Pagola, jose antonio accion pastoral

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José Antonio Pagóla ccion pastoral para una nueva evangelización

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José Antonio Pagóla

ccion pastoral

para una nueva evangelización

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José Antonio Pagóla

ACCIÓN PASTORAL PARA UNA

NUEVA EVANGELIZACION

Editorial SAL TERRAE Santander

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© 1991 by Editorial Sal Terrae Guevara, 20 Santander

Con las debidas licencias Impreso en España. Printed in Spain ISBN: 84-293-0916-0 Dep. Legal: BI: 1.650-91

Fotocomposición: Didot, S.A. Bilbao

Impresión y encuademación: Grafo, S.A. Bilbao

índice general

Nota bibliográfica 7

Presentación 9

Primera Parte «ID Y EVANGELIZAD»

1. La evangelización, un reto a la acción pastoral 15 2. Hacia una pastoral con fuerza evangelizadora 45

Segunda Parte «LOS POBRES SON EVANGELIZADOS»

3. Acción evangelizadora y marginación. Tareas prioritarias 65

4. Nuevo impulso del servicio caritativo-social 81 5. Hacia una renovación del servicio de caridad

en la comunidad cristiana 95 6. La evangelización en el mundo de la prisión 113

Tercera Parte «ID Y SANAD»

7. Enviados a evangelizar sanando 137 8. El servicio evangelizador a los enfermos 163 9. Ante los enfermos más necesitados y desasistidos . 181

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6 ACCIÓN PASTORAL PARA UNA NUEVA EVANGELIZACION

Cuarta Parte «HACED ESTO EN MEMORIA MÍA»

10. Celebración litúrgica y acción evangelizadora 207 11. La pastoral litúrgica hoy. Objetivos y tareas 229 12. La parroquia, comunidad orante 249

Quinta Parte «ANUNCIAD EL EVANGELIO A TODA CRIATURA

13. Dimensión universal de la evangelización 269

NOTA BIBLIOGRÁFICA

En la base de la redacción de este libro están los siguientes trabajos: Capítulos 1 y 2: «La evangelización, un reto a nuestra acción

pastoral», en Surge 415-416 (abril-mayo de 1982), pp. 158-190.

Capítulos 3 y 4: «Acciones prioritarias que habría que impulsar en los servicios caritativo-sociales de la Iglesia en Espa­ña hoy», en Corintios XIII 46 (abril-junio de 1988), pp. 99-130.

Capítulo 5: «Hacia una renovación de Caritas en la comunidad parroquial», en Corintios XIII 33 (enero-marzo de 1985), pp. 106-124.

Capítulo 6: «La Iglesia y la prisión», en CorintiosXIII41 (enero-marzo de 1987), pp. 119-146.

Capítulo 7: «Modelo cristológico de salud. Acercamiento a la experiencia de salud en Jesús», en Labor Hospitalaria 219 (1991), pp. 23-29. «La acción evangelizadora de la co­munidad cristiana en el campo de la salud», en Labor Hospitalaria 215 (1990), pp. 21-27.

Capítulo 8: «Cómo renovar la acción evangelizadora de las comunidades cristianas en el campo de la salud», en Labor Hospitalaria 215 (1990), pp. 45-51.

Capítulo 9: «Jesús y los enfermos desasistidos y necesitados», en Labor Hospitalaria 208 (1988), pp. 135-141.

Capítulo 10: «Celebración litúrgica en la Iglesia diocesana» en Boletín Oficial de la Diócesis de San Sebastián 437 (julio de 1987), pp. 666-696.

Capítulo 11: «La pastoral litúrgica en la diócesis. Objetivos y tareas», en Boletín Oficial de la Diócesis de San Sebastián 437 (julio de 1987), pp. 636-664.

Capítulo 12: «La parroquia, comunidad orante», en Boletín «Amigos de Orar» 8 (julio-agosto de 1989), pp. 2-13.

Capítulo 13: «Dimensión universal de la acción pastoral dio­cesana», en Boletín Oficial de la Diócesis de San Sebastián 384 (noviembre de 1982), pp. 1066-1081.

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Presentación

Desde hace unos años se viene hablando entre noso­tros de la necesidad de impulsar una «segunda evange­lización» o «nueva evangelización». No hemos de creer fácilmente en la magia de las palabras. Todos conocemos el uso y abuso de palabras, en principio atractivas y es­timulantes, que terminan luego vaciándose rápidamente de verdadero contenido renovador. Pero lo cierto es que el lenguaje de una «nueva evangelización» está indicando una sensibilidad y una conciencia pastoral nuevas.

El Congreso Nacional «Evangelización y hombre de hoy», celebrado en Madrid en 1985, precisaba así la nueva terminología: «Cuando hablamos de segunda evan­gelización, hacemos referencia a la nueva evangelización que debe fecundar a todo un país de tradición cristiana que, al cabo del tiempo y con la evolución histórica y cultural, tiene estratos más o menos amplios y profundos que ya no están impregnados por el Evangelio: sectores importantes de población que desconocen la fe cristiana o que se han alejado de ella, grupos numerosos de bau­tizados que no han personalizado la fe, estructuras vitales de la sociedad (familia, cultura, economía, política...) en grado tal de transformación que manifiestan en el presente serias incoherencias con una concepción cristiana de la vida» (Evangelización y hombre de hoy, Madrid 1986, p. 115).

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10 ACCIÓN PASTORAL PARA UNA NUEVA EVANGELIZACION

Para impulsar esta nueva evangelización hay que ac­tuar con realismo. No basta con elaborar brillantes re­flexiones teóricas. Hemos de partir de lo que actualmente son muchas de nuestras Iglesias diocesanas y comuni­dades cristianas y, teniendo en cuenta nuestras posibili­dades reales, ir concretando los pasos que en estos mo­mentos podemos y debemos dar, abiertos al Espíritu que nos urge a esta nueva evangelización. No partimos de cero. Son muchos los esfuerzos que se vienen realizando en las diócesis por renovar la acción pastoral y reavivar la misión evangelizadora. A veces se trata de experiencias que van consolidando un nuevo dinamismo y estilo pas­toral. Otras veces sólo se puede hablar de un trabajo de búsqueda y siembra, pero que señala hacia dónde apunta la preocupación evangelizadora.

Este libro ha nacido de ese esfuerzo de búsqueda pas­toral realizado, día a día, durante estos últimos diez años desde una Iglesia diocesana concreta que intenta reavivar su acción pastoral poniéndola al servicio de la nueva evangelización. No se trata de una reflexión académica elaborada en una biblioteca. Mi servicio de Vicario Ge­neral en la diócesis de San Sebastián me ha llevado a tomar parte activa en Jornadas, Convivencias y Encuen­tros pastorales donde he podido conocer de cerca los esfuerzos concretos de muchos pastores y comunidades cristianas por responder hoy a su misión evangelizadora. Este libro no hace sino recoger ese nuevo espíritu pastoral que se va abriendo camino en no pocas Iglesias dioce­sanas.

Como se podrá ver, no me detengo en el tratamiento de la acción propiamente catequética orientada a educar la fe de niños, jóvenes o adultos. Abordo más bien aquellos campos pastorales en los que más se trabaja hoy desde las comunidades cristianas, y cuya renovación es nece­saria si la Iglesia quiere hacer presente la fuerza salva­dora del evangelio en la sociedad actual. Una «nueva evangelización» exige una «nueva acción pastoral».

PRESENTACIÓN 11

En la primera parte, que sirve de marco a todo el estudio, pretendo mostrar los principales retos que la evangelización plantea hoy a la acción pastoral tradicio­nal (capítulo 1), al mismo tiempo que sugiero algunas pistas para ir configurando una pastoral con más fuerza evangelizadora (capítulo 2).

Pero es superfluo seguir hablando de «nueva evan­gelización» si los pobres no son evangelizados y siguen sin poder percibir la Buena Noticia de Jesucristo en nues­tra acción pastoral. Por ello, en la segunda parte se se­ñalan algunas tareas ineludibles de una Iglesia evange­lizadora ante los marginados (capítulo 3); se sugieren luego pistas para impulsar una respuesta pastoral más adecuada a los problemas de pobreza y marginación de la sociedad actual (capítulo 4); se ofrecen directrices para renovar el servicio de caridad en la comunidad cristiana (capítulo 5) y, por último, se aborda la evangelización en el campo de la prisión, un mundo de sufrimiento y marginación bastante olvidado en no pocas diócesis (capítulo 6).

Difícilmente podrá la Iglesia impulsar una nueva evan­gelización si no es capaz de ofrecer al hombre de hoy la salvación de Jesucristo como fuerza sanadora, capaz de generar salud integral en los individuos y en la sociedad entera. En la tercera parte trato de mostrar la necesidad de recuperar hoy la dimensión sanante que se encierra en toda auténtica evangelización (capítulo 7); de esta ma­nera, podremos situar de modo adecuado la pastoral sanitaria o pastoral de la salud (capítulo 8) y estar cerca de los enfermos más necesitados y desasistidos (capítulo 9).

Si queremos impulsar desde su raíz la nueva evan­gelización, hemos de recuperar el lugar central de la celebración litúrgica, «cumbre a la que tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, fuente de donde mana toda su fuerza» (Sacrosanctum Concilium, 10). En la cuar­ta parte se expone la estrecha relación que existe entre

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celebración de la fe y acción evangelizadora (capítulo 10); se concretan los objetivos y tareas de la pastoral litúrgica hoy en una Iglesia comprometida en la nueva evangeli-zación (capítulo 11) y, por último, se señalan las posi­bilidades que ofrece la parroquia como comunidad orante, donde puede y debe alimentarse la vida de los creyentes y su fuerza evangelizadora (capítulo 12).

La nueva evangelización que se quiere impulsar en las Iglesias del Primer Mundo no debe olvidar la dimensión universal de la misión evangelizadora. En la quinta parte reflexionamos sobre la dimensión universal de la evan­gelización, tratando de concretar cómo hemos de entender y vivir hoy desde las Iglesias de Occidente la apertura universalista de la acción pastoral.

Una nueva evangelización exige una nueva acción pas­toral. Recientemente se han celebrado dos Congresos que deberían tener una importante repercusión en nuestras diócesis: el Congreso sobre «Evangelización y hombre de hoy» (1985) y el Congreso sobre «Parroquia evangeli­zadora» (1988). Son muchas las comunidades cristianas que se esfuerzan por renovar su acción pastoral tratando de responder al espíritu y las directrices de ambos Con­gresos. Nuestro trabajo quiere ofrecerles un servicio que les ayude en esa tarea tan urgente hoy entre nosotros.

San Sebastián 31 de julio de 1991

Fiesta de San Ignacio de Loyola

Primera Parte

«ID Y EVANGELIZAD»

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1 La evangelización, un reto

a la acción pastoral

SUMARIO

1. De la inercia pastoral a la actitud evangelizadora

• Dos presupuestos cada vez más falsos — Una fe hereditaria — Pertenencia a la Iglesia

• Nuevas urgencias

2. De la primacía de lo cultual a la acción misionera

• Predominio de la pastoral sacramental • Nueva orientación misionera

3. De la polarización parroquial a la presencia en el am biente

• La actividad parroquial • Presencia evangelizadora

4. De la atención privilegiada a la infancia a la creación de comunidades adultas

• La pastoral de la infancia • Hacia unas comunidades adultas

5. Del predominio pastoral del clero a la promoción de un laicado responsable

• Predominio clerical • Un laicado más responsable

6. A modo de conclusión

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«Evangelizar no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que pesa sobre mí. Pobre de mí si no evangelizare» (1 Co 9, 16). Las palabras de S. Pablo siguen teniendo actualidad permanente para quienes hemos creído en Jesucristo y nos sentimos enviados a anunciar su evangelio.

Es claro que la evangelización es algo esencial en la acción pastoral de la Iglesia de Jesús. Las primeras co­munidades cristianas que conocemos son comunidades en estado de misión, comunidades que viven en actitud evan-gelizadora y tienden a crecer, a salir de sí mismas para hacer presente la realidad del evangelio en la sociedad.

¿Sucede también hoy así entre nosotros? ¿Son nuestras diócesis Iglesias evangelizadoras? Nuestro trabajo pasto­ral, nuestras líneas de acción, nuestros objetivos y pro­gramas, el talante pastoral de nuestras Iglesias, ¿están respondiendo adecuadamente a las exigencias de una ver­dadera evangelización hoy? La descristianización que, de múltiples maneras y en diversos grados, percibimos en nuestra sociedad, ¿no nos está urgiendo a promover de manera más firme y decidida la dimensión misionera y evangelizadora de nuestra acción pastoral?

Antes que nada, y para evitar ambigüedades, es bueno que tratemos de describir qué entendemos aquí por evan­gelización. Prescindiendo de ulteriores precisiones, nos parece suficiente la descripción de J. María Rovira Be-lloso: «Por evangelización entendemos el ofrecimiento li-

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18 «ID Y EVANGELIZAD»

bre de la buena noticia de Jesús a un medio —una clase social, un barrio, un país, un sector de población— cuyas gentes aún no han recibido el mensaje evangélico o lo han recibido de manera insuficiente, puesto que apenas han captado la significación que tiene este mensaje en su propia vida» .

Sin entrar ahora en el contenido mismo de la acción evangelizadora, queremos subrayar que la evangelización se dirige a quienes no conocen el significado del Reino de Dios anunciado e inaugurado por Jesús, los «medios alejados» en los que no es posible percibir la eficacia liberadora del evangelio.

Si entendemos así la evangelización y examinamos ahora la acción pastoral de nuestras diócesis, es fácil de­ducir que nuestra pastoral es más una «pastoral de man­tenimiento» que una pastoral evangelizadora. Es decir, nuestros esfuerzos pastorales están orientados preferen­temente a educar y alimentar la fe de los ya creyentes, y no tanto a suscitar la adhesión al evangelio en los sectores alejados.

Sin duda, podemos observar aspectos muy positivos en el trabajo pastoral de las diócesis. Son bastantes los sacerdotes y seglares que adoptan una postura sincera de búsqueda y renovación en su acción pastoral. Poco a poco, se va aprendiendo a programar y revisar la acción pastoral con cierta eficacia. Se hacen esfuerzos notables por una incorporación corresponsable de los laicos a la tarea pas­toral. Hay intentos muy valiosos de actualización litúrgica y reanimación de la pastoral sacramental. Son de destacar los logros en la catequesis infantil y los esfuerzos que se están realizando en la educación de la fe de jóvenes y adultos, promocionando una preparación adecuada a la

1. J. M. ROVIRA BELLOSO, «La primacía de la evangelización en la pastoral», en Pastoral Misionera 4-5 (1980), p. 352.

LA EVANGELIZACIÓN, UN RETO A LA ACCIÓN PASTORAL 19

Confirmación y suscitando grupos de reflexión cristiana o experiencias catecumenales.

Sin embargo, quien observa todo este trabajo pastoral con ojos críticos no puede evitar la impresión de un cierto olvido de la preocupación misionera, una falta de atención a ese sector amplio y siempre creciente de «alejados». De alguna manera, se puede percibir en la organización pas­toral un cierto replegamiento, una tentación de limitarnos al ámbito intraeclesial, una pérdida casi inconsciente, pero real, del dinamismo propiamente evangelizador.

Es cierto que en nuestros programas aparece con fre­cuencia cada vez mayor un lenguaje que habla de «evan­gelización» y de «pastoral misionera» y que denota, sin duda, una sensibilidad y una actitud pastoral nuevas; pero en la mayoría de los casos se trata de designar, con nom­bres diferentes y claramente inadecuados, una actividad pastoral que no es propiamente evangelizadora.

Es verdad que no hemos de pensar exclusivamente en una acción evangelizadora «hacia fuera», orientada a aque­llos sectores que se han alejado decisivamente del ámbito eclesial. Tenemos que hablar de una evangelización «hacia dentro», en el mismo seno de la Iglesia. Hoy no basta decir con Godin que Francia es país de misión, o que España es país de misión. Hoy se está diciendo que «la Iglesia es país de misión» .

En este sentido, creo que algunos de los esfuerzos que se hacen entre nosotros, en el campo de la educación de la fe de jóvenes y adultos y en la pastoral sacramental, están adquiriendo un carácter evangelizador, y se inscri­birán cada vez más claramente en un proyecto fundamen­talmente evangelizador y misionero. A pesar de todo, la

2. J. MARTÍN VELASCO, «El anuncio del Evangelio y la educación en la fe. Propuesta para una situación en deterioro», en 5a/ Terrae 12 (1979), p. 821.

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evangelización propiamente dicha queda muy difuminada en el conjunto de nuestra organización pastoral. No se advierte, al menos de manera significativa, ese dinamismo propio de la evangelización que consiste en salir del propio ámbito cristiano «hacia aquello que no es cristiano».

Y esto acontece precisamente en un monento en que el espacio de la increencia y de la lejanía del evangelio crece y se consolida cada vez más en nuestra sociedad. No es éste el momento de describir una vez más la crisis religiosa que estamos viviendo, pero sí de tomar concien­cia de su profundidad. No se trata simplemente de que la Iglesia católica haya perdido gran parte de su prestigio social, o de que el lenguaje religioso se haya convertido en algo difícilmente inteligible en nuestra cultura actual, o de que haya disminuido de manera espectacular la prác­tica religiosa. Como dice Juan Martín Velasco, «es en buena medida una crisis de civilización que afecta a la 'infraestructura espiritual' de la vida religiosa y hace im­posible su realización para un número cada vez mayor de personas» . Afecta a las conciencias; afecta al modo de pensar la realidad y de pensar al hombre; afecta al sistema de valores, ya que lo práctico, lo útil y lo eficaz amenazan la dimensión transcendente y el valor absoluto de la per­sona; afecta a la realización misma de la persona, pues, aunque se reconocen formalmente sus derechos, se la re­duce a su condición de productor y consumidor, olvidando prácticamente su dignidad inalienable.

Es en el horizonte de esta crisis religiosa y de esta descristianización creciente en nuestra sociedad donde he­mos de revisar nuestra acción pastoral, no para minus-valorar lo que venimos haciendo y desalentarnos ante las limitaciones y deficiencias de lo que realizamos, sino para recoger el reto del momento, escuchar lúcidamente las exigencias de la evangelización y promover con mayor

3. Art. cit., p . 820.

LA EVANGELIZACIÓN, UN RETO A LA ACCIÓN PASTORAL 2 1

convicción el dinamismo misionero de nuestra tarea pas­toral.

El P. Chenu resumió el significado del Concilio Va­ticano II diciendo que se trataba del «paso de una Iglesia en estado de cristiandad a una Iglesia en estado de misión». Creo que, en definitiva, ése es el reto más importante ante el que se enfrentan nuestras Iglesias diocesanas. ¿Es po­sible poner a una diócesis en estado de misión? ¿Seremos capaces de despreocuparnos de cuestiones más laterales y accidentales, para centrar nuestra atención en un plantea­miento serio de evangelización, tanto de los sectores no evangelizados dentro de la misma comunidad como de los alejados a los que ya no llega por ningún cauce el anuncio de Jesucristo? No lo sé. Pero, en cualquier caso, ésa es la opción más importante que deberán hacer hoy nuestras diócesis: replegarse en una pastoral intraeclesial que se esfuerza por defender y asegurar la vida cristiana de los creyentes integrados en la comunidad, o promover deci­didamente una pastoral misionera y evangelizadora en­caminada a suscitar y edificar comunidades vivas.

El método que seguiremos es el siguiente: sin pretender ser exhaustivos, constataremos algunos rasgos o constan­tes de nuestra acción pastoral; los analizaremos a la luz de la nueva situación socio-religiosa que se viene creando entre nosotros; y trataremos de escuchar el reto de la evan­gelización viendo hacia dónde nos invita a orientar nues­tros esfuerzos.

1. De la inercia pastoral a la actitud evangelizadora

Nuestra acción pastoral parece indicar que, en general, las Iglesias diocesanas no han tomado todavía conciencia suficiente del cambio socio-religioso que se viene dando entre nosotros.

De manera global, se puede decir que nuestra orga­nización pastoral sigue respondiendo en muchos de sus

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esquemas y planteamientos a una situación religiosa que ha cambiado profundamente y que, ciertamente, no es ya la de hace unos años. Sin duda, se están haciendo esfuerzos notables por renovar y mejorar diversos aspectos de nues­tro quehacer pastoral. Se han iniciado también acciones que suponen un cambio profundo de actitud pastoral. Pero, en términos generales, se observa una cierta inercia pas­toral, y nuestros planteamientos fundamentales siguen res­pondiendo a una situación de cristiandad que ya no existe entre nosotros.

• Dos presupuestos cada vez más falsos

Nuestra acción pastoral funciona, en gran parte, a par­tir de dos presupuestos que cada día son más falsos en nuestra sociedad.

—Una fe hereditaria

Casi inconscientemente, seguimos pensando que la fe es entre nosotros un dato hereditario, algo que es trans­mitido al individuo por el grupo social (familia, escuela, ambiente social). Por lo general, se sigue actuando como si todos los miembros de la sociedad tuvieran fe. Entonces, es normal que la principal preocupación de nuestra pastoral sea instruir esa fe que se supone en todo individuo, y que se atienda mucho menos a una acción pastoral orientada preferentemente a suscitar la fe como conversión y deci­sión personal.

Por otra parte, si se presupone la fe, lo importante es conservarla por la práctica sacramental. De esta manera, la Iglesia organiza la vida religiosa de sus fieles, ofre­ciéndoles un personal, unos lugares y unos servicios ne­cesarios para conservar su vida religiosa. Naturalmente, el riesgo está en que la Iglesia pierda su dinamismo evan-

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gelizador y se convierta en «administradora de la religio­sidad implantada» . Incluso los sacramentos, que deberían ser los gestos más expresivos de la vida de fe de la co­munidad, terminan por «ser administrados».

Naturalmente, los pastores han tomado conciencia del fenómeno creciente de descristianización actual. Muchos lamentan el alejamiento de las gentes, denuncian su in­diferencia, hacen llamadas al retorno y la reintegración, pero no cambian su actitud pastoral. Otros están promo­viendo la línea catecumenal y de educación de la fe, tra­tando de responder a la crisis religiosa existente. Pero todavía no se observa, en general, un replanteamiento profundo de los proyectos pastorales en el contexto nuevo de una sociedad en vías de descristianización progresiva.

—Pertenencia universal a la Iglesia

Durante mucho tiempo, lo religioso ha sido entre no­sotros el factor tal vez más importante de integración so­cial, hasta el punto de que se podían identificar, de alguna manera, la pertenencia social y la pertenencia eclesial. Hemos vivido en una sociedad en la que todos eran «cris­tianos» y todo era «cristiano» o, al menos, todo quedaba, de alguna manera, bajo el control de la Iglesia.

Todavía hoy, nuestra Iglesia aparece como una orga­nización sociológica que abarca a todos los ciudadanos registrados como bautizados. Cuando queremos conocer el número de nuestros diocesanos, acudimos a las esta­dísticas civiles, pues sabemos que prácticamente todos los ciudadanos están registrados en los libros parroquiales.

Este estado de cosas ha tenido y tiene unas conse­cuencias concretas en nuestra acción pastoral. El punto de

4. C. MARTÍ, «Perspectiva histórica de la pastoral misionera», en Pastoral Misionera 5 (1981), p. 414.

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24 «ID Y EVANGELIZAD»

partida casi inconsciente de toda nuestra acción pastoral es el presupuesto de que todos los ciudadanos de nuestra sociedad pertenecen a la Iglesia. Es normal entonces que se haya insistido tanto en las obligaciones propias de la pertenencia (bautizo, práctica dominical, participación en los sacramentos, etc.) y en las prohibiciones y sanciones posibles a quien no actúe como miembro de la Iglesia (excomunión, negación de sacramentos, situaciones irre­gulares, etc.).

Es normal también que en nuestra acción pastoral siga existiendo todavía la añoranza por una presencia masiva y visible de fieles en nuestra Iglesia. No somos capaces de plantearnos si nuestra pastoral sacramental es la más adecuada cuando aceptamos al bautismo, al matrimonio, a la confirmación, a hombres y mujeres cuya actitud de fe es muy cuestionable. En general, seguimos atendiendo más a un servicio cuantitativo que a una mejora cualitativa de nuestra acción pastoral.

Por otra parte, nuestros planteamientos pastorales no tienen en cuenta suficientemente el pluralismo existente en nuestra sociedad y los diversos niveles de fe de las personas.

• Nuevas urgencias

La situación sociológica ha cambiado en pocos años. La secularización va penetrando progresivamente en nues­tra sociedad, modificando profundamente la mentalidad, la concepción de la existencia y el comportamiento reli­gioso de las gentes. Los miembros de nuestras Iglesias no son necesariamente convertidos al evangelio. «La Iglesia ha dejado de ser la comunidad de los convertidos al men­saje de Jesús y se ha configurado como la gran masa de los bautizados»5. La Iglesia actual no puede ser definida

5. J. M. CASTILLO, «La misión de la Iglesia», en Proyección 116 (1980), p. 20.

LA EVANGELIZACION, UN RETO A LA ACCIÓN PASTORAL 25

ni delimitada por el evangelio. No puede ser identificada con una comunidad evangelizada. Esta situación nos está urgiendo a:

—Tomar conciencia más lúcida de la increencia, tanto en el interior como fuera de la Iglesia. Nuestra pastoral ha de ser más sensible a «las zonas de increencia» que crecen entre nosotros. Debemos atender más a los diversos niveles de fe o de pertenencia a la Iglesia (creyentes con­vencidos; practicantes rutinarios; gentes vinculadas de ma­nera puramente ocasional; hombres que han roto defini­tivamente con la Iglesia). Más en concreto, tenemos que tener en cuenta, de manera muy especial, el sector de los no practicantes: ese gran número de personas que, sin rechazar abiertamente su adhesión a la fe cristiana, con su conducta práctica de ausencia permanente de la co­munidad nos están indicando que el evangelio, al menos tal como ellos lo conocen, no tiene gran relevancia en sus vidas. Ese mundo de «los que viven al borde de la Iglesia» es un reto a nuestra pastoral.

—Promover una acción pastoral orientada a suscitar la fe y la conversión. Nuestro trabajo pastoral no puede limitarse a sostener y reavivar la vida cristiana dentro de las fronteras de los practicantes. Hemos de encontrar cau­ces y medios para extender nuestra acción catequética y catecumenal hacia sectores más alejados. No se trata, al menos en primer lugar, de lograr que los no practicantes vuelvan de nuevo a ser practicantes. Tampoco se trata de considerarlos con indiferencia o condescendencia, resol­viéndolo todo con la afirmación de que no es necesaria la pertenencia a la Iglesia visible institucional. Lo importante es que también en los sectores alejados y no practicantes se pueda escuchar el evangelio.

6. H. DENIS, «Significado para la Iglesia de la catequesis de los bautizados no practicantes», en Religiosidad y pedagogía de la fe, Madrid 1973, p. 114.

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—Impulsar una acción pastoral más diversificada y más acomodada a las diferentes situaciones de fe de las personas. ¿No ha llegado el momento de pensar en los diversos niveles de fe a la hora de celebrar la liturgia u organizar la acción catequética? ¿Se debe ofrecer hoy a todos, de manera indistinta, la Eucaristía dominical como única posibilidad de celebrar y recordar su fe tambaleante? ¿Se debe ofrecer de manera indiferenciada un mismo plan uniforme de educación de la fe a todos los jóvenes en su preparación a la confirmación? ¿No hay que promover proyectos de educación de la fe más adecuados para jó­venes alejados? ¿Hemos de presuponer siempre la fe en esos niños de familias indiferentes que se preparan para su primera y última comunión? Quizás hemos olvidado que la acción pastoral debe tener su ritmo y que la Iglesia se construye por etapas: tiempo de testimonio y anuncio, tiempo de evangelización, conversión, catecumenado, co­munidad plenamente constituida.

—Despertar nuestra actitud evangelizadora también de cara a los mismos practicantes. Con frecuencia, es fácil observar en ellos los mismos esquemas de pensa­miento, la misma concepción de la vida y semejante con­ducta individual y social que en los alejados. En ese sector de los practicantes que llenan nuestras Iglesias podemos encontrar el primer campo necesitado de evangelización.

2. De la primacía de lo cultual a la acción misionera

El segundo dato que quiero constatar es el lugar pri­vilegiado que ocupa la acción cultual, y concretamente la pastoral sacramental, en el conjunto de nuestro quehacer pastoral.

• Predominio de la pastoral sacramental

En una situación de cristiandad en la que todos son considerados como creyentes, es normal que el rito y el sacramento en los que se expresa la fe del bautizado tengan

LA EVANGELIZACIÓN, UN RETO A LA ACCIÓN PASTORAL 2 7

una relevancia grande. Si se tiene fe, lo normal es prac­ticarla.

Hoy las cosas han cambiado. Los sacramentos han quedado vacíos de sentido para muchos hombres y mujeres que no sienten ya necesidad alguna de celebrar su fe. Si se acercan todavía a los sacramentos, es por pura costum­bre sociológica o presión social.

Y, sin embargo, el culto sigue teniendo una primacía casi absoluta en el quehacer de la Iglesia. La pastoral sacramental sigue ocupando gran parte del tiempo, la aten­ción y las energías del clero y de la comunidad cristiana. Los pastores se encuentran con los fieles casi siempre con ocasión de alguna ceremonia cultual o la administración de algún sacramento. Hemos de decir que, proporcional-mente, es muy reducido el número de encuentros pasto­rales al margen del horizonte cultual.

Naturalmente, no se trata ahora de minusvalorar la pastoral sacramental, pero es evidente que puede llegar a restar energías para otras actividades y bloquear otras exi­gencias de la vida eclesial. No son pocos los sacerdotes que lo sienten así. Leamos lo que dice José María Rovira: «La tarea de ofrecer celebraciones sacramentales para 'mantener' la 'demanda' religiosa de las mismas bloquea de tal manera las energías de la comunidad y de sus mi­nistros que la vida interna de la comunidad —en vez de discurrir por los cauces de las reuniones gratuitas de ora­ción, de Eucaristía, y por la presencia y envío de los miembros de la comunidad a las tareas de servicio al pue­blo o de creación de nuevas comunidades— discurre por el único cauce de mantener lo que aparece como 'un ser­vicio de signos sagrados', desvinculados de la historia común de la gente y ofrecidos con un espléndido y sagrado aislamiento» . Sin duda, sería injusto generalizar estas

7. Art. cit., p . 360.

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palabras, pero es evidente que la insistencia unilateral so­bre lo cultual nos conduce casi inconscientemente a mi-nusvalorar o desatender otros aspectos de la acción pastoral catequética y evangelizadora.

Por otra parte, y sin pretenderlo, podemos estar, de hecho, polarizando las exigencias del cristianismo hacia lo cultual, minusvalorando la importancia de la conversión y las exigencias prácticas de la fe en la vida individual, familiar y social. Es cierto que después del Concilio se han hecho esfuerzos muy notables por renovar la pastoral sacramental y reavivar la liturgia de la comunidad. Pero hemos de tomar constancia de un dato muy importante. Aunque bastantes se acercan sin una actitud básicamente creyente, nosotros seguimos «administrando sacramentos» desde una postura pastoral tolerante y pasiva. De esta manera, «la administración de los sacramentos se ha con­vertido prácticamente en la celebración de servicios reli­giosos puestos a disposición del público»8. Y, natural­mente, la gente participa indiscriminadamente, tanto los creyentes que viven convencidos del evangelio de Jesús como los que viven al margen e indiferentes a su mensaje.

Estamos haciendo un esfuerzo notable por evangelizar por medio de la predicación y la educación de la fe, y nuestra palabra es bastante exigente, de acuerdo con el evangelio. Pero neutralizamos la fuerza evangelizadora de nuestra palabra con una pastoral sacramental excesiva­mente tolerante, de acuerdo con unas costumbres y tra­diciones socialmente establecidas. «Lo que se evangeliza con la palabra se desautoriza con el sacramento»9.

• Nueva orientación misionera

No cabe duda de que también aquí el nivel de des­cristianización que podemos observar ya entre nosotros entraña un reto.

8. J. M. CASTILLO, art. cit., p. 23. 9. Ibidem, p. 24.

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En primer lugar, hemos de continuar decididamente los esfuerzos que se vienen haciendo en la pastoral pre-sacramental. Si no queremos «sacramentalizar» de manera ligera y precipitada, hemos de cuidar cada vez más el vínculo entre la fe y el sacramento. Es la fe la que ha de conducir a los fieles al sacramento. Toda nuestra pastoral sacramental ha de tener bien claro este criterio: «El sa­cramento está más en el momento de llegada que en el punto de partida» .

Además, hemos de plantearnos seriamente cómo pro­mover la orientación misionera de la pastoral sacramental. Cada vez con más frecuencia, nos encontramos con per­sonas alejadas que no participan ordinariamente en la vida de la comunidad cristiana, pero que se encuentran en un determinado momento, por razones familiares o socioló­gicas, compartiendo una celebración religiosa junto a otros creyentes (funerales, bodas, bautizo de hijos de aleja­dos...). ¿Pueden ser estas celebraciones plataforma de un anuncio misionero del evangelio? ¿Qué tratamiento dar a una celebración en la que se advierte una presencia notable de gente alejada? ¿Cómo se ha de enfocar el lenguaje, la homilía, el cantoral, las moniciones, el tono celebrativo de un funeral o una boda a la que asiste un número grande de no practicantes? No olvidemos que para muchas gentes lo cultual, tal como es detectado en nuestras Iglesias, es uno de los elementos más importantes a partir de los cuales se forman una idea de lo cristiano y lo eclesial.

Sin pretender minimizar o minusvalorar la pastoral sacramental y la importancia de la acción cultual en la vida cristiana, parece necesario promover también una pastoral «más desinteresada» de lo sacramental, poner en marcha proyectos misioneros no directamente orientados

10. P. A. LIÉGÉ, «Una cuestión de pastoral: la administración de los sacramentos a los incrédulos», en Religiosidad y pedagogía de la fe, Madrid 1973, p. 102.

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hacia lo sacramental, acercarnos a sectores alejados sin un interés sacramental inmediato. En este sentido, ¿es normal que nuestro trabajo pastoral con adolescentes y jóvenes se reduzca prácticamente a la preparación al sa­cramento de la confirmación? ¿No hay entre nosotros jó­venes tan alejados ya de lo sacramental que nos están urgiendo un planteamiento más misionero? Es evidente que la inmensa mayoría de los sacerdotes y seglares com­prometidos están más capacitados para impulsar y animar una pastoral centrada en lo sacramental que para suscitar una pastoral evangelizadora. Pero ¿no ha llegado el mo­mento de que algunos sacerdotes y seglares inicien ex­periencias más directamente misioneras?

3. De la polarización parroquial a la presencia en el ambiente

Vamos a examinar, en tercer lugar, lo que P. A. Liégé ha llamado «totalitarismo de lo parroquial» . Sin ignorar algunas realidades pastorales que se promueven al margen de la parroquia, constatamos que nuestra acción pastoral está prácticamente polarizada en la parroquia.

• La actividad parroquial

La parroquia se ha convertido a lo largo de los siglos en la comunidad más importante para integrar la vida cris­tiana en todos sus aspectos. De hecho, es el marco normal en el que vive su vida cristiana la inmensa mayoría de los creyentes. El «espacio natural» de la asamblea litúrgica, el marco del proceso de iniciación y catequesis de la fe y el lugar concreto en el que los creyentes viven la frater-

11. Art. cit., p. 100.

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nidad cristiana. Por su parte, el Sínodo de Roma de 1958 decía así: «La parroquia es como el pivote de la diócesis: alrededor de ella se reúnen, desarrollan y ordenan todas las iniciativas pastorales».

En la vida parroquial podemos constatar, en primer lugar, un conjunto de actividades que se desarrollan en función de los servicios internos a la comunidad creyente (celebración del culto a lo largo del año litúrgico, admi­nistración de sacramentos, catequesis infantil, pastoral ju­venil, educación de la fe de adultos, despacho parroquial, Caritas, administración económica, etc.).

Pero además, en parroquias de cierta importancia, po­demos observar también un conjunto de obras y activi­dades en función de servicios a diversas necesidades del barrio o de la zona (escuelas, dispensario, guardería, hogar del jubilado, cine, club juvenil, actividades deportivas y culturales, etc.). Ciertamente, no se puede hablar entre nosotros de un tipo uniforme de parroquia. Juan José Tamayo-Acosta, al ofrecer una tipología de la parroquia12, habla de tres tipos de parroquias: a) «parroquias autori­tarias», dirigidas por un clero autoritario, con una orga­nización burocrática sin demasiada acogida personal, unos servicios religiosos masivos y despersonalizados, unos ser­vicios catequéticos rutinarios, un servicio asistencial de carácter benéfico; b) «parroquias consultivas», con un cle­ro más relacionado con la comunidad, una acogida mayor de los problemas, una liturgia más participada, una ca­tequesis más viva; c) «parroquias participativas», con un clero muy secularizado, mínima estructura burocrática, liturgia de signo popular y participado, servicios de ca-tecumenado permanente, gestión cada vez más democrá­tica de la vida parroquial.

12. J. J. TAMA YO ACOSTA, Un proyecto de Iglesia para el futuro en España, Madrid 1978.

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Independientemente del acierto o desacierto de esta clasificación, existen parroquias de carácter urbano y de carácter rural, parroquias pequeñas y grandes, parroquias de gran vitalidad y parroquias de vida lánguida.

En cualquier caso, podemos decir que la actividad parroquial absorbe prácticamente toda la atención pastoral del clero de nuestras diócesis, si excluimos el campo de la docencia y los servicios diocesanos. Nuestro clero se ocupa de la feligresía practicante, una feligresía a veces numerosa, con frecuencia bastante pasiva y poco compro­metida, que exige unos servicios religiosos y catequéticos, pero que está lejos de sentir una responsabilidad misionera y evangelizadora.

Las parroquias, tal como funcionan entre nosotros, se han ido configurando en una sociedad rural y cristiana, y están concebidas más para la «administración de la vida religiosa» que para impulsar una pastoral misionera. Nues­tras parroquias, cuando funcionan bien, llegan a ser co­munidades donde se educa y se celebra la fe, pero rara vez se puede afirmar que son centros de verdadera evan-gelización. Una pastoral polarizada exclusivamente en la marcha de nuestras parroquias actuales corre el riesgo de privilegiar la dimensión catequética y cultual, pero tam­bién de empobrecer y hasta desatender la acción evan­gelizadora.

• Presencia evangelizadora

Sin embargo, es precisamente el mundo de los alejados e indiferentes el que nos está urgiendo a una renovación del estilo de organización parroquial. No se trata de «li­quidar» la parroquia, ni mucho menos, pues ella sigue siendo el marco estable más válido para la vida de la comunidad cristiana. Se trata de escuchar desde nuestras parroquias el reto de la evangelización.

Antes que nada, hemos de ser conscientes de que la vida social ha cambiado profundamente y se ha hecho más

LA EVANGELIZACIÓN, UN RETO A LA ACCIÓN PASTORAL 33

compleja, más móvil. Se diversifica el ámbito del trabajo, de la diversión y la vida familiar. Los desplazamientos de las personas son cada vez más frecuentes y constantes. Se intensifican las interrelaciones personales y grupales. Los servicios de docencia, atención sanitaria, etc. desbordan el ámbito territorial de la parroquia . En esta situación, muchas parroquias pueden quedar desbordadas e incapa­citadas para atender incluso a los servicios tradicionales si no se abren a unos planteamientos pastorales de carácter inter-parroquial y zonal. Servicios como la formación de catequistas, la pastoral de juventud, presencia en el mundo de la docencia, atención a los hospitalizados, etc. exigen hoy una coordinación y una conjunción de esfuerzos que desbordan el ámbito de lo parroquial.

Pero además, y sobre todo, desde la misma comunidad parroquial tenemos que tomar conciencia de «las zonas de increencia» que hay dentro de la misma feligresía. El nivel actual de descristianización nos obliga a plantearnos cómo impulsar la orientación misionera de las parroquias, cómo prolongar la acción pastoral parroquial hacia sectores más alejados, pero todavía vinculados de alguna manera con la parroquia.

En concreto, hemos de plantearnos cómo dar fuerza más misionera a la liturgia parroquial y cómo celebrar el culto parroquial cuando se hacen más presentes, aunque de manera puramente ocasional, los alejados.

Tenemos que estudiar también si la catequesis infantil y la pastoral con los jóvenes nos ofrecen posibilidades, cauces u ocasiones de acercamiento y presencia en am­bientes familiares y sectores más descristianizados.

Hemos de plantearnos si esas obras y servicios de carácter asistencial, cultural, deportivo, etc., que hay en

13. Para estudiar el fenómeno sociológico de la movilidad y sus implicaciones pastorales, cfr. J. BESTARD, Mundo de hoy y fe cristiana, Madrid 1979.

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algunas de nuestras parroquias, pueden ser plataforma para una presencia misionera de la comunidad parroquial en el barrio o la zona, y si están animados por un proyecto evangelizador.

En bastantes parroquias se están abriendo espacios nuevos de actividad pastoral y vida cristiana: comunidades de estilos diferentes, grupos de reflexión cristiana, en­cuentros de oración... Por otra parte, se está haciendo un esfuerzo grande en la formación de catequistas y la pre­paración de monitores. Sin abandonar todo esto, ¿no ha llegado el momento de abrir espacios y plataformas de proyección directamente misionera y de preocuparnos por suscitar y animar grupos de creyentes con preocupación evangelizadora? ¿Es impensable que en nuestas parro­quias, y junto a los catequistas, monitores, lectores o co­laboradores de Caritas, haya un grupo de creyentes más directamente comprometidos en una acción misionera, que sean una especie de vanguardia o punta evangelizadora de la comunidad parroquial?

Pero, aun así, la evangelización de ambientes profun­damente descristianizados y muy alejados del mundo pa­rroquial está exigiendo un planteamiento misionero que desborda la parroquia territorial y exige una presencia evangelizadora que probablemente sólo se puede asegurar desde los movimientos apostólicos especializados. ¿No debe prestarse una atención mucho mayor a la promoción de estos movimientos? El quehacer es amplio: formación de verdaderos militantes, preparación de sacerdotes ca­paces de animar estos movimientos, pedagogía de una presencia evangelizadora en el medio, recuperación de la revisión de vida, superando los defectos e insuficiencias anteriores.

No se trata de «resucitar» sin más los movimientos apostólicos que conocimos hace años. Han cambiado pro­fundamente la sociedad y los problemas estructurales; han surgido partidos políticos, sindicatos, asociaciones y or­ganizaciones de todo tipo. El análisis que se hace de la

LA EVANGELIZACIÓN, UN RETO A LA ACCIÓN PASTORAL 35

sociedad es diferente. Habrá que reinventar cómo debe concebirse hoy un movimiento apostólico y su presecia evangelizadora en esta sociedad. Por otra parte, habrá que superar el distanciamiento y la desvinculación entre los movimientos apostólicos y las comunidades parroquiales. ¿Cómo superar una dicotomía entre, por una parte, parro­quias centradas en lo cultual y lo catequético y, por otra, equipos evangelizadores de los movimientos especializa­dos? ¿Cómo hacer que un movimiento apostólico man­tenga viva su agilidad y movilidad misionera sin desa­rraigarse de la comunidad cristiana?

Son planteamientos que hoy, tal vez, nos desbordan, pero que nos los tenemos que hacer. Naturalmente, antes hay otras preguntas: ¿por dónde empezar? ¿Pueden ser nuestras experiencias catecumenales y grupos de reflexión cristiana origen de equipos evangelizadores o germen de algún movimiento apostólico? ¿Qué complementación es necesaria si queremos hacer surgir creyentes más misio­neros? La pastoral de preparación de los jóvenes a la con­firmación y los grupos juveniles de post-confirmación ¿pueden ser plataforma de una educación más apostólica y dar origen a movimientos apostólicos juveniles?

4. De la atención privilegiada a la infancia a la creación de comunidades adultas

Otro dato a considerar es la atención claramente pre­ferente que se da en nuestra acción pastoral al mundo de los niños. En una sociedad tradicionalmente cristiana es normal que se dé a la infancia una importancia especial, por ser el tiempo más adecuado para transmitir a las nuevas generaciones las tradiciones religiosas, las creencias, cos­tumbres y disciplina de la comunidad. En la edad adulta, la única preocupación es conservar y vivir la fe. ¿Debe ser hoy exactamente así?

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36 «ID Y EVANGELIZAD»

• La pastoral de la infancia

Si observamos los programas de nuestras parroquias y la actividad de sacerdotes y seglares, veremos que gran parte de nuestro quehacer pastoral está centrado en los niños. En cierto sentido, es más fácil la pastoral de la infancia que la de jóvenes y adultos. Se asegura con mayor facilidad su presencia en nuestros locales. Es más sencillo encontrar y preparar catequistas de niños que educadores de la fe de jóvenes y adutos. Los niños no nos pueden plantear directamente las cuestiones y las críticas a la re­ligión que plantean los jóvenes y adultos.

Sin duda, es muy positiva esta labor que se hace con los niños, y hay que seguir impulsándola, pero siendo conscientes de un hecho: a ese nivel todavía infantil, se le está ofreciendo al niño una vivencia y una comprensión de la fe que, como es natural, no puede responder todavía a las cuestiones, interrogantes y críticas que se planteará ese niño cuando sea joven o adulto. Y, naturalmente, si no existe una continuidad en la educación de la fe, esa visión infantil, por excelente que haya sido, será normal­mente insuficiente para que ese joven o adulto siga cre­yendo con convicción en medio de una sociedad descris­tianizada.

Otro hecho fácilmente constatable es la presencia muy numerosa de los niños en nuestra liturgia. Los practicantes entre los ocho y los doce años son más que los de otras edades. Normalmente, según van creciendo, van aleján­dose de la participación cultual. El hecho de unos niños que vienen solos a nuestra liturgia, sin ser acompañados por sus padres o sus hermanos mayores, se explica hoy fácilmente, pero ha creado una situación extraña. Cier­tamente, no estaba pensando en esto S. Pío X cuando, al hablar de la comunión de los niños, pide que los niños de las familias verdaderamente cristianas «acompañen» a sus padres a la Mesa Santa.

No se trata de minusvalorar ahora la vida cristiana de los niños, pero sí hemos de constatar unos riesgos. La

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presencia tan numerosa de los niños en nuestra catequesis y liturgia, junto con el alejamiento, a veces masivo, de jóvenes y adultos, puede reforzar la idea de que la religión es, en definitiva, un asunto de niños que luego, normal­mente, un adulto ha de abandonar.

Por otra parte, si los sacerdotes y los seglares más inquietos de nuestras parroquias se dedican preferente­mente, y a veces casi exclusivamente, al mundo infantil, es difícil evitar el riesgo de una cierta «infantilización» de nuestra pastoral y de una cierta incapacidad o malestar para abordar el mundo complejo y problemático de los jóvenes y adultos.

• Hacia unas comunidades adultas

El contexto descristianizado en el que estamos reali­zando esta pastoral de infancia nos invita a alguna refle­xión.

Es importante, antes que nada, cuidar y mejorar la pastoral de infancia (catequesis, pedagogía, metodología, experiencia religiosa...). Es importante también estar aten­tos al ambiente descristianizado y hasta hostil en el que ha de moverse y vivir más de un niño. No se debe pre­suponer fácilmente que el niño tiene fe y que lo único que necesita son unos conocimientos doctrinales que lo ca­paciten para recibir conscientemente la primera comunión.

Pero, aun así, no hemos de olvidar nunca que la pas­toral de la infancia es sólo una etapa y una parte de una preocupación pastoral que ha de centrarse normalmente en el mundo de los adultos, pues la conversión al Reino de Dios y la aceptación de Jesucristo es una decisión de personas adultas. Si en nuestras parroquias no somos ca­paces de promover una pastoral articulada y ofrecer un servicio continuado de educación de la fe (infancia - ado­lescencia - jóvenes - adultos), gran parte de nuestros es-

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fuerzos con los niños quedarán neutralizados más tarde y se perderán en una sociedad tan descristianizada.

Por otra parte, un planteamiento responsable de la pas­toral de infancia nos obliga a preguntarnos cómo crear comunidades vivas de adultos donde esos niños y jóvenes puedan integrarse, identificarse como creyentes y encon­trar un marco para vivir su vida cristiana. No es coherente emplear tantos esfuerzos en la pastoral de los niños sin preocuparse de crear el ámbito comunitario donde puedan vivir el día de mañana su fe. De ahí la necesidad de implicar a padres y catequistas adultos para ir creando el marco cristiano o la comunidad viva donde la fe de estos niños y jóvenes pueda crecer y desarrollarse.

5. Del predominio pastoral del clero a la promoción de un laicado responsable

Hay otro dato que no podemos menos de constatar. La acción pastoral se desarrolla entre nosotros de tal ma­nera que parece un asunto casi exclusivo del clero.

• Predominio clerical

Si dejamos a un lado la catequesis infantil, en la que interviene gran número de seglares, podemos decir que la acción pastoral está casi en su totalidad en manos del clero. Incluso, cuando hay alguna participación de seglares, la responsabilidad de dirección recae casi siempre en los sacerdotes. La acción pastoral está pensada, dirigida, pla­nificada, encauzada y hasta realizada, en muchos casos, casi exclusivamente por el clero.

Esta situación es perfectamente explicable en una so­ciedad donde todos están bautizados. El bautismo, ad­ministrado masivamente a todos los niños, pierde impor­tancia; y, como consecuencia, se llega a una devaluación

LA EVANGELIZACION, UN RETO A LA ACCIÓN PASTORAL 39

de la vocación bautismal del cristiano. Entonces, es normal que se valoren eclesialmente y hasta sociológicamente las vocaciones sacerdotales y religiosas. Todavía hoy, cuando hablamos de vocación, pensamos normalmente, no en una vocación bautismal cualquiera, sino en la vocación al mi­nisterio sacerdotal o a la vida religiosa.

Esto ha supuesto un debilitamiento grande de la res­ponsabilidad evangelizadora en los seglares. Apenas siente nadie la llamada a confesar su fe y extender el evangelio de Jesús. Se diría que la evangelización es asunto del clero y de los religiosos. De ahí la paradoja señalada por J. Martín Velasco: «En la Iglesia se reconoce la existencia de una gran masa de cristianos que ni son objeto de evan­gelización, porque ya son cristianos, ni sujetos activos de la misma» .

