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Hace ya algún tiempo que el tema de la legitimidad, referido a las instituciones de la sociedad civil, se ha convertido para mí en una motivación recurrente. Algunas de las reflexiones a las que me han conducido estas inquietudes las expuse por primera vez en octubre de 1999, en un panel sobre la socie- dad civil en Cuba, en el congreso de la Asociación Canadiense de Estudios Latinoamericanos y Caribeños (CALACS), cele- brado en Ottawa. Más recientemente, el último 2 de mayo, tuve la oportunidad de efectuar una presentación más exten- sa sobre el tema en la Casa de la Cultura de España, en La Habana. Los intercambios que en ambas ocasiones tuvieron lugar han enriquecido mis apreciaciones e incentivado nue- vas inquietudes. Espero que la elaboración que hoy me ani- mo a poner en manos de la crítica más definitiva de la lectura contribuya a alentar nuevos debates. Para comenzar desde una definición Tengo la impresión de que en la actualidad todos los resortes ideológicos dominantes se han conjugado para convencer- LA INSTITUCIONALIDAD CIVIL Y EL DEBATE SOBRE LA LEGITIMIDAD* * Escrito en mayo de 2003. Mención del Premio de Ensayo de la revis- ta Temas (2003). Publicado en Temas , no. 39-40, octubre-diciem- bre, 2004.

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Hace ya algún tiempo que el tema de la legitimidad, referidoa las instituciones de la sociedad civil, se ha convertido paramí en una motivación recurrente. Algunas de las reflexionesa las que me han conducido estas inquietudes las expuse porprimera vez en octubre de 1999, en un panel sobre la socie-dad civil en Cuba, en el congreso de la Asociación Canadiensede Estudios Latinoamericanos y Caribeños (CALACS), cele-brado en Ottawa. Más recientemente, el último 2 de mayo,tuve la oportunidad de efectuar una presentación más exten-sa sobre el tema en la Casa de la Cultura de España, en LaHabana. Los intercambios que en ambas ocasiones tuvieronlugar han enriquecido mis apreciaciones e incentivado nue-vas inquietudes. Espero que la elaboración que hoy me ani-mo a poner en manos de la crítica más definitiva de la lecturacontribuya a alentar nuevos debates.

Para comenzar desde una definiciónTengo la impresión de que en la actualidad todos los resortesideológicos dominantes se han conjugado para convencer-

LA INSTITUCIONALIDAD CIVIL Y EL DEBATE SOBRELA LEGITIMIDAD*

* Escrito en mayo de 2003. Mención del Premio de Ensayo de la revis-ta Temas (2003). Publicado en Temas, no. 39-40, octubre-diciem-bre, 2004.

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nos de que el tiempo de las revoluciones sociales ha pasado ala historia. Han quedado encerradas en dos siglos, entre fina-les del XVIII y finales del XX.

La revolución social no será el tema central de este artícu-lo, pero estimo importante tomar nota de que lo que hoy acep-tamos como legitimado, lo ha sido, en medida considerable,a partir de la institucionalidad nacida de uno u otro procesorevolucionario moderno, de manera directa o indirecta. Lodestaco porque a veces sólo vemos en las revoluciones la ne-gación de una legitimidad,1 y obviamos el alcance de la im-pronta de la nueva legitimidad que genera.

Me interesará llegar, desde algunas consideraciones con-ceptuales, a la cuestión de la legitimidad institucional, pri-mero en sentido general, y después con relación a lasociedad cubana crecida de la Revolución de 1959. Paraello voy a permitirme partir de una apreciación polémica:he podido observar que con frecuencia defendemos o cues-tionamos el carácter legítimo de una institución o de cual-quier acción que se derive de ella sin tener definido poranticipado qué entendemos por legitimidad, y este déficitse hace notar en arbitrariedades e incoherencias. ¿Por quépensamos que unas instituciones son legítimas y otras no?¿Qué legitima a unas instituciones y no a otras? ¿A partirde que criterios legitimamos? ¿Quién o quiénes legitimandentro del sistema social? Estas son las preguntas quemotivan mis reflexiones y que creo apuntan al centro de lacuestión.

Según Norberto Bobbio, se utiliza el concepto de legitimi-dad, sobre todo, para hacer referencia al sostén que recibenlas acciones del Estado, y se le vincula, en el sentido moder-no, al consenso suficiente para hacer que el criterio de obe-diencia se subordine al de adhesión en la relación entre

1 Sobre el rechazo de una legitimidad y la configuración de otra que lareemplaza sugiero ver el capítulo introductorio del libro de ThedaSkocpol, States and Social Revolutions, Cambridge University Press,Cambridge, 1979.

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gobernantes y gobernados.2 El consenso neutraliza el efectode la imposición y legitima a la actuación política. Esta defi-nición enmarca la legitimidad en el contexto de la democra-cia, y presupone que esta se exprese esencialmente en lalegalidad. Lo legitimado políticamente adquiere corporeidaden la Ley, que es siempre una expresión encuadrada dentrode la correlación de fuerzas dominante en la sociedad. PeroBobbio reconoce legitimidad también en la tradición, e inclu-so en las cualidades de conducción de los actores políticos (lalegitimidad que Max Weber denominó carismática), ya queincuestionablemente las virtudes del liderazgo son igualmenteexpresivas del consenso.

Infortunadamente, la definición de Bobbio omite las rela-ciones y contradicciones entre uno y otro tipo de legitimidad, ydeja al lector sin instrumento para explicarse la intervencióndel tiempo histórico en los fenómenos. Como por ejemplo, elpaso de la legitimidad carismática a la institucional asentadaen la legalidad surgida de los procesos de transformación revo-lucionaria. Y en general, la conexión entre los momentos detransición y los de consolidación. No quiero con esto desesti-mar su definición, a la cual he acudido en sentido positivo, sinoanotar que también encuentro límites en ella.

Habrá que tomar en cuenta del mismo modo que, por opo-sición a la legitimidad, la ilegitimidad supone también un cri-terio, normalmente enmarcado por el Derecho, que tiende aidentificar lo ilegítimo como lo ilegal. Pero lo ilegítimo tras-ciende al mero argumento legal, y cobra forma a menudo enla diferencia entre lo éticamente legítimo y lo éticamente ilegí-timo. Hay cosas que siendo legales no son éticamente legiti-mables. La ética aporta ciertamente elementos sustantivos ala legitimación en todas las esferas de la institucionalidad polí-tica y la institucionalidad civil.

2 Me atengo a la definición que proponen Norberto Bobbio y NicolaMatteucci en su Diccionario de política, SIGLO XXI, Madrid, 1992, quetiene la virtud de relacionar el concepto al de democracia, aunqueno contempla espacio para las circunstancias en las que el consensono se corresponda con la necesidad.

