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2007 / 2010 selección de cuentos COLOMBIA CUENTA EDICIÓN ESPECIAL

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2007 / 20112007 / 2010

selección de cuentos

C O L O M B I A C U E N TA

E D I C I Ó N E S P E C I A L

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Colombia cuenta

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2007 / 2010selección de cuentos

Colombia cuentaE D I C I Ó N E S P E C I A L

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129 680 PARTICIPANTESPARTICIPANTES

46 798 ESTUDIANTES HASTA ESTUDIANTES HASTA SÉPTIMO GRADOSÉPTIMO GRADO

21 053 ESTUDIANTES ESTUDIANTES UNIVERSITARIOSUNIVERSITARIOS

54 844 ESTUDIANTES DESDE ESTUDIANTES DESDE OCTAVO HASTA OCTAVO HASTA UNDÉCIMO GRADOUNDÉCIMO GRADO

6 985 DOCENTESDOCENTES

Concurso Nacional de CuentoConcurso Nacional de Cuento

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74 662 MUJERESMUJERES

55 018 HOMBRESHOMBRES

2007 a 2010

971MUNICIPIOSMUNICIPIOS

20 JURADOS JURADOS INTERNACIONALESINTERNACIONALES

132 GANADORESGANADORES

32DEPARTAMENTOSDEPARTAMENTOS

Concurso Nacional de CuentoConcurso Nacional de Cuento

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PAT R I C I A ES C A L L Ó N D E A R D I L A GESTORA

M A R Í A F E R N A N DA C A M P O SA AV E D R A M IN ISTRA DE EDUCAC IÓN

M AU R I C I O P E R F E TT I D E L CO R R A L V ICEM IN ISTRO DE EDUCAC IÓN PREESCOLAR, BÁS ICA Y MED IA M IN ISTER IO DE EDUCAC IÓN NAC IONAL

CO N STA N Z A ES CO BA R D E N O G A L ES D IRECTORA DE RESPONSAB I L IDAD SOC IAL RCN TELEV IS IÓN

M Ó N I C A L Ó P E Z C A ST R O D IRECTORA DE CAL IDAD DE EDUCAC IÓN PREESCOLAR, BÁS ICA Y MED IA V I CEM IN ISTER IO DE EDUCAC IÓN PREESCOLAR BÁS ICA Y MED IA

J OS É F R A N C I L I D ES G A R Z Ó N J E F E DE LA OF I C INA DE TECNOLOG ÍA Y S ISTEMAS DE INFORMAC IÓN M IN ISTER IO DE EDUCAC IÓN NAC IONAL

B O R I S D E L C A M P O M A R Í N J E F E DE LA OF I C INA ASESORA DE COMUN ICAC IONES M IN ISTER IO DE EDUCAC IÓN NAC IONAL

M A R Í A D E L P I L A R C A I CE D O SUBD IRECTORA DE FOMENTO DE COMPETENC IAS V I CEM IN ISTER IO DE EDUCAC IÓN PREESCOLAR BÁS ICA Y MED IA

LU C Í A L E Ó N M O R E N O COORD INADORA PROGRAMA PARA EL DESARROLLO DE COMPETENC IAS V I CEM IN ISTER IO DE EDUCAC IÓN PREESCOLAR BÁS ICA Y MED IA

N AT H A LY J A N I CE S O L A N O H OYOS PROGRAMA PARA EL DESARROLLO DE COMPETENC IAS COMUN ICAT IVAS V I CEM IN ISTER IO DE EDUCAC IÓN PREESCOLAR BÁS ICA Y MED IA

FA B I Á N M AU R I C I O M A RT Í N E Z PROGRAMA PARA EL DESARROLLO DE COMPETENC IAS COMUN ICAT IVAS V I CEM IN ISTER IO DE EDUCAC IÓN PREESCOLAR BÁS ICA Y MED IA

J O H A N SS O N C R U Z LO P E R A ASESOR DE CONTEN IDOS

C É SA R C A M I LO R A M Í R E Z D IRECTOR ED I TOR IAL

CO N STA N Z A PA D I L L A R A M OS COORD INADORA ED I TOR IAL

R O C Í O D U Q U E SA N TOS J E F E DE ARTE

C A M I L A CESA R I N O COSTA D ISEÑO CARÁTULA Y PÁG INAS INTER IORES

J O H N J OV E N / H E N R Y G O N Z Á L E Z / J OS É R OSE R O / A N D R É S P R I E TO / C A R O L I N A R A M Í R E Z / G U STAVO O RT EG A / A L E J A N D R A C É SP E D ES / G U STAVO T R I V I Ñ O I LUSTRAC IÓN

I S B N 978-958-705-586-3I M P R ES I Ó N ED I TORA GÉMIN IS LTDA

I M P R ES O E N CO LO M B I A , 2011 PR INTED IN COLOMB IA

COMITÉ TÉCNICO

CRÉDITOS EDITORIALES

Información del Concurso Nacional de Cuento RCN-Ministerio de Educación Nacional enhttp://www.colombiaaprende.edu.co http://www.canalrcn.com http://www.rcnradio.com/

E S T U D I A N T E S D E S D E O C TAV O

H A S TA U N D É C I M O G R A D O

p. 18

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El �n del mundo 2007 20

El lector 2007 24

Ignominia 2008 28

El gorro de mi abuela 2008 33

Me es imposible 2009 37

El encargo 2009 41

Beni 2010 46

El sabor de la nobleza 2010 51

2C AT E G O R Í A

E S T U D I A N T E S D E S D E O C TAV O

H A S TA U N D É C I M O G R A D O

p. 18

C AT E G O R Í A3E S T U D I A N T E S D E E D U C A C I Ó N

S U P E R I O Rp. 56

Armagedón 2007 58

Quién llama a esta hora 2007 65

Posibilidades de la segunda persona 2008 73

El perro 2008 78

Anoche estaba lloviendo 2009 83

La quina dorada 2009 87

El juez sin rostro 2010 92

Ahora sí dan ganas 2010 97

4C AT E G O R Í A

P R O F E S O R E Sp. 102

De Hipócrates a Pilatos 2009 104

Los siete puentes de Königsberg 2009 109

El puente de Iseq 2010 114

La costurera de Bolívar 2010 117

Ministerio de Educación Nacional / RCN 8

Fundación SM 10

Betuel Bonilla / Pilar Lozano / Ramón Cote 12

Óscar Collazos 14

P R E S E N TA C I Ó N

P R E S E N TA C I Ó N

T E S T I M O N I O

P R Ó L O G O

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C O LO M B I A C U E N TA / LO S M E J O R E S C U E N T O S / 2 0 0 7 A 2 0 1 0 8

Estimados lectores: Con esta edición conmemoramos los cinco años del Concurso Nacional de Cuento (CNC). Este libro reúne los veinte mejores cuentos, de la segunda a cuarta categorías, desde la primera versión del Concurso en el año 2007 hasta el año 2010. Queremos destacar especialmente la participación de los jóvenes y adultos en nuestro certamen y la calidad de su escritura. Si bien en el CNC existe una primera categoría en la que participan estudiantes de primero a séptimo grado, en este volumen nos concentramos en las tres categorías siguientes (octavo a undécimo grado, educación superior y docentes), con la idea de llegar a un público más adulto.

Desde sus inicios, el Concurso Nacional de Cuento ha venido construyendo el camino de una educación de calidad, y con el esfuerzo conjunto entre el sector público y privado para llegar a las diferentes regiones del país, incluso las más apartadas, se ha invitado a estudiantes y docentes a descubrirse como lectores y escritores. A lo largo de estos años el Concurso se ha convertido en el mejor pretexto para que nuestros niños, niñas, jóvenes y maestros fortalezcan sus competencias comunicativas y se acerquen a las nuevas tecnologías, elementos fundamentales para desempeñarse en el mundo actual.

En las cinco versiones del CNC hemos recibido un total de 155 015 cuentos enviados desde todos los puntos de la geografía nacional.

La magia de la lectura y la escritura

M A R Í A F E R N A N D A C A M P O S A AV E D R A M I N I S T R A D E E D U C A C I Ó N

F E R N A N D O M O L I N A S O T O P R E S I D E N T E R C N R A D I O

G A B R I E L R E Y E S C O P E L L O P R E S I D E N T E R C N T E L E V I S I Ó N

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u n o 9C AT E G O R Í A D O S / E S T U D I A N T E S D E S D E O C TAV O H A S TA U N D É C I M O G R A D O

Gracias a los talleres de actualización docente en creación literaria y a los talleres de escritura para estudiantes, en asocio con ASCUN hemos llegado a 17 140 docentes y a 7 747 estudiantes, con el objetivo de que la calidad literaria de los escritos de nuestros estudiantes y docentes se potencie y que todos ellos se beneficien con las acciones emprendidas en este proyecto, logrando así motivar y brindar espacios de expresión y reconocimiento al talento de nuestros participantes y mejorando las prácticas de aula de nuestros docentes.

Para la presente edición contamos con la colaboración del escritor Óscar Collazos quien leyó, revisó y evaluó los escritos de los ciento veinte ganadores de la segunda, tercera y cuarta categorías de las cuatro primeras versiones del Concurso Nacional de Cuento. Luego de la ardua y minuciosa tarea, Collazos escogió los veinte cuentos que conforman la bella edición que celebra nuestro primer lustro de existencia. 

Esperamos que este libro se convierta en un referente para que ustedes, queridos lectores, se contagien de la magia de la lectura y la escritura, y para que de paso identifiquen los nombres de los que quizás, en un futuro cercano, serán los grandes escritores de nuestro país.

P R E S E N TA C I O N E S

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Hace cuatro años recibimos la invitación de la Oficina de Responsabilidad Social de R C N para editar los treinta relatos finalistas del entonces recién creado Concurso Nacional de Cuento, que en su primera edición rendía homenaje al premio Nobel, Gabriel García Márquez. Hoy, cuatro ediciones después, tenemos el gusto de presentar la primera antología de Colombia cuenta, que reúne veinte relatos seleccionados entre los ciento treinta y dos finalistas de estos años.

El Concurso surgió como una iniciativa del Ministerio de Educación Nacional y de R C N y contaba adicionalmente con el apoyo del Ministerio de Cultura y de la Asociación Colombiana de Universidades, A S C U N . Se trataba de un proyecto cuyo objetivo era promover la escritura creativa en la educación básica primaria y secundaria para, de esta manera, favorecer el desarrollo de las competencias comunicativas de estudiantes y docentes, y contribuir así a la formación de mejores ciudadanos.

Al cabo de la primera experiencia, la cifra era sorprendente: más de 32 000 participantes enviaron sus relatos a través del portal Colombia Aprende, desde casi cinco mil instituciones educativas ubicadas en la mayor parte de los municipios colombianos. Era una cifra desmesurada, como muchas otras en nuestro país, que reflejaba la potencia expresiva de nuestros jóvenes y ponía en evidencia el poderoso impacto de la iniciativa. Ni en nuestra experiencia personal en el mundo de la edición, ni en la memoria de la Fundación S M y de Ediciones S M teníamos antecedentes de una experiencia creativa de esta magnitud, como tampoco del enorme contingente logístico que se requería para sacar adelante la aventura: más de cuatrocientas personas, entre lectores pre-seleccionadores y jurados que se encargaron de definir los primeros treinta cuentos galardonados en el marco de Hay Festival, en Cartagena de Indias.

Contar para vivirC É S A R C A M I L O R A M Í R E Z D I R E C T O R E D I T O R I A L S M

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u n o 1 1C AT E G O R Í A D O S / E S T U D I A N T E S D E S D E O C TAV O H A S TA U N D É C I M O G R A D OP R E S E N TA C I O N E S

Esta elocuente demostración de creatividad y la declarada vocación de las instituciones organizadoras por la promoción de la lectura y la escritura en la escuela nos animaron a aceptar la invitación de forma inmediata. Comprometida en su esencia con la educación de los más jóvenes y la promoción de la literatura infantil y juvenil, la Fundación S M se sumó al proyecto aportando la edición y distribución gratuitas del libro Colombia cuenta, en el que se reúnen los relatos finalistas de cada versión del concurso. Con esto buscábamos que los cuentos volvieran a su fuente original y circularan de mano en mano en la comunidad educativa del país.

Y para hacerlo desarrollamos una pieza de alta calidad editorial, acorde con la magnitud de esta experiencia. Conformamos un calificado equipo de edición, diseño e ilustración y, junto con la oficina de Responsabilidad Social de R C N , elaboramos un libro que presentamos con gran suceso y magnífica acogida durante la premiación del segundo Concurso en el teatro Heredia en Cartagena de Indias. Desde entonces cada año realizamos la edición ilustrada de Colombia cuenta, acumulando cifras que no dejan de sorprendernos: cerca de 130 000 cuentos escritos, 971 municipios representados, casi 2 500 estudiantes lectores y preseleccionadores…

El Concurso Nacional de Cuento ha permitido que nuestros jóvenes se expresen a través de cuentos en los que conviven historias fantásticas de honda ternura junto con pesadillas terribles marcadas por la violencia y la muerte. Y en esto radica uno de los valores principales del Concurso: ser una ventana abierta para que el país exprese sus sueños y temores más profundos y de esta manera se contribuya a la construcción de nuestra memoria e identidad. Esta primera antología de Colombia cuenta, realizada por el escritor Óscar Collazos, reúne veinte relatos seleccionados de esta maravillosa experiencia.

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Creo que difícilmente, en apenas un lustro, cualquier disciplina académica, por rigurosa y sistemática que parezca, podría conseguir lo que el Concurso Nacional de Cuento RCN-MEN ha logrado. El recorrido por distintos lugares del país (algunos muy remotos) en las jornadas de capacitación a maestros y alumnos, y cuatro antologías de ganadores muy bien editadas, dan cuenta no solo de lo diversos y variopintos que somos, sino de todo el talento que fluye en cada rincón de nuestra geografía, de toda la potencia imaginativa que tenemos los colombianos para siempre sacarle el quite a la ignominiosa realidad mediante historias que proclaman el triunfo de la inteligencia y la sensibilidad. Lo que llega a estas regiones de la mano de los capacitadores que representan a RCN y al Ministerio de Educación Nacional no es solo un puñado de nuevas ideas, de nuevas herramientas metodológicas para ser cada vez más creativos, de miles de libros y de ayudas virtuales novedosas y muy importantes para ellos, sino la esperanza de que al auscultar en los imaginarios de cada región se pueda hacer esa radiografía precisa del país que siempre había estado ausente. En las antologías está Colombia entera, con sus sueños realizados y truncos, con sus derrotas, con sus plegarias nunca concluidas, con su esperanza siempre subyacente como parte oculta del relato.

Un lustro llevando sueñosUn lustro llevando sueñosB E T U E L B O N I L L A R O J A S , E VA L U A D O R, E VA L U A D O R

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u n o 1 3C AT E G O R Í A D O S / E S T U D I A N T E S D E S D E O C TAV O H A S TA U N D É C I M O G R A D OP R Ó LO G O

He tenido la suerte de estar cerca del Concurso Nacional de Cuento RCN-Ministerio de Educación Nacional como jurado en varias oportunidades y como formadora de maestros. Las dos actividades han sido para mí muy gratificantes. Es un honor conocer de cerca un proyecto como este. Está sirviendo, sin lugar a dudas, como detonante para que niños y jóvenes colombianos se acerquen a la escritura. Hay fallas; pero son más los aciertos y las semillas que se están sembrando en todo el país. Por esto aplaudo los cinco años que completa esta iniciativa y espero que dure muchos más. Como decía sabiamente Gianni Rodari: “Es urgente democratizar la lectura

y escritura no para que todos sean artistas, sino para que

ninguno sea esclavo”.

Muchas semillas sembradasMuchas semillas sembradasP I L A R L O Z A N O , E S C R I T O R A, E S C R I T O R A

El Concurso Nacional de Cuento es una de las más hermosas aventuras que se han realizado en el país en los últimos años, pues allí se han reunido cientos de cuentos, por no decir miles, escritos por niños, niñas y curtidos docentes, provenientes todos ellos de los más variados rincones de nuestra geografía. En esta aventura se siente con una fuerza especial eso que expresó el poeta chileno Vicente Huidobro al decir que la escritura es “una bella locura en la vida de las palabras”. El concurso cumple ya cinco años de una bella locura que es necesario seguir acompañando y promoviendo. Hay cuento para rato. Y también locura.

Hay cuento para ratoHay cuento para ratoR A M Ó N C O T E B A R A I B A R , E S C R I T O R, E S C R I T O R

1 3T E S T I M O N I O S

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El Concurso Nacional de Cuento, convocado por RCN Radio y Televisión y el Ministerio de Educación Nacional, llegó en enero de 2010 a su cuarta convocatoria. Cuatro libros publicados hasta la fecha recogen la selección propuesta al final del proceso por jurados nacionales y extranjeros de gran relevancia literaria, reunidos cada año durante el último fin de semana de enero en el Hay Festival de Cartagena de Indias.

De 2007 a 2010 se seleccionaron y publicaron 132 cuentos premiados en cada una de las categorías. En pocas palabras: se publicó lo mejor de una abrumadora y feliz cantidad de relatos cortos, sometidos primero a una rigurosa criba realizada por miembros de la Asociación Colombiana de Universidades. En este proceso participaron treinta y dos instituciones de enseñanza superior. De inmediato, los cuentos llegaron a una nueva fase al ser evaluados por treinta talleristas de creación literaria del país. El concurso pasó a su tercera fase con la lectura y selección hecha por cinco escritores nacionales antes de llegar a la cuarta y última: la lectura y selección hecha por cinco escritores invitados al Hay Festival.

Si a esto se añaden los procesos creativos que vienen acompañando a los estudiantes de los niveles 1, 2 y 3 mediante talleres de escritura creativa y otros estímulos, estamos ante un proyecto de envergadura pedagógica que conduce al “mejoramiento de la calidad de la educación en el país”, pero también ante un evento inédito en el ámbito de nuestra lengua y al pie de una rica cantera de futuros escritores.

No encuentro un precedente igual: que en cinco años, hasta 2011, se hayan inscrito en el concurso 155 015 cuentos, provenientes de colegios privados y públicos, escritos por estudiantes de los tres niveles de enseñanza. A estos estímulos se añadió, desde 2009, una nueva categoría, la destinada a docentes de todos los niveles.

Estos veinteÓ S C A R C O L L A Z O S A U T O R D E L A S E L E C C I Ó N

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u n o 1 5C AT E G O R Í A D O S / E S T U D I A N T E S D E S D E O C TAV O H A S TA U N D É C I M O G R A D O

Asumí la responsabilidad de leer los 132 cuentos de los cuatro volúmenes y, no sin temor, el reto de seleccionar apenas dos cuentos de cada categoría con el fin de realizar una antología con un total de veinte. Una de las categorías, correspondiente a niños de primera enseñanza, fue excluida de esta antología porque de ella se hará una selección aparte. Se tomó esta decisión para ofrecer una antología que llegue a un público más adulto. Estos veinte, este podría ser el subtítulo del presente volumen si hiciéramos una paráfrasis de Estos trece, la memorable selección de relatos de William Faulkner.

Fui consciente, desde el principio, de que toda antología contiene muchas injusticias, que no hay objetividad posible y que, desde el principio, antes de aplaudir a los afortunados se deben presentar amables excusas a los excluidos. En un momento dado pensé que, si fuera posible, podrían hacerse sucesivas y dignas antologías de calidad con los cuentos descartados.

Uno de los métodos aconsejables para volver menos injusta una antología de esta naturaleza, es la de presentar un mosaico o, mejor, una muestra caleidoscópica del rico material que se ha tenido entre manos. Primero, teniendo en cuenta la procedencia geográfica de cuentos y autores; segundo, dándole cabida a la mayor cantidad de temas posible; tercero, destacando la diversidad de estilos y formas narrativas de la muestra y, por último, olvidándose de los prejuicios engañosamente moralizantes que llevarían a excluir temas que podrían parecer revulsivos o quizá muy violentos para la sensibilidad de los lectores. Habría una última consideración, la de género, buscando equilibrar democráticamente la presencia de hombres y mujeres, pero esta decisión no podría hacerse sin ciertas concesiones paternalistas o demagógicas. La calidad de estos relatos no está determinada por el género de los autores.