Esta situación resulta tanto más grave cuanto que la responsabilidad evangelizadora queda en manos de un cle­ro que, como decíamos arriba, está ocupado en tareas cultuales y catequéticas y se mueve en el ámbito interno de la comunidad creyente, sin apenas hacerse presente en los ambientes alejados. El sacerdote, que hace unos años podía aún hacerse presente en casi todas las esferas de una sociedad sacralizada, va quedando hoy cada vez más ale­jado de muchos ambientes y sectores profanos que sólo podrán ser evangelizados por la presencia de seglares cre­yentes.

En todas las diócesis se observa un esfuerzo grande por superar la configuración predominantemente clerical de nuestras Iglesias y lograr una incorporación progresiva de los seglares a las responsabilidades eclesiales. Sin em­bargo, hemos de hacer, por lo menos, dos observaciones. En general, esta incorporación creciente de los seglares se orienta hacia una participación mayor y más responsable

14. J. MARTÍN VELASCO, art. cit., p. 281.

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en servicios internos a la comunidad (catequesis, liturgia, Caritas, administración económica...)» pero apenas se ad­vierte una incorporación a tareas propiamente misioneras y evangelizadoras. Por otra parte, hemos de preguntarnos si la presencia cada vez mayor de seglares en nuestros organismos pastorales, consejos, juntas parroquiales, ac­tividades eclesiales, está suponiendo realmente una «des-clericalización» de nuestras Iglesias o una extensión mayor de nuestro dominio clerical. A veces se diría que pro­movemos la participación de los seglares más «clericales» o que, sin respetar suficientemente su propia personalidad laica, los clericalizamos.

Los sacerdotes seguimos teniendo la tentación de con­siderar la acción pastoral de los laicos como una ayuda al clero, y no como una misión suya propia. Recordemos aquella concepción de la Acción Católica «entendida como participación de los seglares en el apostolado jerárquico y sacerdotal por medio de un mandato especial conferido por la misma jerarquía a algunos seglares cristianos»15. Debemos preguntarnos si la mayor participación de los seglares en las tareas eclesiales está logrando una apertura mayor del clero a la problemática profana y una mayor sensibilización a la misión evangelizadora, o más bien una incorporación de los seglares más válidos al mundo de preocupaciones cultuales, catequéticas y organizativas del clero, con el olvido consiguiente de la dimensión evan­gelizadora en los sectores laicales más comprometidos.

• Un laicado más responsable

En una Iglesia que quiere ser más evangelizadora, los sacerdotes han de ser conscientes de que su ministerio es indispensable en la comunidad creyente, pero limitado.

15. J. J. TAMAYO ACOSTA, op. cit., pp. 31-32.

LA EVANGELIZACION, UN RETO A LA ACCIÓN PASTORAL 41

Deben vivir su propia responsabilidad, sin pretender mo­nopolizar toda la acción pastoral y evangelizadora de la Iglesia. Si pretenden hacerlo todo, corren el riesgo de no llegar debidamente a nada y de «desresponsabilizar» al conjunto de la comunidad. La acción evangelizadora no puede ser normalmente obra de algunos «francotiradores», sino de toda la comunidad cristiana. «La tarea de la evan-gelización es obra del conjunto de la comunidad que ésta no puede delegar en ningún representante sin peligro de que su vida creyente caiga en la rutina y el conformis­mo»16. Además, como nos recordaba el Concilio, hay ta­reas evangelizadoras que sólo los seglares pueden realizar. «Los laicos están llamados, particularmente, a hacer pre­sente y operante a la Iglesia en los lugares y condiciones donde ella no puede ser sal de la tierra si no es a través de ellos» .

Los sacerdotes han de buscar cuál ha de ser hoy su manera de estar y de servir en una comunidad cristiana que debe recuperar toda ella la orientación misionera y evangelizadora. Probablemente, su tarea principal en estos momentos no es la de entregarse a una tarea evangelizadora directa y personal de «francotiradores» solitarios, sino la de promover comunidades más responsables y evangeli­zadoras. En este sentido, si queremos poner a nuestras comunidades en estado de misión y en actitud más evan­gelizadora, debemos plantearnos como tarea urgente el concienciar a ese sector amplio de cristianos convenci­dos que, sin embargo, viven «sin vocación» dentro de la Iglesia.

Por otra parte, debemos resistir la tentación de acudir a los seglares únicamente para incorporarlos a servicios internos de la comunidad, resolviendo así necesidades in­mediatas. La incorporación de los laicos no debe pro-

16. J. MARTÍN VELASCO, art. cit., p. 824. 17. Const. Lumen Gentium, yb,2.

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42 «ID Y EVANGELIZAD»

moverse sólo en función de los vacíos y huecos a los que ya no pueden llegar los sacerdotes, sino en función de una tarea evangelizadora que hay que promover entre todos.

6. A modo de conclusión

En cada uno de los puntos tratados he querido indicar algunos retos que la evangelización parece hacernos hoy. No se trata ahora de repetirlos aquí de nuevo, sino de recoger brevemente esta reflexión en cuatro afirmaciones que puedan servirnos para nuestro diálogo y discusión pastoral:

1. No hemos de minusvalorar la acción pastoral que venimos realizando. El impulso de una pastoral más evan­gelizadora no ha de ser motivo de debilitamiento o de­satención del trabajo pastoral que se viene promoviendo en nuestras comunidades cristianas. Al contrario, esta mis­ma acción pastoral puede y debe ser, al menos en bastantes aspectos, punto de arranque de un dinamismo más evan-gelizador (v.gr., educación de la fe de adultos, pastoral de preparación a la Confirmación, grupos juveniles cris­tianos de post-confirmación, renovación de Caritas, etc.).

2. Para ello no basta, sin embargo, promover y me­jorar de cualquier manera nuestra pastoral actual. Debe­mos situarnos siempre en el contexto de una descristia­nización progresiva que nos urge a una acción más evan­gelizadora. Esto nos obliga a revisar constantemente el contenido y estilo de nuestra educación de la fe, el tipo de cristiano que está surgiendo de nuestras comunidades cristianas, el grado de conciencia misionera de nuestras asambleas litúrgicas, la ausencia de proyección evange­lizadora de nuestras parroquias, etc.

3. El objetivo pastoral no puede limitarse a asegurar bien el servicio del culto y la catequesis de la fe. Si que­remos que esta acción pastoral, necesaria para el mante-

LA EVANGELIZACIÓN, UN RETO A LA ACCIÓN PASTORAL 4 3

nimiento y la vida de la comunidad cristiana, no se es­tanque y degenere, hemos de crear las condiciones para hacer surgir comunidades más vivas y evangelizadoras.

Como elementos importantes a promover dentro de la parroquia, señalaría dos: a) Un grupo responsable de se­glares capaz de animar y asegurar los servicios de edu­cación de la fe (infancia, juventud y adultos), celebración litúrgica y oración de la comunidad, servicios de acogida y solidaridad, administración parroquial. Muchos servi­cios internos estables, como la preparación a la primera comunión, preparación de los padres ante el bautismo de sus hijos, acogida de las parejas de novios, preparación de los jóvenes a la Confirmación, etc., pueden ir quedando poco a poco en manos de responsables especializados, permitiendo una dedicación mayor de algunos presbíteros y otros seglares a tareas más evangelizadoras. b) Formación de equipos de «militantes» o agentes de evangelización, no comprometidos de manera fija en ser­vicios internos de la comunidad, sino dedicados a pro­mover y llevar adelante proyectos y acciones de carácter misionero y a asegurar la presencia cristiana en ambientes más descristianizados de la parroquia.

4. Parece necesario, además, impulsar más los mo­vimientos apostólicos, tanto a nivel de diócesis como des­de la acción pastoral a promover en los arciprestazgos o zonas pastorales. Ni la renovación de las parroquias ni las «comunidades de base» parecen haber demostrado por ahora la capacidad misionera y evangelizadora de movi­mientos directamente orientados sobre la experiencia pa­sada para evitar deficiencias (desvinculación de las co­munidades parroquiales, deficiente formación cristiana de bastantes militantes, uso algo ingenuo de la revisión de vida) y para promover sus valores y posibilidades (con­ciencia apostólica de los seglares, presencia de los cris­tianos en los diversos ámbitos de la sociedad, formación cívica desde una preocupación evangelizadora, la revisión de vida como instrumento de educación cristiana...).

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2 Hacia una pastoral

con fuerza evangelizadora

SUMARIO

1. Recuperar la conciencia de misión

2. Superar una evangelización puramente doctrinal

• Pastoral propagadora de doctrina cristiana • Pastoral con fuerza transformadora

3. La búsqueda del auténtico lugar social para la acción evangelizadora

• Superar la tentación del aislamiento • El desplazamiento a la vida • Los pobres, lugar auténtico de la acción evangelizadora

4. Claves para una acción pastoral con fuerza evangelizadora

• Desde la experiencia salvadora de Jesucristo • Desde el estilo evangelizador de Jesús • Desde la comunidad creyente • Desde la escucha de la vida • Desde el compromiso transformador • Desde los medios pobres • Desde el contagio de esperanza cristiana

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Las diócesis han de escuchar hoy el reto de la evan-gelización. Sólo entonces descubrirán que «evangelizar constituye la dicha y la vocación propia de la Iglesia» . Pero ¿cómo caminar hacia una acción pastoral con más fuerza evangelizadora? ¿Cómo ir transformando nuestro trabajo pastoral al servicio de la «segunda evangeliza-ción»? Señalamos algunos pistas para ir configurando una pastoral más evangelizadora.

1. Recuperar la conciencia de misión

Antes que nada, hemos de recuperar la conciencia de misión. No basta con lamentarse o esperar pasivamente a que las cosas cambien. Hemos de desarrollar ese «dina­mismo apostólico del Pueblo de Dios»2 de que habla el Vaticano II, despertando la conciencia de misión en las personas y los grupos y desencadenando un cambio de orientación de estructuras y actividades hacia la misión estrictamente evangelizadora.

La conciencia de misión han de recuperarla, antes que nadie, los mismos sacerdotes. El nombramiento que recibe actualmente el sacerdote puede provocar en el clero la

1. PABLO VI, Evangelii Nuntiandi, 14. 2. Apostolicam Actuositatem, 1.

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48 «ID Y EVANGELIZAD»

conciencia de sentirse enviado a una circunscripción re­ligiosa y no a una tarea evangelizadora. El sacerdote se siente llamado a cumplir su función de párroco o coadjutor. Bastantes cabildos parroquiales se preocupan de atender el funcionamiento de los diferentes servicios de la parro­quia, pero no siempre se sienten «equipo evangelizador» enviado a evangelizar aquella zona o, mejor, enviado a animar una comunidad cristiana que haga presente allí el evangelio de Jesucristo. Con frecuencia, el sacerdote su­ficientemente ocupado por el culto, la catequesis y la ad­ministración de los servicios parroquiales, queda bastante satisfecho, aunque en su acción pastoral no se pueda per­cibir ninguna inquietud propiamente evangelizadora.

Sería una equivocación, sin duda, pensar que a todos los sacerdotes se les pide lo mismo en estos momentos, prescindiendo de la edad, la formación recibida y la tra­yectoria personal de cada uno. Probablemente, a un gran sector del clero se le pide atender dignamente a la gran comunidad en el culto y la catequesis ordinaria, mejorando la calidad de esa atención pastoral, acogiendo con talante evangelizador a los que se acercan y promoviendo, en la medida de lo posible, la dimensión misionera en todo el trabajo que se realiza en el interior de la comunidad. Pero, sin duda, hay sacerdotes que hoy se han de sentir llamados a promover una pastoral directamente evangelizadora ani­mando proyectos misioneros que superen planteamientos de carácter puramente sacramentalista o catequético, im­pulsando movimientos apostólicos, desarrollando una pas­toral de ambiente, capacitando a seglares para una pre­sencia evangelizadora en medio de la sociedad.

Es urgente también despertar y potenciar mucho más la vocación misionera y apostólica de los seglares. No hemos de olvidar que «la vocación cristiana, por su misma naturaleza, es vocación también al apostolado»3. En los

3. Apostolicam Actuositatem, 2.

HACIA UNA PASTORAL CON FUERZA EVANGELIZADORA 49

procesos catequéticos, catecumenados y grupos cristianos ha de estar más presente la sensibilidad hacia la misión. Los seglares han de sentirse llamados personalmente a irradiar su fe en el seno de esta sociedad descreída e in­diferente a través, sobre todo, de su testimonio de vida y esperanza cristiana. «En el fondo, ¿hay otra forma de comunicar el evangelio que no sea la de transmitir a otro la propia experiencia de fe?»4.

Todos los creyentes comprometidos en la tarea pas­toral, sacerdotes y seglares, hemos de preguntarnos si nuestro trabajo está animado por esa llamada a la evan-gelización. Una llamada que no nos llega desde fuera, desde los programas y planes pastorales de la diócesis, sino que brota en nosotros desde la experiencia personal de la salvación de Jesucristo vivida por uno mismo en el seno de la comunidad creyente. Es el evangelizador el primero que ha de conocer por propia experiencia la fuerza transformadora y humanizadora que se encierra en el evan­gelio. Es precisamente esta experiencia la que sostiene al evangelizador en su trabajo pastoral, en medio de limi­taciones y fracasos, ausencia de resultados visibles o el desgaste de los años.

La evangelización es siempre irradiación y comuni­cación de la experiencia de salvación que vive la comu­nidad creyente. Cuando falta esta experiencia y la con­ciencia de misión que de ella brota, el trabajo pastoral se convierte fácilmente en actividad profesional, la evange­lización se degrada en propaganda religiosa ideologizada, la liturgia degenera en ritualismo vacío y la acción cari­tativa se reduce a servicio social o filantrópico.

4. PABLO VI, Evangelii Nuntiandi, 2.

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50 «ID Y EVANGELIZAD»

2. Superar una evangelización puramente doctrinal

Si observamos la acción pastoral que se desarrolla en las diócesis, a veces se diría que hemos reducido toda la evangelización a palabra, catequesis, exposición verbal, escritos... Nuestros esfuerzos parecen concentrarse en el anuncio verbal del contenido del cristianismo.

Naturalmente, nadie discute la importancia de la pa­labra en la tarea de la evangelización, pero no se observan entre nosotros demasiadas acciones dirigidas a transformar un determinado ambiente, humanizar una realidad social o hacer presentes los valores y el espíritu del evangelio en el mundo.

Una de nuestras primeras tareas hoy en el trabajo pas­toral es, sin duda, superar una concepción excesivamente doctrinal de la evangelización, pues evangelizar no sig­nifica sólo anunciar una Buena Noticia, sino transformar la realidad buscando la instauración del Reinado de Dios.

• Pastoral propagadora de doctrina cristiana

Con frecuencia, la acción evangelizadora es entendida casi exclusivamente como anuncio de un mensaje. Evan­gelizar sería, sobre todo, dar a conocer la doctrina de Jesucristo a aquellos que todavía no la conocen o la co­nocen de manera insuficiente. Entendida como propaga­ción de la doctrina cristiana, la evangelización crea todo un estilo de acción eclesial y trabajo pastoral. Veámoslo más en concreto.

Si evangelizar es, sobre todo, dar a conocer el mensaje cristiano, la primera preocupación será asegurar los medios eficaces que garanticen la propagación adecuada del men­saje frente a otras ideologías. La atención se centra en­tonces en la publicación de catecismos y materiales de reflexión cristiana, utilización de técnicas pedagógicas

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idóneas, defensa de plataformas desde las que se pueda ejercer un poder social de propaganda religiosa (escuela, medios de comunicación social, etc.).

Por otra parte, serán necesarios hombres y mujeres bien formados, que conozcan perfectamente el mensaje cristiano y sean capees de transmitirlo de manera persua­siva y convincente a los demás. De ahí la preocupación por promover escuelas de teología, procesos de formación, cursillos, etc. para capacitar a catequistas, monitores o profesores de religión.

En tercer lugar, la Iglesia necesitará estructuras efi­caces, una organización adecuada que es necesario de­sarrollar y perfeccionar constantemente al servicio de la transmisión de la doctrina cristiana. De ahí la inclinación a convertir a la Iglesia en una especie de empresa bien organizada, con una planificación eficaz, estructuras pas­torales especializadas y una estrategia bien pensada para una propagación eficaz del mensaje cristiano.

Por último, será importante el número de personas comprometidas en la acción pastoral. A veces se diría que, en el fondo, buscamos el mayor número de personas que, con los medios más eficaces y la mejor preparación po­sible, lleguen a convencer al mayor número de gentes de la verdad del cristianismo.

Naturalmente, todo esto es muy importante. La evan­gelización implica el anuncio de un mensaje, y ciertamente necesitamos medios eficaces, cristianos bien formados, una organización pastoral eficaz y un número mayor de creyentes comprometidos en la acción pastoral. Pero he­mos de preguntarnos desde qué espíritu se ha de orientar y animar todo ese trabajo pastoral.

• Pastoral con fuerza transformadora

Hemos de recordar, antes que nada, que el evangelio no es sólo ni, sobre todo, una doctrina. El evangelio es la Persona de Jesucristo y la salvación que en él se nos

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52 «ID Y EVANGELIZAD»

ofrece: esa experiencia humanizadora, salvadora, libera­dora, que comienza con Jesucristo. Por ello mismo, evan­gelizar es hacer presente hoy en la vida de las personas, en la historia de los pueblos y en el tejido de la convivencia social esa fuerza salvadora, humanizadora, transformadora que se encierra en la persona y el acontecimiento de Je­sucristo.

Entendida así, la evangelización crea todo un estilo diferente de entender y promover la acción pastoral.

Antes decíamos que para transmitir el mensaje cristia­no son necesarios medios de poder eficaz, plataformas de captación, técnicas adecuadas de propaganda. Pero para comunicar la experiencia salvadora de Jesucristo lo más decisivo son los medios empleados por el mismo Jesús mientras predica su mensaje, y precisamente para dar con­tenido a su palabra. Medios aparentemente pobres, pero insustituibles para introducir «eficacia evangelizadora»: solidaridad con los más olvidados y marginados; acogida cálida a cada persona; cercanía a las necesidades más vi­tales del ser humano; creación de relaciones más justas y fraternas; defensa de la verdad; ofrecimiento de perdón y rehabilitación; oferta de sentido último a la vida y espe­ranza definitiva ante la muerte. ¿Son éstos los medios que se emplean en el trabajo pastoral? El anuncio del mensaje cristiano tendrá fuerza evangelizadora si las comunidades cristianas se esfuerzan por ofrecer al hombre de hoy el mismo servicio liberador que Jesús ofrecía.

En segundo lugar, hemos de decir que son necesarios testigos. Para transmitir una doctrina es importante contar con personas competentes y bien preparadas. Para evan­gelizar es decisivo además, y sobre todo, que sean testigos, es decir, creyentes en cuya vida se pueda percibir la fuerza humanizadora, transformadora y salvadora que encierra el evangelio cuando es acogido de manera responsable por un grupo humano. Lo que necesitamos hoy es promover comunidades evangélicas capaces de irradiar un nuevo estilo de vida y una esperanza nueva. Comunidades cre-

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yentes que ofrezcan un modelo convincente de conviven­cia, propio de «hombres nuevos», y sirvan de referencia a quien busca una sociedad más humana.

En tercer lugar, hemos de recordar que para extender la fuerza liberadora del evangelio no sirve, sin más, cual­quier estructura u organización. Adquiere primacía ab­soluta el testimonio evangélico de la comunidad creyente. Esto no significa rechazar las estructuras, sino darles su verdadera importancia y contenido. La estructuración de la comunidad cristiana es necesaria precisamente para sos­tener el testimonio y encauzar el servicio liberador de los creyentes. En el trabajo pastoral no hemos de olvidar que el evangelio sólo admite una estrategia evangélica. Si la Iglesia se empeña en utilizar los resortes, cauces y métodos de la sociedad competitiva, al servicio de una eficacia y una rentabilidad inmediatas, correrá el riesgo de compro­meter el espíritu mismo que se encierra en el evangelio.

Por último, lo decisivo para la tarea evangelizadora no es el número de evangelizadores, sino la calidad de vida evangélica que pueda irradiar una comunidad cris­tiana. No se trata de promover una acción proselitista encaminada a imponer por medios más o menos nobles la visión cristiana de la vida, sino de hacer presente la fuerza salvadora de Jesucristo desde comunidades creyentes que ofrezcan el testimonio de una vida liberada de «hombres nuevos».

3. La búsqueda del auténtico lugar social para la acción evangelizadora

Una de las primeras tareas de la Iglesia hoy es buscar su auténtico lugar social, pues no se puede promover la fe y hacer presente la fuerza del evangelio desde cualquier punto. Hemos de encontrar el lugar adecuado desde el que escuchar hoy fielmente el evangelio de Cristo, leer los signos de los tiempos y promover la nueva evangelización.

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54 «ID Y EVANGELIZAD»

• Superar la tentación del aislamiento

No son pocos los que temen que la Iglesia pierda su identidad en medio del actual contexto socio-político. Sur­ge entonces la tentación del aislamiento, que consiste en replegarse a posiciones o «reservas» cristianas, ignorando la nueva sociedad.

No es difícil observar hoy un estilo de acción pastoral encaminada a crear espacios o «islotes» cristianos donde poder refugiarse del ambiente hostil que nos puede rodear: ciertos grupos y comunidades donde se fomenta incons­cientemente el espíritu de «ghetto», una pastoral que se niega al diálogo y la colaboración con quienes no com­parten nuestra visión cristiana de la vida, una huida sis­temática de los campos de mayor conflictividad social... Por otra parte, es fácil detectar en ciertos sectores una tendencia a privatizar la fe, como si la fe fuera un asunto que ha de quedar encerrado en el ámbito interior de las conciencias, sin repercusión alguna en el campo temporal de lo sociopolítico.

Sin duda, es explicable esta tentación de aislamiento en el contexto actual de crisis religiosa y crecimiento pro­gresivo de la increencia. Pero una Iglesia que se aisla para «ponerse a salvo», ¿qué Buena Noticia puede aportar a un mundo tan necesitado de esperanza como es el nuestro? ¿Es esta pastoral defensiva, de mantenimiento y conser­vación, la que mejor responde al mandato de «proclamar la Buena Noticia a toda la creación» (Mt 16,15)?

• El desplazamiento a la vida

A lo largo de estos años hemos ido tomando conciencia de que nuestra acción pastoral sigue respondiendo, como por inercia, a una situación de cristiandad que ya no existe entre nosotros. Centramos la atención en el interior de las comunidades cristianas, pero sabemos que estamos au-

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sentes de ambientes y sectores sociales que quedan lejos de nuestro horizonte pastoral. Damos primacía a la cele­bración de la fe, pero constatamos que cada día es mayor el número de gentes que no necesita celebrar su vida cris­tiana. Somos conscientes de que nuestra acción sólo llega a un determinado número de practicantes y «voluntarios», mientras la mayoría vive lejos de la comunidad cristiana.

Es normal que se despierte entonces en nosotros la necesidad de desplazar nuestra atención, energías, tiempo y dedicación «hacia fuera». De hecho, se habla hoy de pastoral de alejados, diálogo con increyentes, presencia en ambientes indiferentes... Y, sin duda, es importante cuidar y desarrollar esta sensibilidad pastoral. Pero po­demos correr un riesgo: creer que la evangelización ha de consistir, sencillamente, en intensificar nuestro trabajo pastoral, prolongando nuestra acción un poco más para que llegue hasta los que viven alejados. En definitiva, se trataría de seguir haciendo más o menos lo que venimos haciendo, sólo que tratando de llegar también a los que se han alejado y no piensan ya como nosotros.

Y, sin embargo, esto es insuficiente. Si queremos ha­cer presente la fuerza salvadora del evangelio en la socie­dad, la acción pastoral ha de desplazarse, no simplemente hacia los alejados, sino hacia la vida real del hombre de hoy. Hemos de redescubrir que es la vida misma de las gentes y la historia de los pueblos el lugar propio donde ha de crecer el Reinado de Dios. Y es precisamente esa vida de las personas y de los pueblos la que nos tiene que descubrir en qué hemos de cambiar y qué hemos de pro­mover para que la presencia y la acción de las comunidades cristianas sea realmente evangelizadora. Hemos de hacer­nos una pregunta clave: Lo que se vive en nuestras co­munidades cristianas, lo que se impulsa en el trabajo pas­toral, ¿es Buena Noticia para los hombres de hoy?; ¿puede ser experimentado realmente como Evangelio de Jesu­cristo?

Es, pues, la vida la que nos irá enseñando cuál ha de ser el contenido de «la nueva evangelización». Por eso

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hemos de aprender a «mirar la vida» con «ojos de evan­gelizados que trata de leer los signos de los tiempos para descubrir la ausencia del Reino de Dios y su justicia, para escuchar la interpelación de los que sufren, para dejarnos evangelizar por quienes se esfuerzan por ser humanos y humanizadores y para aprender qué puede ser hoy y aquí introducir la fuerza salvadora del evangelio.

De lo contrario, la acción pastoral correrá siempre el riesgo de terminar girando una y otra vez en torno a una Iglesia más preocupada de sí misma que de los demás y más inclinada a defender sus propios intereses que a buscar el bien de los hombres y mujeres de hoy. El trabajo pastoral ha de mostrar que cada día es más verdad aquella procla­mación del Vaticano II: «Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no en­cuentre eco en su corazón» .

• Los pobres, lugar auténtico de la acción evangelizadora

El lugar social determinante desde el que Jesús evan­geliza son los pobres. Ellos son el lugar privilegiado para ir haciendo sitio al Dios de Jesucristo entre los hombres. «Se anuncia a los pobres la Buena Noticia» (Mt 11,5): éste es también hoy para la Iglesia el criterio fundamental de discernimiento y el marco de referencia de su acción pastoral.

Más adelante hablaremos del quehacer pastoral ante los marginados. Aquí sólo queremos recordar que la Igle-

5. Lumen Gentium, 1.

HACIA UNA PASTORAL CON FUERZA EVANGELIZADORA 5 7

sia irá encontrando su auténtico lugar para evangelizar la sociedad actual desde la solidaridad con los más solos y abandonados, desde el contacto directo con el sufrimiento y la marginación, desde la defensa incondicional de los más indefensos, dede la denuncia de la injusticia y la opresión de los débiles, desde el servicio gratuito a los últimos.

Hemos de preguntarnos constantemente: ¿somos Bue­na Noticia para los pobres? Lo que se impulsa desde las comunidades cristianas ¿puede ser experimentado por ellos como evangelio de Cristo? Si nuestra Iglesia desaparecie­ra, ¿serían los pobres quienes más lo sentirían?

Es fácil que muchas veces no podamos resolver gran­des problemas ni obtener importantes resultados; pero, desde un punto de vista evangelizador, no hemos de dar primacía al «hacer», sino al contenido evangelizador que se encierra en el interior de esa acción. Un gesto sencillo y modesto puede revelar un amor y una cercanía grandes al necesitado, y puede anunciar un mundo nuevo, de re­laciones más fraternas. Por el contrario, toda una actividad intensa, eficiente y hasta espectacular puede ser manifes­tación de protagonismo, paternalismo, fe en el rendimiento y poco interés por cada persona. Lo decisivo para la evan-gelización no es la aportación material para resolver los problemas, sino la autenticidad con que esa acción puede significar el amor al pobre y anunciar la salvación de Jesucristo.

4. Claves para una acción pastoral con fuerza evangelizadora

Resumiendo lo que venimos diciendo, vamos a sugerir algunos rasgos que han de ir configurando nuestro estilo pastoral al servicio de una nueva evangelización. ¿Desde dónde hemos de evangelizar hoy?

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• Desde la experiencia salvadora de Jesucristo

Sólo quien cree realmente en el evangelio y posee alguna experiencia personal de la fuerza salvadora que el evangelio encierra, se siente llamado a evangelizar. El evangelio es la fuerza salvadora de Dios en acción, «fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree» (Rm 1,16). Por eso la evangelización acontece como penetración de la fuerza salvadora de Dios en la historia de los hombres, a través de unos creyentes que están haciendo en su propia vida esa experiencia salvadora de Cristo.

De ahí la necesidad de cuidar la acogida del evangelio en el interior de las comunidades cristianas. «Evangeli­zados, la Iglesia comienza por evangelizarse a sí misma. Comunidad de creyentes, comunidad de esperanza vivida y comunicada, comunidad de amor fraterno, tiene nece­sidad de escuchar sin cesar lo que debe creer, las razones para esperar, el mandamiento nuevo del amor... La Iglesia siempre tiene necesidad de ser evangelizada si quiere con­servar su frescor, su impulso y su fuerza para anunciar el evangelio» .

Hemos de cuidar de manera especial la experiencia cristiana de quienes se han comprometido en la acción pastoral (oración, encuentros de fe, escucha del evangelio, celebración de la Eucaristía, «fuente y culmen de toda evangelización»7, cultivo de un estilo de vida evangéli­co...). Una pastoral promovida por hombres y mujeres desbordados por una actividad excesiva, atrapados en la rueda de compromisos y reuniones, privados de suficiente alimento para su vida interior, difícilmente tendrá fuerza evangelizadora. Suprimir la contemplación y la oración de nuestro trabajo pastoral no le da nunca más eficacia, sino que lo empobrece de raíz.

6. PABLO VI, Evangelii Nuntiandi, 15. 7. Presbyterorum Ordinis, 5.

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• Desde el estilo evangelizador de Jesús

El criterio de toda acción evangelizadora es la actua­ción de Jesús, primer evangelizador. Lo importante no es trabajar mucho y hacer muchas cosas, sino actuar con el espíritu de Jesús. Lo decisivo no es hacernos presentes en la sociedad de cualquier manera y como sea, sino hacernos presentes en esa fuerza salvadora con que se hacía presente Jesús.

No hemos de olvidar que, en definitiva, evangelizan las personas que viven animadas por el espíritu evangélico. El estilo de vida del evangelizador es parte integrante de la acción evangelizadora. Un estilo de vida que no con­cuerda con ciertos esquemas de vida deshumanizada vi­gentes en la sociedad (austeridad, solidaridad con los más olvidados y marginados, reacción firme ante injusticias y abusos, disponibilidad a colaborar por una sociedad más humana, alegría interior, talante amistoso, esperanza...). «A través de este testimonio sin palabras, estos cristianos hacen plantearse, a quienes contemplan su vida, interro­gantes irresistibles: ¿Por qué son así? ¿Por qué viven de esa manera? ¿Qué es o quién es el que los inspira?» . Son estos creyentes quienes pueden impulsar una pastoral con fuerza evangelizadora.

• Desde la comunidad creyente

La responsabilidad y el dinamismo de la acción evan­gelizadora han de brotar de la comunidad, no de individuos aislados. Puede ser muy interesante la creatividad de un sacerdote o las iniciativas de un pequeño grupo, pero lo decisivo es ir construyendo una comunidad viva, capaz de impulsar la evangelización.

8. PABLO VI, Evangelii Nuntiandi, 21.

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60 «ID Y EVANGELIZAD»

Hemos de evitar que el trabajo pastoral quede exclu­sivamente en manos de pequeños grupos que actúan según sus gustos y a su manera. Los verdaderos evangelizadores no actúan en nombre propio, ni siquiera en nombre del párroco, sino en nombre del Señor y de la comunidad de sus seguidores. Por otra parte, nadie ha de ser excluido de la tarea evangelizadora. Lo importante es introducir en la comunidad cristiana una pedagogía responsabilizadora que ayude a cada creyente a descubrir su propia vocación y tarea.

• Desde la escucha de la vida

Se evangeliza desde la vida. Es la vida misma de las gentes la que nos tiene que enseñar qué gestos y actua­ciones puede ser leídos por los hombres y mujeres de hoy como evangelio de Jesucristo. La acción pastoral ha de estar atenta a la que se vive, se piensa, se goza y se sufre entre las gentes, sin quedarse siempre en los problemas y la organización interna de la comunidad.

En esta línea, parece necesario potenciar más una lec­tura creyente de la vida, discerniendo la vida desde el evangelio e interrogando al evangelio desde la vida. Los sufrimientos y frustraciones del hombre contemporáneo, sus aspiraciones y conflictos, sus anhelos y esperanzas nos indicarán cuál es la Buena Noticia que se necesita escuchar hoy entre nosotros.

• Desde el compromiso transformador

Jesús no sólo anunciaba una Buena Noticia, sino que ponía en marcha una nueva realidad: el Reino de Dios entre los hombres. Por eso, para evangelizar no basta con hablar. Es necesaria la acción transformadora que busque abrir caminos al Reinado de Dios. «Evangelizar significa

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para la Iglesia llevar la Buena Noticia a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde den­tro y renovar a la misma humanidad... La Iglesia trata de convertir, al mismo tiempo, la conciencia personal y co­lectiva de los hombres, la actividad en la que están com­prometidos, su vida y los ambientes concretos» .

Así pues, la evangelización exige un esfuerzo por ir transformando las costumbres, las corrientes de opinión, los ambientes, las estructuras sociales, la cultura, etc. ha­cia la creación de una sociedad más acorde con el evan­gelio de Jesucristo. Esta evangelización está exigiendo una pastoral de gestos y no de palabras. Una pastoral que lleve a gestos proféticos, acciones de solidaridad con los mar­ginados, tomas de posición ante injusticias concretas, co­laboración en iniciativas humanizadoras...

• Desde los medios pobres

La acción evangelizadora de Jesús se apoya en medios sencillos y pobres. Hay que evitar planteamientos sutil­mente triunfalistas orientados hacia la eficacia inmediata y visible, según nuestros planes y al servicio probable­mente de nuestro éxito y protagonismo. La acción evan­gelizadora no se mide con datos, cifras o cantidades. Lo importante es sembrar, no cosechar. Poner bases para el futuro, sembrar inquietud, iniciar la conversión. El Reino de Dios llega como «grano de mostaza» y «levadura» en la masa (Mt 13,31-33).

Una pastoral evangelizadora exige aceptar las limita­ciones y contar con la fragilidad y el desgaste de las per­sonas. Hemos de ser conscientes de que no podemos ha­cerlo todo y, además, ahora mismo. Lo importante es

9. Ibidem, 18.

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62 «ID Y EVANGELIZAD»

valorar desde la fe lo que venimos haciendo, cuidar cada vez más el contenido evangelizador de nuestro trabajo y purificar nuestra acción pastoral de todo cuanto no sea evangélico.

• Desde el contagio de esperanza cristiana

Jesús fue, sobre todo, un creador de esperanza. Al­guien que contagiaba la esperanza que él mismo vivía desde su confianza total en el Padre. La evangelización necesita siempre testigos de esperanza. Creyentes que si­gan sembrando esperanza a pesar de todo. Si perdemos la esperanza, lo hemos perdido todo. Una pastoral vacía de esperanza es una pastoral incapaz de evangelizar.

No hemos de olvidar que, en definitiva, evangelizan aquellos creyentes que, por su manera de ser, de amar, de trabajar, de humanizar la vida, se convierten en Buena Noticia de Cristo para quienes encuentran en su camino. Éstos son los que pueden impulsar una acción pastoral capaz de suscitar esperanza, sugerir el evangelio y atraer hacia Jesucristo.

Segunda Parte

«LOS POBRES SON EVANGELIZADOS»

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3 Acción evangelizadora

y marginación. Tareas prioritarias

SUMARIO

1. Anunciar el evangelio a los pobres

• Anuncio del evangelio al «tercio marginado»

• Llamada a la conversión en la «sociedad dual»

2. Educar para la solidaridad

3. Acercar la comunidad cristiana a los marginados

4. Hacer sitio a los pobres en la comunidad cristiana

5. Organizar la pastoral de caridad • Crear cauces de acción caritativa • Promover colaboradores • La formación de los colaboradores

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Una Iglesia que quiera ser fiel a Jesucristo, «enviado a evangelizar a los pobres» (Le 4,18), ha de preguntarse también hoy si el evangelio que ella vive, anuncia y trans­mite es realmente «Buena Noticia» para los pobres y mar­ginados de la sociedad contemporánea.

La actual crisis económica está provocando nuevas situaciones de desamparo y necesidad. Cada vez son más los empobrecidos por unas estructuras y mecanismos in­justos que necesariamente van generando marginación, desvalimiento, condiciones inhumanas de vida, soledad e inseguridad.

Es superfluo seguir hablando de «nueva evangeliza-ción» si no se observa en nuestra acción pastoral una conversión clara a los pobres y un compromiso decidido en la transformación de esas «estructuras de pecado» que generan su pobreza y que ha denunciado con vigor Juan Pablo II1. ¿Qué evangelio se escucha en nuestra sociedad si los primeros beneficiarios no son los más olvidados e indefensos? ¿Cómo puede ser creíble el mensaje de una nueva evangelización si ésta no puede ser percibida como Buena Noticia por los más pobres? Nuestra acción pastoral será evangelizadora si ayuda a las comunidades cristianas a acercarse a los marginados de la sociedad para compartir sus problemas y sus sufrimientos, vivir en su defensa y a

1. JUAN PABLO II, Sollicitudo Rei Socialis, 36-37.

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68 «LOS POBRES SON EVANGELIZADOS»

su servicio y anunciarles la Buena Noticia de Jesucristo desde una actitud más pobre. Señalemos algunas tareas ineludibles.

1. Anunciar el evangelio a los pobres

La primera tarea de una Iglesia fiel a Jesucristo es anunciar el Reino de Dios como Buena Noticia para los pobres y como una amenaza para los intereses de los pri­vilegiados que se niegan a una fraternidad más justa entre los hombres. Nuestra acción evangelizadora no será plena si no anuncia y promueve las exigencias concretas del Reino de Dios y su justicia en nuestra sociedad .

Según los expertos, la economía actual se está dise­ñando y programando para mantener satisfechos a dos tercios de la población, a sabiendas de que el tercero res­tante quedará excluido. Está surgiendo así la llamada «so­ciedad de los tres tercios», donde en el primer tercio se encuentra el grupo privilegiado económica, social y po­líticamente; en el segundo tercio, los trabajadores con em­pleo estable; y en el tercer tercio, los excluidos. Se trata, pues, de una «sociedad dual o segmentada», en la que un 75 % se beneficiará del desarrollo y bienestar económico, mientras que un 25 % quedará marginado. Son los que no cuentan: jóvenes sin futuro laboral, adultos expulsados del mercado de trabajo, trabajadores obligados a aceptar em­pleos marginales y precarios.

A mi juicio, ésta es la pregunta clave de la nueva evangelización entre nosotros: ¿Nos sentimos llamados a evangelizar precisamente a ese tercio marginado por la sociedad? ¿Cómo estamos haciendo presente la fuerza in-terpeladora y liberadora del evangelio en medio de esta «sociedad dual»?

2. Cfr. la Carta Pastoral de los Obispos vascos Los pobres: una interpelación a la Iglesia (marzo de 1981).

ACCIÓN EVANGELIZADORA Y MARGINACION 69

• Anuncio del evangelio al «tercio marginado»

Es la primera exigencia. Hacer presente la salvación de Jesucristo entre los pobres, llegando físicamente hasta ellos, acercándonos a sus problemas y sufrimientos, sin­tonizando con sus angustias, encarnando el mensaje evan­gélico en su lenguaje y promoviendo entre ellos una vida más humana como el signo más claro de la salvación total y definitiva que se nos ofrece en Cristo.

La nueva evangelización será realidad entre los mar­ginados si sabemos estar junto a su pobreza y marginación, no para despertar en ellos la envidia de posesión o la aspiración de pasar al nivel de los poderosos, sino para que puedan ser más protagonistas de su propia liberación. Ño se trata de crear nuevos ricos, sino «hombres nuevos».

El evangelio puede ayudar a los marginados no sólo a desencadenar entre ellos movimientos de solidaridad y búsqueda de mayor justicia, sino también a descubrir la «pobreza liberada» como mayor capacidad de libertad, servicio y esperanza.

• Llamada a la conversión en la «sociedad dual»

Es fácil observar ya, en una sociedad en vías de «dua-lización», efectos claramente deshumanizadores: consu-mismo desmedido de unos y pobreza creciente de otros; especulación y búsqueda de dinero fácil en unos sectores y progresivo deterioro individual, familiar y social, de­sencadenado por el paro, en otros sectores. El evangelio ha de operar en esta sociedad como una llamada urgente a una actuación individual y colectiva a favor de los sec­tores más débiles e indefensos.

No se ha de tolerar que la recuperación económica se esté llevando adelante bajo la ley del más fuerte, buscando siempre el pragmatismo económico y olvidando la recu-

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70 «LOS POBRES SON EVANGELIZADOS»

peración humana y social de los más débiles. El desarrollo tecnológico no puede ser un proceso obligado, cada vez más impersonal y anónimo, en el que no se puede inter­venir de manera responsable y humanizadora, como si el progreso exigiera necesariamente las víctimas que nosotros decidimos. El evangelio proclama lo contrario. No está hecho el hombre para la racionalidad técnico-económica, sino ésta para aquél. No puede justificarse el sacrificio de los que hoy son marginados en función de un proceso económico considerado como inexorable.

Por otra parte, la sociedad contemporánea tiende a producir un tipo de «relaciones de intercambio» donde parece «estar prohibido el amor» (M. Weber) y la sensi­bilidad hacia los últimos, o donde sólo se genera una solidaridad de carácter corporativista al servicio de los intereses del propio grupo. En una sociedad así, la con­versión que desencadena el evangelio constituye «una re­volución antropológica» , pues, por una parte, significa una lucha contra nosotros mismos, contra los ideales in­teriorizados de tener siempre más, incluso a costa de quie­nes no tienen lo necesario, y, por otra, engendra una ac­titud nueva al servicio de los más desposeídos.

Esta llamada a la conversión la hemos de escuchar todos: los que en el plano político, económico y social ocupan una posición privilegiada, y también ese sector amplio de ciudadanos que vivimos sin riesgos en esta sociedad, con una seguridad grande y con recursos rela­tivamente abundantes.

Una pregunta ha de inquietar a las comunidades cris­tianas: con nuestra falta de sensibilidad, nuestros silencios y pasividad, ¿no estaremos desarrollando, tal vez, una pastoral que, lejos de anunciar el evangelio a los pobres, termina confirmando de alguna manera una situación in-

3. J. B. METZ, Más allá de la religión burguesa, Salamanca 1982, pp. 46-48.

ACCIÓN EVANGELIZADORA Y MARGINACION 71

justa cuyos resultados más inhumanos los podemos con­templar en esos marginados cuyos gritos no queremos escuchar?

2. Educar para la solidaridad

El sistema actual de producción y distribución de bie­nes está en función, no de un hombre más fraterno y solidario, sino de un «hombre económico», individualista y competitivo. Sin duda, una tarea fundamental y per­manente de la comunidad cristiana ha de ser la de educar para la solidaridad a ese «hombre individualista» que pro­duce la sociedad.

Las comunidades creyentes están llamadas hoy a pro­mover todo aquello que pueda hacer crecer a las personas y grupos en solidaridad y fraternidad para que «cumplan, antes que nada, las exigencias de la justicia para no dar como ayuda de caridad lo que ya se debe por razón de justicia»4. Esta solidaridad promovida por el evangelio desenmascara la ambigüedad de ese otro tipo de solida­ridad, de carácter corporativista, al servicio de los intereses del propio grupo, sector social o país propio. La base común (el «in solidum») sobre la que se construye la so­lidaridad evangélica no es el interés del propio grupo, sino la necesidad de los desposeídos. La solidaridad cristiana nos pone junto a los últimos del propio país y junto a los países últimos de la tierra.

Esta solidaridad no es algo teórico y abstracto. Se trata de ir dando pasos concretos para que los ricos vayan de­jando de ser tan ricos y los pobres dejando de ser tan pobres, para encontrarse todos en una relación objetiva de mayor justicia y solidaridad.

4. Apostolicam Actuositatem, 8.

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72 «LOS POBRES SON EVANGELIZADOS»

Una pastoral solidaria con los marginados tiene que ayudar a los creyentes a plantearse preguntas tan concretas como éstas: ¿Queremos seguir satisfaciendo nuestras ne­cesidades y desarrollando nuestro bienestar en un proceso que no tiene fin, sin preguntarnos nunca a costa de quién lo estamos haciendo? ¿Estamos dispuestos a vivir de ma­nera más austera, no para tener más y ahorrar en previsión de posibles crisis, sino para poder colaborar en un orden social más solidario? ¿Estamos dispuestos a pagar im­puestos más elevados para que los poderes públicos puedan desarrollar una política más eficaz al servicio de los más necesitados? ¿Estamos dispuestos a sostener con nuestro dinero y nuestra participación activa aquellas instituciones e iniciativas que promueven el servicio y la ayuda a los más necesitados? ¿Estamos dispuestos a comprar más ca­ros los productos importados de los países más pobres, para remunerar de manera más justa a los que los pro­ducen?

No siempre es fácil hacer de la comunidad creyente un lugar de sensibilización y educación en la solidaridad. Son muchos los condicionamientos históricos y socioló­gicos que pesan sobre bastantes parroquias y comunidades cristianas impidiéndoles ser de los pobres y para los po­bres. Es grande también la influencia que ejercen, en al­gunas ocasiones, sectores más acomodados con sus puntos de vista, intereses de clase, prejuicios, recelos y hábitos propios de un mundo que no es el de los pobres.

Hemos de revisar, antes que nada, la actitud general que las comunidades cristianas promueven de cara a los marginados. Aun estimando en su justo valor los donati­vos, colectas y ayuda asistencial que se promueve, hemos de evitar sus posibles efectos tranquilizadores, potencian­do mucho más las acciones que nos pongan en contacto directo con los problemas y nos hagan participar activa­mente en su solución. Preocuparse de los marginados es algo más que dar dinero, pues, como dice J. B. Metz, ese dinero puede convertirse en un falso «cuasi-sacramento de

ACCIÓN EVANGELIZADORA Y MARGINACIÓN 7 3

solidaridad y simpatía» si la misma manera de adquirirlo está incrementando de hecho la pobreza que con él se quiere remediar.

Más en concreto, hemos de cultivar algunas actitudes exigidas por el evangelio. Recordaremos únicamente tres: la comunión de bienes con los que padecen las conse­cuencias más graves de la crisis actual; la participación responsable en toda iniciativa privada o pública, desde donde se puedan resolver las causas de los problemas y no sólo remediar los efectos; la recuperación de un estilo de vida sencillo y sobrio, propio del que entiende la vida, no desde la competitividad y el éxito, sino desde el servicio generoso y el compartir solidario.

Por otra parte, la evangelización en el Primer Mundo tiene hoy ante sí una tarea que no hemos de olvidar: des­pertar la responsabilidad de cara a los países del Tercer Mundo, sensibilizando las conciencias y promoviendo una mayor solidaridad Norte-Sur. El evangelio nos ha de re­cordar los sufrimientos que nuestro bienestar genera en «esos países pobres que no son simplemente subdesarro-llados, sino que son, y no pocas veces, el resultado de una destrucción, las víctimas de nuestra expansión euro­pea»5. No se está escuchando el evangelio de Cristo en nuestras comunidades cristianas del Primer Mundo si no ayuda a comprender que «no hay ninguna razón para re­servarse en uso exclusivo lo que supera a la propia ne­cesidad cuando a los demás les falta lo necesario» .

3. Acercar la comunidad cristiana a los marginados

Nuestra infidelidad a Jesucristo nos ha ido ubicando no pocas veces lejos de los sectores más pobres. ¿Cómo ir suprimiendo las distancias y obstáculos que nos impiden

5. J. B. M E T Z , op. cit., p . 75.

6. PABLO VI, Populorum Progressio, 23.

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74 «LOS POBRES SON EVANGELIZADOS»

estar hoy junto a ellos? No se trata solamente de alinearnos junto a los que gritan con fuerza sus reivindicaciones, sino de saber estar junto a los que nadie escucha, los olvidados, los que no poseen «potencial revolucionario». Esos hom­bres y mujeres atrapados en unas condiciones socio-eco­nómicas de tal marginación que les impiden incluso luchar por sus derechos.

El acercamiento a estos pobres no es sólo ni sobre todo para dar. Casi siempre será más lo que de ellos podamos aprender y recibir. Probablemente, de estos marginados pueden escuchar hoy nuestras comunidades de manera nueva ese evangelio que han de hacer presente en la so­ciedad.

Es preciso, antes que nada, un esfuerzo mayor por detectar y conocer mejor a los pobres y necesitados que hay entre nosotros. La lista es larga y crece cada día: parados hundidos en la incertidumbre, extranjeros inde­fensos, minusválidos olvidados, jóvenes drogadictos, va­gabundos inadaptados, personas solas, depresivos, ancia­nos abandonados, enfermos crónicos mal atendidos, jó­venes y niños sin el calor de un hogar, personas rotas por el fracaso matrimonial... La comunidad cristiana ha de buscar cauces y medios para conocer mejor su mundo de problemas y necesidades, no desde la visión lejana de los datos y las estadísticas, sino desde el contacto y la relación cercana. La comunidad cristiana que conoce a los mar­ginados y trata con ellos comienza a cambiar.

Naturalmente, no se trata sólo de conocer el mundo de los marginados, sino de identificarse con sus aspira­ciones, luchas y esperanzas. Y no sólo de forma teórica, sino en situaciones y conflictos concretos, arriesgando la seguridad y comodidad por la defensa de sus derechos. Sabremos que de verdad estamos junto a ellos cuando comencemos a sufrir críticas y ataques por su defensa. Este sufrimiento cercano junto a ellos es más evangeli-zador que toda la ayuda económica que les podamos pres­tar desde lejos.

ACCIÓN EVANGELIZADORA Y MARGINACIÓN 7 5

Hemos de cultivar una actitud pastoral de atención preferente a los más necesitados. Caritas ha de ayudar hoy a la comunidad cristiana a acercarse con más realismo a las nuevas situaciones de pobreza y marginación, pro­moviendo nuevas acciones, iniciativas y compromisos: ayuda al parado y su familia, rehabilitación de toxicó-manos, ayuda domiciliaria al anciano, lucha contra la so­ledad e incomunicación, defensa de la mujer maltratada... La Pastoral Sanitaria ha de ayudar a la comunidad cris­tiana a estar cerca, no sólo de los enfermos «normales», sino también de ese sector de enfermos más necesitados y desasistidos (ancianos deteriorados, minusválidos po­bres, toxicómanos de difícil recuperación, enfermos de Sida, enfermos psíquicos o de patología desagradable, etc.). Lo mismo habría que decir de la Pastoral Peniten­ciaria, de la que hablaremos más tarde .

