Palabras irreales cardenal john henry newman

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Palabras Irreales “Tus ojos contemplarán a un rey en su belleza y verán una tierra dilatada” ( Is 33, 17) El profeta nos dice que, bajo la Alianza evangélica, los siervos de Dios disfrutarán del privilegio de contemplar las visiones celestes que con la Ley se mantenían como en penumbra. Antes de venir Cristo se vivía en el tiempo de las sombras. Pero cuando llegó trajo Verdad además de Gracia; y como Él, la verdad misma, ha venido a nosotros, exige a cambio que seamos fieles y sinceros en nuestro trato con Él. Ser fieles y sinceros equivale a ser conscientes realmente de los grandes prodigios que ha obrado precisamente con el fin de que podamos verlos. Cuando el Señor abrió los ojos del asno sobre el que cabalgaba Balaán, el animal vio al Ángel y obró de acuerdo con la visión. Cuando el Señor abrió los ojos del joven siervo de Elías, vio este también los carros y caballos de fuego y se animó su corazón. De manera parecida, los cristianos se encuentran ahora bajo la protección de la Presencia divina, aunque de un modo más maravilloso que el concedido a otros hombres de tiempos pasados. Dios se reveló visiblemente a Jacob, Moisés, Josué e Isaías. A nosotros no se nos revela visiblemente sino de manera más extraordinaria y verdadera, porque no lo hace sin la cooperación de nuestra propia voluntad: lo hace apoyándose en nuestra fe y por tanto más verdaderamente, pues la fe es el medio privilegiado de obtener dones espirituales. Por eso san Pablo desea a los Efesios “que Cristo habite por la fe en sus corazones” (3, 17), para que los ojos de su entendimiento se iluminen (1,18). Y san Juan declara que “el Hijo de Dios nos ha dado inteligencia para que conózcanos al Verdadero; nosotros estamos en el Verdadero, en su Hijo Jesucristo” (1 Jn 5, 20). Ya no estamos, pues, en la región de las sombras. Tenemos ante nosotros al verdadero Salvador, la verdadera recompensa y los medios verdaderos de renovación espiritual. Conocemos el estado real del alma en la naturaleza y en la gracia, la maldad del pecado, las consecuencias de pecar, el modo de agradar a Dios y los motivos que nos deben impulsar a hacerlo. Dios se ha revelado claramente a nosotros. Ha destruido “el velo que cubre a todos los pueblos y la cobertura que se extiende sobre todas las naciones” (Is 25, 7). “Han pasado las tinieblas y ya brilla la verdadera luz” (1 Jn 2, 8). El Señor nos llama para que “caminemos en la luz, como Él mismo está en la luz” (1 Jn 1, 7).

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Palabras Irreales

“Tus ojos contemplarán a un rey en su belleza y verán una tierra dilatada”

( Is 33, 17)

El profeta nos dice que, bajo la Alianza evangélica, los siervos de Dios disfrutarán del privilegio de contemplar las visiones celestes que con la Ley se mantenían como en penumbra. Antes de venir Cristo se vivía en el tiempo de las sombras. Pero cuando llegó trajo Verdad además de Gracia; y como Él, la verdad misma, ha venido a nosotros, exige a cambio que seamos fieles y sinceros en nuestro trato con Él.

Ser fieles y sinceros equivale a ser conscientes realmente de los grandes prodigios que ha obrado precisamente con el fin de que podamos verlos. Cuando el Señor abrió los ojos del asno sobre el que cabalgaba Balaán, el animal vio al Ángel y obró de acuerdo con la visión. Cuando el Señor abrió los ojos del joven siervo de Elías, vio este también los carros y caballos de fuego y se animó su corazón. De manera parecida, los cristianos se encuentran ahora bajo la protección de la Presencia divina, aunque de un modo más maravilloso que el concedido a otros hombres de tiempos pasados.

Dios se reveló visiblemente a Jacob, Moisés, Josué e Isaías. A nosotros no se nos revela visiblemente sino de manera más extraordinaria y verdadera, porque no lo hace sin la cooperación de nuestra propia voluntad: lo hace apoyándose en nuestra fe y por tanto más verdaderamente, pues la fe es el medio privilegiado de obtener dones espirituales. Por eso san Pablo desea a los Efesios “que Cristo habite por la fe en sus corazones” (3, 17), para que los ojos de su entendimiento se iluminen (1,18). Y san Juan declara que “el Hijo de Dios nos ha dado inteligencia para que conózcanos al Verdadero; nosotros estamos en el Verdadero, en su Hijo Jesucristo” (1 Jn 5, 20).