He puesto en práctica este método de lectura y selección. Me ha llamado la atención que, pese a vivir en circunstancias de violencia a menudo trágicas, los escritores de todas las edades no se inclinen

P R Ó LO G O

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demasiado por la recreación imaginaria de estos temas. Por supuesto que hay cuentos que recrean el espanto de esta tragedia sin importar el origen rural o urbano de los escritores. De todas maneras, el peso del conflicto colombiano, con su secuela de atrocidades, no tiene aquí el peso agobiante que podría esperarse.

Los autores se inclinan mucho más hacia temas como el malestar de vivir en una sociedad en la que se sienten excluidos, la incertidumbre del futuro o el misterio de la identidad individual. Otros pretenden desprender sus relatos de “la realidad” y se aventuran en el ejercicio de crearla desde la ficción.

La pobreza y la miseria no son retomadas desde el melodrama. En los mejores ejemplos, los autores adoptan una especie de indignación moral presentada a veces como alegoría del mal. En unos pocos casos se utiliza el habla cotidiana, urbana o campesina, para darle verosimilitud a los relatos. Los autores imaginan, fantasean y se arriesgan en la escritura de relatos donde la imaginación pretende sobreponerse a la “realidad” o donde esta es subvertida por lo imaginario.

Se sienten, por ejemplo, las huellas o influencias benéficas de clásicos, modernos y contemporáneos como E. A. Poe y Julio Cortázar. Es muy curioso que ninguno de los escritores se haya sentido tentado por el canto de sirenas del “realismo mágico”, gracias quizá a la madura conciencia de que se hallan ante un modelo irrepetible. El mapa que dibujan estos cuentos es rural y urbano, como el país, pero en ambos casos se ha evitado el costumbrismo y la jerga juvenil.

Como escritor y lector sentí el placer de haber estado en el interior de un laboratorio de escritura narrativa donde se da toda clase de experimentos con temas y formas. Algunos de los que eran niños en 2007 ya son adolescentes en 2011 y muchos de los últimos ya son adultos. Seguramente, algunos de los seleccionados en este volumen eligieron de manera irreversible ser escritores; otros, por el contrario, deben de estar lidiando con las exigencias de sus respectivas

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profesiones, dejándose seducir ocasionalmente por el diablillo de la creación literaria.

Esta antología es lo mejor de lo mejor. Lo “mejor”, en los términos del comienzo: una selección que acepta la injusticia de haber descartado a otros que, con iguales méritos, podrían estar entre los mejores. Sin exagerar, algunos de estos cuentos merecen estar en la más exigente antología del cuento colombiano.

C A R TA G E N A D E I N D I A S , 1 5 D E N O V I E M B R E D E 2 0 1 1

P R Ó LO G O

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2 0 0 7C A L I

J U A N S E B A S T I Á N R E V E I Z E N R Í Q U E Z

El lector

24

2 0 0 9F U S A G A S U G Á

J U A N S E B A S T I Á N S A N T O F I M I O P I N I L L A

El encargo41

2 0 0 8C A L I

J U A N F E L I P E M A N J A R R É S M U R

Ignominia 28

C AT E G O R Í A D O S E S T U D I A N T E S D E S D E O C TAV O H A S TA U N D É C I M O G R A D O

2 0 0 7T O C A

Q U I N T I A L I S Á N PA U L A VA L E N T I N A G U E R R E R O PA R R A

El �n del mundo

202 0 0 8

A L G E C I R A S

C E N U V E R G I R A L D O P I N T O

El gorro de mi abuela33

2

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2 0 1 0B O G O TÁ

D AV I D F E L I P E C O R R E D O R B E N AV I D E S El sabor de la nobleza

51

2 0 1 0S I N C E L E J O

M A R Í A A N D R E A M O R A C A S T R O Beni 46

2 0 0 9F U S A G A S U G Á

J U A N S E B A S T I Á N S A N T O F I M I O P I N I L L A

El encargo41

2 0 0 9B O G O TÁ

R A FA E L C U P E R M A N C O I F M A N

Me es imposible 37

C AT E G O R Í A D O SE S T U D I A N T E S D E S D E O C TAV OH A S TA U N D É C I M O G R A D O

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altan 19 días para el �n del mundo”.De gruesas letras desiguales que ocasionalmente dejaban escurrir

gotas de pintura roja, el gra�ti parecía obra de un estudiante de segundo grado, más aún dado que aquel muro abandonado estaba cerca a la sección primaria del colegio municipal.

A pesar de que cada día aparecía el número inmediatamente anterior después de la palabra “faltan”, inicialmente nadie le paró bolas. Sin embargo, el más indisciplinado de los estudiantes quiso convencer al rector de su hallazgo:

—Fíjese bien, profesor —le rogó frente al gra�ti—: el número no está enmendado, parece original. “Faltan 13 días para el �n del mundo”.

Su aparente indiferencia desapareció al siguiente día cuando, en compañía de dos profesores, el rector fue voluntariamente a examinar el número 12. Interesado, decidió fotogra�ar el muro como prueba y al siguiente día volvió con los mismos docentes y varios estudiantes curiosos, pero en compañía del alcalde y el sacerdote, muy amigos suyos.

“Faltan 11 días para el �n del mundo”.Les pidió que detallaran bien la foto, así como la ausencia absoluta

de rasgos de cambio en la pintura de la pared y del número. Una potente lupa les ayudó.

El ataque de risa del primer mandatario no se hizo esperar, y se marchó algo enojado por aquella pérdida de tiempo, en cambio el sacerdote sí le creyó al rector, ya bastante temeroso.

Pero el siguiente día, cuando el alcalde detalló el número 10, ordenó de inmediato cubrir totalmente el gra�ti con tres capas de blanqueador.

El �n del mundoQ U I N T I A L I S Á N PA U L A VA L E N T I N A G U E R R E R O PA R R AN O V E N O G R A D O / C O L E G I O S E M I N A R I O D E C H I Q U I N Q U I R Á / T O C A , B O YA C Á / 2 0 0 7

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Sin embargo, aunque fueron cuatro capas, al siguiente día sucedió lo que muchos ya temían:

“Faltan 9 días para el �n del mundo”.Pocas veces se había visto al hombre tan furioso como ese día, frente

a la pared:—¡Loco hijueputa! ¡Cree que nos la va a ganar!Ordenó al cuerpo de Policía prestar guardia permanente hasta coger

a los desgraciados que estaban logrando alborotar a la comunidad. La pared, borrada nuevamente, fue cubierta con plástico y la guardia

montada: seis policías y más de una veintena de civiles voluntarios, por delante, por detrás, por los lados y por encima de la pared; pero al siguiente día no falló:

“Faltan 8 días para el �n del mundo”.Los moradores de aquella población entraron en pánico verdadero.

¡Es un hecho! El �n del mundo se acerca. ¡Nadie se salva!El juez llamó a Noticias rcn y al periódico El Tiempo, pero no le

pararon bolas.Nadie volvió a montar guardia por temor a la pared, aunque a unas

personas se les veía arrodilladas frente a ella, rezándole a aquel aviso de Dios. Cuatro familias abandonaron ese pueblo “maldito”. Se iba acor-tando el plazo. Miedo y pánico se mezclaron con perdones y reconci-liaciones, con rezos y cánticos religiosos; hubo treinta matrimonios y diecisiete bautismos en una sola ceremonia; las familias se reunían en grupos de oración; nadie hablaba de su prójimo, ni mal ni bien, nadie mentía, ni robaba, nadie era in�el ni grosero ni violento. Los presos y los enfermos fueron dejados en libertad; los negocios fueron cerrados; tres personas se suicidaron.

De nada sirvió el perifoneo por parte de las autoridades tranquili-zando a la comunidad, anunciando que el asunto estaba por resolverse, y tratando de convencerla de su falsedad.

Ya solo faltaban 5 días para el �n del mundo.Aunque llegaron varios periodistas, solo faltando 3 días para el �n

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Q U I N T I A L I S Á N PA U L A VA L E N T I N A G U E R R E R O PA R R A , mi nombre fue un capricho de mis padres (Alirio y Sandra: Alisán). Nací en Toca, Boyacá, el 5 de marzo de 1996. Mi padre, médico y escritor en proceso, siempre ha querido hacerme su mejor libro, por eso desde muy temprano me ha inculcado el amor por las letras, especialmente por la lectura. Me gusta decir que soy de Cristo. Soy evangélica. Quise concebir un �n del mundo a mi manera, no a la de Dios. Para ello me convertí en creadora de aquellos personajes y su realidad. Eso es lo hermoso de la literatura.

del mundo logró salir el reporte en un periódico segundón y amarillista. Los grandes medios decían que esa noticia no había sido aprobada por la junta. Vinieron dos obispos y otros líderes de varias religiones para estudiar el caso, pero pronto se fueron, tragándose sus opiniones. El alcalde se quedó esperando una comisión de cientí�cos internacionales para analizar hasta el fondo el fenómeno.

“Faltan 2 días para el �n del mundo”. Dios nos perdone y nos lleve a su gloria.

Muchas otras personas habían abandonado el pueblo. Dos señores murieron de infarto cardiaco, y al parecer dos jóvenes más se suicidaron.

“Falta 1 día para el �n del mundo”.En los grupos familiares unieron las camas y, previo consumo de

unas gotas de un somnífero recomendado por el médico del pueblo antes de su partida, se cogieron de las manos y se acostaron a dormir, profunda y eternamente, a descansar en paz, esperando el �n del mundo.

A la mañana siguiente todos estaban vivos, y corriendo en tumulto hacia el muro mentiroso, lo encontraron totalmente desmoronado y regado en varios metros a la redonda. Hubo gran �esta municipal y mucha alegría en todos los corazones, porque ellos habían sido, en rea-lidad, los únicos sobrevivientes del �n del mundo.

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R esulta curioso, por decir lo menos —quizás memorable sea la palabra más exacta—, de�nir lo que signi�có el paso de Herbert Graz por el pueblo de Corninhan, al sur de Gales, aquel verano de 1975.

Alto y fornido como lo son la mayoría de los alemanes, de escasos veinte años, áureo y perfecto, Graz se la pasaba en la pequeña librería del pueblo leyendo ávidamente todo lo que sobre economía, salud, edu-cación, arte y literatura en general ofreciesen las estanterías. El tendero, el señor Brown, lo permitía y hasta le había abierto un lugarcito atrás con un sillín y una mesa confortables para que el Alemán, como lo lla-maban todos, leyera y tomara sus anotaciones.

La suya era una lectura activa y pormenorizada, sin dilaciones, muy atenta para extraer de ella los necesarios conceptos con los que el visi-tante, día a día, parecía edi�car su estatura intelectual.

Cuando las señoras del pueblo entraban a la librería en compañía de sus hijos a hojear las revistas de vanidades, el señor Brown gesticulaba “silencio” a sus retoños, que por momentos alzaban la voz y jugueteaban creyéndose los héroes de las revistas de historietas. La presencia del Alemán al fondo, conspicua y decidida, le daba una connotación de biblioteca al lugar de ventas que al señor Brown agradaba.

A media mañana y a media tarde enviaba a un chiquillo por cho-colate y panecillos y, por unos segundos, gracias a la amabilidad del señor Brown, la librería se convertía en una cafetería y el hombre en uno de sus dependientes que llevaba solícito a la mesa de Herbert la taza de cho-colate y los panecillos. Pensaba que todo ese esfuerzo mental debía ser acompañado de una merienda para hacerlo más llevadero y auspicioso.

El lectorJ U A N S E B A S T I Á N R E V E I Z E N R Í Q U E ZD É C I M O G R A D O / I N S T I T U C I Ó N E D U C AT I VA I N E M J O R G E I S A A C S / C A L I , VA L L E / 2 0 0 7

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Con un leve movimiento de cabeza, Herbert Graz agradecía la deferencia del señor Brown, tomaba un sorbo del chocolate y volvía a clavarse en los libros, siempre concentrado y severo. “Es increíble la voluntad de este hombre por el aprendizaje”, pensaba el dueño del negocio mientras regresaba al mostrador. “Hay que apoyarlo, hay que apoyarlo”.

Ni él ni el señor Brown tenían familia. El Alemán arribó a Corninhan con unos modestos ahorros y se hospedaba en la habitación más humilde del único hotel del pueblo, cuyo módico precio arregló con el hotelero de manera más que favorable.

El señor Brown, por su parte, había llegado procedente de Glasgow, Escocia. Su mujer lo había abandonado junto con su hijo y desconocía su paradero. Para olvidarla se había instalado en Corninhan con el �n de iniciar una nueva vida.

Le cogió aprecio al joven desde los primeros días que lo observó de pie frente a los anaqueles leyendo concentrado y le recordó a su hijo. Suponía que no llevaba libros porque no tenía dinero con qué comprarlos, pero su interés por la lectura era admirable. Un día, el señor Brown le acercó una butaca y en voz baja, casi en el oído, le dijo: “Siéntate para que puedas leer más cómodo”. La hidalguía de lector de Graz lo llevó a inclinar la cabeza y aceptar la invitación. Después, cuando el viejo se dio cuenta de que no solo leía, sino que también tomaba anotaciones, desplazó una de las estanterías, ubicó una pequeña mesa e invitó a Herbert a ocupar aquel espacio al �nal de los pasillos, más tranquilo y silencioso.

Con el tiempo, la constancia de Graz fue reconocida por el señor Brown mandando a fabricar un aviso en neón que puso en la fachada de su negocio: “El Lector”, en honor a Herbert.

Graz continuó inmutable en su lectura hasta el día en que el señor Brown, propietario de la tienda-librería El Lector, desapareció. “Según entiendo, se fue de viaje y ahora estoy yo a cargo del negocio —le res-pondía a los clientes que preguntaban por él—. Son dos euros con cincuenta”.

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Rápidamente las gentes de Corninhan se acostumbraron al nuevo librero. El Alemán llevaba tanto tiempo acompañando al señor Brown que muchos lo creían un familiar, algo así como un hijo, y no se les hizo nada extraño continuar haciendo con él los mismos negocios que hacían con el viejo. Jamás se cuestionaron y se conformaban con lo que Herbert les decía: que el hombre había vuelto a Glasgow y ahora atendía una tienda más grande en aquella próspera ciudad.

Ahora, Herbert Graz barría la tienda y limpiaba los libros; abría y cerraba el negocio y atendía a los clientes con la misma deferencia que su antiguo propietario. Ya no pasaba páginas de libros de los que, otrora, tomaba numerosas anotaciones; le gustaba más contar los billetes una y otra vez y, de vez en cuando, entretenerse con alguna revista de mujeres ligeras de ropa.

J U A N S E B A S T I Á N R E V E I Z E N R Í Q U E Z Nací el 26 de mayo de 1992 en la hermosa ciudad de Santiago de Cali. Me gusta mucho ponerle un poco de humor y misterio a lo que escribo. Asisto todos los sábados a la biblioteca con un grupo de amigos a los que les gusta leer. Por eso se me ocurrió la idea de “El lector”. Le doy gracias a mi tío porque él me enseñó a desarrollar mi escritura. A él le dedico esto.

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Me muevo suavemente en la cama para no despertar a mi hermano que duerme al lado mío, apenas tiene tres años y si se des-pierta se pone a llorar. Me cambio y entro rápidamente a la cocina. Mi mamá ya tiene preparado y empacado el desayuno. “Muévase que su papá lo está esperando”. Si no lo hago me mata. Afuera hace un frío terrible, pero no puedo quejarme, estoy acostumbrado. Todos los días me levanto a esta hora y me pongo a trabajar en el sembrado, pero hoy no. Hoy vamos al pueblo por víveres. Mi papá ha estado evitándolo durante todo el mes, pero ya no hay más opción, tenemos que ir, no hay nada para comer en casa. Hemos tenido una mala temporada. Mi papá tiene ya preparados los caballos y me observa con el ceño fruncido, lo mejor es no saludarlo. Me pasa el caballo y me indica que me mueva. El pueblo queda muy lejos, a cinco horas. No vamos por el camino, preferimos ir por el monte, es un sendero que se aprendió mi papá, pero es peligroso porque está al lado de un precipicio. Aún así es más seguro que la vía principal en donde de un momento a otro puede comenzar una balacera. No podemos hablar, hay que estar atentos a cualquier movimiento o ruido y prepararse para escapar. “Apúrense, ya casi llegamos”, dice suavemente mi papá. Acelero el ritmo del caballo.

Tengo que encargarme de ayudar a mi papá. Soy el único que sabe leer, aunque mi papá sabe cuánto vale cada billete, él nunca fue a la escuela. Yo llegué a cuarto y tuve que salirme porque tenía que ayudar a mi papá en la casa para poder alimentar a mi familia. Ya podemos ver el pueblo a la distancia. Desde acá se distingue la plaza, es inmensa y llena de árboles, siempre se oyen las voces de la gente a lo lejos. Las

IgnominiaJ U A N F E L I P E M A N J A R R É S M U RD É C I M O G R A D O / C O L E G I O L A C O R D A I R E / C A L I , VA L L E / 2 0 0 8

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casas del pueblo son muy viejas, al menos eso me dice mi papá. Son grandes, tienen chimeneas y unos pequeños balcones de madera, pero todas son viejas. Mi papá se detiene y mira al frente. “¿Pasa algo, papá?”, le pregunto. “El pueblo está muy callado, ¿no mijo?”, responde con miedo en la voz. “Vamos a ver qué ha pasado. Deje los caballos aquí, mijo”. “Pero nos toca caminar hasta allá”. Me mira nuevamente con la frente fruncida. “Ya los amarro, papá”. Bajamos. Frente a nosotros está el pueblo anclado en una montaña donde están todas las casas en una pendiente. Incluso la plaza no es completamente plana. Ya estamos llegando. No hay nadie, no se ve gente en las calles y las casas están todas con las puertas abiertas. “Mijo, páseme la escopeta que trajimos y coja usted el revólver, no haga ruido”. Obedezco.

