Pacha Pulai - Hugo Silva

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Novela

Transcript of Pacha Pulai - Hugo Silva

  • En el ao 1914, luego de despegardel aerdromo de Lo Espejo enSantiago de Chile, el Tenienteaviador Alejandro Bello, comienza adesorientarse y perder el rumbodebido a la niebla. El aeroplano deBello pierde altura y gasolina, por loque se ve forzado a aterrizar en unparaje desconocido.Al comenzar a explorar el lugar,Bello se encuentra con un bandidoque hace un par de semanas asaltel ferrocarril de Antofagasta aBolivia y que al igual que l seencuentra perdido. Es as como el

  • destino une a este oficial delejercito y al asaltante del tren enuna aventura que los llevara adescubrir la ciudad perdida dePacha Pulai, la cual se verestremecida con la llegada de estosdos extraos.Los habitantes de Pacha Pulai creenque an son parte de la coronaespaola y viven a la usanza delsiglo XVIII, por lo que cuando estoshombres del siglo XX lleguen ymuestren sus armas yconocimiento, sern catalogados debrujos y demonios. Este viajecambiaria la vida del teniente Bello

  • para siempre.

  • Hugo Silva

    Pacha PulaiePub r1.0

    ramsan 07.06.15

  • Ttulo original: Pacha PulaiHugo Silva, 1945

    Editor digital: ramsanePub base r1.2

  • 1Aparicin en NuevaYork

    Me parece que fue un encargo detiles de pesca para un amigo mo delOeste, el cual me peda se lo enviaracon un coterrneo suyo alojado en elHotel Biltmore, lo que un da denoviembre de 1925 me hizo entrar, porprimera vez, a este lujoso

  • establecimiento, recin fundado poraquella poca. Pregunt por el seor encuestin; me manifestaron que habasalido, pero que no tardara en regresar:preparaba el viaje de retorno a supueblo, y andaba por ah cerca haciendolas ltimas compras. Decid, pues,esperarle, disfrutando de las mullidasbutacas, forradas en cretona de vivoscolores, que abundaban en los lobbiesdel hotel. Llevara unos dos o tresminutos de espera, que dediqu aexaminar el local y a los elegantespasajeros que circulaban por lospasillos, cuando mi atencin se detuvoen un seor que ocupaba un sillndistante unos dos metros del mo, y que

  • lea con gran atencin su peridico.Por qu par la vista en aquel

    sujeto, cuyo rostro me ocultaba elperidico desplegado? No sabradecirlo, y nunca me lo he explicado yomismo. Nada de particular ofreca a lasimple vista mi vecino, vestido consobria elegancia: traje de color pardoobscuro, polainas grises, calzadoirreprochable. En aquel momento habraen el Biltmore algunos centenares deindividuos vestidos como l. Solo quelas polainas, que son una prenda pocousual entre los norteamericanos, medieron la sensacin de que se tratara deun europeo o un americano del Sur.Pero, de todas maneras, qu diablos me

  • importaba a m, as fuese un francs, unruso o un ecuatoriano?

    Ms el hecho es que sin saber porqu no despegu los ojos de aquel seor,pensando quizs en otra cosa; y lleg elmomento en que l baj el peridico, yme sorprendi mirndole. Yo volv lavista hacia otro lado como si mehubieran sorprendido en algo incorrecto.

    Recuerdo perfectamente que deprimera intencin el rostro aquel, quenada ofreca de extraordinario por otraparte, no me llam particularmente laatencin, como cuando uno mira algoque ya ha visto muchas veces. Una caraalargada, algo plida, ligeramentemorena, con el pelo muy brillante y

  • levemente ondulado, un pocoencanecido hacia las sienes. Peroinmediatamente me dije: Si he vistoesta cara en alguna parte, dnde hasido?, cundo?.

    Volv a mirarle, pero ya mi vecino sehaba vuelto a ocultar detrs del biombodel peridico. Por uno de esosmovimientos rpidos, instintivos delpensamiento, vine a reparar en eseinstante en algo que en el primerencuentro de nuestras miradas no mehaba fijado: el hombre aquel, al darsecuenta de que yo lo estaba mirando,haba tenido en los ojos un destellocomo de espanto.