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A partir de este breve ejercicio definitorio propongo pasar aexaminar la relación entre legitimidad y revolución social.

Legitimidad y revolución socialEl concepto de Revolución se abrió paso en la modernidad paradefinir la radicalidad del cambio, que en el plano político y so-cial sitúa su referente básico en la gran Revolución francesa.3

Y desde entonces se ha vinculado esencialmente el concepto aeste nivel de radicalidad del cambio político y social. Un niveldel cambio donde los ritmos de transformación se aceleran, sedesfasan, se subvierten, en interacción entre una vertientedestructiva y otra constructiva. No sólo en cuanto a los actoresy a las instituciones políticas, sino en cuanto a todo el sistemade relaciones económicas y sociales. O sea, también en rela-ción con la institucionalidad, la hegemonía, y los sistemas deideas prevalecientes. Este reconocimiento nos obliga a distin-guir el clímax revolucionario del tiempo de Revolución, la co-yuntura de cambio estructural, el primado de la demolicióndel momento constructivo. Y a comprender que la radicalidades un indicador necesario pero no suficiente en la definición delproceso revolucionario. La relativización de la radicalidad comocriterio es un tema que dejo pendiente por razones obvias.

Carlos Marx nos legó, entre otros hallazgos, el descubri-miento de una connotación económica tras la radicalidad delcambio (que sus intérpretes han empobrecido a veces, res-tringiéndola a una dinámica binaria entre fuerzas producti-vas y relaciones de producción). Lo esencial de su aporte en

3 Eric Hobsbawn, con un criterio menos lineal de la Historia que lamayoría de los historiadores, habla de la “doble revolución”, to-mando en cuenta la contemporaneidad de la revolución industrialinglesa y la Revolución francesa (véase La era de la revolución, 1789-1848). Pienso que en rigor podría hablarse de triple revolución, siconsideramos la trascendencia de la revolución de las trece coloniasnorteamericanas: el cambio tecnológico, la sacudida de las institu-ciones políticas y sociales, y la independencia del status colonial,serían los terrenos en los cuales identificar la radicalidad en cadauno de estos tres procesos revolucionarios que marcan el final deuna época y el comienzo de otra.

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este plano radica de todos modos en haber mostrado que larevolución social no es reductible al cambio político sino queresponde a la vez a condicionantes económicas. Pero también—y esto no siempre se recuerda— que la revolución social nopuede ser confundida con el simple desplazamiento de élitesen el poder, sino que implica un movimiento extraordinariode la sociedad civil, es decir, del protagonismo, la composi-ción, los alineamientos, los estallidos y la creatividad que tocaa toda la institucionalidad del sistema de relaciones socialesvigente, que se dirime en la confrontación entre hegemonía ycontrahegemonía. Es por tal motivo —por la envergadura dela participación social en el cambio— que se puede afirmarque las Revoluciones devienen igualmente fuente de legiti-midad.4 De legitimidad política y de legitimidad civil. Y no lanegación mecánica de la realidad social en que se incuban.

Cuando hablamos de sociedad civil identificamos un tipode relaciones humanas caracterizable de manera sistémica.Todos los hombres pertenecemos a una familia, todos somosproductores y consumidores, todos estamos sujetos a una re-lación entre gobernantes y gobernados. Pero, al mismo tiem-po, todos nos asociamos voluntariamente en torno a interesescomunes (a veces de manera informal, a veces de manerainconsciente) para participar como actores en la vida social.Formar parte de la sociedad civil supone tomar opciones, perono es una opción en sí misma. Todos estamos sujetos a nexosfamiliares (en los cuales, salvo por el matrimonio, no nos re-lacionamos a voluntad); tampoco somos por pura voluntadricos o pobres, y las libertades para actuar en la sociedad po-lítica son muy limitadas, pero no nos escapamos de ser partede ella. Fuera de estos sistemas nos unen o nos distancian lareligión, las afinidades éticas, culturales, deportivas, profe-sionales y, en general, asociativas. Lazos que la caracteriza-

4 En Theda Skopcol, refiriéndose a la revolución francesa, podemosleer: “un solo tema legitimador recorrió todas sus fases: una identi-ficación de las funciones ejecutivas con la implementación de lavoluntad de la nación o del pueblo”, ob. cit., p. 200.

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ción de “no gubernamentales y no lucrativos” intenta distin-guir de los propios de las relaciones políticas y las económi-cas, en sentido estricto.

En mi opinión, resulta cuando menos superfluo afirmar—como escuchamos o leemos con frecuencia— que tal o cualproceso revolucionario liquidó la sociedad civil de un país dado.Y considero que es un despropósito concederle tal capacidadde anulación a cualquier estructura de poder. Las transfor-maciones revolucionarias dan lugar a la desaparición de de-terminadas instituciones (no sólo civiles sino también yprincipalmente políticas) cuando la radicalidad de los cam-bios estructurales las hacen infuncionales u obsoletas, no porel mero hecho de que una voluntad con poder lo determine.No quiere decir que la voluntad política deje de desempeñarsu papel, incluidos también los excesos de voluntarismo. Perotambién aparecen y desaparecen instituciones sin que ten-gan lugar Revoluciones. Tampoco pueden quedar fuera deesta contabilidad supresiones o creaciones arbitrarias que unaveces son corregidas por los actores, otras veces se integranen el entramado social, y otras desembocan, más tarde omás temprano, en descalabros para el sistema.

En Cuba resulta interesante observar, por ejemplo, quelos partidos políticos tradicionales se desvanecieron tan pron-to se hizo obvia la irrelevancia de su continuidad de cara ala nueva institucionalidad política que introdujo la Revolu-ción de 1959. Tal disolución se produjo antes de que se evi-denciara que el restablecimiento de un dispositivo electoralestaba todavía lejano y de que se pudieran avizorar sus li-mitaciones burocráticas. Ni siquiera existió una resolucióndisolutoria ni acción política puntual. Pudo haberse dado,pero no fue este el mecanismo que operó. Igualmente, or-ganizaciones como la poderosa Asociación de Hacendadosse disolvieron con la expropiación y socialización de las tie-rras y de los centrales azucareros y no debido a las posturaspolíticas en su seno (aunque también hubiesen podido cons-tituir motivo para ello). Posturas que no necesitamos diri-

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mir si fueron más o menos comprometidas políticamente,por ejemplo, que las de las iglesias, que por supuesto perdu-raron como instituciones. Y que reencontraron sus dinámi-cas de recuperación institucional a despecho de cualquierpresunción en contrario. Podrían ser citados otros muchosejemplos de esta transformación que recién comienza a serabordada por la historiografía cubana.