Me estoy asustando no solo porque no hay gente, sino por la expresión que tiene mi papá en el rostro. Nos empezamos a mover, buscamos gente. Nos acercamos lentamente a la plaza y entramos en ella. Se oyen unos pasos, me tiro al suelo detrás de un árbol y mi papá al lado mío hace lo mismo. Hay gente en la plaza y algunas personas están sentadas en el suelo. Hay otras que visten traje militar, están agrupando a la gente en un solo sitio y parecen estar contándolas. Papá me indica que nos movamos, tenemos que irnos, si seguimos aquí nos podrían ver. De repente, el silencio se rompe, mi papá se detiene. Una persona ha empezado a gritar, a pesar de la distancia puedo entender casi claramente lo que dice: grita piedad, que no lo maten, que les dará dinero y hace una cantidad de ofertas para poder sobrevivir; aunque en el fondo él debe saber al igual que yo que no sobrevivirá, que probablemente todos van a morir. Otros han empezado a gritar también, otros guardan silencio y miran al frente. No sé por qué no distingo bien sus ojos, pero parecen vacíos como si ya estuviesen muertos. Uno de los hombres de uniforme pide a grandes voces silencio, saca su revólver y dispara al hombre que estaba gritando. Después del disparo todos guardan silencio. El hombre ha caído al piso y alrededor de él se empieza a formar un charco de

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sangre que sale de su cabeza. No me puedo mover, mis piernas no responden. Veo la cara de mi papá, quiero decirle que nos vayamos, pero su rostro es inexpresivo, no creo que se pueda mover tampoco. Vuelvo a observar a los hombres de uniforme. Están hablando, como dando ordenes; otros están tomando a las mujeres y las están violando. Solo dos parecen estar revisando el área. Me ha dado la sensación de que uno me ha visto. No hay nada que temer, estamos bastante lejos, creo. Pero los alaridos de las mujeres llegan hasta acá y no sé cómo, pero me están hiriendo. Están destruyéndome, al igual que a mi papá que ha empezado a llorar. Toca mi rostro y se da cuenta de que yo también estoy llorando. Creo que lo he hecho desde hace rato. Ver tanta crueldad me ha herido muy profundo. Llega otro hombre, tiene unos ojos que dan miedo, ha pasado muy cerca de nosotros, gracias a Dios que no nos vio. Él no viste uniforme, pero parece estar de su lado, les dice algo. Uno de ellos da una orden y algunos se empiezan a mover hacia el norte abandonando lentamente la plaza. Y los que se quedan, levantan sus armas, apuntan a la gente y abren fuego. Cada bala que sale produce un sonido estremecedor, todas a la vez forman una especie de grito atronador que predice la muerte. Me estremece la caída de los cuerpos, los veo en cámara lenta, cada persona se va desgajando con lágrimas en los ojos y dejando en el ambiente esos estertores propios de la muerte. Estoy mareado, no soporto esto, pero no puedo hacer nada ante tanta barbarie. Los asesinos se van. No sé cuánto tiempo llevamos aquí. La sangre ha estado bajando por la pendiente, cayendo lentamente. Mi papá y yo guardamos silencio, no nos podemos mover. Finalmente mi papá reacciona y me da un abrazo, algo realmente raro en él. Me suelta y me indica que salgamos del pueblo. Mi papá se acerca a los cadáveres y se da la bendición, al terminar una oración salimos de la plaza siguiendo una tira de sangre que va cayendo pendiente abajo. Perdemos su rastro cuando nos diri-gimos hacia donde dejamos los caballos. En mi cabeza resuenan los gritos de angustia, como si siguiéramos ahí. Ya distantes del pueblo es

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como si me hubiera quitado un peso de encima, ya no escucho ni presencio el horror. Mi papá se monta en el caballo, yo rompo el silencio para preguntarle: “¿Qué le decimos a mi mamá por lo de los víveres?”, él calla para dar paso a sus lágrimas.

J U A N F E L I P E M A N J A R R É S M U R Nací en Cali. Desde pequeño me gustaba escuchar las viejas historias de mis abuelos, irrumpir en sus conversaciones para obtener más datos y nombres e imaginar cómo ocurrían las cosas que contaban. Desde muy pequeño mi madre nos leía cuentos a mi hermano y a mí, antes de dormir. De ese modo se inició mi amor por los cuentos, la ciencia �cción me capturó y dejé volar mi imaginación. Empecé a crear mis propias historias, aunque al principio no eran más que copias de los cuentos que me gustaban con pequeños cambios, pero pronto comencé a descubrir mis propias ideas y mi amor por la escritura. Escribí este cuento sobre el campo y sobre la guerra porque en el campo encontré mis lugares favoritos; en la �nca de mi abuelo me gustaba subir montañas, trepar en los árboles y ver más allá e imaginar todo lo que no conocía. Y sobre la guerra, porque aunque jamás la he vivido puedo ver a mi alrededor sus consecuencias.

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Sabía que a esa hora de la madrugada yo nunca me levantaría, por eso aprovechaba para encender la vela de cebo y arrastrar sus chanclas por el piso de tabla hasta el comedor donde empezaría, como todos los días desde que la conozco, a escribir el diario de su vida.

La gente que la conocía la llamaba Siete chiros porque siempre que la habían visto llevaba sobre su cuerpo por lo menos unas diez prendas de ropa y siempre en su cabeza un gorro de lana con �ores moradas muy bien ajustado.

Desde que mamá murió me tocó vivir solo con mi abuela y aunque parecía un espanto por su malformado cuerpo femenino, de todos modos aprendí a quererla y algunas veces a odiarla.

La quería porque a su lado nunca tuve hambre, pero la odiaba porque me daba de comer los bizcochos viejos y tiesos que ella ya no se comía; porque siempre que mataba un pollo a mí me tocaban las patas, las tripas y la cabeza.

La quería porque ella me daba ropa que vestir; la odiaba porque era ropa vieja y maloliente que ella ya no se ponía. La quería porque me regalaba juguetes y aparaticos de pilas; la odiaba porque ninguno servía.

La quería porque, según ella, me había criado. Ella me mantenía, pero ahora, viéndolo bien, yo me he criado solo, porque yo trabajo mucho todos los días mientras mi abuela descansa y en vez de ser ella quien me cuida soy yo quien la atiende, por eso es que creo que no vale la pena lagrimearla más.

El gorro de mi abuelaC E N U V E R G I R A L D O P I N T OD É C I M O G R A D O / I N S T I T U C I Ó N E D U C AT I VA J U A N X X I I I / A LG E C I R A S , H U I L A / 2 0 0 8

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De esta vieja siempre me sorprendió su forma de conseguir las cosas; de conseguir dinero. Ella nunca trabajaba, pero eso sí, a esta casa aunque lejana, fría y escondida, llegaba con lo necesario.

Parece estar dormida, salpicada como si hubiese acabado de degollar una gallina. He tomado su gorro y con él he encontrado su vida, su diario. Ahora entiendo por qué molestaba tanto cocinando la cáscara de las papas y los pelos del coco: se estaba quedando calva y no lograba disimularlo con sus pocos cabellos largos y enredados.

Ahora entiendo por qué no le gustaba hacer o�cios de casa, por qué se ponía unos pantalones de hombre y unas medias de futbolista; entiendo por qué nunca vi un sostén o unos calzones en la cuerda de secar ropa; por qué mi abuela era tan fuerte y tenía unos hombros y una espalda tan ancha; por qué mi abuela se afeitaba con el cuchillo todos los días y por qué hablaba tan grueso. Ahora entiendo por qué mi abuela es la única mujer en el mundo que ha orinado de pie.

Mi abuela le huía a la justicia, algo hizo y huyó a la montaña con una niña que con el tiempo pasó a ser como su hija. Le llevaba juguetes, la consolaba, la arrullaba en las noches… de un momento a otro, sin darse cuenta también fue su mujer. Era muy valiente, muy inteligente, no había permitido que nadie supiera su vida, tampoco pensaba dejarse derrotar por mí. Yo solamente quería saber qué ocultaba bajo su gorro. No conozco el mundo de ella, solo la he escuchado, no sé en dónde queda el pueblo, no conozco a nadie más que a mi abuela, toda mi vida he estado encerrado en esta casa de madera y en este pequeño campo labrado, rodeado por la espesura de muchos árboles.

No quiero estar solo, levántate abuelita, ¡estás fría! ¿Tienes frío? Mira la vela de cebo, sí, la que siempre utilizas. ¿Quieres que encienda fuego? Aquí al lado te lo pongo, yo me voy a recostar allí contra la pared hasta que te levantes, ponte en pie, abre los ojos y observa cómo poco a poco el fuego hermoso consume nuestra casa y nos llena de mucho calor, ¿sientes el humo? No me deja respirar, siento la ropa

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caliente, la casa se está cayendo, no tengo alientos, me arden los ojos, no te esfumes abuelita, hazte aquí para poder verte, yo te perdono pero no te pierdas en el humo, abuelita, abuelita duerme, yo también haré lo mismo, apretando el gorro de �ores moradas, poniéndolo en mi pecho, secando mis lágrimas. Descansa, yo descansaré junto a ti, descansaré junto a quien fue mi familia, para más tarde levantarnos y contemplar el amanecer.

C E N U V E R G I R A L D O P I N T O Me gusta bailar, actuar, dibujar, pero escribir es mi gran pasión. Mi mayor sueño es convertirme en un magní�co escritor para poder narrar a todas las personas la vida de mi mundo y el mundo que pienso, es por ello que haber sido uno de los ganadores de este concurso es un primer escalón que me permitirá pisar la cima a la que espero llegar. Nací el 15 de mayo de 1992 en el corregimiento de Planadas, Tolima, en una familia campesina y humilde. Después de mucho recorrer el país por causa de los problemas que todo el pueblo colombiano padece, he terminado estudiando en Algeciras y viviendo en un entorno que llena de ideas mi mente y de motivos mi vida para seguir con esta combinación de letras, con este juego de palabras.

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-Doctor —era mi secretaria por el citófono—. El paciente Ubizarreta está acá.

—Sí, señorita —le respondí—. Dígale que siga.La puerta café que separaba mi o�cina del cubículo de mi secre-

taria chirrió y vi entrar a un hombre alto y fornido. Estaba totalmente pálido y su cabello negro, despeinado, mostraba indicios de canas. Lo hice pasar. Nunca pensé que un paciente me fuera a dar a mí, un psi-cólogo renombrado, tantos problemas y preocupaciones. Entró y sus labios trataron de articular un saludo, pero su nerviosismo y estrés hicieron que las palabras no fueran más que pensamientos. Se quitó la chaqueta gris y se acostó en el diván de mi o�cina. Mientras tanto yo abría mi gaveta y sacaba una carpeta que sería la historia del miste-rioso señor Ubizarreta. Me senté luego en la silla al lado del diván donde temblaba mi paciente y empezamos la sesión.

—¿Me podría decir su nombre completo, señor? —pregunté. De su boca salió una voz tenue y asustada.

—No sé, doctor, realmente yo no sé quién soy —en ese momento entendí que esto iba para largo, pero nunca pensé que tanto.

—Entiendo, sufre de doble personalidad. Tranquilícese, hoy en día hay mu…

—No doctor —me interrumpió—, usted se equivoca. Yo no sufro de doble personalidad. Yo tengo un problema más grande, mucho más grande. Pero antes de contárselo —tartamudeó— necesito que usted me jure que no va a decirle a nadie mi problema.

—No entiendo, señor —respondí.

Me es imposibleR A FA E L C U P E R M A N C O I F M A ND É C I M O G R A D O / C O L E G I O C O LO M B O H E B R E O / B O G O TÁ D. C . / 2 0 0 9

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—¡Solo júrelo!... si es que es capaz de ayudarme.Como psicólogo importante y reconocido, entendí que mi paciente

estaba mal y realmente necesitaba ayuda. Y si yo no se la daba, ¿quién lo haría?

—¡Júrelo, doctor!, por favor —su petición interrumpió mi pensamiento.

—Sí, lo juro. Juro que no le diré a nadie lo que usted me cuente —aseguré.

—Confío en usted, doctor. Si alguien se entera, correría peligro de muerte.

Me acomodé en mi silla y tomé un sorbo de agua. Estaba fría como mis manos. Tragué saliva y respiré profundo.

—Confíe en mí, señor, para eso estoy.Se hizo un silencio como de diez segundos que parecieron minutos.

“¿En qué me metí?”, pensé. Ubizarreta se paró del diván, fue a la ventana, la cerró y por encima cerró las persianas. Luego, muy lentamente, fue hacia la puerta, la abrió y se �jó quién estaba afuera en la salita de espera. Solo una anciana. Volvió a cerrar la puerta y fue al diván. Se acostó mirando al techo. Yo no me había movido, estaba pálido.

—Doctor —tragó saliva—, yo soy una persona vil. Yo hago cosas que no se deberían hacer. La gente me odia y me ama. Yo soy dos personas, doctor… yo soy dos personas: Álvaro Ubizarreta y Frank.

—Explíquese, por favor. No entiendo —dije. Volvió a tragar saliva y abrió sus labios. De su boca salieron cuatro palabras.

—Yo soy un sicario —silencio, un silencio tenso—. Yo soy Frank dentro de la organización de sicarios en la que estoy. Pero afuera soy un ciudadano más. Trabajo como banquero y me llamo Álvaro Ubizarreta.

—Yo no tenía palabras para responderle y mucho menos pensa-mientos. Estaba en blanco.

—Doctor, yo fui el que asesinó a Zuleta, el excandidato a la alcaldía. Yo fui quien le incrustó una bala en el cráneo a Sergio Torres, el perio-dista que murió hace cuatro meses. Y me tocaba matar al presidente

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gringo George Bush cuando vino hace dos años, pero la seguridad era extrema y no pude lograr el objetivo. —Yo seguía sin palabras—. Doctor, pero lo que hizo que venga a consultarlo a usted es que desde hace dos semanas tengo una nueva misión, pero no la puedo realizar. Me es imposible.

—¿Podría saber cuál es esa misión, señor? —le pregunté asustado mientras pensaba: “Me va a matar a mí, me va a matar a mí”.

—El jefe me dijo hace dos semanas que lo llamaron y le pidieron matar a alguien. Me llamó y me dijo: “Frank, te tengo una misión, debes matar a alguien. Tienes un mes”. Yo, con�ado, le dije que aceptaba la misión y le pregunté quién era la víctima. Ese fue el problema. ¿Sabe a quién tengo que matar, doctor? ¿Sabe a quién?

—No, señor, no sé —estaba que me desmayaba, ¡me iba a matar a mí!—. Dígame a quién —cerré los ojos cuando él iba a hablar.

—Doctor, tengo que matar al banquero Álvaro Ubizarreta. ¡Frank tiene que matar a Álvaro Ubizarreta!

R A FA E L C U P E R M A N C O I F M A N Crecí alrededor de cuentos y anécdotas compartidas en familia. Era el típico niño que pedía historias antes de dormir y recuerdo que las que más anhelaba eran las Fábulas de Esopo. A medida que iba creciendo, me sumergí en libros infantiles y juveniles. También empecé a crear mis propias historias. Los concursos de cuento que organizaba el colegio se convirtieron en una buena excusa para dejar volar mi imaginación. Siempre viví en Bogotá rodeado de noticias, gente y acontecimientos que abrieron mi mente. Los profesores del Colegio Colombo Hebreo me dieron una formación íntegra. Por eso en mis cuentos no solo busco narrar una secuencia, sino que trato de entender las razones que llevan al hombre a actuar como lo hace. Me gusta hacer que el �nal de mis cuentos sea inesperado y tratar en ellos temas cotidianos.

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Tras una larga jornada de trabajo, un hombre de baja estatura que lucía muy cansado caminaba lentamente por una avenida. Sus labios estaban resecos y una terrible sed le impedía seguir avanzando, entonces decidió sentarse en un andén a reposar. Mientras tanto con-templaba cómo los carros transitaban dejando su humo y cómo todo en la ciudad era gris, nublado, triste y lúgubre. Intempestivamente empezó a ver todo cada vez más claro. Los vidrios de los carros que antes estaban empañados, ahora eran muy nítidos; todo estaba ilu-minado, todo brillaba, todo parecía traslúcido. De pronto, notó que su cansancio se iba y que su cuerpo se sentía cada vez más liviano.

Creyendo que ya había descansado lo su�ciente se dirigió a su casa. Al llegar, saludó a sus dos pequeños hijos y a su esposa. Ella lo miró y le dijo que lo notaba algo diferente, como más pálido, casi transpa-rente, y él no pudo dejar de pensar en esto.

Durante la noche percibió que las estrellas brillaban más que de costumbre, que hasta parecía de día, y tuvo la sensación de que su cuerpo estaba perdiendo su forma, como si fuera de otro material y pudiera moldearse. Pensando en esto se durmió y evocó de nuevo aquel absurdo sueño que tuvo pocas noches después de haber entrado a la fábrica de espejos, un mes de mayo, al igual que hoy, en la ciudad de Lirios; ese aterrador sueño en el que era absorbido por el gigan-tesco horno en donde él fabricaba el vidrio.

Al día siguiente se levantó, se dirigió de inmediato al espejo y se dijo: “Solo fue un sueño, el mismo sueño que me persigue desde hace tres años”. Se sintió muy atraído por él, puso una mano en su

El encargoJ U A N S E B A S T I Á N S A N T O F I M I O P I N I L L AD É C I M O G R A D O / C O L E G I O C A M P E S T R E H I M A L AYA / F U S A G A S U G Á , C U N D I N A M A R C A / 2 0 0 9

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super�cie y por un momento sintió que el espejo estaba compuesto por su piel, es decir, que su piel y el espejo eran uno mismo.

Confundido y acalorado se apresuró a abrir todas las ventanas. Cuando abrió la última se �jó en cómo su mano se adhería a aquel vidrio. Luego de halar con fuerza la pudo desprender, entonces recibió un duro golpe en su cara y oyó un fuerte aleteo. Comprendió que un pájaro que venía volando se estrelló contra él como si no lo hubiera visto, como si fuera...

Se afeitó, se bañó, desayunó, se despidió de su familia y se dispuso a ir a la fábrica. Caminó hasta el paradero de buses, notó cómo el día era especialmente claro y luego miró hacia las casas a lo largo de la calle; vio las salas y los comedores. Al observar con detenimiento des-cubrió que las puertas y cortinas estaban cerradas. “Debí imaginarlo”, se dijo. Y tomó el bus.

Al llegar a la fábrica saludó a sus compañeros y se dirigió a su lugar de trabajo. Se acercó al horno y al abrirlo se vio dentro de sus paredes, sintió mucho calor, se �jó en el vivo color del fuego y gritó, pero nadie pareció escucharlo. Trató de calmarse, respiró profundo y empezó a sentirse cada vez más y más etéreo; el calor poco a poco se fue yendo hasta apaciguarse. Miró hacia el exterior del horno, observó que varias láminas de vidrio estaban allí exhibidas, una tras otra, como todos los días, y que de pronto se abría la puerta del horno. Perplejo, sintió como si algo fuerte y pesado lo levantara, luego vio que estaba en los brazos de su amigo Aníbal. “¡Aníbal! —gritó el hombre—. Soy yo, tu amigo Pablo”, pero Aníbal, aquel con quien jugaba cartas todos los viernes, su gran amigo, no lo escuchaba, tan solo lo dejó arrumado con las demás láminas que había puesto a enfriar, luego apagó las luces, cerró la puerta y se fue.

Pablo se quedó allí, confundido y temeroso, trató de incorporarse, pero sentía sus piernas tan frágiles que temió hacer cualquier tipo de movimiento. Así que no tuvo más opción que quedarse allí junto a las láminas de vidrio que lo rodeaban hasta que el sueño lo venció.

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De repente despertó, notó que la puerta ya estaba abierta y vio a todos sus compañeros dispuestos a trabajar, aunque algo inquietos y preocupados comentando la misteriosa desaparición de Pablo.

“¿Cuál desaparición? —se preguntó—. ¡Aquí estoy!”. Luego vio cómo su amigo Aníbal se acercaba a las láminas y cómo con una triste expresión en su rostro empezaba a organizarlas para convertirlas en espejos y enmarcarlas en madera. Pablo notó que uno de los espejos era puesto sin querer por Aníbal frente a su propio cuerpo y lo que vio fue insólito y aterrador: vio el re�ejo de un espejo frente a otro.

Un terrible frío recorrió todo su cuerpo, y esa sensación fue aún peor cuando vio a su amigo Aníbal frente a él adhiriéndole madera alrededor de su cabeza, hombros, brazos y todo su cuerpo. Luego lo rodeó una profunda oscuridad, al tiempo que varias manos lo sujetaban cambiándolo de lugar. Un silencio sepulcral petri�caba su cuerpo. Trató de dormir, ansiando despertar pronto de la pesadilla en la que estaba inmerso, hasta que por �n fue entrando un poco de luz mientras alguien corría la tela que lo cubría y lo había sumido en dicha oscuridad.

Cuando el lienzo fue retirado completamente, Pablo reconoció el lugar donde estaba. Emocionado contempló las sillas, los cojines y todos los enseres que adornaban su casa. Vio a su esposa y a sus hijos allí sentados, pensó que todo había terminado y se sintió feliz.