Ya no estamos, pues, en la región de las sombras. Tenemos ante nosotros al verdadero Salvador, la verdadera recompensa y los medios verdaderos de renovación espiritual. Conocemos el estado real del alma en la naturaleza y en la gracia, la maldad del pecado, las consecuencias de pecar, el modo de agradar a Dios y los motivos que nos deben impulsar a hacerlo. Dios se ha revelado claramente a nosotros. Ha destruido “el velo que cubre a todos los pueblos y la cobertura que se extiende sobre todas las naciones” (Is 25, 7). “Han pasado las tinieblas y ya brilla la verdadera luz” (1 Jn 2, 8). El Señor nos llama para que “caminemos en la luz, como Él mismo está en la luz” (1 Jn 1, 7).

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Los fariseos podrían haber tenido para su hipocresía la excusa de que la verdad no les había sido revelada claramente, pero nosotros no tenemos siquiera esa débil razón para ser insinceros. No hay posibilidad de que confundamos una cosa con otra. Se nos ha prometido expresamente que “no serán ya ocultados quienes nos enseñan, sino que veremos a nuestros maestros con nuestros ojos”, que “no se cerrarán los ojos de los videntes”; que cada cosa será llamada por su nombre; y que “no se llamará noble al necio, ni al desaprensivo se le dirá magnánimo” (Is 30, 20; 32,3-5).

En una palabra: que “nuestros ojos contemplarán a un rey en su belleza y verán una tierra dilatada”. Nuestras declaraciones, credos, oraciones, actividades, conversaciones, razonamientos y enseñanzas han de ser desde ahora sinceros o, con una palabra más expresiva, han de ser reales. Lo que afirma san Pablo de sí mismo y de sus compañeros – que eran fieles porque Cristo lo es – se aplica a todos los cristianos. “ El motivo de nuestro orgullo – dice – es el testimonio de una buena conciencia, de que nos hemos conducido en el mundo, y sobre todo respecto a vosotros, con la santidad y la sinceridad que vienen de Dios, y no con la sabiduría carnal, sino con la gracia” (2 Col 1, 12).

Hay que decir, sin embargo, que nada es tan poco frecuente como la honradez y sinceridad de mente: tanto es así que una persona realmente honesta es ya perfecta. La insinceridad es un mal que apareció en la Iglesia desde el principio. Ananías y Simón el mago no fueron oponentes abiertos de los Apóstoles, sino falsos hermanos. Y como si previera lo que iba a ocurrir, nuestro Salvador se distingue en su ministerio público especialmente por la seriedad con la que habla a quienes vienen a Él, para que no vivan la religión con ligereza no hagan promesas que no vayan a cumplir.

Por eso Él, que “es la Luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo” (Jn 1, 9) y “el Amén, el verdadero y fiel Testigo, el Principio de la creación de Dios” (Ap 3,14), dice al joven rico que sin mucho pensarlo le llama “maestro bueno”: “¿por qué me llamas bueno?”, como invitándole a sopesar sus palabras; y luego ex abrupto añade: “una cosa te falta” (Mc 10, 21).

Cuando en otra ocasión un cierto individuo declara que le seguirá adondequiera que vaya, el Señor no le responde, pero afirma: “Las raposas tienen madrigueras y las aves del cielo nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar su cabeza” (Mt 8, 20). Cuando san Pedro le dice de todo corazón, en su nombre y en el de los discípulos, “¿A quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna”, Jesús contesta con toda intención: “¿No os he elegido yo a vosotros doce y uno de vosotros es un diablo?”. (Jn 6, 68). Como si afirmara: “Tú responde por ti mismo”.

