le daba un sentimiento de fracaso, de hacer visible sudebilidad, las horribles zonas dañadas que hacían que unode sus fragmentos se considerara como un extranjero enmedio de esa familia misteriosa, lejana, pero cuya respira-ción parecía sentir en la piel. Siempre vio en su familia cer-cana, su esposa y sus hijos, el único camino para llegar a laotra familia lejana, hechizada, sobrenatural.

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Llevaba tres días con la gripe, la fiebre aumentaba al llegarel anochecer en una forma que comenzó a alarmarlo, Rialtaenfermaba, y sólo José Cemí permanecía con su jadeo inte-rruptor de la medianoche, pero incontaminado. Nunca ten-dría en su vida esa sensación de enfermedad a medias, deconvalecencia tibia y familiar que es la gripe. El Coronel yaconvencido de que su enfermedad necesitaba remedios deurgencia, la gripe lejos de ceder parecía como si le fuera adar paso a males mayores, congestión pulmonar o bron-coneumonía, además del ejemplo que sería que las tropasvieran en su jefe la aplicación del bando dictado, ordenó a suordenanza que llamara al hospital para que fueran a bus-carlo. Pudo apenas convencer a Rialta, embarazada de susegunda hija, de que ella ya no podía cuidarle, y la extremagravedad, dado su estado, que tendría la prolongación dela gripe en ella. La poderosa salud del Coronel, la alegreconfianza que emanaba su júbilo y su palabra muy rápida yadecuada, hacían que sólo se pensase en su restablecimien-to, en el respeto que despertaría en la tropa su sacrificio,pues se sabía que era en extremo amoroso con Rialta y consus dos hijos. Llegó la ambulancia, fueron los camilleros hastasu cuarto para transportarlo, se mostró reidor y dueño de lasituación para no entristecer a Rialta. Cuando pasó la cami-lla por los corredores, Violante y José se asomaron a la puer-ta para despedirlo con besos y temblorosas manos. Rialtasintió plenamente el presagio, las nubes de desolación queparecían llegar con ordenanzas imperiales de sequía y demuerte. Fue la última vez que vieron el rostro de su padre.Cuando la camilla descendió los últimos peldaños de la casa,el Coronel lloraba.

En el hospital fue instalado solo en un cuarto, que eracomo el centro de los cuatro pabellones de que contaba.Cuarto dedicado a personas de gran relevancia en el cam-pamento, pues habitualmente quedaba fuera de uso. Habíallegado al terminar la primera parte de la mañana. Mirabapor la puerta el movimiento de los corredores, con sus uni-formes, pasos apresurados, urgencias de tiempo medido.Alguien encendía un cigarro, lo observó, pudo ver el coloríndorado de una cajetilla de cigarro cubano. Al resplandorde la cerilla, vio que lo miraban con cierta fijeza. El Coronel

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le hizo una seña para que se acercara. Parecía como si estu-viera convaleciente de una larga y peligrosa enfermedady que, aunque mejorado, necesitase cuidados y ver el de-sarrollo de su restablecimiento. Pálido, la boca muy rojarevelaba una intranquilidad circulatoria. Pescó en segui-da el signo de acercamiento, oyó un ¿usted es cubano, debede serlo, pues fuma uno de nuestros cigarrillos, su piel estambién de los nuestros?

—Cubano, y además quiero felicitarlo por su magníficodisparo del otro día. No sólo es muy difícil hacer ese dispa-ro sobre el blanco del móvil, sino también calcular la resis-tencia del cloruro de sodio de la atmósfera, y los efectos deesa sal de la atmósfera con el nitrato de la bala.

—¿Cómo usted sabe de ese disparo —le dijo el Coronel—,pues en el campamento no se puede llegar hasta la artille-ría de costa? Además hay órdenes de mantener en secretoel rendimiento de los ejercicios.

—Le explicaré, Coronel, yo estudiaba en Harvard nu-mismática y arte ninivita. Becado, me trasladé a París, deallí iba a salir una comisión para hacer excavaciones en Siria.Estalla la guerra y me veo obligado a enrolarme. Aunquefui destinado a la retaguardia, fui herido, en las escaramu-zas finales de la batalla de Château Cambrésis. Una astillade un casco de obús se me alojó en la columna vertebral.Fui remendado, pero cuando hago algunos movimientoscon el cuerpo, que no sé ni los que serán, pues lo mismo seme presentan en el sueño, que en la marcha, que en unsillón leyendo, me dan unas punzadas que son como si mepasaran látigo o relámpago por todo el cuerpo. He venidoaquí a operarme, pero la operación es muy difícil, y losmédicos gringos quieren estudiar bien el caso. Mientras loestudian, doy algunas veces un grito de dolor, me desmayoy después me voy recuperando lentamente. Además, ya yo loconocía a usted por referencia, pues en un tiempo fui muyamigo de Alberto Olaya, el hermano de su esposa Rialta. Lediré cómo lo conocí. Lo vi llegar al café del Reino de SieteMeses, donde yo algunas veces libaba con gratuidad, puesle había arreglado algunos latines fortuitos al dueño, quenecesitaba esas sentencias imponentes de los moralistaslatinos para causar efecto en sus rótulos. Allí había unos

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malandrines, medio maricas y cínicos de oficio, que le que-rían echar una lazada. En cuanto vi llegar a Alberto, com-prendí que se había fugado de la escuela, y que quería taparla rebeldía ingenua con algunas aventurillas sonadas. Lopuse a salvo, estaba tronado y quería golpear por igual todoel bulto que formaban el cónclave de los malvados. Despuésnos hicimos muy amigos en el ajedrez y en las matemáticas.Lo salvé en aquella ocasión. Aunque recuerdo que despuésde su retirada, trabó al iniciarse la medianoche relacionescon una pelandusca, que tan pronto llegó su familia del cam-po procuró darle alcance a su dinero por aviesos modos.

El Coronel soltó una de sus buenas carcajadas: —Si ustedno conoce la segunda parte del lance —dijo—, se lo voy areferir. La familia, unos buenos arrenquines léperos, le lle-varon el caso a la Audiencia, no querían himeneo, pero sídinero. Como Alberto no otorgó procuraron arrinconarloen la Audiencia, pero allí los burló con desenfado que aúnrecuerdan y ríen los magistrados.

—¿Cómo usted conoció a la parte actora? —le preguntóun magistrado apoplético y pornográfico.

—Paseando por una de esas calles y avenidas —le res-pondió Alberto con cómica seriedad—, que la pública opi-nión conceptúa como gente maleante a los que por ellastransitan, hubo de acercárseme esa persona —y esto lo dijoAlberto con mantenido énfasis, mirando con desenfado alos magistrados—, la que ofreciéndome el precio de sus ca-ricias y yo aceptándolo, se refociló conmigo durante toda lanoche.

—Entonces —dijo el magistrado—, ¿en qué concepto te-nía usted a la acusadora?

—En el de una meretriz, señor magistrado, una mere-triz —repitió Alberto, escuchando las risotadas que su ta-jante afirmación había arrancado a la sala—. Después dehacer el relato, se veía al Coronel fatigado. —Cada vez res-piro con más dificultad, me parece que el aire se endurecey pierde su transparencia —dijo con una lentitud, que noera el ritmo burlesco con el que había llevado el relato.

—Es la misma sal del aire, que pasó a su ecuación cuandolo del disparo, sólo que ahora es su cuerpo el que tiene quehacer la ecuación. Duerma un poco y verá en el sueño

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destruir esos cristales del aire—. Se retiró, porque vio lle-gar a un enfermero que iba a inyectar al Coronel. Al salirhizo un movimiento con la cabeza, que revelaba que se sen-tía temeroso ante la gravedad del caso. Había visto unasmanchitas de sangre sobre la boca del Coronel, lo que lehizo comprender en seguida que el tratamiento aplicadono había dado resultados. Cuando jugaba al ajedrez conAlberto, tenía siempre la idea secreta de que llegase el Co-ronel y conocerlo, pero el azar no fue nunca coincidente enese sentido, y ahora llegaba para verlo agonizar.

Al día siguiente por la mañana, Rialta, que estaba en esemomento en que la gripe consigue su fiel entre el empeora-miento o la convalecencia, fue a visitarlo al hospital del cam-pamento. Estaba muy decaída, además del séptimo mes deembarazo en que se encontraba, su temperamento la lleva-ba a precisar siempre los rasgos de lo peor.

Cuando llegó frente a la cama, no pudo evitar abrazar asu esposo llorando. Le había encontrado la cara muy desfi-gurada, las uñas muy moradas y la respiración en extremodificultosa.

—¿Por qué lloras, si dicen los médicos que estoy mejor, yque de aquí a tres días estaré ya en pie? Después voy a pe-dir mi regreso a La Habana.

—Es que te veo muy mal —le dijo Rialta transfigurada,casi enloquecida, al ver la gravedad que se veía en formaterrible en el rostro del enfermo. Se le veía la muerte. Ellale veía la muerte. Las primeras palabras que dijo, tenía queacompañarlas de un palillo algodonado que se lo llevaba ala nariz, extrayéndolo luego todo manchado de bolillassanguinolentas. Luego, respiraba un poco mejor. Luegovolvía la disnea trabajosa, casi extraída de las entrañas.

En ese momento, entraron el médico y el ordenanza delJefe, para llevarse a Rialta, que sollozaba, pues el terror ladominaba. Había cobrado pavorosa conciencia de la mag-nitud del hecho familiar que se avecinaba. Empezaba a com-prender lo que para ella resultaba incomprensible, la desa-parición, el ocultamiento, del fuerte, del alegre, del solu-cionador, del que había reunido dos familias detenidas porel cansancio de los tejidos minuciosos, comunicándoles unasíntesis de allegreto, de cantante alegre paseo matinal. Y ahora,

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como un manotazo, la muerte, una nueva brusquedad, quedetenía los dos ríos que se habían encontrado para alborotarde nuevo su oleaje. Y ahora, iban a detenerse otra vez, abifurcarse, a debilitarse, a sumergirse en grutas cuya sali-da era improbable y mágica. Todo eso penetró súbito en elrostro ahora sollozante de Rialta, y comenzó a temblar,como quien antes de enfrentarse con un nuevo destino, sienteen su cuerpo el dolor que nos da la iluminación necesariapara penetrar por la nueva puerta de oro con sombríasinscripciones.

Por la tarde, el ordenanza fue a ver al Jefe. Lo encontróya con el habla un poco dificultosa. El destino hacía acrecera cada uno de los participantes de aquella familia. Hasta laservidumbre sentía la arribada de lo trágico.

—Creo —le dijo a su ordenanza— que me muero sin re-medio, creo que de hoy no pasaré, pues la respiración seme hace cada vez más difícil. Encárgale a la señora Augustaque ayude a Rialta mientras dure su embarazo, despuésyo sé que Rialta interpretará su destino, que será abrir eldestino de sus hijos, en forma irreprochable. Cuando sal-gas, ve y tráeme a Rialta, pues quisiera hablar con ella porúltima vez. No sé si lo podrá resistir, pero así como mi des-tino es morirme, el de ella está en ser testigo de mi muerte.Y siempre creo que cada uno debe estar a la altura de sudestino. Tráeme a Rialta —le dijo dándole la mano a su or-denanza, solemnizando así sus últimos instantes en relacióncon su familia.

En el resto del día, el ordenanza se mostró indeciso entransmitir el recado. Pensaba que si le decía a la señora Rialtalo dicho por el Coronel, esta podía enfermar gravemente yentonces le echarían la culpa de las consecuencias de su in-discreción. Como, por otra parte, tenía confianza en el resta-blecimiento del Coronel, pensaba que después el mismo Jefese mostraría contento de su actitud. Había observado queRialta estaba muy inquieta, como si olfatease la inminenciade la suma gravedad de su esposo. No hablaba, como si te-miese recibir del hospital la noticia de lo terrible. Sonó elteléfono varias veces y acudió corriendo. Eran llamadasbanales, pero los acudimientos de Rialta eran cada vez másinquietos y sombríos.

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Por la noche, el Coronel respiraba con mayor dificultad,las uñas muy amoratadas, lo invadían sudores como si susporos se abriesen para respirar. Pensó llamar al coronelHugues, temió lo consideraran como un tímido ante un malmayor. Vio venir varias veces a la enfermera, que lo inyec-taba para estimularlo, sentía momentáneamente que unardor lo recorría, con mayor escozor en los pies y en lasmanos. Después sentía una gran dificultad para mover elbrazo izquierdo. Al iniciarse la medianoche, sintió el sudormás abundante y más frío. Vino la enfermera y le tomó elpulso. Llamó al médico de guardia, que ordenó nuevosestímulos. El médico se sentó a su lado. El Coronel lo mira-ba con ojos agrandados, estupefacto casi, como si contem-plara una tragedia que se desarrollaba a su lado, no queríacomprender que él fuera en esos momentos el centro de lamuerte. El médico dijo: —Creo Coronel, que usted no estámuy bien, ¿usted quisiera hablar con alguien de su fami-lia?—. Sintió un negror en la frente, que se ensanchaba,llegando a asordarlo. Llamar al jefe del campamento ame-ricano, le seguía pareciendo vacilación y timidez; llamar asu casa, sabía era un gran susto para Rialta. Se sintió en laabsoluta soledad de la muerte. Y comenzó a llorar. —En elpabellón de al lado hay un cubano, hablé esta mañana conél, quisiera hablarle de nuevo.

Llamaron al cubano que lo había elogiado por la per-fección de su disparo. —Querido amigo —le dijo—, no sécómo usted se llama, pero me voy a morir y no tengo a na-die al lado. Estoy entrando en una soledad, por primeravez en mi vida, que sé es la de la muerte. Quisiera teneralguien a mi lado, pues no puedo llamar a mi esposa, ypor eso le he suplicado que venga. Tengo un hijo, conóz-calo, procure enseñarle algo de lo que usted ha aprendidoviajando, sufriendo, leyendo —el Coronel no pudo seguirhablando.

—Me llamo Oppiano Licario —le contestó el llamado—.Conocí al hermano de Rialta, como le dije esta mañana, loconozco a usted en este mal momento, que usted rebasará(sabía que era mentira pues la respiración era ya un ester-tor). Pero esté tranquilo, ahora mismo llamo a su casa paraavisarle a toda su familia, que vendrá. Esté tranquilo.

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Las lágrimas llenaban el rostro del Coronel. Al oír lo quele decía Oppiano, sonrió como con alegría profunda. Hizoun esfuerzo como para respirar de nuevo, ladeó la cabeza.Había muerto. A su lado el amigo que había conocido porla mañana. Su alegría había terminado en la absoluta sole-dad del hospital y de la muerte. Su abundancia en los do-nes recibidos, en la aplicación de la alegría del trabajo pre-ciso, su manera de llevar el destino de toda su familia comoun San Cristóbal joven, se habían extinguido en la soledaddel hospital, en la muerte sin compañía, en un destino truncoe indescifrable.

Rialta, mientras el Coronel se encontraba en el hospital,dormía con su hija Violante. José Cemí, en el mismo cuartocon Baldovina, hacía prolongados insomnios, pesadillas debruscos manotazos en brusco despertar. Baldovina avivabael carbón de la estufa antes de regresar para acostarse, vigi-laba el sueño del infante. Rialta despertaba, atravesaba elpequeño corredor que separaba las dos habitaciones, y des-pués de observar a su hijo y a Baldovina, regresaba a sucama, donde dormía Violante con placidez. Por momentosla inquietud, el temor, la cercanía del espantoso destino,tornaba más misterioso su recorrido por el corredor y labrevedad de su sueño. Siempre había sido en extremo sen-sible a las pisadas en la noche, a los paseos enigmáticos delgato, a la hoja que rueda hasta el vidrio de la ventana y allíla va apelotonando el grillo, convirtiéndola en el centro obse-sivo de la madrugada. Aquella noche Cemí sentía los pasosatemorizados de su madre por el corredor, extendía la sá-bana hasta taparse la cara, llegando, cuando su madre abríala puerta de su cuarto, a esconder la cabeza debajo de laalmohada. Le parecía oír como una caballería de gran ruido.

De pronto, como una campanilla que se dilata hasta elrocío de las hojas nocturnas, el teléfono, pinchado desdeel hospital, pareció querer hablar como un estrangulado.El ordenanza acudió al llamado, la noche agrandaba el ecode las palabras. Rialta por los corredores en vela, con ojos decriolla para el presagio. Violante, al quedarse momentánea-mente sola, se ovillaba entre las sábanas frías. Baldovina,remembrando la costumbre de su aldea castellana, llevabaotro carbón al fuego que vacilaba. El timbre llegó hasta el

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pequeño pecho de Cemí, se expandió, su respiración co-menzó a vacilar. Se oía al ordenanza: What do you say?, vol-vía a formular la pregunta: what do you say?, what do you say?Después, sin entender, repetía, fragmentando lo que oía:died, died. Rialta se echó un manto sobre los hombros, acu-dió al corredor de la planta baja, donde estaba el teléfono.Dijo en inglés: Soy la señora del coronel Cemí, dígame, selo suplico. Le respondieron: le hablan desde el hospital, elCoronel acaba de morir. Su temblorosa mano apenas pudocolgar el receptor. Nació en ella como un coraje inopinado,le dijo a Baldovina que se preparara para salir a casa delcoronel Hugues, fue a su habitación, parecía un fantasmaenloquecido, se vistió, recorrió la distancia que le separabade la casa del jefe americano del campamento, seguida deBaldovina, que no acababa de precisar la razón de los pasosapresurados de su señora ni de la decisión de atravesar elcampamento en la medianoche. Al llegar a la puerta de lacasa del jefe americano, le dijo a Baldovina que tocase, puesella no se podía ver las manos ni sentírselas. La señora,gentilísima, acudió ella misma para abrirle, sospechandoque sólo la terrible noticia la podía llevar a esa visita en elpavor de la medianoche. —Me acaban de llamar del hospi-tal —dijo Rialta llorando—, y me han dicho que el Coronelacaba de morir. Vengo a verla para que usted me haga elfavor de llamar allá y me digan de nuevo si es cierto—. Laesposa del coronel americano disimulaba con una gentilezaternísima, el pavoroso momento que atravesaba su amiga.Llamó de nuevo al hospital. —Sí, es cierto, acaba de morir—la dama americana vacilaba al dar la noticia, temblaba—.Sí, es cierto, ha muerto—. En esos momentos ya bajaba elcoronel Hugues, impuesto de la circunstancia de la visitadeRialta. —Sí, señora, el coronel Cemí, infortunadamente,mi gran amigo cubano está muerto, ¿usted quiere ir a ver-lo? —¿Verlo muerto? —contestó Rialta, perdiendo en esosmomentos el sentido. Así como el coronel José Eugenio Cemíhabía muerto en la soledad sin término del hospital, Rialtarecibía la más sombría noticia de su vida, rodeada de extra-ños, alejada de su madre doña Augusta, oyendo como unhacha el viento lento del enero americano recorrer los pi-nares.

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Parecía esa muerte completar las Navidades sombrías deJacksonville, cuando Andrés Olaya tuvo que emigrar. Nohabía sido suficiente el recuerdo de esa tristeza, era unanueva exigencia mucho más terrible. Necesitaba adquirirforma, derribar, ofrecer víctimas. Pero Olaya había regre-sado con su diabetes, con las mortificaciones de su hijo Al-berto, para morir a los cuarenta y cuatro años de edad, enel recuerdo de su hijo Andresito, salido de la bruma con supequeño violín, bajo la escarcha que enrojece de nuevo susmejillas, a brindar su Chaikovsky a la tómbola de los emi-grados. Pero el abeto norteamericano exigía de esa familianuevas ofrendas funerales. La tristeza de los años finales deAndrés Olaya, había sido contrastada por la sangre del hijodel Vasco, que venía a constituirse en el centro de aquellasdos familias por su enlace con Rialta. Pero el tiempo de des-truir había de ser mucho más inexorable con el Coronel, surobusta plenitud tendría que operar sobre treinta y tres años,que fueron los que vivió. Pero dejaba tres hijos, la resistenciamágica, lenta y sutil de Rialta frente a todas las insensatecesy diabluras del destino, su sacrificio comprendido hasta loúltimo de la muerte de la flor para la germinación del nue-vo corpúsculo.

El ordenanza fue al cuarto donde acababa de vestirse JoséCemí, le dijo: —Vamos a ver a tu padre—. La madrugadasilbaba su frío, como un aviso, después se extendía por todoel campamento como un bloque de hielo, por cuyo interior,en sueños, se fuera caminando. El hospital se encontrabaen el ángulo de la diagonal del campamento. Cemí sospe-chaba que algo muy grave pasaba, pero le parecía imposi-ble que fuera la muerte de su padre. No obstante, recordóa su padre, cuando se escondía detrás de una puerta paradecirle: «Cuando nosotros estábamos muertos, andábamospor aquel camino.» Sintió que era imposible el trueque deaquella voz en la muerte. Que ya no se lo podría decir más;que al estar muerto, era el silencio escondido detrás de laspuertas, el que le traería pavor.

Llegaron al hospital. Cemí notó el silencio que rodeaba lahabitación, donde supuso que estaría su padre. El orde-nanza empujó, con respeto ciertamente temeroso, la puer-ta que cedió como soplada. Se dirigió a la cama, donde

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sospechaba alguien tapado. El ordenanza descorrió la sá-bana. Vio, de pronto, a su padre muerto, ya con su unifor-me de gala, los dos brazos cruzados sobre el pecho. La pielno se parecía a la cera que veía en sus pesadillas en el rostrode Santa Flora, que le traía su primer recuerdo de la muer-te. Esperó un momento, su padre permanecía inmóvil. Nose volatizaba, como oyó contar a su abuela que le sucedió asu padre cuando la exhumación. La piel que ya no está re-corrida por la sangre, no era la cera de la muerte en SantaFlora. No era el remolino del polvo, del cuento de su abuela.Pero allí estaba su padre muerto. El ordenanza volvió a cu-brirlo con la sábana. Sintió que se anublaba, que se iba acaer, pero en ese momento, alguien pasó frente a la puerta.Se sostuvo de unos ojos que lo miraban, que lo miraban coninexorable fijeza. Era el inesperado que llegaba, el que ha-bía hablado por última vez con su padre. Cerró los ojos, lepareció ver de nuevo la mano del ordenanza descorrer lasábana. Retuvo el rostro de su padre, hasta que se lo fueronllevando las olas. La fijeza de los ojos que habían pasadofrente a la puerta, parecía recogerlo, impedir que perdieseel sentido.

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La casa de Prado, donde Rialta seguía llorando al Coronel,se expresaba por las dos ventanas de su pórtico. Una verjade hierro aludía a un barroco que desfallecía, piezas de hie-rro colado colocadas horizontalmente, abriéndose a medidaque ascendían en curvaturas que se juntaban en una bocafloreada. Por la mañana, a la hora de la limpieza, las otrasdos puertas se abrían, quedando la verja detrás de un portalapuntalado por tres columnas macizas, con una base corintia.Una de las verjas era tan sólo una ventana, aunque respal-dada también por puertas. La otra se abría como si fuesetambién una puerta. Ambas ventanas, de las que una era

CAPÍTULO VII

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también puerta, eran seguidas por dos puertas con persia-nas. Después, dos piezas de madera que se plegaban, cerra-ban en su totalidad las dos piezas anteriores, que abrían lasala al portal. La puerta que sólo servía como ventana, eramuy codiciada los días de carnaval, regalaba una posiciónmás cómoda para la visión, y daba un resguardo para lairrupción violenta de las serpentinas, para el fluir de lasgentes, llenas de gritos y de gestos en aspa o esgrimasonambúlica.

La puerta, de impresionante tamaño para la era republi-cana, contenía la puerta mayor, cerrada de noche, con laotra pequeña puerta que se abría cuando la familia regre-saba de la ópera, de bailes o de fiestas familiares. El aldabónde bronce, limpiado una vez a la semana, representaba unleón, hirsutamente enmarañado, pero su nariz, breve y res-pingada, lo asemejaba a un gato. Cuando el metal se abri-llantaba por la limpieza reciente, los reflejos lanzados sobrela diminuta nariz, la oscurecían, haciéndola desaparecer enun remolino de oscilante oscuro. Cuando era pulsado confuerza, la resonancia de sus ondas se propagaba hasta lacocina, donde los cazos y las sartenes recibían aquella vibra-ción, tan semejante al temblor que los recorría cuando reci-bían algún fantasma sencillo, que no deseaba otra cosa quereflejarse en los metales trabajados de la cocina. Allí las cria-das, cocinera y sirvienta, sobreponiéndose a aquella llamadasurgida del rostro del leoncillo, corrían a calmar al solici-tante, vendedor, limosnero, o familias que habían anun-ciado su visita. Estas últimas eran conducidas a la sala, deacuerdo con su edad eran recibidas por doña Augusta opor Rialta, una de las dos entraba y hacía los primeros salu-dos y preguntas de la conversación. Después, se presentabaalguna hija de Augusta que estuviese en la casa. Las dospequeñas hijas de Rialta, entraban como si respondieran auna cortesía que se hubiese vuelto ordenanza, señal obligadadel ceremonial. Generalmente, el último en entrar era JoséCemí, enfurruñado, pálido o encogido, según la respuestadel temperamento al instante. Sentado, sin hablar, aprove-chaba la primera ocasión para ir a juguetear al portal o alparque del Prado. Se veía después las manos sudadas, sofo-cado, comenzando el angustioso ritmo de la disnea asmática.

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Después de la puerta mayor, aparece la escalera que co-municaba con el piso superior, que sólo se visitaba cuandose quedaba desalquilado, dos o tres veces en quince años,convirtiéndose entonces en una excursión playera, cuandose recorría por la mañana con las puertas olorosas a pintu-ra, con la cocina vuelta a pintar en fondo blanco, con loshierros de negro. Una puerta de hierro más pequeña enrelación con la gran puerta de caoba, comunicaba el zaguáncon el comedor, pues la entrada a la sala se hacía por las dospuertas del portal. Muy pronto, el pasamanos se convertiráen una resbaladiza montura para José Cemí, con una cananaregalada por su padre, con una pequeña tercerola españo-la; así el infante se convertía en seguidor de Buffalo Bill, enpaseante del Prado colonial, en guerrillero, que al ladearseen el pasamanos en función de montura, oteaba a la cocine-ra abanicando las pavesas, impidiendo el mosqueo. Entrela puerta mayor y la verja, existía otra puerta, muchas vecesentreabierta, que reanimaba el zaguán, con la refracción dela luz en los distintos objetos, cuadros, cerámica, biscuits.Desde esa puerta entreabierta se veían, en la pared de lasala, los dos retratos de los abuelos paternos. El abuelo vas-co, don José María, prototipo de esa raza, con su cuello cor-to de toro, la anchura o base muy predominante sobre laaltura. A su lado, la abuela, hija de ingleses, muy esbelta,con una piel muy pulimentada, con ese sello especial que seve en los retratos de los familiares que mueren temprano.

Rialta, seguida de Baldovina enmudecida, comenzó acerrar desde la puerta mayor, todas las demás y la puertaentreabierta que daba al zaguán. Cuando Rialta y Baldovinafueron a cerrar la puerta principal, salieron al portal, y enla esquina pudieron ver a Alberto, rodeado de un pequeñocoro, vociferando, provocando que todo el que pasase cer-ca de él, se detuviera e interrogara qué le pasaba a aquelhombre, que en la segunda parte de la mañana se deteníapara hacer detener a todos los demás. Después que Rialta yBaldovina cerraron todas las puertas, se retiraron al últimocuarto, comenzando a temblar, cuando oyeron los golpesde Alberto en las persianas, después con más fuerza en lapuerta principal, y por último con gran retumbo, dejandocaer el aldabón en una cuña saliente, como si fuese un callo

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en las greñas que irregularmente cubrían al mentón delrugidor.

—Abran todas las puertas, abran —dijo en voz altaAugusta—, yo no le tengo miedo. Baldovina, empieza porabrir la puerta principal y dile al señor Alberto que pase—.Al mismo tiempo que ella se dirigía a la sala, para recibir asu hijo, pues como madre más le molestaba que estuviesepor las esquinas, llamando la atención a los vecinos, riéndo-se de sus diabluras y de sus hipos, de sus amenazas y de losgolpes que tiraba, mientras los que le rodeaban, riéndose,daban un salto y ponían su cuerpo en buen recaudo.

José Cemí se asomó desde el primer cuarto, y pudo ver a sutío con la cara muy enrojecida y los ojos surcados por unasfibrillas rojas, sierpes irritadas. Vio cómo la majestuosaserenidad de doña Augusta, lograba calmar al tío Alberto,sentándose Augusta en un sillón grande, el mismo en queacostumbraba leer todos los periódicos que voceaban frentea las ventanas de la sala. Alberto se sentaba en una pequeñasilla, estableciéndose en esa relación de muebles, la mismarelación que se establecería entre el tono imponente de doñaAugusta y la presencia silenciosa, humilde, más humilladaque humilde, del tío Alberto. Baldovina había corrido denuevo a reunirse con Rialta, en el último cuarto, donde am-bas esperarían a que pasase la tormenta.

—Ya sé a qué vienes —dijo Augusta—, te pasas meses sinvenir a ver a tu familia, y cuando reapareces es para pedirdinero, te lo gastas en el Jai-alai, y cuando el granero estávacío, vuelves para llenarlo de nuevo, estás otra vez cuatroo cinco meses sin venir por aquí, y a pedir otra vez. Nuncahas traído un centavo a la casa, y ahora que Rialta vuelve avivir con nosotros, después de la muerte del Coronel, ayu-dándonos a levantar la casa, que tú nada más que hicistedañar y empobrecer, vienes a mortificarnos. Pero oye, unavez por todas —su voz se alzó a un tono excesivamente gra-ve, pero sin perder su serenidad—, hoy te he recibido porlástima, pues me suenan en el oído las carcajadas de los quete reían las gracias en la esquina. Crees, porque exageraslas tres o cuatro copas que tomas, que te vamos a cogermiedo, pero la próxima vez que vuelvas, apenas me avisenque estás en la esquina, voy yo para aumentar el coro de los

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graciosos, te los quitaré de tu alrededor, y yo sola te voy amirar fijamente, nos rodearán a los dos tan estúpido coro,pues si todavía fueran burlas de desconocidos, pero ahíestán para mirarte treinta y cinco años de estancia en elPrado, pues lo que te rodea es un coro de abuelos y denietos. Todo el resentimiento reidor y bonachón les acudecuando te ven ese estado inferior.

Abrió la mano, donde tenía guardado el monedero, ex-trajo los billetes doblados, que ya traía preparados para fina-lizar la escena, y los puso en el borde de la silla. Hablándolede espalda, tanto era su desprecio al sentirse humillada, seretiraba diciendo: —Ni a Rialta ni a mí, nos hacen falta paravivir esas rentas de las casas, que tu padre dejó para mejoruso, y que tú no sabes ni gastar, pues no tienes el placer decomprarte un bonito paño, o una corbata francesa. Gastasel dinero, como la sal que se tira al fuego, para avivar lossaltos del diablo.

Alberto, avergonzado, con la cabeza baja, se dirigió conacobardada rapidez a la silla donde estaba el dinero, lo guar-dó y tuvo que disimular su vergüenza, mientras atravesabala puerta del zaguán y la puerta mayor, como si fueran al-borotadas esclusas de un canal poblado de islas que dificul-tasen la navegación.

Cuando la casa volvió de nuevo a su atmósfera de armo-nía, se veía a Rialta con grandes ojeras de llanto. Rialta yBaldovina fueron saliendo de su escondite en el último cuar-to, pues creían que la escena entre doña Augusta y el tíoAlberto sería en extremo tumultuosa. Mientras había dura-do aquella entrevista, Rialta lloraba y sollozaba, pues porprimera vez después de viuda, se verificaba ante ella unhecho tan desapacible. La situación en que se iba a encon-trar Augusta, la había llenado de verdadero terror.

En el patio sus tres hijos jugaban a los yaquis. Un hiloparecía unir los sollozos de Rialta, con los golpes graves dela pelota de tripa de pato, con el ruido tintineante de losyaquis al plegarse bajo la presión de la mano abierta, quelos recogía en un movimiento rapidísimo, sincronizando larecolección de los yaquis con la ascensión y caída de la pelo-ta blanca y extremadamente gomosa. Violante, que era lamayor, jugaba con más seguridad, pues era la que repartía

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en el suelo, con más precisión, los grupos de yaquis, segúniba avanzando el juego. Al principio, para que se esparcie-ran; luego, juntándolos para que cupieran en el cuenco dela mano. Los tres niños estaban tan abstraídos, que el as-cender de la pelota se cristalizaba como una fuente, y lafijeza de la mirada en el esparcimiento de los yaquis, losextasiaba como cuando se contemplan, en demorados tre-chos de la noche, las constelaciones. Estaban en ese momentode éxtasis coral, que los niños alcanzan con facilidad. Hacerque su tiempo, el tiempo de las personas que los rodean, yel tiempo de la situación exterior, coincidan en una especiede abandono del tiempo, donde las semillas del alcanfor ode las amapolas, el silencioso crecer nocturno de los vegeta-les, preparan una identidad oval y cristalina, donde un gru-po al aislarse, logra una comunicación semejante a un espejouniversal.

Rialta no quería romper el círculo formado por sus hijosentregados absortos al juego de yaquis. Se sentó en el suelocon ellos, penetrando en el silencio absorbido por el subir ydescender de la pelota. El cuadrado formado por Rialtay sus tres hijos, se iba trocando en un círculo. Hicieron losinfantes un pequeño movimiento, para darle entrada a lamadre, afanosa de llegar a esa isla, apoyada en un círculocuyos bordes oscilaban, y en una vertical trazada por lospuntos móviles de la pelota, que se lanzaba hacia un peque-ño cielo imaginario, y después se hundía momentáneamenteen las losas, que parecían líquidas láminas, pues la fijeza delas miradas sobre la suma de sus cuadrados las iba trocandoen un oleaje ad infinitum.

Violante había llegado al número siete, en la recolecciónde los yaquis, Eloísa al número tres, y José Cemí, trasudandocopiosamente, al cinco. Rialta había comenzado a lanzar lapelota, su absorto anterior la ayudaba a la coincidencia en-tre la ascensión de la pelota y el semicírculo de la manopara recoger los yaquis. La mirada de los cuatro absortoscoincidía en el centro del círculo. La concentración de lavoluntad total en las losas y en el ritmo de la pelota, fueaislando las losas, dándoles como líquidos reflejos, como sise contrajesen para apresar una imagen. Un rápido animis-mo iba transmutando las losetas, como si aquel mundo

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inorgánico se fuese transfundiendo en el cosmos receptivode la imagen. Por un momento parecía que se mantenía enacecho, semejante a la oreja parada o moviente del gamo,cuando percibe la llegada de un ruido embozado, umbralde una sensación muy delicada, que se apresta a reconocersi se trata de una visita, de un enemigo o de un conjuro.

Las losas eran para los cuatro jugadores de yaquis uncristal oscilante, que se rompía silenciosamente, se unía sinperder su temblor, daba paso a fragmentos de telas mili-tares, precisaba ríspidos tachonazos, botones recién lustra-dos. Desaparecían esos fragmentos, pero instantáneamentereaparecían, unidos a nuevos y mayores pedazos, los boto-nes iban adquiriendo sus series. El cuello de la guerrera seiba almidonando con más precisión y fijeza, esperaba elrostro que lo completaría. Rialta, tranquilamente alucinada,iba aumentado en la progresión de los yaquis, se iba acer-cando al número doce, como quien adormecida sube unaescalera, llevando un vaso de agua con tal seguridad quesus aguas permanecen inmóviles. El contorno del círculo seiba endureciendo, hasta parecer de un metal que se torna-ba incandescente. De pronto, en una fulguración, como siuna nube se rompiese para dar paso a una nueva visión,apareció en las losas apresadas por el círculo, la guerreracompleta del Coronel, de un amarillo como oscurecido,aunque iba ascendiendo en su nitidez, los botones, aun losde los cuatro bolsillos, más brillantes que su cobrizo habi-tual. Y sobre el cuello endurecido, el rostro del ausente, talvez sonriéndose dentro de su lejanía, como si le alegrase,en un indescifrable contento que no podía ser compartido,ver a su esposa y a sus hijos dentro de aquel círculo que losunía en un espacio y en un tiempo coincidentes para sumirada. Penetrando en esa visión, como dejada caer por lafulguración previa, los cuatro que estaban dentro del círcu-lo iluminado, tuvieron la sensación de que penetraban enun túnel; en realidad, era una sensación entrecortada, puesse abría dentro de un instante, pero donde los fragmentosy la totalidad coincidían en ese pestañeo de la visión corta-da por una espada.

Rialta dobló la cabeza sobre sus dos brazos, y ahora sí seliberó de la angustia acumulada en ese día, llorando hasta

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saciarse en el don concedido. Los tres garzones abandona-ron el juego y salieron corriendo al patio, donde sin mirar-se entre sí, se deslizaron entre las arecas y la escalera queconducía a la cocina. Cemí salió después por el zaguán, sedetuvo en la puerta mayor y contempló el Prado, donde elpaso de una nube cercana le daba fresco techo a dospatinadores que sorbían un escarchado de fresa.

La puerta que separa el zaguán del comedor, vibró denuevo alborozada por la llegada del doctor Demetrio, her-mano de doña Augusta, que sacudía los barrotes de hierrode la puerta que separaba el comedor del zaguán, gritan-do: —¿Qué tal la numerosa familia? No se ve a nadie poraquí, vengo a tomar el mejor café de La Habana antigua—.Baldovina corrió a abrirle la puerta. —¿Cómo está usted,caballero Demetrio? —la llegada de este regocijado perso-naje, puede decirse que restableció la armonía de la casa delos Olaya.

Augusta, borrando totalmente la anterior lamentable es-cena, salió a recibir a su hermano. Ambos se sonrieron.Demetrio tuvo que apartar el tabaco moteado, para dar pasoa una sonrisa más anchurosa rematada con discretos soni-dos guturales. —Vengo a traerles buenas noticias. Leticia ySanturce —que eran la hija de doña Augusta y su esposo—,llegarán dentro de unas cuantas horas, ellos no han queridodecir nada, pero no he querido llevar ese silencio al extre-mo de que ustedes no preparen la casa para recibirlos.Santurce es muy provinciano, y aunque lo disimula, no leagradaría ver su llegada inadvertida. Hay que estar como sino se supiese su llegada, pero al mismo tiempo prepararlotodo. Tú sabes, Augusta, que desde que se casó con Leticia,mantiene siempre a flor de piel una susceptibilidad muyirritada. Cuando Alberto bromea con él, parece como si ju-rase venganza. Conmigo se lleva mejor. Lo conocí cuandoyo era dentista y él médico, en Isla de Pinos. No ganaba uncéntimo, pero lo conocí de cerca, era muy trabajador, teníaexcesivo sentido de la responsabilidad y alardeaba de todasesas virtudes menores. Cuando se despertaba a las seis de lamañana, creía que la campanilla de su mesa de noche eraoída por la ciudad entera, que tintineaba, apuntando susentido del honor, su honestidad y sus buenas costumbres.

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Pero aunque nadie le hacía caso, él seguía levantándose conel alba, se sentaba en los sillones de mimbre amarillento delportal del hotel, y cuando llegaba el lechero, le oía todo elrelato de las enfermedades de sus niños, desde el saram-pión hasta la tosferina, sin posible olvido de paperas, des-composiciones, tabardillos e insolaciones. Buen lépero, selimitaba a decir que era muy bueno y que sabía mucho, enaquellos grupos que lo conocían, para que se lo repitieran.El día de su santo le regalaba un gallo fino, blanquísimo, decresta húmeda como labios ensalivados, diciendo que era elmejor de su corral, y que sólo a él se lo regalaba, pues todasu familia cuidaba de ese gallo, como si fuese una joyita.Pero todo el mundo sabía, que cuando él creía que la enfer-medad era de importancia, llevaba sus hijos al especialistadel pueblo, dejando al terminar la consulta dos pesos, queabría lentamente como un acordeón, diciendo cínicamen-te: el médico que cura es el que cobra.

Mientras Demetrio estuvo en Isla de Pinos, no sabía cómosituarse entre las mujeres de la burguesía, que se sentabanen sus portales después de las cinco de la tarde, y las otrasmujeres pintadas con exceso, también después de las cincode la tarde, en las casas de los alrededores de la ciudad, conlas persianas pintadas de un verde cotorra mordisqueandoel pan viejo con leche agria. Frente a las primeras donce-llas, recatadas y a la sombra de las madres guardianas, sesentía tímido, incompleto. Pensaba que le mirarían con des-dén, por el solo hecho de tener que haber ido a Isla de Pi-nos a buscar trabajo, que su frustración allí resonaría comoun metal soplado por un grotesco. Pensaba también que lospadres de esas doncellas se sentirían más a gusto con unconocido campesino, con algún «desahogo» en su posición,profesional con familia en esa comarca, que con un haba-nero, que por el hecho de haber tenido que abandonar lacapital, llevaba impreso el signo de todos sus fracasos ante-riores. Era además regordete, calvón, muy bajito, vacilanteal principio de toda conversación y eso lo mantenía en acechocuando conocía a las muchachas merecedoras. Frente a lasotras mujeres de los alrededores, llenas de cremas y perfumes

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de baratillo, con los labios desbordados de rouge, ya en unaedad en que la escasa humedad voluptuosa de los labios loshace aparecer imbricados, como los escudetes de los ani-males malditos, se desbordaba por una voluntaria liberaciónde su censura inferiorizada, cargándose de vino peleón, degiros interjeccionales, de ademanes tironeados, donde pro-curaba que su animalidad saltase en el descoyuntarse de lapasión en los primitivos.

Cuando hacía ocio, se refugiaba en el billar de la cabezadel pueblerío. Había allí una coima, no rendida al placerque se regala o se cobra, ni tampoco encaramada en unseñoritismo de excesivo rechazo. Era regordeta, mestiza,locuaz, agresiva y en extremo supersticiosa. Habitaba sussueños con total comodidad, vivía en la escala pitagórica,en el recuerdo de los conjuros, precisaba si el gato negro enel mundo de hipnoó corría de derecha a izquierda, de unafila a otra de los ejércitos. Su trabajo era el de coima regu-lar, llevaba los tantos, recogía las bolas para el inicio de losjuegos. Su anchura, que revelaba un no lejano ancestrotlaxcalteca, se ponía entre los bandos beligerantes cuandoarreciaban las habituales reyertas de billar. Tenía fama depropiciar una justicia inapelable entre los apostadores delos bandos pugnantes. Portaba un largo taco, como la divi-nidad de la inteligencia una lanza con serena esbeltez. Lan-zados los combatientes al remolino de la pelea, la coimallamada Blanquita, colocaba su taco, encandilado por elmovimiento rotativo que le impartía, en las costillas visi-bles de los revigidos asistentes, que dando un grito se per-dían en una nube de polvo con moscones azulosos.

Blanquita ejercía entre los pineros una universal monar-quía de la bondad. Regalaba la aspirina, acompañaba al díasiguiente del velorio, reconciliaba una pareja para el enfi-lamiento en el himeneo total. Regordeta, con una bondadcariacontecida, lo que menos le preocupaba era un acerca-miento al hombre por motivos de inferior sexualidad. Ejer-cía la maternidad arquetípica por todo el pueblo, pues teníaun ojo pineal para intuir la crisis de ajena vaciedad, de deses-peración disimulada, y entonces llegaba con una voz, conuna piel, con una confianza que tenía algo de la guanábanaconvertida en un derramado ungüento. Llegaba con una

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sombra melífera, donde el que se le acercaba iba ganandoel entregarse somnífero. Frutal era su ámbito, no sus condi-ciones de hembra, frutal era también su pereza, el que se leacercaba se sentía como una holoturia que rebotaba contrauna escollera algosa, entre mansos consejos y algodones decarnalidad.

Un día la coima dejó su tutelaje billarino. Se resguardóunas semanas en el hotel de la ciudad. El doctor Santurcehabía decidido levar anclas en vista de la excesiva lentitudde los pineros para asistir a su consulta. Le costaba másmantener su dril científico pudiéramos decir, en los mim-bres del hotel, que pagarle a su cobrador al final de mescon los recibos salvados. Demetrio comprobaba la calidaddel calcio de las aguas pineras, que mantenía insoslayable elmarfil de las piezas dentarias. Los campesinos, como si es-tuviesen juramentados, preferían carbonizar sus piezas, queverlas en el extremo de la pinza del doctor Demetrio. Cuantomás aseguraba las extracciones sin dolor, los posibles clientesparecían fijarse en una crisis de masoquismo, mantenién-dose enhiestos en la medianoche donde la profundizaciónde las caries era como un taladro al rojo vivo.

Los años transcurridos desde la muerte de la madre deDemetrio, doña Cambita, la hija del oidor, le habían ablan-dado una tristísima soledad. La Blanquita, con sus ungüen-tos, se había convertido en una intercesora mariana entresu frustración y su destino. Un día que Demetrio le relata-ba su fracaso pinero, Blanquita le aconsejó, como sucedeen algunas leyendas orientales, que tal vez había venido a laisla, para después verse obligado a regresar a La Habana,que entonces le entreabriría risueña su cornucopia. —Teveo ya —le dijo—, instalado en una casona del Cerro, conla sala grande dividida en dos partes, una para el salón detrabajo; la otra para los clientes, yo me encargo —dijo contoda su ingenuidad—, de conseguir los periódicos de todoslos días, para que los clientes no se aburran, o se aburranmenos, cuando, como es frecuente, las noticias sean insig-nificantes. En el centro del patio, una fuente con un surti-dor bien alto. En una jaula grande pondremos un monitode gracia y travesura. En una jaula pequeña, un azulejo. Enla saleta, una mesita con las gavetas llenas de recibos. Yo

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tendré la llavecita, no porque me interese el dinero, sinopara que no despilfarres.

El tío Alberto un día cogió por el brazo a José Cemí y lollevó a la casa de Demetrio, en el Cerro. Se encandiló conel monito en torno al surtidor en el centro del patio. El solse refractaba en los alambres de cobre de la jaula donde elazulejo se adelantaba para dorar su pechuguilla. Otrojaulón, lleno de pájaros breves, del tamaño de un dedoíndice, ponía como a nadar cabellos, que ondulaban en untemblor de arcoiris. Pero, al pasar tres o cuatro domingos,fue llevado de nuevo a la casa de Demetrio. Cemí se con-geló en el perplejo. El mono, cerca de la fuente, ya no seextasiaba, con cara de concentrada meditación unitiva, conla vihuela de un sapo. La fuente, fríamente, no lamentabasu ausencia. El azulejo, titanizado por el hambre, habíaencontrado fuerza y sutileza para empujar la puertecillade su cárcel, y había anegado su azul en el azul estelar.Todas las centellitas del jaulón mayor se habían ocultado,inquietas ánimas que al fin habían encontrado su reposo.Cemí sintió la fascinación de dos atmósferas al cambiar laescenografía. Recordó que en la primera visita, el oromatinal se había destrenzado como en algunos pintoresvenecianos que sumergen en las cabelleras reposadas ser-pientes de cobre abrillantado.

Cuando volvió, en el día de la ausencia de los motivosamenos y coloreados de la casa, era un domingo húmedo,casi neblinoso, que tendía a poner sobre los objetos y losrostros grandes paños mojados, como el que los escultoresponen sobre las figuras de yeso, para colocar un puenteentre su reposo y su reencuentro, en la extracción de lasformas. Cemí percibió que la fascinación de aquella casonano se debía a ninguna presencia contingente, encierro oausencia del azulejo, destrezas del monito para rescatar lanuez en lo alto del surtidor. Era, todo lo contrario, como siuno se abandonase al sueño, a los nacimientos, albriciasnavideñas o agónicas visiones. El gran patio en el centro. Elvacío y a su alrededor la sala, las piezas para dormir, y alfinal del patio la nobleza de la cocina, con un tonel repletode carbón, como una noche que de pronto pasa al carbun-clo y comienza a despedir planetoides.

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Demetrio charlaba interminablemente con doña Augusta,de las bondades de su nuevo estado, de su nueva casa, des-pués de su himeneo con la coima Blanquita. Su cuidado delazulejo, de los recibos para las cobranzas de extracciones yorificaciones. Demetrio procuraba hacer su conversaciónapacible, fácilmente armonizable, pues buen conocedor dela sangre de su banda familiar, intuí algún disgustillo entreAugusta y su destemplado hijo. Sabía además la escasaresistencia de Alberto frente al demonio de los espirituo-sos. Cómo la cuarta copa, que según los griegos era la de lademencia, lo llevaba a improvisar en cualquier esquina,charlosas adivinaciones de juglaría. Procuraba Demetrio,hasta que llegaran Leticia y el doctor Santurce, evaporarun ambiente tejido de pacíficas guirnaldas, para metamor-fosear el alacrán en palomo comiendo maíz en la palma dela mano de un veneciano. Su adormecedora y familieraverba, casi lograba esos efectos, cuando se vio pasar, rápidoy esbelto, entre la verja situada entre la puerta mayor y lareja de entrada al comedor, al tío Alberto, ceñido de un flusazul, con la cara sonrosada por el baño reciente, con todoslos recursos de su simpatía criolla, entreabriéndose en má-gica fineza por sus ojos y por su sonrisa. Todo el alto seño-río de la burguesía criolla lucía en él su clase, su desdén, sudominio del ámbito donde penetraba con una facilidad, conunas divinidades propicias que parecían hacerle con lasmanos gesto de que se acercara sin miedo. Sus divinidadesparecían justificarse, regalándole dones y graciosa simpa-tía. Dones y simpatías que respondían las más de las veces aun preciso flechazo a la liebre del instante.

Alberto Olaya respondía a los imanes del demonismo fa-miliar más cubano. Lo rodeaba el acatamiento por antici-pado, el asentamiento regalado. Toda la familia se colgabaa veces de un solo punto: intuir lo agradable para Alberto.Para la dinastía familiar de los Cemí y los Olaya, la pequeñadosis demoníaca de Alberto, era más que suficiente. Se pen-saría que la familia vigilaba y cuidaba esa pequeña gota deldiablo, como contrapeso a un desarrollarse clásico, robus-to, de sonriente buen sentido, como aliada del río de lo tem-poral en el que flotaba esa arca, con sus alianzas enlazadaspor las raíces. Si no fuese por muy breves excepciones, el

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tío Alberto formaría parte inasible e invisible de ese fami-liar tejido pulimentado, como para recibir la caricia de lassucesiones.

La llegada aventurera, también con su presuntodemonismo, de la coima Blanquita, no estaba en el núcleofamiliar, se diluía en la lejanía, además era la guardiana dela casa del Cerro, y al redondearse con sus doscientas li-bras, cobró un hieratismo por inmovilización progresiva,sobre la piedra donde se sacrificaban los pacientes, comoesos ídolos aztecas que representan las potencias hura-canadas, hinchando sus carrillos para lanzar los más fero-ces buches de agua, sólo que en la casona el huracán estabarepresentado por un molar que al triturar la carne, lanzabaun relámpago por todos los cordoncillos nerviosos. La bon-dad había formado en ella un inmenso tejido adiposo que lorecubría todo, allí una fibrilla demónica era una sardinasurcando un océano oleaginoso. Un gran sillón de piedra,en la espera del diablo, estaría extremadamente oprimidopor los nudos de tolondrones, los ponderosos temblequesde la enjundia, la empella gelatinada en un frigorífico. En-tre esos impedimentos el diablo no podría caminar paraocupar su sillón de piedra.

La madre veía en su hijo Alberto, la encarnación de todoun sistema de presuntas fortificaciones para defender la tesisde la perfección de determinados familiares, a la que todaslas familias creen pertenecer, otorgándole todos los dones,todas las esencias cualitativas, para anular el pequeño o gran-de defecto de esas ingenuas ovejas descarriadas. Teniendouna reacción no previsible, las madres viven en acecho paraimpedirle a ese tipo de hijos, las más ingrávidas molestias,los más minúsculos obstáculos, para que los extraños creanque todos esos cuidados son el pago a una conducta que nose valora por sus días de excepciones destempladas, sinopor un inmenso coro propicio, en el que intenta precisarsecon notoria injusticia piadosa, con misteriosa paradoja, esaincomprensible derivación de una cadena de hechos don-de se rompe el estilo de una familia, la calificación que unagrupamiento logró alcanzar casi en el curso de los siglos.Ese pequeño demonismo les gana a esa clase de hijos, don-de, como ya hemos dicho, se excepciona el acorde tonal

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alcanzado por una familia, las preferencias de la defensivaternura de las madres, que de esa manera hacen tan miste-rioso como indescifrable el alcance de su bondad para elhijo preferido, pues parece que en esas criaturas inclinadasaunque sea con levedad al mal, se libra un primer combateentre las madres y los demonios que asaltan el castillo fami-liar por algunas de sus torres más débiles. Son los sacrificiosde la última razón y el último misterio. Así las madres de-searían, con esa preferencia que a la postre, no obstante sucaparazón de incontenible bondad, quisieran también serjuzgadas como demoníacas. De la misma manera, que a ve-ces en el coro griego, entre familiares cuyas uniones espiri-tuales parecen vencer a las de la sangre, o entre amigos quesaborearían el mismo eros, al atribuirse alguien un defectomayor, la antiestrofa coral, el familiar que nos quiere, o elamigo apasionado, responden atribuyéndose, inventándo-se defectos que tienden a mitigar el efecto producido por laconfesión de uno de los sujetos sometidos a las desconoci-das leyes de la gravitación humana, es decir, en virtud dequé fatalidad el simpathos actúa sobre los seres, extrayendode inmensas masas corales, de ciudades enteras nutridas deconstelaciones de térmites que aún creen que son libres,dos seres que al paso del tiempo comenzaron a mirarse yque al paso del tiempo no pueden despedirse sin aludir alpreciso lugar en que volverán a encontrarse. Eso lleva amanifestar a uno de ellos, en una noche tediosa, de lluvias yde wiskadas, que de niño le escondió a la abuela un cesto deflores, que una hija le enviaba de una remota provincia; elotro, para aliviar esa región del subconsciente alterado desu amigo, confiesa que un día que se había quedado solo en sucasa, manipulando incomprensiblemente las tijeras del jar-dinero, había partido en dos una blusa de encaje de Malinas,que su abuelo le había regalado a su esposa un día de cum-pleaños de boda. Y que mientras se dividía el panqué, él nopodía dejar de pensar con cierto agrado en el rostro de suabuela cuando al revisar aquella blusa comprendiese queuna mano brutal, que no obstante convivía con ella, era ca-paz de penetrar en su pasado con la maldad preconcebidade un asesino. Pero lo más significativo es que ambos rela-tos han brotado del reino de la mentira. Entrecortado por

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la embriaguez melancólica, el primer amigo lo que ha rela-tado es la última confidencia de una amiga demasiado ansio-sa, a la que el espirituoso le presta brumosos recuerdos decornucopia primaveral metamorfoseada con sencillez en unacesta de flores. Y el otro amigo había contestado con otroaparente sucedido, pues lo que había hecho en el relato defingida culpa, era reemplazar los verídicos ratones por lastijeras imaginarias, sin que él nunca hubiese empuñado laatropos de lo espantoso como las más irascibles devanadoras.

Las hermanas de Alberto, Rialta, la mayor; después,Leticia, y la más joven, Matilde, unidas a los sobrinos JoséCemí y sus hermanas Violante y Eloísa, tenían también sureino fabuloso para los paseos del doméstico demónico.Sus hermanas veían en él al arquetipo de la hombría ele-gante, al escogido, el arriesgado, el galante, el desdeñoso.Más alejados en ese ambiente familiar, los sobrinos apare-cían conociendo una versión indirecta. Como un héroemedieval, llegaba su heraldo precedido por la tradiciónoral, por las cosas que de él se contaban bajando la voz,sus momentos de cóleras terribles, las suplicantes que ha-bían gemido por sus diferentes rechazos. Se decía que unade las hermanas del Coronel se había enamorado de él,llegando al histerismo más melindroso, llorando en todoslos instantes en que Alberto se le volvía inasible, o le dabauna prueba más de que su intención jamás tendría cum-plimiento. Alberto se había limitado a decir que si dos Cemíse casaban con dos Olaya, los hijos de ambas parejas se-rían tan iguales que habría que ponerles lazos de coloresexcesivos para distinguirlos. Y que eso le causaría la im-presión de toda una familia enlazada en una feria del oes-te americano. Desde luego, que al enterarse el Coronel deesa frase, fue el que más rió, pero él sí sabía, con su desti-no breve y profundo, que esas dos parejas buscaban dossecretas finalidades opuestas, su hermana era fascinada porel irregular desenvolverse de Alberto, pero él encontraba enRialta una seguridad, una compenetración de destinos, quese demostró en los doce años de matrimonio que pasaron enuna totalidad silenciosa, y en los cincuenta que pasarían en-tre el ausente presente y el cumplimiento de la fidelidad ju-rada aunque fuese a una sombra en el valle de Proserpina.

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Para propiciar una alegría familiar, necesaria para pre-parar el ambiente a la llegada del doctor Santurce y deLeticia, Demetrio sacó su cartera y extrajo de ella la últimacarta que le había enviado Alberto, cuando aún se encon-traba en Isla de Pinos. La carta graciosamente aparecía fir-mada en Tokio, en el segundo idus de marzo. Oían la lecturadoña Augusta y Rialta, un poco más lejos, Cemí. Albertoparecía que se molestaba, diciendo que se iba a perder untiempo que se podía aprovechar en algo menos insignifi-cante que esa epístola, que consideraba una sencilla algazarapara alegrar a un tío ausente.

«Los gimnooicos, a semejanza de los gimnosofistas, escuchanlas gimnopedias de Satie, como la guacamaya apretandoentre sus uñas una presunta flauta, le tuerce las abolladu-ras, pero le lleva el arcoiris. Plenitud, desnudos orifican.»

Con la disculpa de que tenía que prepararse para recibira Leticia, abandonó la sala doña Augusta, seguida por Rialta,esta se limitó a decir: otra muestra más del histrionic powerde Alberto. Demetrio dijo que se alegraba de esa retirada atiempo, pues así se libraría de tener que saltar algunas pala-bras. Dirigiéndose a Cemí le dijo: acércate más para quepuedas oír bien la carta de tu tío Alberto, para que lo co-nozcas más y le adivines la alegría que tiene. Por primeravez vas a oír el idioma hecho naturaleza, con todo su artifi-cio de alusiones y cariñosas pedanterías. Pero cuando yoestaba en la «isla», qué alegría tuve al recibirla, pues merecordaba en la ausencia, los años en que yo, mucho másviejo, estudiaba con tu tío. Su apariencia burlona y pedan-tesca, ocultaba una ternura que me hizo llorar.

«Mucho cuidado con la yerbecita llamada yerbabuena,pues las del sur tienden a prender mejor su vacuna. Pueshay espléndidos sirénidos de la costa norte, que en el arcodel sur comen la yerbecita, y empiezan a caérsele punta dela nariz, punto del potrerillo y punta de los dedos de mon-ja. Su potrerillo, respetable tío, disminuye y hay que vigilarsus naturales salidas del cafetal.

»Amenaza de la yerbecita, y por otra parte, pulpos, cher-nas y calamares, que engloban y regalan raspadura negradel Averno. Chernas fibromosas, venidas de Gijón, que des-pués de usar el delantal durante veinte años, endurecidas

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aprietan la torrecilla, gimiendo la madrecita colgada deun perchero:

Ay, mare, mi mare,no quieres ser muertecitapara no asustar al niño.Al pie de mi cama tú.

»La peje llamada lora, porque destella como un poliedroascendit, en el norte la yerbecita le da su maldición, y lospescadores, como el gato en el papel egipcio de demonio, nilo tocan. Pero en el sur, no hay yerbecita que se le siembre,y su carne se regala mejor que el pargo y el emperador. Lacosta norte es saliente, promontorial, fálica; el sur, costero,es entrante y culiambroso. Seco y húmedo, flauta y corno,glande sin yerba y vulva con yerba.

»El teleosteo, reino del hueso, con su caballito de mar,trueca los bronquios en branquias, y lleva el aquejado deathma (en sánscrito, ahogo), a que le penetre una cascadapor la boca, y sale después furiosa por los costados. Pero alfinal, las láminas de oro aparecen en la cámara mortuoria,donde el Chucho muestra su morado con eclipses azules ysu cola erotizante como la de un gato.

»Exquisitos cuidados con el mundo dipnoico, entre losbatracios y las culebras, macrocosmos del fabulario. Enlos pantanos hacen sus oraciones para que el apartamentoencendido para una extracción urgente, sea reconocido porel raptor y el mondadientes del elevador.

»El agua fresca, espejo del fisóstomo, llega hasta la gaitadel heno sexonutricio. La anguila que nadaba en el lavaboel día del registro en Teruel, que se quiso esconder en eltubo tragante, impedida del ingurgite por el tapón anguilardel metrón. Terrible porque vive en la tierra y en el mar.Puede reemplazar el tapón anguilar la curva de todo el brazoy quedar estatua con el cosquilleo entre nubes.

»La morena verde, seguimos en el espejo del fisóstomo,puede producir escoriaciones en la torrecilla. Y la morenapintada, con su zapote de maldición, ondula por las empa-lizadas, con su pan con jamonada al despedirse de la me-dianoche.

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»La cascada saluda al despertar y dentro de la cascada eldajao se despereza cantando. Delicia del dajao, su jaula esuna cascada.

»El anacantos es una estrofa de la antología de loshiperbóreos. Cómo el bacalao va a curar los males de lavisión, si antes los dañó sin conmiseración. La guasa, maci-lenta y panadera, que quiere lamer los cristales del acuario,se siente hirsuta ante el meñique noruego, que sabe sieteidiomas y no pesca jamás un analfabeto.

»Tribu guerrera de los plectognatos, con el casco marti-llado en las mandíbulas, entrando en combate con el martillode Thor. El galafate, Tiresias del mar, jocoso, que burla elsentido trágico del anzuelo, el burlador, deja el anzuelo paralos reyecitos, y vuelve a dormir en las profundidades, lla-meando su fósforo en su cero. El galafate en la cercanía delerizo, con su masa de púas, pero sin el pulso de la clava,astuto teológico y astuto de naturaleza. El uno, no muerdeel anzuelo; el otro opone la proa al sonsacamiento.

»Glanis, pez aristofanesco, consultó al hechicero Bacis yaprendió a no morder el anzuelo, después consultó a Glanis,hermano mayor de Bacis, mejor hechicero aun, que porsatisfacer la problemática nominalista, Glanis hechicero,igual a Glanis, pez astuto, le enseñó no sólo a no picar el an-zuelo, sino a comerse el gusanillo carnada. Ya maduro elpez Glanis, no consultó a su propio nombre, y aprendió adormir en la curva del anzuelo, paralelizando su sueño conel hechicero pescador.

»Gloriosos ganoideos, reyes de la agonía. Crepúsculopinareño, con hilachas verdosas. Tierra de Siena para elprimitivo manjuarí cuyo espinazo se estudió en los telaresdel Bauhaus. Pez fálico, opuesto a la aleta anal por jura-mento. Se estira en la tierra, se estira en la agonía, se ganasu muerte por estiramiento, como si subiese por la escalina-ta de Hipólito del Este, muerte del principio a la salida sub-terránea, del remolino al caos primigenio.

»Réquiem, réquiem, los tiburones solemnes lanzados alalejandrino raciniano. Tronos para su admiración. Círculosque se abren, que se vuelven, generosos... Peleas de tiburo-nes, con las que Nerón quiso descansar a los toros de lidia.

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Tienen el mar despierto, removido, círculos formados porlos pedruscos caídos en las entrañas.

»Lechuza del mar, pez diablo, terror de las metamorfosis.No temas las pesadillas donde se echan sobre nuestras es-paldas y nos golpean el costado. Un centenar llega a nuestrascostas. Empiezan a llenar de atol un mar hecho para lascanoas de hilos de araña. En el acantilado un soldado consu novia. Enarbola su machete, van doblando las mantas,las lechuzas de mar, los pobres diablos de las metamorfosis,llevan cosidos los ceros de la muerte, los agujeros para elhalcón fulmíneo. Tu muela de cangrejo es un molino parael trigo. Destapas la miniatura de un abismo y le enseñas elhuesecillo de las brumas.

»Me reitero con el mucho cuidado de pulpos, chernas ycalamares, tu enumerativo homérico,

Alberto, rex puer.»La reacción primera de Cemí no estuvo acompañada de

ningún signo visible. Los ojos no se le encandilaron, ni seechó hacia adelante en la silla. Pero algo muy fundamentalhabía sucedido y llegado hasta él. Se le borró, como si hu-biese recibido un arponazo de claridad, el concepto fami-liar del demonismo de Alberto. Lo que había dejado en sucarta al dentista, era de la misma muestra que la vibraciónque le comunicaba a su llegada, a su risotada, a su despedi-da, a su manera de hablar y escribir. Cuando penetraba encualquier ámbito, lo modificaba desde su raíz. La posibili-dad del aburrimiento, de no llenar las horas, se hundía desdesu raíz sin remedio. Los días más impensados llegaba por latarde, mandaba a Baldovina a que le comprara cinco cajasde cigarros, seguro de que se iría con el último cigarro comosi comenzase la conversación de nuevo. Sus risotadas eranaventureras, pues jamás le interesaba si los demás se reíancon él, las resonancias de las bromas que lanzaba. Pero casisiempre la reacción era coral, mezclándose las risas en agu-do, en flauta, con las risotadas de los barítonos y del sochan-tre Demetrio. Cemí había oído contar que Alberto tenía unamigo coleccionista, cuyo padre era un ricachón con un in-genio de azúcar. A su pasión por los platos de cerámica,unía la constante alusión a los opulentos ramajes de su he-ráldica. ¿En cuál de sus platos, Señorín, le preguntó Alberto,

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saborea su sirope en campo de azur? El reemplazo grotescoy muy criollo de sinople por sirope, había envuelto almarquesito en tal salto de carcajadas, que quiso mandarlesus padrinos a Alberto. Pero sus amigos de florete le acon-sejaron que no le echara aceite hirviendo al ridículo reído.

La retirada de su abuela y de su madre, había sido paraCemí, al comenzar la lectura de la carta, como si él, de pron-to, hubiese ascendido a un recinto donde lo que se iba adecir tuviese que coger fatalmente el camino de sus oídos.Al acercar su silla a la de Demetrio, le parecía que iba aescuchar un secreto. Mientras oía la sucesión de los nombresde las tribus submarinas, en sus recuerdos se iban levantan-do no tan sólo la clase de preparatoria, cuando estudiaba alos peces, sino cómo las palabras iban surgiendo arrancadasde su tierra propia, con su agrupamiento artificial y sumovimiento pleno de alegría al penetrar en sus canales os-curos, invisibles e inefables. Al oír ese desfile verbal, tenía lamisma sensación que cuando sentado en el muro del Ma-lecón, veía a los pescadores extraer sus peces, cómo se re-torcían mientras la muerte los acogía fuera de su cámaranatural. Pero en la carta, esos extraídos peces verbales seretorcían también, pero era un retorcimiento de alegríajubilar, al formar un nuevo coro, un ejército de oceánidascantando al perderse entre las brumas. Al adelantar su sillay ser en la sala el único oyente, pues su tío Alberto fingía nooír, sentía cómo las palabras cobraban su relieve, sentía tam-bién sobre sus mejillas cómo un viento ligero estremecíaesas palabras, y les comunicaba una marcha, cómo aún labrisa impulsa los peplos en las panateneas, cuyo sentidooscilaba, se perdía, pero reaparecía como una columna enmedio del oleaje, llena de invisibles alvéolos formados porla mordida de los peces.

La campanilla de la reja, la de la entrada de la casa por elcomedor, se agitó fuertemente en las nervudas manos deldoctor Santurce. Inmediatamente fueron apareciendo doñaAugusta y Rialta, después Demetrio y Alberto, un poco ale-jado, como siempre, y Cemí. La entrada de personajes, porla otra parte, estaba constituida por Santurce y Leticia, susdos hijos, y el chofer que los había traído de la Terminal,que iba y venía trayendo maletas y dos baúles con la tapa

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cerrada dificultosamente. Venían los baúles llenos de seiscajas de sombreros, que portaban seis panqués, elaboradoscon ancestrales recetas y graduaciones de la familia, y lacolección de muñecas, que ya Leticia en su otoño, arrastra-ba en cada uno de sus viajes. Leticia ponía con mucho cui-dado sus muñecas en el fondo del baúl, mientras se oía larisotada del doctor Santurce, temblando todas las muñe-cas. Empezaron los abrazos, los hombres sonaban mutua-mente sus espaldas como un atabal, las mujeres recostabansus testas en el hombro del pariente más cercano. Leticia lemiraba fijamente el rostro a su madre, le daba innumera-bles besos, intentaba decirle algunas frases para la ocasión,se entrecortaba, y al fin hubo que traerle un vaso de agua ysentarla durante un rato, mientras los varones comenzabana levantar el parloteo en la sala.

—Ahora Santurce, además de la clínica, trabaja en su colo-nia cañera. Por la mañana, con su bata de médico, recorretodas las salas donde están los pacientes más delicados, ypor la tarde, con una guayabera, como si dijéramos al sondel tiple y del güiro, revisa la colonia, a la hora del cortey del pesaje —dijo Leticia, ya calmada con sus pucherossalutatrices.

—Me preocupa enormemente el problema de la balanzade pago —comenzó a decir Santurce, para posar de técnicoazucarero— en sus desniveles de exportación y de mielessobrantes para el consumo interno. Las cuotas asignadasdan un sobrante de 0,5 puntos en las provincias occidenta-les, y de 0,6 hasta 0,8 en parte de Camagüey y Oriente. Enel tratado de Torquay, que después rectificó la conferenciade Londres, había que hacer los cálculos sin los envases yquedábamos a merced de los armadores de Amsterdam,Tokio y Viena, que son los más interesados en adquirir nues-tro azúcar, al precio de $4.50 por tonelada. En Amsterdamy Tokio, nos ganaban al envasarla entre 0,75 y 0,83, claroque el caso de Viena es muy distinto, adquirían nuestro azú-car para revenderlo en el puerto de Hamburgo, que queríapor lo menos iniciar una competencia con los remolacheros,para revender sus cuotas en Siam y Anam, mercados vírge-nes, pues no tienen el uso ni de la sacarosa ni de la remola-cha. Si se nos limita a nosotros la cuota, y a Perú y México se

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les dan cuotas libres, pensando que no podrán satisfacer elmercado que les pide azúcar, en poco tiempo nuestros mer-cados irán adquiriendo en esos sitios, pues como no soncuotas fijas, pueden adquirir a sus clientes con más jugososmárgenes entre la exportación libre de sus azúcares y másfavorables ventajas aduanales para sus otros productos, asípodrán ir trayendo para sus países maquinaria pesada deingenio, y en poco tiempo nos arrasarán.

En un momentáneo aparte que logró Alberto con De-metrio, le dijo: —Santurce como siempre insoportable, traepronto el ajedrez, para ganarle una partida, si no me de-rrumbo bajo sus disparates firmados, como una estatua debronce regada por el orine de un gato en celo.

Casi siempre que Alberto jugaba una partida de ajedrezcon Santurce, lo engatusaba con una defensa siciliana, paraverlo sudoroso lanzarse al asalto, perdiendo astutamenteuna pieza mayor, alfil o caballo, a trueque de adelantarletodos sus peones en las casillas enemigas. El caballo deSanturce se perdía con torpe temeridad en la fila opuesta,que lo esperaba con sus peones armados de martillos, quecomenzaban a pegarle en las patas, nobles herreros acos-tumbrados a ablandar el hierro, hasta que el caballo, con sujinete en el humo, se derrumbaba en el polvo. La reina deSanturce, en exceso guerrero, contemplando con voraci-dad halconera la torre más adelantada del castillo real, de-fendido calmosamente por Alberto, que le ponía una tropillapeleadora, dirigida por el alfil, que comenzaba a hostigarle,mientras que por el otro flanco, la caballería, robusta comoel viento del oeste, le cerraba las casillas de las próximasaldeas a donde podría retirarse en su fuga bajo la escarcha.

Los tres peones defendidos por el rey de Alberto, sitia-ban al infantado de la caballería, mientras la suya más li-gera y mejor herrada, se colaba en las defensas enemigas,pero respaldada en casillas oblicuas por la reina, tripulan-do una jaca aragonesa, y el alfil, que parecía dirigir el in-cesante ataque de los tres peones, que había reemplazadoal azadón y la guadaña por dagas con proverbiosinterjeccionales para ahuyentar a la muerte y espadas convultúridos en relieve en la medialuna enamorada del cuellode los malditos.

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Las piezas del ajedrez habían sido compradas por An-drés Olaya en París a un anticuario de chinoiseries. Eran to-das de un jade transparente, del tamaño de un puño, pare-cían absorber la luz y devolverla por los ojos y en la estelade sus movimientos casi fantasmales por las casillas. Cuandoel abuelo Olaya jugaba con alguien especialmente invitadoa un alón de perdiz y a una partida, las piezas que se abríanpor la mitad como un atornillamiento, estaban llenas dechucherías, caramelos, bombones, bizcochos ingleses, pe-queñas botellas de licores raros. Cada vez que alguien perdíauna pieza, invitaba a su adversario a que la abriese, parabrindar con la pequeña delicia que se rendía, una bromaque mitigaba la irritación momentánea y oculta de una tor-peza en esa secretamente vanidosa batalla de la inteligencia.

Alberto alzó su rey como para un brindis, desenrolló lapieza, dentro tenía un papelillo chino que levantó, leyen-do: —«Esta roca me ten morta; este vino me conforta.» Alu-de sin duda —añadió—, a la alegría del rey entrando en lapelea, debe de estar poseído como de un vino que lo em-briague, sin hacerle olvidar ninguno de los detalles delencuentro aunque sea nocturno. Pero detrás de esa em-briaguez, la resistencia de una roca. Los grandes reyes,desde Alejandro hasta Gustavo Adolfo de Suecia, entrabanen la batalla llevados de una alucinación que sin olvidar losgrandes conjuntos, le daba un relieve diamantino a todoslos detalles, viendo en un solo instante un rostro e innume-rables rostros. Pero hay que darle también la oportunidada los peones, son ellos los que convierten la llanura en ungranate —levantó entonces un peón, lo dobló por la cintu-ra, le extrajo otro papelillo y fingió leer—: «La estepa tanbien arde seca como verde.» Claro —comentó—, son lospeones los que conocen cada palmo del terreno. Dóndehabrá más sol para que se quiebren los venablillos enemi-gos, ahuyentando los reflejos heridores. Dónde las piedras,de cantos mortales, lanzadas por las catapultas, levantaríanecos que asustarán a la caballería, precipitando su huidizogalope. Cómo a los jóvenes hay que herirles con las dagasen el rostro, según el consejo del divino Julio, y a los gue-rreros maduros, de anchos hombros, conviene pegarles conmazas en los costados, levantándoles la sofocación. Cómo

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separar a los mensajeros, de extensas trompetas, de los queesperan sus órdenes para atravesar el lago.

Sus dos torres, frente a las piezas mayores de Santurce,sin movilizar sus hombres en el combate, resultabanamenazantes, dominando el espacio donde sus peones conel alfil temerario y la reina avizorando una inmensa exten-sión, establecían una técnica de presiones sobre el centrodel tablero, obligando a Santurce a fijarse en el centro deoperaciones, mientras Alberto podía hacer incursiones porlos bastiones menos defendidos. La posición de la reinacombatiente, recordaba a María Teresa de Austria, en susbatallas con Federico el Grande, cuando en la retaguardiarecibía la consulta de todos los movimientos ordenados porsu mariscal preferido, el príncipe Kaunitz. El alfil de Alber-to parecía mirar de reojo a la reina, que vigilando las casi-llas envolventes cuidaba su arriesgarse por las filas de losmonótonos uniformes negros. Entonces Alberto, aludien-do a la maligna presión ejercida por sus torres, alzó esapieza como si recibiera un hachazo, o un eucalipto de tripleraíz unida se recostase en su centro para doblegarla, extra-jo de ella otro papelito enfurruñado, y pareció leer: «Estoya la sombra y estoy sudando, qué harán mis amores queandan segando.» Así aludía al peligroso reposo de sus to-rres sudorosas por la presión ejercida sobre el centro deltablero, que parecía crujir con aquellas dos moles llenas deguerreros, que mezclaban sus cantos de provocación y susgritos que parecían agrandar la sanguinaria sed de las ha-chas, mientras la reina en una región donde podía levantarcortes provisionales, parecía convocar al rey para un acu-dimiento amoroso.

La reina de Santurce había avanzado hasta situarse al ladode uno de sus caballos, para lanzado al asalto atascarlo talvez, como el otro alazán perdido por los martillazos de lospeones y la inexorable vigilancia de la reina. El fin deSanturce comenzaba a describir círculos de ave agorera.Alberto había lanzado sus peones a un avance incesante,respaldado por la caballería situada en una posición estra-tégica, como escondida detrás de una colina, con el alfil y lareina dominando desde el centro de la esfera. Cogió unode sus caballos, y con los dedos a modo de bambú pareció

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quebrarle las patas, dividiéndole en dos, de sus entrañassacó un papel, y le leyó la sentencia: «Vuelve el gato a laceniza», refiriéndose a los ataques del caballo de Santurce,que insistía en perderse entre las picas de los peones enar-decidos por un triunfo que ya comenzaba a flamear sus ban-derolas.

Los dos escuadrones de caballería, con el adelantado al-fil, los peones de Alberto habían logrado trasponer la tierrade nadie, destruirlos le hubiera costado a Santurce piezasmayores; su reina tenía libertad para cualquier ataquefulmíneo; sus dos torres vigilaban cualquier sorpresa delenemigo. Alberto entonces levantó el alfil, separando elbonete cardenalicio de la base sostenedora, y dijo: «Ver laganancia al ojo, la muerte al ojo.»

Santurce con provinciana cortesía, hizo una reverencia,horizontalizó su rey, levantándose con fingida sonrisa.

—Esta partida se ha elaborado —dijo Alberto—, con totalentereza, en recuerdo de la estrategia del Coronel —mirabaa Rialta, que bajó los párpados para impregnarse aún másdel ausente—, que me relató de niño tantas batallas, senta-do en el quicio de su casa, antes de irse a su paz.

—Al comenzar la noche —volvió a decir Alberto, cam-biando de tono rápidamente—, como buen criollo, vendréa buscar al familión para comer en algún restaurante, y tú,Demetrio, ya estás sumado.

—Será otro día —replicó doña Augusta, con fina deci-sión—, pero para hoy ya está distribuido lo que vamos acomer. Están comenzando a hervir las cazuelas y el aromadel perejil le dará aún más animación a la comida.

Alberto se despidió de todos los familiares. Se fue conDemetrio, insistiéndole doña Augusta la asistencia de obli-gación familiar a la comida. Apenas se retiraron, el resto dela familia fue a sentarse en el portal, acudiendo algunosvecinos antiguos a saludar a Leticia y a hablar de las cos-tumbres provincianas, como si se tratase de alguna excur-sión a los pastos australianos.

Cemí corrió hacia la sala, para buscar los papelitos quehabía leído su tío Alberto, los fue revisando con calmosainsistencia, todos estaban vacíos de escritura. Entonces fuecuando comprendió, a pesar de sus espaciadas visitas, la

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compañía que le daba su tío. Adivinó cómo coincidía con élla familia de la sangre y la del espíritu. Pensó que tal vezfuese justo que toda la familia estuviera pendiente de sucuidado y de su agrado.

Leticia comenzó a sacar la ropa de las maletas y le ordenócon histérico mandonismo a su criada española Concha quepusiese sobre la mesa de comer las piezas, que había que re-pasar sus botones y después plancharlas. Se demoraba conexceso al terminar cada pieza, sin darle vuelta al botón paraimpedir el gasto inútil de fluido. Rialta le hizo cortésmentela indicación, pero Leticia que estaba en el primer cuartopasando las ropas de las maletas al escaparate, la oyó, inte-rrumpió entonces su tarea y dirigiéndose a la criada Con-cha, le dijo: —Usted planche como crea que debe hacerlo,no le haga ningún caso. Cuando me haya pagado los cuatromeses que me debe, pues no recibió su pensión y tuve quemandarle una cantidad crecida para que pudiera mante-ner la casa, entonces podrá decirle a usted lo que quiera,pues siempre lo que ella me debe será muy superior a loque usted puede gastar sin apagar la plancha.

—Leticia —se limitó a contestarle Rialta, huyendo casihasta los últimos cuartos, por la vergüenza que le había he-cho pasar, humillándola delante de la criada. Doña Augustapasaba por la puerta que daba del comedor al patio, miró aLeticia con fijeza de regaño maternal y le dijo: —Ya sé quetraes la guerra a esta casa, el año que te sumerges en laprovincia tenemos que pagarlo todos juntos soportando tushisterismos. Tú sabes que Rialta ha sufrido mucho por lamuerte de su esposo, y no debes hacerle esa grosería paralucirte delante de esa gallega —dijo eso para que la sirvien-ta la oyese, pues había visto una sonrisa de maligno orgulloen Concha, que fingía que no había oído nada—. Reconcí-liate con Rialta antes de la comida, que no se den cuentaque tú la has hecho llorar, si no creo que vas a tener que irtecon Santurce al Hotel Biscuit, pues no vamos a soportartetodos los días tus melindres y tus destempladas salidas detono. Que le toleremos a Alberto algunas de sus majaderías,ya nos hemos resignado, además Alberto cuando está encalma tiene una alegría que a todos nos fortalece, pero lotuyo es sólo histerismo abusador con la bondad de la familia.

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Sonrió la Concha, contenta de ver a su señora en eseaprieto, pues sabía que con doña Augusta sólo cabía la to-tal capitulación. Como sirvienta española disfrutaba conespecial deleite las desavenencias de los amos, como elladecía, recordando sus años de servidumbre en el campe-sinado español.

Rialta mitigó su disgusto entregándose a la siesta. Leticiapasó frente a la cama, mirándola con verdadera ternura,acostándose después a su lado, oyendo con cuidado surespiración, como encariñándose con la pureza de aquelaliento, en el temor de que aquel ritmo pudiese alterarsepor su llegada. Le abrió la mano a Rialta, puso sus dedos enaquella tibiedad, y así se fue adormeciendo.

Al despertar Rialta, la misma sorpresa le hizo tironear lamano que ceñía la suya, saliendo Leticia de su siesta consuave sobresalto. Como las hechiceras de la Tesalia lograbanlas más variadas metamorfosis sobre el mismo sujeto, ya lanueva Leticia, la que había salido del sueño, había olvidadosu etapa harpiada al situarse entre los coros angélicos y conexcesiva ternura mirar el rostro de su hermana, que acos-tumbrada a sus metamorfosis, como también salía del sueño,le fue más fácil apoderarse de la nueva región donde ahoravolaba el ánima caseramente atormentada de la Leticia, conblando batir bondadoso.

Rialta pudo percibir que el sudor de sus manos proveníade las de Leticia, pues su frente muy mojada tenía de colo-nia y de jadeante sudoración somnífera. Había dormidoacompañada del Bellergal y la lucha entre sus nervios siem-pre al borde de soltar su caja de cohetes y las falsas pasti-llas para dormir, asaltaba su rostro, desgajándose en lluviaal llegar a las almenas frontales, que se abrían al centro paradar paso a dos olas negras, calzadas sobre haces de cabelloscomprados en la peluquería, para que las dos olas cobrasenla majestad de romperse a los pies de un castillo, pero, porel contrario, los incesantes movimientos de la cara de Leticia,hacían que muchas veces se hiciese visible el falso acantila-do sobre el que avanzaban las dos olas.

Del rostro de Leticia, al dirigirse a su criada Concha, conlos labios mordisqueados por la cólera, con los incisivos comopiedras de sacrificio del terciario en un hacha sin pulimentar,

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silbando las palabras, que al pasar por los labios soplabancomo una flecha con curare, al rostro de una madre doloro-sa, con el que había contemplado a Rialta adormecida, ha-bía el tránsito, dictado por un geniecillo oriental, sacudiendosu garrafa, de una manta o diablo marino al de una ciervaamamantando a un recién nacido abandonado.

Su estable posición económica desde hacía muchos años,sobre todo después de la muerte del Coronel, cuya posi-ción había sido mucho más brillante y arraigada en la mejoresencia familiar, convertía a Leticia en el primer ofrecimientoen enfermedades y enterramientos. Pero las irregularida-des de su carácter, más eficaz en el ofrecimiento para lasmortandades que para nacimientos, bautizos o bodas, hacíaque no fuera tan querida en la familia como ella creía serlo.Todavía tenía Cemí muy pegado en el recuerdo que des-pués de los saludos iniciales, se dirigió apresuradamentehacia él para restregarle las mejillas, diciéndole que esta-ban manchadas. Cemí se dirigió al espejo más cercano, sólovio la rojez dejada por el violento movimiento del índice desu tía sobre su rostro pálido, pero sin mancha alguna.

—Te voy a enseñar —dijo dirigiéndose a Rialta—, el trajede sastre que le encargué a la mejor modista de Santa Cla-ra, para regalártelo. Es de un azul muy oscuro, casi negrode reflejos, pues yo creo que ya debes de ir matizando tuluto. A Cemí —siempre lo llamaba por su apellido, no porel diminutivo de su nombre como el resto de la familia—, letraje seis panqués, elaborados con una pasta que yo mismafui haciendo, sin fiarme de la cocinera. Hoy se le llamapanqué a la antigua panetela y al cake con una pasta disi-mulada de yemina, harina de grano de oro, y mantequillamuchas veces rancia. Pero cuando yo hago un panqué, elgallinero de la finca con las mejores ponedoras se quedavacío, la mantequilla es de los padres trapenses. Que nocoma con exceso Cemí, pues sé que es muy goloso, y des-pués le viene la sofocación esa que me pone muy nerviosa.Por cierto, Rialta, cómo se va pareciendo a ti, claro que conel cuello corto del padre, que a su vez era el del Vasco, pa-dre del padre, que parecía un torete, con la cabeza que sepodía destornillar.

Los últimos en llegar al portal donde estaba toda la fami-lia reunida fueron Demetrio y Alberto. Ya doña Augusta se

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mostraba inquieta, pues eran las ocho y media de una no-che de noviembre, muy borrada de luna y con nubes cár-denas presagiosas, y no acababan de llegar los dos invitadosque más se esperaban, pues eran quizás las dos personas dela familia que más animaban una mesa. El baño crepuscu-lar le había quitado de la sangre su derrota en ajedrez aSanturce, afrenta que al activarse su flujo sanguinoso por lapresión rotativa de la felpa de la toalla, se había escondidoen una timidez en acecho, pues sentía la superioridad deAlberto no con la alegría del resto de la familia, sino comoun encuentro que le había sido desfavorable por el favordel ambiente para Alberto, mientras él se enfurruñaba y ensecreto gemía disminuido.

Doña Augusta indicó que ya podían pasar al comedor.Fue distribuyendo a toda la familia en los asientos que segúnella le correspondían. Se sentó en una de las presidenciasde la mesa, señalando la otra para el doctor Santurce. —Esel ceremonial clásico —dijo—, el que representa la familiainvitada debe estar en la presidencia de homenaje. Si Leticiano fuera de la familia, si fuera de otra familia invitada, nospresidiría. Además, Santurce nos puede ayudar en el cui-dado de los que están más al alcance de su mano. Sobretodo puede oír las peticiones de la mesa donde están losmuchachos—. En efecto, los dos hijos de Leticia y los tresde Rialta se alegraban en una mesa más pequeña, con unmantel muy coloreado, mostrando una juvenil impacienciapor la llegada de la menestra dotada de un humo aromosoque comenzaba a chirriar en la alfombrilla de la lengua. Lainicial entrega de la presidencia a Santurce, tenía todas laspeculiaridades de la manera de doña Augusta, por una partese mostraba con la más depurada cortesía; por la otra, elenlace de esa presidencia con la mesa menor de los mucha-chos, le restaba cierta jerarquía al puesto otorgado, dándo-le como una eficiencia de servicio más que el acatamiento aun don o alcurnia de señorío. Los hijos de Augusta disfru-taban con sutileza las dualidades de ese estilo, pero eraAlberto el que más rápidamente insinuaba una sonrisa, quedesaparecía al tiempo que se esbozaba. —Mucho silencio,turbado sólo por la trituración de las mandíbulas —dijoSanturce, con el rostro vuelto forzadamente sobre la mesa

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de los garzones. Un tintineo del tenedor sobre la vajilla, he-cho con malicia por Cemí, fue la primera violación de lanorma dictada por Santurce. El tintineo pareció el eco dela inicial ironía al ofrecer la cabecera al visitante familiar.

Doña Augusta se había preocupado de que la comida ofre-cida tuviese de día excepcional, pero sin perder la sencillezfamiliar. La calidad excepcional se brindaba en el mantelde encaje, en la vajilla de un redondel verde que seguía elcontorno de todas las piezas, limitado el círculo verde porlos filetes dorados. El esmalte blanco, bruñido especialmentepara destellar en esa comida, recogía en la variación de losreflejos la diversidad de los rostros asomados al fugitivodeslizarse de la propia imagen...

A la muerte de Cambita, la hija del oidor, ese mantel, querecordaba la época de las gorgueras y de las walonas, habíapasado a poder de doña Augusta, que sólo lo mostraba enmuy contadas ocasiones, semejantes a las que ella lo habíavisto en su juventud. El día de la primera invitación a co-mer hecha a Andrés Olaya en la casa de la hija del oidor, esemantel, que Augusta recordaba con volantes visos de ma-gia, había mostrado la delicada paciencia de su elaboración,como si lejos de ser destruido cada noche, como la tela deuna de las más memorables esperas, se continuase en no-ches infinitas donde las abejas segregasen una estalactita defabulosos hilos entrecruzados. El color crema del mantel,sobre el que destellaba la perfección del esmalte blanco dela vajilla, con sus contornos de un verde quemado, consi-guiendo el efecto tonal de una hoja reposada en la mitaddel cuerno menguante lunar.

Doña Augusta destapó la sopera, donde humeaba unacuajada sopa de plátanos. —Los he querido rejuvenecer atodos —dijo— transportándolos a su primera niñez y paraeso le he añadido a la sopa un poco de tapioca. Se sentiránniños y comenzarán a elogiarla, como si la descubrieran porprimera vez. He puesto a sobrenadar unas rositas de maíz,pues hay tantas cosas que nos gustaron de niños y que sinembargo no volveremos a disfrutar. Pero no se intranqui-licen, no es la llamada sopa del oeste, pues algunos gourmets,en cuanto ven el maíz, creen ver ya las carretas de las emi-graciones hacia el oeste, a principios del siglo pasado, en la

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pradera de los indios sioux —al decir eso, miró la mesa delos garzones, pues intencionadamente había terminado supárrafo para apreciar cómo se polarizaba la atención de susnietos. Sólo Cemí estiraba su cuello, queriendo perseguirlas palabras en el aire, miraba después a sus otros primos,asombrado de que no escuchasen la flechita que su abuelales había lanzado.

—Doña Augusta nos debe haber preparado tantas deli-cias, que habrá que tener cuidado con el embolia ceroso, elmás fulminante de los conocidos —dijo el doctor Santurce.

—Es aquel que en la clínica médica —dijo Alberto,impulsándose en la broma—, Martí ha descrito cuando dice:el corazón se me salió del pecho y lo exhalé en un ay por lagarganta.

—Todos los males que se derivan del exceso de comerson menores, decía Hipócrates —añadió el odontólogoDemetrio, que siempre le gustaba mostrar su conocimien-to del cuerpo discrepando del doctor Santurce—, que losmales que se derivan del exceso de no comer. Añadamosotro cuarto, ahora el de un santo, Pablo llamado de Tarso,que aconseja que el que no coma no se burle del que come,aconsejando también el viceversa. Después de la de unsanto, la de un demonio, Antonio Pérez, el asesino que serebeló, opinaba que sólo los grandes estómagos digeríanveneno. Por cierto que a José Martí le gustaba mucho esafrase del secretario perverso. Hay que ser muy secretarioy muy perverso para enamorarse de una tuerta, sobre todocuando sabemos que ese ojo tuerto ha sido besado porFelipe II, que el diablo siga bendiciendo por los siglos delos siglos.

—Comienzas como dietético y terminas como teólogo—dijo Alberto—, lo cierto es que todavía no se conocen lossecretos de nuestro vaso de barro. El riñón, por ejemplo,segrega catorce jugos, de los que únicamente seis son cono-cidos. Los chinos distinguen entre el cuerpo derecho y elizquierdo. Consideran la neurosis y la locura, en distintasdosis, la falta de adecuación entre ambas partes del cuerpo.Un médico nuestro sólo aprecia dos ritmos cardiacos, allídonde un médico chino logra encontrar cuatrocientos so-nidos bien diferenciados.

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—No son sonidos nítidos, sino los que irregularmentebrotan de una especie de rasgueo fibrinoso que se originaen el músculo cardiaco —intervino el doctor Santurce, quecreyó obligado traer la última palabra sobre esas cuestionescientíficas, a las que como médico creía que debía aportarsu autoridad—. Un canario —añadió—, aparentemente tie-ne doscientas pulsaciones, son sólo otras tantas descargasfibrinosas.

—Troquemos —dijo doña Augusta para terminar la ocio-sa discusión—, el canario centella por el langostino remo-lón—. Hizo su entrada el segundo plato de un pulverizadosoufflé de mariscos, ornado en la superficie por una cuadrillade langostinos, dispuestos en coro, unidos por parejas,distribuyendo sus pinzas el humo brotante de la masa apre-tada como un coral blanco. Una pasta de camarones gigan-tomas, aportados por nuestros pescadores, que creían coningenuidad que toda la plataforma coralina de la isla estabaincrustada por camadas de camarones, cierto que tan gran-des como los encontrados por los pescadores griegos en loscementerios camaroneros, pues este animal ya en su madu-rez, al sentir la cercanía de la muerte, se abandona a la co-rriente que lo lleva a ciertas profundidades rocosas, dondese adhiere para bien morir. Formaba parte también delsoufflé, el pescado llamado emperador, que doña Augustasólo empleaba en el cansancio del pargo, cuya masa se ha-bía extraído primero por círculos y después por hebras;langostas que mostraban el asombro cárdeno con que suscarapachos habían recibido la interrogación de la linternaal quemarles los ojo saltones.

Después de ese plato de tan lograda apariencia de colo-res abiertos, semejante a un flamígero muy cerca ya de unbarroco, permaneciendo gótico por el horneo de la masa ypor las alegorías esbozadas por el langostino, doña Augustaquiso que el ritmo de la comida se remansase con una ensa-lada de remolacha que recibía el espatulazo amarillo de lamayonesa, cruzada con espárragos de Lubeck. Fue enton-ces cuando Demetrio cometió una torpeza, al trinchar laremolacha se desprendió entera la rodaja, quiso rectificarel error, pero volvió la masa roja irregularmente pinchadaa sangrar, por tercera vez Demetrio la recogió, pero por el

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sitio donde había penetrado el trinchante se rompió la masa,deslizándose: una mitad quedó adherida al tenedor, y laotra, con nueva insistencia maligna, volvió a reposar su he-rida en el tejido sutil, absorbiendo el líquido rojo con lentaavidez. Al mezclarse el cremoso ancestral del mantel con elmonseñorato de la remolacha, quedaron señalados tres is-lotes de sangría sobre los rosetones. Pero esas tres manchasle dieron en verdad el relieve de esplendor a la comida. Enla luz, en la resistente paciencia del artesanado, en los presa-gios, en la manera como los hilos fijaron la sangre vegetal, lastres manchas entreabrieron como una sombría expectación.

Alberto cogió la caparazón de los dos langostinos, cubriócon ella las dos manchas, que así desaparecieron bajo la ca-balgadura de delicadas rojeces. —Cemí, dame uno de tuslangostinos, pues hemos sido los primeros en saborear sumasa, para que cubra la otra media mancha—. Graciosa-mente remedó, con el langostino de Cemí ya en su mano, queel deleitoso viniese volando, como un dragón incendiandolas nubes, hasta caer en el mutilado nido rojo formado porla semiluna de la remolacha.

El friecito de noviembre, cortado por rafagazos norteños,que hacían sonar la copa de los álamos del Prado, justificabala llegada del pavón sobredorado, suavizadas por la man-tequilla las asperezas de sus extremidades, pero con unapechuga capaz de ceñir todo el apetito de la familia y guar-darlo abrigado como en un arca de la alianza.

—El zopilote de México es mucho más suave —dijo elmayor de los hijos de Santurce. —Zopilote no, guajolote —lerectificó Cemí—. A mí me han recomendado caldo de pi-chón de zopilote para curar el asma, para no decir el feonombre de ese avechucho entre nosotros, pero prefieromorirme a tomar ese petróleo. Ese caldo debe saber comola leche de la cochina que según los antiguos producía lalepra.

—Se desconoce en realidad el origen de esa enfermedad—dijo Santurce, que como médico no sentía la impropiedadde hablar de cualquier enfermedad a la hora de la comida.

—Hablemos mejor del ruiseñor de Pekín —dijo doñaAugusta, molesta por el giro de la conversación. La alusiónde Cemí a la leche de la cochina había sido graciosa por lo

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inesperado, pero el desarrollo de ese tema en esa oportuni-dad por el doctor Santurce, era tan temible como la posi-bilidad de ras de mar que comenzaban a vocear los periódicosnocturnos.

—Las manchas rojas del mantel deben haber favorecidoel tema de los vultúridos, pero recuerde también, madre,que el ruiseñor de Pekín cantaba para un emperador mori-bundo —expresó Alberto, comenzando a repartir el pavónvinoso y almendrado.

—Yo sé, Alberto, que toda comida atraviesa su remolinosombrío, pues una reunión de alegría familiar no estaríaresuelta si la muerte no comenzase a querer abrir las venta-nas, pero las humaredas que despide el pavón pueden serun conjuro para ahuyentar a Hera, la horrible.

Los mayores sólo probaron algunas lascas del pavo, perono perdonaron el relleno que estaba elaborado con unasalmendras que se deshacían y con unas ciruelas que pare-cían crecer de nuevo con la provocada segregación del pa-ladar. Los garzones, un poco huidizos aún al refinamientodel soufflé, crecieron su gula habladora en torno al almoha-dón de la pechuga, donde comenzaron a lanzarse tan prontoel pavón dio un corto vuelo de la mesa de los mayores a lamesita de los niños, que cuanto más comían, más rápida-mente querían ver al pavón todo plumado, con su pacho-rra en el corralón.

Al final de la comida, doña Augusta quiso mostrar unatravesura en el postre. Presentó en las copas de champagnela más deliciosa crema helada. Después que la familia mos-tró su más rendido acatamiento al postre sorpresivo, doñaAugusta regaló la receta: —Son las cosas sencillas —dijo—,que podemos hacer en la cocina cubana, la repostería másfácil, y que enseguida el paladar declara incomparables. Uncoco rallado en conserva, más otra conserva de piña ralla-da, unidas a la mitad de otra lata de leche condensada, yllega entonces el hada, es decir, la viejita Marie Brizard, pararociar con su anisete la crema olorosa. Al refrigerador, sesirve cuando está bien fría. Luego la vamos saboreando,recibiendo los elogios de los otros comensales que pidencon insistencia el bis, como cuando oímos alguna pavanade Lully.

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Al mismo tiempo que se servía el postre, doña Augusta leindicó a Baldovina que trajese el frutero, donde mezclabansus colores las manzanas, peras, mandarinas y uvas. Sobreel pie de cristal, el plato con los bordes curvos, donde loscolores de las frutas se mostraban por variados listones en-trelazados, con predominio del violado y el mandarina dis-minuidos por la refracción. El frutero se había colocado alcentro de la mesa, sobre una de las manchas de remolacha.Alberto cogió uno de los langostinos, lo verticalizó como sifuese a subir por el pie de cristal, hasta hundir sus pinzasen la pulpa más rendida. El frutero, como un árbol marinoal recibir el rasponazo de un pez, chisporroteó en una cas-cada de colores, estirándose el langostino contento de lanueva temperatura, como si quisiera llegar al cielo curvodel plato, pintado de frutas.

Discretamente doña Augusta había eliminado los vinosde la comida. Donde estuviesen reunidos Santurce, Albertoy Demetrio, era preferible evitarlos para no encender dis-cusiones excesivas, pues cualquier nimiedad engendrabaun hormiguero bajo la advocación de Pólemos. Santurcecon su cientificismo trasnochado, Alberto que era imprevi-sible y Demetrio siempre a la zaga de los pruritos sabichososy de la pedantería dura como cuero del médico provincia-no, se arremolinaban en discusiones hasta empalidecerse ytemblar las manos.

Después café, después los puros, con esas luciérnagas sa-lieron de nuevo al frío del portal, desde donde se divisabanlas olas que venían en anchurosos toneletes sobre el Male-cón, rompían sus aros, lanzaban sus mantos que queríanclavarse en las estrellas amoratadas y después avergonza-dos se deshilachaban en sucesivas capitulaciones sobre lostroncos rocosos.

Transcurrido un tiempo que Demetrio juzgó prudencialpara retirarse, invitó a Alberto a que lo acompañase, peroSanturce le dijo que se lo dejara por esa noche, pues teníaque hablar de muchas cosas con él. Los muchachos se dis-persaron por las habitaciones que se les habían señalado.Demetrio se fue un poco molesto, pues estaba acostumbradoa irse con Alberto y parlotear hasta la llegada de la madru-gada. —Van a volver a jugar ajedrez —les dijo Demetrio un

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tanto irónico. Se despidió con especial deferencia cariñosade su hermana Augusta. En la esquina encendió un fósfo-ro, se le vio de nuevo el rostro, pero ahora con visible pre-ocupación.

Subieron Santurce y Alberto por el Prado, hasta llegar aNeptuno, de donde saltaron a un café de la primera calle deSan Miguel, a esa hora primera de la noche, todavía no muytrajinada, sobre todo con ese frío y lloviznas casi invisibles.El café estaba vacío. Poco tiempo había transcurrido, cuandopenetró un hombre alto, de pelo negrísimo, entreabriendoun libro, después de mirar con mucha fijeza a los otros dosasistentes al café, principalmente a Alberto. No había vistoque Santurce y Alberto habían entrado al café juntos, puesen realidad, si se había decidido a tomarse una coñacada, erapara entablar conversación con Alberto, a quien había cono-cido la noche en que se había escapado del colegio y la habíaemprendido a trompicones con unos maricas endemonia-dos. Habían después entablado duradera amistad, como serecordará en las páginas sobre la muerte del Coronel. Ha-bían pasado muchos años sin volverlo a ver, ahora lo habíareconocido de súbito, pero Santurce [no] le franqueaba elcamino para acercársele y hablarle. Esperó un largo rato paraver si se deshacía el bloque de hielo acompañante. Pero no,no ocurrió el deshielo para mal de todos.

—Tenía que hablarle, Alberto, de algo familiar que a to-dos nos disgustará —comenzó el doctor Santurce—. DoñaAugusta está enferma de verdadero cuidado. El año pasadocuando estuvo en Santa Clara, Leticia le notó en un senoun abultamiento. En realidad, lo que tiene es un carcinomadel seno izquierdo, en una fase comenzante.

Al oír tan pavorosas noticias, Alberto apuró el coñac, puessintió que el cuerpo se le enfriaba con asomos de escalofrío.—¿No se le puede dar terapia, para hacer más lento el pro-ceso?—. Fue lo primero que se le ocurrió decir, para salirun poco a la superficie, pues la noticia lo había derrumba-do. Alberto sabía que su sostén en la vida era doña Augusta,ella le daba esa alegría de sentirse seguro y aún joven, puesen realidad la vejez de un hombre comienza el día de lamuerte de su madre. Ancianos ya, hay hombres que al lle-gar a la casa de la madre, esta les regala un pedazo de

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chocolate, tal vez regalo de un nieto, pero entonces se esta-blece una especie de homóloga relación juvenil, entre aque-lla barrita de chocolate, regalo de un nieto a su abuela y deuna madre a su hijo. Pero llega el hijo a visitar a su madre,hijo que es solterón, cincuentón y con el bigote cubierto deescarcha otoñal, pero la madre ha guardado esa barritamágica, para el solo día de la semana en que su hijo la visita,y con el mismo acto juvenil con que su nieto se lo habíaregalado, la madre se lo entrega a su hijo, que comienza aevocar las galletas de María impregnadas de un chocolatecon leche, que su madre, los días que no había colegio, lepreparaba, para diferenciarlo del resto de los días semana-les, en que el café con leche recibía las absorciones decididasdel pan aún chirriante en su corteza de cobre granulado.Y a medida que ese anciano saboreaba ese chocolate, regalode su madre, ya en una ancianidad venerable, se sentía trans-portado a la mañana del mundo, como un ciervo que sor-prende el momento en que un río secreto aflora a la super-ficie para dirigirse a su boca en la rumia de unas grosellas.

Alberto a veces mortificaba a su madre, pero lo hacía conel convencimiento de aquella fuerza sutil que él creía inaca-bable, aquello que a él lo guardaba, pareciéndole imposibleque tuviese él que guardarlo, por parecerle seguro, eterno.Jamás había pensado que su madre podía morirse, a pesarde que ya se acercaba a los ochenta años. El aviso lo sor-prendió con trágica precisión el mismo día en que doñaAugusta había destellado en el centro de su familia comouna gema en el centro de sus irradiaciones. Una comidafamiliar, que había mezclado la gravedad y la sencillez, lesavisaba que había llegado la dispersión. Les avisaba que cadauno de aquellos fragmentos, de los que ella ocupaba el cen-tro, tendría que comenzar en un nuevo centro con nuevasirradiaciones. Se vislumbraba ya que Rialta ocuparía el cen-tro del refectorio, después de la muerte de doña Augusta.

—Mira, Alberto, ya yo he pensado en la aplicación de laterapia —replicó el doctor Santurce—, pero te voy a decir,prefiero decírtelo descarnadamente, ella tiene el carcino-ma en el lado izquierdo, si le aplicamos la terapia le harádaño al corazón. Yo creo que es preferible que así sea, puesa su edad no puede resistir la operación, y el desarrollo de

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esa enfermedad hasta su etapa final es pavoroso. Yo prefe-riría aplicarle la terapia en breves sesiones y ver qué reac-ciones le produce en el corazón —Santurce hablaba con sucalma habitual, inexorable.

El hombre de los cabellos negros cerró el libro, se limpiólos labios con una servilleta de papel, y con la cara que nopodía disimular su desagrado, se fue perdiendo en la bru-ma del frío de noviembre. El mediador, el que le sale alpaso a la ananké, abandonaba el campo a las potencias de ladestrucción. Las parcas ahora podían tejer con un suaveocio voluptuoso.

Hizo su entrada en el café un guitarrista mexicano, conun ridículo y gastado disfraz de charro, pidiéndole la cuotaa los parroquianos, empuñando una guitarra manchadacomo de excreta ratonera, sostenida por unos hierros oxi-dados que rodeaban su cuello hasta llegar a mantener unafilarmónica frente a sus labios hinchados por el alcohol, so-bre la que soplaba con un hálito equinal para acompañar elguitarrón destemplado. Vestido todo de negro desalmido-nado y anchuroso por el uso constante de esa ropilla, contachones de plata soltados por el sombrero y la chaqueta, ypor el fajín con una enorme hebilla de engarce, se entona-ba manchando de saliva arenosa los agujeros de lafilarmónica. El exceso de luces le daban al guitarrista mexi-cano un resplandor infernal, volaba la plata ínfima del cin-turón que lo ceñía como si se le fuera a caer la mitad delcuerpo en un charco de agua negra. El rostro sudoroso porla falta de aseo manchaba la caja de la guitarra, se quitaba elsudor de la frente con sus manazas, restregándolas despuéspor la madera gimiente a la ofensa aceitosa. Las pocas vecesque usaba pañuelo, le quedaban carbones por la frente, queiban a depositarse en sus arrugas agrietadas, pareciendolos surcos dejados sobre su rostro, los latigazos del rabo delchivo negro que acompaña al diablo.

La primera ocurrencia del charro fue remontarse en laquejumbre de unas coplas. Se le esperaba en el corrido cho-carrero, o en alguna décima burlesca. Enloquecido, báqui-co, lleno el cuerpo de sales amoniacales, lamentoso, este síaborto de ovas y lamas, juró una lamentación rogativa ysoltó el taponete:

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Dadme grave la plumadel santo gordo de Aquino,para en la resta y la sumaentonarme a lo divino.

Más parecía su aspecto el de un averroísta, en el trancede lanzar las siete piedras sobre el Gran Satán de Mina, queel de un implorante de las gracias macizas del aquinatense.Su mismo disfraz de charro al ancharse por el uso sin tre-gua y la aglomeración de las lluvias, le daba la grotesca pre-sencia de un sufí obeso por los excesos de la contemplacióny las vacaciones azucaradas entre visión angélica y contem-plación oracional.

Los jipíos de la copla, respondidos por los apagados to-ques en la madera, soltaron a volar el pegaso sanguinoso deAlberto, ya de suyo impulsado por la banderilla báquica de laquinta coñacada. Se le fue al hondón que el charro allega-do como trompo infernal, quisiese transfigurarse en el bueycon alas. La interposición de aquella piedra negra con gual-drapas de plata caligrafiadas a la otomana, desprendía unamula tripulada por el demonio llamado Asmodeo que seiba a su remolino de azufre con piedras hirvientes. Todo élparecía el relieve de un hígado etrusco para la lecturaoracular. Era la muerte y la sacaba por la voz como unahiena que patease una guitarra.

Aspiró fuerte el aire que exhalaba el fregadero, se leancharon los pulmones como un salvavida al inaugurarse,y volvió a remontar:

A vernos manito, maño,como en la cruz del amor,uno encimita del otroy un clavón entre los dos.

Parecía que entre los redoblantes se abría la ventana, erauna de las semanas tremendas más vigiladas por Asmodeo,por donde la desdichada llorando a su hombre, se habíahumillado una vez más, ahora en el ruego ante el Altísimo,en el tiempo de la concesión peticionaria. Para Alberto le

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era imposible que después de rogar un entono a lo divino,se apareciese con las piernas temblonas de una meretriz deMálaga, invocando la fatalidad de su dominador, concrecedora cuantía de pucheros lacrimógenos. Alberto vaciósu vidrio de agua frígida sobre el diablón, con máscara decharro lentejuelado. Reaccionó el sombrío guitarrero comogallo colorado, hoguera rociada con sal, o minino estabili-zado debajo de un agua de amanecer. Sus ojos fosforaron alrecibir la descarga de adrenalina colérica, brotada como unrelámpago del Malpighi del félida demoníaco. Dominó ladescarga del carbunclo furioso, volviendo a su guitarrónque se alzó de nuevo:

Ay, mare, mi mare,no quieres ser muertecita,para no asustar al niño.Al pie de mi cama tú.

Se levantó el doctor Santurce, temeroso de la camorracercana. Su despedida zigzagueó ante los ojos borrosos deAlberto. No le contestó.

Parejas de arrullados o parroquianos tediosos, habían idodistribuyéndose por el café. En la acera se habían descolga-do ansiosos, muy extrañados de un charro desprendiendocoplas, pues todo el que pasaba se turbaba por aquellos jipíosque lo detenían con sus gemidos mortecinos. Los mozos,detrás del marmolite de la barra, a modo de coro apoyabansus codos en el tedio del servicio de todas las noches, que depronto juraba que se excepcionaría.