Su momentánea alegría se vio interrumpida por una lágrima que corría por la mejilla de su esposa (quien estaba parada justo frente a él) y por la triste expresión de todos. Recordó que ese día la fábrica en donde él trabajaba entregaría el espejo que él mismo había encargado hacía unas semanas. Gritó, pero nadie parecía oírlo. Gritó aún más fuerte. De pronto, se �jó en el re�ejo de su esposa que empezó a enjugarse las lágrimas repitiendo desconsolada: “¿Dónde estás, Pablo?”. Esas palabras retumbaron en todo su cuerpo, sacu-dieron sus sentidos y borraron toda esperanza de ser escuchado.

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J U A N S E B A S T I Á N S A N T O F I M I O P I N I L L A La idea de mi cuento surgió de una tarea de español, cuando estudiaba en el Colegio Campestre Himalaya, en Fusagasugá. Había un ejercicio que consistía en escribir una historia en donde el personaje principal estuviera hecho de un material especí�co. Inicialmente se trató de una tarea, pero luego la profesora nos pidió que participáramos en el Concurso Nacional de Cuento. Ahora estudio en la École du Phare en Sherbrooke, en Canadá, donde vivo con toda mi familia. Me gusta leer libros de ciencia �cción, suspenso, terror y aventura. Por ejemplo me sorprendió mucho leer Robinson Crusoe, de Daniel Defoe, y las Narraciones extraordinarias, de Edgar Allan Poe. Creo que el buen escritor es aquel que con su creatividad, curiosidad y estilo tiene la capacidad de interesar y atrapar al lector con sus historias.

Una profunda desolación se apoderó de él. Desesperado intentó moverse, quiso correr y en un frenético movimiento sintió cómo su cuerpo se desprendía mientras su familia contemplaba atónita en la alfombra los fragmentos del espejo.

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Nací en medio de cuatro paredes de bareque cubiertas de un adobe de estiércol que se caía a pedazos ante el paso del tiempo, en las áridas tierras de una vereda olvidada. Mi nombre: Beni, así lo oí por primera vez en la voz chillona de Raúl, un niño de diez años que me buscaba de un lado para otro. La semana anterior a esta novedad la maestra de Raúl les pidió a los alumnos que llevaran una planta de fríjol en un frasco de cristal; yo fui el elegido de esa misión. Fue por eso que me llamaron así; en parte porque Raúl estaba convencido de que yo era una planta de fríjol y porque Beni es una deformación de bean, que es fríjol en inglés, y a Raúl le apasiona esta materia. Siempre llevé con orgullo este nombre, y mucho más cuando me enteré de que para Raúl yo no era una planta, sino el hermano que siempre quiso tener.

El día que me llevó a su escuela fui preso de las feas burlas de unos niños que decían haber traído las mejores plantas. La verdad es que sus plantas sí eran diferentes; yo no tenía hojas y mi tallo era una espiral que parecía la cola de un cerdo. Raúl soportó muchas burlas al respecto, pero no aguantó cuando nos rodearon en bandada y el más atrevido de los niños se acercó desde atrás con unas tijeras y me cortó en dos. Sentí un dolor horrible. Raúl, ciego de ira, se lanzó sobre mi agresor y ambos dieron vueltas en el piso. La maestra los separó.

El regaño fue justo para quienes iniciaron este pleito y, aunque la maestra le dijo a Raúl que yo no era un fríjol, sino una simple planta, este me cuidó aún más. Tanto que cuando llegamos a casa trató de unir las dos partes de mi tallo. Me llevó a un frasco de galletas vacío y me cubrió con abono suave. Dure días así. Raúl siempre me daba palabras

BeniM A R Í A A N D R E A M O R A C A S T R OO C TAV O G R A D O / I N S T I T U C I Ó N E D U C AT I VA N O R M A L S U P E R I O R D E S I N C E L E J O, S U C R E / 2 0 1 0

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de aliento hasta que me mejoré. Desde entonces fui su �el com-pañero. Ambos inventamos una manera de comunicarnos en la que yo movía mis hojas de un modo particular para decir sí o no a alguna pregunta. Raúl adaptó a la lata de galletas un morral donde siempre me llevaba, colgado a su espalda. Íbamos juntos a todas partes: a ordeñar las vacas, a llevar la leche en burro a las tiendas del pueblo, a sembrar el maíz y a arreglar el corral para que no se escaparan las dos vacas lecheras.

Mientras hacíamos estos deberes, la madre de Raúl podía solo con los o�cios de la casa. Era una mujer joven, pero la soledad y el trabajo la marchitaron. Su padre, que murió hace dos años de una dura enfermedad, le heredó la pequeña �nca donde ahora vivían ella y su hijo. Nunca pudo olvidar el pasado; primero la muerte de su esposo, después de ver a su padre postrado en una cama por un cáncer. Además, sus cuatro hermanos se fueron hace nueve años del pueblo. Tenía un pequeño altar donde lloraba a sus muertos. Una noche olvidó una vela encendida y esta cayó en las viejas varas de bareque que se incendiaron rápidamente. El calor de aquel incendio chamuscó mis hojas. Raúl despertó con el grito de su madre quien, al tratar salir de su cuarto, recibió el golpe de uno de los troncos que sostenían el techo de palma que la dejó inmóvil. Como pudo, el niño quitó el pesado tronco del cuerpo de su madre y la arrastró hasta el patio; cuando Raúl se acordó de mí corrió a ayudarme.

Yo estaba a punto de caer cuando lo vi caminando entre el fuego; me tapó con una gruesa manta, me llevó junto a su madre y los tres vimos cómo la humilde casa se venía abajo.

Los vecinos se percataron de lo que ocurría y nos ayudaron a llevar a la mamá de Raúl a la clínica del pueblo. Estaba muy mal y estuvo allí varios días. Mientras tanto, Raúl buscaba entre las ruinas cómo levantar un sitio donde vivir. Yo estaba mejor, había crecido un poco y estaba más fuerte. Raúl me cuidó con agua y abono y quedé como nuevo.

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El tiempo pasaba y la mamá de Raúl seguía mal. A pesar de que sus quemaduras habían sanado, su salud era cada vez peor. Los médicos le hicieron exámenes y supieron lo que tenía: cáncer, uno terrible y avanzado que la devoraba por dentro. Raúl ya sabía lo que era esta enfermedad, lloró mucho apoyado en la cama de su madre y hasta yo, que no sabía nada del asunto, sentí una rara sensación que subía desde mis raíces hasta el cogollo. Cuando Raúl se calmó vio sorprendido una enorme y extraña �or que me adornaba como corona.

El tiempo pasó. Raúl se convirtió en un adulto y cursaba su último semestre de especialización en Microbiología. Yo, en mi condición de planta, era de gran ayuda para Raúl en sus investigaciones. Su esposa y su hija, Estefanía, estaban orgullosas de él. Siempre jugaban en el jardín, en el que yo reinaba desde una matera inmensa, y me cuidaban a mí y a las otras plantas para que no nos marchitáramos.

La pequeña Estefanía, a pesar de sus ocho años, tenía un gran cariño hacia las plantas. Todos la admirábamos por su ternura y vivacidad.

Pero la tragedia se cernía sobre Raúl y esta vez sobre quien más amaba. La pequeña comenzó a presentar síntomas de cáncer. ¿Cómo era posible? ¿Su abuelo, su madre y ahora su hija? ¡No! Si esto es here-ditario debía parar. Su hija no merecía ese mal y no había tiempo que perder.

Comenzó entonces a hacerle exámenes. Todos en el jardín está-bamos preocupados. Una noche, mientras la niña dormía, Raúl, llo-rando, con�rmó la mala noticia: la niña padecía de cáncer. De nuevo tuve esa sensación en mis raíces y en mis ramas.

Nadie lo supo hasta el día siguiente. La primera en verlo fue la pequeña Estefanía, quien, asombrada, llamó a gritos a sus padres. Para la admiración de todos yo estaba cubierto de �ores. Raúl estaba maravillado.

¿Sería que yo estaba tratando de decirle algo?Raúl comenzó a verme como un instrumento para salvar a su

hija. Me llevó hasta su laboratorio y me tomó muchas muestras.

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M A R Í A A N D R E A M O R A C A S T R O Nací el 18 de abril de 1997 en Sincelejo, Sucre. Me gusta el arte, oír música, patinar, leer y me apasiona la escritura. Escribí mi cuento inspirada en el cáncer, ya que por esta devastadora enfermedad han muerto varios de mis familiares. Leo porque me gusta ir más allá de lo previsto y explorar nuevos mundos, llenos de creatividad y un poco de realismo. Soy una persona relajada, que se propone metas, pero también soy de las que les parece que invariablemente hay un “sí” para las cosas, siempre y cuando exista el propósito de que se cumplan. Les aconsejo que lean porque leer relaja, despeja la mente y nos lleva a viajar conociendo más y más cosas.

Permanecimos allí horas, días y semanas hasta que al �n Raúl encontró en mí una rara sustancia que probó con animales. El espíritu de Raúl se animó. Pronto tuvo el permiso médico para aplicar su fórmula a enfermos de cáncer; los resultados fueron asombrosos.

La pequeña Estefanía no tenía un cáncer muy avanzado, por lo que aceptó muy bien el tratamiento que su propio padre había creado usando la sustancia que yo, sin saberlo, portaba en mí todo el tiempo.

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Abelardo siempre había vivido en la misma �nca. Sus padres se la habían dejado al morir, cinco años atrás, en un accidente que sufrió el Willys que los llevaba de su vereda hasta Aquitania.

A sus diecinueve años no salía a rumbear los �nes de semana, no había tenido novia, su cabello no tenía formas extrañas ni estaba a la moda. Su apariencia era más bien la de un joven dedicado al cuidado de la tierra y de su casa.

Abelardo no tenía hermanos y sus parientes más cercanos vivían muy lejos. Sin embargo, todos los habitantes de la vereda sentían un especial cariño por el joven. Nunca se le había visto enojado, ni siquiera cuando había tenido razones para estarlo. Siempre hizo honor a lo que signi�ca su nombre: muy noble, esa era la palabra que des-cribía perfectamente a Abelardo.

El lugar más cercano a su casa era la tienda donde vendían cosas básicas y cerveza. Por si usted no lo sabe, Aquitania es el mayor pro-ductor de cebolla de Colombia. Y Abelardo había hecho de sus cultivos de cebolla su principal regocijo, su actividad favorita y hasta su prin-cipal fuente de inspiración. Cuando hablaba de ella lo hacía con una especial fervor, todo lo que se relacionaba con el cultivo generaba en él una gran dedicación y la verdad es que todo el mundo decía que las cebollas de Abelardo no sabían igual que las demás.

La vida de Abelardo pasaba entre sobresaltos, repitiendo diaria-mente la misma rutina. Un domingo, como todos los domingos, a las tres de la tarde Abelardo se dirigió a la tienda de doña Asunción a charlar un rato, jugar con los perros y comer dulce de feijoa. Muchas

El sabor de la noblezaD AV I D F E L I P E C O R R E D O R B E N AV I D E SG R A D O U N D É C I M O / L I C E O H E R M A N O M I G U E L L A S A L L E / B O G O TÁ D. C . / 2 0 1 0

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veces doña Asunción le había hablado de su hija mayor, Liliana, “la que vive en la capital”, pero esta vez lo que le contaría no pasaría desapercibido como en otras ocasiones. Esta vez le habló sobre el restaurante en donde vendían la comida más rica de la capital, en donde los olores y los sabores hacían que los clientes no pudieran dejar de visitarlo. Inmediatamente el sabor de la cebolla en la comida se apoderó de los sentidos de Abelardo, la imaginó como ingrediente principal de los platos exquisitos de ese res-taurante. Si ese era el mejor restaurante de Bogotá, debía utilizar la mejor cebolla, la que con tanto esmero él cultivaba y cuidaba. Entonces, sin dar más explicaciones, salió corriendo hacia su �nca dispuesto a empacar maletas y emprender la búsqueda del lugar que debía conocer su cebolla.

Después de alistar un pantalón, dos camisas, su cepillo de dientes y algunas cosas más, Abelardo partió rumbo a la capital, no sin antes reco-mendarle a la dueña de la tienda que le cuidara la �nca por un par de días, que le diera comida a los perros y, sobre todo, le “echara un ojito” a sus amadas cebollas.

Nadie entendió el extraño impulso de Abelardo, ni siquiera él mismo. Pero ahí estaba, sentado en la silla que daba a la ventana de la quinta �la de la �ota que lo iba a llevar a Bogotá.

Interrumpió sus pensamientos una campesina, ataviada con una ruana, que se sentó a su lado, con algo más de cinco paquetes llenos de Dios sabe qué y una pequeña cajita de cartón amarrada con una pita verde de donde salía un repetido: “pío, pío, pío, pío…”. Sería la compañera de viaje de Abelardo.

Con la cordialidad que lo caracterizaba, Abelardo respondió al saludo de la mujer, le ayudó a disponer los paquetes y se acomodó de tal manera que la señora se sintiera lo más cómoda posible. La �ota prendió su motor. Luego de dormir unas cuantas veces y de perderse en la conver-sación que su compañera de viaje insistía en proponerle, trató de recordar las cortas instrucciones que doña Asunción le dio sobre cómo llegar a la casa de Lilianita, quien no podía pasar a recogerlo porque vivía muy ocupada.

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Una de las cosas que más le causó curiosidad durante el viaje era el cambio en el paisaje, cómo las tiendas de la carretera se iban haciendo más grandes cada vez, cómo el verde se iba diluyendo en el gris de las construcciones y los animales y tal vez también todos los habitantes de aquellas casas; solo se veían algunos perros que ladraban a la �ota cuando pasaba, nada más.

Finalmente, la �ota se detuvo y apagó el motor, eran las ocho de la noche y estaba en Bogotá, en el lugar en donde sus cebollas deleitarían los paladares más exquisitos de la capital. Su compañera de viaje desapareció rápidamente junto con la caja sonora de cartón. Él recogió su maleta y no pudo evitar asombrarse: nunca había visto tanta gente, tantos carros y tanto gris.

Por un momento no supo qué hacer, no encontraba la salida, veía largas colas por todos lados y nadie le prestaba atención. Pero había algo muy urgente que debía hacer: comer. Tenía mucha hambre, así que se dispuso a entrar al primer restaurante que se encontró y devorar un sancocho de gallina que le devolvió la vida. Sin embargo, nadie le advirtió que las cosas en la capital eran más costosas, en especial en el terminal de transportes. Cuando pagó se dio cuenta de que el dinero que traía no iba a alcanzar para mucho, y empezó a preocuparse.

Dio vueltas, recorrió todo el terminal pasando por sus colores amarillo, azul y rojo. Preguntó muchas veces cómo llegar a la casa de Lilianita, pero cada explicación que le daban le resultaba más difícil que la anterior. Pronto se dio cuenta de que eran las once de la noche y no le pareció buena idea llegar a la casa de alguien que no conocía a seme-jante hora. Vio que algunas personas estaban acostadas ocupando varias sillas para poder estirarse y entonces decidió que él haría lo mismo. Lo único que recordaba claramente era que no podía descuidar su maleta porque seguramente la perdería así que, aunque un poco incómoda, decidió usarla como almohada.

Después de muchas vueltas en la silla y algo de sueño, como siempre, a las cuatro de la mañana estuvo en pie. Aunque veía las

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D AV I D F E L I P E C O R R E D O R B E N AV I D E S Todo ocurrió debido a que tenía la idea de escribirles a los campesinos, ya que mi familia paterna viene del campo. Quise hacerles una breve descripción sobre esta vida tan humilde y hermosa y esta oportunidad me pareció muy adecuada para ello. Fue muy normal, un día común y corriente llegué cansado de estudiar, como lo hacía todos los días, y como buen colombiano tenía que presentar el cuento al día siguiente, así que dejando todo atrás comencé a escribirlo. Nadie imaginaría lo que sucedió después.

mismas cosas que la noche anterior, poco a poco se fueron llenando de luz. Después de un tinto, que le pareció desagradable, se sentó a pensar en los sueños que había tenido: niños, jóvenes, ancianos, señoras, curas, todos saboreando manjares que tenían el sabor especial que le daban sus cebollas. Eran personas muy parecidas a sus vecinos, a la señora de la �ota y a todos los que habían pasado frente a él en las últimas veinti-cuatro horas. Todos debían probarla, todos tenían derecho.

De pronto, Abelardo aterrizó como quien cae de un globo y se dio cuenta de que con el poco dinero que tenía no podría hacer gran cosa. Además, le aterraba salir de aquel lugar y enfrentarse al titán que había afuera.

Abelardo, que siempre había vivido en la �nca de sus padres, que no estaba a la moda ni tenía un peinado extraño como los jóvenes de su edad que pasaban frente a él en el terminal de transportes de Bogotá, volvía a su �nca en Aquitania, dispuesto a seguir cultivando y cuidando esa cebollas que, según decían los que lo conocían, no sabían igual que las demás.

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Quién llama a esta hora

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Posibilidades de la segunda persona

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Armagedón

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Ahora sí dan ganas 97

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El juez sin rostro92

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La quina dorada 87

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Anoche estaba lloviendo 83

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Mi abuela es demasiado agüerista. Ella me mantiene hasta el cuello con sus temores y cuidados: que cuidado pasas, hijo, debajo de una escalera (vive diciéndome), que cuidado, hijo, se te riega la sal o el azúcar, cuidado te encuentras con una mariposa negra y si tiene una calavera blanca en su espalda, tanto peor porque es el anuncio �jo de la muerte; cuidado si es martes 13 y no me adviertes, porque ese día es absolutamente necesario ahuyentar El Armagedón quemando incienso y que el humo llene toda la casa y hay que regar agua bendita por todas partes, y se echa la bendición. A pesar de todo, yo quiero mucho a mi abuelita y ella también me quiere, yo sé que soy la luz de sus ojos. Yo acabo de abrir los ojos en mi habitación y escucho mucha bulla en la calle: hay voces de gente que pasa, hay ladrido de perros, bramido de vacas, cacareo de gallinas. Me asomo a la ventana y observo un gentío que avanza con colchones, mesas, hamacas, jaulas, ollas, platos, y todo lo que pueden cargar entre brazos, sobre hombros y espaldas. El gentío anda en medio de carretas de mano y carros de caballo que van llenos de escaparates, ventanas y otros objetos de madera. “Hoy es martes”, me digo, y después tengo que reconocer que no solo es martes, sino martes 13. No obstante, no encuentro ninguna relación entre el número 13 y lo que ocurre en el pueblo. Miro el reloj y me doy cuenta de que estoy retrasado para encontrarme con Augusto en la obra. Es mi última semana de vacaciones y hasta hoy tenemos plazo para terminar en la

ArmagedónJ U A N C A M I L O J A R A M I L L O M A N J A R R É SI N G E N I E R Í A E L E C T R Ó N I C A / U N I V E R S I D A D N A C I O N A L D E C O LO M B I A / S E D E M A N I Z A L E S / 2 0 0 7

Homenaje a Barrancabermeja, Mondomo, Piendamó, Bojayá y a todos los

pueblos que viven en medio de la guerra.

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parte más extrema de la pendiente, la última recámara de depósito del alcantarillado. Por �n el pueblo tendrá alcantarillado y ya no habrá malos olores en las calles. Me apuro a vestirme y desciendo la escalerita de madera. Mi abuelita está esperándome vestida con su trajecito café de rayitas blancas, bajo su batolita gris que siempre usa para cocinar y sus ojos azules que me miran con gesto de amiga y de madre perpetua. Ella sostiene en sus manos las galletitas de siempre y el pocillo con café con leche humeante. Ella es el único apoyo que tengo en la vida después de la muerte de mis padres y de mi her-manita Geraldine en un accidente en la chiva del pueblo. Era un paseo colectivo a las playas del río Cauca, y yo no había podido ir porque estaba castigado: se me había regado el plato de sopa sobre la mesa el día anterior, y mi abuelita tampoco fue porque se le había caído al piso un puñado de sal cuando preparaba el almuerzo, y le daba miedo salir de casa, pues creía que ese día todo iba a salir mal, y en efecto todo salió mal y yo me quedé solo con mi abuelita en este mundo, gracias a que los agüeros a veces salen. “Hoy, hijo, no debes quedarte en la calle después de que termines el trabajo. Recuerda que es martes 13, y el terror de El Armagedón puede estar rondando”. “¿Qué es El Armagedón, abuela?”, pregunto. “El Armagedón es el �n del mundo, hijo”, responde ella y se echa mil bendiciones. Entonces me advierte que el gentío que ha llegado al pueblo no trae buenos augurios y que, al regresar, de paso compre en el parque incienso y que recoja en esta botella agua bendita de la pila de la iglesia (y la abuela me entrega la botella). Yo me despido y salgo corriendo con la botella en la mano y unas monedas en el bolsillo del pantalón, rumbo a la obra.