Cuando los dos Apóstoles expresan su deseo de compartir la suerte de Jesús, les pregunta si podrán “beber su cáliz y ser bautizados con su bautismo”

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(Mc 10, 38). Y cuando grandes multitudes le siguen, se vuelve a ellas para advertirles que a menos que un hombre odie a sus familiares, a sus amigos e incluso a sí mismo, no podrá ser su discípulo. Luego recuerda a todos la necesidad de “medir los gastos” antes de seguirle.

Tal es la misericordiosa severidad con que parece rechazarnos, para en realidad ganarnos más verdaderamente. Sus palabras a los cristianos de Laodicea nos indican lo que piensa de los que, después de seguirle, caen en una profesión de fe vacía e hipócrita: “Conozco tus obras, que no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Pero porque eres tibio, y no frío ni caliente, voy a vomitarte de mi boca” (Ap 3, 15-16).

Tenemos un llamativo ejemplo de esta conducta en aquel santo que prefiguró a nuestro Señor en el nombre y en la misión. Me refiero a Josué, el jefe del pueblo elegido al entrar en Canaán. Cuando habían tomado finalmente posesión de la tierra que Moisés y sus padres habían contemplado “de muy lejos”, los israelitas dijeron a Josué: “Lejos de nosotros abandonar a Yahveh, para servir a otros dioses…Nosotros serviremos a Yahveh, porque Él es nuestro Dios” (Jos 24, 15-18) y él les contestó: “No podréis servir a Yahveh, porque es un Dios santo, un Dios celoso que no perdonará vuestras rebeldías ni vuestros pecados” (Jos 24, 19). No es que deseara impedir que obedecieran a Dios. Quería únicamente que fueran más sobrios en hacer profesión de fidelidad. La respuesta de Josué nos recuerda otras palabras, todavía más terribles, de san Pablo, sobre la dificultad de renovarse después de haber caído seriamente en pecado.

Seguramente lo dicho acerca de declararse discípulo se aplica también. De alguna forma, a toda otra declaración religiosa. Hacer profesiones de este género es jugar con fuego, si no estamos muy atentos a lo que decimos. Las palabras tienen un sentido, lo queramos o no significar, y se nos imputan según su sentido real cuando somos culpables de no decir lo que de hecho decimos. Quien toma el nombre de Dios en vano no deja de ser considerado culpable por el hecho de que pretenda en realidad decir nada: no puede inventarse un lenguaje a su gusto.

Los que hacen declaraciones de cualquier clase son oídos según el significado que tienen sus palabras, y nadie les excusará por el hecho de que no atribuyan trascendencia alguna a lo que dicen. “Por vuestras palabras seréis justificados, y por vuestras palabras seréis condenados” (Mt 12, 37).

Hay que inculcar estas ideas en los cristianos en el momento actual porque vivimos en un tiempo de declaraciones. Me diréis que todas las épocas lo ha sido. Lo han sido ciertamente de un modo u otro, pero esta es época de declaraciones en un sentido especial, porque es un tiempo de profesiones individuales. Es un tiempo en el que, mal o bien, hay tanta opinión personal, tanta separación y tantas diferencias, tanto enseñar, tantos maestros, que implican profesión individual, responsabilidad y recompensa de una manera absolutamente singular.

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No estará fuera de lugar que, en relación con el texto sagrado, consideremos algunos de los muchos modos en que las personas de este tiempo o de otro cualquiera hacen profesiones irreales, o viendo no ven y oyendo no oyen, y hablan sin dominar o intentar dominar sus palabras. Trataré de mostrarlo con cierta extensión y en asuntos de detalle que no por ser pequeños dejan de tener importancia.

Es muy común – no sólo en religión – hablar de un modo irreal, lo cual ocurre siempre que tratamos un asunto que no nos resulta familiar. Si oyerais a una persona ignorante en temas militares explicar cómo deben actuar los soldados de guardia o cómo ha de planearse su avituallamiento, su acantonamiento o sus marchas, estaríais seguros de escuchar errores suficientes para provocar el ridículo y el desprecio de quienes saben de cuestiones bélicas.

Si un extranjero llegara a una de nuestras ciudades y se pusiera, sin titubeos, a sugerir planes para surtir nuestros mercados u organizar nuestra policía, demostraría imprudencia y su intento revelaría gran falta de sentido común y modestia. Sería evidente que no entendía nada y que al hablar de lo nuestro usaba palabras sin sentido.