    Cerr los mos, que es lo que

  • siempre hago cuando necesitoconcentrarme. Y entonces se form en lazona de mi visin interior una imagen:una faz juvenil que yo habitualmentehaba visto en otro tiempo, dentro deotro marco. Cul? Y fueron surgiendouna visera militar, la copa de una gorraprusiana, un alto cuello de terciopelo,con insignias doradas.

    Algo faltaba, sin embargo, paracompletar la asociacin entre la caraque acababa de ocultarse tras elperidico y la que se reconstrua en misrecuerdos. De repente di con ello: unacosa muy pequea y muy simple: unbigotillo negro e instantneamentealgo grit dentro de m un nombre muy

  • conocido, familiar para m en otrotiempo.

    Abr los ojos, a tiempo que mivecino se incorporaba bruscamente, conun sonoro crujir del peridico, yemprenda la marcha como en huida. Eraevidente su deseo de no dar la cara ydesaparecer. Yo no s qu impulso melanz tras l, y me hizo tomarle delbrazo bruscamente.

    Se detuvo bastante sorprendido, sinoimpaciente.

    Se le ofreca? me interpel eningls.

    Era la misma voz! La certeza de queera l se apoder de m en formainstantnea, y fue tan violento el choque

  • interior que tal hecho me produjo, queno atin a decir palabra. Por fin,atragantndome:

    Eres t no es eso? le dije enespaol.

    Vi que l haca esfuerzos inauditospor dominarse, y que cambiaba de color.

    No me respondi, afectando nohaber comprendido. Y yo, mientras msle miraba, senta que era mayor miconvencimiento de hallarme junto a miviejo amigo, el aviador perdido deSantiago en 1914, durante un raid areoy dado por muerto desde haca onceaos. Por esta certeza fue que tuve elvalor de decirle, siempre en espaol:

    Es intil, oye. No lo podras

  • negar.l hizo an un ltimo movimiento de

    protesta, meneando negativamente lacabeza. Yo abr los brazos y lo estrechcon fuerza. l, al principio, norespondi a aquella efusin, pero, depronto, como quien se lanza al vaco,cedi de golpe, abrazndome, a su vezcon grandes palmoteos. Vaya si era elmismo! Con el corazonazo que tena!

    En el acto pareci arrepentirse de sudebilidad. Estaba verdaderamenteespantado, y yo le vea respirar condificultad. No menos emocionado estabayo, y tuve que sentarme en el silln msprximo.

    Perdona Y agregu acto

  • continuo: No te sobresaltes. Nadatienes que temer. Soy tu mismo amigo deantes.

    No. Es que no es posible deca l como hablando consigo mismo. Ya deca yo que iba a pasar estoviniendo a meterme a Amrica.

    Pero por qu, hombre? Si te hereconocido yo es como si no te hubierareconocido nadie. Ser una tumba. Meconoces demasiado para dudarlo. Perodjame celebrar tu resurreccin. Djamemirarte, vivo, vivo, Alej!

    Cllate! me interrumpi, conbrusco sobresalto. Nadie debepronunciar ese nombre jams. El que lollevaba est muerto, y bien muerto.

  • Ahora tengo otro nombre. Soy otrapersona, entiendes?

    S, hombre, s. Solo que no hastenido la gentileza de presentrmela. Yolo har

    Sin darme cuenta de cmo volva atomar con mi amigo el acento de chanzaque me era habitual con l cuando yoviva en Chile. Y le dije, con afectadasolemnidad:

    My name is J. Jason Defman, ofNew York.

    Alonso Gonzlez de Njera, a susrdenes contest l en espaol, yaalgo ms tranquilizado y remedando consu gracejo peculiar mi tonoceremonioso. Probablemente mis ojos

  • eran dos interrogaciones insistentes,porque l fue quien me dijo, antes deque yo le preguntara nada.