El charro miraba ahora con fijeza a Alberto, parecía quecantaba para él. Sin quitarle de encima sus ojos fosfóricos,volvió con el cantío:

La muerte me está buscando,y como me puse serio,me dijo que era jugando,pero la muerte sigue buscando.

Entonó esa estrofa, donde la muerte y lo cubano se hanintuido mutuamente, sin alzarle a Alberto de su cara la

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mirada, que oscurecía más el contorno para poner en elcentro sus ojos de fósforo presagioso. Alberto se levantó, sehabía apoderado de súbito de la amenaza que llevaba ladisparada copla, roció de nuevo al charro con el agua quele quedaba en el vaso, y entonces fue él, el que se remontócon el canto:

La muerte me está jugando,y como me puse alegre,me dijo fuera seriando,por eso la sigo esperando.

De la mano con la que el charro sostenía la guitarra, ex-trajo un puñal que voló hacia el centro de la mesa, ocupadaun instante antes por Alberto, que no sufrió ningún dañopor la rapidez con que se levantó para contestar la copla,llena de un conjuro espantoso. Volvió Alberto rápido haciasu mesa, desclavó el cuchillo y pudo leer grabado en su hojala respuesta a su misma copla: Te seguiré buscando. Los mo-zos se precipitaron para tironear a Alberto y señalarle aldiablón la retirada, pero este le daba martinetes a la guita-rra como círculo de aislamiento para impedir la acometida.Los callejeros, detenidos por el guitarrero primero y por larefriega después, oscilantes como una brasilera, hicieron elademán de penetrar al café para emprenderla con el lanza-dor del cuchillo. Luchaban los callejeros por asirle una mangao algún saliente del pantalón al charro, pero este manejabala guitarra atacante como un tirador de lazos en el oeste,hasta que tirándole del ala del sombrero, lograron ence-guecerlo, prorrumpiendo el charro en tales gritos que losvecinos preparados ya para saltar a la cama y los esquinerosse aunaron al coro de los peregrinos callejeros parasuspenderse en el perplejo. Sonaron las sirenas de las per-seguidoras, se apearon los policías con sus pisajosordenancistas. Dos de ellos redujeron al mexicano, y otrosdos fueron a buscar a Alberto. Salió el dueño del café y ha-bló en voz baja con el que parecía jefe de los patrulleros.

—Me importa —dijo con voz tonante, mientras con lamano derecha movía con impaciencia el pisajo—, que seapariente de veteranos. Estaban escandalizando y a los dos

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me los llevo para la estación. Si tienen frío que se emborra-chen en sus casas. Es verdad que este charro es un pesadito,pero en la estación deben conocer el caso, pues toda la cuadraha paralizado el tráfico. El capitán de la estación dirá la úl-tima palabra.

Los de la perseguidora empujaron al charro, que gru-ñendo, blasfemando, eructando, cayó dentro del carro. Otrode los policías llevó a Alberto en una máquina de alquiler.Al llegar a la estación el policía no hizo señas para el pago,pero Alberto lo hizo y le dio propina, dándole a compren-der con la propina que venía de las horas alegres del entonoy la levitación provocada. El paseíto del café a la estaciónhabía escurrido el zumo de la candela, y asomaba en el cha-rro la bobaliconería bonachona y en Alberto su elasticidady la soberanía de su desdén.

Esperaron un momento sentados en unos banquillos devergüenza, hasta que el capitán decidiera sobre su suerte.Habló con el que parecía jefe de la patrulla, y su reaccióntuvo algo del fulminante.

—Si es cuñado del Coronel, lo soltamos en seguida, figú-rese que él fue mi maestro en El Morro. Era un gran jefe,revisaba desde los calderos de la comida de la tropa hasta lamatinal entrada en clase de todos los cadetes. Llámalo, loquiero conocer. Su otro cuñado, el teniente Hervás, tam-bién fue amigo mío. Trabajamos juntos en el cuartel de SanAmbrosio. Dile que pase.

Entró Alberto al despacho del capitán. Lo saludó sin ten-derle la mano, temiendo algún desaire. Pero no, fue el mismocapitán el que le apretó la mano con mucha efusión, di-ciéndole, con sorpresa de Alberto: —Qué gusto conocerlo,ahora que sé que es cuñado del que fue coronel Cemí, mimaestro y amigo. Las cosas que hacía, de verdadero maes-tro, cuando dirigió la academia de El Morro. Figúrese, yohabía abandonado una guardia, cuestión, como se imagi-nará, de alguna noviecita, y eso, en el ejército, siempre seha castigado con severidad. Yo estudiaba, era un buen ex-pediente, y por eso el Coronel me condenó tan sólo a que-darme sin salir a casa las vacaciones de Pascuas. Los díaspasaban, me volaban por la cabeza hilos de araña para veren qué forma podía fugarme. Cuando llegó la noche, víspera

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de Nochebuena, mi proyecto había madurado en todos susdetalles. Cuando se ha estado tiempo en un espacio limitado,es increíble cómo se llegan a fijar los detalles. Un clavo, unayerba que brota de la piedra, la hora en que una lagartija seaduerme en un cuadrado, las escaleras que forman las tu-berías, las ventanas irregularmente cerradas, la hora en quetres postas vigilantes pestañean. ¡Qué sé yo! Las coin-cidencias, tejidas en la mente, como en todo estado de alu-cinación, vienen apoyándose en hechos, en figuras, que sellegan a solidificar, a repetir, como en una muralla china.Primero pensé en el tragante de la piscina, grande comouna cabeza de hombre, que después de su boca de ingurgite,entraba en unos salideros de piedra muy anchurosos, perono era muy difícil calcular qué tiempo tendría que estar sinrespirar en aquella talanquera de piedra alargada a túnelde penetración y salida desconocidos.

—Aquello fue el intento de una primera solución, infini-tamente rectificada. Creo que reconstruí todos los parape-tos, almenas y claraboyas de El Morro, con el mismo cuidadoque el arquitecto italiano Juan de Antonelli trazó el planode Tres Reyes, que como usted sabe fue el primer nombre deesa fortificación. Al fin pude situar la salida del agua de lapiscina, después que recorrí el túnel de piedra, por unatubería que descendía por el bastión reconstruido por don-de entraron los ingleses. Yo creo que pude unir en mi in-tento la magia del acto de Navidad y la magia del gran bailecon que se estrenó la fortaleza. Aproveché el sordamientoproducido por el vaciado del agua de la piscina, profundi-zando los cabeceos somníferos de las tres postas que unifi-caban la irregularidad de su visión, para trasladarme de miceldilla a los terraplenes donde están los parapetos para losartilleros. Había conseguido una horquilla, con la que setrasladaban las pacas de alfalfa para los mulos de tiro y loscaballos de equitación, y la pensaba utilizar como la soguillaque emplean los guajiros para treparse una palma. Unafoscura que enfriaba desde la nuca hasta el dedo gordo delpie, retumbaba por aquellos murallones, cuando comencéa descender por la tubería; me deslizaba un tanto y aplica-ba después la horquilla, así llegué a los yerbazales de Cojí-mar, donde había un botecillo que parecía pintado para

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mi traslado, me enfilé hacia el acantilado del Malecón, yapagando el farolillo de la cachucha, fingiendo que era unpescador de medianoche, al llegar a tierra dilaté la caja dela respiración transfigurada por el acto de Navidad. Lleguéa mi casa con la serenidad de quien ha realizado lo excep-cional dentro de la costumbre del sueño.

—Al día siguiente de la Nochebuena, me presenté al Co-ronel. ¿Cómo está, joven, no se ha indigestado con el le-chón?, me dijo. A este maestro de la disciplina militar, no legustaba nunca exagerar las situaciones. Con ese saludo mepredisponía a que yo ofreciese mis disculpas. Cómo se pudofugar, es una pregunta que le hago como militar, porqueeso me indica que es un punto vulnerable del castillo. Vengaconmigo, para que me diga en qué forma llegó a tierra, medijo, se levantó, echó a caminar, indicándome que lo siguiese.

—Recorrió parte de la fortaleza, seguido por mí, hastapararse en el altísimo bastión. Hasta aquí comprendo quepudo llegar, pero este es el punto límite, pero de aquí enadelante comienza su hazaña. Explíquese ahora, dijo.

—Le expliqué el deslizamiento con aplicación de la hor-quilla, el aprovechamiento del tumulto del tragante del aguade la piscina. Cómo antes de llegar a tierra la tubería sebifurcaba, pero entonces apoyado por la horquilla pudeecharle mano a una ventana, desde donde, empatando trespantalones de uniforme, logré saltar a tierra.

—El Coronel me oía con insaciable curiosidad. Recuerdoque me dijo que si volvía a repetir la hazaña me perdonabael castigo que me correspondía, que era el de expulsiónpor fuga, estando castigado. Me comprometí a ello, traje lahorquilla, los pantalones y comencé a descender otra vezaquel pavoroso bastión. Gracias a esa prueba pude termi-nar mis estudios. Recuerdo que al día siguiente ya la tube-ría no estaba en el mismo lugar, habían comenzado nuevasinstalaciones en la fortaleza.

Impulsado por su relato el capitán no pudo precisar cómoAlberto sentado, con la cabeza baja, lloraba con lágrimas devergüenza y de recuerdo. El capitán había colocado su ha-zaña bajo la advocación del más grande acto naciente, de laNavidad, y ese día, su punzante evocación, había llevado aAlberto a la más viviente remembranza del Coronel. La cena

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que se celebraba presidida por aquella figura titánica ycriollísima, siendo su mantenedor y su alegría, desde lospreparativos semanas antes hasta el gran día lleno de lucesy de las más eficaces pruebas de la amistad, la sangre y elespíritu del símbolo. Cómo al final, el Coronel sentaba ensus hombros a Violante y la paseaba por el comedor y lasala entre palmadas y canciones festivas.

—Amigo —dijo el capitán—, hace bien en llorar el recuer-do del Coronel, fue un jefe, un maestro, un amigo. Tam-bién yo lo he llorado muchas veces en muchas noches dedesesperación. Ahora lo acompañarán a usted a casa delteniente Hervás, su cuñado, para que coja un poco de brisafuerte y haga más lúcida su alegría.

—Le doy las gracias —dijo Alberto—, pero no podríaaceptar su gentileza si no pusiese en libertad a ese pobrediablo de charro mexicano.

—Saldrá después que usted, se lo prometo. Aunque esecharro es un habitual de la mala canción y del exageradoculto báquico.

Llamó a su ayudante, le dio órdenes, y Alberto salió denuevo a la calle, en una noche fresca y lluviosa. Montaronla máquina el chofer y a su lado Alberto, estremecido aúnpor el recuerdo de los familiares que gimen en el valle deProserpina, perseguidos por el perro de tres cabezas.

El chofer que había visto las atenciones del capitán paracon Alberto, se creyó obligado a movilizar la sin hueso pa-ra los más nimios relatos familiares, con la consabida ter-nura de enseñar la cartera con el grupo en que aparecíansu esposa y tres críos. Cómo lo había favorecido un ramala-zo de terminales para hacerse de un terrenito y los sucesi-vos esfuerzos de tablones y puntillas para hacer su ca-rapacho. Todos los meses con lo poco que sobraba llevaba asu casa un túnico azul o rosado para su esposa y una de sushijas. El otro mes cargaba con otro tuniquito para su otrahija, comenzando también las clases de inglés para su hijomayor, que era, desde luego, muy despierto. El relato, en lainsistencia de la familiaridad, aceró grises de monotonía,cuando al pasar por el café Vista Alegre, Alberto precisó ladispersión de los guitarristas en la medianoche. Le indicóal chofer que se detuviese para hablar con uno de ellos, y

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después de invitarlo a su traslado para Marianao, previaconsulta al auriga, lo situó en el asiento de atrás, dondepudo reposar su instrumento de nácares y espirales de plata.Comenzaba a oler la mañana punzada por el perfume delrocío, cuando Alberto le pidió el entono para aquel júbiloentreabierto. El guitarrero, con gracia de despertar, separóun grillo húmedo goteando en el puente del cordaje. Sacu-dió las tripillas sonorosas de la guitarra y lentamente la me-lodía comenzó a traspasar:

Le digo al amanecerque venga pasito a paso,con su vestido de rasoacabado de coser.El sinsonte vuelve yaa lavarse en el cantío,que va murmurando el ríocon alegre libertad.Su casa, en el caserío,humea azul el cantar.

Los eucaliptos se barraganaban detrás de la cuneta, lan-zaban sus troncones como elefantes que colocasen sus patasen las ancas flordelisadas de los elefantes en cadenetacircense. Por qué troncos tan poderosos sentían el ímpetude penetrar en las ajenas cortezas, troncos que formabanuna monarquía absoluta de sombra y de dominio de la ex-tensión estelar reproducida en un espejo donde apareceun oso empujando las constelaciones. Algunos flamboyanesazules, bajo el creciente lunar, preparan los arcos, bajo loscuales pasaría la carpa del primogénito, homenaje de la noble-za a la prole de la santidad, azul hecho para profundizar elpaso de un pescado en una bandeja de cobre martillado.Los álamos, con carne de doncella bajo el rocío, fantasmatierno del alba, verde sin hueso, carne transparente. Loscuadrados de naranjales, con sus flores de evaporacionesmansuetas, lentificaban las oscilaciones de la noche, hacien-do de cada árbol un almohadón para San Cristóbal, con elclavo de su cayado hundiendo los hongos venenosos. Laspuchas de jazmines, amarradas con cordeles membranosos,

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colocadas como amuletos para que no tropiecen los ecos ylos caballos a la salida del desfiladero.

Hizo una pausa, rasgueó el aire, después se apoyó en laguitarra y comenzamos a oírle:

Es el alba, en su rocíola hoja pregunta al tactosi es su carne o cristal fríolo que siente en su contacto.Rueda la hoja al ríoy en su engaño se desliza,es la moneda que irisael curso de la fluencia.Es la brisa, una cienciade lo eterno se divisa.

La palabra eternidad aparejó un sopor, dando comienzoa un inmenso ejército de tortugas verdes en parada des-canso. Tortugas con el espaldar abombado, durmiendo conalgas y líquenes sobre el escudo. Dentro de una niebla deamanecer, los chinos aguadores comenzaban a regar las le-chugas. El desprendimiento de los vapores hipnóticos de lalechuga, hacía que los chinos manoteasen la niebla, se re-costasen en ella con una elasticidad de sala de baile o lanza-sen sus palabras pintadas de azul. La inmensa legión delechugas, montadas en tortugas inmóviles: era el primersembradío de la eternidad. Sucesivos cuadrados de verdeslegionarios, y entre ellos los chinos bailantes como muñe-cos que bailasen, manoteando agua sobre el mármol estria-do de las tortugas, y de pronto un salto del fantasmitabailante para aislar de la hoja de la lechuga, un gusanillo decuernos malignos para cariar la superficie verdeante, gestoal tomar el gusanillo del repollo muy semejante al de colo-car una mariposa en el contorno de la hoja vigilada, y todoeso realizado bailando y manoteando agua sobre los envíosdel sueño que borraban una maldición y colocaba una di-cha. Se levantó un viento que enseñaba su puño fuerte pararepasar las pelucas verdes de los escudos del animalejo infi-nitamente dividido por dos. Grandes bandadas devultúridos verdes subrayaban su fulminante oro y verde,verde y bermellón, hasta que las nubes colocaban sus picos

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en su inmensa carnalidad, haciéndolas caer luego por in-distinción sobre la copa verde de los árboles, donde tal vezse verificaba el traspaso de su gusanillo. Por un momento elejército de tortugas vibró como si fuese a ponerse en mar-cha, pero era tan sólo para recibir la protuberancia de laslechugas somníferas. Viendo el guitarrista cómo los chinosmanoteaban el agua sobre el inmóvil ejército, sintió de nue-vo deseos de echar sus dedos por el canto del alba:

Ceñido al amanecer,los blancos de Zurbarán,pompas del rosicler.Los anillos estaráncon el pepino y el nabode las huestes de Satán.Cualquier fin es el pavo,tocado por la cabeza,pero ya de nuevo empiezaa madurar por el rabo.

Aparecieron después las plantas que necesitan del fuegopara llegar hasta el hombre. Plantas que en sus metamorfo-sis tienen algún parentesco con la piedra, el fuego les ex-trae su segunda vida de resina aromosa, pues, en realidad,el tiempo es ese corpúsculo de fuego que recorre un hilo decobre destruyendo toda configuración que le resista, con laexcepción de la piedra a la que puede comunicar una rup-tura brutal en la simetría comunicada por el hombre, peroque es capaz de configurarse de nuevo en su reaparicióncomo ruina, con la excepción también de las metamorfosisque él mismo engendra, como el escorpión quemado den-tro de un círculo para comenzar un conjuro de procrea-ción estival.

El caguairán amarillo aceptaba la mirada de la hoguerillapara después irse al poliedro bronquial y allí expansionarla sangre, como el agua mustia y lenta de un río al llegar asu océano final, siente como si las sirenas le colocasen ijaresy apresura incomprensiblemente su destino como para su-marse a la alegría recipiendaria de quien esperaba con talabsorción que el jinete o el río mustio apresuraran su mar-cha. Breves sembradíos de calentano, con su bonachona

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apariencia de diablo consejero, pero que al fin sirve tam-bién para soltar las amarras y crecer de cirro a rabo come-ta. El manajú, servicial príncipe de su rareza en la expan-sión, entre la colina pequeña y el río caricioso, toca comohumo en un pie y lo afinca, o ya penetra humo por la bocade Eolo y lo tira cóncavo por las posaderas, pero es ya elárbol guardián del río. El manajú que preludia la llegadadel líquido andarín a la marina, sacudiendo escamas, lim-piando los tapones de las aletas pectorales, devolviendo en-trañas, en homenaje a la salitrera, fuego marino que muer-de los peplos ondeantes de las Nikés sumergidas y seca lasuvas de los caleteros. Allí donde no pudo llegar el fuego,cerca de los acantilados donde el fuego salta porque nopuede marcar su pie de danza, la salitrera se lanza al asaltopara quitarle al mismo diablo la suspicaz cita higueral, susfrutos semejantes a piedras con las entrañas secas, chamus-cadas. Donde el fuego salta, la salitrera se expande por losfundamentos. Es allí, en otras latitudes donde la soledad secompleta, donde el reno inmoviliza el árbol fosfórico quelleva sobre su frente, donde se posa el pichón de alción,unión integrada por la absorción en la noche de la soledadsacramental, entre el árbol de piedra conducido por el ani-mal visitador de los acantilados y de los ventisqueros, árbolde piedra que reproduce el zigzagueo de los relámpagosapagados en los montes de hielo, y el ave que penetra juntocon la tempestad, fiesta para aquel árbol de piedra llevadohasta la última soledad rocosa. Con las manos un pocoentumidas por la frialdad de la neblina, el guitarrero logróapresar el canto de nuevo:

Un collar tiene el cochino,calvo se queda el faisán,con los molinos del vinolos titanes se hundirán.Navaja de la tonsuraes el cero en la negruradel relieve de la mar.Naipes en la arenera,fija la noche entera,la eternidad... y a fumar.

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El final de la décima fue acompañado de un grito enloque-cedor lanzado por el mismo guitarrista. El chofer, transpor-tado por el cantío en la brisa del amanecer, no había visto labarrera puesta para detener la marcha, y el último carro ti-rado por una locomotora que no quiso manchar con un pitazola nitidez de la mañana, le cerró el camino a la máquina. Latironeó unos metros y después la soltó. El chofer sintió elpecho hundido, Alberto por la brusca detención, rebotó ha-cia el parabrisas, hiriéndose en la cara, comenzando la san-gre a manar, pero un segundo rebote, dañándole la nuca, lodesplomó sin vida. El guitarrista, después de tan trágico susto,corrió hacia la playa, sin dejar de dar grandes gritos. Elguardavía al acercarse para la ayuda, extrajo del bolsillo deAlberto, con los cuadrados aún marcados por no haber sidousado, su pañuelo, le tapó el rostro, pero la sangre aún bro-tando se fue extendiendo siguiendo las cuidadosas divisio-nes de aquella pieza de hilo, luciendo en una de sus esquinassus iniciales, delicadamente bordadas por doña Augusta.

Por la mañana, sin haberse recibido noticias de la muertede Alberto, había comenzado el habitual trajín de Baldovina,abriendo primero la puerta mayor, pasando la gamuza porla melena de la fiera que servía de aldabón, aquella mañanamuy húmeda por el exceso de rocío azuloso. Rialta se le-vantó inquieta, era uno de los días últimos del mes y espe-raba sobresaltada el silbato del cartero, anunciando comoun mensajero homérico la llegada del cheque de la pensiónmensual. Era la única entrada económica con la que conta-ba. Si en la lejanía no se oía el silbato agudo, tendría denuevo que acudir a Leticia, y aún no había olvidado la con-ducta de su hermana el día que recordó groseramente esadeuda delante de la criada. Al fin, sonando entre las nubesprimero, llegando después a estremecer el león de la puer-ta de entrada, el sobre fue entregado y el mensajero volvióa perderse, con sus talones alados, por las lejanas murallas.

Cemí acababa de vestirse para ir al colegio, al pasar sumadre le enseñó el sobre que revelaba un relativo sosiegoen una breve unidad de tiempo. Pero él recordaba tan sólola tibiedad de la mano que había cogido de las suyas el lan-gostino para que se abrazase al pie de cristal del frutero. Le

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pareció de nuevo ver al langostino saltar alegre en la casca-da de la iridiscencia desprendida por la bandeja con las fru-tas. Volvió de nuevo el frutero a lanzar una cascada de luz,pero ahora el langostino avanzaba, al refractarse los coloresfrutales, hacia un cementerio de coral.

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En su interior el colegio se abría en dos patios que comuni-caban por una puerta pequeña, semejante a la que en losseminarios da entrada al refectorio. Un patio correspondíaa la primera enseñanza, niños de nueve a trece años. Losservicios estaban paralelizados con las tres aulas. Las salidasal servicio estaban regladas a una hora determinada, perocomo es en extremo difícil que la cronometría impere so-bre el corpúsculo de Malpighi o las contracciones finales dela asimilación, bastaba hacer un signo al profesor, para queeste lo dejase ir a su disfrute. El sadismo profesoral, en esadimensión inapelable, se mostraba a veces de una crueldad

CAPÍTULO VIII

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otomana. Se recordaba el caso, comentado en secreto, de unestudiante que habiendo pedido permiso para volcar suciamida de amonio y su azufre orgánico, negado dicho per-miso, se fue a unos retortijones que se descifraron en peri-tonitis, haciendo fosa. Ahora, cada alumno, cuando pedíapermiso para «ir afuera», trataba de coaccionar sutilmenteal profesor, situándose en la posibilidad de ser un adoles-cente asesinado por los dioses y al profesor en la de ser unsátrapa convulsionado. Cuidaba el patio un alumno de laclase de preparatoria, que entonces era el final de la primeraenseñanza, un tal Farraluque, cruzado de vasco semititánicoy de habanera lánguida, que generalmente engendran unleptosomático adolescentario, con una cara tristona y oje-rosa, pero dotado de una enorme verga. Era el encargadode vigilar el desfile de los menores por el servicio, en cuyotiempo de duración un demonio priápico se posesionabade él furiosamente, pues mientras duraba tal ceremoniadesfilante, bailaba, alzaba los brazos como para pulsar aé-reas castañuelas, manteniendo siempre toda la verga fuerade la bragueta. Se la enroscaba por los dedos, por el ante-brazo, hacía como si le pegase, la regañaba, o la mimabacomo a un niño tragón. La parte comprendida entre elbalano y el glande era en extremo dimenticable, diríamoscometiendo un disculpable italianismo. Esa improvisadafalaroscopía o ceremonia fálica era contemplada, desde laspersianas del piso alto, por la doméstica ociosa, que mitadpor melindre y mitad por vindicativos deseos, le llevó ladesmesura de un chisme priápico a la oreja climatérica dela esposa del hijo de aquel Cuevarolliot, que tanto lucharacon Alberto Olaya. Farraluque fue degradado de su puestode Inspector de servicios escolares y durante varios domin-gos sucesivos tuvo que refugiarse en el salón de estudios,con rostro de fingida gravedad ante los demás compañe-ros, pues su sola contemplación se había convertido en unapunzada hilarante. El cinismo de su sexualidad lo llevaba acubrirse con una máscara ceremoniosa, inclinando la cabe-za o estrechando la mano con circunspección propia de unadespedida académica.

Después que Farraluque fue confinado a un destierromomentáneo de su burlesco poderío, José Cemí tuvo opor-

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tunidad de contemplar otro ritual fálico. El órgano sexualde Farraluque reproducía en pequeño su leptosomía cor-poral. Su glande incluso se parecía a su rostro. La exten-sión del frenillo se asemejaba a su nariz, la prolongaciónabultada de la cúpula de la membranilla a su frente abom-bada. En las clases de bachillerato, la potencia fálica delguajiro Leregas, reinaba como la vara de Aarón. Su gladiodemostrativo era la clase de geografía. Se escondía a la iz-quierda del profesor, en unos bancos amarillentos dondecabían como doce estudiantes. Mientras la clase cabeceaba,oyendo la explicación sobre el Gulf Stream, Leregas ex-traía su verga —con la misma indiferencia majestuosa delcuadro velazqueño donde se entrega la llave sobre un co-jín—, breve como un dedal al principio, pero después comoimpulsada por un viento titánico, cobraba la longura de unantebrazo de trabajador manual. El órgano sexual deLeregas, no reproducía como el de Farraluque su rostrosino su cuerpo entero. En sus aventuras sexuales, su falo noparecía penetrar sino abrazar el otro cuerpo. Erotismo porcompresión, como un osezno que aprieta un castaño, asícomenzaban sus primeros mugidos.

Enfrente del profesor que monótonamente recitaba eltexto, se situaban, como es frecuente, los alumnos, cincuen-ta o sesenta a lo sumo, pero a la izquierda, para aprovecharmás el espacio, que se convertía en un embutido, dos ban-cos puestos horizontalmente. Al principio del primer ban-co, se sentaba Leregas. Como la tarima donde hablaba elprofesor sobresalía dos cuartas, este únicamente podía ob-servar el rostro del coloso fálico. Con total desenvoltura eindiferencia acumulada, Leregas extraía su falo y sustestículos, adquiriendo, como un remolino que se truecaen columna, de un solo ímpetu el reto de un tamaño excep-cional. Toda la fila horizontal y el resto de los alumnos enlos bancos, contemplaba por debajo de la mesa del profe-sor, aquel tenaz cirio dispuesto a romper su balano en-volvente, con un casquete sanguíneo extremadamentepulimentado. La clase no parpadeaba, profundizaba susilencio, creyendo el dómine que los alumnos seguíanmorosamente el hilo de su expresión discursiva. Era uncorajudo ejercicio que la clase entera se imantase por el seco

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resplandor fálico del osezno guajiro. El silencio se hacíaarbóreo, los más fingían que no miraban, otros exagerabansu atención a las palabras volanderas e inservibles. Cuandola verga de Leregas se fue desinflando, comenzaron las to-ses, las risas nerviosas, a tocarse los codos para liberarse delestupefacto que habían atravesado. —Si siguen hablandome voy a ver precisado a expulsar a algunos alumnos de laclase —decía el profesorete, sin poder comprender el pasode la atención silenciosa a una progresiva turbamulta arre-molinada.

Un adolescente con un atributo germinativo tantronitonante, tenía que tener un destino espantoso, segúnel dictado de la pitia délfica. Los espectadores de la clasepudieron observar que al aludir a las corrientes del golfo, elprofesor extendía el brazo curvado como si fuese a acari-ciar las costas algosas, los corales y las anémonas del Caribe.Después del desenlace, pudimos darnos cuenta que el brazocurvado era como una capota que encubría los ojos pincha-dos por aquel improvisado Trajano columnario. El dolmenfálico de Leregas aquella mañana imantó con más decisiónla ceñida curiosidad de aquellos peregrinos inmóviles entorno de aquel dios Término, que mostraba su desmesurapriápica, pero sin ninguna socarronería ni podrida sonrisilla.Inclusive aumentó la habitual monotonía de su sexual ten-sión, colocando sobre la verga tres libros en octavo mayor,que se movían como tortugas presionadas por la fuerzaexpansiva de una fumarola. Remedaba una fábula hindúsobre el origen de los mundos. Cuando los libros como tor-tugas se verticalizaban, quedaban visibles las dos ovas en-marañadas en un nido de tucanes. El golpe de dados enaquella mañana, lanzado por el hastío de los dioses, iba aserle totalmente adverso a la arrogancia vital del poderosoguajiro. Los finales de las sílabas explicativas del profesor,sonaron como crótalos funéreos en un ceremonial de la islade Chipre. Los alumnos al retirarse, ya finalizada la clase,parecían disciplinantes que esperan el sacerdote druida parala ejecución. Leregas salió de la clase con la cabeza gacha ycon aire bobalicón. El profesor seriote, como quien acariciael perro de un familiar muerto. Cuando ambos se cruza-ron, una brusca descarga de adrenalina pasó a los músculos

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de los brazos del profesor, de tal manera que su mano dere-cha, movida como un halcón, fue a retumbar en la mejilladerecha de Leregas, y de inmediato su mano izquierda,cruzándose en aspa, en busca de la mejilla izquierda delpresuntuoso vitalista. Leregas no tuvo una reacción de indig-nidad al sentir sus mejillas trocadas en un hangar para dosbofetadas suculentas. Dio un salto de payaso, de bailadorcínico, pesada ave de río que da un triple salto entontecido.El mismo absorto de la clase ante el encandilamiento delfaro alejandrino del guajiro, siguió al súbito de las bofeta-das. El profesor con serena dignidad fue a llevar sus quejasa la dirección, los alumnos al pasar podían descifrar el emba-razo del dómine para explicar el inaudito sucedido. Leregassiguió caminando, sin mirar en torno, llegando al salón deestudio con la lengua fuera de la boca. Su lengua tenía elrosado brioso de un perro de aguas. Se podía compararentonces el tegumento de su glande con el de su cavidadbucal. Ambos ofrecían, desde el punto de vista del color, unrosa violeta, pero el del glande era seco, pulimentado, comoen acecho para resistir la dilatación porosa de los momen-tos de erección; el de la boca, abrillantaba sus tonos, refleja-dos por la saliva ligera, como la penetración de la resaca enun caracol orillero. Aquella tontería, con la que pretendíadefenderse del final de la ceremonia priápica, no estabaexenta de cierto coqueteo, de cierto rejuego de indiferen-cia y de indolencia, como si la excepcional importancia delacto que mostraba, estuviera en él fuera de todo juiciovalorativo. Su acto no había sido desafiante, sólo que nohacía el menor esfuerzo de la voluntad por evitarlo. La cla-se, en el segundo cuadrante de la mañana, transcurría enun tiempo propicio a los agolpamientos de la sangre galo-pante de los adolescentes, congregados para oír verdade-ras naderías de una didáctica cabeceante. Su boca era unelemento receptivo de mera pasividad, donde la saliva re-emplazaba el agua maternal. Parecía que había una ene-mistad entre esos dos órganos, donde la boca venía a situarseen el polo contrario del glande. Su misma bobalicona indi-ferencia, se colocaba de parte de la femineidad esbozada enel rosado líquido de la boca. Su eros enarcado se abatió total-mente al recibir las dos bofetadas profesorales. El recuerdo

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dejado por su boca en exceso húmeda, recordaba cómo elfalo de los gigantes en el Egipto del paleolítico, o los gigan-tes engendrados por los ángeles y las hijas de los hombres,no era de un tamaño correspondiente a su gigantismo, sino,por el contrario, un agujero, tal como Miguel Ángel pinta-ba el sexo en la creación de los mundos, donde el glanderetrotraído esbozaba su diminuto cimborrio. Casi todos losque formaban el coro de sus espectadores, recordaban aque-lla temeridad enarcante en una mañana de estío, pero Cemírecordaba con más precisión la boca del desaforado pro-vinciano, donde un pequeño pulpo que parecía que se des-perezaba, se deshacía en las mejillas como un humo, resba-laba por la canal de la lengua, rompiéndose en el suelo enuna flor de hielo con hilachas de sangre.

Después que Leregas fue expulsado del colegio, debemosretomar el hilo del otro ejemplar priápico, Farraluque, quedespués de haber sido condenado a perder tres salidas do-minicales, volvió a provocar una prolongada cadenetasexual, que tocaba en los prodigios. El primer domingo sinsalida vagó por los silenciosos patios de recreo, por el salónde estudios, que mostraba una vaciedad total. El transcu-rrir del tiempo se le hacía duro y lento, arena demasiadomojada dentro de la clepsidra. El tiempo se le había con-vertido en una sucesión de gotas de arena. Cremosa, go-teante, interminable crema batida. Quería borrar el tiempocon el sueño, pero el tiempo y el sueño marchaban de es-paldas, al final se daban dos palmadas y volvían a empezarcomo en los inicios de un duelo, espalda contra espalda,hasta que llegaban a un número convenido, pero los dispa-ros no sonaban. Y sólo se prolongaba el olor del silenciodominical, la silenciosa pólvora algodonosa, que formabanubes rápidas, carrozas fantasmales que llevaban una car-ta, con un cochero decapitado, que se deshacía como elhumo a cada golpe de su látigo dentro de la niebla.

Farraluque volvía en su hastío a atravesar el patio, cuandoobservó que la criada del director bajaba la escalera, con elrostro en extremo placentero. Su paso revelaba que queríaforzar un encuentro con el sancionado escolar. Era la mismaque lo había observado detrás de las persianas, llevándole

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el drolático chisme a la esposa del director. Cuando pasópor su lado le dijo:

—¿Por qué eres el único que te has quedado este domingosin visitar a tus familiares? —Estoy castigado —le contestósecamente Farraluque—. Y lo peor del caso es que no sé porqué me han impuesto ese castigo. —El director y su esposahan salido —le contestó la criadita—. Estamos pintando lacasa, si nos ayudas, procuraremos recompensarte—. Sinesperar respuesta, cogió por la mano a Farraluque, yendo asu lado mientras subían la escalera. Al llegar a la casa deldirector, vio que casi todos los objetos estaban empapeladosy que el olor de la cal, de los barnices y del aguarrás, agu-dizaban las evaporaciones de todas esas sustancias, escan-dalizando de súbito los sentidos.

Al llegar a la sala le soltó la mano a Farraluque y con fin-gida indiferencia trepó una escalerilla y comenzó a resbalarla brocha chorreante de cal por las paredes. Farraluque miróen torno y pudo apreciar que en la cama del primer cuartola cocinera del director, mestiza mamey de unos diecinueveaños henchidos, se sumergía en la intranquila serenidad apa-rente del sueño. Empujó la puerta entornada. El cuerpo dela prieta mamey reposaba de espaldas. La nitidez de su es-palda se prolongaba hasta la bahía de sus glúteos resisten-tes, como un río profundo y oscuro entre dos colinas decariciosa vegetación. Parecía que dormía. El ritmo de surespiración era secretamente anhelante, el sudor que ledepositaba el estío en cada uno de los hoyuelos de su cuer-po, le comunicaba reflejos azulosos a determinadas regio-nes de sus espaldas. La sal depositada en cada una de esashondonadas de su cuerpo, parecía arder. Avivaba los refle-jos de las tentaciones, unidas a esa lejanía que comunicabael sueño. La cercanía retadora del cuerpo y la presencia enla lejanía de la ensoñación.

Farraluque se desnudó en una fulguración y saltó sobreel cuadrado de las delicias. Pero en ese instante la durmien-te, sin desperezarse, dio una vuelta completa, ofreciendo lanormalidad de su cuerpo al varón recién llegado. La conti-nuidad sin sobresaltos de la respiración de la mestiza, evita-ba la sospecha del fingimiento. A medida que el aguijón delleptosomático macrogenitosoma la penetraba, parecía como

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si se fuera a voltear de nuevo, pero esas oscilaciones no rom-pían el ámbito de su sueño. Farraluque se encontraba enese momento de la adolescencia, en el que al terminar lacópula, la erección permanece más allá de sus propios fi-nes, convidando a veces a una masturbación frenética. Lainmovilidad de la durmiente comenzaba ya a atemorizarlo,cuando al asomarse a la puerta del segundo cuarto, vio a laespañolita que lo había traído de la mano, igualmente ador-mecida. El cuerpo de la españolita no tenía la distensióndel de la mestiza, donde la melodía parecía que iba inva-diendo la memoria muscular. Sus senos eran duros como laarcilla primigenia, su tronco tenía la resistencia de los pina-res, su flor carnal era un araña gorda, nutrida de la resinade esos mismos pinares. Araña abultada, apretujada comoun embutido. El cilindro carnal de un poderoso adolescen-te, era el requerido para partir el arácnido por su centro.Pero Farraluque había adquirido sus malicias y muy prontocomenzaría a ejercitarlas. Los encuentros secretos de laespañolita parecían más oscuros y de más difícil descifra-miento. Su sexo parecía encorsetado, como un oso enanoen una feria. Puerta de bronce, caballería de nubios, guar-daban su virginidad. Labios para instrumentos de viento,duros como espadas.

Cuando Farraluque volvió a saltar sobre el cuadradoplumoso del segundo cuarto, la rotación de la españolitafue inversa a la de la mestiza. Ofrecía la llanura de sus es-paldas y su bahía napolitana. Su círculo de cobre se rendíafácilmente a las rotundas embestidas del glande en todaslas acumulaciones de su casquete sanguíneo. Eso nos con-vencía de que la españolita cuidaba teológicamente su vir-ginidad, pero se despreocupaba en cuanto a la doncellez, ala restante integridad de su cuerpo. Las fáciles afluenciasde sangre en la adolescencia, hicieron posible el prodigiode que una vez terminada una conjugación normal, pudie-ra comenzar otra per angostam viam. Ese encuentro amorosorecordaba la incorporación de una serpiente muerta por lavencedora silbante. Anillo tras anillo, la otra extensa teoríafláccida iba penetrando en el cuerpo de la serpiente vence-dora, en aquellos monstruosos organismos que aún recor-daban la indistinción de los comienzos del terciario, donde

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la digestión y la reproducción formaban una sola función.La relajación del túnel a recorrer, demostraba en la es-pañolita que eran frecuentes en su gruta las llegadas de laserpiente marina. La configuración fálica de Farraluque eraen extremo propicia a esa penetración retrospectiva, puessu aguijón tenía un exagerado predominio de la longurasobre la raíz barbada. Con la astucia propia de una gardu-ña pirenaica, la españolita dividió el tamaño incorporativoen tres zonas, que motivaban, más que pausas en el sueño,verdaderos resuellos de orgullosa victoria. El primer seg-mento aditivo correspondía al endurecido casquete delglande, unido a un fragmento rugoso, extremadamentetenso, que se extiende desde el contorno inferior del glandey el balano estirado como una cuerda para la resonancia.La segunda adición traía el sustentáculo de la resistencia, oel tallo propiamente dicho, que era la parte que más com-prometía, pues daba el signo de si se abandonaría la in-corporación o con denuedo se llegaría hasta el fin. Pero laespañolita, con una tenacidad de ceramista clásico, que consólo dos dedos le abre toda la boca a la jarra, llegó a unir lasdos fibrillas de los contrarios, reconciliados en aquellas os-curidades. Torció el rostro y le dijo al macrogenitosoma unafrase que este no comprendió al principio, pero que des-pués lo hizo sonreír con orgullo. Como es frecuente en laspeninsulares, a las que su flujo vital las lleva a emplear grannúmero de expresiones criollas, pero fuera de su significa-do, la petición dejada caer en el oído del atacante de los dosfrentes establecidos, fue: la ondulación permanente. Pero esafrase exhalada por el éxtasis de su vehemencia, nada teníaque ver con una dialéctica de las barberías. Consistía en pedirque el conductor de la energía, se golpease con la manopuesta de plano la fundamentación del falo introducido. Acada uno de esos golpes, sus éxtasis se trocaban en ondula-ciones corporales. Era una cosquilla de los huesos, que esegolpe avivaba por toda la fluencia de los músculos impreg-nados de un Eros estelar. Esa frase había llegado a laespañolita como un oscuro, pero sus sentidos le habían dadouna explicación y una aplicación clara como la luz por losvitrales. Retiró Farraluque su aguijón, muy trabajado enaquella jornada de gloria, pero las ondulaciones continuaron

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en la hispánica espolique, hasta que lentamente su cuerpofue transportado por el sueño.

Se prolongó la vibración de la campana, convocando parala asistencia al refectorio. Era el único comensal en aquelsalón preparado para cuatrocientos alumnos, ausentes endía del Señor. El mármol de la mesa, la blancura de las lo-sas, la venerable masa del pan, las paredes de cal apuntala-das por las moscas, trajeron con sus motivos de Zurbarán,el contrapeso armonizador de aquel domingo orgiástico.

La cocinera del director se encontró el lunes por la nochecon la criada de enfrente. Era la única sirvienta de un ma-trimonio cerca ya de la cuarentena fatal para los desgastesde la reproducción. Observaba día y noche el inmenso te-dio de la pareja a la que servía. El aburrimiento era ya elúnico imán aglutinante de los cansinos. Cuando se ayunta-ban en espaciado tiempo, el reloj de ese encuentro chirria-ba por la oxidación del disgusto cotidiano, del malhumoren punta. Parte de la frustración del ejemplar femenino, sevaciaba en interminables conversaciones droláticas con lacriada, al mismo tiempo que le rascaba unos pies reñidos alminueto. La criada le repetía a la señora todo el relato quea su vez había recibido de la cocinera aún con el recuerdode la fiebre en el éxtasis de recibir tamaño aguijón. La se-ñora exigió reiteraciones en el relato, detalles en las dimen-siones, minuciosas pausas en las progresiones de lamentosy hosanas del encuentro dichoso. La hacía detenerse, vol-ver sobre un fragmento del suceso, dilatar un instante enque el sueño fingido estuvo a punto de trocarse en un alari-do guerrero o en las murmuraciones de la flauta. Pero tantodemandaba la señora en el relato, las detalladas descripcio-nes de la lanza y el cuenco, que la criada le decía con extre-ma humildad: Señora, eso únicamente se puede describirbien cuando uno lo tiene delante, pero, créame, entoncesya uno se olvida de todo y después no puede describir nadaen sus detalles.

Llegadas las diez de la noche tibia, la criada comenzó acerrar las ventanas de la sala, a bajar las persianas polvosas,preparó el termo para la mesa de noche de la señora. Des-corrió las sobrecamas, sacudió los almohadones de la camaque mostraban una voluptuosidad no surcada. Media hora

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después la señora ganaba el sueño entrecortado por unossuspiros anhelosos. ¿Qué extrañas mariposas venían a po-sarse al borde mismo de su descanso nocturno?

El segundo domingo para el sancionado transcurrió conun aro subiendo y bajando las hondonadas de un tedio deagua embotellada. Al llegar el crepúsculo una leve brisa co-menzó a insinuarse con cautela. Un garzón miquito, her-mano de la llamada cocinera mamey, penetró por el patiodel colegio en busca de Farraluque. Le dijo que en la casade enfrente, la señora quería también que le ayudara a pin-tar la casa. El priápico sintió el orgullo de que su nombre seextendía de la gloriola del patio de la escuela a la fama másanchurosa de la vecinería. Cuando penetró en la casa, viola escalerilla y a su lado dos cubos de cal, más lejos la bro-cha, con las cerdillas relucientes, sin ningún residuo de untrabajo anterior. Estaba la brocha sin haber perdido su in-tacta alegría de rebuscado elemento para una naturalezamuerta de algún pintor de la escuela de Courbet. Como enuna escenografía se situaba de nuevo una puerta entorna-da. La madura madona fingía sin destreza un sueño de mo-dorra sensual. Farraluque también se creyó obligado a nofingir que creía en la dureza de semejante estado catalépti-co. Así, antes de desnudarse, hizo asomar por los brazostodo el escándalo de las progresiones elásticas de su lom-briz sonrosada. Sin abandonar el fingimiento de la somno-lencia, la mujer empezó a alzar los brazos, a cruzarlos conrapidez, después ponía los dedos índice y medio de cadamano sobre los otros dos, formando un cuadrado, que sesoldaba y se rompía frente a las proximidades de la Nikéfálica. Cuando Farraluque saltó sobre el cuadrado espumo-so por el exceso de almohadones, la mujer se curvó paraacercarse a conversar con el instrumento penetrante. Suslabios secos al comienzo, después levemente humedecidos,comenzaron a deslizarse por la filigrana del tejido porosodel glande. Muchos años más tarde él recordaría el comienzode esa aventura, asociándola a una lección de historia, dondese consignaba que un emperador chino, mientras desfila-ban interminablemente sus tropas, precedidas por las chi-rimías y atabales de combate, acariciaba una pieza de jadepulimentada casi diríamos con enloquecida artesanía. La

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viviente intuición de la mujer deseosa, la llevó a mostraruna improvisada especialidad en dos de las ocho partes deque consta un opoparika o unión bucal, según los textos sa-grados de la India. Era el llamado mordisqueo de los bor-des, es decir, con la punta de dos de sus dedos presionabahacia abajo el falo, al mismo tiempo que con los labios y losdientes recorría el contorno del casquete. Farraluque sintióalgo semejante a la raíz de un caballo encandilado mordidopor un tigre recién nacido. Sus dos anteriores encuentrossexuales, habían sido bastos y naturalizados, ahora entrabaen el reino de la sutileza y de la diabólica especialización. Elotro requisito exigido por el texto sagrado de los hindúes,y en el cual se mostraba también la especialidad, era el pu-limento o torneadura de la alfombrilla lingual en torno a lacúpula del casquete, al mismo tiempo que con rítmicos mo-vimientos cabeceantes, recorría toda la extensión del ins-trumento operante. Pero la madona a cada recorrido de laalfombrilla, se iba extendiendo con cautela hacia el círculode cobre, exagerando sus transportes, como si estuviesearrebatada por la bacanal de Tanhauser. Tanteaba el fre-nesí ocasionado por el recorrido de la extensión fálica,encaminándose con una energía imperial hacia la gruta si-niestra. Cuando creyó que la táctica combinada delmordisqueo de los bordes y del pulimento de la extensión,iban a su final eyaculante, se lanzó hacia el caracol profun-do, pero en ese instante Farraluque llevó con la rapidezque sólo brota del éxtasis su mano derecha a la cabellera dela madona, tirando con furia hacia arriba para mostrar laarrebatada gorgona, chorreante del sudor ocasionado enlas profundidades.

Esta vez abandonó la cama, mirando con ojos de félida laalcoba próxima. El final del encuentro anterior, tenía algode morderse la cola. Su final tan sólo agrandaba el deseo deun inmediato comienzo, pues la extrañeza de aquella ines-perada situación, así como la extremada vigilancia ejercidasobre la Circe, afanosa de la gruta de la serpiente, habíanimpedido que la afluencia normal de su energía se manifes-tase libremente. Quedaba un remanente, que el abruptofinal había entrecortado, pesándole un cosquilleo en la nuca,como un corcho inexorable en la línea de flotación. Con

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una altiva desnudez, ya sabía lo que le esperaba, penetró enel otro cuarto. Allí estaba el miquito, el hermano de la co-cinera del director. Acostado de espaldas, con las piernasalegremente abiertas, mostraba el mismo color mamey dela carne de la hermana, brindando una facilidad externa,pero lleno de complicaciones ingenuas casi indescifrables.Fingía el sueño, pero con una malicia bien visible, pues conun ojo destapado y travieso le daba la vuelta al cuerpo deFarraluque, deteniéndose después en el punto culminantede la lanza.

Su mestizaje no se revelaba en la asimetría del rostro, sinoen la brevedad exagerada de la nariz, en unos labios quemostraban la línea de un morado apenas visible, en unosojos verdosos de felino amansado, la cabellera cobraba unaextensión de exagerada uniformidad, donde era imposi-ble para la mirada aislar una hebra del resto de un grosorde noche cuando va a llover. El óvalo del rostro se cerrabacon suavidad, atractivo por la sonriente pequeñez de laspartes que albergaba. Los dientes pequeños, de un blancocremoso. Enseñaba un incisivo cortado en forma triangu-lar, que al sonreír mostraba la movilidad de la punta de sulengua, como si fuese tan sólo la mitad de la de una ser-piente bífida. La movilidad de los labios se esbozaba sobrelos dientes, tiñéndolos como de reflejos marinos. Tenía trescollares, extendidos hasta la mitad del pecho. Los dos pri-meros de una blancura de masa de coco. El otro, mezclabauna semilla color madera con cinco cuentas rojas. El sienade su cuerpo profundizaba todos esos colores, dándoles unfondo de empalizada de ladrillo en el mediodía dorado. Laastuta posición del miquito, decidió a Farraluque para queaceptase el reto del nuevo lecho, con las sábanas onduladaspor las rotaciones del cuerpo, que mostraba como una leja-na burla sagrada. Antes de penetrar Farraluque en el cua-dro gozoso, observó que al rotar Adolfito, ya es hora que ledemos su nombre, mostró el falo escondido entre las dospiernas, quedándole una pilosa concavidad, tensa por lapresión ejercida por el falo en su escondite. Al empezar elencuentro, Adolfito rotaba con increíble sagacidad, puescuando Farraluque buscaba apuntalarlo, hurtaba la grutade la serpiente, y cuando con su aguijón se empeñaba en

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sacar el del otro de su escondite, rotaba de nuevo, prome-tiéndole más remansada bahía a su espolón. Pero el placeren el miquito parece que consistía en esconderse, en hacernacer una invencible dificultad en el agresor sexual. No po-día siquiera lograr lo que los contemporáneos de Petroniohabían puesto de moda, la cópula inter femora, el encuentrodonde los muslos de las dos piernas provocan el chorro. Labúsqueda de una bahía enloquecía a Farraluque, hasta queal fin el licor, en la parábola de su hombría, saltó sobre elpecho del miquito deleitoso, rotando este al instante, comoun bailarín prodigioso, y mostrando, al final del combate,su espalda y sus piernas de nuevo diabólicamente abiertas,mientras, rotando de nuevo, friccionaba con las sábanas supecho inundado de una savia sin finalidad.

El tercer domingo de castigo, los acontecimientos comen-zaron a rodar y enlazarse desde la mañana. Adolfito se valióde su hermandad con la cocinera del director, para desli-zarse hasta el patio y así poder hablar con Farraluque. Ya élhabía hablado con las dos criadas del director, para queFarraluque pudiera ausentarse del colegio al comenzar elcrepúsculo. Le dijo que alguien, seducido por su arte depintar con cal, lo quería conocer. Le dejó la llave del sitiodonde habían de coincidir y al despedirse, como para darleseguridad, le dijo que si tenía tiempo iría a darle compañía.Como ya Farraluque descifraba con excesiva facilidad lo quequería decir para él pintura de cal, se limitó a inquirir porel alguien que debería ir a visitar. Pero el miquito le dijo queya lo sabría, chasqueando la lengua en la oquedad de suincisivo triangular.

Los habaneros olfatean, entre las cinco y las seis de latarde del domingo, ese tedio compartido por las familias,padres e hijos, que abandonan el cine y van de retiradapara su casa. Es el momento invariablemente angustioso enque la excepción del tedio se entrega a lo cotidiano sopor-tado por el hombre que rumia su destino, no que lo dirigey lo consume. Farraluque salió de la vaciedad de un patioescolar, en vacaciones de fin de semana, al reto mayor deltedio fuerte en los estados de ánimo, o en el sistema nervio-so de una ciudad. En el primer café de la esquina, pudoobservar cómo el padre de una niña, intentaba quitarle la

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grasa residual de un mantecado de su blusa blanca conpuntitos azules. En la otra esquina una manejadora, todade blanco, intentaba arrancar a una niña del farol donde sehabía trabado su globo rojo con negros signos islámicos.Cerca de la alcantarilla, un garzón soltaba su trompo, tras-pasándolo después a la palma de la mano. Se rascaba lamano, se sentaba en el quicio, después miraba de un extre-mo a otro de la calle, muy lentamente.

Llegó el número convenido de la calle Concordia. Intro-dujo el llavín, se desprendió como un cisco y dio un pasocasi tambaleándose, pues había llegado a un bosque de nie-bla. ¿En qué profundos había caído? Después que su vistase fue acostumbrando, pudo darse cuenta que era unacarbonería en donde se encontraba. Las primeras divisio-nes que rodeaban todo el cuadrado, estaban dedicadas alcarbón ya muy dividido, para que los clientes se lo fueranllevando en cartuchos. Más arriba, los sacos traídos de laCiénaga, grandes como pedruscos, extensos como filamen-tos de luz fría. Por último, las tortas de carbón vegetal, quese entremezclaban al otro carbón para favorecer el creci-miento de la llamarada inicial, cuyo surgimiento le arran-caba tantas maldiciones a los cocineros del siglo pasado, pueshabía que ser muy diestro para poner a dialogar en su opor-tunidad el fragmento más combustible de la madera con lospellizcos de la llamarada irritante.

Se adelantó para ver una diminuta pieza, iluminada porun pequeño ojo de buey. Allí se encontraba un hombre,con una madurez cercana a la media secularidad, desnudo,con las medias y los zapatos puestos, con un antifaz quehacía su rostro totalmente irreconocible. Apenas vio la pre-sencia del esperado, se saltó casi para la otra pieza donde laniebla de carbón parecía que pintaba. Como un sacerdotede una hierofanía primaveral, empezó a desnudar alpriápico como si lo tornease, acariciando y saludando conun sentido reverencial todas las zonas erógenas, principal-mente las de mayor longura carnosa. Era regordete,blancón, con pequeños oleajes de grasa en la región ven-tral. Farraluque comprobó que su papada era del tamañode su bolsa testicular. La maestría en la incorporación de laserpiente era total, a medida que se dejaba ganar por el

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cuerpo penetrante, se ponía rojo, como si en vez de recibirfuese a parir un monstruoso animal.

El tono apoplético de este tan poderoso incorporador delmundo exterior, fue en crescendo hasta adquirir verdade-ros rugidos oraculares. Con las manos en alto apretaba loscordeles que cerraban los sacos carboníferos, hasta que susdedos comenzaron a sangrar. Recordaba esas estampas,donde aparece Bafameto, el diablo andrógino, poseído porun cerdo desdentado, rodeada la cintura por una serpienteque se cruza en el sitio del sexo, inexorablemente vacío,mostrando su cabeza la serpiente, fláccida, en oscilantesuspensión. A la altura de su falo, que no cumplía la ley dela biología evolutiva, de que a mayor función mayor órga-no, pues, a pesar del neutro empleo que le impartía, sutamaño era de una insignia excepcional, lo que hizo reír aFarraluque, pues lo que en él era una presea de orgullo,algo para mostrar a los trescientos alumnos del patio de losprimarios, en el sujeto recipiendario era ocultamiento deindiferencia, flaccidez desdeñada por las raíces de la vida; aesa altura indicada, su falo acostumbrado a eyacular sin elcalor de una envoltura carnal, se agitó como impulsado porla levedad de una brisa suave, pues dentro de la carboneríahacía un calor de máquina de vapor naval. Los cuerpos suda-ban como si se encontrasen en los más secretos pasadizosde una mina de carbón. Introdujo la vacilante verga en unahendidura de carbón, sus movimientos exasperados en losmomentos finales de la pasión, hicieron que comenzara adesprenderse un cisco. Tiraba de los cordeles, le daba pu-ñetazos a la concavidad de los sacos, puntapiés a los carbo-nes subdivididos para la venta a los clientes más pobres. Esasanguínea acumulación de su frenesí, motivaría la hecatom-be final de la carbonería. Corría el cisco con el silencio deun río en el amanecer, después los carbones de imponentetamaño natural, aquellos que no están empequeñecidos porla pala, rodaban como en una gruta polifémica. Farraluquey el señor del antifaz fueron a refugiarse a la pequeña piezavecina. El ruido de las tortas de carbón vegetal, burdos pa-nales negros, era más detonante y de más arrecida frecuen-cia. Por la pequeñez del local, toda la variedad del carbónvenía a rebotar, golpear y a dejar irregulares rayas negras

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en los cuerpos de estos dos irrisorios gladiadores, unidospor el hierro ablandado de la enajenación de los sexos.

El carbón al chocar con las losetas del suelo, no sonaba endirecta relación con su tamaño, sino se deshacía en un cruji-do semejante a un perro danés que royese como un ratónblanco. Todos los sacos habían perdido su equilibrio de sos-tén, como si todos ellos hubieran sido golpeados por el mal-dito furor retrospectivo del caballero del antifaz. Farraluquey su sumando contrario, no podían en la pequeña pieza con-tigua sostener el hundimiento de la mina. Muy pronto desis-tieron de cumplimentar el final de su vestimenta y sólo secubrieron con las piezas para el indispensable pudor. Salióprimero el del antifaz, con pliegues faciales aún rubicundospor la entrecortada aventura. Al llegar a la esquina pudo verde soslayo el globo rojo con negros signos islámicos, que aúnseguía golpeando el cínico farol sonriente.

Farraluque sólo tuvo tiempo para ponerse los zapatos, elpantalón y el saco con una espiral negra que recorría todosu espaldar. Cruzó las solapas del saco para no mostrar lavellosilla del pecho. Vio en el centro de la calle, sentados enalegre bisbiseo, al del trompo con Adolfito. Para irse qui-tando el susto, Farraluque se sentó con los dos golfillos. Cre-yendo penetrar en su alegría, el miquito le sonreía pensandoen su fiesta sexual, pues estaba en ese momento en que lacópula era igualmente placentera para él si la ejercía conuna albina dotada de la enorme protuberancia de un fibro-ma, como en un tronco de palma. No asociaba el placersexual a ningún sentido estético, ni siquiera a la fascinaciónde los matices de la simpatía. Igualmente la presencia acti-va o pasiva de la cópula dependía de la ajena demanda. Sila vez anterior que había estado con Farraluque, se habíamostrado tan esquivo, no era por subrayar ningún prejui-cio moral, sino para preparar posteriores aventuras. La as-tucia era en él mucho más fuerte que la varonía, que le eraindiferente y aún desconocida.

—¿Ya sabes quién era el alguien que te esperaba? —le dijoAdolfito, tan pronto se alejó tirando de los cordeles del trom-po el muchacho con quien hablaba.

Farraluque contestó alzando los hombros. Después se li-mitó a decir: —No me interesó quitarle el antifaz.

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—Pues detrás del antifaz, te hubieras encontrado con lacara del esposo de la señora de enfrente del colegio. Aquellaque tuviste que tirarle del pelo... terminó Adolfito sonrién-dose.

Llegó el último día de clase, por las vacaciones de Navidad,y José Cemí después de despedirse de los poquísimos ami-gos que tenía en el colegio, penetró en su casa cerca de lascinco de la tarde, pues estuvo un rato sentado en el bancode enfrente de su casa, viendo la marcha de los patinadoreshacia el Malecón. Al pasar por la verja, entre la puerta ma-yor y la puerta por la que se entraba al comedor, observó yaa su tía Leticia y a doña Augusta, hablando con incesanciade su próximo viaje a Santa Clara. —Estoy enferma —decíaLeticia—, y tú me tienes que acompañar, pues si no lo hicie-ras, no serías una buena madre—. La conversación unasveces se remansaba, cuando Leticia tenía el convencimientode que su madre la acompañaría en su viaje; otras se vol-vía intranquila, cuando las voces se alzaban y se cruzaban, yera cuando doña Augusta alegaba que tenía su casa aban-donada, que sus otros hijos necesitaban de ella, que estabaaburrida de vivir en provincia cuando tenía casa en Prado.En esos momentos dubitativos para su compañía, se exas-peraba su habitual histerismo, apretaba los dientes y sollo-zaba, reclamaba las sales, se extendía en el sofá, como siestuviera extremadamente mareada. —Está bien —decíadoña Augusta, condescendiendo en hacer sus valijas—, mevolveré a ir, todas mis cosas quedarán abandonadas. Rialtase volverá a quedar sola con sus muchachos, hundiéndosecada vez más en el recuerdo de José Eugenio. Tu egoísmo,Leticia, es la única enfermedad que tienes, y una madreacaba siempre por someterse al egoísmo de sus hijos. Ade-más, encuentro a Horacio día tras día más propenso a lamelancolía, apenas quiere salir a pasear; por otra parte,Alberto está cada día más majadero. Demetrio lo pierde devista semanas enteras, y cuando regresa está muy intran-quilo, y para vencer esa intranquilidad apela a procedi-mientos que lo vuelven más intranquilo aún, hasta llegar apelearse con el propio Demetrio, que lo tolera sólo por las

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cosas que me tiene que agradecer de su época de estudian-te sin blanca, pero la verdad que ya comienza a cansarse,pues su mujer lo hostiga para que ponga un límite a su pa-ciencia. Cuando tú, Leticia, me arrastras, todo eso quedaabandonado y así nos vas llevando a la dispersión y al caos.

Leticia al ver que llegaba Joseíto, como ella le decía a JoséCemí, se dirigió a Rialta, diciéndole: —Si tú quisieras yo mellevaría a Joseíto para que pasase dos semanas conmigo, élno ha estado en el campo, saldría a ver algún ingenio, algunagranja. Montaría a caballo por la mañana y eso le haría mu-cho bien para su asma. Lo encuentro que vive muy retraídopara su edad. Le hace falta salir, tratar a más gente, teneramigos. Parece que nada más le gusta oírlas a ustedes, cuan-do le hacen relatos de las Navidades de Jacksonville, de lamuerte de los abuelos, y sobre todo de la muerte de su pa-dre. Así lo van haciendo tímido, ya he visto que cuandoalguien viene de visita, sale corriendo a esconderse—. Enrealidad Leticia no decía ninguna de esas cosas para inclinaro convencer a Rialta de que le diera permiso para acompa-ñarle en su viaje a Santa Clara, sino para incluir a alguienmás de la familia en el séquito de doña Augusta, creyendoque así fortalecía su causa.

Cemí oía la escena con indiferencia, pues en esas solicita-ciones familiares, le gustaba que fuese su madre la que esco-giese. —Yo creo que le haría bien —contestó Rialta, aunqueen el fondo no le gustaba separarse de sus hijos—. El airedel campo le hará bien a su asma, aunque es una enferme-dad tan rara y especial que a lo mejor le sucede con tantasyerbas y flores, que empeora. Pero como va a estar pocotiempo, porque eso sí —dijo cambiando de acento en laexpresión—, si está más tiempo iré yo misma a buscarlo.

—No llegaremos a ninguna nota trágica —contestóLeticia, disimulando con una sonrisa el efecto desagrada-ble causado por las palabras de Rialta—. A las dos semanasya está de nuevo contigo —volvió a decir Leticia—, conmenos asma y contentísimo y queriendo preparar una nue-va excursión.

Rialta consintió para hacerle más agradable los primerosdías de doña Augusta, en su traslado un poco forzado paraSanta Clara, que estuviese acompañada por uno de sus nietos,

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para que no fuese tan brusca la separación del resto de lafamilia. Sabía que Leticia era un temperamento abusivo ydada a la satisfacción de sus menores deseos domésticos. Elresentimiento que le había comunicado el casarse con unhombre mayor de edad, del que nunca estuvo enamorada,unido a los años que había tenido que pasar en provincia,una Olaya como ella, que pertenecía a la crema de la crema,a la aristocracia con casa propia en Prado, la habían vueltomuy tenaz en agrandar los detalles de su vivir cotidiano,queriéndolos convertir en una cabalgata convergente haciasus deseos. Por lo menos, en la despedida José Cemí y doñaAugusta estarían en su bando, es decir, en su momentáneacompañía en el momento del regreso a la provincia.

Sonaron los primeros avisos para que el tren se pusieraen marcha. Augusta, Rialta con sus tres hijos, Leticia y suesposo, con sus dos hijos, y Demetrio siempre alegre por lacontemplación del esposo de Leticia, que le recordaba losamenos días de Isla de Pinos. Se rompió la fila horizontal,pasando los familiares que iban a hacer el viaje, al interiorde los vagones. Desde la muerte de su padre, Cemí asocia-ba toda separación a la idea de la muerte. El regreso detoda partida, era la ausencia del morir. A medida que fue-ron pasando los años, paradojalmente, esa sensación demuerte, que se entrelazaba a sus estados de laxitud, a loscomienzos de toda somnolencia, o a la resistencia de unhastío que no se doblega, lo fueron llevando, al cobrar con-ciencia de esos estados de astenia, a sentir la vida como unaplanicie, sobre la que se desenvuelve un espeso zumbido,sin comienzo, sin finalidad, expresión para estos estados deánimo, que redujo con los años, hasta decir con sencillezque la vida era un bulto muy atado, que se desataba al caeren la eternidad.

El tren se alejaba y la progresiva lejanía hizo que se fijaseen el rostro de su madre, tal vez como nunca lo había he-cho. Observó la nobleza serena de su rostro, revelada ensus ojos y en la palidez de su piel. La lejanía parecía ya elelemento propio para que sus ojos adquirieran todo su sen-tido, el respeto por sus hijos y sus profundas intuicionesfamiliares. Al paso del tiempo sería el centro sagrado deuna inmensa dinastía familiar. Su serenidad, la espera, sin

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precipitación innoble o interesada, en el desarrollo de lasvirtudes de sus hijos. Cuando Cemí se acomodó en su asien-to, al lado de su abuela, pudo observar el contraste de losdos rostros. Sobre un fondo común de semejanzas, comenza-ban a iniciarse sutiles diferencias. Doña Augusta aún lucíamajestuosa y con fuerza suficiente para dominar toda laasamblea familiar. Pero la muerte que la trabajaba ya pordentro, era aún más majestuosa que su innata majestuo-sidad. En su espera se veía ya frente a ella a la muerte quetambién esperaba. Sus ojeras y los pliegues de la cara seabultaban, avisando la enemistad del corpúsculo de Malpighicon las cuatro casas del corazón. La disminución de su for-tuna, las majaderías insolentes de Alberto, la muerte delCoronel, el histerismo de Leticia, en dosis desiguales laintranquilizaban de tal modo que su enfermedad iba ven-ciendo su indiferencia para atenderla con los médicos, pre-parando su sombría despedida. La lejanía le hizo visible elrostro de su madre, ascendiendo a la plenitud de su desti-no familiar. La marcha del tren, en la rapidez de las imáge-nes que fijaba, le daba al rostro de doña Augusta, miríadasde pespuntes que se deshacían de una figura oscilante ha-cia una nada concreta como una máscara.

Cemí encontró cierto placer en la litera, en contra de sutía, fingiendo náuseas y disgustillos por cuanto veía y toca-ba, con su reducción de todas las cosas de uso doméstico, lacama, el servicio, pero lo que más le despertó la atencióntoda la noche, como era costumbre cuando dormía fuerade su casa, que transcurrió para él en vela, fue la hipóstasisque alcanzó el tiempo, para hacerse visible, a través de sutransmutación en una incesante línea gris que cubría la dis-tancia. Cerraba los ojos y lo perseguía la línea gris, como sifuera una gaviota que se metamorfoseara en la línea delhorizonte, animándolo después con sus chillidos en sus re-corridos de medianoche. Entonces, la línea, al oscilar y rea-parecer, parecía que chillaba.

La tía Leticia había invitado al hijo de un abogado muyseñorial y de un criollismo fiestero, pero de muy noble pin-ta, por su acuciosidad y fidelidad con la suerte de sus clien-tes, lo mismo colonos áureos que empleadillos que venían acorrer el expediente para jubilarse. El padre de Ricardo

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Fronesis, que así se llamaba el joven, era de los letrados queaceptaban o rechazaban los asuntos, de acuerdo con una rectay no sofisticada interpretación de la ley. Su vida de provin-cia eran las horas que se pasaba en su biblioteca. El ejerciciode su carrera era un paseo fuera de su biblioteca, copiosa ydiversa, en las horas de la mañana, un repaso de algunosamigos, y sobre todo una clásica manera de dosificar el ocio.Su padre había sido un habanero muy dado a los viajes,pero al morir, su hijo se acordó que tenía una carrera con laque podía ayudar a su madre y decidió irse a la provincia,después de su aventura matrimonial en Europa, pues eldinero que tenía que allegar lo conseguiría con menos do-lorosa competencia. Era amigo del médico esposo de Leti-cia, pero con una amistad no dictada por la simpatía, sinopor los irrechazables tratos de profesionales, que en las pro-vincias son una exigencia inquebrantable del tedio y de lacostumbre.

A las siete de la mañana ya Ricardo Fronesis tocaba a lapuerta de la tía Leticia. Con cierta sorpresa, pues la pun-tualidad había sido exactísima, la casa se puso en movimientopara recibir al visitante. Pero ya sabemos que a José Cemí,cuando tenía que dormir en casa de algún pariente, se leendurecían los párpados refractarios al sueño. Así pudo sa-lir de inmediato a recibir a Ricardo Fronesis, y evitarse to-das las pamemas de presentación provinciana, con enume-ración de méritos y horóscopos de familiares presentes yausentes ilustres. Rápidamente percibió que Fronesis eramuy distinto de lo que hasta entonces había tratado en elcolegio y en la vecinería. —Mi padre siempre quiere queme presente a la hora en punto de cita, pero como todas lasvirtudes que heredamos, desconocemos el riesgo de su ade-cuación. Llego a la hora —añadió con gracia juvenil—, ytoda la casa duerme. Pero ya usted ve como siempre esasvirtudes familiares nos salvan, usted parece que estaba des-velado, y eso hace que yo más que un visitante, sea la pri-mera compañía que deshace el desvelo y que nos dice queya ha empezado una nueva mañana.

Cemí admiró esa rapidez de un adolescente provincianopara, prescindiendo de la presentación, situarse en los prin-cipios de un trato amistoso. Había hablado sin titubeos, con

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una seguridad señorial de burguesía muy elaborada por elaprendizaje noble de la cortesanía más exquisita. En mane-ra ninguna su cortesía lograba eliminar las líneas viriles desu cuerpo y de la belleza de su rostro.

Lo demás de la excursión al ingenio Tres Suertes, fue puraestampa, que hizo retroceder la conversación a una catego-ría de telón de fondo. El elemento plástico se impuso alverbal. La tía Leticia cubría el rostro con una tupida redeci-lla, tan paradojal en una excursión campestre, que parecíaque los pájaros huían ante el avance de la máquina por lacarretera que iba al ingenio, temerosos de ser cogidos enesas redes. La mañana en triunfo, de una nitidez avasalla-dora, se negaba a justificar la aparición del esposo de Leticia,con un guardapolvo que dejaba caer sin gracia al extremode un anchuroso cinto anaranjado, puesto de moda porRalph de Palma, en la época de las carreras en pista, conconsultas a las mesas metapsíquicas, para comprobar si elMoloch de la velocidad pedía sangre. Otra estampilla golo-sa, al dejar la máquina para lograr el trencillo que los lleva-ría al Tres Suertes, Leticia distribuyó, de acuerdo con unordenamiento que sólo tenía su consentimiento, la fami-lia —la descomposición de una fila, primero ella, desde lue-go, y después su esposo, Ricardo Fronesis, José Cemí, y porúltimo, el mayor de sus dos hijos—, que fue tomando asien-to en el tren dirigido por un jamaicano casi rojo, que a in-tervalos sonaba un pitazo para anunciar la convocatoria delos tripulantes en aquel sitio y dar la señal de despedida.Leticia se valía de toda clase de sutilezas, desde la interposi-ción momentánea de su figura cuando la fila se hacía irre-gular de acuerdo con su ordenamiento, o una mirada deja-da caer sobre su hijo, con una intensidad graduada de acuer-do con su sentido de la ajena observación.

El Tres Suertes era un cachimbo de mediados del siglo XIX,estirado a ingenio al principio de la República, muy alejadodel gran central de la plenitud de la zafra en las cuotas asig-nadas. Su propietario era el coronel de la IndependenciaCastillo Dimás, que pasaba tres meses en el ingenio en laépoca de la molienda, tres meses en unos cayos que teníapor Cabañas, sitio todo edénico, donde se dormía comouna gaviota, se comía como un cazón y se aburría como una

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marmota en el paranirvana. Pasaba tres meses también conla querindanga habanera, untuosa mestiza octavona ascen-dida a rubia pintada, dotada de una escandalosa prolijidadgritona en los placeres conyugales. Y el coronel se reserva-ba para lo mejor de sí mismo, como acostumbraba decir,tres meses por los sótanos de París en los que, a manera delos ofitas, le rendía culto a la serpiente del mal. Cuandoprecisaba que venía visita al Tres Suertes, corría a su casa ysalía después pintiparado con su guayabera de rizados ca-nelones y su pantalón de un azul murillesco, donde el pa-ñuelo rifoso, en el bolsillo posterior derecho, se hacía unanube con grandes iniciales, angelitos de las esquinas.

En el centro de todas aquellas esquinas estaba una an-churosa cubeta, con un ancho de boca de metro y medio,donde por una canaleta se deslizaba la espesa melaza, densacomo el calor hiriente. Alrededor de la cubeta, con una aten-ción que parecía extraer peces del líquido, el grupo de visi-tantes, ordenados también alrededor del círculo de acuerdocon la terrestre jerarquía de la tía Leticia.

—Ahí viene Godofredo el Diablo —dijo Fronesis, pararomper la monotonía de los veedores, aunque procurandoque sólo Cemí lo oyese.

Pasaba frente al grupo estacionado en el contorno de lacubeta, un adolescente de extrema belleza, de pelo rojizocomo la llama del azufre. Blanquísima la cara, los reflejosde la llamarada del pelo se amortiguaban en una espiralrosada que se hundía, enrojeciéndose, en el cuello claros-curo. Se acercó, o mejor se detuvo para mirar el grupo entorno a la cubeta, cierto que con visible indiferencia. Traíala camisa desabotonada, las mangas cortas, los pantalonesremangados, sin medias, así Cemí pudo observar cómo laespiral que se inauguraba con tonos rosados se ibaagudizando hasta alcanzar un rojo frutal por todo su cuer-po, que hacía muy visible la dichosa energía de la marcha ylos demonios de esa energía, tan caros a Blake. Cuando Cemíoyó, Godofredo el Diablo, le pareció que oía aquellos nom-bres, Tiriel, Ijina o Heuxos, que había subrayado en susprimeras lecturas de Blake.

Toda la belleza de Godofredo el Diablo, estaba ganadapor una furia semejante a la del oso tibetano, llamado tam-

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bién demonio chino, que describe incesantes círculos, comosi se fuera a morder a sí mismo. Estaba entuertado y con elojo de Polifemo que le quedaba, miraba a todos con reto demaligno, como si por todas partes por donde pasase cono-ciesen su vergüenza. El ojo de nublo era el derecho, el quelos teólogos llaman el ojo del canon, pues al que le faltabano podía leer los libros sagrados en el sacrificio. El que notuviese ese ojo jamás podría ser sacerdote. Parecía como siinconscientemente Godofredo supiese el valor intrínsecoque los cánones le dan a ese ojo, pues se contentaba con serGodofredo el Diablo. Detrás de la nube que cubría su ojoderecho, su pelo de una noble sustancia, como el de los ani-males más fieros, dardeaba en la cuerda de los arqueros delséquito del domador de potros. Su inquieta belleza lo ase-mejaba a un guerrero griego, que al ser herido en un ojo sehubiese pasado a la fila de los sármatas en sus crueles bulli-cios.

Bello Polifemo adolescente, al ver que todos se fijaban ensu único ojo alzado, maldecía por cada uno de los poros desu belleza jamás reconciliada.

El esposo de Leticia se perdió en vagarosas estadísticas,conversando con el coronel Castillo Dimás, sobre la zafrapresente, los convenios, la comparanza con los residuos demieles de años anteriores. En fin, aquella ridícula temáticaazucarera, como decían los hombres de aquella generación,que hacía que los expertos en problemas azucareros fueranmás importantes que todo el país inundado por el paisajeen verde de las cañas. Fronesis sabía disimular su aburri-miento, a cada mirada inexpresiva colocaba una sonrisacultivada como don bondadoso traído por su madre; el hijomayor de Leticia no sabía disimular su aburrimiento y conuna frecuencia que se hacía más reiterada al paso de la cin-ta de las estadísticas, regalaba el caimán de un bostezo.

Un tirón de la fisiología la llevó al fingido romanticismo.Le ordenó al chofer que se detuviese, pues siempre que ibaal campo entrecortaba un alegato de soledad y de afán deabrazar las buganvilias. Nadie se movió de la máquina, co-mo si compartiesen el secreto de ese romanticismo tardío.Cuando regresó, ya caído el crepúsculo, donde estuvo pa-rada para ceñirse con las buganvilias, se veía un círculo que

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abrillantaba las yerbas y un pequeño grillo exangüe ya parapoder fluir por la improvisada corriente.

Cuando la familia del doctor Santurce se despidió de Ri-cardo Fronesis, formularon insistentes aunque no verídicosdeseos de que se quedara a comer con ellos. Se disculpóFronesis, alegando un examen matinal, pero ya casi al finalde la despedida se viró hacia Cemí y le dijo, en entero pre-ludio de una amistad gustosa, que mañana, después de lascinco, lo vendría a buscar para un provinciano café con-versable.

Al día siguiente no lo fue a buscar, pero a las cinco menoscuarto Fronesis lo llamó por teléfono, diciéndole que lo es-peraba en el café Semíramis, al lado de un hotel de frontiscolonial, del cual era como una prolongación oficiosa.

Por primera vez Cemí, en su adolescencia, se sintió lla-mado y llevado a conversar a un rincón. Sintió cómo la pa-labra amistad tomaba la carnalidad. Sintió el nacimiento dela amistad. Aquella cita era la plenitud de su adolescencia.Se sintió llamado, buscado por alguien, más allá del domi-nio familiar. Además Fronesis mostraba siempre, junto conuna alegría que brotaba de su salud espiritual, una digni-dad estoica, que parecía alejarse de las cosas para obtener,paradojalmente, su inefable simpatía.

Fronesis le dijo al entrar en la conversación, que habíapreferido llamarlo telefónicamente a ir a buscarlo, porquese hubiera tenido que quedar de visita, repitiendo con lige-ras variantes la visita al Tres Suertes, prefiriendo hablar a so-las con él, pues como ambos se encontraban en el últimoaño de bachillerato, había mucha tela mágica que cortar.Fronesis salvaba la seca oportunidad de ese lugar comúnintercalando la palabra mágica, transportando un modis-mo realista a la noche feérica de Bagdad. Le dijo tambiénque todos los fines de semana se los pasaba en Cárdenaspara hacer ejercicios de remos. Cemí observó cómo la an-gulosidad cortante del paño que cubría sus brazos, oculta-ba una musculatura ejercitada en las prácticas violentas dela natación y de la competencia de canoas. Pero eran ejerci-cios espaciados que no agolpaban sus músculos en racimosvergonzantes, sino dirigían ciegas energías por sus caucesdistributivos.

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El verde varonil de los ojos de Fronesis, se fijó en un pun-to de la lejanía y exclamó de pronto: —Ahí viene otra vezGodofredo el Diablo. —Cemí dirigió sus miradas en la mis-ma dirección y vio cómo se acercaba el entuertado pelirro-jo. Venía silbando una tonadilla dividida como los fragmen-tos de una serpiente pintada con doradilla.

—Godofredo el Diablo —comenzó a decir Fronesis—, tieneel gusto extraño de pasar por enfrente de los que él creeque saben su historia, sin mirarles la cara en señal de unodio indiferente, manifestado tan sólo torciendo el rostro.Mi padre como abogado de provincia que está en el centrode casi todos los comentarios que ruedan por el pueblo,sabe su pavorosa historia. Godofredo lo sabe, piensa tam-bién que mi padre me la debe de haber relatado y se imagi-na que a mi vez en cualquier momento voy a comenzar ahacer la historia que termina con su ojo tuerto. No se pue-de contener, siempre que me ve procura acercarse, perocon el rostro tan torcido, temiendo que si lo miro fijamentepuede perder el ojo que le queda.

—Godofredo se alucinaba en sus quince años con la es-posa de Pablo, el jefe de máquinas del Tres Suertes. Pablo asus treinta y cuatro años, le sacaba a su esposa diez y siete,[lo que] unido a sus excesos alcohólicos en el sabbat, le dabacierta irregularidad a la distribución de las horas de la no-che que tenían que pasar juntos. Fileba, que así se llamaba,algunas noches de estío no lograba licuar la densidad delsueño de Pablo, muy espesado por la carga de espirituososy broncas vaharadas de los extractos lupulares. A sus re-quiebros, Pablo colocaba sobre su cabeza un almohadón queimpedía que los golpes de las manitas de Fileba lo pudierandespertar. Hasta que cansada se dormía con una rigidezmalhumorada, soñando con monstruos que la llevaban des-nuda hasta lo alto de las colinas. Se despertaba y Pablo se-guía con el almohadón sobre la cabeza. Llovía y la humedad laiba adormeciendo hasta el primer cantío de la madrugada.

—Un sábado Godofredo llevó a Pablo a su casa, ayudó aponerlo en la cama. Estaba tan borracho que casi había quellevarlo sobre los hombros. Se fijó con más cuidado en lapalidez de Fileba, en sus ojos agrandados por lasmortificaciones de muchas noches. Y empezó a rondar la

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casa, como un lobezno que sabe que la niña de la casa le haamarrado una patica a la paloma en la mesa de la cocina.

—Creyéndose dueño de un secreto, Godofredo empezóa requebrarla. Ella a negarse a citas y a servir al juego delmalvado precoz. Otro sábado que trajo de nuevo a Pablosobre sus hombros, Fileba lo dejó en la puerta, cuando iba adar el paso de penetración casera. Pablo se tambaleó, se fuede cabeza al suelo frío de la sala, pero ella le puso una este-ra y le trajo el almohadón de marras. Mientras preparabala colación fuerte, se escapaba para echarle un vistazo alembriagado sabatino, vio las rondas luciferinas de Godo-fredo, pero esta vez apretó bien las ventanas y llamó a unosvecinos para la compañía.

—Entonces fue cuando llegó al Tres Suertes el Padre Eufrasio,en vacaciones de cura enajenado. El mucho estudiar la con-cupiscencia en San Pablo, la cópula sin placer, le había toma-do todo el tuétano, doblegándole la razón. Cómo lograr enel encuentro amoroso, la lejanía del otro cuerpo y cómo ex-traer el salto de la energía suprema del gemido del dolor,más que de toda la inefabilidad placentera, le daban vueltascomo un torniquete que se anillase en el espacio, rodeado degrandes vultúridas. Sus vacaciones tenían la disculpa de lavisita por unos días a un hermano menor que dirigía cua-drillas de corte cañero. Su enajenación era desconocida porla fauna del Tres Suertes, sus prolongadísimas miradas inmu-tables, o sus silencios vidriados, permanecían indescifrablespor los alrededores, donde el mugido de las vacas alejabatoda sutileza teológica sobre el sensorio reproductor.

—A la llegada del cura, algunas muchachillas para fingiren el Tres Suertes que seguían las costumbres del pueblo cer-cano, comenzaron a visitarlo. Claro que no sabían nada de suenajenación, ni de su excéntrica problemática concupiscible.Fileba se fue haciendo a la mansedumbre de su costumbre, yel Padre Eufrasio fue conociendo de los almohadones de me-dianoche al uso de Pablo el maquinista. En susurradas confi-dencias llegaron a manifestarse que ella conjuraba cercaníacarnal, y él las terribles acometidas de la carne alejada, que élnecesitaba alejar para extraer sus intocadas reservas vitales.En cuanto cobraba conciencia del acto concupiscible, se de-sinflaba de punta viril, languideciendo irremisiblemente.

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Las noches que Pablo le dedicaba al sabbat, comenzarona ser aprovechadas por Eufrasio y Fileba, y cuando llegabaPablo el maquinista, podía ir entrando en el sueño sin nece-sidad de colocar sobre su cabeza el almohadón como escu-do. Mientras tanto, Godofredo el Diablo comprobaba todoslos sábados la entrada de la pareja en el nidito del hermanomenor del cura, que desconocía cómo el Padre iba ponien-do en camino métodos muy novedosos para la curación desus complejos concupiscibles.

Godofredo fue un día a buscar a Pablo a la barra del pue-blo, antes de que llegara al cuarto copetín, que según losgriegos era el de la demencia. En el camino hacia el TresSuertes, le fue mostrando todo el itinerario de la traición deFileba. Le dijo que si lo dudaba podía apostarse por los al-rededores y ver a la parejita entrar muy decidida en la casadel pecado. Pablo se escondió detrás de un jagüey, y Go-dofredo en el lateral de la casa más cercana a la puerta,para rematar en la luz escasa el comprobante de la entradade los amantes. Cercanas las diez, con la exagerada sonrisa dela luna creciente, por un atajo oblicuo, que no era el caminitoapisonado que llevaba a la puerta de la casa, la pareja apa-reció aligerada por la blancura lunar que les regalaba lapalidez del pecado.

—Cuando Pablo el maquinista comprobó detrás del ja-güey, que de verdad esta vez de acuerdo con la supersti-ción, lo chupó como un pulpo, se dirigió de nuevo a la barray se sumó tal ringlera de coñac sin mezcla, que la demenciade muchas cuatro copas multiplicadas lo llevó a tal griteríaque la pareja de la guardia rural se acercó, y al ver que eraPablo, lo cubrieron con su capota para evitarle el rocío grue-so, lo cuidaron hasta que se convencieron de que la llavedescribía círculos mayúsculos, pero al fin anclaba en el puntoclave de la cerradura. Con una estrellita de claridad, se aba-lanzó sobre el sofá de la sala, donde se había tomado lasprimeras fotografías recién casado con Fileba, y allí se hun-dió en la marejada oxidada de ese mueble comprado desegunda mano para su boda, pero que se mantuvo firme enla primera ocasión trágica en que el maquinista Pablo sederrumbó de veras al poner su demonio al servicio de sudestino.

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Al llegar a este punto de su relato, Cemí se dio cuenta deque Fronesis hacía un esfuerzo para continuarlo, se le veíapor ciertas vacilaciones que iba a entrar en el verdaderoremolino un tanto atemorizado.

—Godofredo el Diablo rondaba con las uñas las paredesy ventanas, para obtener una mirilla que le permitieseseguir todo el curso de la pasión... Al fin, en un ángulo infe-rior de la ventana, pudo apostar el ojo izquierdo, por ca-rencia, como ya hemos dicho, del ojo del canon. Como quiencontempla una aparición marina por los cañutos de un an-teojo, pudo precisar una extrañísima combinación de figu-ras. Fileba desnuda, acostada en la cama lloraba, mostrabatoda la plenitud de su cuerpo, pero sin estar recorrida porel placer, antes bien, parecía tan indiferente como frígida.Eufrasio, sin los calzones y los pantalones, tenía aún pues-tas la camiseta y la camisa. De uno de los extremos de lacama se trenzaba una soguilla que venía a enroscarse en lostestículos, amoratados por la graduada estrangulación alretroceder Eufrasio con una lentitud casi litúrgica. El falo,en la culminación de su erección, parecía una vela mayorencendida para un ánima muy pecadora. La cara con unarigidez de quemados diedros, recibía manotazos inferna-les. Cuando al fin saltó la agustiniana razón seminal, la es-trangulación testicular había llegado al máximo que podíasoportar de anillamiento, y una quejumbre sudorosa queluchaba por no exhalar ayes desmesurados, temblaba portodo el cuerpo del enajenado. Fileba lloraba, tapándose laboca para no gritar, pero sus ojos parecían lanzarfulguraciones de un cobre frío, rayos congelados de unamina de cobre en una interminable estepa siberiana. Susojos parecían los de un alción muerto en un frío tempes-tuoso, entrando en la eternidad con los ojos muy abiertos.Con los ojos de una muerta vio a Eufrasio vestirse de nuevoy abandonar el cuarto sin mirarla siquiera. La lejanía delcuerpo y el orgasmo doloroso, que el enajenado creía in-quebrantables exigencias paulinas, habían sido logrados ala perfección.

Muy apresurada llegó a su casa, aún temblaba. Pablo es-taba acostado con la luz ya apagada y el almohadón sobresu rostro. Procuró dormirse, fingió durante interminables

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horas que lo lograba, pero comenzó a observar que las ma-nos de Pablo no se cruzaban, como era su costumbre en lossábados de cansancio nocturno, sobre el almohadón escu-do del rostro. Su inquietud parecía presumir un final noesperado al ver la flaccidez de las manos del que la acompa-ñaba en una última noche. Encendió la luz. Vio atemoriza-da cómo la almohada estaba teñida de sangre, la camisatodavía empapada de agua. La guámpara, al lado del cue-llo degollado, comenzaba a oxidarse con los coágulos de lasangre. Pablo antes de acostarse, para recuperarse, se habíalavado la cara con el agua fresca de la noche. Fileba tiró elalmohadón contra el suelo, pero como una gorgona empa-pada de un múrice sombrío, comenzó a extender hilachasy charcos de sangre. Rápidamente encendió todas las luces,abrió la ventana de la sala. Sus gritos aún se recuerdan poralgunos desvelados, en la medianoche del Tres Suertes.

—Por el amanecer, Godofredo el Diablo se deslizó por fren-te a la casa de Pablo. Toda la vecinería se agolpaba en la cua-dra, aún turbada por los gritos de Fileba. Le llegaron loscomentarios que se tejían en torno al perplejo del suicidiodel maquinista. Se apresuró a irse por la carretera, que amedida que se alejaba del ingenio, la iba envolviendo un ejér-cito indetenible de lianas. Los árboles y los matojos le cerra-ban el paso. Llevaba colgada del cinto la guámpara de sutrabajo de cortador. Gritaba y pateaba a los árboles. Se lanza-ba a cortas las lianas, que retrocedían, se curvaban como ser-pientes verticalizadas. Golpeadas las lianas por su cintura,silbaban como un viento huracanado. Una, entre todas aque-llas lianas, le hizo justicia mayor, retrocedió, tomó impulso yle grabó una cruz en el ojo derecho, en el ojo del canon.

—Así fue como Godofredo el Diablo perdió el ojo dere-cho y perdió también la razón. Sus caminatas describeninmensos círculos indetenibles, cuyos radios zigzagueancomo la descarga de un rayo. Cuando llega un abril lluvio-so, se echa por las cunetas, dejando de temblar su cuerpo,el humus le adormece la fiebre. La lluvia incesante mitigatambién las llamaradas del pelo rojo de Godofredo el Diablo,flor maligna de las encrucijadas.

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Al inaugurarse la mañana, Upsalón ya había encendido sutráfago temprano. Arreglos en las tarjetas, modificacionesde horarios, listas con los nombres equivocados, cambiosde aula a última hora para la clase de profesores bienquis-tos, todas esas minucias que atormentan a la burocracia losdías de trabajo excepcional, habían comenzado a rodar.Desde las ocho a las diez de la mañana, los estudiantescandorosos de provincia copiaban en sus libretas las horasde clase. Saludaban a las muchachas que habían sido suscompañeras en todos los días del bachillerato. Si algunoconocía a otros estudiantes de años superiores, se mezclaba

CAPÍTULO IX

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con ellos muy orondo, risueño en su disfraz de suficienciagradual. Los de último año pertenecían a una hierofaníaespecial: únicamente sus parientes, primos de provincia,podían mezclarse con ellos. Intercambiaban risotadas queeran el asombro de los otros compañeros bisoños. —Mi pri-mo esta noche vendrá conmigo al baile de los novatos —dijoal regresar al grupo, frotándose las manos. —Yo iría coneste mismo traje, mi tía de Camagüey me lo regaló —dijouna de las muchachas, se miró de arriba abajo con miradagraciosa, después hizo una reverencia como si recogieseflores en la falda.

La escalera de piedra es el rostro de Upsalón, es tambiénsu cola y su tronco. Teniendo entrada por el hospital, queevita la fatiga de la ascensión, todos los estudiantes prefie-ren esa prueba de reencuentros, saludos y recuerdos. Tienealgo de mercado árabe, de plaza tolosana, de feria deBagdad; es la entrada a un horno, a una transmutación, endonde ya no permanece en su fiel la indecisión voluptuosaadolescentaria. Se conoce a su amigo, se hace el amor, ad-quiere su perfil el hastío, la vaciedad. Se transcurría o seconspiraba, se rechazaba el horror vacui o se acariciaba eltedium vitae, pero es innegable que estamos en presencia deun ser que se esquina, mira opuestas direcciones y al finalse echa a andar con firmeza, pero sin predisposición, talvez sin sentido. No tiene clases por la tarde, pero sin vencersu indecisión se viste para ir a la biblioteca de Upsalón, don-de esperará a que el que se sienta a su lado comience aconversar con él. El diálogo no se ha entablado, pero la tar-de ha sido vencida. No son aquellos días de finales de ba-chillerato en que se sentaba en el extremo de un banco, enel relleno del Malecón, colgaba un brazo del soporte de hie-rro y sentía que la noche húmeda lo penetraba y lo tundía.Oye a los que están hablando en un banco del patio deUpsalón, al grupo que todos los días va a la biblioteca, alque se precipita sobre el profesor para hacerle preguntasbanales, sin saber que cada vez que se pone en marcha paraesa forzada salutación, se gana una enemistad o un comen-tario que lo abochornaría si lo oyese.

En la segunda parte de la mañana, desde las diez en ade-lante, la fluencia ha ido tomando nuevas derivaciones, ya

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los estudiantes no suben la escalera de piedra hablando, nise dirigen a la tablilla de avisos en los distintos decanatos,para tomar con precisión en sus cuadernos los horarios declase. Algunos ya han regresado a sus casas con visible te-mor; habían oliscado que en cualquier momento la franca-chela de protestas podía estallar. Otros, que ya sabían per-fectamente todo lo que podía pasar, se fueron situando enla plaza frente a la escalinata. De pronto, ya con los sablesdesenfundados, llegó la caballería, movilizándose como sifuera a tomar posiciones. Miraban de reojo [a] los gruposestudiantiles, que ocupaban el lado de la plaza frente a laescalera de piedra. Cuchicheaban los estudiantes, forman-do islotes como si recibieran una consigna. Llegó al grupouna figura apolínea, de perfil voluptuoso, sin ocultar laslíneas de una voluntad que muy pronto transmitía su elec-tricidad. Por donde quiera que pasaba se le consultaba, dabainstrucciones. La caballería se ocultaba en el lado opuestoal ocupado por los estudiantes. Usaban unas capas carmeli-tas, color de rata vieja, brillantes por la humedad en susiridiscencias, como la caparazón de las cucarachas. Hacíanvibrar sus espadas en el aire, saltando un alacrán por lasangre que pasaba al acero. Su sombrero de caballería losujetaban con una correa, para que la violencia de la arre-metida no los dejase en el grotesco militar de la testa al descu-bierto. La violencia o el caracoleo de los potros justificaba lacorrea que le restaba toda benevolencia a la papada. El quehacía de Apolo, comandaba estudiantes y no guerreros, poreso la aparición de ese dios, y no de un guerrero, tenía queser un dios en la luz, no vindicativo, no obscuro, no ctónico.Estaba atento a las vibraciones de la luz, o los cambios malé-volos de la brisa, su acecho del momento en que la caballe-ría aseguró la hebilla de la correa que sujetaba el sombreroterminado en punta. Pareció, dentro de su acecho, buscarcomo un signo. Tan pronto como vio que la estrella de laespuela se hundía en los ijares de los caballos, dio la señal.Inmediatamente los estudiantes comenzaron a gritar muertepara los tiranos, muerte también para los más ratonerosvasallos babilónicos. Unos, de los islotes arremolinados, sa-caron la bandera con la estrella y sus azules de profundi-dad. De otro islote, al que las radiaciones parecían dar vueltas

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como un trompo endomingado, extrajeron una corneta,que centró el aguijón de una luz que se refractaba en suscontingencias, a donde también acudía la vibración quecomo astilla de peces soltaban los machetes al subir por elaire para decidir que la vara vuelva a ser serpiente. El quehacía de Apolo parecía contar de antemano con las empali-zadas invisibles que se iban a movilizar para detener a lacaballería en los infiernos. Las espuelas picaron para que-mar el galope, pero las improvisadas empalizadas burlescasse abrieron, para darle manotazos a los belfos que comen-zaron a sangrar al ser cortados por los bocados de plata.Las guaguas comenzaron a llenar la plaza, chillaban sustripulantes como si ardiesen, lanzaban protestas del tim-bre, buches del escape petrolero, enormes carteras deltamaño de una tortuga, que cortaban como navajas tibias.Rompieron por las calles que fluían a las plazas, carretasfrutales que ofrecían su temeridad de colores a los cascosequinales, que se estremecían al sentir el asombro de la pulpaaplanada por la presión de la marcha maldita. La pella quecuidaba la doradilla de los buñuelos, se volcó sobre los ojosde los encapuchados. Una puerta de los balcones de la pla-za, al abrirse en el susto de la gritería, escurrió el agua delcanario que cayó en los rostros de los malditos como orinedel desprecio, transmutación infinita de la cólera de un aveen su jaula dorada. La mañana, al saltar del amarillo al ver-de del berro, cantaba para ensordecer a los jinetes que ledaban tajos a la carreta de frutas y la jaula del canario.

El que hacía de jefe de la caballería ocupó el centro de laplaza, destacó al jinete de un caballo gris refractado bajo elagua, para que persiguiese al estudiante que volaba comoimpulsado por el ritmo de la flauta. A medida que la caba-llería se extendía por la plaza, parecían ganar alas sus talo-nes de divinidad victoriosa al interpretar las reduccionesde la luz. Un jinete de bestia negra llevó su espada a la me-jilla de un estudiante que se aturdió y vino a caer debajodel caballo sombrío. El parecido a Apolo corrió en su ayu-da, perseguido por el caballo color gris bajo el agua. Tiróde sus pies, mientras los que parecían de su guardia llovíanpiedras sobre el caballo negro y el grisoso espía, partién-dole los cartones de su frente con un escudo sin relieve.

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El Apolo volante no se detuvo un instante después de surescate, pues comenzó a lanzarles apóstrofes a los estudiantesque habían huido tan pronto la caballería picó espuelas.Volvían el rostro y ya entonces cobraban verdadero pavor,veían en la lejanía las ancas de los caballos negros y la mirada delvengador que caía sobre ellos, arrancándole pedazos de lacamisa con listones rosados, sangre ya raspada.

Así los grupos, entre alaridos y toques de claxons, se fue-ron deslizando de la plaza a la calle de San Lázaro, dondese impulsarían por esa avenida que lanzaba a los conspira-dores desde la escalera de piedra hasta las aguas de la ba-hía, frente al Palacio Presidencial, palmerales y cuadradoscoralinos, con los patines de los garzones que parecían cor-tar la mañana en lascas y después soplarla como si fueseun papalote. La plaza de Upsalón tenía algo del cuadradomedieval, de la vecinería en el entono de las canciones delcalendario: cohetes de verbena y redoblantes de SemanaSanta. Fiestas de la Pasión en el San Juan y fiestas del di-ciembre para la Epifanía, esplendor de un nacimiento en loque tiene que morir para renacer. El cuadrado de una pla-za tiene algo del cuadrado ptolomeico, todo sucede en suscuatro ángulos y cada ventana una estrellita fija con susojeras de riñonada. Las constelaciones se recuestan en ellado superior del cuadrado como en un barandal. Algunasnoches, al recostarse la cabeza de Jehová en ese lado, pareceque el barandal cruje y al fin se ahonda en fragmentosapocalípticos.

Dos cuadras después de haber salido de la plaza, algunosestudiantes se dirigieron al parque pequeño, donde de no-che descansaban las sirvientas de su trabajo en alguna casacercana y los enamorados comenzaban a cansarse en unEros indiscreto. En la mañana, bañados por una luz inten-sa, que se apoyaba en el verde raspado de los bancos, dondelas fibras de la madera se enarcaban por encima del verdeimpuesto, los estudiantes volaban gritando en la transpa-rencia de una luz que parecía entrar en las casas con la re-galía de su cabellera.

Aprovechándose del pedestal saliente de alguna colum-na, o extrayendo de algún café una silla crujidora, algunosestudiantes querían que sobre el tumulto el verbo de la

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justicia poética prevaleciese. Como los delfines y la cipriotadiosa surgiendo de la onda, con el fondo resguardado poruna opulenta concha manchada por hojillas de líquenes,los adolescentes puestos bajo la advocación de la eimarmené,en el arrebato y en el espanto inmediato, hacían esfuerzosde gigantomas por elevarse con la palabra por encima de lagritería. De los caballos negros, opulentos de ancas, brotabafuego, iluminando aún más la transparencia con lacandelada. Las detonaciones impedían la llegada del verbocon alas, el que hacía de Apolo, de perfil melodioso, habíaseñalado los distintos lugares en la distancia donde los estu-diantes deberían alzarse con la palabra. Como si escalasenrocas se esforzaban en ser oídos, pero el brillo de la detona-ción y en ese fulgurar la cara del caballo con su ojo hincha-do por la pedrea, ponía un punto final de pesadilla en elcobre de los arengadores.

La caballería parecía confundirse por ese entrecruzamien-to de plaza, avenida y parque. No podía precisar con efica-cia a cuál de los grupos había que perseguir. El encapotadomayor que los comandaba se confundía en la dispersión delos caminos, mientras los estudiantes de la formación de susislotes repentinos parecían bañarse como en una piscina.En ocasiones un solo jinete perseguía a un estudiante quese aislaba por instantes, recibía refuerzos de piedras ylaterías, estaba ya en la otra acera, describía espirales y abo-chornaba al malvado, que terminaba frenetizado pegandoun planazo en una ventana, que soltaba una persiana an-clada en la frente del centauro desinflado. El primer tur-bión que se precipitó hacia el parque, los confundió aúnmás; por allí siguió la caballería, cuando la alharaca lestironeó el pescuezo, el grueso de los estudiantes saltaba porla avenida, marchando más deprisa, mascullando sus mal-diciones con más pozo profundo y libertad.

Entre tantos laberintos, la dispersión iba debilitando lacaballería. Su conjunto ya no operaba en su nota coral, sinocada soldado volvía persiguiendo a uno solo de los estu-diantes, terminando con que el caballo sudoroso se echabaa reír de las saltantes burlas de los estudiantes. Parecía quecomenzaban a amigarse con los estudiantes, pues a pesarde los planazos que recibían en las ancas, sonaban sus belfos

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con la alegría con que tomaban agua por la mañana. Latransparencia de la mañana los hacía reidores al sentir lasalas regaladas. Al relincho épico de la inicial acometida, habíasucedido un relincho quejumbroso, que los hacía reidorescomo si las espuelas les produjesen cosquillas y afán de lan-zar a los encapotados de sus cabalgaduras. El relincho mar-cial al apagarse en el eco, era devuelto como una risotadaamistosa. La risotada terminaría en un rabo encintado.

Los grupos estudiantiles que se habían ladeado hacia elparque, por diversas calles se iban incorporando de nuevoal aluvión que bajaba por la avenida de San Lázaro, de ace-ras muy anchas con mucho tráfico desde las primeras horasde la mañana, con público escalonado que después se ibaquedando por Galiano, Belascoaín e Infanta, ya para ir alas tiendas o a las distintas iglesias o hacer las dos cosassucesivamente, después de oír la misa, de rogar curaciones,suertes amorosas o buenas notas para sus hijos en los exá-menes, se iban deslizando de vidriera en vidriera, gustandolos reflejos de una tela, o simplemente, y esto es lo más an-gustioso, pasando veinte veces por delante de cualquier in-significancia, mero capricho o necesidad a medias, que nose puede hacer suya, y que por lo mismo subraya su brillo,hasta que la estrella se va amortiguando en nuestras ape-tencias y queda por nuestra subconsciencia como estrellainvisible, pero que después resurge en el estudiante y en elsoldado, en unos para matar y en otros para dejarse matar.Si trazáramos un círculo momentáneo en torno de aquellostranseúntes matinales, los que salen para sus trabajos, o parafabricar un poco de ocio en sus tejeres caseros, penetramosen el secreto de los seres que están en el contorno, estu-diantes y soldados, envueltos en torbellinos de piedra y enlos reflejos de los planazos sobre aquellos cuerpos que can-tan en la gloria. Las inmensas frustraciones heredadas en lacoincidencia de la visión de aquel instante, que presentacomo simultáneo en lo exterior, lo que es sucesivo en un yointerior casi sumergido debajo de las piedras de una ruina,motiva esa coincidencia en los contornos de un círculo queestá segregando esos dos productos: el que sale a buscar lamuerte y el que sale a regalar la muerte. Los que no partici-paban de esos encuentros, eran la causa secreta de esos

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dualismos de odios entre seres que no se conocen, y dondeel dispensador de la vida y el dador de la muerte coincidenen la elaboración de una gota de ópalo donde han pasadotrituradas y maceradas, retorcidas como las cactáceas, mu-chas raíces que en sus prolongaciones se encontraron conalgún acantilado que las quemó con su sol.

Al llegar al Parque Maceo ya los estudiantes habían reci-bido nuevos contingentes de alumnos de bachillerato, delas Normales, escuelas de comercio; en conjunto serían unosmil estudiantes, que afluían en el sitio donde la situación seiba a hacer más difícil. La caballería había logrado rehacer-se y cerca de allí estaba una estación de policía. Pero enton-ces acudió el veloz como Apolo, de perfil melodioso, dandovoces de que recurvaran al mar. El que hacía de jefe de lacaballería reunió de nuevo a sus huestes que convergieronpor los belfos de las bestias. Se veía como un grotesco rose-tón de ancas de caballos. Les temblaba todo el cuerpo, des-pués coceaban el aire con sus dos patas traseras, se sentíanperseguidos por demonios mosquitos invisibles. Un tribilínsin domicilio conocido, entraba y salía por las patas de loscaballos. Alguno de los jinetes quiso con su espadón apun-talar al perrillo, pero fue burlado y raspó el adoquinado,exacerbando chispas que le rozaron los mejillones.

Los gendarmes de la estación salieron rubricando con ti-ros la persecución, pero ya los estudiantes tenían la salida almar. Entrando y dispersándose por las calles travesañas aSan Lázaro, los estudiantes se hicieron casi invisibles a susperseguidores. Quedaba el peligro supremo del Castillo dela Punta, pero el que remedaba las apariciones de Apolo,dio la consigna de que sin formar un grupo mayor fueranpor Refugio, hasta entrar por uno de los costados de Pala-cio. Hasta ese momento José Cemí había marchado solodesde que los grupos estacionados frente a Upsalón habíanpartido con sus aleluyas y sus maldiciones. Se ponía el cuencode la mano, como un caracol, sobre el borde de los labios ylanzaba sus condenaciones. Aunque había sentido la mági-ca imantación de la plaza, de los grupos arremolinados enel parque, de la retirada envolvente hacia el mar, estabacomo en duermevela entre la realidad y el hechizo de aquellamañana. Pero intuía que se iba adentrando en un túnel, en

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una situación en extremo peligrosa, donde por primera vezsentiría la ausencia de la mano de su padre.

Antes de llegar a Palacio, los estudiantes se fueron situan-do en los portales del macizo cuadrado de la cigarrería Bock,que ocupaba una rotunda manzana. Al llegar a la esquinade la cigarrería, Cemí pudo ver que en el parque, rodeadode su grupo de ayudantes en la refriega, el que tenía comola luz de Apolo, lanzaba una soga para atrapar el bronceque estaba sobre el pedestal. Una y otra vez lanzaba la soga,hasta que al fin la atrapó por el cuello y comenzó a guindarsede la soga para desprender la falsa estatua. Entonces fuecuando de todas partes empezaron a salir rondas de poli-cías, acompañados de soldados con armas largas. Las des-cargas eran en ráfagas y Cemí permanecía en su esquinacomo atolondrado por la sorpresa. No sabía adónde diri-girse, pues el ruido incesante de los disparos, impedía pre-cisar cuál sería la zona de más relativa seguridad. Entoncessintió que una mano cogía la suya, lo tironeó hasta la próxi-ma columna, así fueron saltando de resguardo en columna,cada vez que se hacía una calma en las detonaciones. Detrásdel que lo tironeaba, iba otro en su seguimiento, un pocomayor, que asombraba por su calma en la refriega. Así re-trocedieron por Refugio, corriendo como gamos persegui-dos por serpientes. Al llegar a Prado, un poco remansadosya, el que tiraba el brazo, se volvió hacia él, riéndose. EraRicardo Fronesis, que lo había reconocido tan pronto sehabía generalizado el tiroteo y que había corrido en su ayu-da. Cemí no pudo expresar en otra forma su alegría queabrazando a Fronesis, poniéndose rojo como la puerta deun horno. Le presentó al que venía en su seguimiento,Eugenio Foción, mayor que Fronesis y que Cemí, represen-taba unos veinticinco años, muy flaco, con el pelo dorado yagresivo como un halcón, que era de los tres el que estabamás sereno. La caminata, los peligros de la marcha, la cer-canía de los disparos, no habían logrado alterarlo. Le dio lamano a Cemí con cierta indiferencia, pero este observó queera una indiferencia que no rechazaba, porque había co-menzado por no mostrar una fácil aceptación.

Se oían en la lejanía los disparos, pero cada vez espacián-dose más, al mismo tiempo que los estudiantes convergían

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al Prado y allí se iban dispersando. Cemí con sus dos ami-gos, Fronesis y Foción, tomaron por la calle Colón, paradespedirse al llegar a la esquina de la calle de Trocadero.Mientras cumplimentaban el término de la tumultuosacaminata, Fronesis para iniciar la conversación, pues Cemímostraba un silencio tímido, dijo que se había matriculadoen Derecho y Filosofía y Letras, que su tía Leticia le habíadicho que él lo haría en Derecho, lo que hacía que tuviesenasignaturas comunes, así es que se verían con mucha fre-cuencia. Foción, continuó informando Fronesis, no era es-tudiante, trabajaba en la oficina de un abogado, y procurabaser estudioso. Estaba siempre, en sus ratos de ocio, enUpsalón y con los que allí estudiaban. ¿Por qué? Ya lo sa-bría en los días sucesivos, cuando se encontrasen de nuevoen la plaza de la colina. El tiempo muy breve en que Fronesisaludió a Foción, mantuvo este entreabierta una sonrisa, nomuy anchurosa, pero donde cabía la burla secreta y la ale-gría manifestada. Las leyes del apathos de los estoicos fun-cionaron de inmediato, no, no le cayó nada bien Foción aCemí. Después de darse las manos de despedida, un ratolargo Cemí mantuvo el recuerdo de su sonrisa, ofrecida conun artificio que se hacía naturaleza, por la facilidad con quese mantenía en su apariencia vivaz.