Las revoluciones, desde las del siglo XVIII hasta las del XX,heredan formas institucionales que se mantienen, y otras quese transforman, son suplantadas, o desaparecen, según sea elcaso. Y crean otras que simplemente legitiman nuevos tiposde relaciones sociales. Las instituciones son legitimadas enrealidad por una necesidad impuesta por lo sistemático deuna relación dada en la sociedad. No basta el consenso paraidentificar lo legítimo si no se tiene en cuenta esta necesidad,que de ningún modo se presenta como un fatum, pero que esreal. Al definir su valor, Bobbio también reconoce que “la le-gitimación se presenta de ordinario como necesidad, cual-quiera que sea la forma del Estado”.5

Que sean legítimas o ilegítimas las instituciones de la so-ciedad civil tampoco depende, por lo tanto, de su subordina-ción o su no subordinación a la institucionalidad política. Ungrado —o un tipo— de subordinación es inevitable porque noexisten instituciones fuera de los Estados: institucionalidadpolítica e institucionalidad civil se interrelacionan dentro delEstado, que no es exactamente el polo de una antinomia. Larelativización de la antinomia Estado-sociedad civil constitu-ye, a mi juicio, un elemento relevante del aporte de Gramscia la comprensión de este problema, a pesar de que su fórmu-la6 ha sido vista por algunos de sus intérpretes como algo un

5 Norberto Bobbio y Nicola Matteucci: ob. cit.6 “Es preciso hacer constar en la noción general del Estado entran

elementos que deben ser referidos a la sociedad civil (se podría seña-lar al respecto que Estado = sociedad política + sociedad civil, valedecir, hegemonía revestida de coerción)”; citado de AntonioGramsci: “Notas sobre Maquiavelo, sobre la política y sobre el Estadomoderno”, en Obras escogidas, Lautaro, Buenos Aires, 1962, p.165.

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tanto enigmático. Hoy se hace más claro el intersecto de lossistemas de relaciones que hacen el complejo social.

Es, sin embargo, un mito muy generalizado hoy la nociónde que la legitimidad civil, a diferencia de la política, no radi-ca en el consenso sino en el grado de independencia (e inclu-so de oposición) que las formas institucionales de la sociedadcivil exhiben en relación con el aparato estatal. Se toma comoindicador en tal caso el de la desobediencia civil, que Cohen yArato consideran acertadamente “extrainstitucional por de-finición”,7 y esta absolutización ha dado lugar a una defor-mación conceptual carente de fundamentación científica. Noafirmo que no tenga fundamentación sino que sufundamentación es netamente ideológica.

Es incuestionable que la autonomía respecto a lainstitucionalidad política constituye un elemento sustantivo,expresivo de la espontaneidad que da sentido y proyección alas instituciones civiles, y que se sustenta también en la cons-trucción y reconstrucción del consenso.8 Esta afirmación esigualmente válida en relación con el mercado9 y las relacio-nes económicas en su conjunto. Es cierto, en consecuencia,que la limitación de la autonomía más allá de lo que suponela articulación objetiva de las instituciones en el sistema so-cial en su totalidad llega a ser excesiva e indeseable, pero nose puede decir que a causa de ello quede eliminada la legiti-midad institucional.

7 Jean Cohen y Andrew Arato (Civil Society and Political Theory, MITPress, Cambridge, 1995) estiman que “por su misma naturaleza ladesobediencia civil plantea la cuestión del grado y el tipo de partici-pación ciudadana legítima en la vida política” (p.569), y que esta “semueve entre las fronteras de la insurrección y la actividad políticainstitucionalizada, entre la guerra civil y la sociedad civil” (p.566).

8 Sobre la importancia del vínculo entre legitimidad y consenso esdifícil encontrar hoy discrepancias significativas, dado que la fuer-za legitimadora del consenso se encuentra en la base de cualquierconcepto de democracia que adoptemos.

9 Puede ser ilustrativo al respecto el modelo triangular propuestopor Claus Offe entre Estado, mercado y comunidad, en Partidospolíticos y nuevos movimientos sociales, Editorial Sistema, Madrid,1988, p. 135 y ss.

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Llamo la atención otra vez sobre el ejemplo mismo de lasIglesias, que en la historia han llegado a estar vinculadas alos Estados al extremo de la identidad o de la supeditación, yesto no las ha privado en ningún momento de su razón deser, que se sostiene en la misión pastoral que cumplen, yque es lo que las legitima. Porque, en última instancia, suexistencia no está determinada por su mayor o menor arti-culación con la institucionalidad política sino por sus víncu-los con la espiritualidad religiosa que ellas representan comoinstituciones.

Este razonamiento podríamos aplicarlo, de manera análo-ga, al considerar la legitimidad de otras organizaciones, in-cluyendo a las asentadas en la Revolución misma.

Decir, en consecuencia, que el modelo de socialismo deEstado propende a una subordinación esquemática de las ins-tituciones civiles a las políticas no significa que aquellas seanilegítimas como tales, aunque esto se traduzca en limitacio-nes. De hecho, el propio Bobbio, en el texto citado, apuntaque “numerosas investigaciones sociales han probado, porejemplo, que el fenómeno de la manipulación existe tambiénen los regímenes democráticos”10 y no sólo en los autoritariosque les han precedido o con los cuales coexisten en tiempohistórico. Uniformar las instituciones civiles bajo un signopolítico puede distorsionar su papel, pero no las convierte, enla realidad de las relaciones sociales, en instituciones políti-cas. Del mismo modo que decir que la institucionalidad de lasociedad civil implica autonomía con relación a las institu-ciones políticas no equivale a afirmar que esta autonomía seexprese como oposición.

Para concluir esta primera apreciación sólo quisiera aña-dir que, al margen de los procesos de restauración que hanrepresado con frecuencia las mareas revolucionarias, o dela profundidad de las reformas con que estas se han conso-lidado, 1) la Revolución genera una nueva legitimidad y es

10 Norberto Bobbio y Nicola Matteucci: ob. cit.

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el papel del pueblo (como sujeto histórico) y de la sociedadcivil (los modos en que se asocia el sujeto histórico) lo que laidentifica; 2) que la profundidad del cambio revolucionariono sólo se expresa en la radicalidad estructural sino tam-bién en una radicalidad supraestructural (y que no se puedepensar que el cambio en la espiritualidad pueda ser mode-rado cuando el cambio en la economía y en la estructura declases es de raíz); 3) que las Revoluciones nunca transcu-rren sin dejar huellas profundas en la sociedad, que cobranforma tanto en su estructura económica como en su estruc-tura institucional.