    Ya te contar Son cosasincrebles. A veces yo mismo creo quetodo ha sido un sueo, un sueoenormemente largo, del que voy adespertar de repente. Ya este encuentrocontigo ha sido como un despertar. Y, telo confieso, me hace mal

    Pues es muy sencillo lerepliqu. Olvida que me hasencontrado. Y si t quieres, yo har lomismo. Eso s que nada podr quitarmeel gusto que siento al saber que estsvivo. Con lo que sent tu prdida, conlo que sufrimos por aquellos das en que

  • te buscbamos por todas partes y a cadarato creamos sentirte llegar!

    l se qued un instante pensativo,como sumido en los recuerdos que yoacababa de suscitar. Pude examinarleentonces con mayor detenimiento.Estaba algo ms grueso, ms membrudo,que en la poca de su desaparicin, peroconservaba su esbeltez, la lnea, comodicen en Chile. Una larga cicatriz que notena antes le cruzaba la mejilla derechade arriba abajo, desde el pmulo a lacomisura de los labios, pero no ledesfiguraba el rostro, cuidadosamenteafeitado. Calcul su edad, basado en misrecuerdos: unos treinta y ocho aos,pero no representaba ms de treinta y

  • dos, a pesar de que el pelo leblanqueaba en las sienes. La expresinde su rostro era ms varonil, ms firmeque en la poca de nuestroconocimiento. Era la suya la cara de unhombre que ha sufrido mucho, que hagozado tambin mucho y ha vivido muyintensamente.

    Bueno dijo por fin. T quhaces ahora? Vives en Nueva York,entiendo?

    Ordinariamente, s. Pero hagocontinuos viajes de negocios a Mxico,a Brasil, a Chile Lo sentsobresaltarse.

    Qu puedes temer, hombre? Ya tehe dicho que si t deseas seguir muerto,

  • no ser de esta boca de donde salga unapalabra indiscreta.

    Ya lo s. S tengo en ti plenaconfianza Y ahora, en qu andas?Dispones de tiempo?

    Vine aqu por encargo de unamigo. Lo despachar con un camarero,y quedo a tus rdenes. Porque a ti ya note suelto. Despus de once aos sinverte! O te perturbo?

    Absolutamente Tengo muchasganas de conversar contigo, contartetodo A ver si nos encerramos por ahen un sitio tranquilo Pero tengo queesperar aqu a mi mujer

    A tu mujer! Con esta novedadcomienzan las maravillas? Empezamos

  • bien, entonces.No te imaginas t hasta qu punto

    est relacionada mi mujer con lo que meha pasado. Ni lo contento que estoy deque me haya pasado, a cambio dehaberla obtenido a ella.

    Su cara tom esa expresin dearrobamiento que es caracterstica enlos enamorados, cuando dicen: Ella, ysiempre, para decirlo con la palabrajusta, la cara de un perfecto estpido.

    Record entonces, sbitamente, sutragedia sentimental, ocurrida pocoantes de su desaparicin: la muerte de sunovia, una muchacha preciosa,atropellada por un automvil en elmomento en que se diriga a una fiesta.

  • Todo pasa me dijo; todo seolvida. Por aquel tiempo, sus amigosllegamos a temer que no sobreviviera asu pena, y hasta le cuidbamos,temiendo un suicidio. Pero aquel hombrehaba muerto, y este enamorado que yotena delante no era ya l: era donAlonso Gonzlez de Njera

    Te la he de presentar, qudiablos! dijo de repente Alonso,como si hubiera sabido cules eran mispensamientos. Pero no ahora. No estaqu. Pero como habremos deencontrarnos antes de mi viaje

    De tu viaje?Tenemos todo listo para volver a

    Europa. Andamos conociendo el mundo.

  • Generalmente vivimos en Espaa, peroviajamos con mucha frecuencia. Elprograma de este ao es el Oriente;Japn, China, la India

    Y en Espaa, viven en Madrid?No. Apenas conocemos Madrid.

    Vivimos, hechos unos hidalgos, ejem!,en el solar de los Gonzlez de Njera

    Diablo, y ese solar dnde queda?

    Como su nombre indica, enNjera, la cuna de mi familia, provinciade Logroo. Burgos es la ciudad que nosqueda ms cerca Pero qu es lo quete pasa?

