Pájaros de Fuego.

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de FUEGO PÁJAROS trilogía íntegra LUIS ALBERTO ZOVICH Las líneas paralelas se juntan en el infinito, igual que los universos, en algún lugar del espacio tiempo, en este multi- verso paralelo que nos contiene. El tiempo es una construc- ción impuesta, nada más, no es lineal por más que creamos que sí lo es. Si viajáramos en línea recta por nuestro univer- so en algún momento volveríamos al punto de partida, a pe- sar de que las líneas rectas y los universos se tocan y se cru- zan en algún lugar. De eso se trata este libro, esta trilogía, universos multidi- mensionales que se cruzan, el nuestro oficialmente tiene once (según prestigiosos estudios científicos), pero ¿cuántas tiene en realidad?, ¿cuántas líneas temporales cruzamos? So- mos un instante en la eternidad, pero ¿cuántas son las eter- nidades?

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de Luis Alberto Zovich

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de FUEGOPÁJAROS

trilogía íntegra

LUIS ALBERTO ZOVICH

Las líneas paralelas se juntan en el infinito, igual que los universos, en algún lugar del espacio tiempo, en este multi-verso paralelo que nos contiene. El tiempo es una construc-ción impuesta, nada más, no es lineal por más que creamos que sí lo es. Si viajáramos en línea recta por nuestro univer-so en algún momento volveríamos al punto de partida, a pe-sar de que las líneas rectas y los universos se tocan y se cru-zan en algún lugar.De eso se trata este libro, esta trilogía, universos multidi-mensionales que se cruzan, el nuestro oficialmente tiene once (según prestigiosos estudios científicos), pero ¿cuántas tiene en realidad?, ¿cuántas líneas temporales cruzamos? So-mos un instante en la eternidad, pero ¿cuántas son las eter-nidades?

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trilogíaPÁJAROS DE FUEGO

sagaARROYO DE LOS AMANTES

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Del mismo autor

en la misma sagaNECROERRANTES

en poesíaTEORÍA DEL AMOR

EL LIBRO DE LOS MUERTOS DE AMOR

otrosMITOLOGÍA GUARANÍ

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.PÁJAROS DE FUEGO

LUIS ALBERTO ZOVICH

Clan Destino

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Luis Alberto ZovichPájaros de fuego. Trilogía íntegra

Literatura argentinaCiento setenta y cuatro páginasDiecinueve por catorce centímetros

Contacto con el autor | [email protected]

Contacto editorial | [email protected] www.editorialclandestino.blogspot.com

Primera edición | 2014Mil ejemplares

Edición independienteImpreso en Argentina

Código de registro en Safe Creative | 1503243612096

Esta obra es publicada bajo licencia Creative CommonsAtribución–NoComercial–CompartirIgual 4.0 Internacional

Zovich, Luis AlbertoPájaros de Fuego. – 1a ed. – Posadas: el autor, 2014.174 p. ; 19x14 cm.

ISBN 978–987–33–5594–3

1. Narrativa Argentina. 2. Novela. I. TítuloCDD A863

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PÁJAROS DE

FUEGO

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SECTA DEL OLVIDO

La venganzaLos peregrinos El muroLa escena del crimenSecta del olvido

TIGRES BAJO LA LLUVIA

Tigres bajo la lluviaDe hombres y de bestiasUn día en la vida de...Tigres bajo la lluviaAura negraTeoría de la incertidumbre

PÁJAROS DE FUEGO

Arroyo de los Amantes Binarias Diez muertosEl vórticeAmasijándonosDes–historiaLa huida de ZenónMi pueblo blanco

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ÍNDICE

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SECTA DEL OLVIDO

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Dedicado a

mis hijas Natalia y Abigail, y mis nietas Mora y Azul.

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LA VENGANZA

Eran más de las dos de la tarde y ella zigzagueaba en sole-

dad por los senderos, esquivando la maraña de troncos,

helechos y ramas, recorría la selva con la parsimonia de

un anciano, con el andar cansino, pero exacerbada por el

malhumor.

Desembocó en un claro del monte; el olor a madera

recién cortada, flotaba pesadamente en el aire, que que-

maba las flores de enero.

Retrocedió instintivamente, como jalada por mil coli-

bríes que la arrastraban al corazón de la selva, no se atre-

vió a cruzar. El sol era una inmensa hoguera que cubría la

picada con lenguas ardientes.

Prefirió seguir por el caminito paralelo que enfilaba

loma arriba y estaba cubierto de árboles y lianas que se ce-

rraban, como las fauces de un jaguar.

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A su derecha la picada recién abierta era un desierto

infinito, calcinante, surcado por dunas de hojas marchi-

tas. Allí las brújulas enloquecían derretidas al sol, y perde-

ría el rumbo y la vida quien se atreviera a cruzar.

Como si fuese una tormenta de arena, espinas y abro-

jos que se metían en la piel y la carne. Una bandada des-

bandada de jotes asechaba con sangrientos picos desde

los brazos infinitamente altos de un palo rosado, como

gárgolas en la catedral, a la espera del próximo mártir que

se atreva a cruzar la boca del infierno recién abierto.

A su izquierda la selva se alzaba profunda, húmeda,

espesa y oscura. Sobre la loma el aire más fresco era un bál-

samo, un alivio. Ella sabía que cerca de allí, en el barran-

co, estaba el manantial; que luego convertido en arroyo se

bifurcaba como la lengua de un ofidio y corría en dos di-

recciones, uno al oeste confluía con el Paraná, el otro al

suroeste se precipitaba como una pequeña cascada en el

Arroyo de los Amantes.

El caminito doblaba abruptamente, obligado por

una vieja raíz. Tal vez por eso, por su cuasi ceguera, o su

mal humor, se distrajo y chocó con los pies desnudos de

Arturo, el caballero de la motosierra, que dormía su etíli-

ca siesta junto a su amada espada a motor.

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Arturo era un gringo de unos cincuenta años, que ha-

bía llegado de los Balcanes muchos años atrás. Sus ojos

verdosos estaban entreabiertos, a pesar de que, en reali-

dad, dormía profundamente.

A un lado las alpargatas bigotudas y sucias acompaña-

ban y hacían juego con el viejo morral de lona. Más allá,

una petaca vacía, delataba que su contenido se encontra-

ba en la sangre del moderno hachero.

El gringo soñaba sueños densos y pesados como el

calor de la siesta. Pesadillas extrañas en las que caminaba

por un sendero blanco, casi plateado, a ambos lados la os-

curidad tallaba abismos infinitos.

Detrás suyo una extraña luz envolvente lo empujaba

por el camino hacia delante.

Mientras se preguntaba entre asombrado y asustado

«¿Quién está detrás mío? Creo que es Jesús, no, no. ¡Es

Dios!, no, tampoco...»

Un ruido de cadenas lo sacó de sus pensamientos, de

pronto se encontró arrastrando con ellas un esqueleto

color madera, miró más allá y vio en la misma y larga cade-

na otro más, y otro, y otro, y otro. Todos los esqueletos

eran de madera.

De pronto el camino se llenó de ataúdes hechos de

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carne humana. Arturo entró en pánico, jamás había teni-

do una pesadilla tan fea. Arrojó las cadenas con fuerza a

un costado, pero inmediatamente se encontró con más

cadenas en sus manos y su cuello.

Ahora arrastraba varios féretros hechos de carne hu-

mana, en la parte delantera se podía distinguir cuero ca-

belludo y piel, las asas estaban hechas con las falanges de

los dedos.

Ya no caminaba, estaba paralizado por el miedo mi-

rando los ataúdes abiertos; esqueletos de madera ensan-

grentados descansaban en su interior con las manos en-

trelazadas sobre el pecho.

Arturo, alias el Loco de la Motosierra, seguía boquia-

bierto, con el rostro desencajado, temblando de miedo y

en profundo estado de shock.

La luz detrás de él dijo:

—No deberías sentir miedo, este es el resultado del

mundo que tu mismo creaste con tu machete y tu moto-

sierra, no tiembles como un cobarde. Este es tu propio

fin, el que te forjaste, tu elegiste los medios. Esta es la ven-

ganza del monte.

—No sé de qué me habla —contestó con las manos cris-

padas.

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La sangre le bullía en el cuerpo, quemando sus venas,

las arterias latían con fuerza inusitada, más rápido aun

que su acelerado corazón.

Entre chuchos de frío cerró los ojos y vio una cascada

de colores vivos y gotas de sangre que caían como lluvia so-

bre sus pupilas.

Un torbellino de hojas, tierra colorada y fuego lo sa-

cudió, sus pelos se erizaron, creyó ver borrosamente seis

hombres grises. «Es la Secta del Olvido», alcanzó a pensar.

Su cabeza era un hormiguero lleno de hormigas corta-

doras, que con filosas tenazas cortaban las conexiones de

sus neuronas, y dejaban ambos hemisferios inconexos, a la

deriva en un río furioso y precipitado en un oscuro abis-

mo.

Su pecho convertido en caja de resonancia, donde vi-

braban sus vísceras como las cuerdas desafinadas de un

viejo laúd.

—Tengo un zumbido fuertísimo en los oídos —dijo—.

Siento que no puedo mover las manos ni los brazos. ¡No

puedo respirar! ¡No puedo respirar!, me hice encima. Ten-

go las piernas dormidas, hinchadas. Siento un fuego inso-

portable en el tobillo derecho. ¿Qué me pasa? —preguntó.

La luz a sus espaldas reflexionó:

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—Es tan largo el camino, cruzas tantas víboras que

inevitablemente alguna siempre te muerde, alguna siem-

pre te muerde... alguna te muerde... te muerde... te muer-

de... te muerde...

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LOS PEREGRINOS

A media tarde arrancó el cortejo desde el bar «La Papa

Grossa» rumbo al cementerio del oeste, donde yacen

aquellos que no murieron de amor y tampoco merecen el

castigo de ser sepultados en el cementerio sur, o de los

malditos. Un carruaje tirado por negros y lustrosos per-

cherones, y cubierto de palmas y coronas. Custodiado por

un séquito de paisanos montados en caballos finamente

emprendados, marchaban lentamente bajo la lluvia.

A pesar del mal tiempo casi todo el pueblo se había

dado cita para despedir al difunto. Su viuda, una italiana

alta y corpulenta lloraba desconsolada desde lo alto del lo-

mo de su yegua malacara. Y sus lágrimas se confundían

con la lluvia y corrían calle abajo, hasta el arroyo dulce y

caudaloso.

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Gente de a pie, autos, tractores y carros formaban una

fila de más de cien metros. Pedro Piedrabuena y Joseph, el

iraní, caminaban desconsolados a un costado de la carro-

za.

—El cielo también está triste —se quejó Joseph, mien-

tras el cortejo llegaba al cementerio.

La última voluntad del muerto fue que lo sepultaran

al lado de su amigo, el rengo Ernesto. Los sepultureros y

varios vecinos y amigos buscaron minuciosamente, por

todo el cementerio, la tumba del rengo sin resultados. La

viuda se negaba a creerle al administrador que aseguraba

que no tenía registrado a Ernesto ni como N.N., pues el

rengo no tenía apellido.

—Todos los difuntos están debidamente censados y

aquí no figura ese tal Ernesto —dijo señalando el Libro de

los Muertos.

Al atardecer el carruaje con el féretro y los amigos de-

bieron volver al bar. Ya no quedaba tiempo para llegar al

cementerio de los Muertos de Amor, al norte del pueblo.

Por lo tanto lo siguieron velando hasta después de las

quince horas del día siguiente. Pues la lluvia había inun-

dado el bajo, entre loma y loma, camino del cementerio y

debieron esperar a que el agua se escurriera.

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En el cementerio de los Muertos de Amor no había ni

rastros de Ernesto. Allí constaban en el Libro de los Muer-

tos de Amor, todos y cada uno de los residentes. Cada cual

tenía un capítulo aparte con su historia de amor y muerte

donde se contaba hasta la razón de su deceso.

La jefa de la administración era Arandú Ferreira, nie-

ta de Francis Bompland y Faustino Ferreira,

—Cómo es su nombre —preguntó Arandú a la viuda.

—Genoveva Manchufeta —contestó la italiana.

—Alias «La Papa Grossa» —agregó Joseph, desde un

rincón.

—Aquí no está registrado Ernesto, además es mi pa-

riente y no se me escaparía semejante detalle. De todos

modos su marido no murió de amor o por amor, ¿verdad?

Por lo tanto no podría ser sepultado aquí, Ñanderú no lo

permitiría.

La viuda, los vecinos y los amigos, cansados y decep-

cionados, volvieron al pueblo. El cortejo desandaba el ca-

mino rumbo al bar, pues atardecía y se postergaba el entie-

rro para la mañana siguiente.

Genoveva se resistía a llevar al muerto a ese campo

maldito, pero si iba a cumplir con la última voluntad

del finado debía tomar coraje y hacerlo. Algunos pocos y

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buenos amigos estaban dispuestos a asistir a las exequias

en el cementerio del sur.

A las siete de la mañana partieron desde el bar con la

carroza y el féretro, las flores marchitas, los percherones

desalineados y hambrientos, y un puñado de amigos doli-

dos, angustiados y trasnochados.

Al frente marchaba montada en su yegua malacara, la

viuda italiana, ojerosa, pero bien vestida y maquillada, es-

forzándose para no dejarse ver vencida y muerta de miedo.

La procesión dobló en la esquina de la iglesia, toman-

do la calle del este rumbo al Cementerio de los Malditos.

Al traspasar la niebla eterna de los primeros treinta me-

tros, el día soleado y tibio dio paso a oscuros nubarrones,

relámpagos, viento y truenos. En menos de tres minutos

el cortejo se vio inmerso en medio de una furiosa tormen-

ta de lluvia y granizo.

Los caballos asustados se negaban a seguir, tuvieron

que tomarlos de las riendas y prácticamente arrastrarlos

con mucho esfuerzo entre el viejo flaco y los hermanos

Rojas.

De entre las tumbas surgieron Cirilo y Anastasio, los

sepultureros, con sus capotas negras y sus palas largas y

oxidadas.

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—Hola papá ¿qué hacés aquí?, vos sabes que tenés

prohibido el ingreso a este cementerio —le dijo Anastasio

al viejo flaco.

—Ya está cavada la fosa, sígame doña —dijo Cirilo con

su voz etílica.

—¿El rengo Ernesto está enterrado aquí? —preguntó la

viuda.

—No que yo sepa —contestó el sepulturero.

—Pero es que mi marido pidió ser enterrado al lado

de él.

—Aquí nadie puede elegir donde se lo va a sepultar, la

fosa ya está abierta —dijo Anastasio—, bajen el féretro del

carro y pónganlo sobre las cuerdas que nosotros lo hare-

mos descender hasta el fondo.

Genoveva leyó a duras penas los nombres grabados

en las lápidas contiguas, «Juan Turco» a la izquierda, «Es-

pía Yankee» a la derecha. La viuda montada en su yegua

malacara tomó las riendas de los percherones y dio media

vuelta.

—Aquí no va a quedar sepultado mi marido —exclamó

bajo una lluvia torrencial.

—Los muertos que entran a este lugar ¡no salen!

—sentenció Cirilo.

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Mientras Genoveva pechaba y derribaba con su yegua

los portones de rejas que impedían el paso de la carroza.

Cirilo y Anastasio corrieron detrás esgrimiendo sus largas

palas.

Joseph, Pedro Piedrabuena, el Viejo Flaco, los herma-

nos Raúl y Rogelio Rojas y Zenón, se treparon desespera-

dos y a los manotazos a la carroza fúnebre. Los caballos es-

pantados corrían a todo galope por la calle del este rumbo

al pueblo, bajo la tormenta, perseguidos por los sepultu-

reros encapuchados.

—No tengan miedo —dijo uno de los hermanos Ro-

jas— cuando lleguen a la niebla se van a volver al cemen-

terio.

Genoveva en su yegua y el carruaje con el difunto y

sus amigos, emergieron de la niebla en la esquina de la

iglesia a todo galope. El sol brillaba a pleno al norte del

pueblo, mientras la tempestad seguía en el lado sur.

Cirilo y Anastasio surgieron de entre la niebla con sus

negras capas que ocultaban sus rostros y con sus palas con-

vertidas en guadañas. Ambos flotaban como suspendidos

en el aire; una densa nube de niebla los acompañaba.

—Nos persigue la muerte —balbuceó el Viejo Flaco.

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—Ellos son los que crean la niebla sobre la iglesia —aña-

dió Zenón.

Los encapotados volaban a toda velocidad pisándole

los talones al carruaje. Los caballos más espantados aún

tomaron por el pedregullo y enfilaron por las vías rumbo

al recodo, mientras sin éxito Genoveva trataba de mane-

jarlos.

Frente a la estación se cayeron de la carroza varias co-

ronas de flores mustias, en una de ellas se podía leer aún:

«Querido gordo Pepe, te vamos a extrañar, Miriham y Er-

nesto»; otra estaba dedicada por Joseph, Zenón y el Viejo

Flaco.

Llegaron al recodo perseguidos por los sepultureros y

las bestias del Chamán, mientras el vórtice rugía forman-

do remolinos que se tragaban todo y a todos.

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EL MURO

El jote posó sus garras sobre el cuerpo inerte con un leve

aleteo, tan leve como la misma muerte, y fundió su pico

con los ojos de su víctima. Los arrancó sin piedad, sin du-

dar, mientras el sol quemaba el monte y aletargados nuba-

rrones se recortaban a lo lejos. El sol era duro, tenaz, lasti-

maba como el jote que desgarraba los labios del medio

muerto en medio de la picada trunca. La picada que par-

tía desde el costado de las vías y conducía a ningún lado;

era el callejón sin salida que talara tiempo atrás el gringo

Arturo.

Williams yacía inmóvil entre yuyos y hojas, entre

muerte y limbo. Joâo pensaba como deshacerse del cadá-

ver y cortaba ladrillos en el bajo, rumiando bronca. Re-

gurgitando el sabor agridulce de la venganza, el dolor de la

justicia por mano propia. Mientras, el jote se abatía sobre

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Williams y varios más se unían a la fiesta en medio de un

enjambre de moscas y avispas carnívoras.

Para la media tarde sólo quedaban jirones de la ropa

del muerto desangrado a picotazos, y seguía boca arriba

tal cual había caído, producto del certero disparo en la es-

palda que le partió las vértebras de la columna.

Feroces carroñeros alados se disputaban la desgarra-

da lengua, mientras cantaban las chicharras y una ligera

brisa mecía suavemente hojas y helechos, ejecutando una

dulce canción de cuna que adormecía el monte.

La mente de Joâo era un remolino confuso, temero-

so, adrenalínico y agitado; jamás se había imaginado enre-

dado en semejante situación. Por sus mejillas corrían lá-

grimas de bronca y alivio, porque al fin había encontrado

la respuesta a varios interrogantes sobre la actitud anor-

mal que observaba en el comportamiento de sus hijas,

una de once, la otra de siete, casi ocho.

Con el correr de la tarde la bandada se hacía cada vez

más numerosa. Sus picos afilados y sangrientos recorrían

el cuerpo, desgarrando y rompiendo cada rincón, cada

músculo, cada tendón. Al costado de la picada los pastos y

helechos habían vuelto a su posición normal, borrando

las huellas de Williams en su desesperada huida.