La institucionalidad civil a travésde la transformación revolucionaria en CubaLa Revolución cubana fue creando su institucionalidad —tan-to política como civil— a partir de la asunción misma de lavictoria como un hecho legítimo y legitimador a la vez. Comocorresponde a toda Revolución auténtica, las dinámicas dediscontinuidad y continuidad entre la nueva legitimidad yla vieja se vincularon también a un reordenamiento, a uncambio de correlaciones en la estructura de la sociedad. Noparecería correcto, en consecuencia, interpretarlo como undesplazamiento mecánico de la vieja institucionalidad porla nueva, sino como una transición conectada al cambioestructural: instituciones típicamente clasistas, que no en-cuentran otra opción que resistirse al cambio, desaparecenal no conseguir frenarlo; instituciones pluriclasistas (comoes el caso de las organizaciones religiosas) pueden padecermomentos de sacudida de diversa intensidad y signo, de loscuales se recuperan; instituciones que responden al progra-ma de transformación revolucionaria, son fruto de nuevacreación o de la modificación de proyecciones y/o funcio-nes de instituciones precedentes. Tampoco son ajenas estasúltimas —las nacidas del proceso revolucionario— a defor-maciones y necesidades de perfeccionamiento. Más bien al

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contrario, debieran ser las más requeridas de renovación enel curso ulterior de la construcción social, porque se suponeque su legitimación se coloque precisamente en el vórticede la realidad cambiante. Y cuando no lo hacen hay moti-vos para pensar en lo que ha faltado.

Considero que probablemente donde primero se hizo notaren Cuba el significado del nuevo criterio de legitimidad fue enla creación de la milicia popular y, con ella, la socializaciónde la participación en la defensa del nuevo sistema de relacio-nes que había nacido a partir de la victoria revolucionaria.

Por su parte, el movimiento sindical, una vez implantadoel poder revolucionario y puesto en marcha su programa dereformas, fue ajustado a un sistema político unificador (a tra-vés de un proceso de conversión no exento de confrontacio-nes) en consonancia con la desaparición progresiva, en elplano privado, de la relación patronal-empleado. Pero la cri-sis de los años noventa también presentaría nuevos retos aesta institución ya clásica de la sociedad civil que son los sin-dicatos. Un análisis de los editoriales del diario de los sindica-tos, Trabajadores, entre diciembre del 1993 y mayo del 1994,evidencia el replanteo del papel de la organización sindical enel nuevo escenario. Señala que en el contexto actual “comienzaa expresarse un número grande de contradicciones en esaeconomía política que el Estado tiene que seguir. Los sindica-tos, motivados por esta situación empiezan a tomar distanciacrítica y, sin dejar de ser orgánicos al sistema, desempeñanahora un papel diferente”.11

Igualmente alude a la Federación de Mujeres Cubanas, lacual, en la medida en que el propio Estado ha propiciado unproceso de movilidad ascendente de las mujeres dentro delsistema social, está llamada a revisar y renovar sus estatutosa riesgo de que sus roles pierdan funcionalidad. Vale la penaplantearnos hoy en qué medida estas y otras instituciones

11 Véase Haroldo Dilla en la controversia publicada en Temas, no. 16,bajo el título de “Sociedad civil en los 90: el debate cubano”.

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han ganado civilidad en las cuatro décadas de construcciónsocial.

En Cuba la estrecha subordinación al sistema político de laRevolución, y la masividad con que fueron creadas las pri-meras instituciones civiles revolucionarias (las nuevas orga-nizaciones de masas), expresa a la vez la intención de canalizary de mostrar de manera inequívoca la amplitud del consen-so, y de traducir el efecto movilizativo en protagonismo so-cial. El consenso era mucho más relevante para la legitimidadpolítica y civil que cualquier motivo de inspiración que se lepueda o se le quiera atribuir al cuerpo doctrinal del marxis-mo o al ejemplo del socialismo europeo.

El consenso expresado en la movilización de masas man-tiene en nuestros días su relevancia renovadora, como lo ponede manifiesto hoy todo el proceso popular de la reclamacióndel niño Elián González.12

La pertenencia a organizaciones de masas como los Comi-tés de Defensa de la Revolución, la Federación de MujeresCubanas y los Sindicatos se caracterizó desde temprano comoindicador de “integración revolucionaria” de la población, dadano sólo a partir de las organizaciones políticas (como se defi-nen de manera diferencial al Partido y a la Unión de JóvenesComunistas), sino también de las sociales. Pero de ningúnmodo pueden estas agotar el espectro de la institucionalidadque se levanta sobre la estructura social, abarcadora de todoel universo supraeconómico de relaciones que no se dejandefinir desde la diferencia y la interacción gubernamental.Por tal motivo, afirmar que la sociedad civil posterior a la

12 La arbitraria retención del niño cubano Elián Gonzalez, entre di-ciembre de 1999 y junio de 2000, por parte de sus parientes políti-cos en Estados Unidos —donde llegó tras el naufragio en que perdierala vida su madre, víctima de los azares típicos de la emigraciónilegal— movilizó repetidamente a las diferentes instancias de lasociedad civil cubana en multitudinarios actos para exigir su de-volución al padre. Hay que destacar además el activo papel de insti-tuciones de la sociedad civil de Estados Unidos, como el ConsejoNacional de Iglesias, en la sensibilización de la opinión pública, etc.(N. de la E.).

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Revolución se limita a las organizaciones revolucionarias demasas constituye otro reduccionismo.13

Posiblemente lo más novedoso en los últimos años en loque se refiere en Cuba al mapa institucional de la sociedadcivil lo encontramos en la aparición de una película de or-ganizaciones no gubernamentales (ONG) y de fundaciones,la cual creció rápidamente entre 1989 y 1993, año en el cualel Gobierno interrumpió sin plazo la legalización regular denuevas asociaciones con el argumento de que se requiereuna nueva ley que regule la configuración estatutaria y elcampo de actividad de las mismas, dada la caducidad de lavigente.

La extensión que ha alcanzado este status asociativo lo haceya un espacio de consideración, que no ha decrecido ni se hadebilitado, a pesar de la receptividad variable y a menudo re-