Al pasar por la tienda tengo ganas de ir a la plaza a ver a los recién llegados, pero el afán me puede. Entonces tomo la pendiente hacia la cañada y de lejos veo los cerros de arena y los bultos de cemento de la obra. Don José, el viejo maestro de construcción, me saluda y me repite que hoy debemos terminar las redes del alcantarillado. Saludo a Augusto y me dice que está contento porque al mediodía ha de llegar el

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míster a pagarnos el trabajo. Don José es buena gente, pero se pone de mal genio cuando la mezcla a Augusto y a mí nos queda muy aguada. El míster es un señor muy acuerpado y mono hasta las uñas y de ojos azules, habla muy enredado y dicen que es representante de las Naciones Unidas y que las Naciones Unidas son un organismo inter-nacional. Pero al míster lo he visto solamente una vez en toda mi vida.

Cojo mi pala y mi balde de cemento, y junto con Augusto me voy a trabajar. Yo me quito la camisa para no ensuciarla. El sol está radiante. Antes del mediodía ya me quema mi desprotegida espalda y me deja un profundo ardor, pero ignorando esto sigo trabajando. Augusto, al ver mi espalda enrojecida, se preocupa. Yo le pido que me ayude a ter-minar la caja de la recámara número 13 del alcantarillado, y lo hace, pero después de que se enoja conmigo y me pega una vaciada terrible que porque hoy es martes 13 y eso de que él se meta a la recámara 13 le hace poner los pelos de punta, y mientras empezamos a repellar el muro de concreto, Augusto no se calla ni un minuto con su estúpido pereque de los agüeros: que hoy es un mal día, que hoy se me regó el chocolate en la mesa del comedor, que en el huevo del desayuno me salió un pelo de mi hermanita Sonia, y como no deja de hablar en todo el tiempo, a mí me da por cantar y por acelerar mi trabajo y por reforzar al triple de lo normal el repello de la recámara número 13. Después del almuerzo, y como a Augusto le da por echarse un sueño, yo me entretengo atendiendo a un pequeño grupo de niños que preguntan cómo se prepara la mezcla, y en respuesta les doy una verdadera clase sobre su preparación, con tanto esmero que creo que todos van a salir graduados como unos verdaderos ingenieros civiles.

Cuando hemos terminado el trabajo dentro de la recámara, reco-gemos los materiales, nos aseamos y Augusto y yo nos sentamos a esperar al míster, pero al rato, don José, el maestro de construcción, se nos acerca y nos dice que no sabe por qué razón el gringo no ha llegado todavía. “Quizás eso del agüero del martes 13 salga hoy, amigos míos”, dice riéndose, y nos despide hasta la mañana del día

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siguiente, y que ojalá amanezcamos vivos, dice. Augusto y yo no le prestamos atención a sus palabras y echamos a correr rumbo a la plaza a ver qué ocurre con el gentío que ha llegado por la mañana. Sin embargo, nos encontramos con las calles vacías. No hay gente ni caballos, perros ni gallinas. Todas las puertas y las ventanas de las casas están herméticamente cerradas. El pueblo está en silencio. ¿Qué ocurre ahora?, nos preguntamos, y solo escuchamos el monótono farfullo de los búhos que han empezado ya su cantaleta vespertina instalados en los árboles de los patios de las casas. Algunos gallinazos trepados en techos son mudos testigos del espectáculo.

No hemos avanzado cuatro cuadras cuando, de repente, de la mitad de los árboles del monte que queda detrás de la iglesia, una inesperada y potente explosión estremece los contornos. Los disparos no se hacen esperar. Hay gente que sale de los patios de las casas y empieza a huir despavorida. Augusto y yo nos miramos y echamos a correr hacia la obra en medio de los disparos de fusil que atraviesan las paredes de bareque de las casas. Con el corazón a mil, y sudando, nos escon-demos detrás de un árbol gigantesco de mango, desde donde empe-zamos a ver las llamas que salen de la plaza y tras las llamas el vuelo de pipetas de gas que provoca al atardecer un juego desconocido de centellas pirotécnicas jamás imaginadas por nosotros. “¡Es increíble!”, exclama Augusto con un gesto congelado, por fortuna, protegido por el follaje espeso del viejo y robusto palo de mango. “Mira las casas de la plaza”, señalo al frente, justo cuando los techos han empezado a arder como chicharrones en el caldo del fuego. De inmediato, la idea de la amenaza del Armagedón de mi abuela, se viene a mi cabeza. “Es el �n del mundo”, digo, y tomo a Augusto del cuello de la camisa y lo arrastro conmigo y como puedo hasta la obra, seguro de que solo así podemos escapar del acabose. Remuevo la tapa de la recámara número 13 con el repello aún fresco y nos acomodamos dentro. Es el único sitio seguro que existe a kilómetros a la redonda, me digo conteniendo la respiración, pues el aire es escaso. Nuestros cuerpos están pegados

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uno al otro. Sudamos a cántaros. Nos miramos frente a frente. En mi mente están las imágenes de los papás de Augusto y de su hermanita Sofía. En las pupilas de Augusto está la silueta de mi abuela que me mira con sus ojos de mar desde la distancia. Lloramos. En silencio empezamos a rezar. Pero una nueva explosión sacude las paredes de la recámara. “Estamos atrapados”, digo cuando me doy cuenta de que el repello de las paredes se ha derrumbado y ha aprisionado nuestros pies bajo el piso de cemento. Pienso que el estallido ha ocurrido en el centro del pueblo, probablemente en la iglesia. Entonces deduzco que se ha destrozado por completo el alcantarillado que tanto esfuerzo nos ha costado a todos los habitantes. Me da mucha rabia cuando hago la segunda deducción, porque pienso en los muertos: la gente, el pelu-quero, la maestra, los compañeros de escuela; y no entiendo cómo es que todos los grupos armados legales e ilegales en vez de matarse entre ellos bien lejos, les da por meterse dentro de los pueblos a des-truirlo todo y a matar a la gente inocente, atormentado, humillando y aniquilando la vida y lo poco que construimos con nuestras manos pobres y humildes que no amasan capitales, ni armas ni políticas ni corrupciones ni nada de esas cosas que tienen jodida a la gente de todas partes, y mientras pienso en todo esto y se acumula la rabia en mi pecho, siento caer sobre mi cabeza una gota, sí, esta gota de sangre que acaba de salir del vertedero del alcantarillado de la recámara, y después otra gota y otra, y tras otra, otra y después otras y tras otras, otras, hasta formar un hilillo y el hilillo se va engrosando y va cre-ciendo hasta convertirse en chorro y el chorro de sangre cae sobre nuestras cabezas y nosotros no sabemos qué hacer. Es la sangre de toda la gente del pueblo y de los recién llegados que han muerto en el parque. Es la sangre que mezclada con agua se ha �ltrado por las grietas del alcantarillado y se está empozando y ha empezado a subir por las paredes, a pesar de que yo tengo en mi bolsillo las monedas para comprar el incienso y la botella de plástico para recoger el agua bendita que me ha encargado mi abuela. Augusto y yo hemos

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intentado salir de todas las maneras posibles, pero sin resultado alguno. ¿Será que lo de la mala suerte del martes 13 sí es cierto? Pero lo que sí es cierto es que el cemento de la cámara que está fresco ha bloqueo la salida de la recámara número 13 y ya la sangre la tenemos hasta el cuello.

J U A N C A M I L O J A R A M I L L O M A N J A R R É S Nací en la hermosa ciudad de Manizales, Caldas, el 21 de octubre de 1989. Desde muy joven se me inculcó el gusto por la literatura, comenzando así con un buen hábito de lectura y escritura ocasional desde los diez años. En 2002 me impactó la noticia de la tragedia ocurrida en Bojayá, Chocó, donde ciento diecinueve personas fueron asesinadas por un cilindro bomba mientras se refugiaban en la iglesia del pueblo. Entonces decidí plasmar mi indignación en un relato que retomé años más tarde para enviarlo al Concurso.

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—Decime, ¿para vos qué es el amor?—No sé.—La pregunta es seria.—Mi respuesta también.—¿No me vas a decir?—¿Qué?—¿Para vos qué es el amor?—No me jodás.—No te estoy jodiendo. Es simplemente que llevamos seis meses

saliendo y ni siquiera sé qué es lo que sentís por mí.—Ya te pusiste trascendental.—No es eso.—Entonces, ¿qué es?—Te hice una pregunta…—Ya lo sé.—Y no me has respondido.—También lo sé.—Vos como que sabés muchas cosas, ¿no?—Algunas.—Sobre todo las que te convienen.—Ajá.—Por favor, no prendás ese cigarrillo.—¿Por qué?—Porque me molesta el humo.—¿Me podés traer café?

Quién llama a esta horaR O D O L F O V I L L A VA L E N C I AL I T E R AT U R A / U N I V E R S I D A D D E L VA L L E / C A L I / 2 0 0 7

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—Ahora no.—¿Entonces cuándo?—Cuando me respondás.—¿Qué?—Lo que te pregunté.—¡Ah!—Y entonces.—No me jodás.—Yo no te dije “no me jodás” cuando te animaste a hablarme.—Lo hubieras podido hacer.—Me hablaste bonito. Por eso no lo hice.—Todos los hombres saben hablar bonito cuando quieren acostarse

con una mujer.—Está sonando el teléfono.—Dejalo que suene.—¿Por qué?—Porque sí.—¿Quién te llama a las dos de la mañana?—No hagás preguntas necias. Esa parece ser la especialidad de las

mujeres. Hacer preguntas tontas. —¿Y aparte de tonta qué más soy?—Vos no. Las mujeres.—Yo soy mujer.—Bueno sí, pero… no me confundás.—Entonces no generalicés.—Estaba hablando de las preguntas. Son tontas.—No tanto.—¿Cómo así?—Sí. No son tan tontas porque todavía no me respondés la que te hice.—No sé quién llama a esta hora.—Esa no.—¿Entonces cuál?

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—La otra.—¿Cuál?—¿Para vos qué es el amor?—Y dale.—Respondeme.—Solo si me dejás encender el cigarro y me traés el café.—Esperá.—No te demorés.—Ahora sí, respondeme.—Nada.—Nada qué.—El amor es nada.—No entiendo.—Como siempre.—No me hablés así.—¿Qué no entendés?—Eso de que el amor es nada.—Es sencillo: ¿qué había en el principio de todo?—Pues nada.—Bueno. Pero para que hubiera un principio algo muy fuerte, o

mejor, alguna fuerza tuvo que haber ocasionado ese inicio, ¿cierto?—Sí.—¿Y vos qué creés que fue?—El amor.—Ah, bueno. Entonces el amor es nada.—No digás bobadas.—No son bobadas.—Otra vez el teléfono. Voy a contestar.—No. Desconectalo.—Como querás.—El amor es como la muerte.—Explicame.

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—Poneme cuidado porque ya me dio sueño. ¿Puedo encender otro cigarrillo?

—Hacé lo que querás, pero hablá rápido.—Dejá la ansiedad.—Continuá.—Te decía que el amor es como la muerte. ¿Cierto?—Sí.—A partir del momento en el cual uno nace puede decirse que está

empezando a morir. ¿Estamos?—Sí.—Igual sucede con el amor. A partir del momento en que se nace

uno está empezando a amar.—¿Cómo así?—A la mamá, por ejemplo.—Es cierto.—Además la muerte vos no la podés tocar, ni ver. Como el amor,

simplemente llega como un rayo que te parte los huesos y te deja esta-queado en la mitad del patio, como dice en Rayuela.

—¿Qué es eso?—¿Qué?—Pues, Rayuela.—Ah. Un libro. Pero olvidate de eso.—¿Querés más café?—Bueno. Pero calentalo un poco.—Seguí. Me encanta como hablás. Es bonito.—Para vos todo es bonito.—¿Y qué tiene de malo?—Que sos muy ingenua.—Y entonces, ¿cómo hay que ser?—Pues realista.—Bah.—En serio. La vida no es un mar de felicidad.

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—Vos sos un amargado.—Amargado no. Realista, que es diferente.—Bueno. Vos sos un realista diferente. Dejame ser ingenua. Así vivo

feliz.—No te estoy diciendo que no lo hagás.—Ya sé. Pero no me cambiés la conversación. Seguime diciendo para

vos qué es el amor.—Cobijate. ¿No tenés frío?—No.—Vos verás.—Seguí.—El amor también es como Dios.—¿Cómo así?—Sí. Nunca nadie lo ha visto, pero muchos dicen haberlo sentido.—¡Qué bobada!—Bobada por qué.—Porque no existe.—¿Quién?—Pues Dios.—Existen las cosas que uno quiere que existan.—Y yo quiero que Dios no exista.—Listo. Eso sos vos. Yo sí creo que existe. Tampoco quiero hacerte

cambiar de idea. Más bien seguí hablando.—Ya son las tres.—¿Y qué? Nadie ha prohibido hablar del amor a las tres de la

mañana.—Todas las mujeres son iguales.—¿Qué querés decir?—Pues que quieren que las cosas se hagan cuando a ustedes se les da

la gana.—Es la naturaleza femenina.—Hmmm… Como si tuvieran.

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—¿Qué?—Nada. Que en El banquete hay muchas teorías sobre el amor.—¿El qué?—Es un libro.—Ah.—Deberías leer un poco. Así aprendés muchas cosas.—A ser como vos, por ejemplo. Mejor ser como soy.—En �n. Te decía que en ese libro hay algunas teorías. Por ejemplo

dice que Eros…—¿Eros, el angelito con alas y �echas?—El mismo.—Tan bonito.—¿Me vas a dejar hablar o no?—Seguí.—Eros es un inspirador de valor y sacri�cio personal, el único por el

que están dispuestos los amantes a morir. También dice que no hay un Eros sino dos. Que hay uno popular que pre�ere el cuerpo; y otro celeste que pre�ere el alma. Dejá de mirarte en el espejo. Parece que no me pres-taras atención.

—Sí te presto atención. Además te estoy mirando a vos.—¿Y por qué me mirás a través del espejo?—No sé. Pero seguí.—También dice que en el principio los seres humanos tenían dos

cuerpos.—¿Cómo así?—Eran dos cuerpos en uno y también había tres géneros: masculino-

masculino, femenino-femenino y masculino-femenino. Entonces fueron divididos y que cuando dos mitades de estas se encuentran surge la alegría del amor. Y Eros sería la búsqueda de la otra mitad. También dice que Eros es deseo de algo que no se tiene. Deseo de lo bueno y lo bello. De poseer siempre lo bueno. Todo eso y otras cosas más. ¿Entendiste?

—No mucho.

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—Después te sigo explicando. Correte.—Mario.—¿Uhmmm?—¿Tenés sueño?—Sí.—Ahhh… Te amo.—No digás bobadas. Dejame dormir.—No son bobadas, es en serio. Te amo.—Ajá. ¿Y para vos qué es el amor?—Mariposas en el estómago.

R O D O L F O V I L L A VA L E N C I A Nací en Santiago de Cali, el 18 de agosto de 1978. Fui publicado en la Segunda antología del cuento corto colombiano, hecha por la Universidad Pedagógica de Bogotá. Tengo tres libros inéditos de cuento: Oriana, Cielo de agosto y La misa del domingo. “Quién llama a esta hora“ es un relato construido como un diálogo constante, donde el tema del amor es abordado con ingenuidad y frialdad por una muchacha romántica y un joven universitario. Allí, los afectos existentes entre un hombre y una mujer saltan a la vista de forma íntima e inesperada.

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L amentas haberlo hecho tan inteligente, tan sagaz. Y sin embargo, no hay nada que puedas hacer ya para remediarlo, salvo pelear por tu inocencia ante la corte. Nunca se te pasó por la cabeza que las cosas pudieran terminar así. Ninguno de tus personajes se te había salido antes de las manos. Ninguno había resultado tan pendenciero. Quizá todo se deba a la mala suerte que te ha acosado siempre, piensas. Tratas de recordar el momento en el que lo creaste. Todo parecía tan sencillo y tan bien planeado que nada podía salir mal. Hasta llegaste a pensar que tal vez aquello era lo mejor que habías escrito en toda tu vida. Te sentías en el mejor de tus momentos. Todavía crees que es uno de tus cuentos más aca-bados, a pesar de todo. La abundante crítica favorable lo con�rma. No tuviste que hacer demasiado esfuerzo para que saliera publicado. Te mueves con la plasticidad de un contorsionista en ese mundillo incierto de los centros literarios y de las editoriales. Solo tuviste que telefonear a un amigo para que el asunto se resolviera. Con�abas en que cuando se publicara se precipitaría sobre tu obra una cascada de comentarios. Ese fue tu propósito, levantar una polvareda para que tu nombre saliera catapultado, tal y como lo merece un autor de tu talla. Ya era hora de que empezaran a saber de ti, meditabas en tu cama cada noche mientras esperabas el sueño. Y vaya si lo con-seguiste. Los medios, que no escatiman en escándalos, hicieron de tu caso un espectáculo. Te conocieron en todo el país. Pleito entre

Posibilidades de la segunda personaJ U A N F E L I P E O S P I N A V I L L A D AP S I C O LO G Í A / U N I V E R S I D A D D E A N T I O Q U I A / M E D E L L Í N , A N T I O Q U I A / 2 0 0 8

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escritores, apareció con letras rojas en las primeras páginas. Insólita demanda por derechos de autor, decían los titulares de los noticieros televisivos. Temes que tu carrera se haya venido abajo irremediable-mente. Hasta tú mismo estás sorprendido. La demanda te produjo una especie de crisis nerviosa. No tanto por provenir de un escritor que tu mismo creaste como por ser la primera vez que la justicia te requiere. Meditas sobre el asunto y te parece que nadie está a salvo en ningún sitio. Vas hasta tu biblioteca y relees la revista en la que está tu cuento. Te convences de tu talento. No se equivocaron los editores que te contactaron para antologarlo en un volumen con los mejores escritores del continente. Sin embargo, ese fue el punto en el que las cosas te empezaron a ir mal. Con la fama llegaron también los problemas. El escritor en tu relato; ¡pero qué buen personaje que te salió!; resolvió que los méritos eran de él y no tuyos. De modo que entabló una demanda por considerarse el verdadero dueño del cuento. Dice que es él y no tú el que merece todo el crédito. Si al menos pudieras hablarle para lograr algún acuerdo, alguna conci-liación. Pero se ha tornado inaccesible. Desde que fue publicado perdiste todo control sobre él. Es tan agudo, tan genial, que casi se te parece. Lo hiciste casi a tu imagen y semejanza. Hasta la incisiva codicia que le lanza a acusarte fue contemplada por ti. En el fondo te sientes orgulloso por haberlo creado con tal grado de verosimi-litud. Eso te hace mejor que cualquier escritor que conozcas. Te descubres regocijándote con el ingenio de tu creación, con el talento de tu enemigo. Ya es muy tarde para arrepentirte. Sabes, íntima-mente, que el orgullo es el sentimiento más acertado. Lo único que hará la rabia será perderte. Pero aunque te sientas orgulloso estás decidido a ganar la demanda. No estás dispuesto a que las regalías sean para él. Además, qué haría con ellas. Los personajes de �cción no necesitan dinero. Mas, se te ocurre, tal vez no se trate solo de eso. Quizá se deba a simple per�dia. A pura maldad. A la más vil y pon-zoñosa envidia. Sentado en el café, mirando la fuente y los pájaros