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El ejecutor repasaba una y otra vez las secuencias de la

discusión, persecución y muerte. Buscaba en su memoria

cada detalle, procurando recordar la escena espacio tem-

poral, recordar cada paso, llegar al absoluto convenci-

miento de que no hubo testigos.

El potrero se llenaba poco a poco de ladrillos recién

cortados, oreándose como los restos del abusador.

Joâo revivía cada detalle, uno tras otro. Con cada la-

drillo iba construyendo un muro volteado sobre el suelo.

Cada ladrillo era una fracción de tiempo en el que fueron

ocurriendo los hechos, desde que Williams llegó de visita

como de costumbre, cada ladrillo era un recuerdo, un su-

ceso, una oleada de dolor.

Al atardecer quedaba poco del cadáver, gran parte ha-

bía sido devorada por jotes e insectos, y todos seguían allí,

persistentes, firmes, sangrientos, voraces, poco les impor-

taba la procedencia, las circunstancias.

Un primer jote abrió camino y eso bastaba, nadie per-

dona nada, cada uno puja por sacar el mejor bocado, la

mejor porción. Vengando inconscientemente una y mil

veces con cada picotazo, los abusos y las violaciones come-

tidas por Williams.

El hombre agregó dos ladrillos al muro, uno por cada

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hija, agregó otro por su esposa muerta. Ya tenía más de

cien, más de mil, uno por cada minuto de dolor, uno por

cada paso que dio detrás del monstruo, monte adentro,

uno por cada vez que murió de dolor e impotencia, uno

por esa bala de Winchester 44.40 que partió la columna

de Williams.

Atardecía en el monte y un jote, negro como la no-

che, vigilaba desde lo alto de un cedro medio pelado.

Abajo seguían los picos cavando en mitad de la carne

con la precisión de cien bisturíes, extrayendo todo el mal

enquistado en cada víscera, en cada centímetro de piel.

Los insectos nocturnos despertaban y acudían presu-

rosos a reclamar su parte, sin piedad, hambrientos, excita-

dos, listos para alimentarse y alimentar la cadena de la

vida en la que algunos tienen que morir para que otros

vivan.

Joâo recogía leña mientras ultimaba ciertos detalles

en su cabeza, primero leñita finita como fosforitos, como

le había enseñado su madre en Río Grande do Sul, luego

mediana y por último los troncos, todo apilado en el hor-

no de ladrillos. La pira debe tener la forma perfecta de

una pirámide, según recordaba el brasilero.

El fuego purifica, el fuego es energía, oxidación, el

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fuego es el universo mismo, cada fuego es una estrella en

miniatura, cada estrella es el fuego, cada átomo de nues-

tro cuerpo proviene del universo, somos hijos de las estre-

llas, somos el fuego mismo, pensaba mientras frotaba el

«jesqueiro», somos el universo, pensaba mientras alimen-

taba la pira encendida, encendida como sus ojos. Encen-

dida como el vientre de Teodolina, recordaba, mientras

las lágrimas brotaban con rabia, con furia de dolor conte-

nido, mientras apretaba sus puños y miraba a sus hijas

jugando.

Parecían ajenas a todo lo que pasaba, ajenas a la trage-

dia acontecida. Apretó los dientes y se dijo «bueno, es ho-

ra de cerrar por fin estas heridas».

La carretilla rechinaba en medio del monte. El hom-

bre conocía de memoria el sendero, alumbrándose con

una pequeña linterna llegó hasta la picada trunca. Dejó la

carretilla apoyada en el suelo y, mientras cargaba lo que

quedaba del muerto, escuchó el aleteo sutil de los jotes le-

vantando el vuelo para posarse en las ramas del viejo

cedro.

La noche estaba nublada y el aire cargado por la tor-

menta que se aproximaba. Joâo acomodó los restos en la

carretilla y un rayo iluminó los árboles. Allí estaban los

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Page 36: Pájaros de Fuego.

jotes posados como criaturas del averno, observando des-

de lo alto, listos para volver si se presentaba la oportuni-

dad. Listos y expectantes como un lúgubre séquito acom-

pañando la patética procesión, acompañando ese medio

cadáver, ese medio esqueleto, totalmente muerto, total-

mente destrozado, irreconocible.

Con cada resplandor Joâo veía esos huesos semides-

carnados sobre la carretilla, en cada silencio que se pro-

ducía entre trueno y trueno se escuchaba el rechinar de la

oxidada rueda. Chillaba como una gárgola maldita cami-

no del infierno.

El hombre detuvo su andar y se echó un largo trago de

caña para darse valor. Con los brazos, las piernas y el alma

temblando cruzó el último tramo de terreno, llegó al hor-

no encendido y arrojó a su amigo al fuego.

Paralizado de miedo vio al muerto incorporarse entre

las llamas, lo vio caer crepitando y consumirse poco a

poco.

Durante toda la noche agregó un leño tras otro, un

mal recuerdo tras otro, como una negra caravana de mal-

diciones que se iban quemando, y que se alzaba en oscura

humareda como buscando redención en un cielo cubier-

to de nubarrones.

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Page 37: Pájaros de Fuego.

Al amanecer cargó las cenizas en la carretilla y enfiló

por el camino embarrado rumbo al cementerio de los

malditos, el sol asomaba entre nubes y niebla, presagian-

do otro día de extremo calor.

Maldiciendo, insultando como en medio de un ritual

pagano, esparció las cenizas a un costado de las vías, don-

de el tren interrumpe el descanso de los que allí moran.

Al amanecer cargó las cenizas en la carretilla y enfiló

por el camino embarrado rumbo al cementerio de los

malditos, el sol asomaba entre nubes y niebla, presagian-

do otro día de extremo calor.

Maldiciendo, insultando como en medio de un ritual

pagano, esparció las cenizas a un costado de las vías, don-

de el tren interrumpe el descanso de los que allí moran.

Las cenizas desaparecieron de inmediato, absorbidas

por el suelo húmedo y yermo del cementerio de tumbas

oscuras y peladas, lúgubres, sin una sola flor, sin un solo

yuyo. Visitado sólo por lagartijas que montan guardia

cual feroces dragones, custodiando que no despierten y

huyan los muertos malditos.

Joâo conocía y temía ese lugar, sus entrañas se revol-

vían de nervios y temor, se estremecían como la tierra ba-

jo sus pies cuando desparramó las cenizas. La humedad

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Page 38: Pájaros de Fuego.

de la mañana cargaba aun más sus espaldas, su angustia,

su disgusto.

Recorrió el camino de regreso sin mirar atrás, sin atre-

verse a mirar la tierra impregnada por las cenizas que aca-

baba de esparcir.

A lo lejos se escuchaba el ruido del tren que presuroso

corría a su cita eterna, a cumplir con su misión de remover

huesos y tierra cada día. «Se retrazó un poco», pensó mien-

tras miraba la bandada de jotes revoloteando en busca de

algún ojo que extraer, unos huesos que limpiar.

Planeaban en círculo, a lo lejos en el cielo, ilumina-

dos por un sol apenas asomado, apenas despegado del ho-

rizonte. Aun cantaba un pájaro de fuego en la profun-

didad de la selva, tal vez guardando algún amor recién na-

cido, tal vez protegiendo en la oscuridad a un par de a-

mantes acechados por la secta del olvido.

«Cuando llegue mi hora, en cuál cementerio me en-

terrarán», pensó.

Entró en la casa mientras en la picada trunca los jotes

merodeaban vigilantes un sombrero de ala ancha. Sus ni-

ñas dormían ignorando que Williams ya no las acosaría

más, ignorando que el infierno comenzaba a tragarse al

monstruo.

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Page 39: Pájaros de Fuego.

LA ESCENA DEL CRIMEN

La muchacha, aun adolescente, miraba el monte de euca-

liptus, con la vista perdida. El viento mecía la arboleda

con una canción huidiza, mientras devolvía las lágrimas a

sus apesadumbradas mejillas.

—Lágrimas, las, seque, dios, que... —decía el pastor, le-

vantando su dedo índice al cielo.

Las palas de los enterradores, negras y filosas, como

lenguas de hierro, arrojaban tierra hacia afuera de la tum-

ba.

Luego, los mismos enterradores levantaron el féretro

y se lo entregaron a los deudos, que lo cargaron y lo depo-

sitaron en la carroza.

Uno a uno, parientes y amigos, subieron a los autos y

volvieron a la casa de sepelios, allí, la velaron todo un día,

y se fueron marchando de a poco.

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Page 40: Pájaros de Fuego.

Los empleados de la funeraria, con cara de póker y

precisión de mecánicos especializados, desnudaron a la

muerta. Quitándole sus blancas vestiduras, la metieron

en una bolsa negra y momentos después, la llevaron a la

morgue judicial. Donde un empleado la revisó y le puso

las ropas ensangrentadas; luego la subió a la ambulancia y

la condujo hasta la escena del crimen.

El forense, con mucho cuidado, le introdujo el cu-

chillo en el agujero que tenía en el pecho, amoratado y en-

sangrentado. Restallaron los flashes. Los peritos se incor-

poraron, habían estado un rato en cuclillas, examinando

el cadáver.

Abandonaron el lugar, el forense, los peritos, el fotó-

grafo y la policía, subieron a los patrulleros ante la mirada

curiosa de los vecinos que también se fueron marchando

en medio de la lluviosa noche.

La víctima se puso de pie, poco a poco; un grito cortó

el aire, el asesino volvió sobre sus pasos, giró, y de un ma-

notazo le sacó el cuchillo del pecho.

Su ropa de encaje lucía perfecta, lo miraba incrédula,

sorprendida, mientras él salía por la ventana. Los postigos

se cerraron, y su cara de espanto se tornó en dulce y des-

preocupada; era una cuarentona sensual, encendió un

38

Page 41: Pájaros de Fuego.

cigarrillo y comenzó a despeinarse su oscura cabellera,

frente al espejo.

Ernesto saltó la verja del jardín, sin dificultad. El em-

pedrado de la calle reflejaba las luces mortecinas, guardó

el puñal entre sus ropas empapadas; la lluvia arreciaba la

calle en soledad.

Sus pensamientos eran un torbellino de furia y al-

cohólico rencor. En la vereda del bar, los surtidores de

combustible parecían tótems ridículos.

Los caballos de los parroquianos, ensillados y con sus

ancas apuntando al temporal, se resignaban a pasar una

noche de perros.

El rengo Ernesto empujó la puerta con su «patadura».

El viejo flaco y sin afeitar, apoyado en el mostrador, lo

miró sin mirar, con total indiferencia, subsumido en sus

pensamientos, mientras la mano temblorosa sostenía un

vaso medio vacío.

Momentos después los hermanos Rojas entraban

atropellando al rengo que los miró con rabia, detrás entró

Zenón y comenzaron a discutir a los gritos, inmediata-

mente salieron los tres casi a la carrera y empujándose.

Ernesto, se sentó por fin en la silla de debajo de la es-

calera de madera. Escuchó el murmullo de la partida de

39

Page 42: Pájaros de Fuego.

naipes que los paisanos jugaban en el primer piso, miró al

viejo flaco y notó que tenía el pucho pegado al labio infe-

rior, como siempre.

Se llevó varias veces la copa a la boca. Pepe, el gordo,

se acercó a la mesa con la botella en la derecha, y en la otra

un viejo y sucio trapo rejilla. Sirvió hasta el borde de la

copa.

El rengo miraba para afuera con la cabeza apoyada en

la pared, los ojos húmedos, el rostro hundido en un gesto

atormentado.

—Esa desgraciada, estúpida...

El gordo pasó el trapo sucio por la mesa, mientras mi-

raba a Ernesto a los ojos y le decía con su voz ronca:

—Veces, dos, pensalo...

40

Page 43: Pájaros de Fuego.

SECTA DEL OLVIDO

El Rengo Ernesto estaba sentado en la mesa bajo la esca-

lera del bar, con la cabeza apoyada en la pared, repasando

momentos de su vida junto a Amada Ferreira. Se habían

conocido a los seis años y desde entonces no habían deja-

do de verse un sólo día durante cuarenta años, y jamás tu-

vieron otros amores.

Atormentado pensaba en Amada y repensaba las dis-

tintas maneras de matarla: un tiro, estrangularla, empu-

jarla al río o debajo del tren, envenenarla. Por cierto, po-

seía varias dosis de distintos venenos, recordó una a una

cada poción, se las había comprado a un bengalí en Puer-

to Iguazú.

Una provenía de un pez de los mares de Oriente, otra

de mamba negra, tenía una poción de veneno de escor-

pión, otra de curare, una poción de monstruo de Gila,

41

Page 44: Pájaros de Fuego.

una de Rana Flecha y una poción de sangre de gallo negro

degollado en un cruce de caminos, en medio del monte,

una noche de luna llena a manos de un necroerrante. To-

das celosamente guardadas en su oficina de la estación.

No estaba convencido de usar veneno, él quería algo

más cercano, más personal, algo que doliera, que le dolie-

se tanto como le dolía a él que su enamorada estuviera de-

cidida a pasar quince días sola en Brasil. Según recordaba

no se habían separado jamás en la vida. Ellos eran uno só-

lo, y la sola idea de que Amada pensara en dejarlo aunque

sea por unos días, hacía que muriera de celos y ansiedad.

A pesar de ser analfabeto, Ernesto llegó a convertirse

en Jefe de la Estación del Ferrocarril que pasaba por Arro-

yo de los Amantes. Su vida se limitaba a su oficina de la

estación, al bar del Gordo Pepe su único amigo, su mujer

Amada Ferreira y su hija Miriham.

No hablaba más que lo estrictamente necesario, en

realidad casi no hablaba, tal vez por herencia genética.

Aunque esto último era un misterio difícil de aclarar, ya

que nadie conoció a sus padres. El único pariente cono-

cido fue su abuela Kracoviana que tampoco hablaba. Era

una mujer flaca, rubia y de ojos claros que bajó una ma-

ñana del tren con Ernesto. Él era un niño de tres años, de

42

Page 45: Pájaros de Fuego.

tez blanca y pelo oscuro y aun no rengueaba de su pierna

derecha.

La única identificación que tenían era una tarjeta de

cartón blanco que decía «Kracoviana» y jamás pudieron

saber si esa era su nacionalidad o su nombre. Con los años

Ernesto se fue haciendo cada vez más renegado, el niño

dio paso a un adolescente gris y casi autista. A veces ha-

blaba solamente con Amada y a veces haciendo un gesto

de apertura excepcional solía hablar con el Gordo Pepe,

dueño del bar «La Papa Grosa».

Una a una imaginó las mil maneras de matar a su mu-

jer. En su enloquecida mente, recorrió el camino a su casa,

entró por la puerta delantera, por las ventanas, por la

puerta lateral que da al jardín, jaló mil veces el gatillo de su

38 mm., hechó veneno en mil bebidas, la empujó mil ve-

ces al Paraná, la tiró debajo del tren mil veces. Pero jamás

terminaba de convencerse, jamás sintió que se vengaba

completamente, que se cobraba esa tremenda ofensa. No

aceptaba tal abandono, un minuto, un segundo, sin su

enamorada, abandonado por ella... Revivió en su mente

enferma cada detalle de algún desplante, de alguna discu-

sión, de alguna sensación de desamor, de algún acto de in-

diferencia.

43

Page 46: Pájaros de Fuego.

Buscó en lo más recóndito de su memoria tratando

de recordar cada segundo de tristeza, de dolor, de rencor,

cada una de sus inseguridades. Porque no era más que

eso, una tremenda dependencia afectiva, una extrema in-

capacidad, una extrema incapacidad, una extrema inse-

guridad.

Llovía en las calles y en el alma del Rengo. Caminaba

bajo la tormenta atormentado por los celos, por su erró-

nea convicción de que Amada era suya, un objeto de su

propiedad.

El empedrado de la calle brillaba bajo la luz morte-

cina, empapada por el diluvio. Ernesto recorrió las tres

cuadras entre el bar y su casa enceguecido por la ira, de-

cidido a ponerle fin a esa tortuosa relación.

Saltó sin inconvenientes la pequeña verja, empujó los

postigos del viejo ventanal y entró en la habitación. Ama-

da estaba sentada frente al espejo con sus enaguas blancas

y cortas, cepillando su negra y larga cabellera. Había un

cigarrillo encendido sobre el cenicero.

Miró casi sorprendida al ver a Ernesto entrar cho-

rreando agua, algo tambaleante. Se había dado coraje con

tres copas de caña. Lo escuchó balbucear algo, pero la tor-

menta no le permitió escuchar con claridad.

44

Page 47: Pájaros de Fuego.

Él sacó de entre sus ropas el cuchillo y avanzó decidi-

do. Amada dio dos pasos atrás horrorizada mientras el

Rengo le clavaba el puñal con fuerza en el corazón. Lanzó

un grito final, sorprendida, contrariada, desesperada.

La sangre comenzó a salir a borbotones, Ernesto in-

tentó quitar el puñal del pecho de Amada, pero era como

si estuviese pegado, fundido a su cuerpo.

La mano se le llenó de sangre mientras ella se desplo-

maba. En medio de la tormenta el Rengo cerró el venta-

nal desde afuera y saltó la cerca. La sangre de su mujer aun

se mantenía caliente en su mano, a pesar de la lluvia no se

había licuado y seguía impregnada en su piel, quemándo-

lo como una hoguera bajo la tormenta.

Las calles estaban casi en penumbras, Ernesto corría

cojeando por el empedrado. Su visión de túnel no le per-

mitía ver el entorno, apenas veía hacia donde iba, perse-

guido, atormentado por los demonios que había desa-

tado.

Mil veces pensó en matarla, mil veces imaginó qué ha-

ría después, qué sentiría después; pero no pudo imaginar

este momento que estaba viviendo, el después real, inima-

ginable, desgarrador. No imaginó jamás esa oscuridad, esa

soledad, ese inmenso dolor, ese arrepentimiento.

45

Page 48: Pájaros de Fuego.

Él quería que la muerte fuese algo muy cercano, sen-

sual, personal, íntimo, y había elegido el modo justo, ade-

cuado, ideal. Mil veces volvía a ver los ojos aterrorizados

de Amada, los pasos atrás, la negra y larga cabellera, la

blanca enagua ensangrentada. Mil veces volvía a escuchar

su grito. Mil veces la vio caer con el cuchillo clavado en el

pecho. Mil veces sintió la sangre caliente de Amada que-

mándole la piel, el alma, la conciencia.

Mil demonios había despertado y lo perseguían y aco-

saban a cada instante, bajo la lluvia, bajo la piel.

Corría y aullaba un «perdón mi amor».

Mil veces rogó porque no sea real. «¡Qué sólo sea un

mal sueño!» gritaba bajo la lluvia en mitad de la calle deso-

lada, mirando al cielo pidiendo ayuda. Mil veces arrepen-

tido, mil veces desesperado, mil veces loco, mil veces ator-

mentado, desangrado, dolido, mil veces lloró su crimen,

mil veces pidió perdón, mil veces.