13 Es probable que ninguna otra experiencia socialista del siglo XX hayavivido un debate más rico en pluralidad de criterios sobre el conceptode sociedad civil que el que se ha desarrollado y se desarrolla en Cubadesde hace cerca de una década. (Véanse los trabajos de RafaelHernández desde 1994, reunidos en su libro Mirar a Cuba. Ensayossobre cultura y sociedad civil, Letras Cubanas, La Habana, 1999);Hugo Azcuy: “Estado y sociedad civil en Cuba” (Temas, no. 4, LaHabana, 1995); Aurelio Alonso: “El concepto de sociedad civil en eldebate contemporáneo: los contextos” (Marx ahora, no.2, La Habana,1996); Jorge Luis Acanda: “La idea de sociedad civil y la interpreta-ción del comunismo como proyecto moral” (ARA, no. 2, La Habana,1997); las mesas redondas en los números 10 y 16 de la revista Te-mas, representativos todos ellos de la problematización del tema des-de la perspectiva del proyecto socialista. En tanto, Armando HartDávalos: “Sociedad civil y organizaciones no gubernamentales”(Granma, 23 y 24 de agosto de 1996), y Raul Valdés Vivó: “¿Sociedadcivil o gato por liebre?” (Granma, 24 de enero de 1995), expresan dosmiradas desde la óptica de la institucionalidad política. Desde el exte-rior las posiciones adversas al sistema las encontramos en textos comoel de Damián Fernández: “Civil Society in Transition” en Transitionin Cuba. New Challenges for U.S. Policy, FIU, Miami, 1993; y el deJuan Carlos Espinosa, “The ‘Emergense’ of Civil Society in Cuba” enThe Journal of Latin American Affairs, vol. 4, no. 1, Miami, 1996; ydesde el interior, en Dagoberto Valdés y Luis Enrique Estrella Márquez:“Reconstruir la sociedad civil: un proyecto para Cuba”, ponencia enla II Semana Social Católica, La Habana, 17 al 20 de noviembre de1994 (publicado por el Centro de Formación Cívica y Religiosa dePinar del Río). Me limito a citar un grupo de títulos que pueden facili-tar al lector aproximarse a este debate.

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ticente de las autoridades del Estado hacia este tipo de orga-nización.14 Esto ha dado lugar incluso a que se generalice erró-neamente el término ONG para designar prácticamentecualquier tipo de asociación no sujeta a la gestión estatal, comolas profesionales (de arquitectos, de psicólogos, etc.), las deinterés (filatélicos, colombófilos, etc.), e incluso las de masas(como la de mujeres o la de pequeños agricultores).

Algunas asociaciones que hoy figuran como ONG sintie-ron la necesidad de asumir este status porque como entida-des estatales o paraestatales se veían limitadas u obstaculizadasen sus propósitos. Otras surgieron como medio para buscarrespuesta a necesidades sociales que se vieron afectadas des-de la caída de la economía (por ejemplo, la vivienda), o quecomenzaron a afrontar más dificultades para hallar respues-ta estatal en un nuevo escenario. Y, por supuesto, la oportu-nidad de insertarse en los mecanismos de financiamientoexterior ha ejercido una influencia importante.15 No hay queolvidar que este auge supone también una sintonía con unestilo asociativo en expansión en todo el mundo. Es válidoretornar de nuevo aquí al criterio de legitimidad, para obser-var que este es sustentado también por el cambio social den-tro del proceso revolucionario, asociado ahora a ladesintegración del sistema socialista mundial y a requerimien-tos consecuentes de descentralización para hacer marchar unproceso de transición hacia un socialismo viable.14 No es posible pasar por alto el cuestionamiento externo e interno del

sistema socialista basado en el reclamo de una sociedad civil supues-tamente “auténtica” (representada por lo contrario) frente a otra“tutelada” (que es como se suele calificar la existente, cuando sellega a admitir que existe ya una). La división de criterios ha dadolugar a una diferenciación también entre ONG extranjeras, que sedefinen en una u otra posición sobre el condicionamiento y la mani-pulación de la ayuda y de la solidaridad. Véase al respecto el repor-taje de Hernando Calvo Ospina y Katlijn Declercq: ¿Disidentes omercenarios?, Sodepax, Madrid, 1998.

15 Véase Gillian Gunn: “Cuba’s NGOs: Government Puppets or Seeds ofCivil Society?”, en Cuba Briefing Paper Series, Georgetown University,no. 7, febrero de 1995. Este texto nos ofrece una apreciación polémi-ca pero bien documentada sobre la complicada expansión de las or-ganizaciones no gubernamentales en los años noventa.

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De manera análoga a la necesidad de descentralizar y di-versificar la economía con reformas que introduzcan diná-micas más efectivas, cobra forma hoy un reclamo de creaciónde espacios asociativos dentro del sistema que no se asientanen la masividad y en la orientación desde arriba, sin que seanpor ello incompatibles con las organizaciones anteriores, lascuales tampoco han perdido su vigencia.

Sin embargo, no es posible aún afirmar que se haya conse-guido el nivel de libertad asociativa requerido por la evolu-ción misma del proceso revolucionario, en el cual lasinstituciones políticas no han reducido su discrecionalidad enla medida en la que lo han hecho —y proyectan continuarhaciéndolo— en el área de la organización de la economía.Se explicaría por el temor al riesgo de legitimar con ello algu-na forma de disidencia que propicie canales sistemáticos a ladesestructuración, pero es un proceso necesario para el desa-rrollo mismo de la participación popular en el proyecto socia-lista en las condiciones presentes y futuras.

Para caracterizar de manera distintiva a las agrupacionesde disidentes (no legalizadas), el politólogo alemán BertHoffmann observa que estas rechazan identificarse como “nogubernamentales”, por considerar que el término ha adquiri-do una connotación demasiado “gubernamental”, y optan porautodenominarse “independientes”, para subrayar que “no setrata sólo de buscar un poco más de autonomía dentro delsistema” sino de situarse fuera del mismo.16 Objeta Hoffmann—a cuyo agudo análisis he querido atenerme en este punto—a esas entidades, con mayor énfasis que “la baja representa-tividad que tienen”, el hecho de que su alta politización haceque clasifiquen más como “una sociedad política opositoraque una sociedad civil que articula intereses sociales específi-

16 Me atengo a la caracterización hecha por Bert Hoffmann en “LasONG en Cuba: la sociedad civil en el socialismo y sus límites”, enPeter Henstenberg, Karl Kohut y Günter Maihold, en Sociedad civilen América Latina: representación de intereses y gobernabilidad, Edi-torial Nueva Sociedad, Caracas, 1999.

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cos”. Explica que “aun cuando ellas se constituyen como aso-ciaciones profesionales, la polarización política imperantelas ha transformado de inmediato de forma tal que su pri-mera y principal definición es la de ser ‘anti-gobierno’.” Setrata aquí, a mi juicio, precisamente del punto en el cual sedistorsionan los consensos y se transgreden las fronteras dela legitimidad.

Si hablamos del dinamismo en la sociedad civil cubana delos años recientes estamos obligados a girar la mirada haciala religión y las Iglesias. Las formas de organización de lavida religiosa en Cuba son muy diferentes entre sí, desde lasvinculadas a las religiones de raíz africana, muy numerosaspero poco articuladas, hasta las Iglesias cristianas, entre lascuales el catolicismo ha vuelto a ocupar el lugar más signifi-cativo como institución. Tres factores explican la dinámicade recuperación religiosa que hoy observamos: 1) En primerlugar, es necesario reconocer que nunca ha dejado de estarpresente en el cubano una religiosidad implícita, inhibida confrecuencia por la subalternación impuesta durante tres déca-das dentro una escala de valores que privilegió socialmente alateísmo; 2) en segundo lugar, la eliminación formal desdecomienzos de los años noventa del patrón discriminatorioaplicado al creyente desde el sistema político (aunque ello nosignificara, por supuesto, la disolución automática de discri-minaciones en la cultura política dominante, sino el inicio deun proceso); 3) en tercer lugar (y no por último menos im-portante), la dimensión extraeconómica de la crisis sufrida:crisis de valores, crisis de paradigma, crisis existencial, la cualrevitaliza el recurso a lo sobrenatural.