Cemí llegó a su casa con el peso de una intranquilidadque se remansaba, más que con la angustia de una crisisnerviosa de quien ha atravesado una oscuridad, una zonapeligrosa. La presencia de Fronesis, el conocimiento deFoción, lo habían sobresaltado, pues cuando la revueltaparecía que había llegado a su final, surgía la nueva situa-ción. Al toque en la puerta de su casa había acudido Rialta,que lo esperaba sentada muy cerca de la puerta, ansiosapor ver llegar a su hijo. Con ese olfato típicamente mater-nal, se había dado perfecta cuenta de que su hijo acudía a lainauguración de las clases en Upsalón y que el curso co-menzaría con algazaras y protestas, pues los estudiantescada día iban penetrando con más ardor en la inquietudprotestaria del resto del país. Cuando lo vio llegar se sintióalegre, pues siempre que las madres ven que su hijo partepara un sitio de peligro, se atormentan pensando que fuerade su cuidado le pasará a su hijo lo peor. La alegría de su

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equivocación maternal se hacía visible en Rialta. —Teníaganas ya de que llegaras, he oído decir que ha habido dis-turbios en Upsalón y he estado toda la mañana rezandopara que no te fuera a suceder algo desagradable. Ya sabesque cuando te agitas, el asma te ataca con más violencia. Mihijo —Rialta se emocionó al decir esto—, perdí a tu padrecuando tenía treinta años, ahora tengo cuarenta y pensarque te pueda suceder algo que ponga en peligro tu vida,ahora que percibo que vas ocupando el lugar de él, pues lamuerte habla en ocasiones y sé como madre que todo loque tu padre no pudo realizar, tú lo vas haciendo a travésde los años, pues en una familia no puede suceder una des-gracia de tal magnitud, sin que esa oquedad cumpla unaextraña significación, sin que esa ausencia vuelva por surescate. No es que yo te aconseje que evites el peligro, puessé que un adolescente tiene que hacer muchas experienciasy no puede rechazar ciertos riesgos que en definitiva enri-quecen su gravedad en la vida. Y sé también que esas expe-riencias hay que hacerlas como una totalidad y no en ladispersión de los puntos de un granero. Un adolescenteastuto produce un hombre intranquilo. El egoísmo de lospadres hace que muchas veces quisieran que sus hijos ado-lescentes fueran sus contemporáneos, más que la sucesión,la continuidad de ellos a través de las generaciones, o loque es aún peor, se dejan arrastrar por sus hijos, y ya estosestán perdidos, pues ninguno de los dos está en su lugar,ninguno representa la fluidez de lo temporal; unos, los pa-dres, porque se dejaron arrastrar; otros, los hijos, que al notener qué escoger, se perdían al estar en oscuridad en elestómago de un animal mayor. Después, al paso del tiem-po, cuando llegan a ver a sus hijos serenos, maduros dentrode su circunstancia, no pueden pensar que fueron esos ries-gos, esos peligros, la causa de su serenidad posterior, y quesus consejos egoístas, cuando ya sus hijos son mayores, sonun fermento inconcluso, una espina que se va pudriendoen el subconsciente de todas las noches.

—Mientras esperaba tu regreso, pensaba en tu padre ypensaba en ti, rezaba el rosario y me decía: ¿Qué le diré ami hijo cuando regrese de ese peligro? El paso de cada cuen-ta del rosario, era el ruego de que una voluntad secreta te

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acompañase a lo largo de la vida, que siguieses un punto,una palabra, que tuvieses siempre una obsesión que tellevase siempre a buscar lo que se manifiesta y lo que seoculta. Una obsesión que nunca destruyese las cosas, quebuscase en lo manifestado lo oculto, en lo secreto lo que as-ciende para que la luz lo configure. Eso es lo que siemprepido para ti y lo seguiré pidiendo mientras mis dedos pue-dan recorrer las cuentas de un rosario. Con sencillez yo lepedía esa palabra al Padre y al Espíritu Santo, a tu padremuerto y al espíritu vivo, pues ninguna madre cuando suhijo regresa del peligro, debe de decirle una palabra infe-rior. Óyeme lo que te voy a decir: No rehúses el peligro, perointenta siempre lo más difícil. Hay el peligro que enfren-tamos como una sustitución, hay también el peligro queintentan los enfermos, ese es el peligro que no engendraningún nacimiento en nosotros, el peligro sin epifanía. Perocuando el hombre, a través de sus días, ha intentado lo másdifícil, sabe que ha vivido en peligro, aunque su existenciahaya sido silenciosa, aunque la sucesión de su oleaje hayasido manso, sabe que ese día que le ha sido asignado parasu transfigurarse, verá, no los peces dentro del fluir, luna-rejos en la movilidad, sino los peces en la canasta estelar dela eternidad.

—La muerte de tu padre, pudo atolondrarme y destruir-me, en el sentido de que me quedé sin respuesta para elresto de mi vida, pero yo sabía que no me enfermaría,porque siempre conocí que un hecho de esa totalidad en-gendraría un oscuro que tendría que ser aclarado en latransfiguración que exhala la costumbre de intentar lo másdifícil. La muerte de tu padre fue un hecho profundo, séque mis hijos y yo le daremos profundidad mientras viva-mos, porque me dejó soñando que alguno de nosotros da-ríamos testimonio al transfigurarnos para llenar esa ausen-cia. También yo intenté lo más difícil, desaparecer, vivir tansólo en el hecho potencial de la vida de mis hijos. A mí esehecho, como te decía, de la muerte de tu padre me dejó sinrespuesta, pero siempre he soñado, y esa ensoñación serásiempre la raíz de mi vivir, que esa sería la causa profundade tu testimonio, de tu dificultad intentada como transfigu-ración, de tu respuesta. Algunos impostores pensarán que

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yo nunca dije estas palabras, que tú las has invencionado,pero cuando tú des la respuesta por el testimonio, tú y yosabremos que sí las dije y que las diré mientras viva y que túlas seguirás diciendo después que me haya muerto.

Sé que esas son las palabras más hermosas que Cemí oyóen su vida, después de las que leyó en los evangelios, y quenunca oirá otras que lo pongan tan decisivamente en mar-cha, pero fueron tantas las cosas que recayeron en ese díasobre él, que comenzó a sentir esa indecisión nerviosa queprecede a la sibilación bronquial de una crisis asmática. Sesentó en su cuarto de estudio para ver si podía leer, pero laavalancha del sucedido hacia el recuerdo, era tan impetuosaque lo hacía retroceder, cambiando de momentánea fina-lidad. Decidió acostarse, pero el sumergimiento de la al-mohada lo agudizaba, efecto contrario a los días en que sufrescura lo llevaba al sueño como a una ascensión sin lastre,en el olvido gradual de la respiración. Oyó en el comedorla conversación de su madre con sus hermanas, no lo ha-bían querido levantar ni avisarle que iban a comer, puescuando tenía asma nada le hacía tanto bien como entregar-se al sueño, aunque este fuera producido por las nubes delos polvos fumigatorios, que comenzaban a dilatar el rama-je de su árbol bronquial, hasta lograr la equivalencia armó-nica entre el espacio interior y el espacio externo, comoesos arquitectos que sitúan muchos cristales en sus edifica-ciones, para causar la impresión de que el espacio no hasido interrumpido, como una fortaleza volante e invisibledonde el Ícaro, favorecido por la refracción, pudiese man-tener su costillar sin derretirse.

Para usar en forma eficaz esos polvos antiasmáticos teníaque cerrar el cuarto donde dormía, pues cualquier corrientedispersaba la lobelia y los yoduros favorables a la expansiónbronquial. El humo brotaba espeso y con indetenible rude-za, esas primeras humaredas iban dilatando los bronquios,favoreciendo el ritmo normal de la respiración. Después, elhumo iba perdiendo espesura y quemándose con lentitudal surgir de las pavesas. Ese humo lento, y yo diría comolentificado, se iba expandiendo por los poros, ocupandotodo el organismo, como una divinidad que fuera expan-diendo una alfombra para hacer de cada pisada humana

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una maravillosa escala de ritmos, de algodón y de silenciosmultiplicados por ecos infinitos en las grutas donde se en-treabren catedrales o elefantes transparentes, formados porinmóviles oleadas de estalactitas, que parecen colgadas deun techo oscilante por la entrecruzada lluvia de los reflejos.

Ese sueño artificial que lo aliviaba, lo convertía a su vezen el análogo o pareja de los contrarios más inesperados ensus mutaciones. Cuando despertaba tenía la sensación deuna colección indefinida de silencios, como esas caceríasconsistentes en no alterar la gama de silencios que rodean aun tigre. Era el silencio en acecho, que se desplegaba infe-rior a la captación auditiva del tigre. En el lomo del elefan-te, la cesta con la comitiva de flecheros, en el más elaboradode los silencios para propiciar que el animal no sienta lallegada de la otredad a su ámbito. El tigre iba penetrandopor el hilo del silencio en el laberinto que lo va a destruir.Señorea ya a cabalidad su ámbito, se siente en soledad fren-te al elefante, que se le hace transparente abandonado a laluz, comienza el tigre a masticar esa luz. Los flecherosirrumpen, hacen añicos el silencio, y el ámbito como unaalfombra comienza a envolver con mucha lentitud al tigrefrío. En la antítesis de ese silencio que persigue, en otrasocasiones, al despertar recordaba La Promenade, aquel ex-traño bosque donde el aduanero Rousseau pinta a su esposaextraviada en un silencio que no quiere quebrar, portandoun paraguas para una lluvia imposible, amuleto que pareceentregado por su esposo para evitar cualquier sorpresa enese extraño paseo. A pesar de la natural sorpresa de la es-posa por haberse extraviado en el bosque, parece sentirseacompañada. Aquí el silencio no persigue, acompaña. Esnada más que el primer espejo alucinante del bosque, allado está el camino del regreso. El esposo pintor pareceque ha querido colocar a su dama en esa delicadeza de uninstante de miedo. Pero la esposa muestra una extrañezareposada, pues sabe que en cualquier momento de peligroel pintor acudirá en su ayuda. Entonces, ella le entregarásu paraguas.

Cuando salía de ese sueño provocado, no obstante laanterior situación dual, se sentía con la alegría de una recon-ciliación. Por ese artificio iba recuperando su naturaleza.

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Sensación de haber intervenido en una cacería silenciosa, ode haber tutelado un extravío en un bosque. Silencio de laaraña en su ámbito, silencio del ángel en su transparenciauniversal.

Como a las dos de la mañana, Cemí se despertó, la amal-gama de la algazara, la aparición inesperada de Fronesis ysu acompañante Foción, y sobre todo las palabras de sumadre, unido lo anterior al largo sueño producido por lospolvos fumigatorios, le producían un afán de volver, comoen un reencuentro de su sueño con su circunstancia, a loslibros que estaba leyendo. Había abandonado a Suetonioen el capítulo dedicado a Nerón, el que quería leer en elsilencio de la medianoche. Recordó a Nerón al lado de suarpista favorito, haciéndolo tañer hasta el desfallecimiento.Sus ejercicios para conservar una voz que sólo existía ensus delirios, tales como acostarse sobre sus espaldas, cubrién-dose el pecho con una hoja de plomo, absteniéndose decomer frutas. Su escuela de canto basada en el aforismohelénico: la música no es nada si se la tiene oculta. Inaugu-rando su temporada en Nápoles, no dejando de cantar mien-tras transcurría un terremoto. Trayendo jóvenes deAlejandría, para dedicarlos a claqueros, dividiendo la ma-nera de aplaudir en combo, tejas y castañuelas. Estosclaqueros usaban una rizada cabellera, una clámide colordel múrice y un anillo en la mano izquierda. Pidiendo elpueblo su voz celestial, declaró que sólo cantaría en sus jardines.Al representar la tragedia Canacea en el parto, exigió que lasmáscaras de los dioses y los actores se pareciesen a su divi-no rostro. Pasaba gran parte del día viendo sobre una mesalas carreras de cuadrigas de marfil, cinceladas miniaturaspersas. Habiendo recibido de sus admiradores ruegos paraque cantase, dijo que sólo los griegos sabían escuchar y eran dig-nos de su voz. Mientras leía el relato de Suetonio, Cemí noestaba enteramente despierto, el humo de aquellas subs-tancias ardiendo permanecía entrelazado a la partevegetativa de su organismo, aunque percibía que aquel gro-tesco emperador actor, no era ni un tigre ni una dama per-dida en el bosque. No, no era nada de eso lo que veía, sepresentaban unas máscaras que tapaban unas carcajadas,no un rostro, que miraban unas nalgas agrandadas como

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las ancas de los caballos negros de los encapotados en elprocesional de los estudiantes.

Ahora la máscara flotaba sobre las olas, se ibadeshilachando, extendiéndose, era el sueño que volvíatrayendo el cuerpo desde lo estelar hasta depositarlo en laplaya. Se acostó de nuevo y para evitar la aparición del aho-go, quemó una pequeña cantidad de los polvos fumiga-torios. El humo se fue extendiendo por su cuerpo hastaoscurecerlo con el sueño. El grillo húmedo, escondido de-trás de un cuadro con el rostro de Santa Clara, se habíaenvuelto en la sombra de ese sueño. Cemí pudo extraer elgrillo de su escondite, se convenció entonces de que estabadespierto. Cuando con dos dedos de su mano derecha apre-só el grillo, vio que lo que se había escapado era su sueño.

Serían las cuatro y media de la mañana, cuando Cemívolvió a su cuarto de estudio. Las palabras que le había oídoa su madre, le habían comunicado un alegre orgullo. Elorgullo consistente en seguir el misterio de una vocación, lahumildad dichosa de seguir en un laberinto como si oyéra-mos una cantata de gracia, no la voluntad haciendo un ejer-cicio de soga. De la primera lectura de esa noche, habíasaltado la palabra neroniano. Era lo que calificaría siempreel desinflamiento de una conducta sin misterio, lo corus-cante, lo cruel, lo preconcebido actuando sobre lo indefen-so, actor espectador, lo que espera en frío que la sombra dela gaviota pase por su espejo. Para el segundo desfiladerode esa noche, no acudió a Suetonio, sino al Wilhelm Meister.Fue buscando los párrafos que había subrayado y de pron-to leyó: «A qué pocos varones les ha sido otorgado el poderde presentarse siempre, de modo regulado, lo mismo quelos astros, y gobernar tanto el día como la noche, formarsus utensilios domésticos; sembrar y recolectar, conservar ygastar, y recorrer siempre el mismo círculo con calma, amory acomodación al objeto.» ¿Fue una arrogancia de adoles-cente lo que le llevó a poner al margen de esa frase: Yo?Puede ser que el sentirse enfermo, el reencuentro de laamistad y las palabras dichas por su madre, le otorgasen esemomentáneo orgullo, pero él sabía que era esa alusión a lacostumbre de los astros, a su ritmo de eterna seducción crea-dora, a un Eros que conocía como las estaciones, lo que lo

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había llevado a esa frase, más con la aceptación de una amo-rosa confianza, que con la tentación de una luciferina vani-dad omnisciente.

Como Cemí había pasado mala noche, Rialta cuidó deque no fuera despertado en las primeras horas de la maña-na, durmiendo hasta más allá de las diez. Después le llevó ala cama un tazón de chocolate con una cucharadita de anís.El olor del anís profundizó aún más el esplendor de la ma-ñana. Entró después al baño para asearse con un agua tibiaque asegurase el descanso de sus nervios después de la cri-sis asmática. Se miró al espejo, vio cómo se le marcaban lascostillas, las ojeras abultadas, las manchas del yoduro se re-crudecían en la palidez del rostro. Vinieron a su recuerdoaquellas citas que hacía el tío Demetrio, de los higienistasjaponeses: el que camina mucho, vive mucho, y también, unbaño lo más caliente que el cuerpo resista, una vez a la semana, esla juventud eterna. Se sonrió pensando que si esas frases fue-ran ciertas, él alcanzaría la más potente longevidad. Esamañana sentía que los pies se le amorataban en el calor delagua, y ayer había caminado en la manifestación estudian-til, agitado, corriendo a veces, perseguido por los caballosde ancas negras. Esos dos aforismos de los higienistas japo-neses, lo llevaron al recuerdo de su tío Demetrio, a quiendesde la muerte de su tío Alberto apenas había vuelto a ver.Pero Demetrio era un caso patético en esa dimensión; lagente que era de su amistad creyó que había vivido muchosaños porque estaba terriblemente avejentado a sus cincuentay cuatro años. Por eso algunos creyeron, por haberle oídoesos proverbios, su divulgación de los estudios médicos, losalardes que hacía de retour à la nature, que había alcanzadolargos y serenos años, cuando vivió mucho menos de lo quese creía por sus amigos y llevó una existencia muy atormen-tada, sobre todo después de la muerte del tío Alberto, queera su desahogo para las confidencias familiares, los pro-blemas económicos y los aburrimientos de una existenciaque siempre se consideró fracasada.

Después de una noche de asma disfrutaba de una especiede cansancio voluptuoso. Se quedaba en su casa y observa-ba el crecimiento del trabajo casero, desde Baldovina dan-do los primeros plumerazos en las persianas de la sala, las

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ondas delatorias de un sofrito, el condimento milenario delajo y del aceite para hacer una sopa que le producía losmismos efectos del baño matinal en la tibiedad de las roda-jas de pan absorbiendo el aceite. Al sentarse a la mesa paraalmorzar tuvo una dicha, semejante a la reiteración del rit-mo estelar de la frase de Goethe, vio una taza de caldo muyespeso, hecho con el ajiaco almorzado el día anterior.Baldovina pasaba todas las viandas por la maquinilla demoler, junto con la carne de puerco y el tasajo; el resultadoera opimo, un caldo que tenía toda la gama gustativa de unalmuerzo saboreado por sorbos espaciados. Cuando llega-ron unas torrejas como postre, Rialta recordó que LuisRuda, el tío del Coronel, para remedar el estilo del vascoCemí, decía torrijas, entonces el nieto, el habanero Cemí,cerró el almuerzo diciendo: —Cuando el general Torrijosse levantó en Tarragona, saboreaba unas torrijas —lo dijocon gracioso acento hispano. Una risotada donde se abra-zaron los comensales fue el punto final, oloroso a perejil.

Cemí antes de entrar en la siesta, oyó por radio el cuartetode Ravel. A la una transmitían siempre un cuarteto; despuésde un postre de opulencia criolla, ese cuarteto era siemprela marca de un estilo, de una forma. En ese cuarteto, porencima de las suspensiones impresionistas, de la pureza enque se intentaba aislar la sensación, dándole una momentá-nea soberanía a ese fragmento, la forma cuarteto predomi-naba, desapareciendo casi la sensación en el continuo deuna sonoridad apoyada, donde un fragmento se anegabade inmediato en la totalidad de una fluencia, impidiendo launidad de la corriente sonora los reflejos de cada ola, puesaquella forma contenía implícitas la participación y la justi-ficación, así cada compás estaba hecho en relación con lacorriente sonora, con su fluencia en persecución de unasuprema esencia y al mismo tiempo parecía mirarle la caracon fijeza a todo el que se le acercaba para dar cuenta desus actos en el cosmos del sonido.

Todo el cansancio de la noche recayó sobre la siesta, elsueño frustrado en la noche cuando viene a ocupar el sueñode día en la siesta, hace descansar la imaginación, o mejor,diríamos que aplasta los sentidos con su peso de oscuridaden un recipiente inadecuado. Cemí salió de la siesta con

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deseos de salir de la casa y caminar por Obispo y O’Reilly,para repasar las librerías. Esas dos calles fueron siempresus preferidas, en realidad, son una sola en dos tiempos:una para ir a la bahía, y otra para volver a internarse en laciudad. Por una de esas calles parece que se sigue la luzhasta el mar, después el regreso, por una especie de pro-longación de la luz, va desde la claridad de la bahía hasta elmisterio de la médula de saúco. El obispo baja por una deesas calles, bajo palio, rodeado de faroles. Va a llevarle laextremaunción a un alférez que se muere en un galerón.Sube por la otra calle un general de origen irlandés, rubiomuy tostado por largas estancias en el Líbano, porta unbastos florecido, adquirió la costumbre de usar aretes en lascampañas de Nápoles. Esas dos calles tienen algo de ba-rajas. Constituyen una de las maravillas del mundo. Raroera el día que Cemí no las transcurría, extendiéndose porsus prolongaciones, la plaza de la Catedral, la plaza de losGobernadores generales, la plaza de San Francisco, el Tem-plete, el embarcadero para la Cabaña, Casablanca o Regla.Los pargos que oyen estupefactos las risotadas de los mo-tores de las lanchas, los garzones desnudos que ascien-den con una moneda en la boca, las reglanas casas de santeríacon la cornucopia de frutas para calmar a los dioses del true-no, la compenetración entre la fijeza estelar y las incesantesmutaciones de las profundidades marinas, contribuyen aformar una región dorada para un hombre que resistetodas las posibilidades del azar con una inmensa sabiduríaplacentera.

En la librería donde entró, siguiendo una de las estante-rías, se podía oír la conversación que mantenían dos perso-nas. Le pareció a Cemí que la voz que oía le era conocida,más por haber oído su timbre hacía muy poco tiempo, quepor su frecuencia en el trato. Al pasar por la puertecilla dela trastienda, miró hacia adentro. Era Eugenio Foción ha-blando con un joven que a él le era desconocido. La voz deFoción se oía clara y distinta, aunque al final de sus frases senotaba cierto subrayado irónico. Cuando entró el librero,le preguntó: —¿Ya llegó el Goethe de James Joyce, queacaban de publicar en Ginebra? —el librero le hizo un gui-ño, sabiendo el tono burlón de su pregunta. —No, todavía

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no, aunque lo estamos esperando en estos días. —Cuandollegue, guárdeme un ejemplar, le dijo la persona que habla-ba con Foción, que no percibía la burla al referirse a unaobra que jamás había sido escrita. La voz era espesa, conensalivación de merengue endurecido, revelando ademásel sudor de sus manos y de la frente la violencia de sus crisisneurovegetativas. —En la misma colección aparece un Sartrechino, del siglo VI antes de Cristo —dijo Foción—, pídeseloal librero para que también te lo guarde. —Un Sartre chi-no, habrá encontrado algún punto de contacto entre el wuwei de los taoístas y la nada de los existencialistas sartrianos—dijo la otra persona, comenzando a chasquear la lengua,aumentando visiblemente su nerviosismo. —Lo que sí en-contré en la otra librería fueron las Memorias de MarieBrizard. La incomparable licorera francesa es al propio tiem-po una sutilísima escritora. La historia de la destilación enFrancia, desde la Edad Media, contada por la persona másindicada para hacerlo. Imagínate que por esa obra, Valéryha firmado un manifiesto, pidiendo para la deliciosa viejitael Premio Nobel. En cuanto termine la obra que ahora es-toy leyendo, la correspondencia entre Bernardo de Palissyy el Papa, comenzaré a leer todas esas delicias—. La personacon quien hablaba Foción se despidió de súbito, dio un sal-to para salir de la trastienda, pasó frente a Cemí sin mirar-lo, subió por Obispo para ir al hotel donde vivía solo. Sumadre y su padre acababan de divorciarse. Tenía una crisissexual que se revelaba en una falsa y apresurada inquietudcultural, que se hacía patológica ante las novedades de laslibrerías y la publicación de obras raras. Foción lo sabía y segozaba en meterlo en un laberinto para verlo atormentar-se. Apenas había salido de la librería, el librero entró en latrastienda y comenzó a reírse de la broma cruel. Se rió ellibrero, pues Foción permaneció inalterable. Cemí apresuróel paso para evitar encontrarse con Foción.

Vino al recuerdo de Cemí su lectura de Suetonio la no-che anterior, y precisó que el diálogo de Foción había sidouna situación enteramente neroniana. Conocía a su inter-locutor, la dolencia que lo exacerbaba; mientras este estabaindefenso en su poder, él podía permanecer incólume. Po-día jugar, mientras la otra persona se irritaba en su enfer-

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medad. Utilizaba su superioridad intelectual, no para en-sanchar el mundo de las personas con quienes hablaba, sinopara dejar la marca de su persona y de sus caprichos. Des-pedazaba la más nimia intención de los demás de penetraren su persona, así cuando el librero creyó halagarlo, rién-dole la gracia, lo rechazó con una gravedad que desconcer-tó al adulón. Cruelmente borraba el rastro de su persona yde sus palabras, para desconectar a los que intentaban se-guirlo. Partía siempre de su innata superioridad, si se leaceptaba esa superioridad reaccionaba con sutiles descar-gas de ironía, si por el contrario se la negaban, mostrabaentonces una indiferencia de caracol, tan peligrosa comosu ironía. Hería con un puñal de dos puntas, ironía e indi-ferencia, y él siempre permanecía en su centro, lanzandouna elegante bocanada de humo. Era el árbitro de las situa-ciones neronianas.

Cemí salió después de comer a dar una vuelta por el Pra-do. Al sentarse frente a un cine, vio un vejete, con unoslibros debajo del brazo, que se dirigía al mismo banco don-de él estaba sentado. El viejo, bajito, rechoncho, le brindócigarrillos. Cemí ni siquiera lo miró, le dio las gracias sinaceptárselos. El vejete insistió, Cemí le dijo que no era sucostumbre aceptar regalos de quien no conocía. El viejo pusouna cara de gárgola llorosa, y Cemí se levantó contrariadopor aquella ridícula situación. Siguió bajando por el Pradohasta llegar al Malecón. Desde lejos observó en el recodosentados a Fronesis y a Foción. Hablaba Fronesis y Focióncon la cabeza baja, escuchaba. Desde lejos percibió que noera el Foción de la librería, desde el gesto con que escuchaba,hasta lo demorado de sus respuestas. Se veía que era otro,menos arrogante, más en personaje secundario. Cemí diouna vuelta en redondo, para no ser visto por los dos amigosconversadores. Cemí no quiso molestarlos, ni penetrar enel ámbito formado en torno de ese diálogo, pues la humil-dad fingida asumida por Foción, no lograba extraerlo de ladoradilla de su especialidad, la situación neroniana.

Esa noche durmió mucho mejor que las anteriores. Hastalas cinco de la mañana no tuvo que usar los polvos fumiga-torios y así puso fin al sueño con completo descanso y ale-gría al ver saltar la mañana por las persianas entreabiertas.

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El recuerdo de Fronesis y Foción conversando en el recododel Malecón, volvió con su imagen a punzarlo. No le extra-ñaba que un ser noble, digno, extremadamente dotado paralas cosas del espíritu como Fronesis, pudiera tener relacióncon un ser neroniano, espectacular y preconcebido comoFoción. Sabía que eso era relativamente corriente, pero leconfundía ese aislamiento, ese retiro en el confín de la no-che, esa imposibilidad, por lo menos él lo interpretó así, deque pudiera llegar un tercero con ellos a conversar.

Cuando llegó a Upsalón, le sorprendió el nuevo ambien-te que ostentaba, parecía que había obrado un hechizo. Laintranquilidad y el tumulto del día anterior se habíantrocado en una atmósfera sonriente. Amables bedeles, pro-fesores que hacían grupos con los estudiantes, estuches demineralogía con piedras que no serían lanzadas a la cabezade los polizontes resoplando un cansancio de cuarentonesa marcha forzada. Cemí había matriculado Derecho porcomplacer a su madre, pensando estudiar Filosofía y Le-tras, tan pronto terminase aquella carrera. En la Facultaddonde iba a estudiar había una excesiva aglomeración deestudiantes, discutían con voces que sobresalían de cada coroque se iba formando. Bajaban a la cantina a comer paste-lillos que la simpatía llevaba a los enamorados y a los ami-gos. En algunas mesas muchachas de pronunciado pechopotente intercambiaban sonrisas y melindres con jóvenesque parecían en acecho para la caza del unicornio, entre lafuente y las enaguas de una princesita de Westfalia.

Aquel escándalo molestaba a Cemí, que se dirigió a la es-cuela de Filosofía y Letras, en busca de reposo y de horasserenas. En unos cuantos bancos los estudiantes manteníanuna conversación llena, sin tediosas pausas, ni mortandadesoficiosas, pero con sosiego, preocupados de que un noblesentido oracional, de ascético ordenamiento, no se rompieseen la alegría de la amistad. La cortesanía se reservaba sussecretos, pero el Eros y Lysis el amistoso, iban ganandosus cien puertas.

De uno de esos grupos se alzó una mano llamándolo,enseguida Cemí percibió a Fronesis. Lo que le llamó la aten-ción fue que apenas llegado Fronesis, ya tenía en torno uncoro de muchachas y amigos. Tenía la facultad de crear coor-

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denadas que convergían hacia él. Quien lo conocía, lo en-contraba siempre al final de un camino, y además deseabaencontrárselo al final de ese camino. Cemí mismo, acabadode conocerlo, sabía ya que algo había sucedido en su vida,siempre lo vería como esa mano que nos recoge en mediode un tumulto infernal y nos lleva de columna en columna.Cuando levantamos la cara, ya no está, está en el turbión desu alegría que nos vuelve a imantar, como el cocuyo, el puntogeométrico, los ojos del gato, la mirada de la madre, quellevan en la noche a una convergencia en el árbol, el ence-rado, el cuarto de dormir y la inmutable aparecida cuandobajamos los párpados.

Cuando estábamos en presencia de Fronesis, su puntoerrante no dejaba de acecharlo, de avivarle su ámbito. Hacíarecordar aquella frase de Kandinsky, que nos afirma «queun punto vale más en pintura que una figura humana»,pero Fronesis mantenía una perpetua relación favorableentre su figura y su punto. Mientras su figura estaba, elpunto, recorriendo todas las mansiones del castillo de suámbito, le daba una presencia de hechizo, semejante alconseguido por los maestros iluministas, los Fouquet, losLimbourg, cuando la lejanía y la placa de la escarcha seunen para lograr un punto errante que logra reemplazarla presencia del castillo rocoso y la inmensa extensión de lablancura.

Su reducción a un punto, avivaba en tal forma su ámbito,que quizá el coro de muchachas y amigos no hubiera alcan-zado nunca esa presencia de calidad si no estuviese a sulado escuchándolo, disfrutando de esa llaneza en la luz siem-pre despierta, pues lo inundaba una especie de cuña deesclarecimiento que donde quiera penetraba como una as-tilla capaz de comunicar una salud y un esplendor que seiban propagando como el ser sustancial que transmite unprocesional. En su ausencia el punto retornaba, más que sufigura, siguiendo ese consejo del mismo Kandinsky, de quela punta del cuchillo al actuar sobre la placa negra del gra-bado engendra un punto que rompe su contorno. Y así erala ausencia de Fronesis, cuando el punto empezaba a ac-tuar en el recuerdo, se deshacía como una gárgola en suámbito, la araña dejaba su tela para abultarse con la sangre

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de todas las criaturas adheridas, y era entonces un puntoinexorable, que engendraba el acecho y la tensión en el másinesperado sitio de un cuadrado.

Las clases eran tediosas y banales, se explicaban asigna-turas abiertas en grandes cuadros simplificadores, ni si-quiera se ofrecía un extenso material cuantitativo, dondeun estudioso pudiese extraer un conocer funcional quecubriese lo real y satisficiese metas inmediatas. Al final delas explicaciones, los obligados a remar en aquellas gale-ras, levantaban como un aleluya al llegar a las nuevas are-nas de su liberación, y salían al patio. En esas arenas eradonde los esperaba Ricardo Fronesis. Don Quijote habíasalido del aula cargado de escudetes contingentes: la obraempezaba de esa manera porque Cervantes había estadoen prisiones, argumento y desarrollo tomados de un ro-mance carolingio. Le daban la explicación de una obrafinista, Don Quijote era el fin de la escolástica, del Amadísy la novela medieval, del héroe que entraba en la regióndonde el hechizo es la misma costumbre. No señalaban loque hay de acto participante en el mundo del Oriente, deun espíritu acumulativo instalado en un ambiente roma-no durante años de su juventud, que con todas las seguri-dades del Mediterráneo Adriático, se abre a los fabulariosorientales. Don Quijote seguía siendo explicado rodeadode contingencias, finista, crítico, esqueleto sobre un rucioque va partiendo los ángulos pedregosos de la llanura.Esqueleto crítico con una mandíbula de cartón y un para-rrayo de hojalata.

—Me parece insensato opinar como el vulgacho pro-fesoral, que Cervantes comienza el Quijote con las conoci-das frases que lo hace por haber estado preso, no debía elQuijote comenzar como lo hace, y no por ocultar su pri-sión, ya Cervantes había llegado a un momento de su vidaen que le importaba una higa el denuesto o el elogio, puescomo él dice: «me llegan de todas partes avisos de que meapresure». En mi opinión Don Quijote es un Simbad, queal carecer de circunstancia mágica, del ave rok que lo trans-porte, se vuelve grotesco. Como Simbad hace salidas, el averok puede transportar un elefante, pero si tiene que levan-tar un esqueleto y dejarlo caer sobre una peladura de roca,

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el resultado es un grotesco sin movilidad, se mueve mien-tras va ovillando su hilo, pero como no tiene centroumbilical, se trata de un esqueleto, va formando como cen-tro sustitutivo un rosetón de arena en una llanura de pol-vo. El ave rok levita a Simbad y lo lleva a l’autre monde, peroSancho y su rucio gravitan sobre Don Quijote y lo siguenen sus magulladuras, pruebas de su caída icárica.

—En la Cárcel Real —continuó diciendo Fronesis, sin quese notase cansancio al oírlo, después de una hora de clase—,se encuentra con Mateo Alemán, que ya tiene escrita la pri-mera parte de Guzmán de Alfarache. Desde sus comienzos sealude en esa obra a un ambiente de prisión, «escribe su vidadesde las galeras, donde queda forzado el remo». Razón demás para que Cervantes no comenzase con la misma alu-sión. El caso de Mateo Alemán es extraordinariamente la-beríntico y triste en relación con su reclusión; está desdeniño en una prisión donde su padre es médico, en su ma-durez tiene que volver a la cárcel como sancionado. MientrasCervantes va escribiendo el Quijote, a su lado Mateo Ale-mán está escribiendo la vida de un santo, Antonio de Padua,que lucha contra el dragón, multiplicado en innumerablesespejos diabólicos para su tentación. Si Cervantes hubiesequerido escribir contra los libros de caballería, y esa es unade las tonterías que le hemos oído al profesor esta mañana,hubiese escrito una novela picaresca, pero no, lo que hacees un San Antonio de Padua grotesco, que ni siquiera conocelos bultos que lo tientan. Esa mezcla de Simbad sin circuns-tancia mágica y de San Antonio de Padua sin tentaciones,desenvolviéndose en el desierto castellano, donde la hagio-grafía falta de circunstancia concupiscible para pecar y dela lloviznita de la gracia para mojar los sentidos, se hace unesqueleto, una lanza a caballo.

En ese respiro, Cemí se aprovechó para colocar una ban-derilla. —La crítica ha sido muy burda en nuestro idioma.Al espíritu especioso de Menéndez y Pelayo, brocha gordaque desconoció siempre el barroco, que es lo que interesade España y de España en América, es para él un temaordalía, una prueba de arsénico y de frecuente desbarro.De ahí hemos pasado a la influencia del seminario alemánde filología. Cogen desprevenido a uno de nuestros clásicos

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y estudian en él las cláusulas trimembres acentuadas en lasegunda sílaba. Pero penetrar a un escritor en el centro desu contrapunto, como hace un Thibaudet con Mallarmé,en su estudio donde se va con gran precisión de la palabraal ámbito de la Orplid, eso lo desconocen beatíficamente.Por ejemplo, en Góngora, es frecuente la alusión a las joyasincaicas, sin embargo, no se ha estudiado la relación deGóngora con el inca Garcilaso, en el tiempo en que amboscoincidieron en Córdoba. Los incas en la imaginación deGóngora; he ahí un delicioso tema. Las verdaderas relacio-nes de Góngora con el Conde de Villamediana, se descono-cen o se silencian, a pesar de las constantes alusiones deQuevedo, erupciones más que alusiones. La imaginaciónretrospectiva, tan fundamental como cuando crea mundoso simples planetas zumbantes, tiene un placer intermina-ble, los relatos que le hacía el inca Garcilaso a Góngora deuna de las eras imaginarias, la piedra despidiendo imáge-nes, tienen que haber sobresaltado los sentidos del racioneromayor, en el momento en que se llevaba una enorme raciónpara su metáfora y su venablera.

Fronesis no mostró ninguna sorpresa por la participa-ción de Cemí; parecía que la esperaba. Estaba en su rostro,aunque no se le vio, el signo invisible de una alegría nomanifestada. La alegría de saber que una persona que estáen nuestro ámbito, que es nuestro amigo, ha ganado tam-bién su tiempo, ha hecho también del tiempo un aliado quelo robustece y lo bruñe, como la marea volviendo sobre lashojas del coral.

—Cervantes y Góngora —sentenció Fronesis para sentirsemás cerca de Cemí—, hacen una literatura.

—Santa Teresa y Quevedo hacen otra —respondió Cemí,como para no dejar el tema concluso y volverlo a reavivar.Sonó el timbre para la otra clase.

—Es la trompeta que anuncia la dispersión de Babilonia—dijo Fronesis, levantando una carcajada que evitó la des-pedida.

Cemí abandonó las restantes clases, bajó por San Lázarohasta la biblioteca que entonces estaba en el Castillo de laFuerza. Cuando llegó, el estacionario, al que había que lle-varle una tarjeta con las generales y la obra que se deseaba

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leer, hablaba con un negro viejo que era el que traía loslibros a la sala de lectura. —Cuando me quedo de guardiapor la noche —dijo el negro—, es espantoso lo que se oye.Dicen que es alguien que está vivo en muerte, que recorreel castillo buscando la eternidad de su alianza, que se murióen la espera de su regreso floridano. El espanto va dismi-nuyendo, porque la voz que se oye es muy melodiosa, alfinal parece que descansa en un espejo, es entonces el ama-necer, la luz se ha llevado toda la melodía.

Vio Cemí la sucesión pedregosa de la fortaleza y de inme-diato pensó lo que harían Kafka y Cocteau con aquellos la-berintos defensivos. Pero después recordó que su padrehabía comenzado su carrera militar en la Cabaña, que ha-bía sido el director de la Academia Militar de El Morro,que su asma había surgido de la humedad de la Cabaña, queestaba dentro de sus recuerdos en un tiempo súbito, que lareminiscencia no tendría que recurvar sobre él, sino queestaba allí en su presencia pedregosa, con sus laberintosbaldeados por el amanecer, con su humedad que provoca-ba el repliegue del árbol bronquial. El recuerdo de su pa-dre hecho visible en la voz de la madre: busca el peligro delo más difícil. Recordó cómo también se decía que su padrese aparecía en El Morro, de noche en el pabellón dondedaba su clase, buen cumplidor de su sentido misional aundespués de muerto.

Vio llegar al centro de la Cabaña a un hombre de colorde calabaza seca, con un gran sombrero de yarey. Fueronsaliendo las tropas con el uniforme de la época de la tomade la fortaleza de La Habana por los ingleses. El hombredel sombrerón se acercaba a una llave maestra, de excesivaornamentación barroca, de donde salía una chorretada deagua, contentada por ver la suerte del truchimán. El hom-bre colocó sobre una de las troneras una cubeta de agua,mostró después un largo pelo del crinaje de un caballo, locortó después en cuatro partes iguales, lo sumergió en elagua, tapó después la cubeta con su sombrero, cuando loquitó, cada uno de los fragmentos de pelo se agigantabacomo un pececillo. Entraron después al campamento unamanada de caballos, uno excesivamente intranquilo, era elque buscaba el pelo que le había arrancado el truchimán.

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Este de inmediato cogió el diminuto pez, lo puso al sol y seconvirtió de nuevo en el largo pelo de la cola del caballo. Lomezcló con el polvo, le unió un poco de agua que salía de lallave ornamentada, y cuando pasó el caballo que buscaba supelo, le dio la bola que había hecho el pelo mezclado con elpolvo del camino. El caballo se detuvo, había cogido tétano.Como estaba rodeado de soldados, el truchimán provocó elefecto tetánico, cuando el equino mostraba una vergatitánica. La soldadesca vio esa alusión al espíritu germinativoequinal. El de color de calabaza le arrancó un pelo de lacrin del caballo con tétano, comenzó el caballo a saltar yocultó la verga.

Los caballos comenzaron a recorrer la fortaleza, se mez-claron con los soldados que los acariciaron, después demojarse las manos en la pila barroca. Los cuatro pececilloshinchándose, habían adquirido el tamaño de delfines quetripulaban cuatro caballos. Los cuatro tuvieron que con-vertirse en caballos marinos para evitar que los peces al se-guir en su hinchazón, llegasen a estallar. Al final se veía enel centro de la bahía una ballena que agonizaba con lenti-tud vegetal.

El mismo Castillo de la Fuerza parecía que estaba hechopara despedidas, reencuentros, bodas donde los desposa-dos se separaban antes de su primera noche de pasión. Erauna piedra que receptaba en toda su entereza la marea lu-nar. Tenía algo de espejo para la configuración de lo invisi-ble. Alguien se asomaba y la lámina de la bahía reflejabacon fijeza querenciosa la imagen que le ofrecía el pozo pre-parado. Estar en ese castillo era ya esperar el adensamientodel ectoplasma, del hueso que resista para la Resurrección.El tablón con la vela encendida en su centro oliscaba el áni-ma del finado. Como Emma Mariani, en estado de graciadesde los cinco años, se orientaba por el olfato para buscarla Suprema Forma, la madera receptaba los espíritus delmar por el fuego del Espíritu Santo. Si no la cabalgaba lavela encendida, la tabla no se ponía al costado del ahogado, yeste reventaba como un buey, con la máscara agrandada,llena de los innumerables alvéolos dejados por las pirañas.

Al día siguiente, al llegar por la mañana a Upsalón, notóen todos los grupos una festinación, una alharaca casi, que

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interrumpía las clases. La gravedad socarrona del dios Tér-mino parecía estar en el centro de esos grupos. Un solotema levantaba el comento procaz, seudocientífico, libertinoo condenatorio. En el centro, el dios Término, con unamandíbula moviente, que remedaba una risa solfeandoun solo hecho, con un enorme falo, y en la mano derecha uncuerno. A cada uno de los ascensos y descensos de la man-díbula, correspondía un movimiento rítmico de la manocon el cuerno que tapaba la hímnica longura del falo.

El comentario alegraba todos los grupos en una espermanaciente. Un relator, y luego las variantes y el juego de lasinvenciones. Cemí recordó que cuando estaba en el Castillode la Fuerza y fue agraciado con una visión de las que él sereía, había situado delfines sobre caballos que corrían susmutaciones entre el mundo inorgánico y el tétano. Delfines,símbolos de un desvío sexual, que retozan cerca de la conchadonde la cipriota diosa se envuelve en sus velos de salitre.

Cemí oía tres o cuatro conversaciones sobre el sucedido.Se entrecruzaban los relatos, se rompían en un poliedrodonde los colores semejaban una guacamaya deshaciéndoseen una risotada. Chirigotas a lomo de un chivo herniado.Una palmada recia en el hombro de un trigueño, diciéndo-le: gran puta. El golpeado ripostaba: gran puto. Y el otroque volvía con respuesta: eres tan feo que debía haber dichoesputo. Y el otro, fingiendo amaneramiento: Como decíaVíctor Hugo, «el cielo estrellado es un esputo de Dios». Er-golis, remataba, «el cielo estrellado es la gran putería». Perocomo sucede siempre, muy cerca de la bufonería está elhieratismo del castigo, cada risotada era una soga que a-marraba más al caído. Se levantaba sangrando, un traspié yotra risotada.

El atleta Baena Albornoz era en extremo viril y forzudo,de él se recordaba que en un juego de foot, al perder sugrupo, había dejado los incisivos en señal de protesta en unposte esquinero. En su canoa de regata se deslizaba por elAlmendares, entre interjecciones y canciones de boga. Sialguien se dormía con el remo, que era la frase que usabapara los que, según su parecer, no alcanzaban su marca,los sacudía, y después cuando andaban con su pantalón blan-co y su camisa de playa, los quería chapuzonar de nuevo.

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Llegaba a los cafés portuarios de medianoche y con una vozcomo el cuerno de Roldán, estentorizaba: —Si entre voso-tros mora algún hijo de Sodoma, debe abandonar el local—.Los cinedos con megacolon congénito, desfilaban en unaprocesión quejumbrosa. Si alguno de los tapiños pretendíaquedarse, le gritaba: —Detrás de la máscara se te ven lasojeras lilas—. Y avanzaba contra él, lanzando las impreca-ciones de Áyax Telamón antes de entrar en combate.

Por el sopor de la corriente del Almendares se deslizabala canoa, parecía hecha de hilos de araña como la de algu-nos primitivos americanos. Remando con tal violencia quelo hacía un tigre luchando con el fuego de San Telmo, BaenaAlbornoz hacía de su remo una espada que magullaba elcobre de las espaldas del mar. Aquel día habían alcanzadobuen tiempo en el recorrido de las distancias. Salió delheraclitano fluir, con una risa que enseñaba su heroísmo depérdida total de incisivos en un tumulto de protesta depor-tiva. Para mostrar más aún su júbilo, le dijo al timonel ena-nito que levantase la canoa por la popa, mientras él la car-gaba por la proa con el gesto de Heracles paseándose porlas costas del Mediterráneo con un bastos en la mano. Asíllevó la canoa hasta el castillito de la Chorrera, donde seguardaba todo el instrumental de las competencias. Losremeros, por las fechas que precedían a las regatas, dor-mían en la Chorrera, para estar más de inmediato volcadossobre los ejercicios y para empezar la boga en horas muytempranas de la mañana.

Ya adentrada la noche, Baena Albornoz abandona consigilo el dormitorio, los insomnes que lo acompañaban enlas horas de recuperación del cansancio muscular, ideabanque se iba para algún fiestazo tenorino. Regresaba con elalba, estallándole por las mejillas el júbilo sanguíneo. Unafresca novedad nerviosa, en el presunto vuelco de la esper-ma, lo llevaba a remar no tan sólo con verdadera ferocidadmuscular, pinchado por el yodo algoso y el ultravioleta res-balando por su piel, sino con la agudeza de un rayo expan-dido como un árbol entre la percepción y la reacción orde-nadora. Su voz penetraba como una cuchilla en la quilla deproa, obligándola a extenderse con el viento.

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El dormitorio más venteado lo ocupaban los jerarcas dela ancestralidad hercúlea. Cuarto cara a la brisa, con altospuntales de encalado reciente para seguir las bandoneadaslunares. Pasos largos, en el encalado, daban avisos. Bromasla luna espartana las recortaba. Sábanas alzadas a destiem-po, un caracoleo de embriaguez obligada a una retiradavergonzante sin palmatoria ejemplar.

En el sótano dormía el novato Leregas. Después Cemísupo que era aquel provinciano que habían expulsado delcolegio por mantener encendida al lado de la mesa del pro-fesor la vela fálica. Llevaban allí en los primeros meses de lainiciación a los que podían dar resultado en las competen-cias de remo. Su desparpajo como aprendiz deportivo erael mismo al de las mañanas ingenuas de una explicacióngeográfica, eso le daba a su dotación germinativa un pode-roso desarrollo publicitario. En el sótano, traspasada la hu-medad a las sábanas que lo cubrían, su priapismo se calma-ba con el goterón rezumado por las paredes encaladas quese iba amonedando en su nuca, pequeño espejo escarchadopor el aliento del reno.

El recuerdo del cráter de Yoculo pasó al sótano, por allíllegaban también las sombras del Scartaris. La sombraanillada de Scartaris sobre el cráter de Sneffels. Era la etapaanterior a la aparición de la rubia Graüben. No estaba allíla raíz del árbol, sino el fuego del nacimiento malo, de laesperma derramada sobre el azufre incandescente. Leregasen la medianoche, con su Eros de gratuidad en la adoles-cencia, no sudaba pensando en las rubias crenchas deGraüben. Su Eros reaccionaba reconstruyendo por fragmen-tos las zonas erógenas. Una vista fija de los glúteos separa-dos de las prolongaciones cariciosas de las espaldas. Losmuslos enarcaban su sensualidad en la contemplación deuna Diana mutilada que expusiese sobre la cama su piernade yeso. Brazos sin relación con un rostro, le apretaban comocordeles, cada cordel se trocaba en una viborilla lamiendoun poro, parecía que allí bebiese agua de amanecer, sin vi-gilar al gamo, su enemigo cosmológico. La saturniana canalde las entrepiernas se le trocaba en lo húmedo gelatinosoque tenía que apuntalar con la columna fálica. Veía al otroparticipante del diálogo carnal como una víctima que corría

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desnuda desde el ara del sacrificio hasta la columna con unsoporte palmeado, la vellocilla resistente al tacto, terminan-do en un glande en extremo tenso que apuntala un techosalpicado de gránulos de azufre, estrellas errantes y come-tas, que al reventar en los acantilados producían una obs-curidad que marchaba como un nematelminto por la circu-lación linfática, hasta deshacerse en la espuma del éxtasis.

Uno de los remeros, punzado con indiscreción por unchocolate de medianoche, se levantó para hacer un vuelcodel serpentín intestinal. Con la prisa sigilosa que consentíalas contracciones espasmódicas, buscó el disfrute del retre-te, al lado de la habitación de los durmientes, cerca de laescalera de piedra que conducía al sótano del Sneffels. Li-berado de su carga corredora, se le agudizaron las orejas alescapado del sueño. Oía en Siracusa, en la llamada Orejade Dionisio, los ecos que agrandaban el hábito hasta el mu-gido. Oyó por los últimos peldaños un deslizamiento acei-tado. Percibió a Baena Albornoz, con la toalla enrollada enla cintura, dirigirse en busca del novato que lo esperabacon su lanza pompeyana en acecho. Lucía el atleta mayortoda la perfección de su cuerpo irisado por el eonretrogerminativo. El Adonis sucumbía en el éxtasis bajo elcolmillo del cerdoso. Los dos condenados, que al principioestaban de pie, recorridos por la tensión de la electricidadque los inundaba, se fueron curvando relajados por la pará-bola descendente del placer. Entonces, el Adonis en la expi-ración del proceso, empezó a morder la madera de un extre-mo de la camera. El grito del gladiador derrotado que anta-ño había mordido en un poste del campo de lidia, era seme-jante a la quejumbre que emitía al rendirse al colmillo deljabato, metamorfoseado en novato triunfador. La onda derecuperación en la dicha, avivó sus sentidos para descubriren el primer descanso de la escalera la burla y la malignidaddel coro de los remeros que testificaban su humillación.

Aturdido miraba en torno buscando la ropa, había olvi-dado su descenso de Adonai con el manto sobre los muslosque iban a ser heridos. Los remeros que habían descendidopara comprobar la humanidad, y aun la carnalidad, de aqueleterno triunfador pítico, lo habían hecho ya en acabada ves-timenta, para huir por los más rápidos postillones dando

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avisos. El jabato metamorfoseado, sin fuerza para enfrentarsu desvío, buscó una esquina donde lloraba por anticipadosu arrepentimiento; el llanto que le rodaba por el colmillo,en la transfiguración interrumpida, lo llevó a recoger la toa-lla con que Adonai había descendido al sótano para taparselas pudendas y cubrirse el rostro para hacer más risible sullantera de eunuco poseedor.

Baena Albornoz cogió un trinquete con su vela, lo rociócon la gasolina preparada para algún lanchón y saltandocomo un fuego que ardiese sobre las aguas, subió la escale-ra y se dirigió al cuarto de los durmientes escapados paramaliciar. En ausencia de los cuerpos a los que quería que-mar, se lanzaba sobre sus lechos con la vela encendidahendiendo los aires. Las llamas brotaban por las ventanasdel castillito, como si fuesen venados con la cornamentaarbórea sacudiendo sus venablos.

Los marineros de guardia tuvieron que usar sus ex-tinguidores. Rescataron al jabato lloroso que desde el sóta-no no podía ver el fuego de las ventanillas. Casi ahogado porel humo, el Adonis desnudo, extendido en el corredor queconducía a la cámara de los malditos vengadores, con lasmanos chamuscadas blandía aún la lona encendida con la quehabía quemado el recinto de los reyes rivales.

Mientras tanto los compañeros de sueño del héroe en lacompetición amistosa, habían corrido a las oficinas deUpsalón. Allí volcaron el testimonio, dijeron la afrenta.Acuerdo fulmíneo: el jabato eunucoide y el Adonai fueronexpulsados con radicaleza extrema de todo el recinto: jar-dines, castillos, piscinas, gimnasios, pórticos columnarios,espacios simbólicos y reales donde los cuerpos desnudos semostrasen en la ascensión purificada del día o descendie-sen en los torbellinos infernales de la nocturna.

El notición fresco había saltado las empalizadas, motivan-do una mañana de enmarañados comentarios jocundos.Los glosadores de Ulpiano, Gallo y Modestino, en el BajoImperio, eran los que formaban más alharaca en torno alsucedido, sin trascender el relato y la vulgar ciencia de san-cionar. Unos aplicaban, con sencillez socarrona, que no habíasanción, porque el hecho fue cometido en un sótano. Otros,con malicia aliada de Némesis, decían que la presencia del

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testimonio traía aparejado el escándalo. Cemí recordó quepara un teólogo era materia de escándalo comer unajamonada en viernes. Pero para los glosadores del BajoImperio, el escándalo, en la moralina de la conducta, era loque había que vengar. Cemí comprendió que poco tenía quehacer entre esos comentarios y se dio un salto a la Facultadde los habladores de filosofemas y letrillas.

Fronesis hablaba de que el desvío sexual era una mani-festación de la memoria ancestral. El hombre de las erasfabulosas —decía Fronesis sin ninguna exaltación, puessiempre rehusaba todo problematismo sexual, el sexo erapara él, como la poesía, materia concluyente, no problemá-tica— tendía a reproducirse en la hibernación, ganaba lasucesión precisamente en la negación del tiempo. El falo sehacía árbol o en la clavícula surgía un árbol, de donde comoun fruto se desprendía la criatura. El recuerdo de esas erasfabulosas se conserva en la niñez, en la inocencia de la edadde oro, cuando es casi imposible distinguir cualquier dico-tomía. Las estaciones en el hombre no pueden ser suce-sivas, es decir, hay hombres en los cuales ese estado deinocencia, ese vivir en niñez, pervive toda la vida. El niñoque después no es adolescente, adulto y maduro, sino quese fija para siempre en la niñez, tiene siempre tendencia ala sexualidad semejante, es decir, a situar en el sexo la otre-dad, el otro semejante a sí mismo. Por eso el Dante describeen el infierno a los homosexuales caminando incesan-temente, es el caminar del niño para ir descubriendo loexterior, pero es lo exterior que forma parte del propiopaideuma, que es una sustancia configurativa que permiteal primitivo, al niño y al poeta ser siempre creadores. Eleterno niño, aquel que sigue inocente toda la vida, es el quemás atrae la ananké, la fatalidad, pero es al propio tiempoel que tiene el mejor escudo para luchar contra las fuerzasdestructivas de la fatalidad o de la necesidad. Los niñoscantando en el horno babilónico, el poeta que al realizarsetiene que haber dominado el caos, el primitivo que creepoder forzar la aparición de lo invisible, tienen el mismopaideuma, la misma sustancia que es espacio y tiempo, puesseñala la región del hechizo y el devenir dentro de suscontornos. Es el tiempo de una transfiguración, que es el

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momento en que se puede volver a habitar ese estado deinocencia, salvo los que estén en estado de gracia, que talvez puedan habitarlo a perpetuidad, pero hoy en día unhombre que sabe aprovechar su lucidez para perseguir eseenemigo y esa fatalidad, es decir, un poeta, se siente ino-cente porque atrae el castigo, se siente creador porque nopuede domesticar el contorno, o lo domestica con demasia-da finalidad y entonces no vale la pena; pero aquel JuanSebastián, constructor de la catedral coral, casado dos ve-ces, con catorce hijos, y que se acuesta para morir, oyendolo que ha escrito para recibir a la muerte, se nos aleja casihasta esas eras fabulosas. O se siente primitivo cuando creeque no puede alcanzar la vivencia de la divinidad, pero lapalabra vivencia en él está cargada de concepto, arranca dela unidad parmenídea, y no tiene nada que ver con ese ca-mino que anda, como Pascal definía al río, pero basta queencendamos una cerilla y la acerquemos a nuestro rostro, yla luz se adelante al rostro en la oscuridad de un segundoplano, y tenga la oscura reminiscencia de una gorgona de-gollada, para que tiemble como si fuese a naufragar.

—Me permite una interrupción —dijo Foción, con la fin-gida gravedad de los parlamentarios, que le arrancó risas alos otros contertulios—, creo que usted parte de la magiade los surrealistas, que siempre me ha parecido una formaencubierta, escondida entre la fronda de su metaforismo,del mecanicismo, que cae en la trampa de lo que intentacombatir, la causalidad dejada por el helenismo en la era dela madurez del Sileno. Un párrafo más y te oíamos citar aNovalis, a la flor azul y al amor reinventado. No es que cai-ga en el error, de lo cual Nietzsche es el principal culpable,de creer a Sócrates en el juego de la argumentación de lossofistas, cargado de un exceso de crítica que se volvía con-tra las fábulas y los dioses. Cuando habla del Eros, de lainmortalidad, de Fedro, recurre a los transportes al lado deCytiso, a oscurecer la visión con el rostro dentro de unacapota, a la pradera de los bienaventurados en juego conlos cervatillos. Sabe, como se ve al final del Lysis, que la amis-tad es un misterio y que el amor es indefinido.

—Tú sigues creyendo —continuó Foción con una vehe-mencia que no logró disimular—, que el homosexualismo

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es la excepción, un vicio traído por el cansancio, o una mal-dición de los dioses. El escapado de Sodoma es para ti unréprobo que pasa con un manto cubriéndose la cabeza paraque el ángel no le cobre en expiación la culpabilidad. Acep-tas en frío, como Gide, todo lo que puedes justificar, peroahí arranca un problema que nunca ha concluido, que nuncase podrá cerrar. Un hombre o lo que sea nunca podrá justi-ficar —Foción subrayó la palabra—, por qué es homosexual,dejaría de serlo o no le interesaría seguir en ese camino, sies que alguien puede salir de ese atolladero. La frase paulinaa la que los homosexuales le han echado mano «en los pu-ros todo es puro», es una tontería, se le podría aplicar alratero, al ultimador o al monedero falso, pero desde la raíz,donde no hay pureza ni impureza, sino un jugo sombríoque se absorbe y que concluye en la sentencia de una flor oen la plenitud morfológica de un fruto, trae desde la pro-fundidad un hecho que no se puede justificar, porque esmás profundo que toda justificación. Toda siembra profun-da, como decían los taoístas, es en el espacio vacío. Y todasiembra nos hace temblar, digo esto sin alardes pascalianos,se hace en el espacio sin respuesta, que al fin da una respues-ta. Pero es una respuesta que nos es desconocida, no tienejustificación, es un bostezo del vacío. Pero lo tragicómicoinesperado es que el hombre puede asimilar esa respuesta.Cuando Electra creyó que había parido un dragón, vio queel monstruo lloraba porque quería ser lactado; sin vacilacio-nes le da su pecho, saliendo después la leche mezclada conla sangre. Aunque había parido un monstruo, cosa que ten-dría que desconcertarla, sabía que su respuesta tenía queser no dejarlo morir de hambre, pues la grandeza del hom-bre consiste en que puede asimilar lo que le es desconocido.Asimilar, en la profundidad, es dar respuesta.

—El hombre ha asimilado, lo mismo da que sea un mitode primitivo o un laberinto del período de las culturas, lasdos cosas, las semejanzas o las heterogeneidades, losDióscuros o los ángeles buscando a las hijas del hombre. Elhombre golpea un muro y alguien le responde; si el murose derrumba, no sería la felicidad para los efímeros, seríatal vez el fin del género humano. Pero ya desde el siglo vantes de Cristo, los más frecuentes temas taoístas eran el

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espejo, el andrógino, el Gran Uno, la esfera, el huevo, eltigre blanco, el búfalo, y desde entonces, cuando el taoísmotiene la desgracia de decaer, tiene después la desgracia deponerse a la moda.

—Es muy difícil que un Sócrates que se mueve en unacircunstancia donde el homosexualismo no era una excep-ción, argumente en el sentido de justificación, pues no sesentía réprobo, ni creía haber quebrantado ninguna ley dela reminiscencia o de la inmortalidad. Aunque la presenciade Diotima tiene una raíz hímnica, cosa que también vuel-ve a realizar en el Fedro, se ve que entre los dos hay unadesconfianza mutua. Sócrates califica a Diotima de consu-mado sofista, pero a su vez Diotima desconfía de que Sócratespueda elevarse hasta la iniciación y las revelaciones más se-cretas. Diotima cree que el cuerpo del joven hermoso debetrascenderse en la ciencia de lo bello. En el mismo discursodonde se declara a Sócrates amante de Charmides, deEutidemo, de Agatón y de Alcibíades, Sócrates exhuma aDiotima, como si quisiese demostrar que a través de los cuer-pos el Eros produce lo bello, lo bueno y la inmortalidad.¿Quiso invocar lo bello trascendental que se diluye en elocéano universal del Uno Urano?, ¿quiso burlarse?, ¿quisoevidenciar que tenía la razón del sofista y el himno de laVenus Urano? Abandonado como siempre a su daimon enmateria del Eros, su posición se resuelve como esos mismosdaimones, entre lo estelar y lo terrestre. Pero eso pareceunirlo a lo que es también un enigma del mundo católico:¿el amor es charitas? Así el Sileno va del cuerpo hermoso alocéano universal, como el católico va de lo visible a lo invi-sible. Pero hay un momento en ese mismo diálogo en que elSileno se duerme, al son de la flauta de Marsyas, en las pra-deras del mundo pagano, cuando enmudece a la preguntade si es posible lo bello. Sin embargo, cree que la dicha seráel resultado de poseer lo bueno. Su reacción ante lo bello eshierática, pero lo bueno produce en el hombre lo placente-ro intermedio. Pero en el catolicismo lo bueno es más enig-mático que lo bello, la bondad más creadora que la poesía.Debemos enmudecer cuando un hombre penetra en el ale-gre laberinto de la bondad, tiene una dicha, sabe que alfinal un dios lo espera para comer el pan de los ángeles.

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—Así como algunos tontos creen que la poesía sólo vienea hipostasiarse en el poema, los hay igualmente que vienen acreer con Freud, que sólo el falo, el ano, la boca y la vulva sonlos órganos sexuales. Sobre todo el aporte de la boca —aña-dió Foción con ironía desdeñosa—, convertiría al hombreen un ciclóstomo, el pez boca, que debe tragar agua y bo-tarla por la aleta anal con innegable deleite. A la entrada decualquier meditación sobre lo sexual, debe inscribirse la frasedel Eclesiastés: «Hay camino que al hombre parece dere-cho; empero su fin son caminos de muerte.» Por eso, talvez, haya relación entre aquella Venus Urano, de que ha-blaba Diotima, y la vuelta al Padre de los católicos. De lafrase del Eclesiastés derivamos que hay caminos derechos,que esos caminos tienen una finalidad, y no obstante, soncaminos para la muerte. En el problema sexual me pareceque hay algo dentro de su finalidad, bien una reminiscen-cia, o bien por los sentidos transfigurados la irrupción deuna desemejanza que no ha logrado dominar, que ha he-cho que el hombre se abandone a un error que la costum-bre ha hecho llevadero, o tal vez que el hombre permaneceen ese camino de muerte porque ignora cuál es el otro.

—Pero si se abandona a un posible error por la costum-bre, es también cierto que igualmente se abandona al otroerror, por una costumbre extraña, por una especie de cos-tumbre perseguida que se amolda a su extrañeza. Que encualquier momento, en materia sexual, el hombre puedecambiar de rumbo, lo revelan ciertas teorías sobre la fecun-dación, capaces de hacer variar la suerte del género huma-no. El gameto, o sea el órgano reproductor femenino, nonecesita de ningún complementario, sino una temperaturaque motive la escisión del gameto. El argumento contrariotambién puede ser válido, es decir, por arborescencia quebrota en la hibernación, ya del falo, o de las clavículas comoen la extraña tribu de los idumeos, un desprendimiento dela semilla que al contacto del aire, o de la temperatura sub-terránea, despierta la nueva criatura. Así como la glándulapineal parece haberse atrofiado, el sexo parece que tomóun camino, o se mantuvo en la costumbre de un caminoque por huir del espacio vacío, se apoyó en el primer pun-to, los sexos, que encontró en su errancia.

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—La aparición de la mujer en el séptimo día, dándole ala palabra día la acepción temporal que le da San Jerónimo,revela un estado androginal previo. Cuando después se alu-de [a] que en el día del Juicio Final las mujeres embarazadasy las que están lactando serán pasadas a cuchillo, se nosrevela una situación muy rara en relación con la mujer, enlos principios de no existencia apocalíptica, y al final, sudestrucción. En el Génesis, cada día de la creación va acom-pañado de las distintas especies de animales que van surgien-do, e inmediatamente se ocupa de su fecundación. Llega eldía quinto en que el hombre es creado, lo creó hombre ymujer, le dice también lo que ha dicho a todas las especies:crece y multiplícate. Pero cómo va ser su reproducción, sitiene que esperar al día siete para que surja la mujer. Elenigma de los comienzos ha continuado por la secularidad,pues aún surgiendo la mujer para la pareja, el tema quenos punza será eterno. ¿Y si no hubiera surgido la mujer, osi se llegase a extinguir?, ¿cuál sería el remedio? Todo loque hoy nos parece desvío sexual, surge en una reminis-cencia, o en algo que yo me atrevería a llamar, sin temor aninguna pedantería, una hipertelia de la inmortalidad, osea una busca de la creación, de la sucesión de la criatura,más allá de toda causalidad de la sangre y aún del espíritu, lacreación de algo hecho por el hombre, totalmente desco-nocido aún por la especie. La nueva especie justificaría todahipertelia de la inmortalidad.

—Pero esa hipertelia de la inmortalidad que usted señalaes lo mismo que la Venus Urania o celeste, de Diotima, ¿ova más allá de todo eso? —le interrumpió Fronesis, con unasencillez que no lograba ocultar su meditación de esos te-mas.

—Le ruego no me interrumpa —le respondió Foción casicon un exabrupto, tanta era la pasión con que hablaba—,déjeme llegar al final, pues este es uno de los nudos quetodo hombre tiene que zafar a su manera. Después lo vol-veremos a oír con mucho gusto, aquí a todos nos interesacómo usted lo ha zafado, o si lo ha apretado aún más, hastaconfundirlo con el resto del tejido del cordel —Foción ledio a su continuación un tono más amistoso, pues habíacobrado conciencia de la aspereza de su respuesta.

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—El griego tuvo un concepto muy evidente de la existen-cia de lo que llamó la diada indefinida. El emparejamientosin estar regido por la conciencia en la finalidad del senti-do. Entre los hindúes existió también la sexualidad indefi-nida, es decir, la sexualidad que no tiene por qué encarnarsetan sólo en los órganos sexuales. En la Edad Media se le dacada día más importancia a la secta hereje de los catáricos,que consideraban pecado todo contacto con la mujer. Y estosí es en extremo divertido —al llegar a ese punto de su ex-posición, Foción se rió con risa tan abierta que se le vio en-tre los últimos molares una carie, piedrecilla calcinada poralgún diablo—, muchos de los trovadores pertenecían a esaherejía, cantaban a la mujer que no deseaban poseer:

Viene la duda sobre un puntoy mi corazón vuelve siempre a su angustia.Todo lo que el hermano me niega,me lo regala su hermana.

—En esa estrofilla se ve cómo un trovador huye de unaherejía para caer en otra. El hermano se niega a pecar, peroel trovador no quiere pecar con la hermana. Su canción nova dirigida al balcón que se le abre, luego el verdadero temade su canto es la otra ventana cerrada. Pero hay más, laherejía de Barba Jacob, condenado en 1507, afirmando quemoriría degollado y después de su resurrección las mujeresconcebirían sin varón. Afirmaba que el pecado original con-sistía en la cópula con Eva, sin tener nada que ver con lamanzana. Yo diría que esa segunda iglesia, que según BarbaJacob comenzaría después de su resurrección, representa-ría cabalmente esa hipertelia de la inmortalidad. Por cierto,no se crea que lo digo para halagar el estado de inocenciaque añora Fronesis, creía también Barba Jacob que el esta-do de perfección era el estado de inocencia, estado en queno aparecería la mujer. Recuerde usted aquel poeta BarbaJacob, que estuvo en La Habana hace pocos meses, debehaber tomado su nombre de aquel heresiarca demoníacodel XVI, pues no sólo tenía semejanza en el patronímico sinoque era un homosexual propagandista de su odio a la mu-jer. Tiene un soneto, que es su ars poética, en el que termina

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consignando su ideal de vida artística, «pulir mi obra y cul-tivar mis vicios». Su demonismo siempre me ha parecidoanacrónico, creía en el vicio y en las obras pulidas, dos ton-terías que sólo existen para los posesos frígidos.

—Retomo el hilo, pero no teman —continuó Foción, mi-rando de reojo a Fronesis, como si sólo hablase para él—,pues ya el carrete se va extinguiendo bajo las patas gracio-sas del gato que nos mira: el reloj, y ya también Cemí se hafijado varias veces en su milanesa, para decirnos que nohay nada más espantoso que la eternidad verbal. Sigo miviaje por la India, en el Kamasutra, uno de sus libros sagra-dos, en el capítulo dedicado al Oparistaka o fricción bucal, sehabla de que el cunilingüe, como decían los contemporá-neos de Petronio, sólo se puede ejercer entre nobles. En elJapón, en la era de los shaguns o barones feudales de duramano guerrera, se consentía el homosexualismo como pri-vilegio de esa casta guerrera. Pero no voy a seguir haciendouna historia de la humanidad desde el punto de vista de laVenus Urania, pues sólo he querido demostrar que esa ex-cepción, ese desvío, esa enfermedad, esa infrasexualidadclandestina delincuencial, o como se quiera llamar, ha pre-dominado en tribus arcádicas, en naciones enteras a travésde milenios, como en China donde existió la dinastía de losqueridos adolescentes, existiendo inclusive un emperadorllamado El puerco que colocó en el trono a su querido dequince años, al que hubo de estrangular, pues sus excesossanguinarios no tenían límites; en herejías, en textos sagra-dos, en himnos guerreros, en hombres cansados comoLeonardo —mude sich gedacht, creía estar cansado, decíaGoethe en una frase magistral refiriéndose a Leonardo—,o en hombres devorados por una energía demoníaca, comoJulio César o César Borgia, o en las vulgares estadísticas delos sexólogos como Havelock Ellis, que nos afirma que el 75por ciento de los hombres de la sociedad inglesa ha hechoprácticas homosexuales. Ahora recuerdo aquel ridículomédico alemán que iba de aldea en aldea, con una películasobre la vida de Wilde, haciendo una nociva y pedestre pro-paganda sobre la divulgación homosexual. Pero todapropaganda, ya sea sobre la inseminación artificial o sobrelas virtudes salutíferas de las zanahorias, daña en su raíz la

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lenta evaporación de todo lo verdadero. Para los griegos lalenta emanación o aporroia producía el súbito de la terateia omaravilla natural. La propaganda de la toronja en polvo, loúnico que ha logrado es que cada día guste más el cham-pagne, de la misma manera, como diría Cemí —se veía queal hacer esta referencia, Foción quería ganarse a Cemí con-tra Fronesis—, que la propaganda que hacen los profesoresde la llamada por ellos sencillez ática, lo que ha logrado esla vuelta a Góngora y al barroco ornamentado como la colade la diosa Juno —terminó Foción su párrafo riéndose.

—Me molestaría poner en la balanza de Osiris, para de-fender algún punto de vista, los gansos hinchados del vallede la tenebrosa Hera, pero por lo menos al lado de la plenitudarmoniosa de Bach, se puede poner la plenitud misteriosade Shakespeare. Bach se muestra detrás de su vitrina, sucasa, el palacio de Potsdam, sus lecciones de órgano, su asis-tencia a los oficios dominicales, pero Shakespeare parececomo si tuviese el propósito de no mostrarse, de no estarmucho tiempo ni en el mismo sitio ni oficio. Está en la conchade The Globe, donde se mezcla lo natural con lo elaboradoalquímico, donde el noble alterna con el jayán; se escondeentre el público disfrazado para oír los comentarios de loque ha escrito la víspera, infunde, refunde y confunde lo quetoca y lo que expele, conoce a los nobles porque se frota elcuerpo con ellos y a las rameras por la tradición oral, perotodo le viene bien, su energía diabólica tiene la seda y tieneel fuego. Paradojalmente la música de Bach está dentro delo que los griegos llamaban el logos optikos, ver hasta el soni-do, mientras que en Shakespeare su flujo verbal, el más crea-dor que se ha conocido, es la humareda que sale de la grutapara ahogar a la pitia en la revelación. Ambos fueron ba-rrocos, pero el barroquismo de Bach, es numeral, com-binatorio, mansamente pitagórico, mientras el barroquismode Shakespeare depende de un internamiento en el cara-col que cruje y levanta el chisporroteo de sus metáforas. Lametáfora en él es la cornamenta del ciervo en la niñez, ca-ballo para Orfeo, Ganimedes y Anfión, el ciervo buscado yperdido, el ciervo y el niño, el ciervo y el príncipe. Duermeen la noche como el ciervo con su cornamenta arbórea lle-na de pájaros diminutos, en el amanecer neblinoso sacude

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su candelabro frontal oscilante de pájaros, sus metáforaspor los palacios subterráneos. Shakespeare tiene la mismaplenitud de Bach, aunque no estoy seguro que se haya ca-sado dos veces y engendrado catorce hijos.

—La historia de los grandes hechizados, que se desenvol-vieron en el mundo fenoménico como si fuese el mundoinvisible, desde Hernando de Soto al Conde de Villame-diana, está cercada de indiferencia, que a veces como unarana de oro lanza una bocanada de rocío, o de un odio quedesde la niebla dispara su ballesta para hundir una arma-dura sin cuerpo, que se inclina para recoger una venera dediamantes, agrandada por el llanto de homenaje al Condede Villamediana. Sus contemporáneos le odiaron hasta des-pués de su muerte, pues sus amigos le regalan un acto decontrición y la llegada de un sacerdote que le remite suspecados, «lo absolvió —dice su amigo don Luis deGóngora— porque dio señas dos o tres veces de contrición,apretando la mano al clérigo que le pedía estas señas, y lle-vándolo a su casa antes de que expirara, hubo lugar de dar-le la unción y absolverlo otra vez, por las señas que dio deabajar la cabeza dos veces». Góngora, su amigo, intenta sal-var su alma, de aquel que siendo el Correo Mayor de Aragón,que presidía la entrada de los reyes en la ciudad, fue «ente-rrado en un ataúd de ahorcado», pues la corte para evitarel escándalo, pedía su enterramiento inmediato. Quevedo,su enemigo, dice, «en el alma pocas señas de remedio, des-pedida sin diligencia exterior suya ni de la Iglesia, tuvo sufin más aplauso que misericordia». Su odio lo lleva a reite-rar la perdición de su alma. Se dice que al morir, la Inquisi-ción llevaba con sigilo su proceso de sodomía y que uno desu servidumbre había sido ejecutado por el pecado nefando.

—Pero aquel ser maldito, fermento, sin embargo, de re-belión contra la corte, fue tendido ante el pueblo de Dios,con los brazos abiertos en cruz, mostrando en su costado talagujero sanguinolento de ballesta, que «aun en un toro die-ra horror», como dijera con espanto Góngora al huir alu-cinado de la corte. Villamediana enamorando a la esposadel rey, raptando a su sobrina, escandalizando en las corri-das de toros, jugando a lo tahúr y despilfarrando el dine-ro en caballos y piedras preciosas, haciendo burlas con

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sus costumbres secretas y sus amigos clandestinos, fue unaenergía diabólica utilizada contra la monarquía decadente,por eso este hechizado permanece con los brazos abiertosen cruz ante el desfile del pueblo, en rendimiento a su alia-do secreto en la rebeldía, aliado también con los poetas dela rebelión verbal. Este hechizado se destruye para destruir.Cuando lo matan, lo muestran con los brazos abiertos encruz ante el misterio de su vida. El raptor continúa esca-pándose con un cuerpo sin sexo, el tahúr adelanta su bara-ja para forzar un destino sellado.

Cuando terminó Foción, su rostro estaba muy enrojeci-do, era la reacción pudorosa de quien no está acostumbra-do a hablar durante algún tiempo delante de más de unapersona que escucha. Su rojez momentánea no se debía a laposible desaprobación de sus palabras, lo cual le importabamuy poco. Parecía haber hablado para provocar la respuestade Fronesis. Cuando dejó de hablar, su boca diluía una son-risa semejante a la del jinete Rampin, en la Acrópolis, volup-tuosidad, ironía, malicia, provocación, arrogancia alegre, lapulpa fina de los labios agudizada por el blancor de los dien-tes pequeños, invadidos por la humedad codiciosa.

—Aludido en distintas ocasiones por el señor Foción, meveo en la obligación de contestarle —se veía que Fronesisquería remedar el estilo burlón con que Foción había co-menzado a hablar, devolviéndole golpe por golpe, pues erainnegable que se sentía molesto por la forma como Fociónhabía expuesto sus puntos de vista. Con rapidez había com-prendido que gran parte de lo dicho por Foción, estabasoplado en una cerbatana contra él—. Pero antes quieroaludir —continuó Fronesis—, al próximo viaje de Foción alducado de York. Le deseo que ningún desprendimientopolar se acerque a las costas de la bahía, para que elmarmotismo engendrado por los excesos de la rigidez no leprovoque excesivas pesadillas tumultuosas. Hago votos paraque su estufa, como la de Descartes, permanezca encendi-da. Digo eso sin eironeia, pues Unamuno que se burlaba delos filósofos de estufa, murió durmiendo frente a una estu-fa, tal vez demasiado cargada de carbón, dos combustionesexcesivas produjeron la chispa de su muerte. Desde luegoque Foción, arrebatado por la piedra solar de que hablaban

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los griegos, alcanzará la longevidad. Que así sea —al llegara decir eso, se veía, claro que con una salud candorosa, dela que estaba muy lejos la malicia voluptuosa de Foción, queFronesis a su vez procuraba mortificar a Foción, que per-manecía cerrado en su impasibilidad.

—Él ha querido prever nuestras citas, poco ha faltadopara que doctissimus puer, que es la manera latina de llamar-me muchacho filomático. Por espíritu de mortificación, voya comenzar con una cita de Novalis, pero es para mortifi-carme a mí mismo, no para molestar a Foción.

—Tú sabes —le interrumpió Foción—, que tú eres mimejor amigo y que no he querido disgustarte, tan sólo queeres bastante timorato y ocultas casi siempre lo esencial detu pensamiento.

—Eso que has dicho, según tú, para no disgustarme, escasi lo único que me puede disgustar. Si algo admiro en losgriegos es su develamiento, no el ocultamiento esotérico delos egipcios. El develamiento entre los amantes de la sabi-duría, el desnudo en las formas que crearon, su reconoci-miento, anagnórisis, en el teatro y en la vida, su escasocharlatanismo frente a la muerte, engendran en mí unaadmiración donde el asombro no se extingue. Nunca hablopara ocultar, lo único que me lleva al silencio es cuandopercibo la sensación de la muerte. Pero sé tan bien como lopuedes saber tú, que la fuga, el desvío y la anormalidad,están también creadas por las fuerzas germinativas, porquesi no tendríamos que hablar de fuga en relación con uncentro que todos desconocemos; de desvío en relación conuna estructura que se reitera, estructura que no aparecepor ninguna parte; de anormalidad, cuando sabemos quelos excesos de razón llevan a las aporías y al divertidorelativismo de lo verdadero. Yo, como monsieur La Palisse,sé que hay élan vital y voluntad de muerte.

—Cuando oigo hablar a Foción, me causa la impresiónde que contempla un phaecasion, un zapato blanco usadopor los griegos y los romanos, por igual lo calzaban lossacerdotes, los cortesanos y los cómicos. De ahí él derivaque entre los griegos y los romanos la función sacerdotalcoincidía con la comedia, que como a los cómicos se les atri-buían malas costumbres, también se las podemos atribuir

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a los sacerdotes, que como ese zapato blanco era usado tam-bién en la corte, se daban allí orgías a donde asistían lossacerdotes y los cómicos, de tal manera que como es de su-poner, Blanca Nieves usaba chapines blancos, podemos afir-mar que el garzón de Ida, el copero Ganimedes, se habíametamorfoseado en Blanca Nieves, y que los enanos ale-gres que la seguían por la nieve, representaban una here-jía, pues de su reino toda mujer era enviada al destierro,hasta que encontrase el Santo Grial.

—Me alegra, querido Fronesis, que a mis delirios opon-gas tus delirios. Pero al menos mis delirios no son deriva-dos, ansiosamente esperamos que muestres tus verdaderosdelirios.

—Cuando Foción sale de su trance —replicó Fronesis—,cree que todo lo que ve y oye está arrebatado por la pitiaque acaba de abandonarlo. No invocaré a Pallas Atenea,lo que haría reír a Foción y tal vez a mí mismo, para que meproteja en este encuentro cerca de los muros que guardana Elena de Troya, pero tampoco invocaré a Belgephor, loque haría las delicias de Foción, y no sé si yo sabré disimu-lar mi sonrisa, para que me pinche con su tridente.

—Cuando hablamos de homosexualismo me parece aveces que generalizamos con exceso, otras pienso que he-mos caído tan sólo en las zarzas del sexo. De lo que he vistoy oído, para que no se crea con Foción que mis delirios sonderivados, voy a extraer algunos ejemplos malignos. Veoahora, en mi recuerdo, a un hispano robusto, tal vez uncarbonero, que en un día de playa se acerca a la manse-dumbre del agua orillera. Abandona las sandalias en las are-nas y con un pie saborea la tibiedad de la onda. Cruje por ladelicia voluptuosa, su cuerpo parece recorrido por un ca-lambre que le aclara los canales venosos, y nos da un ¡ay!por donde se le ha derrumbado toda la virilidad. Por unmomento es un tránsfuga de su costumbre vital. Conozco aotra piel hombruna, que asistía con isócrona periodicidadcameral a los encuentros con su queridita. Toda su sexualidadconsistía en que le doblasen los párpados y se los irri-tasen con las uñas. En esa sensibilidad hecha como deplumilla, rondaba la traición sexual. En otro caso, un buenpreñador, le gustaba asistir a las casas de lenocinio para que la

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mujer, como un Laocoonte con máscara, lo ciñese por laespalda. Y sólo así, poseído por la mujer que no lo poseía,podía expresar el vuelco del líquido feliz. Pero hay algo máslaberíntico, conozco a un profesor de Estética que nos visitóhace pocos meses, tenorino de oficio, que cuando entrabaen la batalla de amor, se ponía el bloomer de la mujer, conditiosine qua non ocurrían sus éxtasis y transfiguración carnales.En todos esos pequeños demonios visitadores, hay la remi-niscencia de un menoscabo de la sexualidad, sin embargo,todos eran ínclitos varones, con la voz ronca como un par-che sioux. Se mecían en una hamaca, eran y no eran homo-sexuales. Pero eran todos seres aquejados por un desvío,aunque no se pudiera señalar en relación con qué centro severificaba ese desvío.

—No se conservan de César defensas del vicio que le atri-buyen, por el contrario cuando se le confía la conquista dela Galia Cabelluda, algún malicioso alza la voz para decirque eso será obra muy difícil para una mujer, el divino Ju-lio no se encoleriza ni niega la imputación, se limita a decirque la reina Semíramis rigió la Siria y que las Amazonas seextendieron en son de conquista por el Asia. Esa clásica con-fianza que lo llevó a actuar siempre como una divinidad, nisiquiera se interesa en la inculpación hecha, sino, por elcontrario, que aun aceptando lo mismo ser rey que reina,así lo manifiesta con frecuencia imperial, sabiendo que susdecisiones, por eso rehusaba los augures o no les hacía caso,serían las de un dios que descendía, paradojalmente de ladiosa Venus. Con César se vuelve a los reyes de la Etruria,siendo cuestor, ya declaraba su descendencia de AncoMarcio, y todos recordamos por nuestras lecturas dePlutarco, que Numa Pompilio mantuvo relaciones sexualescon las ninfas, de tal manera que los romanos veían en lasexualidad de uno de sus descendientes, algo tan misterio-so, que aunque en las coplillas se les satirizaba por ser lareina de Bitinia, cuando muere, ven en la noche romana,durante siete días, una estrella que se fija en el chisporro-teo de su extensísima cabellera. Cuando está tendido y co-mienza a arder se lanzan los plañideros sobre las llamas comopara anegarse en la divinidad.

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—Dentro de lo que voy viendo, salta ahora el nombredel Cellini. Tanto César como el Cellini estaban en el cen-tro de una esfera vital habitada en todas sus irradiaciones.En sus Memorias lo mismo consigna que estuvo desde lasdiez de la noche hasta el amanecer refocilándose en unahostería con la bella Angélica, que se muestra respetuosoen su testamento con la señora Petra, su legítima esposa, ala que sembró varios hijos; pero cuando el Bandinelli, ensu disputa por un Hércules ridículo, le dice «gran sodomi-ta», para humillarlo ante el Gran Duque, Benvenuto selimita a contestarle: «Ojalá yo supiese ejercer tan noblearte, porque se dice que lo usó Júpiter con Ganimedes enel Olimpo, y aquí en la tierra lo usan los mayores empera-dores y reyes del mundo; yo soy un pobre y humilde hom-brecillo, que no podría ni sabría entrometerme en cosatan admirable.» Eso no impide que se burle de los hom-bres que «mueven sus manecitas de telaraña, con unavocecilla de mosquito».

—El que se muestra con un candor inopinado es el mar-qués de Casanova, o también puede ser que la sutileza y lapolitesse del siglo XVIII, lo lleven a un embozamiento, pero eslo cierto que en sus Memorias, se encuentra con la belleza dealgunos soprani castrata, se deshace en las más tiernas flatteriesen torno a la belleza de esos garzones. Pero cuando llega elmomento de la vehemencia, inventa fabulaciones para evitarla confesión nefanda, después de paseos y caricias con unsupuesto joveneto, ante sus requiebros declara que es unamuchacha que al quedar en la orfandad, tuvo que disfra-zarse de cantante, para ganar dinero con su voz decontratenor disfrazado. Pero cómo es posible que le gustecomo garzón, lo que después, declarada la fabulilla simplota,disfruta como doncella. Eso revela que tanto Casanova,como el mismo Gide, usaban la máscara del sincerismo,pero el cinismo en estado puro es tan difícil como el totalverbo que oculta. El todo o nada en materia confidencial,oculta siempre la otra mitad, donde se sabe buscado por unhalcón que sí destruye de verdad. Es tan extensa la canti-dad de sensaciones que se ocultan detrás del rostro omáscara de la palabra homosexual, que comprende des-de los aquejados por un innegable desvío sexual que fue-

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ron grandes guerreros, hasta hombres que ofrecen unasexualidad medianamente normal, pero que se erizan o re-tuercen cuando su piel saborea la insinuación de las algasmarinas, recibiendo con el chapuzón de las aguas, la inves-tidura de su espíritu maternal.

—El griego permaneció siempre fiel a lo que llamaba eldromenón, el hecho realizado, que era para ellos como unteorema, una conversación desenvuelta como una danza, ouna carrera donde los cuerpos hermosos eran impulsadospor la luz. El dromenón era en el espacio como la apariciónde la flor, una medida que respiraba. El cuerpo, como seve en el Charmides de Platón, es el súbito de la reminiscen-cia. El cuerpo es la permanencia de un oleaje innumera-ble, la forma de un recuerdo, es decir, una imagen. Encada hombre esa imagen repta con mutaciones casiinapresables, pero ese inasible tiene la medida de su sexua-lidad. El porqué en lo fálico es siempre inasible, pero eseinasible es el color oscuro que pasa al éxtasis que se vuelcasobre otro inasible, no sobre la recepción de la semilla queel hombre desconoce en su devolución germinativa, comoen las teogonías hindúes la sucesión infinita de loto y tor-tuga es la creación. Lo que puede saber el loto de la tortu-ga, es también lo que puede saber uno del otro inasible, poreso es para mí casi imposible hablar de cualquier forma desexualidad, pues algo que puede existir en su aparienciacomunicante y no en su esencia, como puede existir tam-bién en su esencia comunicada y no en su apariencia, escomo si hablásemos de algún atributo formal que puedeestar en su cuerpo pero no en su sombra, o en su sombrapero no en su cuerpo. Y como el cuerpo es imagen de Diosy la sombra es imagen del diablo, es hablar de algo que lomismo puede ser creador en Dios, como puede ser crea-dor en el diablo. Y sólo nuestro amigo Foción, que puedeser mistagogo y teólogo, puede encontrar la misma cuali-ficación en Dios y en el diablo.

—No me hagas decir cosas que yo ni siquiera he rozado—le interrumpió Foción casi gritando—, pues tú sabes queen el Evangelio de San Mateo se afirma que también loseunucos pueden estar en el paraíso, es decir, los consideracomo cuerpos sin mácula, gloriosos en la luz.

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—No voy a responderle a Foción; ha gritado, parece quese siente perdido. Cuando alguien me grita, es precisamentecuando no lo oigo.

—Dove si grida non e vera scienza —volvió Foción a decir,bajando la voz como para una pronta reconciliación—, don-de hay gritería no hay verdadera ciencia, decía Leonardo,aunque la cita se la he leído a Ortega y Gasset. Procuraréque mi cornetín requinto no vaya a destruir la sutileza detu membrani timpani. Discúlpame mis gritos y mi ciencia men-tirosa. Te ruego que prosigas.

—Para que su majadería no le propicie a Foción un áni-mo placentero —siguió Fronesis—, vamos a ver lo que hayen su cita de San Mateo, cita traída con más mala intenciónque ánimo de reforzar una tesis. No, no es esta una citatraída por los cabellos, parece traída en una inscripción gra-bada a navaja por las posaderas de un eunuco de la dinastíade los Colmeno, en Bizancio.

Los labios de Foción se plegaron airados ante la groseríaque acababa de cometer Fronesis, era el reverso de la risadel jinete Rampin en la Acrópolis. Fronesis notó la reacciónde Foción. Le dio una palmada suave en el hombro, des-pués con la misma mano le apretó ligeramente el cuello. Asípudo notar también el exceso de calor producido por lareacción de Foción a su frase. El sudor caliente del cuellode Foción se fue extendiendo como un aguarrás por el cuen-co de la mano de Fronesis. —Ahora es el momento en quetengo que decirlo, tú también eres mi mejor amigo —le dijoFronesis, para desvirtuar la mala impresión causada por sufrase no sólo en Foción, sino también el desagrado enCemí—. Tú eres mi mejor amigo —volvió a repetir Frone-sis—, pero eres también mi mejor inasible y cuanto más tedesenmascaras parece que tu inasible va recogiendo todasesas máscaras que vas abandonando.

Foción no levantaba la mirada del piso, como queriendodejar pasar inadvertidas las frases halagadoras de Fronesis,como si tampoco quisiera darle importancia al espíritu dereconciliación que las había dictado. Era puro teatro de Fo-ción, frente a los demás escuchas, fingir un poco de cólera,pues en el fondo su simpatía por Fronesis no dependía derasguños ni de insultos. Por eso a veces Fronesis lanzaba

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un brulote contra Foción, sabía que el coro lo tomaba comouna agresión, pero Foción en el fondo lo tomaba como unabroma, que se le hacía agradable, pues sólo participabanFronesis y él en el espíritu secreto de esas alusiones.

—Desde que el neuma universal —continuó Fronesis—,soportó un espacio interior ejercitado en los cuerpos, enrealidad el laberinto corporal es la única forma de apre-hensión de ese espacio ocupado totalmente por ese neumao hálito universal, pues el hombre apareció como una tran-sición misteriosa entre el espíritu de un espacio errante y elhálito hipostasiado en un laberinto que era su cuerpo. Perolo que asombra es la permanencia de ese cuerpo que se ha-ce y deshace por instantes, con un disgusto tan grande quelo que maravilla es que no sea ya una especie extinguida.

—En un códice mexicano sobre la creación, aparecen dosfiguras humanas que suponemos androginales, pues si nose reproducirían por los procedimientos habituales. Unade las figuras aprieta con su mano el antebrazo de la otra.Ambas figuras tienen la mano en la cadera, como si fuesena dilatar sus cajas de aire. Un neuma o hálito del tamaño deuna hoja de tabaco se establece entre las dos bocas. Aquítenemos que aludir a la eterna extrañeza de la atrofia de laglándula pineal. ¿Sería como un espejo, venido de la lámi-na que forma la corteza cerebral, para empañarse al reco-ger ese hálito y llevarlo hasta el agujero de la nuca, dondebrotaría la nueva criatura? En esas poéticas regiones de losorígenes, cualquier delirio fundamentado era permitido,pues podemos utilizar la frase de Tertuliano, hecha paradarle gravitación a la absurdidad necesaria de épocas muyposteriores, es cierto porque es imposible.

—Pero no podemos apoyarnos tan sólo en el delirio poéti-co, sino vamos a apoyarnos también en lo que pudiéramosllamar el delirio científico. Se ha hablado entre nosotros—se veía que quería evitar nombrar a Foción, para no vol-ver a molestarlo—, de los órganos sexuales. Se ha habladotambién de que Freud aumentó los habituales vehículos dela expresión sexual, añadiéndole la boca y el ano, ese pozonegro como decían algunos contemporáneos de Rabelais.Pero lo que algunos estiman como una ampliación deFreud, es en el fondo una restricción si lo comparamos

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con las Leyes de Manú, probablemente siete mil años antesde Cristo. Allí se señalan once órganos de los sentidos. Entrelos cinco primeros, que llama órganos de la inteligencia, seindica la lengua. Los otro cinco sentidos los llama órganosde la acción, el primero que enumera entre ellos es el orifi-cio interior del tubo intestinal. Con esa cantidad de órga-nos sensoriales, el doble más uno de los que generalmentenos enseñan a nosotros, se comprende que en el Libro II,estancia 102, de las Leyes de Manú, se indiquen las oracio-nes que han de hacerse, en pie, por la mañana, por lospecados que se hayan podido cometer durante la noche sinsaberlo. Hay otras oraciones que deben decirse sentado, a lacaída de la tarde, para borrar toda mancha de pecado apesar suyo. El subrayado aparece en el versículo—. Parahacerlo visible, Fronesis hizo un gracioso gesto, como si pa-sase una línea por debajo de las palabras.

—Luego parece —añadió Foción—, que entre los hin-dúes hay el pecado en el que la voluntad está ausente, unpecado predeterminado, que el hombre acata, sin mirarlefijamente los ojos.

—Es como si ambos —replicó Fronesis—, viéramos en me-dio del camino un hombre muerto. Usted forma su premisamayor: todos los hombres son mortales. Yo veo lo mismo,pero mi premisa es: este hombre puede ser inmortal. Us-ted quiere reemplazar el laberinto contemporáneo por elde los mitos, demostrar que hay hombres que se apartan detoda dicotomía, por una reminiscencia del Uno Urano. Peroen mi opinión lo sexual hay que verlo después de la respi-ración y la digestión. Respirar, ahí están ya los sirénidoscon sus pulmones dobles y sus branquias que se dilatan enbusca de las capas altas del aire, con su respiración labe-ríntica, que es un término usado por los naturalistas, por laque el serpentín intestinal, verdadera serpiente, respiracuando la sirena trepa hasta las hojas de la palmera. Aquellabranquia gigante, sobre la que se apoya su cuerpo ladeado,le sirve para la locomoción por las arenas donde se aventura.

—La idea errónea de Goethe de la existencia de un hue-so en la base lingual, partiría tal vez de esa lámina ósea quesoporta el laberinto bucal a ambos lados de la cabeza delpez, un arco branquial que asimila igualmente el oxígeno

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en el mar o en la brisa. Al Anabas scandens, uno de esos pecestrepadores, se le ha visto hasta cien metros alejado de lacosta, con el saco pulmonar dilatado al máximo por el yodomarino. Entre esos scandens, sirénidos trepadores, existe elllamado besador, cuya delicia consiste en colocar el círculode su boca exactamente en la boca de otro pez, libre detoda gracia amorosa. ¿Por qué lo hace entonces? Algunosnaturalistas afirman que para quitarse de los dientes lasfibrillas algosas. Es ingenuo, la raíz lúdicra de ese acto es in-separable de la sensación placentera. Pero para nosotros, lovalioso es que el pez está ya en tierra, camino de la palmera.

—El gobio, que es considerado el pez más inteligente,vive casi siempre en tierra, con el ojo acomodado a la visiónde la lejanía, como los demás animales terrestres. Lossalamandrinos no tienen branquias ni pulmones, respiranpor la piel y los intestinos. Seguimos en una región poéticacientífica, después de las sirenas, las salamandras... A medidaque ascendemos en la escala de los vertebrados la respira-ción se va haciendo más uniforme, pero tiene que quedarla reminiscencia de aquellos laberintos, de aquellas infinitasdiversidades, originadas por esas especies errantes entre elagua y la tierra, entre la tierra y la infinitud.

—Por la presión de los mitos androginales, por la remi-niscencia de un organismo sutilizado por todo el recorridode la escala animal de la que su cuerpo se constituye en uncentro de prodigiosa concurrencia, por el encantamientode su situación entre el ángel caído y el esplendor de laresurrección de los cuerpos, el hombre no ha podido en-contrar ningún pensamiento que lo destruya, superandoasí la creación del demiurgo. Está en su naturaleza el UnoUrano, como la diada de los complementarios, de la mismamanera que tiene pulmones de caballo, que le permiten ir amarcha forzada desde la llanura de los gritos hasta la ciu-dad de los diálogos; cuello corto como la tortuga, que leautoriza al rostro por instantes el asombro avaricioso o laindiferencia; o su sueño, como la gaviota, asimila en su pro-fundidad el compás del oleaje, soporta la inmensa llanurade lo temporal que toca su cuerpo y retrocede con la cargade aquel punto que sigue en su misma amenaza en la leja-nía inmóvil. Su cuerpo como soporta todos los impulsos, se

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reabre en la diversidad de los sentidos, pero el vicio y larepugnancia le llegan cuando sólo recoge una hilacha dela brisa y sus experiencias se vuelven polvorientas al insistiren un solo sentido.

Fronesis se detuvo al ver que avanzaba hacia él la rubiaLucía. Tenía enroscada sobre la cabellera una trenza artifi-cial, que le daba a la movilidad de su cuerpo de veinte años,cierta solemnidad meramente plástica a su figura de Pierodella Francesca. Mostraba una blusilla de seda con un es-tampado de pequeñas cerezas entreabiertas en hojasverdeantes. La saya era de un azul profundo, que de lejosse ennegrecía y de cerca el azul recuperaba su fiesta mati-nal. Los zapatos, sin mucho tacón, blancos, blancura quesumada a la seda de la blusa, le regalaba al oro de su rostroy a la miel no destilada de su cabellera, un tono arielesco,como el desprendimiento de las llamas, una elástica volup-tuosidad de tigrillo retozón en el yerbazal húmedo.

Lucía se alojaba en la misma casa de huéspedes que unaamiga estudiante de Fronesis. Buscaba trabajo con la lenti-tud que le aconsejaba su ánimo liviano. Al comenzar el cur-so, sin tener ningún entretenimiento, acompañaba a suamiga por los corredores y los entreactos de ocio. En la pen-sión ganaba simpatía por el imán romántico del que buscatrabajo sin encontrarlo. Pero no habían llegado los días enque todas las muchachas de la pensión la alejaban un tantopor convencimiento de que el ocio del sin empleo volunta-rio lo llenaba de un Eros menor. Por aquellos primeros díasdel curso engañaba con su ingenuo enamoramiento a losadolescentes rifosos, que por otra parte se mostraban muypoco interesados en aclarar su identidad estudiantil. El ver-dor de las trifolias, el suave oro rociado de su piel, la sedaafanosa de retirarse a su lejanía de reflejos, le daban a supresencia una blandura de arcilla, donde los dedos de lospresuntos atacantes en sus escaramuzas trenzaban unacestería de delicias.

Le dio la mano a Fronesis, sosteniendo con exageraciónla otra mano apretada. —Te he estado esperando, como medijiste, media hora en la mesa de la Asociación de Derecho,pero ya yo sabía dónde encontrarte. Vámonos, vámonos, sisigues aquí con tus amigos, la mañana se escapa. Acuérdate

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que tienes que decirme algo acerca de las preguntas que tehice el otro día —se veía que no existían tales preguntas,sino lanzaba ese lazo para justificar la retirada de Fronesis,a quien por otra parte, en su perplejo, se le veían las pocasganas que tenía de retirarse.

—Ah, es verdad —le respondió Fronesis, que para no des-mentirla hacía como que mordía la celada— repasamos alos griegos en sus alegres sutilezas y el tiempo se me enredóen sus trampas, pero ¡ay de mí! hay que escoger también elcamino de la mayéutica, oh, Circe —al decir esto, la risa deFronesis casi destruía el avance de las sílabas— me abando-no a tu filtro, caigo en tus abismos —en realidad, en su res-puesta había más de bostezo que de asentimiento. Todavíamuy joven, no tenía una salida rápida para escapar a la tenta-ción de la mujer que nos acecha, sin poderla diferenciar dela muchachita que comienza a amarnos con balbuceos, perocuyas vacilaciones fatigan a veces el Eros inmediato de unadolescente. Sin embargo, esos balbuceos son los que des-pués se descifran en las campanillas de la fiesta de bodas.

Sin soltar la mano de Fronesis, lo tironeaba para que sefuera con ella. Miró a los dos amigos con fingido rostro desometimiento a lo inevitable. Al fin se despidió, empezarona caminar por los jardines hasta que los dos cuerpos se fue-ron diluyendo en un cono de luz demasiado violento. En laforma en que la luz descomponía los dos cuerpos, sólo ibasurgiendo la mano de ella como la de un pequeño halcónamarillo que se desprendía desde las alturas sin soltar elpalomo atrapado. Su mano de halcón con un lazo en el cuello,las piernas de Fronesis, sus labios como la aleta anal de lospeces sirénidos, resbalando por las arenas hasta que unanube se posó sobre sus cuerpos y su sombra los unió conuna manteca de serpiente.

—Ella cree que lo va a secar como arista seca el fuego,según el verso de Herrera —dijo Foción—, pero ya Fronesisestá convencido de que es una piruja. Ella cree que engañay Fronesis finge que está engañado. Fronesis, desde luego,llevándose la mejor parte. Hay que tener siempre confianzaen la seguridad con que se va desarrollando su destino. Peroahora —cambió de tono al decirlo—, ya tú conoces lo quenosotros creemos de todo ese imbroglio, ahora es tu turno.

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Yo, como los personajes de los diálogos platónicos, te pro-meto relatarle con exactitud a Fronesis todo lo que te oiga.Créeme, por Júpiter, que seré un buen mensajero paratransmitirle lo que la pitia te dicte.

—Platón el dialéctico o el de los mitos androginales —co-menzó a decir Cemí—, ha estado constantemente rememo-rado por Foción o por Fronesis, pero ¡por todos los diosesdel Helicón! yo voy a aludir a Aristóteles en su concepto dela sustancia, que revela que no está tan lejos de la reminis-cencia platónica. El apoyarme al comenzar en Aristóteles,muestra bien a las claras que no voy a quedarme en el deliriopoético, ni tampoco en el delirio científico, tal vez me que-daría con los dos a la vez, pues no sé por qué un hombre denuestra época no se va a emocionar con un arquetipo al-canzado, de la misma manera que un primitivo al contem-plar que el río está en el mismo sitio que lo había dejado lanoche anterior.

—Aristóteles nos afirma que «la sustancia de un ser con-siste en ser lo que era», lo cual quiere decir la presencia enla permanencia, con lo que al mismo tiempo el verbo sesitúa en el espacio y en el tiempo. El ser está y ese estar essiempre en la permanencia. Pero no se crea, mi inquietoFoción, que voy a seguir utilizando esa jerga, ni usted ni yovamos a ser escolásticos, y por eso no creo que debamos irmás allá de los libros de la metafísica aristotélica para tenerun sentido que no sea vagoroso de la esencia y la sustancia,algo como para contestar alguna interrogación inopinada,como por ejemplo: ¿la gota de oro de los alquimistas delperíodo taoísta, es una esencia o una sustancia? Y podernossentir dignificados al responder con entereza que ese temano tiene nada que ver con el ser esencial o el ser sustancialde los aristotélicos. Pero lo que nos interesa saber es que eseser tiene reminiscencia y tiene permanencia. El estar en supermanencia no puede tener contingencia. Desde que elser surgió en nosotros, en la cultura griega, no se altera porel andrógino o por la diada universal, hay una categoríasuperior al sexo, que recuerda los mitos androginales o alque se proyecta sobre los misterios complementarios. Perocomo hubo épocas anteriores a la aparición del ser en losgriegos, y como casi toda la filosofía contemporánea se dirige

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a barrenar el ser aristotélico, podemos todavía buscar eljuego de las imágenes sexuales en los muslos de oro, lasorejas paridoras, las derivaciones de la relación excesiva delescita con su corcel, o de la cópula de la madre de Alejandrocon una serpiente; apenas la imagen logra un punto deapoyo, la tierra vuela encontrando un centro en todas par-tes, logrado ese punto surge la esfera, ya tenemos un cos-mos cuyo centro es la imagen, flotando en el aceite de lareminiscencia y en las brumas de un devenir que se muevetan sólo en las llanuras de la cantidad como abstracción.

—San Agustín parece estar convencido de que el amor esun germen que se siembra también en la muerte. Así comoa los biólogos, y a Goethe también, les ha seducido que den-tro de la misma especie perfeccionada surja otra nueva es-pecie, San Agustín creía que el Eros mataba algo dentro denosotros. El amor, dice, mata «lo que hemos sido», la sus-tancia que recuerda, los mitos previos al dualismo de lossexos, para que lleguemos «a ser lo que no éramos». Luegoya estamos en otra encrucijada: ¿los deseos sexuales surgende la reminiscencia, o del intento de formar una nueva es-pecie, un nuevo ser, un nuevo cuerpo? En otra de sus sen-tencias, que guarda estrecha relación con la anterior, nosdice que el alma se enferma cuando pierde el sentimientodel dolor. La conclusión no puede ser otra, que hay un Erosde muerte que se expresa a través del sentimiento del do-lor. En el pasaje de San Mateo, que aquí se ha citado, sealude a los eunucos que cantarán en el paraíso, expresandola muerte del Eros, el dolor, un salto que ni ellos mismossaben de qué reminiscencia viene ni a qué nueva especielos conducirá. Es la avalancha de la muerte que viene sobrenosotros, es el demonio que juega su partida por adelanta-do, pues en el valle de la gloria no habrá bodas y todosseremos como los ángeles. Cuando por el pecado de la caí-da, todo se hizo concupiscible, el diablo jugó otra partida,creó dentro de la caída otra caída. El hombre procreó dentrode lo concupiscible, pero con esa segunda caída o concupis-cencia, el diablo lo vuelve a llevar a su estado de inocencia,al mito indiferenciado. Es decir, el hombre va a la mujercon concupiscencia, pero el hombre vuelve al hombre porfalsa inocencia, por la sombra que el demonio le regala como

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compañía de su cuerpo, por laberinto intestinal respirante,por escorpión que asciende en busca de la vulva para matara su hembra.

—Prefiero retroceder a otra empalizada: el tomismo. Ahíse suma la Grecia aristotélica a la verdad revelada, es decir,como si se reuniera la sustancia reminiscente de los griegoscon la sustancia participante en el ser sustancial de los cristia-nos. Santo Tomás cuando habla de los pecados de lujuria,lo primero que hace, según su habitual método, es señalarel antecedente en la patrística y principalmente en SanAgustín. La frase del vehemente cartaginés que cita es: «Detodos los vicios el pésimo es el que se hace contra la natura-leza.» Sin rebajar la severidad agustiniana, el Aquinatenselleva la maza de su razonamiento a golpear otras piedrasduras, situadas en otra margen del río. En Santo Tomás haysiempre la concepción del hombre y de sus sentidos, comoalgo glorioso, hecho para establecer la verdad que deberáreinar en la gloria. Es decir, para Santo Tomás, la visiónbeatífica es una operación intelectiva, o lo que es lo mismo,al alcance de los sentidos del hombre. Entre los tres concu-rrentes de la visión beatífica, cita la fruición, y con frecuenciadice, «la posesión o fruición». Le llama también a la pose-sión, «la potencia apetitiva». Luego señala un éxtasis dondese vuelcan: apetito, posesión y delectación frutal. Y ese éx-tasis que él señala, es el de la visión de la gloria.

—Santo Tomás señala como dos de los pecados contra elEspíritu Santo: la envidia de la gracia fraterna y el temordesordenado de la muerte. El Aquinatense comprende deinmediato que hay una gracia fraterna, regalo del EspírituSanto, que va a ser muy odiada, muy envidiada. Al colocartambién entre los pecados contra el Espíritu Santo, el te-mor desordenado de la muerte, quiere dar a conocer quehay un amor desordenado de la muerte, o un temor orde-nado de la muerte, que son tolerables. Pero lo que quedaen su fascinación de misterio es que hay una gracia fraterna,que va a ser muy combatida, que se puede caracterizar porun amor desordenado de la muerte, un apetito fruitivo queexcluye la participación en el misterio de la Suprema For-ma; ahí empiezan los desvíos, pues existirán siempre loshombres que van por la oscuridad a participar en la forma,

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en la luz, pero existirán también los insuficientes, aquellosque van por la luz besando como locos las estatuas griegasde los lanzadores de discos, hasta hundirse en la oscuridaddescensional y fría. Pero estos desdichados ni siquiera seacogen a la sentencia de Edipo: ¡ah oscuridad, mi luz!, sinose arrastran por la luz como ahogados, hasta que encuen-tran la oscuridad donde flotan. No ven cómo la noche alcaer sobre el árbol le presta la fluencia inmóvil, se han qui-tado como un sayón la placenta creadora de la noche, sinoque como saurios trepando por el poliedro de la luz, van acaer en la noche como benévola, como muerte. El hombreque ve claro en lo oscuro, jamás podrá estar dañado, peroel que ve oscuro en lo claro, jamás tendrá misterio sexual,haga lo que haga, al cobrar conciencia de ese acto tendráuna culpabilidad morosa, que es la única cosa que lograerotizarlo. Siente la culpabilidad, la presunta culpabilidadque sólo está en él, del acto de la madre al engendrarlo.Siente en frío, pudiéramos decir, el acto de la madre alguardarlo en su interior, y se vuelve pasivo, entregado,abrazado a un fantasma que él hizo culpable, arrancandocon una espada esa falsa chispa fantasmal de un cuerpocuya semilla permanecerá siempre en la gloria. El recuer-do de un acto es su culpabilidad, pues todo acto tiene queser puro, sin reminiscencia y sin devenir, a no ser que elacto transcurra en la noche perniciosa del capítulo undécimode La Odisea, cuando la enmarañada Circe guía en el des-censo al sombrío Hades. Convertida la sangre del sacrificioen espejo, acuden las almas regidas por Perséfona. ATiresias, el hombre-mujer-hombre, le hace la promesa deun hoyo lleno de sangre negra. La madre de Odiseo se pier-de en el valle de las sombras gimientes, tres veces se le acer-ca para abrazarla, pero la madre huye, hasta que al fin ledice sus deseos. «Procura volver lo antes posible a la luz,aprende estas cosas y relátalas luego a tu esposa.» Cemí hizouna pausa, detenido por el recuerdo de las palabras de sumadre: «Vive en el peligro de obtener lo más difícil.» Laúnica manera de ascender del infierno, llevando la espigade trigo, el bastos coloreado de hojas y abejas, cuando lamadre hablando desde la muerte, desde las profundidadesdel sombrío Hades, se vuelve esquiva a las prolongaciones

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del hijo en las tinieblas, quiere huir del hijo para que el hijoregrese a la luz. Cuando el hijo desciende a las profundida-des, para ver en el espejo de la sangre negra el rostro de lamadre, la madre huye, prefiere la ausencia del hijo, la as-censión del hijo a la luz germinativa. El susto de la madreen el sombrío Hades, debe haber sido muy poderoso.Contempla en silencio que el acudimiento del espejo de lanegra sangre, la de los muertos, el primero es Tiresias, elhechicero rey tebano, con su pequeño cetro de oro cruzadosobre el pecho, el hombre-mujer-hombre que aconseja «sa-crificar sagradas hecatombes a las deidades que posea elanchuroso Urano». La madre que ve el peligro de toda con-versación con Tiresias, desaparece, se pierde, no contestadurante tres veces al llamado del hijo, para que vuelva a laluz. No te quedes en los infiernos, parece decirle, a pesarde la disculpa de que has descendido al Hades para encon-trarme, pero no me veas, asciende, no me mires en los re-flejos de la sangre negra, para verme no te asomes al espejode la muerte.