    El mismo de siempre! Toda la vidahabamos admirado en nuestro amigo la

  • sensibilidad para captar las sensacionesntimas de los dems, de una manerateleptica. Yo estaba apenas esbozandoen mi interior, mientras l hablaba, lasospecha de que todos esos datos queme daba fueran falsos, para despistarmeacerca de su residencia permanente, yl, aunque yo no haba hecho el menorgesto, ya haba pescado al vuelo elmovimiento interior de mis ideas.

    Se lo dije. l prosigui:No. Para qu te iba a despistar?

    S que estoy en tus manos y s tambinque no me vas a hacer traicin. Como enotros tiempos, son intiles entre t y yolas reservas mentales. Por mi parte, novoy a ocultarte nada de lo que me ha

  • ocurrido. Vmonos por ah a conversar.Un momento.Llam a un camarero, le traspas el

    bendito encargo de anzuelos y demoscas a que deba aquel felizencuentro, y le dije a mi amigo:

    Estoy listo.Me cogi del brazo y se intern

    conmigo en uno de los vastos salonesdel hotel, vaco en aquel momento.Encendimos los cigarros. Y AlonsoGonzlez de Njera dio comienzo a suhistoria.

  • 2Herido en el ala

    T recuerdas dnde estaba yo lanoche que muri Maria comenzdiciendo. De guardia en la Escuela deAviacin. Ella deba ir a la fiesta de losHerrera Lastra, para acompaar a suhermana menor. Y me haba prometidohacer una escapada en auto hasta laEscuela, para cambiar conmigo siquierados palabras. Haca ms de dos aos

  • que nos veamos da a da, noche anoche, salvo cuando el servicio meretena en el cuartel o la Escuela. Y unda sin vernos nos pareca algomonstruoso.

    Sabes la historia: el automvil queapareci de pronto, como un blido,cuando el suyo atravesaba unabocacalle. Pero tal vez no sepas esto:fue al regreso de Lo Espejo, y no cuandose diriga al baile, como se dijo en todaspartes, cuando la tragedia sobrevino. Yoera, pues, el culpable involuntario de sumuerte. Accedi a ir a verme,exponindose a la clera de donRodrigo, siempre tan severo, despus demuchas splicas mas. Puedes

  • imaginarte en qu estado de nimo ytambin de conciencia qued cuandosupe lo ocurrido.

    Fueron para m das de torturahorrible los siguientes. Pens matarme.Todos mis amigos se dieron cuenta deesto. Lo notaba yo de sobra en susactitudes, no solamente solicitas, sinocautelosas. No solo me acompaaban;me vigilaban.

    No me atreva a ir a ver a los suyos:su padre, sus hermanas. Me pareca queiban a reprocharme la muerte de Mariacomo un crimen mo, exclusivamentemo, pues si ella no hubiera emprendido,a mis instancias, el viaje fatal Fue l,don Rodrigo, quien apareci en mi

  • busca.Muy entero. Siempre haba sostenido

    que el hombre no deba dejarse vencerpor la adversidad, cualquiera que fuesela intensidad de sus dolores, de suscontrariedades. Y l mismo practicabaeste principio con una dignidadconmovedora. Me abraz en silencio,me inst a tener valor, resignacin. Loestoy viendo con su blanca barba enpunta, que peda una golilla, como las delos retratos de sus antepasados,conquistadores y encomenderos, oidorescannigos, que tantas veces me mostren los salones de su casa.

    Me saba ya por cierto de memorialos nombres y ttulos de aquellos

  • seorones: Cisneros y Marmolejos,Mendozas y Ruices de Gamboa. Todo unnobiliario colonial disecado al leo enesos salones vastos y silentes como losde un museo.

    Yo haba sido aceptado en razn demi linaje para prolongar tanta gloriapasada. Yo posea tambin antepasadoscoloniales, sin tener nada que ver conesa ralea de comerciantes vascos eingleses que lleg despus a medrar conlos despojos de la guerra que nosotrosdeca don Rodrigo, por l y por m,por los suyos y los mos habamossostenido contra los brbaros porespacio de tres siglos.