No obstante, más llamativo que el crecimiento numérico,lo que caracteriza al catolicismo (en particular) en los añosnoventa, es principalmente su recuperación institucional, quese vincula a la intensificación de la vida religiosa, pero que vamás allá de ella. Si tan sólo observamos que en el decenio elnúmero de diócesis aumentó de siete a doce, y el de obispos yarzobispos a catorce, que la Iglesia cubana cuenta con un

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cardenal desde 1994, que han aparecido progresivamente or-ganizaciones del laicado (estudiantil, de periodistas, de muje-res, etc.), más de veinte publicaciones periódicas vinculadasa las diócesis, y una intelectualidad católica emergente, quereclama espacio para participar con sus criterios en el debatesocial que se desarrolla en el país, nos percatamos de la di-mensión institucional del fenómeno.17 Estos son indicadoresde influencia que habían permanecido prácticamente inmó-viles entre los años sesenta y los ochenta, y cuya activaciónadquiere expresión en la década final del siglo.

Podemos hablar en estos últimos años de un incrementode lo que algunos sociólogos califican como “densidad” de lasociedad civil18 cuando analizamos la realidad cubana pre-sente. Este aumento de densidad se constata hoy sobre todoen la marea de voluntad asociativa y en la recuperación ins-titucional en el campo de las religiones. Sin limitarnos a ello,cabe observar que por el nivel de autonomía que tienen lasIglesias con relación al sistema político constituyen uno delos espacios sociales donde se hace más significativo el au-mento de esta densidad.

El sistema de educación y los medios masivos de comuni-cación figuran como elementos clave en la producción de sen-tido y, por consiguiente, en la formación y consolidación dehegemonías.

La responsabilidad pública en la educación constituye uningrediente de toda estructura democrática de poder, másallá del peso específico que pueda representar la escuela pri-vada, en particular las escuelas cristianas, antes y después delpredominio del modelo neoliberal. Pero la responsabilidadgubernamental no pone en tela de juicio, en ningún lugar lanaturaleza civil de la institución escolar. Aunque, por otra

17 Véase Aurelio Alonso, “Entre la designación del Cardenal y la visitadel Papa”, en la revista Caminos, no. 10-11 de 1998.

18 Véase Dietrich Rueschemeyer, Evelyne H. Stephens & John D.Stephens, Capitalist Development & Democracy, University of ChicagoPress, Chicago, 1992, pp. 63 y siguientes.

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parte, la uniformidad ideológica de la enseñanza puede arti-cularla con demasiado rigor al sistema político. No consideroun logro del socialismo educar a todo el país bajo el mantodoctrinal de una filosofía exclusiva y excluyente. Pero ni si-quiera una rémora de esta naturaleza resta legitimidad a lainstitución escolar vigente.

En Cuba no podemos pasar por alto que la nacionalizaciónde la enseñanza (realizada en 1961) significaba, en el planoconstructivo, la creación de un sistema único, sin privilegios,capaz de dar respuesta a la totalidad de la demanda escolardel país, y de implementar la gratuidad. Lograr estos propósi-tos sólo era posible bajo el amparo estatal. Y sería innecesarioinsistir en que lo alcanzado en Cuba en materia deescolarización abona argumentación suficiente a favor de esterégimen.

En uno de sus trabajos Jorge Luis Acanda considera, porello, que “el sistema educacional, siendo una institución gu-bernamental, se encuentra en el corazón mismo de la socie-dad civil socialista, junto con el sistema de los medios dedifusión, y los organismos que elaboran y realizan la políticaeditorial”.19 No obstante, la uniformación de los contenidosdocentes, más que la inexistencia de la escuela privada, poneal tema de la educación en el eje de la polémica.

En cuanto a los reclamos de una prensa independiente, tam-bién sabemos que ninguna de las alternativas a lo largo yancho del mundo bipolar la puede asegurar. Bajo la alterna-tiva liberal, la prensa tiene que ejercer su función en el con-texto de los intereses del capital y de las presiones de gruposde poder; bajo la socialista, de uniformidades exigidas por elsistema político. El buen periodismo es en unas y en otrascondiciones un desafío de ingenio y capacidad crítica, y a lavez de respeto y de honestidad (la prensa en las sociedades demercado son más vulnerables a estos vicios, en tanto las ex-periencias socialistas han limitado el disenso).

19 Véase el artículo de Jorge Luis Acanda citado en la nota no. 13.

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Hoy la revolución en las comunicaciones, que está en elcentro de la revolución científico-técnica de nuestro tiempo,introduce un nivel de problematicidad que el propio Gramscino podía prever en una época en que los medios masivos seresumían en la prensa plana, las publicaciones y la radio. Aunasí se pudo percatar de la importancia que estos habían ad-quirido. Acanda observa que “el desarrollo tecnológico de losmedios de comunicación ha conducido a lo que, con toda ra-zón, podemos llamar la internacionalización de la sociedadcivil. Ya ningún Estado nacional dispone de la posibilidad delcontrol monopólico de los códigos ético-culturales que se di-funden y consumen entre los diversos estratos sociales de supaís”.20 Es imposible pensar que Cuba se mantendrá limita-da, por mucho tiempo, ante los efectos de la revolución en lascomunicaciones. Tendrá que asimilar los beneficios y darlecara a desafíos.

Como dato curioso quiero recordar, sin embargo, que apesar de la escasez de papel que limita dramáticamente ennúmero, cantidad de páginas y tirada a los órganos de prensadiaria, se publican hoy en Cuba más revistas no oficiales uoficialistas que nunca antes en las últimas cuatro décadas.Considero que esta circunstancia contribuye definitivamentea la difusión de la diversidad, al debate y a la cultura revolu-cionaria.

Legitimidad, socialismo y geografíaMi intención no ha sido describir el espectro de la sociedadcivil cubana actual, y creo conveniente advertirlo para evi-tar equívocos. Tampoco me he asomado siquiera a laproblematicidad de sus dinámicas de creación y consolida-ción institucional, en la cual el movimiento entre genera-ción informal y formalización, en los últimos años,ameritaría una atención especial. Y lo mismo podría decirde otras tendencias.