Foción lo oía como quien vigila el desprendimiento deuna rama en relación con la piedra que va a cubrir, con eltigre que va a despertar, con el chapuzón que va a sembraren la corriente. Era una atención derivada. Sabía que habíallegado Cemí a su diálogo con Fronesis, no para intranqui-lizarlo con torpes intriguillas de celos entre amigos, no paraagrandar la malla de rebote, pues ya había comprendidoque tanto Cemí como Fronesis, eran los únicos amigos quepodía soportar, de niñez ganada por la soledad, las lectu-ras, el contrapunto familiar profundizando los pasos de lafigura. Caso contrario al de Cemí, desde el día que lo habíaconocido, su simpathos lo recogió como un ensanchamientode las distancias vencido por la compañía. Sabía que podíahablar con Cemí el día entero de Fronesis, sin que le mos-trase indiferencia o cansancio. Adivinaba que Fronesis ha-blaría con Cemí de él en una forma derivada. Cualquieraque fuese el sesgo de la conversación, sabía que el hermetis-mo verbal de Fronesis acabaría de cascarse y eso le motiva-ba por anticipado una secreta alegría. Su erotismo porFronesis se limitaba al placer de colmarlo, de ocuparlo, desituarse en todas las encrucijadas que podían acecharlo,

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de estar en su almohada en forma de mosca, de ser un osci-lante hilo amoratado en el reverso de sus párpados. Fronesislo había hecho conspirador, mistagogo, iniciado pitagórico,experto en dólmenes paleolíticos, innumerables máscarasde sus pesadillas en lo cotidiano, pues por una ley trágicade su temperamento, tendía a alejar los objetos del mundoexterior y a bracear en un río muy lento para alcanzarlos.Fronesis era para él un arquetipo de lo inalcanzable, cosaque sólo existía porque comenzaba por ponerlo a horcaja-das en un punto errante que oscilaba en un claroscuroinmenso.

—Mientras San Agustín —continuó Cemí—, volcaba suvehemencia sobre su amigo Alipio, huía de su madre y re-conocía la existencia de una sustancia del mal, la que másque sustancia era la vida verdadera que le correspondía aSatán. El agua rebota sobre la piedra donde sueña SantaMónica. Gime y llama a su hijo. Sabe que su hijo está sobreel hechizo de los trastornadores, de los tentadores, pero noolvidará aquella medida circunspecta que la llevaba al te-mor de los viajes, por no morir en una tierra extraña quedificultase su resurrección, sin sus hijos y el hechizo de suciudad. Llama a su hijo, pero este rectifica su sueño. Es ellala que va hacia la roca de su hijo. Pero su sueño vuelve parafavorecerla, ya no es una roca, es una regla, es una escolarmedición de madera, donde se ha refugiado la madre paragemir y llamar, pero es ahora el hijo el que bracea haciaaquella medida de su niñez, pero a medida que se acerca esla roca que resuelve unitivamente el sueño de la madre y lavoluntad del hijo. No hay una sustancia del mal, no hayuna región destinada a Satán, los que pensaban que la fasci-nación de la materia eran las lentejuelas del diablo, olvida-ban que al verbo encarnado responde el cuerpo para laresurrección en la gloria. Luego el diablo no puede habitarmás de una noche la sombra del higueral en el desierto.

—Es raro que San Agustín, demasiado vehemente en laamistad, durante los años de su juventud, además de la in-fluencia de Platón, le dé su rechazo airado al pecado contranatura. Por el contrario, Santo Tomás, aristotélico, ve el vi-cio contra natura en una forma peculiar, que parece rehu-sar la fogosidad condenatoria de Agustín. Sin embargo, a

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Santo Tomás le fue otorgado el don de los ángeles en elsexo, disfrutó de una regalada castidad en la gracia, nuncafue tentado por el halcón que se escapa de la zarza del sexo.

—El vicio contra natura, nos dice en la Suma, no es especie delujuria. Se ve que se obstina para llevar fuera del cuerpo a lalujuria en el pecado contra natura. Lo sitúa fuera de todacaída. En el pecado contra natura nadie injuria a nadie. Su respe-to al cuerpo le quiere evitar esa mancilla, la relación entre elcreador y la criatura no puede soportar ese lunarejo. Elcuerpo hecho para cantar en la gloria, no recibirá esa inju-ria. Los vicios contra natura no son los pecados más graves entrelos pecados de la lujuria, vuelve a decir, parece que el Aquina-tense considere la lujuria como una equivocación de la se-milla de la germinación, pecado grosero de exceso, puespoco más adelante, en la Suma, nos dice: El adulterio, el estu-pro, el rapto, el sacrilegio, contrarían más la caridad del prójimoque el acto contra natura, parece, si nos apresuramos un poco,que reconoce una aridez demoníaca, una semilla yertasembrada en la noche perniciosa. Pero al fin, Santo Tomásdice, después de un largo rodeo, lo que tiene que decir re-firiéndose al pecado contra natura: no se contiene bajo la ma-licia, sino bajo la bestialidad.

Los dos dialogantes no habían percibido la soledad quelos rodeaba. Las aulas habían quedado vacías, por los corre-dores el silencio se extendía como una serpiente. Sentadoen un banco, con una soledad que se hacía inoportuna porsu subrayado, Foción observaba los gestos, las modulacionesde la voz en el desarrollo, la intensidad de la mirada queviajaba con las palabras. ¿Oía como un espectador ocupadotan sólo en la reconstrucción de una imagen interior? Cemíobservó que le temblaban las manos a Foción, que su rostroestaba en exceso rígido por la sobreatención. No se extrañópor la conclusión, se diría que la esperaba, lo que sí parecíaque lo había sorprendido era el camino escogido, el puntoa que había llegado y las sorprendentes derivaciones queofrecía.

—Pero si es un bestialismo —se apresuró a decir Foción—,y las bestias no pueden pecar, no es un pecado en el hom-bre bestia que lo comete. Le añado la frase de Pascal, deque el hombre es tanto más bestia cuanto más quiere ser

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ángel. ¿Es una bestia o un ángel? En ninguno de los doscasos puede pecar. Es una bestia el homosexual, pero no unpecador. Me temo que esa tesis llegue a tener muchos par-tidarios.

—Sé que no podrás sacar plausibles consecuencias delrazonamiento del Aquinatense —le respondió imperturba-ble Cemí—, porque desconoces que nada de eso le puedeinteresar a él, pues no quiere llevar al tema final de su obra,la resurrección, [a] un hombre con esa mancha, pero sabeque como bestia no resucita, por eso cuando tuvo que co-mentar el pasaje de San Mateo, de los eunucos en el paraí-so, declaró que sus luces no le permitían ver claro en esemisterio.

—Pero aunque en la resurrección cesará la generación,los miembros se conservarán para la integridad corporal yno para los actos de su destrucción cuando existía la mate-ria corruptible. Toda materia, nos afirma Santo Tomás, serárestaurada por Dios, luego es plausible pensar que los eu-nucos serán retocados, enderezados y mejorados de voz.No podrá ser enmendado su desarreglo, por desapareceren el valle de la gloria la fornicación con mujer. Serán res-taurados en su integridad, pero en un sitio donde no hayfornicación ni con hombre ni con mujer. Se les restaurará ala normalidad de la cópula con mujeres, pero en un lugardonde ya el fornicio con hembra placentera está abolido.Ese será, tal vez, su castigo.

—Quizá la resurrección de los cuerpos sea el verdaderonombre de lo que Fronesis llamó la hipertelia de la inmor-talidad... —Cemí se detuvo, se oían disparos que iban enaumento. Ahora comprendía la extrañeza del silencio quelos había ceñido. Los estudiantes de Upsalón salían de unaasamblea rubricada a balazos. Al salir del aula, un grupopequeño de hombres y mujeres más corajudo agredía a otromás numeroso, pero con menos ánima peleadora. Los dis-paros espaciados iban impulsando la salida tumultuosa delos asambleístas. Corrían los ujieres y la policía para sepa-rar a los participantes en la improvisada promaquia.

—Hasta pronto —le dijo Foción—, ya nos veremos des-pués de mi viaje. Felicidades, me sorprendiste con tu SantoTomás de Aquino heterodoxo—. Corrió Foción hacia los

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grupos en discordia, penetrando en la asamblea. Ya no seoían los disparos, Foción desapareció en aquel momentáneoremolino. Cemí, sabiendo que nada tenía que hacer en esasarrebatadas sirtes, se fue escurriendo por los pasillos, llegó ala puerta, mirando en torno, vio que el tumulto no habíainvadido la jardinería, y llegó sin contratiempo alguno a laescalera central. Ya muchos estudiantes atemorizados por losdisparos, nuncio de futuras reyertas, iban desapareciendopor los aledaños de la escalera, con fingida lentitud, paradisimular sus rostros que se iban volviendo lívidos, inhibidospor el temor de los disparos oídos cuando el ambiente deUpsalón parecía más calmoso.

Se detuvo indeciso en el último peldaño de la escalera.No sabía si ir a pie hasta su casa o coger una guagua. Depronto, entre el tumulto de los pífanos, vio que avanzabaun enorme falo, rodeado de una doble hilera de linajudasdamas romanas, cada una de ellas llevaba una coronilla, quecon suaves movimientos de danza parecía que la deposita-ba sobre el túmulo donde el falo se movía tembloroso. Elglande remedaba el rojo seco de la cornalina. El resto delbalano estaba formado de hojas de yagruma pintadas concal blanca. La escandalosa multiplicación de la refracciónsolar, caía sobre la cal del balano desviándola, de tal maneraque se veía el casquete cónico de la cornalina queriendopenetrar en las casas, o golpeando las mejillas de las donce-llas que acababan de descubrir el insomnio interrogante dela sudoración nocturna. Un genio suspendido sobre elphallus, acercaba el círculo de flores a la boca abierta de lacornalina, como una rana cantando al respirar, luego lo ale-jaba, perseguido por las doncellas romanas, que tendían lasmanos como para clavarle las uñas; otras veces, como untiburón, se reía dentro del círculo de flores. El genio quevolaba en la promesa de la corona para la cornalina fálica,estaba rodeado de innumerables kabeiroi, demonios enanosque portaban unos falos casi del tamaño de su cuerpo, quegolpeaban a las vírgenes romanas y luego se perdían en lamuchedumbre, enredándose en sus piernas y golpeandoen sus cuerpos con su enorme rabo fálico. La carcajada deesos enanos tenía una anchura de onda semejante a la rollizalongura de sus aguijones. La carroza y la figura del genio,

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con su volante círculo de flores, avanzaban protegidos porun palio, sostenido por cuatro lanzas, que remedaban ser-pientes que ascendían entrelazadas para terminar en unrostro que angustiosamente se metamorfoseaba en unapunta de falo, partido al centro como una boca. Cada una delas cuatro lanzas están empuñadas por doncellas y garzonesdesnudos, que en cada uno de los descansos acarician laespiral ascendente de la serpiente fálica. La carroza estabatirada por unos toros minoanos, con los atributos ger-minativos tornados por el calor y el esfuerzo de un colorladrillo de horno. Sobre los toros, garzones alados danzandoy ungiendo con aceite los cuernos cubiertos de hojas y abe-jas. Un grupo de robustas matronas precede a la carroza,soplando en extensas trompetas. Formando como la carade la carroza, una vulva de mujer opulenta, tamaño pro-porcionado al falo que conduce la carreta, está acompañadapor dos geniecillos que con graciosos movimientos parecenindicarle al falo el sitio de su destino y el final de sus oscila-ciones. Un lazo negro, del tamaño de un murciélago gigan-te, cubría casi la vulva, temblorosa por el mugido de lostoros, pero la sombra del animal enemigo de la sangre, ta-paba el círculo de las flores, cada vez que los toros daban unpaso y el casquete de cornalina avanzaba, rodeado de chi-llones enanos fálicos.

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Todavía Cemí se sentía demasiado rodeado por aquella ma-ñana, cuando decidió bajar por San Lázaro hasta su casa.Iba repasando las cosas que Fronesis y Foción habían dichocon aparente objetividad. Pensaba también en la novela queyacía oculta detrás de aquellas palabras. Pero no lograbareconstruir en qué forma se hipostasiaban las palabras oí-das. A Fronesis lo había conocido a través de una excursióny un relato. Fuera de su tío Alberto, había sido la única per-sona que se había dirigido a él. Sentía que en su conoci-miento de Foción había azar, pero que en el de Fronesishabía elección. Sentía también que en ese azar y en esa

CAPÍTULO X

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elección había igual profundidad, idéntico destino. En cuan-to a Foción, sentía que su irreparable era de otra índole, loveía en una pesadilla con ojos dilatados de gato, corriendode Fronesis hacia él, para luego rebotar de nuevo haciaFronesis, pero con un destino atrapado en esa trayectoriareversible, más inquietante que verdaderamente destructi-vo, pues ni Fronesis ni él estaban dispuestos a disfrazarsede ratones para complacer el ronroneo de Foción. Pero no,todavía él no conocía lo suficiente a Foción, se decía, al parque caminaba con visible alegría, como para afirmar que seestaba deslizando en los elegantes pareados de unagatomaquia.

Al pasar cerca del parquecito Eloy Alfaro, sintió que unaimantación guiaba su mirada, de pronto le pareció ver cómouna oruga recorría una hoja de lechuga. La madera verdedel banco, mordida por una luz insistente, hacía ondularen una marejada a dos figuras. Se destacaron entonces níti-das, demasiado metálicas en sus aristas, surgiendo de unfondo que corría a ocultarse en una reminiscencia aún tancercana, que le parecía una brillante somnolencia, dos oru-gas que se interrogaban con sus cuernecillos, en la moteadasuperficie de una hoja de malanga. Eran Lucía y Fronesis.La concha primaveral del verde y las fresas de la seda seexhibían en el brazo que se apoyaba en el hombro deFronesis. Pero mientras el fondo verde del banco, profun-dizando en su dimensión de lejanía, parecía ocultar los re-cursos voluptuosos de aquel brazo recorrido por la untuosasaliva de la oruga, la nariz decidida de Fronesis, la línea quesurgía de su frente para formar un irreprochable ángulorecto con la aleta que interpretaba la menor variante de labrisa como un gamo, le daba su impasible rechazo. Su nariztenía algo de la de un centinela ateniense negándose a aca-riciar un gato persa o a leer una misiva secreta de Artajerjes.

Por la tarde, Cemí, todavía atolondrado por la velozdiversidad asumida por aquella mañana, decidió ponerse ala sombra de un cinema. Presentaban una variante de laIsolda, puesta al alcance de los hijos del siglo. El espíritudel mal había sido reemplazado por una corcova que seperdía entre los trigales mirando de reojo. El rey tem-bleteante sustituido por un escopetero morón, que tenía

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también algo de relojero decapitado. El enano del reojorobaba las escopetas para sacarle en la detonación los cisnesnegros que después apoyaba en el pecho del nadadorsobredorado. Una canoa de carrera londinense, levantabacomo un túmulo a los dos amantes, entre fanfarrias yhachones. El enano del reojo recibía una guindalla juntocon una chiva paridora. Por lo que al final, con los amantesmuertos y las igualitarias colgaduras, la escogida entre elbien y el mal había quedado inoficiosa.

Una vieja costumbre de Cemí le deparó de súbito un des-cubrimiento al entrar en la cámara oscura. Antes deproyectarse en el pantallón que lo miraba, su vista lograbala acomodación saltando por los rostros de los espectado-res. Cuando ya había precisado algunos rostros, se hundíaentonces en la convocatoria del punto central de la lonaensombrecida, pero en ese salto sobre los rostros, lograbaamortiguar el encandilamiento de la luz callejera y su tras-paso a la pantalla rayada. Desde las primeras pesquisas delacomodamiento, su globo ocular tropezó con dos mejillasque muy lentamente frotaban sus láminas. Las dos orugashabían reemplazado el verde de la lechuga por las sombrasdiestramente manejadas por el italiano de Porta. Allí estabanLucía y Fronesis, en el eterno retorno de sus posturas. Lu-cía, estirando el aliento de la serpiente de sus brazos, Fronesisinmutable, cortando con su perfil subrayado, perfil queagudizaba tanto sus contornos como un hada para fragmen-tar la serpiente.

Cada vez que el proyector situaba un claro, Cemí mirabacon cautela las lentas variantes en las posiciones de la pare-ja. Se veía que la hembra se subdividía y anegaba cada vezmás presionada por las hormigas del Eros. Sus labios ibantrazando el ornamento de un círculo húmedo en la gargantade Fronesis. La mejilla de Lucía repasaba incesantementela de su amante, como los escudos frotados de dos comba-tientes sonámbulos. Al adelantar Lucía sus mejillas la espal-da extendía su reto y la calipigia emergía como un delfínque nivela su lomo con el cristal de la onda.

Al anterior claro del proyector, siguió un oscuro tempes-tuoso. Isolda corre a la orilla del mar, la hebra de oro traídapor el pájaro vuela sobre sus trenzas anudadas al alto moño.

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Su cuerpo reposa semidormido en la arena. Un cangrejoque no sabe disimular su asombro, no puede penetrar en elcírculo que la rodea, donde la misma onda, en la prolonga-ción de su insatisfacción voluptuosa, lame y se retira. El cuer-po de Tristán, ejercitado ya para luchar con el dragón, sealza en una gritería frente a la cuadriga solar, como un án-fora de vino sus emanaciones hacen retroceder a la onda,que luego avanza sobre el círculo para despertar a Isoldasobresaltada, con los pezones agrietados por el salitre.

Con la espalda sobre la arena, las dos manos en la nuca,Isolda flexiona sus piernas. Muestra por un instante susentrepiernas, donde la hebra de oro traída por el pájaro seha metamorfoseado en un crinaje o yerbazal picoteado poruna siguapa. La piel rosada se ha trocado en una estriba-ción retorcida como una tripita de apéndice intestinal. Laplanicie de nieve coloreada que convidaba desde su piel,son ahora las ondulaciones de un terreno carbonífero. Elproyector fija un claro anchuroso, donde la mirada de Cemíse lanza sobre la pareja. Ve a Fronesis que con ademán in-contrastable quita de su hombro la mano de Lucía. Ve, deba-jo de su nariz de centinela helénico, los labios que esbozanun gesto de asco. Ve a Lucía con la cabeza baja, perdido casiel aliento. Ve a Fronesis cruzarse el índice sobre los labios,indicando silencio. Ve que Lucía comienza a sollozar.

Cemí temió que cualquier ademán indiscreto de la parejalo precisara, sospechando su vigilancia. Suposición gratui-ta, pero que había que evitar, pues Cemí creyó que unacoincidencia podía ser valorada como una persecución ma-liciosa. Se levantó buscando la diagonal opuesta al sitio ocu-pado por el desganado y la atacante. Otro claro señaló unnuevo peligro no reconocido hasta ese momento. En el puntomedio de la diagonal, Cemí vio otro rasguño que el dia-blo hacía visible. Estaba sentado, con inquietud que se desa-taba mirona hacia la pareja, Foción, que parecía oír, desdesu discreta lejanía, los movimientos y los cuchicheos de losamantes. No disimulaba el escaso interés que tenía por laversión contemporánea de un mito. Su película, su caza, suincitatus, era la pareja. Su acecho era el de una félida sepa-rando con lentitud sombrosa los yerbazales para caer sobrela presa. ¿Había Foción seguido a la pareja de enamorados?

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¿Estaba en el cine cuando entraron los motivadores de suacecho? Apenas Cemí sintió que se le iban levantando esaspreguntas, se fue de nuevo a la calle para evitar la hiperbólicarecurrencia que motiva los pequeños móviles de la conduc-ta ajena. Cemí evitaba dejarse tentar por el demonio azulde la banalidad caprichosa. La sola posibilidad de dejarseenmallar en un laberinto menor, le hacía darse puñadas enla frente. Notaba que ese laberinto menor le era muy nece-sario a muchos bueyes ahogados por un humo de redoma.Foción se deshacía, era casi lo que llenaba la otra mitad desu vida, la suma de increíbles minucias sin Ariadna y sinMinotauro. Su enferma capacidad de espera, le hacía se-guir cualquier laberinto hasta la línea del horizonte, dondeun inmenso tedio había bruñido su rostro hasta otorgarlecierta nobleza de lo indiferente, lejano o desdeñoso. Su auto-destrucción en lo temporal lo reconciliaba multiplicandoespejos en torno a cualquier manifestación fenoménica.Cuando la liebre del sucedido estaba al alcance de su mano,estaba ya desangrado, la frecuencia de esos ejercicios en lainfinitud le cerraba la fuente de la voluptuosidad. Acuchi-llaba en tal forma la distancia entre el deseo y lo deseado,que al final lo deseado levantaba como un Perseo la cabezadecapitada de sus deseos.

Lucía, humillada, sentía el peligro final a que podían con-ducirla sus sollozos, pero también precisaba lo inexorablede los caminos hacia Fronesis. Desde su posición, aún llo-rando sentía el riesgo de sus lágrimas, pero cuando se po-nía a ver su situación desde la perspectiva de Fronesis, sesentía perdida sin remedio; aún en el plano de un erotismoinmediato, intuía los excesos de laberintos, avances y retro-cesos, a que le arrastraría la fascinación que sobre ella ejer-cía Fronesis, fascinación que sólo podía interpretar en elesguince eléctrico de sus nervios, cuando se sentía invadidapor aquella imagen, que al descender a su interior, comen-zaba por quemarle la piel en el roce. Luego, la imagen ibaascendiendo, dejando en su espacio interior el recorridode la memoria muscular que al fin desprendía la imagen dela incitación, para volver a circulizarse en una energía queno encontraba su espiral de salida. Lucía, en su adolescen-cia, descubría los secretos de ese ergon, de esa energía, como

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decían los griegos, círculos lentos que iban de la nebulosa alfósforo, de la reconstrucción a la pulverización de la ima-gen. En un oscuro del proyector, aumentado por la ofusca-ción de su vergüenza, la imagen de Fronesis descendió hastaperderse en las profundidades de Lucía. Cuando ascendióel espejo de la imagen sólo mostraba un punto, pero esemovimiento de la rotura de la imagen motivó dos respues-tas diversas. Lucía se levantó para irse. Fronesis, sin evitarsu retirada, le apretó el brazo diciéndole: por la noche tevoy a buscar. Sacudió Lucía el brazo de la mano que la ce-ñía. Por los corredores, ya abría la cartera, encontró elcreyón rojo húmedo. Mientras se retocaba el círculo de loslabios, la imagen, rotos los cristales del espejo, estaban yaen la otra cámara, donde se abandonaba a una danza en laque los cuerpos se enlazaban o separaban acorralados porlas llamas. Fronesis cruzó las piernas, encendió un cigarrolargo, creyó que el fósforo se extenuaba, pero la imagencobró fuerzas para situar en la luz su silueta de centinelahelénico.

Foción quiso comprobar, ya que no podía el significado,la extensión y veracidad de la retirada de Lucía. Fue hastael servicio, revisó las hileras de las lunetas, se acercó lomás que pudo hasta la puerta. No, no había sido estratégicala retirada de Lucía. Foción volvió a ocupar su sitio y co-menzó a humear una espera inquieta. El cigarro, humede-cido e impulsado por sus nervios, le quemaba la punta delos dedos. Tomó su decisión por lo menos prudente. Fue asentarse al lado de Fronesis, en el asiento dejado vacío porLucía.

Su nerviosismo se disipó en el perplejo de ver el recibi-miento que le hacía Fronesis, con total adecuación ante sualevosa impertinencia. Su turbación se hizo menos exterior,pero más laberíntica al oscilar en su espacio interior. Laserenidad de Fronesis llegaba a enloquecerlo. Creyó quefingía, para no anonadarse en la total indiferencia de larecepción. Foción era un enfermo que creía que la nor-malidad era la enfermedad. Su energía mal conducida, sufiebre permanente, no aparecía en momentos excepciona-les, sino que le era connatural. Su precipitación fuera detodo ritmo de penetración y de retirada, lo hacía acercarse

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a las posiciones desplazadas por los otros, tratando de lle-varles, de traspasarles lo que él creía que eran las normali-dades de su caos siempre en estado de hervor; por eso sólosentía el frío, la indiferencia de los demás. No podía inter-pretar el estado de ánimo de Fronesis hacia él, lo dejabahacer, sabiendo que si llegaba al punto de cocción, el únicoesterilizado en esa amistad sería el propio Foción. Fronesislo observaba con ironía, con ternura, con disculpas, sin ju-gar con él, lo observaba con la partida ganada, sólo queperder no le interesaba a Foción. A su manera era un místi-co, ennoblecido por el ocio voluptuoso, obsesionado por lapersecución de un fruto errante en el espacio vacío. Fronesiscomprendía la nobleza final de la vida de su amigo, por esolo toleraba con cierta pasión, donde el sed intelligere spinozistase había convertido en el ordo amoris agustiniano, con máspredominio del primer ingrediente, quedando de la parti-da, ganada, como hemos dicho, por anticipado, una amis-tad noble, austera, tolerante e inteligente. Comprendía lanobleza del laberinto de Foción, pero rehusaba acompa-ñarlo hasta la puerta de salida, puerta donde estaban unasinscripciones y unos símbolos que a él nunca le interesaríadescifrar.

Fronesis se hizo que no veía las sonrisillas de Foción antelas vacilaciones de los dos amantes y cómo la muerte triun-faba del Eros, pero en ese momento el que triunfaba eraFronesis. Se levantó para irse. Foción lo siguió con total ca-pitulación.

—Te veo esta noche en el recodo del Malecón —le dijoFoción con cierta disimulada súplica.

—Si puedo iré, tengo la noche con muchos enredos. Unosamigos de papá llegan de Santa Clara y tengo que esperar-los. Quisiera ir, porque sé que te vas mañana... Fronesis nole quiso decir el verdadero motivo de su forzada ausencia.Sabía que eso lo complicaría más que su ausencia por lanoche.

Foción no insistió en la creencia de que Fronesis no falta-ría, que se zafaría de esa visita ridícula. La parte noble deFoción, rechazaba que en los demás pudiera existir la men-tira, sin comprender que los demás tenían a veces queemplearla para librarse de su parte impura, de su maligna

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fascinación. No era ese el caso de Fronesis, era la noche enque su trato con Lucía tendría su configuración y desenla-ce; por eso no podía dedicársela a la despedida de Foción.Este se ausentaba la noche en que Fronesis se presentabaante una interrogación que quería ver metamorfoseada enrespuesta. Tenía que llevar la huida de Lucía a un abrazocon su logos spermatikós.

Caminaron unas cuantas cuadras y entraron en ese caféque viene invariablemente después de una película, conpocas ganas de hablar, pues el silencio forzado de la cámaraoscura estaba todavía en ellos; pero muy pronto tuvieronesquinado, frente a una cerveza, a Cemí, ya liberado de sutemor de que creyeran que vigilaba a Foción vigilando aFronesis. Cemí estaba alertado por la incorporación báqui-ca, Fronesis y Foción sacudiéndose todavía las telarañas delas sombras.

—Estamos hechos, sin duda, para formar la triadapitagórica —dijo Fronesis—, el azar me une con Foción enel Hades del cine y el azar nos une con Cemí en la luz.

—Bienvenido a la cofradía de los lupulares, cofradía quedesde Nuremberg a La Habana tiene muchos adeptos.Lupulares, no de lobo, sino de lúpulo, fecundo en sanosvigores y en canciones metafísicas —le respondió Cemí. Sualegre respuesta estaba hecha para desalojar los anteceden-tes extraños del reencuentro.

—Se ve que te sientes tan contento como Napoleón en suisla, según acostumbraba a decir Goethe —intervino Focióncon una expresión ambigua, pues dejaba en el aire la tristezao jubileo que podía resignar Cemí frente al copetín solitario.

—¿Estás en acecho de alguna Isolda? —le dijo Fronesis.—La única Isolda que ha cantado en el acantilado o di-

cho su sermo rusticus, que ha cimbreado por la acera de en-frente, ha sido la de un amante amigo —adelantó Cemí paratentar a Fronesis.

—¿Estaba muy encandilada Lucía, cuando desfiló solita-ria, sin las Walkirias de su casa de huéspedes? —le preguntóFronesis, comprendiendo de inmediato la alusión de Cemí.

—Se iba alargando las cejas como un apsara o ninfa deltemplo de kajuraho —le dijo Cemí, para asegurarle que lasaleta de la pensión donde vivía Lucía seguiría abierta paraél.

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Apresuraron el paso báquico los tres amigos. Fronesis leañadió a su cerveza un poco de scotisch, Foción, unas líneasde coñacada, con lo que alcanzaron a Cemí, que llevaba elpaso más lento de la cerveza. Entonces vieron que llegabaun hombre cuarentón, pero delgado y en extremo aviva-do, con una trigueñez de argelino y un mechón renegridoque se le derrumbaba por la frente, teniendo que sacudir lacabeza hacia atrás para que el pelo no lo cegase. Tenía algode prestidigitador, de diplomático egipcio. Iba seguido deun pelirrojo de unos veinte años, atolondrado, mirandode reojo dentro de una amistad que parecía en extremoreciente. Se sentaron en asientos pullman, uno frente delotro. Los dos parecían venir de otros cafés, donde por susvacilaciones y su rectificar gestos, aseguraban haber ido másallá de la cuarta copa.

El maduro trigueño sacó de una bolsa de cuero unas pie-zas que parecían de hueso, las que estaban enfundadas enun tapetillo verde aceituna. Eran unos cepillos chinos dedientes, cuyo mango labrado remedaba un poliedro dondealternaban esferas y encajes de huesos. Se los iba a regalaral pelirrojo para que vendiéndolos remediase su miseria,pero este no pudo llegar al final del ofrecimiento caritati-vo. Enarboló un vaso y vació su agua sobre el rostro deltrigueño. El agua al bruñir el mechón frontal le dio unacontextura de ébano pulimentado como mármol. Saliócorriendo el pelirrojo, llevando en su mano el cepillo chinode dientes. Permaneció inmutable el maduro, sabiendo elescaso valor del poliedro de hueso trabajado, sabiendo talvez que sus piezas no le acompañarían a una cacería delpelirrojo endemoniado de súbito.

El camarero al acercarse con otra ronda para los tresamigos, les transmitió el suceso: —Lo único que dijo fue:pensar que yo le iba a propiciar que asomase su rostro a unespejo de metal, estilo de los últimos ptolomeos. Y que leiba a regalar todos los cepillos chinos; pero es un niño dia-blo, y ahora, sentado en el quicio de una esquina, debe deestar dándole vueltas al poliedro.

Los tres amigos se levantaron para irse, después del inci-dental jeroglífico, pues todo había sucedido como entrecor-tado por cuchillos giradores. Para prepararse su probable

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ausencia en el recodo, Fronesis invitó a Cemí a que los acom-pañase, para así mitigar la tensión de la espera y la desazónde la ausencia de un amigo como Foción, siempre rodeado desierpes y de fantasmas descifradores de ecos rodados.

Al llegar a su casa, Cemí se abandonó a meditar sobre elgrado y la esencia de sus dos primeras amistades. En reali-dad se iba destacando, en el rezumo de innumerables de-talles, el carácter de Fronesis, que iba ganando sus momentoscon una serenidad, tal vez con un tanto de afectación, don-de la salud y el destino derivaban de su choque o roce fur-tivo con las personas y las situaciones, una desenvolturacoloreada, amena y digna. Lo que más le atraía a Cemí deFronesis, era su desenvoltura en cosas de cultura; no sólomostraba el haber picoteado en muchas ramas del árbol delconocimiento universal, sino que después envolvía en susmismas hojas la almendra de una exacerbada pasión críti-ca. Conocía y después pulverizaba lo aprendido con igualdignidad crítica, con ánimo continuo y lleno. Era una desus características en el trato diario, la uniformidad seño-rial. No era un demagogo de la conducta que mostraba suscaprichos errantes, sus excentricidades, sus cariacontecidosalardes de personalidad, dependiendo la irregularidad desus humores del café con leche ingerido o de la orinadagatuna en la sobrecama de invierno. Su señorío pastoreabael rebaño de sus días con más uso de la flauta que del caya-do. La uniformidad de su carácter enloquecía a lospoetastros, a los teatristas existenciales, a los cineastas conpantalones color marrón, a esa fauna que para mostrarsetemperamental escupía en un pañuelo con ajenas iniciales,prestado un día de dolor de cabeza fingido.

Su vida era más atormentada que la de toda esa faunilla,pero mostraba un exterior irreprochable. Su destino lo pro-fundizaba en una forma severa. La inmensa mariquera loconsideraba pedanteado, reiterado, de reacciones espera-das, ceremonioso, pero sentía su innata superioridad comoun ijar. En realidad, ese grupillo no tenía reacción frente aFronesis. Lo que consideraban pedantería, era un hechizode sabiduría convertido en amistosa costumbre. La seguri-dad de su desenvoltura, que los banales veían como reitera-ción, era el cumplimiento de un destino cuyo sustento

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desconocían. Era ceremonioso porque era fuerte, tierno,amistoso, porque daba la sensación de que despertaba en ladicha y se adormecía en la confianza deseosa. La ausenciade fundamentación, de descenso a las profundidades delHades o del yo secreto ascendido hasta el sí mismo integra-do o unificado en una proyección luminosa, de gran partede sus contemporáneos, hacía que estos deslizaran los mássombríos puntos de vista, los equívocos envidiosos más mi-serables, cuando se enfrentaban con el desprecio sereno, elférreo desdén de Fronesis. Pero ya él lo había dicho rién-dose, tenía dos amigos. Uno, Foción, en sus descensos alHades. Cemí, el otro, cuando regresaba a la luz. Sabía queuna triada amistosa es ganar la adolescencia. De ahí su sen-tirse dichoso, sentía la fuerza sagrada de tener un amigoapasionado y un amigo que lo escrutaba, que lo leía entrelíneas, que lo repasaba, como dos centinelas que mientrasuno dormía, el otro vigilaba su sueño y al mismo tiempo, enacecho, evitaba que las aves portadoras de presagio pene-trasen por su frente.

Foción era muy distinto, hasta ahora sólo le había mos-trado a Cemí su derivación, es decir, el carácter derivadode su trato con Fronesis. Pero esos caracteres, como la másreciente apreciación sobre las culturas decadentes, estabanllenos de soterradas fascinaciones. Así, la conducta de Fociónno estaba en las raíces de su fundamentación, sino en laserie de puntos que recorría un móvil hasta un punto dado.La configuración de su conducta era nada más que un puntode su movimiento, es decir, había en su raíz un equívoco, suconducta no adquiría nunca forma, una forma última deldevenir de la materia, según la frase de los escolásticos, sinouna potencialidad deseosa, que apenas salía de su guarida,se perdía en una escala de Jacob, de lo proteico que se hacíaprotervo por un escalonamiento furtivo de metamorfosis,fuera de todo ritmo y sucesión.

Cemí salió de su casa, después de un reposo conversacio-nal de la comida. Un seguro instinto lo llevaba al conven-cimiento de que ya estaría Foción en su garita de postapolaca. Cemí se había demorado en algún banco del Prado,pues quería llegar al recodo del Malecón cuando ya estu-vieran Fronesis y Foción conversando; pero apenas llegó,

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pudo precisar, no sólo la ausencia de Fronesis, sino el ende-moniado desasosiego, como una dosis muy alta de azoguede león rojo, recetada por Paracelso, que eso producía enFoción. Desde el principio de su llegada vio el torrente, elhervor de aguas confundidas que invadían a Foción. Cuan-do Cemí le preguntó cómo se encontraba de estado de áni-mo, le respondió con una tristeza arrogante: —Me sientocomo la indicación que algunas veces hace Brahms en sussinfonías, poco allegreto sin llegar al lamentoso. No estoy ale-gre, pero sencillamente no tengo nada de que lamentarme.Vine porque era la única manera de comprobar la ausenciade Fronesis. Vine también porque si ese hecho pasaba, eraentonces imprescindible que tú y yo habláramos esa ausen-cia del caro mío Fronesis. Sobre todo ahora que se te ve queestás en la recurva del asma, y se te ve alegre y fuerte, comosi llegaras a las primeras playas del mundo, en los días de lacreación—. Lo que Foción no precisaba, era que la únicaalegría que pesaba en Cemí, era su amistad con ellos dos, yacada uno por su parte, ya el acecho de Fronesis por Foción.Era sentir la profundidad placentera de que se penetrabaen una alegría inteligente, la serena nobleza que se alzabahasta enfrentarse con un hiriente destino. Dentro de esaalegría, a veces, Cemí sentía el dolor de la adquisición decosas esenciales, pues en toda amistad, por quiditaria, porapegada a las esencias que sea, hay siempre el dolor de lacosa perecedera y la falsa alegría de lo concupiscible, el dolorde las adquisiciones hechas por los sentidos transfigurados.

—En seguida me di cuenta de la impresión que te habíacausado la frase de Fronesis, la hipertelia de la inmorta-lidad, que usó en nuestra última conversación en la colina—soltó como un exabrupto Foción, para entrar en canchaverbal.

—Me gusta en él —le respondió Cemí—, esa manera desituarse en el centro umbilical de las cuestiones. Me causa laimpresión de que en cada uno de los momentos de su in-tegración lo visitó la gracia. Tiene lo que los chinos llamanli, es decir, conducta de orientación cósmica, la configura-ción, la forma perfecta que se adopta frente a un hecho, talvez, lo que dentro de la tradición clásica nuestra se puedellamar belleza dentro de un estilo. Es como un estratega

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que siempre ofrece a la ofensiva un flanco muy cuidado.No puede ser sorprendido. Avanzando parece que revisalos centinelas de la retaguardia. Sabe lo que le falta y lobusca con afán. Tiene una madurez que no se esclaviza alcrecimiento y una sabiduría que no prescinde el suceso in-mediato, pero tampoco le rinde una adulonería beata. Susabiduría tiene una excelente fortuna. Es un estudiante quesabe siempre la bola que le sale; pero claro, el azar actúasobre un continuo, donde la respuesta salta como una chis-pa. Comienza por estudiarse los cien interrogatorios, de talmanera que no puede perder, pero la pregunta que trae ensu pico el pájaro del azar, es precisamente la fruta que legusta, que es mejor y que merece más la pena de bruñirla yrepasarla.

—Eso que tú dices —le respondió Foción—, se ve en laconversación del otro día sobre los mitos germinativos. Esees el tema que más me apasiona, es mi tema, sin embargo,para Fronesis es más bien un tema de circunstancia; perocuando dijo «hipertelia de la inmortalidad», tanto tú comoyo nos dimos cuenta que había puesto la flecha en el blanco.

—Parece como si hubiera tenido un maestro de campo—dijo Cemí—, aislado en la soberanía de su biblioteca. Unaespecie de Salastano de Santa Clara. Desde que era un niñoel maestro había adivinado que él era el elegido, al mismotiempo que se asimilaba las raíces de las verdaderas innova-ciones del maestro. En sus viajes, en la maestría del saber,en la taberna, en la pensión, se encontraba con lo que mejorpodía favorecer su intuición y su conocimiento. Causa laimpresión de que su padre, a quien no conozco, sin ser uncreador, es hombre de un saber principal. Habrá viajado ylogrado una excelente colección de infolios. Le ha transmi-tido a su hijo las lenguas románicas. Es un estoico, un cató-lico de los primeros tiempos, donde los misterios órficospasaban al signo del cordero. Su madre, austriaca criolla,trasunto de la nobleza ancestral de la Europa oriental, viverodeada de objetos de arte, los que valora dentro de lasúltimas y más profundas apreciaciones sobre el estilo, la viday la expresión. Por eso transmite a su amistad el orgullo delos que la disfrutan. Se siente uno a su lado un poco comolos Dióscuros, la pareja que penetra en profundidad, entre

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las imprecaciones de las amazonas. En la desintegración con-temporánea, ofrece una poesía con la resistencia de lo uná-nime, un conocimiento que armado de un robusto análogoaristotélico, busca la otra mitad desconocida... Esa impre-sión causada puede ser cierta o invencionada, pero su gra-vitación parece unir sentido y destino con mucho aprieto.Su fortitudo de gravitación hacia el centro de la tierra, haceque todo lo que se invencione le caiga bien, tenga que de-mostrarse que no es cierto, para no creerlo, pues todo lofavorable que se le atribuye en un momento dado pareceser cierto.

—Es muy justo tu Fronesis, por Quinto Curcio, el biógrafode Alejandro Magno, tan leído por Luis XIV y por Napoleón.Esa impresión también me la causa a mí. Sólo que tu juiciobrota del intelligere, y el mío de las profundidades del infier-no. La amistad de Fronesis para ti es fortale-cedora, comose deriva del retrato que acabas de hacer, es robusta y clási-ca. Pero Fronesis es para mí —hizo una pausa y miró a Cemícon tristeza—, claro que sin saberlo, yo diría que hasta que-riéndolo evitar, mi demonio, mi oscurecedor, mi enemigoinconsciente, el que me destruye. Soy un hígado etrusco,donde los hechiceros hacían adivinaciones, destruido no porun buitre, sino por un faisán que se mueve en una tapice-ría, donde cada hilo está elaborado por deva-nadoras quehan jurado mi destrucción.

—Quizás la resultante sea ese retrato que tú has hechodel hombre venturoso, no sé por qué recuerdo el retratode Le Notre, del marqués de Saint Simon, que inclusive, sial saludar al Papa le daba unas cachetadas, este se sonreía.Pero ya a estas alturas de nuestra amistad, tú debes cono-cer, no sólo la resultante, sino las vicisitudes de la formaciónde la sangre de Fronesis. Si no conoces su sangre, no po-drás conocer la posibilidad del espíritu en Fronesis, a hor-cajadas sobre la sangre, o pegándole con grandes varas, esel caballo que monta el espíritu absoluto, recordando la ex-presión de Hegel. No es un problema de complementariosa lo que juegan el espíritu y la sangre en él, sino a un círcu-lo de lo absoluto, donde ambos peces se sumergen a tal pro-fundidad, que nada se puede descifrar por la lámina, por lapiel, por la corteza del palmeral.

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—Pero contra lo que pudiera pensarse, Fronesis no es unhombre de fácil apreciación, no se le llega fácilmente conuna lanzada. Los demagogos de la psicología de profundi-dad, del laberinto de la infra conciencia, corren el riesgo deequivocarse con él. Su inmutable exterior, su falta de je-remiada, los confunde. El destino le podrá dar un manota-zo, pero es innegable que como un caballo escita está paradoen dos patas a la orilla del mar huracanado.

—No se le puede conocer —añadió Cemí—, con intentosde penetrar con un farol en sus profundidades. Es más fácildejarse invadir por él, no intentar sorprenderlo, saber quees amigo tuyo y mío nos aclara más cosas que si intentá-ramos acorralarlo en su presunto laberinto. Pero aunqueno creo que sea imprescindible, tampoco totalmente con-tingente, conocer su acarreo, cómo se fue haciendo en eltiempo, me gustaría conocerlo en sus momentos anterio-res, cuando aún no había nacido—. Cemí intuía que partede la venganza, del demonismo de Foción, se cebaría en lossecretos de su amigo ausente. Le abría el camino, sabiendoque Foción reaccionaría procurando por todos sus mediosdestruir el retrato clásico de Fronesis, que a medias habíahecho Cemí. A su manera, sentía el acercamiento de Cemía Fronesis como un desafío. Su simpatía por los seres estabatan dañada, que le gustaba ser el profeta de algunos de susamigos, pero si estos recibían algún elogio de persona ajena,reaccionaba entonces como un Anticristo, rebajándole cua-lidades, oscureciendo algunas de sus aristas, a esos mismosamigos a los cuales un cuarto de hora antes había con-siderado irreprochables, arquetipo de la amistad inteligen-te, amantes de la sabiduría como Charmides en presenciadel Sileno.

—El padre de Fronesis, ahora el sesudo abogadote deCubanacán, era hijo de un diplomático cubano en Viena—comenzó diciendo Foción—. La pasión del conocimientoy los escarceos de la galantería, tiraban su manta con igualdecisión. Conocía la colección de marfiles de los Habsburgo,tan acuciosamente como las distintas clases de mujeresvienesas. Esas condiciones que tú sorprendes en Fronesis,estaban sin desarrollar en su padre. Buscaba siempre, ansio-samente, la otra mitad que se esconde en la sombra. Su

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notable señorío de criollo, además del tren de vida que lle-vaba por su puesto diplomático, le permitían ser el amigode Hofmannsthal, de Schnitzler, de Alban Berg, y al mismotiempo saber cuál era la última doncella que al salir del corono tomaba el camino de su casa. A la que había que convi-dar a champagne, con una flatterie del siglo XVIII, y a la quehabía que darle unos buenos manotazos en los fondillos.Pero quizás una sola vez en su vida se quedó sin adecuacióny sin respuesta. Y eso lo perdió... o hizo que su vida cogieseotro camino. Entre San Petersburgo y París, Diaghilev, enViena mostró sus danzas con algunas doncellas vienesas afi-cionadas, en una sociedad muy distinguida, que iban a con-siderar un honor para toda su vida haber bailado en uncoro donde la primera bailarina, la Chernicheva, pertenecíaa la historia del ballet en su gran época. Era una temporadaque entre descansos, excursiones, visitas palacianas, inter-cambio entre las academias de baile, demoraría un mes. Elpadre de Fronesis había hecho una amistad de todos losdías con Diaghilev, que le preguntaba con voracidad, conesa voracidad cosmológica que era casi su principal caracte-rística, acerca de ritmos negroides, tambores yorubas, bru-jería e invocación de los muertos. En el coro de doncellasvienesas incorporadas, la señorita Sunster miraba con asus-tados ojos esmeraldinos a aquel criollo, distinguido día ynoche por Diaghilev con su conversación más acuciosa. Aveces, Fronesis padre hablaba y Diaghilev tomaba notas enun cuadernillo, dibujando, más que escribiendo, las cosasque oía por primera vez. Cuando Diaghilev, que era unhombre de decisiones casi brutales, por la tremenda ener-gía que volcaba en todo lo que era su inmediato, vio elembobamiento de la Sunster por el diplomático criollo, for-zó su solución en una primera comida en un reservado parala conversación de temas exóticos, entre los taponazos dechampagne y un Eros travieso, especializado en rápidascosquillas con fino varillaje rococó. Al mes, las tiendas delos bailarines se plegaron de nuevo, para acampar una tem-porada larga en París, y la Sunster puesta de acuerdo con elcriollo, se fugó de su casa, formada por una madre de bon-dades clásicas, padre ingeniero y hermanas amantes depaulinas soluciones epistolares. La familia, de la mejor

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tradición de la burguesía vienesa, supo llevar el asunto conel mejor pulso para que no trascendiese. Dijeron que laChernicheva se había prendado de las virtudes incipientesde la aficionada y había recomendado a la familia aquellaexcursión danzante. Y la familia, desde luego había aceptadoesa proposición, que a cualquiera podía llenar de orgullo.Fronesis padre se mezcló con la compañía en tal forma quemuchos pensaron que era un joven escenógrafo, rival deDalaunay. Poco tiempo después, la Sunster tuvo que pediruna habitual licencia que la dispensase de su presencia enel coro. Sus pies habían comenzado a dilatarse, sus fatigo-sos suspiros, el engrandecimiento de su rostro, fuera de lasimetría exigida por las estatuas vienesas, revelaban que yapuedes saludar, si tales son tus deseos, a Ricardo Fronesis,envuelto en sus collares placentéricos, en su verdadero nimbode hipertelia inmortal. Pero ahí es donde el ridículo comenzóa rondar tan plácida y acostumbrada situación romántica.Toda esa situación que te he descrito con la mayor breve-dad, no era nada más que una comedia de enredos y equi-vocaciones.

Al llegar a este momento del relato de Foción, nunca pudoprecisar Cemí, y eso que durante muchos años había re-construido la escena pieza por pieza, es decir, cuál era lacircunstancia de Foción al hacer el relato. Foción entregabaesos secretos familiares para vengarse por la ausencia deFronesis. Esa solución le parecía muy simplista. ¿Hacía elrelato para inferiorizar la sangre de Fronesis? Después demuchos años de pensar en esa manera de Foción, Cemí creyódarle alguna solución. Había un fondo angélico en aquellapresunta traición de la amistad. Foción quería revelar que lasangre de Fronesis era profunda, complicada, llena de re-molinos, que no era tan sólo el hijo del abogadote deCubanacán, que tenía en su biblioteca la ex optima latinitatisautoribus, para citar entre los tresillistas del lyceum algunamelcochada virgiliana. Había demonios, misterios en el pa-sado de Fronesis, como un dragón con rostro de centinelahelénico: avanzaba seguido de una cohorte de vultúridos,murciélagos, brazos de nieve en la medianoche encadena-da, sembrados de lunares que crecían como coágulossanguinolentos y abejas gigantes escondidas detrás de flores

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sulfurosas. Su Eros se extendía hasta el pasado de Fronesis,exhumaba los demonios del pasado, rodeados de verjasdespintadas en los cementerios vieneses, pero lo que él nopodía permitir era que alguien pensase que la sangre deFronesis era una sangre dura, fría, que se podía cortar enrodajas como una sobreasada.

—Mientras la carreta de los saltimbanquis seguía en laisla de San Luis, el diplomático Fronesis, acariciando el re-cién nacido, se iba enterando de muchas cosas menores,que siempre conocía al final, cuando ya la situación estabahecha en sus duros bloques, pero comenzaba a fluir, a li-cuarse en un sirope de remolacha, que sustituía los espejosde sangre humeante a la entrada del Hades.

—Fronesis, mientras acariciaba a su hijo, fue conociendolas siguientes verdades que no se dejaban acariciar. Prime-ro, la señorita Sunster no tenía por él el más insignificanteinterés. Lo había utilizado económicamente para seguir enla compañía en su marcha a París. Su interés enloquecedorera Diaghilev. Segundo, Diaghilev sentía por la señoritaSunster menos interés que el que ella sentía por Fronesis.Tercero, Diaghilev era un endemoniado pederasta activo,que sentía una poderosa atracción por Fronesis padre, comoera sabido por todas las variantes de sonrisas en la compa-ñía de ballet.

Fronesis padre se dio cuenta que había hecho el ridículo,que había caído en una trampa. De esa trampa iba conlentitud ingurgitando, ascendiendo, sus manos en repasoincesante de las guedejas de su hijo Ricardo. Entonces fuecuando la familia del ingeniero Sunster, que había permane-cido en acecho, irrumpió para traer una posible solución.

El ingeniero Sunster visitó a Fronesis en París, y pudotejer con habilidad un contrapunto para salvar su inquie-tud familiar y el vacío de Fronesis. Le habló de que teníaotra hija, vienesa, rubia, exacta a la anterior que él habíapadecido, pero sin fuerza centrífuga, dispuesta a criar elhijo como si fuera suyo. Su hija, la alucinada por Diaghilev,había estado sometida a tratamiento de los mejores psiquia-tras, pero todos habían llegado a idéntica conclusión. Setrataba de una psicosis sexual, no de una neurosis de an-gustia. Esa psicosis se le revelaba en forma de dromomanía

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mitomaníaca, caminaba, caminaba y bailaba por las nochesde Viena, en seguimiento de dólmenes viriles. Pero todo elfragmento de enajenación familiar le había correspondidoa la fugada. El resto de su rebaño de féminas tenía, en tonomenor, el carácter de María Teresa de Austria y la devociónde Santa Isabel de Hungría. Nosotros descendemos del ca-ballero Juan Sibiesky, el defensor de Viena frente a la caba-llería de los árabes, por cuya memoria le juraba que su hijaMaría Teresa Sunster borraría la afrenta hecha por su her-mana, que sería buena esposa, buena madre, y sobre todoque regiría su casa con la nobleza casamentera de losHabsburgo, Austria est Imperare Orbi Universo. Un criollo insta-lado en el estilo universal de los Austrias, es lo que le ofrecíapara reemplazar la errante y la tiniebla de la escapada en lacanasta de los saltimbanquis.

—Fronesis no contestó a la invitación de parentela, rogócon cortesía astuta que el ingeniero lo invitase a su casa.Desde su primera visita, Fronesis padre se encantó de lasolución adoptada por el ingeniero Sunster. La bailarinafugada era esa desviación momentánea que sólo ofrecen lasgrandes familias, cuando en medio de aquellos candelabrosy jarras de metal con esmalte, estilo gupta, alguien seendemonia por el sexo, la frustración o el rapto. La familiademostraba que la secularidad no la había adormecido conese «grano de audacia» que recomiendan aun los más pru-dentes jesuitas. Conoció a María Teresa Sunster, todo locontrario de una doncella que va a buscar como una baila-rina barajera una energía que la desprecia. Todo lo contra-rio de una fingida enamorada que utiliza lo que encuentracomo un puente para llegar a la otra ribera. María TeresaSunster, por la nobleza de su sangre, por su señoría sin én-fasis que iba a llevarse muy bien mientras vivió, con la dis-tinción criolla, se echó sobre sus hombros la excepciónerrática de un momento en que su sangre se confundió.Pronto supo que Fronesis era hijo de diplomático, amigode Hofmannsthal, que sabía hablar de paños de Liverpool,de la cábala en el reverso de los cuadros de Durero, de laescuela de equitación española en Viena. Lo escogió comouna dama lectora de Il Cortegiano, por las condiciones quedeben exornar a un caballero. Después del hotelucho, de la

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ridiculez de la bailarina dolménica, de las risotadas en uninfierno cabaretero, María Teresa Sunster volvía por la tra-dición de la tapicería vienesa, en las glorietas cortesanas dela venatoria, sabía que un caballero debe buscar una damay que una dama debe buscar una flor. Un sábado por lamañana, día que no se trabajaba en la embajada y día tam-bién de descanso para el ingeniero, las puertas barrocas deSan Esteban se abrieron para elaborar un estilo de lo coti-diano sublimado, que hubiera hecho las delicias del Barónde Humboldt, obsesionado por reproducir la sociedad deWeimar donde quiera que abriese sus valijas.

—En ese relato está toda la sangre de Fronesis, la bailari-na fugada, la enamorada de Diaghilev, pues detrás de suimpasible está uno de los temperamentos más demoníacosque se pueden conocer. Al reducir la esposa de Fronesispadre la extensión de sus experiencias vitales, lo llevó a unaerudición casi de hechicería, que transmitió al hijo en con-versaciones que aliviaban su hastío en Santa Clara. Su ma-dre tiene el estilo de la época de María Teresa de Austria, supadre podía haber hablado con Humboldt, el hijo reúneambas cosas, pero en su sangre está la fugada, la maldición,los hilos que se confunden, porque esa vida, y eso es incues-tionable, le interesa a los dioses, y estos pueden colocar enel paño que se teje una guedeja que deteriore y ofusque loscordeles que las parcas le quieren regalar.

—Me ha gustado el relato que me has hecho, pero no lasconclusiones que sacas del mismo —le dijo Cemí—. Discre-po de ti en eso, pues en mi opinión la verdadera madre deFronesis fue María Teresa Sunster, hay un rumor que éloye y sigue, no un daimon que le aconseje romper y fugarse.Perfecciona un estilo, aunque no es nada fácil precisar cómoes ese estilo. No inaugura un río, una fiesta, nuevos conju-ros para la ceremonia de los muertos. Tú tomas parte,Foción, por la bailarina fugada, por los laberintos que eseancestro puede levantar en el hijo, por ese espectro quecomienza a gritar en el humo de la sangre; yo, por MaríaTeresa, madre de un hijo que no es suyo, por su padre quereemplaza sus años vieneses por ejercicios de mortificaciónen Santa Clara, por Fronesis, hijo de un dragón con dos

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cabezas, quizás la bailarina endemoniada sea la que mirecon más ternura el Arcángel que viene a destruirla.

Se detuvo de golpe la máquina frente al recodo dondehablaban los dos amigos, el frenazo les sacó un poco el ros-tro por la ventanilla de la portezuela: —Vamos, Foción, quenos embarcamos mañana y todavía sin la maleta, y con loque demoras tú en aceptar y en rechazar. Te hemos estadobuscando toda la noche, y al fin, habla que te habla, te en-contramos en el recodo del Malecón, esperando que el oleajete lleve a las costas floridanas.

Foción, un poco aturdido por la irrupción, le dio la manoa Cemí, pero un tanto emocionado no le sacaba los ojos delrostro.

—Después de las vacaciones de diciembre, nos volvere-mos a encontrar, ojalá sea aquí mismo. Dile a Fronesis queme alegré por su ausencia —al decir eso le guiñó el ojo aCemí, dándole a entender que lo que decía era mentira.

—No pierdas cuidado, se lo diré —le contestó Cemí paraalegrar la sombría despedida de Foción—, se pondrá plustriste que jamais —al oírlo, fue la primera vez en toda la no-che que Foción se sonrió.

Una estrella verde, fría como la menta, pasó por encimadel árbol bronquial de Cemí. Sintió que su trompetica deplata, sus alvéolos bronquiales, comenzaban a tañer. Cogiópor Consulado, silenciosa a esa hora como una plaza deiglesia. Todos en su casa dormían. Cogió la caja de los pol-vos fumigatorios, los apiló en forma cónica, comenzaron aarder. La colcha enrollada a sus pies, se fue extendiendohasta cubrir su rostro, levemente sudoroso, con innegablessignos de angustia y malestar.

¿Qué hacía, mientras transcurría el relato de sus ancestrosfamiliares, el joven Ricardo Fronesis? Lo vemos silbar en laesquina de la pensión donde vive Lucía. InmediatamenteFronesis llegó a la puerta de la pensión, y a la primera per-sona que allí encontró le dijo: —Por favor, a Lucía, que laestoy esperando. —¿De parte de quién le digo? —Ya ellasabe —contestó Fronesis, evitando dar el nombre, deshaceral presunto testigo.

Apareció Lucía, y Fronesis no dio ninguna muestra desobresalto, se sentía muy seguro en los fines que aquella

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noche iba a otorgar. Su chaqueta azul oscuro servía de cla-roscuro para disminuir la pronunciación silbante de lossenos, la masa de azul disminuía las puntas del animal car-bunclo. La chaqueta traía como unos signos islámicos deplata. La luna, blanqueado el atrio escondido por las co-lumnas, le recordaba a la doncella el día del sacrificio. En lanoche, cada paso que se daba, una ascensión en la escaleraque muestra el sacrificio, el holocausto de la doncella anteel pueblo. La luna, completa, tenía una cara del tamaño deun fondo de balde, círculo regado con leche condensada, asu derecha, un ciervo blanqueado se curva en acecho vo-luptuoso de la fruta, con el sexo acentuado como una enor-me tijera de sastre.

La sayuela era de un amarillo de fondo contrapunteadopor incesantes hilos negros de araña. El amarillo abrillanta-do por la luna fría, parecía preludiar la navegación galanteentre escollos que merecían una pausa para la convocatoriade la flauta, al paso que las redes de los arácnidos llevabanel soplo de la floresta por laberintos de gemidos, por sospe-chas que se cumplimentaban picoteando en cada poro dela piel.

Fueron a un apartamento que le había prestado un ami-go villaclareño, que lo vivía cuando venía a sus díashabaneros de negocios y entrevistas. Lucía, con curiosidadde mujer poco profunda, que se entrega al marchamo de laespecie, revisó escondrijos y gavetas, cuando ya Fronesislucía pleno en su desnudo. Nerviosilla, se había quitadoprimero la falda y los pantaloncitos, de tal manera que todala atención de Fronesis recayó, con el subrayado en claros-curo de las otras partes todavía ocultas, en las zonaserógenas, en la esbeltez de las piernas, en la expresión queofrecía fragmentos extensos del cuerpo, como los muslosque unidos ocultan el rostro del delicioso enemigo.

—Tápate eso, cochina —le dijo Fronesis, dándole un pe-queño golpe en el monte venusino. Se rió ella con una risafría, no cínica. No podía adivinar lo que iba pasando por laimaginación de Fronesis. Las escoriaciones de lasentrepiernas de Isolda, con sus pellejos roqueros y sus nidosde golondrinas, volvieron a surgir en su imaginación, peroahora con modalidad distinta e idéntica náusea. Le parecía

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ver en el monte venusino una reducción llorosa de la carade Lucía, otras veces un informe rostro fetal, deshecho, lle-no de cortadas, con costurones, causándole la impresión deque la cara deshecha y llorosa se burlaba de sus indecisiones,de una inercia celentereada que endurecía su cuerpo conescudetes quitinosos. Los dos cuerpos, desnudos, uno al ladodel otro, estaban en una tregua que no sabían cómo rom-per. La mano derecha de Fronesis comenzó con lentitud arepasar la yerbecilla del monte. A medida que su mano aca-riciaba y apretaba la vulva, empezaba a sentir la humedadsecreta de la mujer. Subterráneo al lado de una praderaoscura, con un agua lechosa que extiende infinitamente lacapa bermeja de un bufón suicida. Todavía el carrete conel oro de su energía no podía recorrer la miel, la leche, elaceite y el vino, esparcido en el canal de la mujer, lograndoel suficiente azogue para el dominio de la imagen por lavara trocada en serpiente, de la serpiente que no se dejafragmentar por la rueda dentada. La primitividad de suexperiencia se apoyaba en la penetración de la mano, noen la energía que recorría el phallus. Mientras sus dedospenetraban en el canal de la mujer, Lucía cruzaba su manocon la de Fronesis, comenzando el estímulo del viril, perose cruzaba la humedad con la sequedad, pues el balano deFronesis estaba fláccido como una vaina secada por el sol.Pero la visión, formada por los innumerables ojos de cadacuerpo, no penetraba en la oscuridad del voluptuoso reta-dor. Uno a otro se sentían como impedimentos; innumera-bles mares, invisibles deshielos, impedían que uno pusiesela mano en el secreto transfigurativo del otro, para lograrla suspensión donde los contrarios se anegan en el UnoÚnico.

La presencia a su lado del cuerpo de Lucía parecía queobturaba sus sentidos. No lograba alejarla, convertirla enimagen, para que pudiese circular más libremente por suscentros nerviosos. Entonces Fronesis cogió su camiseta as-fixiada casi bajo la balumba de toda su ropa, y la puso anavegar en el río de la imagen. Le pidió a Lucía sus tijeras.Del espaldar de la camiseta cortó una circunferencia, y enel centro cortó otro agujero del tamaño del canal penetran-te de la vulva. Tapó el sexo con la lana circulizada. Ya al

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final de toda esa labor como de sastre submarino, había lo-grado alejar el cuerpo de la momentánea enemiga, y se sen-tía recorrido por una comezón que se iba trocando en uncormejón, para darle a ese momento una expresión de vo-luptuosidad verbal. Cuando precisó que el agujero de lalana cubría el círculo por el que se entraba al río de la fémina,el gallo de Eros anunció el alba de su aguijón posesivo.

Lucía no sabía calificar de ridículo aquel inusitado usode la camiseta, pero sus ojos, al salir de la cama para co-menzar a vestirse, lucían desmesurados, indescifrablesaquellas tijeras que habían preludiado el pico del gallo.Estaba sobre la cama la camiseta con el círculo que lehabía sido amputado, como si el cuerpo que había de ce-ñir, llorase su incompletez. En el suelo el más pequeñocírculo recortado, del tamaño de la pequeña entrada de lagruta, se mantenía tenaz en su insignificancia. Era un pe-queño círculo de lana que había abierto una ruta, peroque ahora se mostraba sombrío como un parche para ta-par un ojo. Un parche que había traído claridad a lo oscu-ro, pero que tapaba con su mancha esa rendija por la quese ve la luz del éxtasis. Fronesis apretó la camiseta picotea-da y el pequeño círculo y los hundió en su bolsillo. Asíacompañó a Lucía hasta la casa de huéspedes. Sobre susmuslos sentía el peso de esos dos círculos concéntricos dela camiseta como si fuese un amuleto.

La máquina que recogió a Foción, estaba tripulada por jó-venes que la llenaban hasta el límite, hubo que hacer unesfuerzo para incluir al llamado. Dos de ellos se iban al díasiguiente con Foción, todos eran compañeros de los últi-mos años de bachillerato y de las piscinas de natación. Fociónlos conocía porque uno de ellos era el hijo del director de laoficina donde él trabajaba. Foción pedía licencia, se iba aver a sus padres a Nueva York, unas veces regresaba al cum-plirse el mes de la licencia, y otras veces estaba hasta un añosin regresar, pero como el padre de Foción y el director dela oficina eran amigos, bastaba una carta de su padre paraque comenzase a trabajar de nuevo. Los dos estudiantesque se iban con Foción eran a su vez hijos de amigos del

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director de la oficina y de su padre. Sabiendo que Focióntenía muchas noches excesivas, habían querido asegurar lamañana siguiente del viaje, por eso lo habían ido a buscar,para depositarlo con toda seguridad en su casa. Lo prime-ro que hicieron fue preguntarle por Fronesis, pues les ha-bía parecido muy raro no verlo en su compañía, y en sulugar un amigo desconocido, por el que preguntaron coninsistente curiosidad. Foción, que tendía a decir la verdadpor temperamento y para evitar laberintos, se limitó a de-cirles que Fronesis le había prometido ir a despedirlo, peroque quizás complicaciones con su noviecita le habían impe-dido ir a acompañarlo. Eso lo mortificaba un poco, pues nole gustaba hacer ningún viaje sin despedirse de él. Pero queun amigo de Fronesis, al que hacía pocos días que conocía,lo había acompañado, y así habían estado casi toda la nochehablando de Fronesis.

—Mal desde luego —dijo uno de los acompañantes—.Sin duda le rindieron un homenaje dual a su ausencia.

—Hablar mal de los amigos ausentes es muy anacrónico.Es preferible hablar bien, y que el que nos escucha, lea entrelíneas. Si se habla mal de alguien, de inmediato se engendrauna reacción psíquica, que hace que lo favorezcamos. Yo,en realidad, no sé cuándo hablo mal o bien de alguien. Cemí,que es la persona con quien hablaba, conoce más a Fronesisque a mí. No hace tampoco mucho tiempo que se conocen,pero entre ellos hay amistad de familia. Si hubiera cometi-do la tontería de decirle que Fronesis es buena persona, deinmediato hubiera reaccionado diciéndose: es un hipócri-ta, me cree chismoso y cree que si habla mal, se lo voy arepetir a Fronesis. Si hubiera cometido la otra tontería dehablarle mal de Fronesis, hubiera pensado: está furiosoporque Fronesis lo ha dejado plantado, quiere que yo se lorepita para molestar a Fronesis, y que entonces sea este elque me considere chismoso. Cemí es un habanero del cen-tro de la ciudad, que tiene el suficiente ocio para darlemuchas vueltas a cualquier cosa, por insignificante que pue-da ser. Es asmático, su incorporación anormal del aire lomantiene siempre tenso, como en sobreaviso, tiende a colo-carlo todo en la escala de Jacob, entre cielo y tierra comolos semidioses. Su cara tiene algo raro, como una tristeza

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irónica, parece decir, todo puede llegar a la grandeza, perotodo es una miseria, qué le vamos a hacer.

—Ese Cemí como tú dices —dijo el hijo del director de laoficina donde trabajaba Foción— debe ser el hijo de unCoronel del que mi padre habla todos los días. Habían es-tudiado juntos la carrera de ingenieros; después entraronen el ejército. Mi padre siempre dice que fue el hombre demás fuerza expansiva que ha conocido, que tenía la facul-tad, por dondequiera que pasaba, de construir, de modifi-car la circunstancia. Desgraciadamente murió muy joven.Un día llévalo a la oficina para que se lo presentes a papá, ledarás un alegrón.

—Ahora comprendo —replicó Foción— por qué desdeque se conocieron Fronesis y Cemí, se llevan tan bien. Losdos tienen clase, pertenecen a «los mejores», en el sentidoclásico, de exigirse mucho a sí mismo. Una familia de letra-dos con una familia de clase militar culta. En mi ausencialos dos se harán más amigos.

—Los dos —siguió Foción—, atraviesan esa etapa queentre nosotros es la verdadera consagración de la familia, laetapa de la ruina. No es la ruina económica, los dos tienenbuena situación de burguesía. Es algo más profundo, es laruina por la frustración de un destino familiar, y, entonces,a buscar otro destino, pero así es como resultan «los mejo-res». La ruina, entre nosotros, engendra la mejor metamor-fosis, una clase que puede competir en fineza con las mejo-res del mundo. En presencia de ellos, de su nobleza, de supresencia de los mejores, uno siente una confianza clásica,nos sentimos más fuertes en nuestra miseria.

—Ya veo que no han hablado mal del primer ausente,porque ahora estás hablando bien del otro ausente —dijoel hijo del director de la oficina de Foción—. Y si algo no sele puede negar a Foción —añadió—, es el ojo que tiene paraconocer a la gente, para prenderse a la calidad como unalapa o guaicán. Nuestro amigo Foción revela también quetiene clase, por su rapidez para conocer a los mejores.

—Aunque me agito en el tenebroso Hades, admiro a losnobles que lanzan sus jabalinas en los Campos Elíseos —res-pondió Foción, con fingido tono de burla alegre.

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Foción vivía solo en una espaciosa casa de Miramar. Sedespidió del grupo, rogándole puntualidad para la siguientemañana que era la de su viaje. La casa se desplegaba en unfrente de residencia, que sin ser palaciana, lucía su ampli-tud de burgueses ricos. Entre la casa y las verjas y los murosque le rodeaban, el jardín sentía el ancla de la luna fría enel acercamiento de las espinas de sus hojas y en el silenciometálico de las guayabas. Un grillo pesando en el centro deuna corola, fingía que una mano lo tironeaba hacia la tierraapisonada por la gravitación lunar.

La llave entró blandamente en la cerradura, al empujarla puerta miró hacia el extremo de la calle, el farol osciló ylo confundió un tanto la imagen, eso hizo que se fijase conmás detenimiento; sentado en un quicio estaba el pelirrojoque había salido corriendo después de llevarse un cepillochino de limpiarse los dientes. La luz del farol aclaraba laextrema blancura de la mano puesta en la mejilla, el pelo selanzaba detrás del farol, confundiéndose las dos llamaradasen una sola lasca de metal cuyos reflejos siguiesen el extremotorcido hacia dentro... Mostraba el reposo angustiado, lanoche después de un día muy cansado de vino y de extra-ñas incitaciones. La noche le regalaba una nobleza momentá-nea, como un adolescente que ha estado preso, y al recobrarla libertad siente que se le trueca en una encrucijada. Sesiente menos ágil y tiene que escoger un camino. Inmóvil,no siente las oscilaciones del dispensador de la evidencia,que su rostro grita en el vaivén del pájaro aprisionado en lafarola.

Foción cerró de nuevo la puerta y se encaminó hacia elpelirrojo, en uno de cuyos bolsillos el mango de hueso labra-do del cepillo chino, transparentado, parecía un peine. Sin-tió como si sus pies resbalasen por una arena de roca, comosi fuese un pescado envuelto en papel de lija, un rechinar,una aspereza, ese ruido del proyector de las candilejas, esellamado del cigarro ya consumido que empieza a quemar lapiel, y de pronto se sintió en un círculo erizado de una luzrestregada, se sintió dentro de un círculo que ardía con elpelirrojo.

—¿Me vendes ese cepillo chino? Me hace falta —le dijoFoción.

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El pelirrojo, dueño del círculo que llameaba, no le con-testó. La farola, como en un salto mortal, con las manoshacia abajo, agarró las palabras de Foción y las trasbordó altrapecio con cal reciente.

—¿No tienes frío? Es tarde, estás desabrigado con esa ca-misa abierta, te vas a helar.

El pelirrojo ni siquiera se esforzaba en fingir que no leinteresaban esas preguntas. Su rechazo a admitir que habíaalguien más dentro del círculo luciferino, era de una indi-ferencia hierática, ni miraba ni oía al que había irrumpidodentro de la luz batida por la farola.

—El frío te ha vuelto mudo —le dijo Foción—, comoesos viajeros que al llegar al Polo sienten que han perdidola voz, teniendo que descifrar el humo que sale de sus gar-gantas para entenderse. Tú ni siquiera dejas leer el humoque puede salir de tu boca —Foción procuró darle un tonode zumba extraña a lo que decía, para tantear una nuevasituación, pero lo que provocó fue una mirada de odioacumulado que pareció rastrillar el recorrido de la farola.El cuerpo había permanecido inmutable, el odio se habíaacumulado en el verdor de los ojos que se disolvía en eltopacio de la conjuntiva de un coyote paseando la nocheelectrizada.

Entonces fue —ya Foción se sentía arruinado en su de-manda— cuando se resguardó por entero en una carta.

—Vivo cerca de aquí si me quieres acompañar descor-chamos un Felipe II, que dará las órdenes oportunas parael deshielo de esta noche.

Foción, al terminar de lanzar esa invitación, dio mediavuelta y se dirigió de nuevo a su casa. Sin mucha sorpresa,pues de inmediato supo que había hecho una jugada atre-vida y que la había ganado. Vio que el pelirrojo se levanta-ba y lo seguía con el silencio del gato, sin nada que se pare-ciese a la alegría del perro en juego con su sombra.

A uno de los lados de la casa de Foción, había un caminopor el que entraba la máquina a un apartamento con dospisos; en el de abajo se guardaba la máquina, y en el dearriba Foción había puesto su cuarto de estudio, donde dor-mía cuando llegaba tarde a su casa y no quería despertar asus padres, o cuando su familia estaba de viaje, para no

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sentir el frío de la casa vacía, llena del eco de los ausentes, ocuando quería hablar con algún amigo sin ser molestado.

Subió por la escalerilla de hierro que lo conducía al pisoalto, que sólo tenía un cuarto grande, en tres de sus pare-des estantería repleta de libros, su mesa de escribir con unaestatuilla en bronce de Narciso, una jarra griega con unefebo desnudo que se ejercita en unos compases de flauta,y al viejo sabio niño Laotsé, cuando después de escribir sulibro sobre los dictados del cielo silencioso, se fue tripulan-do un búfalo hacia el oeste, que provocaba su risa de reno-vado ser naciente, en su reclamación de las brumas. Cuan-do alguien lo visitaba, como para aclararle su carácter pormedio del animismo de los objetos que lo rodeaban, señala-ba el Narciso y decía: la imagen de la imagen, la nada. Se-ñalaba el aprendizaje del adolescente griego, y decía: Eldeseo que conoce, el conocimiento por el hilo continuo delsonido de los infiernos. Parecía después que daba una pe-queña palmada en las ancas del búfalo montado por Laotséy decía: El huevo empolla en el espacio vacío. Eso lo hacíaFoción los días en que estaba para burlarse de sus visitan-tes, con un poco de escenografía para aquellos, que, comoél gustaba de decir, necesitan un primer acto con muchospersonajes que tropiezan unos con otros.

Encendió Foción la luz fría y el cuarto se llenó de unaopalescencia disecada. Le dijo al pelirrojo que podía sen-tarse mientras él preparaba la bebida. Se apartó como unoscuatro metros, dándole la espalda al diablejo. Retrocedió ymiró con fijeza al maligno. Le puso una mano sobre la ca-bellera que mostraba un azul casi negro, miel que se exten-día y un amarillo de gavilán en reposo. Lo siguió mirando,pero el extraño visitante bajaba la cabeza y en aquella fríaeternidad nunca coincidían la mirada de las dos sombras,la tentadora y la cariciosa, lanzadas en una pista circular.

Mientras Foción preparaba el coñac, se fijó en la pared:vio un animal extraño. El pelirrojo había alzado la mano conun cuchillo; la sombra dejaba en la pared la rotundidad de lamuerte con brazo de cemento. El cuchillo alzado parecía unacuña que penetraba en la pared, agrietándola, pero dejandointacto el silencio. El cuchillo entrando en la pared, comouna sombra alimentada de cal, entonces comenzó a oír:

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—Ya yo sabía que hoy era el día en que tendría que matara alguien. Estaba señalado. Desde el día que mi madre dejóde acariciarme la frente, porque me huí de mi casa, sólo mehe encontrado con viciosos y miserables. Desde el canallaque llegó a mi pueblo, organizando grupos de jugadores depelota, con el que vine para La Habana, que no se demorómucho en mostrarme sus asquerosas pretensiones, a pesarde que se pasaba el día diciendo que era mi amigo y que mequería ayudar. Después dormí en los parques, en el murodel Malecón, vendí periódicos, y siempre esos malvadosdetrás de uno, diciéndole que lo querían ayudar, ya yo noles contestaba y los miraba fijamente, y poco después la in-vitación a la misma cosa, «a pasar un rato». Y después, conel que usted me vio en el café, con una maleta llena de me-dallas antiguas, pero ese yo creo que era un idiota, sin dejarde ser un vicioso. Me llamaba Arcángeli, que según él habíamatado a un sabio alemán de otras épocas. Ganas tenía dematarlo yo a él, pero me limité a coger el cepillo chino ysalir corriendo para no matarlo. Pero ya yo sabía que estedía no terminaría sin que yo matase a alguien. ¿Por qué novan a buscar mujeres, vampiros, viciosos y degenerados?Y después usted, debajo del farol, dándome conversación,para empezar la misma historia que ya yo me sé de memo-ria. Haciéndose los buenos —mientras Foción oía al pe-lirrojo, se iba quitando la camiseta, al levantarla para sacár-sela por la cabeza, creyó que esa era la oportunidad paraque le asestase la cuchillada, pero pasó ese momentáneooscuro, sin que ocurriese nada—. ¿A usted qué le puedeimportar —siguió diciendo la voz—, que yo tenga frío, queyo pase hambre, si todos ustedes lo que tienen es una ideafija, devoradora, que los hace más hambrientos que los lo-bos? Tienen hambre de un alimento que desconocen, peroque necesitan más que el pan.

Foción se volvió con la mirada en los ojos del pelirrojo: —Mí-rame bien —le dijo, al mismo tiempo que señalaba con suíndice el círculo negro que se había trazado, con la tetilla iz-quierda como centro. Entonces el pelirrojo tuvo que oír, conel cuchillo alzado, lo que Foción con lentitud le iba diciendo.

—Tú dices que hoy era el día que tú habías escogido paramatar a alguien, pero da la casualidad que hoy es el día que

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yo había escogido para matarme. Ya tú ves que tenía traza-do este círculo negro, para que no pudiera equivocarme enel blanco escogido. Así es que los dos hemos coincidido. Nosé cómo estarán mis padres, empieza a importarme un ble-do la amistad, tengo que reunirme con muchos mentecatospara tener unas cuantas pesetas en el bolsillo. La suma delos días se me hace insoportable, no tengo ya la voluntaddispuesta para perseguir ninguna finalidad, mi energía, sies que la tengo y si a eso se puede llamar energía, se mehace laberíntica, irresoluble, apenas va más allá de mi piel.La única alegría me la has dado tú al final de esta noche, séque hay alguien dispuesto a complacerme, sé que estás dis-puesto a matarme. Al fin me he encontrado con alguiendispuesto a hacer algo por mí, que me dispensa de untrabajo banal, que está dispuesto a matarme. —Foción alterminar de formular esa invitación, avanzó hacia el pe-lirrojo, agrandando en su blancura el fragmento de pielencerrado en el círculo negro—. Mátame —le dijo—, pontu brazo en lugar del mío, hazme ese favor, que no sea yo elque tenga que matarme.

El pelirrojo con segura lentitud fue bajando el cuchillo.Foción dio la vuelta para ir a buscar los dos vasos con coñac.Vio entonces cómo el maligno se iba desnudando, y quecolocaba el cuchillo debajo de las dos almohadas. De dostragos extinguió el coñac caliente por la boca estrecha de lacopa con sus entrañas muy cóncavas. La copa en sus manoslucía tan sombría como el cuchillo. El pelirrojo mostró susespaldas. Foción no apagó la lámpara de la mesa de noche,arrastró la mesa hasta los pies de la cama, le dio vuelta a lapantalla para evitar la excesiva curiosidad de la luz.

A las seis de la mañana ya Foción estaba en pie, cerrandosin ruido sus dos maletas. Sin ponerse los zapatos fue ganandopeldaño tras peldaño de la escalerilla, sentado en el últimopeldaño se puso los zapatos. Se encaminó hacia la esquina,pero ya la farola diluida en la anchurosa claridad del alba,había perdido su présago de vultúridos. Su luz inútil teníaalgo de naipe arrinconado, su jugada, entre dos sierpes en-lazadas por la cola, era ya un vaso de agua volcado.

El rechinar súbito de los frenos, puso a vuelo las cabelle-ras lacias por el agua matinal de los que iban en la máquina

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en busca de Foción, que en su esquina de espera, muy ensi-mismado, como para evitar que la máquina se detuviese,echó a correr para impedir que el ruido del motor echadoa andar de nuevo pudiese despertar al dormido pelirrojo.Se oyó tan sólo el ruido de la portezuela, entre las cabelle-ras lacias por el peine clasificando frente al espejo matinal,la cabellera de Foción se excepcionaba porque el peine nohabía logrado distribuir lo que el retiramiento del cuchillono había logrado unificar.

El pelirrojo dio una vuelta para liberarse de la sábana, losojos se le fueron agrandando en la comprobación de la au-sencia de Foción. Dio un salto para salir de la cama, otrosalto para caer dentro de los pantalones y camisa. El saltohizo que cayese el cepillo chino, lo pisoteó al mismo tiempoque se mordía los labios. Fue después hacia la zapatera,donde quedaban tres o cuatro zapatos viejos, comenzó aescupirlos, se echó después hacia atrás el balano y con todoel glande descubierto orinó en los zapatos viejos. Eran loszapatos con los cuales Foción trabajaba en el jardín. La pielirrigada con la ciamida de amonio del orine, se cuarteó rom-piendo las pequeñas aglomeraciones terrosas y devolvien-do la semilla fría e inutilizada que recibía.

Fue después hacia la mesa de escribir. Una de sus manosse adelantó al Narciso para apretarlo. La otra mano se per-dió en el cuello de la jarra con el aprendiz de flautista. Ledio un puntapié a la lámpara en la mesa de noche, sin apa-garla. Descendió con furia por la escalerilla de hierro, des-pués miró con fijeza los dos pisos, moviendo la cabeza dearriba abajo con desprecio. Lanzó el Narciso hacia lo altode la escalera, rodándola en todos sus peldaños. Vino a caeren el plato del gato, lamido en la suculencia de algúnganoideo reciente, abrillantado el esmalte de baratillo re-flejó la imagen del único que quería ser al mismo tiempo elotro. El tañedor griego quedó intacto en el fragmentocorrespondiente al romperse la flauta. Su orfismo pule lasuperficie de los ramajes, al mismo tiempo que multiplicalas parejas de hojas.

—¿Quién anda por ahí? —gritó el viejo madrugador dela casa de al lado. Se oyeron unos perros que ladraban ylloraban. El pelirrojo se curvó en su retirada para que su

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cuerpo fuera tapado por la enredadera del muro. Dentrodel cuarto de Foción, el búfalo, tripulado por el maestro delvacío y del cielo silencioso, se sintió de nuevo dueño de lamontaña y del lago del oeste, impulsado por el sonido de lascolgadas placas de nefrita, la piedra sonora.

Después que Fronesis dejó a Lucía en la casa de huéspedes,sentía la imagen del sucedido hecha un retortijo de agriedady sabor herrumbroso. Sabor de mascar hojas. Sabor de loslabios cortados al afeitarse. La lejanía lograda por su pará-bola seminal, se había cerrado y ahora lo oprimía como losdescensos de un techo de pesadilla. La camiseta, con el círcu-lo mayor y menor requeridos por la tijera para lograr laentrada al río subterráneo de la mujer, se agrandaba en elrecuerdo de la humedad humillante. Necesitaba de una os-curidad que lo rebasase al arrancarle la imagen opresora.

Fue bajando por San Lázaro, hasta llegar al Parque Maceo,cruzó la calle para coger la acera ancha del Malecón. Lasolas se hacían inaudibles, sin llegar casi al silencio, pues pa-recían guiadas por el vaho lunar. Parecían haber abando-nado su ritmo propio, para ganar sus progresiones en lafidelidad a una ley desconocida. Fronesis dio un salto paratrepar al muro, sintiendo en su bolsillo el grandor que ibacobrando la camiseta.

La lentitud del retiramiento del oleaje le iba sacando lainhibición al borrarle la imagen, por estiramiento la ima-gen se iba a lomo de los corderos espumosos. Le parecíaque el oleaje no llegaba hasta el acantilado, sino que lo toca-ba blandamente y se iba llevando fragmentos de piedrasque habían sido mirados con insultante fijeza. Sentía que eloleaje volvía, lo tocaba y se retiraba sin esas murmuracio-nes que hacían que los reyes locos estiraran la piel de suscaballos en el mar, dándoles bastonazos. La mansedumbrede aquella sucesión salía sin ruido de la matriz fundadora, dela fiestera cochinilla, de la concha mordida por las pelotasde las termitas. Luego la luna con su peluca escarchada,vieja buscona trocada en capitán de guardia, gente de ar-mas cambiada en piltrafa napolitana, sonriente con el des-caro del frenillo del glande, penetraba en la guardadora, la

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gaveta cilíndrica de los primeros acantilados del mundo,cuando puesta a nivel de la vulva que duerme en la playa,paraliza la sucesión del oleaje y la imagen tironeada porla sucesión infinita deja de saltar como los salmones ante lamigaja albina. Veía a Lucía con las piernas abiertas,manándole de la gruta un oleaje silencioso, cuyo movimientolentísimo se percibía al ponerle la mano encima y sentir lacaricia de la fluencia. Y la luna reducida al tamaño de unapelota de tripa de pato, en el momento en que se detenía lafluencia, saltaba como un corderillo escarbando gozoso porlos riscos, se escondía para pasar la noche en el mesón detablas podridas, en la fiestera, gaveta cilíndrica, cochinilla,gruta manadora, estalactita de alcanfor, piedra pómez parael pico tenso del gallo dormido. Y la imagen de Lucía, quese mantenía en momentáneos círculos de fósforo, desapa-recía, se reconstruía, copiaba la sombra de un ánade quechillaba, volvía a unir su gelatina más temblorosa, más de-bilitada en su centro de contracción. Después el círculo defósforo se trocaba en un medallón barroco vienés y su espa-cio estaba ocupado por una bailarina que saltaba y rechaza-ba, que gemía en persecución de un dios escondido en supereza fría. La ornamentación del medallón barroco setrocaba en cuatro varillas de un gris acero muy pulimenta-do, donde María Teresa Sunster, su guardiana legal, en elcentro de una mesa de Nochebuena, con un gesto impera-tivo, con un inexorable ceremonial, miraba un rincón oscu-ro para marcar la entrada de los coperos. El oleaje al dis-persarse iba levantando de la mesa a cada uno de los invita-dos, que se retiraban sin tiempo para dar las gracias, perocon una cara en extremo bondadosa.

Saltó otra vez Fronesis para buscar tierra y se echó denuevo en su caminata para sacudir la imagen que cambiabade rostro en una tríada opresora hecha visible en losretiramientos del oleaje. Pero a medida que se abría pasoen la noche orillera, la humedad descendía al bolsillo con lacamiseta agrandada como una boa brasilera. Aquella frial-dad de lana mojada por sus muslos, le causaba la náuseababosa de un caracol tintorero o de un quimbombó corta-do al centro para una naturaleza muerta, aquella baba devaca al lado del as de copas.

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Un nuevo salto al muro, ahora con más cuidado y en ace-cho. La lentitud del oleaje apenas se oía al tocar el acantila-do y retirarse con igual lentitud. Fronesis miró en torno, niuna máquina, ni un paseante. El muro servía de divisiónentre la luz limitada de los faroles y la oscuridad sin límitesde la marina. Extrajo la camiseta y con disimulada impul-sión la lanzó a la voracidad invisible de las aguas. Se fueabriendo la camiseta, con el agujero en las espaldas, retro-cediendo en cada vuelco que le propinaba el término delacantilado. La gran serpiente marina rondaba la camiseta delana, sin perder su pereza, la iba alejando de la salvaguardade la escollera, en la que hubiera sido una delicia, al bajar lamarea, ponerse a secar en el sol tierno del amanecer.

La camiseta misma antes de anegarse, se fue circulizandocomo una serpiente a la que alguien ha trasmitido la in-mortalidad, pero al mismo tiempo en las concavidadesgordezuelas del cuerpo del hombre fue apareciendo laserpiente fálica, era necesario crear al perder precisamen-te la inmortalidad. Así el hombre fue mortal, pero creadory la serpiente fálica se convirtió en un fragmento que deberesurgir. Fronesis sentía que los dos círculos de la camisetaal desaparecer en el oleaje, desaparecerían también de susterrores para dar paso a la serpiente circuncidada. Desapa-recían las dos abstracciones circulares, también desapare-cían los yerbazales, las escoriaciones, los brotes musgosos,donde el nuevo serpentín del octavo día se trocaba en unhonguillo con una pequeña corona planetaria en torno alglande de un marfil coloidal. Era el Moloch horridus, el la-garto de gorguera demoníaca, a la entrada de la gruta, queimpedía con su peluca la penetración de la fiestera cochi-nilla. Pero el dios hombre que orinaba sangre para reanimarlos huesos en el infierno, silbó en los aires barrenderos, pararetrotraer la lluvia a los caminos del viento. La mitra queusaba tenía alteraciones moteadas, jaspe de tigre. La carade negruras y todo el cuerpo de un ébano puntiagudo. Unasobrepelliz muy ondulada de ornamentos, le caía sobre laespalda y los pectorales, marcándole la glútea y la vulva ver-dosa. Las orejas trabajadas en mosaicos azules. El hombredios tenía un collar de oro con espaciosidades de caracolescorroídos por el salitre yodado, reverso en los olores de la

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canela. Las espaldas con unas correas donde parecía quecorrían unos ratones de llamas. Las rodillas traía envueltasen el moteado del tigre donde colgaban los caracoles conolores difíciles. En la mano izquierda, mosaicos con cincoángulos. En la mano derecha, un báculo de cátedra episco-pal, la serpiente fálica empuñada por el padre. En el enros-cado del báculo, toda la pedrería. Era un báculo rebajado abastón, se empuñaba como espada. Y silbaba el hombredios, deshilachando la camiseta, hundiéndola, trocándolaen un serpentín de bosta donde una vaca hundía una desus patas creyendo ser anillada por la serpiente que pene-tra en la imagen de la imagen, a semejanza de la nada encada uno de los anillos fragmentarios que la oprimen en unbostezo. Cuando la camiseta hizo su ingurgite final, Fronesissaltó a tierra y se puso de nuevo en su caminata.

Se acercaba al Castillo de la Punta, donde un centinelacon la capota de lluvia, no salía de la garita, cigarro trascigarro. Llegó al recodo del Malecón. La luna, rodeada denubes con las entrañas muy cárdenas, sumaba espirales ana-ranjadas, como unas espirales clownescas trocadas en ser-pientes de anillos javaneses. Un pequeño velero entró raudoen el golfillo del recodo, las aguas lentificadas en su pene-tración, cobraban un brillo vidriado de cerámica, donde unacolonia de caballitos de mar dormía a la sombra de un pul-po en aguas de escasa profundidad. El viento se levantóahora de la tierra hacia el mar, y el velero, semejante a laincesante refracción visual del pez, dio una vuelta rapidí-sima, como si de nuevo el hombre dios, con sus sobrepellicesde tigre moteado, le hubiese soplado en el oído una ordenperentoria de ejecución inmediata, pero de finalidad des-conocida, ondulante.

Saltaban peces para morder las puntas de las estrellaspuestas casi al nivel del mar. El efecto era que el pez se dorabaen ese éxtasis de suspensión. Fronesis ya no podía vis-lumbrar la camiseta de doble círculo destruida por la ser-piente marina. El centinela de la garita, al encender otrocigarro, parecía hacer contacto con el pez fuera del agua,estableciendo un momentáneo arco voltaico donde la ser-piente fálica mostraba en la sucesión de sus collarines laspulgadas de penetración en las vértebras del ulular

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protoplasmático. Sobre la cuerda del arco voltaico, tendidoentre el cigarro del centinela y la cola astillada del pez, lasmáscaras de los cuerpos ectoplasmáticos mostraban extrañasabolladuras, cicatrices, lamparones inflamados. En la crestadel arco voltaico danzaban sus borronaduras las concentra-ciones del fósforo nocturno, inmensa piel sin ojos, peroornada de mamas tan numerosas como las estrellas. Des-pués, a un lado del arco voltaico, caía la máscara. Al otrolado, caía el cuerpo, saco de arena, paquete de piedra moli-da, acrecentado por la humedad hidratante. En realidadno era un cuerpo el que caía, sino un embrión de arena,ungüento lunar y tachonazos de fósforo.

Saltó otra vez al muro del recodo, donde tantas veces sehabía reunido con Foción, donde había comenzado su diá-logo con Cemí. Saltó para sentarse, pero esta vez se sentóde espalda al mar. A lo largo del Relleno y de todo el nuevoMalecón, la medianoche fría nadaba en silencio sin inte-rrupciones. El extenso muro entre la noche que avanzabahacia el mar y el oleaje que volvía siempre hacia la tierra, yel puntico grotesco que él ocupaba en esa zona divisoria, lollevó, como si hubiese sufrido una mutilación reciente, ahundir la cara en las dos manos juntas, con los dos codosapoyados en las piernas. Era la postura de algunas momiasdel período copto, encontradas con el encogimiento pla-centario. Empezaba a sentirse protegido cuando comenzóa llorar.

Surgían espaciadamente máquinas con juerguistas dor-mitantes en su regreso, otros sobresaltados en la sorpresa,traídos por el vino o la concha venusina. Al pasar frente alencogido placentario, daban un claxonazo con el intentode sacarlo tiritando de su ovillo. Algunos parecían ver, en lobrumoso de la noche costera, las contracciones de sus sollozos.

Al pasar las máquinas frente a él se detenían o amorti-guaban la velocidad con curiosidad extrañamente agresiva.

—Tiñosa, tiñosa —comenzaron a gritarle—. Tiñosa, tiño-sa —y el más malandrín de los borrachos arracimados, lelanzó una caja de dulces vacía que rebotó contra la punterade su zapato.

El centinela con la capota calada por la humedad de lamedianoche, salió de la garita y proyectó sobre el cuerpo

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ovillado de Fronesis la luz fija de su linterna. Dio unas pal-madas mientras chupaba en la vitola desmesurada.—Amigo —le gritó a Fronesis—, váyase ya para su casa adormir, mañana será otro día y quizá usted se sienta másalegre—. La luz violenta sobre el rostro de Fronesis, adqui-rió la vibración de un toque de retirada. La noche, sombradel can en las constelaciones, fue saltando la figura ovillada,para seguir su jugarreta con su eterna pelotilla de tripa depato, cada yaqui un signo del zodíaco en la palma de lamano.

Ascendiendo la escalinata universitaria, Cemí observó la au-sencia de grupos, las parejas muy esparcidas, los más eranestudiantes que iban a buscar copias y folletos para los exá-menes señalados después de las vacaciones navideñas, losadquirían y después se retiraban problematizados. Tendríanen ese asueto que divertirse y estudiar, tener el júbilo navi-deño y la ceniza del disciplinante. Los provincianos que seabandonaban al bailongo, después tenían que escribir car-tas sombrías a sus hermanas para que les endulzaran la re-cepción familiar al cerrarse el curso. Pero los disciplinantesescaseaban el gracioso relato de sus recuerdos al llegar lamadurez, se sentían desinflados y perdedores. Sin recuer-dos, o se iban a la querendanga, chocando con el hijo ma-yor, defensor de la madre dolorosa, o se mordían el brazoen el solterón que escribe la carta de despedida, con el cis-ne negro en el directo humeante. Toda disciplina tiene queestar acompañada por la gracia que regala la imagen, puesamputarse la posibilidad del recuerdo es acto que sólo losmísticos pueden conllevar, al vivir en el éxtasis la plenituddel paraíso. Religioso y estudiante, religioso por delante,dice San Juan de la Cruz, cuando lleva el olvido de la cria-tura a un rendimiento en el comienzo de la alabanza.

Pero Cemí no pensaba en el plieguillo mugriento que ibaa adquirir detrás de los horribles enrejados, donde los estu-diantes en fila adquirían esas pócimas de sabor cartaginés.Mientras estaba en la fila surgía en él la impulsión de unaimagen, cuando ya se acercaba su turno la imagen soldabasus fragmentos oscilantes en su rostro. Cuando estuvo frente

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a la ventanilla, el rostro anónimo que contemplaba adquirióla presencia del rostro de Fronesis. El impulso hacia la ima-gen rompió los cristales del rostro anónimo, y al reaparecersu deseo había elaborado la imagen de la búsqueda ante-rior, por encima de la realidad anónima que contemplaba.Al salir de la fila su mano empuñaba el cuadernillo, pero laimagen, más que la marcha, lo iba guiando a la escuela,donde pensaba encontrar a Fronesis. La retirada de Fociónhacía imprescindible a Fronesis. Aunque sus conversacio-nes con Foción eran derivadas, al faltar este amortiguador,el trampolín de las apetencias cotidianas lo llevaba al salto alas aguas de Fronesis.

Ni siquiera quiso disimular su alegría cuando vio el pe-queño grupo, y en su centro a Fronesis, con la circulaciónenrojeciéndole el rostro por la pasión de lo que decía. Laprimera palabra que oyó Cemí fue: transmutación de todoslos valores. Sorprendió a Fronesis en una mañana muy ex-cepcional, pues desde que lo había conocido ni en sus gestosni en sus palabras le había lucido ni apasionado ni desapa-sionado, mucho menos probándose los bigotes de la AltaEngadina. La astucia innata de su inteligencia, lo llevabasiempre que expresaba alguna idea peligrosa a decirla conuna sencillez no subrayada. Su estilo habitual parecía de-velar, hacer voluptuosamente visible, la sencillez criolla deun tabaco conversado después de la comida y la sencillezde un bastardo legalizado entre los señores vieneses. Nisiquiera su conversación mostraba la fusión de los dos esti-los, la resultante final era la de un criollo que quiere pasarinadvertido, como si sus ideas estuviesen subordinadas aun trasfondo ondulante, como un punto de una desconocidaesfera inmóvil.

—Cemí, siéntate en esta silla de clavezón de plata y aleja ala negra parca —dijo homéricamente, como un saludo decariñosa burla que quiere mostrarse como si esperase al vi-sitador—, tú nos puedes ayudar en lo que estábamos ha-blando. Cuando Nietzsche empezó con su obsesión de latransmutación de todos los valores, y reaccionó contra la obje-tividad, la compasión ante el sufrimiento, el sentido histó-rico, la sumisión al gusto extranjero, la vulgaridad ante lospequeños hechos y el espíritu científico, no pudo prever que

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gran parte de sus reacciones iban a ser baldías, pues la ma-yoría de esos acusados, sin desaparecer, aceptaban otras for-mas, otros se derrumbarían sin ningún sagitario que losflechase. En otros acusados era preferible su existencia, nosu sobrevivencia como él pensaría, a su desaparición. Elmayor error de Nietzsche fue en materia religiosa, como hademostrado Scheler; lo guiaba no la plenitud de un senti-miento sino un resentimiento, dependiendo más de unareacción que de una acción, de una nueva creación de valores.

—Veo —le contestó Cemí—, que todavía sigues depen-diendo de tu apellido, Fronesis, la sabiduría, el que fluye, elque se mueve; no quieres llamarte Noesis, el deseo de lanovedad, lo que deviene sin cesar. La acción de Nietzscheestaba destinada a levantar a su manera lo helénico, y a re-accionar contra el cristianismo, pero esa acción y reacciónen nuestros días no se puede presentar en esa forma, pueshubo que reaccionar contra el seudo espíritu dionisíaco, ysu reacción anticristiana era la destrucción de muchas ver-dades helénicas, el orfismo y el pitagorismo, por ejemplo,modalidades de lo griego en las que él no profundizó. Suacción y reacción han engendrado una reacción ante suacción, y una acción ante su reacción.

—Hay dos Nietzsche, el profesor que reacciona contralos profesores y el disfrazado de príncipe Vogelfrei (fuerade ley). Fuera de ley, en una dimensión creadora, significadentro de lo sexual, pero ahí también se separó de la tierrade los condenados, se abandonó a la barrera de agua, perono pudo habitar la isla. Dentro de lo sexual, y esa es suprincipal humillación, tuvo que abandonarse al espírituerrante. No pudo llegar a la configuración de lo sexual, a laisla. Quedó poseso y poseído por la barrera de agua, por lamatria de la ensoñación. De ahí derivó, más que de Goethe,su gran devoción por Claudio de Lorena, todos los días deigual perfección insuperable, decía refiriéndose a esa pin-tura. Vivía en los ventisqueros de la Alta Engadina, peroamaba el mar en calma a la manera de los griegos. No teníaespíritu posesor, no podía ver el padre como Tolstoi, eraposeído como lo revela el versículo del Zaratustra: «Yo vivomi propia luz, yo absorbo en mí las llamas que brotan de micuerpo...» Su cuerpo era el círculo de su misoginia, no el

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más poderoso instrumento para el diálogo que posee elhombre. Su vogelfrei, su fuera de ley, no era nunca su vogelon,su acto sexual, su acto en una palabra. En el mismoZaratustra, nos dice que tiene hambre dentro de su sacie-dad, pero nunca tiene hambre hipertélica, creadora, queva más allá de su finalidad, para buscar complementariosinocentes y misteriosos.

—Su reacción contra el espíritu objetivo, era una de lasmanifestaciones de su odio a Hegel, cuando este quiso lle-var el principio de identidad de los griegos a sus últimasconsecuencias, derivando el espíritu objetivo, lo absoluto.Mallarmé derivó la poesía pura del espíritu absoluto he-geliano. Era un apasionado lector de la obra hegelianasobre el espíritu absoluto. En Hegel el espíritu absoluto erala gloria de la inmediaticidad, pero para los griegos la unani-midad o identidad era un telón de fondo. Sobre ese fondosalían las naves llenas de las tinajas que contenían las ceni-zas de los muertos. Así, como consecuencia de que la obrade arte nace de una voluntad arbitraria, llega a afirmar queel artista es el consejero de su dios. Subjetivismo primero, ydespués para reaccionar en la forma habitual de su orgullo,tuerce el ordenamiento teofónico, es decir, él es el creador,y Dios es la criatura. Una de sus variantes fue pensada porNietzsche, cuando nos dice que Dios mismo en forma deserpiente fue el que tentó oculto en el árbol del conocimien-to, así descansaba de ser Dios. El diablo, dice Nietzsche, esla ociosidad de Dios, cada siete días... Al final de su Introduc-ción al saber absoluto, Hegel termina con un versículo quehubiera hecho las delicias del maestro Estéfano: «De la copade este reino de los espíritus espuma para sí su infinitud»,sólo que en Hegel el reino de los espíritus es el espírituque se sabe a sí mismo como espíritu, es la conciencia de laidentidad. Al romper la relación ante el creador y la criatu-ra, por el orgullo que enfatiza la criatura, toda verdaderacreación le fue ajena.

—Nietzsche fue un hombre de una rara intensidad crí-tica cuando en su época reaccionó contra el espíritu objeti-vo, pero de escasa profundidad cuando no pudo captar queno hay espíritu objetivo porque hay Espíritu Santo. En sulibro sobre la Trinidad, San Agustín tiene una exigencia

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constante: Buscad siempre su rostro (Quaerite facien eiussemper). Pero el que tiene el Espíritu Santo lo transmite alponer las manos sobre lo que le rodea en la inmediatez o enla lejanía. «Por la imposición de las manos de los apóstoles,se comunicaba el Espíritu Santo», por eso Simón el Magono pedía el poder de otorgar el Espíritu Santo, sino el detransmitirlo. Así se puede formar un inmenso procesionalde esclarecimiento por el que circulan incesantes carbo-nes. Los griegos llegaron a la pareja de todas las cosas, peroel cristiano puede decir, desde la flor hasta el falo, este es eldedo de Dios. Repertum, en latín, encontrado, es sinónimo dereperiendi, engendrado, parido. Todo lo que uno encuen-tra, todo con lo que uno se empareja, ha sido parido poruno mismo. La pareja ha sido, paradojalmente, la compro-bación de la autogenia.

—Dejemos esos temas, o por lo menos la derivación deesos temas, para el regreso de Foción —dijo Fronesis—. Yate hemos oído arremeter contra el espíritu objetivo, ahorayo voy a escoger otro blanco de Nietzsche para dispararlealgunas flechas, su reacción contra el compadecerse por elque sufre. Declaro que es un tema para que tú consumasun turno, pero precisamente quiero mostrar mi jadeo, miangustia, pues aunque esta cuestión no tiene el aspecto deuna quaestio para mí, en mi interior es un tema que meatenacea y no me quiere soltar. No lo domino, pero es untema que me obsesiona, y es entre los amigos donde megusta mostrar, no lo que conozco, con desdén o frialdad,sino lo que desconozco con ardor, el amoroso desconocido,para usar palabras que recuerdan en algo los acentosagustinianos, si es que Cemí no me lo toma a mal.

—Ego te absolvo, por mí puedes comenzar tu plegaria alEros desconocido —le respondió Cemí, pasando por altodeliberadamente contestarle su alusión a Foción, pues aun-que le pareció sorprender en Fronesis como un secreto de-seo de hablar del ausente, también le pareció sorprenderque había intuido que él esquivaba la alusión, sin que leinteresase desvirtuar esa presunción.

—Nietzsche creía —continuó Fronesis— que en el sufri-miento había una raíz de sumisión, por eso su desprecio ala compasión por todo lo que sufre. Esa actitud revela sus

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fallas en la cultura griega, su desconocimiento de todo elmedioevo, su costoso error de situar todos los valores no-bles del espíritu en el Renacimiento. Pero el hombre sabeque en toda rebelión hay sufrimiento. Los valores filisteosson los que desconocen que el sufrimiento es prometeico,que el hombre sufre porque no puede ser un dios, porqueno es inmutable. El cumplimiento de todo destino es sufri-miento. En el mismo éxtasis consecuente del Eros apoyado,el dolor se hace indefinido. Si el éxtasis es doloroso, si elcansancio posterior al éxtasis es dolor en la extenuación,tenemos que arribar a conclusiones diametralmente opues-tas a las nietzscheanas, es decir, que todo creador que soplala criatura, siente que su energía rompe el poro, y esa acu-mulación energética sobre lo que no tiene salida, producesufrimiento en todo lo que es conducción, circulación, círcu-lo orgánico. El sufrimiento no es más que la rotura delcírculo en que toda criatura está inscripta. El cordel, símbo-lo de todo el mediterráneo costero, el cordel sostenedor,soporta y se rompe angustiado; las manos crispadas, pararesguardar o para alcanzar, son símbolos del sufrimien-to. «Cada palabra —dice Kafka—, retorcida en manos delos espíritus —este retorcimiento de las manos es su ade-mán característico— se convierte en una larga lanza diri-gida contra el que habla.» La tensión, el peso que sostieneuna delgada capa de hielo, lo que va trepando por el cordely sabe que uno de sus extremos ha sido incendiado, todoeso tiene que ser sufrimiento.

Otro error nietzscheano fue ese rechazo del sufrimiento,para aceptar lo que él llama los valores nobles. Creyó queesos valores se expresaban en el Renacimiento, en CésarBorgia, ni siquiera derivó de su Montaigne, de quien con-fiesa más de una vez que lo leía con fervor, el culto de JulioCésar, «el más grande milagro de la naturaleza», según de-claraba el voluptuoso del Perigord. Desde el punto de vistade la descarga energética, del golpe seco halconero, no sedetiene en César, sino en un jefe pandillero, en el sutilizadorde los venenos; toda esa caterva de puñalitos grabados leinteresaron más que la romanidad de Hispania, Galia oBretaña. Un secuestro con brocados, por Olivareto deFermo, le interesaba más que la Europa en marcha para

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reconquistar el sepulcro del Resucitado. En una miniaturadel siglo XV, con tema de venatoria, el júbilo es circular yradiante, desde los perros que saltan hasta los que lamenlas piernas de los lanceros, las parejas de enamorados sobreuna blanca hacanea, los halcones que huyen de los canesdespués de haberse abatido sobre una perdiz de vuelo corto.Al fondo se ve una lagunilla, donde sin oír las provocacionesdel cuerno de caza o de la parábola de los halcones, unospescadores en el julio de las truchas, sin perder su ensimis-mamiento, se ríen con el pez fuera del agua. Pero esa ale-gría, esos valores nobles, no los encontraremos tan sólo enlas arrogancias de una venatoria, podemos repasar lasminiaturas del duque de Berry, donde vemos un campesi-no que parece abombar el pecho como para entonar unaromanza, sacudir un gajo de bellotas para provocar la com-placencia de una piara de cerdos. El perro al lado del ju-biloso campesino, mira con ternura la glotonería de losinmundos. El anchuroso pecho del porquero, alegre frentea la voracidad de su rebaño, está en la miniatura bajo elsigno de escorpión y el sagitario. El escorpión que le muer-de el sexo y el sagitario que sobre su hombro se enemistacon una constelación. Su gesto al sacudir el gajo de bellotasa sus puercos, tiene la misma arrogancia de un rey jurandoel trono. Ese porquerizo está en la gran tradición clásica; alrepartir las bellotas tiene también la alegría de Eumeo, eldivinal porquerizo, al reconocer a Odiseo antes de que estedé sus terribles pruebas en la sala de los pretendientes.Eumeo no le regala una romanza, pero comienza ofrecién-dole a Odiseo «el anchuroso lomo del puerco de blancadentadura». En todos esos porquerizos hay la alegría de unafidelidad teofónica. Están siempre en espera de un dios.Son nobles. Viven la posibilidad de ver el rostro de undios invisible. Mientras esperan, sacrifican todos los días,cuidan su rebaño de gruñones, hechos para abismarse conlos demonios. Todo sacrificio de, es un sufrir con. Esperan aldios invisible y se van convirtiendo en dioses visibles. Eumeo,el divinal porquerizo, es el primer reconociente. Recono-cer, tener halcón para el signo, es lo propio del noble.

—Ego te absolvo, por segunda vez —le dijo Cemí. El ego teabsolvo de Cemí, aun dicho sin énfasis hierofánico, se dilató

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por los planos inferiores, los menos avisados por la luz, porla superficie casi vinosa de los bancos de madera, por elsostén corintio de las columnas, fue perdiendo por la ondade la ironía su impulsión baritonal, hasta que se recuperóde nuevo en la altura de los ventanales, deteniéndose, comoen un escarceo angélico, en el avivado ángulo de cal de lasparedes, donde se fue debilitando como las sandalias porlos corredores de un claustro románico. Comenzó de nuevoa levantarse como la oración a ese Eros desconocido, ecoque respondía al susurro de las sandalias al desaparecer enun claroscuro.