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a través de la vidriera, piensas en la vergüenza que signi�caría ser derrotado. Mientras lo esperas, re�exionas acerca de la idoneidad de tu abogado. Te lo ha recomendado un colega tuyo que ya tuvo pro-blemas en el pasado con aquello de los derechos de autor. Lamentas no poder representarte tú mismo como lo hará tu demandante. Al parecer, eso es lo que ha llegado a tus oídos, es él, personalmente, quien va a encargarse del caso. No te resulta extraño porque, aparte de escribir, tu personaje conoce muy bien aquellos ámbitos. Su o�cio de escritor de cuentos policíacos le ha requerido investigar sobre asuntos legales. A diferencia tuya, que todo lo construyes desde la �cción sin preocuparte nunca de que aquello que cuentas se corres-ponda con lo real, tu enemigo tiene en verdad una actitud detec-tivesca. No ha dejado ningún cabo suelto, se ha lanzado al ataque con el plan fraguado hasta en sus detalles más mínimos. Empiezas a sentir algo de pánico. Pides un café para acompañarte mientras tanto, para engañar los temores con el sabor amargo. No puedes evitar imaginar a tu personaje bebiendo tinto dulce, sonriendo y dando sorbos contenidos, seguros, con la seguridad que da el tener un plan perfecto. Lo imaginas imaginándote, tratando de adivinar tu estado de perplejidad. Te disgusta esa imagen. Te sientes ofendido e intentas distraerte con otra cosa. Que sepas, de tus colegas ninguno ha tenido problemas con sus personajes. Ni los que se dedican a las novelas de suspenso, ni los especializados en terror, ni mucho menos los cronistas del crimen, han tenido alguna vez el infortunio de ser atacados mientras dormían, o de ser amenazados con alguna llamada telefónica, o alguna de esas calamidades que ocurren dia-riamente en las grandes ciudades. Te impacientas. Te preguntas por qué a ti, que nada malo le has hecho a la humanidad. Que tratas de ser lo más honesto posible en tu trabajo. Hasta en las críticas de cine y literatura, que escribes para distintas revistas, eres benévolo. En la esquina, esperando que el semáforo cambie, ves a tu abogado. Lo observas detenidamente y descubres una sombra de preocupación

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J U A N F E L I P E O S P I N A V I L L A D A Breve. Esa es la palabra clave para mi autobiografía. Años: un par de décadas. Estudios: una ingente cantidad de información inoculada por el sistema de educación colombiano; por la familia. Perspectivas: tal vez otro lapso de años adelante, el tiempo justo para dejar todo atrás, para olvidar. Para olvidar esto, por ejemplo. Estas palabras y las que siguen. Señas: ninguna en particular, salvo una cicatriz en forma de x en la mejilla. Una vez, en la infancia, batiéndome en combate con una mujercita de uñas mugrosas, defendiendo un deslizadero, un zarpazo en el rostro. Ah, en la ceja otra cicatriz. De esa hablaré en algún momento. De resto: nada. Ninguna vocación admirable. Un asunto sí: ganas de vomitar ante los argumentos a favor de la guerra.

es su rostro. El semáforo cambia. Él aún no te ha visto. Entra al café y te busca entre las mesas. Te saluda con desgano. Levantas las cejas y lo llamas con un gesto discreto, mientras se te ocurre que todo este asunto daría, sin duda, para escribir un buen cuento.

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El perro E L A I N E M E N D O Z A O R T E G AP S I C O LO G Í A / C O R P O R A C I Ó N U N I V E R S I D A D R E F O R M A D A / B A R R A N Q U I L L A , AT L Á N T I C O / 2 0 0 8

Lo primero que Roberto vio al llegar a la casa que había sido de su padre fue un perro. Era viejo, �aco, enfermo, con un pelambre de color inde�nible allí donde la sarna lo permitía. Estaba parado junto a la puerta y movía la cola con emoción, como si sonriera. Al joven le pareció una ironía. Si había algo que su padre había odiado más que a su ex-esposa, incluso más que a la dolencia que un año antes lo había consumido, ese algo eran los perros.

Roberto sacó un manojo de llaves y las probó una por una en las cerraduras de la puerta. Mientras lo hacía, se preguntó por qué no había vuelto antes, por qué solo había buscado excusas para evitar tomar un avión e ir a encargarse de la venta de los bienes de su padre. Al menos le debía eso. Habían pasado doce años desde que su madre había huido del hogar y del país, llevándolo con ella. Ninguno de los dos había pensado en regresar, ni cuando se enteraron de la enfermedad de su padre, ni cuando él falleció. Un abogado se encargó del papeleo y del funeral, pero insistió en que alguien de la familia debía �rmar los documentos de la herencia. Por eso Roberto había viajado y estando ya en la ciudad, sus pasos lo habían guiado hasta aquel barrio, aquella calle, aquella casa.

Cuando abrió la puerta, un aire de ausencia lo golpeó en el rostro. Un viento frío, polvoriento, opresivo, se escapó al exterior en un segundo. Roberto siguió con la cabeza el imperceptible movimiento y se encontró con la mirada del perro, que cojeaba hacia él, semejando una mascota que sigue a su amo. Ver esa

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criatura decrépita acercándose llenó al joven de repulsión y cerró de un golpe.

Un momento después, escuchó un corto gemido y unas garras que arañaban la puerta. Lo ignoró. Abrió las ventanas, buscó los controles del agua, el gas y la energía eléctrica, retiró sábanas y empaques. Sin embargo, al rato se dio cuenta que tardaría bastante en terminar la lista de los bienes, de modo que fue al hotel a buscar lo necesario para estar cómodo. Pasó al lado del perro —que seguía esperándolo afuera—, hizo señas a un taxi y partió. Por el vidrio de atrás observó cómo su molesto inquilino intentaba seguir el automóvil con gran esfuerzo de sus patas renqueantes.

De nuevo en la casa, no sin antes caminar junto al casi eufórico perro callejero que se había adueñado del jardín y que esta vez por poco se cuela adentro, el joven inició su tarea. Los muebles eran relativamente nuevos con excepción de un viejo piano de cola que no estaba en los recuerdos de Roberto. Él sintió como si enumerara las cosas de un desconocido, alguien sobre el cual solo podía hacer suposiciones. Los cuadros no le decían mucho: había bodegones y pin-turas de paisajes, ni un solo retrato. Roberto buscó sin éxito una de las numerosas fotografías que su madre había enviado cuando su padre todavía llamaba a preguntar por él. Se sintió decepcionado aunque no podía explicarse el motivo. Si él había hecho todo lo posible por olvidar a su progenitor, ¿acaso no era justo que este hubiera hecho lo mismo?

Cada día que demoró redactando el inventario, al asomarse para salir, para entrar o para recibir domicilios, Roberto vio al perro. A sol y sombra, bajo uno que otro aguacero, el animal aguardó. Tal vez si su olor de podredumbre no lo asqueara tanto, el joven le hubiera dado unas migas para comer o un tazón de agua. No obstante, se abstenía de hacerlo, con la esperanza de lograr que al �n se fuera.

La última mañana de la estadía de Roberto llegó. Había clasi�cado las cosas de su padre y había citado a un perito para que elaborara

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un avalúo del sitio. El experto llegó a eso de las once. Roberto lo guió a través de las habitaciones mientras respondía a sus preguntas. Cuando despidió a su visitante, descubrió, aliviado, que el perro ya no estaba. Procedió a cerrar puertas y ventanas y regresar al hotel. Al entrar al cuarto que había sido de su padre, sintió un hedor. Sin duda, el sarnoso había encontrado el modo de entrar. El joven lo sacó de debajo de la cama usando una escoba y detrás del perro, que chillaba de dolor, apareció un pequeño baúl. En el inventario no había ningún baúl, así que la curiosidad movió a Roberto a desen-tenderse del intruso. Abrió la caja. Dentro estaban todas sus fotos, ordenadas y muy gastadas. También había manualidades hechas por Roberto cuando era un niño. En el fondo, en sobres que nunca fueron enviados, cartas y más cartas que su padre le había escrito a él y a su madre. Les pedía disculpas y les rogaba por otra oportunidad. Del paquete cayó una fotografía que captaba una �esta de cumpleaños. En ella, Roberto sonreía junto a sus obsequios y abrazaba un diminuto perro con un lazo, sentado sobre un piano.

En el acto, el joven recordó. Su tía le había regalado un cachorro, Pepe, que él no había podido conservar más de un año. Su padre, en uno de sus arranques, había golpeado a su madre y se había llevado al perro lejos de su casa porque lo odiaba. La mujer aprovechó la ausencia de su marido para empacar lo indispensable y escapar con su hijo. Él lloró desconsolado hasta comprender que su mascota no vendría y, paulatinamente, la olvidó.

Así que Pepe había vagado por las calles durante todos los años de su vida, desorientado, apedreado por los niños y pateado por los mayores, alimentándose de la basura, cansado, insultado y echado in�nitas veces, solo para recuperar el rastro de Roberto, su único amigo, sin saber que el tiempo cambia a las personas y que estas no tienen tan buena memoria para el amor como los perros. Pero allí estaba, y su dueño por �n lo reconocía y le agradecía. Hallar a Pepe era para Roberto empezar a perdonar a su padre.

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E L A I N E M E N D O Z A O R T E G A Me gustan las palabras, el conocimiento, los relatos. Para comenzar, soy una apasionada de la lectura. A pesar de haber vivido una infancia normal y feliz, en la adolescencia los libros se fueron convirtiendo en mis más constantes compañeros porque me era difícil adaptarme al cambio de colegio y me sentía poco escuchada. Entonces, para liberar aquellas palabras que yo creía que nadie quería oír, comencé a escribir. Escribo porque tengo cosas que decir. Hay tantas historias en mi cabeza que de repente siento ganas de contar una que me parece no haber visto, leído ni escuchado antes; que en el fondo no es más que una mezcla de todo lo que sí he visto, leído y escuchado. Escribo para que se haga realidad aquello que quiero que suceda, para cambiar el mundo, para manifestar mi opinión, para mostrar otro lado de la realidad, para jugar, para vivir, para gritar. Hay otro motivo que no me ha impulsado únicamente a escribir sino también, de vez en cuando, a publicar: escribo para los demás.

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Anoche estaba lloviendoC E S A R A U G U S T O M E N E S E S J A R A M I L L OA N T R O P O LO G Í A / U N I V E R S I D A D D E A N T I O Q U I A / M E D E L L Í N , A N T I O Q U I A / 2 0 0 9

A yer no viniste. Karl estuvo esperando, pobre Karl, es un hombre bueno. Me dijo que quería saber dónde estabas. A ratos parecía llorar, le sostuve la cabeza no sé hasta qué horas. Me quedé dormida, soñé contigo. Solo lo sentía sollozar y lim-piarse la nariz con esos ruidos extraños que hace. Ya le he dicho muchas veces que se va a hacer daño, más del que le haces tú con tus cosas. Pero no pienso reprocharte, ya eres una mujer adulta.

Me preguntó mucho por el bebé. Quería saber si estaba bien. Jugó un rato con los cascabeles que le ha comprado. Se preocupó por el que no suena, dijo que va a ir a la tienda y que hablará con el vendedor para hacer el reclamo. No dijo nada malo sobre ti, nada más preguntó si estabas abrigada, no hizo preguntas sobre con quién o en qué te fuiste.

No dice nada. Dime cuando te está doliendo, es que no me �jé si el agua está muy caliente.

Llovía cuando me desperté. Karl, pobre Karl, estaba parado junto a la ventana mirando cómo caía la lluvia. Dijo algo así como que a ti te gusta mojarte en medio de la calle. Sonrió.

A ratos se paraba frente al cuarto del bebé, parecía llorar, miraba los juguetes que compró y se enorgullecía. Son tan bonitos, ¿no te parece? ¿Recuerdas el día que los trajo? Tenías tantas ganas de que se fuera que hasta yo lo noté. Él también lo supo, me lo dijo anoche mientras te esperaba. No quiso comer.

Ha tenido muchos dolores de cabeza. ¿Te dolió? Es que no me �jé si está muy caliente el agua. Lo hubieras pensado mejor

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cuando tomaste la decisión de ir. No soy quién para juzgarte, pero lo tienes bien merecido. Ni siquiera tuviste el coraje de con-társelo, pobre Karl, ha trabajado tanto para que lo trates como lo tratas.

No recuerdo a qué horas se fue. Leyó un rato uno de los libros de tu padre. Intenté entretenerlo, hablar con él, pero era obvio que no quería hablar. Ordenó el cuarto del bebé, los juguetes los puso de un lado: las jirafas, leones, tigres, osos y demás animales de la selva a la derecha; los carros, camiones, aviones, barcos y aparatos mecánicos a la izquierda. Toda la ropa la puso según su color, azul con azul, blanco con blanco, rosa con rosa.

Y no dejaba de esperar. Es tan paciente. No hacía ruido. ¿Te dije que no quiso comer?

Tú no le has servido para nada. Eso no lo dijo él, nunca dijo nada malo de ti, lo digo yo que te conozco desde niña. Te quiere tanto. Miró tu cuarto para saber qué abrigo tenías puesto.

Preguntó si llevabas sombrero. Le dije que sí. Pensó que saliste hermosa. No lo desilusioné contándole que se te había regado el maquillaje, y tampoco le conté que siempre vuelves con el cabello enredado. No merece saber eso, pobre Karl, pensó que estabas bonita.

Cuando se iba me pidió que lo llamara cuando regresaras. No lo hice. Se fue caminando a pesar de la lluvia. Le grité que saliste con una amiga, no pude contarle que eran un hombre y una mujer extraños. No puedo negarte que cuando te fuiste temí lo peor. Tenías tanto miedo.

Por eso no extrañé cuando volviste, sonreías detrás de una mueca, parecías recién bañada. Pobre Karl, traías el estómago plano y lo entendí todo. ¿Está muy caliente el agua? Será mejor no llamarlo. No me digas que te duele, tú te lo buscaste. Él no soportaría no poder verlo correr y jugar por ahí.

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C E S A R A U G U S T O M E N E S E S J A R A M I L L O Soy el séptimo de ocho hijos. Nací en Medellín, pero antes de que pudiera decir mi nombre me llevaron a vivir a Girardota, un pueblo de Antioquia en el que viví la mayor parte de mi vida. Allí comencé en el taller de literatura de Comfama y paré para irme al Seminario Mayor. Después de un tiempo lo dejé para continuar mis estudios de Filosofía en la Universidad Ponti�cia Bolivariana. Aquí conocí a Cortázar, y aunque no soy un buen escritor, esto me enseñó algunas cosas. Ahora estudio Antropología y enseño Filosofía, y mientras mi hijo juega detrás de mí, escribo porque eso no puedo dejar de hacerlo.

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La quina dorada J H O N AT TA N C A M P O B A L C Á Z A RB A C T E R I O LO G Í A / U N I V E R S I D A D D E L VA L L E / C A L I , VA L L E / 2 0 0 9

de noviembre de

Hijo, espero con mucha fe que esta carta llegue a tus manos. No sabes la emoción que me invade solo de pensar que tus ojos estarán siguiendo estas líneas.

Sé que tú y tu madre piensan que estoy muerto. Aún recuerdo su rostro de resignación, como si hubiese presentido algo en aquel entonces, cuando partí hacia la expedición botánica. Y cómo olvidarte a ti, eras tan solo un bebé: frágil y hermoso. Deseo por �n hacerte saber lo que me ocurrió hace tantos años. Para que entiendas debo contarte todo en detalle, mi querido Alejandro, porque necesito tu ayuda y para tal misión no confío en nadie más que en ti.

Durante mis estudios de Medicina en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, conocí a José Celestino Mutis y desde aquel momento hicimos una gran amistad. Él estaba escribiendo su diario de observaciones y estaba trabajando en la construcción de un her-bario. Impulsado por lo fascinante que pueden llegar a ser las plantas, le propuso al rey de España realizar una expedición botánica para estudiar la fauna y �ora de América; pero pasaron veinte años antes de que el reinado aprobara su solicitud.

Durante años trabajamos tanto en la minería como en la botánica y ambos nos enfrascamos en el estudio de la quina, por sus propie-dades curativas; la amarilla, la roja, la blanca y anaranjada, todas tenían su peculiaridad, unas más e�caces que otras para el tratamiento de ciertas enfermedades; aún así, todas igual de fascinantes.

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En 1783 arrancamos la Real Expedición Botánica al Nuevo Reino de Granada. Comenzamos nuestra travesía de madrugada. Llevábamos con nosotros diecisiete mulas equipadas con dos maletines a cada lado, para guardar en ellos las especies de plantas que íbamos encontrando.

José Celestino le enviaba material que recolectábamos a Carlos Linneo, quien estaba trabajando en la clasi�cación de especies de plantas y animales.

En 1790 José Celestino me hizo saber de su retiro, yo pedí acom-pañarle, pero él se opuso y me dijo que yo tenía que seguir trabajando. Acepté con la condición de que me permitiera abandonar Mariquita y dirigirme para el valle alto del río Magdalena, asunto que él aceptó.

Esa comisión estaba encabezada por fray Diego García y un sub-comisionado enviado por el rey de España, un tal Juan Antonio de la Vega; un tipo despiadado al que podía vérsele la maldad en los ojos.

Cierto día le propuse a fray Diego García que me dejara rodear el río para luego adentrarme en los bosques del valle; llevaría cinco cam-pesinos y solo tres mulas, para abarcar en el menor tiempo posible una amplia variedad de especies de plantas. Recibí su aprobación, pero me envió con Juan Antonio y tres de sus hombres armados, situación que no me agradó en lo absoluto.

En la ribera del río Magdalena, manchada por una oscuridad perlada, estaba yo pensando en ustedes antes de irme a descansar, cuando de pronto los cinco campesinos de la comisión se zambu-lleron en el río, desesperados. Cuando salieron me rogaron que les ayudara, pues sentían arder sus cuerpos. Los examiné y efectivamente tenían una �ebre muy alta. La �ebre estaba acompañada de escalo-fríos y laceraciones pronunciadas a lo largo de sus pechos y espaldas; en ese momento recordé las virtudes curativas de la quina amarilla que llevaba siempre conmigo, les suministré unas dosis y los llevé a descansar.

A la mañana siguiente desperté y fui a verlos, pero seguían muy mal. Preocupado, empecé a caminar y caminar. Comencé a recolectar

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unas especies que había divisado el día anterior; me agaché a tomar una planta y al lado de una roca vi algo que secó mis ojos: era un arbusto de quina, yo lo sabía, pero no era ninguna de las especies que José Celestino y yo habíamos estudiado; sus hojas eran doradas y brillantes y su tallo era de color oliva. Una lágrima resbaló por mi mejilla; estaba admirado por tan majestuosa planta. La llevé conmigo y la guardé en mi maletín.

Regresé rápidamente al campamento, recogí agua del río, herví en ella unos tallos de la planta y les di a beber la infusión. Hijo, no me lo vas a creer, y yo tampoco lo podía hacer, en cuestión de segundos el vientre de los hombres se les iluminó como el de una luciérnaga. Yo, perplejo, fui testigo de un evento que parecía de otro mundo, las heridas de un momento a otro comenzaron a cerrarse y al terminar no dejaron vestigio alguno.