20 Véase Jorge Luis Acanda: ob. cit.

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He querido centrar mi argumentación exclusivamente enel tema de la legitimidad, para subrayar, en primer lugar,que existe una legitimidad y se le puede identificar; y en se-gundo lugar, su dinamismo y su diversidad institucional.Perder de vista esta diversidad y dinamismo significaría, enmi opinión, perder también el sentido de la movilidad de larealidad social.

Quiero detenerme finalmente en una observación históri-ca. Es evidente que las instituciones generadas por las Revo-luciones del siglo XX no han navegado con la misma suerte delas creadas por las Revoluciones que les precedieron. Laradicalidad del corte que efectuaron las revoluciones socialis-tas con las estructuras y las superestructuras del capitalismodieron lugar a una lógica excluyente desde la victoria mismade la Revolución de Octubre y la creación del sistema soviéti-co. Las Revoluciones del XVIII-XIX se identifican con ladeslegitimación del poder de la monarquía21 en tanto las so-cialistas de este siglo se identifican con la deslegitimación delpoder del capital. Pero el capital no devino infuncional frentea los sistemas nacientes, y el Occidente —eso que ya no de-biéramos denominar con ambigüedad política “el Occiden-te”— no pudo asimilar con tolerancia la idea de un sistemaalternativo. Considero que esto está en la base misma de quela dinámica de la confrontación entre Revolución y contra-rrevolución haya sido distinta a la vivida por la revoluciónburguesa.

Ni la legitimidad de sus instituciones políticas (aun en elsupuesto de que se hubiese creado, como debió suceder, unademocracia de nuevo signo), ni la legitimidad de sus institu-ciones civiles, que en la experiencia histórica han estado es-trechamente subordinadas a las políticas, y que han contadocon muy poco rango de autonomía, llegarían a conseguir elreconocimiento, y el mundo se polarizó en dos. La bipolaridadno fue hija de la diversidad de los sistemas sino del antagonis-

21 Véase Theda Skocpol, ob. cit., p. 179.

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mo, la exclusión y la intolerancia. El desconocimiento de lasinstituciones civiles del socialismo se deriva en rigor del des-conocimiento de su institucionalidad política. Y esta deslegiti-mación se traduce, en la práctica, en la legitimación de sucontrario.

La politología contemporánea ha sido también reduccionistaen este sentido, aunque sus aseveraciones no carecen de valory merecen atención cuidadosa. O’Donnell y Schmitter consi-deran que el problema de la legitimidad es el talón de Aquilesde los regímenes autoritarios de la postguerra.22 Lo cual meparece acertado especialmente cuando la referencia se dirige alas dictaduras militares u otros regímenes de facto, y extensi-ble a los regímenes socialistas euro-orientales, que no nacie-ron de Revoluciones sino que fueron un subproducto de laofensiva soviética contra el nazismo. Esto significa que care-cían de la legitimación que se sustenta en el intenso movimientosocietal que entraña el cambio revolucionario y que es el ver-dadero portador de una nueva legitimidad. Las institucionesque allí se conformaron no nacieron del consenso, y llegaron aexhibir incluso las manifestaciones de un disenso masivo as-fixiado por la represión (los ejemplos más significativos son elde Hungría en 1956 y el de Checoslovaquia en 1968).

Más allá de esta consideración, el concepto de régimen au-toritario tiene para mí poco valor diferenciador. En especialporque no se puede demostrar que no exista autoritarismo enlos esquemas de poder de la democracia liberal.

Con una apreciación más balanceada en la misma direc-ción, e igualmente polémica, Cohen y Arato estiman que “losregímenes burocráticos-autoritarios nunca consiguen resol-ver sus problemas de legitimidad [...]”, pero que “este puntoes igualmente relevante para los sueños autoritarios elitistasde los neoconservadores del Norte, muchos de los cuales fue-ron fuertes sostenedores de las dictaduras burocrático-libera-

22 Véase Guillermo O’Donnell y Philippe C. Schmitter: Transitions fromAuthoritarian Rule. Tentative Conclusions, Uncertain Democracies, TheJohn Hopkins University Press, Baltimore, 1986, p. 48.

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les-autoritarias del Sur, como por ejemplo, en Chile”.23 Coheny Arato admiten al menos que las fallas de legitimidad no sonexclusivas de las experiencias socialistas, o de un tipo de auto-ritarismo dado.

En todo caso, el sistema nacido en octubre de 1917 no fuecapaz de probar su superioridad económica, ni dio lugar auna institucionalidad política y civil en la que las generacio-nes que siguieron a las que intervinieron en aquel cambiopudiesen identificarse. Y fracasó, no por razones coyuntura-les (aunque siempre hay coyuntura en los fracasos), sino por-que no era lo que había proclamado ser, más allá de lasimpresionantes realizaciones económicas y sociales que al-canzó en siete décadas. En otros términos, que el fracaso sedebe principalmente a causas estructurales.

Tampoco pretendo ahora analizar el derrumbe de lo quese conoció como el polo del Este, sino recordar, junto a lacentralidad de las causas internas, estructurales, que lo oca-sionaron, que siempre, durante todo su tiempo histórico, fueconsiderado ilegítimo como sistema desde el escenario mun-dial que le rodeó. Que no logró validar su legitimidad másallá de sus fronteras y del limitado partidarismo que pudolevantar.

No obstante, todas las evaluaciones del derrumbe socialis-ta se han centrado en la magnitud de los valores absolutosque se derrumbaban: políticos, económicos, ideológicos ymilitares. Es obvio que la Unión Soviética era el eje del lla-mado segundo mundo en el esquema bipolar. Pero si hace-mos abstracción, por un momento, del peso específico de losEstados llamados “de socialismo real”, que sufrieron la desin-tegración y protagonizan la transición a una variante de ladependencia capitalista neoliberal, y pensamos el problemaen términos de procesos revolucionarios, tenemos que for-mular una consideración diferente. El proyecto fracasado (ydefinimos ahora el fracaso en términos de reversión), ha sido

23 Véase Jean Cohen y Andrew Arato: ob. cit., p. 50.

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solamente uno: el que se construyó a partir de la Revoluciónrusa (el proyecto de Stalin, si queremos personalizarlo, aun-que sea inevitable que el fracaso se le contabilice a Gorbachov).Otros proyectos socialistas nacidos de Revoluciones auténti-cas (básicamente el chino, el vietnamita, el coreano y el cu-bano), en condiciones materiales muy inferiores, han resistidoal derrumbe de una u otra manera, poniendo a prueba laspotencialidades del sistema.