Si alguien medio ciego intentara decidir cuestiones de proporción o de color, o un hombre sin oído juzgara composiciones musicales, diríamos que hablaba vaguedades o fantasías, o que se apoyaba en meras deducciones, sin una captación real de los temas. Sus observaciones serían teóricas e irreales.

Este modo insustancial de hablar es frecuente en personas que llegan a un grupo nuevo y se encuentran con caras desconocidas y circunstancias poco familiares. Unas veces forman juicios amables de los hombres y las cosas, otras, lo contrario. Pero sus juicios resultan en todo caso irreales y desfigurados a todos los que conocen bien a los individuos y las cosas de que hablan los recién llegados. Estos sienten respeto donde no deberían sentirlo; advierten desprecios donde nadie los pretende; descubren significados en sucesos que no los encierran; imaginan motivos; interpretan mal determinados comportamientos; confunden el carácter de las personas y hacen generalizaciones y conclusiones que sólo existen en sus propias mentes.

Personas que no se han ocupado de moral, de política, de cuestiones eclesiásticas o de teología no calibran el valor de los temas que componen estos capítulos del saber. No entienden la diferencia entre un punto y otro. Todos les parecen iguales. Los contemplan como los niños miran los objetos que se presentan ante sus ojos, de un modo vago, como no sabiendo si un objeto está muy cerca o situado a varios kilómetros, si es grande o pequeño, duro o blando. Carecen de elementos de juicio y de criterios de medida; y opinan improvisadamente, dicen sí o no en temas profundos según lo que viene a su cabeza en el momento, o movidos por un argumento repentino que les parece

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inteligente o sutil. Son incoherentes. Afirman una cosa hoy y otra mañana, y si deben actuar, lo hacen a ciegas; si pueden dejar de actuar, no actúan, y si actúan libremente lo hacen por razones que no confiesan. Todo esto es ser irreal.

No hay ejemplo más apropiado de irrealidad que el modo en que la gran masa de gente forma su juicio acerca de cuestiones importantes. Dan su opinión continuamente sobre asuntos gentes que están tan poco capacitadas para enjuiciarlos como un ciego para hablar de colores, sencillamente porque esas personas no han ejercitado nunca su mente sobre los temas en cuestión.

Cualquier persona se considera obligada hoy a tener una opinión en todos los temas políticos, sociales y religiosos, porque posee de un modo u otro alguna influencia sobre las decisiones que se tomen. Y sin embargo, la mayoría de la gente se halla por lo general absolutamente privada de capacidad para intervenir en ellas. Al decir esto, no afirmo que deba ser así. Estoy muy lejos de negar la existencia del buen sentido o, mejor aún, del sentido religioso que consigue abrirse paso a través de cuestiones muy difíciles; y tampoco niego que la comunidad en su conjunto no lo manifieste de hecho en determinados grandes asuntos.

Pero al mismo tiempo este sentido práctico existe tan raramente en relación al gran número de cuestiones que ahora llegan al público, que – como saben muy bien todos los que intentan ganarse la influencia del pueblo en beneficio propio – las opiniones de la gente han de conseguirse poniendo en juego sus prejuicios o sus temores: no presentando una cuestión en su verdadera esencia, sino adornándola con habilidad y seleccionando algún aspecto fácil de exagerar, exhibido de modo que pueda influir en los sentimientos populares. El gobierno y el arte de gobernar pasan a ser – igual que la religión popular – vacíos e insatisfactorios.

Por eso es tan mudable la llamada voz del pueblo. Un hombre o un criterio son hoy los ídolos populares y otros lo son mañana. La multitud nunca va más allá de aceptar sombras como si fueran objetos reales.

Lo que se ejemplifica en la masa puede ejemplificarse también de maneras diversas, y con detalle, en el caso de los individuos. Hay hombres que se han propuesto ser oradores elocuentes. Usan palabras altisonantes e imitan las frases de otros; y se consuelan pensando que aquellos a quienes imitan son tan superficiales como ellos, o se convencen incluso de que ellos mismos poseen una hondura digna de las palabras que usan.