La noche era un oscuro e infinito abismo ahogado

por esa lluvia diluviana, pesada, violenta. Ernesto llegó

hasta la puerta del bar, empapado, jadeante, desesperado.

Se apoyó en uno de los surtidores de combustible que

estaban en la vereda. Los caballos atados al palenque

apuntaban con sus ancas al noreste y se resignaban a pasar

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Page 49: Pájaros de Fuego.

una noche de perros. El Rengo decidió no entrar, estaba

muy conmocionado, extremadamente alterado.

Cruzó la plaza en diagonal al sur, se paró frente a la

iglesia. Su visión de túnel le permitía ver solamente la

puerta. Pero no habría visto mucho más, la niebla densa y

permanente de la calle del este cubría como siempre la

iglesia. Ernesto no se atrevió a entrar a pesar de su pesar, a

pesar de su remordimiento, nunca había pisado ni un

sólo escalón de ese lugar.

Cruzó la calle del este casi a la carrera, sin renguear,

solía caminar sin renguear en momentos de nerviosismo

o cuando se alteraba demasiado.

Era casi medianoche y el Rengo estaba sentado en el

banco de pino, debajo de los ligustros casi marchitos y ex-

trañamente retorcidos. La lluvia era una ola violenta, casi

mortal sobre sus espaldas.

Por momentos los rayos iluminaban la estación de-

sierta. Por momentos creía ver a Amada caminando por el

anden, descalza, el pelo renegrido cayendo sobre sus hom-

bros como el manto de una reina, la enagua blanca y cor-

ta, ensangrentada, el puñal brillando en su corazón, la voz

suave y dulce preguntando sorprendida «¿Por qué lo hicis-

te?, yo te amo».

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Page 50: Pájaros de Fuego.

Ernesto se retorcía de dolor bajo la lluvia. Compren-

dió de repente que con ese cuchillo no solo había apuña-

lado a Amada. Había apuñalado el sol, se había apuñala-

do a sí mismo. Mataba al universo, mataba al amor, su vi-

da se iba con la sangre de Amada.

Una garra inmensa cortaba en tiras su alma, hacía

que el dolor sea insoportable. Con cada rayo, con cada

fogonazo su corazón se detenía, para luego latir con más

fuerza, causando más dolor. Gritaba «perdón amor, per-

dón» hundido bajo los ligustros y la lluvia, en medio de la

nada. Esa nada infinita que corría por todo su ser y que

envolvía el universo oscuro y frío dentro de su alma.

Ya nada podía volver atrás, el tiempo se había dete-

nido en el instante en que clavó el puñal. El tiempo había

dejado de transcurrir en el pecho mustio y ensangrentado

de Amada. El tiempo era esa garra implacable partiéndo-

lo en mil partes, despedazando y desangrando ese amor

eterno que se habían jurado. El tiempo era su mano, el

tiempo era ese puñal brillando en el corazón de Amada.

Corrió por las vías hacia el recodo, los rieles brillaban

con cada rayo como brillaba el cuchillo. Aturdido, deses-

perado, caminó por la selva hasta el amanecer.

La lluvia dejaba ver a lo lejos un cielo algo despejado.

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Page 51: Pájaros de Fuego.

Ernesto yacía entre los pastos en medio de la picada cerca-

na al Arroyo de los Amantes. El canto de los pájaros de

fuego sonaba triste en el corazón de la selva mojada y ti-

bia, se podía percibir la tristeza en cada trino. Esa noche

no habían cantado bajo la tormenta, su canto no había es-

tado custodiando el corazón de los enamorados.

Había sido la noche perfecta para que la Secta del Ol-

vido clave sus afilados dientes en el corazón y la memoria.

Y vaya si lo habían hecho, esos seis cazadores de almas,

vestidos de gris, habían excavado un profundo abismo en

el alma del Rengo.

Los buitres empezaron a sobrevolar la picada vigilan-

do el cuerpo inerte del Rengo. Con su fino olfato perci-

bían el olor humano, burda mezcla de alcohol y culpa.

Uno de ellos bajó al suelo y dando unos cortos saltitos se

acercó a él.

Estaba volteado de costado y parecía muerto. Cinco

buitres más tomaron posición en lo alto de un árbol seco a

la espera del primer síntoma que confirme la muerte del

humano tendido en el pastizal. Eran seis los buitres que se

aprestaban a desgarrar y limpiar el cadáver, seis cazadores,

a modo de emplumada Secta del Olvido. Luego vendrían

las siete bestias demoledores de huesos a terminar el

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Page 52: Pájaros de Fuego.

trabajo que iniciaran los grises cazadores de almas. Las sie-

te bestias demoledoras de huesos eran mitad lobo, mitad

basilisco. Mitad humano, mitad buitre. Mitad serpiente,

mitad león. Mitad araña, mitad escuerzo. Mitad jabalí,

mitad dragón. Mitad demonio, mitad reptil. Mitad mara-

bunta, mitad pez globo. Y eran el demonio final que se en-

cargaba de borrar toda huella, todo rastro de vida, todo

rastro de amor.

El explorador arrancó de un sólo picotazo el ojo iz-

quierdo de Ernesto, con limpieza y precisión. Un hilo de

sangre brotó uno de los pequeños tubos de vidrio e ingi-

rió hasta la última gota. Luego se sentó detrás del escrito-

rio mientras escuchaba como alguien golpeaba insistente-

mente la puerta, cerrada con llave.

Los gritos de su cuñado, el oficial Faustino Ferreira

retumbaron en la estación desierta. Luego lo escucho ale-

jarse. «Seguro supuso que no estoy» alcanzó a razonar,

mientras una nube rojiza y ácida cubría el ojo del Rengo.

Inmediatamente sintió que su cuerpo ardía por dentro,

las mandíbulas y la boca paralizadas, babeaba como un ca-

racol, la lengua contraída, los músculos rígidos, su estó-

mago retorciéndose espasmódico.

Vio un pájaro de fuego chocando contra las paredes

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Page 53: Pájaros de Fuego.

blancas y onduladas del cementerio de los muertos de

amor. Lo vio caer en un río color sangre.

La selva deslizándose, precipitándose a las rojas aguas.

Un caballo negro corriendo a todo galope, pisotean-

do mil veces su cuerpo tirado en el piso, desangrado, que-

mado disuelto, triturado. Devorado por las bestias demo-

ledoras, jalado por la secta del olvido, arrastrado por mil

demonios al fondo del abismo.

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EPÍLOGO

Es copia fiel de las páginas 35 a 44 de «El Libro de los Muertos de Amor» que consta en el cementerio de los Muertos de Amor. Doy fe,

A. FerreiraArandú Ferreira.Administradora.

Municipalidad de Arroyo de los Amantes.

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TIGRES BAJO LA LLUVIA

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Dedicado

a mi esposa Ana María Baccidone.

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Agradecimientos

a mi hija Abigail y Aníbal de Grecia.

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Page 63: Pájaros de Fuego.

TIGRES BAJO LA LLUVIA

Juan Turco, alias el Tigre, se levantó esa madrugada un

rato antes del amanecer.

A oscuras se vistió con su ropa camuflada y se calzó

unos pesados borceguíes. A oscuras recorrió la casa, esta-

ba obsesionado con hacerlo todo a ciegas y de memoria.

Sabía que era su mejor arma de defensa cuando lo vi-

nieran a buscar. Había convertido la casa en una peligrosa

madriguera, llena de trampas y salidas ocultas. Tanta pa-

ranoia no era en vano, sabía que Francisco Ferreira, ofi-

cial a cargo de las fuerzas policiales y nieto del mítico Faus-

tino Ferreira, le venía pisando los talones.

Aun no habían descubierto dónde se ocultaba, pero

presentía, con razón, que la hora estaba pronta.

A ciegas ajustó los cordones de los borceguíes, tanteó

en el tobillo derecho el revolver oculto en la media caña.

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Page 64: Pájaros de Fuego.

Se incorporó, ajustó el cinturón, revisó la cantimplora.

Metió las manos en los bolsillos delanteros, luego en

los traseros, a tacto comprobó que todo estaba en su lugar:

la petaca de Velho Barreiro, las drogas, el papel higiénico

y el pañuelo.

Se terció las cananas repletas de balas, cargó la mo-

chila con comida y una bolsa de dormir, tanteó la soba-

quera y comprobó que el 44 Mágnum estaba en su lugar,

limpio y lubricado, y la medalla de San Jorge pendía de su

cuello a manera de protección divina.

Al amanecer ya había pasado caminando por el reco-

do de las vías. Donde había apurado el paso por esa mo-

lesta sensación de inseguridad, ese sentimiento de temor,

ese frío repentino corriendo por su espalda. Todo le pare-

ció amenazante: las oscuras nubes que cubrían el cielo, el

canto de los pájaros de fuego que retumbaba en la selva

como si fuese un túnel verde y vacío.

Todo le pareció tortuoso y extraño, ese amanecer con

el follaje agitado por ráfagas de viento caliente.

En el recodo, se aferró al fusil 308 y caminó con prisa

por el sendero del monte, rumbo a las sierras distantes a

unos diez kilómetros de la estación.

«San Miguel Arcángel acompáñame en la batalla. San

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Page 65: Pájaros de Fuego.

Miguel Arcángel defiéndeme en la batalla. San Miguel Ar-

cángel lucha conmigo en la batalla, protégeme del mal»,

repetía Rumildo mientras caminaba por el monte santi-

guándose a cada paso, atemorizado.

Nunca logró acostumbrarse a andar solo por la selva,

a pesar de haber nacido en ella. Sus rasgos y sus pies des-

nudos delataban su origen, Rumildo era de la selva, ese

era su medio, su lugar en esta vida, aunque en quince años

no pudo superar su miedo al monte.

Su desnutrición crónica se le notaba claramente en el

cuerpo. Parecía un niño de diez, los ojos hundidos en un

oscuro abismo de hambre y huesos, sus rasgos duros, som-

bríos, casi brunos, el dolor latente en cada gesto.

Él era un joven mestizo, descendiente de aborígenes e

inmigrantes españoles. Además de su nombre legal, tenía

uno ancestral, verdadero, Garra de Jaguar, nieto de Jaguar

y bisnieto de Gran Jaguar, jefe de la aldea. De su madre

heredó la selva que corría por sus venas, el sotobosque en

la mirada, las alas de los pájaros en los pies; de su padre

heredó el temor por la misma selva.

En su sangre se cruzaban y chocaban los ríos misione-

ros y las rías gallegas, produciendo un estruendo enmude-

cido por siglos de dolor.

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Page 66: Pájaros de Fuego.

Atravesó un claro, apurando nervioso el paso; un cie-

lo cubierto de nubes plomizas oscurecían aun más el im-

penetrable monte y preanunciaban la lluvia de cada tar-

de. Truenos, rayos y relámpagos cortaban el aire denso,

rompiendo el silencio de la selva adormecida, huidiza, ex-

pectante. La lluvia se desató torrencial, diluviana, y Ru-

mildo perdió la huella de la corzuela que venía siguiendo.

Se encogió de hombros entre resignado y aterido de

miedo y de frío, invocando a la Virgen de los Caminos.

Era profundamente cristiano, aunque a veces mezclaba

los dioses de su madre con los santos de su padre.

Rumildo caminaba apurado, huyendo de la tormen-

ta, por un sendero que sólo los aborígenes conocían.

Los rayos cortaban el oscuro cielo de las sierras cen-

trales con filos brillantes y espasmódicos, mientras Juan

Turco se abría camino a machetazos hasta llegar al sende-

ro que buscaba.

Por datos de sus compinches también «cazadores»

sabía que un gran jaguar rondaba por la hondonada cer-

cana al cerro azul.

Con un profundo suspiro celebró haber hallado el

sendero que buscaba, ya no tendría que usar el machete

agotador. Comenzó a caminar fusil en mano, bajo una

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Page 67: Pájaros de Fuego.

cortina de agua que formaba torrentes y arroyos que co-

rrían con ferocidad barranca abajo.

Los sentidos bien alerta, el dedo en el gatillo. Los ojos

bien abiertos bajo el ala del pequeño sombrero verde,

atento a cada resplandor, a cada fogonazo.

Rumildo lo observaba desde lo alto de una higuera

estranguladora, empapado hasta los huesos, el corazón

galopando en un estruendo de adrenalina que dejaba sus

sienes al borde del estallido.

Aun así no le tembló el pulso en el momento de jalar

el gatillo de la vieja escopeta de un caño que sostenía en

sus manos. Le molestaban un poco los alambres con que

estaba atada la culata, para que no se partiera definitiva-

mente.

El disparo sonó a cañonazo, en medio de la tormen-

ta. Hubo un revuelo de murciélagos que pendían de las

ramas altas de un cedro, los pájaros huyeron a toda veloci-

dad, los monos aullaron espantados.

Todos conocían ese estampido, lo diferenciaban cla-

ramente. El monte se agitó como un mar embravecido,

moviendo sus ramas, lianas y cañas.

Helechos y hojas se tiñeron de rojo, Juan Turco cayó,

y pensó fugazmente «debo sobreponerme y zafar de la

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Page 68: Pájaros de Fuego.

emboscada». Los ojos saltándose de las órbitas, la boca

exageradamente abierta, sentía segundo a segundo como

le fluía la sangre. Mientras Rumildo le quitaba todo el ar-

mamento, el equipo, los borceguíes y la ropa camuflada.

Juan Turco se quedó tendido a un costado del cami-

no, desnudo. La medalla de San Jorge con su caballo, su

dragón y su espada, brilló con un relámpago; se le había

caído del cuello y estaba en medio del barro. Rumildo vol-

vió y la tomó, invadido por un torbellino de sentimientos,

de dolor, odio y profunda nostalgia, mientras regresaba

por el sendero.

La sangre continuaba brotando del cuello de Juan

Turco y diluyéndose con la lluvia, intentó concentrarse y

cortar la hemorragia, pero sus venas seguían fluyendo ha-

cia el barranco. Mientras sentía un intenso frío corriendo

por todo su cuerpo, creyó soñar que viajaba velozmente

por el espacio en medio de unas extrañas luces blancas.

Rumildo se alejó arrastrando el equipo de Juan Turco

por el barro, pensando que ahora podría olvidar y podría

descansar su pena.

Ñanderú —Dios Padre— el Creador del Mundo, el

Creador del Primer Árbol —la palmera Pindó—, el que cui-

da desde el cielo a sus hijos, miraba desde lo alto a una de

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Page 69: Pájaros de Fuego.

sus criaturas predilectas, el Jaguar, que se acercaba olfa-

teando bajo la lluvia la sangre y el olor a pólvora.

Las orejas atentas, los músculos tensos, los ojos fijos,

aun contra las gotas que caían como flechas sobre los pár-

pados. Con movimientos suaves, seguros, se aproximó al

cuerpo desnudo que aun tenía espasmos: los últimos es-

tertores, las últimas boqueadas, y comenzó a lamer la ma-

no crispada del muerto.

Visto a cierta distancia parecía tierno, surrealista, ver

al Jaguar lamiéndolo, como intentando revivirlo, pero en

realidad es parte del ritual.

Tres Tigres se cruzaron esa tarde bajo la lluvia, el más

pequeño siguió triste por el sendero temblando de miedo.

Otro partió a un abismo más profundo aún. El más gran-

de siguió recorriendo satisfecho el reino que Ñanderú le

dio.

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Page 71: Pájaros de Fuego.

DE HOMBRES Y BESTIAS

El hombre descendió de su B.M.W. maletín en mano, se

acomodó el saco y caminó rumbo al micro centro. Detrás

de él bajó, también del mismo auto, el otro, dejando la

puerta mal cerrada.

Vestía camisa rayada, roja y blanca, de líneas finas, su-

cia y con los puños desabrochados; los pelos parados y re-

vueltos, jeans y zapatillas también sucias y desatadas.

Salió caminando vacilante detrás de Pedro, los ojos

un poco desorbitados, sus manos gesticulantes como de

retrasado, dibujaban extrañas figuras en el aire.

Sus pies hacían equilibrio en el filo de un profundo y

oscuro abismo, invisible, imaginario. Lanzaba frases in-

descifrables y sonidos guturales que alertaban y escandali-

zaban a los transeúntes.

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Page 72: Pájaros de Fuego.

Pedro apuró el paso intentando perderse entre la gen-

te, aunque no lograba distanciarse mucho, el otro no le

perdía pisada.

Entró al banco, detrás de él entró el otro, pero tardó

como diez minutos en zafar de la puerta giratoria. Cuan-

do lo logró, Pedro regresaba de hacer sus trámites, mien-

tras él estaba apoyado contra los vidrios, a punto de vomi-

tar, atrozmente mareado.

Pedro aprovechó la ocasión para escabullirse al minis-

terio de economía, allí estuvo más de dos horas ocupado

en sus negocios y contactos. Sus operaciones se mezcla-

ban en una intrincada madeja política, filo mafiosa, que

tenía que mantener día a día, debía alimentar sus redes de

información, pues quien maneja la información maneja

el poder y hace buenos negocios.

Cuando salió se encontró con el otro, sentado en las

escaleras blancas y semicirculares; gesticulando y balbu-

ceando babosas incoherencias. Apuró el paso y cruzó la

calle escuchando las frenadas y los insultos que el otro

provocaba.

Atravesó la plaza mientras el otro corría detrás de las

palomas, chocaba con los transeúntes y se peleaba emi-

tiendo sus habituales sonidos guturales. Dos policías lo

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Page 73: Pájaros de Fuego.

miraban pisar el pasto y saltar encima de los bancos, a la

vez que él les sacaba la lengua. Luego chapoteó en la fuen-

te y corrió a revolcarse en el arenero.

Pedro entró en un bar y se sentó a la mesa con una pe-

riodista que lo reporteaba para un medio importante.

Promediando la entrevista, una visión lo llenó de fu-

ria; del otro lado del vidrio el otro le hacía gestos obsce-

nos. El pelo y la cara eran una masa informe de arena y

barro, y la ropa chorreando agua; mientras todos se reían

y comentaban socarronamente.

Pedro interrumpió el reportaje y salió enfurecido

rumbo al automóvil. Lo puso en marcha, maniobró para

salir y, cuando se disponía a acelerar, debió frenar brusca-

mente. El otro apareció en el techo, con su cabeza colgan-

do hacia abajo en el parabrisas, los ojos desorbitados y

una sonrisa dulce en su sucia cara.

Esa misma mañana partió en tren rumbo al norte. Su

camarote parecía una armería, revólveres, un fusil, balas,

cuchillos de caza, mira telescópica, mochila, equipos va-

rios. En su cara un gesto distendido y alegre, ese fin de

semana se dedicaría a seguirle las pisadas a un poderoso

jaguareté en las sierras centrales misioneras.

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Page 74: Pájaros de Fuego.

Pero sobre todo, su mayor felicidad era estar solo, ale-

jarse del otro, se sentía libre, respiraba aliviado, sin tener

que soportar esa carga implacable y ridiculizante.

La felicidad duró poco, había transcurrido sólo una

hora cuando escuchó el revuelo de gente que gritaba y se

reía. Se asomó al pasillo y vio sus ojos. El otro estaba colga-

do del pasamanos haciendo piruetas y malabares, con la

misma camisa y el mismo pantalón, pero mucho más su-

cios y rotos.