Cada comunidad ha de preguntarse qué pasos está dan­do para hacerse presente en los sectores más abandonados, los barrios más olvidados, junto a las personas más débiles e indefensas. Hay algo que no hemos de olvidar nunca en la acción pastoral: para una comunidad evangelizadora, lo mismo que para Jesús, hay siempre unos privilegiados: los que no son privilegiados para la sociedad.

4. Hacer sitio a los pobres en la comunidad cristiana

En general, estamos todavía lejos de ser una Iglesia pobre y de los pobres. Los sectores más marginados y las capas más bajas de la sociedad ven de ordinario a la Iglesia como una institución lejana y extraña, a la que se puede acudir en ciertos momentos para demandar unos servicios religiosos o pedir alguna ayuda económica.

7. Ver pág. 113, cap. 6.

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Y, sin embargo, un pobre no tendría que sentirse ex­traño en la Iglesia de Jesús. ¿No están ellos llamados a ser la parte más importante de la comunidad cristiana? ¿No se les sigue manifestando el Padre, con preferencia sobre los sabios, cultos e instruidos? (Mt 11,25).

No basta con acoger de manera cálida a cada uno de ellos. Es necesario además que el ambiente, las celebra­ciones, las asambleas cristianas y el lenguaje resulten ac­cesibles a estas gentes sencillas, pobres de cultura y for­mación. Cada comunidad ha de preguntarse qué pasos ha de dar, sabiendo que, sólo cuando nuestras reuniones y celebraciones sean realmente fraternas y sencillas, podrán encontrar en ellas su sitio y recuperar su rostro, su palabra y su dignidad cristiana.

En la comunidad cristiana deberían tomar parte con gozo y sencillez esos hombres y mujeres que apenas pue­den participar en la dinámica de la sociedad, ni siquiera al nivel de las llamadas asambleas «populares».

5. Organizar la pastoral de caridad

No sólo cada cristiano de manera aislada, sino toda la comunidad en cuanto tal está llamada a vivir la solidaridad fraterna con los pobres y necesitados. La acción caritativa de la comunidad cristiana no es un servicio secundario ni una especie de complemento benéfico a todo el resto de la vida eclesial. Es una dimensión esencial sin la cual se corre el riesgo de que la educación de la fe quede, en gran parte, en adoctrinamiento teórico, y la celebración litúr­gica en culto vacío. Esto exige que cada comunidad cris­tiana promueva y potencie la pastoral de la caridad como promueve y potencia la pastoral catequética y litúrgica.

• Crear cauces de acción caritativa

No basta con estimular la solidaridad individual de los creyentes. Hemos de promover la caridad como un hecho

ACCIÓN EVANGELIZADORA Y MARGINACION 7 7

comunitario que nace de la vida y del compromiso cristiano de toda la comunidad. Sin duda, también hoy se debe sensibilizar la conciencia de cada individuo y despertar su propia responsabilidad: el cuidado de los propios hijos aun después de la ruptura matrimonial, la atención a los fa­miliares ancianos, el compromiso voluntario en acciones concretas, el servicio gratuito desde la propia capacitación profesional, etc. Pero, junto a esto, es necesario asegurar cauces operativos y servicios a través de los cuales pro­mover, canalizar y expresar el compromiso solidario y caritativo de la comunidad cristiana en cuanto tal.

Esto pide que toda comunidad cristiana vaya organi­zando, en la medida de sus posibilidades y su vitalidad, los servicios de Caritas, Pastoral Sanitaria, Pastoral Pe­nitenciaria, Asistencia a la Tercera Edad, Ayuda a toxi-cómanos, etc. En diversas diócesis van cobrando fuerza algunas pequeñas comunidades, movimientos de vida cris­tiana y grupos catecumenales. Es necesario cuidar de que la acción caritativo-social que desde ellos se promueve no quede aislada de la gran comunidad cristiana (parroquia, diócesis), sino que, respetando su propia originalidad y dinamismo, se integren dentro del esfuerzo de solidaridad y caridad de la misma.

No hemos de olvidar, por otra parte, la labor de tantos religiosos y religiosas entregados al servicio de los más marginados en trabajos muchas veces duros, desagradables y poco valorados. Son ellos quienes mejor ayudan a hacer presente a la Iglesia en barrios, zonas rurales y sectores olvidados por la sociedad. Su trabajo construye esa Iglesia diocesana que, congregada en torno al Obispo, se esfuerza por llevar el Evangelio hasta los pobres. También ellos son «cooperadores de los Obispos... y pertenecen asimis­mo de manera peculiar a la familia diocesana» . Esto sig­nifica, por una parte, que en la Iglesia diocesana se apoya

8. Christus Dominus, 34.

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su trabajo y se respeta la originalidad y el dinamismo propio de su carisma religioso. Y, por otra, que los reli­giosos no trabajan de manera aislada e independiente, sino buscando su inserción y coordinación dentro de las líneas generales de la pastoral caritativo-social de la diócesis.

• Promover colaboradores

El impulso y la renovación de la pastoral de caridad dependerá, en gran parte, del esfuerzo que se haga por promover los oportunos equipos de colaboradores.

A nadie se le oculta que los actuales servicios de Ca­ritas están llevados hoy, en gran parte, por personas de gran entrega y generosidad, pero que, debido a su edad, están pidiendo un relevo. Además, a muchas de ellas no se les ha ofrecido la debida capacitación para realizar su tarea.

Por otra parte, las nuevas experiencias que se co­mienzan a promover sólo podrán tener continuidad y de­sarrollo si hay personas dispuestas a comprometerse en los nuevos proyectos: atención a la tercera edad en sus diversas modalidades, puesta en marcha de programas de rehabilitación de drogadictos, hogares para niños sin fa­milia. ..

Todo ello está exigiendo promover decididamente el voluntariado o colaboración gratuita de creyentes que pue­dan incorporarse de diversas maneras y en grados dife­rentes a los servicios de Caritas o de otras instituciones caritativo-sociales. Hemos de orientar a cristianos com­prometidos en procesos catecumenales o grupos de edu­cación en la fe para que descubran su posible vocación de servicio entre los marginados. Por otra parte, se hace ne­cesario estimular y orientar vocacionalmente a los cre­yentes, en especial jóvenes, para que opten profesional-mente por servicios y trabajos en los que, desde una ins­piración cristiana, puedan realizar una tarea, no sólo profesional, sino de atención integral a los necesitados.

ACCIÓN EVANGELIZADORA Y MARGINACION 7 9

• La formación de los colaboradores

La buena voluntad y la generosidad no son suficientes ni garantizan la buena realización del servicio de caridad. Sin embargo, la formación y capacitación ofrecida a los colaboradores de los servicios caritativos ha sido, por lo general, insuficiente.

Por otra parte, si se quiere responder adecuadamente a problemas de carácter específico, es necesaria una pre­paración especializada (drogadicción, tercera edad, ina­daptación social, mundo penitenciario, alcoholismo, etc.).

De ahí la necesidad de cuidar con más atención tanto la formación cristiana (exigencias sociales de la fe, misión de la Iglesia en el mundo de la marginación...) como la formación social (conocimiento de los problemas de po­breza o marginación y sus causas, legislación social...) y la formación especializada en aquel campo concreto en que se está colaborando.

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4 Nuevo impulso

del servicio caritativo-social

SUMARIO

1. Adecuación de los servicios caritativo-sociales a las necesidades actuales

• Criterios para establecer prioridades • Respuesta a los problemas más urgentes

—Gravedad de los problemas —Desatención social —Necesidad de testimonio evangélico

2. Paso de la asistencia benéfica a la atención integral

• Criterios de actuación • De la beneficiencia a la atención integral

3. Los servicios caritativo-sociales de la Iglesia y la asistencia vigente en la sociedad

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Si las Iglesias diocesanas desean «anunciar el evan­gelio a los pobres», han de hacer hoy un esfuerzo por concretar los campos de atención preferente y las acciones prioritarias que han de impulsar para responder de manera adecuada a los problemas de pobreza y marginación de la sociedad actual.

Con el fin de estimular la reflexión pastoral, ofrecemos algunas pistas en torno a tres apartados: 1) la adecuación de los servicios caritativo-sociales a las necesidades ac­tuales; 2) el paso de la mera asistencia benéfica a la aten­ción integral de la persona; 3) el lugar de los servicios caritativo-sociales de la Iglesia en la actual política de servicios sociales.

1. Adecuación de los servicios caritativo-sociales a las necesidades actuales

La solidaridad cristiana ha de esforzarse por ser ayuda real para aquellos que se encuentran marginados por la sociedad y olvidados por casi todos. Por ello, una pastoral de la caridad debe orientar su actividad hacia un servicio eficaz que responda a las nuevas necesidades y problemas que se van detectando entre nosotros.

Esto exige hoy: analizar con objetividad las nuevas situaciones de pobreza y marginación en nuestra sociedad; revisar los servicios que estamos impulsando y su capa­cidad de respuesta a estas nuevas necesidades; reconvertir

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84 «LOS POBRES SON EVANGELIZADOS»

y reorientar los servicios caritativo-sociales hacia las nue­vas necesidades, promoviendo incluso nuevas iniciativas.

• Criterios para establecer prioridades

A la hora de concretar los criterios principales que hemos de tener en cuenta para realizar este esfuerzo pas­toral, no hemos de olvidar los siguientes:

—Gravedad de los problemas. Antes que nada, hemos de acercarnos a aquellos problemas que, por la gravedad de sus consecuencias, el sufrimiento y deshumanización que generan, el número de afectados, el futuro previsible de agravación del problema, etc., están pidiendo una res­puesta urgente.

—Desatención social. Hemos de tener también muy en cuenta aquellos problemas que, siendo menos graves, no son debidamente atendidos por la sociedad, bien por falta de sensibilidad ciudadana, bien por la incapacidad de los mismos marginados para reivindicar una atención social, bien por la complejidad y dificultad para responder a aquella problemática.

—Testimonio evangélico. La comunidad cristiana ha de tener muy en cuenta aquellas áreas de pobreza y mar-ginación que revelan de manera más cruda la ausencia de solidaridad y compasión en nuestra sociedad y exigen una entrega más generosa y desinteresada en quienes se com­prometen a su servicio. Es aquí donde se puede ofrecer un testimonio más limpio de solidaridad evangélica. Este testimonio ha de servir para impulsar nuevas iniciativas y proyectos allí donde es más necesario sensibilizar a la sociedad.

• Respuesta a los problemas más urgentes

—Gravedad de los problemas

Si atendemos a la gravedad y urgencia de los proble­mas, la Iglesia ha de estar hoy cerca de los parados, del

NUEVO IMPULSO DEL SERVICIO CARITATIVO-SOCIAL 8 5

mundo rural empobrecido y de la tercera edad más des­valida.

El paro es, en estos momentos, el problema que pro­voca un empobrecimiento cada vez mayor en sectores im­portantes de la sociedad. El problema de los parados ad­quiere caracteres más graves todavía en las regiones de más bajo nivel de renta, donde el paro ha hundido ya a muchas familias en una situación de auténtica pobreza.

Sin detenernos ahora en otras acciones posibles que la Iglesia ha de seguir promoviendo para que la sociedad no olvide este gravísimo problema ni se habitúe a él, hemos de tener una sensibilidad particular para estar junto a esos hombres y mujeres que no perciben subsidio de paro ni pueden acogerse al empleo comunitario, quedando a mer­ced de la ayuda de sus familiares, la beneficencia o la mendicidad. No se trata sólo de atender a las necesidades económicas, sino también de actuar ante tantos problemas y sufrimientos que el paro va generando en los mismos parados y en sus familias («neurosis del parado», conflic­tos matrimoniales, desescolarización de los hijos...). Y no podemos olvidar a esos jóvenes que quizá nunca logren un trabajo digno y estable, con todas las consecuencias que ello provocará en sus vidas: frustración, imposibilidad de un proyecto matrimonial digno, posible delincuencia, drogadicción...

La Iglesia no puede hoy olvidar en España el mundo rural empobrecido. Esas «bolsas de pobreza» cuyas co­marcas son consideradas como deprimidas en un 80 ó 90 por 100, según los indicadores sociológicos utilizados por el Ministerio de Administración Territorial: el interior de Galicia, con sus aledaños astur-leoneses; la región fron­teriza con Portugal desde Orense a Huelva, con parte de las provincias limítrofes; el círculo que tiene su centro en la confluencia de Albacete, Jaén y Granada; la región desertizada de Soria, Guadalajara, Teruel y Cuenca. Se trata de comarcas económicamente deprimidas, que han perdido, en gran parte, su población más joven y dinámica,

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86 «LOS POBRES SON EVANGELIZADOS»

con unas condiciones de habitabilidad lamentables, sin la debida atención sanitaria y escolar. Comarcas donde se vive el abandono, el desamparo y la incapacidad social de satisfacer debidamente las necesidades más elementales.

La Iglesia ha de promover una comunicación de bienes y una solidaridad mayor con esas áreas deprimidas. Caritas no debe quedar acaparada por «las urgencias de la ciudad», sino que ha de buscar los cauces operativos necesarios para hacerse más presente en la pobreza del mundo rural. Hemos de seguir promoviendo el acercamiento de las co­munidades religiosas a los pueblos rurales, como signo de predilección evangélica por los más pobres y olvidados. Hemos de estar cerca de los ancianos de esas zonas de­primidas, que se debaten entre el abandono o la necesidad de ser arrancados de su propio ambiente al mundo extraño de la ciudad.

Es precisamente la tercera edad otro de los sectores que ha de atraer hoy la atención de las comunidades cris­tianas. La situación de muchos ancianos es tan desvalida que se la ha podido designar como «el tercer mundo» de nuestra sociedad. La inseguridad económica de muchos de ellos, con pensiones que no llegan a cubrir las nece­sidades más básicas, viene agravada en muchos casos por el deterioro físico y psíquico de la edad, la falta de afecto familiar, la soledad y falta de comunicación, la incapa­cidad para defender sus propios derechos...

Aunque se observa un crecimiento de la preocupación social por el anciano (residencias, servicios sociales, rei­vindicación de pensiones), la Iglesia ha de escuchar hoy una llamada a estar más cerca de este sector tan desvalido. Son muchos los ancianos que viven solos y olvidados. Junto a la promoción de residencias, centros de día y otras formas de atención y cuidado, se debe promover cada vez más la asistencia domiciliaria, ofreciendo al anciano la asistencia adecuada sin necesidad de abandonar su propio hogar.

NUEVO IMPULSO DEL SERVICIO CARITATIVO-SOCIAL 8 7

—Desatención social

Si la Iglesia quiere estar cerca de los problemas que no están siendo atendidos debidamente en la sociedad ac­tual, no ha de olvidar hoy a los drogadictos, la cuarta edad, los inmigrantes extranjeros, los presos y excarce­lados...

El consumo de droga ha aumentado de manera alar­mante estos últimos años, con todas sus graves conse­cuencias de delincuencia, antisociabilidad, destrucción fí­sica y psíquica de tantos jóvenes. Sin embargo, el número de centros especializados en el tratamiento y rehabilitación de toxicómanos es claramente insuficiente. La Iglesia no puede quedarse al margen de estos jóvenes. La atención a los drogadictos ha de ser prioritaria. Al mismo tiempo que se estimulan campañas de información, prevención y concienciación, hemos de seguir promoviendo servicios cada vez más eficaces de tratamiento y desintoxicación. Es ejemplar en este sentido «el Proyecto Hombre», que algunas diócesis han organizado con la colaboración en­tusiasta de voluntarios.

Designamos con el nombre de «cuarta edad» a los ancianos más deteriorados y, en concreto, a aquellos que, por una parte, no pueden ser internados en centros sani­tarios y, por otra, tampoco pueden valerse por sí mismos, dadas sus condiciones físicas o psíquicas. Ancianos que crean situaciones muy problemáticas en la familia y para los que no existen centros donde puedan ser atendidos. Es un campo en el que se necesita crear residencias especia­lizadas y en el que hay que potenciar más la asistencia domiciliaria. La Iglesia no puede mantenerse al margen de estos ancianos y de sus familias.

Otro sector al que la comunidad cristiana se ha de acercar hoy son los extranjeros. Poco a poco, se va cons­truyendo en Europa una gran muralla que nos defienda del peligro africano, asiático o latinoamericano. Se toman medidas cada vez más firmes para controlar los movi-

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88 «LOS POBRES SON EVANGELIZADOS»

mientes de extranjeros; se incrementa la política de ex­pulsiones y repatriaciones; se consolida la resistencia a legalizar la situación de inmigrantes extranjeros. Al mismo tiempo, comienza a tomar cuerpo entre nosotros una es­pecie de «apartheid» ante quien no pertenece a la Co­munidad Europea; brotes de racismo, intolerancia y dis­criminación, cada vez más frecuentes, castigan a los in­trusos que saltan ese muro con el que tratamos de defender nuestra «Europa de los mercaderes». Estos extranjeros no están debidamente protegidos por el Estado, no pueden defender sus derechos; tampoco son defendidos por los partidos políticos o centrales sindicales, pues su causa no es popular. ¿No debe ser la Iglesia la que dedique hoy una atención preferente a estos sectores, los últimos de nuestra sociedad, defendiendo sus derechos y promovien­do servicios de asesoramiento, defensa y atención ade­cuada a su problemática?

Más adelante hablaremos detenidamente de los presos, esos hombres y mujeres cuyo sufrimiento apenas interesa a la sociedad. Las diócesis han de promover y potenciar mucho más la pastoral penitenciaria, sin reducirla al tra­bajo individual que puedan realizar los capellanes en el recinto penitenciario. Ahora sólo queremos recordar una doble tarea que la sociedad descuida: una concienciación adecuada sobre la problemática del preso y su familia y una atención a los excarcelados, a los que difícilmente se les ofrece posibilidad de reinserción.

—Necesidad de testimonio evangélico

Sin duda, el testimonio de amor y fraternidad cristiana resplandece de manera más clara allí donde se presentan las situaciones más inhumanas y donde está más ausente la preocupación de la sociedad: la atención a los ancianos más pobres y deteriorados física y psíquicamente; la con­vivencia y el apoyo a los sectores más empobrecidos de las «bolsas de pobreza» de nuestra geografía o de los

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suburbios más degradados; la presencia en el mundo gitano más marginado; el acercamiento a los trabajadores ex­tranjeros más indefensos y explotados; la atención a los presos y excarcelados más solos; la presencia entre dro-gadictos y afectados por el SIDA...

Pero hay otro campo de sufrimiento que no hemos de olvidar. La Iglesia, que se esfuerza por defender públi­camente la concepción cristiana del matrimonio frente al divorcio y lucha contra la despenalización social del abor­to, ha de ofrecer un testimonio claro de ayuda y atención a diferentes situaciones problemáticas en el área matri­monial y familiar, consecuencia del deterioro del clima familiar, ruptura de las parejas, abandono del cónyuge, etc. Es necesario promover servicios de orientación y tra­tamiento de los problemas familiares, centros de asistencia a la mujer, creación de hogares para niños sin padres, atención a jóvenes desarraigados del ámbito familiar, ser­vicios para madres solteras...

2. Paso de la asistencia benéfica a la atención integral

No basta con acercarse a las nuevas necesidades del hombre de hoy. Hay que hacerlo de la manera más ade­cuada. La Iglesia, comprometida en tantos servicios de carácter asistencial, ha de saber revisarlos para ir pasando de una mera asistencia benéfica a un tratamiento más in­tegral a la persona.

• Criterios de actuación

Conviene que tengamos algunos criterios de actuación que nos sirvan para orientar nuestro esfuerzo.

—Respeto a la dignidad de la persona. El pobre y marginado ha de encontrar en los servicios caritativo-so-

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ciales de la Iglesia un trato que respete todos sus derechos, sin discriminaciones, humillaciones ni actuaciones pater­nalistas.

—Atención personalizada. Estos servicios han de pro­curar siempre una atención personalizada a cada individuo, superando cada vez más una asistencia masificada, anó­nima, despersonalizada.

—Desarrollo de la dimensión social. Los servicios caritativo-sociales han de evitar el proteccionismo y la segregación que mantienen al pobre en una marginación permanente, promoviendo, por el contrario, todo lo que ayude a desarrollar la socialización de los individuos, la relación con la propia familia y la inserción en los diversos ámbitos de la convivencia social.

—Promoción integral. La atención no debe limitarse a resolver de manera puntual cada uno de los casos de necesidad. Ha de ayudar en lo posible a los propios be­neficiarios a tomar conciencia de su problema, capacitarse para valerse por sí mismos y ser protagonistas de su propia promoción personal, familiar y social.

• De la beneficencia a la atención integral

Siguiendo estos criterios, podemos sugerir pistas de actuación en algunos de los servicios caritativo-sociales.

La .atención a niños y jóvenes sin hogar trata hoy de superar la asistencia masificada y la segregación hospi-ciana, para promover un tratamiento más cercano al mo­delo de hogar familiar normal. Los estudios sobre los internados y demás instituciones tradicionales llevan a la conclusión de que las circunstancias anómalas, propias de estas instituciones, se traducen en un deterioro de la con­ducta del niño, tanto más grave cuanto más temprano es el internado y cuanto más larga es su duración. Esta cons­tatación unánime invita a promover alternativas diversas

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de comunidades infantiles y juveniles cuya característica sea situar al niño o al joven en un ambiente lo más se­mejante posible al de una familia normal. Estas alterna­tivas son todavía insuficientes y de poca consistencia. La Iglesia puede colaborar de manera más eficaz promovien­do estos nuevos hogares y animando a los creyentes a este tipo de servicios.

Algo semejante a lo que hemos indicado sobre las instituciones para niños y jóvenes podemos decir también de las residencias y centros de asistencia a ancianos. También aquí es necesario impulsar una atención integral y personalizada, estimulando su capacidad de participa­ción, su inserción en la vida social, la relación con la propia familia, etc. Es mucho lo que la Iglesia pue­de realizar en este campo, incluso desde las comunida­des parroquiales, promoviendo la colaboración de pro­fesionales cristianos y de voluntarios capacitados para esta labor.

Son bastantes los albergues, comedores y centros de acogida para los llamados «transeúntes» (mendigos, va­gabundos, personas sin hogar fijo), que representan «la pobreza manifiesta e itinerante» y cuyo número va en aumento como consecuencia del paro, el alcoholismo, la marginación urbana, el deterioro de la familia y otros factores. Por lo general, es Caritas el organismo que más trabaja en este sector. Muchas veces se cubren las nece­sidades básicas de estos hombres y mujeres sin otra re­lación con ellos, una vez prestada la ayuda. No siempre es fácil hacer algo más. Pero, tal vez, hemos de promover centros de acogida donde se pueda estudiar de manera más individualizada cada caso; pasar, de la mera asistencia, a un tratamiento más profundo del problema y ofrecer in­cluso alguna alternativa de promoción.

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3. Los servicios caritativo-sociales de la Iglesia y la asistencia vigente en la sociedad

En la estructuración de sus servicios, la Iglesia no puede ignorar la política social de la Administración pú­blica, ni tampoco la existencia y funcionamiento de los servicios sociales existentes, tanto de carácter público como de iniciativa privada.

En concreto, todo parece indicar hoy una tendencia a promover un Plan General de servicios sociales que, sin excluir la iniciativa privada de manera frontal, pretende, sin embargo, atender todas las necesidades por medio de servicios directamente dependientes de la Administración pública. Nuestra sociedad parece caminar hacia un sistema de servicios sociales: a) de carácter universalista, es decir, concebido con la pretensión de responder desde el nivel público a todas las necesidades de los ciudadanos; b) de carácter público, es decir, a través de servicios directa­mente dependientes de la Administración pública, dejando cada vez menos espacio a la intervención privada; c) de carácter verticalista, es decir, servicios promovidos desde arriba y no desde la solidaridad y la iniciativa de los mis­mos ciudadanos.

En este contexto social, la Iglesia ha de defender, antes que nada, no sus derechos, sino el derecho que tiene la sociedad entera de darse a sí misma las estructuras y ser­vicios necesarios de asistencia social desde la iniciativa privada, sin que el Estado la anule o la suplante innece­sariamente. También aquí es necesario defender la libertad y el pluralismo de servicios inspirados en concepciones diversas de la vida.

En esta línea, la Iglesia ha de defender su derecho a promover diferentes servicios caritativo-sociales sin in­gerencias indebidas, sobre todo cuando trata de responder a los problemas urgentes de aquellos a los que la sociedad olvida y margina. Es importante, por otra parte, que la Iglesia se preocupe de cuidar la identidad cristiana de sus

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servicios y el espíritu evangélico de toda su actuación, sin plegarse a determinados intereses ideológicos o políticos, sino esforzándose para que su servicio esté animado por la caridad cristiana y manifieste la solidaridad y el amor gratuito a los más necesitados y abandonados.

Esto no ha de impedir que la Iglesia, al igual que otras instituciones privadas, colabore con las instituciones pú­blicas con el fin de buscar una respuesta conjunta más eficaz a los complejos problemas que se crean en la so­ciedad actual. Su colaboración debería ser siempre testi­monio limpio de amor y lucha por los más débiles e in­defensos.

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5 Hacia una renovación del servicio de caridad

en la comunidad cristiana

SUMARIO

1. El servicio de caridad en la sociedad actual

• Algunos aspectos de la nueva pobreza —Nueva valoración de la pobreza —La actitud de los necesitados —Las aspiraciones del marginado —Nuevas situaciones de necesidad —Nuevos servicios sociales

• Nuevas exigencias en el servicio a los necesitados —Lectura más objetiva de la pobreza —Defensa de los derechos del pobre —Solidaridad con los necesitados —Respuesta adecuada a los problemas —Colaboración con otros organismos

• Nuevo estilo de actuación pastoral —Realismo y creatividad —Respeto a las personas —Sentido de justicia social —Espíritu de colaboración y equipo

2. Hacia una renovación de Caritas en la parroquia

• Caritas, cauce de la caridad de toda la comunidad parroquial

• El equipo de Caritas • Tarea de Caritas en la parroquia

—Conocimiento de las necesidades —Educación de la comunidad parroquial —Servicio de caridad y solidaridad —Coordinación de las iniciativas de caridad

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Uno de los rasgos esenciales de la comunidad cristiana es invocar a Dios como Padre y vivir, en consecuencia, el amor fraterno hacia los hermanos. Por eso, en toda comunidad cristiana hemos de encontrar la caridad fra­terna como signo que caracteriza a los discípulos de Jesús. Este es precisamente el objetivo de ese inmenso trabajo que vienen realizando desde hace tantos años nuestros equipos parroquiales de Caritas. Trabajo muchas veces oculto y callado y no suficientemente apreciado en la co­munidad cristiana.

Nuestra intención no es subestimar los esfuerzos ge­nerosos de tantos colaboradores abnegados a lo largo de estos años. Al contrario, se trata precisamente de continuar ese esfuerzo de los equipos de Caritas para seguir ani­mando de manera renovada la caridad de nuestras co­munidades parroquiales. Si la Iglesia quiere impulsar una nueva evangelización y hacer presente en la sociedad ac­tual la fuerza salvadora y humanizadora que se encierra en Jesucristo y su evangelio, ha de comenzar por renovar su amor fraterno a los hombres y mujeres de hoy.

Nuestra reflexión tiene dos partes bien definidas. En la primera, trataremos de situar el servicio de Caritas en el marco de la sociedad actual. En la segunda, concreta­remos el quehacer de Caritas en la comunidad parroquial.

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98 «LOS POBRES SON EVANGELIZADOS»

•1. El servicio de caridad en la sociedad actual

Si queremos vivir hoy la caridad cristiana con sentido responsable y realista, hemos de atender a diversos fac­tores que se dan en nuestra sociedad y que quizá nos obligan a plantearnos de manera algo nueva el servicio de la caridad.

• Algunos aspectos nuevos de la pobreza

Antes que nada, hemos de considerar, aunque sea bre­vemente, algunos aspectos sobre la pobreza y la margi-nación en la sociedad actual.

—Nueva valoración de la pobreza

La necesidad y la marginación social no se consideran hoy como mero producto de la fatalidad o como una si­tuación que deba ser atribuida exclusivamente a la vagan­cia o a la culpa de los individuos pobres. La situación de las clases pobres y marginadas es el resultado de un sistema social concreto que beneficia a los más poderosos y hunde en la pobreza y la necesidad a los más débiles y desvalidos.

La vida de estos hombres y mujeres no es algo natural, sino consecuencia de un conjunto de mecanismos sociales, económicos, políticos y culturales que oprimen, despojan y marginan a los desheredados, creando el mundo de los pobres. La injusticia que está en la raíz de esta pobreza no se debe a la fatalidad, sino a la responsabilidad de los que hacemos esta sociedad.

—La actitud de los necesitados

Esta nueva visión de la pobreza está provocando una nueva actitud y sensibilidad en muchos de los pobres y necesitados, que ya no aceptan su situación de manera

HACIA UNA RENOVACIÓN DEL SERVICIO DE CARIDAD... 9 9

resignada y fatalista, sino que viven convencidos de que su sufrimiento se debe a esa sociedad injusta y egoísta que los margina.

En muchos casos, son personas más conscientes de su dignidad y sus derechos. Hombres y mujeres que no desean piedad, sino comprensión y justicia. Personas que quieren encontrar un sitio digno en la sociedad y que no buscan, por tanto, sólo una limosna de la que tengan que depender para vivir, sino una ayuda para valerse por sí mismas.

—Las aspiraciones del marginado

Esta nueva sensibilidad se advierte, sobre todo, en sus aspiraciones. El pobre aspira a ser comprendido tal como es, sin prejuicios ni previas clasificaciones que lo identi­fiquen con un determinado estrato social sin tener en cuen­ta su propia persona. Desea unas relaciones humanas en las que sea escuchado y respetado en todos sus derechos.

Por otra parte, aspira a tener acceso y participar más en la marcha de la sociedad, sin quedar relegado como un ser asocial y marginado. En el fondo, desea lograr una seguridad y un nivel de vida que están ya al alcance de la mayoría de la población y a los que todavía él no tiene acceso.

—Nuevas situaciones de necesidad

La actual crisis económica está creando nuevas situa­ciones de desamparo, necesidad y marginación, creciendo cada vez más el número de hombres y mujeres amenazados por el paro y la inseguridad.

Pero no se trata sólo del paro. El deterioro de la con­vivencia social está originando nuevos problemas y situa­ciones de marginación (ruptura de hogares, niños desa-

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100 «LOS POBRES SON EVANGELIZADOS»

tendidos, delincuencia juvenil, drogadictos, etc.). Si que­remos ayudar adecuadamente a estos «nuevos pobres» de nuestra sociedad, tendremos que cuidar mucho la manera de responder a estas nuevas necesidades y de solidarizar­nos con estos hombres y mujeres.

—Nuevos servicios sociales

Aunque no siempre en la medida en que sería nece­sario, se puede observar en la sociedad una toma de con­ciencia progresiva de diversos problemas y la promoción de organismos, obras sociales y servicios en diferentes campos, v. gr.: asociaciones de minusválidos y subnor­males, residencias y centros para ancianos, organizaciones de parados, centros anti-droga, etc.

Es natural que, a la hora de realizar un servicio de caridad, debamos pensar en cómo colaborar con estas en­tidades, organismos o asociaciones que se preocupan de atender diversas necesidades.

• Nuevas exigencias en el servicio a los necesitados

Todos estos factores que hemos recordado nos obligan a revisar nuestra manera de entender y realizar el servicio de caridad y nos urgen a buscar cuál ha de ser hoy la manera de abordar los diversos problemas y el modo más acertado de ayudar a los necesitados.

—Lectura más objetiva de la pobreza

Quizá necesitamos, antes que nada, aprender a analizar de manera más profunda las necesidades y la pobreza que se detectan en nuestra sociedad, para no limitarnos a una

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visión superficial de los problemas sin ahondar en las causa que los provocan.

Los cristianos que colaboran en la acción caritativa de la Iglesia no han de ser hombres y mujeres que realizan un servicio de caridad cerrando los ojos a las injusticias y desentendiéndose de los esfuerzos de transformación social que se dan entre nosotros. Al contrario, han de ser cristianos lúcidos, sensibles a las injusticias profundas de nuestra sociedad y testigos, desde su servicio de caridad, de un esfuerzo de promoción y de cambio social. Cristia­nos que representen una nueva mentalidad de responsa­bilidad social y se preocupen de promover todo cuanto pueda ir eliminando las causas de la pobreza.

—Defensa de los derechos del pobre

No basta con realizar un gesto de caridad con los ne­cesitados. Es necesario saber respetar su dignidad personal y sus aspiraciones sin herir su sensibilidad ni sus senti­mientos. Debemos esforzarnos para que la caridad de la comunidad cristiana sea una respuesta humana y solidaria hacia unos hombres a quienes sentimos como hermanos.

Por eso nuestra acción caritativa ha de ir acompañada de una defensa firme de los derechos y las aspiraciones de estos hombres injustamente maltratados por una socie­dad en la que todos tenemos nuestra parte de responsa­bilidad. No se debe dar como caridad lo que debemos en justicia.

—Solidaridad con los necesitados

Todos vemos hoy claramente que es necesario evitar que la caridad cristiana sea o aparezca como un gesto paternalista propio de un benefactor que sabe compade­cerse de los pobres. Por el contrario, hemos de promover

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en la comunidad cristiana una actitud de solidaridad que nos lleve a los creyentes a conocer más de cerca las si­tuaciones de necesidad, responsabilizarnos de manera más comprometida en los problemas, acercarnos más perso­nalmente a los necesitados y compartir más nuestros bienes con ellos.

El necesitado debería poder percibir, a través de toda la ayuda que pueda llegarle de la comunidad cristiana, que no está solo, que hay hombres que se solidarizan con él, que junto a él conviven creyentes que lo respetan y aman como a hermano...

—Respuesta adecuada a los problemas

Es también necesario no reducir los problemas a su dimensión exclusivamente económica. No se trata sólo de ayudar económicamente a los necesitados. Los problemas de marginación, inadaptación social, drogadicción, paro, etc. requieren una respuesta más profunda.

En la medida de nuestras pequeñas posibilidades, he­mos de hacer también una labor de orientación, contacto con organismos sociales o servicios que los puedan aten­der, promoción humana de las personas, incorporación a una vida social digna, búsqueda de soluciones colectivas a problemas comunes como el paro, promoción de mo­destos servicios sociales, etc.

—Colaboración con otros organismos

No debemos olvidar que, por lo general, la mejor so­lución a los diversos problemas y situaciones de necesidad, es que sean atendidos por la política asistencial de la misma sociedad y sean cubiertos de manera permanente por los servicios sociales establecidos, sin que ello suponga que

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nos desentendemos de aquella persona que nos puede se­guir necesitando.

Esto exige que conozcamos bien la legislación actual en materia social, los organismos y servicios existentes, los recursos que se pueden obtener, y que aprendamos a colaborar, sin perder nuestra identidad cristiana, con otros organismos y asociaciones que se preocupan de los mismos problemas.

• Nuevo estilo de actuación pastoral

Esta manera de abordar los problemas y de entender el servicio de caridad a los necesitados está exigiendo todo un estilo de actuación.

—Realismo y creatividad

El colaborador de Caritas ha de ser una persona capaz de observar atentamente la realidad para detectar las ne­cesidades y problemas de nuestra sociedad que requieren ayuda y solución.

No basta con ayudar de manera rutinaria a los nece­sitados que se presentan. Es necesario saber detectar las nuevas necesidades y problemas y acercarse a las personas que, por diversas razones, no recurrirán a Caritas aunque necesiten ayuda. Estar atentos a las nuevas soluciones y servicios que se promueven en diversos campos. Estimular cualquier iniciativa que, por modesta que sea, pueda ayu­dar a la promoción humana, familiar y social de los ne­cesitados.

—Respeto a las personas

No hace falta insistir en que la caridad cristiana exige escuchar al necesitado, comprender su situación, solida­rizarse con su problema y respetar profundamente su per­sonalidad.

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Esto exige superar el punto de vista de que el nece­sitado es un ser inferior. Exige también evitar el trato anónimo y despersonalizado, y ver más bien en cada caso una persona concreta, con unas necesidades concretas. No se trata de «ayudar a pobres», sino de solidarizarse con personas concretas necesitadas de ayuda. Por eso, la ac­tuación del equipo de Caritas nunca debe ser humillante, discriminatoria, paternalista, sino de solidaridad respetuo­sa y discreta.

—Sentido de justicia social

Es conveniente que los agentes de Caritas estén atentos a las dimensiones sociales de los problemas y sean cons­cientes de las raíces estructurales de la pobreza. Así podrán ser más sensibles a la injusticia social existente y sabrán sensibilizar a la comunidad cristiana en la caridad y la justicia, como exigencias que se siguen de la fe cristiana.

Es necesario revisar las actuaciones, los servicios y el estilo de hacer caridad de los equipos de Caritas, cuidando de que la caridad que se hace no sea un tranquilizante de las injusticias sociales.

—Espíritu de colaboración y equipo

Como diremos más adelante, Caritas ha de ser cauce y expresión de la caridad de toda la comunidad parroquial. Para ello es necesario que este servicio sea realizado por un grupo de creyentes que se sientan representantes de toda la comunidad parroquial y actúen con espíritu de equipo y colaboración, evitando protagonismos y rivali­dades que no tienen sentido alguno.

2. Hacia una renovación de Caritas en la parroquia

Si queremos que Caritas sea realmente el cauce que exprese y realice la caridad de la comunidad cristiana, es necesario asegurar y promover la acción de Caritas en las

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parroquias, ya que la parroquia es, para la inmensa ma­yoría de los cristianos, la comunidad concreta en la que viven su fe y su compromiso evangélico. En último tér­mino, es en la parroquia donde se juega y se decide en gran parte la actuación y la verdadera entidad de Caritas.

• Caritas, cauce de la caridad de toda la comunidad parroquial

No sólo cada individuo de manera aislada e indepen­diente, sino toda la comunidad cristiana en cuanto tal está llamada a vivir la caridad y a dar testimonio de solidaridad fraterna. De lo contrario, la fe que allí se confiesa co­munitariamente y la eucaristía que se celebra aparecerían como una fe y un culto vacíos de vida.

En este sentido amplio, hay que afirmar que toda la comunidad parroquial es CARITAS, pues toda la comunidad parroquial debe vivir la caridad fraterna y la solidaridad con los necesitados. En concreto, el servicio de Caritas no es sino el instrumento que impulsa, coordina y lleva a cabo la acción caritativa y la solidaridad de la comunidad cristiana.

Por eso, el equipo de Caritas no actúa a título personal, sino en nombre de toda la comunidad cristiana. Y su ob­jetivo no es simplemente estimular la acción caritativa de cada individuo, sino promover la caridad como un hecho comunitario, como un compromiso real y efectivo de toda la parroquia. Su misión es hacer que toda la comunidad parroquial actúe responsablemente ante la necesidad, la pobreza y el sufrimiento de los débiles y pobres. Ayudar a la parroquia a vivir comunitariamente el mandato del amor y la opción por los más pobres.

Esto tiene sus consecuencias. Señalemos algunas:

—Si Caritas es algo de toda la comunidad parroquial, el equipo de Caritas debe superar un concepto estrecho de

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grupo que actúa de manera privada. Lo que haga Caritas debe ser testimonio del amor fraterno, no de aquellos co­laboradores, sino de toda la parroquia.

Esto quiere decir que Caritas ha de ser un servicio abierto a todos los miembros de la comunidad parroquial, tanto para ayudar como para recibir ayuda. Es importante que Caritas no sea un grupo cerrado de personas que co­nocen y dominan aquel servicio y que, inconscientemente, cierran el paso a otros colaboradores posibles.

Al contrario, uno de los quehaceres importantes del equipo de Caritas será promover la colaboración e incor­poración activa de otros miembros de la parroquia a la tarea de descubrir necesidades, buscar soluciones o pro­mover acciones de solidaridad. Y, naturalmente, estar abiertos a recibir sugerencias, ofrecimientos y colabora­ciones que puedan promover el servicio a los necesitados.

—Es tarea de Caritas esforzarse por sensibilizar a toda la comunidad parroquial en la justicia y la caridad. Por tanto, se preocupará de que se valore debidamente la di­mensión social y caritativa de la fe en toda la labor ca-tequética que se desarrolla en la parroquia (catequesis in­fantil, educación de la fe de jóvenes y adultos, procesos de reiniciación a la fe) y de que se recuerden las exigencias de la fraternidad cristiana al celebrar el culto parroquial.

Esto pide que Caritas se haga presente de manera activa y responsable en el Consejo pastoral o Junta parroquial, si es que existen, o, de lo contrario, que mantenga en­cuentros de manera permanente e institucionalizada con los responsables de catequesis, liturgia, etc. o, al menos, con el párroco, siempre con la finalidad de sensibilizar en la dimensión de la caridad a toda la comunidad cristiana.

—Por otra parte, Caritas no ha de ser un servicio de caridad junto a otros que existen en la parroquia, sino el equipo coordinador donde están representados los grupos y asociaciones de la parroquia que, de formas diversas,

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pueden estar atendiendo o promoviendo diferentes ayudas a los necesitados.

Todas las personas, grupos o asociaciones parroquiales que promueven algún servicio de solidaridad deben saber que Caritas tiene la misión de impulsar y coordinar el amor de los cristianos de la parroquia. Esta coordinación y animación es exigencia de una Iglesia llamada a ofrecer un testimonio unitario en el servicio de la caridad.

—Naturalmente, Caritas debe tener bien informada a toda la comunidad parroquial de las necesidades que se detectan en el ámbito de la parroquia, los servicios de caridad que se realizan y el destino concreto de las apor­taciones que ofrecen los fíeles.

• El equipo de Caritas

Debemos lograr que en toda parroquia exista un pe­queño grupo de cristianos responsables de estimular la dimensión caritativa de la parroquia.

Naturalmente, Caritas presentará una estructura dife­rente según las características de cada parroquia. En al­gunas parroquias pequeñas y rurales, donde todos se co­nocen y son «vecinos», bastará un seglar o dos dispuestos a servir de enlace con la Caritas zonal del arciprestazgo. En parroquias mayores estará constituida por un equipo compuesto por más o menos miembros, según las nece­sidades y la vitalidad de la parroquia.

Si sabemos presentar de manera seria y convincente la misión de Caritas, encontraremos creyentes que, de forma gratuita y generosa, se presten a colaborar en este servicio parroquial. ¿Dónde se encuentran estos cristianos? En esos grupos de reflexión cristiana donde los creyentes adultos van madurando su fe; entre esos jóvenes que han recibido la Confirmación de manera responsable y quieren comprometerse por una sociedad más humana; entre esas

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mujeres que tienen tiempo y posibilidad de dedicar parte del día al servicio de los demás; entre esos jubilados cris­tianos que pueden realizar todavía diversas actividades; entre esos parados que entienden bien lo que es la nece­sidad, porque la están sufriendo ellos mismos; entre esas religiosas que podrían encontrar aquí un cauce muy con­creto para comprometerse en la comunidad cristiana.

Lo que importa es que en cada parroquia sepamos sensibilizar a las personas, orientarlas, informarlas de lo que quiere ser Caritas y ofrecerles posibilidades reales y concretas de colaboración y participación.

Pero no es suficiente la buena voluntad y la genero­sidad de un grupo de cristianos. Si queremos que Caritas lleve a cabo su misión en la parroquia, ello exige prepa­ración. A veces se piensa que la colaboración en la ca­tcquesis, la administración económica o la liturgia exige una cierta preparación y capacitación, mientras que en el servicio de Caritas basta con la buena voluntad. Se trata de una verdadera equivocación. La buena voluntad no garantiza la buena realización del servicio de caridad. Es necesaria una formación. Es cierto que la verdadera for­mación proviene de la misma experiencia que da el trato con los necesitados y el conocimiento cercano de los pro­blemas. Pero tampoco basta «la formación por la acción».

Hay tres campos en los que el equipo de Caritas puede y debe ir adquiriendo una formación cada vez mayor.

—Formación cristiana. Todos deben tener una con­ciencia clara de las exigencias sociales y caritativas de la fe, de la misión de la Iglesia en la sociedad, del objetivo y la tarea de Caritas, etc. En este sentido, los colaboradores de Caritas deben preocuparse de utilizar y estudiar los diversos materiales y guiones que periódicamente ofrece Caritas Española para «la educación en la caridad». Tam­bién es conveniente que lean revistas como «Caritas» o «Corintios XIII».

—Formación social. Los colaboradores de Caritas de­ben conocer la realidad social que estamos viviendo, los

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problemas socio-económicos y sus graves consecuencias, las injusticias que se cometen en nuestra sociedad, las diversas situaciones de necesidad, pobreza y marginación entre nosotros. Y, sobre todo, han de aprender a leer y analizar toda esta realidad social desde una visión cristia­na. Para ello deberían conocer y estudiar más las catequesis sociales que van elaborando los Secretariados Sociales de algunas diócesis, los trabajos que aparecen en «Docu­mentación Social», etc.

—Formación especializada. Si se quiere responder de manera adecuada a diversos problemas, muchas veces es necesaria una cierta preparación para su tratamiento. No se puede ayudar eficazmente en muchos casos (drogadic-ción, SIDA, tercera edad, alcoholismo, inadaptación so­cial, etc.) si no se conoce la legislación social, si se ignoran los servicios y organismos sociales existentes, etc.

En cualquier caso, para que Caritas funcione adecua­damente, parece necesario que el equipo tenga periódi­camente encuentros dedicados a la propia formación del grupo de colaboradores. En estos encuentros, el consiliario puede y debe ofrecer una ayuda especial.

• Tarea de Caritas en la parroquia

Vamos a señalar brevemente las tareas principales de Caritas en una parroquia.

—Conocimiento de las necesidades

El equipo de Caritas no se puede limitar a atender a los necesitados que se acercan a pedir ayuda. Es necesario un estilo diferente de detectar los problemas y necesidades que hay en el ámbito geográfico de la parroquia. Debemos conocer mejor los barrios y barriadas, detectar los casos de familias necesitadas, personas que viven solas, ancia-

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nos mal atendidos, niños que viven prácticamente sin ho­gar, jóvenes en paro y sin ocupación alguna, etc.

Por otra parte, es necesario conocer con más precisión los problemas tal como se dan en aquella parroquia (v.gr.: número de parados, cierre de empresas en aquella zona, número de jóvenes sin ocupación, etc.). Muchas acciones no se pueden llevar a cabo con eficacia si se desconocen los datos precisos.

Pero no se trata sólo de eso. Caritas debe ayudar a la comunidad parroquial a conocer mejor los problemas y necesidades de aquella zona. Muchas veces, la gente vive mejor informada de los graves problemas que ocurren lejos que de los casos de necesidad de su propio barrio o ciudad. Hemos de ayudar a los cristianos de la parroquia a abrir los ojos y descubrir a los necesitados y pobres que con­viven entre nosotros.

—Educación de la comunidad parroquial

Una de las tareas importantes de Caritas es recordar de manera muy concreta las exigencias de solidaridad y ayuda a los necesitados que se siguen de la fe y la cele­bración de la eucaristía.

De manera especial, las campañas de Caritas (Navi­dad, Jueves Santo, Corpus Christi, campañas especiales contra el paro, etc.) han de ser momentos importantes de sensibilización e ir acompañadas de una acción educativa y mentalizadora.

El equipo de Caritas debe preocuparse de llevar esta sensibilidad a la liturgia parroquial, a la predicación de los sacerdotes, a la catequesis infantil, a los grupos de jóvenes y adultos, a las diversas asociaciones parroquiales, buscando nuevos cauces y sin quedarse en una propaganda rutinaria, masiva e impersonal.

Es quehacer de Caritas presentar los problemas a la comunidad parroquial, llamar la atención sobre las nece-

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sidades más urgentes, recordar las injusticias sociales, su­gerir iniciativas de solidaridad, proponer formas de co­laboración, etc. Todo ello requiere estudiar nuevos cauces de sensibilización (asambleas, encuentros, mesas redon­das, campañas, etc.).

—Servicio de caridad y solidaridad

Naturalmente, la tarea fundamental del equipo de Ca­ritas es servir de instrumento práctico y eficaz que encauce la caridad y solidaridad de la comunidad parroquial con los pobres.

Para ello, compete a Caritas obtener de la comunidad los recursos necesarios para ir atendiendo a los diversos problemas (colectas, cuestaciones, donativos). Pero no he­mos de limitarnos a pedir una colaboración económica. Hemos de sugerir y estimular también las colaboraciones personales (abogados, médicos, psicólogos, etc.) y las de grupos y asociaciones diversas. Lo importante es pro­mover de manera práctica la caridad y la solidaridad en toda la parroquia.

Naturalmente, la tarea principal del equipo de Caritas Parroquial es ir atendiendo de manera discreta, respetuosa y responsable a los diversos casos de necesidad individual o familiar. Esta atención cercana y fraterna a cada nece­sitado no está reñida con una organización seria del ser­vicio de Caritas (ficheros, relación de peticiones y de ayu­das prestadas, valoración y estudio de cada caso, haremos de distribución de ayudas, etc.).

En toda esta ayuda directa e inmediata a los necesi­tados, habrá que rcordar ese esfuerzo por promover hu­mana y socialmente a aquellos a los que se ofrece alguna ayuda (gestión de soluciones definitivas a los problemas; orientación y apoyo a aquellos que buscan su autopro-moción; participación y presencia de los mismos necesi­tados —v.gr., parados— en el trabajo de Caritas, etc.).

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—Coordinación de las iniciativas de caridad

Caritas debe ser lugar de encuentro, comunicación y coordinación de las personas y grupos cristianos que, den­tro del ámbito de la parroquia, se interesan por promover acciones de asistencia y solidaridad social.