Otro ejemplo de irrealidad, de profesar voluntariamente lo que está por encima de nosotros, se aprecia en la conducta de quienes llegan de pronto a una situación de poder. Adoptan el estilo que juzgan requerido por su cargo, que con

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frecuencia les desborda. Todo resulta entonces extravagante. Quieren conducirse con dignidad y dejan de ser ellos mismos.

Muchos que se acercan a personas infortunadas y desean demostrarles simpatía lo hacen con frecuencia de un modo muy artificial. No lo digo como falta, pues es a veces muy difícil saber cómo actuar cuando uno no puede hacerse cargo interiormente de ese dolor y desea sin embargo ser amable con quienes lo sufren. Parece necesario un tono de pesar, que no puede ser genuino en quien lo demuestra. Debe haber no obstante un modo – si uno logra encontrarlo – de evitar la apariencia y mostrar a la vez respeto y consideración.

Lo mismo sucede con las emociones religiosas. Todo cristiano sabe que las doctrinas contenidas en el Evangelio le afectan hondamente. La doctrina del pecado original y actual, la divinidad de Cristo, la Redención y el santo Bautismo son tan profundas que nadie puede percibirlas sin sentirse intensamente afectado. La razón natural lo sugiere a cualquier hombre y le hace ver que si cree de verdad aquellas doctrinas debe albergar esos sentimientos. La persona declara entonces creer absolutamente en las doctrinas, y hace profesión de los correspondientes sentimientos. Pero quizás no cree en ellas tan absolutamente porque semejante fe absoluta es el resultado de largo tiempo, y por tanto su profesión externa de sentimientos va más allá de la existencia real del sentimiento interior. No olvidemos nunca dos verdades: debemos tener el corazón penetrado del amor de Cristo y lleno de autorrenuncia, pero si no lo está realmente, profesar que lo está no corregirá la deficiencia.

Hay también personas – me refiero ahora a un ejemplo más grave del mismo defecto – que rezan, no como pecadores que hablan a su Dios, no como el Publicano que golpea su pecho y dice: “Señor, ten piedad de mí, que soy un pecador” (Lc 18, 13), sino de un modo que imaginan ser el más apropiado en circunstancias de culpa. Son hombres atentos a sí mismos, que estudian con detalle lo que van a hacer y que en vez de acercarse con sencillez a la sede de la misericordia, se llenan con el pensamiento de que Dios es grande y que el hombre es su criatura, que Dios se encuentra en lo alto y el hombre en la tierra, que están ocupados en un elevado y solemne rito y que han de situarse a la altura de su naturaleza sublime.

Una forma más corriente de ese mismo error, aunque cometido sin mala fe, es el modo en que mucha gente habla de la brevedad y vanidad de la vida, la certeza de la muerte y las alegrías del cielo. Son lugares comunes que tienen en los labios y que usan en ocasiones para el bien o el consuelo de otros o para demostrarles consideración de una manera educada y digna.

Hablan así a clérigos en un tono formalmente serio, con observaciones verdaderas, saludables y profundas en sí mismas, pero que en ellos suenan vacías; o dan consejos a niños y jóvenes; o tal vez en un momento de depresión o de

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enfermedad hablan en un cierto tono religioso que parece espontáneo. Cuando caen en pecado hablan de la debilidad del hombre, del engañoso corazón humano, de la misericordia de Dios, etc.; de modo que todas eses grandes palabras como cielo, infierno, juicio, misericordia, arrepentimiento, obras, el mundo presente y el mundo futuro, son en sus bocas y oídos poco más que “sonidos sin visa, de gaita o de arpa”, como “la amable canción de un hombre que posee una voz agradable y sabe pulsar bien un instrumento”, como las expresiones correctas de la conversación o las cortesías de la buena crianza.

Hablo de la conducta del mundo que se llama cristiano en general. Pero lo que decimos se aplica también a un gran número de hombres religiosos y con buenas disposiciones. Quiero decir que antes de que los hombres vengan a conocer las realidades de la vida humana no es extraño que su visión de la religión sea irreal.

La gente joven que no ha conocido ansiedades ni penas, o los sacrificios que exige una buena conciencia, carece generalmente de la hondura y seriedad de carácter que sólo el dolor y la abnegación pueden dar. No lo digo como un defecto sino como un simple hecho que se ve con frecuencia y que conviene recordar. El uso legítimo de este mundo sirve para hacernos buscar el otro. Cumple su papel cuando nos rechaza y decepciona, y nos impulsa hacia otros lugares. La experiencia de él nos proporciona experiencia de sus antídotos, en el caso de un espíritu creyente; y nuestra visión de lo espiritual se hace de este modo real, mediante el contacto con las cosas temporales y terrenas.