Cuando vio a Pedro corrió hacia él gritando cosas

ininteligibles. Él se encerró en su camarote decidido a no

asomar la nariz hasta llegar a destino; pero Pedro igual

que Pedro tuvo que negarlo tres veces ante un guarda esa

madrugada.

El amanecer estaba despejado y apacible, salió al pa-

sillo y esperó a que el tren se detuviera. El otro se tiró del

tren aún en marcha y rodó por el pedregullo dando vuel-

tas y vueltas; desde el andén lo miraron entre divertidos y

asombrados.

Un borracho corrió a ayudarlo y se alejaron, balbu-

ceando caminos zigzagueantes rumbo al recodo de las

vías.

72

Page 75: Pájaros de Fuego.

En tanto Pedro subía a la camioneta acompañado por

Raúl Rojas, su amigo y guía en las sierras, y partían por un

camino de tierra.

Mientras bajaban el equipo de la camioneta, el otro

saltó de la caja y le quitó la gorra al peón que los ayudaba.

Otro de los peones se reía del hecho y recibió como res-

puesta una patada en el trasero.

Aquella siesta resultó un infierno para Pedro, que in-

tentaba dormir un rato, necesitaba descansar, pues las ca-

cerías suelen ser agotadoras. Daba vueltas y se revolvía en

la cama, pero el otro hacía mucho ruido, gruñía y se reía,

saltaba, aplaudía y se colgaba de las vigas del techo.

Pedro maldecía su destino, tener que soportar a toda

hora y en todo lugar a esa bestia idiota, que lo ponía en ri-

dículo ante el mundo, y era objeto de censura por parte de

la mayoría de sus amigos, que le recriminaban el hecho de

tener que cargar con semejante pariente.

A media tarde partieron hacia la zona del Cerro Azul;

bajaron por un cañadón entre las sierras, caminando sigi-

losos para no alertar al monte adormecido entre helechos

y musgos.

Tras una hora de caminata, se encontraban a media

falda observando con los prismáticos unas manchas en la

73

Page 76: Pájaros de Fuego.

maleza que parecían ser las del jaguareté. Decidieron en-

tonces separarse para tenderle una celada. El guía bajó, fu-

sil en mano, hacia un grupo de coníferas y se escabulló en

el sotobosque.

Pedro cruzó unos trescientos metros de pinares y se

sentó sobre una saliente de piedra, vigilando la zona y bus-

cando una señal de la bestia.

Le pareció ver una sombra sigilosa, creyó oír un rugi-

do lejano, entre atemorizado y excitado supuso que el ani-

mal se alejaba, corrió para salirle al cruce antes que gane

altura. Miró buscando al guía, pero no lo encontró.

De pronto se vio solo y desorientado, no sabía bien

qué hacer, siguió corriendo desesperado, ansioso y sin

pensar; sus pies volaban sobre el sendero acolchado de

hojas.

No vio más que la pared de ramas, cañas y helechos.

No vio el precipicio que cortaba con filosos cuchillos el

sendero y sus viboreantes recodos.

Sólo veía los azules profundos del cielo y el cerro, y los

verdes de allá abajo. No escuchó el grito del otro, sólo es-

cuchó el estampido de su fusil cuando se le escapó el tiro.

Despertó viendo la cara asombrada y contrariada,

muy contrariada del otro sobre él. Los oídos le zumbaban,

74

Page 77: Pájaros de Fuego.

el viento le pareció más frío. Comenzaron a caminar por

un sendero que desconocían, monte abajo.

Todo daba vueltas a su alrededor; oyó el canto atur-

dido de los chingolos al atardecer y vio un horizonte de

jotes carroñeros volando rumbo a la oscuridad.

Ya no le importaban los gruñidos del otro, sus manos

y sus piernas adormecidas pesaban toneladas.

El sendero era algo lejano y confuso, el sendero casi

no existía, el sendero claro, casi plateado y los costados ne-

gros y fríos. A los costados la nada y de ella surgieron los

seis cazadores de la Secta del Olvido, quienes cual impia-

dosos lebreles arrancaban a dentelladas la tierna memoria

del otro.

La luz al final del camino se hizo más intensa y obligó

a los perseguidores a esconderse entre los oscuros

pliegues que conectan a los universos como los fuelles a

los vagones del tren.

Por el sendero caminaban los dos, arrastrando cade-

nas, pateando muertos y serpientes, ojos y cuencas vacías.

Más adelante la luz; la luz esperando en la cima; el viento

los empujaba con fuerza hacia ella.

Temblando de frío se detuvieron frente a la luz. Una

voz de trueno dijo:

75

Page 78: Pájaros de Fuego.

—Ha llegado la hora de devolver al polvo lo que es del

polvo y a Dios lo que es de Dios. ¿Tú qué eres? —preguntó

la voz.

—Un animal superior —contestó Pedro.

—¿Y tú? —volvió a preguntar la voz

—Yo soy yo —contestó el alma.

76

Page 79: Pájaros de Fuego.

UN DÍA EN LA VIDA DE...

Fausto Núñez Cabeza de Vaca algunos años atrás vio por

primera vez a la bestia, pesaba más de setecientos kilos y

según pudo apreciar era negra con manchas grises, gran-

des garras y colmillos gigantes. Su vida cambió para siem-

pre a partir de aquel día.

Fue una madrugada de niebla cuando corrió para

auxiliar a Otto Galik y su esposa Mara, que gritaban deses-

perados. Llegó tarde, ambos ya estaban muertos, pudo re-

conocer a Otto por un pedazo de dentadura en el que es-

taban intactos sus dos dientes de oro. «Pobre Otto —pen-

só— tanto cuidaba sus dientes y allí estaban, desechados

por la bestia».

Mara estaba fuera de la muralla que rodeaba la casa,

se la podía reconocer a simple vista, sólo tenía un profun-

do y gran zarpazo en el cuello.

77

Page 80: Pájaros de Fuego.

La casa del «gallego» Fausto estaba construida a media falda sobre las Sierras Centrales a orillas del Río Uru-guay. Cercada por una muralla perimetral de piedra ne-gra, de unos tres metros y medio de alto. A la vez otro mu-ro interno, igual de alto y a unos catorce metros del prime-ro, completa un segundo perímetro.

El terreno entre ambos muros estaba desmontado,

apenas crecían algunos yuyos. Parecía más bien una pe-

queña estepa cubierta por exfoliante, minada de trampas,

clavos de punta, explosivos caseros, y pozos camuflados

con palos de punta en el fondo.

Un pasadizo empalizado unía la casa de Fausto con la

de Otto, estaba sólidamente construido y rodeado de

alambres de púas. Aunque todas las prevenciones parecen

pocas a la hora de caminar por él y recorrer los trescientos

metros que separan a ambas casas; el monte es cerrado, es-

peso, profundo y oscuro.

En los últimos años el dosel de la selva se redujo. Los

vientos del noroeste aumentaron tanto en los últimos

veintiocho años que fueron transformando la selva en un

monte más bien achaparrado y de no más de siete metros

de altura.

La casa de Fausto tenía un mirador en la planta alta

desde donde se puede ver el río y los edificios semi-

78

Page 81: Pájaros de Fuego.

destruidos de Panambí, la otra orilla y la muralla que im-

pide ingresar a territorio brasilero. La muralla mide unos

siete metros de alto y se pierde en el horizonte a sur y nor-

te.

La excusa fue que servía de barrera protectora contra

los vientos de más de ciento cuarenta kilómetros por hora

que soplan del noroeste producto de la deforestación en

la región.

También se ven las sierras brasileras cubiertas por el

mismo monte achaparrado, y en la media falda hacia el

norte se puede ver el enorme edificio abandonado donde

funcionaban los bioreactores. Emergiendo sobre el mon-

te que lentamente se lo va devorando con sus verdes e im-

placables fauces, cubriendo cada panel de células foto-

voltaicas.

El gallego Fausto llegó a Panambí con la primera ola

de inmigrantes luego de desatarse la peste. Vivía a orillas

del Ebro, río que separa España de Portugal, y nunca pu-

do estrenar oficialmente el título de ornitólogo, ya que

abandonó Europa ni bien se gra-uó.

Su amigo y vecino Otto Galik llegó cinco años más

tarde, en dos mil veintiocho, huyendo de la Tercera Gue-

rra cuando Rusia invadió Austria y otras naciones. Su

79

Page 82: Pájaros de Fuego.

esposa Mara era obereña, hija de franceses, y arquitecta.

Otto manejaba un autobús en Viena.

Habían construido las dos casas a pocos kilómetros

de Panambí, previendo un futuro complejo, caótico y sin

leyes. No era difícil imaginar lo que ocurriría ya que los

acontecimientos a todo nivel lo dejaban entrever. Por eso

tomaron tantas precauciones, por eso tanta paranoia,

tanto esmero por defenderse de las bandas que azotaban

la región.

Fausto era primo de Rumildo Núñez Cabeza de Vaca,

con quien había mantenido correspondencia antes de ve-

nir a la Argentina, pero nunca lo pudo hallar a pesar que

hizo lo imposible por encontrar el pueblo donde vivía.

En la boletería del tren en Posadas, tubo que comprar

un pasaje hasta San Nicéforo, una estación que quedaba

unos treinta kilómetros más allá, pues en los boletos no fi-

guraba Arroyo de los Amantes. Le dijeron que diez kiló-

metros después de pasar la localidad de Las Guayubiras

había una curva pronunciada, un recodo en las vías, y a

un kilómetro de allí estaba Arroyo de los Amantes.

Pero luego del recodo el tren siguió a la misma velo-

cidad, Fausto se aprestó a bajar pero el tren no se detuvo.

80

Page 83: Pájaros de Fuego.

Por la ventanilla vio un lugar descampado, con algu-

nos árboles desperdigados. Vio una antigua iglesia en rui-

nas, semicubierta por la niebla; más allá un tabacal que se

extendía unos mil metros hacia el oeste.

Al llegar a San Nicéforo debió esperar más de dos días

a que pase el próximo tren, pues nadie supo decirle como

llegar por otro medio. Al volver sacó pasaje hasta Las Gua-

yubiras. A pesar de sus esfuerzos sólo vio del otro lado de

las vías un montón de tumbas oscuras y abandonadas,

pobladas de lagartos y lagartijas.

A unos mil quinientos metros hacia el este el humo

de un horno de ladrillos se recortaba en el horizonte.

—Usted sacó pasaje hasta Las Guayubiras —respondió

con parquedad el guarda rollizo y de ojos claros, cuando

Fausto le dijo que bajaba en Arroyo de los Amantes.

Miró desesperado por la ventanilla y sólo vio un poco

de pedregullo y una hermosa canilla de bronce, con extra-

ordinarios arabescos labrados, tirada sobre las piedras, un

hilo de oxido se perdía contra el riel.

Ese día se despertó antes del amanecer, en realidad

los rayos, los truenos, los relámpagos y la ferocidad de la

lluvia, lo mantuvieron despierto casi toda la noche a pesar

que era cosa de todos los días en los últimos años.

81

Page 84: Pájaros de Fuego.

Esa madrugada la tormenta era particularmente vio-

lenta y con vientos de más de setenta kilómetros por hora.

Fausto se calzó las viejas botas de goma compuesta, los

pantalones también de caucho compuesto tipo Whedel,

la capa larga y ballesta en mano se dirigió al río por el pa-

sadizo fortificado, a revisar las trampas y líneas de pesca.

La ballesta era pequeña y tenía una recámara con sie-

te flechas, su recarga era automática. La había copiado de

un libro sobre armas chinas que le regalara su hija menor

antes de cruzar el río junto a su madre hace ya unos vein-

ticinco años. Luego se construyó la muralla, sus otras dos

hijas viven o vivían en las montañas neuquinas.

Llovía con intensidad, pero Fausto era constante y

terco, y estaba acostumbrado a que llueva sin parar duran-

te meses. «Las cosas se deben hacer igual aunque llueva o

truene», se decía a sí mismo mientras caminaba por el pa-

sadizo hacia el río.

Eran más de las siete de la mañana, pero aun no se

veía bien, los densos nubarrones y la lluvia formaban una

cortina oscura. Sabía que esa era la hora indicada, el mo-

mento más seguro del día para arriesgarse a salir, las fieras

nocturnas ya no merodeaban y las diurnas aun no se atre-

vían.

82

Page 85: Pájaros de Fuego.

Bajó hasta la orilla con cuidado, aunque el pasadizo

tenía el suelo adoquinado con piedras rugosas para evitar

los resbalones. La empalizada se abría a centímetros de la

orilla y se extendía unos siete metros para cada lado crean-

do una pequeña playa cerrada, que tenía un muelle de pie-

dras de no más de siete u ocho metros de largo.

Las aguas estaban agitadas y se fundían con la cortina

de lluvia, que arrasaba el río y el horizonte en medio de un

amanecer oscuro y tormentoso.

A pocos metros de la orilla pudo adivinar el movi-

miento zigzagueante y cadencioso de un grupo de anacon-

das.

La pequeña campana de alarma casi no se oía debido

al sonido del agua y los truenos. Un gran relámpago ilumi-

nó el cielo, la muralla brasilera y la superficie del río, el

viejo reconoció inmediatamente la silueta que se recorta-

ba en las aguas del Uruguay a unos setenta metros de la

costa.

Una barcaza enganchada en el cable de fibra de carbo-

no iridiscente que cruzaba el río a unos setenta centíme-

tros sobre la superficie. El cable estaba allí, justamente pa-

ra atrapar eventualmente alguna embarcación a la deriva,

tenía un dispositivo que permitía aflojarla y dejar pasar a

83

Page 86: Pájaros de Fuego.

una embarcación tripulada. Ya que se la podía accionar

mediante otro cable más fino, y sólo debía ser jalado hacia

la orilla brasilera.

El sistema estaba instalado desde veintiún años atrás,

cuando la región cambió de manos. Los coreanos trajeron

con ellos muchos sistemas simples, casi rudimentarios,

pero efectivos, de control y captura de toda clase de naves,

vehículos, animales y personas.

La pierna derecha le sangraba, algo adormecida pero

no recordaba cómo y en qué momento se lastimó. Fausto

se quedó sentado en el piso más de media hora, bajo la llu-

via, hasta recuperar fuerzas.

Decidió que intentaría capturar la barcaza que seguía

trabada en el cable, dedujo que estaba a la deriva y no te-

nía tripulantes. «Pero tal vez sí tenga víveres o algo que me

sea útil», pensó. Además parecía medir más de catorce me-

tros y con seguridad más de setenta centímetros de alto, lo

que delataba una buena embarcación.

La lluvia seguía implacable y el viejo pensaba la estra-

tegia a seguir. Por lo tanto revisó la ballesta, y se reincorpo-

ró aun temblando, accionó la palanca y la puerta de palos

se levantó lentamente. Cojeando lentamente llegó hasta

el muelle, a rastras subió a la torreta de piedras al pie del

84

Page 87: Pájaros de Fuego.

muelle. Quitó la lona que cubría el arpón y realizó una

mínima inspección del mecanismo. Encendió el sistema

láser de mira telescópica y apuntó a la barcaza, mientras

agradecía contar con un sistema de alta tecnología que se

mantenía operable después de tantos años y en las peores

condiciones. Pulsó el disparador y el garfio de tres garras

del arpón cayó dentro de la barcaza.

El gallego se mantuvo expectante mientras el sistema

de poleas remolcaba la nave, usando una fina y resistente

cuerda. En pocos minutos la barcaza estuvo en el pequeño

muelle. A pesar de la lluvia, Fausto pudo ver que se tra-

taba de una nave de asalto con motor a combustible sóli-

do, cubierta en su interior con planchas de polímero an-

tibalas. El escudo distintivo aun estaba reconocible, un

águila con las alas extendidas sobre el hemisferio sur con

sus garras sobre Sudamérica y se podía leer 5ta Flota

U.R.C.C. «Unión de Repúblicas Capitalistas Coreanas».

Fausto vio con asombro los esqueletos en el piso de la bar-

caza, aun conservaban parte de sus uniformes camufla-

dos, desgarrados por jotes. Los esqueletos lucían blancos,

limpiados a fondo por avispas y hormigas carnívoras. Es-

parcidos también estaban los fusiles, buenas armas y bue-

nos GPS.

85

Page 88: Pájaros de Fuego.

—Seguro que aun funcionan sus baterías —se dijo con

cierta excitación—. Vamos a por el arnés para remolcar las

armas hasta la casa —volvió a gritar bajo la tormenta.

Un rugido ensordecedor cortó el aire empapado por

la lluvia y todo se detuvo. Un silencio profundo de pronto

cubrió el monte, no llovía, el viento estaba calmo y ni un

sólo relámpago se veía a lo lejos, sólo el sonido del agua

que se escurría por las hojas de los árboles y helechos. El

segundo rugido de la bestia quebró la mañana, cientos de

pájaros empapados huyeron agitando el monte, cubrien-

do el horizonte, salpicando agua contra el río. Las piernas

de Fausto se aflojaron temblorosas, paralizado por un ins-

tante pensó «¡A por un fusil!, seguro que están cargados».

La bestia rugió por tercera vez, erizando la selva, helando

la savia de los cedros, con un rugido de mil truenos. Las

nubes dejaron caer el agua y huyeron apresuradas. Rayos,

relámpagos y truenos atravesaron como flechas el corazón

del río. Una tormenta aun más oscura, más negra, desató

toda su furia sobre el río Uruguay provocando pequeños

tsunamis que zarandeaban la barcaza donde estaba para-

petado el anciano. Quitó el seguro del Halcón 7.7 y ape-

nas jaló el gatillo soltó una ráfaga de balas casi sin produ-

cir ruido.

86

Page 89: Pájaros de Fuego.

—Joder, esto sí que es un arma —dijo mientras desen-

fundaba unos prismáticos con censor de calor y comenza-

ba a barrer el monte con ellos buscando a la bestia.

La tormenta oscura y cerrada no le impedía ver los es-

pectros de calor de los animales en la espesura del monte.

—¡Ahí estas joputa!, —exclamó Fausto al encontrar la

silueta de la bestia, barranca arriba, agazapada sobre la

muralla externa de la casa.

Casi sin pensar tomó el fusil y apuntó desde abajo ha-

cia arriba como había aprendido. Jalando el gatillo con

suavidad, pero con firmeza. La andanada de balas cortó

todo a su paso. El viejo no pudo ver si había acertado, de

todos modos estaba seguro que sí, la mira láser no falla.

«¡Hostias! Creo que no debería llevar el equipo a la ca-

sa, por lo menos no todo, antes voy a revisar cuántos pane-

les de combustible tiene esa barca», pensó. Y la idea de

marcharse hasta Vilcabamba produjo en él una adrenali-

na, una sensación de alegría y alivio inexplicables.