—Déjame dar una zambullida en el Helesponto o en lapiscina de Siloé, pues ya me vas pareciendo un marcionitaque quiere unir Platón, Euclides y Aristóteles, con Cristo,Pedro y Pablo. Ya al final de su vida de creación, Nietzscheañade a esas que tú has señalado, en su última obra EcceHomo, otras malignidades de su cultura europea, y arreme-te muy justamente contra el sentido histórico y el espíritucientífico. Es cierto que el mirar hacia atrás, buscando undesarrollo para el porvenir, trae como consecuencia empo-brecer la misma tradición. Pero ni lo histórico, ni la futu-ridad, ni la tradición, despiertan el ejercicio, la conductadel hombre, y eso ha sido él el que mejor y más profunda-mente lo ha visto. Pero el deseo, el deseo que se hace coral,el deseo que al penetrar logra, por la superficie del sueñocompartido, elaborar la verdadera urdimbre de lo históri-co, eso se le escapó. Difícil luchar contra el deseo: lo que quiere locompra con el alma, la vieja frase de Heráclito abarca la tota-lidad de la conducta del hombre. Lo único que logra losuprahistórico es el deseo, que no termina en el diálogo,sino que se vuelve sobre el espíritu universal, anterior a lamisma aparición de la tierra.

—Podemos recoger la impulsión de la afirmaciónnietzscheana de transmutar todos los valores, pero los valo-res que hay que encontrar y fundamentar son muy otros ennuestra época que los que él pensó. Una reunión de estu-diosos que se acerquen a nuevas asignaturas en el futuro,por ejemplo: Historia del fuego, de la gota de agua, delhálito, de la emanación o aporroia de los griegos. Una histo-ria del fuego, que comience por presentar su lucha con los

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elementos neptúnicos o ácueos, cómo se extiende el fuego,el fuego en el árbol, colores de la llama, la hoguera y elviento, la zarza ardida de Moisés, el sol y el gallo blanco, el soly el gallo colorado entre los germanos, en fin, las trans-mutaciones del fuego en energía, todos esos temas que sonlos primeros que se me ocurren, y que el hombre de hoynecesita para adentrarse en nuevas regiones de profundi-dad. Se habla con exceso de la homosexualidad, ya desde elpunto ético o del científico, pero se tienen muy pocas ideasprecisas sobre la androginia. El andrógino primitivo que pasaal culto esférico de la totalidad y de la perfección, que pasa alápeiron de los griegos y a la esfera universal de los cristia-nos. En la época de Carlomagno, Europa se llenó del sím-bolo de la esfera, el Emperador, los doce pares, los maestrosdel quadrivium, los primeros murales románicos, se ornabancon la perfección giróvaga del círculo, y se encuentra tam-bién entre los taoístas, con la esencial importancia que ledaban a la indistinción sexual del hálito, formando el huevodel Gran Uno, del que brotaron dualizados el cielo y la tie-rra, todas esas referencias a la androginia en el mundo delos taoístas, de los platónicos y de los gnósticos alejandrinos,la casi totalidad del mundo antiguo, y del que apenas so-brenadan vestigios en Havelock Ellis, en el Corydon de Gidey en el mismo Freud, que intentan llevar todas esas cosmo-logías al empequeñecedor espíritu científico, hijo de aquelespíritu objetivo, de aquel absoluto circulizado. No puedencreer que un Fou Hi, el rey fundador, fuese engendradopor un bastón flotando sobre las aguas, un símbolo de launión de la energía actuando sobre el espíritu maternal delas aguas. Cerca de la encina de Membre, Abraham tiene lavisión de los tres mancebos que se le presentan, sin decidir-se a llamarle Señor a ninguno de los tres, pues era una triadaindistinta en su esplendor. En otra visión subsiguiente, dosde los ángeles de la primera aparición marchan haciaSodoma, de donde volverán sin duda hacia la rueda de laindistinción... El ánima, elemento femenino, aire, ying, recibela fecundación del éter, elemento masculino, yang, animus,sin necesidad de las antípodas de los reproductores fisioló-gicos. Según las etimologías de Vico, de coelum, que lo mis-mo significa «punzón», que «el gran cuerpo del aire», los

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egipcios derivaron la universalidad de la cuña, formapiramidal, como un instrumento hecho para destruir eltiempo, logrando la eternidad de la piedra para asimilartodo el potencial creador del viento magnético del desier-to. Amon fue el dios único de los tebanos, después fue iden-tificado como Amon Ra, era el Uno Único, la esencia de lasesencias, el generador que no era engendrado, era padrede los padres y a la vez madre de las madres. Significa estaroculto, es lo invisible que engendra en lo oculto, como diríaHeráclito del oráculo, está oculto, pero hace señales, sig-nos. Al mismo Trombonazo, el gigante rabelesiano, se lesubraya que su verga es del tamaño de una caña de pescar,después se contenta con el mero juego, la insignificancia dealudirla como «mi tallito de coral». Una arrogancia que ter-mina con los juegos infantiles a la orilla del mar, cuandodespués de haber acariciado un caracol, retrotrae el balano,y contempla su glande, como para colocarlo en el aire quepenetra en el caracol.

Como si esa alusión al caracol, lograse una especial con-vocatoria, comenzaron a llegar los estudiantes que se iban aexaminar. Fronesis sintió los ecos de las últimas sílabas deCemí, los conjuros del caracol, y vio cómo llegaban parejas,después grupos, hasta formar una pequeña multitud queesperaba que se abriesen las puertas del aula donde losexaminandos darían sus grotescas pruebas. El timbre queanunciaba las horas sonó como un chirrido que se prolon-ga, como un caracol inmaturo, todavía relleno de guijas yde tierra no asimilada. Fronesis bruscamente se despidió deCemí, y desapareció en la prisa por ocupar los primerosasientos. Se cerró la puerta del aula, Cemí la miró de arribaa abajo como un Polifemo beodo que le saliese al encuentropara impedirle seguir tratando esas cuestiones dentro de latradición goethiana de una «precisa fantasía perceptiva»,que era casi la manera como el intelligere se abrazaba con suEros, deseoso fanatismo de conocimiento que era la som-bra del árbol de la vida, no en las antípodas del árbol delconocimiento, sino en la sombra que une el cielo silenciosode los taoístas con el verbo que fecunda la ciudad comosobrenaturaleza.

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Cemí se fue hundiendo de nuevo por la extensión de lacalle de San Lázaro. Era la unidad de extensión de sus ca-minatas, salir de la Universidad, detenerse en algunas es-quinas con bodegas grandes a la española, muy acudidaspor todas las menudencias de la vecinería. Siempre habíaun tipo de excepción, el que se apartaba de la necesidadmenor, el anárquico escapado de la cofradía de los lupulares,el guagüero rezagado que hace esperas de turno o se deso-rienta en unas vacaciones, el amante de la comadrona, elbilletero que guarda el azar en el bolsillo de la guayabera,en el descanso de su mercaduría errante. Cemí se sonrió alver un guagüero almidonado, ya por la tercera carrileralupular, que hipante y con los labios espumantes, decía: Estoycomo lo soñó Martí, la poesía sabrosa, sacada de la guitarracon azúcar, con el lado azul que le puso mi chiquita. Clara,clarita, clara como el agua, siempre viene bien. Nada deestrambote ni de estrambótica, yo me escapaba de la escue-la, aquel endiablado profesor viejo que yo le puse ChichoCalvo, que me profetizó que yo haría mejor en sacar unacarreta de aguacates y zanahorias, que estudiar; pero se equi-vocó de medio a medio, nunca vendí aguacates, soyguagüero, a mucha honra, hip, hip. Eso sí, le pego a la gui-tarra en el mismo centro, nací poeta, hip, hip. A oír el quequiera:

Oiga, caballero,el cantar yo traigo,traigo aquí el cantar,triste como el mar,soy un buen jilguero.

Al decir, triste como el mar, Cemí pudo de un reojo, unir elamarillo chispeante de la cerveza con el amarillo ensalivadodel diente de oro del cantor, con el amarillo más noble, sur-cado de un verde creador, de una boñiga que ya, por lomenos, comenzaba por alegrar a un moscardón con un pre-cioso collarín escarlata. A Cemí le pareció oír el bordoneofestivo del insecto. Salió una mestiza de la cuartería cercana,enfundada en un túnico azul muy pálido, con aretes de co-ral, de un rojo boca de perro masticando nubes algodonosas,

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con la nariz de suave ondulación como se ve en algunasapsaras de los templos indios. A la mestiza no le interesabaromper la tradición ni recrearla. —Eso sí —dijo— en cuantoél se entona, todo el mundo se aglomera para oírlo—. Comoquiera que la única persona que estaba en la esquina eraCemí, este apresuró el paso para evitar ser «todo el mundo».

El cervecero levantó de nuevo el entono:

El que se va y no viene,busca el ají que no tiene.El que viene y no se va,más nunca le pesará,más nunca le pesará...

Pero ya Cemí estaba en la otra esquina y la espuma de lacerveza comenzaba a rodar por los labios de la mestiza, ahumedecer su túnico azul. La cerveza, como un canario quetoma el sol con las alas muy abiertas, se fue deslizando hastala cloaca, orine del Pegaso, al recibir la saeta del guagüero,mientras se cerraban todas las ventanas al corpúsculo de laverdadera alegría solar. El canario encolerizado golpeabacon sus pequeñas alas la infernal saetilla, logrando, con laayuda de la mañana, rechazarla.

Al llegar a su casa, Cemí pudo notar cierta extrañeza,Leticia y el doctor con sus hijos y la criada, habían llegadode Santa Clara. El doctor, después de la muerte del tíoAlberto, se limitaba a su mecedora y a echarle mano a cual-quier revista o periódico, para tocarlos con el montón encada cabezazo. Acercar de nuevo las gafas, después verlasrodar de nuevo por el canal de la nariz. Otras veces, pasmode una erudición inexistente, parecía que las gafas salta-rían para servir de malla a los mosquitos. De vez en cuandolevantaba los ojos del periódico y los fijaba en Leticia, quecomenzaba de nuevo con su eterno tema, llevarse a su ma-dre para Santa Clara. Sus hijos limpiaban los patines parair al Parque de las Misiones, donde buscarían a las hijas delnotario Cortés de Lara, que le cobraba una casita enRevillagigedo. Doña Augusta, ya muy enferma, que seresistía, que quería quedarse con sus otras hijas, que a losargumentos de soledad esgrimidos por Leticia, oponía sus

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contraataques con disculpas fundamentadas en su enfer-medad. Los gestos trágicos, de altivez romana: —Sé lo quetengo, sé que no puedo vivir mucho tiempo más. Quierodescansar, quiero ya ver a mi madre y a mi padre, a mishijos muertos, a José Eugenio, a toda mi familia que ya estáentre los muertos. Y tú siempre, Leticia, tironéandome,queriéndome llevar para Santa Clara. No comprendes queya yo me voy a morir, déjame morir en mi propia casa, conmis hijos, con mis nietos—. Pero ni el argumento de la muer-te de doña Augusta hacía retroceder a las exigencias deLeticia, que formulaba de nuevo su petición, esgrimiendoun perfumador, abriendo una caja de pañuelos, probán-dose una pamela de alas caídas por la gravitación de unramillete de uvas. Y el doctor: —Leticia, es el primer mesque hemos llegado, quizás más adelante doña Augustacambie de opinión. Violante, vete vistiendo para ir por lanoche a ver a Rambal, hoy estrena Un americano en Madrid.Enséñale a Joseíto lo que hemos traído, la litografía con laentrevista entre Carlos el Temerario y el rey Felipe, dale aEloísa la novela Corazón, de Amicis; dale también a Violanteel prendedor con un pavorreal que le hemos traído. —Cla-ro —volvía Leticia—, como a ti no te importa vivir separa-do de tu madre, cambias la conversación, y lo mismo hablasde una chirimoya que de un pavorreal, que del combatehomérico entre una cotorra y un plumero. Pero esta vez sino me voy con mi madre, me quedo con ella. Yo no creoque su enfermedad sea grave —bien sabía ella que su ma-dre tendría que morir muy pronto— pero quiero estar a sulado y distraerla en su enfermedad. Además, no quiero vera ese Rambal de pacotilla, ya no vienen compañías de cali-dad, sino ese folletinero, que ni al conde Kostia se le ocurri-ría elogiar. He visto bailar a Tórtola Valencia y a VicenteEscudero, he oído cantar a la Tetrazzini y a Martinelli, hevisto El Zar Saltán, cuando vino la compañía de ópera rusa.Bien me puedo pasar sin ver a tu Rambal. Lo que tú quie-res es distraerte, pero yo prefiero que adquieras un miquitoa tener que ver a ese Rambal, disfrazado de chino, de de-tective inglés, o de turista tonto. Si voy, me quedaré dormi-da, y en el entreacto volveré a rogarle a mamá que vengacon nosotros a Santa Clara. Me moriré diciendo que no

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quiero separarme de mi madre... —Sollozos, llantos, pañue-los con Guerlain. Doña Augusta, sujetando el pañuelo con lacolonia sobre la frente de Leticia, comienza también a llorar.

La nobleza de su muerte próxima recibía la serpentinadel histerismo familiar. Pero, en realidad, miraba el rostronoblemente triste de Rialta, que veía aquella lamentableescena familiar como si se acercara a un ventanal lluvioso.Los años siguientes a la muerte de su esposo, había vividodedicada al culto del ausente. Eso dignificaba su rostro, susademanes y sus palabras. Parecía siempre recordar que lo másvalioso de su ser estaba de parte de lo invisible y de lo sa-grado. Doña Augusta, a pesar de los aspavientos de Leticia,se fijaba en Rialta, sabiendo que estaba enferma y que setendría que operar. Doña Augusta se sabía enferma, se in-quietaba por el cambio de vida que tendría que asumir Rialtaa su muerte. Ya ella no estaría a su lado para defenderla delas brusquedades familiares. Sería la misma Rialta la quetendría que proteger a sus hijos de las asimetrías del azar ydel destino. Rialta estaba enferma de un fibroma y el mis-mo doctor Santurce había aconsejado la operación, con eltemor de que el tejido donde se afirmaba el crecimientofibromoso, pudiera degenerar en cáncer. Eso era, en reali-dad, lo que preocupaba a doña Augusta, obligada por elhisterismo de Leticia a torcer las inquietudes, fundamenta-les para la familia, que la punzaban esa noche. Miraba aRialta, recorría cada uno de los momentos de su vida dolo-rosa. Mientras sujetaba el pañuelo perfumado en la frentede Leticia, pensaba en José Eugenio muriendo en un hos-pital, a pesar de la jerarquía que se había ganado dentro dela brevedad de su vida. Pensaba en Rialta, fiel a su memo-ria, que ahora tendría que operarse, pasando los momen-tos terribles de pensar que sus hijos podían quedarse solos,cuidados por doña Augusta, que estaba tan cerca ya de lamuerte.

Cemí había sorprendido la tierna mirada de doña Augustaa su madre. Le molestaba que el histerismo familiar pudie-ra prevalecer sobre una situación trágica encarnada en sumadre. La cara de ella reflejaba la tristeza de un destinoque se reitera en su amargura. Después de la muerte de suesposo, tener que operarse. —Señores, yo creo —dijo

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Cemí—, que ya es hora de ir a acostarse. Mañana hablarécon el doctor Santurce sobre la operación de mamá, peroestas conversaciones tienen mucho de fastidio y algo de abuso.Cuando alguien de la familia, y en este caso es mi madre, vaa sufrir un riesgo, una operación o un viaje peligroso, lomenos que se puede hacer es que cada cual margine su pe-queño egoísmo y su cantaleta. Lo único de veras lastimosoaquí es la operación de mi madre, todo lo demás es unacomedia que aglomera la risa, pero no la puede hacer esta-llar. Conque, señores, a dormir—. Santurce miró a Leticia,pero no se atrevió a decir nada. Esta le disparó a Cemí unaacerada mirada de odio, con sus ojos de un gris escarchado.Sus labios parecían cerrarle el paso a sus palabras con unaespada extraída de un horno. Lentamente los familiaresse fueron distribuyendo por las piezas que se les había asig-nado. Una tras otra se fueron apagando las luces. DoñaAugusta y Rialta dormirían en el primer cuarto. El gato,extenso, negro con los bordes de un gris recién tejido, saltósobre un sillón de cuero. Cemí encendió el primer cigarrode aquella noche.

Al terminar las clases de la mañana, no quiso encaminarsea la escalinata, para evitar los entrecruzamientos, esa sensa-ción tan desagradable del ir y venir de los apresurados, delos que llegan sudorosos y se retiran con ojos saltones, comosi profetizaran su nueva morada. Por eso, quiso retirarsepor la salida que está frente al hospital, que le recordaba,aunque el parecido estaba forzado por su imaginación, elOctroi de Plaisance, del aduanero Rousseau, pero en lugardel gendarme, en lo alto de la casilla, en la medianoche, lavoz de Fronesis que le gritaba su nombre, en la plenitud dela mañana.

—Bona lux, como saludaban los etruscos —le dijo Cemí,disimulando con una sonrisilla la pedantería cariñosa.

—Ex templo, en seguida entre los romanos. Todo lo queno es en seguida es demoníaco, dice Kierkegaard —le con-testó Fronesis. La vaciedad de la mañana se había trocadode pronto en la alegría de su encuentro.

—Vamos en seguida al cafecito de enfrente para hablar unpoco —a Fronesis le pareció que la palabra cafecito, dichapor Cemí, bailaba en la mañana.

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En el mostrador las frutas, corteza rugosa del mamey, es-camas de la piña, morado y amarillo de los mangos, colabo-raban también a la esbeltez de aquella mañana, que parecíamantenida por las paticas del sinsonte al estremecerse paralanzar el chorro de sonidos. Despachaban unos guajiros quetenían una finca en Santa María del Rosario, de donde traíanlas frutas para los batidos. Se oía el chirriar de la batidorafragmentando el hielo, mientras, por el contrario, la visiónse hacía placentera al fijarse los ramajes y flores que separa-ban al café de la casa vecina. Cemí observó ese especial fa-vor que tiene el cubano para diferenciar el espacio, paraevitar su monotonía, cómo al lado de la Universidad, al ladode una casa de típica burguesía vedadesca, se entreabre uncafé de pueblo, con sus mesas mal pulimentadas, pero don-de la leche hierve como en la trastienda de la casa de unarreador de ganado.

—La última vez que hablamos —comenzó diciendoCemí—, varias veces tú aludiste a Foción, y yo desvié laconversación porque no quería hablar de él donde nos oye-sen, pero creo que tenía tantas ganas de recordarlo comotú. Verdad que es un tipo especial, diferente de todos noso-tros, los que tenemos la misma edad. Él es el que habla, nocon más desparpajo, de lo que presume, sino como si tuvie-se un especial sadismo en comprometerse en cada una delas cosas que dice. Al revés de lo que decía Talleyrand, nohabla para ocultar su pensamiento, sino para develarlo atambor y zancadas. Es, pudiéramos decir, paradojalmente,un engagé con su sexo y sus sensaciones. No parece quequiera escandalizar, sino mostrar naturalmente una natu-raleza muy poco natural. Sé que su verdadera relación escontigo, pero, sin embargo, creo que disfruto del placer deobservarlo con más nitidez que tú mismo. Se me ocurreahora esto que aclara un poco lo que quiero decir. Uste-des, Foción y tú, son materia relacionable; Foción y yo nosreconocemos como perspectivas observables. Fronesis yCemí —quiso evitar el tuteo— somos materia relacionada.Ustedes son amigos porque en la raíz de esa amistad está loque destruye, lo incesantemente relacionable, pero quenunca está relacionado. Tú y yo somos amigos —ahora cre-yó oportuno el tuteo— porque estamos relacionados, nos

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acompañamos, nuestro diálogo está asegurado por la clari-dad y la oscuridad de los dos. Ni tu claridad intenta extin-guir mi oscuridad, ni mi caos intenta dinamitar tu ordena-miento natural. Por eso, siempre distingo esas dos clases deamistad: la relacionable o esfíngica y la relacionada o dia-logal. Cuando Foción habla contigo va de las palabras a suinstinto; cuando yo lo hago, asciendo de mis instintos a laspalabras, dialogo, busco un sentido, una teoría de peces,como decían los griegos, o un desarrollo del plexo solar enel espacio vacío, como dicen los iniciados del taoísmo. Quizáyo tenga ahora más confusión en mis ideas —de lo que estoymuy contento, pues el aceite cuando no arde es cuando gra-vita— que Foción, pero tengo mucha más claridad en misinstintos que él. Pero a mí no se me ha escapado que tú lotratas dentro del orden de la caridad, es lo que le da a tuamistad con él su profundidad. Claro, que no es el pobrecaos de sus instintos lo que te seduce en Foción; tú lo tratas,lo sientes más bien como fijador. Es un caos, el de Foción,que tú dominas, ordenas, distribuyes. Es un caos que tú ne-cesitas para las hogueras de tu cosmos. Coges unos cuantosgajos resinosos de Foción, los enciendes, y entonces te vesla cara con más claridad en el espejo del cuarto de baño.

—¿Quién es Foción —siguió diciendo Cemí—, cómo essu familia, qué le sucedió en su vida que parece que todoestá como oculto? Tanto habla de sí mismo, en voz alta, quecuando se extinguen sus palabras parece un fantasmón, yano está, es rabo de nube.

—En casi todo has acertado —le respondió Fronesis—, salvoen unas pocas cosas que no son las más importantes, pero, eneste caso, de las más decisivas. Tu símil de madera resinosade Foción, para verme la cara en el espejo, me inquieta untanto. El espejo del cuarto de baño es casi siempre el últimorecuerdo del suicida, o del que se muere sin saberlo, pero nosé por qué al oírte hablar de la madera resinosa, pensé enseguida en la pira funeral—. Al decir eso Fronesis, no pudodescifrar Cemí si lo decía con ironía, o se había dejado llevarpor una expresión no gobernada, pues cualquier forma deironía macabra estaba reñida con su «manera».

—Tus deseos de conocer lo que rodea a la vida de Foción,me decide a pensar que ya él te debe de haber hablado de

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la mía, y como casi siempre esas formas de conocimientofamiliar se verifican en pareja, después que por él has co-nocido toda mi circunstancia, quieres conocer por mí las deFoción. He ahí como funciona, en la intimidad del trato, elanálogo aristotélico —dijo Fronesis sonriéndose.

—Pues bien, el relato de la vida de Foción tiene interéspara llenar esta mañana y todas las siguientes mañanas delmundo, pues es la historia de una realidad y de unasobrerrealidad. El padre de nuestro amigo Foción, llamadoNicolás Foción, tenía un hermano, dos o tres años más jo-ven, Juliano. Los dos vivían en Industria casi esquina aNeptuno. Su casa, por un lado, daba a una calle de muchomovimiento, desde por la mañana; por la otra esquina a unbarrio de un silencio muy extraño. Si preciso esos detalles,es por su relevancia en relación con las cosas que sucedie-ron después. En la esquina que daba a las calles del silencioextraño, se mudó poco después una muchacha en la que sefijaron los dos hermanos. Estaba en los últimos años delbachillerato, y por la tarde, después que ya había termina-do las clases, se arreglaba con el cuidado característico desus diecisiete años. La tranquila calidad de su piel, las florespequeñitas que algunas veces parecían sobrenadar en supelo castaño, muy sensible a los reflejos de la luz matizada,atrajeron a los dos hermanos. Nicolás y Juliano la habíanvisto con ojos donde su imagen se hundía cada vez más.Ninguno de los dos hicieron comentarios entre sí. Jamásuno de ellos habló al otro de la muchacha de la ventana dela esquina, de sus flores, de la noble serenidad de su piel.De los dos tipos opuestos, que tienden siempre a estar cer-ca, que tienden también a ser hermanos, Nicolás era de losque no piensan nunca en decirle nada a la muchacha conflores en la cabellera, pero que un día, sin saber cómo, laabordan y le dicen todo lo que hay que decirle, y Juliano,que era de los que frente a la muchacha con flores en lacabellera, todos los días piensan en decirle lo esencial, sindecidirse nunca a ello, aunque coincidan en un portalónun día de lluvia. Así Nicolás termina la carrera de Medici-na, trabaja desde joven y se casa con la muchacha de lasflores en la cabellera, mientras que Juliano no termina nadade lo que emprende, no encuentra trabajo y las flores y la

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cabellera son la sustancia de una melancolía que aúlla en lamedianoche.

—Celita, a pesar de las flores que podían transfigurarla,era tan sólo un brote hogareño promedial, como dicen losestadígrafos del determinismo. Su padre, decisivamentecansado antes de llegar a los cincuenta años, mitad procura-dor y mitad periodista, en lo único que se había excedido eraen las tres cajetillas de la fuma expectorante. Su madre,era la típica cienfueguera venida a La Habana para desem-peñar un aula de profesora. Vieron la boda con el mediquillocomo el surgir de la estelar matutina. El padre de Celitallegó tarde esa noche a su casa, se había dirigido a otro amigoperiodista para que fuese el primer gacetillero anunciador.Los tres lápices en el florero de la maestra cienfueguera,bailaron una pastorela en el tapiz de la mañana jubilosa.

—Después del himeneo paulino, se distribuyeron en formaconsabida. En la sala, un estante de cómoda sabiduría, loscuatro butacones, el clásico sofá para vulgaridades román-ticas, y el espejo inquieto para no apresar ninguna sombravivace. En el primer cuarto, Celita y Nicolás, cerrando puer-tas y ventanas cuando la pasión triunfaba sobre la brisa, yya en la medianoche abriendo puertas y ventanas, cuandola brisa predominaba sobre la pasión extinguida. En elsegundo cuarto, el periodista y la maestra cienfueguera,colocando en la línea de su horizonte la naranjada deldesayuno. Después, el servicio, que paradojalmente, erael único recinto poético de la casa, cuando en la mediano-che, sin que nadie abriese la llave, la ducha comenzaba unallovizna que duraba casi un cuarto de hora. Seguía la coci-na, donde de vez en cuando un guayabito se llevaba en surabo el poco fuego sagrado que allí había. Y ya llegamos alo que más nos interesa, en la azotea un cuarto, y en el cuartola cama del esperador eterno, Juliano, que todavía, ya pa-sados algunos años, seguía viendo las flores húmedas, másque las deshechas coincidencias de los días de lluvia, en lacabellera de Celita.

—Nicolás salía al campo en estudios y consultas de casosespeciales, su clientela era cada vez más espumosa ycrecedora, por el contrario, Juliano aumentaba su hastíocervecero. Cuando la espuma de su cerveza llegó a alcanzar

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el nivel de la clientela espumosa de su hermano, la trocópor la barata somnolencia, con ilustraciones de los acompa-ñamientos de guzla mora, de las esencias del láudano. Pa-seaba por la azotea antes de penetrar en el sueño, las lucesardían dentro de casas de papel, pagodas cuyo techo tem-blaba, más suave que la brisa. Se asomaba después al des-canso de la escalera, la falda de Celita se agitaba al recibir laonda de las campanas de San Pedro, después veía cómoextendía la mano para voltear el dial, comenzaba a oírse unfundamentado informe del presidente de la Academia deCiencias de Connecticut, sobre las anormalidades de lapituitaria. La onda seguía tañendo en la cabeza de Juliano,hasta llevarlo a derrumbarse de nuevo en la cama. El crujidodel bastidor era el eco final de la enorme dignidad del tañi-do petrínico.

—Las excursiones médicas del doctor aumentaron su fre-cuencia. Juliano, envuelto en la masa coral de la somno-lencia, no pasaba del descanso de la escalera, pero Celita,irritada por las ausencias científicas, comenzó por ascendercon titubeos el caracol somnífero. Los titubeos se debíantan sólo a la presencia calmosa del periodista y a la ausencianerviosa de la maestra cienfueguera.

—La coincidencia de la búsqueda de una cinta para el som-brero de la maestra, de un caso de tifus grave en el valle delMayabeque en el doctor, y unas firmas en la planilla para sujubilación en el periodista, provocaron la hecatombe. Eranya las cuatro y media de la tarde, cuando Celita salió de susiesta, con cuatro faunillos en los cuatro pilares de su cama.La casa, en su entereza de soledad, sudaba el ornamento desu escayolada. La cerradura de la puerta de la calle, reciénabrillantada, dejaba pasar sin filtrarla la cuantía de una luzhecha para embadurnar los sentidos, agrietándolos y comohaciéndoles boca.

—Cuando el doctor llegó al Mayabeque, habían ya pasadoel trámite de consulta y extremaunción, era el momento delos cuchicheos para el tendido. Después de acompañar losprimeros momentos de la elocuencia de la melancolía fami-liar, de repartir entre los hombrecitos de la familia las píldo-ras lenitivas de los envíos soponciales, picó claxon de nuevohacia La Habana. Al llegar a su casa respiró puro ámbito

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sin moradores. Pero para su desdicha, la ausencia no erauna sensación para un péndulo, un vaso de agua muy alborde de la mesa: era una ausencia que tenía algo de lasprimeras contracciones de la materia, el silencio de un cuer-po al desprenderse de otro, la gota que expresa largos co-rredores sumergidos. Esperó en la sala la llegada de los fa-miliares caseros. Entresacó una brisa, requebró noticias,nada, el timbre de aviso inmutable en su ocio blándulo. Lashoras pasaban y lo que no se anunciaba era el sobresalto deltimbre.

—El aburrimiento de la espera lo llevó a pensar en laescalera que conducía al cuarto de su hermano. Pero al fi-nal de aquel laberinto encontraría el martillazo que des-truiría su vida de animal de razón. Precisemos lo poco quehay que precisar, para ver qué se encontró Nicolás al finaldel laberinto, el toro que no lo mató, pero se llevó su razónprendida en uno de sus cuernos. Esta vez el toro no hundi-ría sus pitones en la ingle del hombre, como buscando yamortajando los secretos de su esperma, sino proclamaríaque sus cuernos se llevaban el trofeo de su razón, que era loque impedía que sus cuernos apuntalasen el equilibrio delas colecciones estelares.

—Pero retomemos el hilo, el mismo tedio había llevadopreviamente a Celita a un aventurarse por el laberinto dela escalera que conducía a la pieza alta de Juliano. Aquellatarde él había aumentado las gotas de láudano; sobre sucama, rodeando el sueño su desnudez, como si se hubiesequedado dormido al lado de un río, mostraba un cuerpomórbido por la timidez de su adolescencia, infinitamenteposesivo por su rendimiento al mundo extenso del vegetal,los párpados como una cerradura fidelizada por el láudano,le daban su rechazo a toda cabalgadura de la flecha en laluz. Las piernas abiertas, recostadas en la hoja del sueño,mostraban la lujuria que se ve en el interior de un huevopintado por el Bosco, y la voluptuosidad lentísima de ador-mecerse cerca de una fuente de Cranach.

Silenciosamente Celita comenzó su develamiento. Evitabalos ruidos más soterrados. Sentía que el resbalar del corpiñopor la seda del refajo podía tocar en la raíz somnífera deJuliano, y despertarlo en sobresalto indomeñable, precipi-

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tándose toda la cascada sobre su nuca. Inmóvil el balancín,puso la mano sobre el espaldar para evitar cualquier in-discreción de la cámara en la nueva proporción de susmutaciones, por su llegada al ámbito del sueño provocado.Tocando el balancín, parecía decirle que no fuera a desper-tar, despertando a Juliano. Celita desnuda fue buscando elsueño desnudo del que nunca se atrevió a elogiarle las flo-res rojas de su cabellera. Comenzó a ceñir al dormido. Estese despertó con el cuerpo entre sus manos. Los dos sudo-res, las dos salivas, las dos humedades esenciales se anegaronen sus complementarios. Ingurgitó Juliano de sus profun-didades somníferas, y al abrir los ojos se encontró con Celita,sonriente y con esa malicia poco demoníaca que otorga elplacer, que resbalaba sus labios por los suyos, con líquidosmovimientos que parecían desprenderse de una juncia yavanzar resguardados por los húmedos helechos. Despuésde haber ascendido Juliano, desde el sueño hasta la confi-guración de Celita, ceñida en un abrazo de sierpe, descen-dió, después de haber visto el rostro, a la barca que navegacon el pez que lleva un alma a su lado. Vio el rostro, elrostro con flores rojas en la cabellera, y ya tenía que morir.Las algas del sueño dejaron escapar momentáneamente esepájaro; después se abatió sobre el légamo del río, desapare-ciendo.

—Celita recibió en el centro de su árbol el peso de impo-nentes distancias, aglomeraciones de hormigas, distribucio-nes sombrías de emigraciones mongólicas, voces ululantesentre animales de nieve, susurros trocados en mareas gol-peadas. Del oleaje crepuscular brotaba como una alfombratitánica que envolvía los gemidos y todos esos deshechosde la luna al astillarse. Y Celita fue cerrando los ojos en elsueño; momentos después Juliano abría los suyos en la muer-te. Ambos se habían incorporado una dicha en la eterni-dad, Celita había ascendido por el éxtasis al sueño; Julianohabía descendido, después de ver el rostro, a las grutas fríasde Proserpina. Pero faltaba, tal vez, una tercera figura enesa trágica composición: la locura. El médico interpretó rec-tamente la palidez de su hermano. Celita despertó y vio asu lado a su esposo Nicolás, con el pulso del hermano ensus manos y moviendo la cabeza, enfrentando el lance con

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incomprensible seriedad científica. Vio que se dirigía a ella,casi con su voz de siempre y le decía: Eudoxia —era el nom-bre de su enfermera—, este cliente se ha quedado muertoen la consulta, padecía del corazón, entretén a los clientesde turno, diles que yo me siento indispuesto, y después avi-saremos a sus familiares. Había perdido la razón.

—Después de la muerte de Juliano, Celita tuvo que de-sarrollar a cabalidad su papel de enfermera Eudoxia. Lalocura del médico consistía en que por la mañana comenza-ba a recibir una clientela inexistente. Encerrado en su gabi-nete de consulta, a las diez de la mañana se dirigía a Celita,trocada ya para siempre en la enfermera Eudoxia, y ledecía: Que pase el primer cliente. Comenzaba la consulta:Lo encuentro mejor, la presión se va normalizando, sigatomando las píldoras, sobre todo nada de sal en las comi-das, venga a fin de semana.

—Le daba la mano al vacío, se despedía con la sonrienteceremonia de un médico. Se dirigía después a CelitaEudoxia: Que pase el próximo cliente. Y así daba diez con-sultas por la mañana y otras diez por la tarde. No habíanadie en la espera. Se daban las consultas a un paciente quesólo su locura fijaba en la realidad. Todos los días desfilabanveinte personas que no existían; hablaba con el aire, le dabarecetas al cesto crecido en persona. Celita Eudoxia teníaque seguir con la más tersa razón toda la minuciosidad deaquella locura. A las siete u ocho de la noche, de acuerdocon la extensión que le daba a cada uno de los consultantes,volvía a recuperar la razón. Entonces Eudoxia volvía a serCelita.

—Los otros médicos le habían dicho a Celita que tuviesemucho cuidado con el reparto de los turnos ideales dadospor aquel médico enloquecido. Un error, la penetración dela luz en aquella mentalidad errante, y podría traer comoconsecuencia un fulminante ataque, un hachazo, la in-terrogación de un bisturí en sus carnes rosadas. Celita po-nía los turnos en el sofá y en las sillas y a medida que ibanentrando en el consultorio aquellas figuras creadas por suesposo enloquecido, los iba recogiendo. Oía los consejos quele daba a los pacientes, es decir, al bulto de aire que se en-contraba frente a él, y cuando las sílabas se iban perdiendo,

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se preparaba ya para dar paso al próximo consultante inexis-tente. Tan pronto terminaba su trabajo enteléquico, se diri-gía a la seudo Eudoxia, y le decía: Salgamos, Celita, a cogerun poco de brisa. Hoy comemos fuera de casa. Tengo ganasde tomarme una sopa de cebolla.

—Terminada la consulta, recuperaba la razón. Mientrastanto, vivían de una pensión decorosa otorgada por el Co-legio Médico, en vista de aquella enajenación lamentable.Así estuvo veinte años, dando esas consultas a seres creadospor su imaginación de loco, trocando de diez de la mañanaa ocho de la noche, a Celita en la enfermera Eudoxia, ydurante el resto del día a la enfermera en la esposa, cam-biando la almidonada cofia por las flores en la húmedacabellera de Celita.

—Cuando estuvo veinte años en ese consultorio de som-bras, se acogió a la jubilación. Entonces, como ya no teníaque dar consultas, su locura se igualó con su razón. Jugabaal ajedrez, cuidaba con extremada acuciosidad la educaciónde Foción, se abandonaba a la lectura de los gnósticosalejandrinos.

—Cuando Celita apareció preñada, no se podía precisarcuál de los dos hermanos había sido el flechador. Foción fuecreciendo viendo lo irreal, lo inexistente, encerrado en uncuarto, durante muchas horas. La cofia y las flores en lacabellera, llegaron a ser leídas por él como un reloj queavisaba el alejamiento y la recurrencia, el silencio y el parlo-teo, la razón minuciosa puesta al servicio de la locura, y lalocura trabajando con un esmero, con una detenidaacuciosidad, como si se encontrase en la plenitud de la ra-zón alcanzada por los griegos.

El doctor Foción no mandó nunca a su hijo a la escuela. Élmismo se encargó de enseñarle desde la historia del cero hastalas variaciones de las funciones en trigonometría, recorrien-do un extenso paisaje cultural, metafísico y teológico, alencuadrar esas variaciones entre el cero y el infinito. —Entreel cero, decía, que soy yo, y el infinito, que siguiendo a losgriegos, no quiero que seas tú, sin agotar todo el conocimientode lo posible finito. Pero Foción abría los ojos, rodeado de uninterminable ejercicio de fantasmas. Su padre dando conse-jos medicinales a bultos de aire, oyendo cómo su madre unas

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veces era llamada Eudoxia y otras Celita. Paseaba con su pa-dre, conversaba con su madre, rodeado por la locura creciósin pecado original. Sus sentidos no segregaban materiaconcupiscible, sino datos de conocimiento que avanzaban oretrocedían hasta la imagen, flotando como los pedúnculosde una gorgona que no lograban descifrar el légamo del río.

—Pero ahora, otra pregunta, aunque él alardea de su ho-mosexualismo, ¿en realidad lo es? Según me han dicho es-tuvo casado, ¿es eso cierto? Por tu relato se desprende queaquellos fantasmas incubaron un homúnculo de cristal, quevive dentro del binomio de Newton o del triángulo de Pascaly que respira azogue. Pero de repente, el homúnculo lanzauna arenga clandestina en su palacio subterráneo, y comien-zan a surgir las tentaciones. Las larvas se lanzan sobre unesqueleto en el desierto, dejando un rastro calcinado don-de comienza a florecer una cactácea. El homúnculo comienzaa jugar con el cacto, cae una lluvia de arenas.

—Por herencia —dijo Fronesis—, ya a los diez y siete años,Foción estaba en disposición de casarse con la muchacha dela esquina, tuviese o no flores en el pelo castaño. Así lo hizo,pero sin romper la ecuación algebraica en que vivía. Le hizover que sumergiéndose en agua caliente y tocando su falo,los gametos se escindían engendrando el coágulo vital. Alos nueve meses de casados, su mujer tuvo algunas hemo-rragias y trastornos. Fue a verse al consultorio, donde esta-ba inscrita para alumbrar con comodidad a precios módi-cos. Sorpresa. El médico le dijo que su membrana himenalestaba tensa o intocada, como la vejiga de una gaita escoce-sa. Llegó a la casa con amargo lloro, la que seguía siendovirgen como una madona prerrafaelista, en la mano liriosde ausencia y pureza, cíngulos de estrella en la frente.

—Foción tenía, por el abstracto desarrollo de su niñez yadolescencia, el complejo de la vagina dentada, veía la vul-va de la mujer como una inmensa boca que le devoraba elfalo. Como no penetraba, los bordes de la cisterna femeni-na se le convirtieron en una laguna infernal donde hervíanespumarajos que desprendían monstruos cornezuelos, yacolas de sirenas napolitanas, ya centauros con prepotentesvergas erguidas a los requerimientos del dios Pan.

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—El doctor Foción quiso que su hijo saliese de aquellallanura de nieve. Se dirigió a un amigo periodista, que ha-bía llegado a tener, revés de la cuadriga aquilina, muchascorreas innobles en su mano. Le habló para que «el mucha-cho comenzase a trabajar», y el periodista, cuarentón arma-do de todas las malicias, se mostró hipócritamente contentopor poder ayudar a su viejo amigo. El adolescente tenía lossentidos vagorosos de la madre, irritados por la inadecua-da adaptación de su matrimonio, y el viejo periodista tra-bajando con aquellos sentidos preparaba sus fuegos arti-ficiales en confidencias prefabricadas y en insinuacionesrespaldadas por todo el platónico fabulario androginal.

—Comenzaron a irisarse las seducciones de una amistadpeligrosa. De la cerveza lenta y conversacional, después sefue proyectando en Foción la conciencia de una conductaclandestina, es decir, fingía una excursión para aislarse unosdías con el periodista. Decía que tenía exámenes o fingíahoras especiales de trabajo, para reunirse con el amigo ytomarse todo su tiempo en un desfile interminable de cer-vezas, con variantes en la jamonada y frecuentes envíoscroquetales. De allí pasaron al reservado de algunos restau-rantes, donde la exuberancia de la propinación cruzaba elíndice sobre los labios de los camareros. En aquellas soleda-des, conversadas con jerez seco, agrandadas con despojosde aves presagiosas por el aceite que se retiraba con respe-tuosas reverencias, fueron llegando a las confidencias, yFoción enseñó su baraja, la forma y señal de sus incomple-tos abrazos con la esposa, el lloro de la misma al ser recono-cida como virgo. Su cópula interfémora, como decían losromanos de la decadencia, cómo no podía recorrer el puentetrazado entre el abrazo y la penetración. Soportado por elperiodista el aluvión confidencial, decidió situarse en mi-tad de ese puente.

—Mira, el día que yo no pude ir a la cita con Foción ycontigo, tenía que verme con Lucía, me pasó, cierto que tansólo un instante, lo mismo que a Foción. Pero hice en lacamiseta un agujero que tapaba el resto del sexo de Lucía,que se escondía detrás del círculo protector. Había un mis-terio mayor, a él acudí, y creo que eso me salvó. Esas soncosas que suceden, casi siempre suceden, claro que con

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variantes, y que cada cual resuelve o no resuelve nunca.Habrá siempre los que las resolvieron y los que no lasresolvieron, pero toda confidencia, en esa dimensión, es in-moral, le da una participación a un tercero, y ya entoncesmás nunca se resolverá, pues la claridad que desciende si-multáneamente sobre dos personas, nunca puede vencerun oscuro, un enigma, un reto a lo inconcluso, que requie-re un tiempo para un tiempo, cada retador tiene su propioescogido enemigo.

—Esas confidencias llevaron a Foción a un desfiladero,pues para huir de esa anormal situación matrimonial cayó,en el homosexualismo, conducido por la mano de aquelviejo connaisseur de las relaciones sexuales entre hombre yhombre. En uno de esos reservados los enigmas que loatormentaban le fueron rendidos, y Foción sin conocer laenergía penetrante, fue objeto penetrado por el aguijón aje-no. Reconstruye qué homúnculo: muy cerca la locura y sumadre siguiendo con la minuciosidad que podía salvarla,con todos los recursos de su razón puestos al servicio de lalocura, y él casado, pero sin saber volcarse sobre la fémina,y luego poseído por una viejo cínico, y él mismo, aún en plenaadolescencia, terminando en un cinismo noble, pues la na-turaleza le regaló un caos, pero no le dio la fuerza suficien-te para luchar contra él. Se siente destruido, pero no tienefuerza destructora.

—¿Y ha seguido casado? —le preguntó Cemí, anonada-do por el relato, lanzando esa pregunta un tanto banal, paraaflorar de nuevo a la superficie y encontrarse de nuevo conlos ojos fríos de Fronesis.

—No solamente sigue casado, sino que ha tenido un hijo.Será un nuevo homúnculo, entre espejos, azogue y terro-res sexuales.

—¿Y cómo pudiste enterarte de todas esas cosas, que su-pongo no serán conocidas de todo el mundo? —dijo Cemí.

—Todas esas aventuras sombrías y droláticas, se las contóun viejo amigo a mi padre. Mi padre me dijo que la perso-na del relato es muy verídica y muy conocedora de losenredijos habaneros. Lo que sí me extrañó de mi padre, esque después de hacerme el relato no me regaló ningún apó-logo paternal, terminando en consejos de ruptura amistosa

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con la rama familiar del homúnculo. Terminado el relato,no hizo ningún comentario, no me dio ningún consejo.

—¿Y en cuanto a su amistad contigo? —le preguntó Cemí.Fronesis soltó una carcajada, fuerte, viril, de noble y ale-

gre dominio de sí mismo, como si llenase en su totalidad eloscuro de una gruta. Le tendió la mano, cogió por un cami-no opuesto al que tendría que seguir Cemí. Se oyó una se-gunda carcajada de Fronesis. Cemí se sintió más aturdidoque confuso, la carcajada final penetraba en sus oídos comouna ancha corriente de aire.

Después de su conversación con Fronesis, Cemí se diri-gió a la clínica donde acababan de operar a su madre. Aque-lla mañana antes de dirigirse a la Universidad había estadoen la clínica para verla. Cuando salió del cuarto, llevada enuna camilla a la mesa de operaciones, Cemí con una pavo-rosa indecisión nerviosa, salió para ir caminando hasta laUniversidad, donde tuvo el extraño encuentro con Fronesis.Era la pócima que necesitaba para remansar la desusadaintranquilidad que lo corroía. Le pareció que caminaba alencuentro de una buena noticia.

Cuando llegó a la clínica, ya su madre, instalada de nue-vo en su habitación, volvía en sí lentamente, recobrando elsentido y la temperatura en una forma que hacía presumirun restablecimiento seguro y rápido. A pesar de la tenebro-sa conversación mantenida con Fronesis, había rebasado suincertidumbre matinal, oponiendo a su caos otro necesariocaos, con el que necesariamente su caos inicial logró orga-nizarse en el preludio dichoso, que tuvo cuando llegó en elmomento en que se había terminado la operación. DoñaAugusta solícita y ya alegre por el éxito, parecía haber recu-perado una momentánea tregua en sus males. Leticia par-lanchina. Sus dos hermanas, Violante y Eloísa, sentadas unaal lado de otra, sin hablar, como atemorizadas. Los hijos deLeticia, asomados a la terraza, veían desfilar a los patinadoressudorosos, como si siguiesen los dictados de una música oídacon auricular, incomunicable, que se extinguía a cada im-pulso de las piernas sobre las municiones rodadas.

El doctor Santurce lo recibió con aspavientos jubilosos.—Ven conmigo, ven, ven, quiero que seas de los prime-

ros en ver esa monstruosa adherencia que el cuerpo es

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capaz de asimilar y nutrir. Ven para que veas un fibroma dediez y siete libras, con todos sus tejidos bien regados por eltrabajo del corazón. Por eso a mí no me asombró cuandoel cardiólogo después de diagnosticar una esclerosis aórticacon hipertrofia ventricular izquierda, terminaba no con-traindicando la operación. El desarrollo del fibroma nece-sitaba ese trabajo excesivo del corazón, pero al extirparse eltumor, el ritmo circulatorio volverá a su normalidad. Lamisma aorta volverá a recuperar su elasticidad primitiva,tan pronto la circulación vuelva a recuperar la demandasanguínea de una capilaridad normal.

Dentro de una vasija transparente, como una olla de cris-tal se encontraba el fibroma del tamaño de un jamón gran-de. En las partes de la vasija donde se apoyaba, el tejido seamorataba por la más pronta detención de la sangre. Elresto del fibroma mostraba todavía tejidos bermejos, debili-tados hasta el rosa o crecidos a un rojo de horno. Algunasestrías azules se distinguían del resto de aquella sobrantecarnación, cobrando como una cabrilleante coloración dearcoiris, rodeado de nubes todavía presagiosas. Los tejidospor donde había resbalado el bisturí, lucían más abrillan-tados, como si hubiesen sido acariciados por el acero en sumás elaborada fineza de penetración. En su fragmento visi-ble semejaba una península recortada de un mapa, con sushuellas eruptivas, los extraños recorridos de la lava, sus arro-gancias orográficas y sus treguas de deslizamientohidrográfico. Aquellas insensibles fibras parecían, dentro dela vasija de cristal, un dragón atravesado por una lanza, porun rayo de luz, por una hebra de energía capaz de destruiresas minas de cartón y de carbón, extendiéndose por susgalerías como una mano que se va abriendo hasta dejar ins-cripciones indescifrables en paredones oscilantes, como sisu base estuviese aconsejada por los avances y retrocesos delas aguas de penetración coralina, somnolientas, que lleganhasta montes estallantes del apisonado de la noche húmeday metálica. El fibroma parecía todavía un coral vivaz en suarborescencia subterránea. Las fibras que mostraban susonroso hacían pensar en la esclerosis aórtica, cómo aquellascélulas se habían ido endureciendo y esclerosando por untrabajo que las dañaba al estar destinado al enriquecimiento

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de las células sobrantes, monstruosas, pero necesitadas tam-bién del riego que evitaría la putrefacción de aquella mons-truosidad derivada. De la misma manera la hipertrofiaventricular izquierda se había formado por el excesivo tra-bajo para satisfacer la demanda sanguínea del crecimientoprogresivo de la adherencia. Aquellas diez y siete libras defibras inservibles, le habían hecho al organismo una deman-da perentoria como si se tratara de un sustitutivo logradopor el mismo cuerpo para restablecer un equilibrio tan nece-sario como fatal. En la satisfacción de aquella excrecencia,el organismo había tenido que destruir el desarrollo nor-mal, la simple estabilidad vital, de las más importantesvísceras. Deshecha la elasticidad aórtica y agrandando has-ta el exceso el ventrículo izquierdo, el organismo lograbaemparejarse con el monstruo que lo habitaba. Para conse-guir una normalidad sustitutiva, había sido necesario crearnuevas anormalidades, con las que el monstruo adherentelograba su normalidad anormal y una salud que se mante-nía a base de su propia destrucción. De la misma manera,en los cuerpos que logra la imaginación, hay que destruir elelemento serpiente para dar paso al elemento dragón, unorganismo que está hecho para devorarse en el círculo, tieneque destruirse para que irrumpa una nueva bestia, surgien-do del lago sulfúrico, pidiéndoles prestadas sus garras a losgrandes vultúridos y su cráneo al can tricéfalo que cuida lasmoradas subterráneas. El fibroma tenía así que existir comouna monstruosidad que lograba en el organismo nuevosmedios de asimilación de aquella sorpresa, buscando unequilibrio más alto y más tenso. El aceite de rábano (comoen las destilaciones alquimistas, un líquido oro pálido), ibapredominando en aquellos tejidos sobre el color agua delluvia, más amarillo potencial que el agua de la lámina flu-yente. Tanto el aceite de rábano como el agua de lluvia,parecían que le iban dando a esos desprendidos tejidosuna coloración amarillenta, como una lámina de oroconservada prodigiosamente en un Libro de Horas. El aguaque envolvía aquellos tejidos tenía algo del theion hudor, delagua divina, grotesca agua sulfurosa de los alquimistas, consu facultad de colorear los cuerpos sobre los que resbalabacon una lentitud invisible. El amarillo de los iluministas,

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abrillantado por el theion hudor, comenzaba a encuadrar losazules, los violetas, los rosados, con los que aquellas fibrasen su frasco para una secularidad, disimulaban su mons-truosidad con los colores con que se van desprendiendo dela noche las botacillas del alba.

—Ya tu madre debe de haber recuperado el sentido —ledijo el doctor Santurce, cortando el ensimismamiento enque había caído Cemí—. La operación fue larga, duró másde tres horas, pero en ningún momento tuvo riesgo. Diceel doctor Nogueira que tu madre tiene la contextura deljiquí, un organismo de una resistencia prodigiosa. No obs-tante, para disminuir el riesgo de la hipertrofia ventricularizquierda, empleó una pequeña dosis de digitalina. Por eso,quizás encuentres a tu madre ahora un poco nerviosa, talvez con la respiración un poco fatigada.

Así seguía, hilando palabra tras palabra como el cálculomonótono de la parábola de la caída de una cascada. Erainsensible a que su chachareo molestaba a Cemí. Frente asu tío político, Cemí no reaccionaba con la violencia irónicade su tío Alberto, sino con un acumulamiento de silencioque al final le abandonaba a una interminable extenuacióngrisosa.

Al entrar en el cuarto, vio cómo los ojos de su madre caíansobre su rostro. Aquellos ojos tiernos, acuosos, esperadores,que lo bañaban siempre en su cercanía y en su lejanía. Quetenían esa facultad sorprendente y única: le acercaban lolejano, le alejaban lo cercano. Borraban para él lo inmediatoy lo distante, para lograr el apego tierno, la compañíaomnicomprensiva. Aquella mirada, aunque estuviese en-terrada, parecería siempre que lo seguía mirando, como sile diese una interminable alegría su llegada, como si dis-culpase sus despedidas. Sólo las madres poseen esa miradaque entraña una sabiduría triste y noble, algo que jamás sepodrá precisar lo que es, pero que necesita el regio acompa-ñamiento de la mirada de las madres. Sólo las madres sa-ben mirar, tienen la sabiduría de la mirada, no miran paraseguir las vicisitudes de una figura en el tiempo, el despla-zamiento del móvil en las carrileras del movimiento, miranpara ver el nacimiento y la muerte, algo que es la unidad deun gran sufrimiento con la epifanía de la criatura. Le causaba

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esa mirada la impresión leída en una vieja receta para curarel asma. Se señala en un bejucubí la altura de la personadañada, luego se corta y se manda a una lejanía en otraciudad. La mirada de su madre le parecía que ocupaba unalejanía alcanzada tan sólo por el sueño en una ciudad aban-donada por sus moradores. Sin embargo, él la miraba y seencontraba con la mirada de su madre que salía de aquellaciudad calcinada o hundida para recibirlo.

Sobre la mesa de noche distinguió un ramo de flores decolor cremoso, con unos puntos atigrados, sostenidos porun pedúnculo verde con blancas nubes de contorno violá-ceo. A su lado una caja semejante a la rodela de Harún AlRaschid, dorada y en su centro un ramaje heráldico. Lacaja abierta mostraba un pastel inglés de frutas. La masa deun amarillo de onza vieja, mostraba grajeas rojas y verdes,con interpolación de dátiles y almendras de Reus. En la basede la caja asomaba una tarjeta, Cemí se acercó para leerla.Sus agradecidos amigos, María Teresa Sunster y RicardoFronesis. Se sonrió; cuando levantó los ojos se encontró denuevo con la mirada de su madre. Era esa la forma de sabi-duría que deseaba que lo acompañase siempre.

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La vieja frase adivinatoria, el ver delante, lo acompañó desdeque salió de su casa por la mañana. Cemí salió viendo de-lante a Ricardo Fronesis. Le parecía que se acercaba a losinnumerables espejos que pueblan el universo, cada uno conun nombre distinto, corteza de un árbol, cara de una vaca,espaldas entre puertas automáticas, y que a cada uno deesos espejos asomaba su rostro, devolviéndole invariable-mente el rostro de Ricardo Fronesis. Su imagen tendía paraél a diluirse en una forma tan incesante como una cascadaconcentra un chorro de agua. Su amistad no había alcan-zado, después del rostro multiplicado por la incesante

CAPÍTULO XI

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cabellera de los sentidos, ese punto en que el Eros reúnetodas las aguas y comienza la lucha entre el oscilar y la fijezade un rostro, la amistad deja de ser entonces un ejercicio dela sabiduría para formar parte de «la percepción inmediatade las cosas», el deseo innumerable ha saltado sus hormigasy ya no nos preocupará la búsqueda de la Unidad sagrada,indual, que encontramos en un rostro, en la médula, en elespejo universal.

Constantemente «veía delante» a Fronesis, pero qué for-ma adquiría su presencia, en qué consistía su imprescin-dible. Fronesis ejercía la fascinación de la plenitud de undesarrollo en la adolescencia. Entre los quince y los veinti-cinco años, determinados seres ofrecen una gravedad visi-ble y una embriaguez secreta, que en realidad parece unofrecimiento de la vida a la muerte, no rendírsele torpe-mente a la muerte, sino rendirle una alabanza, desde la raízmisma de la vida, como si presintiesen la risa de los gránu-los entreabriéndose en el dorado de la nueva estación. Siesos seres mueren al tiempo que se extingue su adolescen-cia se convierten en mitos anhelantes en el círculo donde sedesenvolvieron, en el escenario, dilatado o simplementeamistoso, en el que su vida se fue realizando. Si por el con-trario, gozan de años y venturas regaladas, entonces parececomo si hubiesen tenido un destino adverso, se les ve y seles recuerda en ese paréntesis de horas privilegiadas, enque su gravitación y la fuerza que los hizo vivir como sedu-cidos por algo secreto, alcanzó su medida más alta. Cemí nohabía conocido a nadie como Fronesis que tuviese una másnatural adecuación a la fuerza y a la seducción de la culturaviviente y a ese precio que las horas nos imponen por sudeslizarse y por la oportunidad que nos brindan.

No obstante le parecía inverosímil y excéntrico el Erosque Fronesis ejercía sobre Foción. La raíz de Fronesis era laeticidad, entre el bien y el mal escogía, —sin que su volun-tad o el dolor de su elección se hiciesen visibles, —el bien yla sabiduría. No había en él excesos verbales para apuntalarcualquiera de sus puntos de vista, se diría que no perse-guía, sino que se le mostraban en su evidencia naturalaquellas cosas por las cuales mostraba simpatía o una demo-ra cariciosa. Su eticidad parecía un producto tan misterioso

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como afianzado, brindado por la secularidad que había re-cibido por la calidad de su sangre, que le daba un impulsotenaz, pero llevado con serena confianza y tranquilo nave-gar dentro de sus fines. Pero tanto esa secularidad que se lehabía regalado, como la calidad de su sangre que avivabaese presente de lo temporal acumulado, tenían unos ojossorprendentes en su reposo, ojos que permanecían despuésque la neblina de lo circunstancial se escurría, mirada queigualaba lo lejano con lo cercano en la nobleza de su per-manencia entre los cuerpos y los árboles.

El error aportado por los sentidos de Foción al acercarsea Fronesis, consistía en que aquella imagen era la formaque adquiría para él lo insaciable. Pero así como intuía quejamás podría saciarse con el cuerpo de Fronesis, pues hacíatiempo que estaba convencido de que, sin siquiera propo-nérselo, Fronesis jugaba con él, adquiriendo una perspecti-va donde al final era siempre grotescamente derribado delcaballo, no obstante, había hecho una transposición, en laque su verbo de energía sexual ya no solicitaba el otro cuer-po, es decir, ya no buscaba su encarnación, ir del verbo alcuerpo, sino, por el contrario, partiendo de su cuerpo, lo-graba la aireación, la sutilización, el pneuma absoluto del otrocuerpo. Volatilizaba la figura de Fronesis, pero ahí estabasu insaciable, reconstruir los añicos para lograr siquiera laposibilidad de su imagen, donde sus sentidos volvían a sentir-se estremecidos por un fervor sin apoyo, se diría un halcónpersiguiendo un pneuma, el propio espíritu del vuelo.

La amistad entre Fronesis y Cemí tenía justificacionesmucho más esenciales, no tenía el romanticismo superficialde la unión de los complementarios, ni lo insaciable que seapoya en una imagen enloquecida en la crecida de las aguas.Por el contrario, Cemí sabía que la amistad de Fronesis lehacía rechazar muchas cosas, hacía que muchas cosas se ale-jaran de él con ademanes furiosos, queriendo después ven-garse y cobrar por la nobleza de esa amistad un precio demercader vindicativo. La serena agudeza de Fronesis lollevó a separar, desde los primeros días de su trato, hacién-doselo visible, las dos amistades que lo rodeaban, la de Fo-ción que consideraba plebeya y experimentalista, y la deCemí, noble y esencial. La amistad de Cemí era siempre

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una llegada, un reencuentro, una mañana estéril que porsu presencia se tornaba poderosa y suscitante, alegre y tran-quilamente habitable. Era una librería desértica, no libera-da de ese ensimismamiento de ir apoyando la mirada sobrela ringlera de libros, y de pronto, ver que llegaba con él lavariedad del diálogo extendido hasta el final de la tarde.Era el café, con la segunda copa batida de tedio, y la llegadade Cemí prestándole a unos libros que lo acompañaban, ladecisión de una conversación cuya calidad pocas veces eracompartida, pero que se cumplía como una flecha a su des-tino. En muchas horas muertas, en días enteros apretandoel cuello como un garfio incesante, la llegada de Cemí, laposibilidad de llamarlo a su casa, lo trasladaba, de los seresque lo rodeaban, a una región donde las horas fluían másllenas, menos irritadas, más amigas del hombre. Causaba lasensación de ser el trasmutador de las horas, tenía el secre-to de la metamorfosis del tiempo, las horas habitadas porun lirón o por una Emys rugosa, las trocaba en horas delhalcón o en las de un gato de electrizado bigote. Andandoel tiempo, todos los que habían conocido a Cemí, estabanconvencidos alegremente de que era el hombre que mejorhabía dominado el tiempo, —un tiempo tan difícil como eltropical, donde Saturno siempre decapita a Cronos—, que lehabía profundizado más misteriosos sembradíos, que habíaesperado la furia mortal de ese tiempo con más robusta con-fianza para rendirlo y exprimirle su médula ondulante y lafijeza del ámbito de su rechazo y su soberanía.

La amistad de Fronesis y Cemí estaba sostenida por unasorpresa que ambos habían asimilado con una alegría quevencía sus soledades, los abusos de su soledad de adoles-centes. Era esa amistad de compañía, sin la que la soledadse vuelve sobre sí misma y el yo comienza a lastimarse y agemir, al sentirse incesantemente dañado. Cemí había sen-tido como una sorpresa, una sorpresa que era un precisoregalo, la llegada de Fronesis a su ámbito, que a su edadmás se muestra en sus rechazos que en su aceptación. Lacultura, el ancestro y la profunda cortesía de gestos y desentimientos, mostrados siempre en una precisa oportuni-dad, se conjugaban en él con una fascinación que hacía sucompañía siempre dichosa. La res universalis, desde la unidad

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de Parménides hasta el Uno de Giordano Bruno, lo ayuda-ban a estar siempre en el centro de todas las quaestio que sepresentaban, aun con el disfraz de los más burdos temascontemporáneos. Su ancestro, lo más avivado vienés con locriollo más voluptuoso y refinado, había dado en él un re-sultado sobrio, fuerte, amistoso, clásicamente noble. Para élno parecía estar dicho lo que se consigna en los Proverbios:«Mas ellos a su propia sangre ponen acechanza.» No teníaque vigilar su sangre, difícilmente lo podía sorprender conuna maniobra inesperada. Su sangre ascendía por uno delos cañutos del tridente, cerca de su sabiduría y su cortesía,mientras lanzaba irónicamente un buche de agua sobre undelfín escurridizo.

Pero Fronesis también se había sorprendido al conocera Cemí. Había visto qué era lo que lo rodeaba. La fortale-za que le venía por la línea de su padre, cómo la muertedel Coronel se había convertido en una ausencia tanlatidora y creciente como la más inmediata e inmaculadapresencia. Esa visibilidad de la ausencia, ese dominio de laausencia, era el más fuerte signo de Cemí. En él lo que noestaba, estaba; lo invisible ocupaba el primer plano de lovisible, convirtiéndose en un visible de una vertiginosa po-sibilidad; la ausencia, era presencia, penetración, ocupatiode los estoicos. La ausencia no era nunca en él ese Génesisal revés, que se ha señalado en Mallarmé, por el contrarioera tan naturaleza como los cuerpos desenvolviendo lasproporciones del ritmo. Sabía que Cemí estaba hecho porun acarreo de tan refinada sutileza como el que él poseía.Hijo Cemí de un cubano ingeniero, con la disciplina deun militar de escuela europea, con abuelo vasco enrique-cido por su trabajo al frente de un central, ligado a su vezcon familia de libertadores, por su esposa de excepcionaldelicadeza moral y física, todo eso al morir el Coronel enla fuerza de su juventud, se había convertido en la fuerzapotencial que latía en las profundidades de aquella ausen-cia. La madre de Cemí, por los Olaya descendía de lusita-no y por los Rosado de una sólida familia sevillana queocupaba puestos en el ejército y la clerecía. Mientras Cemíseguía sus cursos matinales de bachillerato, asistía todaslas tardes a la biblioteca, donde su curiosidad filosófica

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tomaba notas, al mismo tiempo que su innegable fanatismopor los problemas de la expresión profundizaba, casi des-de su niñez, los problemas goethianos de morfología. Aligual que Fronesis, la apasionada lectura de Platón lo ha-bía llevado de la mano a polarizar su cultura. Las grandesrapsodias del Fedro y el Fedón lo habían llevado a esa mez-cla de exaltación y de lamento que constituyen el amor yla muerte en la fulguración de su conjunto. El alucinadofervor por la unidad, trazado en el Parménides de una ma-nera que posiblemente no será superada jamás, lo llevabaal misticismo de la relación entre el creador y la criaturay al convencimiento de la existencia de una médula univer-sal que rige las series y las excepciones. En el Charmidesencontraría la seducción de las relaciones entre la sabidu-ría y la memoria. «Sólo sabemos lo que recordamos», erala conclusión délfica de aquella cultura, que andando lossiglos encontraría en Proust la tristeza de los innumera-bles seres y cosas que mueren en nosotros cuando se extin-guen nuestros recuerdos. Y los meses inolvidables de suadolescencia, transcurridos en el Timeo, que le enseñaba elpitagorismo y las relaciones entre los egipcios y el mundohelénico. Y el aparente descanso ofrecido por el Simpo-sio, engendrando los mitos de la androginia primitiva y labúsqueda de la imagen en la reproducción y en los com-plementarios sexuales de la Topos Urano y de la Venusceleste.

Tanto a Fronesis como a Cemí, su simpathos por la sensibi-lidad creadora contemporánea en sus dos fases, dereavivamiento del pasado como de búsqueda de un desco-nocido, les era muy cercano. Era la prueba de una rectainterpretación del pasado, así como la decisión misteriosade lanzarse a la incunnabula, pero eso era más bien debidoa sus apasionadas lecturas del pasado creador, que habíatenido que sufrir un riesgo, interpretar un desconocido ylanzarse a perseguir elementos creadores aún no configu-rados. Cuando el resto de los estudiantes se mostraba des-deñoso y burlón y la mayoría de los profesores no podíavencer sus afasias o sus letargirias, Fronesis, Cemí y Fociónescandalizaban trayendo los dioses nuevos, la palabra sincascar, en su puro amarillo yeminal, y las combinatorias y

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las proporciones que podían trazar nuevos juegos y nuevasironías. Sabían que el conformismo en la expresión y en lasideas tomaba en el mundo contemporáneo innumerablesvariantes y disfraces, pues exigía del intelectual la servidum-bre al mecanicismo de un absoluto causal, para queabandonase su posición verdaderamente heroica de ser,como en las grandes épocas, creador de valores, de formas,el saludador de lo viviente creador y acusador de lo amor-tajado en bloques de hielo, que todavía osan fluir en el ríode lo temporal.

Lo que es tan sólo novedad se extingue en formas orna-mentales. Pero tanto Fronesis como Cemí sabían que loverídico nuevo es una fatalidad, un irrecusable cumpli-miento. La profundidad relacionable entre la espera y elllamado, en los más grandes creadores contemporáneos,se cumple en una anunciación que les avisa que es natura-leza que tiene que crecer hasta sobrenaturaleza, que esderivación que tiene que lograr de nuevo ser creadora.Naturaleza que tiene que alcanzar sobrenaturaleza ycontranaturaleza, avanzar retrocediendo y retrocederavanzando, salvándose de un acecho pero vislumbrandoun peligro mayor, entre lo germinativo y lo tanático, estarsiempre escuchando, acariciar y despedirse, irrumpir yofrecer una superficie reconocible que lo ciega.

Cemí seguía avanzando por los corredores universitarios,donde estudiaban los filósofos, viendo siempre delante a Fro-nesis. Se abrió la puerta, acababa de terminar la clase, yFronesis, seguido de un grupo de amigos, levantaba la vozen comentario de lo oído durante la hora susurrante enque el dómine había repetido sus monocordes recitados.Mientras los alumnos abandonaban la clase con visible ale-gría cantabile, el profesor rompía los cuadrados de su pañuelopara reabsorber de nuevo el sudor, extendía las manos, ha-ciendo visible, en los puños de la camisa, los gemelos detopacio brasilero, colocaba de nuevo las gafas en su estu-che, y cambiando sonrisas ornamentales, se iba retirandocon la culpabilidad de ser un tránsfuga de la plenitud de laalegría matinal.

—Nos hablan —decía Fronesis colérico— de las águilassobre la cabeza de Pitágoras, y la eterna referencia al muslo

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de oro, para comenzar solapadamente a disminuirlo, pero desu relación con Apolo Pytio, donde empiezan a cantar losnúmeros, guardan silencio. Si al menos nos enseñaran acontar, aunque fuera del uno al siete, de acuerdo con lossímbolos numerales pitagóricos, tendríamos el encantamien-to de la proporción y las columnas de los templos griegos yde las catedrales medievales. Así, en Apolo comienza el Uno,a igual sin, polys igual a varios, exclusión de la multiplicidad.La mónada, la divinidad, el sol.

—Dos —le respondió Cemí—, binario o dicha, diferen-ciación contrario, principio de la pluralidad. Análogo enAristóteles, doble en los egipcios, recipiente, pasividad, ve-getal. La luna, lo relacionable, la esposa, la antítesis, la som-bra. El doble, el magnetismo, la proyección del cuerpo. Eldoble, el Ka, se escribe X, lo positivo y negativo de la ener-gía eléctrica. Gato viene de Ka, el animal más magnético,que relaciona con la punta de sus bigotes.

—El ternario —volvió Fronesis—, el triángulo equilátero,el más bello, según Platón. «El porqué, dice Platón, seríalargo de contar. Pero el que nos demostrase que estamos enun error, recibiría de nosotros una favorable acogida.» LaTrinidad. El triángulo equilátero era el llamado por lospitagóricos la Athena, la Tritogenia, nacida del cerebro deZeus. Trifolia griega: bien, verdad y belleza. En el tiempo:pasado, presente y futuro. En el espacio: la línea, el plano yel volumen. En la danza clásica de la época de Lully: Fuite,opposition y ensemble. En los misterios: el Padre, el Verbo y elEspíritu Santo.

—El cuaternario —siguió Cemí—, el tetractus, el NombreInefable, «la fuente de la naturaleza que fluye siempre, Dios».El pequeño cuaternario que es el cuatro. El gran cuaternario,era la suma de los cuatro primeros números pares con loscuatro impares: 1 + 3 + 5 + 7 = 16 y 2 + 4 + 6 + 8 = 20.Sumados dan el gran cuaternario, el 36, la clave del mundosegún los pitagóricos, la raíz de la eternidad en el curso delas estaciones.

—La pentada, el cinco —dijo de nuevo Fronesis, como sicantase—, compuesto de los dos primeros números. El nú-mero hembra, el 2, sumado al número macho, el 3. Es elnúmero esférico, porque multiplicado por sí mismo varias

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veces, la desinencia del producto mantiene su fidelidad a símismo. El rosetón pentagonal, según Ptolomeo. Al pentá-gono estrellado o pentagrama, los pitagóricos y neoplató-nicos lo llaman pentalfa, símbolo de plenitud vital. Ley de laTaza de Oro, de los vasos egipcios y griegos. Número deAfrodita, espejo universal, ora pro nobis.

—El hexaedro o suma de seis perfecciones, de seis triángu-los equiláteros —retomó el canto numeral Cemí—, cuandoestá inscrito en un círculo. El hexagrama, el sello deSalomón, el seudo-hexágono estrellado. Serie 6, opuesta ala serie 5, que en los chinos corresponde al Gran Yin, alNorte Invierno, al emblema del agua. El Agua y la Madera,el 6 y el 8, tres parejas y cuatro parejas. Agentes y dominioscelestes, los seis Tsongs. Cuadrado de centro 6, que engen-dra innumerables figuras. Seis, que repetido en su centro,permite recordar los días del año. Teoría china de los tubosmusicales, unida a los cuadrados mágicos. Seis tubos ma-chos y seis tubos hembras, mito musical de los doce tubos.Danzas sexuales basadas en el acoplamiento de los docetubos musicales, que hicieron bailar a una pareja de faisa-nes. Tubos musicales que están hechos para imitar las alasdel faisán, símbolo del resurgir como fénix.

—Septenario, número del ritmo —continuó Fronesis,haciendo el gesto de un largo resuello—, el ritmo logradopor el herrero ablandando el hierro al fuego, tin tan tan,tin tan tan... La Zikurat de los babilonios, la torre de lossiete pisos. Los siete planetas, los siete metales en la mesade la fundación aplastados por el martillo de Thor. La per-la rosada, en el centro de los siete metales, destruida parasiempre, infinitud de su búsqueda en la melodía infinita,en la reminiscencia, que lucha contra el oleaje, alejándosesin cesar, Heptaplo, de Pico de la Mirándola, donde trazalos signos cabalísticos de los siete días de la creación. «Lasesferas, nos recuerda Cicerón en El sueño de Escipión, pro-ducen siete sonidos distintos, el siete es el ruido de todo loque existe. Y a los hombres que han sabido imitar esa ar-monía, con la lira y la voz, les es más propicio el regreso deese reino sublime, de la misma manera que otros por sugenio son transportados a la altura de los conocimientosdivinos.» Tin tan tan, tin tan tan... tan —terminó Fronesis,

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un tanto absorto, como si oyese el sonido de las constelacio-nes moviéndose en proporción a sus acordes.

El coro de los estudiantes que había oído por primera vezel hechizo de los numerales cargados de símbolospitagóricos, prorrumpió en aplausos mezclados con risota-das de alegría amigotera. Cemí abrazó a Fronesis, más paradarle las gracias por la fineza que había tenido con su ma-dre, que por la pequeña proeza del conteo a dúo que ha-bían hecho.

—Recuerda —dijo Cemí—, que Herder se le hacía insu-frible a Goethe, porque en su presencia tenía la costumbrede aplaudir alguna cosa que le gustaba dicha por el guar-dián de Margarita.

—Los que no oían —le contestó Fronesis—, estaban an-siosos de ser simples masas corales, no participar en el as-censo del número en el canto. Eso es uno de los signos de locuantitativo en nuestra época, su comodidad para conver-tirse en coro, aunque halle o no los grandes acentos trági-cos. Son la vergonzante respuesta de sometimiento al desti-no, o mejor, de ausencia total para enfrentarse con el fatum.Serían incapaces de salir a enterrar a su hermano en contrade la prohibición que les dictan las propias leyes de su des-tino trágico. Como hay la poesía en estado puro, hay tam-bién el coro en estado puro en los tiempos que corren, quetiene la obligación impuesta de no rebelarse, de no partici-par, de no enterrar a su hermano muerto. Creen que noshalagaban con sus aplausos y nos entristecían. Nosotros lesofrecíamos una elemental entrada de la cuerda, que ellosdeberían de haber sido los encargados de convertir en undesarrollo sinfónico. Aplaudir y reírse es su función de circo.El misterio del coro ha cesado, como un jabalí acorraladoha terminado por ser atravesado por una lanza de plomo.El coro que discutía, que murmuraba, cuya voz se alzaba alos grandes lamentos, defendiendo y protegiendo a su hé-roe, languidece en su función de aplaudir. A su vista, losperros devorarán a su hermano muerto, y aplaudirán lacaída de toda decisión prometeica, de arrancarle el egoísmode su maldición a los dioses o a los hombres. Todos se que-darían en su palacio de vergüenza, al lado de Ismene, repi-tiendo sus palabras a Antígona: «¿Y qué, oh desdichada, si

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las cosas están así, podré remediar yo, tanto si desobedezcocomo si acato las órdenes?» Antígona rechaza después ladecisión de Ismene de compartir su destino, pues se habíarefugiado tan sólo en sus palabras y no había sentido sudestino de acatar las leyes de Júpiter y no las del tiranoCreonte. «Tú, en verdad, preferiste vivir, y no morir.» Esoseparó la decisión de las dos hermanas para siempre.

—Ese coro que no se rebela ante la prohibición pavorosa,que no participa, que no sigue al escogido para interpretary deshacer el fatum, ha venido a reemplazar a los antiguosdragones, cuya sola función era engullir doncellas y héroes.El dragón entra en el combate que lo va a destruir en con-diciones de desigualdad, que es lo que le da su grandeza.Por donde quiera lo rodean los envíos pestíferos, que élmismo elabora como una emanación de su maldito, llega aun lago y lo pudre, engulle la ternura del vellón como unacobarde regalía, tira su respiración contra las puertas de laciudad que se derrumban en una llamarada de azufre. SanJorge, etimológicamente el labrador, conoce la tierra y susexhalaciones odoríferas. Su armadura se anega en la luz. Eldragón no tiene misión, puede vivir derrumbado en el lago,adelantando la pezuña para las contracciones de la alimen-tación que no transmuta. El dragón tiene que engullir lahija inocente, que aguarda abrazada a su oveja. El dragónduerme en el hervidero del lago y la doncella espera enoración. Es el momento en que pasa el caballero, cuya vidaes sólo encaminarse a cubrir de ofrendas a su hermano in-sepulto. San Jorge es la réplica cristiana de Antígona, sóloque en el primero actúa la gracia, en la victoria y en elsacrificio, y a Antígona la fatalidad la ciega, entierra a suhermano muerto, pero provoca la muerte de su escogidoHemón. «Un dios gravemente irritado contra mí me sacu-día la cabeza y me lanzó por funestas sendas», dice el tiranoCreonte levantando el cadáver de su hijo. Pero San Jorgeen el esplendor frente al dragón, entrando mutilado en lagloria, ha escuchado la gracia que lo lleva a la eternidad dela gloria. Su destino es el más risueño de la naturaleza, cuan-do el martirio lo lleva, transformada su mutilación, a lasuprema esencia de la sobrenaturaleza. Los dos enemigos,Antígona y Creonte, son derrumbados por el fatum, una no

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logra enterrar a su hermano muerto, —su grandeza está enponerse en marcha para enterrarlo—, y Creonte pierde asu hijo cuando se decidía a escuchar el oráculo del hechi-cero Tiresias, hombre-mujer, ciego-visionario, dios burlón,el antitrágico, el cínico, el voluptuoso infinito, más allá de lacarcajada fálica del dios Término, el acariciador de las ágatasde Birmania: dureza y transparencia.

—En el mundo helénico —prosiguió Fronesis—, losdragones aparecen en las escolleras de las Simplégades, ro-deados de cuevas donde descansan los pescadores de lassustancias que tiñen. Están allí en acecho para engullir a losnáufragos, o huyen llevándose a la madre de los peregri-nos, lanzándoles peñascos del Hades para evitar su rescate.Los moradores de las Simplégades quieren apoderarse delos náufragos, para ofrecerles como ofrenda en el sacrificio,pero entonces le sale al paso el dragón, evitando el sacrifi-cio horrible a los dioses, pero tan sólo para engullir él esasvíctimas de los naufragios. Parece como si se le hubiese brin-dado al dragón un destino opulento, salvar a los náufragos,pero que este, aborto del Hades, lo hubiese rehusado. Saleal paso, en el mundo griego, para evitar el mal de ajenía yofrendarse a sí mismo, de igual manera que el coro, en losdías nuestros, sólo soporta las exigencias de sus contraccio-nes y le sale al paso a los aventureros que quieren aumentarsu dosis de pecado original, impidiendo la felix culpa, el malcomo un momentáneo aventurarse en la noche, enrique-ciéndose con las suntuosas lecciones de sus caprichos. Ennuestra época sólo el dragón puede mentir, puede engullir,puede transformar la mentira en la piel del mundo.

—La serpiente crece a dragón y disminuye a oso. En unsalmo del himnario de Fayoum, se dice «el dragón de carade león y su madre la Materia». Ya podemos reconstruir lalínea: coro, dragón, materia. Y era creencia de toda la reli-giosidad medieval que la materia había formado el cuerpodel Príncipe de las Tinieblas. Es esa materia la que luchacontra los eones del héroe, de la poesía y de la luz. Pero lalínea que anteriormente señalábamos contenía sudevoración, coro, dragón, materia. Árbol de la Muerte. Se-vero de Antioquía ha señalado los signos de los miembrosdel Árbol de la Muerte: «No se conocen los unos a los otros,

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ni tienen noción unos de otros, sólo conocen su propia voz,ven solamente lo que está delante de los ojos. Si cualquierade ellos grita, entonces se entienden.» Eso es lo único queperciben y se lanzan con impetuosidad halconera sobre lagritería. No conocen nada más, desconocen totalmentela lejanía, la creación de la ley de la extensión por el Árbolde la Vida la aborrecen, reposando en la eternidad de suceguera. Todos los días al despertar el dragón le lleva unacarreta de piedras al Árbol de la Muerte.

—En esa extensión que media entre el día del Juicio Fi-nal —intervino Cemí, aprovechándose de la pausa forzadapor el cansancio de Fronesis—, cuando la tenebrosa frasede Jesús: Ay de las mujeres lactantes y de las embarazadas porqueserán pasadas a cuchillo, y el banquete final que se dará enJerusalén, después de la extinción del género humano,en que Cristo convocará a las alimañas y a las bestias delbosque, habrá tiempo para que el demonio prepare una desus tretas.

—El Maligno se encontrará entonces, en el día del JuicioUniversal, frente a la Resurrección. Su vencimiento pareceser definitivo, ya no hay muerte y los cuerpos de gloriacantarán su esplendor. Pero es innegable que esas mujereslactantes o preñadas, tendrán la secreta idea de continuar,en sus hijos, la aventura del vivir. Tendrán ellas que acep-tar, por los hijos que lactan o los que lleven entrañados, ladestrucción de sus vidas por la promesa de la resurrección.La resurrección les promete con entereza que esos hijosque lactan aparecerán en la cita final en el cumplimiento desu desarrollo y en el esplendor de una vida plena, cuya pro-mesa llegará también hasta las madres preñadas, que esedía, en una promesa que es más aterradora pues no hanvisto aún el rostro de su secreto entrañado, verán el hijoque no pudieron acariciar en el momento en que le ense-ñaban la luz terrenal, con un cuerpo que en el día de laplenitud tendrán que comprobar con unos ojos que lesnacerán para ese momento de mortal reconocimiento. Ten-drán que contentarse con ver un cuerpo que no logródesprenderse de sus entrañas, y cuya vida les será relatadapor el relámpago de la vida eterna y no por sus materna-les cuidados.

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—Y lo que agravará aún más su terrible momento de es-coger entre la destrucción de esos cuerpos y la resurrec-ción de sus sobrecuerpos en el Valle de la Gloria, será quetendrán que decidirse con una dialéctica amaestrada en elracionalismo tomista, que les demostrará según razón y nosegún imagen, que la resurrección era el único final que sepodía esperar. Se abandonarán a su razón, la mañana enque el ángel anuncie que la tierra ha comenzado a temblary las madres tienen que ver morir a sus hijos recién nacidos ylos aún nonatos en aras de la resurrección. No se habla deque les serán entregados sentidos nuevos para tan inusi-tado suceder; su vieja razón es lo único que les será permi-tido utilizar rodeadas de la tierra que tiembla.

—En ese momento su razón tomista tiene que estar con-vencida de dos postulados aparentemente antitéticos en lanaturaleza humana, como son la repugnancia de la muertey la resurrección. El sutil y vagoroso convencimiento de laresurrección tiene que llevar a las madres a la aceptaciónde su muerte y la de sus hijos, y abandonarse al convenci-miento de una forma natural que seguirá actuando des-pués de la muerte conforme a la naturaleza. Tienen queestar convencidas de que su materia está hecha para lamuerte y su forma para la resurrección. Rodeadas del es-panto del día final, tienen que soportar la sorpresa de unaforma que hasta ese momento hipostasiada totalmente ensu naturaleza, se libera ofreciéndoles a esas madres la re-surrección, en función de esa conveniencia formal. Y mien-tras han vivido en la naturaleza, en ese día en que su razónenloquecida tendrá que convencerlas de la terrible muertede sus hijos para que vivan eternamente, tendrán que estarconvencidas de que la muerte es contranaturaleza, y que loque era desconocido para ellas, la resurrección, es natura-leza que se les presenta por primera vez para matar a sushijos.

—Será tan monstruoso —continuó Fronesis—, como vera San Jorge, el destructor del dragón, del monstruo, con-vertido en un monstruo también para entrar en el reinode los cielos. Como el dragón escogitando fuego sulfúreo,vemos a San Jorge en tierra, costuroneando, con una pie-dra gibosa sobre el pecho. Una rueda de acero punteado

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recorrió su cuerpo para trocarlo en una llaga amasijada.¿No había luchado contra el dragón, cuyo cuerpo está llenode dientes de sierra, quemantes como el ácido de la sal?Latigazos devoraron sus carnes, enseñando los huesosabrillantados. Zapatos de hierro con carbunclos sustituye-ron las antiguas espuelas. Al final, pidiendo que lo llevaranal templo de Apolo, los dioses paganos se negaron por suspropias cabezas huecas, entonces San Jorge afirmó sus dio-ses al cortársele la cabeza. Tan monstruoso como el dragónde su victoria, así como aquel se despeñó en la absorbentevaciedad de los abismos, con su larga baba cortada y su fue-go de muñecón engullidor, San Jorge entra en el reino rotopor todos los ojos porosos, con la piel corrugada por losrestriegos del látigo y con el hueco sanguinolento de la ca-beza quitada por el espadón del emperador infestado. Mons-truo vencido y monstruo vencedor, cada uno a su lugar parala eternidad.

—San Jorge gana la bienaventuranza con los mismos sig-nos monstruosos que el dragón se sumerge sin hálito en ellago de azufre. Ambos ascienden con su vestidura mons-truosa a ocupar su distinto sitio en la eternidad. El cuerpodel dragón atravesado por la lanza, y San Jorge decapitado,sin piel, chamuscado, triturado casi, ambos se asemejan enla monstruosidad, pero se diferenciarán el día del JuicioFinal, de la cita en el Valle del Esplendor de los cuerpos enla Resurrección.

—En espera de ese día, quizá la misma víspera, cuando lapalabra de vida le exija a las madres tan súbito y pavorososacrificio, el demonio aparecerá como la culminación de laenergía acumulada por el conocimiento y como el mejorintérprete de esa inocencia de las madres. En ese momentolas condiciones térmicas en las que siempre ha vivido eldemonio, tratarán de prevalecer sobre la doctrina de la gra-cia y el racionalismo tomista de la resurrección. Tratará deque tanto el óvulo como la esperma puedan excusar su diá-logo, volviendo a los antiguos mitos, como el paso errantede los Idumeos por el Génesis. Desesperadas las madres deno poder amparar a sus hijos lactantes en ese día de la resu-rrección, comenzarán a oír al diablo, sensibilizadas a susargumentos de impedir la resurrección por medio del fuego

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y de la energía que destruye toda resistencia. Colocará eldiablo por toda la tierra gigantescas cubas donde se con-centrará la energía capaz de destruir todas las cadenetasnucleares. Y así mientras Jesús brinda un final, el banquetede la total destrucción, el diablo ofrecerá un comienzo, elconocimiento unido a una edad de oro, que el conocimien-to nos lleve a la inocencia. Entonces, al volcar sobre la caderade la tierra sus cubas ígnitas y aparecer los comienzos, laserpiente tendrá la alegría de que, por haber ofrecido la ten-tación a los inocentes paradisíacos, su memoria ancestral lerecordará que es a ella a la que se debe la perdurabilidaddel estar en la tierra, y que con la alegría de las madres, porver que [el] demonio ha salvado a sus hijos, comienza lanueva vida con el reinado del conocimiento eliminando lastinieblas. Será entonces cuando el demonio vencerá unade las condiciones que le han sido impuestas, su condición depríncipe de incógnito. Se quitará su antifaz, aparecerá son-riendo, orgulloso de haber salvado al género humano y dehaber impedido la celebración del banquete en la ciudadde su odio, en la Santa Salem, en que Cristo, rodeado deanimales, oficie en el fracaso total del conocimiento, de laenergía y de la rebeldía frente a los dioses. Las madres allado de Satán, con sus hijos salvados, instaladas de nuevoen el Paraíso, celebrarán su definitiva victoria. No habráque borrar el grafito del Palatinado, en el que Cristo soportasu martirio como un inocente, tan sólo que la inocencia estárepresentada con figura de asno, según la imaginación dehombres bondadosos, no de malvados ni de herejes, mien-tras los ángeles de la caída vuelven a ocupar el Paraíso.Serán los tiempos en que la serpiente se enroscará en lacruz, adorada por los ofitas que le rinden vasallaje. La ser-piente de metal, invencionada por Moisés para salvar a losmordidos de sierpe. «Quienquiera que siendo mordido, lamirare, vivirá», en esas palabras dichas por el Padre a Moi-sés, hay como un anticipo de lo que el Hijo dirá después enrelación con su cuerpo y su sangre y el que beba del aguade su fuente. En su nueva visita Cristo se encontrará conSatán, príncipe de la Tierra, instalado con toda voluptuosi-dad en sus dominios, y Cristo tendrá que usar todas las as-tucias de los declarados en rebeldía para luchar con unos

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seres nutridos de quebrantahuesos y búhos, de animalesacuáticos sin escamas y sin agallas, con todo el cuerpo pin-tado de figuras, que han seguido con el mayor detenimientotodas las prescripciones entregadas a Moisés, para violarlasen todos sus detalles. Quitada la serpiente de la cruz, queobligaba a mirar hacia lo alto a los que buscaban vivir y nomorir de veneno, y colocado en su sitio el demonio, Cristoen su venida, como triunfador con su espada, para cumplirsu frase, he venido a meter espada, podrá entonces dar la or-den al ángel para el toque de queda y la definitiva dianamatinal, la muerte y la vida eterna en la Resurrección.

—Ese será el día —siguió Fronesis—, en que el dragónmonstruoso y San Jorge trocado en un monstruo por lastorturas, se diferenciarán al alcanzar el inusitado esplendordel día y la noche que no se repetirán, finales. Se verá en elcielo, convulsionado en vapores bermejos y en relámpagosabiertos como aves de Juno, la constelación del Dragón. Suspies y sus manos tendrán la originalidad transparente delos diamantes, con uñas de hierro adquiridas a martillazosde Thor. Su inmenso acordeón corporal al despertar, inco-modará a la bóveda encogida. Su lenta respiración armo-niosa procurará un fruncimiento imperceptible en el telónlleno de ojos. Tiene la inmovilidad de una vida secular, peroel brillo que como sudor lo recubre, atestigua un organis-mo que puede ser comprobado por la caricia del claroscuroestelar. En medio de una grandeza babilónica, la constela-ción del Dragón ya no atrapará más doncellas ni corderos, nise enfrentará con los héroes de armadura solar. Está inmó-vil, fría, su exudación disfrutada por los mortales en el pleni-lunio revela una agonía que se convierte en éxtasis, rodeadade miríadas de estrellas errantes.

—En ese día de la resurrección veremos a San Jorge consu cuerpo intacto como su armadura de reflejos bruñidos.Su lanza buscará los pellejos de la garganta del dragón parahundirse con la muerte en el cuenco. De pronto, la conste-lación del Dragón, «aparece con su cola arrastrando la ter-cera parte de las estrellas del cielo», y enfrente la mujer engesto de parir, y mientras el dragón intenta engullirle elhijo, Jesús lo rescata y manda la madre al desierto por mildoscientos sesenta días, según el Apocalipsis. El dragón se

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liberará de su encadenamiento de mil años, según el mis-mo texto. La constelación del Dragón comienza a recorrerel cielo, apartándose las estrellas ante sus coletazos de fue-go chorreante. Pero de nuevo San Jorge le avisará con susmilagrosas espuelas a su corcel para que salte cansando aldragón. Impulsado por los estallidos terrenales de ese díade la resurrección, San Jorge tripulando ahora a Pegaso, sederrumbará sobre la constelación del Dragón, rompiendosus eslabones de estrellas, su cabeza de carbunclo y su en-gordado buche de luna palúdica... —En ese momento enque Fronesis describía la victoria de San Jorge de la resu-rrección, sobre la constelación del Dragón, se oyó el tumul-to de los alumnos filosofantes para entrar en clase. Fronesishundió su mano en el bolsillo del saco, tal vez un poco tem-bloroso, sacó un sobre y le dijo a Cemí: Te hago este insig-nificante regalo, excuse-moi de cet enfantillage.

Cemí buscó el rostro de Fronesis al mismo tiempo querecibía el sobre, observó en el lento despliegue de los labiosde Fronesis una timidez que no podía disimularse, abrió elsobre y leyó en un papel escrito a mano con tinta verde:

RETRATO DE JOSÉ CEMÍ

No libró ningún combate, pues jadearfue la costumbre establecida entre su hálitoy la brisa o la tempestad.Su nombre es también Thelema Semí,su voluntad puede buscar un cuerpoen la sombra, la sombra de un árboly el árbol que está a la entrada del Infierno.Fue fiel a Orfeo y a Proserpina.Reverenció a sus amigos, a la melodía,ya la que se oculta, o la que hace temblaren el estío a las hojas.El arte lo acompañó todos los días,la naturaleza le regaló su calma y su fiebre.Calmoso como la noche,la fiebre le hizo agotar la seden ríos sumergidos,pues él buscaba un río y no un camino.

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Tiempo le fue dado para alcanzar la dicha,pudo oírle a Pascal:los ríos son caminos que andan.Así todo lo que creyó en la fiebre,lo comprendió después calmosamente.Es en lo que cree, está donde conoce,entre una columna de aire y la piedra del sacrificio.

Cemí se detuvo por la sorpresa del obsequio de Fronesis.Una de las mayores sorpresas de su vida, una de las cuatroo cinco que recibimos mientras transcurrimos en la indife-rencia y el hastío. La nobleza de Fronesis acababa de darleuna prueba de amistad que sabía que era totalmente insóli-ta en quien la otorgaba. A medida que fueron pasando losaños para Cemí, sabría que eso únicamente lo había hechoFronesis una vez en su existir. El obsequio de las flores a sumadre había sido un modelo de la más fina cortesanía, perohacerle un poema era algo tan misterioso como uno es mis-terio para sí mismo. El rostro de Fronesis se fijó para elresto de su vida en las aguas interiores de Cemí. Su sonrisaal ofrecer el poema, su timidez al huir casi, la plenitud deque daba muestras al acercarse al otro en el voluptuoso yengañador egoísmo de la adolescencia.

Fue a esperar a Fronesis a la salida de la clase, pero noestaba y al preguntar si había asistido a la lección, le dijeronque era el único día que había faltado. La noble timidez deFronesis, sin hacerse enigmática ni esbozar una contenciónirónica ante la fluencia de los sentimientos, comenzó a in-quietar a Cemí. Eran las últimas lecciones, antes de iniciar-se las vacaciones de Navidad, eso hacía más codiciosos losdeseos de hablar con él. El obsequio de Fronesis lo habíadesconcertado un tanto al no encontrar por su parte conti-nuidad a ese gesto de fineza amistosa, tomado como unafatalidad en la decisión de dos vidas. Sabía que en Fronesis,«gesto de fineza amistosa», tenía una raíz muy soterrada.No tenía el secreto afán de hacer visible un sentimiento queaunque podía ir más allá del rendimiento de la cortesanía,la expresaba en verdad, en una forma y con un ademánque la ingenuidad adolescente de Cemí hacía semejantes alas grandes épocas del estilo. Cemí lo fue a buscar al final de

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la clase, para regalarle una pequeña llama de plata perua-na, donde ese tierno animal mostraba una graciosa esbel-tez, que colgaba de la leontina de su reloj de bolsillo, regaloa su vez de su madre, y que en una ocasión Fronesis habíarecorrido con delectación, señalando la irreprochable arte-sanía de aquellos plateros.

Al llegar la noche había leído innumerables veces el poe-ma, pero cuando llegó la hora de dormir, sabía que llegaríaal reverso doloroso de aquel disfrute. No obstante, Cemí nose confundiría suponiendo algún trasfondo en la retiradade Fronesis, sabía que era demasiado noble, para después dela prueba del poema intentar mortificarlo, ni tampoco su-ponía una fingida frialdad aparente para evitar la recipro-cidad sentimental de él. La conducta de Fronesis evitabasiempre ser deliberada, tanto como espontánea. Lo que lepreocupaba era, haciendo del sueño de aquella noche cadavez más una cosa inalcanzable, no encontrarlo cuando porla mañana lo fuese a buscar a su casa. Cemí era todavía muyjoven para poder percibir un temperamento de la constitu-ción espiritual de Fronesis, el esperado gesto de retiradadespués de una acción en que su afectividad se había entre-gado sin reservas. La edad y la formación de Fronesis loalejaban de ese regusto un poco sádico que se adquiere alalejarse la juventud o agrietarse el carácter, con nuestrasacciones de bondad, de desprendimiento o de generosidad.Con los años nos gusta percibir la línea de desarrollo queen los demás produce un acto nuestro de bondad, y nosdesconcertamos como sucede la mayoría de las veces, si nota-mos una reacción indiferente o inadecuada al esfuerzo porproducir ese brote de bondad, de ahí que tantas personasmaduras tengan a flor de labios palabras de condenación ode misantrópica incredulidad en el linaje humano. Ese de-sencanto no existe en la juventud, cuando ese gesto de bon-dad nace de un misterio, tiene un desarrollo invisible y nose detiene a observar la coloración de permanencia de esaancla lanzada al ajeno calado. Lo que en realidad inquieta-ba a Cemí, era que el misterio de Fronesis había obrado y elsuyo no había podido manifestarse por la retirada de suamigo. Lo hubiera calmado que la llama de plata peruanaregalada por su madre, produjese en Fronesis la misma

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resonancia que el poema le había producido a él. En la im-posibilidad de poder contestar al poema con el poema, esole hubiera producido a Cemí una desagradable sensaciónde reciprocidad exterior, quería contestar a ese gesto, que aél le había parecido incomparable en lo amistoso y en lanobleza del trato, con el desprendimiento de un regalo tier-no y cariñoso hecho por su madre, que su imaginación pre-cisaba debía producir en Fronesis las mismas resonanciasque en él había producido el poema.

La noche pasada en vela fue el mejor preludio para laconfianza matinal. Cuando se dirigió a la casa de Fronesis,estaba seguro de que no lo encontraría. En efecto, le infor-maron que había partido para Santa Clara, a pasar con sufamilia las vacaciones de Navidad. La noche lo había prepa-rado para la aceptación de ese hecho; era una sorpresa,pues más bien el curso de su insomnio parecía motivadopor la desaparición súbita de Fronesis, tan pronto le habíaentregado el regalo. Pero al despertar, su valoración de esaausencia había casi desaparecido, para darle paso a unaadecuación que a él mismo le sorprendía, sabía que no loencontraría en su casa, pero esa doble ausencia destruía eldesconcierto de la primera, convirtiéndose en un hecho queno se valora, tan incontrastable como una aparición que sa-bemos que más nunca se repetirá en el curso del tiempo.Esas dos ausencias últimas desaparecían para darle paso auna aparición, al hecho de la llegada de Fronesis a su vida,y el testimonio del poema.

Por la noche, después de la comida se fue a pasear al Pra-do, encaminándose al recodo del Malecón. Era la últimaposibilidad que había invencionado para encontrarse conFronesis. Vio en el mismo sitio donde se había sentado tan-tas veces, un rostro inmutable y unas piernas que se mo-vían como al compás de una cancioncilla tarareada. EraFoción. Cuando estuvo más cerca, se fijó en sus labios ex-tremadamente plegados como los de alguien que esperaencolerizado, casi a punto de romper la espera. De inme-diato vislumbró que esperaba a Fronesis, que la alegría queprecisó en aquel rostro, era tan sólo que se valoraba su pre-sencia en función de una ausencia cuyo acudimiento se su-ponía casi imposible. Pero lo que Foción no podía suponer

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era que estaban en igualdad de condiciones. Foción era elúnico puente que le quedaba a Cemí para llegar a la regióndonde se podía verificar una probable aproximación deFronesis. Pero para los dos ese puente había dejado de exis-tir, se había hundido con un silencio que ninguno de losdos podría descifrar.

—¿Qué nos trae el correo de York? —le dijo Cemí, que-riendo mostrar saludo y alborozo. El tiempo ocupado enlanzar la pregunta, desapareció agrandado por el espacio conlos nuevos signos que se hacían visibles en Foción a su re-greso. Más ceñido, la cara le había cobrado una palidez avi-nagrada, parecía que tenía los zapatos muy apretados, comosi al ceñirlos hubiese querido romper los cordones, mordi-dos siempre por una idea única alrededor de la cual zum-baban pequeños planetoides con anillos de cobre. Sus labiosmás ejercitados por la prosodia inglesa en el vocablo demenos sílabas, caían sobre nuestras indefensas palabrasacuchillándolas antes de que pudiesen llegar a la playa de sudelicia expresiva. Cuando callaba parecía que las palabras seamolaban en sus labios, invisible chisporroteo del diablejo.

—¿Y el Habsburgo villaclareño? —preguntó Foción, refi-riéndose a Fronesis, sabiendo que era inútil fingir indife-rencia. Sabía que si fingía, Cemí lo supondría más devoradoaún por los deseos de ver a Fronesis.

—Se fue para saborear humanísticamente las vacacionesde Navidad, para observar las metamorfosis del acto na-ciente de Aristóteles en la Epifanía —le respondió Cemí.

—Ya lo iremos a buscar —contestó secamente Foción.No dijo más, como para no diluir la firmeza de su deci-sión. —¿Qué tal de vida galante en Nueva York? —le pregun-tó irónicamente Cemí, adelantando una sonrisa—. ¿Habráshecho tamañas locuras? Las termas de Caracalla, los bañosturcos te habrán enseñado todos sus laberintos—. Cemíquería hacer hablar de inmediato a Foción de los temas desu incesante predilección, para evitar que se enredase enlas infinitas sugerencias que la ausencia de Fronesis podíamotivarle, perdiéndose en maldiciones, trenos condenato-rios y en los juegos de su infernal ironía.

—Desde que Lucano recitaba, para burlarse, versos deNerón, soplando inflados cuescos en las termas públicas,

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dejaron de interesarme —le respondió Foción a las insi-nuaciones de Cemí—. Los baños turcos neoyorquinos sehan convertido en la escafandra de un Breughel al que lasestructuras y sustituciones de la pintura abstracta impidensu aparición por la lámina definida. Los surrealistas no sa-ben encontrar temas inmediatos, tienen que enclavarse enmitologías nórdicas o en taponazo de ruptura de lo babi-lónico presionado por los datos sensoriales: el fonógrafo quese traga a la cantante, las infinitas columnas dóricas que ro-dean a un carnicero al penetrar en un corredor. Pero lomaravilloso natural de los Proverbios o de las Tentaciones, ensu pululación indetenible, no saben encontrarlo en el fluircontemporáneo. Creo que si a Dalí se le ocurriese pintar unbaño turco neoyorquino, lo haría siguiendo la técnica deVermeer de Delft, pintaría en la cama de descanso, despuésque el corpúsculo de Malpighi ascendiese buscando el so-llozo de cada poro, un falo erguido con la técnica de quienpinta el sombrero de copa de los Arnolfini. No tiene la téc-nica adecuada para pintar un hecho del mundo contempo-ráneo. Con una técnica de sumados añicos, arracimada,zurcida, no se puede levantar un puente para llegar a laciudad que está más allá del río. Lo que pinta se le desplo-ma sobre una estructura de sostén podrido, gimiente. A ve-ces es tan solo la misma estructura la que se adelanta en unainfinitud de cero albino, sin decorados y sin arbustos, comoel esqueleto de un mamuth reconstruido, colocado con lasdos patas delanteras sobre un cielo rastrillado, donde el ha-cha de los escaladores sacrifica tan sólo astillas de mármol yno columnas para la defensa del hombre.

—Veo que traes un nuevo lenguaje, monumental, titáni-co y bíblico —le interrumpió Cemí.

—No lo niego —le contestó Foción sin inmutarse—, NuevaYork es una mezcla de Moisés adolescente, Caín provecto yel bastón fálico de Whitman, realizando sagrados engendros.El saxofón, penetrando en la Biblia, la deshace en innume-rables papelillos que caen desde lo alto de los rascacielos.

—Pero tú comprenderás —continuó Foción— que no fuia Nueva York para hacer crítica de arte. Desde mi primerdía de hotel, sabía que no iba a estar ocioso en esa ciudad,más ninivita que egipcia. Y no creas que digo eso para aludir

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a Nínive en sus sílabas traídas tan sólo por el humo de lareminiscencia... Salía de mi cuarto de hotel, después de unasiesta llena de faunillos. De pronto, rápida, casi una som-bra, se me quedan bailando en los ojos las hebras de unacabellera de miel tostada. Pensé encontrarla al bajar en elelevador, pero más rápida que mis miradas había desapare-cido. La imagen, llegada como por innumerables reflejos,ninguno de los cuales se precisaba, se apoderó de mí unímpetu, no siendo impedido por el tono vagaroso de losreflejos de abrirse en mi pozo interior. Creo que es la ma-nera favorita del Eros para penetrarnos. Las aletas de lanariz, el sudor de la piel, la coloración carnal de la gargan-ta, la indecisión de la mirada unida a la firmeza de los la-bios, forman reflejos, reflejos flechas, que vencen todas lascompuertas y que terminan por hacer coincidir el Eros dela lejanía y la cercanía del poro que fingimos recorrer.

—Los sentidos asimilan con más derivación esos reflejosque si la totalidad del cuerpo, en la más dominada intimi-dad, cayese sobre nosotros. En la iluminación de nuestrasexualidad, cada sentido tiene que mostrar una estenopatíanatural, es decir, cada reflejo al penetrar por nuestros ojos,tiende a estabilizarse, no a desaparecer en la línea del ho-rizonte, sino a hipostasiarse. Aquella Daysi que desde laprimera vez que la vi, me huyó sin saberlo, iba a ser en elresto de mis días en esa ciudad, el constante reflejo infer-nal, la hilacha amarilla en la inmensa extensión de hielo.

—Cuando yo salía de mi cuarto, adelantando hacia el ele-vador con la mayor rapidez, ella salía también, reflejo; sedeslizaba desde el elevador a su habitación, en el extremodel corredor, como lo entrevisto, como el reflejo de unapatinadora. La puerta de su cuarto cortaba la figura al ses-go, la mitad de su cuerpo parecía que recogía la otra mitadpara llevarla en una cesta de agua, ondulante, variable,reflejo flecha.

—Pude precisar el sitio de trabajo, las reuniones con susamigas, las personas a quienes saludaba. Dejé, naturalmen-te, que me viera. Sin fingirlo, no creo que nunca precisarami imagen. Creo que sus pesadillas, sus profundidades, susdanzas nocturnas, al bajar la marea, sobre las arenas, traza-ban en el momento de su marcha un hilo de Ariadna entre

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su partida y su arribada, entre su sueño y el recuerdo delsueño. Era la inasible y cada día se me hacía más sueño, máspesadilla.

—Llegué al convencimiento de lo inútil de esperarla, queese pájaro nunca se abatiría sobre mis redes. Decidí irrum-pir en su pesadilla; no, no era irrumpir, era tan sólo que mipesadilla tocara en la frente a su pesadilla. Trabajaba en lacasa de un anticuario de objetos chinos. Cuando estaba solaen la tienda, pasaba una y otra vez por delante de las vidrie-ras, pero nuestras posiciones eran siempre fatalmente inci-dentes, jamás lograba que mi mirada entrara por la suya, apesar de que permanecía inmóvil largo rato, para que tu-viese que tropezar con mi presencia. No creo que ni se to-mase la molestia de hacerlo adrede. No era la dama que noperdona, era la ceguera somnolienta de las nieves. Actuabacomo esos animalillos de las profundidades, que son las cir-cunstancias, lo exterior, lo que les presta ojos para ir delhecho a la percepción.

—Pensé entrar en la tienda, pero no, si se ha dado cuentade mi insistencia y lo disimula, al encontrarse sola conmigopuede reaccionar en una forma que no me es previsible.Desde el mutismo forzado a una gritería para forzar la lle-gada de los que están en la trastienda. Pensarás, queridoCemí, que mi relato va adquiriendo un aspecto detectivesco,pero esta historieta tiene de todo, hay que seguirla por innu-merables laberintos, hasta que en su final, le llega la mejorsolución paradisíaca.

—Un día que salía de su trabajo en casa del anticuario,me le acerqué, caminando a su lado hasta que creí necesa-rio decirle que vivíamos en el mismo hotel, que tenía deseosde conocerla y que si quería la acompañaba, ya que llevába-mos la misma dirección. Detuvo en seco el paso, parecíaque se le contraía todo el cuerpo, sobre todo la cara esbozóel principio de una terrífica parálisis enrojecida y espumo-sa. Fue tan resuelto su gesto, que la única resolución queme quedó fue apresurar mi caminata y procurar llegar mástarde al hotel para no encontrármela. Dentro de mi confu-sión, pude observar en el mozo del elevador un afán desonreírme y de trabar conversación conmigo. Rubio de fac-ciones asimétricas, no tuve el menor deseo de contestarle

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su sonrisa. Como sucede siempre, comenzaba por despre-ciar la clave del laberinto que se me rendía.

—Tú sabes —siguió hablando Foción, con malicia, puesCemí entendió de inmediato que se refería a Fronesis— quefrente a una cosa aconsejable por mis sentidos, en cuanto seme hace imposible, me establezco a su lado como un dol-men. Al día siguiente me paseaba por el corredor de mipiso de hotel, dejando pasar mi turno en el elevador. Cuan-do entré, estábamos solos el mozo y yo. Esta vez no se limitóa sonreírme, me dijo: «Señor, usted pierde el tiempo conDaisy, vaya por otro camino, que es el único para acercársele.Vaya a buscar a su hermano al colegio y usted verá cómo loque hasta ahora ha sido imposible, se le entrega.» Nunca hepodido saber si el mozo me habló por su cuenta, o si estabade acuerdo con los dos hermanos para propiciarles susaventuras.

—En disimulados cuchicheos por el recibidor pude pre-cisar el colegio en que estudiaba, la hora de salida y que erael mejor alumno del último año de High School. Así como lahermana rehusaba siquiera mirarme, el hermano en cuan-to lo abordé me dijo:

—¿El cubano que vive en el mismo piso del hotel quenosotros? Me gustaría algún día ir a La Habana, para re-correr los sitios donde estuvo Hart Crane. ¿Ha oído ustedhablar de él? Me gustaría hacer mi tesis, cuando me gradúede bachelor, sobre las simpatías de Crane por las frutas tro-picales, cómo buscó en la Isla del Tesoro un soporte a suinocencia.

—Me sorprendió —volvió a decir Foción—, ese deliciosoinicio de conversación, en extremo afectuosa, con la imper-ceptible pedantería de un adolescente de dieciocho años,que vuelca de inmediato los temas que lo golpean. Craneera una fascinante invitación para iniciar esa amistad bajoel signo de los Dióscuros, invocados tantas veces por Orfeo,mientras remaba y cantaba con los argonautas.