Corrí a escribirle a José Celestino sobre mi descubrimiento; agarré una hoja para hacerlo, pero de pronto sentí un metal helado en mi sien, era el cañón del fusil de Juan Antonio que me apuntaba decidido a matarme si iniciaba mi escritura. Inmediatamente intenté ponerme en pie, pero me golpeó, caí al suelo y pude ver cómo sus súbditos asesinaban a sangre fría a los campesinos que habían bebido de la quina. Con mi mano en la cabeza, tratando de detener el sangrado, le pregunté furioso por qué hacía eso, entonces ordenó a sus hombres quemar cuanto arbusto de quina encontraran y que no dejaran rastro alguno. Me dijo que si quería vivir y evitar que mi esposa e hijo corrieran con la misma suerte, era mejor que me fuera y jamás regresara; él inventaría algo, como que mis hombres y yo nos habíamos ahogado en el río y que les fue imposible encontrar nuestros cuerpos.

Mientras cumplía con mi exilio, sembré un injerto de la quina cerca del bosque, pues no podía correr el riesgo de perder la única planta de la especie.

Me he dado cuenta, por los campesinos de la región, que la inde-pendencia ahora es de�nitiva, por eso me animo a mandarte esta carta,

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porque tengo la esperanza de que Juan Antonio y sus hombres estén muertos y que ustedes no corran peligro.

Estoy muy enfermo, ya mi avanzada edad no me deja moverme de este lugar, solo guardo el anhelo de que recibas esta carta y sigas las indicaciones que te tracé en el mapa al reverso de la hoja. Si encuentras la quina, seguramente me encontrarás a mí también y podré por �n verte antes de cerrar mis ojos para siempre.

J H O N AT TA N C A M P O B A L C Á Z A R Nací en la capital del Valle, la misma de la salsa, aunque como bailarín no soy un gran exponente. Crecí como la �or de loto en el fango, gracias a la dedicada labor de mi madre, a quien quiero dedicar este primer triunfo; igualmente a mis otras cuatro mujeres (algunas ya no están). Estaba estudiando Bacteriología en la Universidad del Valle cuando fui seleccionado, pero ahora me encuentro radicado en Buenos Aires, Argentina, adelantando estudios de Diseño de Imagen y Sonido en la UBA. Me costó mucho entender para qué nací, hasta que abrí mi mente y alma para dejar entrar el arte, que inmediatamente empezó a desenmarañar la creatividad que siempre vivió dentro de mí.

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El juez sin rostroJ O S É A L E X A N D E R R O D R Í G U E Z L E U D OM E D I C I N A / U N I V E R S I D A D D E L Q U I N D Í O / A R M E N I A , Q U I N D Í O / 2 0 1 0

A su ingreso, la sala quedó en silencio. Es alto, fornido, más de lo que esperaba, camina con pasos largos, seguro, sin permitir el más mínimo asomo de duda. Viste un traje negro, impecable. Sus manos cubiertas con guantes blancos. Sus brazos se mueven al compás de sus pasos, con envidiable coordinación, perfecto. Puedo percibir cómo el silencio de las decenas de personas se torna en admiración. Se sienta, observa la sala con un fugaz paso de sus ojos. La anunciada capucha blanca cubre su rostro. Sin duda tiene ímpetu, se tiene la con�anza para juzgarme. Asegura que me conoce bien.

Saluda con una voz estentórea que hiela la sala. No lo esperaba tan �rme, sin embargo, puedo jurar que tras esa capucha se permite por lo menos un mínimo gesto de nerviosismo, es inevitable para cualquiera que se pare frente a mí, mataría por verlo. Una gota de sudor que recorre la frente, un sutil temblor de los labios, la casi imperceptible dilatación de las pupilas. Habla cortante, preciso, le ordena al �scal que comience la imputación de cargos. Este produce una voz como de chicharra, se enreda, se bloquea. Mis crímenes, su miedo, no le dejan concentrarse. Mantiene la vista �ja en el juez mientras se estremece con el recuento de mis delitos, el terror brota por sus poros. Disfruto al revivir esos viejos recuerdos, me hacen sentir grande, ningún hombre logró lo que yo. Tra�car miles de toneladas hasta quedarme con la hegemonía del negocio, poner en las calles de grandes ciudades mi producto marcado con sangre, arrasando con poderosos tra�cantes, políticos, generales, periodistas, millares que se hicieron matar en una lucha que siempre tuvieron perdida. Suenan cómicas las palabras del

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tembleque hombrecito cuando se re�ere a los muchos atentados que ordené. Bombas y asesinatos en un lugar y otro. Por trabajo, venganza, diversión, bañaba las alcantarillas con una lluvia de sangre.

Vuelve a resonar la voz fuerte e inmutable del juez. Veo su rostro dirigido hacia mí, me mira a la cara, a los ojos, por menos lo habría matado. Deseo ver sus pupilas, adivinar lo que piensa mientras mira despectivamente al hombre más peligroso que ha parido esta tierra. “¿Cómo se declara?”, pregunta. “Inocente”, le contesto con tranquilidad. Se queda observándome, inmóvil, puedo percibir el calor que expele su cuerpo como un volcán de ira, el tenue crujido de sus dientes, el quiebre de los nudillos de sus manos empuñadas. Me desprecia tanto como yo a él. Disfruto de la situación, pero lamento no ver su rostro enrojecido, sus vellos crispados, su desconcierto. Me odia, cree que por su posición tiene la delantera, lo que no sabe es que le permito tomar ventaja para luego pasar sobre él. Es mi juego. Todos saben que soy culpable, que he tra�cado, que he matado a cientos, que he sem-brado el terror, que he robado, que soy ambicioso, que me carcome la avaricia, la envidia, la lujuria. Soy culpable por donde me miren. No obstante, mi juego solo terminará cuando yo lo desee. Le sostengo la mirada, no puedo ver más que dos huecos en la tela que dan espacio a sus órbitas, como una calavera. Me divierte pensar en los muchos rostros marcados que envié a la tumba, es bien sabido que quien me desafía muere marcado. Des�guro con ácido sus rostros, nadie quiere ver sus cadáveres, nadie puede reconocerlos. Todos los que he matado o he ordenado matar llevan mi sello, son mis muertos. Ninguno podrá extraviarse en el más allá porque tienen mi estampa irrefutable, no tienen rostro.

Habla para terminar la sesión. Continúa inconmovible, duro, seguro de sí mismo. Sabe lo que hace, a lo que se enfrenta. Tal vez entiende que esto es un juego, que es un reto, que el más fuerte se llevará la victoria. Sabe que no es la primera vez que me juzgan por mis actos, aunque sí es la primera vez que no puedo ver el rostro trepidante

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de mi contendor. Sabe que he matado a varios de sus colegas que pro�rieron condenas contra mí o contra mis hombres, que solo si nos absuelven pueden salvarse porque prueban su cobardía, aceptan que soy superior a ellos, que puedo aplastarlos cuando lo desee.

Quiero probar su orgullo, batirlo contra el mío. Es una cuestión de ego, un juego de ajedrez con movimientos precisos y calculados. Quiero comprobar si es capaz de �rmar su acta de defunción con honor, o si no es más que otro cobarde; si es capaz de condenarme en serio, o si me pone la mínima pena para salirse del paso.

Tras mucha parafernalia llega el día de�nitivo. El salón está repleto de gente que no conozco, me reparan, escriben en sus libretas. Saben de la importancia del día. El juez sin rostro me impondrá una condena. Llega �rme, como siempre. No mira al público hasta sen-tarse, parece inalterado, pero descubro un viso de nerviosismo en su actitud, comienza a mostrarse débil. Sin atreverse a mirarme ordena silencio, le pide al �scal que me acuse por última vez pese a que todos ya saben lo que hago, lo que merezco.

Luego habla mi joven abogado de o�cio, un aprendiz pobre y un tanto gago. Me de�ende como puede, saca argumentos inesperados, sabe que su vida depende de eso, me teme, pobre infeliz, quién sabe dónde lo consiguieron para defender lo indefendible.

El juez habla de nuevo, descubro una sutil irregularidad en su voz, está asustado, no puedo verlo, pero lo percibo. Tal vez presagia que lo vigilo, que mis hombres buscaron hasta encontrar su guarida, que tengo comprado a medio país para que me informen hasta de la caída de una hoja, que puedo escapar cuando quiera. Sabe que una capucha no lo salvará de mis garras. Casi puedo escuchar el golpeteo enlo-quecido de su corazón y la rudeza del aire que entra a sus pulmones, mientras el sudor empapa su espalda y su frente. Pide silencio. Abre sus labios, yo lo observo, espero sus palabras.

Me condenará a la máxima o a la mínima pena. En otro lugar me darían quinientas sentencias de muerte o mil cadenas perpetuas. Pero

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J O S É A L E X A N D E R R O D R Í G U E Z L E U D O Nací en la espesa selva chocoana, alimentada por el furioso y cristalino río Tamaná, en donde viví mi infancia, los mejores años de mi vida, lo cual es y seguirá siendo el motor para soñar, para narrar, para imaginar vidas que no existen. Aprendí a amar las historias seguramente por los cuentos que mi madre nos relataba cuando éramos niños; y crecí leyendo fábulas y cuentos infantiles publicados en diversas cartillas. Resido en Armenia desde hace catorce años. Soy médico. En el trasegar por el fascinante mundo de la literatura he recibido varios reconocimientos. Este cuarto de siglo que llevo sobre la Tierra ha sido especialmente duro, no obstante, agradezco a Dios porque puso la literatura como vericueto para escaparme de vez en cuando.

lo máximo que pueden darme aquí son sesenta años, y lo mínimo doce. Con rebajas quedaré libre en cuatro o cinco años.

Ni siquiera pensaría en escaparme, cumpliría con agrado mi poco tiempo de prisión.

Su voz es fuerte, nítida, se detiene eternos segundos, lo espero… habla: “…Se le condena a setecientos veinte meses de prisión en una cárcel de máxima seguridad, sin derecho a ninguna clase de rebajas. Debe cumplir la pena en forma íntegra”. Hay silencio.

Hago cuentas en mi cabeza, divido setecientos veinte entre doce…, resultan sesenta años.

Me condenó a la máxima pena, es una puñalada por la espalda, no lo creí capaz. La gente murmura acaloradamente, todos quieren conocer al hombre que tuvo el denuedo de condenarme, de ponerme en jaque, pero sin rostro y sin nombre no podrá ganar el reconocimiento que todos le profesan. Lástima que no conocerán su cara ni siquiera el día de su entierro, ordenaré que el ácido le carcoma hasta el hueso. En la vida y en la muerte será un valiente juez sin rostro.

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Ahora sí dan ganasV E R Ó N I C A E C H E V E R R Y A LVA R Á NT É C N I C A E N D E S A R R O L LO D E M U LT I M E D I A / S E N A / I TA G Ü Í , A N T I O Q U I A / 2 0 1 0

No encuentro a mi gato. Hasta hace un par de horas me seguía sigiloso a la habitación. Le miraba las manchas blancas y negras, los ojos verdosos, las orejas puntiagudas, los bigotes mansos. Me parece que hace un rato lo vi escondiéndose en la matera, pero ahora no lo encuentro. A lo mejor se lo llevó Fanny, Fanny que siempre está dejándome solo y siempre le ha tenido envidia al gato.

Le digo que es raro que no esté, a esta hora viene y ronronea para jugar conmigo, ¿dónde estará? Mi gato nunca sale. Yo lo acostumbré a ser casero. ¿Qué necesidad tenía Fanny de llevarse al gato? No me importa si ella no está más, me importa que mi gato no esté, que no lo encuentre. ¿Qué le habrá hecho pensar a Fanny que el gato era suyo? Es verdad que se lo di de cumpleaños, pero el gato siempre me pre�rió a mí. Ella se desentendió… se llevaba mejor con los perros. Le aseguro que nunca lo quiso tanto como yo. Ese gato me pertenece. Dígame si no es cruel Fanny, que me deja y se lleva mi gato. Me quiere enloquecer. Pero no crea que soy de los que pierden los cabales tan fácilmente. Creo que esperaré otro rato. A lo mejor Fanny recapacita y… pero ¿y si Fanny no se lo llevó? A lo mejor vino por sus cosas y la descuidada dejó la puerta abierta, el gato la siguió, ella ni se enteró y ahora el pobre deambula perdido en la noche. Estará buscándome. Tengo que salir… ya sé que es tarde, pero si a usted se le perdiera el gato haría lo mismo, ¿no?

La estación del tren está llena de gatos golfos y bohemios, pero ninguno es como mi gato. Yo conozco bien su silueta, su manera de estar y caminar. Ninguno se le parece.

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Si mi gato estuviera entre la veintena de gatos que en este momento persigue un ratón para llenar la panza, ya lo habría reconocido. Pero no está.

Ahora que lo pienso Fanny es como un gato, no como el mío, claro está. El mío es decente y sensible, pero los otros gatos, los que son como Fanny, son altivos y se regodean con el sufrimiento. Yo le digo since-ramente que nunca voy a entender esa espantosa manía que tienen los gatos de jugar con la presa antes de destrozarla.

Y no exagero si le digo que Fanny tenía aquella manía de gato, la diferencia entre el ratón y yo es que el infeliz roedor que cae en las garras del minino sabe desde el principio que el gato está jugando y que cuando se aburra de jugar va a acabar con él; yo en cambio nada supe, sino hasta ahora que llego a la casa y no están ni Fanny ni el gato.

¿Sabe qué es lo que pasa? Que los gatos son más sinceros, no se van con sutilezas, ni engaños, pero Fanny sí, llegaba, me ronroneaba y yo la acariciaba, la mimaba, le daba leche, la llevaba al cine, le compraba el helado con dos bolas de chocolate que tanto le gustaba y ella me lo agradecía con cariño; se trepaba sobre mí, me besaba, me decía que era el más bueno de todos y se quedaba dormida sin más, como una niña cansada.

Dígame, cómo iba a sospechar yo que estaba jugando conmigo, es verdad que en los últimos meses gastaba más de lo que la cordura dic-taría, que se enojaba si no podía llevarla al spa todos los domingos, que recibía llamadas misteriosas a la medianoche y se escabullía con sigilo para regresar a la mañana siguiente y meterse entre las cobijas con el mismo sigilo con el que había salido, pero ya le he dicho a usted que Fanny tenía cosas de gato. Por lo demás, era una mujer amorosa. De no ser por aquellas repentinas extravagancias, habría sido la mujer perfecta.

Para serle honesto no me imaginé que iba a pararse frente a mí con sus ojos verdes y sus deliciosas piernas blancas para decirme que yo era el calvo más sonso del mundo y un culichupado al que no quería ver jamás en la vida.

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Si ahora usted me ve caminando por la vía férrea no es por des-pecho sino porque la noche está como para vagar como el gato que no encuentro. No quiero regresar a casa sin él, ¿para qué? Fanny no me espera. Me voy a recostar un momento, no es el mejor lugar para hacerlo, los rieles están fríos y herrumbrosos, pero el tren viene muy lejos, apenas si veo parpadear su luz, escucho el rechinar de las ruedas sobre la vía, me recuerda al sonido que hacen los carniceros cuando a�lan sus cuchillos, pero más intenso, ¿no es sorprendente lo rápido que avanza el tren?, quizás más rápido de lo que pensé, suena la bocina, seguro el maquinista ya me divisa, creo que no tendré tiempo de levantarme, a lo mejor si usted me ayuda... Le aseguro que no me di cuenta hasta ahora. ¿No oye un ronroneo? Ahora me con-venzo de que siempre me siguió. Siento sus patas �nas sobre mí, sus bigotes mansos. ¿Le ve los ojos tan bonitos? Es mi gato. Ahora sí dan ganas de volver a casa.

V E R Ó N I C A E C H E V E R R Y A LVA R Á N Mi mamá me dio a luz una tarde de diciembre de 1983, no sé si fría, no sé si soleada, en una clínica tradicional de Bogotá. Jugaba mucho a las muñecas y también con los lápices de colores, los borradores, el Pegastic, jugaba a armar historias, creaba un mundo que me pertenecía a mí y que nadie me podía arrebatar. Me enamoré de los libros a muy corta edad y a muy corta edad quise ser escritora. Estudié periodismo para ser escritora. Me equivoqué. Pero aprendí otras cosas en el camino. Escribo porque la palabra es lo único que nadie me puede arrebatar, porque me libera aunque tenga que librar una batalla difícil, porque solo he encontrado tres formas de expresarme: la risa, las lágrimas y las letras. Estoy por creer que la escritura es como una droga: si se suspende por mucho tiempo, algo adentro empieza a andar mal. Mi medicina es la escritura, me salva de mí misma.

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De Hipócrates a Pilatos 104

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E U G E N I O PA C E L L I T O R R E S VA L D E R R A M A El puente de Iseq114

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D E N N I S E N D E R S A N G U I N O Z A M B R A N O La costurera de Bolívar

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De Hipócrates a PilatosJ O S É S E B A S T I Á N E S P I T I A M A L A G Ó ND O C E N T E D E P R O C E S A M I E N T O D E A L I M E N T O S / I N S T I T U C I Ó N E D U C AT I VA D E PA R TA M E N TA L

L A E S M E R A L D A / N I LO, C U N D I N A M A R C A / 2 0 0 9

Zamir, el soldado Guardia Romana, apenas podía mover sus ojos al darse cuenta del ataque que sufría el hombre que estaba frente a él y que había caído al suelo como en convulsiones.

Inicialmente pensó que se trataba de un desmayo por inso-lación debido a que el viacrucis había empezado temprano en la mañana y ya rayaba el mediodía, pero por la sintomatología que había aprendido en su escuela de Medicina, sospechó que se trataba de un ataque al corazón. Comenzó a sudar al ver que el hombre necesitaba un médico y nadie le atendía. Recién había hecho su juramento hipocrático que le obligaba atenderlo, pero de igual forma su lealtad y compromiso ante la cofradía de Guardia Romana de Tunja le impedía dejar solo su puesto de vigilancia de la decimotercera estación: el Santo Sepulcro. Con incomodidad y frustración pudo ver cómo algunos socorristas vestidos de azul y otros de amarillo por �n vinieron a levantar a aquel hombre en una camilla y se lo llevaron.

El guardia continuó inmóvil hasta que escuchó la orden de iniciar la marcha con el paso del sepulcro hasta la iglesia de San Francisco. Ante la puerta principal, sin haber concluido el ritual católico ni el marcial, abandonó el piquete de Guardias y salió corriendo en dirección del hospital, cuatro cuadras más abajo de la iglesia. Al avanzar, todavía con la lanza empuñada y la espada en el cinto, le incomodaban su escudo, su capa roja ondeante y su casco pretoriano dorado con pelusa en el centro que, de no ser por

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el barbuquejo, se le hubiera caído pues daba también saltos en su cabeza y resplandecía con la tradicional resolana mayor. La gente, tratando de no romper la piedad del Viernes Santo, le miraba entre atónita y divertida. En la puerta del hospital le impidieron la entrada, no solo por el atuendo, sino porque los celadores no lo reconocieron como el médico recién graduado que había hecho los turnos de internado en ese mismo lugar. Tan solo obtuvo la información de que el paciente había llegado sin sentido y por haber respondido mínimamente a los procedimientos de reani-mación que intentaron los médicos pasó remitido a la unidad de cuidados intensivos.

Sin posibilidades de enmendar su error regresó a su casa, conservando el atuendo romano. El trauma familiar ya se sentía, pues sus hermanos y padres eran sabedores de la entrega con que había asumido casi desde niño sus dos profesiones; ahora no podría estar en la procesión de la Exclavación ni en la vigilancia del Santo Sepulcro que va desde la llegada de la procesión el Viernes hasta la madrugada del Domingo Santo. Eso no le había ocurrido ni a su padre ni a su abuelo que también habían perte-necido a la cofradía y que por generaciones guardaban el honor de hacer parte de este grupo, solo comparado en reglamentos y doctrina al de los Nazarenos, también presentes por siglos en la tradición religiosa de la Tunja colonial y con los que inevitable-mente se había entablado una perpetua competencia de rigor y cumplimiento.