Hacía muchos años que soñaba con llegar hasta el

valle de Vilcabamba, las últimas comunicaciones a través

de internet mostraban que allí aun podían vivir en paz y

tranquilidad. El valle estaba aislado y era de difícil acceso,

más aun después que sus habitantes cortaran las vías que

87

Page 90: Pájaros de Fuego.

comunican el valle con el resto del país. Allí vivían, por lo

menos hasta que se terminó internet, su esposa y su hija

menor casada con un diseñador ecuatoriano. Desde el fin

de las comunicaciones satelitales, Fausto no volvió a saber

nada de su familia y llevaba años dando vueltas en su cabe-

za la idea de llegar hasta Vilcabamba. Pero descartó ha-

cerlo por tierra, pues estaba seguro que perecería rápida-

mente en las garras de alguna bestia. Además ya estaba

muy viejo para emular a su ancestro Alvar Núñez Cabeza

de Vaca, que cruzó EE.UU., desde el Atlántico al Pacífico,

ida y vuelta. Y desde Santa Catalina hasta Cataratas del

Iguazú. Fausto al igual que Alvar en el horóscopo olmeca

era Caminante de los Montes, pero sabía que jamás po-

dría llegar por tierra a Vilcabamba.

Bajo la lluvia subió a la barcaza, a simple vista com-

probó que la cantidad de celdas de combustible sólido al-

canzaban para recorrer unas doce mil millas de navega-

ción a todo motor. Calculó que significaban unos veinte

mil kilómetros, por lo tanto no lo dudó. La oportunidad

que estuvo esperando durante años por fin llegaba.

—¡Josdeputa, vosotros la habéis cagado para todos y

ahora sólo sois un montón de huesos descarnados! Depre-

dadores vencidos. ¡Para esto jodíais con que cuidáramos el

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Page 91: Pájaros de Fuego.

agua! ¿Los recursos naturales? —gritaba Fausto en medio

de la tormenta, mientras arrojaba los esqueletos de los sol-

dados al río.

Apretó el botón de encendido y escuchó el zumbido

de las turbinas retroalimentadas, le sonaron como un ca-

dencioso ronroneo en sus oídos. Sus manos temblaban,

pero no de viejas, la emoción y el nerviosismo se apodera-

ban velozmente de él. Fausto respiró profundo para rela-

jarse y poder pensar tranquilo. Decidió amarrar la barca

al sistema de amarre ideado por Otto que preveía las creci-

das y las bajadas del río.

Con uno de los fusiles 7.7 terciado en la espalda, as-

cendió la barranca hasta llegar a la muralla externa utili-

zando el cable carril. Pasó por ambas puertas de la recáma-

ra, las cerró y caminó hasta la casa por el pasadizo.

«La naturaleza está recuperando terreno perdido gra-

cias a Rigel», pensó. Giró para ver al pasadizo y sintió que

lo estaban observando.

Fausto comprendía por experiencia que significaba

ese sentimiento, ese presagio de saberse vigilado, en otras

oportunidades había sufrido ataques de animales y huma-

nos, esa sensación la reconocía con toda seguridad. Presu-

roso recurrió a un parche de piel sintética que guardaba

89

Page 92: Pájaros de Fuego.

para situaciones extremas y que no sólo detiene la hemo-

rragia, sino que también sella y cauteriza las heridas pro-

duciendo un rápido cicatrizado.

Fausto resolvió marcharse antes del atardecer, ya no

quería arriesgarse más. Cada día aparecía un peligro nue-

vo, a pesar que en los últimos siete años no volvió a ver se-

res humanos, ni soldados coreanos, ni vecinos, ni brasile-

ros patrullando la frontera. Los animales se apoderaron

de la región y algunos mutaron volviéndose mucho más

grandes y peligrosos. Hizo dos listas, una con todo lo que

pudiera caber en la mochila que le permitiera caminar

desde el Pacífico hasta el valle de Vilcabamba, incluyendo

un fusil ultra liviano. Cargó calzado, remedios, abrigo, un

colchón inflable, una pequeña carpa, alimentos enlata-

dos. Debía recorrer mil cuatrocientos kilómetros aproxi-

madamente por el río, tres mil quinientos por el Atlántico

y siete mil por el Pacífico hasta Ecuador. Incluyendo el

estrecho de Magallanes, que no es tan estrecho porque la

mayoría de las islas habían desaparecido por el incremen-

to del nivel de los mares. Además también estaban sumer-

gidas bajo las aguas kilómetros y kilómetros de costa, en

muchas partes el mar avanzó más de setenta kilómetros

tierra adentro, cubriendo llanuras, depresiones y ciuda-

des.

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Page 93: Pájaros de Fuego.

Fausto desarmó los dos puercoespines, así bautizó

Otto Galik a los dos carros que construyeron para recorrer

los pasadizos. Constaban de una placa de madera de dos

metros y diez centímetros de alto, por un metro y cuarenta

centímetros de ancho, con pequeños hierros de punta de

catorce centímetros de largo, diseminados a manera de

púas, por toda la placa montada al frente de los carros de

dos ruedas, que usaban a modo de arietes de defensa para

desplazarse por los pasadizos y no dejaban ningún resqui-

cio por el que pudiera atacar algún animal o humano.

Dejó colgando de su hombro el fusil, tenía la certeza

de estar siendo observado. Estaba seguro, su percepción

no le había fallado nunca, por eso también colgó del cin-

turón el cuchillo que recogió de la barcaza. Además, cargó

mantas, una linterna con baterías retroalimentadas, to-

das las provisiones que tenía en casa, toda la carne ahuma-

da, y con un gran esfuerzo, ayudándose del cable carril,

cargó siete bidones de agua de setenta litros cada uno.

Fausto se calzó la mochila, tomó el fusil con la mano

izquierda, realizó un último recorrido por la casa, con lá-

grimas en los ojos pero feliz y excitado, por fin intentaría

navegar hasta Ecuador rodeando Sudamérica.

91

Page 94: Pájaros de Fuego.

Cerró la puerta tras de sí bajo la lluvia y se encaminó

por el pasadizo rumbo al muelle, atento al entorno, toda-

vía sentía esa inquietud de sentirse observado. Pensaba

navegar toda la noche, a pesar de que estaba muy cansado.

La barca estaba pintada con un material de última genera-

ción que la hacía prácticamente invisible, ya que reflejaba

el agua y presentaba para quien estuviera mirando, una

imagen similar al agua, era como si fuera parte del río. Sus

motores silenciosos eran imperceptibles a más de siete

metros de distancia.

Pero Fausto no quería arriesgarse durante la travesía

por el río, no tenía certeza de que podría encontrar: otras

trampas, bandas armadas, animales acuáticos y terrestres

peligrosos. La lista era inquietante y bastante extensa; por

lo tanto navegaría sin parar, para llegar al Atlántico lo an-

tes posible. Luego, en el mar, su plan era navegar cerca de

la costa, pero no demasiado cerca, para evitar sorpresas y

naufragios.

Abrió la puerta de la recámara del pasadizo en el mu-

ro externo y bajo una intensa lluvia percibió el olor de la

bestia mojada. Inmediatamente recordó a Otto despeda-

zado y Mara ensangrentada con un profundo zarpazo en

el cuello. Se le vino a la memoria aquel olor a perro

92

Page 95: Pájaros de Fuego.

mojado que dejó el aguará guazú mutante y se detuvo en

seco, paralizado entre el miedo y la certeza de comprender

que clase de olor estaba sintiendo. Con un movimiento

lento activó la mira del fusil y comenzó a buscar bajo la

lluvia torrencial, truenos y relámpagos agitaban la selva

adormecida y empapada. El viento nordestino arrojaba

las gotas con ferocidad en su cara. Fausto no entendía del

todo lo que estaba viendo, el visor del fusil le mostraba

una mancha roja de calor que lo abarcaba todo. La bestia

cubría todo su campo de visión, estaba cerca, tan cerca

que podía sentir su jadeo a pesar de la tormenta, el color

del pelaje se confundía entre la empalizada y la lluvia bajo

la penumbra del anochecer.

Jaló con premura el gatillo del 7.7 pero las balas no

salieron, bajó el fusil comprobando que a pesar de su ex-

celente diseño se había trabado. Arrojó el arma a un costa-

do, dio media vuelta y corrió rumbo a la casa mientras es-

cuchaba a la bestia rugir y arremeter contra la segunda

puerta de la recámara.

Trabó aterrorizado la primera puerta sin mirar atrás,

el aguará mutante estaba dentro del pasadizo al otro lado

de la recámara del muro interponiéndose entre él y la bar-

caza, bufando, gruñendo, rugiendo, aullando. Sus rugidos

93

Page 96: Pájaros de Fuego.

tapaban los truenos oscureciendo abruptamente la selva

temblorosa.

Fausto corrió por la oscuridad de la casa, de memoria

recorrió el pasillo y manoteó la ballesta que había dejado

sobre la mesa de la cocina. Buscó siete flechas más que

estaban sobre un mueble, sabía de memoria donde esta-

ban, las tomó con cuidado por que estaban impregnadas

de curare.

Volvió apresurado hacia afuera mientras tanteaba el

mecanismo de la ballesta para comprobar que esta sí fun-

cionaba.

No tuvo tiempo de pensar una estrategia, ni siquiera

de apuntar, levantó la ballesta en un acto reflejo y en el

umbral de la puerta de su casa apretó el gatillo.

Las siete flechas de la recámara salieron una tras otra

en fracciones de segundos y se fueron clavando una al la-

do de la otra en el pecho de la bestia que estaba ya a tres

metros y medio de la puerta de la casa.

Retrocedió hasta dentro del dintel, mientras los col-

millos de la bestia alcanzaban a desgarrarle la mano dere-

cha cercenando dos dedos. Fausto cayó de espaldas, segu-

ro que esos eran los instantes finales de su dura y solitaria

vida.

94

Page 97: Pájaros de Fuego.

Pero la bestia se derrumbaba ahogada por el curare

que paralizaba su sistema respiratorio, el gallego se arras-

tró hacia el interior de la casa, se hizo un torniquete con

una cuerda, se aplicó cicatrizante y se vendó la mano lo

mejor que pudo.

La lluvia seguía arreciando y entraba en la casa que

continuaba con la puerta abierta. El olor de la bestia lo

impregnaba todo. Afuera el corazón de la bestia dejaba de

latir, mientras sus fauces inertes y abiertas dejaban ver

todos sus dientes. Los colmillos aterradores brillaban con

el resplandor de cada relámpago.

La noche cubría con sus negras alas de jote cada rin-

cón del monte. Fausto pateó las costillas de la bestia muer-

ta mientras pasaba apoyándose en el fusil a modo de mu-

leta. El esfuerzo hecho en las últimas horas se cobraba su

precio con mucho dolor en la pierna mordida por la ana-

conda, aun al límite de sus fuerzas estaba decidido a llegar

a la barcaza y poner proa al sur.

—¡Maldito! Aquí te pudres —dijo temblando, mien-

tras sorteaba las puertas de la recámara que estaban tira-

das y rotas—, uno de nosotros tenía que salir de aquí y ese

no eres tú. Otto y Mara están ahora en paz.

95

Page 98: Pájaros de Fuego.

Se deslizó hasta la orilla, abordó la barcaza que rolaba

en el muelle, dejó la ballesta junto a la palanca del timón,

acomodó la mochila y encendió por unos minutos las lu-

ces de la nave. Sólo para asegurar las dos placas de madera

con púas de acero como techo sobre la parte descubierta

de la nave a modo de escudo.

Bajo la tormenta nordestina soltó las amarras de la

barcaza que se bamboleaba con el oleaje mientras la com-

pañera del aguará guazú corría barranca abajo intentando

vengar su muerte y capturar una presa humana. Fausto no

se percató, pero de todos modos ya estaba en medio del

río.

Esa noche Fausto Núñez Cabeza de Vaca debió tomar

una dosis extra de pastillas y café de su propio invernade-

ro para mantenerse atento al río. El motor de la barcaza

no hacía ruido, apenas un zumbido imperceptible. Aun-

que, a pesar de navegar río abajo, no podía evitar los chas-

quidos contra el agua. A ciento cuarenta kilómetros por

hora la nave se comportaba como un deslizador.

Con la mano derecha vendada y pendiendo de un

pañuelo a la altura del pecho, no podía distraerse ya que

no era muy hábil con la izquierda y debía, además, prestar

mucha atención a la pantalla del radar, censores externos

96

Page 99: Pájaros de Fuego.

y controles de distancia, velocidad y propulsores. Planea-

ba cruzar Corrientes y Entre Ríos para finalmente desem-

bocar en el estuario del Río de la Plata y virar al sur cos-

teando el Atlántico. Atrás quedaban muchos años de so-

ledad y lucha por la supervivencia, años de aprendizaje y

dolor; sus ojos estaban mojados por la felicidad que le

producía recorrer otra vez el camino.

Atento, concentrado en pilotear la nave con preci-

sión; no podía pensar en el futuro. Ignoraba que le lleva-

ría más de tres años llegar al valle de Vilcabamba, y que no

llegaría cruzando el estrecho de Magallanes al sur sino el

estrecho de Panamá. Tampoco sabía que sus genes modifi-

cados le permitirían vivir cincuenta y dos años más, hasta

los ciento cuarenta junto a su familia.

97

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Page 101: Pájaros de Fuego.

TIGRES BAJO LA LLUVIA

El jaguareté acecha en las sombras del monte dormido,

busca con la mirada a la criatura que se abre camino en la

maleza. Por el sonido sabe que es humano y usa machete,

puede ver su aura, es oscura, muy oscura, pocas veces per-

cibió aura tan negra.

La tormenta que se viene trae el aroma de la selva hu-

medecida, inundada, con el viento también llega hasta

sus narices ese olor inconfundible que tienen los huma-

nos. A pesar de que con los truenos y la lluvia se confunde

un poco el sonido metálico del machete, el jaguar sabe

que la bestia con su largo brazo de trueno anda tras él.

Conoce muy bien esa piel verde camuflada, de su per-

seguidor. Se agazapa en el follaje a media sierra, en una

saliente, desde allí puede perder de vista al humano, pero

no dejará de percibir su olor.

99

Page 102: Pájaros de Fuego.

Aunque borrosa, su aura es inconfundible, él la perci-

be más allá de sus sentidos, sabe hacia donde se dirige, co-

noce el trillo que el «aura negra» está buscando. Por ese

mismo trillo suele pasar otro humano bastante más pe-

queño, pero que también tiene un largo brazo de trueno.

Su aura también es oscura, aunque refleja otra cosa

que no es precisamente oscuridad. Tiene un halo de do-

lor, de soledad, de desorientación.

Más de una vez se topó con el pequeño, su mirada no

parece humana, sino más bien felina. Tiene en sus ojos y

en su olor mucho de la raza jaguar, seguramente corre por

sus venas la misma sangre de las criaturas de la selva.

A veces no percibe a tiempo la presencia de ese peque-

ño y selvático humano, ni por sus pisadas, ni por su olor,

ni por su aura, entonces se topan en el senderito.

A veces el pequeño suele estirar su largo brazo de true-

no, pero sólo es un acto reflejo. Se pone en alerta pero no

le arroja fuego, tampoco corre espantado, sólo se queda

allí, con la mirada fija. Esos segundos eternos en que se

cruzan, el jaguareté está seguro que a ese pequeño sólo le

falta una larga y peluda cola para avanzar y olfatearse con

él.

100

Page 103: Pájaros de Fuego.

En medio de la lluvia torrencial, sintió rugir un brazo

humano. Instantáneamente creyó que el aura negra había

arrojado fuego; pero sus ojos vieron caer al verde camu-

flado en medio del trillo, a orillas del abismo, la sangre

brotaba del cuello, las garras delanteras crispadas, los ojos

grandes de la sorpresa, inmóvil, boqueando como un pez

fuera del río.

Momentos más tarde se acercó al verde camuflado, el

pequeño humano. Con cierto recelo, aunque decidido,

agazapado, parecía que clavaría sus garras en el pecho del

aura negra. Pero sólo le quitó su largo brazo de trueno, su

piel verde y las garras de sus patas traseras. Y lo dejó allí,

bajo la lluvia con su otra piel, más clara, sangrando.

La sangre del aura negra se mezclaba con el agua de

lluvia y formaba arroyitos que caían por el precipicio.

El pequeño se fue temblando por el sendero, arras-

trando la piel y el largo brazo de trueno del muerto, ya no

era oscura su aura, sólo reflejaba dolor y alivio a la vez.

Él se quedó lamiendo la mano del humano. Prepa-

rándolo, mientras con la sangre, se escurrían también el

aura y la energía oscura, abismo abajo.

101

Page 104: Pájaros de Fuego.
Page 105: Pájaros de Fuego.

AURA NEGRA

Desde la lomada observaba a los jotes planear en círculos,

a cada nuevo giro, más y más se unían al vuelo, cada vez

más se lanzaban en picada hacia el suelo. Él no podía ver a

través de la espesura del monte, pero percibía que la carro-

ña estaba en ese largo claro, allí cerca de las vías.

Se acercó sigiloso al claro y encaró decidido la banda-

da que se agitaba sobre el cadáver, allí vio que se trataba de

un humano.

Él lo conocía, lo había visto muchas veces después del

medio día merodeando ciertas madrigueras humanas.

Con ese extraño sombrero de ala ancha que estaba tirado

en el pastizal. Con su exudación de energía oscura, con su

negra aura, oculto en la maleza, acechando a los más débi-

les, a los indefensos.

103

Page 106: Pájaros de Fuego.

Los otros humanos le temían a ese aura negra, con un

miedo reverencial, como si se tratase de un enviado del

destino.

Los jotes no querían apartarse del cadáver, tubo que

rugir, mostrar los dientes, tirar algún zarpazo para que se

apartaran dando saltitos, negándose a volar.

La cara estaba toda picoteada, sin ojos, sin lengua, sin

labios, solamente quedaban restos de la nariz. El cuerpo

semidesnudo, rasgado, despellejado e infecto de moscas,

hormigas y avispas carnívoras.

Olfateó la carne y dio dos pasos hacia atrás, el olor era

repulsivo, intolerable. Ya no tenía aura, era sólo un poco

de huesos y carne en medio del pasto, en medio del claro.

Pero no se atrevía a sentir ese mal sabor de los aura negra,

además ya no tenía hambre; y la última vez estuvo días y

días enfermo.

Los jotes gritaban y encaraban reclamando su presa,

intentando ejercer el derecho que les otorgaba el hecho

de ser cientos contra uno.

Él decidió retirarse sin entender ni media palabra de

lo que decían los carroñeros. El chillido agudo del centi-

nela en lo alto de los cedros anunciaba que el de las gran-

des garras se retiraba. En el monte el silbido de alerta de

104

Page 107: Pájaros de Fuego.

horneros y chingolos iba marcando el camino que seguía.

Rodeó la madriguera grande y plagada de humanos y

se detuvo en el borde del tabacal, a pocos metros estaban

las vías y le seguía ese lugar sin vegetación, esa tierra yerma

llena de extrañas piedras enmohecidas, custodiadas por

pequeños lagartos que vomitaban fuego.

No comprendía para qué tantos guardianes, esos hue-

sos no se moverían jamás de debajo de la tierra, porque

eran sólo eso, un montón de huesos malditos, confinados

en una prisión de tierra muerta.

105

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Page 109: Pájaros de Fuego.