—En otro de mis viajes a Nueva York, yo había conocidoa un librero que había mantenido una relación muy pecu-liar con Crane, por esa fuente de información sabía cosasde su mayor intimidad. Pero preferí no llevar esa primeraconversación por el camino de las obsesiones que habían

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rondado a Crane, así que decidí circunscribirme a lo litera-rio. Le dije que me parecía muy bien que Crane situara enel exilio el nuevo Purgatorio, que el exilio era una forma deinocencia, una ausencia de lucidez para la bondad o la mal-dad, una suspensión en el tiempo, cómo al soñar con «lademasiado picante sidra», y con «la demasiado suave nie-ve», buscaba en dónde están «las bayonetas para que el es-corpión no crezca», cómo esa inmensa inocencia avivaba susexualidad hasta la desintegración y la locura, hasta tenerque buscar la muerte en la gran madre marina.

—Hablando del visitador de nuestra isla, llegamos al ho-tel. El mozo del elevador fingió la seriedad del Canciller delas moradas subterráneas en los cultos egipcios de la muerte.Lo invité a pasar a mi cuarto, no me contestó con palabras,se contentó con sonreírme y asentir con la cabeza. Cerré lapuerta con un gozoso estremecimiento de alegría, pues pusemi mano sobre la cabellera del hermano de Daisy, pero nocomo lo he hecho tantas veces, como una operación de tan-teo, sino con el convencimiento de que después caería ren-dido el cuello... Pero antes, la descripción brevísima de esteNarciso en el centro de mi cámara. Los muslos de las pier-nas deslizantes, con los reflejos azules de la madera muypulimentada, abrían las piernas como tijeras de algodón, lacolumna vertebral se esbozaba apenas rendida por las sua-ves curvaturas de la piel que se abullonaba como para en-cubrir las vértebras que mantenían el cuadrado de toda laespalda, con un espacio calmoso como para jugar un aje-drez lento y de imprevistas tácticas perversas.

—No creo que haya que describir nada más, lo que restaes muy limitado y sé, como yo en el fondo, que aborreces lapornografía, que es el espacio que media entre la puertaque se cierra y la sábana que se descorre. Pero a estas altu-ras del relato no ha ocurrido nada que sea de especial men-ción. Es ahora cuando empieza la fiesta grande. Fui a buscara George, que así se llamaba el hermano de Daisy, a sitio deseguro encuentro, otras veces él tocaba en mi puerta conlentitud incomprensible a sus pocos años. Sabia lentitud,pues si me demoraba en abrirle, George, asimilaba dema-siado pronto la infidelidad. Su pasión era perfecta, hastadonde es posible, rechazaba la negatividad de los celos. Su

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mano de algodón se retiraba, si intuía que otra araña estabahaciendo su tela. Así sabía cuando le abría que era la res-puesta del deseo. La verdad era, como habrás comprendi-do después del lujo de mis descripciones, que casi siemprele abría. Mientras sus dedos caían sobre el timbre de aviso,yo repetía los versos de Whitman, «todo venía a formar partede aquel niño que salía cada día y que aún sale y saldrátodos los días». Así era, gozaba su cuerpo de una inmensafuerza incorporativa, de esa modulación de la naturalezaque une los pistilos con la brisa para una germinación des-conocida.

—Un día en que el dios Pan sopló con más pathos en nues-tros frecuentes diálogos felices, sucedió lo inesperado. Delespejo de un escaparate, de la misma extensión de las pare-des, como una condensación del polvo de la alfombra, ¡quésé yo! surgió la misma Daisy desnuda.

—Alcanzábamos ya la altura del Monte Blanco, el orgas-mo alcanzaba ese punto en que las hormigas concurren aun ápice y después se deshacen en la espuma. Saltó sobre lacama y se abrazó totalmente con su hermano, sus dos cuer-pos unidos por la tensión fálica de George, en la culmina-ción del ser poseído. Retrocedí yo en el éxtasis y empecé abuscar con mis manos el cuerpo de Daisy. Pero aquel retro-ceso tajante que yo le había visto cuando al salir de su traba-jo la abordé, asomó de nuevo en ella, pero con redobladaferocidad de rechazo.

Al llegar a ese momento del relato de Foción, mientras looía Cemí pensaba cómo el mismo desarrollo temporal, enla misma unidad de tiempo en que Fronesis en Upsalónhablaba sobre San Jorge y Daisy saltaba sobre la cama, sepuede bifurcar en dos manifestaciones espaciales pero deopuesto signo. La plenitud de San Jorge en la resurrec-ción, cayendo sobre la constelación del Dragón, se igualabacon la sombría grandeza del asesinato de Layo y la sucesiónsagrada de un mundo incestuoso en el momento en que enun cuarto de hotel, Daisy saltaba sobre su hermano Georgepara recibir y devolver el éxtasis, neutralizando un fuegocondenado.

—George buscaba el diálogo con el homosexual posesi-vo, Daisy sí era de raíz incestuosa, pero como su hermano

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no era un rey de Grecia, tenía que ser poseído para poseer.Pero George deseaba calmarse en sí mismo, no transmitir elfuego, sino abandonarse a las últimas posibilidades del éx-tasis no compartido. Así la tríada incestuosa se escindió endiada androginal y en diada clitoidea, días para George ydías para Daisy. Pero con esperada frecuencia volvíamos alternario, a unir sol, tierra y luna, aunque yo casi siempreme inclinaba a la luna silentiae amicae.

—¿Qué diría Fronesis de ese relato? —dijo Cemí—. Nocreo que se asustaría ni por la aventurilla andrógina, ni porel incesto, pero sí por una especie de pecado contra la luz,non lumine motus, no se mueven por la luz, sino por el sueñocon el saurio.

—Fronesis y yo —le respondió—, estamos en la mismacuerda floja pascaliana, él cuanto más ángel, no logra serbestia, y yo, cuando más bestia soy, no logro ser ángel. Nosunimos por nuestros complementarios en el sentido deunirnos por lo que no logramos ninguno de los dos. Su nobestia y mi no ángel cambian de sitio en los extremos de lacuerda floja.

Se oyeron en la lejanía, cada vez más cercanos, los golpesrotos de la madera sobre la piedra. El Malecón profundiza-ba la entrada de la medianoche. Quedaban pocas parejassentadas en el muro. Los ruidos de los palos de la policía, amedida que se iban acercando sonaban como si moliesencristal de roca. Las espaldas de Foción y de Cemí comenza-ban a sopesar la frialdad lunar. Caminaron unas cuadras yen la misma esquina donde por primera vez se despidieronFronesis, Foción y Cemí, volvieron a darse las manos sinmirarse mucho las caras.

Al llegar el ómnibus a Colón, el cansancio llegó tambiénpara Foción, sentía que su cabeza se ladeaba, sus piernasextendidas se volvían pesadas y las manos buscaban susbolsillos con desarreglada frecuencia. El ómnibus, si trope-zaba con una piedrecilla daba un triple salto de algodón,como un avestruz con una pesadilla ligera. De allí a SantaClara, a la misma ciudad, el camino se hacía seco, rasante,desértico. El esqueleto y el vegetal quemado ascendían de

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la tierra que crujía para ahogar la semilla. Aquella seque-dad hacía que todo adquiriese un aspecto de justificación.La finalidad perseguida ahogaba el fin sin fines de todoslos días. Cambiarle el agua al canario se hace aún dentrodel sueño de la mañana, firmar un nuevo arrendamientose hace con el guante del esqueleto. La ciudad parecía es-tar formada de casas vacías, y llegan los nuevos moradoresy se ponen en fila numerada y cada uno se va a dormir a lacasa vacía. ¿Estarán envenenados los frutos fríos que handejado?

En el recorrido más silencioso de la zona desértica, Fociónpudo oír algunas voces distintas. Señora cuarentona, en griscon florecitas moradas, que va a ver a una hija recién pari-da. Va inquieta, quiere llegar cuando aún la hija está en lacama del paritorio. Señor calvo, explica dos días en aquellauniversidad y tres días en La Habana, habla con un vecinovegetariano sobre las excentricidades de Juan Jacobo. Elvecino que es melómano, quiere hablar de las partiturasque Rousseau ejecutaba en la corte, pero el profesor deseaechar un párrafo magistral sobre su colaboracióntaxidérmica en un sijú platanero, que lleva en su maletapara una escuela primaria. Leptosomático, mitomaníacosexual, que va a ver a su maîtresse, profesora de piano, quelo recibe en su apartamento con jamón y libros de pinturapara la secuencia reposada del fornicio. Foción se sonreía,en medio de aquella grotesca sinfonieta de finalidades, sesentía, un poco paradojalmente, la kantiana paloma de lafinalidad sin fin. Dueño de la resistencia del aire y de todaslas restantes resistencias. En la lejanía, la minervina figurade Fronesis aclaraba todos sus enigmas.

Le había escrito a Fronesis a Santa Clara, diciéndole lahora en que deseaba verlo en un café de la plaza principalde la ciudad. Le había extrañado llegar al hotel y no encon-trar allí a Fronesis esperándolo, adelantándose amistosa-mente, con su habitual cortesanía y natural dominio de lasformas, a la cita pedida. Eso hizo que se demorara en elbaño, sin fijar su pensamiento, pero con todo el cuerpo su-mergido en que algo estaba pasando con su ruedecilla ensentido contrario a su ventura. Ni la esquivez ni la reticen-cia se barajaban jamás en la conducta de Fronesis, se sentía

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sin alardes dueño de sí mismo y muy instalado en el centrode su microcosmos, para utilizar formas intermedias o sos-pechosas, por el contrario siempre llegaba cuando se le es-peraba y su ninfa más secreta le aconsejaba que acudieseporque siempre se le esperaba con fervor.

Por eso Foción salió del hotel a la mesa del café donde lehabía dado la cita, más indeciso que en el visible fortitudo desu próximo encuentro placentero. Se sentó en una mesaesquinada (era el café y la mesa donde Fronesis le habíahecho a Cemí el relato de El Pelirrojo). Pidió cerveza, sabien-do que era la bebida que le gustaba beber a Fronesis, can-tando los Metaphysics songs in a tavern, de Purcell. De la otraesquina del portal salió una persona que se dirigió de in-mediato a la mesa ocupada por Foción. Era el padre deFronesis, el color de la piel hizo que de inmediato lo reco-nociera Foción. El tiempo que empleó en atravesar el localocupado por las mesas, lo empleó Foción en recuperarsede la palidez que lo invadió al ver que la persona que llega-ba no era la esperada.

—Vengo a conocerlo —dijo con una sequedad mortal—.Vengo a decirle que no quiero que usted ande más con mihijo. Se lo digo de entrada, porque lo poco que tenemosque hablar se deriva todo de que no lo quiero ver más conmi hijo.

—Lamento haberlo conocido —le contestó Foción connatural dignidad— bajo un signo tan conminativo. Pero esousted se lo puede decir a su hijo, pero no a mí, escojo misamistades, y si la persona escogida la acepta, no acostum-bro a contar con la aquiesencia de un tercero, aunque esesea su padre. Usted se lo puede decir a su hijo, apenas veaen él la menor señal de retraimiento, tenga la seguridad deque no lo molestaré más. Reconozca, señor, que su actitudes impropia.

—Propia o impropia, tengo derecho a cuidar el desarrollode mi hijo y estoy más que convencido que usted es nocivoa ese desarrollo —le respondió enrojeciendo el padre deFronesis.

—Me parece que usted no está muy seguro que si le indi-ca a su hijo que no ande conmigo, él cumpla sus órdenes,de otra manera no interpreto su actitud —dijo Foción.

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—No estoy dispuesto, a las buenas o con cualquier otraforma que estime pertinente, a que usted siga con mi hijo—volvió a decir el padre de Fronesis, arrugándosele la frentemarcada por amenazadoras nubes coléricas.

—Si usted no fuera el padre de la única persona a quienllamo mi amigo, tenga la seguridad que no le consentiría suforma grosera y amenazadora —le contestó Foción.

El doctor Fronesis se replegó sobre sí mismo, la conver-sación había llegado a su ápice de peligrosidad. Parecíapercibir que Foción era de más cuidado de lo que él habíapensado. Creía que se iba a encontrar con una hienagemebunda, y lo que le había salido al paso era un animalelástico, que aceptaba el combate. La decisión de Foción alencarar una situación tan difícil, iba ganando la subcon-ciencia. Adivinaba que el amigo de su hijo no era un badu-laque, podía ser un vicioso, pero ahora comprendía, un pocodemasiado tarde, que su hijo no podía tener un amigo queno fuera un hombre, que aún en situación de inferiori-dad no dejaba de mirarlo de frente. Había creído que enese momento de la enojosa conversación, tendría ganada lapartida. Al no ser así, se sintió un poco desconcertado.

Foción aprovechó la pausa y se lanzó al asalto. —Ustedfrustró su destino, y yo desconozco en qué grado se habráacostumbrado a esa frustración, cuando huyó de Diaghilevy cuando huyó de la que seguía a Diaghilev. Es al menosdisculpable que un hombre en quien se aposenta la frustra-ción para toda su vida, quiera impedir que la yerba florez-ca, pero se hace más difícil que quiera que su propio hijo sehunda en la nada y en el tedio mortal de un profesorcilloprovinciano. Quizás no necesite que yo le diga que su hijocontinúa un destino que en usted se estancó. No descono-ce, y por eso corre con una equivocación que le dicta supropia frustración, a «salvar a su hijo», cuando lo que hacees obligarlo a una salida que puede ser trágica, o por lomenos dolorosa, que usted vive en la tranquila furia vene-nosa de su soif étanchée, de que habla Gide. Usted no lograráque su hijo se aparte de mi camino, cosa que podrá haceren cualquier momento, pues hay una inmensa zona en quele soy totalmente indiferente, pero por razones morales,paradojalmente las más opuestas a las que le suponen, no

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dejará de andar conmigo. Lo que sí es seguro, que reaccio-nará en contra suya, pues él está seguro que usted ha obra-do mal, en primer lugar al humillarme en mi natural orgullode persona. Luego, por haber tomado una decisión sin ha-ber hablado con él, con lo que se sentirá también humilla-do. Además, por el abuso de confianza que significa haberseapoderado de una carta que no le pertenece. Añada a todolo anterior la ridiculez de esta escena. Oiga bien, señor, loúltimo que le voy a decir —al ser sorprendido por el domi-nio de la situación asumido por Foción, el padre de Fronesisse levantó para retirarse sin despedirse y sin mirar siquieraa su interlocutor— no quiero —continuó Foción—, incurriren una fácil profecía momentánea, tenga la seguridad deque la reacción de su hijo a su conducta será trágica para sudestino y acabará con la última posibilidad de que ustedcumpliera el suyo.

Desgraciadamente fue la profecía de Foción que se cum-plió con más exactitud.

Cuando Cemí desde el Espigón quería llegar al Parque Cen-tral, meditaba siempre en los dos caminos por los que se de-cidiría, de acuerdo con sus humores y sus fastidios. Cuandoquería detenerse en alguna conversación o vidriera, ver algúnamigo o las corbatas de moda, oír el pregón de algún núme-ro de billete o ver los libros más recientes, enfilaba su pacien-cia acumulativa por Obispo. Cuando quería caminar másde prisa, molesto por cualquier interrupción, remontaba porObrapía, para hacer su catarsis deambulatoria con menosparéntesis y excepciones. Le maravillaba que dos calles, enun paralelismo tan cercano, pudieran ofrecer dos estilos,dos ansiedades, dos maneras de llegar, tan distintas e igual-mente paralelas, sin poder ni querer juntarse jamás. Lascalles se vuelven más indescifrables que los que por ellastransitan, que llevan en los ojos la prisa del amor, o la delnegocio tintineante, o el señorío del hastío agresivo. Pero lamás comercial de las calles, si de pronto se suelta por ellaun niño con su perro o su trusa de playa, basta para hacerlecambiar la habitual cara con la que hace cien años contem-pla la luna de los carboneros. Después, vuelve a cerrarse,

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como una planta en extremo sensitiva, y vuelve a enseñarla dentadura orificada de los días de balance.

Así, de pronto percibió que aquella que él escogió comosilenciosa, alrededor de un café esquinado se perturbabaen concéntricos que llegaban a dañar tres cuadras. La per-sona sentada en ese café había sustraído de su ritmo anor-mal toda la presencia gravitante de la asamblea de espíritusde aquel barrio, por el solo hecho de su presencia y de suverba, de tal manera que en aquella línea silenciosa, comocortadas por una tijera, aparecían varias cuadras como si seenmascarasen súbitamente para penetrar en una fiestaavérnica, que parecía haber ascendido de las profundida-des con imperceptibles crujidos terrenales. Las máscarasparecían ocupar un islote, aconsejadas por el húmedo ra-dical del espíritu nocturno.

A medida que Cemí fue penetrando en la porción daña-da de la extensa línea silenciosa, tenía la sensación de que laimagen dura, impenetrable de Foción avanzaba hacia él, enuna forma tan rotunda que sonaban sus zapatos sobre elpuente tendido entre el comienzo de la noche y la ausenciaque quería sujetar a su doble.

Al llegar a la esquina el triunfo de Foción sobre la meta-morfosis de esa calle era incuestionable y risueño. Habíasaltado varias veces la copa que media entre la embriaguezy la demencia báquica. Pero todavía mantenía cierto estadode naturaleza en el delirio. En frente estaba El Pelirrojo, eladolescente que había querido robar al numismata. Lo ha-bía acompañado en algunas copas, pero carecía de lalevitación de Foción, de su espiral centrífuga que lo dispa-raba al mundo estelar con una continuidad sedosa, invitantey protectora.

Desde la esquina, Foción estaba de espalda, podía haberesquivado un encuentro tan retador. Pero ya Cemí poseíaesa madurez de instintos que lo llevaba en la ocasión depeligro a insistir, a querer penetrar más en la divinidadpuesta zahareña. No era esa cosa vulgar, el llamado por loscontemporáneos espíritu de aventura, lo que lo manteníasin retroceder en la esquina, frente a una situación de de-senlace tejido por parcas desconocidas. Sabía, reverso deese miserable y pornográfico espíritu de aventuras, que huir

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de un peligro creaba otro más inasible aún, especie de esca-la de Jacob al revés, en que las divinidades plutónicas, comovolcadas por una cornucopia de lo nocturno, desembarcanincesantemente sobre la tierra apesadumbrada, que no lespreparó un triunfal recibimiento.

Avanzó hacia la mesa; cuando estuvo cerca de Foción, sinque este todavía lo hubiese visto, oyó que decía, con vozdonde el zumo de la uva producía más ronquera que vaci-lación:

—Entre los dioses egipcios, Anoubis o Anubis, Herma-noubis o Hermes-Anoubis, nombres de reyes dioses, deri-vados de ano, que significa alto. Luego, como si el hombretuviese dos cuerpos, o su cuerpo se dividiese en dos partesque no se muestran muy conciliadoras, el ano significa laparte alta del cuerpo bajo. Este dios abre a los muertos elcamino del otro mundo, tiene la visión alta, el ano del cuer-po inferior, que le permite ver y guiar a los muertos. Es loalto de lo bajo y lo bajo de lo alto, conoce los dos caminos dela Tau. Entre los vivos tiene la visión baja, el ano del cuerposuperior, y la visión alta entre los muertos, es entonces elano del cuerpo inferior, pero la ausencia del cuerpo en lasmoradas subterráneas, hace que lo alto de lo bajo sea elguardián de todos los caminos en ausencia de la luz. Poreso Fronesis entre los egipcios significa sabiduría aplicada,entre los griegos el que se adelanta, el que corre, el quecomprende, el bondadoso, el virtuoso, el que fluye. Pero,ay, hasta las etimologías nos separan. Porque enfrente estáel sentido contrario, la detención del movimiento de la natu-raleza, el encadenamiento, el vivir molesto, el desaliento, laanía del dios Anubis, que quiere guiar donde no hay cami-nos, que ofrece lo alto del cuerpo inferior, el ano, el anillode Saturno, en el valle de los muertos.

Ya Cemí está frente a Foción, apenas lo ve este hace ungesto con sus manos como queriendo abrazarlo. La imagendel amigo que ha llegado le tiembla en los ojos, pero Fociónapenas puede levantarse, sus manos en mitad del caminoque buscaban el abrazo, caen pesadamente. Sus ojosenturbiados ven a Cemí, como traído por una marea, porsu madre, la disfrazada de enfermera, al lado del consulta-do enloquecido que da las más puntuales recetas.

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—Llegaste en el momento en que evocaba a Fronesis, peroquiero conmemorar tu llegada con versos oraculares—. Consílabas fuertes, martilladas, Foción comenzó a recitar:

Fronesis, el corredor,se adelanta con la jabalina.Pero yo soy de la tribu de los Oxirrincos,tengo el hocico puntiagudo,ed elli aves del cul fatto trombetta.Pero no, se adelanta frente al jabato,¿no es el dueño de la jabalina de oro?¿Y yo? Un puerco con colmillospara la trompa de caza,el adorador de Anubis,dios del camino del ano.

—Los griegos —continuó Foción—, después de vencer elmomentáneo anublamiento enviado por la embriaguez, nopierden de vista a este dios Anubis. Le evocan en todas susmetamorfosis y transformaciones sexuales. En la conver-sión sexual de Isis, de muchacha en prepotente garzón, en elsueño de su madre Teletusa, abre el cortejo Anubis, en for-ma de perro infernal, alegre por la aplicación del nombrede Isis al recién nacido, nombre que lo mismo se aplica alefebo que a la doncella. En trance de himeneo, la doncellaIsis, disfrazada por su madre de varón, ruega a la divinidadque le dio el nombre con dos sexos, su transformación enun ser posesivo, y ya al salir del templo, sus pasos eran depisadas más fuertes, su blancura se había evaporado y sen-tía el licor fortitudo que comenzaba a recorrer todo su cuer-po, ansioso de volcarse. Los dioses que acompañaban aAnubis, en el sueño de Teletusa, portaban la serpiente fálicaanillada a un gajo de árbol, pero la serpiente es un andrógi-no astuto que depende de su asimilación a la sombra de unárbol, sometida a la matria de los vegetales. Por eso el Anubisegipcio es el Mercurio de los griegos, y así vemos en algu-nas fórmulas alquímicas cómo el azufre representa la es-perma del padre y el Mercurio es un monstruo coaguladoque forma la sustancia del embrión. Es siempre un embrión,anterior a todo el dualismo sexual.

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Ya Foción hablaba tan sólo para que lo oyese Cemí. Por elritmo de esos temas, con las variantes cristalinas aportadaspor su embriaguez, creía estar acompañado no sólo porCemí, sino también por Fronesis. Aunque ninguno de losdos estuviese presente, constantemente hablaba de esa mi-tología sexual, para acercar a sus dos amigos, pues en esaorquestación los tres tocaban sus diversos instrumentos.

Foción hizo una pausa. —Se trata tan sólo de lo que losretóricos medievales llamaban un metaplasma exagerado—dijo cambiando bruscamente el desarrollo temático poresa burlesca referencia. El Pelirrojo aprovechó la ocasiónpara levantarse y dirigirse al mingitorio.

—Nos burlamos de la ortografía de la naturaleza, y cae-mos en la anástrofa y en lugar de rumor enemigo, decimosenemigo rumor. Todos estos retóricos se rebelan contra laortografía de la cipriota diosa, como si fueran unos celtasbrumosos. La anástrofa recuerda la anía del rey egipcioAnubis, como la golorrea no tiene que ver nada con la go-norrea.

Cemí observó que El Pelirrojo, al salir del mingitorio, muycautelosamente, sin mirar a Foción, se retiró por el sitioopuesto donde estaba sentado el peligroso endemoniado.Cemí no hizo ningún comentario, pero viendo Foción quepasaba el tiempo y no regresaba El Pelirrojo, le hizo unaseña a Cemí para que se acercara y en el tono más bajo desu voz le fue diciendo:

—Tiene un Edipo tan tronado, que su madre me llamaincesantemente para calmarse y huirle. Un día estaba en-fermo y vio con evidencia en qué forma su madre lo atraía.Su madre lo reoja, estaba siempre sobresaltada, sus horasde sueño eran las que más le inquietaban. Pero este skitalietzcongénito, se escapaba de su casa y así su madre podíadescansar y adormirse. Sabía que su hijo estaría de corre-rías al fugarse, y además por qué clase de correrías anda-ría, pero temía las horas en que los instintos de su hijo seenceguecerían, cuando la buscaría como un poseso. Enesos días yo lo conocí, estaba tan exasperado por el ham-bre y su morbidez dislocada, que incluso quiso matarme,pero tuvo tan mala suerte que le enseñé el círculo que mehabía dibujado sobre el corazón, pues ese mismo día sin

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aspavientos y sin la menor influencia del Stavrogindostoyevskiano, yo había querido matarme. Desde que lle-gué de Nueva York volvimos a encontrarnos, parecía quevenía huyendo de alguien, y que al fin tropezaba conmigo.Venía huyendo del rechazo que le daba su madre, aterro-rizada por la forma en que el hijo le demostraba su vehe-mencia amorosa. Su madre se me presentó, me habló yme rogó. Me dijo que cuando su hijo me encontraba, ellapodía descansar, dormir sin miedo. Me rogó que buscaraa su hijo, no que lo tolerase cuando huía de su rechazo. Leparecía normal que su hijo se abandonase al Eros de losgriegos, con tal de que no fuera monstruosamente inces-tuoso. Lo único que hace siempre el homosexualismo, ja,ja, ja, ja, já, es evitar un mal mayor, en mi caso, ja, ja, já, nome he suicidado, pero creo que me he vuelto loco, ja, ja,já—. Foción se abrió toda la portañuela, extrajo su verga,Cemí pudo observar que era de un tamaño escandalosa-mente alongado, y se puso a orinar como Heracles la es-puma crecedera de la cerveza. Se reclinó hacia atrás en lasilla y comenzó a ponerse rígido. Cemí sin saber qué hacerse dirigió al mingitorio. Allí donde alumbraba la bombilla,pudo ver en un dibujo coloreado, una mujer muy abiertade piernas, con una rata que quiere hundirse en la vulva,mientras que un enano intenta pegar con una contunden-cia de clava, en el frontal del roedor para que penetrefrenéticamente en la gruta barbada.

Cuando Cemí salió del mingitorio, vio que un grupo dehombres en una máquina se llevaba a Foción. Al acercarsede nuevo a la mesa, el camarero decía: —Pobre diablo, estámás loco que una cabra española solitaria por los riscos—.El orine con un allegreto escurría de las losetas bizantinasdel café a la acera. Después adquiría un tono meditativo,lento, su recorrido por la acera le daba al orine una vacila-ción de bostezo amarillo. Pero al saltar de la acera a la calle,espumaba de nuevo, se alborozaba batiendo sus cristalitos,el caos cloacal con sus vaharadas azufrosas rompía los pe-queños islotes de la ciamida de amonio. Los bigotes del caoscloacal, como en una fuente infernal, peinaban con agua deorine sus extremos de aleta anal de sirénido con el gatode Anubis, lo alto de lo bajo.

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Foción había desaparecido, Fronesis también, por moti-vos muy diversos, pero era lo cierto que la sucesión de losdías, por esas dos ausencias, una conocida por Cemí, la otra,la de Fronesis, totalmente desconocida, había comenzado apesar en una forma excesiva sobre los últimos años de laadolescencia de Cemí. Los amigos como Fronesis y Foción,son tan misteriosos y raros como el zorro azul corriendopor las estepas siberianas. Pero todavía es mucho más difícilsu encuentro, pues no dependen de una búsqueda, de unavenatoria por la ciudad, llegan como en una aparición y sevan en una forma indescifrable. Causaron al principio desu trato, la impresión de que eran una compañía para siem-pre, cuando despertamos, ay, ya no están, se sumergieronen una fluencia indetenible, no los podemos rescatar, ya nocontestarán a nuestra llamada, aunque nuestro gusto mássoterrado les pertenecerá para siempre.

Estaba mucho tiempo sentado en su cuarto de estudio, vien-do desfilar como en un tiro al blanco, la punta encendidade sus cigarros. Contemplaba las chispas, pero no las aviva-ba, de tal manera que eran frecuentes las veces que las ce-rillas le quemaban los dedos, mientras la lumbre debilitadapor el grosor de las cenizas terminaba por extinguirse en laalianza de la humedad de la saliva con el rescoldo invasor.

El ejercicio de la poesía, la búsqueda verbal de finalidaddesconocida, le iba desarrollando una extraña percepciónpor las palabras que adquieren un relieve animista en losagrupamientos espaciales, sentadas como sibilas en unaasamblea de espíritus. Cuando su visión le entregaba una pa-labra, en cualquier relación que pudiera tener con la reali-dad, esa palabra le parecía que pasaba a sus manos, y aunquela palabra le permaneciese invisible, liberada de la visiónde donde había partido, iba adquiriendo una rueda dondegiraba incesantemente la modulación invisible y lamodelación palpable, luego entre una modulación intangi-ble y una modulación casi visible, pues parecía que llegabaa tocar sus formas, cerrando un poco los ojos. Así fue ad-quiriendo la ambivalencia entre el espacio gnóstico, el queexpresa, el que conoce, el de la diferencia de densidad

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que se contrae para parir, y la cantidad, que en unidad detiempo reaviva la mirada, el carácter sagrado de lo que enun instante pasa de la visión que ondula a la mirada que sefija. Espacio gnóstico, árbol, hombre, ciudad, agrupamientosespaciales donde el hombre es el punto medio entre natu-raleza y sobrenaturaleza. La gracia de la mirada, aliada conla cantidad encarnada en el tiempo, como el tiempo aliadocon el fuego en la preparación de lo incorporativo, va eva-porando un sentido para el agrupamiento espacial. Unaevaporación coincidente, ascendente también, como si lellevase un homenaje al cielo paternal. Otras veces esa eva-poración terrenal se encontraba un camino inverso con elaliento, punto también que descendía de los dioses a lasinmensas extensiones de la nocturna.

Por la tarde había bajado por la calle de Obispo, y comohacía pocos días que había cobrado su pequeño sueldo, sefijaba en las vidrieras para comprar alguna figura de arte-sanía. Casi siempre la adquisición del objeto se debía a queya frente a la vitrina, cuando comenzaban a distinguirsealgunos pespuntes coloreados, en el momento en que sumirada lo distinguía y lo aislaba del resto de los objetos, loadelantaba como una pieza de ajedrez que penetra en unmundo que logra en un instante recomponer todos sus cris-tales. Sabía que esa pieza que se adelantaba era un puntoque lograba una infinita corriente de analogía, corriente quehacía una regia reverencia, como una tritogenia de grantamaño, que quería mostrarle su rendimiento, su piel parala caricia y el enigma de su permanencia.

De la vitrina su mirada logró aislar dos estatuillas de bron-ce. Ese aislamiento, ese rencor con el que tropieza la mira-da, esa brusquedad de lo que se contrae para pegar, le dabanla impresión de alguien que con ceño amenazador toca nues-tra puerta, o si nos detuviesen por el hombro cuando mar-chamos apresurados. Pero era innegable que las figurasagrupadas en la vitrina, no querían o no podían organizar-se en ciudad, retablo o potestades jerarquizadas. Estabanen secreto como impulsadas por un viento de emigración,esperaban tal vez una voz que le dijese al buey, a la bailarinay al guerrero, o a la madera, el jade o el cuarzo, la señal dela partida. El espíritu del cuerno de caza, colocado sobre

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aquel túmulo, parecía señalar el nacimiento de la nueva ciu-dad, la dispersión de aquellas cenizas volvía a componerinfinitos reencuentros.

Una de las estatuillas era una bacante, el pie alzado condócil voluptuosidad, en cada mano un címbalo, como aca-bado de tañer, una piel de chivo le tapaba el sexo; por elotro extremo la piel se curvaba sobre uno de sus brazos;casi todo el resto de la piel le cubría la espalda, viéndose alaire los cascos del chivo, como si quisiera dejar, ya que noen la tierra, en la transparencia sensual que rodeaba a labacante, la muestra de su temblor ante la piel pulimentadaque se extendía por la pierna, mecida suavemente por losnúmeros de la danza. La piel del chivo, en sus agrietadasondulaciones, sentía los deseos de clavar sus cuernos en elcuerpo danzario, como si fuese un árbol, para fijar los res-tos del compás y la serpiente.

La otra estatuilla era un Cupido, cupidón, cupiditas, sig-nificaba deseo, a quien la ausencia de arco, era esa tal vez sujustificación en el rastro donde la había comprado, trocabaen un ángel. Las flechas que aún lucía en el carcaj que lle-vaba en las espaldas, le daban aspecto de doncel persa enuna miniatura, de atleta griego o de inca en el séquito delprodigioso Viracocha. Una cinta de muy poca anchura sedeslizaba por el sexo, el pecho y el entrante que señalabaen la espalda la tensión de todo el cuerpo por el esfuerzo dedisparar el arco, corriendo con el impulso comunicado porlas alas. Mientras una de las alas, en el trabajo de fundiciónde la mezcla, era una prolongación del cuerpo, la otra teníala mitad atornillada, como si le hubiera caído un fragmentoalado. El tornillo improvisaba una reciedumbre esquemáti-ca cubista, martillando el ala sobre el cuerpo, como si elángel hubiera salido mal parado en su visita nocturna a lafragua de Vulcano. Un tornillo clavado al ala de un ángel,era una mezcla de maquinismo y martirio, como una marcagrabada con furia en la transparencia del ángel.

Días antes, en su mismo cuarto de estudio, había obser-vado una copa de plata maciza que había traído de Puebla,al lado de un gamo chino, elaborado en madera de una solapieza. A su lado, solo en otra mesa, un ventilador que veníaa inquietar al gamo, más de lo que en él es característico,

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cuando se acercaba a la copa de plata, con su temor ances-tral, cosmológico, a la hora de abrevar, después de haberrecorrido la región de los pastos. El gamo, asustado, por-que veía levantarse un improvisado aire de tormenta, ya nomostraba al lado de la copa su habitual posición placentera,la piel le temblaba, como cuando intuía el paso del soplosobre la yerba, el vaho de la serpiente sobre la capa defen-siva del rocío.

Para la tranquilidad del gamo de madera, había no sóloque alejar la copa, sino también que apagar el ventilador.Cemí llevó la copa poblana a la parte superior del pequeñoestante, entre el ángel y la bacante. Entonces comprendióque la desazón caótica que mostraba la vitrina de la calle deObispo, se remansaba en la caoba pulimentada que cerrabapor arriba el estante, al situarse la copa entre las dosestatuillas de bronce. Parecía que el ángel corría y saltabasin marearse por el círculo de los bordes de la copa, y que labacante, fatigada del golpear de sus címbalos y de sus apa-ratosos saltos, se hundía hasta el pie de la copa, donde elángel intentaba recuperarla para los juegos de la luz re-donda por los bordes de la copa.

Los días que lograba esos agrupamientos donde unacorriente de fuerza lograba detenerse en el centro de una com-posición, Cemí se notaba alegre sin jactancias. Era unagravedad alegre, una bondad pudorosa, que permitía quelos demás lo molestasen o hiriesen sin por eso sentirse toca-do. Cualquier grosería o errancia lograba su habitual seriede puntos, como si la trasladase a la protesta del juego depelota o al asesinato de Cayo Graco, mostrando la repre-sentación de esa composición la misma existencia de latriangularidad de un triángulo.

Sin embargo, derivaba de esa alegría causada por esosunitivos agrupamientos espaciales, una reacción en los de-más, arisca y a veces destemplada, como de suprema des-confianza. Notaba que se producía en los otros un excesivoíndice de refracción. Frente a esa alegría, para no desconcer-tar, para no irritar, quería mostrar un renunciamiento, hun-dirse por el silencio en el polvo, al llegar a convencerse, poringrávidos modos, que las ciudades invencionadas por esosagrupamientos, al ser contempladas por otros peregrinos,

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que hacían gestos de cólera, levantando los puños, amena-zando, se volvían opacas e intraducibles. Jamás llegaría Cemía tolerar que su alegría pudiera desconcertar, la aceptaciónde que la alegría de cada cual tuviera, en relación con losque están en otra ribera, una predestinación para anulartoda resultante tonal en la alegría.

Eso lo llevó a meditar cómo se producían en él esasrecomposiciones espaciales, ese ordenamiento de lo invisi-ble, ese sentido de las estalactitas. Pudo precisar que esosagrupamientos eran de raíz temporal, que no tenían nadaque ver con los agrupamientos espaciales, que son siempreuna naturaleza muerta; para el espectador la fluencia deltiempo convertía esas ciudades espaciales en figuras, porlas que el tiempo al pasar y repasar, como los trabajos de lasmareas en las plataformas coralinas, formaba como un eter-no retorno de las figuras que por estar situadas en la lejaníaeran un permanente embrión. La esencia del tiempo, quees lo inasible, por su propio movimiento, que expresa todadistancia, logra reconstruir esas ciudades tibetanas, que go-zan de todos los mirajes, la gama de cuarzos de la víacontemplativa, pero en las que no logramos penetrar, puesno le ha sido otorgado al hombre un tiempo en el que todoslos animales comiencen a hablarle, todo lo exterior a pro-ducir una irradiación que lo reduzca a un ente diamantesin murallas. El hombre sabe que no puede penetrar enesas ciudades, pero hay en él la inquietante fascinaciónde esas imágenes, que son la única realidad que viene ha-cia nosotros, que nos muerde, sanguijuela que muerde sinboca, que por una manera completiva que soporta la ima-gen, como gran parte de la pintura egipcia, nos hiere preci-samente con aquello de que carece.

Sanguijuela que muerde sin boca... Lo hecho para mor-der no existe, pero la imagen en la lejanía es siempre com-pletiva, de tal manera que la ausencia bucal se niega por lasflotantes islas violáceas, coléricas como ronchas, bien visi-bles en la piel, como si la boca ausente de la sanguijuelahubiera actuado sobre la piel con la realidad de una vesícu-la urdicante.

Otro día, por la mañana, antes de salir para la universidad,estaba sentado en la saleta, frente a un estante. Los libros,

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hacia atrás de uno de los compartimientos, dejaban un es-pacio donde había colocado al azar las más diversas figuras.De pronto, observó que todos aquellos objetos adquiríanuna dirección, una cantidad que se movilizaba en una di-mensión, observó también que esa dirección y esa cantidadse expresaban. Una Minerva de marmolina, en su escudoondulaba una serpiente, su casco para luchar contra el vien-to, no como algunas reinas egipcias que cubrían sus cabezascon un casco, con el remedo de un pájaro, con las dos alasabiertas sobre las dos orejas y el pico sobre la frente. Recorda-ba una pieza de cerámica, donde Minerva extrae de la arcillael cuerpo de un caballo, por eso no se extrañó al ver a uncaballito chino, con el pecho y las ancas muy alzados, conun círculo bermejo en torno de los ojos como si fuese unconejo. El caballito se escondía en un sombreado recodo delibros. Delante del caballo, un tanto resguardado, dos ositosde ébano, dos diablitos chinos. Los dientes blanquísimos delos diablitos chinos, eran un antecedente del cofre perua-no, de plata con relieves de media luna y morteros para elmaíz, levantado por cuatro incas, en cuyas piernas un tantocurvadas se veía el esfuerzo sostenedor. Delante del cofrede plata peruana, tres elefantes de marfil, uno sostiene unaleph, una bola de vidrio transparente. El trabajo de laspatas de los tres elefantes recordaba los cuclillos de los cua-tro sostenedores incaicos. El más chico de los elefantes te-nía los colmillos rotos. Cemí prefería decir que aún no lehabían brotado los colmillos, para evitar todo conjuro som-brío. Delante de los tres elefantes, dos tabaqueras con gra-bados alusivos a las delicias de los fumadores. Uno de losgrabados mostraba en su parte superior una banderola quedecía: La granja. En la parte inferior del grabado decía otrainscripción: Tabaco superior de la Vuelta Abajo. Más abajouna dirección: Calle de la Amargura 6, Habana. El grabadomostraba una empalizada de piedra, con una puertecita.La granja estaba enclavada entre una fila de pinares y unrío que parecía el San Juan y Martínez. Delante de la empa-lizada se veían tres figuras: un arriero, que, a pie, dirigíaun caballo con un serón muy cargado; delante del arriero, uncaballero de indumentaria cotidiana, se paseaba apacible,como quien viene de la casa de la novia muy esperanzado,

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o va a su casa donde lo espera una esposa fidelísima; en laesquina, otro caballero, este sí enigmático y apesadumbra-do, parecía regresar de un entierro, o meditar sombríamenteen una quiebra que lo ronda. Su sombrero de copa lo acer-ca a los últimos años de Stendhal, neurótico diplomáticoretirado, o a las escapadas a las bibliotecas de Londres, deJosé Antonio Saco, cuando se iba a documentar sobre laesclavitud egipcia. Lo curioso es la coincidencia en el ins-tante de una calle, de un arriero, un caballero diligente yotro preocupado y solemne.

La solución de esta extraña tríada coincidente, venía dadapor el otro grabado. La banderola del otro grabado decía:La sopimpa habanera de 1848. En el óvalo del grabado, hom-bre y mujer danzantes, los ojos muy irritados, es el fervordeseoso el que los hace mirarse sobresaltados. Él le aprietala pequeña cintura. Ella con elegante langueur deja caer sumano sobre el hombro del acompañante. A ambos lados delgrabado, ceñidos por guirnaldetas, una inscripción bilin-güe: «Nueva y superior fábrica de tabacos puros de la Vuel-ta Abajo, calle de los Oficios 79, de G. LL. y C. De esta fábri-ca tendremos un depósito en S. Thomas.» A la derecha delóvalo, la misma inscripción en francés: Fabrique nouvelle etsuper de cigarres pures de la Vuelta Abajo. Rue des Oficios 79, deG. LL. y C. Nous aurons un dépôt de cette fabrique à S. Thomas.Era un anuncio, con la ingenuidad publicitaria del siglo XIX,en el que se veían el campesino, el hombre cotidiano y elelegante, transcurriendo por delante de una granja criolla,con secretas y elaboradas fascinaciones. Una de esas fasci-naciones brotaba de las humaredas de la hoja y de lasdeslizantes delicias de la danza.

Esa inmensa zona poblada, desde la Minerva de marmolinaa los grabados cubanos para fumadores, se igualaba con lasdos estatuillas de bronce, el ángel y las bacantes, a amboslados de la copa poblana. Vio primero con terror, despuéscon una cotidiana alegría, la coincidencia de su ombligo, desu omphalos, con el centro de un dolmen universal fálico. Esosagrupamientos, con dimensión que se expresa y con una di-rección como soplada, eran pensamiento creado, eran ani-males de imágenes duracionables, que acercaban su cuerpoa la tierra para que él pudiera cabalgarlos.

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Acariciaba un día Cemí la palabra copta Tamiela, que sedescompone en nuestro idioma en diversas palabras de signi-ficación muy distinta. Fluía el cantío de las vocales y el gozosopaladeo de la l. Tamiela, le sonaba como flauta, silencio, sabio,labial, piel. Pero esta vez el poliedro verbal configuraba lasmismas raíces del infierno. Numerosas escamas imbricadasformaban los reflejos de ese cuerpo verbal nadador. Tamielasignifica también reserva, granero, buhardilla, depósito, se-dimento, tesoro, letrina, despacho, habitación, morada. Lanoche en que se encontró por primera vez con esa palabra leparecía una serpiente que suavemente reptaba entre la yerbahúmeda del río, comenzando después de su lento transcurrira chisporrotear las hojas por donde había pasado, fijándoseen el resto de la noche como un agazapado lince carbunclo.

Las palabras que se volvían a esconder detrás de Tamiela,se subdividían en nuevos reflejos. Así, por ejemplo, aludía areserva de carácter y a ser propietario de una prudencia, deuna reserva, a donde dirigirse en caso de peligro; granero ybuhardilla se igualaban tan pronto alguien habitara el gra-nero, pues aportaba la recolección de las cosechas, los de-sarreglos de un individualismo que todavía no había en-contrado su concha; depósito y sedimento, se equiparaban tanpronto una ley oculta de gravitación fuera apisonando losobjetos guardados por su semejanza, por su peso o sufundamentación oleaginosa, que los lleva a buscar el centroinfernal de la tierra; tesoro y letrina, uniendo la energía solary la excreta, el ojo del tigre y la bilis, el sitio donde se guar-daba lo más valioso con lo más insignificante y descreado,pero que, sin embargo, favorecía el curso de las estacionescon su demoníaca y sulfurosa ayuda a la tierra. Nos aconse-ja cuidado con los distingos. Nos aconseja el gran Uno, eltesoro de la excreta y la excreta del tesoro; despacho, habita-ción y morada, es decir, donde se trabaja, donde se duerme ydonde transcurrimos, tal vez la casa japonesa, con sus idea-les tabiques corredizos, todo al alcance de la mano, tododispuesto a caer en el sueño, todo preparado para un pa-seo dentro de la misma casa, con sumandos y afluentes, conglorietas para la ocasión y el sitio.

Pero Tamiela, la deliciosa y variada palabra copta, que yavimos subdividida, como los anillos de una serpiente, volvía

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después a integrarse en un solo signo, en francés poche, bucheen castellano. Eran mutaciones que no alteraban su sustan-cia. Después de las diez variantes señaladas, se resumía enuna sola palabra, lanzaba un buche, donde estaban las diezmutaciones. Eran los cinco buches lanzados desde la tierrade las tinieblas, por los cinco príncipes pestilenciales.

En una de esas noches, tren interminable detrás del ciga-rro, se le hicieron muy visibles todos los momentos de undía que se encontraba en las oficinas de Derecho de Upsalón.Buscaban, con fluencia de sudores y sobresaltos respirantes,un expediente momentáneamente perdido. Miraba desdesu asiento al minucioso e insignificante espectáculo. Tantavulgaridad, prolongada como un acto operático, llegó aromper los resortes de sus habituales inhibiciones. Y dijo,alzando la voz, con una ahuecada entrada tenorina: —Mesiento un poco Copérnico, voy a formular las leyes de lascosas perdidas o sumergidas por un azar oscuro. Primeraley: el papel tiende a traspapelarse. Segunda ley: el papeltiende a adquirir forma piramidal en el centro de la gaveta;al abrirse este, el papel pasa a la parte superior, donde seagazapa. Tercera ley: existe el gnomo que tira de las esqui-nas del papel, saltando de mesa en mesa; si esperamoscalmosamente, el gnomo trae de nuevo el papel al sitio don-de se perdió; si nos irritamos, el mismo gnomo, tirando delpapel, sigue huyendo de mesa en mesa, hasta que se haceinvisible por hibernación, esperando la sorpresa de unanecedad para reaparecer. Cuarta ley: cuando la atencióndescansa, el gnomo huye frenéticamente, sabiendo que to-das las fronteras están abiertas—. Hizo una pausa y todoslos empleadillos lo miraron extrañados. Se oyó una grancarcajada, pero su eco mate no pudo llegar a la cornisa.

Felizmente no fue dolorosa para él una de las primerasrupturas de sus inhibiciones de adolescente. En aquel mo-mento le comunicó una alegría titánica oír otra carcajadade alguien que lo había escuchado, sin que él precisara sufigura. Se volvió; era Ricardo Fronesis que llegaba, su car-cajada le había causado la sensación de un abrazo. Pero,ahora, en la medianoche, el recuerdo de aquella carcajada,de aquella única respuesta, lo entristecía hasta la mismadesesperación. Ahora ya sabía con exactitud que tendría

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que esperar mucho tiempo para encontrar dialogantes ines-perados a sus silencios o a sus carcajadas.

¿Qué pasaba en aquel cuarto donde la cortina había sidotironeada por una mano nerviosa? Allí estaban María TeresaSunster, el doctor y su hijo; no costaría mucho trabajo, nohabía que tener un gran don de observación para poderprecisar que los tres estaban reunidos por alguna cuestiónde extrema gravedad familiar.

Pasaban los días y Ricardo Fronesis no le dirigía la pa-labra a su padre ni a la que estaba puesta desde su nacimien-to en el lugar de su madre. Para no subrayar que no leshablaba, procuraba evitarlos. Cuando los tres coincidían ala hora de las comidas, Ricardo dejaba que su padre habla-se, para no seguir el diálogo. Su madre lo retomaba paradisimular la situación creada, procurando que no se hicieraenteramente visible para el padre. Como entre los tres exis-tía siempre una extrema delicadeza en el trato, la simplecortesía, desprovista de su raíz afectiva, hacía la frialdad mássensible y peligrosa.

Aquella noche apenas llegó Ricardo, irrumpieron MaríaTeresa y el doctor. Este último sospechaba cuál era la causadel silencio de su hijo. Adivinando el riesgo de tratar a solascon su hijo la grave cuestión que los separaba, había queridoque su madre escuchara la conversación que él temía quelos alejara por mucho tiempo. Cuando tomó la decisión dehablar con Foción en el café, no pensó la trascendencia quetendría esa irrupción en el destino de su hijo. Pero cuandoterminó de hablar con Foción, la última palabra oída lo con-venció nada menos que de la partida de su hijo por muchotiempo. Hacía un último esfuerzo, como por cumplir unitinerario, pero con el convencimiento de que esa causa es-taba perdida sin apelaciones. Pero también sabía que esaescena tenía que suceder delante de María Teresa Sunster,sin la cual ese acto final resultaría insatisfactorio.

Tanto el doctor como su esposa entraron en el cuarto desu hijo con visible indecisión, tal vez, como quien desea acla-rar verbalmente una situación que ya los hechos han expli-cado con demasía. En realidad, la más indefensa de los tres

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era la señora Sunster, pues desconocía la causa del retrai-miento familiar de Ricardo, pero intuía que era alguna in-corrección de autoridad en su esposo, lo que nunca habíasucedido en el devenir de su vida familiar, el hecho insólitoadquiría de inmediato el relieve de una excepcional viru-lencia.

La señora María Teresa colocó sus manos en la cabellerade Ricardo, la impasibilidad fue la respuesta.

El doctor evitaba su penetración verbal en la escena, sa-biendo cuál era su papel por anticipado, y que al menos susilencio demoraría el desenlace, dejando la responsabilidadde los hilos conductores a cargo de su esposa.

—¿Qué es lo que te pasa, Ricardito, que no nos quiereshablar?— Ya sin vacilaciones, la señora Sunster se situabaen el centro de la escena y asumía su responsabilidad. Seveía el diminutivo que había empleado, contraatacar la enor-midad del hecho de un hijo que no quiere hablarles a suspadres. Silbó el diminutivo, al mismo tiempo que los dedosde la señora Sunster penetraban en la cabellera de RicardoFronesis.

—No es que yo no quiera hablarles —le respondió—, pero,por el contrario, es que han sucedido cosas y no me hablana mí, permanecerán siempre silenciosas en la más insensatamudez. Ciertas zonas de nuestro trato de todos los días, sehan vuelto mudas. En la vida cotidiana el enmudecimientosignifica regiones dañadas, enfermas de mal trato o des-consideración. Nuestras vidas parecían que marchabanacompasadamente, pero eso sucedía porque no surgía unobstáculo, una dificultad, algo de más difícil desciframien-to. Pero apenas surgió, la reacción fue inadecuada en talforma que destruyó la alegría y trajo la mudez.

—Los días pasaban y no me llegaba ninguna carta deFoción. Fui al café y me dijeron que lo habían visto a usted,papá, hablando con una persona mucho más joven y enuna forma tan extraña que los más romos camareros sor-prendieron que algo raro pasaba. Lo demás, creo que esdemasiado fácil reconstruir el diálogo, sobre todo, usted,papá, no me dijo nada de ese encuentro, eso me hace pensarque su conciencia está en crisis. Lo que hablaron ustedesdos, le pareció que era necesario ocultármelo. De sobra sabe

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usted las causas de mi silencio, es mi única protesta. Lo quetemo es que tendrá que pasar algún tiempo sin que volva-mos a hablarnos.

—Difícilmente los padres son geniales, como quieren sushijos, pues el que ha creado una familia, es decir, una semilla,la cuida, y es tonto pensar que un padre prefiere la tempes-tad a la prudencia —comenzó a decir el doctor—. Los hijoscuando no ven esa línea de permanencia, se abandonan ala excentricidad, pues permanecer y autodestruirse es de-masiado profundo para ellos, y ellos prefieren danzar fuerade todo centro, en el capricho y las maneras errantes, noven el camino escogido por su padre, al que quieren, peroque en el fondo consideran un tonto de la noria, que en lahumildad fortaleció su orgullo y en la semejanza supo en-contrar las hilachas de una evaporación muy lenta, que hayque esperar mucho tiempo para que se produzca y acom-pañar con muchos cuidados. Los padres nos pasamos la vidaocultando y domesticando nuestros demonios y después,con una arrogancia más banal de la que ellos creen tener,nuestros hijos entreabren delante de nosotros los mismosdemonios como si fueran paraguas. Pero he ahí el secretoorgullo de ser padre, la delicada humildad que tiene quemostrar para con sus hijos, cuando estos le echan en cara laincomprensión de sus demonios, olvidando que en la ma-yoría de los casos el padre había lanzado por la ventanaesos mismos demonios, cuando el hijo entraba por la puer-ta con ellos posados sobre su hombro, así truecan los demo-nios en cotorras. Y hay que tener mucha humildad paraver a nuestros hijos alimentarse de nuestras sobras, y quepor encima de nosotros consideren que el suyo es un nuevoalimento más misterioso y profundo.

—La verdadera rebeldía de los hijos para con sus pa-dres —empezó a contestarle su hijo, sabiendo que su padreera difícil de intimidar en ese reino—, consistirá en no quererser padres. Pero, a veces, la semilla tiene que ser impulsadapor el viento, pues una estirpe no puede ser conducida comoun papalote, apartando los ojos de los rayos solares, desdeuna azotea con barandales de hierro.

—Yo he sufrido como pocos los riesgos de esas semillasllevadas por el viento —volvió de nuevo el padre que aún

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se sentía firme en su posición—. Y tus amistades, y la acti-tud que asumes ahora, y la situación ridícula a la que meprecipitaste, son las derivaciones de un viento que agitó misemilla en mi juventud. Pero lo que más me sorprende esque tú, lejos de querer profundizar esa raíz, que sabes queestuvo mal sembrada, te complazcas cada vez que puedesen soplarle una tormenta.

—Usted razona en falso; parece decir, como yo me equi-voqué, no quiero que mi hijo se equivoque, y eso lo lleva acaer en la neurosis del rechazo, típica de nuestra época,cuando quiere evitar un mal mayor. Todavía los antiguosconservadores creían en la felix culpa, el pecado necesario,que nos pone en camino de la salvación...

—Y ustedes los nuevos ángeles caídos —volvió a argüir eldoctor—, ni siquiera tienen el precio costoso de la rebeldía,por eso no me hables del a la redención por la culpa, sólo sesienten seguros en la caída, escarban más y más mientrasdescienden. No hay redención, no hay felix culpa en los nue-vos ángeles rebeldes, porque han comenzado por suprimirla línea divisoria entre el bien y el mal. Comienzan por arre-pentirse antes de llegar a la profundidad o al verdaderoremolino del pecado.

—Pero no nos hemos reunido para lograr un anatema sittridentino, para llegar a acuerdos teológicos entre los gra-dos del pecado y la gracia, y la responsabilidad que se derivade su burda dosificación humana. Tu amistad con Foción esla risa de toda la colonia villaclareña universitaria. Fociónes una especie de apóstol dantoniano de la amistad griega,pero lo que más me hace reír, es que adopta una gravedadpatibularia para hacer semejante defensa. Su estilo de pro-pagandista vaporoso es susceptible de fáciles parodias. Yahay en el mismo Upsalón, pues has de saber que me hancontado muchas cosas, quien remeda su voz baritonal yentona la frase de Péguy, que este desdichado repite variasveces al día: Prefiero el amor al genio, y la amistad al amor.Si Péguy hubiera adivinado que la nobleza de esa frase ibaa ser convertida por este miserable en una serpiente quemira entre las lianas de un río podrido, no la hubiera ex-traído de sus profundidades. Y lo que más me molesta esque en la misma Upsalón hasta los más maliciosos están

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convencidos de que tú no eres homosexual, de que en elfondo te ríes de él. Lo que me exaspera es que tú, por razo-nes morales precisamente, lo trates o disimules copiosamen-te que te obligas a tratarlo. Si tú fueras su amigo, si fuerassu igual en oír extasiado el caramillo de Teócrito, si prefi-rieras la flauta de Alcibíades a los escitas domadores de po-tros, para recordar los años en que las muchachas vienesasse reían con nosotros al repasar las églogas virgilianas, en-tonces hubiera considerado esa amistad como un hecho fa-tal, por eso digo que el pecado a ustedes no les sirve, notiene profundidad o fatalidad, es sólo una tonta derivaciónnormativa. Es un resentimiento que surge por no tener ver-dadera fatalidad, ahí es hasta donde ustedes llegan en suconcepto del mal. Peca contra los dioses, apodérate de unanueva energía; peca contra la muerte por el hambre de laimaginación que quiere resucitar, pero no tengas rebeldíamenor, que es la única dañina, que te lleva a romper la nor-ma de juececillos con peluca de nieve.

—Es la primera alegría que he tenido en estos últimosdías —comenzó su respuesta Ricardo, con agilidad que sehizo imperceptiblemente alegre—, el ver que todavía mipadre es peligroso en una discusión, que salta con garbo eldesierto de un regaño. Pero en nuestros días, todos los pa-dres se creen un poco Abraham, a quien su hijo lleva a loalto de la colina para ejercitar su cuchillo, en aquella épocaen que los padres tenían más fe en Dios que en sus hijos,pero ahora los hijos tienen más fe en una tembladera queen sus padres. Los hijos vivieron durante muchos siglos inantiquium documentum, en el Antiguo Testamento, con el te-mor de que iban a ser sacrificados a un Dios desconocido.Pero no tema, padre, que yo no tiraré la manta por su re-verso, si oigo alguna voz que en secreto me ordena que losacrifique, creeré que es la voz del diablo.

—Usted, padre, posee lo que yo me atrevería, yo que casino me decido a nada, llamar el complejo de Diaghilev. Esun complejo que se engendra por el espacio de la huida, dealguien o de algo, que no ha sido llenado con nada. La ca-racterística esencial de Diaghilev era su fuerza espermáticapara aglutinar. Allí donde había un dualismo, su colorespermático lograba la unidad primigenia. Usted huyó,

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huyó hasta el último rincón, donde la única disculpa esencontrarse con el diablo, pero usted, por desgracia no en-contró ese punto final, esa tregua de Dios, diríamosparadojalmente, donde al huir, al fin reposamos en el en-cuentro con el diablo. Una invisible, una imperceptiblehuida es la suya. Su vida no es más que oír esa gota que cae,esa gota que no cae de su huida.

—Stendhal nos ha relatado el caso del pintor Biogi, hui-dizo de Napoleón, cuando ya la gloria de este alcanzaba suplenitud. Es tan ilusorio creer que el que huye de un ajenodestino alcanzará el suyo, como pensar que permanecien-do en el ámbito de un aparente destino subordinado, rom-perá su posibilidad de ponerse a flote. Hoy sólo podemosrecordar al pintor Biogi por su ilusoria ridiculez de huir delas cordiales llamadas que le hacía Napoleón. Creía queporque huía, iba a ser un gran pintor. Le brindaron,Napoleón y Berthier, un puesto en las milicias, pero él con-testó que «ese oficio le parecía rudo, por mostrar al hombrebajo un aspecto mezquino y que por nada ingresaría en él».Napoleón lo atendió durante un mes en una forma en ex-tremo cordial, pero él deseó seguir su viaje por Italia, enbusca de nuevos paisajes culturales. Cuando el triunfo deArcola, Napoleón le dio dinero y encargos al embajadorde la República Francesa en Florencia, para que le entrega-ra algún dinerillo, veinte luises, al pintor Biogi, con el rue-go además de que lo fuera a visitar. El artista que se soñabarescatado, contestó que tenía trabajo en Florencia y quehacer un viaje que no estaba dentro de la órbita de susestudios «lo contrariaba sobremanera». Tanto insistió elministro que al fin el joven tomó el coche y se dirigió a ver aNapoleón. Le brindó entonces, ya no el puesto de milicia-no, sino el de oficial. «Quiero ser pintor», repuso el joven, «ylos horrores propios de la guerra, que acabo de presenciar,los estragos que naturalmente produce y de los que no puedeculparse a nadie, no me han hecho cambiar de opinión so-bre este oficio rudo, y que muestra al hombre bajo un as-pecto mezquino: el del interés personal, exaltado hasta lafuria.» Un día Napoleón le dijo que dada su obstinación deser pintor, debería pintarle la batalla de Rivoli. «Yo no soyun pintor de batallas, sino un paisajista», le respondió.

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Napoleón vuelve a insistir: «Pínteme, entonces, la mesetade Rivoli y las montañas que la rodean, con el Adigio desli-zándose al fondo del valle.» «Un paisaje sin hojas es unacosa muy triste y no le va a producir ningún placer»,rearguyó el pintor. «Pues bien», contesta Napoleón, «pínte-lo como usted quiera; Berthier, dale una escolta para que lolleven a ese paisaje.» Al fin, pintó la meseta de Rivoli, perosin aludir a la batalla que allí había tenido lugar. Le paga-ron veinticinco luises, devolvió seis, alegando que no habíagastado más. Biogi pasó el resto de su vida en Bretaña; hoyse le recuerda por esa anécdota, su pintura fue radicalmen-te insignificante.

—Pero Foción no es Diaghilev, hasta en eso ha habidouna disminución —volvió otra vez el padre, que tenía esamanera cubana de cuando se impulsaba en una discusiónle era muy difícil retroceder—. Se puede huir de Diaghilevy se puede sucumbir ante Foción, fíjate que son la mismacosa, aunque en su apariencia de signo contrario. Cuandodigo sucumbir, me refiero únicamente a que por orden dela caridad, por desafiar a los que les molesta esa amistad,por no sentirte disminuido ante lo que crees que es unainjusticia, lo sigas tratando. Yo no era bailarín, no eraescenógrafo, no quería rivalizar con Fokine o Massine, asíes que el logos spermatikós de Diaghilev poco tenía que hacerconmigo. Aparte de que pasaron cosas que si tú las desco-noces, no debo ser yo precisamente el que te las relate. Nocreo que su imantación seminal librase de mi remolino laspasiones que yo pudiera tener insubordinadas, así comotampoco creo que los demonios domésticos de Foción sir-van para dictar ordenanzas a tu caos. Creo que tú te equi-vocas más al valorar mis relaciones con Diaghilev, que yo aldecidir sobre las inutilidades de tu trato con Foción.

—Pero, papá, no se trataba de que fuera bailarín, presio-nado por la demoníaca síntesis seminal de Diaghilev. Peroen su huida, usted corrió tanto que sólo se detuvo en subufete abogadil villaclareño. Eso puede estar bien, cada unose detiene donde quiere, y no es cosa de pasarnos la vidaregalándole a cada cual el fragmento aditivo, que segúnnosotros le hizo falta a cada vida para completar su destino.Si lo juzgo es porque usted se vuelve hacia mí y quiere

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penetrar en mi destino. Eso me obliga a ripostar, utilizandocuantas armas creo tener para demostrar lo inadecuado deesa penetración en mi coto de caza. Si no, crea que me mos-traría no indiferente, pero mucho menos violento, comoparece que lo estoy ahora, por el sitio donde usted juzgóoportuno detenerse.

María Sunster había permanecido silenciosa. Creía queera una situación muy tensa entre el padre y el hijo, y que suintervención podía producir una derivación que trajese unnuevo enojo o una momentánea confusión. Pensaba que susilencio podría ser esclarecedor, pero ya había podido ob-servar en el desarrollo de la conversación que su silencio nohabía logrado siquiera apartar las primeras sirtes. Comoquiera que ya había ensayado todas las consecuencias de susilencio, salió de él diciendo lo más peligroso de cuanto sehabía dicho; al llegar la conversación al punto a que ella lallevaría ya no era posible el menor retroceso. Se vio que elpadre y el hijo sintieron lo inapelable de la región alcanzada.

—No creo yo —dijo la señora Sunster—, que se trate de unproblema de destino, de porvenir; es, por el contrario, unavuelta al pasado. Ricardo ha sentido deseos de ir a buscar asu madre. Nunca habíamos hablado con él de su madre, demi hermana, dejando que los años fueran articulando su pro-pio lenguaje, formado de murmuraciones, cuchicheos, su-posiciones; ahora ya ha llegado a sus propias conclusiones,ya debe sentir el deseo o mejor el hambre de lo primigenio.Por eso creo que los sucesos externos que pudieron engen-drar su reacción, son en el fondo un deseo indetenible de iren busca de su madre. Pero lo que él todavía no ha podidoadivinar es que yo sacrifiqué lo que había en mí de materni-dad, que nunca quise tener hijos para que él fuera mi únicohijo. Pero demasiado sé que sólo podía intervenir en su for-mación, pero no en su sangre, ahora tiene que salir forzosa-mente a buscar a su madre. Lo que me desespera es quedesde que nació, nada hemos sabido de la morada de sumadre, y eso lo convertirá en un argonauta permanente-mente errante y excéntrico, pues su destino, ojalá me equivo-que, consistirá en enredarse en su pasado, pues una madreoculta, o a quien la fatalidad ocultó, es más indescifrable queun monstruo, mitad sirena y mitad ave.

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—Yo no me vi nacer, por eso mi madre será siempre us-ted, quizá si hubiera tenido hijos, entonces no la hubieraconsiderado mi madre, pero desde el punto de vista de lasangre, la suya es igual a la de su hermana, y siempre la vicomo mi madre y la seguiré viendo así hasta que me mue-ra. No puedo salir a buscar a mi madre, puesto que estáaquí a mi lado. Ahora al decirme que no es mi madre, escuando yo, y creo que no tengo que excedermeimaginativamente, la considero más madre mía que nunca,pues sé que ese sacrificio que usted ha hecho con tan apa-rente naturalidad, justifica todo lo contrario, es decir, quees mi madre, ahora me he visto nacer de nuevo, y ahora sísé que nadie más que usted puede ser mi madre.

—Creía que esta conversación —comenzó diciendo eldoctor Fronesis—, no podía tener solución, y la ha tenidopara los tres dentro del mismo círculo. María Teresa teníaque, delante de ti, rendir su secreto, como tú, que lo sabíastanto como lo guardabas, tienes que aceptar su sacrificio, yasí lo has hecho y los dos han encontrado una inmejorablesolución. Por eso creo que ahora sí puedes hacer un largoviaje, te lo aconsejo y te lo facilito, con la única condición,según el dictado de los clásicos, que cuando estemos másviejos, nos hagas el relato de tus aventuras.

Ricardo se acercó a su padre y a la que él quería llamar sumadre, hizo que se abrazaran, al mismo tiempo que él losabrazaba a los dos. Siempre pensó que su padre intuyendola solución que había adoptado, se le adelantó con esa invi-tación al viaje, para trocar la ruptura en asentimiento. Lepareció que había sido un golpe maestro de su padre y loabrazó sin reservas.

Su abuela doña Augusta no dio la batalla contra la muerteen la forma en que lo hizo Carmen Aybar, Cambita, lahija del oidor, que se apoyó en el sueño para entrar en elsombrío Erebo. Doña Augusta recibía los golpes de la som-bra en la fortaleza de su tronco vegetativo. Se inclinabamás, caminaba con extrema dificultad, la anorexia se habíaapoderado de ella en tal forma que estaba toda una tarde,la mañana entera, o desde el crepúsculo hasta la hora de

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dormir, sentada en su sillón de ébano colonial. La muertede don Andrés, la de su hijo el niño violinista, la del Coronel,la de Alberto, formaban recuerdos que iban creciendo to-dos los días en ella como una marea impulsada por la lunade los muertos. Había llegado a esa edad en que su muertecoincidía con infinitas desapariciones, con sumergimientos,con treguas dictadas por trabajadores secretos. Tuvieronque llevarla a la clínica para aplicarle un tratamiento muycuidadoso con más ceñida vigilancia de las alarmantes pau-sas de su ritmo vital. Su mirada caía sobre las personas y lascosas con la profundidad de la niebla, pues su mirada pare-cía que se perdía largo tiempo por el centro inefable de lasfiguras o por las nuevas extensiones donde chillaban lospájaros en un amanecer desconocido.

La misma raíz de su vivir y de su estilo parecía querertestimoniar que entre su casa y su salida para la clínica, me-diaba una distancia de muerte, un espacio ocupado por lossignos del tempus destruendi. El abandonar la casa por enfer-medad, era en el caso de Doña Augusta, enfermedad demuerte, lo único que tenía fuerza bastante para motivar esehecho era la muerte. A Cemí le gustaba visitarla en la clínicaa la hora del crepúsculo. Salía Rialta o algún otro familiarmuy cercano. Cemí iba como a reemplazarlos, se encontra-ba a esa hora solo con su abuela, por eso era la preferidapara su visita. Entonces pudo percibir que aquel ser erabondadoso hasta con la muerte. No le respondía con mues-tras de irascible desesperación ni siquiera con gestos visiblesde cansancio, en ese combate en que se extenuaba. Mostra-ba hasta en esos momentos un tacto de una abismáticaexquisitez, para no darle a comprender a la muerte su ino-portunidad. Parecía que le había otorgado a la muerte unacortesanía, una fineza momentánea, desconcertándola poruna recepción llena de bondad y aun de cariño. No podíasentarse ya en ningún sillón, pero al sentarse en la cama elhilo de su bata se mezclaba con la blancura de las sábanas, yal mezclarse esa blancura con la de la cal de las paredes,comenzaba la ronda de una inmensa indistinción.

—Abuela, cada día siento más lo que mamá se va pare-ciendo a usted. Las dos tienen lo que yo llamaría el mismoritmo interpretado de la naturaleza. En los últimos tiempos,

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la mayoría de las personas me causan la impresión de queestán encerradas, sin salida. Pero ustedes dos parecen dic-tadas, como si continuasen unas letras que les caen en eloído. Nada más que tienen que oír, seguir un sonido... Notienen interrupciones, cuando hablan no parece que bus-can las palabras, sino que siguiesen un punto, que es el quelo aclara todo. Es como si obedeciesen, como si hubiesenhecho un juramento para que la cantidad de luz no dismi-nuya en el mundo, se sabe que ustedes han hecho un sacri-ficio, que han renunciado a muy extensas regiones, yo diríaque hasta la vida misma, si una vida maravillosa no apare-ciera en ustedes, en una forma tal que los demás no sabemosni para qué existimos, ni cómo llevamos nuestros días, puessólo parece que nos hemos desprendido de la esfera alta deque hablan los místicos, sin haber encontrado todavía la isladonde los cervatos y los sentidos saltan.

—Pero, mi querido nieto Cemí, tú observas todo eso entu madre y en mí, porque lo propio tuyo es captar ese rit-mo de crecimiento para la naturaleza. Una lentitud muypoco frecuente, la lentitud de la naturaleza, frente a la cualtú colocas una lentitud de observación, que es también na-turaleza. Gracias a Dios que esa lentitud para llevar la ob-servación a una extensión fabulosa, está acompañada deuna memoria hiperbólica. Entre muchos gestos, muchaspalabras, muchos sonidos, después que los has observadoentre el sueño y la vigilia, sabes el que va a acompañar a lamemoria secularmente. La visita de nuestras impresioneses de una rapidez inasible, pero tu don de observación es-pera como en un teatro donde tienen que pasar, reapare-cer, dejarse acariciar o mostrarse esquivas, esas impresionesque luego son ligeras como larvas, pero entonces tu memoriales da una sustancia resistente como el limo de los comien-zos, como una piedra que recogiese la imagen de la sombradel pez. Tú hablas del ritmo de crecimiento de la natu-raleza, pero hay que tener mucha humildad para poderobservarlo, seguirlo y reverenciarlo. En eso yo tambiénobservo que tú eres de nuestra familia, la mayoría de laspersonas interrumpen, favorecen el vacío, hacen reclama-ciones, torpes exigencias, o declaman arias fantasmales, perotú observas ese ritmo que hace del cumplimiento —del cum-

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plimiento de lo que desconocemos, pero como tú dices, nosha sido dictado— el signo principal de nuestro vivir. Hemossido dictados, es decir, éramos necesarios para que el cum-plimiento de una voz superior tocase orilla, se sintiese enterreno seguro. La rítmica interpretación de la voz supe-rior, sin intervención de la voluntad casi, es decir, una vo-luntad que ya venía envuelta por un destino superior, noshacía disfrutar de un impulso que era al mismo tiempo unaaclaración...

La Abuela se interrumpió por la llegada del doctorSanturce. Cemí intercambió con él rápidos saludos, y comoera ya entrada la noche, se despidió. La Abuela lo siguió conla mirada, hasta que el ángulo del corredor cortó su figura.

Cemí salió por la terraza que rodeaba a los pabellones deenfermos. Estaba para rendirse el crepúsculo a la nochede invierno con su capote de espesa lana veteada. Alzó elrostro, apesadumbrado aún por el recuerdo de su abuela, ypudo ver un álamo grande de tronco y de copa, hinchadopor la cercanía de las nubes que querían romper sus tone-les rodados. Al lado del álamo, en el jardín del pabellón delos descorazonados, vio un hombre joven con su uniformeblanco, describiendo incesantes círculos alrededor del ála-mo agrandado por una raíz cuidada. Era Foción. Volvía ensus círculos una y otra vez como si el álamo fuera su Dios ysu destino. «Desde que despierta —dijo un enfermero quepasó cerca de Cemí—, hasta que se acuesta está dándolevueltas al árbol. Ni la lluvia ni el sol pueden apartarlo desus vueltas y revueltas, del círculo completo que le echa a lamadera.» Foción se detuvo un instante para recoger unapiedrecilla y guardársela en el bolsillo. Mostraba una se-quedad que le favorecía la enjutez; el sol, mientras él seguíasu círculo, le metía energía más allá de la piel, después lanoche, en una inmovilidad que llegaba hasta el punto finalde su plomada, le daba la proporción áurea para el reparto dela acumulación. Su razón desquiciada funcionaba en uncuerpo en el fiel de lo que el día regaba y la noche absorbe.La enorme cuantía de círculos que sumaba durante el día,la abría en espirales, tan sumergidos como silenciosos, mien-tras la nocturna lo acogía. Pero, en ese fiel del día y de lanoche, Cemí supo de súbito que el árbol para Foción, regado

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por sus incesantes y enloquecidos paseos circulares, eraFronesis.

Al día siguiente su abuela amaneció ya sin sentido, sinrecuperarlo hasta después de su muerte en la eternidad;mientras duró su letargo, su familia de hijos y nietos, concasi toda la parentela restante, se iba turnando para acompa-ñarla en sus últimas horas. Cemí creyó, quería engañarse,que quizás la letargiria de doña Augusta duraría como la desu madre doña Cambita, la hija del oidor. Durante la nocheanterior, en que ya su abuela entró en coma, había habidolluvias sin descanso acompañadas de un relampagueo quedejaba muchas hendiduras en un cielo de sangre de toro,hendiduras que mostraban después un violado con nubesde moscas grandes. Llegó un padre dominico con los óleos.Los familiares se arremolinaron para darle paso, despuésse fueron arrodillando, coreando las oraciones del ritual.Al aplicarle la cruz de aceite sobre la frente, doña Augustaabrió los ojos, ya casi sin vida, pero la oscuridad tempestuo-sa de aquella noche le comunicó a la mirada de vidrio losreflejos de una plancha de metal electrizado, antes de recu-perar el frío de su eternidad sin reproche.

Leticia abandonó el cuarto donde ya había muerto doñaAugusta, dando gritos y haciendo ademán de quererse lan-zar por la barandilla de la terraza. El doctor Santurce laquiso sujetar por el brazo. Rialta se abrazó a sus tres hijosllorando, reverentes con la serenidad de la rígida nieve, lamuerte, de que hablaba Garcilaso.

Cemí al recorrer la misma terraza donde había contem-plado las rondas circulares de Foción, buscó el árbol. Losemblemas bíblicos de la noche en que se moría su abuela, leestaban destinados. Un rayo le había extraído las raíces,removiéndole las carnes con su fuego atolondrado. Un banco,hundido en la tierra, soportaba toda la extensión del troncónennegrecido como si le hubiera pasado un hierro candentepara marcarlo. Con la muerte del árbol, su guardián habíadesaparecido. Cemí miró el contorno con inquietodetenimiento. El rayo que había destruido el árbol, habíaliberado a Foción de la adoración de su eternidad circular.

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Desde que Atrio Flaminio, capitán de legiones, se había ini-ciado en el estudio del arte de la guerra, la paz octaviana sehabía extendido por el orbe en los hexámetros de Virgilio yen las granjeras satisfacciones horacianas. Las legiones sehabían corrompido en los juegos de azar y en las lánguidasinfluencias orientales. Los jefes de legiones se esforzabanen lograr las doncellas de las familias patricias, donde labelleza estaba reforzada por la dote y muchas veces la dotehacía olvidar las exigencias de la belleza y el encanto de lahonestidad. Eso en el mejor de los casos, pues había jefesde legiones que preferían abrevar sus apetencias con losmás escogidos jinetes de su escolta.

CAPÍTULO XII

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Atrio Flaminio era un capitán que sabía aprovechar unatregua. Asistía desde los talleres de forja de espadas, hastalas salas donde la parada en tercia o en cuarta desprendíachispas y rabos de colores. Si recibía influencias orientales,era en los ejercicios de respiración perfeccionados por losgrandes fundadores de religiones de la China y de la India,para aumentar la resistencia de la caja respirante, absor-biendo toda la cantidad de espacio puro y devolviendo elaire contaminado. Eso hacía que la legión que él capitanea-ba entrase en combate arrebatada por las alas del viento.Reforzaba un flanco momentáneamente deshecho de susaliados, o entraba por el centro de los escuadrones enemi-gos que se replegaban empavorecidos, como si hubiesensorprendido sobre sus banderolas aves presagiosas del som-brío cuerno de la retirada y de la muerte.

Había llegado del Canadá a los Trópicos, y por eso al re-correr los patios de los nuevos parientes, corría, saltaba ygritaba, buscando apoyo aun en los muebles, cuyo barnizempañaba con la delicadeza de su mano de garzón mima-do. Entraba corriendo por el patio en busca de la abuelaque vigilaba algún plato especial, cerca de la cocinera sen-tada esperando velazqueñamente el punto de cocción. Laabuela lo acariciaba, como si su mano al recorrer sus me-jillas en una especial acumulación del tiempo repasase tresgeneraciones. Pero muy pronto la indescifrable movilidadde esos años de la infancia, lo llevaba a recorrer de nuevo elpatio, ahora saltando y saltando. La abuela lució plena,abandonando su vigilancia del plato seleccionado, para de-dicarle todo su cuidado a la graciosa visita del infante. Fue abuscar la pelotilla grabada como por un humo de los másdiversos colores que se destrenzaban en espirales como enel origen del mundo. Lo que tiene de demiurgo todo niñoparecía convertir la diminuta pelota en un planeta que sólosiguiese las leyes de su capricho, pero los caprichos de unniño tienen una misteriosa gravedad. Dueño ya de su pla-neta gomoso, se lanzaba por el patio, por la hilera de cuar-tos, como si se saltase por las cabecitas estelares del caminode Santiago. La abuela María la Luna voceaba el nombre

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del infante, cantaba tonadas para congregar de nuevo a losniños perdidos, pero entonces, silenciando los rebotes de lapelotilla, se complacía y reía el gozo de esconderse. Entróen el cuarto de estudio y comenzó a lanzar su pelota colo-reada sobre los lomos de los libros alineados por canteríasde inteligente voluptuosidad como en los jardines. Al dar lapelota en uno de los nervios del lomo de la piel holandesa,o bien rebotaba tan fulmínea, o bien perdía su elasticidad,en una forma que el garzón se quedaba perplejo, en el centrode la pieza de estudio. Entraba su abuela, buscaba la pelotay se la entregaba de nuevo, y el garzón se ensimismaba comosi nada de lo que sucedía tuviese un sentido. Salía de suensimismamiento pegando un salto, y vuelta a correr y asaltar por el patio. Ahora está en la saleta y comienza a fijar-se en la jarra danesa, mientras la abuela sentada por el can-sancio de la vigilancia del niño, mueve el balance con lainquietud que le comunica su incipiente disnea, producidapor la cuidadosa persecución. Coge la pieza danesa, revisacon lentitud los motivos grabados, la vuelve a poner en elmismo lugar. Recuerda los motivos: los barcos pequeños,como aquellos que son de plata y se exhiben en las vitrinas,en la bahía resuelta en un simplista cuadrado escolar. Lasmurallas que ciñen las plazas y el palacio real, con elburgomaestre recibiendo una comisión de estudiantes chi-nos, que le muestran una colección de estampas de la Chi-na de las montañas y los lagos. Luego, ya por la mañana, losómnibus a la puerta mayor de las murallas, para recorrerlos castillos medievales y las fábricas de vajillas. El círculosuperior de la jarra es un castillo muy almenado, que noprecisa si es de nuevo las murallas que inician la ciudad,con su puerto de cuadrados escolares, donde están ancladosunos barcos que parecen ballenas con una bandera danesaarponada. El niño coge de nuevo la pieza danesa, quierememorizar los motivos que se tienden a lo largo de la carre-tera hasta el castillo rocoso que almena el cuello de la jarra.Reintegra la jarra al sitio de su costumbre, pero ahora unmanotazo la derrumba, la vuelve fragmentos con motivoscompletos y añicos indescifrables. La abuela no quiere exage-rar el daño para que el niño no hiperbolice su miedo, co-mienza a recoger en silencio todos los pedazos de la jarra, a

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guardarlos en un paquete y a ponerle cintas y cordeles, comosi fuese —la abuela no es irónica—, un regalo recibido porla mañana. Suena el timbre. ¿Serán los padres que lleganpara regañar al niño? Ahora la abuela tiembla y aprieta alniño contra su pecho.

—Compadre, no lo quisiera contar, pero mire usted que loinvisible se mostró ridículo aquella noche. Era un día sába-do, muy apacible, que hasta el comienzo mismo de la nochemostró su circunspección. A veces lo invisible, que tiene unapesada gravitación, y en eso se diferencia de lo irreal, quetiende más bien a levitar, se muestra limitado, reiterado,con lamentable tendencia al lugar común. Me dormí conun sueño ocupado y hojoso hasta la medianoche. Así queme desperté con una mitad del cuerpo muy descansado,aunque no podría precisar cuál era esa mitad. Aunque lamedianoche es muy propensa a las barrabasadas con lo in-visible, no me desperté sobresaltado. Casi despertándomeen esa medianoche, noté un ruido que venía del sitio don-de se encontraba el sillón. Lancé lentamente la mirada, to-davía me quedaba un residuo indeciso del sueño, hacia elsitio del ruido. El sillón y el ruido no se me mostraron enuna sola acabada sensación hasta que encendí la lámpara.Pero entonces pude notar con cortante precisión que el si-llón se movía sin impulsarse, se movía sobre sí mismo pu-diéramos decir. Desde el primer momento tuve la seguri-dad de que no había sido el roce de algún ladrón, ni tampo-co un enojoso tropiezo con el gato en persecución de suenemigo. La movilidad del sillón tenía la sencillez, aun enel marco feérico de la medianoche, que pude volver a dor-mirme. Al despertarme sentí que la otra mitad de mi cuer-po se había añadido a la otra mitad desconocida, que aldespertarme en la medianoche ya lucía descansada y plenadentro de una melodiosa circulación que se había remansadoa la sombra húmeda.

—En la medianoche siguiente, casi a la misma hora, vol-ví a despertarme, pero la forma tan burda en que lo invi-sible se me regalaba, me hacía esperarlo ni siquiera conindiferencia, mejor con cierto desdén por la forma tan

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apresurada con que ese invisible hacía su aparición. Esta-ba aún entre la vigilia y el sueño, yo creo que un poco másde la parte del sueño, cuando acompañando al ruido delsillón, comencé a oír como unas carcajadas, que cuandoya estuve totalmente despierto, el ruido de esas carcajadasvino a situarse cabalmente encima del sillón en movimien-to. Eran las habituales grandes carcajadas, las de un bajoruso en una canción popular, o las de un personaje sha-kespiriano, pringoso y con un exageradísimo diafragmaecuatorial. Me levanté, recorrí todas las piezas de la casa, ysólo me encontré la pequeñísima sorpresa del gato escar-bando una esquina del patio. Creo que lo hacía por dis-traerse, sin ninguna finalidad, pues al verme continuóescarbando como quien realiza un trabajo sin propósitoconocido y por lo tanto no cree que pueda surgir la suspi-cacia de la competencia. Cuando regresé a mi cuarto, ya elgato estaba en su cojín dormido. Me senté en el borde dela cama para aprovechar mejor ese dúo entre el sillón ba-lanceado y las carcajadas que en círculos concéntricos sesituaban sobre el ruido del sillón al moverse. Parecía queesas carcajadas fueran naciendo con el propósito de sen-tarse sobre el sillón, mejor, sobre el ruido del sillón al mo-verse. Apagué la lámpara volví a quedarme dormido. Comodos horas después volví a despertarme, pero esta vez alsillón y a las carcajadas se añadió un tercer instrumento,la puerta del cuarto; detrás del sillón se había abierto, yasí permanecía como esos músicos que en las orquestassólo irrumpen en muy contados momentos de unas cuan-tas partituras que los necesitan, así la puerta abierta aña-día al sillón balanceado y a las carcajadas una posibilidadmuda que tendría tan sólo una brevísima participación enun tiempo desconocido. Un momento después ya yo esta-ba convencido de que eso era lo otro que tendría que su-ceder. Sin embargo, el silencio de la puerta abierta, elsillón en movimiento y las carcajadas, se mezclaban con en-tera corrección. Era un silencio que no desafinaba. Yo losoía a los tres, sentado en la cama y con el rostro apoyadoen las dos manos. Me levanté, el gato seguía durmiendo ensu cojín, y de nuevo, no por mis propios pasos, sino guia-do por el improvisado trío, que parecía sonar para acom-

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pañarme tan sólo esos tres metros de la marcha de micama al patio. Entonces, no lo había hecho en los treintaaños que vivía en esa casa, comencé a fijarme, con exaspe-rada lentitud en el patio.

Juan Longo era un crítico musical que en su edad mayorhabía quedado viudo, después de muchos años de felicidaddoméstica, de un vivir exquisito, de un noble sentido parala cortesanía y la amistad. Los primeros días de viudo sereplegó a un deslizarse aislado, en los recuerdos de sus vas-tos sumandos de horas placenteras. El matrimonio habíaquerido vivir en un ambiente prerrafaelista, pero pasadosalgunos meses, el crítico viudo recogió todos los libros deRuskin, que estaban en la estantería de la sala, y los llevó alos baúles sombríos del último cuarto, donde se guardabanpartituras que el tiempo había dorado con cansancio, unaheladera para hacer mantecado a mano en los días de estíogaditano, y los cascos de viejos sombreros con los que suesposa había asistido a las mejores noches de Nijinsky. Lajarra griega con el motivo de la esfinge sobre una peanamarmórea, fue llevada al claroscuro de la sala y en su reem-plazo, en un primer plano, la jarra griega con el faunilloencandilando toda la pastoral, comenzó a lavarse en los sen-tidos apagados y en los juegos arteriales, carentes de todoelástico para las bromas de Eros, del heptagenario críticomusical. Las estampas japonesas con damas en su peinadorfueron reemplazadas por motivos de pesca, en un retirodonde coincidían poetas y guerreros, cuyo único ejercicioera ya la melancólica contemplación del curso de la líquidacorriente, pero en los cuales aún, rodeados de los escollosamoratados de las ojeras, saltaba el pez de la mirada.

Después de un tiempo, muy breve, que estimó discretopara su luto, comenzó de nuevo su asistencia a vernissages, areuniones crepusculares que se daban para oír un nuevodisco de Béla Bártok. Estaba ya muy acostumbrado al vivirmatrimonial, a esa agradable monotonía de todos los días, acontarle a una persona las cosas desagradables, que mien-tras ella no fuera su causa, nos dará la razón y el mimo. Unapersona, en fin, que tuviese para nosotros una armoniosa

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lentitud, cuando todo pasa a nuestro lado con los ojos ce-rrados y en un dislocado frenesí. Encontró muy pronto enesos ambientes de artísticas melindrosidades, unacincuentona rebajada de la aglomeración irregular de lasgrasas por la calistenia sueca, el Hebert suizo y la ducha apresión. Disimulaba, como una taimada dedicada al espio-naje, que fuera profesora de cultura física. Lo ocultó mástodavía, cuando vio la propensión que le mostraba el críticomusical, que por su refinamiento prerrafaelista se hubierahorripilado al enterarse del terrible menester a que se de-dicaba la cuitada. No había tiempo que perder, y rodeadosde un grupo de esteticistas fatigados, entraron con dignísimamajestad por la puerta mayor de la catedral habanera,oyéndose muy cerca las progresiones lentas del oleaje ma-rino, viejo guerrero con muchas heridas.

La recién casada cayó muy pronto en un terror metafísi-co de lo temporal. Los veinte años de diferencia que habíaen el nuevo matrimonio, hacían que ella, la beneficiada eneste cortejo cronológico, pusiera el oído de la alucinación alconteo del goterón inexorable. El pescado, poco santifica-do por el óleo, las lechugas y el amarillo terroso del papayo,se reiteraron tanto en las comidas, que el crítico musicalsólo de sentarse a la mesa se nauseaba, le parecía oler algato saboreando el peine de la esqueletada de un parguillo.Viendo que el tedio gastronómico se apoderaba del crítico,la esposa decidió acompañar las comidas con una cráterallena de leche cremosa, seguida de barquillos o de panalesque le recordaban al cuitado sus años de adolescente, cuandosu madre vigilaba exageradamente su bronquitis. Las sopascargadas de sustancias, torpes al hígado; las frutas densasde pulpa, propicias a las fulmíneas revulsiones del azúcar;los guisos, tridentes de sofritos complicados, tendenciosos alas intoxicaciones de pesadilla, fueron suprimidos por losdictados de esta Circe infernal. La crátera batida, aumen-tando su dosis, adquirió su antigua majestad de recorridopor la sala de los pretendientes. Las virtudes somníferas dela leche fueron ganando la voluntad del crítico, comenzandosus exageradas dormiciones, doblegándole la voluntad y lamédula. Por algunas lecturas de divulgación de la teofoníaegipcia, la esposa conocía que la hibernación destruye la

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terrible sucesión de la gota temporal. La seguridad de te-ner el esposo a su lado durmiendo, ahuyentaba la muerte.

Atrio Flaminio, el capitán de legiones, había tenido noticiasde que la guerra había comenzado de nuevo en laCapadocia. Aquella mañana, al llegar al campo donde esta-ban las tiendas del ejército, con sus banderolas repletas deáguilas que se abalanzaban gritando, sus compañeros de armacomenzaron a vivar su nombre, a saludarlo con estruendosasmuestras de alegría. Sabían que su destreza y su valor dis-minuían, paradojalmente, la posibilidad de la muerte. Sa-ludó a la romana, con espléndido gesto apolíneo; aun loslegionarios de otras compañías mezclaron sus gritos a los desus soldados. —Nada más que sabemos vencer, desconoce-mos a la muerte, que tendrá que esforzarse hasta cansarsepara reconocer a uno solo de nosotros —dijo, después delsaludo. —Ordena ya la partida, si se acerca la muerte ladecapitaremos —fue la respuesta que en un inmenso ecollegó a sus oídos—. Atrio Flaminio saludó de nuevo y se fuea conversar con los otros jefes de la expedición y de las ciu-dades señaladas para abolir sus murallas.

Atrio Flaminio llegó con sus tropas a la provincia de Mileto,donde se celebraban juegos en honor de Zeus Cronión. Cadauno de los guerreros de aquella provincia, era una hazaña.Habían ceñido guirnaldetas de mirtos en alguna pítica oístmica. Flaminio observó por sus avanzadas que cada unode aquellos gimnastas trocados en guerreros, mantenía ladistribución de sus dotes por orgullosas individualidades.Los lanzadores de jabalina se impulsaban con sus lanzas ydespués se detenían en la armoniosa esbeltez de quien va alanzar una vara alada. Los levantadores de pesos, de acu-mulados músculos como un bisonte, convergían el índicede sus fuerzas hacia lo alto, un poco como Atlas, sostene-dor de planetas. Los especializados en la promaquia, aun-que rematasen con daga, buscaban al otro luchador con basey altura semejantes a la suya, para ser más aclamados cuan-do el contrario rogase una tregua. No podían ser distribuidospor falanges formadas por atletas semejantes en sus dies-tros ejercicios, pues las rivalidades entre ellos los hacía

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sentirse enemigos en la cercanía de la competencia. Dis-tribuidos al azar, no se entusiasmaban con el canto guerre-ro al final de la pelea, sino soñaban con aclamaciones en elcirco y la entrega de la torre de plata en disputa. Flaminioseguido por las avanzadas exploradoras, llegó a observar, aestudiar diremos, los ejercicios al amanecer de las tropasenemigas. Vio con alegría cómo el soldado de fila, menoslos veteranos de muchos escarceos anteriores, no se mez-claba con los atletas. Los soldados, desde los bisoños hastalos llenos de cicatrices, observaban los círculos donde losgimnastas convertían el aire frío del amanecer en un espejoempañado, pero donde aún podía vislumbrarse el juegode sus proporciones y la docilidad de la sangre extendiéndo-se por sus fragmentos, como un río conducido por Heracles.

Flaminio precisó que aun mezclados los guerreros y losgimnastas dejaban ver sus diferencias. Distribuyó sus tropasen guerrillas móviles y tropas de resistencia. En grupos decuatro guerreros ligerísimos caerían sobre cada uno de lospresuntos gimnastas, cuando estos atacasen recreándose enel poderío y la esbeltez de sus cuerpos. Mientras las tropasregulares de sus enemigos se lanzasen al asalto, sus legiona-rios mantendrían tácticas de resistencia para fatigarlos. Esdecir, con la simetría de una maniobra calculada con exce-lencia, las tropas de Atrio Flaminio pelearían en dos planossuperpuestos y giratorios. Lanzadas al asalto las guerrillasmóviles, procurarían en sus primeras embestidas fatigar alos gimnastas, después volverían a la retaguardia de las tro-pas regulares en amurallada resistencia. De esa manera losgimnastas tuvieron la pavorosa sensación de que el batallónenemigo lanzaba sobre ellos un relámpago de ataque de ca-ballería. Acorralados por todas partes, los gimnastas procu-raron buscar refugio en sus otras tropas regulares, pero estaseran diezmadas por una resistencia de piedra.

Embriagado por la alegría de atacar al lado de sus tropas,Flaminio no pudo oír los primeros gritos de victoria. El capi-tán de legiones perdonó a las tropas regulares; después dequitarles las armas, los mandó para sus casas con regalosde comestibles para sus familiares. A los gimnastas, antes deregalarles la libertad, les exigió una función circense parasus tropas.

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Días después de la batalla asistieron las tropas de Flaminioa la función de la victoria. Comenzaron los hurras, las acla-maciones a los momentos decisivos del encuentro. Llegó elmomento del desfile de los gimnastas. Sus movimientos erangravemente rítmicos, sus rostros trágicos como de quieneshan jurado cumplir una última misión. Se pusieron en mar-cha con una decisión que recorría sus músculos, fuertes suspasos en la arena caliente. Al centro de los espectadoresestaba Atrio Flaminio, con sus ayudantes y los héroes delcombate. Al pasar frente al capitán, fuertes en la unidad desu juramento, lanzaron contra él sus jabalinas, sus bolasde hierro, sus venablos, sus discos de bordes cortantes, que-dándose inmóviles como para esperar la muerte. Fácilmen-te la algarada fue dominada y encadenados los gimnastas.Flaminio apenas sufrió riesgo alguno, pues había asistidocon su coraza ornada de sierpes, que remedaba el escudode Pallas Atenea.

Flaminio, admirador del gesto valeroso, ordenó que losgimnastas fuesen puestos en libertad y que regresaran a suscasas con todas sus armas.

Al despertar, la jarra danesa me pareció más importante queel astro de la mañana. Al dirigirme al sitio que ocupaba en larepisa del estante con los libros, le pregunté a la abuela siconservaba los fragmentos de la jarra, pero me miró sorpren-dida, como si le hubiese hecho una pregunta sin anteceden-tes ni consecuentes. Ya podía andar sin intranquilidad haciasu contemplación, ver sus barquitos, sus carreteras llenas deómnibus que se dirigían al castillo rocoso en el cuello de lajarra. Pero cuando estuve frente a la jarra, me sorprendió mipropia reacción, me sentí entristecido, como si de prontohubiese surgido un obstáculo en mi camino. Me parecióque se había disipado un encantamiento. Llegó el niño nue-vo para ver a su abuela, pero ya no se quería apartar de ella,que lanzaba con mano temblorosa la pelota por el patio, peroparecía que la pelota hubiese perdido su saltante elasticidad,rodaba con torpeza hasta el caño central del patio y allí sedetenía como carente de ánimo y del placer de sus anterio-res correrías. El niño retrocedía hacia su abuela, parecía indi-

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ferente a la suerte de la pelotilla. La abuela redobló sus bríosy la lanzó con más fuerza hacia el traspatio, pero entonces elgarzón comenzó a gritar y a llorar, a darle la espalda a suabuela como si no le quisiese ver la cara. La abuela comenzóa intranquilizarse, pues tenía que estar toda la tarde cuidan-do al niño, y si este no jugaba tendría que adivinar sus pensa-mientos, penetrar como un pájaro en su cabecita, pues parauna abuela no hay nada más atemorizador que ver a su nietopequeño reducido a la inmovilidad, sin saber por qué moti-vo y por qué adversa divinidad. Cuando un niño se ensimis-ma en algo que no es el juego, la abuela siente el tiempocomo un castigo. Parece entonces como si antes de morir laabuela, el tiempo se le hubiese vuelto indescifrable.

La abuela llevó al niño, tuvo casi que empujarlo con dul-zura, frente a la jarra danesa. Pero el niño no modificó suindiferencia. Entonces la abuela le puso la jarra en sus ma-nos, pero se limitó a darle vueltas, sin ningún cuidado, yotras muchas vueltas, pero sin fijarse en sus motivos, parecíaque su mirada cruzaba la carretera con más velocidad quelos ómnibus, llenos de pasajeros gritones que se dirigían alcastillo. La abuela deseó que rompiese la jarra, pero el niñocon extremo cuidado la llevó al mismo punto de la repisa.Tentó casi al niño poniendo la pelota cerca de la jarra, peroel niño no se fijó ni en la pelota ni en la jarra. No sonó eltimbre con la llegada de los padres, pero la abuela apretó alniño contra su pecho como si alguien se lo fuera a robar.

Aquella medianoche, sin el menor sobresalto, como en suvigilia de otras ocasiones, se encontró al despertar con elsillón, las carcajadas y la puerta que daba al patio, como sifuesen instrumentos ya muy bien afinados para su trío. En-cima del patio el cabrito lunar cuadraba de blancura el cen-tro de irrigación cariñoso de la casa que era la vaciedad deun cuadrado. La fuerza de ese cuadrado generalmente eraabsorbente, era un vacío, que como la boca de algunas ser-pientes, atraía hacia su centro el tranquilo desenvolversede esa familia, a los paseantes y a los visitantes. El vacío delpatio de una casa es su fragmento más hablador, es, pudié-ramos decir, su totalidad habladora. Es un vacío que puede

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ser discreto, sigiloso o aterrorizador. Cuando la familia vade excursión, se demora en el extranjero, o pasa un fin desemana en la playa, la cara de ese vacío se vuelve fosca, pare-ce como si no se hubiese afeitado.

La influencia de aquel trío, que aquel hombre en su totali-dad parecía haber asimilado, hacía, sin embargo, rechinar elpatio. El signo absorbente de aquel cuadrado vacío se trocaba,al recibir los envíos de aquel ridículo concierto, en una fero-cidad impelente. Caminaba, mandaba, exigía. Arañaba consus exigencias. Pero aquel hombre, dócil, no obstante, al trío,comenzó a interpretar las palabras del cuadrado vacío. Seempezó a vestir. La improvisada impelencia del patio fueadquiriendo para él la misma claridad de lenguaje que el dela acostumbrada absorción. Con tanta claridad interpretabasu lenguaje de impelencia, que pudo ponerse los zapatos sinla ayuda del calzador, el pie pudo deslizarse sin la menorfricción con la piel de caballo que lo ceñía con molestia, sobretodo cuando pasaban días sin usarla. Los exabruptos deaquella impelencia se cumplimentaban por él, como las ór-denes de un capitán en el desierto.

Acabó de vestirse con el natural cuidado de siempre, conla lentitud que se tomaba para afeitarse, antes de encaminar-se a su trabajo de todos los días. Le pareció como si en uninstante su casa abriese todas las puertas, espesase el sueñode sus familiares, como si la fuerza de la impelencia del cua-drado vacío lo levantase en un remolino y lo depositase en elmás amable esclarecimiento callejero obtenido por un farol.

Sería algo más de las tres de la madrugada cuando co-menzó a descender por el Prado, rumbo a la Avenida de lasMisiones. El inviernillo caracoleaba como un alazán cabal-gado por el niño infante Baltasar. A medida que avanzabapor el parque, veía los asientos más vacíos. Al llegar a lacalle Refugio, tal vez por la sugestión del nombre, sintiócomo si fuese transportado a una región de total entrega yconfianza, como si esa región estuviese guardada por sumadre. Eso lo hizo avanzar con entera seguridad. Cuandollegó a la calle Genios, no era ya tan sólo su madre la que loacompañaba, una divinidad propicia, un geniecillo parecíaque guiaba su camino, iluminándolo con chispas, con unaclaridad que giraba como una rueda, como si lo estelar se

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hipostasiase en una claridad que lo precedía, dejando ensus contornos fría e inmovilizada a la noche.

Al llegar al final del parque, dobló a la derecha por elParque de las Misiones, hasta llegar al Anfiteatro. Se asomópara ver el proscenio. Entonces observó allí también unvacío tan impelente como el del patio de su casa. Reinabala misma atmósfera, como si en el centro del proscenio estu-viesen ofreciendo su trío el sillón balanceado, la espiral delas carcajadas y la puerta abierta. Seguí por el camino querodeaba el Anfiteatro, hasta penetrar por el centro areno-so, con su doble fila de pétreas estatuas, producidas porun momento muy feliz de la nobleza de la artesanía espa-ñola. En el último banco se vislumbraba sentado un hom-bre vestido de un carmelita encendido, teniendo a su ladoun anacrónico sombrero de castor, de ala tan ligera queparecía que con el impulso del viento se echaría a caminar.Me fui acercando fingiendo naturalidad, como si aquellaaparición fuese algo con lo que yo contaba como espec-táculo para aquella medianoche. Ya estaba cerca de él ypude observarlo con relativo detenimiento. Su cara era deun rosado muy brilloso; como la noche aún permanecíabastante lunada, parecía un ungüento rosado lo que teníasobre las mejillas. ¿Qué hacía con sus dos manos en incesan-te movimiento? En la mano derecha tenía una aguja conun larguísimo hilo negro. En su mano izquierda se veíauna media a la que zurcía. Puntada tras puntada y un rostrorosado con luna; aunque la noche era fresca parecía sudar.

Era más bien enjuto, con el pelo abundoso, pero entera-mente blanco, su mansa sonrisa parecía que le caía en elpecho con suave movimiento rotativo. Su exagerada bené-vola sonrisa tenía algo del jarabe bronquial. Todo el tiempoque el paseante lo vio, le vio los dientes en la sonrisa.

Al pasar frente a él, me detuve. Extremó entonces el cui-dado de sus puntadas. Dentro de la media había algo quefacilitaba su labor. Al mirarme no pude precisar cómo eransus ojos, digo que me miró, porque dirigió su cara hacia lamía. Extrajo de la media lo que facilitaba la entrada y salidade la aguja. Entre su índice y el pulgar estaba lo que dabapeso a la madera y seguridad a las puntadas que daba elhombre vestido de carmelita. Era un pequeño cuerpo de

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una gran semejanza lunar. Me lo enseñó y oí claramente loque me dijo, su acento era el de un extranjero que hablabacon mucha corrección nuestro idioma, o el de un cubanoque hubiese estado mucho tiempo por extrañas tierras. Medijo: es un huevo de marfil. El rosado de sus mejillas apresurósus pasos hacia el bermejo, los dientes, sin exageración, sehicieron más visibles que la sonrisa. Elevó más el huevo demarfil, como para ponerlo a la altura de mis ojos.

Ya yo no tenía que hacer nada más frente a aquel hombrey sin apresurarme cogí otra vez mi camino. Llegué al apos-tadero con las lanchas que van hacia Casablanca o a la Ca-baña. Los remeros, cerca del farol encendido, dormían unsueño que no se turbaba, cuando los peces querían morderlos reflejos de aquella luz. Dormían un sueño tan abisal,con tal sombra de plomo, que detenía la alegría de los cole-tazos de la avalancha de los peces.

La influencia lunar sobre el cuadrado vacío del patio demi casa, luego sobre el proscenio igualmente vacío, despuéssobre el huevo de marfil, hasta ese momento de mi transcu-rrir había sido muy decisiva. El mismo huevo de marfil pa-recía una luna achicada por procedimientos incaicos, comola reducción que hacen de los cráneos. Pero la cercanía delamanecer iba anulando esa influencia del arruinado, men-guante cabrito lunar. Seguimos caminando hasta llegar a lapeligrosa zona de los cafés portuarios. Un barco sueco ha-bía soltado su tripulación, inundando aquella zona con suscachetes de un rojo acumulado, con su pelo entre el estro-pajo y la seda, mitad peleles y mitad personajes de cuentosinfantiles. Tomaban las bebidas más fuertes, como si juga-sen a las bolas de colores en algún parque, cuidados poruna tía solterona y pecosa. La embriaguez en ellos no eraalegre ni gemebunda, parecía que salían de los bares conuna cantimplora de ginebra para dársela a los bacalaos pe-queños. Cuando salían del bar no estaban alegres nigemebundos, daban un salto como un ánade, como un gansocualquiera.

La puerta de uno de aquellos bares se abrió empujadapor un grupo de aquellos marineros, seis de ellos llevabancargado a otro marinero sueco, manándole sangre del pecho;tenía allí clavado un puñal con una empuñadura muy la-

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brada, como si hubiese sido elaborada en Bagdad por pla-teros que conservaban la gran tradición del califato. El pa-seante de la medianoche se acercó al marinero hasta verlelas sierpes tatuadas que se le enroscaban en el cuello. Lasangre cubría aquellas sierpes, como si hubiesen sido pico-teadas por águilas al descubrirles sus nidos. El barco suecoestaba anclado en Tallapiedra, por la escalerilla de uno desus costados condujeron al apuñalado, que sin quejarse lu-cía los ojos entornados. Los perros portuarios comenzarona lamer los coágulos de sangre, desde la salida del bar hastael primer peldaño de la escalerilla del barco. Eran perros sinamo, perros de luna portuaria, que retornaban a la sangre.

El paseante siguió por la Aduana, donde un gran carga-mento de cebolla, tapado con una lona húmeda, le hizopensar en la corteza lunar y en la porcelana china llamadacáscara de cebolla. Llegó hasta donde estaban atracados losveleros; por el humo que desprendía la cocina, parecía quehabían comenzado a preparar el desayuno, aunque todavíano asomaba la claridad de la mañana. Miró en torno parainiciar el regreso. Al pasar frente al bar de donde habíansacado al marinero apuñalado, vio que conversaban losmismos hombres que habían subido al herido por laescalerilla. Un marinero sueco, dando grandes zancadas porla misma escalerilla, salió dirigiéndose al grupo que estabafrente al bar. Ya cerca de ellos les dijo: —Aún no ha comen-zado a confesarse con el pastor. Ya yo les contaré—. Diomedia vuelta y entró de nuevo en el barco.

La esposa del crítico musical, a pesar de la dormición obte-nida en su compañero prerrafaelista para vencer losdesgarrones de la temporalidad, ensayaba procedimientosmás radicales para ahuyentar sus temores, pues en periódi-cas unidades de tiempo que se reiteraban, ingurgitaba eldormido, y aunque ella acudía de inmediato con la cráteraespumosa, este pedía concreciones más sólidas en la incorpo-ración, siquiera una sopa de ajo, ya un miñonete con setaschinas. Eso hacía temblar a la esposa, se sentía aún inseguraen las técnicas que manejaba como presuntas llaves de ladormición.

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En la noche, aunque dormía, dio muestras de intranqui-lidad, queriendo moverse a ambos lados de la almohadaverticalizada en la que apoyaba su cuerpo, movido con laayuda de su esposa. Pero aquella noche la esposa quiso irmás allá de las virtudes somníferas de la leche. Espejo sobreel aliento y mano sobre la tetilla izquierda, la llevaron a com-probar la mansedumbre del oleaje de aquel sueño. Adelan-tó la mano derecha fingiendo extensiones cariciosas por elcuello, luego fue presionando las carótidas para ahondar lacatalepsia. El crítico musical falto de irrigación por los cen-tros nerviosos, al cerrarse la columnata sanguínea que as-cendía al cerebro, se desplomó en una zona casi indistintacon la muerte. La esposa le tapó con tapones la entrada deaire por la nariz y por los oídos. Ella sabía que no eran lostapones de cera, usados para defenderse de las sirenas, puespara la ocasión más ayudaban tacos negros, reveladores dela cercanía de las parcas, derramando sus sombríos velos.El oxígeno que trae vida, al ser suprimido, por ley espera-da, suprime la muerte, regala la inmortalidad que se dis-fruta a la sombra de algunos valles egipcios.

Esperó la mañana para, con más cuidado, terminar losejercicios catalépticos. Una varilla de plata, usada en lasrecepciones que daba el crítico en su época áurea, para re-mover los trozos de hielo en las profundidades de la wiskada,sirvió para las primeras pruebas de enroscamientoslinguales. La prueba resultaba un tanto violenta, el críticoparecía que se iba a desperezar, pues emitió con lentitudunos bostezos muy redondeados, pero dio comienzo a losvuelcos retrotráctiles de la lengua, como un oso hormigue-ro que se embriagase con miel de hormigas. El frío de lavarilla de plata se diluyó en el punto de congelación moradolingual. La tráquea rechinó como la de un ahorcado, cuan-do la lengua comenzó a hundirse por las profundidades dela garganta.

La presión por las carótidas y los ejercicios retrotráctiles,deben comenzarse en edad temprana, pero si en algúncaso los extremos se tocaban, era en el del crítico musical,pues a los setenta años largos su esposa lo había puesto atamaña prueba, que debe comenzarse a los pocos mesesde nacido y ayudado por padres conocedores de los mis-terios de la dormición.

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Sin embargo, el heptágono cronológico fue muy propi-cio a su iniciación cataléptica. La cabeza caía con levedad,hundiéndose un poco más en la almohada cuando lascarótidas eran presionadas. De la misma manera, en los ejer-cicios de retrocesos linguales, al principio creyó el críticoque la varilla de plata traía aparejada alguna oblea de deli-cias, pero la mente poco rociada al cerrársele los canutos dela sangre, favorecía una extrema flaccidez que le era propi-cia a los enroscamientos linguales en la varilla de plata.

Cubrió con cera todo el cuerpo del crítico, para evitarque insectos misteriosos lo penetrasen, como recordaba dealgunos derviches que sumergidos durante cierto tiempohabían reaparecido con parte del cuerpo devorado por lashormigas blancas, esas pirañas terrenales. Revisaba las sá-banas, los colchones, las fundas, pues había leído que en eltrance cataléptico, en prueba de sumergimiento, unasierpilla había entrado por la nariz, llegando hasta el nidoalgodonoso del cerebelo, abrevando en el cráneo como sifuese una cazuela poblada de un consomé frío.