Naturalmente, no se trata de ahogar otras actividades ni monopolizar la acción caritativa, sino de apoyar y ani­mar las diversas acciones, respetando su autonomía y pe­culiaridad, pero ayudando a todos a descubrir la comu­nidad parroquial como lugar donde los cristianos pueden dar un testimonio unitario de fraternidad. De esta manera, Caritas debe ayudar a que, en cada parroquia, las diversas iniciativas y actividades de caridad no se lleven a cabo de manera dispersa y aislada, ignorándose unos a otros.

Hay que aunar las fuerzas, estudiar entre todos la mejor respuesta a las diversas necesidades, complementarse mu­tuamente, no privilegiar unos servicios abandonando quizá necesidades más graves, estrechar más la colaboración entre todos. Esto pide que en Caritas puedan estar pre­sentes representantes de cualquier asociación o servicio de caridad realizado por seglares o religiosos que pertenezcan a aquella parroquia.

6 La evangelización

en el mundo de la prisión

SUMARIO

1. Pastoral penitenciaria y nueva evangelización

2. Tareas de la pastoral penitenciaria

• Sensibilizar a la comunidad cristiana • Promover y formar agentes de pastoral penitenciaria • Servicio liberador al preso y defensa de sus derechos

—La defensa de los derechos del preso —Liberación de la marginación —Liberación personal

• Presencia evangelizadora en el centro penitenciario • Atención a la familia del preso • Asistencia post-carcelaria

3. Aspectos organizativos de la pastoral penitenciaria

• La actuación personal del obispo • El Secretariado diocesano de pastoral penitenciaria • El equipo evangelizador de la prisión • Organización arciprestal o zonal • La pastoral penitenciaria en la parroquia

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No es posible detenernos a valorar toda la labor que desde siempre se viene realizando en los centros peniten­ciarios de nuestras diócesis: ese trabajo, muchas veces callado y oculto, de tantos capellanes, religiosas y segla­res, no siempre conocido ni apreciado en las comunidades cristianas, ni siquiera en las instancias más responsables de la pastoral diocesana.

Por eso, no se trata ahora de olvidar o subestimar el esfuerzo generoso de tantas personas dedicadas directa­mente al servicio de los presos. Al contrario, hemos de comenzar precisamente por reconocer ese trabajo para po­tenciarlo e impulsarlo debidamente dentro del conjunto de dicha pastoral diocesana.

Sin embargo, si consideramos el mundo de la prisión desde una perspectiva global diocesana, hemos de señalar notables deficiencias. Hemos de confesar que no hay, por lo genera], en nuestras diócesis una conciencia suficien­temente viva del problema penitenciario. Es significativo constatar que el mundo de la prisión no aparece, por lo general, en nuestros planteamientos y programas pasto­rales, si exceptuamos, tal vez, alguna breve alusión o referencia dentro del campo de Caritas, pero sin la debida entidad y sin contenido específico propio.

Ello trae como consecuencia, muchas veces, el ais­lamiento pastoral de la prisión. El centro penitenciario es atendido por el correspondiente capellán, al que se confía aquella tarea pastoral sin que se le ofrezcan, al mismo

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tiempo, los cauces adecuados que le permitan integrar su acción evangelizadora dentro del conjunto de la Pastoral diocesana. El resultado es, con frecuencia, un capellán demasiado aislado de las comunidades cristianas o am­bientes de donde provienen los reclusos, y un trabajo pe­nitenciario que, aunque sea muy valioso, queda desvin­culado de la vida y la marcha pastoral de la diócesis.

Por otra parte, las acciones que se puedan llevar a cabo en la diócesis, fuera de la labor que se realiza en la prisión, son, por lo general, acciones dispersas, motivadas por circunstancias y factores particulares, gestos inspirados en la buena voluntad de algunas personas o grupos, pero sin coordinación alguna y al margen de un planteamiento evangelizador de la Iglesia diocesana. Naturalmente, en estas condiciones no nos ha de extrañar que las comuni­dades parroquiales vivan, por lo general, al margen del problema de los presos, reduciendo toda su preocupación a una oración rutinaria y general por todos ellos.

Nuestra intención no es abordar la problemática de la prisión en toda su complejidad. Tampoco tratamos de la posible actuación de la Iglesia en la prevención de la de­lincuencia o la búsqueda de alternativas a la prisión actual. Nuestro objetivo es reflexionar sobre la actitud y el plan­teamiento que ha de tener la diócesis ante este mundo de sufrimiento y marginación social; y, más en concreto, tratar de ir perfilando los rasgos principales, la dinámica y la posible estructura de una pastoral penitenciaria im­pulsada por la diócesis. Tal vez no podamos realizar en estos momentos grandes gestos. Lo importante es que la fuerza salvadora del evangelio de Jesucristo llegue hasta estos hombres y mujeres a través de acciones aparente­mente pequeñas, pero que lleven en su interior un con­tenido claro de fraternidad cristiana, búsqueda de libera­ción y ofrecimiento de esperanza a los más pobres y ol­vidados.

LA EVANGELIZACION EN EL MUNDO DE LA PRISIÓN 117

1. Pastoral penitenciaria y nueva evangelización

Antes que nada, hemos de hacer un esfuerzo para ver con más claridad que la pastoral penitenciaria ha de tener un lugar significativo en la dinámica pastoral de toda dió­cesis que quiera hacer presente la fuerza salvadora del evangelio de Jesucristo en nuestra sociedad, solidarizarse con los hombres y mujeres más olvidados y excluidos y ser testigo de esperanza en el mundo actual.

Es cada vez más claro que las diócesis no podrán impulsar una nueva evangelización actuando, de manera rutinaria, desde plataformas que no sirven ya para hacer presente el evangelio de Jesucristo al hombre de hoy. Hemos de buscar nuestro auténtico lugar social junto a los últimos si queremos anunciar el evangelio a la sociedad entera. La nueva evangelización quedará en pura «pala­brería» si no es impulsada desde la solidaridad con los más solos y abandonados, desde la defensa incondicional de los más indefensos, desde la denuncia de injusticias y abusos de los más débiles, desde el servicio gratuito a los últimos.

Cuando una diócesis va entendiendo esto, descubre que la pastoral penitenciaria no es algo accidental y se­cundario, sino que está llamada a tener un lugar signifi­cativo en sus planteamientos pastorales, ya que puede acer­car a la Iglesia diocesana al mundo particularmente mar­ginado de los presos. Ayudar a la diócesis a compartir más de cerca la suerte dolorosa de estos hombres y mu­jeres, superar el distanciamiento, estar junto a ellos en actitud permanente de servicio y defensa, no es algo más o menos secundario, sino un esfuerzo pastoral que tiene importancia particular en la dinámica de una diócesis que quiera encontrar su auténtico lugar evangélico.

Por otra parte, la nueva evangelización no se puede reducir a anunciar un mensaje verbal. Ha de concretarse en un esfuerzo por introducir la fuerza salvadora y libe­radora del evangelio precisamente en los sectores más

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118 «LOS POBRES SON EVANGELIZADOS»

deshumanizados de la sociedad actual. Cuando se tiene esto presente, se descubre que la pastoral penitenciaria no puede ser algo secundario, impulsado por algunos volun­tarios, sino una acción pastoral de la que se ha de sentir responsable toda la Iglesia diocesana. Colaborar en la ma­yor humanización de los centros penitenciarios, defender los derechos inalienables de los presos, promover su ree­ducación y verdadera rehabilitación, colaborar en la ayuda a los excarcelados y en su inserción social, tiene hoy importancia significativa para la orientación y el estilo pastoral de una diócesis que quiera promover una nueva evangelización.

Esta evangelización, además, sólo puede ser promo­vida por comunidades que, lejos de convertirse en «ghetto» donde los cristianos viven preocupados exclusivamente por su problemas, saben abrirse a «los gozos y esperanzas, las tristezas y angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren» . De ahí la importancia que puede tener promover la solidaridad de toda la comunidad eclesial con los presos. Una pastoral penitenciaria impulsada por la diócesis significa la volun­tad de crear un estilo de comunidades cristianas abiertas y solidarias, capaces de estar cerca de estos hombres y mujeres privados de libertad y excluidos de la convivencia social, pero que siguen siendo miembros de la sociedad e hijos de la Iglesia.

La diócesis ha de preocuparse de que estos presos no pierdan su vinculación con la comunidad cristiana, a pesar de su privación de libertad. Hasta ellos ha de llegar el mensaje evangélico, tan necesario para recuperar la propia dignidad y vivir un proceso de rehabilitación total de la persona. Los presos han de sentir de cerca el apoyo de la comunidad cristiana, que les ayude a sobrellevar digna­mente su privación de libertad y a redescubrir un sentido

1. Lumen Gentium, 1.

LA EVANGELIZACIÓN EN EL MUNDO DE LA PRISIÓN 119

nuevo para su vida. Por eso, la preocupación por los presos no puede ser asunto del capellán o de un grupo de cris­tianos, sino corresponsabilidad de toda la Iglesia dioce­sana, que ha de buscar que las comunidades cristianas no olviden este sector marginado donde algunos de sus miem­bros sufren el olvido y el abandono de casi todos.

2. Tareas de la pastoral penitenciaria

Vamos a ir perfilando los objetivos principales que se ha de marcar la pastoral penitenciaria en una Iglesia dio­cesana, señalando, sobre todo, aquellos que hemos de perseguir con mayor urgencia, dada la situación en que se encuentran muchas de nuestras diócesis de cara al pro­blema de la prisión.

• Sensibilizar a la comunidad cristiana

Nuestras comunidades cristianas no están debidamente informadas ni concienciadas sobre el problema de la pri­sión. Dentro de nuestras comunidades parroquiales se comparte, casi siempre, la misma idea que predomina en la sociedad: que la respuesta a la delincuencia debe ser la represión, y el medio más idóneo para garantizar la se­guridad ciudadana es la dureza con los delincuentes. El mundo de las prisiones es un mundo también marginado por las comunidades cristianas.

Por eso, probablemente la tarea más urgente sea ayudar a la Iglesia diocesana y a las comunidades parroquiales a tomar conciencia del hecho social de la prisión. No basta con recordar, de manera general y de vez en cuando, a los presos en nuestra oración comunitaria. No es suficiente atender de manera aislada y esporádica el caso de algún preso. Es necesario que la diócesis y las parroquias tomen conciencia de la problemática de los presos y de las exi-

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gencias que puede implicar para la comunidad creyente. Los capellanes de prisiones, en la Asamblea Nacional de 1983, hablaban de la necesidad de «mentalizar a la co­munidad cristiana y a la sociedad en general, en la com­prensión y solución de los problemas de los centros pe­nitenciarios».

Esto exige toda una labor, no fácil de realizar cuando todavía apenas contamos con agentes de pastoral concien­ciados, pero absolutamente necesaria y que no ha de ex­cluir al Obispo, a la Vicaría Pastoral y al Seminario, pero que se ha de llevar a cabo, de manera particular, en los arciprestazgos y en las comunidades parroquiales.

Es en el interior de la misma comunidad donde hay que lograr que los catequistas y educadores de la fe de niños, jóvenes y adultos, conozcan el problema, de manera que en la acción catequética se recuerden las exigencias de solidaridad y ayuda a los marginados y, entre ellos, a los recluidos en prisión.

De la misma manera, es necesario llevar esta sensi­bilidad a la liturgia parroquial, a la predicación de los sacerdotes y a la oración de la asamblea, de manera que la dimensión social y caritativa de la fe esté presente en la liturgia de la parroquia, recordando de manera concreta los problemas sociales y de marginación de nuestra so­ciedad y, entre ellos, el de los presos.

Teniendo en cuenta la edad juvenil de bastantes reclu­sos internados, sobre todo, por problemas relacionados con la droga, tal vez hemos de señalar la importancia que puede tener en estos momentos la concienciación de los responsables y monitores de la pastoral juvenil para una correcta formulación del problema y para una presentación del mundo de los jóvenes reclusos como posible campo de compromiso cristiano para grupos ya maduros de post­confirmación.

Hemos trabajado todavía poco en las diócesis en esta tarea de informar y concienciar debidamente a las CO­

L A EVANGELIZACION EN EL MUNDO DE LA PRISIÓN 121

munidades cristianas sobre el problema de la prisión. Ape­nas hemos promovido encuentros, mesas redondas, charlas informativas, presencia del capellán o de otros agentes de pastoral penitenciaria por los arciprestazgos de la diócesis, para dar a conocer la realidad de la prisión, las condiciones de vida de los presos, sus problemas, etc. y para sugerir las posibilidades de acción desde una comunidad cristiana.

No hemos de olvidar que esta sensibilización de la comunidad cristiana es una manera importante de cola­borar en la concienciación de la sociedad, tan necesaria para promover una mayor humanización de los centros penitenciarios, una participación mayor de la sociedad en el problema de los reclusos y un apoyo social más eficaz en la búsqueda de alternativas a la prisión.

• Promover y formar agentes de pastoral penitenciaria

Cuando en una diócesis hay algún centro penitenciario y un número importante de reclusos, no basta con atender este problema, de forma general, por los cauces normales de Caritas. Se requiere la presencia y colaboración de cristianos dedicados de manera particular a esta tarea pas­toral. Y, naturalmente, uno de los primeros pasos a dar es el de suscitar y consolidar estos grupos o equipos de personas comprometidas en este campo.

Las diócesis, por lo general, hemos actuado de manera bastante improvisada al llamar a los seglares a un servicio pastoral; los sacerdotes han ido buscando colaboradores para cubrir las necesidades inmediatas a las que ya ellos no pueden llegar. Hemos de aprender a convocar para el servicio pastoral penitenciario cuidando mejor la llamada, definiendo bien la tarea posible a realizar, el sentido que tiene la preocupación por los presos en el conjunto de la vida pastoral de la diócesis y de las comunidades cristia­nas, las exigencias que supone, etc.; ayudando a esos

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creyentes a descubrir en este campo una verdadera vo­cación pastoral.

¿Dónde se encuentran estos cristianos? Tal vez, entre los colaboradores de Caritas que pueden tener una mayor sensibilidad inicial para este sector marginado; en los gru­pos de reflexión cristiana o comunidades pequeñas de adul­tos; entre esos jóvenes que, después de recibir la Confir­mación de manera responsable, continúan en los grupos de Post-confirmación y quieren trabajar por una sociedad más humana; entre esos jubilados cristianos que pueden realizar todavía diversas actividades. Sería también muy positivo el orientar hacia este compromiso a algunos pro­fesionales cristianos (abogados, asistentes sociales, psi­cólogos...). Por otra parte, no habría que excluir la par­ticipación y colaboración de algún ex-preso o de algún funcionario de Prisiones.

Es necesario que los colaboradores en este campo pas­toral tengan conciencia clara de las exigencias sociales y caritativas de la fe y conozcan cuál ha de ser la misión evangelizadora de la Iglesia en la sociedad, la actitud ante los pobres y marginados, etc. Esta formación es necesaria para que su actuación no sea algo privado o arbitrario, motivado por criterios únicamente personales, sino una acción de Iglesia inspirada en el espíritu y las orientaciones de las líneas pastorales diocesanas. Es importante, ade­más, que vayan adquiriendo un conocimiento más espe­cífico de este campo concreto: cómo son y cómo funcionan las prisiones; proceso que se sigue en la condena de un delincuente; los derechos de todo preso; la legislación pe­nal y el régimen penitenciario, etc. Es necesario también aprender a acercarse al recluso y entender su situación desde el respeto y la cercanía. Conocimiento que no se adquiere sólo por experiencia personal, sino que es im­portante la revisión en común, el contraste y la comuni­cación mutua de experiencias, la escucha de quienes tratan a los presos en el interior del centro penitenciario .

LA EVANGELIZACION EN EL MUNDO DE LA PRISIÓN 123

• Servicio liberador al preso y defensa de sus derechos

No hemos de olvidar que el objetivo principal de toda pastoral penitenciaria es la atención y el servicio a la per­sona del preso. Esto significa que son los presos los que han de estar siempre en el horizonte de todo cuanto ha­gamos u organicemos. Esta ayuda al preso no es sólo asunto del capellán y de los asistentes sociales. Sin duda, todos ellos tienen un quehacer insustituible en el interior mismo de la prisión. Pero su labor ha de estar apoyada por toda la pastoral penitenciaria a través de diversos me­dios y cauces. Señalemos algunas tareas concretas:

—La defensa de los derechos del preso

En virtud de una sentencia judicial, el condenado pier­de su libertad en mayor o menor grado y le queda limitado el ejercicio de algunos derechos concretos de los que pue­den disfrutar otros ciudadanos. Pero esto no significa que ya no tenga derecho alguno. El preso conserva unos de­rechos de los que no se le puede privar sin actuar injus­tamente con él (derecho a la asistencia letrada; derecho a un juicio justo y a todos los recursos conforme a la Ley para recuperar su libertad; derecho a la integridad física, a la comunicación, a la asistencia sanitaria, religiosa, etc.).

No es objetivo directo de una pastoral penitenciaria ejercer una actividad jurídica, pero sí orientar, asistir y promover todo aquello que sea necesario para que el re­cluso pueda defender adecuadamente todos sus derechos. Se trata de ayudar al preso —sobre todo al que se encuentra desorientado e indefenso— a ejercer todos sus derechos

como de mayor utilidad el número monográfico de Corintios XIII 27728 (1983) sobre «La Cárcel».

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124 «LOS POBRES SON EVANGELIZADOS»

y a resolver mejor sus problemas jurídicos, penales, pe­nitenciarios. .. Nuestro objetivo ha de ser que ningún preso quede sin ejercer sus derechos por razones de ignorancia, abandono, desasistencia, abuso, olvido...

Naturalmente, hay que definir bien la naturaleza y el carácter de esta acción pastoral, que no ha de estar ins­pirada por motivaciones políticas o ideológicas, sino por un espíritu evangélico de justicia y defensa de los débiles; ha de evitar todo tipo de discriminaciones y respetar las competencias propias de los abogados y demás profesio­nales, sin entrometerse indebidamente en su campo.

—Liberación de la marginación

El preso queda privado, como hemos dicho, de un determinado grado de libertad; pero ello no significa que haya de ser condenado a la soledad y la marginación. Sin duda, uno de los sufrimientos más graves del recluso es la soledad, la experiencia de abandono, olvido y margi­nación, sobre todo cuando sus propios familiares, amigos o conocidos lo ignoran.

Uno de los objetivos claros de la pastoral penitenciaria ha de ser liberar, de alguna manera, al internado de esa marginación social. Lograr que todo preso sepa que hay alguien que se interesa por él, que se preocupa por sus problemas y que está dispuesto a apoyarle.

Esto significa que la pastoral penitenciaria ha de pro­mover el contacto y la relación con los presos. Buscar que los familiares y amigos se comuniquen con ellos. Esti­mular todo tipo de relación, incluidas las visitas y la co­municación por carta, con personas que tuvieron con ellos vínculos especiales por razón de amistad, vecindad y tra­bajo, o con personas de la comunidad cristiana que inician ahora una relación amistosa con ellos.

Sin duda, habrá que cuidar el trato respetuoso, ac­tuando con tacto, orientados por el capellán o asistentes

LA EVANGELIZACION EN EL MUNDO DE LA PRISIÓN 1 2 5

sociales del centro penitenciario; pensando, sobre todo, en aquellos que no reciben comunicación alguna de nadie o necesitan un apoyo particular.

—Liberación personal

El preso, como toda persona, no es sólo víctima de factores externos que han condicionado su trayectoria en la vida. Es, al mismo tiempo, esclavo de sus propios condicionamientos, su conducta equivocada, su pecado. La pastoral penitenciaria tiene que preocuparse de ayudar a ese hombre o a esa mujer a encontrarse consigo mismo con más hondura y verdad, descubrir su propio pecado sin destruirse ni despreciarse a sí mismo e iniciar un pro­ceso de renovación personal y de recuperación del sentido de la vida.

Es claro que tanto el capellán como las personas en contacto directo con los internos tienen aquí una labor insustituible; pero hemos de preguntarnos todos cómo se puede ayudar al capellán en esta labor; cómo colaborar en una acción reeducadora de los presos; cómo despertar en ellos un mayor sentido de compañerismo, convivencia y solidaridad; cómo colaborar en una mayor humanización del centro penitenciario; cómo mejorar la celebración de la fe dentro de la prisión...

• Presencia evangelizadora en el centro penitenciario

La Iglesia diocesana ha de asegurar su presencia evan­gelizadora dentro del centro penitenciario. Esta presencia no ha de entenderse como algo particular del capellán o de un grupo de personas, sino como presencia de la Iglesia al lado de esas personas que sufren privación de libertad, con toda la problemática que ello conlleva.

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126 «LOS POBRES SON EVANGELIZADOS»

Esa presencia de servicio y evangelización en el mundo de la prisión abarca diversos aspectos: la educación y cui­dado de la fe de aquellos que se sienten creyentes; la asistencia religiosa y celebración litúrgica de la fe; la co­laboración en actividades culturales, educativas o recrea­tivas que ayuden a crear un clima más humano y de ma­yores posibilidades para la maduración humana de los internos; la promoción de una convivencia mejor entre los presos...

Naturalmente, quien asegura fundamentalmente esta presencia de la Iglesia es el capellán que actúa en nombre de la diócesis, como presbítero que está en el centro pe­nitenciario al servicio de la evangelización. Pero su labor ha de estar apoyada por otros cristianos que, de diversas maneras, colaboren con él en el servicio cristiano al centro. Es necesario pensar en un equipo pastoral comprometido en esta tarea concreta y que ha de contar, además, con la oportuna ayuda que pueda provenir de las comunidades parroquiales. Un equipo pastoral que se preocupe, anime y asegure la presencia evangelizadora de la Iglesia en aquella prisión.

• Atención a la familia del preso

La familia puede ser el factor más positivo para man­tener la esperanza del preso, pero puede ser también fuente de graves decepciones y desengaños para el recluso. Por otra parte, la familia es víctima inocente, muchas veces, de los delitos cometidos por alguno de sus miembros. El encarcelamiento de un padre, esposo o hijo, significa una grave carga y supone sufrimientos de carácter psicológico, económico y moral. Son familias que pasan por una si­tuación difícil y que, muchas veces, necesitan ayuda para asumir el internamiento de aquel familiar y sus conse­cuencias.

La cercanía y solidaridad con estas familias no parece que ha de quedar en la atención general que se les pueda

LA EVANGELIZACIÓN EN EL MUNDO DE LA PRISIÓN 127

prestar desde los servicios de Caritas. Es necesaria una acción más específica y que tiene su lugar propio dentro de la pastoral penitenciaria. La comunidad cristiana ha de estar cerca de estas familias, no sólo para resolver sus problemas económicos, sino para ayudarlas a mantener la vinculación con el ser querido, mejorar su relación con él y asumir el problema creado en la familia.

• Asistencia post-carcelaria

La preocupación por el preso no ha de terminar en la prisión. Al reintegrarse a la sociedad, el recluso debería contar con alguien que le espere, se interese por él y esté dispuesto a prestarle ayuda y apoyo. ¿Qué se puede hacer?

¿Es posible pensar en grupos de apoyo dispuestos a preocuparse de él cuando sale de la cárcel, sea en libertad condicionada, con permisos de fin de semana o definiti­vamente? Por ejemplo, jóvenes que han iniciado ya alguna relación con el joven recluso y que luego le apoyan al reintegrarse a la sociedad.

¿Es posible algún tipo de asistencia organizada a aque­llos presos que no tienen adonde dirigirse? ¿Un lugar don­de puedan recibir un primer apoyo, acogida, orientación para un inserción social? ¿Se puede ayudar a esos jóvenes drogadictos que salen de la prisión a integrarse en algún programa de rehabilitación?...

No es una labor fácil, pero ahí tenemos todo un reto que no hemos de rehuir desde la pastoral penitenciaria.

3. Aspectos organizativos de la pastoral penitenciaria

Aun coincidiendo en las estructuras fundamentales, cada diócesis tiene su propia organización pastoral; por tanto, en cada diócesis habrá que determinar la organi­zación concreta que ha de tener la pastoral penitenciaria. Sin embargo, podemos hacer algunas observaciones.

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128 «LOS POBRES SON EVANGELIZADOS»

• La actuación personal del obispo

El obispo es el primer evangelizador y el que preside la caridad de la Iglesia diocesana. Por ello, él ha de ser el primero en animar la acción evangelizadora y caritativa de la Iglesia particular.

Pero el obispo no puede limitarse a ser simplemente el promotor y animador de lo que otros realizan. No basta con que apruebe y bendiga lo que se hace desde las diversas instancias pastorales. Es él mismo quien ha de estar cerca de los pobres y necesitados, personalmente, y no sólo por delegación. Para una Iglesia diocesana es importante que su obispo tenga una experiencia de trato, proximidad y contacto con los necesitados. También él tiene que ser evangelizado por los pobres, oir su llamada, vivir cerca de los que sufren... Entonces podrá impulsar de verdad a los demás a una acción evangelizadora en medio de ellos.

En relación con el problema penitenciario, tal vez lo primero sea una adecuada información. Con frecuencia, los obispos no están suficientemente informados de la rea­lidad de las prisiones y no conceden, por tanto, la debida atención a este problema. De ahí la necesidad de que los capellanes informen permanentemente al obispo sobre la realidad general de la prisión, los problemas concretos del centro penitenciario ubicado en la diócesis, los plantea­mientos pastorales posibles... Es importante también que el obispo visite a los reclusos en la misma prisión, y no sólo en fiestas señaladas (Navidad, Pascua, Ntra. Sra. de la Merced), sino también con ocasión de otros aconteci­mientos o circunstancias, en medio de la vida normal y ordinaria en la prisión o para animar al equipo pastoral.

El obispo ha de preocuparse, además, de que exista en su diócesis una pastoral penitenciaria, es decir, una estructura que, en la medida de lo posible, asegure a nivel parroquial, arciprestal y diocesano, la acción evangeli­zadora y la atención al mundo de los presos. No basta con que el obispo se preocupe de los presos que se le han

LA EVANGELIZACION EN EL MUNDO DE LA PRISIÓN 129

recomendado o realice puntualmente las gestiones que se le piden por alguno de ellos. Tampoco es suficiente de­signar a un sacerdote para encargarse de la atención re­ligiosa de la prisión. El obispo ha de sentirse responsable de que la preocupación por los presos y el problema de la prisión sean una acción diocesana, global, de toda la Iglesia particular.

Habría que recordar, por otra parte, la responsabilidad de los obispos, tanto individual como colegiadamente, de realizar una labor de concienciación social y educación cristiana, denunciando injusticias y mentalizando sobre las causas de la delincuencia y sus consecuencias, la actitud de la sociedad ante los delincuentes, su posible trata­miento. ..

• El Secretariado diocesano de pastoral penitenciaria

Para impulsar la pastoral penitenciaria en la diócesis parece necesario pensar en un Secretariado diocesano. Así se pedía en las conclusiones formuladas por la Asamblea Nacional de Capellanes en enero de 1985: «En todas las diócesis se debería crear un Secretariado de Pastoral Pe­nitenciaria».

La composición de este Secretariado, naturalmente, puede ser diversa. En cualquier caso, parece que han de pertenecer al mismo el capellán y algún representante del equipo pastoral de la prisión, y también colaboradores pastorales provenientes de los diversos arciprestazgos o zonas de la diócesis. De esta manera se asegura mejor la conexión que ha de existir entre el centro penitenciario y las diversas zonas de la diócesis.

La tarea de este Secretariado, que puede estar encua­drado en el departamento o sector de pastoral social o de caridad, junto a Caritas, pastoral de la salud, Tercera Edad,

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130 «LOS POBRES SON EVANGELIZADOS»

etc., es la de impulsar y coordinar la pastoral penitenciaria en la diócesis. Más en concreto, su cometido sería:

—Programar y revisar la pastoral penitenciaria, se­ñalando los objetivos prioritarios y las acciones a realizar en los diversos campos de atención a los presos y a sus familiares, asistencia postcarcelaria, etc.

—Ofrecer los servicios adecuados para concienciar a las comunidades cristianas y lograr la debida formación y capacitación de los agentes de pastoral penitenciaria (cur­sillos, encuentros, materiales orientadores...).

—Ejercer la debida coordinación de esfuerzos, ase­gurando los cauces adecuados, v.gr., entre la actividad que se realiza en el centro penitenciario y las comunidades parroquiales; cuidando la vinculación con Caritas y otros servicios caritativo-asistenciales.

• El equipo evangelizador de la prisión

Una pastoral penitenciaria exige pasar, de la idea de un capellán que actúa de manera aislada e individual en una labor, sobre todo de asistencia religiosa, a la de un equipo evangelizador integrado por diversos colaboradores (sacerdotes, religiosas, seglares) y donde el capellán es considerado como el coordinador y animador principal.

Este equipo es el responsable de la acción evangeli-zadora en el interior de la prisión en sus diversos aspectos. Pero su actividad no ha de quedar limitada a la atención directa a la población reclusa. Es necesario garantizar la relación de este equipo pastoral con las comunidades pa­rroquiales para informar de la presencia de los nuevos presos internados; para interesar a las parroquias por sus presos; para dar a conocer las necesidades que el recluso pueda tener; para orientar a los colaboradores parroquiales sobre la conveniencia o no de visitas, correspondencia, gestiones o ayudas a realizar; para recoger de la comunidad

LA EVANGELIZACION EN EL MUNDO DE LA PRISIÓN 131

cristiana información o ayuda para entender y atender me­jor al recluso...

Por otra parte, este equipo pastoral está llamado a realizar una importante labor de concienciación en toda la diócesis, si sabe moverse por los diversos arciprestazgos dando a conocer la realidad de la prisión, la problemática de los presos, sus necesidades concretas, las posibilidades de colaboración...

• Organización arciprestal o zonal

Puesto que en las parroquias la conciencia por el pro­blema de la prisión es todavía débil y, por otra parte, el número de presos en cada parroquia no suele ser, por lo general, elevado, conviene pensar en la constitución de un pequeño equipo de pastoral penitenciaria en cada ar-ciprestazgo o zona pastoral.

Este equipo puede estar integrado por miembros de parroquias diferentes del arciprestazgo, sobre todo de aquéllas donde suele ser mayor el grado de delincuencia: personas sensibilizadas al problema y que quizá trabajan ya en Caritas, algún abogado, algunos jóvenes... Con­vendría contar con algún sacerdote animador.

Este equipo ha de ir concienciando al arciprestazgo e ir suscitando colaboradores de pastoral penitenciaria en las parroquias más importantes. Mientras tanto, ha de ser él el que se preocupe de conocer los presos que hay en la zona, quiénes son, dónde están, problemática que viven, familias afectadas, etc. Ha de relacionarse con las parro­quias para informarlas y hacer que alguien comience a interesarse por los presos. Ha de asegurar el seguimiento de cada preso necesitado de ayuda, teniendo para ello los contactos oportunos con el Secretariado diocesano, el equipo de la prisión, los abogados y las diversas institu­ciones.

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132 «LOS POBRES SON EVANGELIZADOS»

El ideal es que el responsable de este equipo zonal sea, al mismo tiempo, miembro del Secretariado diocesano y que los equipos zonales se reúnan de vez en cuando para intercambiar experiencias e ir consolidando entre todos la pastoral penitenciaria en la diócesis.

• La pastoral penitenciaria en la parroquia

La parroquia es, en último término, el lugar donde se decide, por lo general, el estilo y la actuación de la Iglesia diocesana. De ahí la importancia de que la pastoral pe­nitenciaria llegue en su organización hasta las comuni­dades parroquiales, al menos las más importantes. No siempre es fácil constituir un equipo de pastoral peniten­ciaria en cada parroquia, pero se puede encontrar alguna persona que se ocupe de este campo, se haga presente como tal en el Consejo Pastoral parroquial y se mantenga en contacto con el equipo arciprestal.

Una doble tarea es necesaria en la comunidad parro­quial. En primer lugar, asegurar que tanto en la celebración de la fe de la comunidad parroquial como en toda la acción catequética (catequesis infantil, catequesis de pre-confir-mación, grupos de adultos, etc.) se recuerde debidamente el problema de los presos y las exigencias de fraternidad cristiana hacia ellos.

Por otra parte, es la comunidad parroquial la primera que se ha de preocupar de acompañar al preso en todo su proceso, tal como lo expresaba la Asamblea Nacional de Capellanes en 1985: «La Parroquia debe acompañar en todos sus pasos a los feligreses que sufran pérdida de libertad».

Este acompañamiento exige acciones muy variadas y concretas en cada momento y que aquí no podemos sino sugerir en líneas generales:

LA EVANGELIZACION EN EL MUNDO DE LA PRISIÓN 1 3 3

—En la detención: detectar las personas que han sido detenidas; ponerse en contacto con la familia para conocer mejor su situación y ponerse a su disposición.

—En el juicio: asegurarse de que todo va discurriendo de manera justa y adecuada; informarse de si existen irre­gularidades, desatención, retrasos injustificados; intere­sarse por el procesado, si es necesario, ante los abogados, sobre todo si son de oficio; ayudar a la familia a interesarse por el caso; disponibilidad para cualquier gestión o ayuda necesaria.

—En la prisión: conocer el lugar de la condena y la situación en que queda; relacionarse con el equipo de la prisión para cualquier gestión que pueda necesitar y no cuente con nadie para ello; mantener el oportuno contacto con el preso (visitas, correspondencia); estar cerca de la familia mientras dure la condena.

—En la salida de la cárcel: acoger y apoyar al preso en su reintegración a la sociedad (presencia en el pueblo, acogida por parte de la familia, búsqueda de trabajo), ofrecerle compañía y apoyo si cuenta con permisos de fin de semana.

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Tercera Parte

«ID Y SANAD»

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7 Enviados a evangelizar sanando

SUMARIO

1. La salvación de Dios ofrecida como salud

• La salud como lugar de salvación • La sanación, experiencia evangelizadora • La salud que anuncia y promueve el Reinado de Dios

2. La Iglesia, enviada a evangelizar sanando

• La evangelización como tarea sanadora • El olvido de la misión sanante • Recuperar el signo mesiánico de la sanación

3. Algunas tareas de una evangelización sanante hoy

• Desarrollar la fuerza sanante de la fe —La experiencia de fe —La comunidad cristiana

• Evangelizar la cultura moderna de la salud —Salud integral —Aportación de sentido ético —Crítica de una salud idolatrada —La salud de los pobres

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138 «ID Y SANAD»

• Compromiso por un hombre más sano —Educar para la salud —Compromiso por una sociedad más sana

• Cultivar una actitud sana ante el sufrimiento —No buscar arbitrariamente el sufrimiento —Eliminar el sufrimiento innecesario —Quitar el sufrimiento de los demás —Aceptar la crucifixión —Asumir el sufrimiento inevitable en comunión con el

Crucificado

4. Algunas consecuencias para la acción pastoral

• Recuperar la conciencia de la misión sanante • Desarrollar la comunidad cristiana como fuente de salud • Promover un estilo pastoral sano y sanador • Redescubrir el verdadero lugar de la pastoral de la salud

—De la pastoral de enfermos a la pastoral de la salud —La pastoral de la salud, estímulo y paradigma de evan-

gelización sanante

Difícilmente podrá la Iglesia impulsar una nueva evan-gelización en la sociedad actual si no aprende a anunciar y ofrecer al hombre de hoy la salvación de Jesucristo como fuerza sanante capaz de ser experimentada ya desde ahora dentro de los límites y la fragilidad de nuestra existencia. Para ello, nuestro primer esfuerzo ha de ser encontrar el marco teológico-pastoral que nos permita, por una parte, recuperar la dimensión sanante que se encierra en toda auténtica evangelización y, por otra, situar de manera ade­cuada la pastoral de la salud dentro del conjunto de la acción evangelizadora de la Iglesia diocesana.

Mi reflexión tendrá cuatro partes: 1) En un primer momento, tomaremos conciencia de un dato fundamental: Jesús, el primer evangelizador, anuncia y ofrece la sal­vación de Dios generando salud en las personas y en la sociedad entera. 2) La Iglesia, enviada por Jesús a evan­gelizar sanando al hombre, ha de recuperar de nuevo esta misión, en parte olvidada. 3) Algunas tareas urgentes de una evangelización sanante ante los retos de la moderna cultura de la salud. 4) Consecuencias concretas para la pastoral diocesana.

1. La salvación de Dios ofrecida como salud

La acción evangelizadora de la Iglesia no es sino pro­longación y encarnación de la acción evangelizadora de Jesús. Evangelizar no es sino actualizar hoy en nuestro

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140 «ID Y SANAD»

mundo la acción salvadora, humanizadora, transformadora que comenzó con y en Jesucristo. Esto significa que toda acción evangelizadora que quiera ser tal ha de fundamen­tarse e inspirarse en el primer evangelizador. Es su acción evangelizadora la que ha de dinamizar, orientar y estruc­turar la nuestra hoy.

• La salud como lugar de salvación

Podemos decir que Jesucristo es el anuncio y el ofre­cimiento de la salvación de Dios bajo forma de salud. Este es el dato fundamental que determina toda su acción evan­gelizadora y del que ha de arrancar nuestra reflexión.

Toda la actuación de Jesús queda resumida así en la memoria de la primera comunidad: «Ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, pasó haciendo el bien y sa­nando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él» (Hch 10,38). La presencia de Jesús, el mensaje que anuncia y los gestos que realiza están siempre orientados a promover vida y salud.

No hemos de pensar sólo en las curaciones. Es toda su actividad la que promueve salud auténtica: su condena de los mecanismos inhumanos y destructivos de aquella sociedad; su lucha contra tantos comportamientos pato­lógicos de raíz religiosa; sus esfuerzos por crear una con­vivencia más solidaria y fraterna; su ofrecimiento del per­dón reconciliador de Dios que libera a las gentes de la culpabilidad y la ruptura interior; su ternura hacia los mal­tratados por la vida y la sociedad; su ayuda para recuperar un corazón más limpio y atento al Espíritu; su llamada a vivir desde una actitud positiva de confianza en el Padre... En realidad, su acción evangelizadora no es sino la de poner en marcha un profundo proceso de sanación, tanto individual como social: «El Hijo del Hombre ha venido a buscar y salvar ("sózein") lo que estaba perdido» (Le 19,10). Por eso el cuarto evangelio entiende toda la praxis

ENVIADOS A EVANGELIZAR SANANDO 141

de Jesús como «biofilia», creación de vida: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10).

Esta acción sanadora no es algo secundario, sino el rasgo que mejor caracteriza al Mesías, enviado de Dios. Cuando el Bautista pregunta por el Cristo, sólo recibe esta respuesta: «Los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Noticia» (Mt 11,2).

Esta «terapia mesiánica» la presenta Jesús como re­velación y encarnación de la salvación que Dios ofrece al hombre: «Si yo expulso los demonios por el Espíritu (Le: «el dedo») de Dios, es que el Reinado de Dios ha llegado a vosotros» (Mt 12,28). Esta salud que Jesús promueve no es, pues, una simple curación de carácter médico, sino una acción sanadora integral que revela y encarna al Dios «amigo de la vida» que se manifestaba ya como el «Sa­nador» de Israel: «Yo soy Yahvéh, el que te sana» (Ex 15,26).

• La sanación, experiencia evangelizadora

Jesús no separa nunca su acción sanadora y la procla­mación del Reino. Al contrario, «proclamación del Reino» y «sanación de los enfermos» son dos componentes que integran el contenido de su única acción evangelizadora. Hay que señalar que siempre aparecen en estrecha cone­xión en los «sumarios» donde se resume su actuación: «Jesús recorría toda Galilea... proclamando la Buena Nue­va del Reino y sanando toda enfermedad y dolencia en el pueblo» (Mt 4,23; 9,35; Le 6,18, etc.).

Es significativo observar que Jesús entiende su acción evangelizadora y su llamada a la conversión como una acción sanadora: «No necesitan médico los sanos, sino los que están mal. Yo no he venido a llamar a conversión a

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justos, sino a pecadores» (Le 5,31-32 = Me 2,17; Mt 9,12-13). Convertirse a Dios, creer en el evangelio de Jesucristo, es ponerse en camino hacia una verdadera sa­lud; iniciar la sanación de nuestro ser para una vida nueva; entrar por un camino que conduce al despliegue y la ma­duración sana de la persona.

Precisamente por esto, las sanaciones que Jesús opera, incluso a nivel físico, psicológico o espiritual, no son hechos cerrados en sí mismos, sino que están siempre al servicio de la evangelización. Son, por decirlo de alguna manera, el símbolo más expresivo, la parábola más gráfica de la salvación que Jesús aporta, la experiencia donde se condensa e ilumina el sentido de toda su acción evange-lizadora. Jesús no realiza curaciones de manera arbitraria o por puro sensacionalismo, sino como una actividad que conduce a los enfermos a experimentar la salud como «evangelio», Buena Noticia de Dios.

La sanación como proceso creativo de recuperación de vida, crecimiento positivo de la persona, victoria sobre las fuerzas del mal, es una experiencia privilegiada de la sal­vación de Dios. Por eso las gentes alaban a Dios, porque «ha visitado a su pueblo» (Le 7,16), y pueden describir a Cristo como «el más fuerte» (Le 11,22 y par.) que llega con poder para liberar del mal.

• La salud que anuncia y promueve el Reinado de Dios

No toda salud anuncia y realiza el Reinado de Dios, ni siempre de la misma manera. ¿Cómo es la salud que Jesús introduce en la experiencia humana como cauce para evangelizar el mundo? Sin pretender aquí desarrollar el modelo de salud que Jesús promueve , apuntaremos bre-

1. J.A. PAGÓLA, «Modelo cristológico de salud. Acercamiento a la experiencia de salud en Jesús», en Labor Hospitalaria 219 (1991), pp. 23-29.

ENVIADOS A EVANGELIZAR SANANDO 143

vemente sus rasgos más característicos y que mejor pueden iluminar también hoy nuestra acción evangelizadora.

Jesús busca la salud individual de las personas y la salud social, pues lo que pretende es hacer nacer un «hom­bre nuevo» en todas sus dimensiones. La salud que genera es una salud integral que abarca a toda la persona; una salud radical que se construye desde las raíces más hondas del ser humano; una salud liberadora que desbloquea de todo aquello que impide el despliegue sano de la vida; una salud reconciliadora que lleva a la persona a una mayor integración al reconciliarse con Dios, consigo misma y con los demás. Una salud que opera una verdadera con­versión en el hombre y lo conduce a un modo de vivir más saludable y positivo. Una salud que hace a la persona más responsable de su existencia. Una salud que nunca es objeto de culto idólatra, sino que, puesta al servicio del amor, puede llegar a ser crucificada por los hermanos. Una salud que Jesús ofrece de manera preferente a los más débiles e indefensos. Una salud que necesita ella misma ser salvada para alcanzar su plenitud en la vida eterna de Dios.

2. La Iglesia, enviada a evangelizar sanando

Si Jesús evangeliza sanando, no es extraño que confíe esta misma tarea a sus discípulos.

• La evangelización como tarea sanadora

Al confiar a sus discípulos la misión de anunciar el Reino de Dios, Jesús les encomienda la acción sanadora como contenido esencial de la evangelización. La sanación aparece siempre, en las diversas tradiciones evangélicas, como horizonte, cauce y contenido de la acción evange­lizadora. Así lo formula Lucas: «Cuando entréis en una

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144 «ID Y SANAD»

ciudad, sanad a los enfermos que haya en ella y decid: Ya os llega el Reinado de Dios» (Le 10,8-9). Ésta es siempre la tarea: entrar en la sociedad, sanar lo que hay en ella de enfermo y, desde esa acción sanadora, proclamar que está llegando a sus vidas un Dios sanador.

Promover el Reinado de Dios entre los hombres exige y conlleva la tarea de liberar al hombre de las fuerzas del mal potenciando siempre una vida saludable. Esta lucha por un ser humano más sano no es algo accidental y se­cundario; es contenido esencial del acto evangelizador: «Id proclamando que el Reino de Dios está cerca. Sanad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, expulsad demonios. Gratis lo recibisteis; dadlo gratis» (Mt 10,7-8). Predicación misionera y tarea sanadora son parte de una misma dinámica que ha de abrir camino al Reinado de Dios entre los hombres: «Los envió a proclamar el Reino de Dios y a sanar» (Le 9,2; conf. Le 10,9). Una Iglesia fiel a Jesús no puede proclamar la salvación de Dios des­cuidando su tarea sanadora.

• El olvido de la misión sanante

Por razones que no podemos analizar aquí, la evan­gelización se ha ido desarrollando en diversas direcciones a lo largo de los siglos, al mismo tiempo que se iba des­cuidando en gran parte la dimensión sanante. La Iglesia ha ido olvidando el valor fundamental que se encierra en la sanación del ser humano como experiencia liberadora desde la cual anunciar la salvación total de Dios. Así se lamenta B. Haring: «La teología ha dejado bastante de lado el tema de la sanación. Lo ha descuidado en la cris-tología-soteriología, en la eclesiología y, sobre todo, en la proclamación de la salvación»2.

2. B. HAERING, La fe, fuente de salud, Madrid 1986, p. 55.

ENVIADOS A EVANGELIZAR SANANDO 145

La Iglesia ha cuidado y desarrollado el mandato de enseñar («Id y enseñad»). Pensemos en el desarrollo de la predicación, el cultivo de la teología, el ejercicio del magisterio doctrinal, toda la actividad catequética. La Igle­sia ha cuidado el mandato de bautizar («Id y bautizad»). Basta observar la praxis sacramental, el desarrollo de la liturgia, la celebración del año litúrgico, la regulación de los diferentes rituales. Pero no siempre sabemos dar un contenido al mandato de Jesús: «Id y sanad».

Dos son los datos principales a señalar: por una parte, se ha ido difuminando en gran parte la dimensión sanante del acto evangelizador y de la fe cristiana en general. Por otra, la atención al mundo de los enfermos se ha ido reduciendo muchas veces a un cuidado de carácter cari-tativo-asistencial y a una asistencia religiosa entendida, sobre todo, en el horizonte de una muerte próxima. Pero ¿en eso solamente ha de consistir hoy la encarnación fiel de la acción sanadora de Jesús? ¿Ahí termina todo el po­tencial sanante de la evangelización? Cuando esta sociedad enferma dirige su mirada hacia la Iglesia, ¿es eso lo único que ha de percibir como acción sanadora, prolongación actual de lo que fue la actuación de Jesús?

• Recuperar el signo mesiánico de la sanación

Si queremos dar verdadero contenido a eso que se viene llamando «nueva evangelización» o «segunda evangeli­zación», una de nuestras primeras tareas ha de ser, pro­bablemente, redescubrir la dimensión terapéutica de la evangelización y recuperar la fuerza sanante del acto evan­gelizador cuando está inspirado y dinamizado por el Es­píritu de Jesús. En una sociedad en la que un determinado tipo de «salud» se va convirtiendo en la aspiración suprema de hombres y mujeres, sustituyendo y ocultando la sal­vación última, difícilmente impulsará la Iglesia una nueva evangelización si no acierta a promover una salud integral abierta a esa salvación plena que el ser humano necesita.

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O desvirtuamos el cristianismo, reduciéndolo a la mera reproducción de sí mismo, o aprendemos a evangelizar difundiendo salud al hombre contemporáneo.

Al hablar de la fuerza sanante de la fe, no nos referimos a la sanación de carácter taumatúrgico que puede producir unos determinados efectos extraordinarios por la interven­ción de un individuo o grupo carismático. Sin minusva-lorar posibles carismas terapéuticos y su lugar en la Iglesia, lo que aquí queremos destacar es el proceso sanador y salvador que desencadena el evangelio de Cristo en todas las dimensiones de la persona.

Tampoco hemos de confundir la religión con la me­dicina. Como dice muy bien V. Frankl, «sería degradar la religión utilizarla con fines terapéuticos como si se tra­tara de uno de tantos remedios útiles» . Nunca hemos de confundir el plano de la salvación con el de la salud. La tarea sanante de la Iglesia se sitúa a un nivel más profundo que las técnicas médicas, y va más lejos que las terapias sanitarias, pues lo que el evangelio de Jesucristo opera es la salvación del hombre. La fuerza sanante de la Iglesia es una participación misteriosa, pero real, en el aconte­cimiento salvador de Cristo muerto y resucitado, fuente de vida y salvación total para el hombre. Por eso, esta acción sanadora, lo mismo que la de Jesús, alcanza pro­piamente su objetivo cuando conduce al hombre a su sal­vación plena en Dios.

Así pues, la tarea sanante de la Iglesia no hemos de situarla al nivel de todos esos esfuerzos de carácter cien­tífico, técnico u organizativo que la sociedad realiza tanto en la promoción de la salud como en la prevención, cu­ración y rehabilitación del enfermo. La acción evangeli-zadora no se contrapone ni se enfrenta a lo que en ese esfuerzo hay de liberador y humanizador. Al contrario, la

3. V. FRANKL, La presencia ignorada de Dios. Psicoterapia y religión, Barcelona 1988, p. 83.

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aportación básica del evangelio consiste en ofrecer al hom­bre una salvación plena que le ayude desde ahora a pro­mover una salud integral y que dé sentido último y aca­bamiento pleno a las aspiraciones de salud que se encierran en el ser humano.

3. Algunas tareas de una evangelización sanante hoy

Entendida así la tarea fundamental, como difusión de una salud integral abierta a la salvación última, vamos a indicar brevemente algunas líneas de acción, teniendo en cuenta el contexto de la sociedad actual y las ambigüedades en que se mueve la búsqueda de salud del hombre con­temporáneo:

• Desarrollar la fuerza sanante de la fe

Nuestro primer esfuerzo se ha de orientar a recuperar y desarrollar la fuerza sanadora que se encierra en la ex­periencia de fe cuando es vivida de manera sana y positiva en la comunidad cristiana.

—La experiencia de fe

La fe cristiana puede operar como fuerza sanadora, sobre todo, en una triple dirección: aportando sentido, sanando las relaciones de la persona y proporcionándole la base espiritual que permita su sano crecimiento.

La falta de sentido es percibida hoy como uno de los factores patógenos más importantes4. La persona que vive

4. Véanse las obras de V. FRANKL, sobre todo El hombre en busca de sentido, Barcelona 1982; Ante el vacío existencial, Barcelona 1986. Asimismo, E. FROMM, Psicoanálisis de la sociedad contemporánea, Madrid 1981; R. AFFEMANN, Malattia e societá, Milano 1985.