TEORÍA DE LA INCERTIDUMBRE

Aquel día, como siempre, despertó antes del atardecer y

percibió que algo alteraba la eterna rutina de luces y som-

bras, y se sintió inquieta y algo asustada. Tal vez por eso de-

cidió trasponer la puerta y salir al exterior, lejos de la segu-

ridad del hogar, cosa que rara vez hacía, pero algo la im-

pulsaba a salir.

Notó que el piso estaba cubierto de polvo, una capa

espesa y rojiza tapaba las baldosas. Buscó la luz que solía

filtrarse a esa hora por debajo de la puerta, pero no la vio,

el polvo cubría todo, cada resquicio, cada pequeña ranu-

ra. Un sentimiento de temor cruzó ligeramente su cuerpo

de lado a lado. Dudó y se quedó parada en medio de la ha-

bitación sin saber que hacer.

Por un instante casi eterno se vio sola en la casa en

107

Page 110: Pájaros de Fuego.

penumbras a pesar que afuera todavía era de día. Percibía

cosas que obnubilaban sus sentidos y sus sentimientos

mezclados que la empujaban a salir.

No se sentía tan segura como para atravesar la puerta,

así que prefirió la ventana de espeso y oscuro cortinado.

Afuera recibió como primera sensación un baño de

luz entre anaranjada y violeta. No entendía ese cambio de

color, acostumbrada a un sol brillante y abrasador.

Corrió por la vereda hacia el camino entre los euca-

liptos, cruzó la calle y llegó al anden de la vieja estación.

Todo le resultaba extraño, mucho polvo flotando en

el aire, el silencio, la ausencia de viento, la solitaria esta-

ción.

Siguió el hilo de agua hasta la canilla en la pared. La

canilla era de bronce labrado en extraordinarios arabes-

cos y estaba extrañamente girada hacia arriba, pero ella no

lo notó. De pronto una ráfaga de viento levantó remoli-

nos de polvo enrareciendo aun más el atardecer.

Miró las vías distraídamente sin prestar atención, a

unos mil metros doblaban abruptamente hacia el noreste

bordeadas por una frondosa arboleda. Era como si el

monte se tragara la línea férrea cortándola abruptamente

y creando un paisaje surrealista del que solía emerger el

108

Page 111: Pájaros de Fuego.

tren del atardecer inundando de humo y aceite el anden.

El polvo quedó suspendido en el aire, la ráfaga de

viento se había marchado tan furtivamente como había

llegado.

Se detuvo al borde del anden solitario y silencioso, no

se escuchaba el canto de los pájaros. Buscó con la mirada

en el pastizal, en los galpones, en el recodo allá lejos.

Ese día no había ni rastros de la mujer que caminaba

siempre sola por la estación con la mirada perdida, espe-

rando que llegue el tren, esperando verlo surgir del reco-

do como si estuviese saliendo de otro mundo, de otro uni-

verso.

Aquella mujer de la que todos en el pueblo decían

que estaba loca y que en realidad buscaba algo que había

perdido tiempo atrás: sus sueños, su destino, su amor.

Caminó desorientada hasta el final del andén, se de-

tuvo justo en el borde, miró el abismo que se abría entre

ella y los durmientes. Siguió con la mirada el paso a nivel

que se recortaba en el horizonte hacia el sur, entre pasti-

zales y pedregullo; a lo lejos el tabacal se mecía apenas con

la brisa.

Una absoluta calma reinaba en el pueblo, demasiada

calma, demasiada soledad para un sólo día.

109

Page 112: Pájaros de Fuego.

Más allá del paso a nivel se podían ver las tumbas del

Cementerio de los Malditos, allí, al sudeste del pueblo ha-

bían sido enterrados todos aquellos que de algún modo

fueron instrumento de la Secta del Olvido. Como el tigre

Juan Turco, asesino evadido de la cárcel, que mató a Jorge

Núñez Cabeza de Vaca para quitarle a su esposa, la abori-

gen Iryapú.

Jorge era un español oriundo de Galicia, casado con

Iryapú, una guaraní de Arroyo de los Amantes, y padre de

un niño, Rumildo «Garra de Jaguar».

Iryapú murió de tristeza dos años después de la muer-

te de Jorge y ambos fueron enterrados en el cementerio de

los Muertos de Amor.

Juan Turco fue hallado muerto en el monte a unos

diez kilómetros de Arroyo de los Amantes devorado casi

por completo por un jaguar, luego que muriera desangra-

do de un tiro en el cuello.

Todas las tumbas habían sido cavadas de manera tal

que quedaban parcialmente bajo las vías, para que el tren

les quite la paz cada día, removiendo y quebrando cada

uno de sus huesos bajo la tierra.

En el Cementerio de los Malditos está enterrado en-

tre otros, el Moncho Atila, que cazaba pájaros de fuego y

110

Page 113: Pájaros de Fuego.

fue enterrado con dos piedras en los ojos para que en el

más allá no pudiera verlos, sus manos fueron atadas con

la misma gomera que usaba para cazarlos.

También fue a parar allí el gringo Arturo, que murió

picado por una víbora cuando intentó abrir una picada

que atravesaría la zona del Arroyo Sagrado.

Está allí, además, Tiburcio Cevallos, el come hormi-

gas, que fue enterrado con la boca cosida. Y Bill Remem-

ber... fue uno de los espías que tramó el complot para ase-

sinar a Anthony Firebird por una disputa amorosa.

Se rumoreaba en el pueblo que incluso está enterra-

do allí el rengo Ernesto, cuyo fantasma recorre la estación

las noches de lluvia reclamando el perdón de su enamora-

da de toda la vida, Amada Ferreira, la hija de Francis Bon-

pland.

Pero esa tarde nadie caminaba por el andén, ni siquie-

ra Miriham, la loca de las vías, que solía hacer resonar sus

tacones rumbo al recodo. No flotaba su vestido con la bri-

sa, ni su pelo negro, ni su perfume.

El banco de pino paraná seguía allí, solitario, espe-

rando, a la sombra de los ligustros casi... marchitos extra-

ñamente retorcidos sobre él, esperando el regreso de Al-

berto, el gran amor de Miriham, que un día tomó el tren

111

Page 114: Pájaros de Fuego.

para no volver.

Entonces emprendió el regreso a la casa, pero confun-

dió el camino, tomó por otro sendero, los mismos pastos,

el mismo cerco de alambre ladeado, los mismos árboles.

Pero por alguna razón desembocó en la otra esquina de la

plaza.

La desesperación se adueñó de sus sentidos, apuró

los pasos buscando la casa, aquella vieja oficina de correos

con sus paredes desnudas, de ladrillos roídos, sus yuyos

floreciendo en los dinteles de puertas y ventanas, sus na-

ranjos cargados, la pila de leños interrumpiendo la vere-

da.

Con sus sentidos ateridos de frío y temor, y sus ojos

casi ciegos no encontraba el rumbo.

Un profundo cielo estrellado, recargado de estrellas

no tan lejanas. El pueblo desierto y silencioso; no se ha-

bían encendido las luces de la calle ni de las casas, no la-

draban los perros, ni cantaban los pájaros de fuego, ni los

grillos, ni las chicharras. Las calles vacías, ningún paisano

a caballo haciendo rechinar las espuelas; ningún chico ju-

gando, ni borrachos en el bar «La Papa Grossa». Ni el viejo

flaco atendiendo los surtidores de combustible en la vere-

da. Tampoco había caballos atados al palenque.

112

Page 115: Pájaros de Fuego.

Percibió un fuerte y fétido olor a carne en descompo-

sición que ni siquiera podía taparse con el olor del kerose-

ne derramado en la cuneta. No quiso saber de donde pro-

venía el olor, no le interesaba saber de algo tan ajeno a su

vida, tan distante a su apuro por volver a casa, a la seguri-

dad del hogar.

Tropezó entre los juegos del arenero en medio de la

plaza, cruzó en diagonal rápidamente la calle y se zambu-

lló por el ventanal del que había salido un par de horas

antes. Sin noción del tiempo transcurrido, sin preguntas,

sin querer saber nada.

Sólo respondía a sus sentidos, tenía hambre y sólo

buscaba comida en medio de la oscuridad de la casa. Hur-

gó en la bolsa del pan y halló unas tostadas viejas, se trope-

zó con una manzana que ya no estaba muy comestible, del

horno salía un persistente olor a grasa de pollo frío. Tan

frío como el aire que penetraba por la ventana cortando el

aliento; no comprendía porque tanto frío y en esa época

del año.

Esa noche se la pasó dando vueltas por la casa. De la

cocina al comedor, de allí a la oficina, a revisar las cartas

apiladas y cubiertas de polvo, hurgando entre los cajones,

caminando por el patio, mirando hacia la plaza a oscuras,

113

Page 116: Pájaros de Fuego.

dando vueltas y más vueltas en absoluta soledad.

Nada encajaba en su rutina, sentía que todo estaba

extrañamente alterado. Pero ella no se cuestionaba nada,

no sentía curiosidad por saber, aunque sentía que ya nada

sería igual.

No sabía absolutamente nada del cruce de estrellas,

¿Qué puede saber una cucaracha de una fisura espacio–

temporal tan grande que hace que el tiempo no sea lineal?

¿Qué puede saber una cucaracha sobre la Secta del Olvi-

do?

Ese amanecer escuchó el canto de los pájaros de fuego

sin sospechar que ellos habían estado toda la noche libran-

do una terrible y casi decisiva batalla.

114

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PÁJAROS DE FUEGO

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Page 121: Pájaros de Fuego.

Dedicado

a mi hermanaMaría del Carmen.

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Page 123: Pájaros de Fuego.

ARROYO DE LOS AMANTES

La antropóloga comenzó a excavar con minuciosidad,

junto a sus dos ayudantes. Una intensa melancolía inva-

día el alma de Francis, buscaba sacar fuerzas del fondo de

su espíritu, no se sentía en condiciones psíquicas, ni físi-

cas de encarar tremenda tarea. Había arribado al amane-

cer, entumecida por el viaje de cuatro días en un tren de

carga. Hasta allí, un pueblito sin nombre, en medio de la

selva. Presionada por el gobierno, querían un dictamen

en no más de tres días. Pero su mente estaba demasiado le-

jos, del otro lado del mar. A pesar del tiempo y la distan-

cia, no había podido superar aquella separación, aquel

fracaso amoroso. Aun, por todo su ser corría su ser corría

esa nostalgia, esa mezcla dolor e impotencia, esa inmensa

marejada de desamor.

121

Page 124: Pájaros de Fuego.

Luego de dos días de excavaciones bajo la lluvia, no

habían obtenido nada, sólo raíces, piedras y barro.

Los enviados del gobierno, un ingeniero y el jefe de la

policía provincial presionaban desde la superficie. Fran-

cis agotaba sus fuerzas y las de sus ayudantes en el fondo

de aquella pequeña grieta, abierta desde sus propias al-

mas. Al atardecer un haz de luz iluminaba el agua que co-

menzaba a acumularse en lo profundo de la excavación,

pensó que la luz que se colaba entre los árboles del monte

encontraba en el agua un conducto ideal para crear esa

luminosidad. Sintió una especie de energía surgir del

fondo del pozo. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo, se

estremeció por un abrumador sentimiento de paz, de sus

ojos brotaron lágrimas y se sintió confundida, experimen-

taba algo que desconocía.

—Les pasa a todos los que llegan hasta aquí —dijo Isi-

dora, la curandera de la aldea— no temas, Ñanderú te

acompaña en esta tarea.

Francis alzó la cabeza y vio a Isidora sentada en el bor-

de.

—No dejes de buscar, los amantes están enterrados en

este lugar —dijo mientras la antropóloga trepaba la impro-

visada escalera. La curandera era una aborigen de rasgos

122

Page 125: Pájaros de Fuego.

dulces y unos cuarenta años— Estás autorizada por nues-

tros ancestros a buscar la verdad, a encontrar los restos de

los amantes enterrados aquí, donde nace la vertiente, en

este lugar Ñanderú también creó los pájaros de fuego que

custodian el corazón de los enamorados y los protegen de

las Bestias Demoledoras de Huesos y de la Secta del Olvi-

do.

Francis surgió a la superficie embarrada y sofocada

por el intenso calor, agotó sus últimas fuerzas en trepar la

escalera, su mente convertida en un remolino de pensa-

mientos y cosas inconexas, los días anteriores a su viaje al

país, el recuerdo de ese amor turbulento, el dolor de la se-

paración, la ilusión de volver algún día y reencontrarse

con él. El clima lluvioso y pesado de la selva en pleno vera-

no, las duras condiciones en que estaba trabajando, la ur-

gencia oficial por resolver el conflicto con los aborígenes

que impedían el avance del tendido de las vías hacia el

norte.

Seguía sin entender porque tanta resistencia de los

aborígenes a que las vías pasen por la zona de la vertiente,

descreía completamente la historia de los amantes perse-

guidos por una secta de seres grises, provenientes de otra

dimensión. Se sentía contrariada, estaba arrepentida de

123

Page 126: Pájaros de Fuego.

haber aceptado la responsabilidad de dictaminar sobre la

veracidad de los hechos de esa pareja de jóvenes que deso-

bedecieron el mandato del consejo de ancianos y huyeron

a lo profundo de la selva para salvar su amor, hacía ya

unos setecientos años.

Un inmenso pico de tucán asomaba entre el follaje,

Francis se inquietó, jamás había visto un tucán, pero algo

le decía que eso que estaba viendo era exagerado.

—Ellos fueron perseguidos por aquellos que no en-

tendían que el amor es más importante que todas las pala-

bras y las cosas que Ñanderú creó —dijo Isidora, mientras

una niebla melancólica envolvía el alma de la antropólo-

ga.

«El amor es el todo, es el universo mismo, el amor ya

no volverá a mi vida», pensó Francis.

—Ñanderú mismo sepultó con sus manos a los aman-

tes perseguidos y muertos por los integrantes del consejo

—añadió Isidora— sus restos están allí en el fondo del po-

zo, debes seguir buscando, ayúdanos a salvar este lugar,

queremos que se mantenga a salvo de los curepy y su bes-

tia de hierro. Que nada perturbe la pureza de la zona sa-

grada, aquí está nuestra esencia, aquí se manifiesta nues-

tro padre.

124

Page 127: Pájaros de Fuego.

Ese atardecer escuchó por primera vez el canto de los

pájaros de fuego, sus trinos estremecieron su espíritu, y

los rincones más profundos de su alma.

Por el sendero apareció Faustino Ferreira, el jefe de la

Policía de la Provincia, con cierta dosis de altivez, secun-

dado por varios uniformados, fusil en mano.

—Doctora, aquí no hay nada —dijo el jefe de policía—

mañana vamos a proceder a desalojar a los revoltosos y

pondremos rigurosa custodia para que los trabajos conti-

núen, aun faltan cerca de sesenta kilómetros para que las

vías se extiendan hasta la Capital y no vamos a tolerar más

retrasos. Tiene hasta las siete horas de mañana, luego de-

berá retirarse.

Eran las seis de la tarde y Francis estaba agotada e in-

dignada, el jefe policial no le había permitido decir una

sola palabra.

—Vamos a tomarnos una hora para descansar un po-

co y luego seguiremos excavando hasta donde podamos

—dijo abatida.

Decidieron trabajar con rapidez, dejando de lado la

metodología sistemática de la antropología.

Desde el atardecer la selva fue invadida por el sonido

de miles de criaturas nocturnas. Pero por sobre todas ellas

125

Page 128: Pájaros de Fuego.

se distinguía nítido el canto de los pájaros de fuego con

sus más de trescientas cincuenta melodías de amor. El

canto era sostenido, penetrante, provocaba convulsiones

en el alma de quienes lo escuchaban, encendía las pasio-

nes y los sentimientos, reviviendo el amor. Los pájaros de

fuego estaban allí para impedir que regrese de las tinieblas

la Secta del Olvido.

Francis estaba obsesionada, el canto de los pájaros de

fuego había atravesado su piel de científica escéptica y lle-

gado a su corazón de mujer. Esa noche se había convenci-

do de la veracidad de la historia de los amantes y estaba

dispuesta a defender la postura de los aborígenes aún a

costa de su propia libertad.

Al amanecer se escuchaba el paso del batallón, más

de cien policías marchaban desde el anden de la estación

recién construida, rumbo al sitio de excavación. Sus pasos

resonaban en el pedregullo mojado por la llovizna, retum-

baban en los galpones del ferrocarril y en el alma de todos.

Las manos de Francis estaban llenas de barro y las uñas ro-

tas, su cuerpo mostraba un notable cansancio, un deterio-

ro que iba más allá de lo físico, pero siguió escarbando

mientras avanzaba la fuerza policial.

126

Page 129: Pájaros de Fuego.

Entonces a un lado, en lo profundo de la excavación

se topó con la calavera de Anahí. Continuó desenterran-

do con las manos sangrantes los dos esqueletos, fusiona-

dos en un abrazo, sus huesos unidos eternamente.

Estaba arrodillada en el fondo del pozo, la precaria es-

calera casi no llegaba a la superficie, una persistente lloviz-

na formaba pequeños charcos. Ella tomó la calavera de

Anahí con sus manos embarradas, pero la calavera perma-

necía blanca y brillante, un rayo de luz descendió sobre

Francis.

La antropóloga emergió de la excavación, empapada

y al límite de sus fuerzas, y con las yemas de los dedos san-

grando.

—¡Señor! Antes de disparar una sola bala, le ruego

que venga y vea esto —gritó al jefe del batallón.

Ferreira avanzó con cierta indiferencia mezclada con

un poco de soberbia. Isidora vio aparecer sobrevolando so-

bre el policía, el fantasma del Chamán que persiguió a los

amantes, con su horda de bestias, listos para destruir y de-

moler los huesos de los enamorados, ni bien Ferreira diera

la orden de reprimir. Francis sólo tuvo la sensación de que

algo fuera de toda lógica estaba pasando, sintió temor al

ver la cara desencajada de Isidora. Los manifestantes que

127

Page 130: Pájaros de Fuego.

rodeaban el lugar se apartaron permitiendo el paso de Fe-

rreira, que sin dudar, sin inmutarse bajó al fondo del poso

haciendo temblar la débil escalera.

Nadie supo que pasó en el fondo de la excavación pe-

ro el jefe de policía salió minutos después temblando y

con el asombro reflejado en sus ojos. Del fondo del pozo

surgía una luminosidad tenue, un rayo partió con su filo

la mañana en dos, el estruendo sacudió la selva como po-

cas veces y del pozo surgieron dos pájaros de fuego.

—¡Repliéguense inmediatamente! — ordenó Ferreira.

La tropa dio medio giro sobre sus tacos y marchó

rumbo a la estación mientras el fantasma del Chamán y

sus bestias desaparecían en la llovizna.

—Aquí nadie va a cortar un solo árbol, ni una rama

—dijo con firmeza mientras se alejaba.

Los manifestantes se quedaron allí, empa-pados sin

atinar a decir una sola palabra. Francis lo alcanzó antes de

que recorra la mi-tad del senderito entre la zona sagrada y

la es-tación.

—¿Eso quiere decir que se va a respetar la voluntad de

los aborígenes? —preguntó.