Mucho más irrealmente se comportan los que obedecen a una especie de motivo secreto que les impone un diferente estilo de religión, de modo que sus afirmaciones religiosas se ven forzadas a entrar en un cause artificial para servir a aquel motivo oculto. Cuando algunos cristianos no gustan de las conclusiones a las que sus propios principios les llevan o se sienten incómodos con los preceptos contenidos en la Sagrada Escritura, no carecen de ingenio para anular su fuerza. Consiguen forjar alguna teoría o adelantar determinadas objeciones para defenderse interiormente: teoría y objeciones que son tal vez difíciles de refutar, pero que cualquier persona recta percibe como artificiales o insinceras.

Lo que sucede a individuos sucede incluso a enteras Iglesias cuando se enfría el amor y disminuye la fe. El sistema de la Iglesia en su totalidad, su disciplina y ritual son en su origen el rico y espontáneo fruto de un principio auténtico de religión espiritual en el corazón de sus miembros. La Iglesia invisible se ha desarrollado en una Iglesia visible, y sus ritos y formas externas se alimentan y animan por la energía viva que habita en su interior. Cada una de sus partes es por tanto real, hasta los detalles más pequeños.

Pero cuando las tentaciones y la concupiscencia de la carne han consumido esta vida interior, la Iglesia exterior corre el peligro de convertirse en caricatura y

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vacío, como los sepulcros blanqueados de que habla nuestro Señor, recuerdo de algo que fue y ya no es. Y aunque confiamos en que la Iglesia nunca será completamente abandonada por el Espíritu de verdad, al menos según la providencia ordinaria de Dios, podemos afirmar que en la medida en que la Iglesia se acerca a esta situación de atonía, la gracia de sus ritos – si bien no perdida – fluye escasa e incierta.

Si este carácter de irrealidad puede introducirse en la Iglesia misma, que es por su esencia una institución viva, mucho más lo encontramos en las filosofías y escritos de los hombres. Todos ellos son casi irreales por naturaleza, pues son la exhibición de pensamiento separado de la práctica. El hogar de esa literatura es la tranquilidad y el retiro. Cuando hace algo más que hablar o escribir es acusada de sobrepasar sus límites. Esto constituye ciertamente lo que se considera su auténtica dignidad y honor, es decir, su abstracción de los asuntos concretos de la vida, su alejamiento de las vicisitudes y fenómenos del mundo, su decir sin hacer.

Se estima que un literato preserva su dignidad ni haciendo nada, y se piensa que cuando pasa a la acción pierde status, algo así como si degradara su vocación con el entusiasmo, al convertirse en hombre político o de partido. Por eso los simples literatos son capaces de hacer enérgicas declaraciones en contra de la opinión de su tiempo, religiosa o política, sin que nadie se ofenda, porque nadie piensa que quieran decir en realidad lo que dicen. No se espera que actúen a continuación de acuerdo con sus palabras; y las palabras solas, por lo general, no hieren a nadie.

Estos son algunos de los modos más comunes y extendidos de profesar algo sin hacerlo, o de hablar sin ver o sentir realmente. Entiéndase bien que al enumerarlos no pretendo decir que tales declaraciones sean siempre culpables o equivocadas. Más bien he sugerido en algún momento lo contrario. Se trata con frecuencia de mala fortuna. Hace falta en realidad bastante tiempo para sentir y entender las cosas tal como son, y aprendemos a hacerlo sólo poco a poco. Profesar algo más allá de nuestros sentimientos es sólo una falta cuando podríamos haberlo evitado, cuando hablamos sin necesidad de hacerlo o cuando no lo sentimos y deberíamos sentirlo.

Es un pecado desde luego la irrealidad de corazones duros e insensibles y de mentes inconscientes siempre dispuestas a hablar. Es el pecado de cada uno de nosotros en la medida en que nuestros corazones están fríos y nuestras lenguas se exceden.