    Insisto en esto de los antepasados

  • porque los sucesos que me ocurrieronposteriormente, tan inesperados, tanextraordinarios, tienen ntima relacincon ello. Por don Rodrigo supe yo, porlo pronto, las vinculaciones que meunan en lnea directa, por mi madre, conlos Gonzlez de Njera de la poca dela Conquista, cuyo nombre llevo ahora yde cuyo solar soy en Espaa el actualhidalgo. En el siglo XVI vino a Chile unhistoriador que se llam exactamentecomo yo me llamo ahora: AlonsoGonzlez de Njera. Siempre me habaredo de tales antiguallas, impropias deestos tiempos y enteramente ajenas a mitemperamento y mis ideas. Pero llegu amirarlas con simpata desde el momento

  • que fue por ellas que pude franquear elportn chapeado de la casona de losCisneros-Ruiz de Gamboa. Tengomotivos para recordar prolijamente suescudo, con su len, su brazo armado ysu cimera. Pues lo vi no solamente en elfrontis de la casa de don Rodrigo.Tambin Pero no. Es mejor no alterarel orden de los acontecimientos.

    Y bien? Todo perdido. Todo intil.Aquellas fatigosas y pacientes veladasde antepasados, con su cortejoabrumador de hazaas, frases notables yadversarios partidos por la mitad de unsolo mandoble Aquella lenta labor deconquista de un futuro suego con fama deinexpugnable Solo sirvieron para

  • aproximarme a la felicidad, posar lamano en ella y sentirla desvanecerse.Bast una fraccin de segundo para quefuera solo un montn de huesos rotos ysedas ensangrentadas la que hasta lanoche fatal goz de la fama de ser lams bella entre las mujeres de Chile. Yla ms adorable, adems, por lo que yoy otros ntimos conocamos de ella: elcarcter, la bondad, la graciasobrehumana con que lo impregnabatodo.

    Era, pues, una especie de harapohumano, en lo moral, el aspirante apiloto aviador que el 9 de marzo de1914 sala con otros cuatro compaerosa rendir las pruebas prcticas para

  • alcanzar el brevet. Mi destruccininterior era probablemente mucho mayorque lo que mis hermanos y amigospodan sospechar.

    A las cuatro de la madrugada deaquel da estbamos los aspirantes en lacancha, con nuestros mecnicos yalgunos amigos y curiosos. Solomediante un enorme esfuerzo de mivoluntad logr hacer como que meinteresaba por los preparativos denuestra prueba.

    La tarea era: trazar un tringulo LoEspejo-Melipilla-San Antonio-LoEspejo, de un solo vuelo. Poco ms de200 kilmetros. Un juego de nios paracualquier aviador, an novato, en la

  • actualidad. En aquel tiempo, conaquellos aparatos, una verdaderahazaa.

    Todo era rudimentario, pobre,entonces en la Escuela de Aviacin.Faltaban reflectores; unas linternas demala muerte nos ayudaban en la labor depreparar las mquinas. Por fin, a eso delas cinco, estuvimos listos. Los motoreszumbaban de una manera infernal.Tenan una sola velocidad, los pobres, yno podan marchar sino de esa manerafuriosa: al mximo. El primero en partirfue Tucapel Ponce, lo recuerdo. Iba enun Breguet. Yo lo segu en mi Snchez-Besa, especie de carreta alada en que el

  • piloto senta la sensacin de ir solo einerme en medio del vaco, pues lacabina estaba en la parte delantera, muysobresaliente, y todo lo dems, motor,hlice, tren de aterrizaje, quedaba atrs,invisible. Daban las cinco de la maana,y la primera luz del alba asomaba porencima de la cordillera.

    Estaba despejado al este; hacia ellado de la costa, en cambio, o sea, en ladireccin que debamos tomar, se alzabauna alta barda de nieblas. Yo vi a Ponceperderse en la penumbra. Desaparecihacia el noroeste. Minutos despus meencontraba yo tambin volando entrenubes espesas.

    Ningn instrumento que me diera la

  • altura. Solo un pequeo comps deaceite. Con su ayuda trat de orientarmehacia donde supona deba encontrarseMelipilla. Al cabo de una hora de vuelo,siempre entre neblinas, decid virar enredondo. Haba perdido por entero laruta, seguramente, pues en variasocasiones vi que debajo de maparecan, como obscuros lomos deelefantes entre la maleza, las cumbres dela cordillera de la costa. Fue un milagroque volando a ciegas de aquel modo nome estrellara contra alguna de esasmoles invisibles. Y pensndolo bien, enaquel momento, con aquella pena, creoque bien poco me hubiera importado.