Cada uno de estos ejercicios había que prepararlo con uncuidado tan exagerado, semejante al trabajo de las abejasdentro de un poliedro de cuarzo.

No se trataba de provocar un primer estado cataléptico,de llevar un sujeto al sueño, sino, por el contrario, ya en elsueño, prolongarlo indefinidamente, prolongarlo hasta re-giones bien diferenciadas de la muerte. Conservarlo en unsueño como si ya en la muerte, destilase algunas gotas devida. Saber que goteaba, aunque fuese un gotear invisible,aseguraba el residuo lejano de algún manantial.

Sus muchos años hacían que el crítico no pudiese entraren un total estado cataléptico, caía más bien en un sonam-bulismo permanente. La afluencia de sangre que se deteníaen la presión de la carótida, era muy pequeña, pues habi-tualmente bastaba la crátera espumosa para sumirlo en unamodorra semejante a la de un osillo perezoso en un parquelondinense. Su lengua se espesaba, sin mucho esfuerzo, enaños de inactividad, sin necesidad de obturar la tráquea,derrumbándose la lengua por los abismos. Su estado de so-nambulismo le permitía ver con los ojos cerrados. De talmanera que su esposa no podía evitar, trágicamente, los

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estados de ánimo que con tristeza afluían al rostro del críti-co musical. Cuando la mano de la esposa iba en busca de latráquea, la cara del dormido iba adquiriendo el desmesu-ramiento facial de los ahorcados. Cuando la varilla de platacomenzaba a enrollar la lengua, la boca del crítico remedabala de un osezno haciendo las bellaquerías en un bosque depinos. Cuando el estado cataléptico era total, su rostro be-névolo remedaba el de un rey pastor, cuyo cuerpo yertoera mostrado ante el pueblo, con el gesto cansado de acari-ciar un corderillo que a su vez le lamía las mejillas.

Llegado Atrio Flaminio, nuestro capitán de legiones, a laTesalia, donde ya era conocido por el eco de su victoria so-bre los gimnastas, se iba a encontrar con enemigos que learrancarían un perplejo. Su fama iba ya adquiriendo esaresonancia que no se deriva de la realidad de un hechodominado, sino de la tradición oral que regala unaindetenible progresión, cuando el pueblo es el que anuncialas proezas, pues lo que llega hasta sus dominios, recibe esaregalía, sin la que la inmortalidad de gran estilo se sientesiempre en zozobra y como cerca de un eclipse.

La Tesalia había sido siempre pasto de hechicerías. Al lle-gar a esa región, las legiones de Flaminio, que eran de lasmás valientes del ejército romano, sentían escalofríos noc-turnos, al abrevar en las fuentes se desvanecían o se queda-ban paralizados de súbito como si los músculos se les trocasenen bronce. La Tesalia entera ardía en conjuros, aparecidos,holoturias flotantes en el aire, nubes que disparaban fle-chas y piedras. Algunas regiones sicilianas son muy sensiblesa las fórmulas para adentrarse en lo invisible. La antiguaEtruria había sentido como pocos pueblos los dictados de laselevaciones del fuego, las oraciones de la crepitación de lamadera, los talismanes encontrados al remover las cenizas.Los soldados de esas legiones habían comenzado a temblar.Al pasarles revista su jefe, bajaban la cabeza, y mirando susojos, Flaminio los encontraba inertes como las cuencas delas estatuas.

Habló con algunos de los viejos soldados de sus terrores,pero esos supersticiosos irremediables le aconsejaron que

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reemplazase las armas por guadañas, para cortarle los piesa los aparecidos, de acuerdo con una antigua creencia de laEtruria. Flaminio se decidió por otra solución. Escogió unatropilla en extremo ligera, para que fuese a Delfos a consul-tar a la pitia. La hechicera se negó a entregar sus secretos alos invasores. Cuatro de sus soldados la sacaron a punta delanza de su guarida, cerca de un agujero en la tierra quedesprendía vapores hirviendo, con pequeñas piedrasveteadas de verde. La pitia arrebatada se mordía los labiosy la lengua y miraba con odio a los que le querían arrebatarsus oráculos en contra de sus hermanos, los griegos armo-niosos. Al fin, convulsa, rodó por el suelo, y los soldadoscon sus lanzas apartaban su rostro de la tierra, pues queríamorderla. Todo su rostro espantoso se llenaba de tierra yde sangre.

Antes de arrebatarse en el trance, traía ya en la mano unapiedra; después, a medida que se frenetizaba, logró, arras-trando la otra mano por la tierra, asir otra piedra, la queocultaba cerrando el puño hasta deshacer la piedra en pol-villo. El rostro cubierto de sangre en aumento, sintió cómose restregaba con el polvo de la piedra. Las lanzas, de perfilheridor, trazaban sierpes por sus espaldas, por su rostro,tatuando también sus brazos. Antes de expirar musitó len-tamente: Piedra y pedernal. Abrió una de sus manos, rodólo que quedaba de la piedra deshecha en polvo; la otra mano,quemada por el pedernal, comenzó a arder.

Después que la pitia expiró, corrieron los legionarios enbusca de Atrio Flaminio, acorralado por la hechicería en laTesalia. La guardia, aún temblorosa, le repitió las frases fi-nales de la mediadora oracular. Flaminio se dejó invadirpor la sentencia, permaneció durante toda la siesta dándo-le vueltas al poliedro enviado por lo invisible. El sueño comouna leve brisa rodó sobre su piel, hasta parecer que lo en-volvían en una piel mayor. Saltó de esa piel mayor como sile diese un pinchazo con su daga. El tiempo en que se habíaabandonado a la extensión de la siesta, se había convertidoen un espejo giratorio. Había entrado en aquella regióncon un poliedro cuya iridiscencia lo cegaba. Salía con unescudo metálico, donde podía fijar la refracción solar, listoya para dar las órdenes del combate.

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En la orden del día consignó que los legionarios debíansigilosamente acercarse al río en busca de piedras y piedrasde pedernal. Las piedras deberían coserse a los bordes delas capas o en los extremos de las botas, para lograr un cuerpomás pesadumbroso. Las piedras de pedernal debían ligarsea la armadura en la principalía del plexo. Los legionariosacostumbrados al ahorro de comentarios a toda orden deFlaminio, se sintieron extrañados ante aquellos consejos quedificultaban la velocidad de la marcha en las primeras arre-metidas de los legionarios más jóvenes. El miedo que se habíaapoderado de los soldados etruscos, ante aquellas órdenessibilinas, comenzó a remansarse.

Apenas se había extinguido el crepúsculo, cuando toda lahechicería de la Tesalia comenzó a silbar, a desprender delos árboles extrañas túnicas, a movilizar aéreos cultos are-nosos con rostros de lechuza. A veces golpeaba tan sólo elsilbo huracanado, dejando el rostro de los legionarios cor-tado por carámbanos como cuchillos. Caballos de humo,transparentes, entraban por los batallones romanos, abriendoremolinos que espantaban a los arqueros, pues sus flechasse anegaban en pechos de nubes, en peces de cristal ablan-dado que se hacían invisibles en el aire. Firmes en sus filas,los legionarios continuaban dándole tajos al aire, lanzandopiedras, traspasando con sus lanzas meras transparenciasde espectros con bocaza de francachela para la muerte.

Al percibir que el ataque de los legionarios se anulaba,por ser inapresables las nebulosas agresoras, toda la hechi-cería de la Tesalia se puso en marcha. Aquellos fantasmonesapretaban a los soldados romanos para transportarlos, ydespués, desde los abismos, precipitarlos. Pero allí estaba lapesadumbre de las piedras, aconsejadas por Atrio Flaminio,interpretando las palabras dejadas caer por la pitia. Tembla-ban de furor aquellos ectoplasmas cuando querían levantarel peso de uno de aquellos soldados, y se atolondraban porla profundidad de la piedra, quedándose los soldados in-tactos como árboles con las raíces extendidas entre el llanoy el acantilado. Aquellas venenosas holoturias aéreas se lan-zaron sobre los pechos legionarios, pero allí se encontrabanguardadas en cueros del toro sostenedor de Europa, laspiedras de pedernal. Al choque con los pechos alzados se

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levantaban chispas, respaldadas por la oscuridad del cuerodonde yacían, cuya satisfacción levantaba una evidencia queatolondraba aquellas ánimas ululantes. Al llegar la mañana,aumentada por la chispa de la piedra de pedernal, losectoplasmas combatientes se volvieron a su penitencia. Loslegionarios comenzaron de nuevo sus aclamaciones paraFlaminio. Llegaron, más veloces aún por el imán de la coraltriunfante, los mensajeros romanos. Las nuevas órdenesrecibidas decían que Flaminio pasaba a ser el general su-premo de la expedición.

Esa mañana sí fue cierto, la mestiza de pelo rubio que lim-piaba por horas, había lanzado con exceso de poderío elpalo de trapear sobre el fondo del descanso del librero. Vi-bró toda la caja de madera, rodó la jarra danesa hasta elborde de la repisa, allí pareció arrepentirse, pero despuéscomo si alguien la hubiera soplado, se lanzó por el pequeñorisco. La mestiza sintió, al ruido de la jarra al fragmentarse,su pelambre cerdosa electrizada por el susto. Se pasó la manopor la cabeza, la caspa de doradilla que arrastró logrababalancearla de la sorpresa. Se acercaba la abuela atraída porla hecatombe doméstica. Irremediable el logro de la frag-mentación, la anciana trataba de limitar el pavor de la sir-vienta. No era miedo al regaño, de sobra conocía la bondadde la abuela, era miedo al conjuro de ruptura. Miedo a lajarra caída como salación, temor al espejo cuando se astillasin verse la presión de la mano que le dio el hachazo. Ladoradilla de sus cerdas erectas acompañaba, como un res-plandor infernal, los pedazos inconexos por el suelo de lajarra danesa.

La abuela acompañada por la mestiza asustada, comenzó arecoger los pedazos de la jarra. Pero aquel roto pareció queabría timbres y campanillas. Poco tiempo después llegó elnieto, un ropón de lana blanca lo cubría y un gorro de lamisma lana, pero con los bordes de una cinta azul muy apa-gado, precauciones todas por lo mucho que había tosidodurante la noche. La abuela recorrió sus mejillas con susmanos, hasta que adquirió conciencia de sus sarmientosacariciadores. Entonces, se entristeció, dejó de acariciar. El

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nieto parecía aquella mañana muy seguro en sus movimien-tos. Dominaba el patio, daba palmadas frente al gato, secolocaba con ademán decidido al lado de los objetos quecaían alegremente, como una cascada en su visión. En el sitiodonde había estado la jarra pasó varias veces con suavidadla palma de la mano, parecía que acariciase la madera. Laabuela, como en éxtasis, dejaba que el garzón se alejase poruna pradera tan blanca como un escarchado; cuando abríalos ojos el niño en el patio, daba palmadas para atrapar unamariposa. Cuando se paró frente a la gaveta donde estabanguardados los fragmentos de la jarra, comenzó a cantar lascanciones de cuna con las que lo depositaban en la nocheblanda. Esa mañana el garzón hizo el descubrimiento delpequeño traspatio. Corrió con temeridad por el patio, sinperder el impulso ladeó la semiluna de la mesa del come-dor y se paró en el traspatio. Había llegado al fin de la casa.Miró en torno para apoderarse del ámbito. A la derecha, lacocina; a la izquierda, el cuarto de la criada, con algunosmuebles viejos. Penetró en la cocina, en un cajón estabanlos poliedros carbonarios, elaborados por abejas malditas,oscuros panales para la digestión del diablo. En una de lashornillas, asfixiadas por las cenizas, saltaban las pavesas. Co-gió de la caja de madera uno de aquellos poliedros negros.No sólo descubrió aquella mañana el traspatio, sino tam-bién cómo la mano se le podía oscurecer. El carbón quetenía en la mano, lo extendió por la pared, quedó una rayanegra. Vio la coincidencia de su mano oscurecida y aquellalínea negra. Por la ligera presión del trazado, la cal, sobre lalínea, comenzó a llover su ceniza, deteniéndose leve sobrela divisoria sombría. La otra cal, por debajo de la línea, sin-tió también la arribada de la pequeña fuerza contraída ycomenzó a crujir, agrietándose con exceso de discreción.

Salió de la cocina para penetrar en el cuarto de la criada.Un baúl, un sillón y la cama, eran todos los muebles. Sequedó en la puerta sin decidirse a entrar. Salió del cuartode la criada y pudo precisar que la criada había penetradoen el traspatio. Pareció que llenaba todo aquel recinto, exten-didas las dos manos, con una penetraba en la cocina; con laotra, en su cuarto. La criada, ya en su cuarto, se sentó en elsillón y comenzó a mecerse.

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El garzón corrió hacia donde estaba su abuela. Reclinó elrostro en la falda de su abuela sentada. Parecía que se ibaquedando dormido. Fuera de la falda quedaba un pequeñofragmento de mejilla. La abuela buscó aquel pedacito de lapiel rosada de su nieto y comenzó a acariciarlo. El niño nooyó el timbre que avisaba que sus padres venían a buscarlo.La abuela no lo quiso sobresaltar, sacándolo bruscamentedel sueño. Pero observó que el niño se estremecía.

El trío de la medianoche estaba ya muy adentro del desve-lado. En un orden sucesivo había recibido las llamadas de:sillón balanceado, carcajada en espiral, puerta abierta y patioimpelente. Esa medianoche, como la anterior, el patio lan-zó su silenciosa arenga con órdenes perentorias, y el desve-lado se puso en marcha. Esta vez no buscó la noche portua-ria, sino la madrugada en los mercados. Se encaminó por laAvenida de Carlos III con sus figurones de piedra, de losque sólo percibimos el peinado, con su raya al centro y susdos conchas de vuelco marino. Era el momento en que sedescorrían las lonas en el mercado, se sacaban los cestoscon las frutas rociadas por la humedad de la mañana. Enlas casetas recónditas el farol portátil se colgaba de la pre-sunta entrada. Pero lo raro era que siendo una madrugadabastante clara, todas las luces estuvieran encendidas, seme-jantes a un hombre que durmiese con los ojos abiertos. Loschinos corrían con dos cestas de lechuga colgadas en losextremos de una madera flexible sobre el hombro y en laotra mano el farol, parecía que nadaban.

En una de las esquinas del mercado se encontraba sentadoun matrimonio. El esposo era ciego, ella, a su lado, tenía unextraño oficio, mejor, un complejo cuidado. Entre los dosse encontraba una caja de barnizada madera, con una tapade cristal, por donde se podía ver la cáscara de las frutasmás ricas de color en esa estación, y entre ellas grupos defresas, distribuidas con especial simetría como para cumpli-mentar un ejercicio de composición. Como la señora en esemomento situaba las fresas, parecía que pintaba, distribu-yendo la gama caliente, aunque al tacto la frutilla cuidada porel rocío, lucía gélida por la humedad del alba entreabierta.

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El paseante, a quien ya conocemos como el intérpretemagistral del patio impelente, se detuvo frente a la caja defrutas, con las fresas distribuidas en una certera ordenanzade color. Sobre la caja había una inscripción que decía: NOSE VENDE. El matrimonio lucía una confianza serena den-tro de su ambiente, por eso no preguntó nada. Adivinó quecualquier pregunta rompería la simetría que formabanaquellas dos personas y la caja de frutas coloreadas. Se de-cidió a seguir su paseo, extrañamente colocado frente a lamadrugada.

Sin embargo, había sucedido algo decisivo para aquelmatrimonio, que era un reto conjetural para los que pasa-ban en el trajín del mercado. Al llegar aquella mañana a susitio en la esquina del mercado, el ciego lucía una sonrisaburlona y triste como si alguien se hubiera querido mofarde él. El ciego vaciló en hacer su relato, pero como sabíaque tarde o temprano se lo contaría a su mujer, decidióhacerlo en las primeras horas de la mañana. —Mira quesuceden cosas increíbles —comenzó diciéndole—, ayer tuveun sueño de lo más raro. Soñé que había recuperado lavista, pero con el nuevo sentido parece que había entradoen mi interior un diablejo de tinieblas. Aunque fui a misapara lo de la acción de gracias, al llegar a casa disfruté amedias que veía, pues estaba en soledad, tú habías salidoa comprar un nuevo cristal para la caja de madera, pues vique el anterior estaba hecho añicos. En ese momento llegóa casa una muchacha que parecía limosnera, me pidió quela dejara descansar. Me dijo que estaría caminando toda lavida, pues su padre era un joyero, la había mandado a lle-var un anillo con piedras diversas y un trío de diamantes enel montante, pero que un grupo de gangsters se lo habíaarrebatado. Me dijo que jamás volvería a su casa, pues supadre la golpearía y no creería nada de lo que ella dijese.En eso se oyó una patada dada a la puerta, después unempujón y cuatro hombres que entraron en la sala, arma-dos de Stars de ráfagas y de ametralladoras. El más jovende los cuatro gangsters se dirigió a la limosnera y comenzóa untarle caricias en el cuello. Cuando el hombre recupera-do iba a saltar para defenderla, la pequeña se sonreía con elmás joven de los malvados. El más viejo de los gangsters,

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que era el que parecía el jefe por la calidad de su paño en elvestir y por la enorme dimensión de la funda de su pistola,le dijo que le daba el brillante, si los dejaba un rato en lacasa, hasta que desapareciese la policía que los perseguía.Entonces la muchacha fingió que se ponía seria con el jo-ven gangster que la requebraba, y se acercó al que ya no eraciego para decirle: Sálvame, sálvame, en tus manos está queyo le devuelva a mi padre el brillante. Si dejaba que meacariciase era para que no me matara. Tengo ganas de re-gresar a mi casa, de ver de nuevo a mi madre. Sálvame,sálvame, y así seguía en sus sollozos, hasta que los cuatrogangsters, ya más seguros, se retiraron, dejando el brillanteen paradojal prueba de su palabra. Lo hacían para, si seencontraban con la policía y los registraban, no llevar prue-bas de convicción que harían que los encarcelaran de nuevo.

—Como una hora después tocó a la puerta el padre de lamuchacha. Cuando le abrieron, el hombre entró apopléti-co en su cólera como un basilisco. En cuanto lo vio, la dis-frazada limosnera cambió de aspecto, demostró de nuevoque su innata hipocresía le hacía favorable las más rápidasmetamorfosis, saltaba de insecto del diablo a puro ángel enun vaivén de hamaca. Dijo que el hombre le había cogido elbrillante, y que le exigía para su devolución que se dejaseacariciar, pero que ella se negaba aunque la hubiera mata-do. Entonces el padre comenzó a golpear al hombre bue-no, cogió el palo de trapear y le propinó tales amora-tamientos que lo dejó por muerto. Al irse la pequeña mal-vada le pegó con los pies en la cara, haciéndole sangrar.

Pero, felizmente, aquel día al despertar se encontró comosiempre ciego, pero sin ninguna escoriación a lo largo de supiel. —Has sido fiel al sueño, lo has relatado como te suce-dió —le dijo su esposa, en frase que sólo su esposo entendióa medias. ¿Cómo su esposa sabía que había sido fiel a laverdad del sueño? Ella, detalle por detalle, había soñado lomismo que su esposo. Interpretó esa semejanza de sueñoscomo un aviso para ambos. Había hecho la promesa, paraque su esposo recuperase la vista, de ir todos los días almercado, desde la madrugada, para que los asistentes y com-pradores viesen las frutas como don de color y gloria de lossentidos. Las mejores frutas y allí donde el color parecía

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debilitarse colocaba los grupos de fresas. En ocasiones abríaun anón, para que se apreciase la elaboración interna deaquel prodigio de luna fría elaborado por abejas acuáticas,y ponía a su lado las fresas de epicarpo más tierno, con todala gama moluscoidal del rosa. Su arte era una promesa yuna pureza, si alguien lo dudaba podía leer en letras ma-yúsculas: NO SE VENDE.

Pero aquella coincidencia en el sueño, la rareza de unsueño dual, el relato de lo soñado y su lectura en un espejode identidad, la hicieron cambiar la promesa. ¿Cuál seríaese cambio? Todavía no lo podía precisar, pero sentía ya lalevadura de la nueva promesa creciendo dentro de su cuer-po, tirando casi de su cuerpo.

El paseante siguió su camino, hasta dejar muy atrás elmercado. Llegó a un foso, estaba rodeado de animales queparecían invencionados por el Bosco. Se sonrió, supo que nohabía llegado al paraíso, todos aquellos animales estabanenjaulados. El foso estaba rodeado de lanzas de hierro, se-paradas unas de otras por una anchura como de dos pulga-das, el grosor de las lanzas dificultaba la visión. Puso su ros-tro entre dos lanzas, abajo los animales dormían, pudo ob-servar que en el extremo del círculo estaba un niño, comode tres a cuatro años, envuelto en un ropón de lana y conuna capucha que sólo dejaba ver la cara, aunque él no lapodía precisar por la distancia y la niebla de la madrugada.Cambió de posición en el círculo del foso, pero no podíaver el rostro, comenzaba por oscilar, hacerse borroso, des-pués desaparecía. Entonces se le ocurrió poner su rostroentre dos lanzas y así recorrer el círculo. Pero cuanto másse acercaba al niño del ropón, más lejos se situaba este en lavisión. Desaparecía.

El crítico de música había cumplido ciento catorce años, y asu lado la mujer que lo cuidaba había enloquecido. Unaurna de cristal, en la que se había hecho el vacío absoluto,guardaba el cuerpo del dormido. Soñaba encontrar cuatrograndes imanes, para mantener la urna en el centro de lacámara, pero aunque esa idea la seducía, pensaba tambiénque alejaría al dormido de sus inenarrables cuidados. Las

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enloquecidas meticulosidades aplicadas al crítico eran elúnico signo que demostraba que el dormido no habíadescendido todavía al fúnebre Hades. Cuanto más se per-feccionaba el reposo del crítico musical, la guardiana enlo-quecida menos separaba sus ojos de la urna de cristal. Elmás ligero movimiento del durmiente, la hacía pensar quehabía abandonado la dormición, que podía morir. De in-mediato vigilaba los tapones de la nariz y de los oídos, lacaparazón de cera que recubría todo el cuerpo, observabacon una lupa si alguna hormiga blanca había vencido el ais-lamiento del vacío absoluto. El sueño era total, la incesantecontemplación del vencimiento del tiempo la había enlo-quecido. El tiempo, destruido, sólo mostraba el sueño y lalocura.

Mientras aquella inmensa línea cataléptica recorría la di-rección opuesta de la sucesión temporal, la Asociación de crí-ticos de música seguía sus periódicas reuniones, donde lawiskada eternal se unía con el queso holandés vaporoso. Ladeglución de los chicharrones de arroz traía el recuerdo delas sentencias confusianas sobre la gobernación musical. Esaremembranza de la China clásica, generalmente unía a loscríticos barbados con los imberbes a los que se mostrabanserenos en la reunión con los que infernizaban con Baco encama regalada. El whisky en la gratuidad favorece la elo-cuencia crítica, tanto como para los alquimistas el polvo deamatista. Aquellos profesionales de la crítica, a quienes lahabitualidad de sus temas sólo les arranca un bostezo, galo-pados por el escocés en la roca verban y distribuyen comoendriagos.

Aquella noche los pocos viejos respetados y los jóvenesque le querían sacar lascas a ese respeto, se habíanentrecruzado en un desarrollo temático: el crítico que losjóvenes afirmaban que había desaparecido, era el mismoque los barbudos afirmaban que no lo habían enterrado.Su obra había sido parca, honesta, de rica artesanía, pero alsurgir su nombre para el homenaje, no podían afirmar queestaba vivo, tampoco que hubiera sido enterrado. Se hicie-ron investigaciones de lupa erudicional y de chismesesquineros. Un cartero que conservaba las listas para losaguinaldos pascuales, durante tres generaciones, dio la

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dirección última y única. La directiva de la Asociación de críti-cos musicales le pidió una entrevista a la esposa enajenada,para hacerle un homenaje al más longevo de los asociados.Había marcado pautas al gusto, canon al atrevimiento,Pegaso a la tradición. Después, con exquisitez se había reti-rado al silencio y a no molestar la fluencia del río heraclitano.

La enajenada sintió que el tiempo se agazapaba en unnuevo acto naciente. Eran de nuevo solicitados, el estadocataléptico no sólo había extendido el tiempo, sino remozadouna curiosidad por el crítico de música, que se dejaba sen-tir a los ciento catorce años, pero que en su etapa preca-taléptica había sido totalmente inexistente.

La esposa se sintió acorralada por el anuncio de la visita, lepareció como si todos los años que ella había vencido, to-masen de pronto un tridente y marchasen a pincharla. ¿Quéhacer? Como había problematizado en su enajenación, lasolución vendría de la propia enajenación. Empezó por des-taponar al crítico, con el cuchillo paleta de la mantequillafue raspando la cera, aplicó la mano en sentido traslativoen torno al cuello y en particular de la carótida. Roció elcuerpo con limón y naranja agria y llegó a la violencia rota-tiva con sus manos en los centros neurálgicos. Viejas bo-tellas pintadas sirvieron de recipiente a un agua muy férvidaque se volcaba sobre los pies del durmiente. Recordó concierto sentimentalismo que su esposo, tierna pedanteríareminiscencia de su niñez latinista, en el almuerzo reclama-ba frigidae aquae, y al asomarse al baño crepuscular probabala fervidae aquae. Le vino el recuerdo cómo su esposo, a lamanera de un voluptuoso contemporáneo de Petronio, seacercaba al agua tibia, después de quitarse las sandalias ycon no disimulado temblor, moviendo los pies introducidosen la bañadera, con la alegría de una trucha, comprobaba siel agua tenía las condiciones térmicas que su cuerpo reque-ría para librarse de impurezas.

Media hora antes de la llegada de la directiva de los críticosmusicales, la esposa extrajo de una vitrina un disco atrona-dor, donde los instrumentos de percusión más primitivosrompían casi sus parches calentados para prolongar la so-noridad por valles y colinas. Una colección de tamboresyorubas estremecía la cristalería exhumada para la recep-

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ción. La palidez del durmiente se fue acogiendo a un ritmocircular, dictado por la sangre impulsada siquiera levementepor la agudeza de la percusión. La esposa extrajo el cuerpode la urna, y con el aceite que tenía para abrillantar su ca-bello, remedo de algún ritual egipcio, frotaba al lentificadocrítico, para lograr alguna irrigación en el primer lóbulofrontal, que le permitiese, por entre las sopladas cortinasdel sueño, balbucear algunas frases a los nuevos críticosmusicales.

Sonó el timbre, la guardiana del dormido se apresuró enacudir a la puerta herrumbrosa que gimió como la de uncastillo templario con varias roscas secularizadas de cerra-zón. Algunos críticos del atonalismo tomaron nota en suscuadernos de ese chirrido. La esposa enajenada desenfundósus zalemas y sus bruscas solemnidades para la recepción.Pasaron después a la cámara donde reposaba el crítico en-tre almohadones de un abullonamiento tan exagerado querecordaba a los últimos Valois. Las cuatro perillas de la camaReina Ana fueron acariciadas con delectación por losvisitadores esteticistas.

Apenas llegó la comitiva a su cuarto, el crítico adelantó lacabeza del almohadón y alzando el índice de la mano dere-cha fue diciendo con lenta voz oracular:

—Primero, en nuestra época la crítica musical tenía quereflejar el sueño que borra el tiempo y la causalidad (la es-posa se sobresaltó, creyó que podría aludir a su catalepsissecreta). El sueño era el reflejo de lo simultáneo. Existíapues un sonido que estaba por encima de la sucesión desonidos. Así como algunos pueblos primitivos conocieron lavisión completiva, por encima de toda unidad visual, existetambién la sonoridad completiva por encima de toda sono-ridad abandonada al tiempo.

—Después la crítica intentó bracear rudamente con elnadismo musical, pero la crítica que no puede captar el re-molino descensional, menos puede captar la sonoridad pa-rada en la nada. La crítica sí puede captar la vaciedad de lasonoridad, pues el vacío tolera el absoluto del fluir. Un va-cío donde el nacer y el fluir están en la misma albúmina delhuevo.

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Guardó silencio y los otros críticos visitadores se asom-braron [de] cómo el tiempo transcurrido había enriqueci-do lo que ellos llamaban su imagen de concepto. Fueronabandonando la cámara del burlador del tiempo, para le-vantar la cristalería dorada por el escocés de marca real. Laenajenada disimuló su tristeza al pensar que esa interrup-ción de la dormición del crítico, le costaría tal vez cinco añosmenos de estar a horcajadas sobre el tiempo insensibilizado.

La esposa entró en el cuarto, fingiendo carantoñas comenzóa acariciar el cuello del crítico, presionando con levedad lascarótidas hasta llevarlo de nuevo al sueño sin tiempo. En-tonces volvió a los tapones, a la caparazón de cera, a vigilarlupa en ristre cualquier aparición de hexápodos. Rodó el cuer-po hasta la urna, después gamuzó los cristales hasta dejar-los matinales en su transparencia.

Mientras se verificaba esa cuidadosa recuperación cata-léptica, el más barbado y el más imberbe de los críticos ha-bían hecho un aparte de los demás visitadores. Comentabanlas palabras del más longevo de los críticos musicales. Elmás imberbe adelantaba que prefería llamarle a la sonori-dad completiva, sin por eso dejar de admirar las afirmacio-nes del gran vencedor de lo temporal, sonoridad porrecurrencia. El más barbado respondió que eso sólo era unproblema de metodología, y que prefería llamarle sonori-dad insoluble en el tiempo, soluble en el vacío. En ese mo-mento de sus disquisiciones, ambos estuvieron de acuerdoen regresar a casa del longevo, para que dijese una másesclarecedora palabra en torno a esa sonoridad nominal ometodológica que tanto los conturbaba. Su sentencia finaltenía que ser preciosa, un inapelable colofón en una rúbricade oro.

Regresaron a la casa del crítico, la puerta estaba abierta.Tocaron el timbre, pero nadie respondió. Decidieron pe-netrar en la cámara del dichoso intemporal. Se quedaronun poco gelés en el perplejo. Sobre la cama, la urna con elcuerpo del durmiente, y a su lado la enajenada con la manoapretando tiernamente el cuello. Salieron sin hacer ruido,la escarcha también silenciosa.

Al día siguiente convocaron con toda urgencia a la direc-tiva de la Asociación de críticos musicales. Con la voz tembloro-

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sa dieron cuenta de lo sucedido. Se tomó de inmediato elacuerdo de llevar la urna de cristal al pórtico del Auditorium,para que la curiosidad de los melómanos desfilase con todasolemnidad ante la figura adormecida del más longevo delos críticos musicales. La directiva se trasladó de inmediatoa la casa del crítico. Presenciaron en la camerata la mismacomposición de figuras: la urna con el cuerpo del durmientey a su lado la esposa enajenada pulsando el cuello de aquelante quien el tiempo se rendía sin condiciones. Se habíaliberado de Júpiter Cronión, y lo que es más difícil, se ha-bía liberado también de Saturno.

Con un cuidado que recordaba las ceremonias de El re-torno de las cenizas, la urna en hombros de sus compañeros,rodeada de antorchas, fue trasladada al triunfete de lamúsica. Una guardia permanente de críticos musicales pre-senciaba el inmenso desfile de los afanosos de contemplaraquel milagro musical.

Los dos descubridores del esplendor somnífero yantitemporal del más depurado de los adormecidos, vela-ban el sueño de la esposa enajenada. Tan pronto desperta-se sería trasladada al Auditorium, con las más exquisitasrendiciones, para que participase del desfile rendido al tiem-po decapitado y humillado por las ensoñaciones del crítico,tripulante único de un trineo ornado de campanillasindescifrables.

Atrio Flaminio abrevió las fiestas que le exaltaban al man-do supremo de las legiones romanas, para caer sobre Larisay entrar en combate con la hechicería que tiene la cifra dela carroña, intérprete de los círculos de las aves de tiña yojos de azufre. Entre el polvo batiente de la pelea, prefe-rían buscar la muerte antes que rendir la vida. Se compro-baban los cadáveres, pero se despreciaba la vida. Aquellahechicería de Larisa, prefería arrancarle la nariz a unmuerto, que acariciar por el sabbat el rostro de un adoles-cente temeroso.

Las legiones de la tenebrosa Hera, salidas por algún agu-jero de la tierra, buscaban en lo más ardido del encuentrolos cadáveres romanos para mutilarlos y añadirlos a los cuer-

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pos incompletos de los escapados del infierno. Los miem-bros que les arrancaban a los muertos para pegarlos consaliva de lechuza a sus cuerpos incompletos, quedaban comocarbonizados. Como la batalla se desarrollaba cerca de uncementerio, Atrio Flaminio y toda la tropa romana, vieroncómo colocados sobre losas sepulcrales, sus muertos eranacudidos de enanos y rapidísimos hechiceros, que comen-zaban a cortar narices, orejas, brazos o piernas, y se las adhe-rían a sus sombrías mutilaciones. En otras ocasiones, soltabanratones que comenzaban por ablandar el tejido, despuéslos hechiceros enanos, corriendo como orates incendiados,desjarretaban el cuerpo del vencido, cortaban una de suspiernas y se las adherían, brillando como aquel pitagóricomuslo de oro.

Atrio Flaminio fulguró una ordenanza. Cada muerto le-gionario conservaría a su lado un guardián, para que losescapados del infierno no pudieran cumplimentar su terri-ble oficio. Los enanos enfurecidos se pegaban un rebotecontra la armadura en su cuero con pedernal. La hechiceríaterminó por huir tripulando unos ratones gigantomas, deltamaño de puercos feriados, nutridos con la azafétida, florde pantanos, y con unos honguillos, venenosos tan sólo parael hombre, semejantes a falos de glande albino.

Al llegar a Tamesa, puerto para embarcar al Oriente,Flaminio sintió la arribada de las calenturas. No obstante laneblina que le zumbaba los oídos y le recorría todo el cuer-po, haciéndolo espeso como el plomo, dio la orden, ya lle-gada la flota, de partir a la mañana siguiente. Pero ya alacercarse la mañana, sintió que sus sentidos no podían dic-tar ningún asimiento, la armadura le pareció que era algo-dón donde flotaba. Comenzó a sentir semejanzas entre lacabeza llena de nieblas que tendían a congelarse, y el tem-blor de las piernas que le huían la pisada, trocándolo en uninmóvil gamo con alas. Se sentía ligero, pero sin gravita-ción. Le parecía que huía, que volaba, pero al intentar po-ner el pie en la arena, se deshacía el polvillo de las rocasmilenarias. Intentaba alcanzar el acantilado, pero las pie-dras como holoturias, se transfundían en la transparencia.

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Cuando eran grandes temblores lograba ceñir la armaduray recostaba sobre una de las piernas su espada, entonces leparecía que pesaba menos que el día en que su cuerpo des-nudo se había bañado en el Eurotas, después de asustarcon palmadas a un potro domado. Se avergonzaba cuandodespués de ceñirse todos los armamentos, daba traspiés yse iba de cabeza contra la lona de su tienda de general su-premo de las tropas romanas.

Convocó a los jefes de las distintas armas, para declarar-les sus deseos en la enfermedad y en la muerte. Les dijoque lo dejaran con una pequeña escolta y que todo el gruesode las tropas entrase en la Capadocia. Los jefes subalternossabían que las órdenes de Atrio Flaminio eran irrebatibles.Y así por la mañana comenzaron a embarcarse los solda-dos, diciéndoles que el jefe embarcaría último para vigilarel desfile y la penetración de las tropas en la flota.

Las fiebres continuaron emborronándole su visión de lasbanderolas romanas en los muros de la Capadocia. Paracastigar la presencia de sus deseos incumplidos, comenzópor echarse a dormir sobre la tierra, luego cuando la hu-medad del alba lo pinchaba con escalofríos, regó una pajuzade yerbas quemadas para llorar y estirarse en la noche, que-riendo alcanzar los primeros pífanos que penetrarían en laCapadocia.

Los raptos de las hechicerías combatientes, las leyendastransmitidas por los escuadrones etruscos, la pesadilla deratones gigantes engullendo narices y orejas de muertos,habían atemorizado en Roma a los soldados más bisoños,que se mostraban renuentes a combatir en los caminos haciael Oriente.

Llegaron noticias de que los estoicos, indicadores del sui-cidio coral, habían comenzado a ejercitarlo, antes de serenrolados para marchar hacia la Capadocia. Cerca de Larisa,un romano venerable por sus otoños, había matado a suhijo de edad militar, que ya había sido enrolado en las tro-pas. Le dio alcance y lo degolló, antes que verlo arrebatadopor los hechiceros, con la nariz arrancada. Esa nariz podíapasar en otro rostro a su lado, reconociendo a medias a suhijo, que estaría en el fúnebre Orco, como desnarigado to-tal. Después de la degollación, el venerable osciló colgado

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de un ramo de tamarindo. Su hijo, con el guardián a sulado, designado por Atrio Flaminio, retuvo su satisfactorianariz de romano clásico. Pero el padre degollador perdiósu nariz, por el cuchillo de las heladas en la corrupción desus humores. Para liberarlo de la voluntaria trampa del cor-del, un íncubo lo incluyó en la degollina. Tuvo que entraren el valle de Proserpina con la mano abierta en mitad de lacara. Es ahora que el hijo, en la garganta de las sombras,cuando pasa al lado de su padre, no lo reconoce, y el padregime al ver el cuello dolorido, aunque la nariz del hijo leimpide que la visión lo transfigure en el abrazo. Cuandollegó la noticia del sucedido al agonizante jefe supremo delas tropas, este se emocionó al sentir que cualquier destinoque se fabrique para reemplazar la muerte en una batalla,no sólo crea el oprobio entre los vivientes, sino que lograque las sombras de los allegados no se reconozcan en el in-fierno.

Cuando los soldados que iban a ser embarcados, pasabancerca de la tienda de Flaminio, este hacía un ilusorio es-fuerzo por prenderse de sus capas para que así al menos lollevasen arrastrado a la nave almirante de la flota. Los sol-dados casi llorosos tenían que ser empujados por las lanzaspara que penetrasen en los barcos.

Al fin, Atrio Flaminio, vencedor de los gimnastas y de loshechiceros, intérprete inspirado de los dictados de la pitia,guardián de los muertos romanos frente a la mutilación,entregó el hálito al hacer un desgarrador esfuerzo porprenderse de la capota de uno de los soldados que se acer-có a su tienda. Así logró no ver la retaguardia de sus tropasque abandonaban el sitio de las murallas. La noticia de sumuerte se mantuvo en secreto. Vinieron los jefes más im-portantes del asedio para preparar una estratagema. Loembarcaron por la noche para que no fuese visto por nin-gún soldado. Al llegar a la tienda del lugarteniente deFlaminio, deliberaron los jefes. Llegaron al acuerdo de pre-parar en tal forma su cadáver, que cuando se diese la ordende la arremetida final, las tropas viesen la figura de AtrioFlaminio. Lo amarrarían a su corcel y anudarían su espadaa su mano derecha. Al ver de nuevo a su jefe, las tropassintieron de nuevo el bronce que el jefe había volcado en su

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coraje. Fue de un solo ímpetu como se desplomaron lasmurallas de la Capadocia. La soldadesca no pudo abando-narse a sus francachelas vinosas; la noticia de que el jefehabía muerto en el combate colgó lazos negros en los escu-dos, cerró todas las tabernas.

Aquella medianoche parecía que veía delante de sí una lar-ga línea que después iba recorriendo, pues todo se fuedesenfundando en una esperada sucesión. El sillón, las es-pirales carcajeantes, el patio impelente, todo eso por espe-rado, se ganó por añadidura. Pero ahora todo era extrañoy conocido, recorría los caminos que inauguraba pero sin lamenor extrañeza, había tirado de una línea, y lo extraño yla costumbre se habían fundido en tal forma, que la cos-tumbre se había transformado en una Navidad.

Así, sin la menor confusión, llegó a un taller de cerámica,se sentó con los artesanos, los que preparaban el barro, losque hacían el cuerpo o la boca de la jarra, parecía que aquelpuesto le estaba reservado, todos lo miraban con ojos cono-cidos. Era como un premio que se recibía, pero por tantosactos de justificación que no había sorpresas ni posibilidadde injusticia. Su premio, antes de morirse, había sido llegara ese taller de cerámica, sentarse frente a una mesa llena dejarras danesas y pasarles por el vidriado una tela muy fina,para limpiarlas de toda adherencia, terror alado de los co-leccionistas.

Cuando el vidriado de la jarra parecía un espejo egip-cio de metal, se le acercó como un doncel árabe, con babu-chas de un amarillo poniente y chaquetilla azul con botonesde hueso cremoso; sin hablarle ni mirarlo, le enseñó unatarjeta pequeña, con una dirección en relieve bien visible.Antes de salir del taller de cerámica, revisó con detenimientola jarra danesa, su composición en espiral, desde el peque-ño cuadrado de la bahía, con sus barquitos propios de unapizarra escolar, hasta el castillo rocoso que rodeaba la bocade la jarra como si pretendiera defenderla. Cerca de la puer-ta de salida había una masita, donde estaba el muchacho dela babucha, que le hacía una seña para que se acercara, erapara envolverle la jarra, un papel con espirales en amarillo

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y azul rodeó la jarra, desde su base portuaria hasta su bocadefendida por el anillo rocoso de la fortaleza.

Notó que apresuraba el paso para llegar a la casa señala-da por la tarjeta. Tocó el timbre y de súbito la puerta seabrió, detrás estaba un muchacho como de tres años, conun ropón blanco ribeteado de un tafetán azul muy claro. Alllegar a ese momento de su vida, no pudo evitar estreme-cerse desde su raíz. El rostro del muchacho que le abrió lapuerta, era el mismo que había entrevisto, que ahora semostraba en su plenitud, en la verja que rodeaba el foso.Era la visión que le había hecho colocar su rostro en cadapareja de las lanzas que formaban la verja del foso. El mu-chacho cogió la jarra que se le entregaba y corrió hacia elsofá situado frente a la puerta, donde estaba sentada la abue-la. —Da las gracias—, le dijo la señora anciana. El mucha-cho corrió hacia la puerta, se sonrió con el momentáneovisitador, y le dijo: —Gracias. La puerta se fue cerrandocon lentitud, con silenciosa lentitud, con la eternidad de lalentitud silenciosa.

Nuestro paseante de la medianoche seguía un camino quese presentaba sin término, por lo menos sin meta obligada.Pasó frente a la salida de los cisnes, paseó por la avenidaportuaria sin reconocer ni importarle nada de lo que habíavisto en noches anteriores. Sentía que la fuerza impelentedel patio de su casa se había extinguido en él, pero que almismo tiempo había nacido, para reemplazar a la anterior,una fuerza de absorción, especialmente constituida paraatraerlo a su centro absorbente o de imantación. No podíaprecisar cómo esa fuerza de absorción había comenzado azumbar sobre él, ni siquiera el signo de su existencia semanifestaba en una forma de imperiosa preferencia en ladiversidad de los caminos. Pero sabía que al final de suspasos mal contados, de la inexplicable noche, de la inaudibleexplicación de sus paseos, se encontraría, como un papeldentro de una nuez, la claridad lunar recorriendo su desti-no, su ananké, huevo cascado, fruta abierta, en toda su can-tidad de sustancia. ¿Sería su destino el paréntesis ocupadopor la luz lunar? ¿Sería una romería lo que saltaba en elparéntesis, en un mero esclarecimiento lunar, sin sentido,con árboles escarchados?

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De pronto, precisó que había llegado al parque en el cos-tado del Auditorium. Pero vio también un extensísimoprocesional, que en parejas, le daba tres veces la vuelta alparque. Sin preguntar cuál era el motivo, se unió a la fila,sabía que ese recorrido era un fragmento de la cantidadque le había sido asignada en esa nocturna. Aquella proce-sión enroscada tres veces en torno al parque, liberaba laextensión a vencer de toda diversidad. Iba convirtiendo elfinal de su paseo en lo que los matemáticos llaman reduc-ción de factores comunes. Y al final, todavía no lo sabía, seencontraría con una ecuación, una urna de cristal.

No preguntó, durante las horas que formó en eseprocesional, qué se vería al final del recorrido. Pero loscomentarios iban llegando a él sin esperarlos y al final pudozurcir toda la tela. Un crítico musical que había alcanzadouna longevidad de ciento catorce años, permaneciendoadormecido casi durante medio siglo, había despertado ymostrado tan trascendentales opiniones en la valoraciónde la nueva música, que había motivado que lo expusie-ran en una urna de cristal a la curiosidad de nativos y ex-tranjeros. Y la teoría de curiosos había sido incesante, mi-les de personas habían asomado su rostro al cristal quecubría al crítico vencedor del tiempo y de la temática mu-sical contemporánea, en sus fases más temerosas eindescifrables.

Le llegó su turno y asomó la cara con natural indiferen-cia. Un lento escalofrío que lo petrificó, lo recorrió comoun relámpago que se extendiese por todo su árbol nervio-so. Vio al garzón que le había abierto la puerta, recogiendola jarra danesa. Su rostro enmarcado por la cinta azul de lacapucha estaba pálido, la sonrisa se insinuaba, pero se dete-nía ganada por lo inerte. El ropón que lo cubría ocupabaun pequeño espacio dentro de la urna. Las dos pequeñasmanos cruzadas sobre el pecho, sostenían una flor tan blan-ca como el ropón. El rosicler de sus mejillas se había solem-nizado, era el rosado celeste crepuscular. La muerte debiódar un alarido gozoso al precipitarse sobre aquel rosado deboca de conejo cogido en una trampa. En el tiempo queestuvo asomado a la urna, le pareció que el ropón se pro-longaba, como si su final reposase en las nubes.

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Pudo retroceder ante esa visión. Rodó los escalones, cuan-do vinieron en su ayuda para levantarlo, no necesitó de eseauxilio. Ya estaba otra vez de pie, la noche astillada mostrabasu absorción en la otra ribera del río. Pudo llegar a la otramargen, dando saltos de piedra en piedra. Una inmensaestepa de nieve con sus márgenes azuladas lo esperaba conuna hoguera crepitante. En aquella hoguera comenzó, len-tamente, a calentarse las manos.

La esposa enajenada del crítico musical, al despertar se en-contró sin la urna de cristal y con dos personas que le erandesconocidas, sentadas en dos sillas, que hablaban en vozbaja, aunque pudo entreoír algunas palabras que su esposoen su estado precataléptico repetía con frecuencia. Iba agritar para avisar a los vecinos de tan intempestiva visita,pero los ademanes de subrayada fineza de la guardiavisitadora, la obligaron a esperar el curso de los aconteci-mientos. El más viejo de los dos, que era, paradojalmente,el más temerario, se enfrentó con la vieja replegada comouna garduña, diciéndole con un énfasis proclive a despertarun eco burlón en todo aquel que no fuera su joven amigo,siempre ardido como receptáculo de toda novedad: —Suesposo está en el templo de la música, proclamando el triunfode la sonoridad extratemporal. El pueblo ansioso de ver ungajo de roble tan venerable desfila ante su cuerpo ni exáni-me ni viviente, sólo vencedor del tiempo. La fluencia notiene armas para destruirlo, mientras él fluye en el tiempocircular, cada instante es la eternidad y el propio instante.Ha salido fuera de su existir, no solamente de su ser, ex-sistere, fuera del ser —dijo, procurando decirlo con senci-llez, sin lograrlo—, para lograr un ser del tiempo, una mé-dula del tiempo, un ser como imagen del tiempo. Vencedordel concepto temporal de los griegos al alcanzar un núme-ro del movimiento, 114 años indubitables, en que se burlódel mayor enemigo, pero en un existir extratemporal, puesexistió no en el tiempo, sino en el sueño. Su movimiento,ya aceptado que fue puramente extratemporal, no tuvo niantecedentes ni consecuentes, pues el sueño se le convirtió

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en una planicie sin acantilado comenzante ni árbol final. Sunoble existencia va mucho más allá de la manera de enca-rar el tiempo en Plotino. Este diferenciaba eternidad comonaturaleza y tiempo como devenir en el mundo visual, peronuestro crítico alcanzó la eternidad sin devenir, pero en elmundo visual, pues ahí está en su urna de cristal frente aun inmenso procesional. Vencedor del tiempo tomista, delnunc fluens, ahora fluye, pues es innegable que en ladormición el tiempo no va a su río. Si el índice se hundieseen las carnes del crítico para trazar el ahora, percibiría queel dedo ni se hunde en la vida ni se detiene frente a la muer-te. No es lo inerte, es lo rígido, pero si fuera posible, con esarigidez suave del sueño. Es lo rígido suave, no lo yerto. Nose podría poner en su urna la inscripción: el crítico yacen-te, sino otra, que es la que le conviene como un anillo: in-móvil vuela él ahora, o también: vuela ahora inmóvil, o: élahora inmóvil vuela.

—Ha destruido el sutil distingo escolástico entre causa,causación y causalidad, o entre nacimiento, lo que engendrael nacimiento, y el nacimiento y su finalidad, pero su actonaciente transcurre en una infinitud recorrida por el dur-miente en ese punto que vuela. Ha vencido también el tiem-po como entre, según la acepción de algunos contemporá-neos, pues en su sueño es imposible separar el tiempo quefue del que se está elaborando. Ese entre que parece ser elúltimo refugio dialéctico de los mortales, penetración deun ciego en la fugacidad que cree duración, porque ese en-tre es la negación de toda penetración, quedando como unacto que se dirige a una roca, pero al llegar a ella ese acto seha trocado en espuma, sólo que desde el punto de vista de latemporalidad, el hombre no es esa roca sino una roca deUtilería que parece regalada por las Danaidas o por Sísifo,por los dioses malditos de un designio estéril.

—Después de estar más de cincuenta años adormecido,al volver al mundo del devenir visual, se adelantó a todoslos críticos musicales con su teoría de la sonoridad comoimagen del vacío, por la diferencia de las dos densidades,como el remolino dentro del caos. Ese desnivel de las dosdensidades produce un entre la absorción y la impelencia,en el centro mismo del vacío, ahí irrumpe la imagen de la

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sonoridad. Ese sueño de medio siglo, es precisamente eltiempo que hace falta para que el hombre pueda navegarhacia la estrella más cercana. Caminando, dentro de esesueño de cinco veces diez años, el hombre puede llegar a laluna, sin apresurarse, en un maestoso lentísimo.

—No hable más tonterías —dijo con un chillido la esposaenajenada—, lléveme junto a mi esposo, quiero ver la urnade cristal. Un descuido puede producir la caída de la casca-da de la temporalidad, y mi esposo, recuperando el tiem-po, perecería de seguro—. Esbozó el gesto de una gata quesale de su agonía para saltar sobre la garganta de un provo-cador irónico.

Fue introducida en un Rolls con las portezuelas inicialadasde signos heráldicos. El auriga fue a tocar el claxon paraliberarse de los enredos del procesional, pero la transpor-tada esposa enajenada le dijo, palmeándole el hombro confuror: —Cuide esa brusquedad sonora, le puede destruirsu membrani timpani, y por ahí mismo penetrar la hormigablanca hasta sus meninges, matándolo. Silencio, si losprocesionistas no se separan al paso de la máquina, es pre-ferible que nos bajemos y vayamos caminando, hasta dete-nernos frente a la urna de cristal. Yo creo que ya el desfileha durado un tiempo que puede perjudicar el absoluto de susueño. Mañana, en el amanecer, que es la hora más peligro-sa para su regreso al devenir, me llevaré la urna para casa.

La enajenación le otorgaba una rapidez que la cronolo-gía rechazaba. Se acercó, vigilada de cerca por los críticosacompañantes, a la urna. Los procesionantes la dejaronpasar, no sin que se formase un remolino, pues querían verla pareja del durmiente y su guardiana enloquecida. Al po-ner su rostro en la urna, se oyó tal chillido, que bastó tam-bién para astillar la noche y hacer que la cuidadora del sueñoinfinitamente extensivo descendiese al tenebroso Erebo.¿Qué vio al asomarse a la urna? El rostro de un guerreroromano, crispado en un gesto de infinita desesperación,tratando de alcanzar con sus manos la capa, las botas, laespada de los legionarios que pasaban para combatir en le-janas tierras. El rostro revelaba una acometividad gimientee impotente, lloraba por la desesperación de no poder su-mergirse en el fuego de la batalla. En su lecho de paja, el

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rostro encendido por la fiebre, cuando había jurado el de-venir las alas de las tropas transportadas hacia las pruebasde la lejanía, sentía que la sangre se negaba a obedecerle yse le enredaba en el rostro, formando falsos círculos nega-dos a la movilidad. En lugar de un crítico musical, rendidoal sueño para vencer el tiempo, el rostro de un general ro-mano que gemía inmovilizado al borrarse para él la posibi-lidad de alcanzar la muerte en el remolino de las batallas.

El chillido de la enajenada, más poderoso que las temidashormigas blancas, penetrando por las orejas del durmien-te, provocó una vibración corporal en el crítico que lo llevódormido a la recepción de Proserpina. ¿Cuándo el coro in-menso de los procesionantes percibirá que ya no duerme?Ya el crítico percibe las gotas de lo temporal, pero no comoel resto de los mortales, pues la muerte, no el sueño, co-mienza a regalarle, ahora sí de verdad, lo eterno, donde yael tiempo no se deja vencer, ha comenzado por no existirese pecado.

Alrededor de la base de la cúpula de ese templo, ahora enruinas, existía un balconcillo por donde asomaban los mon-jes para sus oraciones de medianoche; parece que esas rui-nas de un templo cristiano habían sido edificadas en su épocade esplendor sobre las ruinas de una academia de filósofospaganos. A esas ruinas llegaron dos centuriones para jugara la taba, habían cumplido sus guardias y antes de hundirseen la taberna querían tener la seguridad de quién se en-frentaría con los rigores de la convidada. Cuando ya se ibana sentar sobre el jaramago para comenzar el juego, se des-prendió un busto del balcón que rodeaba la base de la cú-pula. Era la figura de un geómetra muy ensimismado, queal caer había clavado en la tierrecilla el compás esgrimidopor su mano derecha, mezclada con piedra y escayola or-namentada, la vieja tierra agrietada. Los dos centurioneslanzaron al espacio la figura desprendida que se fue a cla-var en el sostén de hierro que le servía de soporte en losbarandales de la cúpula. Había quedado perfectamente em-potrada la figura en el soporte, fijo el compás en el aire quese quería poblar de demostraciones y del fugato de las espi-

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rales. Comenzaron a lanzar sus dados. Apuntaban tantosen la yerba, rectificaban con una guija de río, procurandono dejar rastro. Rotó un dado y al detenerse marcaba dospuntos negros. El otro dado tuvo un recorrido más acci-dentado, tropezó con piedrecillas y hondonadas fangosas,y al fin detuvo su marcha, sobre la cremosa superficie deldado quedaron impresos tres puntos negros. Vieron en-tonces los dos centuriones volar un espanto. La figura delensimismado, compás en mano, se lanzó de nuevo al espa-cio. Al caer en tierra la punta del compás cayó sobre la su-perficie del dado que mostraba la triada. Saltó el dado confuria, tropezó con una piedra del tamaño de un cangrejo,retrocediendo hacia el dado con el que formaba pareja, unasuperficie mostraba también ahora los dos puntos negros.El cuatro aportado por los dos dados, uno al lado del otro,como si las dos superficies hubiesen unido sus aguas. Quedóel cuatro debajo de la cúpula en ruinas, al centro de la navemayor, a igual distancia de las dos naves colaterales. Losdos centuriones se cubrieron con una sola capota, del cuellosurgía como una cabeza de tortuga grande, y evitando dartraspiés, se fueron con paso de marcha forzada.

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Al finalizar el crepúsculo —oficinistas más lentos y especia-lizados, regresos de citas, invitaciones a comer—, los ómni-bus abren sus puertas, no a los tumultuosos vecinos de lospasajeros matinales, sino a un tipo de viajero con un can-sancio más noble. El pasajero de ómnibus, en el crepúscu-lo, todavía se mantiene más jerarquizado, como si en unaforma inconsciente despreciase a los tripulantes oficiososde otras horas, que aquel estima innobles. No sólo precisacon detenimiento el rostro de los otros pasajeros, sino pes-ca más finas curiosidades de las vitrinas iluminadas. El tra-yecto que vence es también generalmente más extenso que

CAPÍTULO XIII

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el del tripulante matinal. Eso lo lleva a detallar más enno-blecedoras posturas, como si posase para un escultor quedesea una posición mantenida al menos durante la primeramedia hora de trabajo.

Aunque aquel ómnibus ofrecía curiosas modificaciones,los pasajeros las soportaban sin exceso de asombro, y pare-cía que habían asimilado sus extraños procedimientos. A laderecha del timón, un círculo de acero bruñido giraba suspiñones guiados por la testa decapitada de un toro. Girabala testa cuando alcanzaba el ómnibus mayor velocidad, loscuernos se abrillantaban como un fósforo que inaugurabasu energía. De pronto, la testa esbozó una nota roja, el can-sancio le hacía asomar la punta de la lengua, y el fósforoirritado de los cuernos comenzó a palidecer. El ómnibus sefue abandonando a una lentitud, en aumento a pesar de losreojos del timón, hasta que se detuvo sin la menor violen-cia. El conductor levantó la testa taurina, la guardó en unacaja negrísima, se viró hacia los tripulantes y les dijo:

—Voy a llamar a la Central, para que envíen otra testa detoro, si alguno está apurado le devuelvo su pasaje. Los quequieran esperar, les aconsejo que enciendan un cigarro o sehagan amigos de sus vecinos.

No tardó en llegar el mecánico, sudoroso, un poco som-brío. Se viró hacia el conductor: —Es un descuido suyo, novio que la cabeza rotaba más de dos horas en el mismo sen-tido. Ya yo les he dicho, en las clases prácticas, que entonceshay que hacer el cambio en la espiral rotatoria. Si rotaba dederecha a izquierda, las dos horas que le siguen la testa tieneque girar en sentido inverso.

—Ahora tiene —prosiguió— que apurarse; con cuidado,para que el pasaje recupere su tiempo y a usted le haganmenos rebaja en la Central. Ya se dijo que en esta primerasemana de ensayo, se rebajará la mitad de lo acostumbra-do. Andando —y dio unas palmadas conminatorias.

En el tiempo que el ómnibus estaba detenido, subió unseñor alto, de piel cansada, con una mirada que al llegar alobjeto parecía transparentarlo. Ligero, transparente, eran lasprimeras palabras que se levantaban en nosotros al mirarlo.Sus bolsillos sonaron indiscretamente una excesiva canti-dad de monedas, para llevarlas fuera de un monedero, aun-

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que el viajero estaba atento a su tintineo, como quien sabeel valor de lo que oculta.

Regresaba de El Tesoro, casa de antigüedades, a dondehabía ido para ver unas monedas griegas y decidir sobre suautenticidad y la época de su acuñación. Se había abstenidode comprar aquellos dracmas, porque había observado queel relieve de las figuras grabadas había disminuido. Losdracmas auténticos de su colección, tanto la Minerva de unade las caras, como el Pegaso del reverso, mantenían su re-lieve en una forma sorprendente. Podía verse en esosdracmas, cómo el rostro de la Minerva mantenía con orgullosu nariz exageradamente griega. El anticuario desconocíalo que desde el período de Winckelman, se llaman mone-das forradas, con un baño de plata o de oro, como una conla cabeza de Alejandro, de la colección del Duque de Caraffa,en Nápoles, «tan perfecta es la forma y la conservación, quesolamente por el peso se puede conocer la ficción», decía elcitado historiador. Se mostraba partidario de creer que losgriegos al acuñar sus monedas, cargaban en la mezcla delrelieve sustancias más nobles y resistentes. Aquellos anti-cuarios maliciosos procuraban, para atrapar a curiososincautos, que el relieve se fuera apagando, cuando los au-ténticos mantenían el relieve de las hebras del crinaje delcasco de la Minerva, los grupos plumosos de las alas dePegaso, sus cascos, las prolongaciones de la cola, en unaregularidad tan tranquilamente asombrosa como la preci-sión de los rostros atenienses aún en el recuerdo. Pensabaque, tal vez, los numismatas del período petrarquista, hu-bieran avivado el relieve con algún germen universal, restode la alquimia medieval, aplicado a los descubrimientosrenacentistas. O algún cobre, traído de los Urales o de al-guna región igualmente lejana y desconocida, la que al par-ticipar en la mezcla, mantenía el relieve diferenciado delresto de la superficie de la lámina, tratado con materialesmás cotidianos e innobles. En la puerta de la casa de anti-güedades, el anticuario trataba de convencer al compradorfrustrado de la veracidad de los papeles que acompañabana cada dracma, pero el comprador de prisa (se veía queestaba acuciado por la cercanía de la hora de la comida) ledecía: —Tendríamos que aplicar principios de la heurística

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para estudiar ese papel de comprobación de monedas, peroestas tienen que ver con la cultura, en este caso el sentidodel relieve en los griegos, y no en documentos, que plan-tean otros problemas al intentar su desciframiento.

Salió a la calle y tuvo la alegría de ver en la esquina elómnibus, detenido en sus reparaciones. Así ganaba tiempo,y se precipitó hacia su asiento, tintineándole ligeramentelas monedas griegas de su colección al sentarse. ¿Qué leimportaban a los demás las monedas griegas? Su aire dedespreocupación, causaba la impresión del que es dueñode un tesoro que a nadie le interesa.

Martincillo, el ebanista apagó la bombilla del árbol de Navi-dad. Aquellas Pascuas eran muy sombrías, su esposa y sucuñada habían ido a visitar a su hermano, que tenía casa deplaya en Varadero. Se vistió, dándole una última mirada ala mancha que el cigarillo había dejado en el extremo dela mesa de noche. Bajó, para dirigirse a su mueblería, porla calle de Obispo, se detuvo para incorporarse dos pastelesde carne, pidió agua después, y comenzó a oír el tumultoindiscreto que alguna porción de su intestino grueso, mal-humorado, levantaba como un asordinado trombón de vara.Al llegar a la mueblería, sintió que el olor del aguarrás, quehabía utilizado el día anterior de trabajo, todavía evapora-ba sus corpúsculos. Pintaba un gamo, con reminiscencia deun tapiz francés que había visto en un museo neoyorquino,y también sentía que su memoria filtraba un gallo chino debuena suerte, que había visto en casa de un amigo rico, quevendía tijeras para cortar flores y máquinas de escribir re-construidas. Sus excesos de bermellón y sus plumerazos deverde, hicieron que al apretar los tubos de ambos colores,tan necesarios a sus gamos, como son necesarios a los ga-mos naturales las grandes hojas verdeantes, comprobaraque se había agotado. Se recordó de la pasta de dientes, conel latón retorcido, engurruñado a fuerza de enrollarla comouna alfombra y de abrirla en espiral. Dejó sus diseños y seasomó a la ventana, pero las azoteas colindantes no ofre-cían ningún motivo para mantener su curiosidad enhiesta.Esperaba a una amantilla, con la que se entregaba al amor

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poniéndole unos papeles mojados en el suelo, al tiempo quele ponía un pañuelo en la boca, para que esta Abissag, estarugido o trueno del placer, no fuera a empavorecer la apaci-ble mañana de la casa de huéspedes. Se fue convenciendode que ya no vendría la placentera, y se puso de nuevo elsaco para abandonar el estudio. Subió por O’Reilly y se sentóen un café para esperar a un amigo, que le soportaba suscrisis de vaciedad, pero a quien odiaba con odio de larvadel subconsciente, pues hablaba y comía mejor que él, peroaunque lo imitaba en la conversación y repetía las cosas delamigo como si fueran suyas, al mismo tiempo que intenta-ba dilatar su diafragma ecuatorial para mostrar que teníaalegría incorporativa y dárselas de vital o glotón artístico,su vida le impedía el disfrute de la amistad y el secreto delinstante. Pero ese día el amigo no apareció y Martincillotuvo que meter su silla en la mesa, como una cincha en sucostillar. Puso el tabaco ensalivado en el borde de la mesa.Como había estado contorneando el frustrado esbozo deun gamo, tenía aún en la saliva el sabor de los colores utili-zados, de tal manera que su saliva era como la del gamofatigado en una venatoria, áspera, espesa y como una mez-cla de arena. Pidió una cerveza refrigerada y una coteletade langosta entomatada. Un pequeño fragmento del crus-táceo saltó del vaso por la fuerza del comprimido. La salivade su tabaco rodó en meandros enigmáticos. Muy pronto laerrante corrosiva vino a tropezar con la masa de langosta.El cuarteado de la saliva se hundía agrietando la masablancona, hasta formar como un latiguillo de parto incom-prensible. Había engendrado como unos puntos nuevossalitreros. Unos corpúsculos que eran como la sal de la mal-dición. Martincillo se disgustó ante el nuevo engendro ycon un golpe del meñique que aventó la sal de nueva cria-tura que no conociera la gracia. Puso en marcha otracervecita, pero temeroso de los engendros de la langosta, lareemplazó por un puñado de ostiones, relumbrantes por elfósforo venusino. La trepidación de la calle comercial llevóal salto del ostión, contrayéndose la masa al descubrir lamadera, extendiéndose después el blanco, mientras el frag-mento negruzco, como un lunar, se centraba. Una nuevachupada a la tagarna agrietó la saliva con puntitos de Siena.

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Tembló de nuevo la mesa al bajar la cortina de acero ondu-lado, y la saliva extendió sus flagelos hasta el ostión. Montóla saliva del gamo el ostión, con deleite en los poros que seabrían en la masa, con un chillido concluyente. La fuerzacorrosiva de la tagarna destruyó la masa de los ostiones,extendiendo como engendro distintas rayas de vinagre. Paradisimular la contemplación del fetocillo, tendió la miradapor el espejo hispánico del café, donde fue saltando por lasletras de un rótulo: Todo muy barato. Al rastrillar la sillapara ceñirse despedidas, brotó una invisible chispa, que frag-mentó la sentencia, aislando: TODO. Al mismo tiempo queensalivaba de nuevo la tagarna, miró sin fijeza al camareroy le preguntó inútilmente como quien sabe de antemano loconsumido: ¿Cuánto es? La mañana aturdida que penetrabaen el café, el reflejo de los espejos y de las copas, fragmenta-ron la interrogación, dejando en su aislamiento el: ES.Cuando llegó a la esquina, soldó de nuevo los hechos y laspalabras en una nueva perentoria sentencia, fue como unarevelación en un súbito anonadado. La desolación de losengendros de salitre y vinagreta lo atemorizaban como unaviruela que devora una víscera. De pronto, se soldó en sufrente, y la amargura de la saliva pareció unir de nuevo elbabilónico rompecabezas: TODO ES SAL Y VINAGRE. Unescalofrío, hilillos de sudor por la palma de la mano. El pa-ñuelo guardando avaramente aquellas gotas, pero incapazde retener el sentido fuerte, no divisible en su rudeza cohe-rente, de un refrán, pronto la paremiología oriental inva-dió sus aterrorizadas imágenes, y de oscuro a manga temibleempezaron a zarandearlo expresiones como todo y nada,hasta reemplazar la primera subrayada sentencia por otramás vagarosa y ondulante: TODO ES NADA. Y ya entonceslas piernas comenzaron a flaquearle. Tomó el ómnibus, allídetenido para su arreglo, y se sentó muy cerca del anticua-rio. Muy pronto, el veneno de sentirse artista le levantó eldesdén para el vecino, a quien desconocía, pero el tono únicodel color de su corbata se le hizo repulsivo. Mas el anticua-rio, mucho más valioso que el mueblero temeroso, no leprecisó su llegada. No precisó las modificaciones de la co-lumna de aire a la llegada del artífice de la cepillada deyodo blanco, a pesar de que adelantó el exceso narigotudo

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por la ventanilla, motivando la risa estruendosa del seráficopregonero del mamey.

Adalberto Kuller se preocupaba en la poesía más de la vo-luptuosidad que del aliento, de la evaporación vital que laspalabras lograban atesorar. Tembloroso en aquella tarde,fue para él una alegría tersa, cuando vio el ómnibus deteni-do, recuperado ya del arreglo de su avería. No tendría queagitarse, en pasos cortos y de disimulado aburrimiento, enla espera de aquella puerta idiota que lo recogía como sifuera una rama desgobernada, suelta, de un arraigamientoinvisible. Al cerrarse, la puerta lo persiguió, dándolegolpecitos en la espalda, como diciéndole a los oídos de suespalda, las razones de su apresuramiento matinal, ya quelucía como voluptuosidades mortecinas, leves músicas noc-turnas enredadas en sus párpados.

Roxana era la rosada motivación de aquella zozobra en elcrepúsculo. Piel de extendidas palideces, piernas largas, la-bios húmedos para impulsar la frescura de las palabras, ca-bellos de oro sombreado, dispuestos a pasar el recuerdocomo una miel saboreada en las exigencias voraces de latranspiración de la medianoche, levantaban los signos delas modulaciones de lo temporal, el tiempo señalado en lapreparación de las delicias. Le faltaban tres meses para cum-plir dieciocho años como esas finezas gastronómicas quedependen de la exactitud de la medición temporal en elhorneado. Se veía que un tiempo fino había soplado unaarenilla dorada sobre el excitante melocotón. Pero la com-paración con esa fruta, inevitable en el caso de Roxana, en-candilaba más aún a Adalberto Kuller, pues según algunosmaliciosos, la fruta metafórica mostraba tendencia a dejar-se morder, menos por el joven que extendía sus sílabas vo-luptuosas para reemplazar aquel cuerpo implacable, queera fácil para los indiferentes, pero frenético en la negaciónpara los obstinados enloquecidos, que se polarizaban, converdadera savia nocturna, al rocío del melocotón.

Entre los obstinados enloquecidos era el primeroAdalberto Kuller. La ovación de las palabras poéticas, teníasus sentidos inflamados, pues buscando la palabra que

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interpretase con fidelidad cada signo de su cuerpo, lograbatransfundirse en un océano universal, voluptuoso y errante, don-de se diluía en el innumerable oleaje que invariablemente veníaa rodear de nuevo el cuerpo de Roxana, abandonado en laplaya. Su voracidad anhelosa sólo podía compararse a la reite-ración del oleaje sobre el acantilado. Pero aquel cuerpomaldito y delicioso, se le escabullía, se le enredaban innu-merables dificultades, se perdía, como si allí lo esperasennovedosas voluptuosidades, en una glorieta de improvisa-dos ramajes. La realidad, excesiva en su negación para él,hacía que su imaginación trazase el diseño preciso de losfrecuentes otorgamientos en Roxana de su jardín de deli-cias, en relación con el resto de los brutales efímeros. Cadaporción de infierno, donde estaba su realidad ferozmentenegada, estaba balanceada por el infinito paraíso del delei-te donde su imaginación situaba a «los otros» en el goce. Detal manera, que mientras él se sumía en su paila infernal,contemplaba un paraíso donde estaba el resto de los huma-nos, recibiendo cada uno algún fragmento gozoso otorgadopor Roxana, mientras cada vez que él le hablaba le viraba elrostro, le subrayaba un desdén, le hacía señales inequívocasde sus deseos de que se retirase, de que se hiciese invisible.

Llegaban a Adalberto Kuller las más concluyentes noti-cias sobre los instantes más afortunados de Roxana. A quiénse le entregaba, dónde se encerraba con sus amantes deuna noche ardida pero inconsecuente, pues Roxana noreiteraba sus delicias en el mismo pecho con lunas iguales.Hasta los más malignos precisaban las formas en que se parti-cularizaba el placer en sus hoyuelos. Sus débiles aleluyas enel combate de Eros, llegaban a sus oídos como ánade presa-gioso y desolado. Todas esas noticias trasladadas a Adalberto,por mensajeros mitad burlones y mitad malvados, le sorbíanlos tuétanos, le arremolinaban la lujuria, lo hacían aullarcomo los torniquetes de placer en una lámina del Bosco.

Al comenzar la puesta del sol, Roxana revisaba los péta-los, escudriñaba las raíces de las flores de su jardín. Sentíaesa atracción por las flores, que las sensualidades excesivaspero cultivadas sienten por la acumulación de la reverbera-ción, del reflejo, de todo cuerpo de gloria alzado dentro dela masa transparente de la luz. Adalberto turbado por la

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reminiscencia sensual de los estambres y los pistilos, recorda-ba esos contactos sexuales de ciertas plantas que necesitandel aire tibio para transportar el estambre hasta el recipientefemenino, que cuece la mezcla hasta que la hace ascenderal Uno germinativo. Veía su substancia, su germen, impul-sado por la brisa, y a Roxana en la punta final de la siesta,acicalados sus muslos de rosado molusco, recibir en sus pistiloslas secretas palabras de su germen, ondulando todo su cuerpohasta que una espuma le entreabría los labios temblorosos.

Adalberto se recostó en la verja de entrada del jardín deRoxana. Frenetizado por la negativa y por los rumores que,silenciosamente, lo tomaban por asalto, se decidió a volcarsu enloquecido erotismo con signo inverso y comenzó a in-sultar a Roxana. Pero las primeras palabras injuriosas, quefueron un vulgarísimo «le doy cien pesos por una de susnoches», produjeron el resultado que no esperaba en esemomento, pero que ansiaba hacía meses, fallándole todaslas sutilezas en los recursos habituales de la pasión. Roxanale contestó: —Muy bien, esta noche nos podemos ver. Perome tiene que dar los cien pesos por adelantado. Lo tomarécomo un trabajo, una noche bien remunerada. También yotengo necesidad, aunque lo disimulo hablando un rato conlas flores.

Roxana tenía sus honestidades y aquella noche decidióganarse los cien pesos. Que al menos el pobre Adalberto sesintiese desvalijado con deleite y donosura. Los dedos deRoxana entraban y salían de su cuerpo, como un panaderoen las formas habituales de la harina. Sus párpados absor-bían la humedad que le habían regalado y la guardaba en lareminiscencia hostigadora. Roxana recorrió su espalda yesbozó, sacándola de un profundo pozo, la fertilidad de laspraderas androginales. La energía, rastrillada por el ren-cor, se volcó varias veces en las bahías, muy al descubierto,de la deseosa enigmática. Al fin, la laxitud invadió aAdalberto, su cansancio rescataba a Roxana para la huida.Nadando en el sueño se le alejaba, tendría las manos que sele doblegaban, que eran impedidas por el oleaje de anclarde nuevo en la retirada de aquel cuerpo, al fin descubiertoy recorrido, al que le llegaba de nuevo la noche, donde, ay,se transfundía.

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Al siguiente crepúsculo, Adalberto se esquinó de nuevopara ver a Roxana, que estaba en su retirado jardín de siem-pre, en éxtasis, como si contemplase la ascensión delinaudible secreto de las flores. Apenas la apresurada de lanoche anterior precisó a Adalberto, corrió a ocultarse, de-jando la tierra entreabierta, sonriente a su benévola hume-dad, mientras las flores oscilaban con una irónica ternura,sin precisar los motivos de la rápida ausencia de Roxana.Adalberto se acercó a la verja de la entrada de la casa. Elnacimiento de los largos tallos de las flores, y los árbolespequeños, estaba removido y espolvoreado. Muy cerca viouna caja, cargada con los membretes y las cifras de los en-víos oficiales. Precisó un rótulo: Polvos para matar la filoxera.Precio cien pesos. El dinero que la displicencia y la incom-prensible majadería sexual de Roxana le habían arranca-do, estaba en aquella caja, repleta de los polvos que provo-carían el cósmico terror mortal de la filoxera.

Adalberto sintió que le temblaban las piernas. Se apresurópara coger el ómnibus, detenido por la avería de la cabezadel toro en los piñones. No había asiento, pero el transporterepleto le disminuyó la estatura de la imagen atormentado-ra. Se oyó el timbre, traqueteó el ómnibus, y Adalberto evita-ba mirar por la ventanilla, donde le parecía que se asomabaRoxana.

Vivo, después de su abandono de la soldadesca, de sus corre-rías mexicanas, donde gustaba de bailar enmascarado, vol-vió otra vez al cascarón desvencijado, sólo que ya Mamita sehabía ido a su eternal sombreado. Cortó la baba de su me-lancolía al impulsarse para llegar a la cuarterona Lupita,que descansaba de las visitas quincenales del sensual taoista.La Lupita al principio de su acercamiento, lo fue enlazandocon ternuras que querían ocupar el sitio de Mamita; los treshermanos que le quedaban no lo querían tratar por miedoa que los considerasen cómplices de su deserción. En el va-cío de la parentela, la Lupita se colocaba con un deslizantesigilo. Vivo no pasaba de los veinte años, tenía concentradasu energía en un enredado remolino, y la Lupita decidióaprovecharle todo el tuétano con un redoblante temporal,

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pues el ejercicio con el sensual taoista le oponía un laberin-to muy lento al volcarse de su humedad germinativa. Lacansaba, la prolongaba, le extendía la piel en innumerablesalfileres que crujían imantados, después inacabadas colchascariciosas, pero le apartaba con crueldad retorcida, comolos cuernos de un chivo roquero, el toque central ígnito.Como el taoista era dadivoso, aquellas demoras quedabantan sólo como una mortificación. Pero cuando pasaron unosaños, el taoista se fue acogiendo al no hacer, huía de todaslas variantes del tintineo del jade, y como una sombra pro-longada hasta romper su contorno, ya no volvió más. Lupitabuscaba un cambio en el entrelazarse de los cuerpos, reem-plazar el no hacer taoista por un incesante quehacerartesanal. Entonces fue cuando se operó el retorno de Vivo.Era un guajiro que sumaba muchas mañanas de insatisfac-ción, traía el chile mexicano rezumado por la piel, su vivirentrecortado le hacía más agudo el apetecer los comple-mentarios. Un día al terminar la ducha, Vivo empezó arecortarse unos callos, pero su misma riqueza de capilari-dad hizo que la sangre se fuera más allá de sus chanclos debaños, se extendió por debajo de la puerta, asomando unaviso sanguinolento. Lupita desde hacía días rondaba lasduchas de Vivo, e interrogó en la puerta. A pesar de queVivo le hacía el relato de la insignificante cortadura, la Lupitase empeñó en llevarlo a su cuarto, para aplicarle una desin-fección. Aplicó los medicamentos, friccionó las piernas, metiólas manos por los muslos resistentes, cuando miró hacia arri-ba, el falo de Vivo, como un enrollado parasol, pesaba so-bre su frente. Lupita no vaciló en esconder en su cuerpo lafruta que había hecho suya. Fue una fiesta y la Lupita seliberó de toda la influencia taoista, el «no hacer» quedó pul-verizado en innumerables fragmentos deseosos.

Las pesquisas de la Lupita a la hora de la ducha de Vivo,llegaron a una exactitud irreprochable, era tironeado ha-cia su cuarto después que la felpa secante había avivado lospaseos de la sangre. Lupita estaba necesitada de recuperarel tiempo que había perdido con el taoista. Le fue brindan-do almuerzos, chocolate después de la siesta, lo llamó Vivinopara diferenciar su ternura, lo puso al servicio de sus senti-dos. Lo fue convirtiendo en una pieza, que tenía que

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adelantarse todos los días por el camino que conducía ha-cia sus regiones más oscuras. Vivino cumplía la finalidad aque lo habían relegado, pieza que se encaja en una oque-dad que lo espera. Pero descuidaba buscar trabajo, se aban-donaba, con el almuerzo y el chocolate tenía lo suficientepara rendirse al sueño y darle de lado a la eficacia de todoslos días. Salía del sueño, la Lupita lo tironeaba para apode-rarse de su energía sin descanso, y volvía de nuevo al sue-ño, para de nuevo recuperarse con el chocolate.

La vecinería hizo el comento adecuado de la somnolen-cia, le exigieron casi la participación a los familiares, paraevitar el embrujo. Creyeron que el daño lo podría llevar ala muerte. En realidad, Vivo sólo tenía un lento y progresi-vo embrutecimiento, encajado entre el diario refocilarse yel abundoso gigotillo que le regalaba la Lupita; tan sólo habíaperdido la apetencia laborable, la insobornable frescura desu lomo, extendido tan sólo al recorrido caricioso, renuen-te a la sudoración provocada.

Tránquilo, el hermano mayor de Vivino, lo sacó de sucovacha un sábado por la tarde para llevarlo a ver a unconguito oracular que daba soluciones infusas. Vivino alprincipio se negaba a la asistencia, diciendo que estaba me-jor que nunca, que dormía como regado por una duchatibia. Tránquilo le hizo nacer la urgencia de la visita, dicién-dole que estaba aquejado de mal de muerte, que su mismavaronía, la flor de su energía, iría decreciendo como un ovillode seda podrida. Para impresionarlo, Tránquilo le pasó lamano por la frente diciéndole: Estás frío, aunque eres muyjoven, pero pareces la costilla de hielo que rodea al vino,suponiendo que aún te quede sangre de la buena. Cuandolos humores no vienen bien, la sangre se enfría. Creo quetodavía estamos a tiempo para que tu ánima no te huya ypermanezca en tu cuerpo bien clavada.

El conguito infuso a quien lo llevó Tránquilo, tenía undesmesurado redondel, papada como bolsa notarial, glúteacomo lavamanos, ojos tortugosos que fijaban la mirada poruna secularidad. Lo contempló primero como quien ve sa-lir de un espejo ahumado la nebulosa renuente a la figura-ción. Después, pareció que había detenido a Vivino, que selo tragaba, y que ya en su interior —tenía los ojos muy

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cerrados— empezaba a determinarlo por la rumia. Empe-zó a decirle: —Todo depende de que me contestes bien.¿Cuando tú te acuestas con ella, no has observado que teduermes y despiertas en distinta posición, que cuando des-piertas la ranura de ella está en dirección de tu rostro? En-tonces ella evapora como un zumo de amapola con cebolla,eso forma una espiral que te recorre y te enreda el cuerpo.Eso es lo que te da sueño. Procura que al dormirte y aldespertarte, tu cara y la de ella estén en el mismo frente.Vete a casa de este anticuario —musitó la dirección comoun ensalmo—. Allí pregunta por el acordeón de Madagascar.Le dirás que es para sonarlo en un fiestongo, que te cobretan sólo por el alquiler. Vete a casa de tu hermano por lamañana, te desnudas y empiezas a abrir y cerrar el acor-deón. Sin que tú lo veas, la espiral que ella sumerge en tusentrañas se va escapando por los poros—. Sobre una ban-deja de cobre que parecía una lasca de mamey dominicano,Tránquilo soltó una ringlera de pesetas. Saludó y de allí sefueron los dos para la casa del anticuario.

Cuando entró en la casa que le había indicado, salía len-tamente un hombre alto, vestido de un azul que parecíanegro veteado. Al oír que preguntaban por el acordeón deMadagascar se volvió sonriéndose, pero detrás de la voz nopudo precisar el bulto que la ingurgitaba. Le empapelaronel acordeón extrayente. Tránquilo lo acompañó hasta la es-quina, donde también lo esperaba el ómnibus cabeceante,durante el tiempo que renovaban en los piñones rotativosla decapitada cabeza del toro.

José Cemí regresaba de casa de Chacha, la mestiza de ex-quisita bondad, de rostro parecido a la Duse, medium vi-sionaria, con el don de precisar las imágenes acabalgadas,de detener los recuerdos, de fijar las nubes que se alarganen la región de los muertos. Sentado un día en un bancodel Prado, había conocido a dos pintores. Uno, que lo erade oficio, pintaba poco. El otro, antes de morir, aclarándoseel llamado, pintó y llenó sus libretas con sus indecisionespoderosas, con sus balbuceos que querían romper una cásca-ra para alcanzar la nueva forma. Después, volvió a encontrarle

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en casa de un conocido coleccionista, —eran años de penu-ria y los burócratas que querían mostrar pinta fina, o deocio bien llevado, compraban discos o alguna estatuilla a loEric Hill o a lo Brancusi, que mostraban después en la ter-tulia nocturnal, entre sonrisitas de ironía gala y algunamanzanilla servida en unas largas copas florentinas, regalode la condesa de Merlín a una tía del coleccionista, que a suvez coleccionaba piezas de porcelana del Retiro. El pintor,muy corpulento, ostentando la fineza de su espíritu en laslíneas bondadosas y amargas del rostro, ya estaba acorrala-do por la muerte. Cuando uno llegaba a la reunión, ya élestaba allí, cuando nos retirábamos, ya él se había marchadosin darnos cuenta. Cuando la muerte lo aclaró, murió deuna enfermedad que le sacó la sangre de las venas, empeza-mos a oír el zumbido de la muerte. Poco tiempo después deconocerlo, le llegó la muerte; por esa cercanía, amistad ymuerte, estaba en el recuerdo como un aparte amenaza-dor. Así, era como la amistad agazapada, reducida, ovillada,que prolongada podía alcanzar la infinitud; era, al mismotiempo, la muerte, que sin vacilaciones, había cogido rápi-damente, con sus garras de ratón ligadas por el hombroa nuestro errante melancólico, y cuando de nuevo torcía-mos el rostro, ya él no estaba. Pero arañaba con las telas,donde el aceite rechazaba a la muerte; aparecían las líneascon sus rasguños, como si ante la invasión del agua de lafría extensión, que no piensa, pero se apodera de todas lasgrutas, hubiera avizorado el paredón, cruzándolo de letrasinventadas en un instante, deshechas en la sucesión de untiempo maldito. Pero ahora miramos fijamente el paredón, ylo vemos deslizarse, levantando la solapa del saco por el vientofrío; encendiendo un cigarro, prolongándose el fuego, porel que penetramos en su rostro indescifrable, apresurado,con algo que nuestra cobardía califica de desdén, porque alreconstruirse en nuestra mirada, al alzarse en el ápice delfuego, momentáneo, siente la diferencia de densidades delas dos regiones.

En la calle General Lee vivía la espiritista mestiza, con eserostro sabio y bondadoso adquirido por nuestrascuarteronas, donde la pobreza, la magia, la desigualdadanárquicas de la familia, las recetas de plantas curativas, los

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maleficios, la cábala onírica, la pobreza arrinconada y sinsalida, la esquina de parla municipal y cominera, el diálogoúltimo, para desesperación conversacional y fatalista, conlos ídolos, han dejado tan penetrantes surcos. El rostro dela mujer cubana, blanca o mestiza, al llegar a sus sesentaaños cobra como un blanco enigma de bondad. «Los desen-gaños», dicen nuestras viejas, como si fuesen alfileres quediabólicos enanitos van dejando sobre nuestro cuerpo.Ciérrense los ojos y déjese, en el recuerdo, el rostro de nues-tras madres, tan cansado, caminar hacia nosotros, diciendonuestros nombres con silabeo lento, tan graciosa ysecularmente modulado.

Chacha ofrecía la madurez de ese rostro de bondad y sa-biduría. Su rostro era el de la mujer vieja que ya no distin-gue entre sus hijos y el resto de la humanidad. —Siéntenselos caballeros —dijo con acento no de humildad, sino defina obsequiosidad y de cortesanía. El magistrado rechoncho,el pintor amigo del pintor muerto y José Cemí, se distribu-yeron en dos sillas y un sofá. Chacha, en el centro, distendiómás aún su rostro. Miró el aire concentrado en el centro dela cámara y como si fuese extrayendo las palabras de lasprofundidades, muy lentamente, fue diciendo:

—La persona por quien ustedes se vienen a interesar, eramuy distinguida, no en el sentido habitual de ese término.Era persona de mucho valer, pero no como se dice eso deun político, de un hombre rico o de un comerciante cual-quiera.

Aquí se detuvo. Comenzó de nuevo: —Era muy distin-guido, algo así como un artista, un pintor tal vez—. Nuevapausa. Los formantes del coro nos miramos, el acierto ha-bía sido pleno. El rostro de Chacha comenzó a sudar muylevemente. Su piel, bajo el rocío transpirante, se ennoble-ció. Hermandad del rocío y del tono de la voz.

—Ustedes no deben preocuparse —continuó—, por sumuerte última pues la persona por quien ustedes se vienena interesar ya se había muerto varias veces. En su vida tuvotres muertes, eso le permite ahora tener más paz, pues estácomo en su propia región. Son pocas las personas que acaba-das de desencarnar, se muestran incorporadas a su nuevavida en la muerte. Las tres muertes que tuvo le preludiaron

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el camino. Se ve que estaba muy amigado con la muerte—.Hablaba con mucha lentitud, rompiendo después las pala-bras con una irisación despaciosa. Habló después de la no-via. Detalles de su casa. Retrató al desencarnado tal como loveía en esos momentos. Nos asombró el parecido del retrato.El magistrado, el otro pintor y José Cemí, sintieron a una elmomento de despedirse. Con la misma extraña fineza acom-pañó Chacha a los visitantes hasta la puerta. Inclinó conreverencia la cabeza. —Si en otra ocasión los puedo servir,hónrome con su visita. Desde ahora, incluyéndolo a él, todossomos buenos amigos.

Caminamos hasta la esquina, huyéndole al comentario.Teníamos la sensación de un gran final de acto entre lo realy lo irreal, entre la imagen y su contenido. Recordamos laheroica penuria del pintor. Sus visitas a la novia, que vivíaen Santos Suárez, regresando en interminables caminatas,por carecer de los cinco centavos para pagar el regreso. Dela forma solemne, reconcentrada, inmisericorde, comoquien reverencia de nuevo al justiciero, al implacable, conque oía los tríos y cuartetos de Beethoven. Sus comenta-rios, en una noche muy lluviosa, en el cuarto del magistra-do, sobre El tío Goriot. Recordaba José Cemí cómo el pintorhabía extraído de su billetera, y aquí había que recordartambién que el nombre no hacía la cosa, una cita de esaobra de Balzac. «Tal vez haya en la naturaleza humana unatendencia a hacer soportar todo a quienes todo lo sufrenpor humildad verdadera, por debilidad o por indiferen-cia.» Y el comentario sencillo: qué bien ha hecho Balzac enunir la humildad, la debilidad y la indiferencia.

Cemí se despidió de los otros dos acompañantes, y viocon extrañeza el ómnibus detenido. La nueva testa coloca-da en el piñón rotatorio le comunicaba la energía de su es-treno. Al sentarse Cemí notó la excesiva trepidación de laarrancada. Vio la testa fresca, sonriente, del toro decapitado,las oleadas que le invadían al rotar en el círculo aceitado,suave por el pulimento caricioso de la inauguración de sufuerza.

El anticuario iba sentado al lado de una trigueña charlosaindefinible, con otras dos muchachas sentadas en el asientode enfrente, las tres pretensiosas empleadillas del Ten Cent

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del Vedado. De pie, a su lado, tenía al ebanista Martincillo,mirando con desdén alegre, el cloqueo saltado después deldescansillo. Delante de Martincillo, Vivino con su acordeónsobre las piernas. Delante de ambos, el enamorado AdalbertoKuller, en su lejanía para disimular los suspiros envueltosen papel de estraza. En el asiento de la otra banda, frente alanticuario, José Cemí, momentáneamente indescifrable porel regreso del otro mundo, por el recuerdo de la cara deChacha, madre serenísima, la madre que había reconocidotan pronto en la fragancia límpida del aire, a la amistadinvocada, a un Eros que se movía entre la figura y la tem-blorosa imagen del recuerdo, que había sabido soplar lopreciso para estremecernos.

Martincillo se reconcentraba en un impedimento: mañanasería el cumpleaños de su queridita, y estaba cenizo de blan-ca, puro desvencijo acuoso su bolsillo. La conversación delanticuario con la tencenera, centró a Martincillo. Las dostenceneras le enseñaban unos papelones a la sentada al ladodel anticuario. Análisis de salud, cifras de sangre, orina,parásitos, tiempo del cierre de la sangre. Una de ellas co-mentaba que se había hecho varios de los análisis, variables,con amistosas cifras, pero que ella seguía sintiéndose mal.La que estaba a su lado, le guiñaba el ojo y le afirmaba quetodo eso desaparecería tan pronto se casara. Tú siemprecon tus cosas, le respondía la otra. Y la sentada al lado delanticuario, apuntaba silencio, como temerosa de que hu-biera pelea o alusiones comprometidas a la novietería.

—Por eso hay que hacerse esos análisis cada instante—terció el anticuario—; otro al finalizar el año, el día de lacena de Nochebuena. Le voy a decir cómo hacer esas ave-riguaciones al minuto. Cada instante lleva un pez fueradel agua, y lo único que le interesa es atraparlo. Primeravez en mi vida que a mi lado unas muchachas sacan esospapeles de análisis en un ómnibus, aprovecho esa excep-ción para mostrarles mi secreto. Si no es por la ocasión,remolino de coincidencias que se detienen en escultura,¿cómo podríamos mostrar la sabiduría? La vida es una redde situaciones indeterminadas, cada coincidencia es algoque quiere hablar a nuestro lado, si la interpretamos in-corporamos una forma, dominamos una transparencia.

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Dispénseme, pero esa situación indeterminada, una mu-chacha en un ómnibus, con unos análisis, a mi lado, ad-quiere forma, tengo que interpretarla porque es muy po-sible que eso no se vuelva a repetir mientras yo viva. Loúnico que puede interesarme es la coincidencia de mi yoen la diversidad de las situaciones. Si dejo pasar esas coin-cidencias, me siento morir; cuando las interpreto, soy elartífice de un milagro, he dominado el reto informe de lanaturaleza. En el Nacimiento, en los días pascuales, puedehacer muchas cosas. Puede comprobar la salud, no pormedio de análisis, sino dentro del mismo cuerpo. Cierreusted los ojos, si le aparecen estrellas, digamos por el nor-te del reverso de los párpados, cuide mal de cabeza,intoxicaciones, malos flujos, endurecimientos de las arte-rias cerebrales; si las estrellas cabecean por el sur, busquemales del cuerpo, que después iremos diciendo sus flejesparticulares. Si por el este del reverso del párpado le apa-recen líneas verticales, compruebe romadizos de brazo ypierna derecha. Si las rayas asoman por el reojo siniestro,busque males del otro brazo y pierna. Si las estrellasnorteñas le localizan males de cabeza, hágase una cruz deyodo en la cara, por donde compruebe que los poros hanasimilado más yodo, hay por allí debilidades, caries queacechan, sinusitis crujientes. En ese día de averiguacionesfaciales, sin purgarse, póngase a unas ingerencias ácueas yaduérmase sombroso.

—Para comprobar la cualificación del tronco, apóyeseen la bisagra distributiva del diafragma. Para el pecho, trá-cese una línea de color caliente, ya amaranto, ya amarillonaranja, que vaya de la tetilla izquierda perdiéndose en elradar axilar del lado diestro. Búsquese, no tan solo colordisminuido, como ya vimos en la cruz yodada del rostro,sino más bien las vibraciones o arrugas de la línea colorea-da, los sitios donde siente como si se le opacase la respira-ción. Para las comprobaciones abdominales, la raya seríavertical—. Aquí las muchachas torcieron el rostro, temien-do alguna indiscreción del incógnito anticuario, pero llegóel punto de su silencio justo en el instante de un traqueteodel ómnibus y de un ligero sobresalto en los ojos de lacabeza del toro joven, que giraba en los piñones aceitados.

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El traqueteo del ómnibus obligó al anticuario a torcer elrostro. Se fijó en el pulso del que estaba a su lado, en la otrafila paralela de asientos. Extrajo de ese pulso unas iniciales:J. C. Un escalofrío lo recorrió, se acababa de verificar si-lenciosamente algo que venía a ser un complementario tanforzado como prodigioso en su vida. Ya no se moriría in-tranquilo, incompleto. Se había verificado el signo que lepermitiría recorrer su último camino, con expresión parasu pasado y con esclarecimiento para su futuridad.

De pie, al lado del anticuario, Martincillo, y delante deeste, Adalberto Kuller, sin querer fijarse en los rostros de lospasajeros apretujados, para que no le observasen los llora-dos surcos de su melancolía. Martincillo sentía más quenunca la sórdida vaciedad de su bolsillo, era el cumpleañosde una de sus queriditas, mimosa, gemidora en el trance yrelatora de las juergas donde el ebanista se mostraba gene-roso a costa de algún amigo picoteado. Oyó el retintín delas monedas del anticuario, que sonaron en sus oídos comocampanillas pequinesas... Le pareció que aquel tontillo quellevaba las monedas a flor de bolsillo era un infeliz, unantiartista, un burgués sin alegría ni expresión. Había com-prado una voluminosa revista de antique brilloso y un pa-ñuelo grande, casi mejor una manteleta, para con ella ceñirel cuello de su amada. Tan disímiles cosas tenían un puntode voluptuosidad coincidente, hacer más plausible el pla-cer, dentro de las incomodidades con que vivía en su cuar-tucho, pues el papel brillante lo extendía por el suelo, comoespartano lecho que reemplazase la cama de holgura soña-da, y el pañuelo se lo ceñía a la boca, para impedir los gritoscon que la afanosa doncella acompañaba la penetración delaguijón del ebanista. ¿Por falta de dinero aquel papel sequedaría sin el comunicado calor de los cuerpos al refoci-larse, y la manteleta se quedaría sin apagar los ecos frenéti-cos de la doncella, como una Ménade posesa por un vinoblanco?

Al primer traqueteo del ómnibus en marcha, extendió lamano, pero el pudor lo inhibió, llevándole sudor frío alfrentón. Se veía ya como un náufrago en aquellas olas depapel, quería gritar, pero la manteleta le tapaba la bocaenloqueciéndolo. Y el cuerpo, melodioso en las sombras de

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su trigueñez, giraba en los reflejos del papel, después esti-rando con ambas manos la pañoleta, piel de chivo dionisíacoque comenzaba a arder, empezaba a danzar, agrandándosela glútea y los senos por las paredes, como si fuesen som-bras gigantomas sopladas por el aliento del falo acrecidopor la mandrágora. Ya no se pudo contener, afinó la puntade la mano, sutilizada por el uso del pincel y extrajo la bol-sita donde danzaban y cantaban las monedas.

Observó la indiferencia del rostro del anticuario, parecíahaber echado anclas en las dos aspas cruzadas de una abs-tracción. Martincillo recorrió con los dedos la fineza de lapiel de la bolsita con las monedas. Para disimular sus ner-vios, insistió en el trabajo manual volcado sobre la bolsita,zafó el broche, extrajo una moneda. Aprovechándose, enuna esquina entrecortada por la sombra, que el lleno delómnibus aumentaba, sacó la moneda y la precisó con unreojo de fulguración semita. No, no eran las habituales, vioun Pegaso graciosísimo, ligero, con alas que parecían por loexactas y enjutas, élitros de insectos centelleantes. En el re-verso, una Minerva espléndida, con su clásica y robusta nariz,su casco que llevaba aún a los bajos menesteres del empleode las monedas, el refinamiento de la aristía, de la protec-ción minervina en medio del remolino de la pelea. Pero, ay,el pintor se convenció de inmediato que con ellas no podríacomprar el regalo del cumpleaños de su maîtresse, que seríapagado con creces, en la otra hora de la verdad, al revolcarseen las sábanas del antique brillante, mientras su extensa na-riz dividía en dos fragmentos, como dos cortinas, la cabelle-ra que cubría la nuca, ingurgitando ráfagas de voluptuosaenergía.

Vio el acordeón de Madagascar, los entrantes y salientesde su fuelle. Con calculado disimulo, fue sembrando lasmoneditas en los entrantes, donde las sombras opacaban elrebrillo. Pero un nuevo traqueteo del ómnibus, impulsadopor el fuelle, hizo saltar las monedas, como una cosechapuesta a flotar por la llegada no avisada del aquilón. Unescalofrío recorrió a Martincillo. ¿Qué hacer de nuevo, sinllamar la atención de los pasajeros? Fingió que había caídoun cisco sobre el fuelle del acordeón, fingimiento que lepermitió concentrar en su mano, una a una, las monedas

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griegas. Perdida esa finalidad, buscaría otro procedimientopara deshacerse del bolsín. Muy pronto, su irresponsabili-dad facilitaba cualquier meta, lo encontró en el vecinito deenfrente, el Adalberto Kuller quejumbroso, desterrado,anegado en aguas sin ser sentido por recibidas burlas deamor. Aprovechó el instante en que el pasaje se apelotonóhacia los piñones giratorios, por una curva intempestiva,que no había sido plausiblemente calculada por Lagrange,en cuya curva Adalberto había alzado los brazos como unimplorante ante uno de los cardinales del almuecín, paralanzarle en el bolsillo derecho la bolsita con las monedashistoriadas, pero inservibles para comprar los improvisa-dos silenciadores y las ofrendas venusinas del ardido eba-nista en precario.

José Cemí había observado los dos giros infamantes delnarigudo priápico. La rapidez vehemente con que habíaextraído la bolsilla del viajero indiferente y oracular, y lafrialdad cínica con que la había deslizado en el bolsillo dela pobre chaqueta del quejumbroso. Para librarse de unarastra agrandada como un cortejo de consagraciones enBombay, el ómnibus tuvo que buscar casi apoyo en una cu-neta amplia y plana, que evitó los sombríos mazazos delhecatonquero. José Cemí aprovechó el cegato colectivo quehabía dejado tan inaudita medida de salvación, para estirarel cuerpo flexible y la mano extensa como una jabalina yextraer la bolsita voladora. Vio en el viajero de las monedascomo un majestuoso descanso dentro de un éxtasis. Pare-cía como si hubiera roto todas las causalidades, o mejor,como si todas las causalidades hubiesen coincidido en subolsillo tintineante, como un venado cuando salta un reflejoy el árbol de sus cuernos se descompone para evitar la gracio-sa lanzada de Adonis. Así las monedas volvieron al bolsillodel viajero que engendraba hechos, nidos en lo temporal.

Al día siguiente, comienzo de un domingo que iniciabasu parábola de hastío, José Cemí salió para sentarse un ratoen la Avenida de las Misiones. Al llevarse la mano al bolsillopara asegurarse el llavero sorprendió al tacto una tarjeta.La leyó con una sorpresa que mantendría su fuerza de sor-presa durante todo el domingo. Decía la tarjeta: «OppianoLicario le agradece la devolución de las monedas. Era un

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hecho esperado por mí durante más de veinte años. Vengaa visitarme, en Espada 615. Como la colección de monedasera antigua, quiero celebrar su devolución con una botellaextraída de las ruinas de Pompeya. Yo he esperado veinteaños; usted ganaría en el tiempo otros veinte años. Perfectaequivalencia para el destino de cada uno de nosotros. No seasombre de la forma en que le doy las gracias. En la vida deuno y otro, ha sucedido algo sencillamente importante. Loespero, para que usted no tenga que esperar. Conocí a sutío Alberto, vi morir a su padre. Hace veinte años del pri-mer encuentro, diez del segundo, tiempo de ambossucedidos importantísimos para usted y para mí, en que seengendró la causal de las variaciones que terminan en elinfierno de un ómnibus, con su gesto que cierra un círculo.En la sombra de ese círculo ya yo me puedo morir.»

Cemí llegó a la casa indicada, Espada 615. Se dirigió almozo del elevador y le preguntó por la persona que desea-ba ver: Oppiano Licario. —Muy bien, suba, fue la cortanterespuesta. Abrió la portezuela del elevador para introduciral visitante, abrió de nuevo la portezuela, salió al pasillo y leindicó un departamento que se encontraba en su extremo.Era el séptimo piso. Cemí siguió la dirección indicada; comoera su antigua costumbre, siempre que pasaba frente a unapared que se prolongaba, le gustaba pasar los dedos a lolargo de la extensión edificada. Se asomó a uno de los ven-tanales. Al mirar hacia abajo, pudo precisar a OppianoLicario, vestido con un pantalón amarillo y con una blancacamiseta de gimnasio. Le pareció ver poleas, sacos arenerospara hacer peleas de sombras, pedales, lonas para elpancracio. Procuraba precisar la visión, pues unadifuminada extrañeza pulverizaba el juego de las figuras.¿Quiénes rodeaban a Oppiano Licario? Tuvo como la sen-sación de una nebulosa que se va trocando en figuración, denebulosa que se convertía en serpiente a la que se le rajabala piel, de ahí salía un indeterminado cuerpo hecho para ladanza. Eran Martincillo, Adalberto Kuller y Vivino. Martin-cillo, dentro de un círculo, picaba con su flautín un cangrejofurioso que ladraba como un perro. Adalberto Kuller, so-bre dos espirales entrelazadas, restos de una lona circularque se había fragmentado en su centro, procuraba carica-

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turizar el aparecido con cara de cangrejo llameante, quesonaba a cada toque del flautín como un can estígico. Enese momento, Vivino, con su pantaloncillo y camiseta gim-násticos, se curvaba hacia atrás, como si fuera a tocar lostalones, mientras Martincillo, en un paréntesis de su dúode flautín y cangrejo, abría y cerraba el acordeón deMadagascar. Oppiano Licario, apresurando el paso, se acer-có a la mesa que estaba en los comienzos del salón, empuñóuna varilla de metal y golpeó el triángulo de bronce quesobre un soporte reposaba en el centro de la mesa. Golpeóel triángulo y mientras la onda sonora se dilataba, exclamócomo una orden: Estilo sistáltico. El ritmo se volvió crecedor,adquirió su crescendo. El acordeón de Madagascar, el flautín, elcangrejo lanza llamas, el diseño caricaturesco, el triángulode cobre, se avivaron, parecían brillar y entreabrir carcaja-das. Martincillo, Adalberto Kuller y Vivino, apresuraron susmovimientos, como aconsejados por una danza que inau-guraba su frenesí.

El mozo del elevador irrumpió de nuevo en el pasillo,donde le había indicado a Cemí que se encontraba la personabuscada. —Señor, señor, me he equivocado de dirección,es abajo, venga conmigo. Me pareció haberle oído UrbanoVicario, ese sí vive en el séptimo piso. Pero la persona queusted busca vive en la planta baja. No es la primera vezque tengo la misma equivocación, a Vicario lo vienen a vermuchas más gentes. Pero como me equivoco, me fijo muchomás en las que vienen a ver a Licario. De esa manera, nadiede los que vienen a ver a Vicario conoce a Licario, perousted puede estar seguro de que todas las visitas de Licariohan oído el nombre de Vicario. Una vez le confesé al señorLicario mi error y me contestó: Eso es bueno, subir y des-pués bajar, así llegan a mi casa ya con la imagen del huevoceleste —repetía el mozo, atorándose en su propia risa.

Abrió la portezuela. —Siga por aquí —dijo. Su índicemarcó una dirección—. Después, dé la vuelta —su brazoentero acompañó la señal de recurva—. Si no lo esperan,toque bastante el timbre. El señor Licario parece que hayque subirlo de una mina. El timbre se lo sube seguro—.Cemí premió su locuacidad satisfecha con unas moneditas,que unieron su tintineo a la risa impulsada del mozuelo.

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Pasó todo lo contrario de lo que le habían dicho. No tuvoni que tocar el timbre, Licario le abrió de inmediato la puertasin necesitar de llamada. La pieza era muy distinta de laque él había visto desde el séptimo piso. No había nadie ensu interior. Sólo la mesa, con el triángulo de bronce y unavarilla metálica para provocar la sonoridad. Vibraron losdos metales. Oppiano Licario presentaba un pantalón ne-gro y una camisa muy blanca. Mientras se prolongaba lavibración exclamó: —Estilo hesicástico.

—Veo, señor —le dijo Cemí—, que usted mantiene la tra-dición del ethos musical de los pitagóricos, los acompaña-mientos musicales del culto de Dionisos. —Veo —le dijoLicario con cierta malicia que no pudo evitar—, que ha pa-sado del estilo sistáltico, o de las pasiones tumultuosas, alestilo hesicástico, o del equilibrio anímico, en muy brevetiempo.

Licario golpeó de nuevo el triángulo con la varilla, y dijo:Entonces, podemos ya empezar.

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Repasaba Oppiano Licario la fija diversidad de los otoñosque habían bailado a lo largo de su espina dorsal. Al llegar ala desdichada página cuarenta de esa colección de otoños,los recuerdos perdían sus afiladuras, las sensaciones se reíande sus sucesiones y el carrusel dejaba de ser cortado por sumirada cuando se perdía detrás de la cintura de los cocote-ros. Un murmullo, la resaca soñolienta impulsada por losinsufribles desiertos de la luna, comenzaba a rodearlo. Sal-vo algún día a la semana en que se precipitaba en la notaríadonde trabajaba, desacompasado y olvidado de los cuartosdel reloj, sin que el resto de los empleados se sobresaltasen

CAPÍTULO XIV

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o esperasen en resguardado silencio los regaños tercos delcartulario. Ni siquiera sucedía la interrupción de una con-versación ni los más nuevos clientes se fijaban en él. Otrodía de la semana quería hacerse excepcional, cuando Licariocompraba algún cuaderno de pintura abstracta en Trieste,y algunos de sus amigos le acudían para oírlo afirmar reite-radamente que lo abstracto terminaba en lo figurativo y lofigurativo terminaba en lo abstracto. Pero ese día queríaprecisar contorno y entorno, con circunferencia y círculo,qué era lo que había sumado, qué constante de iluminacióny qué estaciones sombrosas se precisaban por los corredoresde espejos. Cuántas veces al ladearse para escurrirse frentea lo fenoménico, lograba alcanzar los reflejos de lo numinoso,la respiración inapresable de los arquetipos.

¿Con qué se había quedado al repasar esos sumandos fríos,algodonosos? Acariciaba y repasaba la estatura intemporalde esa escala de Jacob, que a veces creía haber levantado allado de la escalerilla que descendía al cuarto de la más viejacriada de la casa. Frente a cada realidad, lograba sentirse aveces su persona en la momentánea pareja de hilos de arañaformada con el hecho fugaz. Cuando un hecho cualquierade su cotidianidad le recordaba una cita, una situación his-tórica, no sabía si sonreírse o gozarse de esa irrealidadsustitutiva, que a veces venía mansamente a ocupar la ante-rior oquedad. No se decidía a presumir de haber logradoese pondus imaginationis, mediante el cual la imaginaciónretorna como hecho de habitual circunstancia, soplando tanlevemente que sólo parecía avisarle a las más ligeras plumasdel canario, a las que se iban a marchar a la siguiente mañana.

Licario, con la punta de la lengua especializada en sabo-res amargos, por los excesos adorantes de la hoja, refrescadapor la miniatura laberíntica de los ríos pinareños, caía enlas brumas densas de la cerveza, «que por fieros países vacon sus claras ondas discurriendo». Su madre y su hermanalo esperaban ya para almorzar; criollas trigueñas y sabias yempleado cuarentón, medían sus horas de asimilación congran delicadeza y precisión, para incorporar los alimentoscon despacioso señorío, hacer sobremesas nemónicas y unassiestas rodeadas por los cuatro ríos del Paraíso. Su madre alverlo ingurgitar los contraídos lúpulos del Escalda, con la

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misma lenta pesadumbre que los estetas vieneses de la épocade Van Hofmannsthal se insinuaban en un coctel dechampagne, adelantó el tridente con una aceituna gigan-toma; se apoderó de ella Licario con un palillo sintético ysilabeó:

...mas ni la encarcelada nuez mezquinani el membrillo pudieran anudadosi la sabrosa olivano serenara el bacanal diluvio.