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sin sentido corre el riesgo de caer en el vacío interior, la desorientación y la falta de identidad. No puede crecer de manera sana. Cuando la comunidad cristiana va sembran­do sentido desde la fe, está sembrando salud en el interior de las personas.

Por otra parte, cuando el hombre vive en una relación falsa con Dios, consigo mismo, con los demás y con las cosas, su vida entera queda desintegrada y fragmentada. La fe puede ser entonces la fuerza unificadora que recom­ponga esa vida y ayude a ese hombre a vivir en la verdad de manera sana y reconciliada con Dios, consigo mismo, con los demás y con la creación entera.

Asimismo, cuando la persona se ve frustrada en sus aspiraciones y necesidades básicas, y queda privada de amor, acogida, perdón y esperanza, su vida no puede ya desplegarse de manera sana. Corre el riesgo de caer en la ansiedad, el resentimiento, la culpabilidad malsana, la fal­ta de autoestima, la autodestrucción ... La fe en el Dios de Jesucristo y la confianza en su amor incondicional pue­den ofrecer entonces la experiencia básica para la sanación .

—La comunidad cristiana

Una comunidad creyente, capaz de acoger de manera cálida y atenta a cada individuo, puede ser para muchas personas un apoyo indispensable para su salud. Esta aco­gida puede ser hoy una de las aportaciones más saludables que la Iglesia puede ofrecer a tantos hombres y mujeres perdidos en medio de una sociedad donde crecen la in­comunicación, la soledad, el anonimato y la agresividad.

5. Cfr. A.H. MASLOW, El hombre autorrealizado, Barcelona 1986. 6. M. ANDRÉS MARTÍN, Puedo ser otro y feliz, Madrid 1988, es­

pecialmente las pp. 157-188.

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Las relaciones fraternas en el interior de la comunidad, la celebración gozosa de la salvación, la experiencia del domingo cristiano a lo largo del año litúrgico, la oración y el canto comunitario, la escucha de la Palabra de Dios, la celebración variada de los sacramentos... son otras tan­tas experiencias cuya fuerza sanadora hemos de valorar y acrecentar.

Naturalmente, para que la comunidad cristiana sea fuente de salud hemos de eliminar lo que hay en ella de insano. No se puede irradiar salud cuando se vive de ma­nera enfermiza. De ahí la necesidad de una acción sanadora en el interior de las comunidades para ir purificando desde el espíritu del evangelio la falsa religiosidad, la moral enfermiza, el culto vacío, las relaciones insanas, el pesi­mismo destructivo y todo aquello que puede ser patógeno.

Hemos de cuidar mucho más un estilo sano de acción pastoral para que, lejos de ser foco de activismo insano y relaciones enfermizas, vaya creando comunidades más sencillas, transparentes, realistas, reconciliadoras, cordia­les y esperanzadas, donde las personas y los grupos puedan crecer de manera sana. Una comunidad sana y sanadora es hoy un lugar privilegiado para la nueva evangelización.

• Evangelizar la cultura moderna de la salud

La Iglesia ha de sentirse llamada a colaborar hoy, desde una inspiración evangélica, en la promoción de una nueva cultura de la salud, más atenta a todas las dimensiones del ser humano y más abierta a la salvación definitiva del hombre. Señalo brevemente cuatro aspectos.

—Salud integral

Va creciendo socialmente la conciencia y el deseo de una salud integral, holística. Sin embargo, la búsqueda de salud del hombre contemporáneo sigue siendo parcial y

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fragmentaria. La cultura del cuerpo se está desarrollando sin tener en cuenta, en gran parte, otras dimensiones esen­ciales de la persona. El modelo médico predominante sigue ocupándose unilateralmente del enfermo, centrando su atención en el organismo enfermo, sin atenderlo en su totalidad. Los enfermos son curados de una enfermedad, pero pocas veces son sanados interiormente y encaminados hacia una vida más saludable. Las ciencias psicológicas, por su parte, ignoran casi siempre la dimensión espiritual y trascendente de la persona, limitándose a recompo­ner el psiquismo humano como un proceso cerrado en sí mismo.

Valorando y favoreciendo, sin duda, todo el esfuerzo científico y técnico por la salud, la Iglesia, inspirándose en la acción sanadora de Jesús, se ha de situar decidida­mente en la búsqueda de una salud más total e integral. Éste puede ser su gran servicio: ayudar al hombre a cuidar no sólo su bienestar corporal, sino también su salud efec­tiva, mental, relacional, espiritual. Por otra parte, en una sociedad en que la asistencia médica se centra casi exclu­sivamente en la atención al organismo enfermo, la Iglesia ha de estar cerca del enfermo, ayudándole a reconciliarse consigo mismo, con la vida y con Dios; a curarse de heridas pasadas; a liberarse de cuanto le ha ido deterio­rando y dañando; a recobrar unas relaciones nuevas y más sanas con los demás; a fortalecer su vida interior; a des­cubrir un sentido más positivo a su existencia...

—Aportación de sentido ético

El progreso tecnológico permite hoy una intervención cada vez más eficaz y audaz en el origen de la vida, en su prolongación, en el alivio del dolor, etc., planteando problemas morales graves y complejos. Cuanto mayor es el poder técnico del hombre, tanto más se hace sentir la necesidad de unos criterios éticos al servicio de una vida realmente humana. A pesar de la complejidad de toda esta

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problemática, la Iglesia no puede desatender su tarea de defender y promover aquellos valores últimos del ser hu­mano sin los cuales la vida quedaría deshumanizada. No se trata sólo de elaborar una bioética, sino también de estar cerca de profesionales, enfermos y familiares, ayudán­doles a tomar las decisiones morales más acertadas.

Por otra parte, la Iglesia ha de interpelar a la cultura actual sobre el modelo de hombre que se encierra tras ese modelo de salud tecnificada, medicalizada y burocrati-zada. El hombre busca vivir cada vez más, cada vez mejor, cada vez más intensamente; pero vivir ¿qué?; vivir ¿para qué? Estamos más equipados que nunca para vivir una vida sana, pero ¿qué es un hombre sano? Resolvemos unos problemas sanitarios, pero generamos nuevos focos de enfermedad. Hemos hecho la vida más larga, pero también más vacía e inhumana. La Iglesia ha de saber acercarse con amor sanador a este hombre que busca sólo salud, pero, en el fondo, necesita también salvación.

—Crítica de una salud idolatrada

La salud se está convirtiendo para muchos en el nuevo ídolo al que hay que dar culto. Cada vez es mayor el riesgo de hacer del bienestar corporal o psicológico el objetivo supremo de la vida. Hay personas que terminan por in­teresarse sólo por lo que les puede dañar o hacer bien. Viven sólo para un buen funcionamiento. Ya K. Barth hablaba de aquellos «que se ponen a cultivar su salud con tal pasión y entusiasmo que muestran hasta qué punto están en realidad enfermos» .

Desde el evangelio, la Iglesia ha de ayudar a situar la salud, no como el objetivo absoluto al que hay que su-

7. K. BARTH, Dogmatique vol. III/4, parte II, Genéve 1965,p. 38.

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bordinarlo todo, sino como la experiencia que nos permite ser humanos. No se trata de cultivar la salud a cualquier precio, a costa de quien sea, actuando incluso de manera egoísta e inhumana, sino de cuidar la salud que nos hace humanos.

Por eso, la Iglesia ha de seguir anunciando la cruz de Cristo, que es, en definitiva, el anuncio de una «salud crucificada» por amor a Dios y a los hombres. Esta «salud crucificada por amor» es el juez más implacable y el li­bertador más radical de cualquier modelo de salud des­humanizado por el egoísmo, la insolidaridad o el miedo.

—La salud de los pobres

En una sociedad estructurada, no al servicio de los más necesitados, sino de los más poderosos y privilegiados, los pobres no tienen acceso a un nivel digno de salud y calidad de vida. Amplios sectores de enfermos pobres, ancianos, crónicos, disminuidos físicos o psíquicos, en­fermos de patología desagradable o sin interés sanitario, depresivos, quedan marginados por una sociedad insen­sible a la salud de los pobres. No hemos de olvidar, por otra parte, que la salud del Primer Mundo se está desa­rrollando, en gran parte, a costa de la miseria de ese Tercer Mundo hundido en la desnutrición, el hambre y la enfer­medad.

La Iglesia ha de hacerse presente, no sólo en el mundo de los enfermos de manera general, sino en el mundo de los enfermos más olvidados y excluidos. Y ha de hacerse presente, no sólo para ofrecer una asistencia religiosa, sino para defender su derecho a una vida más digna. No es posible construir una comunidad fiel a Jesús ignorando precisamente a aquellos a los que él se acercó de manera preferente. ¿Qué evangelio se vive entre nosotros si no son ellos los primeros beneficiarios de la fuerza sanadora que tiene que difundir la Iglesia? La evangelización nos

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urge a concienciar a la sociedad, romper el cerco de mar-ginación social y desasistencia en que esos seres se en­cuentran, denunciar las injusticias y abusos que con ellos se cometen, promover iniciativas y servicios para los en­fermos más marginados ...

• Compromiso por un hombre más sano

El mandato de evangelizar sanando urge a la Iglesia a comprometerse en la lucha por un «hombre nuevo» más sano.

—Educar para la salud

Una de las contradicciones de la sociedad actual es que, al mismo tiempo que se exalta la salud física y psi­cológica y se realiza toda clase de esfuerzos para prevenir y combatir las enfermedades, se promueve un estilo de vida insano. La carencia de valores, el vaciamiento ético, el consumismo alocado, la disolución del hogar, la ba-nalización del sexo, el vacío interior, las diversas pato­logías de la abundancia, el amplio abanico de drogas, la competitividad implacable... impiden al hombre de hoy crecer de manera sana. Los expertos afirman que «este estilo de vida que hemos elegido y cultivado libremente causa el mayor número de enfermedades» .

La Iglesia ha de tomar con más responsabilidad la tarea de educar para la salud. Ella ha de enseñar, en medio de esta sociedad, que la vida es un don que el hombre debe acoger, disfrutar y desarrollar de manera responsable en

8. Véase el cap. 9. 9. Así lo afirman E. WYNDER - H.C. SULLIVAN. Citado por B.

HAERING en La fe, fuente de salud (cit.), p. 14.

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todas sus posibilidades, al servicio de los hermanos y para gloria del Creador.

La moral cristiana es percibida por muchos como un conjunto de leyes y preceptos que impiden vivir la exis­tencia de manera gozosa y liberada. A mi juicio, una de las tareas más saludables y evangelizadoras hoy es ayudar al hombre a descubrir que seguir a Cristo es precisamente la manera más sana y positiva de vivir. Hay que promover hoy el estilo de vida evangélico mostrando prácticamente que es el estilo de vida que mejor puede conducir a una autorrealización sana.

La catequesis de los niños, las actividades de tiempo libre, la educación cristiana de los jóvenes, la pastoral pre­matrimonial, las pequeñas comunidades, los catecume-nados, la pastoral de la Tercera Edad, la celebración co­munitaria, la escucha de la Palabra de Dios... han de hacer de la comunidad un lugar donde se aprenda a vivir de manera sana. Vivir una vida integralmente sana y hacerla cada vez más posible para todos es camino que conduce a la salvación. La comunidad cristiana debe saberlo y promoverlo.

—Compromiso por una sociedad más sana

B. Háring recordaba recientemente que el evangelio tiene que sanar no sólo a los individuos, sino también «las estructuras enfermizas de la sociedad»; y puntualizaba que «la Teología de la Liberación es también una teología terapéutica en determinado sentido» . No se trata, por tanto, de lograr en cada individuo el ideal clásico «mens sana in corpore sano», sino de caminar hacia una convi­vencia social más justa y solidaria. Como dice K. Barth:

10. «Dios nos ha mostrado en Cristo la curación» (entrevista con Bernhard Haring), en Labor Hospitalaria 219 (1991), p. 58.

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«El principio 'mens sana in corpore sano' puede ser per­fectamente egoísta y salvaje si vale sólo para el individuo y no significa también 'in societate sana'» .

El campo es amplio: la lucha por unas condiciones de vida más saludables para todos los hombres y mujeres de la tierra (alimentación, vivienda, medio ambiente, cultura, condiciones de trabajo...); el logro de unas estructuras más humanas que promuevan el bienestar integral de las per­sonas; el desarrollo de unas relaciones más justas y soli­darias entre los pueblos de la tierra; el respeto a la creación y el desarrollo de una cultura ecológica recta; el sanea­miento de políticas insanas que provocan sufrimiento, marginación, paro, violencia...

• Cultivar una actitud sana ante el sufrimiento

La cultura actual valora al hombre sano, joven y vi­goroso, pero corre el riesgo de olvidar realidades tan hu­manas y decisivas como la enfermedad, el dolor, la vejez o la muerte. Se educa para la salud, pero no se enseña cuál es la manera más humana de enfrentarse a la enfer­medad o a la muerte. En esta sociedad, que se preocupa tanto por el bienestar y se esfuerza por ignorar la vertiente dolorosa de la existencia, la Iglesia tiene «una asignatura pendiente»: promover una actitud sana ante el sufrimiento, sin desfigurar ni desvirtuar la cruz de Cristo, pero sin hacer de ella factor patógeno de vida enfermiza.

Los cristianos seguimos hablando del sufrimiento de manera excesivamente genérica, sin precisar la diversidad de sufrimientos existentes, ni las diferentes causas que los provocan, ni la diferente postura que hemos de adoptar ante ellos. Sin embargo, difícilmente podrá la Iglesia im-

11. K. BARTH, op. cit., pp. 44-45.

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pulsar «la nueva evangelización» si no ayuda al hombre de hoy a descubrir cuál es la manera más evangélica y sana de enfrentarse al sufrimiento.

—No buscar arbitrariamente el sufrimiento

Jesús no ama ni busca arbitrariamente el sufrimiento ni para sí ni para los demás, como si el sufrimiento en­cerrara algo especialmente grato al Padre, y Dios fuera un sádico a quien agrada más una vida de sufrimiento que una vida sana y feliz. Es una equivocación que una co­munidad cristiana invite a seguir más de cerca a Cristo buscando sufrir arbitrariamente y sin necesidad. Lo que agrada a Dios no es el sufrimiento exigido por el segui­miento fiel de Cristo. Ante el sufrimiento propio o ajeno no exigido por dicho seguimiento, la actitud más sana y más evangelizadora es esforzarse por evitarlo, suprimirlo o aliviarlo en la medida de lo posible.

—Eliminar el sufrimiento innecesario

En Jesús no encontramos ese sufrimiento que hay tan­tas veces en nosotros, generado por nuestro propio pecado o nuestra manera equivocada e insana de vivir. Él no ha conocido los sufrimientos que nacen de la envidia, el re­sentimiento, el vacío interior, el apego egoísta a las cosas y a las personas. En nuestras vidas hay un sufrimiento que hemos de ir suprimiendo si queremos precisamente seguir a Cristo. La eliminación de este sufrimiento es siempre fuente de salud. Las personas que padecen este sufrimiento innecesario hacen sufrir; los resentidos crean en su entorno resentimiento; los que están en conflicto consigo mismos siembran conflictividad; los descontentos de sí mismos crean descontento...

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—Quitar el sufrimiento de los demás

Jesús se compromete con todas sus fuerzas por hacer desaparecer de entre los hombres el sufrimiento. Por una parte, lucha contra el sufrimiento injusto y evitable, pro­vocado por el pecado del hombre, esforzándose por eli­minar el egoísmo, la injusticia, los abusos, la marginación y el mal encarnado en las costumbres, estructuras e ins­tituciones. Por otra parte, se esfuerza por mitigar en lo posible el dolor y sufrimiento inevitables del ser humano (enfermedad, vejez, culpabilidad, muerte...). La comu­nidad cristiana no puede ignorar a los que sufren. Al con­trario, si quiere ser evangelizadora, su tarea será quitar sufrimiento de la vida de los hombres. La comunidad cristiana ha de recordar en medio de esta sociedad que «no hay derecho a ser feliz sin los demás ni contra los demás»12. La manera cristiana de buscar salud y felicidad es buscarla para todos.

—Aceptar la crucifixión

Cuando, en su lucha contra el sufrimiento, Jesús se encuentra con el rechazo, la persecución y la crucifixión, no los rehuye. Asume este sufrimiento en una actitud de fidelidad total al Padre y de servicio a los hombres. Si Jesús va a la cruz, no es porque desprecie la vida, sino porque la ha amado tanto que no ha querido consentir que sea disfrutada sólo por unos pocos privilegiados; no es porque menosprecie la felicidad, sino porque la ha defen­dido y buscado para todos, incluso los más pobres y ol­vidados. Jesús asume el sufrimiento, no porque lo ame, sino «para que cada vez sea más imposible que unos hom-

12. R. LARRAÑETA, Una moral de felicidad, Salamanca 1979, p. 338.

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bres crucifiquen a otros» . Eso es precisamente «tomar la cruz» de Cristo. Y ésa es la actitud que la comunidad cristiana ha de promover: seguir a Cristo en su lucha contra el sufrimiento, aceptando las consecuencias dolorosas que, sin duda, se seguirán de este seguimiento.

—Asumir el sufrimiento inevitable en comunión con el Crucificado

En el interior del sufrimiento, Jesús adopta una actitud que llena de contenido salvador su cruz: fidelidad total al Padre y servicio salvador a los hombres. El sufrimiento sigue siendo algo malo, pero precisamente por eso se con­vierte para Jesús en el lugar más auténtico, realista y ex­presivo para vivir en plenitud su comunión con el Padre y su solidaridad con los hombres. Ésa es precisamente la actitud humana y humanizadora que la comunidad cristia­na ha de promover para ayudar al hombre actual a en­frentarse al dolor absurdo o al sufrimiento inevitable. El hombre doliente de hoy necesita ser liberado de posturas de rebeldía que no hacen sino exasperar y deshumanizar su sufrimiento; posturas de ansiedad que destruyen su es­peranza; posturas de aislamiento que lo repliegan estéril­mente sobre sí mismo; posturas insanas de autocompasión que le impiden crecer... Desde el Crucificado, la Iglesia puede ayudarle a sufrir de manera más humana.

4. Algunas consecuencias para la acción pastoral

• Recuperar la conciencia de la misión sanante

Por lo general, al elaborar sus proyectos pastorales y promover su acción evangelizadora, las diócesis no tienen como horizonte y estímulo de su actuación la misión con­creta de irradiar salud en medio de la sociedad actual.

13. L. BOFF, Jesucristo y la liberación del hombre, Madrid 1981, p. 440.

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Por eso, nuestra primera tarea debería ser, tal vez, introducir de manera más vigorosa la preocupación sanante en toda la dinámica de la acción pastoral (elaboración de programas, conciencia de los agentes de pastoral, estilo evangelizador, vivencia comunitaria...). Para ello es ne­cesario tomar una conciencia más viva del carácter pató­geno de la sociedad y de las posibilidades terapéuticas de la experiencia cristiana; concretar los ambientes dañados y los sectores sociales enfermos a los que nos sentimos enviados; promover acciones dirigidas de manera más directa a sanar; luchar contra causas y focos de enfer­medad...

Más en concreto, hemos de redescubrir las posibili­dades que ofrece la acción catequética para educar para la salud; la fuerza sanante que puede irradiar la celebración litúrgica; la salud que puede generar la pastoral de caridad y el servicio a los marginados...

• Desarrollar la comunidad cristiana como fuente de salud

Por lo general, nuestras parroquias y comunidades cris­tianas limitan su acción evangelizadora en el campo de la salud a una pastoral sanitaria dirigida sólo a enfermos y reducida en gran parte a visitarlos y ofrecerles asistencia religiosa. No han descubierto todavía la evangelización como acción generadora de salud.

Sin duda, hay que valorar muy positivamente la ener­gía sanadora que puede irradiar un evangelizador concreto, sea sacerdote, religioso o seglar; pero lo decisivo es ir creando comunidades con fuerza sanadora donde los hom­bres y mujeres de aquel pueblo o de aquel barrio puedan hacer la experiencia de acoger el evangelio como fuente de salud.

Esto exige cuidar, no sólo lo que se hace, sino cómo se hace: cuidar el clima de la comunidad, el modo de

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ejercer el ministerio presbiteral, las relaciones entre las personas y los grupos, el espíritu de los servicios, el tono de los encuentros, la presencia en medio del pueblo, la acogida a los que se acercan. Y, sobre todo, desarrollar el espíritu y los valores evangélicos de la sencillez, la confianza en el Padre, el amor sano y profundo a los pobres, la acción de gracias y la alabanza. B. Háring afirma que «la Iglesia será cada vez más una Iglesia cu­rativa cuando sea una Iglesia más glorificadora y eucarís-tica» .

• Promover un estilo pastoral sano y sanador

Una evangelización sanante exige desarrollar un estilo pastoral sano y sanador. Los evangelizadores han de ser los primeros testigos de vida sana, capaces de sembrar salud con su manera de ser, de trabajar y de vivir la fe. Pero no se trata sólo del modo de ser y de actuar de los individuos, sino de la atmósfera y el tono que se respira en todo el trabajo pastoral, desde los niveles de la curia y los servicios diocesanos hasta la actividad que se realiza en las bases.

Nuestro trabajo pastoral será más sano y sanador si aprendemos a liberarnos del activismo exagerado y ner­vioso, tan lejano al estilo de Jesús; si alimentamos nuestra acción desde la oración contemplativa; si unificamos las diversas actividades desde el amor pastoral; si trabajamos sin caer en falsos protagonismos y rivalidades; si acep­tamos con sano realismo nuestras limitaciones y debili­dades; si sabemos evangelizar con paciencia histórica, de­dicados más a sembrar que a cosechar; si cuidamos entre nosotros la comunión y la fraternidad; si mantenemos la confianza en el Padre...

14. Véase la entrevista citada en nota 10, p . 58.

ENVIADOS A EVANGELIZAR SANANDO 161

Este estilo se encarna no sólo en las personas, sino en las estructuras, la organización, los cauces de coordina­ción, los organismos pastorales, las actividades, las reu­niones de trabajo...

• Redescubrir el verdadero lugar de la pastoral de la salud

Por último, hemos de hacer un esfuerzo por valorar la pastoral de la salud y redescubrir su auténtico lugar en la diócesis.

—De la pastoral de enfermos a la pastoral de la salud

Recientemente, la Comisión Episcopal de Pastoral ha dispuesto el cambio de nombre de la pastoral sanitaria, que, en adelante, se denominará «pastoral de la salud». El cambio no es sólo de nombre, sino que indica la orien­tación auténtica y el contenido de esta pastoral que, en algún tiempo, se llamó pastoral de enfermos.

En primer lugar, se supera así un modelo pastoral de carácter exclusivamente sacramentalista o de servicio ca-ritativo-asistencial, para darle una orientación y un con­tenido netamente evangelizadores. El objetivo de esta pas­toral es hacer presente en el mundo de los enfermos y en su compleja problemática la fuerza humanizadora y sal­vadora que se encierra en Jesucristo. Con ello no se ex­cluye la asistencia religiosa o el servicio asistencial, sino que se les da su verdadera orientación.

En segundo lugar, se amplía el campo de acción de esta pastoral. Sin descuidar la atención a cada enfermo, esta pastoral tiene que aprender a desarrollarse al servicio de la salud. Por eso es propio de esta pastoral defender la salud y luchar contra la enfermedad, sus causas y con­secuencias; colaborar para que las estructuras sanitarias y la técnica hospitalaria estén al servicio de la salud y no

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del lucro o de otros intereses; humanizar cada vez más el proceso de curación; colaborar en todo aquello que fa­vorezca la salud del hombre de hoy: donación de sangre y de órganos, prevención contra la droga, lucha contra el alcoholismo, iniciativas contra la soledad e incomunica­ción, promoción de una vejez más sana, etc.

En tercer lugar, esta pastoral adquiere así un talante más positivo, pues ya no está en su horizonte sólo la enfermedad, sino la salud, entendida de manera integral y abierta a la salvación. Podemos decir que su objetivo es «proclamar y hacer visible la salvación en su totalidad»1

desplegando la fuerza sanante de Jesucristo en el mundo enfermo. Y esto no debería ser algo puramente teórico, sino el espíritu que inspire y dinamice toda esta acción pastoral.

— La pastoral de la salud, estímulo y paradigma de evangelización sanante

La pastoral de la salud ha sido con frecuencia una pastoral secundaria que no ha merecido en las diócesis la debida atención. Empobrecida en sus objetivos y conte­nido evangelizadores, impulsada por cristianos de muy buena voluntad pero privados muchas veces de formación y apoyo suficiente, infravalorada en el conjunto de acti­vidades pastorales de la diócesis, no ha podido desplegar toda su riqueza evangelizadora.

Tal vez, el desarrollo de una «teología terapéutica», hoy todavía en germen, y el impulso de una pastoral de la salud que va recuperando su verdadera orientación y contenido nos obliguen un día a preguntarnos si no ha de ser justamente esta pastoral de la salud, desde los límites modestos de su propia acción, estímulo y paradigma de esa evangelización sanante que Cristo confió a su Iglesia.

15. B. HAERING, La fe, fuente de salud (cit.), p. 56.

8 El servicio evangelizador

a los enfermos

SUMARIO

1. Nueva actitud ante el enfermo

• Actitud sacramentalista • Actitud caritativo-asistencial • Actitud evangelizadora

2. Recuperar el lugar del enfermo en la comunidad cristiana

• Conocer a los enfermos • Acercar la comunidad a los enfermos • Hacer sitio al enfermo en el interior de la comunidad

3. Presencia evangelizadora en el proceso de la enfermedad

• Presencia inspirada por el amor • Al servicio de la persona enferma • Promover una relación personal sanadora • Los sacramentos de enfermos • Ante el enfermo increyente • Atención a los profesionales de la salud

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Decíamos más arriba que la atención de Jesús a los enfermos representa el símbolo más expresivo y la praxis que mejor condensa e ilumina toda su acción evangeli-zadora. Algo semejante hemos de decir también ahora. La Iglesia no puede olvidar precisamente a aquellos sobre los que Jesús irradió de manera preferente su amor sanador. Al contrario, en una Iglesia que quiera evangelizar desde la clave sanadora de Jesús no puede faltar una pastoral de la salud (antes, pastoral sanitaria) que lleve hasta esos hombres y mujeres la fuerza sanadora de Jesucristo y la esperanza de su salvación.

1. Nueva actitud ante el enfermo

Si queremos promover una pastoral de la salud capaz de impulsar «la nueva evangelización» en el mundo de los enfermos, hemos de superar una actitud puramente sacramentalista o exclusivamente asistencial, para adoptar una postura netamente evangelizadora.

• Actitud sacramentalista

Como hemos señalado ya anteriormente, en una si­tuación de cristiandad el culto adquiere una importancia privilegiada, y la pastoral sacramental viene a ser la gran tarea de la'Iglesia, ocupando gran parte de la atención y

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energías de la comunidad cristiana. Esta actitud se extiende también al ámbito sanitario, donde el esfuerzo pastoral se orienta a la asistencia sacramental hasta el punto de que el objetivo primordial de la pastoral sanitaria viene a ser que ningún enfermo muera sin sacramentos.

Esto tiene, obviamente, sus consecuencias. Con fre­cuencia se olvida todo el resto de la problemática del enfermo, para considerarlo casi exclusivamente como un hombre cercano a la muerte y cuya necesidad máxima es la atención sacramental. Por la misma razón, la asistencia se centra, sobre todo, en los enfermos graves y moribun­dos, desatendiendo o ignorando fácilmente al enfermo cró­nico o al minusválido que no corre el riesgo de una muerte inmediata. Por otra parte, puesto que el sacerdote es el hombre de los sacramentos, la pastoral sanitaria queda casi exclusivamente en sus manos, resultando en gran parte clericalizada.

Esta pastoral fuertemente sacramentalista encierra, sin duda, grandes valores que no hemos de despreciar a la ligera. En el fondo de esta actitud hay una preocupación sincera por la salvación última del hombre y una voluntad de ayudar al enfermo a afrontar positivamente su enfer­medad y su muerte, viviéndolas desde la fe y la esperanza radical en Dios. Al mismo tiempo, esta presencia junto al moribundo, en actitud de oración y súplica, expresa de alguna manera el deseo de acompañarle y estar junto a él en el momento más decisivo de su vida.

Sin embargo, esta praxis encierra notables deficien­cias. Esta pastoral ocasional de ayuda a «bien morir» queda excesivamente corta y no nace del espíritu que ha de ani­mar a una Iglesia que debe anunciar el evangelio luchando constantemente por la vida, la salud integral y el creci­miento del hombre en todas sus dimensiones. Se asiste religiosamente a cada individuo pensando en su salvación transcendente, pero se olvidan las injusticias, abusos y deshumanización que se dan en el mundo sanitario; se ofrece una atención sacramental al individuo enfermo,

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pero no hay una preocupación por evangelizar el mundo de la salud. Por otra parte, de esta manera se atiende casi exclusivamente a los creyentes, y en concreto a los que piden o aceptan una asistencia religiosa. Respecto a los demás, se adopta una postura más lejana, de respeto y expectativa.

Sin duda, la pastoral de la salud no se reduce hoy a una asistencia sólo religiosa. Pero la actitud sacramenta-lista ha dejado como consecuencia olvidos graves en la atención a los enfermos, falta de sensibilidad ante algunos problemas, actitudes demasiado pasivas ante injusticias graves en el mundo hospitalario... Es necesario caminar hacia una pastoral más evangelizadora, donde la celebra­ción de los sacramentos tenga su lugar apropiado, pero cuya preocupación principal sea hacer presente la fuerza liberadora del evangelio en el mundo de dolor y sufri­miento de los enfermos.

• Actitud caritativo-asistencial

Sería injusto olvidar otra actitud básica y tradicional en la Iglesia: el servicio caritativo-asistencial. Siguiendo el ejemplo del mismo Jesús, la Iglesia ha querido estar cerca de los enfermos en una actitud de servicio y amor caritativo. Han ido surgiendo así, a lo largo de los siglos, familias religiosas, instituciones y asociaciones benéficas con la finalidad de atender a los enfermos, y de manera especial a los más necesitados, supliendo con frecuencia unos servicios sanitarios todavía inexistentes en la socie­dad. Por otra parte, el pueblo cristiano ha sido siempre sensible a los enfermos, los ha visitado y ha sabido pres­tarles su ayuda.

Hoy la atención al enfermo ha cambiado profunda­mente. La sociedad ha desarrollado las estructuras y ser­vicios sanitarios; la atención al enfermo ha adquirido un nivel técnico complejo; el fenómeno de la hospitalización

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ha crecido de manera espectacular. Todo ello ha afectado a la pastoral de carácter caritativo-asistencial. Las con­gregaciones religiosas y las instituciones caritativas se ven obligadas a integrarse en la nueva situación. Por su parte, la comunidad cristiana ha quedado más distanciada de sus enfermos hospitalizados lejos de la parroquia, con el riesgo de olvidarlos incluso cuando permanecen en su hogar.

Sin duda, el servicio caritativo-asistencial encierra grandes valores y exige un espíritu evangélico de gene­rosidad, amor desinteresado, entrega abnegada y acogida paciente al enfermo. No hemos de olvidar que, sobre todo cuando coinciden enfermedad y pobreza, los enfermos son el «tercer mundo» dentro de las sociedades occidentales, y la Iglesia ha de saber estar cerca de su dolor, su im­potencia y su pobreza.

Sin embargo, si la pastoral de la salud queda reducida a servicio caritativo-asistencial, podemos caer en notables deficiencias. Si nos limitamos a asistir al individuo en­fermo, podemos olvidar las raíces del deterioro de su sa­lud, las causas sociales de su enfermedad, las posibles deficiencias en la atención a su curación, olvidándonos así de colaborar en la transformación de las estructuras, en la mejora del servicio al enfermo y, en definitiva, en el na­cimiento de un mundo mejor.

Por otra parte, en el servicio caritativo-asistencial el enfermo termina por ser considerado fácilmente como puro receptor pasivo de los cuidados y la atención de los demás. Su enfermedad se puede convertir en ocasión para que los sanos podamos ejercer la caridad y la compasión. Entonces no se estimula la responsabilidad del propio enfermo ni se le ayuda a desarrollar sus posibilidades. Con ello no sólo queda empobrecido el enfermo, sino también la mis­ma sociedad y la comunidad cristiana, que no pueden enriquecerse con su experiencia y aportación original. De esta manera se dificulta la creación de una verdadera co­munidad, pues se tiende fácilmente a consolidar las di­ferencias entre sanos y enfermos, fuertes y débiles, activos

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y pacientes, eficaces e inútiles, válidos e inválidos, sin promover la mutua complementariedad.

Por todo ello, hemos de seguir promoviendo el servicio caritativo-asistencial al enfermo, pero enriqueciéndolo con nuevo aliento evangelizador.

• Actitud evangelizadora

Ante el enfermo, como ante cualquier hombre, la Igle­sia ha de adoptar, antes que nada, una actitud evangeli­zadora, que no consiste sólo en llevar a las gentes un mensaje doctrinal, sino en transformar y humanizar la vida, abriendo camino al Reino de Dios. De hecho, Jesús no se dedica a hablar a los enfermos sobre el sentido del dolor, la aceptación de la enfermedad o la posible apor­tación del enfermo al Reino de Dios, sino que busca su sanación integral. No sólo les habla, sino que los cura; les infunde la confianza en Dios y, al mismo tiempo, reconstruye su vida; los reconcilia con Dios ofreciéndoles el perdón, pero al mismo tiempo los devuelve a la vida y los integra en la convivencia social; se preocupa perso­nalmente de cada uno de ellos, pero urge también a toda la sociedad a estar cerca de los más débiles y necesitados. Jesús busca que la justicia y el amor de Dios se implanten y se vivan entre los hombres.

Una pastoral sanitaria fiel al primer evangelizador ha de estar impulsada por testigos de Jesucristo capaces de hacer presente en el mundo sanitario y entre los enfermos su fuerza liberadora y salvadora. Esto exige entender y promover la pastoral de la salud desde una actitud más amplia y evangelizadora, donde, naturalmente, tienen su lugar el servicio sacramental y la ayuda caritativa, pero cuyo objetivo último es el servicio liberador al hombre enfermo.

Se trata, en concreto, de hacer presente el evangelio de Jesucristo de muchas maneras: defendiendo la salud y

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el bien del enfermo; promoviendo la lucha contra la en­fermedad, sus causas y consecuencias; colaborando en la atención integral al enfermo en todas sus necesidades; estando cerca de la familia y de los que sufren las con­secuencias de aquella enfermedad; promoviendo la soli­daridad de la comunidad cristiana y de la sociedad en el campo de la salud (donación de sangre, transplantes de órganos...); colaborando para que las estructuras, insti­tuciones y técnicas sanitarias estén al servicio del enfermo y no del lucro o de otros intereses privados; reaccionando ante injusticias, abusos y manipulaciones en el mundo sanitario; defendiendo los derechos del enfermo; huma­nizando cada vez más el proceso de curación o la fase terminal de los enfermos.

Todo esto exige una tarea de sensibilización en toda la comunidad cristiana; una actitud nueva en capellanes y religiosas que trabajan en los centros hospitalarios; una responsabilización cristiana en los profesionales y traba­jadores sanitarios (médicos, enfermeras, personal auxi­liar); un espíritu evangelizador en los seglares que cola­boran en este campo desde las parroquias.

Por otra parte, hemos de ir pasando, de una pastoral de la salud de carácter clerical o en manos de un grupo de cristianos de buena voluntad, a una pastoral de la salud que nazca de la responsabilidad de toda la comunidad cristiana. Los equipos evangelizadores que se puedan pro­mover en los centros hospitalarios o los grupos de pastoral de la salud que trabajan en las parroquias no actúan por iniciativa privada, sino como representación y prolon­gación de toda la comunidad cristiana y en vinculación con ella.

Esto significa que los miembros de la pastoral de la salud han de ser conscientes de que no actúan a título individual. Sus proyectos, iniciativas y actividades no han de ser fruto de sus gustos particulares, sus preferencias o sus costumbres, sino concreción y testimonio de la vo­luntad evangelizadora de toda la comunidad. De ahí la

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necesidad de estar abiertos a recibir sus sugerencias, apor­taciones y correcciones. Por otra parte, los colaboradores en esta pastoral de la salud tienen hoy una tarea importante que desarrollar en el interior de esa comunidad: estimular la preocupación real y efectiva por la evangelización en el campo sanitario, y la solidaridad y cercanía a los en­fermos.

2. Recuperar el lugar del enfermo en la comunidad cristiana

La comunidad cristiana no es sino prolongación his­tórica de Jesús. Lo cual significa que, de alguna manera, el enfermo debería encontrar en esa comunidad el lugar privilegiado que encontraba en Jesús, la misma preferencia y acogida, el mismo trato sanador. Los enfermos de hoy tienen derecho a «tocar» a la comunidad cristiana y ex­perimentar que también de ella brota una fuerza sanadora y salvadora, la misma de Jesucristo (Le 6,19).

• Conocer a los enfermos

Lo primero es conocer a los enfermos concretos que viven en el ámbito de la comunidad cristiana o demar­cación parroquial. Enfermos provenientes del centro sa­nitario y que están convalecientes en su domicilio, o en­fermos que residen de manera permanente en sus hogares: crónicos, disminuidos físicos, sensoriales o psíquicos, ac­cidentados, ancianos enfermos. Naturalmente, no se trata de conocer sólo a los más cercanos a la comunidad, los practicantes, los conocidos, sino a todos los que sufren enfermedad o desvalimiento.

Conocer a los enfermos significa conocer sus princi­pales necesidades, su entorno familiar, su soledad, lo que pueden esperar de la comunidad... Este esfuerzo por des-

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cubrir a los enfermos y conocer sus necesidades requiere tiempo y trabajo organizado, pero es ya una manera de ir construyendo esa comunidad fraterna que acoge a sus en­fermos.

La pastoral de la salud ha de cuidar y desarrollar mucho más esta tarea de conocer a los enfermos y conectar con ellos, sobre todo en las parroquias grandes o de carácter urbano. Los medios pueden ser varios: crear una red de colaboradores o enlaces (por barrios, portales, etc.) que mantengan informada a la comunidad; elaborar un sencillo fichero de los enfermos crónicos de la parroquia; conocer a los ancianos que necesitan una mayor compañía... Este trabajo sencillo, pero necesario, puede ir comprometiendo a bastantes creyentes e ir concienciando a la comunidad.

• Acercar la comunidad a los enfermos

El primer gesto de la comunidad ha de ser acercarse a estos enfermos y, de manera preferente, como diremos más adelante, a los más olvidados y solos. Esta cercanía ha de ser como la de Jesús: amistosa, respetuosa, discreta, reconciliadora, sanante. Que el enfermo sepa que no está olvidado, que es apreciado y querido por la comunidad cristiana. Hemos de cuidar mucho más los lazos de la comunidad con los enfermos, suprimir distancias, recelos y hábitos que dificultan el acercamiento.

«Acercarse» significa visitarlos, hacernos presentes de muchas maneras (teléfono, cartas...), conocer de cerca sus necesidades, acompañarlos en su sufrimiento... La pas­toral de la salud ha de cuidar y mejorar la visita como gesto de la comunidad hacia sus enfermos. La visita al enfermo corre el riesgo de caer en la rutina o el formalis­mo, perdiendo su contenido evangelizados Es necesario reflexionar sobre el sentido que ha de tener la visita, las personas más adecuadas para realizarla en cada caso, el carácter diferente de cada visita (enfermo grave o crónico,

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terminal, depresivo, minusválido...), el contenido evan-gelizador de ese gesto... Por otra parte, no hay que olvidar que a veces no es lo más oportuno que se acerquen di­rectamente los miembros de la pastoral de la salud, sino otros creyentes más cercanos o allegados (vecinos, ami­gos, compañeros de trabajo). La preocupación del equipo de pastoral de la salud ha de ser que ningún enfermo quede olvidado.

Pero acercarse a los enfermos significa también acercar la vida de la comunidad cristiana hasta ellos. El campo es amplio: como miembro de la comunidad, el enfermo tiene derecho a recibir la eucaristía todos los domingos, participando así de esa celebración central de esperanza y resurrección a lo largo del año litúrgico; hasta él ha de llegar también la Palabra de Dios que se proclama en la comunidad; no debe quedar excluido de la acción cate-quética ni de los grupos cristianos que crecen en la co­munidad; ha de estar informado y poder seguir de cerca la vida de la comunidad...

Los cristianos comprometidos en la pastoral de la salud tienen aquí una gran tarea que realizar. Concretamente, la celebración del domingo debería movilizar mucho más a los equipos de pastoral de la salud para ayudar a los enfermos a sentirse miembros de la comunidad, lleván­doles la comunión, escuchando con ellos la Palabra de Dios de ese domingo, proporcionándoles la grabación de la homilía, saludándoles, al menos por teléfono, ese día... Mientras todos escuchan la llamada de las campanas in­vitándolos a la asamblea cristiana, ¿no deberían los en­fermos escuchar una llamada más personal y cercana di­rigida a ellos?

En este acercamiento al enfermo no hemos de olvidar que, con frecuencia, es su misma familia la que más ne­cesita el apoyo y la ayuda de la comunidad cristiana para vivir de manera más humana y evangélica la enfermedad del ser querido. Es importante entonces estar cerca de la familia, «Iglesia doméstica» donde el enfermo encuentra su comunidad cristiana más inmediata.

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• Hacer sitio al enfermo en el interior de la comunidad

Por otra parte, hemos de hacer sitio a los enfermos en la vida de la comunidad, haciendo que recuperen su pre­sencia, su palabra y su testimonio en medio de ella.

Antes que nada, han de estar más presentes en la ora­ción de la comunidad. Hay que posibilitar su participación en la celebración comunitaria, sobre todo en días señalados (Pascua, Pentecostés, Día del enfermo, Día de la parro­quia), y seguir impulsando la celebración comunitaria de la Unción. Los equipos de pastoral de la salud han de posibilitar una presencia más frecuente y viva de los en­fermos en las celebraciones de la comunidad. Gestos sen­cillos como la eliminación de barreras arquitectónicas, el transporte de enfermos y ancianos a la misa dominical, la preparación cuidada del Día del enfermo, dan un rostro diferente a la comunidad.

Por otra parte, hemos de promover mucho más el tes­timonio y compromiso evangelizador de los mismos en­fermos. El que vive su enfermedad de manera evangélica no sólo recibe, sino que da; no sólo aprende, sino que enseña; no sólo sufre, sino que irradia salud evangélica. Su presencia puede ser humanizadora, interpelante, evan-gelizadora. De ahí la importancia de incorporarlo en la medida de lo posible a la vida y la acción evangelizadora de la comunidad, en grupos, equipos pastorales, celebra­ciones y otras actividades.

3. Presencia evangelizadora en el proceso de la enfermedad

La sociedad actual tiene organizada su asistencia al enfermo para tratar de combatir su enfermedad o, al me­nos, aliviar sus consecuencias dolorosas. La comunidad cristiana no puede quedar al margen de todo ese proceso,

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donde los hombres y mujeres viven experiencias tan de­cisivas como la enfermedad, la curación o la muerte. Al contrario, es ahí donde ha de hacer presente, de manera particular, la fuerza humanizadora y salvadora de Cristo.

• Presencia inspirada por el amor

La hospitalización y la asistencia técnica distancian hoy al enfermo de su comunidad cristiana y dificultan una relación cercana con él. De ahí la importancia de asegurar una relación lo más estrecha posible entre la comunidad cristiana y los servicios de asistencia religiosa de los cen­tros hospitalarios. Esa «comunidad evangelizadora del centro hospitalario», que acoge al enfermo durante su per­manencia allí, lo hace como prolongación de la comunidad cristiana de donde proviene ese enfermo y adonde ha de volver.

Desde la comunidad hemos de impulsar una presencia, no sólo en los centros hospitalarios, sino también en los ambulatorios, centros de salud de barrios, dispensarios, lugares de rehabilitación... Esta presencia ha de estar ins­pirada y dinamizada por el amor. Es lo primero que la comunidad ha de introducir en todo ese proceso de asis­tencia al enfermo promovido por la sociedad actual. Un amor que sana, construye y reconstruye al enfermo. Amor que no puede brotar de los aparatos e instrumental técnico, ni pueden proporcionarlo las estructuras médicas, ni nace espontáneamente del servicio profesional.

Este acercamiento inspirado por el amor puede ofrecer al enfermo lo que tal vez no recibe de la asistencia médica y, sin embargo, necesita para vivir con sentido las dife­rentes fases de su enfermedad, para luchar dignamente por su salud, para «decir sí a lo incurable» o para acercarse a la muerte con esperanza.

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• Al servicio de la persona enferma

El enfermo ha de ser siempre el centro de atención, cuidado y preocupación; toda la dinámica sanitaria, las estructuras, la actuación de los profesionales, han de estar a su servicio. La raíz de la deshumanización del mundo sanitario está en el olvido de la persona enferma como tal, con su originalidad, su historia, sus miedos y sus nece­sidades, su debilidad y su esperanza.

La acción evangelizadora ha de enfrentarse y denunciar todo cuanto sea olvido, marginación, abuso o manipula­ción del enfermo, promoviendo, por otra parte, todo cuan­to sea atención integral y asistencia personal.

Las necesidades del enfermo pueden ser múltiples: ne­cesidades de orden físico, psicológico, moral, espiritual; necesidad de seguridad, de amor y autoestima, de recon­ciliación y esperanza. Hay quienes necesitan aliento y fortaleza en momentos depresivos o de abatimiento; otros necesitan reconciliarse consigo mismos, con la familia, con la vida, con Dios; hay quienes buscan orientación, asesoramiento o compañía para afrontar la soledad. La pastoral de la salud ha de estar al servicio total y gratuito del enfermo, según sus diversas necesidades. No hay re­cetas concretas ante cada enfermo. Es su misma situación la que nos tiene que sugerir qué puede ser para él «Buena Noticia» de Jesucristo.

• Promover una relación personal sanadora

Una de las aportaciones más importante de la comu­nidad cristiana puede ser hoy la lucha contra todo tipo de cosificación o instrumentalización del enfermo, defen­diendo sus derechos inalienables y promoviendo un en­torno personal y humano que le ayude a vivir dignamente su enfermedad y sufrimiento.

La actuación de Jesús con los enfermos es una invi­tación a promover un acercamiento hecho de atención per-

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sonal, acogida respetuosa y desinteresada, ofrecimiento de ayuda incondicional... Las comunidades cristianas pueden ser hoy un factor importante para asegurar esa relación y ese entorno personal que el enfermo necesita para afrontar su enfermedad y que no siempre encuentra en las estruc­turas sanitarias.

• Los sacramentos de enfermos

La Iglesia, prolongación histórica de Cristo y «sacra­mento de salvación» para los hombres, ofrece su gracia salvadora y sanante con una densidad particular en y a través de los gestos sacramentales. De ahí la necesidad de resituar y celebrar mejor los sacramentos de enfermos, superando esa especie de «contacto ritual» con el enfermo y renovando toda la fuerza salvadora que encierran.

La eucaristía celebrada por una comunidad cercana al enfermo y el viático que hace llegar hasta él son el signo más expresivo que la comunidad puede ofrecerle de la gracia que sana y salva, el estímulo mejor para su curación, la mejor ayuda para dar un sí creativo al sufrimiento.

Hemos de recuperar, por otra parte, toda la fuerza salvífica y terapéutica del sacramento de la reconciliación. En su celebración, el sacerdote ha de recordar que, al actuar en nombre de Cristo y de la comunidad cristiana, lo hace, no tanto como juez, sino como terapeuta; lo mis­mo que Jesús, que, al perdonar los pecados, reconciliaba a los enfermos con Dios y los sanaba.

La unción de los enfermos, sobre todo cuando es ce­lebrada comunitariamente o con la mayor participación posible de la comunidad, es el sacramento que culmina la acción sacramental sanadora de la comunidad cristiana. Este sacramento es el gesto terapéutico más expresivo de la comunidad de salvación, que —desde la debilidad y, al mismo tiempo, desde la fortaleza de la fe— desea, pide y busca para el enfermo la salud total.

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La renovación de los sacramentos de los enfermos no se hará en un día. Es necesaria una visión más correcta de los sacramentos en general, una superación de costum­bres y hábitos inveterados, el testimonio de enfermos que los celebren con fe y, sobre todo, la actuación pastoral adecuada de los sacerdotes.

• Ante el enfermo increyente

Nuestras comunidades apenas tienen hoy un plantea­miento propiamente evangelizador de cara a los enfermos increyentes. Se les ignora, se les respeta o se mantiene con ellos una relación personal amistosa; pero las comu­nidades cristianas no se sienten enviadas a ellos.

Tal vez debamos comenzar por conocer mejor las raí­ces de la increencia actual, los diferentes tipos de incre­yentes, los diversos grados de deterioro de la fe, las razones tan diferentes y variadas del alejamiento de cada uno.

Si sabemos acercarnos al sufrimiento del enfermo in­creyente, entender sus quejas y escuchar sus críticas, siem­pre podremos recorrer juntos un camino con él. Los po­sibles puntos de encuentro son muchos, pues todos nos rebelamos ante lo irremediable, sentimos miedo e impo­tencia ante la muerte y buscamos de alguna manera «vida eterna».

• Atención a los profesionales de la salud

La comunidad cristiana ha de aprender a reconocer y valorar mucho más la labor de los profesionales de la salud, tan desasistidos a veces por ella. Hombres y mujeres que trabajan tantas veces con generosidad y dedicación ejemplar en medio de condiciones difíciles: médicos, en­fermeras, auxiliares, fisioterapeutas, psicólogos, cuida-

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dores de ancianos y minusválidos, que constituyen, con frecuencia, todo un mundo de «terapeutas heridos», como los llama B. Háring .

Es poco e insuficiente lo que estos profesionales re­ciben hoy de la comunidad cristiana. Por lo general, no hemos descubierto todavía las posibilidades evangeliza-doras que se encierran en su trabajo profesional, y apenas les ayudamos a descubrir su vocación evangelizadora. Ne­cesitan mayor apoyo para colaborar en una mayor hu­manización del servicio sanitario, denunciar injusticias y abusos y mejorar su atención integral al enfermo.