—Doctora, ¿cuántos años calcula usted que llevan allí

esos esqueletos?

128

Page 131: Pájaros de Fuego.

—Es difícil establecerlo con exactitud pe-ro yo diría

que más de seiscientos.

—Así fueran veinte años nada más, hay motivos

suficientes como para dejarlos don-de están. Mientras me

quede un soplo de vi-da la zona sagrada y los amantes

serán custo-diados y respetados a como de lugar —res--

pondió profundamente conmovido y sin sa-ber aun que

sus palabras sellarían su destino y el de Francis.

En menos de una semana se enamorarían de por

vida. A él lo sancionarían por desviar el trazado de las vías

y crear el recodo a unos mil metros de la estación. Y sería

trasladado de Posadas a «Arroyo de los Amantes», así se-ría

bautizado el lugar, en calidad de comisa-rio del Pueblo.

Francis por fin había conoci-do el amor y encontrado su

alma gemela, a pesar de que jamás se había imaginado que

sería de ese modo y en medio de la selva.

Cuentan los paisanos que murieron feli-ces y de

viejos, y sus huesos están enterrados abrazados a orillas

del arroyo y Ferreira se-guirá siendo el guardián del lugar

por toda la eternidad.

129

Page 132: Pájaros de Fuego.
Page 133: Pájaros de Fuego.

BINARIAS

Desde la puerta del bar, Joseph, el iraní, miraba extasiado

los movimientos de la bandada y recordaba aquella otra

bandada que volaba en línea recta huyendo de un tiroteo

entre facciones rivales, hacía más de cuarenta años a ori-

llas del Tigris, recordaba que se juró a sí mismo huir como

esos pájaros en busca de paz.

El viejo flaco que atiende los surtidores de combusti-

ble, le dijo que eran pájaros de fuego y se aprestaban a

volar miles de kilómetros hasta la cordillera. El iraní re-

cordaba en la vereda del bar, aquella otra vereda con for-

ma de rambla, aquel otro río que apenas recordaba. Las

balas, sus rodillas sangrando, las balas, los gritos de su ma-

dre llevándolo en brazos, las balas, su sangre y la sangre de

su madre, las balas, el horizonte nublado de pájaros hu-

yendo.

131

Page 134: Pájaros de Fuego.

Miriham estaba sentada sobre el tronco de un árbol

caído a un costado del recodo de las vías, observando los

movimientos ondulantes de la bandada de pájaros, tra-

tando de comprender como es que pueden volar tan jun-

tos. Como hacen para maniobrar al unísono y sin chocar

entre sí. Tal vez los pájaros saben que son parte de un mis-

mo espíritu, guiados por una fuerza invisible y poderosa

que va más allá de las leyes de la física y que sincroniza el

vuelo a la perfección. Atardecía y la bandada de pájaros de

fuego era una inmensa nube que se desplazaba veloz y en

círculos, haciendo los últimos ajustes para poner rumbo

noroeste.

En el recodo estaba el vórtice, justo entre dos dur-

mientes cuyos nudos semejaban ojos de tigre. Ella lo sa-

bía, incontables veces puso sus pies allí para ser absorbida

y conducida a otro universo, donde la estrella binaria de

Rigel se podía ver en el firmamento, antes de su implo-

sión.

Miriham Ferreira era hija de Amada Ferreira, y el ren-

go Ernesto. Su bisabuelo era el mítico comisario Faustino

Ferreira y su bisabuela Francis Bompland. Se había gana-

do el apodo de «la loca de las vías» a fuerza de caminar por

132

Page 135: Pájaros de Fuego.

los rieles cada atardecer, haciendo equilibrio con los bra-

zos en cruz. Aquella tarde entró en el vórtice y desembocó

en el mismo recodo, entre los mismos durmientes y a la

misma hora. Caminó de vuelta decepcionada y un poco

confundida. Se sentó en el banco de la estación con la mi-

rada triste y pena en el alma, a la sombra de los ligustros

medio marchitos y extrañamente retorcidos.

Entre el humo y la tenue claridad del atardecer, se de-

tuvo el tren.

—Va en la dirección contraria —pensó— a esta hora de-

bería pasar rumbo al sur.

Se vio a sí misma parada en el andén, pegada al vidrio

de una ventanilla, del otro lado Alberto, su gran amor; se

vio llorando. Un guarda rollizo y de ojos claros, hizo sonar

su silbato anunciando que el tren partía.

—A veces recuerdo cuanto te amaba —dijo Alberto— a

veces, cuando escucho cantar los pájaros de fuego.

Un primer tirón movió los vagones y ella se quedó so-

lita en el banco de la estación, envuelta en la nostalgia del

amor perdido. Vio al pasar, a su amigo Zenón, en una de

las ventanillas.

Algo está mal, pensó, Zenón murió hace tiempo, en

aquel accidente en el Paraná, algo está mal, ambos mori-

mos hace tiempo en aquel accidente en el río.

133

Page 136: Pájaros de Fuego.
Page 137: Pájaros de Fuego.

DIEZ MUERTOS

Frank Firebird cruza la calle Bompland por la línea peato-

nal, con la lentitud de un caracol, aparenta más de ochen-

ta años y usa un bastón con filigranas de plata y oro, su

vestimenta es la de un lord inglés. Hace unos quince años

vino a América del Sur desde Londres y nunca más se fue,

aquí se enamoró de las cataratas y la tierra misionera. Po-

cos meses después trajo a su familia, incluidos sus hijos y

nietas.

Llovizna, Puerto Iguazú está casi desierto, de vez en

cuando algún transeúnte hace retumbar sus pasos por la

vereda. Son más de las seis de la mañana del domingo y

Frank sube lastimosamente la loma hasta la esquina de Pe-

rito Moreno y Alvar Núñez Cabeza de Vaca, arrastra sus

cien kilos y su corpulenta estatura doblado como un jun-

co.

135

Page 138: Pájaros de Fuego.

Se sienta en los escalones de la vereda de Perito More-

no y mira hacia el pool Bahía que todavía está abierto, sa-

be que a esa hora sale de allí, Kurt Albrigth. El anciano ex-

trae de entre su perramus un pequeño álbum de fotos, se

esfuerza en reconocer las caras mientras el yankee Al-

brigth sale tambaleante del pool. Frank lo mira, mira la

foto en el álbum y vuelve la vista a Kurt, sus ojos se hume-

decen, se le acelera el corazón.

«Es él», se dice.

Mientras el yankee le pregunta:

—¿Se siente bien Sir?

—Sólo es el esfuerzo de la subida —responde temblo-

roso a la vez que se pasa la mano por la blanca cabellera— a

mi edad los problemas físicos se magnifican.

—¿Quiere que lo acompañe?, a esta hora y con esta llo-

vizna no debería andar solo.

Los últimos parroquianos salen del pool, mientras se

bajan las persianas, suben al auto y enfilan rumbo al cen-

tro. Firebird no presta atención, no escucha a Kurt, en su

mente esta pasando una película a toda velocidad. Re-

cuerda a su madre sentada en la reposera, recuerda aquel

suburbio de Londres, su juventud, su casamiento con

Emma, el nacimiento de Anthony, su primogénito, sus

136

Page 139: Pájaros de Fuego.

vacaciones en San Sebastián, aquellos días de verano, los

bombardeos alemanes, el nacimiento de sus nietas, su re-

tiro del ministerio, el viaje a la Argentina, la muerte de

Anthony, su dolor...

—Ya pasó, estoy bien —dice mientras se reincorpora

con lentitud.

La vereda está mojada y en semipenumbras, el yankee

lo toma de un brazo para ayudarlo a levantarse. A lo lejos

suena la sirena de un barco en el río Iguazú, que está cu-

bierto por una densa niebla.

Frank Firebird se yergue como un ciprés, alto y corpu-

lento sobre el primer escalón de la vereda de Perito More-

no y Alvar Núñez Cabeza de Vaca. Con firmeza desenvai-

na de su bastón un fino y largo estilete, una especie de es-

padín de acero que clava en la espalda de Albrigth con

precisión quirúrgica. La sirena del barco ahoga el grito,

un aullido corto, mientras el yankee se desploma bajo la

llovizna con la mirada llena de asombro y la cara desenca-

jada. La caída es casi instantánea, escaleras abajo.

Kurt no alcanza a entrar en el túnel de luz. Fuerzas

oscuras lo jalan hacia el fondo del abismo; entre aullidos

y gritos de dolor de otros que, como él, se queman en

la oscuridad. Rápidamente pudo reconocer a sus seis

137

Page 140: Pájaros de Fuego.

compañeros muertos, todos ellos espías, agentes secretos. Dos de ellos, Abdel y David, asesinados en un pasillo en-tre callejones, en el centro de Ciudad del Este. Otro, Eduard, en Garganta del Diablo, en un apacible atarde-cer. Bill Remember murió en Arroyo de los Amantes. Bob y Jacobo murieron, uno en Foz do Iguaçú cerca del bata-llón y el otro en medio del Puente de la Amistad. Todos, como él, aun portaban clavados en sus espaldas, finos esti-letes al rojo vivo, brillando en la oscuridad.

Frank sacó el estilete de la espalda del muerto, limpió la sangre en la ropa ensangrentada de Kurt, mientras a lo lejos, sonaba por tercera vez la sirena del barco ya en aguas del Paraná. Abandonó la escena del crimen con premura casi irreconocible, calle abajo. La espalda recta, los movi-mientos ágiles, cruzó Bompland. Por momentos parecía otro, más joven y vigoroso, nadie lo asociaría con el ancia-no lento y encorvado que minutos antes reptaba loma arriba.

Llegó a Perito Moreno y Avenida Brasil, aun llovizna-

ba; desde el bar de las Siete Bocas, Pedro Piedrabuena y Jo-

seph, el escultor iraní, sentados en una mesa en la vereda,

lo saludaron alegremente.

—Hola amigo, pareces un pollo mojado —dijo Piedra-

buena.

—Tienes el piloto embarrado en el culo —agregó Jo-

seph, se levantó de la silla y señaló con el índice derecho el

138

Page 141: Pájaros de Fuego.

cielo— más de media bandada tomó rumbo a Cataratas.

Frank alzó la vista y miró por un instante el vuelo de

los pájaros de fuego.

—¿Joseph, ya no vives en Arroyo de los Amantes?

—preguntó con una sonrisa amplia mientras cruzaba Ave-

nida Brasil y caminaba unos diez metros para subir a su ca-

sa.

Emma aun dormía, se quitó el perramus, encendió la

cocina y puso una cafetera casi llena en el fuego. Mientras

preparaba las tostadas sintió una sensación de alivio co-

mo no había sentido en su vida. Todo se mezclaba, dolor,

tristeza, desesperanza, alegría, euforia, impotencia, desa-

liento, todo convergía en su interior. Mientras surgía el

llanto y las piernas le temblaban. Se sentó y tendió sus bra-

zos, su torso y su cabeza, sobre la mesa impecable. Esa mez-

cla de sentimientos se tornó de pronto en una maravillosa

sensación de bienestar y pensó «ya me puedo morir tran-

quilo».

Frank ve de pronto la esquina de las Siete Bocas desde

una considerable altura mientras viaja a toda velocidad

por el espacio, a su lado pasan luces, él es luz, se siente feliz

como un niño, está acompañado por sus padres y otros

139

Page 142: Pájaros de Fuego.

parientes, su cuerpo es luz, no tiene formas, todo es luz y

felicidad, junto a él está Anthony.

—Todo está al fin terminado. Cumplí mi promesa, tu

muerte ha sido vengada. Tu madre, tus hermanos, tus hi-

jas y yo te recordamos cada día, a cada momento, aunque

ellos no saben de mi venganza, no saben que maté a tus

malditos compañeros...

—Frank, Frank, por favor responde —las palabras de

Emma resonaban dentro de la ambulancia camino a El-

dorado, mientras Frank recuperaba los latidos y comenza-

ba a respirar. Mientras avanzaba la ambulancia por la ruta

en medio de la selva, el anciano se preguntaba para qué

había vuelto, si su misión estaba cumplida; ¿porqué no se

quedaba junto a sus padres y Anthony, en ese lugar tan

cálido y feliz?

Emma agradecía a Dios por la vuelta a la vida de su es-

poso, en la mañana montaraz la sirena de la ambulancia y

la del barco, se fundieron por última vez aguas abajo, sub-

sumidas en la lluvia.

Frank Firebird inspiró profundo antes de sumergirse

en el abismo sin fin, mientras los siete espías veían con

140

Page 143: Pájaros de Fuego.

horror la llegada de un nuevo demonio con su largo perra-

mus, blandiendo en sus manos estiletes al rojo vivo, cien-

tos, miles de estiletes ardientes.

141

Page 144: Pájaros de Fuego.
Page 145: Pájaros de Fuego.

EL VÓRTICE

En 1914 Antonio tenía ocho años, era más bien petiso y

esmirriado, casi desnutrido, ni por asomo pensarían que

tenía algo que ver con el hombre alto y fortachón en que

se convertiría años más tarde. Temblando de miedo y en

posición fetal dentro del viejo baúl, permaneció en silen-

cio los eternos quince minutos que duró la requisa de los

soldados enemigos en la casa. Una típica casa de los Balca-

nes, de piedra y techo de tejas coloniales, la planta baja

destinada al establo de los animales, la parte alta vivienda

familiar. Eran tiempos difíciles, años de dolor, oscuridad,

persecución y hambre. Antonio y sus hermanos poseían

un olfato altamente desarrollado, especializado en perci-

bir el aroma del pan recién horneado a kilómetros de dis-

tancia; también sabían que cuando tenían la oportuni-

dad de comer debían hacerlo pausadamente por más

143

Page 146: Pájaros de Fuego.

hambre que tuviesen, la experiencia de la muerte del tío

Dimitri por comer con desesperación, los marcó para

siempre.

Lloró y lloró a mares, el día que abordo en Trieste un

barco rumbo a la Argentina, atrás quedaban treinta años

de persecución y peregrinaje, atrás también quedaron sus

dos hermanas menores y sus padres Milka y Jovane. Hacía

años que habían borrado todo rastro que delatara su raza,

su origen hindú, tal vez por eso Antonio, mi padre, jamás

nos dijo que era gitano. Tal vez por eso mi madre, una ar-

gentina hija de gitanos andaluces, siempre simuló ser ga-

llé. Tal vez por eso mis hermanos y yo crecimos como ga-

llés. A veces pienso que mi temor y rechazo cuando niño a

aceptar la amistad de otros inmigrantes europeos se debió

exclusivamente al condicionamiento en la crianza que

nos impusieron mi padre y mi madre. A veces me pone

mal pensar en el desarraigo geográfico y cultural que su-

frieron ellos, en el temor a las limpiezas étnicas y la perse-

cución.

En las escalinatas del telecentro Jailander, Highlan-

der, grita cosas casi ininteligibles, revelando cierto grado

de locura y cierto grado de alcoholismo. Hace seis años

llegó a Puerto Iguazú, tal vez huyendo de su mujer, de una

144

Page 147: Pájaros de Fuego.

amante o de la justicia, nadie lo sabe pero como muchos

otros cayó aquí como salido del vórtice espacio temporal

que escupe mujeres y hombres, inmigrantes y fugitivos so-

ciales.

Miro sus rostros, escucho sus lenguas, todos me resul-

tan familiares, seguro nos conocemos de otras vidas, otras

tierras, otros vórtices que nos juntaron en otro tiempo.

Con mi pobre portuñol trato de convencer a Wilson

el brasilero que los egiptanos no somos egipcios, que mi

pueblo solo pasó por Egipto rumbo a Europa, pero venía

de India. A veces por la noche nos juntamos en el bar de

las siete bocas, muchas bocas, más de siete. Hablamos to-

dos a la vez, portuñol, francoñol, guarañol y muchas o-

tras. Por señas y sonidos cuasiguturales, intercambiamos

cultura y otras cosas que bien vistas también son inter-

cambio cultural.

Jailander, Highlander, un porteño hijo de escoceses,

me grita, a pesar de que estamos a cincuenta centímetros:

—¡Che loco!, vos que sos el gabo del grupo ¿Porqué no

mandas una esquela a los diarios provinciales quejándote

por la masacre geográfico lingüística que ejecutan todos

los días? Fijate esta nota: «El chofer venía manejando

desde Ushuaia, provincia de Río Negro» ¡Se derritió la

145

Page 148: Pájaros de Fuego.

patagonia!, sigo «y llegó a las una de la tarde a Iguazú». Y

aquí en este otro dice: «Los camione pasaron el semáforos

a altas velocidad».

Miro a mi amigo y solo atino a responderle con la fra-

se que leí en un paredón.

—Goludo el chuqui.

Mi interlocutor me mira, primero con cara de enojo,

luego largamos la carcajada. Se nos unen Pierre, el fran-

cés, y Carallá, también conocido por el apodo de Grego-

rio Barrios, un guaraní de Fortín M’bororé, que respon-

de:

—Los informadores, nos informan para formarnos,

nada es casual.

Acto seguido Pierre lanza su frase celebre:

—Alé, alé, bogachós de miegdá vallanse a dogmig.

—Misiones es un lugar único, una excepción —dice

Abigail en su básico britishñol– aquí coexisten más de

cien etnias, inmigrantes de todas partes que conservan su

cultura, sus costumbres. Misiones tiene una cultura mul-

tifasética, única, en pocos lugares del planeta confluyen

tantos inmigrantes como aquí, todos ellos conforman la

cultura misionera.

146

Page 149: Pájaros de Fuego.

—Yo creo que aquí no existe una cultura, si no cientos

de fragmentos étnico culturales —responde con su incon-

fundible acento cordobés Patricia, alias Peperina—. Yo no

creo, no pienso, ni veo la vida como un brasilero, un para-

guayo, un boliviano, un gringo, sólo nos rozamos en cier-

tos aspectos, en ciertos lugares comunes, pero no tene-

mos una misma cultura, somos incapaces de, por ejem-

plo, reunirnos en aquelarre.

—Nossa Senhora Aparecida —exclama el chaqueño Je-

remías— ¿¡Un aquelarre en las siete bocas!?

—¿Quién quiere hacer aquelarre en siete bocas? —pre-

gunta Joseph el escultor iraní, con cara de asombro.

Mientras una pareja de jóvenes de la mesa de al lado

se ríe socarronamente de la forma de hablar de Joseph.

Enfurecida Nidia Robinik se da vuelta y les dice:

—Él habla tres idiomas y ustedes ni siquiera su lengua

materna. ¿De qué se ríen? ¡Idiotas!

—Analfabetos funcionales —les espeta con su aire cul-

turoso Walter Black— no los educan, los deforman para

darles cierta forma.

Al amanecer Carallá nos lleva a su lugar de ceremo-

nias en la confluencia de un riacho con el Paraná, en me-

dio de la selva húmeda de niebla, entibiada tímidamente

147

Page 150: Pájaros de Fuego.

por el sol de la mañana. Caminamos por una calle de tie-

rra. Desde la loma vemos un inmenso charco en el bajo,

muy cerca las motosierras, asierran y degüellan la profun-

didad de la selva, desangran los caminitos del monte, bo-

rran los trillos del agutí, arrojan al abismo los huecos de

los troncos donde anidan loros, araras y tucá tucá. Sentía-

mos una mezcla de impotencia, ira y rebeldía.