    Cerca de las seis aterric de nuevo

  • en Lo Espejo, con cielo lmpido hacia elcenit y el este. Ponce haba regresadopocos momentos antes, y se aprestaba arevisar su mquina.

    La ma, que haba tenido algunasfallas, segn los entendidos que laoyeron funcionar, tambin deba serrevisada nuevamente. Me alej de aquelsitio, dejando a los mecnicos quehicieran lo que mejor les pareciese.

    No me olvido; se hizo a mialrededor como un crculo de soledad yde silencio. Me dejaban masticar mispesares, ciertos de que en aquelmomento cualquiera palabra habra sidoinoportuna.

  • Se hizo de da. Las horas pasaronmontonas, exentas de todo inters. Lasvoces de los mecnicos, las rdenes y elrugido de los motores en pruebadominaban el ambiente.

    A las 9 haba cielo despejado casien todas direcciones. A partir de nuevo.A salir de una vez de aquella pruebaenojosa.

    Lo hice, lo confieso, sin ningnentusiasmo. El laissez tout me pareci,no s por qu, que era en realidad unadespedida eterna. Dejarlo todo.Desaparecer Hundirse en el infinito,huir Pero dnde?, cmo evadirse des mismo, de la pesadumbre que llevauno dentro? Dnde ir a buscar lo

  • irrecuperable?La niebla, que estaba como

    agazapada en todo el valle del Maipo endireccin al mar, a mil metros debajo dem, se levant de pronto, en alas de unade esas repentinas ventoleras de otoo.En pocos minutos me sent de nuevoaislado de todo, sumergido en una masagris, impalpable y hmeda, que meocultaba el resto del universo en todasdirecciones.

    Tom, segn mi comps, el rumbodel Noroeste. El Snchez-Besa henda laneblina con rapidez que me parecavertiginosa. Las nubes deshilachadascorran hacia atrs como fantasmas enhuida. Tal vez media hora transcurri

  • as, y yo perd al cabo toda nocin de lacomarca por encima de la cual deba deir volando.

    Decid volver, por segunda vez, endemanda del punto de partida, cierto yade la imposibilidad de dar fin a mi raid.Pero, junto con decidirlo e imprimir elcorrespondiente movimiento al bastnde comando y a los pedales, una rfagafortsima se apoder del avin, que medio la impresin vertiginosa de irflotando en el viento lo mismo que unpapel arrebatado por un remolino.

    Ensay un empleo enrgico de loscontroles, intil. El viento era dueo delpobre Snchez-Besa, y lo proyect comouna catapulta en una sucesin de locas

  • oscilaciones, que vanas veces por pocome arrancaron de mi asiento.

    Me las haba con un huracn,fenmeno bien raro en aquella poca ytal zona del pas. Comprend que nohaba nada que hacer, sino entregarse aldestino. Era a lo que estaba resignado,por lo dems, sin habrmelo confesadoyo mismo. Pasara lo que pasare, qume poda importar ya?

    Tena la sensacin de que todo habaacabado. En un instante cualquiera elSnchez-Besa iba a descuartizarse en elaire como un volantn demasiado frgil.Yo senta esto como una evidencia,como un hecho inminente, y, cuando tratode revivir aquellos minutos, recuerdo no

  • haber experimentado la menor rebelindel instinto. La idea decaer y estrellarmecontra el suelo, que ms de una vez mehaba asaltado y an sobresaltado en misvuelos anteriores, no me causabaninguna inquietud. El dolor sueleadormecer hasta ese punto los reflejosvitales. Vivir? Morir? Me era igual. Ycasi experimentaba una sensacingozosa al verme de aquel modo,solitario en lo alto, presa de loselementos, con mi existencia pendientedel capricho de una rfaga.