La madre oía con su natural dominio, con una graciosarobustez madura que espera siempre lo mejor, los acompa-ñamientos, la nota de conciliador corno con la que su hijoLicario respondía, siempre en sobreaviso, como si siguieracada hecho en puntillas hasta poderlo pellizcar. Le causabauna sabia alegría romana, ese instrumento con el que suhijo respondía y que ella creía intuir como la única alegríaque él se había conquistado. Su hijo daba siempre esa res-puesta, sin inmutarse, haciendo invisible todo esfuerzo enla respuesta, como si esperase que de un cúmulo tal de nubestuviese que salir invariablemente la chispa de esa pregunta.La alegría de la hermana, viéndolo en la mesa —todavíano había podido asimilarlo en una superficie extensa y sinarrugas—, se revelaba en disimuladas sonrisas, que loacuchillaban, que a veces le daban a sus respuestas, a susacompañamientos, una sofocación, como quien, en inversosentido, realiza un acto de magia precedido y acompañadopor los aplausos, cuyos peligrosos sumandos son capaces depreludiar la solución apocalíptica, el oscurecimiento antes delreencuentro. En el momento en que le sirvieron agua excla-mó: Aguada de pasajeros. La madre pensó: si además depedir agua nos evoca un pueblo, nos da una alegría. Qui-zás, pensó la hermana, la criada no lo entienda y su únicareacción cuando se irrita es que ensordece por tres días.Además, se le puede ocurrir que se burlen de ella, y des-pués se venga en sus parloteos en la fuente del parque, rodeadade un parlamento en cuyo subconsciente la Bastilla es to-mada a cámara lenta. Reclamó su primer turno el pica-dillo rellollante, con su cauda repasada por la cuenca del

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Mediterráneo: olivas para el búho griego y las pasas delOriente medio, con las alcaparras que desaparecen en elconjunto, sin rendir el sabor tonal en las primeras capillasgustativas. Exclamó: faisán rendido en Praga. Una transmu-tación imaginativa para saltar lo vulgar, si pone en el sitiodel picadillo de res, pensó alegre la madre, la gentileza co-loreada del faisán, nos gana con el primor de la excepciónque compara, retrocediendo la abuchada cara de la reali-dad cortada por el bandazo de una puerta. —¿Si es una respicadita —le dijo la hermana—, por qué le llamas faisán?Además, ¿quién mezclaría en las exigencias clásicas del gus-to, un despedazado alón de faisán con pasas, que no puedenreemplazar al borgoña deslizándose como el Ródano por eltejido cadmeo de la mandarina? (Acuchillado, riéndose consobresalto, en la pregunta de su hermana se veía la influenciacuarentona que Licario había ejercido en su casa y morado-res.) —Acuérdate —le contestó Licario, que no se decidía aexplanar delante de su hermana su Súmula, nunca infusa deexcepciones morfológicas—, el día de la tediosa visita a casa deJorge Cochrane, llegado de su bien remunerado secreta-riado de las minas de Caibarién, la conversación lentísima ylos ademanes de cera, nos hacían pensar en el espeso sueñopost rem que nos llegaría después de la retirada con los cuatroHaig and Haig, corriendo por nuestras venas «entre las olasy las dulces estrellas del Tártaro». Jorge Cochrane —conti-nuó Licario—, nos habló de su viaje a la Europa oriental, ylo único que le oí de interés en toda la noche, fue cuandonos relató la excesiva cuantía de faisanes en los criaderoscercanos a Praga, lo que hace que hasta los zapateros o loscepilladores, tengan con bostezada frecuencia picadillo defaisán en sus mesas apuntaladas, cubiertas de un hule colorhomogéneo con flecos de mordidas ratoneras. Quizás esotenga alguna relación con la infernal progresión imaginati-va de Kafka, le contesté a Cochrane, aún en las épocas enque más se distanciaba del padre, en que tenía que acodar-se más tiempo en los puentes, camino por la tarde a la casade Brod, podía saborear con repelencia un picadillo de fai-sán—. Licario había acabado de hablar con su hermana,con un silogismo de sobresalto, con lo que era una de susmás reiteradas delicias, demostrar, hacer visible algo que

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fuera inaceptable para el espectador, o provocar dialécti-camente una iluminación que encegueciera por exceso deconfianza al que oía, en sus conceptos y sensaciones máshabituales y adormecidas. En la conversación de sobremesa,la madre tocó lo que para ella constituía el inagotable temade la economía doméstica, desarrollando el tema paradojalen la balanza de los precios de la carestía del pan y la bajade la harina. —Es tan extraño —concluyó—, como si nosregalaran las naranjas y luego nos cobraran por su ambrosíael precio del licor de la inmortalidad del conde deCagliostro—. Miré fijamente a su hijo, queriéndole recordarsus descuidos y olvidos en los aportes de su mesada, peroeste se limitó a decir: enigmas, enigmas de los CONTORNIATI,nudo gordiano entre la circulación y el placer inmanente, conme-morativo de las monedas. La madre no le contestó, sabía haceaños que era imposible regañar a un cuarentón tan irreme-diable, pertinaz, entregado ciegamente a sus reduccionesde monstruos a colomba domesticidad, o de impensadasbagatelas, abiertas de pronto como un quitasol en un desem-barco imperial en Túnez. Le acercó la taza china de café,recientemente adquirida en la última cobranza, y Licario sela incorporó, poniéndole ijares en su memoria, y diciendo,al tiempo que se levantaba para irse a cumplimentar el sá-bado muy cargado de trabajo en la notaría:

...las tazas débilmente cristalinas,y las que el chino fabricó y conservaen las que pudre al sol conchas marinas,con las que antigua sucesión reserva...

La despedida de Licario le pareció a su madre y a la her-mana demasiado súbita, pues acostumbraba a comunicarlea sus actos y decisiones más nimios, un enlace lento y comosi le sobrase tiempo entre sus adecuaciones y sus enigmas.Esa precipitación dio origen a que la madre y la hermanalevantasen innumerables cuchicheos y suposiciones. —Hallegado a tener tal perfección —dijo la madre—, en esamanera, no digo método, porque desconozco totalmentesu finalidad, que me atemoriza si todas esas adecuaciones,ahora que ha llegado a los cuarenta años, no logra aclararlas

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en un sentido final. Si esas hilachas, esos vermes pensantes—sonrió levemente la madre al sentir esa momentánea arri-bada pascaliana a la sobremesa—, se le enfrían, se enrosca-rá calcificándose, y su final será una locura benévola o unentonamiento de aciertos mágicos, inencontrables,irreconstruibles, como un bólido azufroso caído en el de-sierto, al lado de un higueral, donde quedaron prendidosalgunos fragmentos de la capa de un diablo manso, cazurroy recontador de riquezas aparentes. Él está ahora —conti-nuó la madre—, en un momento muy difícil, si no se nosaclara en una combinatoria o en una piedra filosofal, nonos parecerá un estoico persiguiendo lo que él ha creídoque es el soberano bien de su vida, sino un energúmeno queaúlla inconexas sentencias zoroástricas, o un cándido em-baucador que regala astillas de la Tabla de Esmeraldas delos egipcios. Y no sé si podrá resistir esa banal desespera-ción de madurez, pues como lo educamos cuidadosamenteen la tradición católica, sabe que no puede desesperarse sinirritar al Paracleto. No podrá así sostenerse en la desespe-ración, sentirse cómodo en ese espanto de ser siempre res-puesta al instante, de estar acariciando la yerba por dondeel conejo va a reaparecer en la superficie. Tiemblo cada vezque lo oigo en una de esas mágicas adecuaciones; lo veocomo un niño que se adelanta sobre el mar en un trampo-lín serruchado, en esa trampa que nadie sabe quién le hatendido. Me temo —continuó la madre, ya un poco sofoca-da—, que cuando algo muy desagradable le ocurra —que-ría decir, cuando yo me muera—, vaya a dar a una casa dehuéspedes, donde lo burlen y lo juzguen un excéntrico can-doroso. Y como a esas casas de huéspedes acuden tantasmujeres de enredo, lejos de tener respeto por ese misterioque él simboliza, y que tú y yo sabemos respetar, terminecasado con quien lo soporte sin considerarlo, sin intuir si-quiera levemente esas numerosas colonias de hormigas quehacen invisibles agujeros en su cerebro. Lo consideraránuna víctima de la alta cultura, como existen esas víctimas delas novelas policiales, que prefieren entrar en sus casas porla ventana. Y los domingos, en el hastío de las cuatro de latarde, en el café de la esquina, lo bautizarán con el grotescode Aladino de la filología, mientras el que acuñó la frase,

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creyéndose un estudiante de cervecería alemana, trata deprovocarlo en duelo.

—Pero madre —contestó la hermana para desplazar latristeza que se había ido anudando—, cuando él la llama austed «la sombra de mi extensión»,1 nos da a comprenderque su evidencia, su más descansada visualidad en el espa-cio que usted ciñe como naturaleza, o en su pensamientocomo objeto naturalizable. Cuando nos dice que [lo más]interesante de la persona, [no] es su alma, sino la forma, esdecir, la materia constituida; en qué forma lo que se vio ytocó, recobra sobre el cuerpo sutilizando más el tegumento.Puede estar redondeando un sorite, me decía, pero lo quehago es observar con mucho cuidado el húmedo coral de laboca del perro dálmata. Hasta que una persona no se cons-tituye en su visibilidad, como un colibrí pinareño o un cara-col de Nuevitas, no logro soplarla por la boca, reencontrarallí un alma. Qué curioso es, recuerdo que me dijo un díade lluvia, sin que lo que me dijo tuviese que ver nada conun estado de ánimo impresionista, que las narices del prín-cipe de Condé, de Pascal y de María de Inglaterra, fuesentan parecidas; las tres narices buscaban el carácter. Eso mellevó a la conclusión, continuó diciendo, sin que sus pala-bras procurasen tener nada de enigmáticas, que los cuatroautorretratos de Van Gogh, en el museo de San Petersburgo,eran apócrifos; buscaba el ahora sorprendido copista laintensidad, y los cuatro retratos fueron embalados para laplanicie. Cuando era un muchacho, su maestro le mandóhacer un cuento como ejercicio de composición. Oppianoescribió unas páginas que su profesor estimó frívolas e in-comprensibles. En una escuela rural rusa, un maestrillo tratade explicar la concepción copernicana del mundo, toses,fatigas, y tener que abandonar el aula con velones y aguade nieve. Mejoraba al poco rato; retomar el hilo de la expli-cación, comenzar de nuevo por el antiguo cuadrado, y elprofesor volver a sus colores y a la elegante elasticidad corpo-ral del ruso cuando habla. Llegar a los anillos copernicanos de

1 Es más natural el artificio del arte fictivo, como es más artificial lonatural nacido sustituyendo. [N. del A.]

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nuevo, reiteración de las fatigas y volver a descifrar el cua-drante lunar en el patio, mientras se desabrochaba el cuelloy anulaba la violenta sudoración. Al profesor de Oppianoese cuentecillo le pareció una impertinencia y aludió a quetenía un proceso relacionable mental montaraz e inconse-cuente. Al revisar el trabajo, puso al margen, después de lamediatizada calificación: luciérnaga errante. Años más tar-de, el profesor de Oppiano, al leer en uno de los morfólogospuestos de moda, que el espíritu estepario rechazaba laconcepción copernicana del mundo, se liberó llevándoleaquella caja de dátiles, cuyo regalo a usted le pareció in-comprensible, pues jamás al maestrillo se le había visto in-currir en elegantes dispendios, aunque se hablaba sotto vocede que sus crisis de conciencia eran muy fieras, haciéndolecasi aullar.

—Recuerdo —contestó doña Engracia—, el día que elhombrecito, muy alegre, pero un poco convulso y como des-confiado, se hizo anunciar como un examinador del tribu-nal de historia, que Oppiano acababa de rebasar. Tu padretenía ya esa despreocupación, esa indescifrable indiferen-cia de los que se van a morir algunos meses después. Esta-ba en el traspatio y parecía perderse siguiendo las huellashúmedas de los insectos por las hojas de las begonias. Noestoy muy segura de que hiciera eso, ¿pero qué otro gestopodríamos atribuirle con más exactitud? A mí me sorpren-dió la llegada del profesor, que parecía aún retener la ex-trañeza del momento del examen. Comenzó a elogiar aLicario, pero los excesos en el ditirambo no lograban dis-minuir la sorpresa de quien se encontraba en una encrucija-da, entre la excesiva torneadura de la agudeza dialéctica, lanobleza de un azar concurrente o los girones de un conju-ro maligno. Tu padre se acercó a la sala de recibo, pero alver que el profesor hablaba demasiado de prisa, prefirióregresar a lo de los insectos en el traspatio.

—Figúrese usted, señora, que el profesor auxiliar medijo que le hiciera a su discípulo Licario, las preguntasmás sorprendentes. Entonces yo, por pura broma, empecéa preguntarle burlas históricas, datos casi mágicos. Sentía,además, que el deseo de hacerle esas errantes y exóticaspreguntas, se hacía incontenible en mí. Al hacerme esa

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indicación el otro profesor, comprobaba que al estar frenteal alumno, descendía por mi interior, haciéndose perento-rio, el afán de ir hacia esas preguntas, como si fuesen for-mas, ejercicios de larguísimos y soterrados procesos, queen el instante de la pregunta, se deshicieran fatalmente entorno a ese nudo. Hablaba como si todavía estuviese en lapesadilla, en que al preguntar, por primera vez sentía quese apoderaba de él una respuesta reversible, dictada casipor la persona que al azar se dejaba preguntar. Licario, antecada pregunta permanecía en estado de tranquila lucidez,sin exagerar la serenidad ni la cimarmené de la pregunta lan-zada a su ciega aventura. A la tercera o cuarta pregunta, seapoderó de mí el impetuoso deseo de soltar, como instru-mento que sólo poseyese una cantidad limitada, fatal denotas y que después, extinguida medusa, quedaseinorgánicamente exánime, perdido el tesoro de su fatal es-pecialidad.

—¿Cómo se llamaba el perro que acompañaba a Robes-pierre en sus paseos por Arras? —le pregunté a Licario,por burla diría, si no sintiese en mí la brusca agitación de lafatalidad de esa pregunta.

—Brown, me contestó, como afirmando que el diablo jo-ven, en contra de la opinión de los paremiólogos, sabe másal responder que al preguntar. Lo curioso era que respon-día, no con naturalidad, sino como naturaleza, como laslianas que esperan el escondite del fugitivo.

—¿Qué estatura tenía Napoleón? Confieso que esa pre-gunta la hice como si me abandonase a una línea de apoyo,a un ritmo, que no me pertenecía, como una especie depitia dialéctica, de sobresalto que en ese momento se dejaacariciar la cabellera.

—Cuatro, ocho, contestó de nuevo Licario, mirando deabajo para arriba como quien busca en el espacio una altu-ra y se limita a leer los zancos alcanzados por la corredora.

—Me aventuré con más rapidez a la otra pregunta, comosi al dar un salto, la otra pregunta fuese la próxima rocadonde debía asegurar el pie:

—¿Y Luis XIV, cuánto medía? Recuerde la manera de pa-sear por Fontainebleau que ambos tenían y que revela alhombre de muy escasa estatura: adelantándose al cortejo,

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luego van apareciendo los cortesanos, disimulados en lacomposición, para que la soledad los destacase del volumenclaroscuro de los cortesanos, Sans avoir, dice Saint Simon, nivoix ni musique, il chantait dans ses particuliers les endroits lesplus à sa louange des prologues des opéras.

—Cinco, dos, añadió más que contestó Licario, al tiempoque miraba momentáneamente, al ladearse, la pared dondese recostaban con sus nervios a cuesta las próximas víctimasde los examinadores. Al oír en la forma en que se desenvol-vía el examen de Licario, estaban tocados por un terrorcongelado. Les parecía diabólicamente imposible rebasarla cuchilla examinadora, que con sus rebrillos de menguanteparecía confirmar que aquella mañana serían un millón losllamados, pero sólo uno el elegido. La fila recostada en lapared, que le daba varias vueltas a la cámara, se había en-durecido ante aquel examen como una pasta no usada du-rante muchos años, y que después comprobábamos que nose puede usar, que ha vuelto a cristalizar en arena playera.

—En la última pregunta que le hice a Licario, ya había-mos establecido la más acabada adecuación entre nuestrasdos corrientes causales. Me parecía que aun durmiendo mecontestaría las inmotivadas, amoratadas preguntas de cual-quiera de mis pesadillas. ¿Usted cree que Enriqueta de In-glaterra fue envenenada?

—Como no se le hizo la autopsia, no se puede determinarsi el jugo de achicoria que tomó en una sofocación, fue sufi-ciente a destruir su vieja úlcera nerviosa de infanta deste-rrada, contestó Licario, saltando su mirada por las centifoliasmoscovitas de las losas del suelo. El profesor se dirigió aotro de los examinadores, alejado de la mesa, curioseandocon las muchachas de un colegio monjil, enredándolas ensus maliciosas preguntas inconsecuentes, en sus devaneosde cuarentón hurgador e indiscreto. Estaba comiendo unpedazo de chocolate almendrado, con licor de cerezas, in-noble manufactura floridana, cuando oyó que el profesorlo convidaba a penetrar en el misterio de Licario, rogándo-le lanzase una pregunta en aquellas redes. Cuchicheó al oídode la muchacha, que le daba candorosas vueltas al pamelónazul turquí, rotado con un pañuelito inicialado en colonia.Por sus labios el chocolate ínfimo se había cristalizado en la

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sequedad nerviosa de la doncellita. Se rió para evitarse ha-cer la pregunta en aquella sala hipóstila de aterradosdisciplinantes. Ante la insistencia del profesorucho en tran-ce de ridícula galanía provenzal, con una voz subdividida,haciendo un molinillo de su cordaje vocal, dijo: ¿dóndepoder adquirir el mejor chocolate del mundo? Miró aLicario, pero el vidriado de su hacecillo nervioso, tambaleóla figura, sentándola dentro de la fuga de un témpano.

—En la Rue de Rivoli, número diecisiete, sala de exposi-ción, primer piso, contestó Licario, demostrando que ensus respuestas poseía con igual indiferente precisión el scherzomozartiano que el maestoso de los románticos. Las risas quecomenzaban a rendirse cuando lanzó su pregunta la domini-ca doncella, desaparecieron ante el tono frío de la respues-ta de ese juego banal, que tenía el helado desenvolvimientode las letras de Patmos, cerrando los antiguos banquetes.

—La priora dominica parecía enredar su irritación, ape-nas disimulándola. Se congelaba con furia serpentina,amoratando su rosado canadiense. El colérico plegado desus labios desaparecía en esa cicatriz dejada por el martiriode su tonsura adolescente. El profesor se inclinó, remedandocon el ceremonial que puede remedar un paidólogo, —horrorsreferens— para secuestrar con ese fingido respeto la colerillaque endurecía a la priora. La rotación de las miradas delprofesor se hundía desde el ensalivado cacao siena, cristali-zado blandamente en los labios de la doncella, hasta el desa-parecido arenal, mortecinas olas marmóreas, de las heladascicatrices del rostro de la priora.

—Venerable priora, dijo el provenzalista de ocasión, qui-siera usted hacernos el honor de la última pregunta; la másnoble sin duda, —siempre estaba dispuesto al culebreo dela facundia—, la de la retirada. Más que pregunta es despe-dida, y ¿quién mejor, su venerable consejo nos ayude, paradespedir a Licario, en lo que tiene de misterio, de acutezza,de soterrada concurrencia hecha, de pronto, configuracióny surtidor?

A la dominica se le fruncía lentamente el paño blanco,mar muerto, y antes de hablar se despegó de la loseta, queparecía ascenderla como una peana giradora de la épocadel Dupin, de Poe. Al fin su voz se alzó como el oboe cuando

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asciende sobre el agudo. ¿Cuánto miden los labios del diablo?La estridencia de la voz al alzarse había puesto al descu-bierto la tensión gelée, impartiéndole un sutil penduleo on-dulatorio transversal, cada vez que hablaba irritada por undesnivel de la circunstancia.

—4,444 millas, dijo Licario cansado ya de ese paréntesisprobatorio, mantenido durante tanto tiempo en la cuerdainvisible de su indiferencia. La priora enrojeció; osciló enfrío, recuperándose como la peana recorrida por el fósforogatuno de Junio. Terminó con un gesto de pesada nobleza;se sonrió con subrayada gravedad, como cuando en su ju-ventud se despertaba oyendo las alondras de Montreal, ydijo ¿para qué más? Que le dé cuenta a quien se lo dio, dijocerrando la extrañeza de los dones comprobados en aquelinterrogatorio matinal de Licario.

La priora volvió a cerrarse como un mogote crepuscular.Había quedado inconforme como ante un ejecutado sobre-viviente en la plaza de la Grève. Dio unos trancos diedros ycon su enorme pañuelo del tamaño de una manteleta, res-tregó los labios manchados de la doncellita que lanzaba laotra pregunta, y la tironeó despiadadamente con la manoforrada en la elefantita pañoleta. Se rompió la hilera de lospróximos examinados implorantes, y se acercaron al avis-pón que ya comenzaba a rodear a la priora. Dicen que eranecesario soplarle en la boca, pues así de acuerdo con laconseja de San Francisco, se evaporaría de súbito si era eldiablo. Los tres examinantes rodearon a Licario, transpor-tándolo más que sacándolo de la cámara de tortura,descendiéndolo por la escalera forrada en una nube, y alfin lo dejaron en el carrefour de la esquina del Instituto.

El preguntador al acercarse a la casa de Licario, creía quese iba a encontrar con rusos emigrados al sur americano yvueltos por el sembradío de auranciáceas a los alrededoreshabaneros. En el portal doña Engracia y su hija, introducíancintas encajeras con botones forrados de tafetán mustio. Laconversación, susurrada, volvía a su perentorio cíclico. Lica-rio leía: el profesor deseó la tregua de desconocer el Enchiri-dión repasado. Así el profesor pudo transmitir las sorpre-sas y las desazones del coro que vio examinarse a Licario. Ylos asustados finales, cuando se olvidaron de la causalidad

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examinante y cobraron el terror de que alguien había so-plado a Licario en aquella puerta, frente a los hombrecitosexaminadores y a la priora secante. —Cualquier desconfian-za o burla hecha a su naturaleza, a su res extensa —dijo doñaEngracia, levantando los ojos de la puntada—, se paga conuna contracción y aun petrificación, como si impidiese unacirculización, el trabajo de los dos círculos comunicantes.La buena priora sintió ese endurecimiento que según lostextos sagrados indica que el Maligno está en nosotros. Conese instante en piedra pagó su burla de lo que Santo Tomásllamó camino de la causalidad de la causa eficiente—. Elprofesor retrocedió saludando hasta que lo devoraron lassombras bajas del jardín. Las begonias seguían imprimiendolas letras dejadas por los insectos en sus hojas, borrándosede nuevo en los ojos del padre de Licario.

El ancestro había dotado a Licario desde su nacimientode una poderosa res extensa, a la que se visualizaría desde suniñez. La cogitanda había comenzado a irrumpir, a dividiro a hacer sutiles ejercicios de respiración suspensiva en la zonaextensionable. En él muy pronto la extensión y la cogitandase habían mezclado en equivalencias de una planicie surca-da constantemente por trineos, de tal manera que cadacorpúsculo de nieve presenta el recuerdo de las cuchillasde sostén del móvil. La ocupatio de la extensión por lacogitanda era tan cabal, que en él la causalidad y sus efec-tos, reobraban incesantemente en corrientes alternas, pro-duciendo el nuevo ordenamiento absoluto del entecognoscente. Partía de la cartesiana progresión matemática.La analogía de dos términos de la progresión desarrollabauna tercera progresión o marcha hasta abarcar el tercerpunto de desconocimiento. En los dos primeros términospervivía aún mucha nostalgia de la sustancia extensible. Erael hallazgo del tercer punto desconocido, al tiempo dereobrar, el que visualizaba y extraía lentamente de la ex-tensión la analogía de los dos primeros móviles. El entecognoscente lograba su esfera siempre en relación con eltercer móvil errante, desconocido, dado hasta ese momentopor las disfrazadas mutaciones de la evolución ancestral. Sipensamos en los paseos de Robespiere en Arras y en su com-pañía de pobreza y castidad, precisamos de inmediato que

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el tercer punto desconocido es aquí el nombre de su perro.Por eso, en todos aquellos años de su vida, es su perro Brown,el punto móvil dominante, al cual hay que arribar para quesu pobreza y su castidad se visualicen y se rindan al sentido.Así, en la intersección de ese ordenamiento espacial de losdos puntos de analogía, con el temporal móvil desconoci-do, situaba Licario lo que él llamaba la Silogística poética. Seapoyaba en un silogismo del Dante, que aparece en su Demonarchia, donde la premisa menor, «Todos los gramáticoscorren», lograba reobrar en un logos poético sobre la lluviade móviles no situables, puntos errantes y humaredas, nodispuestos sino a enmallarse en dos puntos emparejados deuna irrealidad gravitada como conclusión. Otras veces, esetercer punto errante, enclavado en su propia identidad,lograba crear una evidencia reaparecida, distanciada las másde las veces de la primera naturaleza de su realidad. ¿Quéhace posible que una sentencia griega, «el sol tiene un ta-maño de pie de hombre», que une lo irrecusable de su noveracidad con la decisiva creación de un logos poético, elhombre la sienta como perteneciente a esa otra veracidadque sólo nos acompaña cuando hemos atravesado el murode Anfión? En otras ocasiones, el tercer móvil de descono-cimiento, revela a través de la ofuscadora seguridad de unaforma, aparentemente dominada por las mallas de la analo-gía, su conversión en un cuerpo no subordinado a los trespuntos anteriores, pues aquella inicial morfología iba a lasaga de una esencia esperada, cuando de pronto el resulta-do fue la presencia de otro pneuma que aseguró su formamisteriosamente. En su Teoría de los colores, Goethe nos afir-ma: «Quien a la madrugada, al despertarse, que es cuandola retina está particularmente sensible, mira fijamente alcrucero de la ventana, que se recorta sobre el firmamentoaclarado por el alba, y a continuación cierra los ojos o mirahacia un lugar completamente oscuro, percibirá durantealgún tiempo una cruz negra sobre fondo claro.» Partiendode una observación puramente científica, Goethe nos reve-la su goticismo jugando una sorprendente partida a supostrenacentista voluntad cognoscente, sintiendo al leerlomás bien la vivencia de una experiencia mística, como si laluz como tema teocéntrico se hubiese impuesto en él como

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por sorpresa y regalo a la luz como problema de los ópticosdel período newtoniano. En la misma Teoría de los colores,hay observaciones que parecen prefigurar escenas de Faus-to. En el crepúsculo, Goethe penetra en un mesón, dondese encuentra una muchacha de piel muy blanca, cabellos nodiferenciados de la noche, corselete color escarlata, que leofrece las primeras atenciones recogidas con ávida delicia.La observa en la penumbra. Cuando se aleja, percibe en lapared un rostro negro rodeado de luz y el color del vestidoadquiere una tonalidad verde mar. ¿No percibimos en esasituación de sorpresa y color, de candor protegido por laseñal verticalizada, como un cosmos que reencuentra losprimeros escarceos de Margarita con el doctor de la nuevasangre? Licario se nutría, en su extensibilidad cogitada, deesas dos corrientes: una ascensión del germen hasta el actode participar, que es conocimiento para la muerte, y luegoen el despertar poético de un cosmos que se revertía delacto hasta el germen por el misterioso laberinto de la ima-gen cognoscente.

Licario estaba siempre como en sobreaviso de las frasesque buscan hechos, dueños o sombras, que nacen como in-completas y que les vemos el pendúnculo flotando en laregión que vendría con una furiosa causalidad a sumársele.Ellas mismas parecen reclamar con imperio grotesco o ma-jestuoso una giba o un caracol que las haría sonreír, siguiendodespués tan orondas como si fuese su sabbat costumbroso.Estas sentencias no quedaban nunca como versos ni partici-paban en metáfora, pues su aparición era de irrupción ofraccionamiento casi brutal y necesaria en esa llegada, pa-recían borrar la compañía, hasta que después comenzabana lucir sus temerarias exigencias de completarse. Era el re-verso del verso o la metáfora que vienen de nacimiento consu sucesión y sus sílabas rodadas. Si oía decir: qué me impor-ta, yo no lo he buscado, lo oía tan aislado y suficiente en suislote, luciendo un orgullo de luciferino rechazo, que lo ras-trillaba con frecuencia en su demonología, que hasta queno encontraba la frase de Pascal, conozco aquel en quien hecreído, no lucía calmado en su exorcismo verbal. Otras vecesla sentencia arrasaba y ascendía por sus dentros y era en-tonces cuando más se desencadenaba. Una vez oyó: diez mil

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mastines tienen que ser ejecutados, y comenzó por atravesar unastierras feudales, habitando unas estaciones de garduñas delsacro imperio y de corzas oyendo misas. Las situaciones his-tóricas eran para Licario una concurrencia fijada en la tem-poralidad, pero que seguían en sus nuevas posiblescombinatorias su ofrecimiento de perenne surgimiento enel tiempo. Las concurrencias históricas eran válidas para él,cuando ofrecían en la temporal persecución de su relieve,un formarse y deshacerse, como si en el cambio espacial delas figuras recibiesen nuevas corrientes o desfiles, que per-mitían que aquella primera situación fuese tan sólo un la-berinto unitivo, cuyo nuevo fragmento de temporalidad ibasumando nuevas caras, reconocibles por la primera jugarre-ta ofrecida en su primera temporalidad. Era fascinanteque Jaime, rey de Nápoles y de Sicilia, se ciñese con andra-jos y tuviera por movible lecho unas parihuelas, detrás ibael cortejo de gentiles-hombres con suntuosidad de corte,mulas enjaezadas con joyas en la frente; detrás del camas-tro marchaba solitaria la litera real. Un pirrónico glosabaesa situación histórica, en forma que molestaba a Licario, aldecirnos: «representaba, a pesar del séquito, una autoridadligera e insegura». Pero esa autoridad fundamentada en elmisterio, en el amenazante juego a que se prestaba, en lasinseguras formas a las que se acogía voluntariamente, teníaque ser decisiva y terrible. La concurrencia de Licario parala nueva situación temporal se aprestaba, colocaba en lapróxima litera abandonada a un muchachillo de insignifi-cancia y rejuego; desconocida la voluntaria burla sombríadel rey, la tropa se mostraba perpleja, tal vez en silenciososusto, pero con fidelidad misteriosa al rey pobre de la pari-huela. El rey desconocido desaparecía, se ocultaba, paracontemplar la indecisión subordinada de su tropa. O parallegar a saciarse en su misterioso origen divino, durante suausencia ordenaba que el muchachillo ocupase la litera deandrajos. Constantemente comprobaba el fiel de su pode-río, su tropa siguiendo el signo de la nube.

La velada en casa de Jorge Cochrane había roto sus habi-tuales marcas tediosas. Todo se cumplimentaba con una

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regularidad marcada con flechitas, que hasta cuando pene-tró la bandeja con los estereotipados Martini enguindados,los habladores apenas alzaron la sorpresa de la sal palatal.Cochrane se demoraba hablando de los cordeles eléctricosenvueltos en un amianto irrompible, encontrados en lasruinas del Palacio de Sargón, y que demostraban que allí lacivilización dejaba en hormigas tibetanas a los cientificistasactuales. Siguió una pausa que chapoteó largamente comoun remo en un canal palustre. Entonces, Licario se decidióa presentar su Cubilete de cuatro relojes. Comenzó mostrandoen orden sucesivo cuatro sonetos con tema relojero, paraque entresacasen dos versos sucesivos y se lo comunicasen,anotando previamente la hora y minutos en un papel es-condido —escogido el tema por preferencia a un instanteantologado, o a un tiempo cercano de inmediata referen-cia—, y que él precisaría si la suerte obligada y concurrentese rendía favorable.

La esposa de Cochrane se fijó en el soneto de FranciscoLópez de Zárate (1619-1651), Al que traía un reloj con las ce-nizas de su amada por arena, y había entonado un cántico desílabas los dos versos:

...culto y reliquias restituye al templo,que de un color son todas las cenizas.

Licario le otorgó las dos y cuarto nocherniegas. Traído elpapelito juguetón, se comprobó el acierto de la primeraprueba del juego. Los escogedores de este soneto de temamacabro y lunático, son dados a señalar empinadas horasde medianoche. Se fijaba en la sílaba subrayada por los la-bios y el aliento de los dos versos, y Licario recobraba losminutos del señalamiento virtuosista. Ante la amenaza delos aplausos, el adivinador temporal amenazó con suspen-der las tres suertes restantes.

Había entresacado Jorge Cochrane el soneto de LuisSandoval y Zapata (Siglo XII) con titulación Un velón que eracandil y reloj, y había apuntado los versos:

...aquella diligencia, con que naces,influye en el estrago con que expiras.

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Licario rebuscó cuidadosamente los movimientos labia-les de Cochrane, pues por sus padres ingleses abreviabamucho las sílabas, pero persiguió como un mastín guardiándel aliento las equivalencias de ambas prosodias y le precisólas once y veinticinco de la mañana; traído el peligroso ano-tado, la coincidencia de nuevo, llegaron asombros y brotesde interpretación. El descifrador temporal conocía que losanclados en este soneto rompían preferencias matinales,desfilando en un cuadrante desde el amanecer hasta la bi-sagra de las doce, pues el descender con candil y reloj, erasigno de madrugadores por las brujas o el despertar delScotisch con soda.

La sobrina de Cochrane llevaba su prerrafaelismo hastaparecer que despreciaba el tiempo fijado en un reloj, peroqueriéndolo acariciar en el soneto de Gabriel Bocángel(1606-1658). A un velón que era juntamente reloj, moralizandosu forma, deslizaba por sus labios la vihuela de las eses amor-tiguando el cordaje de las erres:

...esta llama que, al sol desvanecida,más que llama parece mariposa.

Fue ese el primer verso fallón, sin que Licario por corte-sanía pudiese ofrecer disculpas. Le había marcado al relojde la rosada prerrafaelista, las seis y veinte de la tarde, perola doncellita muy currutaca perdiz, y temblándole lacontentura por la fineza de los labios, trajo la papeleta delbadinage con las seis y diez y nueve de la tarde. El errormodal se debió a que la doncellita había aspirado hastadesaparecerla la cuarta sílaba de desvanecida. Licario porcortesanía le añadió la sílaba secuestrada, pero se le olvidódescontar esa sílaba, y la desdeñosa prerrafaelista ganaba lajugarreta. No fue un olvido de Licario, sino que rehusó elacierto fundamentado en una sílaba traicionada. Era muyde su adolescencia despectiva de los sonetos relojeros, ha-ber escogido esos juegos de llama y mariposa, pero muypronto, a pesar del hielo verde de sus ojeras y su piel deindiferente espía danesa, ardería y desaparecería. En la ra-bia de su fuga de los Cochrane, Licario les relató la traiciónde la sílaba y se recapturó excelente medidor del tiempo.

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A la hermana de Licario llegó la hora moralizante ysenequista en el último soneto de la prueba relojera, conCharles Dalibray (1600-1653), Sur une horloge de sable; a losque ahí se insertaban, segundo cuadrante, se les compren-día de siesta a entrada del crepúsculo. En un francés demuchacha americana con cuatro años de Sacré Coeur, im-pulsó con gobernada elegancia las sílabas:

Jadis Damon je m’appelais,Que la divine grâce...

Licario afirmó al instante del final del recitativo, cuatro ymedia de la tarde. Trajo la papeleta y se vieron las dos segu-ridades coincidentes, la del trazo en sus decisiones y la ex-clamación de acierto fulmíneo. Le dio la hermana un besoen la frente, para aumentar las condiciones hierofánticasdel rocío helado de la medianoche. Licario se apoderó de laironía del beso, su hermanita aullaba silenciosamente pordespedirse. Roto el elevador, tuvieron que entorpecerse enel descenso de la escalinata. Al llegar al descansillo, se abrie-ron dos nuevas escaleras; una, que se le veía al final el respirode la puerta. De la otra, preguntó la sobrina de Cochrane:¿A dónde nos conduciría? Pero su tío se defendió alegandoque era la primera vez que se rompía el elevador y quejamás podía haberla utilizado, ya que era juramentado con-tra la sucesión de los peldaños. La puerta mayor estabaguarnida por una corpulenta vallisoletana, que no dijo másque lo suficiente inesperado: Caramba, bastante noche en-cima.

Antes de despedirse fueron cogidos en cadeneta por unllevadero angor de salón.

(Fijemos ahora el inocente terrorismo nominalista.Oppiano, de Oppianus Claudius, senador estoico; Licario,el Ícaro, en el esplendor cognoscente de su orgullo, sin co-menzar, goteante, a fundirse.)

Licario logró mantener su apresuramiento hasta que llegóa la notaría. El salón de espera estaba arremolinado, losclientes habían abandonado sus bancos y se acercaban a la

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otra sala de las firmas. El primer salón más pequeño hacíaque los clientes al abandonar sus asientos causaran la im-presión de una turba de asaltantes. Esta última sensaciónatenaceó y aterrorizó a Licario con tal violencia que le pro-dujo un trastueque de vivencias. Regresaba de la Sorbonne,cuando se encontró con incesante grupos de jóvenes que loinvitaban él no sabía a qué, pues aumentaban en círculosincomprensibles, desde jóvenes fugados de las escuelas hastalos errantes, que no podían precisar un familiar ni siquieraun dato; sin embargo, a todos por igual, al sudarles la pielse les ennoblecía una juventud que en ese momento encon-traba su destino. Licario no comprendía esos espumarajos,esas interrupciones populares, pero captó de inmediato quetampoco podía replegarse en su capa, pues al debilitarsea ojos vistas para todos, al mostrar una indiferencia que anadie le interesaría justificar y que él, menos que nadie,podría justificar en esos momentos de arrostrar, en que lajauría al doblar la esquina se creía que perseguía, no a unjabalí como los aristócratas, sino su destino y el de la toscaHumanité, sabía de su destrucción elemental, rapidísima;pasarían por encima de él hasta incrustarlo en la pared conlos huesos ablandados, como un trabajo secular resuelto enun instante por la frecuencia de los elementos concurren-tes, por una regalía, como si de pronto una multitud sintieseuna claridad maldita y decisiva para operar en un punto,para desembarcar todas aquellas pintarrajeadas flotillas enuna sola bahía napolitana, voluptuosa y traidora. Licariovenía sudoroso de la cátedra de religión comparada de laSorbonne, y también estaba en esa edad en que el sudorsobre la piel se transpira en una voluptuosidad delicada.Aunque él se burlase del siglo, en su camino de la Sorbonneal tercer piso de La concha de oro, sudaba, sudaba como losgolfillos embestidores de todas las esquinas, y abandonó sushoras fijas de regreso, para perderse correteando poraquellos enigmas. Fue arrastrado, se abandonó, gozó enperderse y en rendirse a las arenas donde nacía algún río.Oscilaba entre las risotadas sin motivación y el ruido entre-cortado de las armas improvisadas: bandejas afiladas comoguillotinas; patas de mesa rococó convertidas en clavas derápidos molinetes; espejos venecianos espolvoreados para

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cegar; sillas de Virginia convertidas en escafandra para atur-dir y obligar al traspiés pellizcado por la puñalada. Entra-ron los sans-culottes en la casa vacía del Barón Rothschild, yellos mismos se fueron aturdiendo, cayeron en laberínticaflaccidez estival y se fueron extendiendo por las piezas, comosi quisieran destruir la casa inundándola, intuyendo quecuando la casa estuviese llena de asaltantes querulosos, secerrarían las compuertas y morirían abrazados a los objetosque iban a robar. Las turbas se fueron estirando, desapare-ciendo, cuando Licario solo en la sala de cerámica, tiró deuna banqueta tafileteada de verde y se sentó frente a unavitrina vacía, donde rezaba la misteriosa inscripción: Piezasde la vajilla de trifolia de cerezos, de la familia imperial del Japón,desaparecida en vida del barón. Lucky Kamariskaia había lo-grado que su llorosa piel de eslava y que sus ojos suavementerestregados en el asombro del alba, se mantuviesen prome-tedores en el suave otoño de un destierro parisino. Habíallegado al Barón recomendada para trabajar en el ferro-carril de la zona Austria-Rusia. Días después, el Barón al en-viarle unas orquídeas de Tokío, sabía que el monóculo deMourny miraba en la misma dirección de su camino. Hizofiebres en una porfía de diminutos relojes abrillantados, debombones hipnóticos y algas paradisíacas de la Polinesia.Se enteró, en una confidencia muy apresuradamente bienpagada, que Mourny traqueteaba por los anticuarios bus-cando la trifolia de cerezos. Entonces le echó mano a unaantigua maîtresse, Hortensia Schneider, isóldica y esca-moteadora belleza prusiana, ahora en sus cuarenta años re-bajados, pero con ojeras y labios comunicantes como lospinos del Rhin. Al envejecer tan wagnerianamente, habíacambiado, en su desmesurado concepto de la grandeza, decontinente, y ahora en la China seguía en su papel isóldico,limitándose a ser la querida del emperador. Muchas de laspiezas chinas del British Museum, tienen la siguiente órbi-ta, trazada por un historiador: «Perteneció a una favorita,fue traída de Pekín por el mariscal Palikao, que la ofreció alEmperador, quien a su vez... la regaló a la bella HortensiaSchneider...» Pero muy pronto, la Kamariskaia no se limitóa engañar al Barón, sino a ausentarlo durante semanas. Serendía así a la escandalosa vitalidad de los adolescentes

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sorbonianos durante el primer cuadrante de la mediano-che. En la última entrevista, provocada fríamente por elBarón para registrar la casa y ver qué se quedaba por lasgavetas secretas, empapeló de nuevo la trifolia de cerezos yla envitrinó con quejumbrosos melindres. Al imposibilizarsela Kamariskaia, las piezas con la trifolia imperial empeza-ron a arañarlo con la dominada extensión de sus esmaltesblancos, sus cantos y círculos dorados al fuego de horno, apesar de su anchura de papel de cebolla, y la gracia delramito de cerezos, que hacía que la mirada saltase de losblancos para apresar la sonrisa de su gracioso acabado. Unamañana ya de retirada, recibió momentáneamente a su se-cretario Charles Haas en la sala de cerámica; hacía pocosdías que estaba en su nueva vitrina la trifolia imperial. Elsecretario, activado de sangre por el ultravioleta matinal,comenzó a hablar, impulsándose sobre sí mismo, miró lavajilla y comenzó la íntima destrucción del Barón: «Ahorahay dos colecciones, una que yo le recomendé a Mournypara la Kamariskaia, y que no la pudo encontrar, hasta queun día sorprendido vi que esta se hacía con ella. Quizás suexcelencia, la Kamariskaia, con un frenesí de eslava deste-rrada, se ha dado al culto sorboniano, y sus valores hancaído al extremo de que quizás a un precio desacostumbra-do haya pasado a su poder. La Kamariskaia siempre medecía al pasar frente a la vajilla: Sobre todo, como dicen losfilósofos à la mode, no querer saber los últimos secretos.»Como insuperable connaisseur, Haas al reconocer un objetode su gusto y apetencia, daba un brinquito de sorpresa ha-cia atrás, y después, más aplomado, comenzaba el elogioverbal de la pieza. Pero el Barón con su fusta de traílla ma-tinal, cortó, sin despedirse, las afirmaciones y saboreos desu secretario. Día tras día, fue rompiendo una pieza de latrifolia de cerezos, hasta que Licario, tirado por las turbas,sentado en un banquillo de tafilete verde, sintiendo cómoel sudor le enfriaba gozosamente la piel, pudo reconstruirla historia de la vajilla, apoyándose en la desaforada excep-ción de un asalto.

Los agentes de contrataciones y los clientes seguían aglo-merados frente al salón de firmas. Algunos al reconocer aLicario se apartaban y a otros tenía que aplicarles el ijar de

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un codazo. Pues una de las cosas que más impulsaban aLicario era el asombro, para reducirlo por el absurdo o laexacerbación megárica racionalista, a una extensión quepudiese ser cortada, señaladas sus manchas de contornos ylas súbitas aprehensiones de la cogitanda. En el centro delsalón Fretepsícore, guajiro espeso, con piel de calabacín ycejas polifémicas como para la digestión de los mosquitos; deCalabazar, dueño de un bodegón de ingenio, con una pará-bola imposible de ser calculada por Lagrange, desde la ventadel sinapismo hasta unos cuartitos recoletos; desde la histo-riada salud de la hogaza hasta la zapatilla para la tuberíarectora. Empuñaba una guinea, como si fuese un rorro ytrazó con risotadas de dientes carbonizados por la glucosa,un círculo con las uñas sobre las losas sin imaginación de lanotaría, blancas y negras. Soltó la guinea, que pegó un ale-tazo, remontándose. De ese primer desprendimiento cayóun pequeño bolsín, con la cantidad mayor que tenía queser pagada para adquirir un terrenito por el Díaz Mero;pegó la guinea un segundo aletazo, mucho más breve queel primero, y rodó la otra cantidad de la completa para lacontratación. Se sobresaltó el notario cuando Fretepsícore,agilísimo, recogió los dos bolsos y los plantó en la mesa,empezando el conteo. Al comprobar la justa cantidad, elnotario empezó a dar fe con unas risotadas hipantes, ha-ciendo brusca y alargando las sílabas cuando empezaron lasfirmas. Ya finalizado el redondeamiento del instrumentonotarial, y sin aflojarse el perplejo del notario y testigos,cuando Fretepsícore, tan desconfiado como charloso, co-menzó a relatar: «Yo había llegado para la bodega del inge-nio principal de Calabazar, venía de la bodega del ingeniode Agujas, cuando me di cuenta que el Salado se olió eldinero escondido y comenzó a rondarme; me lanzaba lasfrases habituales, como: mucho trabajo, eh; quizás hoy llue-va por la tarde; y yo más serio y sin respuesta que el sijú.Dormía en la bodega, asegurando las talanqueras y con lamano penetrando por el sueño y la respiración para asegu-rar las dos bolsas mayor y menor, como estas que ustedeshan visto ahora. Me despertaba y oía los pasos del Salado,parecía que con una soga iba apretando la bodega paraadelgazarla y ahogarme a mí que estaba adentro. Me fingía

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dormido, y los pasos comenzaban a redoblar, trayéndomeun sudor frío de sábana de hilo, espesándose la saliva comosi fuese un pisotón de arena. Por la mañana el Salado pasa-ba sin saludarme y sin repetirme ya sus habituales pregun-tas tontas, parecía que algo secreto y convenido se habíaestablecido entre nosotros. Una noche trabancada comen-zó a llover, parecía que se había caído el ingenio y sólo seoía la lluvia en torno a la bodega. Entonces, el Salado co-menzó a tocar la puerta, al principio lenta[mente] y sin ha-cer mucho ruido; luego gritando y dándole patadas a lapuerta. Me echaba mantas sobre los hombros y el miedo lespermitía volver a las esquinas donde se agazapaban. El Sa-lado venía a buscarme en la noche perfecta: la lluvia traza-ba un círculo alrededor de la bodega, aislándola del restoplanetario. Íbamos a hablar frente por frente, dentro de lanoche y sin que nadie nos pudiese oír. Yo me decidía ya aabrirle la puerta, cuando vi a esta misma guinea, amo-dorrada por la lluvia, sin decidirse a dormir picada por losjejenes de los días ventosos. Me dirigí hacia la guinea, casiinmovilizada por la pesadez del sueño que no lograbahabitarla; el primer paquete de dinero se lo enterré en lomás profundo del ala; el otro, no lo sumergía tanto para noimpedirle que pudiera remontar, y después la azoré, desa-pareciendo. Ahora había que abrirle al Salado; había idoamortiguando sus golpes, más bien arañaba la puerta, ymusitaba que le abriesen, pues hasta los huesos los teníacomo cartón mojado. Al entrar me di cuenta que él habíaadivinado que el dinero no estaba conmigo, se mostrabadespreocupado, caminó unos pasos, los rectificó, y me dijocon una familiaridad que él se regalaba: dame un poco deaguardiente, y se pasaba la mano por el frentón surcadode lagartijas maliciosas, ya del color de su piel. Apuró conlos labios muy plegados, como para mostrar la naturalidadde lo bebido; entreabrió y dándole vueltas a los ojos, defingida despreocupación, abrevió el adiosillo. Al día siguien-te, la guinea dormía con un ojo abierto por el cañaveral.Durante días, la sorprendía interponiendo su tela gris o susmil cuencas detrás del verde. Otras veces la respiraba casi,era un fruncimiento levísimo de unas cuantas cañas des-cubriendo el cortejo. Por la misma agudeza de la mirada

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persiguiendo enloquecida, sorprendía el ondular, imper-ceptible para el primer ojo, el detenimiento de una caña, yya no sabía que la guinea estaba en la base del bambú, ador-mecida. Luego fue chupando el verde (entintándose dehomocromía, decía el sabichoso inyectador de las guineas).Era una sutileza diabólica la que podía precisarla, un puntoblanco o gris pasando venablillo de gnomo. Pero despuésno había diminuto tridente capaz de pellizcarla, vencidaverdeante sin rescate en lo homogéneo. De nuevo sorpren-día al Salado adivinándome, sabía, volvía a saludarme alpaso, el hundimiento de la guinea carnavalesca en las ma-sas del verde. Una noche, semiadormecido, en la bodega,me desperté tocando los ladrillos vueltos a su horno y conlos ojos tirados por el ardimiento. Me asomé a la ventana, elSalado, para acorralar a la guinea alucinante le había dadofuego al cañaveral. Los que andaban por aquella mediano-che sin zapatos de sobresalto, deteniendo el ganado y lospuercos rabiosos, no lo sabían. Entre los mirones falsamentepreocupados se veía al Salado saltar entre las llamas lanzan-do paletadas y baldes, y buscando la manera de apoyar elcomienzo de la contracandela. Apartaba cada caña en apa-riencia para sofrenarla, pero buscaba las alas anchadas dela guinea. Sabía que el fuego se iba comiendo el verdeantey al ir reapareciendo la incipiente carmelitana ceniza, elverde del avechucho se doblegaba, entregándose a susmanipuleos. Pero el ave se tapaba con doblegada genialidad,llevando ya más de los tres cuartos del cañaveral consumi-do y retrocedía al verde defensivo donde se hundía. AhoraFretepsícore, dijo golpeándose el pecho astillado por losnicotazos, se ganaba el último asombro: Estaba de nuevo laguinea en la ventana, el súbito del fuego le había rendidootra vez su grisote y sus ojuelos. Pegó un salto de aletazomayor y cayó la bolsa más gordezuela de moneda. Remon-tó después pobremente, y entregó el otro lío atadito con losrecursos menores.»

Hastiando un crepúsculo, Licario leía un periódico quelo mismo podía ser La Gaceta Veneciana, de 1524, o una Reco-pilación de avisos para mercaderes de Amsterdam, de la mismafecha. Así se liberaba, recibiendo las primeras brisas mari-nas del atardecer de junio, de la temporalidad. Leía sobre

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el asesinato de un Senador. Habían comenzado a desfilarfrente a su mansión, unos como somnolientos con las ma-nos metidas en los bolsillos. A la primera aparición entró elSenador, recabó la pistola y le suprimió el seguro, repasan-do las cápsulas de cisnes negros del directo. Después desfilóotro más, con la mano también perdida en el bolsillo. Des-pués muchos más en la humareda precisa que esbozaban.El Senador pareció asegurado de nuevo. De pronto, unode los que desfilaban rompió la sucesión. Sacó la mano delbolsillo el paseante y golpeó la verja de entrada, abriéndo-la. Preparábase a hacer fuego con la pistola el Senador,cuando desapareció la figura de precisa somnolencia, comosi sus ejecuciones brotasen concentrando de nuevo las eva-poraciones del sueño. Continuó el desfile reiterando, lassucesiones ahora se dirigían a la verja para abrirla en simu-lacro, haciendo idénticos gestos que fueron calmando lascabriolas de la pistola por el yerbajo del terror. Después delprimero que comenzaba uno de los nuevos esbozos, los de-más desfilantes lo hacían tan automáticamente que el Sena-dor apoyaba la cabeza en las dos manos cruzadas en su nucay llegaba a coquetear indiferencia con el procesional. Losdos movimientos cortantes, carne de granadillo, sacaban len-tamente la mano del bolsillo del pantalón; giraban, se acer-caban a la verja ya abierta, y levantaban los brazos como enuna invocación al hastío de los dioses. Se rompió de nuevoel círculo, tiovivo de la muerte, uno de los desfilantes no selimitó a tocar simbólicamente la verja abierta. Dio unos pasosmás y llegó hasta los primeros peldaños que conducían alportal donde el Senador se mecía con la pistola en corsi ericorsi. Al ver el nuevo avance del primero de los desfilantes,iba el Senador a volar la candela, cuando aquella figurafue reemplazada por otra, repitiendo los mismos gestosde terciopelo ante una galería de espejos. El Senador seconvencía, entre el enfriamiento de uno de sus círculossanguinosos, que jamás podría aislar la primera figura,detenerla, fijarla, para hacerle fuego. Pues si se desem-barazaba de sus encapsulados cisnes negros, la otra figuracomenzaría a invadir su destino, destruyendo la con-currencia no reducible hacia un hecho. Los desfilantes saca-ban la mano del bolsillo del pantalón, tocaban la verja ya

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abierta, y subían los peldaños como si todavía no pudiesenintuir la escala de la luz final que les estaba asignada. Laintensidad ritual de gestos del Senador, cada vez que unade las figuras rompía la rueda, se adormecía de nuevo anteel desfile, imposibilitada de ganar fragmentos. Solamentehabía una diferencia, en cada una de las esculturas realiza-das por la primera figura. Cada variación se acompañabade un nuevo in crescendo de desfilantes. Los que desfilaroncon las manos en los bolsillos del pantalón no alcanzabantres docenas de guardia de rescate, pero los que fueron su-biendo los peldaños llegaban a alcanzar la cuantía de la guar-dia suiza de Versalles. El Senador comprobaba también unadiferencia en el paso del desfile. Las primeras figuras eranlentas y parecían llegar nadando por debajo del mar. Loscambios en las situaciones se lograban en la misma unidadtemporal, pues el aumento de las figuras apenas podía serseñalado al apresurar la velocidad su carrusel en el terror.Pour la mère de Dieu! otra mutación de los desfilantes, traspa-san los peldaños, atraviesan el portal y abren las dos manosante el cuello del Senador. Este precisa ya el disparo, perotiene también ahora la otra figura tenaceando también susmanos. Con la rapidez de una retirada, los procesionantesvan aumentando su intensidad en la temporalidad. La próxi-ma mutación, y el Senador amoratado, muerto de dos días,lamido con intermitencias por su perro de aguas, junto conla pistola y la gaceta, ensalivados, ablandados por la hume-dad cúprica, inútiles, por la proyección de la luz sanguina-ria en la rueda ausente de Santa Genoveva.

Faltaría un cuarto de hora para que resonase el preludiodel Faust. La ópera constituía para Licario un ritual de re-clamación porosa. Desde la inquietud alevosa de la corbataen el espejo hasta la distensión del sorbete de medianoche,sentía que cada una de las porciones del tiempo que con-fluían en la ópera, le producían la sensación de una granpiel en la que podía penetrar o tironear de ella, para en suflaccidez apoderarse de algunos de sus nuevos rejuegos decono de cristal en la visión. Las manos que parecían arderante la taquilla, como ante la tribuna de los Gracos; las filashechas y rotas como en un conjuro de espesa salmodia, y elasiento que permanecía vacío a nuestro lado, mientras

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vamos trazando el rostro de Charmides y la comunicacióndel Eros con Fedro, establecida con el más reciente de nues-tros amigos. A medida que aumentaba el lleno de la platea,el silencio comenzaba a dictar sus órdenes a los helechos ylíquenes de aquel mundo arquetípico deseoso de brindar-se, de ser respirado. Tenía ese rocoso cosmos recién descu-bierto la sonrisa de doradilla marina, la mañana de valvaentreabierta, los cabellos golpeando los flancos del caballofavorecido por una corriente de guijas y de estalactitas encuclillas. Por los pasillos iban entrando los mariscalescolorinescos con los médicos de calculadas sombras y arru-gas, despidiéndose en voz muy baja como si se guardaseninaprehensibles secretos; los abanicos, momentáneamentedesprendidos de manos irónicas muy breves, golpeaban latrenzada nieve de las pecheras con botones de platinoinicialados, desprendiendo un papel de lentejuela mordi-do por ratones blancos. En ese momento, Licario precisó ellleno de toda la platea, menos el siguiente asiento al suyo.Se levantó también dentro de él, como un remolino lento, lafrase que había sentido en dos ocasiones anteriores, separa-das por un tiempo que ahora no podía determinar. Acababade hacérsele de nuevo visible la frase: a su lado, a la izquierda,cuando entró despreocupadamente confiado, no diferen-ciado, redondeado sumando a la pasta de la homogeneidadrestante, el melómano que completaba las dos mil testasretocadas de la platea. Faltaba un minuto para el plegadodel cortinado, y Licario, al fin, apresaba el cuerpo, escapa-do las dos ocasiones anteriores, que debía completar la ex-presión: a su lado, a la izquierda. Precisó en el minuto: unacara rosada, pero de un rosado acerado, aplicadamentenervioso; el tórax inapresable en la dictada sutileza de larespiración, que parecía incorporar el ámbito como los ve-getales, y las piernas, liberadas de querer aparecer inmóvi-les, las situaba, así parecían dominadas, en un círculo deextensión del asiento no ocupado totalmente con elegantedesprendimiento. No se sintió ni rozado, tan cabalmenteocupaba su asiento el que parecía llegado de la eternidad,para situarse a la izquierda de Licario. Saboreaba este el ins-tantáneo retrato ganado por Licario en un reojo, cuando selevantó en su interior otra sentencia de remolino lento: no

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podrás hablar con él en el intermezzo. En el Gay Lussac, dondevivía Licario en París, cada cuarto parecía una modesta suite,por su extensión, su ventana con tiesto naranja y cortina afranjas verdes, y la manera como el visitante era desapa-recido, ocultado al resto de la vecinería para el amor o laconspiración, la decantación de una sílaba o del ajenjo Picón.Con su Littré, su Patrística, la Rivadeneyra, los Bibliófilosandaluces, su Amyot, Licario se sentaba frente a una fuenteen un parque para verificar una cita del epistolario de An-tonio Pérez en el destierro, o a contrario sensu se dirigía a laBiblioteca para repasar la calidad matinal del gato gris en elcojín naranja, sentado al lado de la silla del estacionario,comprobando un verso de Joachim du Bellay (Couvert d’unpoil gris argentin-Ras et poli comme satin, del «Epitafio de ungato»). Licario podía adquirir esos listones o relievescognoscentes gracias a un don de vaciedad para su contorno.Su cuarto parecía flotar sobre las aguas regido por el vien-tecillo del recordar y precisar. Si hubiera destacado ese habi-táculo, de inmediato hubiera ganado su historia universal yse hubiera perdido en las coordenadas de su tela de arañahasta reaparecer de nuevo con el verbo preciso de su secre-to. Las voces que exhalaba ese cuartucho, como si variaspersonas hablaran detrás de sus mesas conceptuales y suspuños de encarnación histórica, no formaban nubecillas conlas que tropezaría Licario. Pero un día en el habitual proce-so en que una voz toma camino hasta nosotros, cerró ellibro y abrió la ventana, por donde como una gran ave en-tró la banal sentencia: el cuarto de la izquierda. Se dirigió a lapatrona, que le dijo: —Tome la llave y reconstruya lo queallí puede haber pasado, a veces la filología se hace presen-te de inmediato, sin avisarnos, y es cuando ustedes lossorbonianos se quedan perplejos. Son capaces de derivarmás precisiones de la roca donde se sentó Mario en las rui-nas de Cartago, que de un cuarto a su lado en el Gay Lussaccontemporáneo. Por eso no encuentran nunca trabajo y lagente ríe. Claro, usted es suramericano y tiene una fabulosareserva para permanecer ocioso. Y si se decidieran a traba-jar, ¿qué harían? Lo que tienen en frente es la selva—. Licariose retiró con la llave del cuarto de la izquierda, sabiendoque la patrona impulsada por su verba, después de describir

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su habitual parábola, termina con una rociada de cochino,puerco, miserable, y el portazo. Y a la mañana siguiente sepresenta sonriente, mostrando un amapolón recién corta-do y una nueva marca de queso. Y si antes hacía reír con suproliferación de raza, ahora nausea con sus cautelas infer-nales. Licario sabía que descendía a la región donde no hayvisión reconstruible. Penetró en el cuarto de su izquierda, ylo que halló fue el vacío emparedado de cal. No había unainscripción ni esas vergüenzas del abandono de nuestramansión a las moscas. Pero ese vaciado dejado por sus mo-radores tenía la fuerza impulsiva de un colchón de circo. YLicario fue desprendido a un café donde acudía antes deacostarse, pues le gustaba adormecerse después de habersentido una presencia tumultuosa, una divinidad orientalde muchos brazos y rostros, pues creía que su sueño nodebía arrancar de las divinidades doctas y serenas, sino dealguna que otra Ménade o Euménide furiosa y destempla-da. Así su sueño tenía una labor asignada como Hércules,un décimosexto trabajo de todas las noches, vencer lo queantes de acostarse había implorado, gritado o traspasado sucabeza al enano gruñón. El café estaba sentado por odiosospara todo noctambulismo. A las doce mediadas losfantasmones recogían sus pipas y sus chales, sintiendo ya lacruda apetencia del frío de las sábanas de lino, cambiadas yperfumadas el último sábado, oleando por los muslos ex-tendidos. En ese cafetín parece que se brindaban dulces demonjas y licores benedictinos, algunas parejas trastabilladasasomaban naricillas, pero hacían polvorosas, en otras oca-siones un retirado frates minores argelino, de conchosa yerudita corpulencia, ceñía a las parejas desaprensivas y lespicaba la falda del corrimiento con la puerta giradora. Uncafetucho para preparar un preludio somnífero, fuerte ydespectivo de aventurillas, pues algunos antes de adorme-cerse necesitan la oblea de unas cuantas mesas redon-deadas y sus cambios de fantasmones. Licario sintetizó unaguardiente con limón y sirope, cuando de nuevo le marti-lló la rondalla: a su lado, a la izquierda. Tornó la cabezota dedesmesuramiento en la muralla parietal, y vio la mesa a sualcance vacía y con un clasificable agrupamiento de los des-perdicios y vasos anubados. Parecía que después de haber

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dinamitado con platino cuatro o cinco emparedados se ha-bía hecho uno solo con la mesa, pues causaba la impresiónque ese que se había quedado sólo iba a dialogar con al-guien esperado para la transmisión de un secreto: La masaolía ya a vaciedad y las sillas formando indescifrables reem-plazaban a los habladores sin turno. Rápido, como un pesca-dor que alza su pita ante una vibración no registrada, galopóla mirada hasta la puerta, que giraba, giraba, perdiendo yael hombre elegido para presidir el misterio eslavo de unamesa de café.

El Director quería darle más relieve en la escena aMefistófeles y Marta, que a los requiebros de Fausto y Mar-garita. Marta exigía los dos testigos para convencerse de lamuerte de su esposo y Mefisto la confundía con una heladaponderación, hablándole de tesoros y de luces, de olvidos yde soplados envíos verbales del alejado. Marta le habla aMefisto de que ya tiene que apresurarse para que le ras-quen la pelleja. Mefisto, en efecto, le reconoce la dureza delos otoños que se acercan, y que si no fuese agente de co-mercio y tuviera que ir día a día moviendo los campanariosde las villas, probaría suerte. Al decir campanario la cara deMefisto se envuelve lunada y los dientes escarchan. Marga-rita le pregunta a Fausto si no se siente ya el helor de laprimera madrugada, y aclarada por ese vientecillo para loshuesos levanta con brevedad el tema de la invisible acome-tida de los chismosos en sus capas agujereadas. Pasan erran-tes algunos madrugadores, disimulándose con algunossilbidos que avivan el lince. Licario sintió a su izquierda unestremecimiento trepando por propia escalerilla. Paradosobre su banqueta, como si se apoderase del punto centralde la ópera, disparaba dos veces sobre el palco principal,asegurando la presa que se doblegaba como si se apoyaraen lentos resortes de humo. Pegó un salto medido haciauno de los corredores, y como en un acto final con telónrapidísimo, se apoyó el revólver en el punto que se le haasignado, saltándose. Era el 19 de junio de 1910, los alma-naques registran la fecha con inútil sobriedad, olvidándosede ese único Fausto eslavo, donde Margarita no tuvo tiem-po para desarrollar las virtudes ascensionales del hombreoccidental.

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Licario volvía a repasar el cuarto a su izquierda en el GayLussac. Los conspiradores se impulsaban en Pólemos yBelgephor furiosos, pero se remansaban de pronto, planean-do siempre en un punto: debía ser Logakón el pulso hechopara rematar en la noche del Faust. Tenía Logakón ojos bon-dadosos pero implacables con los conejos de cartón y losánades caracoleantes de los tiros al blanco. Los iba apagan-do en la cabeza, quedando al final una cinta barrida de roe-dores maliciosos y lentitudes simbolistas de aves de arenillaribereña. Pero esta crueldad abstracta y simbólica, tendríaque recurvar, impulsada por el índice invariable de losconspiradores, hacia una anatomía leonardesca con círcu-los tatuados en la tetilla izquierda. Noches alternadas losconspiradores venían por el embudo al cuarto de la izquier-da, movían sus agrandadas opiniones, y a medida que seiba doblegando el eco, el acuerdo invariable se apostillaba:Logakón, nacido ya con la puntería invariable, era tambiénel escogido, el preexistido, para llevar esas afinaciones con-tra el Destructivo, el moloch búlgaro cogiendo hombrecitospara darles dentelladas. Logakón exigía el misterio del azar,la nube que le diese órdenes por una señal incuestionable.Volvían los nocturnos diciendo que ningún misterio tanresuelto, tan signario como haber nacido con esa punteríaque había que canalizarla contra el Destructivo. Logakóncontinuaba invariable, el azar si lo escogía a él, le daba unaceguera, le inflaba la sangre, ascendiendo negra por las ca-ñas pulidas por el diablo. Pero las afinaciones contra el blancoeran conciencia medular de visibilidad, y esa misma con-ciencia lo ofuscaba y le impedía, lo aclaraba tanto que leservía de límite y ahí se estaba. Se negó Logakón y despidióa los malévolos nocturnos, con temeraria rotundidad. Peroesa misma noche primera de ausencia conspirante, pene-tró la patrona, rendida, girasol en ristre, cartesiana y conlocuacidad apaleada de la gran época de Le Sage. —Tonte-rías, bestialismos, apreciable Logakón —comenzó diciendodisparada—, tú eres eslavo y crees que tienes que modificarel cuadro que te han regalado la naturaleza y tu artificio:Crees que sólo existes cuando metes la cabeza en la tela, yen ese hueco que tu sotisse ha dejado, crees que está tu perso-nalidad con tu revelación. La tela se reconstruye mil veces

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y lo que queda es tu tontería. La historia no es un registrode tonterías. Quieren hacer historia a la fuerza reventona,pisoteando cuantos cuadros se compongan para las com-probaciones de tu tacto y tu juego de adivinaciones. Peromira, abandónate al trabajo de tu voluptuosidad inteligen-te, no te fijas en mi sobrina, dieciocho años de mandarinacelta. Acaricia, repasa el cuadro, no sigas con tus cabezazos.Pero cuántas cosas no disimulan tus conspiradores; cuántasimpotencias hay en ti cuando noche tras noche te reúnescon ellos a desbarrar, y ellos quieren lo que tú no puedesquerer, pues tu debate entre la conciencia y el azar, entre lapuntería con la que naciste y lo que alguien, fuera de ti,tiene contra el conejito, ay, el infeliz conejito, el tonto ána-de, tonterías y sombras tontas, será siempre irresoluble. Uncuerpo, una comprobación, el misterio de la voluptuosidaden la naturaleza, y desaparecen esas sombras donde uste-des están enterrados con sus gritos de cafetucho, pero sontodos unos Antígonas con pantalones, que le roban a losperros y a los cuervos sus carroñas. Sé que a ti esas tonte-rías te muerden más que a ninguno y jamás mirarás a misobrina, el misterio de su crecimiento te parece menos mis-terioso que ir contra el Destructivo—. Cerró la puerta conlentitud, el girasol dejó unos cuantos pétalos en la habita-ción de Logakón, y su conciencia medular comenzó a recla-mar los conejitos de cartón y los ánades aguados pasaroncon las plumas alzadas para propiciar su rendimiento.

El blanco propuesto por la patrona a Logakón, le parecíaa veces demasiado cíclico, de un juego manoseado, y creíaque podía disparar contra él hasta adormecido. Luego sedesataba esa cerrazón, esa clausura, y la propuesta de lapatrona hervía espirales y nubes primigenias sin referenciaalguna al centro de su elipse. Logakón se decía: —Es unaingenua trampa de la patrona; cree que yo soy un elemen-tal eslavo, y que me voy a rendir a los primeros arañazos desu sobrina en mis centros de energía eléctrica. —pero lue-go volvían nuevos espirales arremolinados—: la patrona sabeque le voy a hacer a su sobrina el mismo caso de un albogónde museo, que jamás me podrá interesar su albérchigo ysus perfumes, la cadeneta de sus frases tiernas. Quizás hayaquerido ponerme entre dos imanes para inmovilizarme; ella

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cree que nunca me enamoraré de su sobrina y que nuncatampoco me decida a reemplazar los conejitos de cartónpor bultos con sombra. Pero si no hay ninguna de las doscosas, la expiación, la culpabilidad, me machacarán pordentro como un flotante de cobre mal soldado. Si me deci-do por los conspiradores me espera su ya yo lo sabía y lasensalivadas alusiones a la necesidad de interpolación quenecesita el eslavo en su texto y en su vida. De todas mane-ras, la sobrina se reirá de mis sudores y cuanto más temidosea, me verá más infeliz y las voces más imperceptibles se-rán rellenadas por bolas de colores como las conmemora-ciones de Liliputh. ¿Será la patrona una divinidad con lasriendas de mi destino y conocerá todos mis túneles y puer-tas secretas? Al lanzar la patrona en mi vida a su sobrina, leha tirado una pimienta tan enceguecedora, que en estosdías cada vez que tropezaba con un mueble, o se me perdíami rostro en el espejo al afeitarme, me comparaba a Edipotropezando con cactos sicilianos y plátanos atenienses. Ellacree que es imposible que yo me acerque a su sobrina, perotambién está convencida de que yo voy a actuar por reac-ción a su pensamiento, pero ¿puedo desligar a la sobrinade la patrona de los lejanos deseos que la rigen, de ese jue-go de azar concurrente que yo les exijo a los conspiradorespara decidirme?—. Sintió por la ligereza del apoyo de suspisadas el paso de la sobrina frente a su puerta; abrió rapi-dísimo y la tomó por la mano, tironeándola al interior, altiempo que le despertaba una risa mantenida indescifrablepara él; inocente y maliciosa, era la sobrina y la patrona, yparecía por la cultura de sus instintos que ese juego no leagarraba de improviso. Se dejó tironear con suavidad y oíaen el centro del cuarto, sin asentir, pero dispuesta a llegaral final, que preveía inútil y desinflado: —Mira —le dijoLogakón—, mañana por la tarde, hora de merienda, sinque el polvo de los bizcochos te impida hablar —añadió esainsinuación burlesca para debilitar la posible sorpresa dela sobrina—, le dices a tu tía que yo te llamé y te besé en lafrente y que te quise seguir acariciando, pero que tú retro-cediste hasta el final del corredor y que desde ese extremome atemorizaste gritando como Lucrecia—. El caos a quelo sometía la patrona, lanzando su vida a una brújula de

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confusiones, a un Logakón, nacido para héroe eslavo, perono hecho a los infinitos infiernos gozosos de un hotelito comoel Gay Lussac, le era intolerable y lo estallaba por instantesde vergüenza. Esa misma noche se entregó al pleno de losconspiradores, regalándoles la más cobarde aquiescencia, ymarcándoles el paseo de Marta y Mefistófeles donde debíareemplazar el ánade sagrado por el Destructivo cíclico, vul-gar e iterativo según los sortilegios para cascar el instantede la patrona. La última treta de Logakón en el Gay Lussactambién le falló: al día siguiente cuando la patrona entró alcuarto de los conspiradores y la vaciedad que lo copaba,arrinconados camastro y jofaina en mesa de noche apoyadaen la pared, y dicho por la sobrina, soplando bizcochos, enla trampilla en la que sabía que no se iba a deslizar sucartesiana tía, que dijo moviendo la cabeza, pues tenía porLogakón algo como simpatía anárquica, pues en realidadel concepto del simphatos no encapsulaba la índole de su acer-camiento: —Tonto, siempre tengo que comenzar diciéndo-lo dos veces, tonto Logakón, quiere resolver con la cabezo-ta —en realidad era un traslado muy débil de la expresiónque empleó —la grande tête avec poux—, lo que se da ya re-suelto por la culebrilla de los instintos. Cuando tiene queelegir se ensordece, y entonces cree que tiene que decidir-se, pues si no está en traición. No tiene raza y elegir es paraél su acto potencial de equivocación. Detrás de su espaldanadie elige ¿lo sabrá tal vez? Y por eso tiene que estar siem-pre apresurado, hasta para matar—. Al día siguiente, des-pués de la irrupción eslava de Logakón en los paseos deMarta y Mefistófeles, reapareció la patrona en el cuartode Licario. —El bueno de Logakón —comenzó diciendo,abandonando su girasol en la mesa de noche, ocupada ensu cuarta parte por el Speculum Historiale—, no supo desen-redar la madeja y tuvo que asesinar. Era muy débil en elengaño y no sabía abandonarse a las insinuaciones que ador-mecen al toro negro. A la entrada de un laberinto, queríadinamitar los mármoles del pórtico contentándose con queun gran pedazo de mármol le tajase el cuello. Creo que losdos podemos compadecerlo. No pudo ni enamorarse de misobrina, ni ser su amigo, las dos fuerzas que lo podían ha-ber salvado. Pero esas gentes siempre tienen que estar

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equivocados y esa es la única razón de que sus bandazosnos peguen cerca. ¿Se dio cuenta, Licario, que esta mañanaperfumé las sábanas de su cama? —recogió su girasol y cerróla puerta, como soplada, con un arte de misteriosa justeza.

¿Quién había surgido por el poliedro de la puerta gira-dora? Tendría que reaparecer con las extremidades de lossirénidos, de los maniquíes, de los cuerpos de los acudidoresde milagros. Comenzaba la primera medianoche, cuandoLicario con la cuarentona conciencia crítica de sus insom-nios, comprobó voces y tres figuras, por el jardín de enfren-te. Una, habladora de todos los reparos y olvidos; y las otrasdos, cambiando con incesancia de postura, se disfrazabande oídos, pero eran convictos esperadores, guardadorespagos de la razón retrocediendo. ¿Surgía por el extremode la puerta giradora, precipitado imperceptible, peromágicamente recobrable, un Logakón, que acaba de presi-dir la mesa eslava de un cafetucho? Licario descendió paraocupar las primeras empalizadas de su jardín, oculto el cuer-po detrás de la oreja crecida a mármol monumental. Pare-cía que la figura central, manejando su locuacidad no comogrotesco, sino como pico de ave irritado por el frío delplacentario mamón lunar, se iba al fin a regalar comoLogakón, pero el farol se alejaba y las nuevas sombras loentintaban irreconocible, disfrazado en espiral, decapitadojinete pirulero con el manteo de las crecidas lunares.

—«Si introduzco como raíces los pies en la tierra ¿podríaafirmarse que era un peregrino Logakón de medianoche?Me aseguro en altura y secularidad, y enriquezco mi pielcomo un paño puesto ante la noche para recoger el rocío.»Lanzadas estas sentencias, los acompañantes jardineros ha-cían afirmaciones de mulitos al proscenio; le pasaban lamano por el costado y los brazos como si estuviesen aceita-dos, o desaparecían para disimular su vigilancia. Sumergíamás de la mitad de las piernas en el dosificado fangal de losroquedales, aumentando la espesura de su piel ectodermoante Faetón fustazo. Pero al llegar las brisas coladas porMarbella en el surgimiento de la Benévola, se iba derrum-bando despacioso hasta recogerse calcetín por la base y co-menzar a desgañitarse, entreabriendo el párpado pegajosoa moco de golondrina del Pacífico. Esa noche enconizaba la

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furia del impedimento y le contestaba a los guardianesdialécticos cómo el sueño se oponía al sueño vegetativo,cómo la cordialidad comunicante, la filía, era la enemiga dela ciudad según orden de caridad. Cuando se adormecía sele caían las raíces y perdía los regalados parapetos de laaltura y cuando se recobraba en los aspavientos del alba,quería trasladar su árbol sintético al infernal centro de latierra según los griegos. Incluso lo apuntalaron, para favo-recer los primeros prendimientos terrosos, con trancas deácana a prueba del Eolo cabezón tropical. Vana sutilezaprecautoria; seguía invariable el caído naipe matinal. A vecesel posible Logakón amanecía grotesco en su derrumbaíto, elácana en hélice lo premiaba con una cruz en su duermevela,y si el perro escogitante llegaba primero que los guardianesdialécticos, empezaba el ácana a caer sobre las estriacionescon alfileres de capitanía, o venía el duramen sobre los hue-sos frontales dándose campanas.

—Hay que buscar un pozo —decía Logakón Posible—,hacerle para la boca un redondel de tierra prendida a ungranadillo antiplutónico, para empezar a crecer cabeza aba-jo, hacia el centro de Circe, Polidoro y Eurídice alelada porel cordaje virtuoso. La tapa será giróvaga para el acu-dimiento perentorio, no vaya a ser que sin echar raíces merecupere cuervo o angelote. A la tercia noche pegó en losnudillos de aviso y lucía como mordidas. Y comenzó conpequeña boca de pargo en tierra, debilitándose aún: Elprimer día de enterramiento cabeza abajo, las dos piernasrecortaban su anchura, como para unirse en una sola ab-sorción terrígena, mientras prendía la tierra por los pies ysus nudillos venosos; sentía que la circulación linfática seapresuraba y que la sangre se hacía lenta, tendiendo a lacuajada, pero me recorría ya la frescura de la tierra, queme tocaba como preludio a los riachuelos sumergidos; ala segunda noche por el barrio zambo de Proserpina, fue-ron los brazos los que comenzaron su adelgazamiento, ha-ciéndose tan despiertos para la sutileza aérea, que los veíamoverse como cintas; me estremecía, noté que este estreme-cimiento era mucho más afinado que los que había esboza-do antes de obturarse el boquerón del pozo, cuando com-probé un diminuto búho, la bullonada pluma alejaba la

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repugnancia de su método para la plata lombriz, que que-ría posarse en mis dos brazos, sus saltos revelaban susindecisiones para escoger uno de los brazos. Pero, ay, al ter-cer día, y por eso ordené el voltejeo de la tapa del pozo,apareció el Cerbero, ladrándole a la visita y mordiendo enlas raíces prendidas en los dos días de sumergimiento. Yollevaba, según los consejos de los más sabios órficos, unasgalletas enmieladas, que le lanzaba al Can con unos brazosque al extenderse en su delgadez temblaban a cada punzadadel aire, pero con ese nuevo trabajo de los brazos ramaje,desaparecían los más exquisitos instantes de la transforma-ción arbórea. El Cerbero me había llevado a pelotearmeentre las dos pinzas del alacrán; si salvaba las raíces, inutili-zaba el crecimiento de penetración de mis nuevos ramajesen el aire, y si, por el contrario, reforzaba los delicados bro-tes hojosos, el Can se ensañaba con mis raíces. En ese rejue-go infernal, noté que algunas varas comenzaban a secarseen un amarillo vejestorio. El centro infernal me dilemabade una manera tan odiosa y descompuesta, que me decidí atocar en los nudillos de aviso, desinflando tan terrible in-tentona. En cuanto a los guardianes dialécticos, les diré sua-vemente que les será muy provechoso no acudir más a estejardín, podrían enfermar, inquietando inútilmente a losárboles de los roquedales. Ea, a dormirse una buena secu-laridad correspondiente —y les pegó con el ramaje de susbrazos para apresurarlos.

Al ocurrir la muerte de doña Engracia de Sotomayor,cumpliéndose las profecías, Licario fue a vivir a una piezaen la azotea de su hermana, ya casada con un ingenieroobsesionado en la persecución de lo que él llamaba el espejode la médula. Tenía por Licario aglomerada admiración, puesconstituía en su opinión la más alta cifra de lo que llamabael reconocimiento medular, o sea la coincidencia de persona ynaturaleza en una sola médula. La muerte de doña Engraciaocurrió cuando Licario había refinado su técnica de medi-ción temporal. El cuarto de Licario era una pieza estiloBalzac, la cama, la mesa, la cacharrería, los libros, todo eraallí manual y repasado con frecuencia por la amistosa dis-tancia de la mano; todo también desempolvado por la lentí-sima dominación de la mirada. No faltaba en la pieza una

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tronada ironía, la esfera armilar reproducida a tamaño dela que se encuentra en El Escorial, acariciada en su movi-miento de rotación, en los paseos sombríos, con cerososdedos largos de monarca luético aficionado a la guitarra.

En los dominios espaciales, Licario había llegado al perficede su pieza Balzac y su esfera armilar, pero en el exquisitoanimal para lo temporal había regresado al virtuosismo in-fantil, cuando en los días de repaso recordaba todas las di-nastías europeas, o cuando en el primitivo juego del burrobrincado, se saltaba a un compañero escolar, sin pedir violao descanso, remontándose, lo que le presagiaba desde tem-prano las sublimaciones de El Ícaro. Se sentía por esos díascomo unos apresuramientos de la sangre y en la mente unanublamiento de instantes; consultada persona que pudie-se tener ese secreto. Licario apresó que esos apresuramien-tos tenían el peligro de poderlo llevar a las declamatoriasesquinas del Hades, donde Proserpina cela sus espigas detrigo. El mal cobró reciedumbre, encegueciéndolo hasta casidesfallecer; le habían mandado unos estímulos con los queapenas lograba salir de la camera y formándose en torno elcoro de familiares que procuran distraerse mientras llegala Lenta Asaltante. Veía el amontonamiento de carboncillosrecibiendo la frescura de los reflejos del árbol enano, don-de se apoyaba una arbórea de sudorosos carámbanos o dealgoso marfil, sin aumentar ni disminuir su tamaño, dondepodía alojarse un hombrecillo sonriente, mascando la luz,reducido a tamaño de ardilla blanca; en la línea de apoyocon los carboncillos, dos discos cóncavos de fundiciónirrepasable por sus círculos, y después la vertical verja decarámbano, empezaban a gotificar sus langostas, sus mati-nales sombreros de azafatas vienesas. En la primera conca-vidad de apoyo en el carbono espongiario, el hombrecilloarribado a la primera visión beatífica, sonreía masticandola luz sonreída, maliciando con sus ojillos de rabo de nuezel faisán reposado en el extremo del pedúnculo de la lan-gosta vegetal, gama espumosa de la langosta hervida omonillo guardián con escocés delantal azogado para elmuseo.

Al recobrar sobre un desfallecimiento, Licario fijaba lamarcha de una hormiga sobre el tegumento de la Equisetum

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Hiemale, vaso sobre vaso de carnal sucesivo, iba dejando unaestela de babosilla primigenia de talófitas y espárragos deIslandia. Luego, con la cabecilla del alfiler borraba la huellaen aquel desierto carnoso, y quedaba de nuevo, extendida,reposada por las escamas húmedas de la palma de la mano,el abullonamiento del tegumento hecho de fibras de fondode río. A veces, las hormigas habían mordido la carnosidaddel Equisetum, con tal furia que tenía que pasarse la lenguapor el surco dejado por las emigradoras, para lograr la os-cura nivelación exigida por las reconciliaciones del tacto.En «La caída del Ícaro», cuando ya bracea en la bahía con elestorbo de la cera en el aguaje, su primer asombro es laindiferencia de los tres campesinos ante la hazaña. Uno,continúa soñoliento en la secularidad de la roturación. Otro,rodeado de ovejas, desata sus risotadas, de espalda a losnuevos trabajos natatorios del Ícaro. El pescador inmuta-ble también, sabe que no se pescan... monstruos de tierra.Licario se sentía penetrando en la concavidad vegetativacon una claraboya en cuyo centro sentía también matinalsu sonrisa recorriendo como un carrusel infantil el círculono simbólico de la lámina rociada con la esponja de loscarboncillos. Se ladeó para propiciar la entrada del almo-hadón por las mejillas, y sintió como el rumor de una caba-llería que corría hacia las aguas y allí se deshacía en gritosindescifrables, risas de espera para Licario, y espumas queborraban los gritos y las risas. Pudo sentarse con brevedad,y decir tres veces la frase de Descartes, recordada con mis-teriosa violencia desde la niñez, después de lo cual se le viosonreír como quien empata un final de torre y caballo:Davum, Davum esse, non Oedipum. Fue percibiendo el relievedel humo llegado al coro familiar, cómo iban ganando elprimer plano su madre disfrazada con la capa de agua desu hermana, con el sombrero y el cubrezapatos mojadospor el aguacero de la hora de compras, y la vieja criada,que se había puesto un almohadón por delante ceñido porunos cordeles, dando graciosas palmadas como en unpalaciano ritual egipcio. Se reían la madre y la vieja criadaen aquella primera aparición de medianoche: A dormir, adormir, repetían desde la voz antifonaria hasta el susurro, yvolvían a reírse como danzando en su cansancio. Licario

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abandonó la concavidad vegetativa y concentró de nuevosu aliento que ascendía por las langostas y las cepilladurasde la derretida verja apoyada en los carboncillos, dueñospor las raíces del primer toque de las aguas en las arenas.Quiso de nuevo repetir la frase de Descartes, pero sólo lealcanzaba el aliento para el final, repitiendo entrecortado,pero juntando las sílabas cuando lograba anudar el aliento:Non Oedipum. Non Oedipum. Repetían de nuevo dando pal-madas, a dormir, a dormir, agraciando el sombrío coro de losfamiliares, y Licario sentía cómo el cumplimiento de esaorden alegre lo iba ganando por dentro como un humoque caminaba hasta escaparse por la punta de cada uno desus cabellos.

Rodaba ya el primer cuadrante de la medianoche y JoséCemí tarareaba y quería pesar más dentro del silencio. Lanoche caía incesante como si se hubiera apeado de un nor-mando caballo de granja. Cemí se sentía apoyado por eltraqueteo de los ómnibus, los dialogantes esquinados,disciplinantes y procesionales del Gran Uno. La brisa teníaalgo de sombra, la sombra de hoja, la hoja mordida en susbordes por la iguana columpiaba de nuevo a la noche. Lanoche agarraba por los brazos, sostenía en su caída al relojde pared, dividía el cuerpo de la harina con su péndulo deobsidiana. Cemí sentía la claridad lunar delante que oscila-ba como la silueta del pájaro Pong, desde el mar hasta lacaparazón de la tortuga negra. La blancura descendía has-ta esa caparazón y se hacían visibles para la lectura sus vein-ticuatro cuadrados emblemáticos.

No, no era la noche paridora de astros. Era la noche sub-terránea, la que exhala el betún de las entrañas trasudadasde Gea. Su imago reconstruía un cangrejo rojo y crema sa-liendo por un agujero humeante. ¿Se había despedido deFronesis? ¿Se volvería a encontrar en el puente Rialto, conel absorto producido por la misma canción? ¿Cerca estaríaFoción en acecho? Esas preguntas pesaban como un tegu-mento de humo y hollín en cada una de sus pisadas. Sentíados noches. Una, la que sus ojos miraban avanzando a sulado. Otra, la que trazaba cordeles y laberintos entre sus

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piernas. La primera noche seguía los dictados lunares, susojos eran también astros errantes. La otra noche se teñíacon el humillo de la tierra, sus piernas gravitaban hacia lasentrañas terrenales. Bajaba los párpados, le parecía ver susojos errantes describiendo órbitas elípticas en torno al hu-milde evaporado por el animal carbunclo.

Una era la noche estelar que descendía con el rocío. Laotra era la noche subterránea, que ascendía como un ár-bol, que sostenía el misterio de la entrada en la ciudad,que aglomeraba sus tropas en el centro del puente paraderrumbarlo. Cosa rara, el claroscuro buscaba más el colorrojo cremoso del cangrejo, que el dibujo de sus muelas tiz-nadas de negro. Se sonrió con cierto temor incipiente, [al]ver como en dos carteles lumínicos, muy cerca uno de otro,Muela de cangrejo y Carie dental. Condescender con esaligera broma, le permitió apresurar el paso, como si le pres-tasen una capa para hacerse indistinto en la noche. Así lanoche no tendría que perseguirlo ni él se vería obligado aarengarla, dando manotazos en la neblina, cortando lospárrafos como si rompiese el encaje de la araña. Sentía, se-parando los cañaverales de la Orplid, la curvatura del pes-cuezo de un caballo de bronce, por donde ascendían lastermitas procesionales. El caballo, de granito rojo o gris noc-turno, pasaba por debajo del arco de triunfo y contempla-ba durante mucho tiempo las carteleras del único teatro enesos confines de las playas no descubiertas. Noche de losidumeos, escudo de granadillo de la caballería hitita, flancoderecho en la batalla de Cannas. La arcilla mezclada con elpolvo de carbón, hacía espesar las sombras hasta dar mano-tazos. Forzó la mirada para no ver el caballito de bronce enel centro de la isleta, el rabo era de color escarlata y toda lacrin del pescuezo estaba embadurnada de amarillo. En elclaroscuro del fondo se veían pasar tachonazos verdes, ama-rillos, blancos. Era la noche verdosa, sombría, desde luego,pero muy cerca del árbol, a la entrada del puente que sehundía a cámara lenta.

El avance de Cemí dentro de la noche —eran ya las tresmenos cuarto, pudo precisar tan indeciso como inquieto—,fue turbado cuando su absorto ingurgitó. Una casa de trespisos, ocupando todo el ángulo de una esquina, lo tironeó

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con un hechizo sibilino. Toda la casa lucía iluminada y elhalo lunar que la envolvía le hizo detener la marcha, perosin precisar detalles; por el contrario, como si la casa evapo-rase y pudiese ver manchas de color que después se agru-paban y esos agrupamientos le permitían ir adquiriendo elsentido de esas distribuciones espaciales. La casa en sus trespisos repetía el mismo ordenamiento interior: una peque-ña pieza seguida de un salón. En el salón se distribuían pa-rejas y pequeños grupos que parecían hablar apretando loslabios. No obstante la convergencia de esas personas en lamedianoche, no mostraban ese conocimiento que se tienede la casa de todos los días, o la que se visita con regladacontinuidad. Parecían extraños que por primera vez hu-bieran coincidido en esa unidad espacial, aunque entre losasistentes unos parecían familiares otros más solemnes yestirados, revelaban un trato por el oficio, la vecinería o lacoincidencia de la infancia en colegio, playa o excepciona-les momentos de peligro o de placer.

Le sorprendía la totalidad de la iluminación de la casa.Chorreaba la luz en los tres pisos, produciendo el efecto deun ascendit que cortaba y subdividía la noche en tajadassalitreras. Era una gruta de sal, un monte de yagruma,una línea interminable de moteados de marfil, gaviota, de-dales de plata y la sorprendente sutileza con que la lechuzaintroduce sus tallos de amarillo en la gran masa de blancu-ra. Cuchicheaban, sumergían la conversación, reaparecíandándose un golpecillo en la nariz. Las pecheras sobresalíancomo un pavón con la cresta de ópalo. No era la blancurasorprendente de la cresta de diamante, era la blancura es-pesa del ópalo. Opalescencia, palores, lacustre vida que des-fallece a la orilla del mar. Pero hasta allí un abullonadocrescendo de la luz, hinchado en bolsa de celentéreos, mor-diendo implacablemente el verde en la línea horizontal de laiguana, inflando sus carrillos como en una aleluya de murinaconsagración. Sin sonar los zapatos, parecía que soplaran lapuerta de espejo, como si fueran a comenzar a bailar, puessus pasos al acercarse eran medidamente lentos y ater-ciopeladamente ceremoniosos. Pero no, se acercaban parapreguntar un teléfono o un manantial de chocolate. Dabanlas gracias, se retiraban, apenas se oían sus sílabas.

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Cemí adelantó la cabeza, después la echó hacia atrás,como quien quiere cristalizar la luz. Pero lo seguía acom-pañando con gran nitidez ese cuadrado de luz. La casalucífuga, muy clavada en su esquina, con una luz que des-cendía, a medida que se iba endureciendo, tironeada porel cangrejo cremoso, hacia la hibernación subterránea. Eltopo clavado por el rabo, el conejo dominical, el gato mo-viendo sus bigotes como si fuera a unir dos palabras, espe-raban al visitador sorprendido por el retroceso del balanoy la aparición del casquete de cornalina. La luz aglomera-da tiró también de Cemí, sentía que se iba sucediendo eltranquilo oleaje de las sílabas:

Ceñido el amanecer,los blancos de Zurbarán,pompas del rosicler.Los anillos estaráncon el pepino y el nabode las huestes de Satán.Cualquier fin es el pavo,tocado por la cabeza,pero ya de nuevo empiezaa madurar por el rabo.

Seguía su caminata en la medianoche y oyó de prontocómo se levantaba una musiquilla. Era un tiovivo, una es-trella giratoria y un whip. El tiovivo con pequeños caballosvelazqueños, regalados de pechos y ancas, rojos, amarillos,negros. Detrás de los rifosos iban unas carrozas, hechas paratías con niños muy pequeños. Un provecto se veía que en-grasaba los motores para entreabrir el domingo. Los carrosde whip tenían una capota húmeda que ceñía al coche paraevitar el goteo de los grillos. Parecía que el látigo restallabasobre la música temblona. El provecto acariciaba la capotadel whip, para escurrir el agua que se deslizaba dentro delcoche. Gamuzaba los caballos avivando sus monturas y susijares. Encendía la estrella y la iba revisando asiento porasiento, la confianza en su eje, su movilidad, el cierre de suspuertas. Comenzó a darle vueltas al manubrio y la músicaempezó a refractarse, a desprenderse como centellitas.

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Pasaban los globos de cristal entre los caballos y las carro-zas. Pero ninguno de ellos se rompía contra un belfo o con-tra las ancas. Eran como grupos de abejas que seguíanrumbos videntes, paseando entre los rifosos, describiendogozosas el círculo de la estrella giratoria y estableciéndosesobre la capota, después de alejar el grillo goteando. El hom-bre muy viejo que cuidaba el pequeño parque infantil, pa-recía un limosnero anclado allí para pasar la noche. Peroquería justificar su trabajo, hacer algo, quería que por lamañana le regalaran unas cuantas pesetas. La musiquilladurante toda la noche aparecía como el compás de su tra-bajo sin tregua. Pero lo mismo podía hacer ese trabajo en lamedianoche, que esconder un feto en uno de los carros dela estrella, poner flores pestíferas en la boca de los caballitosvelazqueños o soltar una tuerca del whip para que suscervezados tripulantes descendieran al sombrío Orco. Secimbreaba al caminar, con los movimientos de un gusanorecorriendo cuadrados blancos y negros. Después de unosplumerazos, se dirigió a uno de los asientos de la estrella ypareció agazaparse más que adormecerse. Agazapado,remedaba el agua silenciosa que escurría el grillo en unagota que tenía el tamaño de su excremento.

Cemí siguió avanzando en la noche que se espesa, sin-tiendo que tenía que hacer cada vez más esfuerzo para pe-netrarla. Cada vez que daba un paso le parecía que teníaque extraer los pies de una tembladera. La noche se hacíacada vez más resistente, como si desconfiase del gran blo-que de luz y de la musiquilla del tiovivo. Le pareció ver unbosque, donde los árboles trepasen unos sobre otros, comoel elefante apoyando las dos patas delanteras sobre unabanqueta, y sobre el lomo del elefante perros y monos dan-zando, persiguiendo una pelota, o saltando sobre un rama-je, para caer de nuevo sobre el elefante. La transición de unparque infantil a un bosque era invisiblemente asimiladapor Cemí, pues su estado de alucinación mantenía en pietodas las posibilidades de la imagen. No obstante sintió comoun llamado, como si alguien hubiese comenzado a cantar, o unnadador que después de unir sus brazos en un triánguloisósceles se lanza a la piscina, más allá de la empalizada. Eraun ruido inaudible, la parábola de una pistola de agua, una

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gaviota que se duerme mecida por el oleaje, algo que sepa-ra la noche del resto de una inmensa tela, o algo que pro-longa la noche en una tela agujereada por donde asomansu cabeza de clavo unos carretes de ebonita. Era un pie debuey lo que pisaba la noche.

Se sintió Cemí como obligado a mirar hacia atrás. El cui-dador había emprendido una marcha frenética desde elasiento de la estrella giratoria, donde parecía adormecer-se, hasta la cerca que rodeaba el parque infantil. Una obli-cuidad lunar asumió la blancura y Cemí pudo percibir enaquel rostro una espinilla negra, a la que la prolongaciónde la blancura daba como el tamaño de una lengua queresbalara a lo largo de la nariz. Miraba el guardador a unoy otro lado como un osezno tibetano enredado en el fósforode su propio círculo. La cara se le embadurnaba con el su-dor y esa agua acaudalada le bajaba por las orejas formandoun volante arete napolitano. La cara trasudada y el carbónde la noche a su lado, le daban el aspecto del timonel deuna máquina infernal. Temblonas sus rodillas golpeaban lamadera del círculo del parque infantil y así esa línea diviso-ria comenzó también a temblar formando como un aquela-rre, donde cada una de las clavadas estacas comenzó unadanza grotesca dentro del redondel protegido por la obli-cuidad lunar.

Aquel bosque que había entrevisto al final de su marcha,donde los monos y los perros saltaban sobre un elefanteque se hundía y elevaba, se le fue acercando. La casa mismaparecía un bosque en la sobrenaturaleza. Se veía el entrela-zado ornamento de la verja que servía también de puerta.En su centro, un cuadrado de metal muy reluciente, dondeestaba la cerradura. El tamaño de esta última revelaba quenecesitaba una llave de excesivas dimensiones, como paraabrir el portón de un castillo. Por el costado de la casa seveía un corredor aclarado por la blancura lunar. El final delcorredor permitía penetrar en una extensa terraza, queestaba rodeada de un jardín descuidado, donde faltabanlas podaderas y el ejercicio voluptuoso. ¿Se atrevería Cemípor aquel corredor, cuyo recorrido era desconocido y sufinal, en la terraza, ondulaba como la marea descargada porun espejo giratorio?

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El corredor era todo de ladrillos y su techo una semi-circunferencia igualmente de ladrillos rojos. A lo largo delcorredor se veían en mosaicos de fondo blanco, lanzas, lla-ves, espadas y cálices del Santo Grial. La lanza penetrandoen un costado del que ascendía un bastón, la llave que fran-queaba la entrada a un castillo hechizado, la espada de lasdecapitaciones en una plaza pública y los caballeros del reyArturo sentados alrededor de la copa con sangre. Los em-blemas de los mosaicos estaban tratados en rojo cinabrio, lalanza era transparente como el diamante, un gris acero for-mando la espada encajada en la tierra como un phalus, ycada trébol representaba una llave, como si se unieran lanaturaleza y la sobrenaturaleza en algo hecho para pene-trar, para saltar de una región a otra, para llegar al castillo einterrumpir la fiesta de los trovadores herméticos. Unaguirnalda entrelazaba el Eros y el Tánatos, el sumergimien-to en la vulva era la resurrección en el valle del esplendor.

Después de atravesar el corredor, que era el costado detoda la extensión de la casa, Cemí salió a una terraza delmismo tamaño que el corredor. En uno de sus ángulos másdistantes pudo percibir un dios Término, su graciosa caraera en extremo socarrona, al centro de la piedra se veíamuy prolongado el bastón fálico. La carcajada que rezuma-ba el rostro de Término, era de la misma índole que la ale-gría que ordenaba su gajo estival. Al lado de la piedra deldios socarrón, se veía una mesa, que tapada por el dios,ofrecía una oscuridad indescifrable. Se veía que allí pasabaalgo, pero qué era lo que escondía ese pedazo de oscuri-dad, qué era ese escudo que tapaba el rostro en el momentoen que iba a ser esclarecido por la oblicuidad lunar.

El hechizo de la casa estaba en los escalonamientos queofrecía su entrada. Estaba construida sobre un mogote y laescalerilla para penetrarla se apoyaba sobre la tierra quetenía como dos metros de altura. Esa altura donde estaba lacasa, le prestaba todo su encantamiento. En lo alto de suscolumnas chorreaban calamares, los que se retorcían a cadainterpretación marina para receptar los consejos lunares.El avance de cada columna estaba interrumpido por peanascon piñas de estalactitas y en cada una de las hojas de sucorona, se extendían y bostezaban lagartos, cuya inquietud

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describía círculos infernales con sus ojos, mientras su cuer-po prolongaba el éxtasis durante toda la estación. Entrabany salían de la piedra las agujas; las abejas, el lince y el pe-rezoso jugaban sin romper el silencio nocturno en la copade un árbol formado por la luz cristalizada. Una mezcla depulpo y estalactita trepaba por aquellas columnas inunda-das de reflejos plateados. La casa parecía sin moradores, oque estos estaban adormecidos como el lagarto durante elotoño. Mientras duraban sus sueños, iban uniéndose la gotade agua que forma la estalactita y la gota de la tinta delcalamar, ablandando una piedra que repta y asciende en lamedianoche. Cemí volvía ya por el corredor, cuando sintiócomo la obligación dictada por los espíritus de los hijos dela noche, de precisar qué era lo que pasaba en el ánguloocupado por el dios Término, donde se veían dos bultosamasijados por el espesor de la nocturna.

Atravesó de nuevo el corredor, se paró frente a la terraza.Recorrió todo el cuadrado que parecía brotar una blancuracomo una pequeña yerba. Fue calmosamente a la esquinadel dios, con los dos bultos que la oscuridad tornaba en unacapa hinchada cubriendo un saco de plomo. Al lado del diosTérmino, vio dos espantapájaros disfrazados de bufones,jugando al ajedrez. Uno adelantaba la mano portando elalfil, la mano se prolongaba en la oblicuidad lunar. Recordóque en francés los alfiles son llamados fous, locos, y que estánrepresentados en trajes de bufones. El otro espantapájarosestaba en la actitud de esperar la oblicuidad que avanzaba,la locura que como una estrella errante iba a exhalar la noche,el salto que iba a dar el bufón en su danza grotesca. Estabaescrito con un carbón en la mesa, el verso de MathurinRégnier: Les fous sont aux échecs, les plus proches des rois, loslocos en el ajedrez, son los más inmediatos a los reyes.Contemplados por Cemí, los dos bufones, rendidos al sue-ño, doblaron sus cuerpos y se abandonaron al éxtasis dellagarto, como si sobre sus cabezas hubiera caído la gota deagua que forman las estalactitas, unida a la gota de la tintadel calamar.

Cemí pudo ya apresurar el paso y salir de nuevo por elcorredor a la calle. A la salida estaba el guardián de la estrellagiratoria, con la espinilla que como un azabache le resbalaba

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por la nariz. Temblaba de arriba a abajo como un azogado,parecía que alguien lo tundía a palos, balbuceaba, daba pa-tadas contra la acera, se daba puñadas contra el cuerpo y lacara. Poseso amoratado saltaba en el baile de San Vito. Cemíno se sintió en la obligación de mirarlo. El furor del guar-dián estaba también en el espíritu de la noche y ascendíacon la falsa ascensión de tripular una escoba, la espinillanegra era su cuerno.

Cemí volvía ahora al cuadrado de donde había partido.La misma ofuscadora cantidad de luz y los mismos gruposde murmuradores. Un ritmo guiaba sus pasos:

Un collar tiene el cochino,calvo se queda el faisán,con los molinos del vinolos titanes se hundirán.Navaja de la tonsuraes el cero en la negruradel relieve de la mar.Naipes en la arenera,fija la noche enterala eternidad... y a fumar.

Fue ascendiendo por la escalera. Pudo ver unos salonesvacíos y otros llenos de murmuradores minuciosos, que acer-caban las palabras a los oídos como para que el silencio nofuera interrumpido. Al llegar al tercer piso, notó que deuna de aquellas capillas brotaba una exacerbada prolifera-ción de lucífuga. Reinaba una luz de volatinero, semejantea la que en el circo acompaña al cuerpo que salta como unpájaro, sólo que aquí el parecido estaba en los más opuestosconfines, pues la luz batía en torno a la más extremada in-movilidad. Al salir de la escalera, se inmovilizó momentá-neamente, notó que de repente una persona se levantabadel coro de los conversadores y que después de mirarlo co-mo para reconocerlo comenzaba a hacerle señas con la ma-no para que se acercara. Cemí penetró en la cámara de losconversadores silenciosos. Era la hermana de OppianoLicario la que lo había llamado.

—Yo sabía que usted vendría esta noche última. No pudellamarlo, desconocía la dirección de su casa, sin embargo,

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yo sabía que usted no faltaría esta noche —le dijo a Cemí,con un desesperado dolor sereno. Cemí comprendió desúbito que aquella fiesta de la luz, la musiquilla del tiovivo,la casa trepada sobre los árboles, el corredor con sus mosai-cos, la terraza con sus jugadores extendiendo la oblicuidadlunar, lo habían conducido a encontrarse de nuevo conOppiano Licario. Recordó el relato de doña Augusta, subisabuelo muerto, con uniforme de gala, intacto y de pron-to, como un remolino invisible, se deshacía en un polvocoloreado. La cera de la cara y las manos, en su urna decristal, de Santa Flora, ofreciendo una muerte resistente,dura como la imagen del cuerpo evaporado. La cera re-pentinamente propicia al trineo del tacto, ofreciendo uninfinito deslizamiento. De nuevo la voz de su padre, escon-dido detrás de una columna y diciéndole con voz fingida:—Cuando nosotros estábamos vivos, andábamos por uncamino, y ahora que estamos muertos, andamos por esteotro—. Cobró vivencia de la frase «andar por el otro cami-no». Ascendió la imagen de Oppiano Licario, pero ya soloen el ómnibus, con todos los demás asientos vacíos, sonan-do sus colecciones de medallas, mandando a detener al ca-ballito de sus dracmas griegos, con sus pechos y sus ancasdesproporcionados en relación con la cara y con las pataspequeñas que rotaban sobre un tambor. El inmenso tam-bor de la noche, un tambor silencioso, que fabricaba ausen-cias, huecos, retiramientos, desconchados por los que cabíaun brazo de mar.

—Venga conmigo, vamos a verlo —dijo la hermana deOppiano Licario. Trigueña pálida, con ojos azules que pa-recían una balanza que soportase un peso desconocido, talvez un pez entrevisto entre el claroscuro de su plata y lanoche posada en el árbol de coral. Su piel, extremadamentepulimentada, mostraba el contrapunto de sus poros, hechainvisible la entrada y salida de la aguja que había elaboradoesa malla. Su piel era la defensa de su intelligere, su órganode visión, penetración y rechazo. Desde el aire hasta la manoque ceñía su mano, daban una excusa o se justificaban ensu piel. Su nombre era Ynaca Eco Licario, le decían susfamiliares Ecohé, mostraba, como su hermano, una totalconfianza religiosa en sí misma y ese sí mismo estaba formado

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por dos líneas que se interceptaban en un punto. Y ese puntoera el encuentro entre su azar y su destino. Su misterio estabaen que a veces su piel temblaba, sin saber quién dictabaese temblor.

Se acercó a la lámina de cristal, el rostro de Oppianomostraba ya una impasibilidad que no era la de su habitualsindéresis, la de su infinita respuesta. Como un espejo má-gico captaba la radiación de las ideas, la columna deautodestrucción del conocimiento se levantaba con la esbel-tez de la llama, se reflejaba en el espejo y dejaba su inscrip-ción. Era la cola de Juno, el cielo estrellado que se reflejabaen el paréntesis de las constelaciones. Su cuerpo ya no pa-seaba por las azoteas, para fijar la errante lectura de losastros. Cerrados los párpados, en un silencio que se pro-longaba como la marea, rendía la llave y el espejo.

La hermana de Licario deslizó en la mano de Cemí unpapel doblado, al mismo tiempo que le decía: —Creo quefue lo último que escribió. Apretó Cemí el papel como quienaprieta una esponja que va a chorrear sonidos reconocibles.Entre los familiares y amigos que rodeaban el féretro, pudoencontrar un lugar donde sentarse. Todas aquellas perso-nas habían sentido esa inflamación de la naturaleza paraalcanzar la figura, esa irrupción de una misteriosa equiva-lencia que siempre había despertado Oppiano Licario. Loque gravitaba en la pequeña capilla era eso precisamente,la ausencia de respuesta. Cemí extendió el papel y pudoleer:

JOSÉ CEMÍ

No lo llamo, porque él viene,como dos astros cruzadosen sus leyes encaramadosla órbita eclíptica tiene.

Yo estuve, pero él estarácuando yo sea el puro conocimiento,la piedra traída en el viento,en el egipcio paño de lino me envolverá.

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La razón y la memoria al azar,verán a la paloma alcanzarla fe en la sobrenaturaleza.

La araña y la imagen por el cuerpo,no puede ser, no estoy muerto.Vi morir a tu padre; ahora, Cemí, tropieza.

Cemí con los ojos muy abiertos atravesaba el inmensodesierto de la somnolencia. Veía la llamita de las ánimasque se alzaba de los cuerpos semisumergidos de los purgadosdurante una temporada. Llamitas fluctuantes de las ánimasen pena. Luego, contemplaba unas fogatas que como árbo-les se levantaban en el acantilado. Lucha tenaz entre el fue-go y las piedras. Después, eran llamaradas que querían to-car el embrión celeste y a su lado un tigre blanco que dabavueltas circulizadas en torno a las llamas, comenzando aescarbar en sus sombras oscilantes. Lamía sin descanso eltigre blanco en la médula de saúco; el espejo, con una fuen-te en el centro, levantaba un remolino traslaticio, llevaba altigre por los ángulos del espejo, lo abandonaba, ya muymarcado, con el rabo enroscado al cuello.

Iba saliendo de la duermevela que lo envolvía. La cenizade su cigarro resbalaba por el azul de su corbata. Puso lacorbata en su mano y sopló la ceniza. Se dirigió al elevadorpara encaminarse a la cafetería. Lo acompañaba la sensa-ción fría de la madrugada al descender a las profundida-des, al centro de la tierra, donde se encontraría conEulenspiegel sonriente. Un negro, uniformado de blanco,iba recogiendo con su pala las colillas y el polvo rendido.Apoyó la pala en la pared y se sentó en la cafetería. Sabo-reaba su café con leche, con unas tostadas humeantes. Co-menzaba a golpear con la cucharilla en el vaso, agitandolentamente su contenido. Impulsado por el tintineo, Cemícorporizó de nuevo a Oppiano Licario. Las sílabas que oíaeran ahora más lentas, pero también más claras y eviden-tes. Era la misma voz, pero modulada en otro registro. Vol-vía a oír de nuevo: ritmo hesicástico, podemos empezar.

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ÍNDICE

Paradiso, cuarenta años / V

Invitación a Paradiso / XXIII

Capítulo I / 3Capítulo II / 25Capítulo III / 49Capítulo IV / 81Capítulo V / 113Capítulo VI / 145Capítulo VII / 205

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Capítulo VIII / 257Capítulo IX / 289Capítulo X / 355Capítulo XI / 425Capítulo XII / 485Capítulo XIII / 527Capítulo XIV / 551

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