—Filosos planes y filosas motosierras divisionistas,

cortan no solo árboles de nuestros montes, también cor-

tan los puentes, la hermandad y el futuro —dice con cierta

tristeza irónica Wilson.

—Quieren asfaltar selva ¿Por qué quieren destruir pa-

raíso? —se pregunta Joseph— aquí no hay guera, no hay te-

remoto, no hay huracanes ¿Por qué llaman a la desgracia?

El niño se arrastra contra la pared semidestruida de la

rambla a la orilla del río, a pocos metros de allí, el tiroteo

es infernal, no cesa, sus rodillas sangran dejando una hue-

lla zigzagueante, las balas zumban como abejas africanas,

asesinas, impiadosas. El niño no se da por muerto, sus do-

ce años lo impulsan. A varios metros su madre corre entre

las mesas del viejo bar. Más allá, un horizonte rojo y polvo-

riento se llena de pájaros que huyen; el niño sueña des-

pierto, cuando salga de esta, volaré como esos pájaros,

148

Page 151: Pájaros de Fuego.

lejos de aquí, donde ningún enemigo pueda alcanzarme.

Sus pensamientos son interrumpidos por los gritos de su

madre.

—¡Joseph!, ¡Joseph!

Se lo lleva al hombro, como si fuera una bolsa de pa-

pas, la sangre de Joseph cubre el pecho de la mujer, la fal-

da, las sandalias. Joseph sueña que vuela por el cielo azul

profundo, a lo lejos el horizonte ya no es polvoriento, ni

rojo, ni hay pájaros huyendo, el horizonte ya no existe, so-

lo hay una muralla de árboles, ramas, cañas y hojas. El es-

truendo de los fusiles se ha transformado en ruido de mo-

tosierras cuarenta años más tarde.

Todos nos sentamos en silencio a la orilla del agua

mientras Carallá inmerso hasta la cintura en el río, realiza

sus ritos, en una ceremonia secreta que hoy comparte con

nosotros, invoca a sus ancestros. Busca la voz de Ñanderú

en el murmullo del agua y las piedras. Esa magia, ese mo-

mento, ese instante de profundo recogimiento, nos arran-

ca del mundo, nos arrastra al mismo paraíso. A pesar de

nuestras diferencias culturales, étnicas, religiosas, todos

nos sentimos abrazados y contenidos amorosamente por

Ñanderú.

149

Page 152: Pájaros de Fuego.

Carallá, alias Gregorio Barrios, es artesano y se gana

la vida vendiendo sus trabajos en cataratas, mezclado con

otros guaraníes de una misma nación, a pesar de que en

sus documentos rece que son argentinos, paraguayos o

brasileros. Todos en hilera exponen sus artesanías y sus

vidas, ante millones de extranjeros, que a lo largo de los

años pasan por Cataratas. Todos buscan el vórtice de to-

dos los vórtices, más grande que el de la avenida Brasil es-

quina Eppens, mucho mayor que el de las siete bocas. To-

dos impregnan la vida de Carallá y sus hermanos con sus

moléculas, sus olores, sus gestos, sus lenguas; a la vez to-

dos son impregnados, intercambiados, por Carallá y sus

hermanos. Extranjeros de todo el mundo, confluyen aquí

en torno a la Garganta del Diablo, el Aleph de todos los

Aleph, cumpliendo el sueño y los principios filosóficos de

San Ignacio de Loyola. En el vórtice de la Garganta del

Diablo se reúne la humanidad, somos uno. Siete millones

de años de evolución confluyen en el lugar de mayor con-

taminación cultural de América, allí todos nos probamos

el alma de todos, la piel de todos. Desde el homo erectus

hasta el homo sapiens, cada átomo de la evolución hu-

mana, cada rasgo, cada gesto, todo se tiñe de rojo Aguas

Grandes.

150

Page 153: Pájaros de Fuego.

Carallá como sus ancestros lucha por conservar su

identidad, sus costumbres, su cultura, la pureza de su vida

en comunión con la selva y sus criaturas «como un rena-

cido San Francisco de Asís», en comunión con el río, en

comunión con los peces. Intenta caminar el camino Mi-

sionero, pero el camino está dividido y multiplicado en

muchos caminos. Intenta aprehender al escurridizo suru-

bí, pero el pez se fragmenta como un cristal blindado, en

cientos de escamas multicolores. Intenta contener el agua

en sus manos pero se desliza por sus dedos, al fondo del

barranco de la Garganta y vuelve en forma de bruma para

mezclarse con el aliento de la humanidad, para volver en

forma de lluvia sobre nuestras almas, creando pequeños

ríos que desembocan en el «Alto Paraná Universal».

151

Page 154: Pájaros de Fuego.
Page 155: Pájaros de Fuego.

AMASIJÁNDONOS

Primer Premio, I Concurso de Narrativa Breve 2007,

Subsecretaría de Cultura de la provincia de Misiones.

Por las calles de la ciudad caminaba Juan bajo la llovizna,

el andar cansado y esa persistente llovizna como agujas de

plomo sobre su espalda, perforando su alma, quebrando

sus ganas de vivir. Los ojos oscuros y la mirada perdida, los

zapatos agujereados, el pantalón viejo y la campera rota y

sucia, encorvado, empapado y hambriento deambulaba

como un animalito perdido. Una semana atrás partía de

su pueblito rumbo a la ciudad en busca de un pariente al

que casi no conocía, en busca de una oportunidad, una

posibilidad de ser alguien, de trabajar y no pasar hambre.

Una posibilidad de ganar dinero y enviárselo a sus padres

para que abandonen el ranchito de cartón y chapas en

que viven; una semana atrás caminaba atravesando el

monte por un caminito encharcado rumbo a la estación.

.

153

Page 156: Pájaros de Fuego.

Arrastrando los pies y el alma, recordaba el caminito

encharcado y a sus padres, recordaba la miseria y se recor-

daba a sí mismo detenido en el tiempo, estancado en el

monte, atado al hambre ancestral que lo perseguía. Ese

maldito hambre que clavaba sus dagas y las revolvía en su

estómago.

Ya no buscaba a su pariente, ya no le interesaban las

chapas de su rancho, no le importaban ni el frío ni la llo-

vizna sobre sus ropas harapientas, no existían los autos, las

calles, la gente. Se comportaba como un perro obsesiona-

do por conseguir comida, sólo buscaba saciar su hambre.

Dobló en una esquina revolviendo basura, pateando hojas

y papeles, murmurando incoherencias.

Entonces se topó con un camión de reparto con las

puertas traseras abiertas que le ofrecía, como servida en

bandeja, la solución a su único y gran problema. Sin pen-

sarlo miró para los costados y no vio a nadie. Con movi-

mientos torpes, pero en fracciones de segundo, trepó al

camión y manoteó un queso. Saltó y se alejó corriendo ca-

lle abajo mientras sonaban disparos y las balas zumbaban

en sus oídos. Un policía que pasaba por el lugar presenció

el hecho y sin titubear, sin dar la voz de alto disparó su

nueve milímetros gatillo fácil.

154

Page 157: Pájaros de Fuego.

Mientras sonaban las sirenas, la gente se agolpaba en

torno a Juan, que estaba tirado en medio de un charco de

barro y sangre, boqueando los instantes finales de su ab-

surda existencia. Los ojos abiertos y fijos, tal vez por la sor-

presa, tal vez buscando ese camino en el monte que lo lle-

ve de regreso a casa, tal vez intentando ver la cara de su ma-

tador y así conocer a quién lo liberara de su eterna pesadi-

lla de hambre.

El cielo continuaba lanzando agujas de plomo sobre

el charco de sangre, peritos, oficiales, fotógrafos, gente y

los ojos de Juan, todos confundidos en un remolino de

barro y basura, todos en un mismo amasijo con hedor a

muerte.

155

Page 158: Pájaros de Fuego.
Page 159: Pájaros de Fuego.

DES–HISTORIA

Por la calle caminaba el viejo flaco y algo sucio, con la bar-

ba incipiente, el cigarrillo pe-gado al labio inferior, las ma-

nos en los bolsillos de su raído saco, haciendo juego con la

bombacha de campo, la camisa desgastada y sus alparga-

tas bigotudas. Perdido en sus pensamientos llegó a la es-

quina de la iglesia frente a la estación.

Repentinamente de entre las sombras, otra sombra

con forma humana surgió arrojándole cuchillos. Enton-

ces echó a correr horrorizado, buscando alejarse de aquel

lugar mientras los puñales pasaban rozando su cabeza.

Volvió sobre sus pasos rumbo a «La Papa Grossa». Pero

desde detrás de los árboles de la plaza, otro hombre inten-

tó interceptarlo con un garrote al que logró esquivar im-

primiendo velocidad a sus piernas y poniendo distancia

157

Page 160: Pájaros de Fuego.

entre él y sus agresores. Razón por la que volvió a la calle

del este, que corría paralela a las vías, al costado de la igle-

sia, llamada también la «Calle de las Tormentas». Porque

era el camino que invariablemente tomaba cada tormenta

para descargar finalmente toda su furia en el cementerio

de los malditos. También la niebla que cubría la iglesia no-

che y día se formaba en la calle de las tormentas.

De la oscuridad surgió un automóvil con las luces

apagadas circulando lentamente. El viejo flaco presintió

el peligro, pero ya era tarde. El vehículo desarrolló en po-

cos metros una increíble velocidad, arrollándolo. Fue a

parar entre los pastos cerca de las vías, desmayado por más

de media hora. Lo despertaron los ladridos de un perro,

se incorporó y comprobó sorprendido que no tenía nin-

guna herida. Corrió desesperado mientras el perro, un

enorme animal, mordía sus piernas tirándolo de nuevo al

suelo.

Reaccionó minutos más tarde y volvió a comprobar

que sólo le faltaba el bolsillo tra-sero y tenía un rasguño en

el muslo. Continuó caminando desorientado por la vere-

da de la plaza, los árboles pasaban velozmente y se veía

obligado a esquivarlos para que no lo atropellen.

158

Page 161: Pájaros de Fuego.

Entonces volvió a la calle, pero apareció nuevamente

el automóvil y pasó sobre su cuerpo, pero no lo golpeó, ni

lo lastimó. El viejo se fue temblando tambaleante, sin sa-

ber que hacer, sin comprender que pasaba.

Esa noche mientras dormía en la estación, una suave

brisa acariciaba su frente, pero la brisa se tornó en fuerte

viento y luego en jadeante respiración. Se incorporó so-

bresaltado, intentó gritar pero sólo le salió un sonido ron-

co y entrecortado. Una garra lo tomó del cuello hasta cor-

tarle la respiración, en la oscuridad comenzó a tirar mano-

tazos y patadas logrando palpar a la bestia. Era un animal

extraño, lleno de pelos como espinas. Cuando logró zafar

del agresor corrió hacia la calle del este en medio de la

niebla. Entonces, a centímetros de él, apareció aquella

sombra humana lanzándole puñales que atravesaron su

pecho, rodó por el empedrado esperando morir, pero na-

da de eso ocurrió. Al igual que el automóvil, los puñales

atravesaron su cuerpo sin dañarlo.

Al límite de sus fuerzas y totalmente mojado por la

niebla comenzó a caminar rumbo al recodo, mientras el

sol iluminaba tenuemente la estación vacía y abandona-

da.

159

Page 162: Pájaros de Fuego.

Dicen los paisanos que el hombre murió un día en el

hospital del pueblo sin haber sido amado y sin haber ama-

do, convencido de no haber existido.

160

Page 163: Pájaros de Fuego.

LA HUIDA DE ZENÓN

Los hermanos Rojas miraban el tren desde el pedregullo

de la estación. Mientras el hombre caminaba por el vagón

tambaleando por el traqueteo. Aunque era de noche, por

la ventanilla, reconoció el recodo en las vías, y a pesar de la

velocidad reconoció también el rostro de su amiga Mi-

riham. Se pegó al vidrio, desesperado tratando de consta-

tar lo que acababa de ver. Dudó, pensó que tal vez era una

visión, una mala jugada de la mente, un espejismo maldi-

to.

El tren se detuvo. Zenón bajó, mirando a todos lados,

bebió de la canilla de bronce labrado y extrañamente gira-

da hacia arriba, por un momento se cortó el hilo de agua

que se perdía en el pedregullo. Miró más allá de los galpo-

nes, a lo lejos se recortaba la casa de Miriham y había una

161

Page 164: Pájaros de Fuego.

luz en la ventana. Pensó que algo estaba mal ya que su ami-

ga había muerto años atrás, pero cosas más urgentes lo

distraían en ese momento.

Salió de la estación y cruzó la calle, tomó por la plaza

vacía y oscura. Los faroles estaban encendidos, pero las

hojas de los árboles tupidos y frondosos hacían prevalecer

las sombras. Con pasos apurados, Zenón cruzó en diago-

nal rumbo al bar. En la vereda los surtidores de combusti-

ble, gordos y petizos, esperaban impacientes. Antes que él

entraron los hermanos Rojas, cuando entró Zenón, hubo

un intercambio de palabras, un griterío, y salieron los tres

corriendo.

—Parece que se metió en un problema groso —dijo el

gordo Pepe con su voz ronca, mientras pisaba una cucara-

cha.

—Seguro que se mandó una de las suyas —le contestó

el viejo flaco con el pucho pegado al labio inferior—, ahí lo

andan corriendo con el cuchillo.

Mientras Pepe impasible lo miraba de detrás del mos-

trador, el viejo cerró la puerta.

—Servime una ginebrita.

—¿No sabes saludar vos, che? —contestó Pepe al viejo

flaco.

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Con los ojos desencajados por el pánico, Zenón, co-

rría hacia la casa de su vecino que lindaba con el fondo de

su propia casa. Los hermanos Rojas le llevaban la delante-

ra, uno de ellos tenía el pantalón ensangrentado, pero eso

no le impedía correr. Saltaron la tranquerita y corrieron

por el pasillo hasta el fondo. Allí treparon el paredón y en-

traron a la casa de Zenón por un agujero en el techo. Ze-

nón tropezó al saltar la tranquerita, corrió hasta el fondo,

subió al paredón, trepó al techo y cayó en la cocina, mien-

tras los Rojas pateaban con furia la puerta.

Los vio irse apurados, doblaron por la veredita que sa-

lía, esquivando la casa de adelante. Escondió el dinero en

la cocina a leña que no funcionaba desde que se cayó una

parte del techo. Salió apresurado a la calle, bajó la loma a

las patinadas por el barro, mientras los ladridos cortaban

la noche silenciosa, desangrándola con dientes desafila-

dos. Siguió, casi al trote, las tres cuadras calle abajo hasta

la casa de los Rojas.

Abrió la puerta, Rogelio guardó el cuchillo, mientras

Raúl, su hermano, se sentaba en el sillón y empinaba el va-

so. La discusión fue perdiendo intensidad.

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—Hijo de puta, te la quedaste —protestó Rogelio— la

plata de la sociedad, y era para las máquinas, garca.

Hubo un instante de tenso silencio.

—Nada, paso, no— dijo Zenón, mientras abría la puer-

ta y saludaba— buenas..., noches..., buenas...

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MI PUEBLO BLANCO

Aquel lluvioso atardecer, después de muchos días de bús-

queda, por fin bajé del tren en la vieja estación. El cartel

era claro, alentador. «Arroyo de los Amantes» decía. Entré

en el bar del gordo Pepe, afuera los caballos atados al pa-

lenque se resignaban a pasar una noche de perros. El gor-

do con su voz aguardentosa me indicó como llegar al ce-

menterio de los Muertos de Amor. El camino era largo y

barroso, tres kilómetros casi intransitables por las sierras

cruzando el monte. Aunque no sabía montar me largué

igual, el caballo era muy viejo y manso.

Llegué bien entrada la noche con un nudo de incerti-

dumbre en mi garganta. Arandú Ferreira, la administrado-

ra del cementerio, aun estaba en su oficina y me miró con

una mezcla de pena, asombro y cierta desconfianza.

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Aceptando de mala gana que un forastero se quede toda

una noche de tormenta solo en el cementerio hurgando

en el libro de los Muertos de Amor. Cuando lo abrí en la

primera pagina, el libro soltó un perfume de rosas exquisi-

to, nostálgico, envolvente. Inmediatamente caí en una es-

pecie de trance mágico que ayudó a que leyera con esme-

ro, con una susceptibilidad inusitada, cada historia, cada

renglón que cuenta cómo y porqué murió cada uno de los

que allí moran.

Amada Ferreira, la hermana de Arandú, muerta de

una certera puñalada en el corazón, a manos de su amor

de toda la vida, el rengo Ernesto, se ignora su apellido y su

fantasma aun vaga por la estación las noches de lluvia ro-

gando el perdón de su enamorada. Jorge Núñez Cabeza

de Vaca, muerto por el mafioso Juan Turco para quitarle a

su mujer Iryapú, una aborigen que también murió de

amor dos años después. Faustino Ferreira y Francis Bom-

pland, murieron de felicidad a los noventa años. Joâo

Pessoa da Silva murió en circunstancias poco claras, pero

de amor.

El libro cuenta la historia de cada uno, al detalle, co-

mo la de mi padre, Antonio, muerto de amor en la esta-

ción el catorce de abril de 1973 y se extiende por varias

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páginas hasta empalmar con la de mi madre, Ana. Que

murió de tristeza un año después que mi padre, su historia

abarca también unas diez páginas del Libro de los Muer-

tos.

La tormenta arreciaba, rayos, truenos y relámpagos

cortaban el cielo y la selva con espadas furiosas. Los árbo-

les del cementerio se agitaban deshojados como en un hu-

racán. Crucé entre tumbas y panteones bajo la lluvia, esa

blanca ciudad de los muertos de amor, buscando el lugar

donde están sepultados mis padres. Uno al lado del otro

como en la vida, decía la placa. Empapado hasta los hue-

sos, me quedé allí por varias horas, sin sentir frío ni sue-

ño, repasando en el libro de mi memoria cada instante,

cada recuerdo, cada día que amé y me amaron en esta

vida. También preguntándome porqué había hecho tan

extenuante viaje por el corazón de la selva, esa otra selva

interior llena de bestias agazapadas, al acecho entre el fo-

llaje de mi alma. Porqué esa obsesión por releer lo que es-

cribí alguna vez, porqué volver allí esa noche en medio de

la tormenta. Naturalmente no encontré respuestas, aun-

que si encontré un puñado más de interrogantes.

Amanecía y la lluvia no mostraba signos de amainar;

Arandú llegó tempranísimo como era su costumbre. A lo

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lejos se escuchaba el galope del caballo viejo que volvía so-

lo para el pueblo, sobre la loma pude ver su negro pelaje

brillando con cada refusilo.

Bueno, tendré que volverme caminando, ya es de día

y la lluvia no para.

—Gracias por todo —le dije a la administradora.

—¿A dónde cree que va? Ya le dije que los muertos no

pueden salir del cementerio —me contestó.

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Este libro se terminó de imprimir en el tallerde Clan Destino en Septiembre de 2014

Posadas | Misiones | Argentina

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