    Yo no era ms que una partculahumana, un grano de polvo perdido en lasoledad infinita. Y el Snchez-Besa, unjuguete minsculo impulsado a

  • velocidad fantstica hacia lodesconocido. Me pareci que mimotorcito de 80 caballos haca elridculo en medio de aquel huracndesatado, y sin darme cuenta de lo quehaca, cort el contacto. Se hizo unsbito silencio, en el que solo seescuchaban el leve zumbido de la hlicey el silbido del viento, cortado por losalambres del avin. No s cunto tiempotranscurri as. Recuerdo que un frointenssimo, denunciador de una alturajams alcanzada por m hasta entonces,se apoder de mis miembros, y que pocoa poco fui presa de una extraasomnolencia. Al estado de abandono, deinercia moral en que viva desde el da

  • trgico, se agregaba entonces unacreciente atona fsica, algo as como unletargo. Pensaba en mil cosas diferentese inconexas, y un zumbido que no era elde la hlice ni el del viento resonaba enmis odos.

    De improviso las nubesdesaparecieron de sobre mi cabeza. Elsol brill. Pero abajo, a una distanciaque por instantes se hacia mayor, seextenda un ocano de nubes espesashacia el norte, el sur y el Oeste hastaperderse de vista. A mi derecha, muycerca, emergiendo de aquella superficiealgodonosa, avist algunos picos de lacordillera. Ech una ojeada atrs ydivis hacia el sur, quizs a centenares

  • de kilmetros, la masa blanca delAconcagua.

    Por un movimiento maquinal volv adar contacto. El motor hizo dos o tresexplosiones falsas, y rompi a andar,con dificultad primero, luego msregularmente. Pero yo senta que lahlice, a mis espaldas, daba vueltas envano. El aire era demasiado enrarecidopara que lograra atornillar en l. Mas,evidentemente, mi biplanito avanzaba abuena marcha. Pude notarlo al divisar susombra imprecisa y diminuta,resbalando sobre la superficie de losnublados a mil metros debajo de m.

    Si hubiera dispuesto de un altmetro,es probable que mi pobre Snchez-Besa

  • registrara en aquel momento un inditorcord de altura. Me hizo sonrer conamargura la vanidad presente de aquellahazaa, que quizs me hubieradeslumbrado pocos das antes, cuando lavida tena un sentido glorioso para m.

    Habra pasado con exceso elmedioda, cuando la alfombra de nubessobre la cual volaba mostr su lmitepor el norte. Ms all se extenda unabruma tenue, de luminosa transparencia,que bien pronto estuvo a mis pies. ElSnchez-Besa se mova ahora por suspropios medios, despus de haberdescendido tal vez unos dos mil metros.Sent curiosidad por saber qu tierrasiba a ver a travs de los leves vapores

  • que haban sucedido a los nublados.Pero donde esperaba ver la manchaverde de alguno de los vallestransversales que de trecho en trechocruzan el pas, solo encontr montaasyermas, rugosas, reverberando al sol. Entodo lo que la vista lograba abarcarhacia el oeste el desierto se extenda.Calcul encontrarme quizs aseiscientos kilmetros del punto departida, sobre alguna zona ignorada dela cordillera de Atacama o Antofagasta.A la derecha, destacndose sobre lamasa de montaas obscuras, se erguanvarios volcanes en hilera, de norte a sur.

    De sbito sent enmudecer el motora mis espaldas. Comprend: ya no tena

  • combustible. Y el viento, que me haballevado en sus ancas poderosas a lolargo de medio pas, se haba ido ya aotras regiones. Sin ninguna fuerza que losustentara, el Snchez-Besa empez apicar, y yo lo mantuve planeando enbusca de algn sitio donde descender.

    Las corcovas de las montaasparecan crecer a medida que elSnchez-Besa realizaba sus zigzagues endescenso. Salv a muy corta distancia dem una alta cresta rocosa y me encontrprimero encima y luego dentro de unprofundo valle, rido tambin,circundado por altas montaasperpendiculares. Ya era forzosoresignarse al aterrizaje en el fondo de

  • aquel inmenso circo, cuyas barreras elSnchez-Besa ya no podra transmontar.

    Providencialmente, avist ms allde una zona ondulada y fragosa unaplanicie que no ofreca al parecer elmenor accidente. Sobre ella posblandamente la mquina, que corri sinun tropezn en aquella canchaproporcionada por el azar, hastadetenerse por s sola.