1. B. HAERING, La fe, fuente de salud, Madrid 1986, pp. 105-125.

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9 Ante los enfermos más necesitados y desasistidos

SUMARIO

1. La actuación de Jesús

• Se acerca al sub-mundo enfermo • Libera y reconstruye al hombre enfermo • Incorpora al enfermo a la convivencia • Defiende al enfermo frente a la sociedad

2. Grandes líneas de acción pastoral

• La atención a los enfermos más necesitados y desasistidos —Del enfermo «normal» al enfermo marginado —La colaboración con otros servicios de la pastoral de

caridad —Sensibilización y reorientación de los colaboradores de

pastoral de la salud • Acercar la comunidad cristiana

a los enfermos marginados —La sensibilización de la comunidad cristiana —La comunidad cristiana ante el mundo enfermo y aban­

donado • Atención integral a los enfermos más necesitados

—Acercamiento integral al enfermo desasistido —Desde la acogida y el contacto personal

• Defensa del enfermo desasistido frente a su marginación social —Concienciación social —Romper el cerco de la marginación —La defensa del enfermo más desasistido —Promoción de iniciativas y servicios de atención a los

sectores más marginados

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En este servicio a los enfermos hemos de revisar qué lugar ocupan los más necesitados y desasistidos, porque, si «los pobres no son evangelizados», habremos de pre­guntarnos dónde se inspira nuestro trabajo pastoral. En la primera parte estudiaremos la actuación de Jesús en el sub-mundo de los enfermos más desvalidos y marginados, pues su estilo de actuar ha de ser el modelo inspirador y el criterio decisivo para concretar, corregir y enriquecer nuestra acción evangelizadora. A la luz de su actuación podremos ya, en la segunda parte, sugerir algunas líneas de acción en la pastoral de la salud.

1. La actuación de Jesús

• Se acerca al sub-mundo enfermo

Uno de los datos que con mayor garantía histórica podemos afirmar de Jesús es su cercanía y atención pre­ferente a los enfermos: los leprosos, los tarados, los des­validos, los locos, los hombres y mujeres incapaces de abrirse camino en la vida... Cuando entra en una ciudad o en una aldea, su mundo preferido es ese sub-mundo de enfermos a los que se niegan la dignidad y los derechos mínimos sin los cuales la vida no puede ser considerada humana.

En la sociedad judía la enfermedad no es sólo un pro­blema biológico. El enfermo es un hombre al que le está

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abandonando el «ruah», ese aliento vital con que el mismo Dios sostiene a cada persona. Por eso el enfermo es un ser amenazado en su misma raíz, camino de la muerte, alguien que va cayendo en el olvido de Dios.

El enfermo hebreo vive su enfermedad como una ex­periencia de impotencia y desamparo y, lo que es más terrible, de abandono y rechazo de Dios. De alguna ma­nera, toda enfermedad es vergonzosa, pues es considerada signo y consecuencia del pecado; toda enfermedad es cas­tigo o maldición de Dios, y el enfermo un hombre «herido por Yahvéh». Más adelante ahondaremos en la margina-ción social, la condena moral y la discriminación religiosa que sufre este enfermo. Abandonados por Dios y aban­donados por los hombres, los enfermos constituyen el sec­tor más desamparado y despreciado en la sociedad judía.

No son enfermos que pueden contar con asistencia médica. Incapacitados para ganarse el sustento, arrastran su vida en una mendicidad que roza con la miseria y el hambre. Jesús los encuentra tirados por los caminos, en las afueras de los pueblos o en Jerusalén, que se había convertido en «un centro de mendicidad» (J. Jeremías). La inmensa mayoría son incurables. Bastantes, enfermos mentales, incapaces de ser dueños de sí mismos, a los que no sólo ha abandonado el espíritu de Dios, sino que están poseídos y dominados por los espíritus malignos. Otros, contagiosos, excluidos de la convivencia y obligados a alejarse de las poblaciones por su peligrosidad social. Hombres y mujeres sin hogar y sin futuro.

Marcos nos ayuda a intuir la situación extrema de estos hombres cuando nos describe con trazos sobrecogedores a aquel poseído de Gerasa (Me 5,1-20) que «corría por los montes» en un estado de soledad total y «vivía en los sepulcros», excluido del mundo de los vivos; «atado con grillos y cadenas» por una sociedad que sólo piensa en defenderse de él; «lanzando alaridos» en su incapacidad de comunicarse con los demás; «hiriéndose con piedras», víctima de su propia violencia...

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A estos hombres se acerca Jesús, los acoge, los toca y los cura: los que no tienen sitio en el mundo; los que día a día se topan con las barreras que los separan y excluyen de la convivencia; los humillados, los conde­nados a la inseguridad, el miedo y la soledad; enfermos que viven en una situación límite y experimentan su mal como algo irremediable. Los autores destacan este com­portamiento de Jesús con expresiones diversas: C. H. Dodd habla del «inédito interés (de Jesús) por lo perdido»; E. Bloch señala «la tendencia hacia abajo» de Jesús; A. Holl nos dice que Jesús andaba «en malas compañías»; L. Bojf destaca que Jesús se dirige preferentemente a «los no-hombres»; M. Fraijó habla de «la predilección de Jesús por lo débil, por el que no es capaz de valerse por sí mismo». Es el primer dato que hemos de retener y que nos obligará luego a sacar consecuencias.

Pero adentrémonos más en esta actuación de Jesús. No le mueve ningún interés económico o lucrativo. Su entrega es totalmente gratuita, como ha de ser la de sus seguidores: «Id proclamando que el Reinado de Dios está cerca. Curad enfermos, resucitad muertos, purificad le­prosos, expulsad demonios. Gratis lo recibisteis; dadlo gratis» (Mt 10,7-8). Tampoco actúa movido por un deber profesional. Jesús no es médico ni curandero de oficio. Ni se trata de un servicio religioso como el del sacerdote judío, obligado a realizar a los enfermos las purificaciones prescritas, o como las técnicas curativas realizadas en los santuarios y que se nos narran en los relatos helénicos de milagros. No le mueve tampoco un interés proselitista: buscar la integración de un nuevo miembro en el grupo de seguidores. Aunque esto sucede en diversas ocasiones (Le 8,1-3; Jn 5,2-18; 9,1-41; Me 10,52; Mt 20,32-34; Le 18,43), Jesús es capaz de decir al curado de Gerasa, que le pide seguir con él: «Vete a tu casa, donde los tuyos, y cuéntales lo que el Señor ha hecho contigo» (Me 5,19).

Jesús actúa movido por su amor entrañable a estos seres desvalidos y por su pasión liberadora por arrancarlos

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del poder desintegrador del mal. Es la misericordia la que lo impulsa (Me 1,41). Su actitud servicial está bien refle­jada en las palabras que dirige al ciego: «¿Qué quieres que te haga?» (Me 10,51). Jesús se acerca para hacer el bien. Y es éste precisamente el recuerdo que quedará de él: «pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo» (Hch 10,38).

Jesús hace palpable así la cercanía misericordiosa de Dios. Sus gestos encarnan y hacen realidad el amor del Padre hacia estos seres pequeños y desvalidos. Estos hom­bres, vencidos por el mal, «le han reconocido como la mano amorosa del Padre extendida hacia ellos» (M. Le-gido). Con su actuación sanadora y liberadora, Jesús es signo de que Dios no los abandona. Es cierto lo que pro­clama: «Si yo arrojo los demonios por el Espíritu de Dios, es que ha llegado a vosotros el Reinado de Dios» (Mt 12,28). Dios está cerca. No están perdidos. Su situación no representa lo definitivo de la existencia. Sus vidas que­dan abiertas a la esperanza.

Éste es el dato que hemos de recoger: Jesús se hace presente allí donde la vida aparece más amenazada e in­cluso malograda y aniquilada. Y es solamente a partir de su acción liberadora y recreadora en medio de este mundo enfermo desde donde anuncia el Reinado de Dios. El ser­vicio liberador a ese hombre enfermo, humillado, excluido y destinado al fracaso es el lugar desde el que se puede anunciar a la sociedad entera la gracia salvadora de un Dios amigo del hombre y amigo de la vida.

• Libera y reconstruye al hombre enfermo

Jesús se acerca a este mundo enfermo, porque escucha el anhelo de vida y liberación que se escapa de estos hombres y mujeres. Sólo busca liberarlos del mal que los oprime, margina y destruye; reintegrarlos a la vida desde las raíces más profundas; recrearlos enteramente; liberar

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esa vida encadenada por el mal. Es significativo el lenguaje de «liberación» que emplea Lucas hablando de aquella enferma a la que «Satanás tenía atada hacía dieciocho años». Jesús le dice: «Mujer, quedas libre de tu enfer­medad» (Le 13,12).

Por eso hemos de entender bien su acción curadora. Jesús no ofrece a los enfermos una explicación doctrinal sobre el sentido del mal o del dolor. Los enfermos no son para él motivo u ocasión de disquisiciones teóricas, sino imperativo práctico que le urge a actuar. Tampoco se trata de una asistencia religiosa ritual como la que desempe­ñaban los sacerdotes de Israel cuando constataban la pu­reza o impureza del enfermo y cumplían los ritos prescritos para rehabilitarlo e integrarlo de nuevo en la comunidad cultual. No podemos tampoco hablar de un servicio médico de carácter técnico. Aunque Jesús utiliza a veces técnicas populares empleadas entre aquellas gentes sencillas, su actuación no es la de un médico o curandero que busca resolver el problema biológico causado por la enfermedad. Jesús se esfuerza por recuperar y reconstruir íntegramente la vida de estos desvalidos, hundidos en el mal irreme­diable, la condena moral, la soledad y la marginación. Jesús no es un simple curador de enfermedades, sino un rehabilitador de hombres y mujeres destruidos. Tampoco lo que realiza Jesús es una asistencia benéfica que aporte al enfermo un cierto grado de bienestar para dejar las cosas más o menos donde estaban. Sus gestos salvíficos recrean al hombre entero desde su raíz, lo devuelven a lo mejor de sí mismo, gritan la llegada de una salvación diferente, interpelan a toda la sociedad y urgen a todos al cambio y a la conversión.

Si ahondamos positivamente en la actuación de Jesús, vemos que busca el encuentro con el hombre entero; desde el exterior se acerca también al interior del enfermo; ataca el mal en su raíz; Jesús no sólo aporta salud biológica, sino salvación integral.

Jesús libera a estos hombres de la soledad y el aisla­miento. Los acoge, los escucha y los comprende en su

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soledad y desvalimiento y, sobre todo, les contagia su propia fe. Es el mejor regalo que les hace. Les ayuda a descubrir que no están solos, abandonados por Dios; les ayuda a creer de nuevo en la vida, la salud, el perdón, la reconciliación. «¿Tú ya crees?». Esa insistente pregunta de Jesús va abriendo a estos hombres al Reino de Dios, que llega hasta ellos como una fuerza de salvación (Le 11,20).

Jesús libera también a los enfermos de la desconfianza y la desesperación. Cuando trata de despertar su fe, no les pide la recitación de un credo religioso ni la confesión de Jesús como Mesías e Hijo de Dios. Sólo les pide que crean en la bondad salvadora de Dios, que parece retirarles el aliento vital; que recuperen su confianza en Dios, sal­vador de los pobres y perdidos. Al despedirlos, Jesús les recuerda: «Tu fe te ha salvado», para que no olviden que en el hombre que cree en Dios hay siempre algo que le puede salvar, reconstruir y liberar (Me 10,52; Mt 9,22).

Jesús ayuda a estos enfermos a liberarse del pecado y reconciliarse con Dios. De muchas maneras, el pecado personal y colectivo está en el fondo de la desintegración y hundimiento de estos hombres. Jesús les ofrece el per­dón. Así le dice con honda ternura al paralítico: «Hijo, tus pecados te son perdonados» (Me 2,5). Ayuda a estos hombres a descubrir el rostro de un Dios que es amor, perdón y acogida de pecadores; les devuelve la paz y la salvación de Dios. Así despide a la mujer curada de flujo de sangre: «Hija, tu fe te ha salvado, vete en paz y queda sana de tu enfermedad» (Le 5,34).

Jesús libera también a estos enfermos de su resigna­ción, su pasividad e inhibición. Es sorprendente la pre­gunta al paralítico de la piscina de Bezesda: «¿Quieres curarte?» (Jn 5,6). El evangelista nos dice que no tenía a nadie que lo metiera en la piscina. Pero Jesús se dirige a él y trata de despertar su voluntad de sanación. No basta con que pida ser curado por otros. Es necesario que él mismo quiera la curación. Jesús le invita a adoptar una

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actitud positiva, creadora de vida y salud. Es sorprendente que Jesús, en muchas ocasiones, no se atribuya a sí mismo las curaciones, sino que diga al enfermo: «Tu fe te ha curado». Es el mismo enfermo quien aporta algo decisivo a su recuperación y liberación integral.

Jesús aporta, pues, a estos enfermos salud. Pero su acción salvadora viene de más lejos que la asistencia mé­dica y se realiza a un nivel más profundo que las técnicas y terapias sanitarias. Jesús libera a estos enfermos de todo lo que los deshumaniza (opresión, dolor, injusticia, locura, división, pecado, soledad interior...) y los libera para la vida, la salud, la comunicación, la libertad y la plenitud de Dios.

Esta acción liberadora en este sub-mundo enfermo constituye el núcleo esencial del Reino de Dios que Jesús va haciendo presente en medio de aquella sociedad. Su actuación apunta ya a la salvación total del hombre. Con sus gestos liberadores, Jesús revela que este mundo en­fermo contradice los designios de Dios, anuncia el sentido último y absoluto de la existencia humana y proclama la salvación total y plena para el hombre.

• Incorpora al enfermo a la convivencia

La sociedad en la que vive Jesús está profundamente estratificada. No se trata sólo de la injusta desigualdad económica que existe entre las clases sociales, ni de las diferencias políticas o religiosas de los diversos grupos. Una profunda discriminación atraviesa la sociedad judía. En ella encontramos prójimos y no prójimos; puros e im­puros; judíos y paganos; varones y mujeres; observantes de la ley y pueblo ignorante y poco piadoso; justos y hombres de profesión deshonrosa. En esta sociedad, los enfermos a los que se acerca Jesús representan el estrato más marginado y discriminado.

Naturalmente, es la misma enfermedad la que fre­cuentemente margina a estos enfermos y los excluye de

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una convivencia normal. Son ciegos que no se pueden valer, sordomudos incapaces de una comunicación ade­cuada, locos que no son dueños de sí mismos. Esta situa­ción se agrava trágicamente, ya que estos hombres no pueden ganarse la vida. En situación de paro forzoso, condenados a vivir de la mendicidad en una sociedad ter-cermundista, su supervivencia depende totalmente de los demás. Los enfermos que cura Jesús son seres hundidos en la miseria y la inseguridad, bajo la amenaza constante del hambre; gentes que no pueden recurrir a los médicos; hombres, a veces, profundamente solos, que no tienen a nadie que se ocupe de ellos, como ese paralítico de la piscina de Bezesda (Jn 5,7).

Estos hombres y mujeres enfermos quedan excluidos de la comunidad cultual. No hay sitio para ellos en aquel templo discriminatorio, reflejo fiel de la sociedad, donde están precisamente los sacerdotes, luego los varones is­raelitas, más lejos las mujeres y, por fin, los paganos e impuros. Algunos enfermos podrán acceder a este último atrio. La mayoría quedará fuera, como el desecho de la sociedad judía: los que no pagan diezmos, los impuros, los que no pueden tomar parte en la vida cultual del pueblo ni asociarse a los cánticos y salmos de los fieles...

Pero no es sólo en el templo. Estos enfermos son marginados en la vida social de cada día. Impuros, no conocen la Tora ni la observan. Es necesario evitar todo contacto con ellos, pues su pecado puede contaminar. La literatura rabínica insiste repetidamente: «No es lícito acer­carse al enfermo, porque es maldito»; «No hables ni trates con el enfermo, pues es un maldito de Dios»; «Si un rabino se atreve a hablar con un enfermo, sea apedreado». Por su parte, las comunidades fariseas prohibirán a sus miem­bros invitarlos a su mesa o aceptar su trato. La regla de la comunidad de Qumrán es tajante: en la fraternidad no pueden ser acogidos «los necios, insensatos, locos, idio­tas, ciegos, inválidos, cojos y sordos».

La tragedia de estos enfermos es que su enfermedad los hunde en la marginación; y la marginación social, por

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su parte, agrava su mal y su desintegración personal, ha­ciéndola todavía más irremediable. Como dice M. Legido, «la pregunta última sería: los ciegos, los cojos, los para­líticos y los leprosos, que están en los cruces de los ca­minos, ¿están allí porque han caído enfermos o están en­fermos porque se les ha marginado allí?».

¿Cuál es la postura de Jesús? En primer lugar, se en­frenta firmemente a la marginación y discriminación que promueven los diferentes grupos sociales. En clara opo­sición a las fraternidades fariseas, que declaran malditos a estos enfermos y los excluyen de su convivencia, Jesús los declara felices, porque, aunque lloran y pasan hambre, serán consolados por Dios; él mismo sale a su encuentro; come con ellos; invita a las gentes a visitarlos (Mt 25,36.44) y pide a sus seguidores: «Cuando tú des un banquete, llama a los pobres, a los lisiados, a los cojos, a los ciegos» (Le 14,13). En actitud de profunda crítica a la teología elitista de la comunidad de Qumrán, Jesús proclama con sus gestos y parábolas algo inaudito y sor­prendente. En el banquete del Reino, Dios compartirá su mesa precisamente con «los pobres y lisiados y ciegos y cojos» que él mismo encuentra en los caminos y cerca de los pueblos y que son justamente los excluidos de la «co­munidad santa» del desierto (Le 14,21-23). A diferencia de los círculos juristas de escribas y rabinos de la ley, que prohiben el contacto con los enfermos, Jesús permite que se le acerquen, se detiene ante ellos e incluso él mismo los llama (Me 13,11-12). Más aún, Jesús busca el contacto humano, se aproxima, se hace prójimo y los toca, rom­piendo normas y tabúes. Es significativa la insistencia de los evangelistas en que Jesús «toca» al enfermo (Me 1,41; 5,41; 5,27; Mt 8,3; 9,25; 9,29; 20,34; Le 5,13; 8,54). Marcos nos recuerda que Jesús busca el contacto con el leproso, «extiende su mano y lo toca» (Me 1,41), rom­piendo las normas de trato a los impuros.

Por otra parte, los relatos insisten en señalar el esfuerzo de Jesús por integrar de nuevo a estos enfermos en la

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convivencia social. Han de reiniciar de nuevo su vida. De nuevo pueden oir, caminar, valerse por sí mismos, rein­tegrarse a la comunidad. «Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa» (Me 2,4; Jn 5,8). «Id y presentaos a los sacerdotes» (Le 17,14). Tal vez el relato más significativo sea el de Gerasa. Jesús arranca a aquel poseso de la soledad de las montañas y de los sepulcros donde arrastra su exis­tencia; lo libera de los grillos y cadenas con que ha sido encadenado; lo saca del aislamiento y la incomunicación y lo devuelve de nuevo a la vida: «Vete a tu casa, donde los tuyos, y cuéntales lo que el Señor ha hecho contigo y cómo ha tenido compasión de ti... Él se fue y empezó a proclamar por la Decápolis todo lo que Jesús había hecho con él» (Me 5,19-20).

Éste es un dato que no podemos olvidar. Jesús, en su acción curadora, busca la comunión de los excluidos y la ruptura de barreras injustas y discriminatorias. Los mar­ginados son devueltos por Jesús a la fraternidad y la con­vivencia. Ellos mismos, incorporados a sus hogares y rein­tegrados a los suyos, se convierten en «signo viviente» de la llegada de ese Reinado de Dios que es reinado de fra­ternidad y comunión.

Donde Dios reina como Padre, ya no pueden reinar unos hombres sobre otros, unas clases sobre otras. No puede haber puros que desprecien a impuros, sanos que excluyan a enfermos, limpios que eviten a leprosos, cuer­dos que encadenen a locos en la soledad de las montañas. Donde se va abriendo camino el Reinado de Dios, se va construyendo solidaridad, comunión, fraternidad.

• Defiende al enfermo frente a la sociedad

La actuación de Jesús en el mundo de los enfermos no se reduce a una actuación curadora con cada uno de ellos. Jesús hace suya la causa de «todos aquellos que viven en el mundo sin que el mundo sea para ellos hogar»

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(M. Fraijó), y los defiende frente a la sociedad. Por eso su actuación alcanza y afecta a las estructuras socio-po­líticas y religiosas de la época.

Jesús, antes que nada, critica de raíz aquella cultura religiosa en la que se apoya la marginación de los enfermos como seres abandonados por Dios y a los que, por tanto, hay que excluir y discriminar como sospechosos de pecado e impureza. Para Jesús, la riqueza, la prosperidad y la salud no son signo de la bendición de Dios, ni la pobreza o la enfermedad signo de maldición. Jesús rompe para siempre la conexión mecánica que los hombres tendemos a establecer entre ciertas enfermedades y el pecado. «Ni éste pecó ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios» (Jn 9,3). Este mundo oscuro de la enfermedad, la desintegración y el dolor humano no es signo de castigo y maldición, sino campo adecuado para que se vaya manifestando el Reinado de Dios.

Jesús defiende, además, a los enfermos y sus derechos, enfrentándose al entramado de leyes y prescripciones que obstaculizaban su debida atención. Los conflictos se re­piten cuando, buscando sólo el bien de estos hombres, Jesús se atreve a violar la ley del sábado. Es significativa la escena de Cafarnaún. Jesús coloca al enfermo en medio de la sinagoga e interpela así a todos los presentes: «¿Es lícito en sábado hacer el bien en vez del mal, salvar una vida en vez de destruirla?». Al callarse todos, Jesús les mira con ira, apenado por la dureza de su corazón, y cura al enfermo (Me 3,1-6). Jesús rompe el cerco legal con que los hombres tienden a encerrar la bondad de Dios impidiendo el acercamiento liberador a los más ne­cesitados.

Con su actuación, Jesús pone la justicia de Dios donde los hombres quieren poner la suya. No acepta sin más la justicia y la verdad que los hombres han decidido, olvi­dando muchas veces los derechos de los más indefensos. «Si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, Dios no reinará en vosotros» (Mt 5,20). Jesús

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introduce la justicia de Dios, que es gracia y salvación para los perdidos; justicia de Dios que rompe nuestros esquemas y pone en primer lugar a los que nosotros con­sideramos los últimos. Jesús introduce la verdad de Dios, que no coincide con una determinada visión cultural o una determinada política sanitaria; verdad de Dios que no coin­cide con los intereses de un grupo o de otro, sino que lo cuestiona todo y lo subordina todo al bien real del enfermo. Las leyes han de ser instituidas al servicio del hombre, y no al revés (Me 2,28).

2. Grandes líneas de acción pastoral

En el interior de nuestra sociedad existe también hoy un mundo de enfermos más o menos desasistidos y mar­ginados. ¿Cuál ha de ser nuestra actuación pastoral si queremos mantenernos fieles al espíritu del primer evan-gelizador?

• La atención a los enfermos más necesitados y desasistidos

No nos está permitido seguir promoviendo en nuestras parroquias y centros hospitalarios una pastoral de la salud que ignore precisamente el mundo de los enfermos más necesitados y marginados, a los que Jesús dedicó atención preferente. Por ello, tal vez una de las tareas más impor­tantes sea el esfuerzo claro y decidido por hacerles un sitio en nuestra pastoral sanitaria.

—Del enfermo «normal» al enfermo marginado

Sin minusvalorar lo más mínimo el difícil e importante trabajo evangelizador que se realiza en los centros sani­tarios o en los servicios parroquiales a nuestros enfermos,

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hemos de preocuparnos de llegar hasta los enfermos a los que nadie llega y atender a los que, tal vez, nadie atiende.

La Iglesia ha de escuchar la llamada de su Señor a hacerse presente no sólo en el mundo, de manera imprecisa y general, sino precisamente en un mundo determinado, el mundo de los más débiles y perdidos. Por eso preci­samente, la pastoral de la salud ha de ayudar a esta Iglesia a hacerse presente no sólo en el mundo normal de los enfermos, sino en el submundo de los enfermos más ol­vidados y excluidos. De ahí la necesidad de revisar nuestra pastoral sanitaria para preguntarnos qué lugar real ocupan en nuestros proyectos pastorales, en nuestra organización y en nuestras actividades.

—La colaboración con otros servicios de la pastoral de caridad

El mundo de los enfermos más necesitados y desasis­tidos es amplio y está constituido por hombres y mujeres a los que la naturaleza misma de su enfermedad o factores de diverso orden excluyen de la atención sanitaria que un enfermo normal recibe hoy en la sociedad.

A veces es la misma enfermedad la que dificulta esta atención: enfermedades que perturban profundamente la personalidad psíquica del enfermo, impiden su adecuada expresión y comunicación o dificultan la convivencia so­cial; enfermedades desagradables o contagiosas, enfer­medades crónicas con mala calidad de vida. Con mucha frecuencia, las raíces hay que buscarlas en la pobreza y miseria económica del enfermo; en el entorno familiar, profundamente deteriorado; en el paro; en la pertenencia a un mundo rural inculto y empobrecido o a un medio suburbano deshumanizado; en la soledad y el aislamiento de la ancianidad; en el alcoholismo, la drogadicción, la prostitución o la homosexualidad. A veces el mismo aban­dono y desasistencia ha provocado o acentuado en el en-

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fermo comportamientos anti-sociales, agresividad, into­lerancia, huida, postración. Y luego está el enfermo des­conocido, el vagabundo, el desarraigado, el que no tiene hogar...

La pastoral de la salud tiene que ir ensanchando su horizonte y extendiendo su acción hacia ese mundo. Tal vez uno de los primeros pasos a dar consista en estimular una colaboración y coordinación más estrechas con otros servicios que ya están en marcha y nos pueden acercar a este mundo: diversas actividades de Caritas en el campo de la pobreza y el paro, proyectos de terapia y rehabili­tación de drogadictos, asistencia domiciliaria a la Tercera Edad, pastoral penitenciaria, Alcohólicos Anónimos, etc.

—Sensibilización y reorientación de los colaboradores de la pastoral de la salud

Con frecuencia, los colaboradores de la pastoral sa­nitaria (capellanes, religiosas, personal sanitario, visita­dores parroquiales...) han sido convocados y orientados hacia el campo de los enfermos, sin que haya estado pre­sente en el horizonte de sus preocupaciones este mundo más abandonado y desasistido. A veces, el talante personal y el estilo pastoral de los agentes de pastoral sanitaria de nuestras parroquias no son los más indicados para impulsar una presencia en este mundo de los enfermos más mar­ginados. Todo ello nos obliga a preguntarnos si no hemos de promover la sensibilización y mentalización de los ac­tuales colaboradores e impulsar incluso la incorporación de nuevas personas que encuentren su verdadera vocación evangelizadora en la dedicación a los enfermos más ol­vidados y desasistidos.

• Acercar la comunidad cristiana a los enfermos marginados

La solicitud por el mundo de los enfermos más pobres y desasistidos no debe ser asunto privado de un grupo de cristianos que se dedican a la pastoral de la salud, sino

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preocupación de toda la comunidad cristiana. Por eso, una de nuestras tareas ha de consistir en promover el compro­miso real y efectivo de la comunidad ante este problema.

—La sensibilización de la comunidad cristiana

Por lo general, dentro de nuestras comunidades cris­tianas se comparten las mismas opiniones, actitudes y reac­ciones que predominan en la sociedad ante el mundo de los enfermos desasistidos. Entre los cristianos se respira con frecuencia la misma apatía o indiferencia ante el su­frimiento ajeno. El hombre de hoy tiende, cada vez más, a aislarse y cortar toda clase de relaciones vivas con el mundo de los que sufren. El mal ajeno, tan molesto y desagradable, se percibe de manera indirecta, envuelto en cifras y estadísticas o a través de unas imágenes de TV que son rápidamente borradas por el siguiente programa. De esta manera, y paradójicamente, sabemos más que nunca de los sufrimientos y desgracias que hay en el mun­do, pero al mismo tiempo, y tal vez por eso mismo, crece la insensibilidad, la sensación de impotencia o la irritación estéril.

¿No ha de ser hoy la comunidad cristiana conciencia crítica de los egoísmos y la apatía del hombre contem­poráneo? ¿No ha de ser un lugar donde se recuerde el sufrimiento de los últimos y desheredados, sin que que­demos insensibilizados por el exceso de información o irritados por la sensación de impotencia?

En esta línea, la pastoral de la salud no puede descuidar hoy la tarea de promover la sensibilización de la comu­nidad cristiana y, a través de ella, colaborar en la sensi­bilización de la sociedad entera ante el sufrimiento y aban­dono de los enfermos más desasistidos. Se trata, en con­creto, de ayudar al hombre de hoy a dejarse interpelar por ese sufrimiento, desenmascarar actitudes secretamente se-gregacionistas y marginadoras y provocar la compasión

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en esta sociedad inmisericorde, que sólo sabe de compe­tición y lucha por el propio bienestar.

Hemos de preguntarnos si nuestra pastoral de la salud sabe llevar esta sensibilidad a la liturgia parroquial, a la predicación de los sacerdotes, a la catequesis de la co­munidad cristiana, a las diversas actividades.

—La comunidad cristiana ante el mundo enfermo y abandonado

No nos está permitido seguir construyendo la comu­nidad cristiana ignorando la «historia passionis» de estos hombres y mujeres. Hemos de dejar de «dar rodeos» al estilo del sacerdote y el levita de la parábola y acercarnos, como el samaritano, al hombre herido y abandonado por todos.

En esta sociedad, a veces tan apática, hemos de im­pulsar el contacto directo con los problemas, el acerca­miento físico a las personas y a los lugares donde el su­frimiento es más agudo y deshumanizador. Este contacto puede desencadenar en nuestras comunidades cristianas una verdadera conversión. No es lo mismo leer estadísticas sobre el SIDA que conocer de cerca la angustia de un afectado. No es igual vivir la tragedia de un minusválido encerrado en un hogar miserable que hablar de las mi-nusvalías. Ni es igual asomarse a la soledad de un anciano enfermo, abandonado por sus familiares, que comentar a la ligera los problemas de la tercera edad.

Es importante que la comunidad cristiana abra cauces para que los creyentes se acerquen a estos enfermos: saber detectarlos en nuestros pueblos y ciudades; ayudar a los profesionales cristianos (médicos, psicólogos, asistentes sociales) a entregar parte de su tiempo libre y su dedicación a este mundo más abandonado; estimular iniciativas para que nuestros creyentes puedan, sencillamente, estar junto

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a ellos, escucharlos, hacerse presentes en su experiencia de abandono e impotencia (donantes de tiempo libre, per­sonas dispuestas a acompañar, etc.). No hemos de olvidar tampoco el acercamiento a las familias que se ven im­potentes para sobrellevar la carga de un miembro enfermo. Familias que necesitan apoyo, orientación y solidaridad para vivir dignamente su desgracia.

Hemos de impulsar también el apoyo, la presencia y la colaboración en iniciativas, actividades, organismos o instituciones que están ya promoviendo una acción hu-manizadora en medio de estos enfermos más abandonados. Todo ello requiere conocer mejor los organismos y ser­vicios existentes, entrar en contacto con ellos, estar atentos a nuevas iniciativas.

En una palabra, dentro de la comunidad cristiana he­mos de concebir la pastoral de la salud como un foco de sensibilización y un estímulo que, de diversas maneras, va empujando a los cristianos a aproximarse al mundo más pobre y enfermo de nuestra sociedad.

• Atención integral a los enfermos más necesitados

El problema del enfermo marginado o desasistido no es sólo la enfermedad en cuanto tal, sino la naturaleza y características de su enfermedad y, sobre todo, un conjunto de factores que hacen su situación particularmente inhu­mana y deshumanizadora. Esto significa que nuestro acer­camiento a este sector de enfermos no puede plantearse de la misma manera y en los mismos términos en que podemos plantearnos la asistencia al enfermo normal hos­pitalizado en los centros sanitarios.

—Acercamiento integral al enfermo desasistido

Imposible definir aquí cuál ha de ser la actuación con­creta ante cada sector de enfermos marginados o desasis­tidos y ante cada caso. Es la misma situación de ese hom-

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bre o mujer necesitados la que nos ha de indicar lo que puede ser Buena Noticia de Jesucristo para él.

A veces será la ayuda elemental y primaria que toda persona necesita y de la que algunos enfermos carecen: levantarlo, lavarlo, darle de comer, acostarlo, sacarlo a pasear, hacerle compañía, cuidar su correcta medicación... Otras veces la acción estará dirigida a liberarlo de la so­ledad y el aislamiento: llevarlo al médico o hacer que éste acuda a asistirlo, hacer de puente con las instituciones que lo pueden acoger o atender, conectar con posibles fami­liares o seres queridos de los que ha quedado separado, estimular la solidaridad de los vecinos, asegurarle un acompañamiento constante, ayudarle en todo lo que puede desarrollar su integración social, laboral, religiosa...

Con frecuencia, lo que el enfermo necesita es la mano cálida y cercana que le ayude a liberarse de su inseguridad, de su estado de ansiedad, de su desequilibrio emocional, de su postración... A veces nos estará pidiendo ayuda para sentirse de nuevo un ser valioso, para cuidarse más de su propia dignidad personal, para desarrollar su capacidad de valerse por sí mismo, para sentirse motivado de manera nueva y positiva ante su propia situación. Otras veces necesitará ser liberado de sentimientos de culpabilidad di­rigidos contra sí mismo, depresiones, sentimiento de frus­tración, de haber fracasado en la vida, de ser rechazado por Dios...

Ante este mundo del enfermo desasistido y necesitado, la pastoral de la salud no puede reducir su horizonte, sino que ha de estar atenta ante cada situación concreta para sentirse interpelada, estimulada y urgida a desarrollar todo aquello que pueda aportar a estos desvalidos salud, libe­ración, dignidad, compañía, esperanza...

—Desde la acogida y el contacto personal

Esta sociedad tiende a reducir la enfermedad a un asun­to técnico y administrativo. El desarrollo de una medicina altamente tecnificada y especializada, necesitada de una

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compleja burocracia, corre el riesgo de tratar las enfer­medades sin acertar a reconstruir a esas personas enfermas.

La pastoral de la salud debe recordar que Jesús curaba «tocando», y ha de promover en nuestra sociedad un acer­camiento diferente a la persona enferma. Acercamiento hecho de contacto personal, ofrecimiento de amistad real, acogida desinteresada, cercanía y gratuidad. Naturalmen­te, esta cercanía amistosa y solidaria hemos de urgiría mucho más en este submundo de los enfermos más o menos excluidos de la debida asistencia técnica o de la atención político-administrativa.

• Defensa del enfermo desasistido frente a su marginación social

Estamos aquí ante una tarea de gran alcance y que exige una atención y sensibilidad mayores por parte de nuestras Iglesias y de la pastoral de la salud en general.

—Concienciación social

Antes que nada, nos hemos de sentir llamados a im­pulsar todo aquello que conduzca a un cambio de la opi­nión pública y de la actitud ciudadana ante este sector de enfermos.

En una sociedad que una y otra vez, desde la dirección de un partido político o de otro, tiende a estructurarse en el olvido de los más débiles, la Iglesia ha de cumplir su misión de recordar y defender a los más olvidados. En una sociedad donde cada colectivo parece preocuparse casi exclusivamente de sus propios derechos e intereses, la Iglesia se ha de sentir llamada a defender los derechos e intereses de los que parecen no interesar a nadie. En una sociedad insensible hacia ciertos enfermos de patología desagradable o de escaso «eco social», que valora la acción

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sanitaria rentable y se inhibe ante ciertos sectores de en­fermos crónicos, drogadictos, ancianos, disminuidos fí­sicos y psíquicos de dudoso futuro, la Iglesia ha de co­laborar en la creación de una nueva sensibilidad colectiva.

—Romper el cerco de la marginación

La pastoral de la salud no sólo se ha de preocupar de que algunos se acerquen hasta este mundo de enfermos marginados. Ha de buscar también romper el cerco de marginación social que los rodea.

Enfermos psíquicos excluidos de ciertas mejoras que les podría hoy aportar la medicina; disminuidos físicos marginados de la educación, el trabajo y el disfrute debido del ocio; drogadictos excluidos de toda rehabilitación; afectados por el SIDA, rechazados en sus propios ambien­tes; crónicos de mala calidad de vida y desatendidos; an­cianos deteriorados arrinconados en la soledad... Ante todo ese mundo de enfermos, encerrados en sus casas, recluidos en centros o instituciones, o vagando por nues­tros pueblos y ciudades, la pastoral de la salud ha de tener muy clara su misión: romper barreras, prejuicios y acti­tudes marginadoras; crear cauces de comunicación e in­tegración social; hacerles sitio en la comunidad creyente.

El aislamiento del enfermo terminal es tan grave ya en nuestra sociedad que, a mi entender, requeriría toda una reflexión aparte. La Iglesia ha de abordar algún día de manera más decidida cómo ha de evangelizar el morir del hombre actual, abandonado hoy a una muerte tan poco humana, impedido muchas veces de manera consciente y responsable, alejado de su familia, de los seres queridos y de la comunidad creyente a la que pertenece.

—La defensa del enfermo más desasistido

En la raíz de la marginación y desasistencia de estos enfermos se esconde muchas veces una injusticia crónica y estructural que la Iglesia ha de saber denunciar pública

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y claramente con su posicionamiento, su palabra y sus gestos.

La Iglesia no puede callar ante la mentira de unas leyes, como la de Integración de Minusválidos (1982), que se promulgan solemnemente sin apenas una repercusión real en la práctica. No debe guardar silencio ante el olvido de estos colectivos más débiles, cuando se aprueban los pre­supuestos de la nación desde criterios de rentabilidad eco­nómica, intereses políticos o de clase. La pastoral de la salud ha de denunciar la situación injusta de los sectores deprimidos a los que les resulta imposible el acceso a una atención sanitaria digna.

Esta defensa del enfermo se hace más arriesgada, pero más necesaria, cuando hay que enfrentarse a situaciones injustas muy concretas, a la ineficacia de unas instituciones precisas, a la pasividad de unos profesionales determi­nados...

—Promoción de iniciativas y servicios de atención a los sectores más marginados

La denuncia de la Iglesia tendrá más fuerza evange-lizadora si está sostenida por una comunidad creyente que sabe colaborar dentro de esta sociedad promoviendo ini­ciativas y servicios en favor de estos enfermos.

Más aún. La Iglesia ha de sentirse llamada a promover ella misma iniciativas para hacerse presente junto a aque­llos a los que no llega nadie o que más necesidad tienen de asistencia y acogida. Esta presencia individual y co­lectiva de los creyentes, cerca de estos enfermos más ne­cesitados y desasistidos, sigue teniendo también hoy, como en tiempos de Jesús, una fuerza evangelizadora par­ticular.

He aquí el significativo testimonio del marxista Lucio Lombardo-Radice: «Lo específicamente cristiano es la

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acentuación del amor para este y para aquel prójimo —hic et nunc—, prescindiendo de cualquier perspectiva colec­tiva a escala de historia del mundo. Desde un punto de vista cristiano, es importante dedicarse a una criatura hu­mana, cuidarla y amarla, aunque esta entrega nuestra sea improductiva. Para el cristiano es importante dar todo su tiempo, con gozo y alegría, al enfermo incurable, y dárselo 'gratuitamente'; para el cristiano es importante acompañar con amor y con paciencia al anciano, ya 'inútil', en su camino hacia la muerte; es importante cuidar bondado­samente a los seres humanos 'últimos', a los más infelices y a los más imperfectos, incluso a aquellos en los que resultan ya casi indiscernibles los rasgos humanos» .

1. L. LOMBARDO-RADICE, LOS marxistas y la causa de Jesús, Sa­lamanca 1976, pp. 26-27.

Cuarta Parte

«HACED ESTO EN MEMORIA MÍA»

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10 Celebración litúrgica

y acción evangelizadora

SUMARIO

1. La liturgia, celebración del misterio de Jesucristo

• La liturgia, celebración del misterio pascual de Cristo • La liturgia, acción salvadora de Jesucristo • Presencia de Cristo en la liturgia • Exigencias pastorales

2. La liturgia, alabanza a Dios y salvación del hombre

• La celebración de la gloria del Padre • La liturgia, salvación del hombre • Estrecha relación entre la gloria de Dios

y la salvación del hombre • Consecuencia pastoral: estrecha relación

entre celebración y acción evangelizadora

3. La liturgia, efusión del Espíritu Santo

• La acción del Espíritu en la Iglesia • El Espíritu, alma vivificadora de la celebración • Exigencias pastorales

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208 «HACED ESTO EN MEMORIA MÍA»

4. La liturgia, acción de la Iglesia

• La acción litúrgica manifiesta a la Iglesia • La acción litúrgica construye la Iglesia • Exigencias pastorales

5. Celebración litúrgica de la Iglesia diocesana

• La celebración litúrgica de la diócesis • La celebración litúrgica de una diócesis evangelizadora

—Liturgia con fuerza transformadora —Liturgia creadora de comunidad —Liturgia educadora de la fe —Liturgia misionera

Si observamos cómo se celebra la fe en las comuni­dades cristianas, podremos constatar aspectos muy posi­tivos y logros notables a lo largo de estos años; pero, al mismo tiempo, advertiremos rutinas y deficiencias de im­portancia. Hay incluso comunidades donde se ha inten­sificado la actividad pastoral y evangelizadora con una organización mejor y una participación más responsable de los seglares, pero sin que se haya cuidado de la misma manera la revitalización de la celebración litúrgica. Co­rremos entonces un grave riesgo: seguir desarrollando una actividad pastoral que no se alimenta suficientemente ni se expresa en la celebración de la fe, y seguir manteniendo una celebración litúrgica que queda empobrecida al no ser centro, fuente y culminación de la acción evangelizadora.

Si queremos impulsar desde su raíz más profunda la nueva evangelización, hemos de redescubrir no sólo el lugar central de la celebración litúrgica en la vida de la comunidad cristiana, sino también la estrecha relación que existe entre celebración de la fe y acción evangelizadora.

Por ello nos proponemos reflexionar sobre los rasgos fundamentales de la celebración cristiana, extrayendo al­gunas consecuencias que se derivan de una liturgia que es celebración del misterio de Cristo, alabanza a Dios y sal­vación del hombre; efusión del Espíritu Santo en la co­munidad creyente, acción central que manifiesta y cons­truye a la Iglesia. Terminaremos señalando algunas exi­gencias que hemos de recordar hoy en toda Iglesia diocesana que quiera impulsar la nueva evangelización.

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1. La liturgia, celebración del misterio de Jesucristo

Hemos de recordar, antes que nada, que en toda liturgia cristiana lo que se celebra y se vive es el misterio de nuestra salvación realizado en Jesucristo. Jesucristo es el origen, el contenido y el centro de toda liturgia cristiana. Ésta no es sino la celebración y sacramentalización de la salvación que se realiza en Jesucristo y que se nos ofrece ahora desde Jesucristo. Veamos esto con más detenimiento.

• La liturgia, celebración del misterio pascual de Cristo

En la liturgia se celebra el misterio pascual, es decir, la salvación del hombre que se hace realidad en la muerte y resurrección de Jesucristo. Después de describir la sal­vación realizada en Cristo, el Vaticano II dice: «Desde entonces, la Iglesia nunca ha dejado de reunirse para ce­lebrar el misterio pascual»1. La liturgia no es sino el mis­terio pascual de Jesucristo que ahora se continúa, se ac­tualiza y se nos ofrece a nosotros en la celebración litúrgica de la Iglesia.

Con esto queremos decir que la celebración litúrgica no es simplemente un recuerdo de los acontecimientos de nuestra salvación o una mera representación simbólica, sino que allí se actualiza, se hace presente y se manifiesta con toda su eficacia salvadora el misterio pascual de Je­sucristo.

• La liturgia, acción salvadora de Jesucristo

Precisamente por eso, la liturgia cristiana no la ha­cemos nosotros con nuestros esfuerzos, sino que es una acción salvadora que el mismo Jesucristo realiza en la

1. Const. Sacrosanctum Concilium, 6.

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comunidad creyente. «Con fundamento se considera la liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo»2.

Esto significa que la liturgia es un acto personal de Cristo siempre vivo y operante en la Iglesia. Una actuación de Cristo que, por medio de su Espíritu vivificador, con­tinúa hoy su acción salvadora en el interior de la comu­nidad cristiana.

Por eso, no hemos de identificar sin más la liturgia cristiana con un acto de culto que nosotros tributamos a Dios, como pueden hacerlo los fieles de otras religiones. En la liturgia que nosotros celebramos, es el mismo Cristo el que actúa, es él el que bautiza, el que perdona, el que une a los novios, el que confirma la fe de los jóvenes, el que alimenta a la comunidad en la eucaristía.

• Presencia de Cristo en la liturgia

Naturalmente, si Cristo actúa en la liturgia, es porque se hace presente realmente en toda celebración: «Para rea­lizar una obra tan grande, Cristo está siempre presente en la Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica»3. La celebra­ción litúrgica es el lugar privilegiado donde Cristo se hace presente en la comunidad cristiana.

Se trata de una presencia personal de Cristo. No sólo que Dios acepta aquella celebración de manera particular o envía su gracia salvadora sobre aquella comunidad. El mismo Cristo se hace presente realmente en medio de nosotros. Se cumplen plenamente las palabras de Jesús: «Yo estaré con vosotros... hasta la consumación del mun­do» (Mt 28,20).

Esta presencia es salvadora. El que se hace presente es Jesucristo nuestro Salvador, el Hijo de Dios hecho hom-

2. Ibid., 7. 3. Ibidem.

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bre, el que comparte nuestra historia, el que ha establecido una alianza nueva, una amistad indestructible con los hom­bres.

Se trata de una presencia sacramental. El que se hace presente hoy no es aquel Jesús histórico que recorrió Pa­lestina; no podemos ver su rostro humano ni tocar sus manos. El que se hace presente es Cristo resucitado, de una manera sacramental y mística, pero real y verdadera, que hemos de saber percibir y acoger en las acciones litúrgicas y en toda la celebración.

Esta presencia de Cristo no la hemos de reducir a las especies eucarísticas. Es una presencia rica, profunda, di­ferenciada, que penetra toda la celebración litúrgica de diversas maneras y con finalidades diferentes. Así dice el Vaticano II: «Está presente en el sacrificio de la misa, sea en la persona del ministro... sea, sobre todo, bajo las especies eucarísticas. Está presente con su fuerza en los sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su palabra, pues, cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es Él quien habla. Está presente, por último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos (Mt 18,20)»4.

• Exigencias pastorales

Si queremos que la liturgia sea realmente celebración del misterio de Jesucristo, ello conlleva algunas exigencias pastorales:

—El misterio pascual que se celebra en la liturgia no es una doctrina teórica que hay que aprender o unos ritos

4. Ibidem.

CELEBRACIÓN LITÚRGICA Y ACCIÓN EVANGELIZADORA 2 1 3

que hay que cumplir, sino el acontecimiento concreto de nuestra salvación realizada en Cristo. Si queremos que en nuestras comunidades se celebre adecuadamente, hemos de ayudarles a penetrar mejor en este misterio de salvación, a descubrirlo como el verdadero contenido de toda acción litúrgica y a acogerlo en el interior de la asamblea.

—Por otra parte, si la liturgia es el lugar donde se hace presente y actúa de manera eminente Cristo, la ce­lebración será auténtica en la medida en que nosotros ha­gamos la experiencia de Jesucristo y nos incorporemos a El, formando su Cuerpo. Esto exige ayudar a las comu­nidades a que sintonicen con Cristo y se incorporen a Él a través de los gestos, las palabras y toda la acción litúr­gica.

—Por último, si la celebración litúrgica es acción sal­vadora que realiza el mismo Cristo, no basta con que observemos puntualmente las prescripciones litúrgicas, sino que es preciso que acojamos hoy esta salvación. Lo cual requiere ayudar a las comunidades a acoger la fuerza salvadora de cada celebración, no sólo en cada uno de los creyentes, sino en toda la comunidad cristiana como tal y en la actividad pastoral y evangelizadora que esa comu­nidad está llevando a cabo.

2. La liturgia, alabanza a Dios y salvación del hombre

Todo el ser de Cristo y toda su actuación tienen una doble dimensión. Jesús vive para la gloria del Padre: «Yo te he glorificado en la tierra llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar» (Jn 17,4). Pero precisamente esa obra es salvar a los hombres: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10).

Precisamente por eso, en la liturgia cristiana, que es celebración del misterio de Cristo, encontramos siempre

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este doble movimiento. Por una parte, adoración y ala­banza a Dios, acción de gracias, contemplación; por otra, ofrecimiento de gracia a los hombres, salvación, santifi­cación, liberación.

• La celebración de la gloria del Padre

La finalidad primera de la liturgia es la alabanza. La liturgia es servicio a la gloria de Dios, canto de alabanza y acción de gracias al Padre, que se nos revela en el rostro del Señor y nos salva. En la acción litúrgica, lo primero es alabar, confesar la grandeza y el amor de Dios que se nos manifiesta en Jesucristo, proclamar las maravillas que Dios realiza con los hombres.

De ahí la necesidad de subrayar todo el espíritu de alabanza que se respira en la liturgia cristiana: la Euca­ristía, «sacrificio de alabanza» a Dios, las doxologías, las anáforas o plegarias eucarísticas, las bendiciones, los can­tos y salmos de alabanza y acción de gracias, las excla­maciones de la asamblea, los gestos de adoración, la ele­vación de los corazones.

Por eso, cuando utilizamos la liturgia para «crear am­biente» y animar a la asamblea, para entretener a los jó­venes, para lanzar a los cristianos a la acción pastoral, o incluso para otros fines más desviados, como, por ejem­plo, solemnizar algún acontecimiento profano, reforzar una determinada ideología, instrumentalizar políticamente un funeral, hacer un homenaje a una institución o una persona, o posibilitar el concierto de un coro, entonces estamos vaciando la liturgia de su verdadero contenido de gloria a Dios, pervirtiéndola así de raíz.