La situación cubana se diferencia poco del conjunto socialis-ta en lo que se refiere a las vicisitudes sufridas para el reconoci-miento de su legitimidad. Cabe decir incluso que el cerco sufridoaquí ha sido el más intenso y prolongado. De tal modo, laobjeción a reconocer legitimidad a la institucionalidad civilgenerada a partir del cambio revolucionario de 1959 —a pesarde ser esta cualitativamente menos cerrada, más diversa y másdúctil que la de los sistemas del Este— nace estrictamente de laobjeción a reconocer su legitimidad política.

Podríamos pensar, en términos estrictos, que se trata de laobjeción a aceptar la legitimidad socialista, si no llamara laatención que los procesos reformistas en curso en China y enViet Nam, aplicados sin renunciar (ni en el plano teórico nien institucional) al rumbo socialista, han logrado articularengranajes de reinserción (con muy poco condicionamientoexterno) en el orden mundial, lo cual supone en la prácticaun escalón no despreciable en el reconocimiento de legitimi-dad desde el exterior. Se pudiera hasta pensar que la expe-riencia china, en los términos de la consolidación del proyectosocial en curso, podría devenir pionera en imponer al ordenmundial la asimilación de una nueva legitimidad económi-ca. Pero la aceptación de una legitimidad socialista suponeuna dimensión política que las instituciones creadas en lasexperiencias del siglo XX no han logrado imponer.

En conclusión, que el socialismo, tanto en lo que se refierea su viabilidad como sistema, como en la posibilidad de lo-grar legitimación internacional, continúa siendo un desafíomás que una realidad.

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En el caso concreto de Cuba, las dificultades para unareinserción pasan por el armisticio en una guerra que ni elagresor ni el agredido parecen poder vencer de manera defi-nitiva: el agresor ha fracasado por 40 años en el propósito debarrer de cuajo el proyecto socialista cubano; el agredido,aunque se mantiene en pie, no ha podido asegurar una re-producción estable de su economía basada en sus propias fuer-zas, y una inserción independiente en el orden mundial. Elarmisticio se conforma en dos lecturas: a partir de la claudi-cación del agredido, los ejemplos de la historia son suficientespara pronosticar los costos; la otra opción, la única, es la de laresistencia, con esperanzas muy limitadas de alcanzar unritmo de desarrollo deseable en condiciones de cerco. Para elrégimen cubano los efectos del desconocimiento externo delegitimidad han excedido todos los esquemas contemporá-neos.

En estas condiciones, la conjugación de geografía e historianos obliga a recordar otro episodio acontecido dos siglos atrás.La revolución haitiana fue hija de la gran Revolución France-sa y precursora de todas las Revoluciones independentistas deAmérica Latina. Bajo el sistema colonial francés, SaintDomingue se había convertido por obra y gracia de la econo-mía de plantación, en la colonia más rica de América: la prin-cipal suministradora de azúcar al mercado europeo, que eraentonces el mercado mundial, y el súmmun, a la vez, de laexplotación de la mano de obra esclava en el Caribe.

La fuerza legitimadora del cambio revolucionario aconte-cido en la metrópoli no fue suficiente, sin embargo, para ge-nerar la capacidad de reconocer la legitimidad del cambio ensus colonias, y para ganar su independencia los revoluciona-rios haitianos tuvieron incluso que pasar la dura prueba deinfligir a Napoleón su primera gran derrota militar.

Pero ni la Francia revolucionaria, ni la joven y pujantenación vecina del Norte, nacida democrática de la Revolu-ción de las trece colonias, estaban preparadas para una Re-pública surgida de una revolución de esclavos. Los nacientes

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Estados Unidos, independizados del coloniaje inglés, pero conesclavitud todavía para medio siglo, no se sintieron en muchotiempo en condiciones de reconocer aquella otra independen-cia, segunda en América solamente a la de ellos, conquistadapor esclavos negros.

Por su parte la Revolución francesa tenía la primera opor-tunidad de mostrar los límites de su radicalidadtransformadora, y no la perdió. Los esfuerzos de los revolu-cionarios haitianos, legítimos por naturaleza propia, no fue-ron legitimados por el mundo de la época. El mundo deOccidente —siempre el Occidente— no quería o no podía; ono estaban preparadas sus instituciones y sus gobernantes deentonces para legitimarlos.

La historiografía convencional acude siempre a la impo-nente devastación ocasionada por el proceso revolucionariopara explicar el retroceso haitiano. Suele omitir que Haití su-frió entonces, por varias décadas, un implacable bloqueo eco-nómico y político (entonces el término “embargo” tambiénhubiese sido insuficiente para describirlo), que se prolongóhasta avanzado el siglo XIX, y que contribuyó decisivamentea llevar a su economía, de la situación más opulenta comocolonia, a la más retrasada como república independiente.Cuando el hostigamiento se mitigó ya las capacidades pro-ductivas del país estaban demasiado deprimidas para recupe-rarse, y lo arcaico había anegado espiritual y materialmentela vida de la nación haitiana.

La página haitiana en la historia de las revoluciones resurgehoy como un desmentido ante la referencia al totalitarismocomo argumento para desconocer legitimidad, aplicado a losregímenes socialistas. Lo cierto es que la deslegitimación enel plano internacional es sencillamente una relación de fuer-za y tiene muy poco que ver con la sustancia misma de lalegitimidad.

Las cercanías geográficas crean determinaciones y la his-toria no siempre se da una vez como tragedia y la otra comocomedia, como creyó Carlos Marx. La tragedia puede repe-

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tirse, porque el efecto del cerco prolongado no es muy dife-rente, a pesar de las distancias históricas. Pudiéramos afir-mar al menos que presenta alguna simetría. Y ladeslegitimación como relación de fuerza, es decir, el desco-nocimiento de la legitimidad del otro, está en la base mismadel cerco.

Es evidente que quiero decir con ello que Cuba entra en elsiglo XXI con una legitimidad cuestionada (aunque esecuestionamiento esté cargado ya de fisuras) y bajo el signo dela amenaza de una recuperación que encuentre al país conhuellas de devastación y con retrasos que podrían resultarinsalvables en términos de competitividad. Y esto —que recaecon fuerza sobre las condiciones de vida— es parte ya de undrama en el cual se confunden su reinserción internacional, laviabilidad de su proyecto socialista, y las potencialidades de re-producción y reconstrucción social.

No quisiera cerrar estas líneas con un cuadro pesimista,pero tampoco me perdonaría omitir una sola consideraciónque pudiera restar realismo al escenario en el cual se ve obli-gado a desplegarse el caudal de inteligencia forjado en el pasode estos 40 años, y la necesidad de retener en su conjuntouna realización social que ha probado por sí misma su legiti-midad.

Para terminar, solamente quisiera añadir que me cons-ta que la reflexión que propongo no es sólo polémica, yesto no es ajeno a una intención, sino que se trata ademásde algo inconcluso, que no puede aspirar a otro mérito queel de situarse en algún punto del entendimiento del proble-ma tratado.

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