Pero el simple hecho de decir más de lo que sentimos no es necesariamente pecaminoso. San Pedro no logró ser consecuente con todo el significado de su confesión “Tú eres el Cristo” (Mt 16, 17), y sin embargo fue llamado bienaventurado. Santiago y Juan exclamaron “Podemos”, sin una percepción clara de lo que decían, pero sin falta alguna.

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Siempre prometemos cosas mayores de las que podemos cumplir, y confiamos en que Dios nos ayudará a realizarlas. Nuestras promesas implican una petición de luz y fuerza. Todos recitamos el Credo, ¿pero quién lo comprende perfectamente? Lo más que podemos esperar es encontrarnos en camino de entenderlo, de entenderlo en parte, de desear, orar y esforzarnos para entenderlo cada vez más.

Nuestro Credo se convierte en una especie de oración. Las personas son irreales culpablemente en su modo de hablar, no cuando dicen más de lo que sienten, sino cuando afirman cosas diferentes de las que sienten. Un avaro que alaba la limosna o un cobarde que formula reglas para el valor son irreales. Pero no es irreal un hombre modesto que habla de lo grande, una persona dadivosa que se extiende sobre la magnanimidad, el hombre generoso que alaba la nobleza de ánimo, el abnegado que usa el lenguaje del austero o el confesor que exhorta al martirio.

Lo que he dicho se reduce a esto: sé sincero contigo mismo y hablarás de religión donde, cuando, y como debas hacerlo; apunta seriamente a tus metas, y tus palabras serán correctas aunque no siempre aciertes con ellas. Hay mil modos de mirar a este mundo, pero sólo uno es el adecuado. El hombre de placeres tiene su camino, el negociante y e intelectual tienen el suyo. Pobres y ricos, gobernantes y gobernados, afortunados y descontentos, sabios e incultos, todos tienen su modo de mirar a las cosas que les rodean, y todos se equivocan. Sólo hay un modo adecuado de mirar al mundo: es el modo en que lo mira Dios.

Tratad de mirarlo también vosotros con ojos divinos. Procurad ver las cosas como las ve Dios. Tratad de formar vuestros juicios sobre personas, sucesos, rangos, fortunas, cambios y tareas tal como Dios los forma. Tratad de ver esta vida como Dios la ve. Tratad de mirar la vida futura y el mundo invisible como Dios los mira. Tratad de “ver al Rey en su belleza”. Si no logramos entrar en lo que realmente significan, todas las cosas que vemos no serían más que sombras y espejismos.

No es fácil aprender el lenguaje nuevo que Cristo nos ha traído. Él ha interpretado todo para nosotros de un modo original. Nos ha traído una religión que arroja nueva luz sobre todo lo que ocurre. Intentad aprender este lenguaje. No lo convirtáis en rutina ni lo habléis como cosa mostrenca. Tratad de comprender lo que decís.

El tiempo es corto, la eternidad es larga. Dios es grande; el hombre es débil y está entre el cielo y el abismo. Cristo ha sufrido por él y es su Salvador. El Espíritu Santo le santifica, el arrepentimiento le hace puro, la fe prepara su justificación, las obras le salvan. Estas son verdades grandes que no necesitan decirse excepto como Credo o enseñanza, pero que han de arraigar en el corazón. Que una cosa sea verdadera no es razón para que sea dicha, sino para que sea

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practicada, para que actuemos conforme a ella, para que nos la apropiemos internamente.

Evitemos el hablar ocioso o crítico, el hacer profesiones vacías o largos discursos sobre las doctrinas del Evangelio, la afectación de filosofía o las pretensiones de elocuencia. Guardémonos contra la frivolidad y el amor a las apariencias, el deseo de que hablen de nosotros, la singularidad y el parecer originales.

Tratemos de tener en la intención lo que decimos y de decir lo que tenemos en la intención. Tratemos de saber cuándo comprendemos una verdad y cuándo no. Cuando no la comprendamos, recibámosla con fe y confesémoslo así. Recibamos la Verdad con actitud reverente y pidamos a Dios voluntad recta, luz divina y fuerza espiritual, para que la Verdad produzca fruto en nosotros.

2 de Junio de 1839

Parochial and Plain Sermons V, n°. 3.