• La liturgia, salvación del hombre

La liturgia es alabanza a Dios y es fuente de salvación para los hombres. «De la liturgia, sobre todo de la Eu­caristía. .. se obtiene con la máxima eficacia aquella san-

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tificación de los hombres en Cristo y aquella glorificación de Dios, a la cual las demás obras de la Iglesia tienden como a su fin».

Esta salvación implica la liberación del hombre en todas sus dimensiones. Una liberación progresiva de sus contradicciones, sus miedos más profundos, sus esclavi­tudes, su pecado... y la muerte. Una salvación que no ha de quedar sólo en la santificación personal de cada indi­viduo, sino que ha de ser generadora de justicia entre los hombres, de solidaridad entre los pueblos, de paz, de fraternidad. La liturgia no es una acción de reforma social o transformación política. Sigue siendo siempre acogida de la salvación que nos viene de Dios, pero precisamente por eso nos lleva a proclamar y cumplir la voluntad de Dios, a transformar nuestros corazones y nuestras vidas, a luchar por el reino de Dios y su justicia entre los hombres...

Cuando hacemos de la liturgia un tranquilizante que nos permite seguir viviendo sin ningún esfuerzo de con­versión individual y colectiva, cuando la convertimos en huida del mundo, en evasión de nuestros compromisos, en rutina que no transforma nuestra vida personal ni la de la comunidad cristiana, entonces estamos empobreciendo y pervirtiendo el contenido real de la acción litúrgica.

• Estrecha relación entre la gloria de Dios y la salvación del hombre

Estas dos dimensiones de la liturgia están estrecha­mente relacionadas entre sí, y no hemos de separarlas indebidamente. La gloria de Dios consiste en salvar al hombre, y la salvación del hombre es el fruto y la irra­diación de la gloria de Dios. Buscar la gloria de Dios no significa olvidar la salvación del hombre, sino buscarla. Por otra parte, la salvación del hombre encuentra su ple­nitud en la glorificación de Dios.

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Por eso, en la acción litúrgica y en toda la vida cris­tiana, estas dos dimensiones están estrechamente vincu­ladas entre sí: al glorificar al Padre nos abrimos a su gracia y a su acción salvadora. Y al acoger la salvación y trans­formar nuestras vidas, damos gloria a Dios.

• Consecuencia pastoral: estrecha relación entre celebración y acción evangelizadora

De todo lo que venimos diciendo, hemos de sacar una conclusión muy importante: no hemos de separar nunca la celebración litúrgica y la acción evangelizadora. Litur­gia y evangelización, celebración y misión, son dos rea­lidades esenciales que hemos de vivir vinculándolas es­trechamente.

—Por otra parte, de esa acción salvadora que se celebra en la liturgia proviene la fuerza para evangelizar. La li­turgia nutre la vida de esa comunidad llamada a evange­lizar. En la acción litúrgica se vive y se proclama la sal­vación que hay que llevar a todos los hombres. Desde esta perspectiva, hemos de decir que la tarea pastoral y evan­gelizadora es una exigencia contenida en la misma cele­bración.

—Por otra parte, la acción evangelizadora culmina en la celebración. El objetivo último de la evangelización es llegar a construir la comunidad de hijos de Dios capaces de glorificar al Padre. Desde esta perspectiva, hemos de decir que la celebración es una exigencia contenida en la misma acción pastoral y evangelizadora.

La Iglesia está llamada a celebrar y evangelizar. Cristo ha de ser celebrado y anunciado. La Iglesia es una co­munidad litúrgica que ha de anunciar a los hombres lo que celebra. Y es una comunidad evangelizadora que ha de celebrar lo que anuncia. Por eso la pastoral litúrgica y el resto de la pastoral de una diócesis no pueden caminar separadas, sino que han de ir íntimamente unidas.

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3. La liturgia, efusión del Espíritu Santo

Es el Espíritu Santo el que hace posible la presencia actual de Cristo en su Iglesia y la continuidad de su acción salvadora entre los hombres.

• La acción del Espíritu en la Iglesia

La Iglesia es fruto del Espíritu. Es el Espíritu el que crea la Iglesia como un espacio vital donde los hombres pueden recibir la vida divina, compartir fraternalmente su esperanza en Cristo y anunciar el evangelio a todos los hombres. La Iglesia es el ámbito de salvación que crea el Espíritu. Sin el Espíritu, la Iglesia es imposible. El Espíritu es el alma de la Iglesia, la fuente de toda su vida.

Es ese Espíritu el que dispersa a los creyentes por el mundo y los impulsa al testimonio de vida cristiana y a la evangelización. Y es ese mismo Espíritu el que los congrega en la asamblea litúrgica y les hace gritar: «Abba»: Padre. Si prescindimos de la acción del Espíritu y la excluimos de la Iglesia, la acción pastoral y evan­gelizadora se convierte en propaganda o servicio social; la acción litúrgica queda reducida a ritualismo externo y culto vacío.

• El Espíritu, alma vivificadora de la celebración

Sin el Espíritu no es posible la liturgia. Sin el Espíritu nadie puede decir «Jesús es el Señor» (1 Co 12,3) ni celebrar el misterio de Jesucristo. Todo nuestro culto es espiritual, se celebra en virtud de la fuerza vivificadora del Espíritu.

Lo que escuchamos en la acción litúrgica no son pa­labras escritas en un libro sagrado, sino palabras que «son espíritu y vida» (Jn 6,63), palabra viva de Dios que el

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Espíritu nos hace escuchar en nuestro interior «para guiar­nos hasta la verdad completa» (Jn 16,12). Los gestos li­túrgicos no son ritos que se cumplen para conservar unas costumbres religiosas o para ser fieles a una disciplina eclesial, sino que son realidades llenas de Espíritu.

Es el Espíritu el que nos congrega en asamblea, el que crea la comunión entre nosotros, el que nos hace templos de Dios, el que nos dispone para acoger la salvación, el que nos revela a Cristo, el que pone en nuestros labios la invocación al Padre, el que nos enseña cómo hemos de orar, el que da eficacia salvadora a toda la celebración...

• Exigencias pastorales

Cuando se olvida la presencia y la acción del Espíritu, toda la liturgia se vacía de vida y se convierte en letra muerta, en ritos que se cumplen, palabras que se pronun­cian, gestos que se observan. Los sacramentos terminan siendo cosas que «se administran»; la acción del que pre­side se reduce a dirigir la función; las actuaciones de los diversos participantes se quedan en intervenciones para cumplir su papel. Aquello ya no es el culto «en espíritu y en verdad» que quería Jesús (Jn 4,24).

Es necesario que en la comunidad haya quienes se preocupen de ayudar a la asamblea a dejarse penetrar por el Espíritu que actúa en la celebración. Que se preocupen de que la acción litúrgica no degenere, no se convierta en rutina, en rito externo, en cumplimiento de una obligación. Que promuevan una pedagogía de escucha y atención a ese Espíritu que da vida a la liturgia. Que cuiden de que la liturgia se celebre de tal manera que sea más fácil acoger la acción del Espíritu en los corazones.

4. La liturgia, acción de la Iglesia

Las acciones litúrgicas no son acciones privadas de un individuo o de un grupo de cristianos. La liturgia en la que se celebra el misterio de Cristo es una celebración de

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todo el Cuerpo místico de Cristo, de toda la Iglesia. Así dice el Vaticano II: «Las acciones litúrgicas no son ac­ciones privadas, sino celebraciones de la Iglesia, que es sacramento de unidad, es decir, pueblo santo congregado y ordenado bajo la dirección de los obispos. Por eso per­tenecen a todo el cuerpo de la Iglesia, lo manifiestan y lo implican» .

• La acción litúrgica manifiesta a la Iglesia

La liturgia es la experiencia fundamental de la Iglesia, donde se manifiesta y se expresa lo que ella es, lo que cree, lo que confiesa y lo que vive. Cuando los creyentes se reúnen para celebrar el misterio de Cristo, están reve­lando de la manera más expresiva lo que es la Iglesia.

En esa celebración litúrgica la Iglesia adquiere una conciencia más plena y más viva de sí misma, experimenta mejor su propio misterio, expresa su realidad más pro­funda. La liturgia es la vivencia más plena y expresiva del misterio de la Iglesia. Por eso dice el Vaticano II que «la principal manifestación de la Iglesia se realiza en la participación plena y activa del pueblo de Dios en las celebraciones litúrgicas» .

De aquí se derivan dos consecuencias importantes: cuando celebramos de manera deficiente, descuidada o superficial, estamos desfigurando el rostro de la Iglesia, oscureciendo el testimonio que ha de dar de sí misma, vaciando de sentido el esfuerzo pastoral que luego que­remos hacer, desmintiendo con nuestra celebración el anuncio de salvación que luego queremos proclamar. Por otra parte, cuando la celebración, más que manifestar y expresar a la Iglesia, refleja los gustos de un sacerdote,

5. Ibid., 26. 6. Ibid., 41 .

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la originalidad de un grupo, los intereses de una familia, las iniciativas y sugerencias de un equipo de liturgia, la ideología de una comunidad aislada del resto de la Igle­sia. .., entonces la liturgia se privatiza, pierde su dimensión eclesial y se vacía de su verdadero contenido.

• La acción litúrgica construye la Iglesia

Pero la acción litúrgica no sólo manifiesta a la Iglesia, sino que la construye. En cada asamblea litúrgica, la Igle­sia se realiza, crece y se desarrolla. Es en la acción litúr­gica, sobre todo, donde se va edificando la Iglesia y va creciendo como Cuerpo de Cristo. Así dice el Vaticano II: Los sacramentos «no sólo suponen la fe, sino que la ali­mentan, la robustecen y la expresan»7. Por el bautismo, la Iglesia engendra nuevos hijos a la fe; en la eucaristía alimenta y nutre la vida de los creyentes; en el sacramento de la reconciliación reintegra de nuevo a los pecadores a la vida plena de la comunidad; en el matrimonio nacen los nuevos hogares cristianos; por el orden se constituyen los nuevos ministros que la comunidad necesita para su vida. A lo largo del año litúrgico, la Iglesia vive de los misterios de Cristo.

Si la acción litúrgica es la que, sobre todo, construye la Iglesia, de ahí se derivan dos consecuencias: el ausen­tarse de la vida litúrgica de la comunidad no significa sólo quedarse personalmente sin la fuente de vida cristiana, sin el alimento que sostiene la vida del creyente; significa, además, no colaborar en la construcción de la Iglesia. Cuando las jóvenes generaciones, por ejemplo, se alejan de la eucaristía dominical, empobrecen a la Iglesia, la debilitan y disminuyen. Así dice la Didascalia: «Que no falte nadie a la asamblea; antes al contrario, que sea fiel

7. Ibid., 59.

CELEBRACIÓN LITÚRGICA Y ACCIÓN EVANGELIZADORA 221

a reunirse en ella. Que nadie disminuya a la Iglesia por no asistir a ella, y que así no disminuya en un miembro el Cuerpo de Cristo»8.

Por otra parte, hemos de recordar que la acción litúr­gica no es la celebración privada de un sector de la co­munidad, sino de la totalidad de la comunidad eclesial. Por eso, toda asamblea litúrgica ha de ser abierta. No puede estar reservada a una minoría, a un grupo selecto desde el punto de vista social, cultural, ni siquiera espi­ritual. De alguna manera, toda asamblea litúrgica ha de ser signo de la unidad a que ha de aspirar siempre la Iglesia. Por eso —incluso cuando, por razones pastorales, una asamblea litúrgica está compuesta sólo por jóvenes, niños, mujeres, matrimonios...— ha de cuidarse que no pierda su dimensión de totalidad comunitaria y eclesial.

• Exigencias pastorales

Si la acción litúrgica expresa y edifica a la Iglesia, es normal que el Vaticano II diga que «la liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza» . Todo ello entraña unas exigencias pastorales:

—Una comunidad cristiana no puede preocuparse so­lamente de impulsar, promover y estructurar todas las res­tantes actividades pastorales en el campo de la catequesis, jóvenes, Caritas, pastoral sanitaria, etc., y descuidar pre­cisamente la liturgia, que ha de ser «cumbre y fuente» de la comunidad cristiana. No se puede dejar la celebración a la improvisación, la buena voluntad del sacerdote o la costumbre. Toda comunidad necesita contar con un grupo

8. Didascalia Apostolorum, 13. 9. Const. Sacrosanctum Concilium, 10.

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de fieles que se preocupen de preparar, cuidar y revitalizar la celebración.

—Hemos de tomar conciencia de la importancia que tiene en cada comunidad cristiana la asamblea litúrgica. El punto de arranque de toda celebración es una reunión. Toda celebración comienza con una reunión de creyentes: los cristianos, que en su vida ordinaria se hallan dispersos en sus respectivos hogares, trabajos y ocupaciones, se reúnen, se congregan, forman «ecclesía», y en esa reunión se hace presente Cristo y se construye la Iglesia. Por mu­chas actividades y mucho movimiento y agitación que haya en una parroquia, hemos de saber que una comunidad cristiana no puede subsistir ni crecer sin esa reunión li­túrgica periódica. Por eso, en cada comunidad cristiana habrá que cuidar de manera particular esa congregación periódica de los creyentes, tomar conciencia de todo lo que significa para la vida de la comunidad, procurar que sea una asamblea viva, creyente, participativa, reconci­liada...

—Por otra parte, si la acción litúrgica es una celebra­ción eclesial, ello exige desarrollar el sentido comunitario de los creyentes y su sentido de pertenencia a la Iglesia. Así recomienda el Concilio Vaticano II: «Siempre que los ritos, cada cual según su naturaleza propia, admitan una celebración comunitaria, con asistencia y participación ac­tiva de los fieles, inculqúese que hay que preferirla, en cuanto sea posible, a una celebración individual y casi privada» . Una celebración auténtica dependerá en gran parte de la conciencia y vivencia de Iglesia que tengan aquellos creyentes. Por eso es necesario promover la con­ciencia eclesial de los creyentes en todas sus actividades y manifestaciones, y de manera particular cuando se halla reunida la asamblea litúrgica.

10. lbid., 27.

CELEBRACIÓN LITÚRGICA Y ACCIÓN EVANGELIZADORA 223

5. Celebración litúrgica de la Iglesia diocesana

Pero ¿de qué Iglesia hablamos cuando decimos que la acción litúrgica manifiesta y edifica la Iglesia? Natural­mente, nos referimos a la Iglesia universal extendida por toda la tierra; pero, en concreto, esa Iglesia se realiza en cada una de las Iglesias particulares o diocesanas.

Cada diócesis ha de entenderse, no como un distrito administrativo, una especie de «provincia», sino como «una Iglesia particular en la que está presente y actúa la Iglesia de Cristo una, santa, católica y apostólica» . Lo cual quiere decir que en una diócesis puede y debe hacerse presente la totalidad de la Iglesia en todas sus dimensiones y en todas sus formas de realización.

• La celebración litúrgica de la diócesis

Según el Vaticano II, «la diócesis es una porción del pueblo de Dios que se confía a un Obispo para que la apaciente con la colaboración del presbiterio, de forma que, unida a su pastor y reunida por él en el Espíritu Santo por el Evangelio y la Eucaristía, constituya una Iglesia particular, en que verdaderamente está y actúa la Iglesia de Cristo, que es una, santa, católica y apostólica» .

La diócesis constituye, pues, una Iglesia particular y, por tanto, toda ella forma una única comunidad litúrgica presidida por el Obispo. «El Obispo, revestido como está de la plenitud del sacramento del Orden, es el 'adminis­trador de la gracia del supremo Sacerdocio', sobre todo en la Eucaristía que él mismo distribuye, ya sea por sí, ya sea por otros, y que hace vivir y crecer a la Iglesia» .

11. Código de Derecho Canónico, can. 369. 12. Decreto Christus Dominus, 11. 13. Const. Lumen Gentium, 26.

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Con frecuencia, en nuestras parroquias y comunidades cristianas no tenemos suficiente conciencia de que todos tomamos parte en una misma vida litúrgica diocesana. Por eso vamos a detenernos un poco en esto.

Naturalmente, la diócesis está compuesta por diversas comunidades, y en especial por diversas comunidades pa­rroquiales. «Como no le es posible al Obispo, siempre y en todas partes, presidir personalmente en su Iglesia a toda su grey, debe por necesidad erigir diversas comunidades de fieles. Entre ellas sobresalen las parroquias, distribuidas localmente bajo un pastor que hace las veces del Obispo, ya que de alguna manera representan a la Iglesia visible establecida por todo el orbe» 4. En estas comunidades pa­rroquiales no se celebra una liturgia propia, autónoma, independiente del resto de la diócesis, sino la liturgia dio­cesana de esa Iglesia particular. La parroquia no es una nueva Iglesia particular sino que es como una célula que, junto a otras, forma la diócesis. Por eso dice el Concilio: «Cultiven sin cesar el afecto a la diócesis, de la que la parroquia es como una célula» .

Esta vida litúrgica de una única diócesis se expresa y se vive de diversas maneras. En primer lugar, hemos de recordar que los presbíteros que presiden la Eucaristía u otra celebración litúrgica lo hacen representando al Obis­po: «En cada una de estas congregaciones de fieles, ellos (los presbíteros) representan al Obispo, con quien están confiada y amistosamente unidos... Ellos, bajo la auto­ridad del Obispo, santifican y rigen la porción de la grey del Señor a ellos confiada, hacen visible en cada lugar a la Iglesia universal y prestan eficaz ayuda a la edificación del Cuerpo total de Cristo»16. Precisamente por eso, el que les concede la facultad de celebrar la eucaristía y el

14. Const. Sacrosanctum Concilium, 42. 15. Decreto Apostolicam Actuositatem, 10. 16. Const. Lumen Gentium, 28.

CELEBRACIÓN LITÚRGICA Y ACCIÓN EVANGELIZADORA 2 2 5

sacramento del perdón y de predicar el evangelio es el Obispo de la diócesis. La celebración que ellos presiden es una celebración de esa Iglesia diocesana.

Con frecuencia, es el mismo Obispo en persona, o su Vicario General, o un delegado suyo, el que preside la celebración, v. gr. el sacramento de la Confirmación, para que se manifieste de manera más expresa la vinculación con toda la Iglesia diocesana. Por otra parte, en la Misa crismal que se celebra el Jueves Santo en la catedral, el Obispo consagra los óleos y el crisma que luego se dis­tribuyen a todas las parroquias para la celebración del bautismo, la confirmación y la unción de los enfermos a lo largo del año. Así se manifiesta visiblemente la unidad sacramental de toda la diócesis. Otros muchos signos ex­presan esta comunión litúrgica de toda la diócesis. Hay orientaciones y directrices litúrgicas comunes para toda la diócesis; se pide por el Obispo en las Eucaristías; la diócesis celebra sus propios santos y tiene sus propios patronos...

Por todo ello, el Concilio concluye así: «Conviene que todos tengan en gran aprecio la vida litúrgica de la diócesis en torno al Obispo, sobre todo en la iglesia-catedral, per­suadidos de que la principal manifestación de la Iglesia se realiza en la participación plena y activa de todo el pueblo santo de Dios en las mismas celebraciones litúr­gicas, particularmente en la misma Eucaristía, en una mis­ma oración, junto al único altar, donde preside el Obispo rodeado de su presbiterio y sus ministros17.

• La celebración litúrgica en una diócesis evangelizadora

¿Cómo ha de ser la celebración de una Iglesia dioce­sana comprometida en impulsar la nueva evangelización? ¿Qué hemos de cuidar de manera especial al celebrar nues­tra fe?

17. Const. Sacrosanctum Concilium, 41.

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—Liturgia con fuerza transformadora

Sólo una Iglesia en constante conversión puede pro­mover hoy una nueva evangelización; una Iglesia que no caiga en la rutina ni actúe por inercia; una Iglesia donde, a pesar de todo el pecado y la debilidad, se pueda ver un esfuerzo de renovación permanente y de conversión pro­gresiva al evangelio.

Pero una Iglesia en constante conversión está pidiendo una celebración viva del misterio de Jesucristo, de donde las comunidades puedan extraer una fuerza de conversión. Una liturgia con fuerza transformadora, en la que los cre­yentes puedan escuchar con transparencia la llamada del evangelio y puedan alimentar su seguimiento de Jesús. Sin esta celebración viva, todos los esfuerzos pastorales por transformar la Iglesia diocesana y darle mayor capacidad evangelizadora quedan viciados en su misma raíz.

—Liturgia creadora de comunidad

En una sociedad como la nuestra, atravesada por la violencia y la agresividad, donde a veces es tan difícil el diálogo, donde crece la insolidaridad y donde la convi­vencia viene dificultada por toda clase de enfrentamientos egoístas e interesados, la nueva evangelización sólo puede ser impulsada por una Iglesia que sea realmente espacio de fraternidad, foco de convivencia humanizada, lugar de comunión.

Ahora bien, una Iglesia así necesita una liturgia con capacidad de crear comunidad, unas asambleas litúrgicas con fuerza reconciliadora. Así dice S. Juan Crisóstomo: «La Iglesia ha sido hecha, no para dividir a los que reúne, sino para unir y juntar a los que están divididos. Eso es lo que significa la asamblea». No se trata de ignorar las divisiones profundas que hay entre nosotros ni, mucho menos, de legitimar situaciones de injusticia y opresión.

CELEBRACIÓN LITÚRGICA Y ACCIÓN EVANGELIZADORA 2 2 7

Pero necesitamos encuentros donde expresar nuestra as­piración y nuestra voluntad de buscar una sociedad más justa y fraterna.

Si en nuestras comunidades falta esta celebración viva, participada, comunitaria y fraterna, nuestros esfuerzos por crear diálogo, corresponsabilidad y participación pueden quedar en organización, estructuración pastoral, reuniones y encuentros donde falte precisamente el Espíritu, esa «fuerza de Dios» capaz de crear comunión y fraternidad verdaderas.

—Liturgia educadora de la fe

En medio de una sociedad donde crecen la increencia y la indiferencia religiosa, la nueva evangelización sólo puede ser promovida por una Iglesia en la que se pueda aprender a creer hoy en Jesucristo. Una Iglesia que ayude a vivir una fe mejor conocida, más libremente asumida y vivida como fruto de una convicción y una opción per­sonales.

Pero una Iglesia así necesita una liturgia que ayude a creer, una celebración que sea catequesis permanente de la fe, que ayude a profundizar en ella, a confesarla, agra­decerla, disfrutarla, cantarla y anunciarla. Si en nuestras parroquias y comunidades cristianas se celebra de manera pasiva y aburrida, si los sacramentos no son «símbolos de fe» que alimentan nuestra adhesión a Cristo, si la eucaristía dominical no es una experiencia que sostiene y renueva semanalmente la fe de la comunidad, nuestros esfuerzos por catequizar a niños, jóvenes y adultos corren el riesgo de quedar en instrucción o formación doctrinal, en donde faltará precisamente la experiencia fundamental de la que se alimenta y crece la fe de todo creyente.

—Liturgia misionera

La nueva evangelización sólo será impulsada por una Iglesia que no permanezca encerrada en sí misma, pen­sando sólo en sus problemas y en su porvenir; una Iglesia

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con voluntad de hacerse presente en medio del mundo desde una actitud de servicio al evangelio.

Pero una Iglesia misionera necesita una celebración capaz de impulsar a los creyentes hacia el testimonio y el compromiso misionero en medio de la sociedad actual. Ciertamente, la liturgia no es una acción directamente misionera; no es para increyentes, sino para creyentes; pero ha de nutrir la fuerza evangelizadora de las comu­nidades.

Si la liturgia de las comunidades cristianas pierde esta dimensión y se convierte en refugio para practicantes, espacio ritual creador de «ghetto», asamblea que aisla o distancia de la sociedad y de los problemas y sufrimientos que viven los hombres y mujeres de hoy, todos nuestros esfuerzos por impulsar la presencia evangelizadora de los cristianos en medio del mundo perderán fuerza, porque faltará precisamente la fuente de donde ha de brotar el aliento evangelizador.

11 La pastoral litúrgica hoy.

Objetivos y tareas

SUMARIO

1. La pastoral litúrgica

• La liturgia exige una acción pastoral • La pastoral litúrgica, al servicio de toda la comunidad • Objetivo principal de la pastoral litúrgica • Naturaleza de la pastoral litúrgica

—No es directamente misionera —Es fundamentalmente pedagógica —Creadora de comunidad

2. Grandes tareas de la pastoral litúrgica

• Garantizar los elementos necesarios para la celebración • La educación litúrgica • Orientaciones y directrices litúrgicas • Celebración litúrgica en cada parroquia • Servicios litúrgicos

3. El equipo de liturgia en la parroquia

• Constitución del equipo de liturgia • La formación litúrgica del equipo

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• El cuidado de la vida litúrgica parroquial —Elementos materiales —El grupo de servidores de la liturgia —La creación de la asamblea litúrgica —El desarrollo adecuado de la vida litúrgica

• Educación litúrgica de la comunidad parroquial • Preparación de las celebraciones • Realización de las celebraciones

4. Ejes de la pastoral litúrgica parroquial

• El domingo • El año litúrgico • La liturgia sacramental • La oración comunitaria • La religiosidad popular

Después de haber reflexionado sobre la importancia central de la celebración litúrgica en una Iglesia que desea impulsar la nueva evangelización, es necesario clarificar qué es la pastoral litúrgica, cómo entender sus objetivos y cómo concretar sus principales tareas hoy.

1. La pastoral litúrgica

Antes que nada, trataremos de concretar cómo hemos de entender la pastoral litúrgica:

• La liturgia exige una acción pastoral

No tenemos que confundir la pastoral litúrgica con la acción litúrgica. La celebración es anterior a la pastoral litúrgica. La celebración del misterio de nuestra salvación no se reduce a pastoral.

Pero la acción litúrgica, para ser celebrada dignamente y con autenticidad, exige una acción pastoral. Un esfuerzo que ayude a aquella comunidad a celebrar adecuadamente la liturgia, participando en ella de manera activa y cons­ciente.

• La pastoral litúrgica, al servicio de toda la comunidad

Hemos de recordar una vez más que la liturgia no es asunto de un grupo o de un sector de creyentes más sen­sibles a las celebraciones, sino celebración de toda la co-

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munidad. Lo cual significa que la pastoral litúrgica se ha de entender siempre como un servicio a toda la comunidad parroquial y que el equipo de pastoral litúrgica ha de pensar siempre en servir al conjunto aislado del resto de las ac­tividades pastorales de la parroquia; un trabajo que, mu­chas veces, lleva a cabo con toda su buena voluntad el equipo de liturgia, pero sin ninguna conexión con los de­más campos pastorales (catequesis, Caritas, pastoral de jóvenes, etc.).

El Concilio Vaticano II dice que «la liturgia es la cumbre a la que tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza»1. Esto significa que la pastoral litúrgica no puede quedar aislada, desvinculada del resto de actividades de la parro­quia. El equipo de pastoral litúrgica solamente podrá ayu­dar a que la celebración litúrgica de aquella parroquia sea la cumbre y la fuente de toda la actividad, si conoce esa actividad pastoral, la valora y la sabe recoger, de alguna manera, en la celebración.

Por eso, el ideal sería que el equipo de pastoral litúrgica no estuviera formado sólo por personas que se dedican exclusivamente al campo litúrgico, sino por cristianos que trabajan también en otros campos pastorales (catequesis, Caritas, etc.) o que representan a diversos sectores de la parroquia (jóvenes, matrimonios, etc.). Así podrán cola­borar mejor a preparar una liturgia que sea culminación y fuente de vida de toda la comunidad parroquial.

• Objetivo principal de la pastoral litúrgica

Aunque luego iremos concretando diversos aspectos, podemos decir que la finalidad principal de la pastoral litúrgica es que toda la asamblea participe en la celebración

1. Const. Sacrosanctum Concilium, 10.

LA PASTORAL LITÚRGICA HOY. OBJETIVOS Y TAREAS 2 3 3

litúrgica. «Hay que tener muy en cuenta esta plena y activa participación de todo el pueblo, porque es la fuente pri­maria y necesaria en la que han de beber los fieles el espíritu verdaderamente cristiano; por lo tanto, los pastores de almas deben aspirar a ella con diligencia en toda su actuación pastoral» . Esta participación ha de ser, según el Concilio:

Activa. Es decir, la asamblea no ha de asistir pasiva­mente a una ceremonia religiosa protagonizada por otros, sino que ha de tomar parte activamente con sus actitudes, gestos, respuestas, oraciones, silencio, cánticos... Esta participación requiere, naturalmente, una preparación ade­cuada de cada celebración, una distribución de servicios y tareas, una conciencia de comunidad.

Plena. Es decir, una participación no sólo exterior, sino también interior. La participación puramente exterior, sin vivencia interior, no podría ser «fuente de espíritu verdaderamente cristiano». Por eso, esta participación ha de establecer una comunicación no sólo horizontal, entre los que participan en la celebración (entre el presidente y la asamblea, entre el lector y los oyentes, entre el salmista y los fieles, entre los fieles entre sí) sino también, y sobre todo, una comunicación con Dios. Se trata de acoger en nosotros el misterio de la Salvación, dejarnos penetrar por la acción del Espíritu y actuar como miembros vivos de la Iglesia.

Consciente. Una participación plena exige una edu­cación litúrgica. Por eso exhorta el Concilio a los pastores de almas a que «fomenten con diligencia y paciencia la educación litúrgica y la participación activa de los fieles... cumpliendo así una de las funciones principales del fiel dispensador de los misterios de Dios; y en este punto guíen a su rebaño no sólo de palabra, sino también con el ejem-

2. Ibid., 14.

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234 «HACED ESTO EN MEMORIA MÍA»

pío» . Se requiere un conocimiento suficiente de cada ce­lebración concreta, de su estructura, del significado de los gestos, del espíritu que ha de inpregnar aquella cele­bración...

• Naturaleza de la pastoral litúrgica

—No es directamente misionera

La pastoral litúrgica no se dirige propiamente a los increyentes, a los que viven alejados de la comunidad cristiana, sino a los que son ya creyentes y toman parte en la vida de la comunidad. A éstos trata de ayudarles a penetrar mejor en la comprensión y la celebración de los misterios cristianos.

Sin embargo, esta pastoral litúrgica puede y debe tener repercusiones de carácter misionero o evangelizador. En primer lugar, una celebración viva de la liturgia va creando poco a poco un estilo de comunidad consciente de su fe, gozosa, viva, que puede dar un testimonio de vida cristiana ante los alejados. Por otra parte, la pastoral litúrgica ayuda a purificar la celebración de deficiencias, rutina, super­ficialidad, comportamientos contradictorios que pueden alejar de la Iglesia a los mismos creyentes...

—Es fundamentalmente pedagógica

La pastoral litúrgica es fundamentalmente educativa. Su tarea principal es educar al pueblo de Dios en el sentido del propio Dios y de lo sagrado; introducir a los creyentes en el espíritu de la celebración litúrgica; crear un sentido de Iglesia; enseñar a participar de manera viva en la ora-

3. Ibid., 19.

LA PASTORAL LITÚRGICA HOY. OBJETIVOS Y TAREAS 2 3 5

ción comunitaria; ayudar a comprender las diversas ce­lebraciones...

Naturalmente, es una labor lenta, progresiva, que se ha de hacer poco a poco y con realismo, empezando desde la situación real en la que se encuentra el pueblo. Pero toda comunidad cristiana necesita esta labor pedagógica constante, permanente, para que la celebración no decaiga, sino que se viva cada vez con más hondura.

Por supuesto, la mejor catequesis teórica no podrá suplir nunca la experiencia misma de la celebración. Una celebración auténtica, en la que la comunidad participe de manera viva y consciente, es la mejor educación y cate­quesis litúrgica.

—Creadora de comunidad

Puesto que la celebración litúrgica es fuente, centro y culminación de toda la vida y la actividad pastoral de la comunidad cristiana, la pastoral litúrgica que se preocupa de cuidar y promover la acción litúrgica se convierte en un factor importante de unificación, sentido de comunión y creación de comunidad.

2. Grandes tareas de la pastoral litúrgica

El Vaticano II pide que en cada diócesis se constituya una comisión de liturgia y, a ser posible, también una comisión de música y de arte sacro que trabajen en estrecha colaboración. De manera general, se dice que el quehacer de esta comisión de pastoral litúrgica será «promover la acción litúrgica bajo la autoridad del Obispo»4.

Vamos a tratar de concretar más las grandes tareas de la pastoral litúrgica en la diócesis:

4. Ibid., 45.

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• Garantizar los elementos necesarios para la celebración

Aunque parezca algo muy material, es necesario, antes que nada, que la diócesis pueda contar con todos los ele­mentos necesarios para que las comunidades cristianas puedan celebrar dignamente las diversas acciones litúr­gicas.

Que las comunidades parroquiales dispongan de una iglesia donde poder congregarse y que cuente con un pres­biterio, un altar, un baptisterio, etc. adecuados donde po­der celebrar la liturgia de la comunidad. Que puedan dis­poner de los libros necesarios para la celebración de la eucaristía, el año litúrgico y cada uno de los sacramentos. Que haya leccionarios para poder proclamar debidamente la palabra de Dios. Que se cuente con el debido repertorio de cantos litúrgicos, salmos y oraciones adaptados a las diversas circunstancias. Que se conserven y cuiden de­bidamente los órganos de las iglesias.

• La educación litúrgica

Pero la celebración litúrgica requiere, sobre todo, una labor permanente de educación litúrgica. En primer lugar, es necesario promover la educación litúrgica de todo el pueblo cristiano. Después del Vaticano II, se hizo un gran esfuerzo en este campo; pero hoy sigue siendo, de nuevo, algo muy necesario. El pueblo no puede participar de manera consciente y profunda si desconoce el sentido de la liturgia, la estructura de la eucaristía y los sacramentos, el sentido de los gestos y las oraciones...

Es importante que esta dimensión litúrgica esté debi­damente presente en la catequesis de niños, jóvenes y adultos. Pero, por lo general, es necesaria además una catequesis litúrgica más desarrollada para comprender la eucaristía, los tiempos litúrgicos, el lenguaje litúrgico, los

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diferentes sacramentos... Por otra parte, es importante toda la labor pedagógica que se ha de hacer a través de las moniciones en la misma celebración, para guiar al pueblo en su participación, dar más profundidad a sus gestos y oraciones y crear el debido ambiente de oración.

Para asegurar una adecuada celebración es indispen­sable, además, la debida formación de los presbíteros que presiden la acción litúrgica y de cuya actuación depende, en gran parte, el tono y el clima de la celebración. Asi­mismo, es necesario cuidar bien la preparación de aquellos fieles a los que se encomiendan diversos servicios litúr­gicos: lectores, acólitos, monitores, distribuidores de la eucaristía, cantores, director de coro, organista, respon­sables de la acogida...

Probablemente, una de las tareas más importantes a realizar hoy en nuestras diócesis, si queremos re vitalizar la vida litúrgica de las comunidades parroquiales, consista en promover constantemente esta educación litúrgica a nivel diocesano y zonal por medio de escuelas de liturgia, semanas, cursillos, encuentros de sacerdotes, etc.

• Orientaciones y directrices litúrgicas

Las celebraciones no son acciones privadas del sacer­dote o de un grupo de cristianos, sino acciones de la Iglesia. Aun contando con la debida actividad creativa de cada comunidad cristiana y la adaptación de la celebración a las circunstancias concretas del lugar y del momento, la acción litúrgica ha de respetar la estructura y las constantes fundamentales de cada celebración y desarrollarse en co­munión con toda la Iglesia y en la línea pastoral de la diócesis. Por otra parte, siempre existe el riesgo de des­figurar la celebración introduciendo defectos y abusos que oscurecen y empobrecen su significado profundo. De ahí la necesidad de revisar periódicamente la celebración de la liturgia ofreciendo orientaciones y directrices litúrgicas siempre que parezca oportuno.

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• Celebración litúrgica en cada parroquia

El Concilio habla de «la necesidad de fomentar teórica y prácticamente entre los fieles y el clero la vida litúrgica parroquial y su relación con el Obispo» . Dentro de la diócesis, la parroquia es la comunidad litúrgica por ex­celencia, centro de iniciación sacramental y lugar más propio de la asamblea litúrgica dominical. Esto no sig­nifica minusvalorar a otras comunidades, como las reli­giosas, que tienen su propia naturaleza y misión; no sig­nifica menospreciar otros lugares de culto, como santua­rios, capillas, ermitas, que tienen su propia función. De lo que se trata es de situar correctamente la vida litúrgica de la comunidad cristiana.

Por todo ello es necesario corregir los defectos que pueda haber todavía, para que los sacramentos de la ini­ciación cristiana se celebren en la propia parroquia —Bau­tismo, Primera Comunión, Confirmación—; para que se vea la vinculación que han de guardar las misas domini­cales de las capillas y otros lugares de culto con la cele­bración eucarística de la propia parroquia, etc.

De ahí la necesidad de cuidar y mejorar la vida litúrgica de las parroquias. Para ello es importante que en las pa­rroquias se constituyan pequeños equipos de pastoral li­túrgica. Este equipo es el que se ha de preocupar de man­tener a la parroquia en contacto con el Secretariado de Liturgia, recibir y conocer las orientaciones y servicios litúrgicos que se envían, preparar con los sacerdotes las celebraciones, cuidar su adecuada realización, revisar los defectos de la liturgia parroquial, irla mejorando y enri­queciendo. ..

Por otra parte, es necesario que en cada parroquia se vaya creando ese grupo de fíeles al servicio de la liturgia:

5. Ibid., 42.

LA PASTORAL LITÚRGICA HOY OBJETIVOS Y TAREAS 2 3 9

monitores, lectores, acólitos, distribuidores de la comu­nión, cantores. Todos ellos con su debida preparación.

Sin duda, a lo largo de estos años se han dado pasos muy importantes en muchas parroquias, pero hoy se ve la necesidad de ayudar a las parroquias a valorar más la celebración litúrgica, consolidar y fortalecer estos equipos y formar debidamente a todos estos colaboradores para que ejerzan de manera adecuada su servicio.

• Servicios litúrgicos

Toda acción litúrgica, para ser bien celebrada, requiere una preparación. Los libros litúrgicos no prescriben mi­nuciosamente cada rito, sino que dan pie a que se puedan elegir diversos elementos: moniciones, cantos, lecturas, oraciones, silencios, plegarias eucarísticas, prefacios...

Con el fin de ayudar a las comunidades cristianas a preparar mejor sus celebraciones a lo largo del año, la diócesis puede ofrecer diversos servicios litúrgicos. Ser­vicios que ayuden a comprender mejor el sentido de una celebración o tiempo litúrgico, ofrezcan sugerencias e in­dicaciones para una mejor celebración, aporten monicio­nes posibles, cantos, guiones de homilía...

Pero de nada servirán todos esos esfuerzos si en cada parroquia no se utilizan esos materiales o no se pone el debido empeño en aplicarlos a las circunstancias concretas de la propia comunidad.

3. El equipo de liturgia en la parroquia

• Constitución del equipo de liturgia

Toda parroquia debería contar con un pequeño grupo de cristianos que colaboraran con los sacerdotes en la tarea de cuidar y alentar la vida litúrgica de la comunidad.

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Naturalmente, si la parroquia es pequeña, bastarán dos o tres personas que colaboren con el párroco en el desarrollo de una vida litúrgica digna. Pero en parroquias mayores convendrá constituir un equipo de colaboradores com­puesto por más o menos miembros, según las necesidades y la vitalidad de la comunidad.

Este equipo, si quiere animar una liturgia que sea cul­men y fuente de toda la vida parroquial, no puede actuar al margen del resto de la parroquia. Convendrá que al menos algunos de estos colaboradores estén trabajando en otros campos pastorales (v. gr., catequesis, jóvenes, Ca­ritas...) y representen diversos sectores de la parroquia. De esta manera podrá el equipo seguir mejor la vida pas­toral de la parroquia y recoger las inquietudes y problemas que se viven en la comunidad.

Por otra parte, dada la importancia de los sacerdotes como presidentes de la acción litúrgica, este equipo sólo podrá ser eficaz si mantiene una estrecha relación con el párroco y el equipo de sacerdotes y si éstos aceptan real­mente tal colaboración. De lo contrario, será fuente de tensiones, frustraciones y sufrimiento.

Entre los rasgos a destacar en estos colaboradores de la pastoral litúrgica, señalaríamos cuatro:

—Testimonio de vida cristiana. Las personas que han de aparecer ante la comunidad cristiana colaborando en lo que constituye el centro nuclear de la vida cristiana han de ser conocidas en la parroquia y aceptadas como cre­yentes que tratan de vivir fielmente su fe en los diver­sos aspectos de la vida individual, familiar, profesional, social...

—Sensibilidad litúrgica. Es decir, personas que tengan sentido de Dios, se esfuercen por vivir las celebraciones y penetrar en su sentido profundo y sepan orar en co­munidad.

—Servicio a la comunidad. Los equipos litúrgicos han de saber que no actúan en nombre propio, ni siquiera del

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párroco, sino que realizan un servicio a toda la comunidad. Por lo tanto, han de ser personas que no busquen ningún tipo de protagonismo personal ni se afanen por satisfacer sus propios gustos. Lo que han de buscar siempre es que la acción litúrgica sea vivida de manera viva, consciente y activa por toda la comunidad.

—Disponibilidad para la formación. Esta colaboración exige una formación litúrgica adecuada. La vida litúrgica se va empobreciendo y deteriorando en la medida en que ignoramos el sentido y contenido profundo de las cele­braciones. Necesitamos personas dispuestas a irse for­mando cada vez mejor en este campo litúrgico.

• La formación litúrgica del equipo

La eficacia de estos equipos depende, en gran parte, de su preparación y capacitación litúrgica. Por eso, tal vez el primer compromiso debiera ser el de preocuparse de esta formación. Es necesario organizar cursillos de liturgia dirigidos de manera especial a los miembros de estos equi­pos y, tal vez, el funcionamiento permanente de alguna escuela de liturgia. Junto a esto, sería conveniente elaborar una orientación bibliográfica sencilla, señalando los libros fundamentales que debería leer un colaborador de pastoral litúrgica. Tal vez sería posible proporcionar a las comi­siones artículos seleccionados y otros servicios de for­mación.

• El cuidado de la vida litúrgica parroquial

Esta es la tarea más importante de la comisión litúrgica dentro de la parroquia: ocuparse de que en la parroquia se pueda desarrollar una vida litúrgica auténtica. Lo cual abarca diversos aspectos:

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242 «HACED ESTO EN MEMORIA MÍA»

—Elementos materiales

Asegurar que la parroquia cuente con todo lo necesario para una celebración digna: un templo bien dispuesto, limpio, ordenado, con las debidas condiciones de luz y audición, con una buena distribución de los bancos; un presbiterio adecuado, altar, ambón; ornamentos renovados convenientemente, dignos, limpios; libros para el presi­dente, lectores, coro, organista; libros para el pueblo. El equipo tiene que revisar todo esto, mejorar las condiciones para una buena celebración y cuidar permanentemente to­dos estos elementos.

—El grupo de servidores de la liturgia

El equipo de liturgia se ha de preocupar de ir consti­tuyendo poco a poco, dentro de la parroquia, un grupo de cristianos al servicio de las diferentes tareas litúrgicas. Esto exige encontrar personas que, por su testimonio de vida y su disponibilidad, sean aptas para estos servicios; ayudarlas a entender y valorar su servicio; capacitarlas para realizarlo bien. La acción litúrgica pide la colabo­ración de otras personas además del presbítero presidente: monitores, acólitos, lectores, cantores, distribuidores de la comunión, el coro, el director de canto, el organista, encargados de acoger y colocar a las personas, personal de limpieza...

La vida litúrgica cambia, se renueva y adquiere otro tono cuando la parroquia puede contar con un grupo de cristianos preparados que colaboran en la celebración.

—La creación de la asamblea litúrgica

Para que la liturgia sea algo vivo, es importante que la asamblea litúrgica que se reúne para la celebración re­cupere toda su vitalidad. La asamblea litúrgica no es un

LA PASTORAL LITÚRGICA HOY OBJETIVOS Y TAREAS 2 4 3

simple conglomerado social ni un grupo de amigos ni una masa pasiva. Es una congregación de creyentes que se sienten miembros de una misma comunidad y participantes en la celebración de una misma fe.

La creación de una asamblea litúrgica requiere toda una pedagogía para que aquellas personas se sientan co­munidad celebrativa, con conciencia de pertenencia a una comunidad cristiana, y no simplemente «el grupo de la misa de doce». Por ello es importante el enfoque de la celebración, el ambiente que se crea, la introducción pre­paratoria a la celebración, las moniciones... Por otra parte, hay asambleas que hay que cuidar de manera particular, como las de los bautismos, matrimonios, primeras co­muniones, funerales, para que la familia, con ser muy importante, no suplante indebidamente a la asamblea cris­tiana. Es necesario también que las celebraciones de niños o de jóvenes aparezcan claramente vinculadas a la totalidad de la comunidad cristiana.

En toda esta tarea de crear verdadera asamblea litúrgica tiene un papel insustituible el presidente, pero es necesaria al mismo tiempo toda una atención, un cuidado y una labor pedagógica en la que ha de colaborar el equipo de liturgia.

—El desarrollo adecuado de la vida litúrgica

En último término, lo que se ha de buscar y asegurar es que en la parroquia la vida litúrgica se desarrolle de la manera más adecuada: que se supere la rutina y la inercia, para devolverle a cada celebración su densidad humana y religiosa; que la celebración recoja y exprese la vida de aquella comunidad parroquial, sus inquietudes, necesi­dades y aspiraciones; que se inscriba en el conjunto de la vida pastoral de la parroquia; que la celebración responda a los problemas, necesidades, sufrimientos y gozos del hombre de hoy; que en las celebraciones se busque un

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equilibrio entre la acción comunitaria y la participación individual, entre los gestos externos y la adhesión interior, entre la observancia de las normas litúrgicas y la creati­vidad y adaptación a la comunidad, entre la palabra y el silencio.

• Educación litúrgica de la comunidad parroquial

Una de las tareas importantes del equipo es tratar de que las comunidades parroquiales estén bien educadas li­túrgicamente: que conozcan el sentido de las diversas ce­lebraciones, en especial de la eucaristía; que comprendan el lenguaje litúrgico, el contenido profundo de los gestos. Esto exige asegurar que los catequistas de niños, monitores de jóvenes, etc. tengan una formación litúrgica y se preo­cupen de darla. Por otra parte, conviene organizar perió­dicamente para todo el pueblo catequesis litúrgicas sobre temas básicos.

Es muy importante, además, no olvidar la tarea edu­cadora que se puede realizar a través de las moniciones para guiar al pueblo en su participación, ayudarle a entrar en la celebración comprendiendo los ritos, dando sentido a los gestos, creando un ambiente de oración y recogi­miento...

• Preparación de las celebraciones

Ésta es una de las tareas más concretas e importantes a realizar en la parroquia si queremos una celebración más viva y auténtica. La preparación de una celebración exige:

—Fijar bien el propósito y el sentido de aquella ce­lebración. Que todos los que van a participar en la cele­bración sepan qué se va a celebrar y por qué. No todas las celebraciones son iguales. No es lo mismo un domingo de Adviento que uno de Pascua. No es lo mismo una

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primera comunión que una confirmación. Por otra parte, es necesario saber encuadrar la celebración en la vida de la comunidad, en los acontecimientos que se están viviendo, en las preocupaciones que tienen las personas reunidas...

—Preparar todo lo necesario para la celebración. Ade­más de la preparación de todos los elementos materiales, es muy importante elegir y seleccionar bien, según las circunstancias, los elementos de la misma celebración: oraciones, prefacios, plegariaeucarística, lecturas, cantos, salmos... Por otra parte, es menester preparar la intro­ducción y las diversas moniciones. En celebraciones más importantes o complejas, puede ser conveniente elaborar un guión de la celebración para lograr la coordinación y armonía de todos los que participarán en la misma (pre­sidente, monitor, lectores, coro, organista...). Para no im­provisar a última hora, es conveniente distribuir con su­ficiente antelación las diversas tareas y servicios litúrgicos.

• Realización de las celebraciones

Naturalmente, lo verdaderamente importante es la ce­lebración misma de la acción litúrgica. El equipo de li­turgia deberá estar atento a que las celebraciones no caigan: 1) en un formalismo vacío, es decir, una liturgia donde se observan todas las normas y leyes litúrgicas, pero donde falta vida, oración, participación interior; 2) en una rutina donde se va realizando todo según lo acostumbrado, sin que se recoja y exprese la vida cambiante de las personas y de la comunidad; 3) en una acción en la que participan sólo el sacerdote y algunos fieles, mientras el pueblo asiste pasivamente como espectador.

Será conveniente que el equipo sepa revisar periódi­camente las celebraciones de la parroquia para señalar las deficiencias que se observan y los defectos en que se incurre, con el fin de corregirlos y seguir mejorando la vida litúrgica parroquial.

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246 «HACED ESTO EN MEMORIA MÍA»

4. Ejes de la pastoral litúrgica parroquial

Vamos a señalar, aunque sea brevemente, los diversos campos de acción en la pastoral litúrgica de la parroquia.

• El domingo

Según el Vaticano II, «el domingo es la fiesta pri­mordial» para el cristiano, «fundamento y núcleo de todo el año litúrgico» . Sin duda, la vida moderna ha hecho más difícil la vivencia cristiana del domingo, pero éste sigue siendo el núcleo de la vida de la comunidad. Hemos de recuperar toda la hondura del domingo como día de la resurrección, día de la eucaristía, día de la asamblea cris­tiana, día de escucha de la Palabra, día del descanso y la esperanza.

Todo ello exige una acción pastoral que abarca diver­sos aspectos: la víspera del domingo, la distribución ade­cuada de las Misas, la llamada (campanas), la acogida, la misma celebración.

• El año litúrgico

Según el Concilio, «en el círculo del año (la Iglesia) desarrolla todo el misterio de Cristo, desde la Encarnación y la Navidad hasta la Ascensión, Pentecostés y la expec­tativa de la dichosa esperanza y venida del Señor. Con­memorando así los misterios de la redención... se hacen presentes en todo tiempo para que puedan los fieles po­nerse en contacto con ellos y llenarse de la gracia de la salvación» .