Al otro día temprano, a pesar de ser Sábado Santo —uno de los días festivos de mayor respeto en la ciudad—, enterado el director de la Facultad había iniciado los trámites para retirarle su licencia por no haber cumplido con sus obligaciones éticas y profesionales. Por su parte, en la logia de Guardia Romana ya era motivo de vergüenza el comportamiento extraño e indebido de alguien que, como no se tenía información de ninguno de

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sus integrantes, había incumplido las órdenes y el protocolo de llevar los pasos al destino, guardar los uniformes y hasta proteger su identidad como algo sagrado. La única irregularidad siempre disculpada para los Guardias eran los casos en los que se desma-yaban en el puesto de guardia por el frío, el olor a para�na o la presión emocional del evento. El veredicto era inapelable: el joven Zamir debía ser expulsado.

Ya en la noche, en medio de la hermética soledad de la ciudad, regresó al hospital y ante un descuido del personal de urgencias corrió y subió hasta el sexto piso. Al llegar a la unidad de cuidados intensivos, cerca ya de la medianoche, encontró la pesada puerta de vidrio corrida y percibió una luz muy intensa que iluminaba el lecho en el que le habían informado se hallaba el paciente. Solo descubrió las sábanas limpias y dobladas a los pies de la cama, pero el hombre no se encontraba. Al salir, una enfermera le con-�rmó que el hombre había muerto el día anterior al atardecer.

El domingo, entre la multitud que hacía honor al des�le de Resurrección, en los bajos de la iglesia de Las Nieves, el joven tunjano, vestido con el traje de paño oscuro que había lucido en la ceremonia de graduación como médico, despojado de sus investiduras y del honor de pertenecer a la Guardia Romana, hacía esfuerzos por mantenerse cerca de la procesión. De repente, el paso principal paró en frente de él. Los Nazarenos habían descansado el anda sobre las horquillas. Después de observar el rostro triunfal de Cristo resucitado, él concentró la mirada en el penitente que le había quedado a pocos metros de distancia. Este levantó la tela blanca del capuz que le cubría el rostro como para tomar aire, y mientras se ajustaba su faja, sacudiendo bruscamente la túnica, volvió a mirar a Zamir directamente a los ojos. Con gran asombro, el joven médico Guardia Romana comprobó que era el rostro del mismo hombre que el Viernes Santo había caído a sus pies.

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J O S É S E B A S T I Á N E S P I T I A M A L A G Ó N Nací en Tunja el 27 de junio de 1961 de mi Ala: Hilda María y de mi Ancla: Sebastián. Crecí entre las músicas cocidas en maíz del altiplano y las conservadas en trigo de Austria; entre las fantasías, los escondites y las colecciones de sueños de hermanas y hermanos y entre las narraciones, cantos, dichos, plegarias y sonrisas de Ana María, mi abuela. Ahora sigo creciendo con la nobleza de mi inspiradora: Carmen Rosa y la fuerza y la claridad de mis hijas. También en el abrazo de mis sobrinos y en el saludo sincero de mis compañeros y estudiantes. Me considero usuario del derecho civil a la lectura y a la escritura y quiero heredárselo a Ana María, María Paula y a mis nietos, con todo y Ala, Ancla, Inspiradora, Tiple, Maíz y Trigo. “De Hipócrates a Pilatos” nació cuando acompañaba a mi madre al viacrucis del Viernes Santo en Tunja y aunque es un cuento, Zamir existe. Mi sueño es escribir la Gran Obra, una especie de manual para que nos podamos re-conocer. A todos los que nombré dedico mis letras.

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Los siete puentes de KönigsbergA N Í B A L L E N I S B E R M Ú D E ZP S I C Ó LO G O E S C O L A R / I N S T I T U C I Ó N E D U C AT I VA I N E M J O R G E I S A A C S / C A L I , VA L L E / 2 0 0 9

El hombre llegó al �n, en un coche tirado por seis caballos. El coche había pasado primero delante de una iglesia rodeada por una guardia hambrienta de vagabundos.

Después giró a la izquierda, avanzó tres cuadras, despacio, porque los peatones no se apresuraban a despejar la vía, y se paró cuando iba a cruzar el puente.

—He ahí, señor —dijo el cochero—, las islas de la ciudad.El cochero tomó el pago convenido, dio la vuelta en redondo y se

alejó, no sin antes advertir que se instalaría en la posada. El hombre siguió a pie por el puente. Se detuvo a mitad del camino y observó con detenimiento las bellas construcciones de la orilla, haciendo caso omiso de algunas balandras que rompían la helada super�cie del Pregel. En eso reparó en que se alzaba a unos doscientos metros otro puente similar al que lo sostenía. Calculó, siguiendo referencias de oídas, dónde se encontraban situados los otros cinco puentes. Dos más, se dijo, al lado opuesto. El quinto, como punto de unión de ambas islas. Y los dos últimos, entre la segunda isla y el resto de la ciudad, en los mismos �ancos que la primera. Entretanto, había sacado de su abrigo una libreta que sujetaba con una de las manos. Con la otra se apoyaba en la barandilla del puente.

Dejaba �uir las ideas lo mismo que el cauce generoso las aguas bajo sus pies. No podía percatarse, por tanto, de que varios lugareños lo miraban con extrañeza. Era gente sencilla, aldeanos o campesinos que ahora vivían en la ciudad, ajenos a las labores agrícolas.

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El extranjero, un joven alto, de frente amplia, aristocrático, se pre-guntaba para sí: “¿Si fuera el río consciente de sí mismo, me vería a mí, parado al borde del puente, �uir sin término?”. No supo cuán largo rato anduvo en sus cavilaciones. Al espabilarse se encontró ante el silen-cioso grupo de personas que, presentía, esperaba una explicación de su conducta.

—Señores, mi nombre es Leonhard. Vengo de San Petersburgo, de tierras muy lejanas, y creo traerles —vaciló un instante— noticias de interés…

Un anciano de apariencia rústica, de barba blanca y burdo bastón, le interrumpió para dirigirse al grupo de provincianos que en ese momento era numeroso.

—Estaba anunciado. El día y este hombre sobre alguno de nuestros puentes habría de llegar. ¡El Cielo nos favorezca!

Reponiéndose de la interrupción, pero sobre todo de verse señalado como ave de mal agüero, dijo:

—Os ruego que no me confundáis. Soy matemático, y adelanto una conjetura sobre el problema de los siete puentes de su ilustre y acogedora Königsberg. Imaginé que ustedes, los propios habitantes de la ciudad, debían ser los primeros en conocer una respuesta a tan popular acertijo, y aquí me tenéis.

Un rumor sordo se produjo entre los circunstantes, como el eco de una profunda inquietud. Solo un joven, casi un niño, acechaba a Leonhard con ostensible serenidad.

Parecían revelar sus ojos ardientes que él también había resuelto el problema. El chico desvió la mirada a la gris multitud, como si intentara comprenderla. De pronto, se oyó el sonido de un corno en una casa vecina. Un sonido replicado por otros cornos distantes.

Al aviso previsto se agolpó mucha más gente en el lugar.El anciano, encarando al forastero, le respondió:—Nuestra ciencia, joven, es la obediencia. Los misterios exigen ser

aprendidos y observados; nunca pensados. A nuestra ciudad la conocen

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por el enigma de los siete puentes. Descifrarlo signi�caría matarla, ani-quilar a sus pobladores. El planeta entero se olvidaría de Königsberg. Y entre sobrevivencia y verdad, elegimos la primera. Por ello, quien la amenace… ¡es hombre muerto! Si la solución al acertijo la ha escrito usted en ese cuaderno, de poco le serviría que lo despedace, que lo queme y que tire sus cenizas al río. La amenaza no radica en el papel. Es en usted donde está escrita.

Indeciso, contempló Leonhard de nuevo a la concurrencia. El joven de ojos ardientes, en la actitud de haber ya considerado que la razón no se doblega ante el oscurantismo, ni ante la estupidez, aguardaba su réplica, la cual no demoró en oírse.

—Estas hojas de papel, señor, se hallan en blanco. Pretendía apenas, sobre el terreno y mediante el cálculo matemático, esclarecer una hipó-tesis que niega la posibilidad de humanamente realizar lo que el acertijo manda.

Las expresiones de temor y la confusión del viejo y de la multitud acrecieron con sus palabras. El viejo se sentía, además, decepcionado.

—Solo un creyente viaja cientos de leguas para hacer fe; no un sabio. En el fondo procura usted comportarse igual que nosotros, para quienes usted representa una verdad posible que queremos rehuir por siempre. No obstante, le daremos una oportunidad. Demuestre su hipótesis y difúndala por el mundo. Pero antes ha de salir de las islas, trazando, conforme lo dispone la adivinanza, un recorrido único por todos y cada uno de los siete puentes. Cuídese de cruzar dos veces el mismo puente o de fallar en el intento de salvarse así, porque será acuchillado por uno de nuestros hombres, y arrojado su cuerpo al río. Son las tres de la tarde, tiene plazo hasta vísperas.

Leonhard guardó silencio y comenzó a atravesar la muchedumbre. El joven casi niño de ojos ardientes alcanzó a gritarle:

—Maestro, si le falla la coartada del Espacio, aún le queda la del Tiempo.Mientras avanzaba el sabio, sorprendido, no perdía de vista al chico,

que esperaba a su vez alguna otra señal suya.

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A N Í B A L L E N I S B E R M Ú D E Z Nació en Apía, Risaralda, pero desde muy joven vive en Santiago de Cali. Estudió en la Universidad del Valle, pero considera que su acceso a una visión amplia y crítica de la cultura y de la sociedad lo inició el fuego cruzado de discursos que se dieron en la universidad durante el movimiento estudiantil de 1970-1971. Estanislao Zuleta lo introdujo en la literatura, la �losofía y el psicoanálisis, bajo el in�ujo de los cuales ha incursionado en la escritura literaria, obteniendo un reconocimiento en el Premio Nacional de Literatura, modalidad Dramaturgia Infantil (Colcultura, 1993), con la obra Daniela; la publicación de la pequeña novela infantil Tito oía cantar la lluvia (Norma, 2005) y un reconocimiento más en este concurso con “Los siete puentes de Königsberg”. Esta historia surgió por cierto desengaño suscitado en el autor, al conocer que el gran matemático Leonhard Euler había hecho trizas el encanto del acertijo conocido con el mismo nombre que da el título a su cuento.

Meses más tarde, publicaba Leonhard su Solutio problematis ad geometriam situs pertinentis. Su dictamen fue incontestable: el acertijo, tal como está planteado, carece de solución.

El narrador de la anterior historia aceptó una invitación del alcalde de Kaliningrado —la antigua Königsberg de la entonces llamada Prusia Oriental, y que hoy hace parte de la geografía rusa; ciudad que no con-serva el número de puentes referido— para que efectuase una lectura de la misma a los honorables miembros del Ayuntamiento. Iba con gastos pagos e incluso con viáticos de excepción. Sin embargo, pese a que han transcurrido varias semanas desde su partida, sus familiares y amigos no han vuelto a recibir noticias suyas. Quienquiera que sea usted, amable lector, si se entera o recela de algo, por favor informe a las autoridades competentes, que las hay.

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El puente de IseqE U G E N I O PA C E L L I T O R R E S VA L D E R R A M AD O C E N T E D E T E R M O D I N Á M I C A , C Á LC U LO Y E C U A C I O N E S D I F E R E N C I A L E S /

U N I V E R S I D A D I N D U S T R I A L D E S A N TA N D E R , S E D E M Á L A G A / S A N TA N D E R / 2 0 1 0

No muy lejos del país mítico de Dhalajinn existen dos cumbres escarpadas donde dos antiguos reyes tenían sus castillos. La ilusión de ambos era invadir al otro reino, pero como los separaba un gran abismo no habían podido emprender la guerra. A lado y lado habían puesto arqueros vigilantes y en ambas orillas del abismo se veían fogatas arder de noche y se oían cantos de batalla.

Un día, y sin que hubiera explicación para ello, los dos ministros de guerra acudieron ante sus reyes con un brillante plan. Construirían un gran puente de piedra que uniera los dos lados del abismo y así podrían atacar el otro reino.

Los cálculos no fueron fáciles y simultáneamente se comenzó a construir de lado y lado el puente. Desa�ando la ley de gravedad cada día se añadían cinco o seis metros a la construcción. Dado que el puente crecía al mismo ritmo del otro lado, los ingenieros militares supusieron con acierto que solo necesitaban llegar a la mitad del trayecto y que entonces el puente estaría terminado.

Enseguida se prepararon los dos ejércitos a la espera de que se pusiera la última piedra para emprender el gran ataque.

Cuando, en efecto, la última piedra fue puesta, dos contingentes avanzaron en embestida, cada cual desde su orilla, y al llegar al centro del puente notaron con asombro que se hallaban ante una pared especular que se extendía en todas las direcciones.

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E U G E N I O PA C E L L I T O R R E S VA L D E R R A M A Nací en Málaga, Santander. Estudié Ingeniería Metalúrgica e hice una especialización en Ingeniería Ambiental antes de viajar a Japón, con una beca. Allí realicé estudios de doctorado en Ciencia de Materiales y desde mi regreso me desempeño como docente. Empecé a escribir a los diecisiete años y encontré en esta actividad un esbozo de lo que realmente signi�ca la libertad. La mejor forma de enseñar es con el ejemplo y eso es lo que trato de inculcarles a mis estudiantes. “El puente de Iseq” está dedicado a mis alumnos y re�eja en gran parte mi �losofía de vida: nuestros peores enemigos no son externos, en verdad son la pereza, el desgano y la apatía lo primero que debemos vencer.

Fue así como los soldados, luego los generales y �nalmente los reyes y sus ministros supieron que un castillo era el �el re�ejo del otro. En realidad se encontraban ante un inmenso espejo.

Los �lósofos de cada reino escribieron en sus libros, empastados en cuero, que cada obstáculo, cada desafío y cada guerra es una lucha con nosotros mismos.

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La costurera de BolívarD E N N I S E N D E R S A N G U I N O Z A M B R A N OD O C E N T E D E H U M A N I D A D E S Y L E N G UA C A S T E L L A N A / I N S T I T U C I Ó N E D U C AT I VA G E N E R A L

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La humillación la atormentaba más que la sed, el hambre y el dolor de los pies desgarrados después de un día de marcha, completa-mente descalza y a empujones, por el camino tortuoso que de Urimaco llevaba a San José de Cúcuta. El entusiasmo suscitado por el triunfo de Bolívar en la batalla de febrero y las posteriores victorias de Francisco de Paula Santander impedían ver un posible regreso de los ejércitos realistas. Pero Lisón, el español, había aparecido ocho meses después por los lados del Rosario con más de mil hombres para recordarles que el sueño de libertad podía ser pasajero.

Santander, sorprendido con un ejército mucho menor, fue emboscado en el Llano de Carrillo mientras se replegaba a Pamplona. Insaciables de sangre, los realistas degollaron uno a uno a los prisio-neros que no murieron en batalla. Y ahora ella, la humilde costurera del Valle, enfrentaba la misma suerte.

Habían llegado la noche anterior a tomarla prisionera. Las infaustas noticias sobre el joven mayor y sus hombres clavaron en su pecho un mal presagio que la mantuvo en vela hasta el momento en que derri-baron la puerta de la casa preguntando por ella con improperios. Durante el trayecto solo recibió insultos y vejaciones y la constante burla con una pantomima grotesca de lo que iba a ser su �nal al caer la tarde. Ahora, hecha un ovillo en un rincón de aquella oscura celda, solamente le quedaba esperar, con la dignidad malherida, su hora aciaga. En medio del martirio reconoció a algunos coterráneos que,

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con valor y gallardía, siempre mostraron su indignación ante los abusos de los peninsulares. Pero todos, perdidas las miradas y ahogados en el silencio, tenían ahora dibujado en sus rostros el amargo terror a la muerte.

La tarde del domingo 28 de febrero todo había sido regocijo. Días antes, desde Ocaña, corrían rumores de la llegada de un ejército de patriotas comandados por un o�cial venezolano. En voz baja —a la salida de la iglesia, dentro de las frescas casas solariegas, bajo las sombras de los árboles en las calles polvorientas— se hablaba de un tal Bolívar que iría a pasar por el Valle rumbo a Venezuela. Esa mañana la misa fue interrumpida por la salida abrupta del coronel español Ramón Correa y algunos de sus hombres. Una hora después, los estampidos de los cañones y los fusiles se empezaron a escuchar desde los cerros occiden-tales del Valle. Solo hasta entrada la tarde los habitantes pudieron salir de la incertidumbre. Un militar de aproximadamente treinta años enca-bezaba el des�le de hombres cansados y sudorosos, pero sonrientes y con la frente en alto. La mayoría de los vecinos del Valle estallaron en vítores cuando los vieron entrar hasta la plaza frente a la iglesia. Los gritos de vivas al coronel Bolívar llenaron el aire de la tarde teñida de rojo por el sol que se escondía como una naranja en los cerros de occidente.

Como todos sus coterráneos, y después de años de desmanes y oprobios a manos de los representantes del rey, Mercedes, la costurera, también demostró sin disimulo su entusiasmo y afectos al ejército patriota. Y para ella había sido el motivo de mayor orgullo que en aquellos días la buscaran para zurcir una de las casacas del o�cial vene-zolano. Dos días antes de su partida, una mañana de abril, bajo un sol de lluvia, Mercedes quiso entregar la casaca a su dueño. No podía reprimir los deseos de agradecerle al joven caraqueño lo que signi�caba para sus vidas su gran acto de valentía. Pero también quería hacerle un regalo. Con suavidad casi maternal, Mercedes tomó una mano del coronel Bolívar y puso en ella una pequeña pieza de madera. Era una delicada talla en ébano del rostro de Jesús.

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—Por favor, coronel, nunca abandone usted este Cristo. Lo protegerá siempre.

—Nunca lo haré, se lo prometo —contestó Bolívar con una amabi-lidad no exenta de sorpresa y de cierta compasión hacia aquella mujer que se aferraba a su mano.

Por un instante, el recuerdo de ese momento la asaltó. Todavía recordaba con nitidez los rasgos de ese rostro moreno cuyos ojos des-tellaban un brillo extraño. Y algo en ellos le reveló que iba a cumplir su promesa. Tal vez ahora necesitara ese Cristo, el Cristo moreno de los gitanos que alguna vez su madre le había dejado como su posesión más preciada. Había sido del padre de Mercedes, un español aventurero que había ido a parar al Valle por asuntos inciertos y del cual su madre se había enamorado perdidamente. Una noche desapareció para siempre dejando olvidada aquella pequeña talla. Mercedes no alcanzó a rezar sus últimas oraciones. Cuatro brazos salvajes la sacaron a rastras hasta el patio de la cárcel. El sable certero en su garganta cortó de un tajo el grito de Mercedes Abrego que como una saeta se alzó sobre las cam-panas de la iglesia que, a esa hora de la tarde roja, llamaban a la última misa del día.

D E N N I S E N D E R S A N G U I N O Z A M B R A N O Nací en Cúcuta y soy egresado de la Universidad de Pamplona, Norte de Santander, en Lingüística y Literatura, con especialización en Pedagogía de la Lengua y la Literatura y en Gestión de Proyectos Informáticos. Creo que a los que amamos la literatura se nos hace injusto hablar de autores y libros favoritos. Bien pueden ser tan caros a nosotros el nombre y el libro de un amigo nuestro al lado de Homero, Sófocles, Virgilio, Dante, Goethe, Cervantes, Shakespeare, Balzac, Flaubert, Dostoievski, Proust, Joyce, Cortázar, García Márquez, Eco… “La costurera de Bolívar” es un pequeño homenaje a la heroína cucuteña Mercedes Abrego. Pero el premio lo dedico a mis estudiantes, como una humilde ofrenda de mi imaginación y mi palabra con la ilusión de que descubran en la escritura una maravillosa revelación, tal como la descubrí yo.

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selección de cuentos

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