6. Ibid., 106. 7. Ibid., 102.

LA PASTORAL LITÚRGICA HOY. OBJETIVOS Y TAREAS 247

El año litúrgico constituye el alimento principal y la mejor pedagogía para crecer en la incorporación a Cristo. Vivimos en una sociedad que tiene su propio calendario laboral, sus fiestas civiles, sus vacaciones y sus intereses comerciales; pero el año litúrgico puede ser también hoy el nervio de la vida de la comunidad. Ello exige, natu­ralmente, cuidar y preparar bien los diversos tiempos li­túrgicos (Adviento, Navidad, Cuaresma, Semana Santa, Pascua, Pentecostés) para ayudar a los fieles a vivir el espíritu propio de cada uno de ellos.

• La liturgia sacramental

La liturgia sacramental exige una preparación parti­cular, pues en los sacramentos alcanza la liturgia cristiana su culmen como celebración de la gloria de Dios y acogida de la salvación. Naturalmente, la parroquia ha de cuidar la catequesis previa que prepare a los fieles a celebrar cada sacramento.

El equipo de liturgia se ha de ocupar, sobre todo, de que la celebración sea viva y auténtica, colaborando para ello con otras comisiones pastorales, v. gr., con la de catequesis para las primeras comuniones; con la de ju­ventud para la confirmación; con la de pastoral sanitaria para la unción de los enfermos; etc.

• La oración comunitaria

Una comunidad cristiana ha de convocar a sus fieles no sólo para la celebración litúrgica, sino también para la oración comunitaria no propiamente litúrgica. En nuestras parroquias han desaparecido novenarios, triduos, devo­ciones que en otro tiempo alimentaron la vida cristiana del pueblo y que no han sido sustituidos debidamente. Por otra parte, son bastantes los cristianos que sienten nece­sidad de silencio, oración, encuentro con Dios...

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248 «HACED ESTO EN MEMORIA MÍA»

Tenemos ahí toda una tarea que hemos de realizar poco a poco: ofrecer encuentros de oración, revisar y adaptar formas de oración; ayudar a los fieles a orar en silencio; ofrecerles posibilidades de escuchar la Palabra de Dios con sosiego...

• La religiosidad popular

Junto a todo esto, no hemos de olvidar esa religiosidad popular que, en algunas parroquias, puede tener gran im­portancia si sabemos purificarla de sus deficiencias y re-vitalizar sus valores (fiestas locales, devociones populares, culto a los santos, ermitas y santuarios, etc.).

Aunque requiere discernimiento y lucidez, creemos que es posible, sin caer en la promoción ligera e indis­criminada de lo mágico o folklórico, estimular y ahondar en el contenido evangélico y evangelizador de muchas tradiciones populares.

8. Véase el cap. 12: «La parroquia, comunidad orante».

12 La parroquia,

comunidad orante

SUMARIO

1. ¿Son hoy nuestras parroquias comunidades orantes?

• Poca valoración de lo contemplativo • Celebración litúrgica vacía de interioridad • Descuido de la vida interior de los agentes de pastoral • Poco impulso de la oración no litúrgica • Falta de una pedagogía de la oración • Falta de silencio y de clima de oración • Otros aspectos

2. La parroquia, comunidad orante

• La parroquia, casa de oración • Encuentros de oración • Grupos de oración • La oración de las Horas • El culto a la eucaristía • La religiosidad popular • Enseñar a orar

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Para la mayoría de los creyentes, la parroquia sigue siendo, con todas sus lagunas y deficiencias, el ámbito eclesial donde viven y alimentan su fe, la comunidad don­de se enraiza la experiencia cristiana de nuestras gentes. Por eso hemos de celebrar con gozo todos los esfuerzos que se vienen realizando por caminar hacia unas parroquias más evangélicas y con mayor fuerza evangelizadora.

Sin embargo, hay algo que nunca hemos de olvidar. La acción evangelizadora arranca siempre de la experien­cia personal de la salvación de Jesucristo que se vive en la comunidad creyente; evangeliza la comunidad que ha hecho en su interior la experiencia del evangelio. La evan-gelización es siempre expansión, irradiación, comunica­ción de esa experiencia de salvación que vive la comunidad creyente. Por eso hemos de ser lúcidos. Por muchos cam­bios que se introduzcan en el trabajo y la estructura pas­toral, nuestras parroquias no tendrán más fuerza evange­lizadora si en su interior no hay una experiencia más viva de lo que es acoger al Dios que nos salva en Jesucristo.

Si queremos impulsar una nueva evangelización en la sociedad contemporánea, hemos de redescubrir la impor­tancia de la parroquia como comunidad orante y recuperar las posibilidades que ofrece como ámbito eclesial donde puede y debe alimentarse la vida orante de los creyentes y su fuerza evangelizadora.

Por todas partes surgen hoy grupos de oración con métodos y contenidos diversos, «talleres» de oración, ex-

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periencias diversas de silencio y contemplación, formas nuevas de expresión religiosa, todo ello signo de la acción del Espíritu entre los creyentes. Pero no hemos de olvidar lo que nos dice P. Jacquemont: «Seguirá siendo verdad que el auténtico resurgimiento de la oración cristiana ven­drá por el camino de la renovación de la vida de las co­munidades cristianas, ámbito en el que se engendra la vida en el Espíritu»1.

Mi reflexión tendrá dos partes: antes que nada, nos preguntaremos si nuestras comunidades parroquiales son hoy comunidades orantes; es saludable que veamos los logros y aspectos positivos, pero también que observemos con lucidez las lagunas y deficiencias más notables. En la segunda parte sugeriré algunas pistas para promover hoy la parroquia como comunidad orante, es decir, no sólo como asamblea litúrgica donde se celebra la fe, sino como comunidad donde los creyentes se congregan para orar en común a su Padre.

1. ¿Son hoy nuestras parroquias comunidades orantes?

La primera pregunta que nos podemos hacer es muy sencilla: ¿en qué medida son hoy nuestras parroquias co­munidades orantes?

Sin duda, en nuestras parroquias se ora. Se invoca a Dios, se alaba su grandeza, se celebra el misterio de nues­tra salvación en Jesucristo, se pide perdón... Y es mucho lo que a lo largo de estos últimos años se ha ido logrando en bastantes comunidades parroquiales.

En general, la celebración litúrgica se realiza de una manera más digna y cuidada. Ha crecido la comprensión

1. P. JACQUEMONT, La audacia de orar, Santander 1973, p . 88.

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del pueblo y su participación en la acción litúrgica. Se cuida más la dimensión comunitaria de los sacramentos. La eucaristía ha adquirido una importancia más central. Se escucha y se conoce mejor la Palabra de Dios. Se han hecho esfuerzos notables en la preparación presacramen-tal. En bastantes parroquias se observa una mayor crea­tividad y una búsqueda de nuevas formas de oración. Se han renovado bastantes iglesias y se ha cuidado más la disposición del altar-y el ambón. Van surgiendo comisio­nes litúrgicas y grupos de oración. Cada vez son más los fieles que toman parte en los diversos servicios del culto... Se puede decir, en general, que las parroquias celebran hoy su fe de manera más viva y consciente.

Sin embargo, podemos señalar deficiencias y lagunas notables que exigen hoy una atención particular. Si las recordamos aquí, no es para subrayar los aspectos nega­tivos, sino para ver con mayor lucidez por dónde hemos de caminar para construir una verdadera comunidad oran­te. Me limitaré solamente a aquello que juzgo de mayor importancia para estimular nuestro quehacer.

• Poca valoración de lo contemplativo

Son mayoría las parroquias donde predomina de ma­nera desproporcionada la actividad pastoral e incluso la agitación, la organización del trabajo, las reuniones, la planificación y revisión, con una clara minusvaloración de lo contemplativo. Se busca la eficacia y el rendimiento pastoral inmediato. Siempre queda en segundo plano la adoración, la alabanza, la comunicación gratuita con Dios, la efusión de la oración.

La vida y el trabajo pastoral de muchas parroquias están impregnados de una actitud excesivamente utilita­rista y poco contemplativa. Incluso las celebraciones son entendidas y vividas, en sus diferentes formas y manifes­taciones, como «plataforma de lanzamiento» para conse-

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guir algo útil. Se ora y se celebra la fe para convencer a los participantes de la necesidad de actuar, comprometerse y transformar el mundo.

Naturalmente, nadie cuestiona que oración y vida, lu­cha y contemplación, han de ir estrechamente unidas en el creyente. Lo grave es constatar que, con frecuencia, no se valora la oración y la celebración desde dentro, desde su mismo ser, sino que parece que se han de justificar desde fuera y han de estar al servicio de algo útil y rentable pastoralmente.

• Celebración litúrgica vacía de interioridad

Precisamente por lo que acabamos de señalar, muchas veces las celebraciones litúrgicas de nuestras parroquias aparecen escoradas hacia el discurso racional y la exterio-rización, con un déficit claro de experiencia interior. Se han hecho esfuerzos importantes por devolver a la liturgia su lugar central en la vida de la comunidad cristiana, pero falta muchas veces una interiorización del misterio que se celebra, una personalización interior de la Palabra y de la Acción salvadora.

Sigue pesando todavía en muchos la idea de «observar el precepto» y cumplir una obligación, se observa una tendencia a que la oración de petición lo invada todo, y falta con frecuencia la comunicación gozosa con Dios y la apertura al Misterio.

Los mismos esfuerzos que se hacen para lograr una mayor participación (preparación, moniciones, exhorta­ciones, etc.) se reducen a veces a promover una comu­nicación exterior y horizontal (entre la asamblea y el pre­sidente, los oyentes y el lector, los fieles entre sí), pero no siempre logran una participación más profunda en el misterio que se celebra y una comunicación más viva con Dios. Se canta y se ora con los labios, pero el corazón está ausente.

LA PARROQUIA, COMUNIDAD ORANTE 255

• Descuido de la vida interior de los agentes de pastoral

En muchos casos no se cuida debidamente la vida interior de los hombres y mujeres que colaboran en la marcha de la parroquia.

Bastantes de ellos, desbordados por una actividad ex­cesiva, atrapados en la rueda de compromisos, reuniones y tareas diversas, privados de verdadero alimento para su vida interior, corren el riesgo de irse convirtiendo, poco a poco, en funcionarios, más que en testigos de la fe y evangelizadores.

Sin embargo, el descuidar la oración y la contempla­ción en el trabajo pastoral no dará nunca más eficacia a la acción evangelizadora de las parroquias, sino que la empobrecerá de raíz.

• Poco impulso de la oración no litúrgica

En muchas parroquias han ido desapareciendo en estos años novenarios, triduos, devociones, ejercicios piadosos, etc., que en otro tiempo alimentaron la vida cristiana del pueblo y que, muchas veces, no han sido debidamente sustituidos.

Prácticas piadosas tan arraigadas como el rosario, la bendición del Santísimo o el vía-crucis han quedado bas­tante arrinconadas. Los meses devocionales de tanta tra­dición como el mes de Mayo (María), el de Junio (Sgdo. Corazón), el de Octubre (el Rosario), el de Noviembre (difuntos) han dado paso a una mayor valoración del año litúrgico. En bastantes parroquias la oración ha quedado reducida a la celebración litúrgica. A veces parece que todo se resuelve celebrando la misa.

Sin embargo, son cada vez más los creyentes que sien­ten necesidad de encontrar nuevos espacios y posibilidades

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de oración y encuentro con Dios. Poco a poco, las parro­quias comienzan a promover nuevas experiencias de ora­ción no propiamente litúrgicas y a convocar encuentros. Sin embargo, es todavía mucho lo que queda por hacer.

Se observa todavía una especie de inhibición y falta de creatividad. Se habla mucho de la importancia y la necesidad de la oración, pero luego es muy poco lo que se hace para indicar caminos nuevos, ofrecer ayudas y promover sugerencias concretas para la oración personal, en grupo, en familia...

• La falta de una pedagogía de la oración

Dice H. Caffarel: «Estoy convencido de que si, des­pués de veinte siglos, al inmenso esfuerzo de predicación, enseñanza y catequesis se hubiese añadido un esfuerzo no menos intenso de iniciación a la oración interior, el rostro del mundo sería diferente. De hecho, ¡cuántos niños han seguido el catecismo y no han aprendido jamás a orar... !»2

Sin duda, hemos de valorar debidamente los esfuerzos que se hacen en la catequesis de infancia y en la educación de la fe de los jóvenes, pero hemos de decir que, por lo general, es muy poco e insuficiente lo que se hace en las parroquias para enseñar a orar.

Las personas inquietas que buscan caminos de oración y encuentro con Dios se han de dirigir, por lo general, a monasterios, comunidades religiosas o grupos diversos; pero mucha gente sencilla, que nunca dará esos pasos, se encuentra desasistida para aprender a orar de manera más profunda.

2. H. CAFFAREL, Cinq soirées sur lapriére intérieure, París 1980, p. 113.

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• La falta de silencio y de clima de oración

La vida moderna, llena de ruidos, agitación, prisas, TV, llamadas de teléfono, desplazamientos constantes..., va poco a poco agotando el psiquismo de las personas, arrebatándoles la capacidad de silencio interior y de profundización . Nunca como ahora han necesitado los creyentes espacios de silencio, calma y sosiego para en­contrarse consigo mismos y con Dios.

Poco a poco, las parroquias van descubriendo esta necesidad del hombre moderno, pero no es todavía mucho lo que saben ofrecer. Las celebraciones litúrgicas están invadidas muchas veces por la palabra, los cantos y las prisas. Falta silencio, sosiego, unción. Muchas iglesias permanecen cerradas a lo largo del día sin que los creyentes puedan encontrar una «casa de oración». Otras veces, la misma estructura arquitectónica no es la más adecuada para el recogimiento, la recuperación de la paz interior y el encuentro silencioso con Dios.

• Otros aspectos

Sin duda, podríamos tomar nota de otros muchos as­pectos más o menos deficientes: la excesiva clericalización de las acciones litúrgicas, las celebraciones configuradas según los gustos del presbítero de turno, el individualismo religioso, el tono poco festivo de algunas celebraciones, los abusos y desviaciones, de carácter sociológico y fol­klórico, de algunos sacramentos.

Sin embargo, lo dicho puede ser suficiente para esti­mularnos en nuestra tarea de promover hoy una parroquia

3. Véanse las oportunas observaciones de J. M. ZUNZUNEGUI en su interesantísimo estudio Crisis de oración, Oración nueva, San Se­bastián 1982, pp. 26-27.

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que sea cada vez más una comunidad orante. Pero ¿qué podemos hacer?; ¿hacia dónde hemos de dirigir princi­palmente nuestra atención y nuestros esfuerzos?

2. La parroquia, comunidad orante

Como decíamos en el capítulo anterior, hemos de re­cuperar antes que nada la parroquia como comunidad li­túrgica donde el creyente viva su vida sacramental y ce­lebre la eucaristía dominical. Pero la parroquia no es sólo la comunidad donde se celebra la acción litúrgica de la Iglesia, sino la casa donde los hijos de Dios se reúnen para orar a Dios, su Padre.

Esta oración de la comunidad parroquial, no propia­mente litúrgica, es de gran importancia y debe impregnar las diversas actividades de la parroquia. Sin ella, fácil­mente se cae en el activismo, en la rutina pastoral o en el funcionamiento mecánico.

Por otra parte, cuando los creyentes de la parroquia y de los diferentes grupos se reúnen para orar, están expre­sando su identidad más profunda de pueblo de Dios con­gregado ante su Señor. Dan gracias al Padre por la sal­vación realizada en Jesucristo. Piden con insistencia la venida del Reino de Dios y celebran su esperanza final en el Señor que vendrá.

Toda la oración que podamos hacer de manera indi­vidual, en el seno del hogar o en el pequeño grupo, debería ser como una extensión o una concreción de esa oración que hemos de promover en el interior de la comunidad cristiana. ¿Cómo reavivar la parroquia como comunidad orante?

• La parroquia, casa de oración

El verdadero ámbito donde tiene lugar la oración cris­tiana y la presencia del Espíritu es la misma comunidad

LA PARROQUIA, COMUNIDAD ORANTE 259

de creyentes y no tanto el lugar físico o edificio donde se reúnen. El nuevo templo de Dios es la comunidad cristiana (1 Pe 2,5; Ef 2,19-22).

Sin embargo, también el lugar donde se reúne la co­munidad orante tiene su importancia, y hemos de hacer un mayor esfuerzo para que las iglesias parroquiales sean verdaderas casas de oración. Son muchos los detalles que hay que cuidar.

Por lo general, el espacio de los templos está ordenado en función de la celebración litúrgica (el presbiterio con el altar, el ambón y la presidencia, o la nave como lugar del pueblo), pero no en función de la oración no litúrgica. De ahí la necesidad, sobre todo en iglesias grandes, de organizar y distribuir el espacio de manera más adecuada, o acondicionar alguna capilla, oratorio o lugar apropiado para la oración personal o de grupo más reducido.

Es importante también cuidar la disposición o colo­cación de las personas, la iluminación, la acústica, las imágenes y los símbolos, la cruz, la Biblia, los asientos...

Hemos de cuidar sobremanera las condiciones am­bientales, para que ayuden a entrar en el silencio del co­razón y de todo el ser, silencio que permita construir al hombre interior y encontrarse con Dios4.

Deberíamos cuidar también la ambientación musical en ciertos momentos. Poner a disposición de los fieles libros, textos, folletos, revistas y elementos diversos que les puedan ayudar a orar.

Naturalmente, hay que procurar que el templo esté abierto, al menos, al atardecer, lo cual exigirá muchas veces personas que se hagan presentes a determinadas

4. Véanse las sabias y profundas consideraciones sobre el silencio de las Fraternidades Monásticas Jerusalén, Un camino monástico en la ciudad, Estella 1982, pp. 49-56.

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horas, cuiden el lugar, acojan a la gente... Todo esto es posible cuando en la parroquia hay un grupo dispuesto a promover la dimensión orante de la comunidad parroquial.

• Encuentros de oración

La parroquia ha de saber convocar a sus fieles, no sólo para la celebración litúrgica, sino también para la oración no sacramental. Hemos de promover experiencias de ora­ción que ayuden a los creyentes a orar en silencio, a es­cuchar la palabra de Dios con sosiego, a descubrir nuevos caminos de interiorización y búsqueda de Dios.

Estos encuentros pueden ser muy diversos y ser or­ganizados para agentes de pastoral (catequistas, personal de Caritas, etc.) o para jóvenes, personas de tercera edad, padres, novios... Pueden tener estructuras diferentes y apoyarse en elementos variados (escucha de la Palabra de Dios, silencio, oración sálmica, plegaria espontánea, me­ditación personal, audición de música...).

Estos encuentros de oración, dentro de la variedad y creatividad que los puede caracterizar, no deberían ser vividos al margen de la liturgia, sino que muchas veces deberían inspirarse o ser como una prolongación de lo que se vive en la celebración litúrgica. En este sentido, pueden tener importancia particular los encuentros de oración en tiempos fuertes como el Adviento, la Navidad, Cuaresma, Pascua, Vigilia de Pentecostés...

La animación de estos encuentros de oración no tiene por qué estar en manos de los presbíteros. El ideal sería contar con un grupo de oración que lo promoviera.

• Grupos de oración

Son muchos los grupos de oración que el Espíritu va suscitando en la Iglesia y que deberían encontrar acogida en la parroquia.

LA PARROQUIA, COMUNIDAD ORANTE 261

Grupos de personas que se sienten vinculadas, no sim­plemente por lazos de amistad, edad, sintonía de ideas, etc., sino por la escucha de una misma llamada a la ora­ción.

Grupos donde se puede ahondar en la oración, subra­yando una espiritualidad concreta (carmelitana, francis­cana...), la sensibilidad a una determinada corriente de oración (Taizé, carismáticos...) o una particular orienta­ción bíblica, eucarística...

Grupos donde la relación personal puede ser más cálida y donde la espontaneidad, la creatividad y la comunicación pueden ser mayores. Grupos donde los gestos, las palabras y los silencios pueden tener una calidad más familiar y menos solemne.

Grupos no cerrados en sí mismos, sino abiertos, ca­paces de invitar y acoger a otras personas sin perder su propia entidad. Grupos capaces de crear nuevos grupos. Y, naturalmente, grupos con sentido de pertenencia a la comunidad total, que toman parte y animan la oración de toda la comunidad parroquial.

• La oración de las Horas

La oración de las Horas ha estado durante mucho tiem­po reservada a las comunidades monásticas, a los religio­sos y a los clérigos. Poco a poco, comienza a ser también alimento de toda clase de creyentes.

Podemos decir que la Liturgia de las Horas es la ora­ción comunitaria por excelencia, la expresión más típica de la comunidad orante que alaba a Dios, el medio mejor para santificar el tiempo que vamos viviendo.

Esta oración de las Horas debería ser promovida hoy con más decisión en las parroquias. Las razones son varias. Por una parte, es una oración que ofrece una estructura

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litúrgica sobria que puede liberar de tantas prácticas pia­dosas a veces desviadas. Por otra parte, es una oración que permite la creatividad y la adaptación a la vida con­creta del grupo orante. Es, además, una oración que nos educa en la actitud de alabanza, adoración y meditación gozosa de las obras de Dios. Para muchos creyentes puede ser fuente de espiritualidad y alimento de su fe y de su entrega evangelizadora.

Algunas parroquias han comenzado ya a establecer la oración de Laudes y Vísperas, al menos en los tiempos fuertes o en la víspera de las fiestas más importantes. Naturalmente, si no queremos caer en la rutina, es nece­sario que algunas personas se responsabilicen de la pre­paración, la debida explicación de los salmos, la creati­vidad, la recitación adecuada, los cantos, etc.

• El culto a la eucaristía

La reflexión teológica actual nos ha ayudado a situar más correctamente el culto a la eucaristía fuera de la misa .

Antes que nada, la reserva eucarística en el sagrario es un memorial, es decir, testimonio permanente que nos recuerda la eucaristía que ha celebrado anteriormente la comunidad cristiana. Este pan eucarístico es como el eco de aquella celebración, el fruto que se prolonga hasta no­sotros. Por esta eucaristía, conservada en las iglesias y oratorios, Cristo se hace presente en medio de nosotros como «Emmanuel», es decir, «Dios con nosotros». Aquí se condensa y se expresa de manera más fuerte la presencia de Cristo en medio de nosotros.

5. Véase la Revista Orar, n. 39, dedicado a «La oración de las Horas».

6. Cfr. A. OLIVAR, «El desarrollo del culto eucarístico fuera de la misa»; P. TENA, «La adoración eucarística. Teología y espiritualidad»: ambos artículos, en Phase 5 (1983), pp. 187-208.

LA PARROQUIA, COMUNIDAD ORANTE 263

Pero esa presencia sacramental de Cristo no se ha de entender de manera estática, sino como un hecho diná­mico, una donación del Padre que nos entrega a su Hijo como Salvador. «Una presencia ofrecida». Por eso, esta presencia eucarística en el sagrario pide una acogida de su acción transformadora, una actitud de adoración y ac­ción de gracias, un deseo de comunión profunda con Cris­to, un deseo de que venga para siempre como Señor (Ma-ranathá!).

Todas las iglesias parroquiales tienen su sagrario y están habitadas por esta presencia eucarística del Señor. Las parroquias deberían hoy ahondar y enriquecer este culto a la eucaristía, promoviendo la visita al sagrario, la adoración de la eucaristía, la bendición del Santísimo, desde la actual reflexión teológica y las nuevas orienta­ciones del Ritual, que invita a alimentar la oración ante el Santísimo Sacramento con cantos, oraciones, lectura de la Palabra de Dios, breves exhortaciones y momentos oportunos de silencio7.

• La religiosidad popular

El pueblo ha desarrollado, por su parte, toda una re­ligiosidad popular que, con frecuencia, encierra desvia­ciones y deficiencias notables, pero que contiene, sin duda, valores y experiencias que han alimentado su fe.

No podemos ignorar esta religiosidad popular ni, mu­cho menos, menospreciarla. Hemos de hacer de la liturgia una celebración cada día más viva, participada y enraizada en el pueblo; y, por otra parte, revisar, purificar y cuidar los valores que la religiosidad popular encierra, vinculán­dola más con la vida litúrgica de la Iglesia.

7. Cfr Ritual para la Sagrada Comunión y el culto a la Eucaristía fuera de la Misa, n. 95.

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Los principales criterios a tener en cuenta serían: no promover lo que responde a esquemas socioculturales del pasado; sustituir los aspectos caducos inyectando un con­tenido más actual; incorporar una concepción antropoló­gica y teológica más sana; valorar la experiencia intuitiva, simbólica, festiva, vivencial que, con frecuencia, esa re­ligiosidad encierra; suprimir los elementos de carácter má­gico o supersticioso; desarrollar los valores evangélicos.

En este sentido, deberíamos revisar devociones po­pulares y ejercicios piadosos que todavía tienen eco en sectores del pueblo; la religiosidad nacida de la devoción a María y el culto a los santos (novenas, triduos); la prác­tica de los «meses devocionales» de mayo, junio, octubre, noviembre, dedicados respectivamente a María, Sgdo. Co­razón, Rosario y difuntos; la religiosidad en torno a san­tuarios, ermitas y lugares de culto (romerías, peregrina­ciones, procesiones, etc).

• Enseñar a orar

Algún pastoralista ha dicho que «el problema pastoral más urgente de nuestro tiempo es cómo enseñar a orar a nuestro pueblo»8. Es cierto que, si el corazón no se abre a Dios, ninguna pedagogía nos podrá enseñar a orar, pero también es verdad que el creyente necesita unas directri­ces, una orientación y unos apoyos externos que le ayuden a caminar al encuentro con Dios.

En una parroquia es necesario cuidar, antes que nada, la educación litúrgica. Los creyentes no pueden participar de manera consciente y profunda si desconocen el sentido de la liturgia, la estructura de la Eucaristía y los sacra­mentos, el significado de los gestos...

8. E. W. TRUEMAN-DICKEN, El crisol del amor, Barcelona 1967, p. 10.

LA PARROQUIA, COMUNIDAD ORANTE 265

Esta labor pedagógica ha de ser constante, para que la celebración no decaiga, sino que se viva cada vez con más hondura. Por otra parte, no ha de quedarse en lo puramente exterior. Se trata de educar en el sentido de Dios y de lo sagrado; introducir en el espíritu de la ce­lebración litúrgica; enseñar a participar de manera viva en la oración comunitaria; crear sentido de Iglesia.

Junto a esta formación litúrgica, las parroquias debe­rían esforzarse por promover una pedagogía oracional que ayudara a los creyentes a desarrollar sus propias posibi­lidades de vida interior y oración.

Hemos de actuar con mucho realismo. Antes que nada, hemos de valorar esa oración aparentemente pobre de mu­chas gentes: la oración que se expresa en fórmulas mil veces repetidas; oración llena de distracciones, sin gran hondura de concentración; oración deslucida de los que se conocen poco y mal a sí mismos; oración de los que sólo tienen una cultura rudimentaria; oración de los que no conocen técnicas de relajación o interiorización; ora­ción no ilustrada ni erudita ni sublime; oración de la ma­yoría, de los pobres, los simples, los que no se sienten buenos; oración que despierta la ternura de Dios y es escuchada siempre por su corazón de Padre.

No se trata de menospreciar esta oración. Al contrario, precisamente cuando se valora esta oración sencilla de las gentes es cuando se descubre que muchas de estas personas de corazón limpio se abrirían a Dios de una manera más honda y profunda si tuvieran a alguien que les enseñara a hacerlo.

Hoy nos faltan, desgraciadamente, maestros de oración que puedan acompañar espiritualmente a las personas en sus dudas, tanteos o falsos entusiasmos. Pero sí que puede haber en nuestras parroquias el grupo de oración, la pe­queña comunidad orante, que puede ser hoy para muchos verdadera escuela de oración.

Un grupo que cree clima de oración, que haga nacer el deseo de Dios, que ofrezca sugerencias y directrices,

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que estimule y sostenga la oración personal, que enseñe a escuchar la Palabra de Dios y a crear silencio interior, que prepare los espíritus para la celebración litúrgica.

Recordemos la exhortación de S. Pablo a la comunidad de Tesalónica. Exhortación que debería ser hoy escuchada en nuestras parroquias y comunidades cristianas: «Estad siempre alegres. Orad constantemente. En todo dad gra­cias, pues esto es lo que Dios, en Cristo Jesús, quiere de vosotros» (1 Ts 5,16-17).

Quinta Parte

«ANUNCIAD EL EVANGELIO

A TODA CRIATURA»

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13 Dimensión universal de la evangelización

SUMARIO

1. Dimensión universal de la acción evangelizadora

2. Cambio de actitud ante la misión universal

• La salvación extraeclesial • Todas las Iglesias en estado de misión • Evangelización y promoción humana • Evangelización y credibilidad

3. Impulso de la conciencia universalista

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No es difícil observar que algo ha cambiado estos últimos años en la conciencia universalista de las diócesis. La actitud de los cristianos ante «las misiones» no es la misma. La urgencia de una evangelización universal no aparece de manera tan explícita como antes en la predi­cación de los sacerdotes, la catequesis infantil o la ense­ñanza religiosa. Las vocaciones misioneras han disminui­do. Los Seminarios diocesanos no viven la apertura uni­versalista de hace años. Se ha ido haciendo cada vez más rara la marcha de misioneros y, por consiguiente, ha de­crecido el impacto concienciador que ello provocaba entre los creyentes.

Sin duda, la celebración de los «días misionales» sigue encontrando un eco notable (Domund, Clero Indígena, Santa Infancia). La propaganda es bien acogida, y sigue creciendo la aportación económica de los creyentes. Pero las diócesis ya no vibran con el tema de «las misiones». Viven más bien polarizadas sobre sus propios problemas, tratando de evangelizar la sociedad occidental, sin preo­cuparse las más de las veces del horizonte universal de la evangelización.

Las causas que explican esta nueva actitud son com­plejas. En estos últimos años se ha tomado conciencia más clara de que la salvación de los hombres no se realiza necesariamente dentro de la Iglesia. La presencia salva­dora de Dios se da también fuera de la Iglesia institucional, y su gracia trabaja a todo hombre antes de que llegue el misionero. Por otra parte, ha crecido la sensibilidad hacia

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272 «ANUNCIAD EL EVANGELIO A TODA CRIATURA»

algunos riesgos propios de la «tarea misional»: la actitud de superioridad de las Iglesias occidentales, la imposición de la cultura europea, la poca valoración de otras culturas y creencias religiosas... Todo ello ha supuesto una cierta crisis de la empresa misionera de la Iglesia.

Concurren además otros factores. La profunda crisis religiosa en Occidente trae como consecuencia una dis­minución notable de las vocaciones sacerdotales y reli­giosas y, por consiguiente, de las vocaciones misioneras. Los sacerdotes y religiosos se concentran en su propio país. El pueblo ya no vibra como cuando tiene en tierras de misión sacerdotes y religiosos a los que conoce, porque han salido de sus pueblos y comunidades.

¿Cómo impulsar hoy la nueva evangelización sin per­der el horizonte universal del Evangelio? ¿Cómo sostener y reavivar la conciencia universalista de las comunidades cristianas del Primer Mundo? Nuestra reflexión tiene tres momentos: 1) Antes que nada, hemos de recordar la di­mensión universal que ha de tener siempre la acción evan­gelizadora. 2) No basta con afirmar teóricamente el ca­rácter universalista de la evangelización; es necesario, ade­más, que concretemos cómo hemos de entender y vivir hoy desde Occidente esa apertura universalista de la fe. 3) Por último, sugeriremos algunas pistas para impulsar la conciencia universal en nuestras Iglesias diocesanas.

1. Dimensión universal de la acción evangelizadora

La dimensión universal de la acción evangelizadora no nace simplemente de un deseo o voluntad de Jesús expresado en aquellas palabras del Resucitado: «Id por todo el mundo y anunciad el evangelio a toda criatura» (Me 16,15). En realidad, este mandato de Jesús no hace sino recoger algo que nace naturalmente de la misma en­traña de la salvación cristiana y que los discípulos han descubierto en el hecho de la resurrección.

DIMENSIÓN UNIVERSAL DE LA EVANGELIZACIÓN 2 7 3

En Cristo, Dios mismo se ha encarnado y ha querido compartir la historia de la humanidad ofreciéndonos a to­dos los hombres la posibilidad de una salvación definitiva. Los discípulos, al descubrir que Dios ha resucitado a Jesús, han llegado a una conclusión: si Dios ha resucitado a Jesús y no a otros, quiere decir que en la vida y el mensaje de Jesús hay algo único, algo que puede llevar a los hombres a la salvación definitiva, incluso por encima de la muerte. No hay otra religión, otra filosofía, otra ética, otro sal­vador, otra doctrina, otro líder que pueda conducirnos a la salvación. Es Cristo el único Salvador. En consecuen­cia, los seguidores de Jesús irán por toda la tierra anun­ciando su fe a todos los pueblos.

La Iglesia no tiene otra misión: extender el evangelio de Jesucristo, sembrar el Reino de Dios inaugurado por Jesús. La Iglesia no es para sí misma, para su propia conservación, sino para esta misión de anunciar a Jesu­cristo. Y si la Iglesia olvida esto, está olvidando lo único que justifica su razón de ser. La Constitución Lumen Gen-tium nos lo recordaba: «Toda la comunidad creyente se debe a esa misión de anunciar en todo el mundo la llegada del Reino de Dios» . Y la Conferencia Episcopal Española lo concretaba así: «Esta misión de amplitud universal cons­tituye la única y suprema razón de ser de la Iglesia en la historia de los hombres, ya que en la tarea evangelizadora de la Iglesia prolonga Dios, por la acción del Espíritu, la misión confiada a su Hijo Jesucristo» (Asamblea Plenaria, noviembre de 1979).

Esta tarea evangelizadora de dimensiones universales no es un asunto del Papa o de las Congregaciones religiosas de carácter misionero. Es tarea de todas las Iglesias que integran la Iglesia universal. La responsabilidad evange­lizadora de una Iglesia diocesana no se agota en los límites estrechos de una diócesis. No podemos buscar exclusi-

1. Const. Lumen Gentium, 5.

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274 «ANUNCIAD EL EVANGELIO A TODA CRIATURA»

vamente el bien de nuestra Iglesia diocesana, desenten­diéndonos de la evangelización de todas las naciones.

Todos los creyentes, cada cual desde su Iglesia dio­cesana y desde su pequeña comunidad parroquial, debe­mos sentirnos responsables, a nuestra medida y desde nuestras posibilidades, de esa evangelización universal que la Iglesia está llamada a impulsar. Una Iglesia que se aisla de las demás Iglesias, que se desentiende de este com­promiso misionero universal y se polariza exclusivamente en su vida interna, es una Iglesia que no responde ade­cuadamente a su misión.

Esta exigencia universalista de la evangelización he­mos de entenderla de manera radical. Sería empobrecer lamentablemente la dimensión universal del evangelio el pensar que se trata simplemente de hacer llegar el cono­cimiento del evangelio a todos los pueblos y extenderlo por toda la geografía de la tierra. No se trata de algo puramente geográfico. El evangelio está llamado a pe­netrar todas las culturas: las culturas tradicionales de los pueblos y las nuevas subculturas que surgen en nuestra sociedad moderna; el evangelio está llamado a penetrar todos los ambientes lejanos y cercanos a nuestro entorno, humanizar todas las dimensiones de la persona (profesio­nal, familiar, sexual, económica, religiosa...), llegar a todas las edades (infancia, jóvenes, adultos, tercera edad). El evangelio debe promover un cambio de las personas, las costumbres, las estructuras y las instituciones. «Evan­gelizar a toda criatura» es promover en todo una existencia más evangélica, hacer un mundo más coherente con el evangelio. Así nos dice Pablo VI: «Para la Iglesia no se trata solamente de predicar el evangelio en zonas geográ­ficas cada vez más vastas o poblaciones cada vez más numerosas, sino de alcanzar y transformar con la fuerza del evangelio los criterios de juicio, los valores determi­nantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento,

DIMENSIÓN UNIVERSAL DE LA EVANGELIZACIÓN 2 7 5

las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la hu­manidad que están en contraste con la Palabra de Dios y con el designio de salvación»2.

2. Cambio de actitud ante la misión universal

En estos momentos, no basta con decir que la Iglesia es misionera y que todos debemos sentirnos responsables de una evangelización de dimensiones universales. Esta­mos entrando en una nueva época en la actuación misio­nera. Hoy se habla del «nuevo rostro de la misión». Y es necesario que sepamos vivir también desde la Iglesia dio­cesana el actual momento misional.

• La salvación extraeclesial

Durante mucho tiempo, la acción misional en tierras paganas ha venido impulsada, en un grado uotro, por una convicción: «extra Ecclesiam milla salus» (fuera de la Igle­sia no hay salvación). Se impulsaba la acción misionera para bautizar paganos, para introducirlos en la institución eclesial y, de esta manera, asegurar su salvación.

Recientemente, se ha tomado una conciencia más viva de que la acción salvadora de Dios se realiza también fuera de la Iglesia. Dios ofrece también su gracia salvadora a través de otras religiones. Antes de que llegue el misio­nero, la gracia de Cristo está trabajando el corazón de todos los hombres.

Esto ha podido provocar en un comienzo una cierta crisis. Si los paganos pueden salvarse, ¿para qué es ne­cesaria la misión? Sin embargo, hoy la teología ha venido

2. PABLO VI, Evangelii Nuntiandi, 19.

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a reafirmar la necesidad de la evangelización. Es cierto que la salvación cristiana se da también fuera de la Iglesia, aunque sea de manera anónima e inconsciente. Pero el hombre está llamado a conocer explícitamente y acoger libre y personalmente esa salvación. Lo pide su misma dignidad humana. Así lo afirmaba Juan Pablo II en el Mensaje del Domund de 1980: «Las Misiones siguen sien­do necesarias y urgentes, y hoy más necesarias y urgentes que nunca, ya que, si es innegable la posibilidad de sal­vación de los todavía no evangelizados, y es muy cierto que las religiones no cristianas entrañan mucho de verdad, bondad y santidad, sin embargo, la Iglesia, esencialmente misionera, sabe que la sincera búsqueda de Dios sólo se encuentra cumplida y satisfecha cuando el hombre se ad­hiere a la Buena Nueva de Jesús».

Sin duda, la Iglesia tiene que seguir evangelizando, pero en una actitud mucho más respetuosa hacia las di­versas religiones y movimientos religiosos, dialogando con más sinceridad con los no cristianos y dejándose en­señar por todo lo positivo, bueno y justo que se promueve fuera de ella.

• Todas las Iglesias en estado de misión

Durante bastante tiempo, las misiones se han entendido de una manera muy simple. Unas Iglesias ubicadas en regiones totalmente cristianizadas envían su personal mi­sionero y su ayuda económica para que otras Iglesias más jóvenes, de reciente creación, puedan realizar la evange­lización en regiones paganas.

Hoy, sin embargo, estamos entrando en una situación nueva. Las viejas Iglesias de Occidente están perdiendo terreno y se van convirtiendo en minoría dentro de la sociedad. Las Iglesias occidentales coinciden con las del Tercer Mundo en que todas ellas se enfrentan actualmente a una exigencia de evangelización en el mismo lugar en

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que están emplazadas. Esto trae consigo una manera nueva de vivir y entender la colaboración misional. Cada Iglesia local debe preocuparse por hacer presente la fuerza sal­vadora del evangelio en su propio suelo. Es decir, cada Iglesia local debe impulsar la acción evangelizadora, de manera inmediata, en su entorno. Pero esto no significa que cada Iglesia pueda ahora desentenderse del resto de la evangelización universal. Ninguna Iglesia es respon­sable sólo de sus asuntos; también le incumbe la suerte de la evangelización universal.

Entre las diversas Iglesias debe existir una solidaridad real. Todas pertenecen a un mismo cuerpo y todas tienen la responsabilidad común de la evangelización. Las Igle­sias deben ayudarse mutuamente a cumplir su misión, respetándose mutuamente. Según esto, la «colaboración misional» debe entenderse concretamente como un ser­vicio intereclesial en virtud del cual las Iglesias o grupos de Iglesias se ayudan mutuamente para cumplir su co­metido evangelizados

Naturalmente, los medios de que disponen las Iglesias son desiguales. Las viejas Iglesias de Occidente tienen una experiencia histórica, una tradición teológica, mayor nú­mero de agentes de evangelización, mejores medios ma­teriales... Pero muchas Iglesias del Tercer Mundo poseen un espíritu evangelizador más vivo, un resurgir de nuevas comunidades eclesiales, una participación más intensa de los seglares en las tareas de la evangelización, una mayor sensibilidad a la dimensión liberadora del evangelio, etc.; aspectos que, sin duda, pueden enriquecernos a nosotros.

Todo esto significa que las Iglesias deben situarse en una actitud de fraternidad y solidaridad mutua. Las Iglesias del Primer Mundo pueden aportar algo a las del Tercer Mundo, pero también éstas a las primeras. La «colabo­ración misional» ya no puede entenderse sólo como una preocupación por aportar nuestra ayuda a otras Iglesias, sino también como una preocupación por recibir y acoger de otras Iglesias aquello que nos puede ayudar a realizar la evangelización aquí.

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• Evangelización y promoción humana

Durante estos últimos años se va tomando conciencia cada vez más clara de que la evangelización es también un mensaje y un impulso de liberación integral del hombre. «El hombre que hay que evangelizar no es un ser abstracto, sino un ser sujeto a los problemas sociales y económicos3.

Evidentemente, no se trata de reducir la evangelización a un «proyecto puramente temporal», pero tampoco de entender la evangelización al margen de las esclavitudes económicas, políticas y sociales que oprimen a los pue­blos. Esto ha provocado en muchas Iglesias del Tercer Mundo una reorientación nueva de la acción evangeliza­dos , un impulso de la acción liberadora y de la lucha colectiva por una sociedad más justa y liberada.

Pero todo ello nos obliga también a un replanteamiento nuevo de la relación que debe existir entre las Iglesias del Primer Mundo y las Iglesias pobres del Tercero. Sería absurda una ayuda económica asistencial a esas Iglesias, que están promoviendo la acción liberadora, sin plantear­nos la conversión de nuestras propias Iglesias. La soli­daridad inter-eclesial nos obliga a tomar conciencia de la responsabilidad de los pueblos ricos de Occidente en esa situación de miseria de los pueblos tercermundistas. A la lucha que mantienen los creyentes de esos pueblos pobres y oprimidos debe responder en nosotros la lucha y la re­sistencia a nuestros ideales consumistas. Al esfuerzo de liberación que allí se promueve debe responder en nosotros una autodelimitación del consumo, una mayor austeridad, una mayor solidaridad internacional. Debemos aprender a vernos con los ojos de quienes son nuestras víctimas. Ana­lizar nuestro nivel de vida y nuestra sociedad de consumo desde la situación de explotación y subdesarrollo en que hemos dejado a esos pueblos.

3. Ibid., 31 .

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Desde nuestras pequeñas posibilidades, debemos con­tribuir a una reorientación total de la Iglesia, de la hu­manidad entera y de la política mundial hacia los deshe­redados de la tierra.

• Evangelización y credibilidad

Estamos asistiendo también, actualmente, a un fenó­meno digno de tenerse en cuenta. Las Iglesias de tradición cristiana van perdiendo credibilidad en su entorno social. Con frecuencia, viven ocupadas en su propia conservación y reproducción, centradas en sus problemas internos. Es­tán institucionalmente muy presentes en la sociedad, pero no tienen fuerza misionera. Apenas atraen a nuevos miem­bros convencidos, y cada día parecen menos capaces de transmitir la fe a las nuevas generaciones.

Por otra parte, con frecuencia, los llamados «países de misión» están ofreciendo hoy un testimonio más con­vincente del evangelio, creando una esperanza nueva en medio de la humanidad. No tienen demasiados recursos de organización; no tienen quizás una influencia institu­cional tan fuerte. Pero sí responden a los verdaderos pro­blemas de los hombres y se esfuerzan por hacer presente la fuerza liberadora del evangelio.

En este contexto, la «colaboración misional» no puede reducirse a una «ayuda a las misiones». Nos debemos plantear qué grado de credibilidad tienen nuestra Iglesia y nuestra manera de vivir la fe cristiana. Nos debemos preguntar si no estamos más preocupados por nosotros mismos que por la evangelización. No tendría sentido pen­sar que con nuestra «aportación misionera» estamos co­laborando a la evangelización universal, y luego no pre­guntarnos por la capacidad evangelizadora de nuestra pro­pia Iglesia. La preocupación «misional» nos debe poner en actitud evangelizadora aquí y ahora.

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3. Impulso de la conciencia universalista

Sin pretender ser exhaustivos, proponemos algunos puntos que estimulen nuestra reflexión.

—Tenemos que hacer un esfuerzo por ver con más claridad que no hay contradicción entre el amor al propio pueblo y la verdadera solidaridad con los demás pueblos de la tierra. Al contrario, probablemente, sólo cuando se tiene experiencia de amar de verdad al propio pueblo y la propia cultura e identidad, se puede amar a otros pueblos, sensibilizarse a sus problemas, solidarizarse con sus tra­gedias.

Al mismo tiempo, tenemos que promover la convic­ción de que no existe contradicción alguna entre la preo­cupación misionera aquí y la preocupación por la evan-gelización fuera de aquí. Quien entienda bien la evange-lización vivirá siempre en actitud misionera y sentirá la urgencia de la evangelización, sin limitarse a la propia diócesis o a los «territorios de misión». Cuanto más es­timulemos la dimensión misionera en la acción pastoral de la diócesis, tanto más despertaremos nuestra conciencia universal. Y, al revés, si estimulamos la conciencia uni­versal de los cristianos, crecerá la preocupación evange-lizadora también aquí.

—Hemos de potenciar todo aquello que ayude a la Iglesia diocesana a mirar hacia afuera, sensibilizándose ante la situación y los problemas que se viven en la so­ciedad internacional. Tenemos que vivir más abiertos al mundo universal.

La vida moderna ha adquirido unas dimensiones mun­diales. Vivimos mejor informados que nunca de todos los problemas y sufrimientos que hay en el mundo (prensa, TV mundial, etc.); en el mundo de la producción han surgido las grandes multinacionales; la política de los pue­blos está cada vez más interrelacionada; los partidos po­líticos no se limitan al marco estrecho de una nación. Sería

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absurdo, en este contexto, vivir la fe católica desde una postura localista y provinciana. Los cristianos debemos sensibilizarnos más a los problemas mundiales: el hambre en el mundo, la carrera de armamentos, el conflicto Norte-Sur, el subdesarrollo del Tercer Mundo, las consecuencias de la crisis económica actual, los genocidios y guerras actuales... No es posible vivir la fe en Jesucristo sino en el marco de la problemática mundial.

—Más en concreto, hemos de hacer un esfuerzo por ampliar el horizonte de nuestras comunidades cristianas parroquiales. En la acción litúrgica de la comunidad deben explicitarse los grandes problemas del mundo y de la Igle­sia universal. En la acción educadora de la fe (catequesis infantil, jóvenes, adultos) debe estar más presente el ho­rizonte universal de la vida cristiana. Los grandes «días misionales» (Domund, Santa Infancia, Clero Indígena, etc.), el Día del Hambre, el Día por la Paz mundial, la Semana del Ecumenismo, Epifanía, Pentecostés, deben ser días especialmente significativos, pero que se integren naturalmente en la vida de la comunidad cristiana, y no como pequeños paréntesis.

Pero no se trata solamente de promover esa solidaridad que se concreta en oración y donativos. Como decíamos más arriba, se trataría de ayudar a la comunidad cristiana a vivir «en estado de misión», más sensible a los problemas universales, más dispuesta a ayudar a otras Iglesias y a recibir su ayuda, más atenta a plantearse cuál debe ser aquí nuestra respuesta paralela a ese esfuerzo de liberación que crece en tantos pueblos...

—Es necesario cuidar más la dimensión universal en toda la pedagogía de la fe. Cada Iglesia diocesana ha de ser educadora de la fe en un horizonte universal y católico. Esto nos urge a revisar cómo se cuida esta dimensión universalista en los procesos catequéticos, grupos de re­flexión cristiana, homilías y materiales educativos de la comunidad parroquial; qué sensibilidad se cultiva ante los problemas mundiales; qué solidaridad se promueve con

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otros pueblos e Iglesias... Hemos de revisar también la educación familiar. La familia puede convertirse en una célula aislante, protectora de los hijos, insensible a los problemas ajenos, polarizada exclusivamente en su propio bienestar. Pero puede ser, por el contrario, una escuela de solidaridad donde los hijos aprendan a compartir y a en­tender su vida de manera solidaria y abierta.

—Por otra parte, no hemos de dejar de promover vo­caciones misioneras, incluso en estos momentos de crisis vocacional. En las Iglesias del Primer Mundo se ha de seguir escuchando la llamada al servicio de la evangeli-zación universal: en el seminario diocesano, entre los sacerdotes, religiosos y religiosas, entre los seglares, entre los jóvenes...

Esto exige una mayor sensibilidad universal en los sacerdotes, catequistas y educadores de la fe. Supone tam­bién un clima familiar adecuado y una actitud generosa en los padres. Por otra parte, estas vocaciones misioneras surgirán más fácilmente allí donde toda la comunidad cris­tiana sepa respaldar y apoyar a los misioneros y misioneras como algo propio.

—Sin duda, los «días misionales» pueden ser un factor muy importante en el impulso de la conciencia misionera. Un «día misional» bien preparado en una comunidad pa­rroquial puede ser ocasión privilegiada para explicitar de manera más viva la dimensión universal de la fe y de la asamblea litúrgica que se reúne allí todos los domingos; para tomar mayor conciencia de la responsabilidad evan-gelizadora, tanto en el propio pueblo como en los demás pueblos de la tierra; para expresar de manera concreta nuestra ayuda y solidaridad en la tarea de la misión uni­versal de la Iglesia.

Naturalmente, un «día misional» no es algo que se celebra sólo dentro del templo parroquial durante la ce­lebración eucarística, sino que ha de tener su resonancia adecuada en la catequesis, en los centros docentes, en las familias cristianas.