    Est de Dios me dije que yono haya de morir todava.

    Consult el comps. La mquinaestaba enfilada directamente hacia elnorte. Salt al suelo, que me dio laimpresin de ser el lecho seco de unantiguo lago. Ni una huella, ni una seal

  • de vida en l.Me di a examinar aquel paraje,

    imponente y ttrico, que me hizorecordar ciertos grabados del infiernode La Divina Comedia ilustrada porDor, que don Rodrigo tena en su casa,y que ms de una vez habamos hojeadocon Mara. Paisajes de pesadilla,baados por una luz de otro mundo:ridos como aquel, y rodeados debarrancas que pierden sus cumbres en elcielo.

    Un silencio vasto, solemne. Unsilencio como yo jams haba escuchadootro. Silencio de soledad, de ausenciade vida. En l, los latidos de mi corazny el paso de la sangre por las arterias

  • los oa ntidamente, adquiran unaimportancia enorme. En quin sabecuntas leguas, acaso mi cuerpo era elnico organismo en que alentaba la vida.

    Mir en torno. Por todos lados lamuralla rojiza, por el oeste sumida en lasombra, por el este deslumbrante bajo elsol, sin una senda, sin un pliegue. Tenaaquel valle la forma de una elipse, conun desarrollo de muchas leguas. Haciael oeste, en la lejana, parecaangostarse y formar un recodo que seperda hacia el norte. Acaso una salida,un portezuelo que condujese a algunaparte conocida y habitada?

    No posea ninguna referenciaanterior que me permitiera formarme una

  • idea del sitio en que me encontraba,salvo la presuncin, bastante vaga, dehallarme en algn lugar cordillerano dela provincia de Atacama o la deAntofagasta. Cul sera el pueblo msprximo?

  • 3El fugitivo

    Veame, pues, convertido por lacasualidad en un explorador. Un hombreforzado a buscarse la vida en medio delas soledades desconocidas y encontrarel camino de las zonas pobladas.Cules eran los elementos con quecontaba para tal empresa? Hice unligero inventario de mis recursos,prescindiendo del Snchez-Besa, ya del

  • todo inutilizado por la falta de gasolina:una pistola Stayer, cargada con 9 tiros;un reloj de pulsera; un paquete decigarrillos y fsforos; el traje de aviadormilitar que llevaba puesto, y que incluaun casco de cuero y un par de anteojosde vuelo; un pequeo cortaplumas; unapluma fuente, una libreta de apuntes y unlpiz. En la cartera, junto con unasreliquias de Mara, $ 275 en dinero, unbillete de 100 francos recuerdo de miestada en Pars y un cheque de 500pesos girado a mi orden por un amigo, alfinal de una partida de pquer epilogadapor unos cuantos carriles. Record queen la navecilla del biplano habaquedado algo, en aquel momento muy

  • interesante. Un termo con caf, que en lamadrugada haba colocado all miordenanza. Fui a buscarlo: estabaintacto, y el caf algo caliente todava.Bajo mi asiento en el avin encontr unpequeo estuche de herramientas. Migorra de servicio tambin estaba all. Lacambi por el casco, intil ya, y dej enel mismo sitio los anteojos.

    El aroma del caf puso en accinmis jugos gstricos adormecidos, y sentun apetito repentino y violento. Beb detres sorbos el contenido del termo, a lasombra del Snchez-Besa, porque el solpicaba fuerte. Y me decid a partir enexploracin. March hacia el este. Elpiso se extenda a nivel por espacio de

  • unos diez kilmetros. Mi sombra sealargaba ya desmesuradamente en elsuelo cuando dej el lecho seco del lagopara entrar en una planicie, en suavesubida, sembrada de cascajos de origenvolcnico en apariencia una piedragriscea y porosa que en ocasiones serompa bajo mis pisadas. Ms allencontr el fondo del valle cubierto dealtas rocas, agudas y erectas comomonolitos. Advert aqu y all algunosmatorrales de aspecto raqutico, y a susombra, mseras matas de hierba de unplido color anaranjado.

    Tres horas de marcha llevaracuando llegu al sitio en que el inmensoanfiteatro en que me hallaba haca un

  • recodo hacia el nordeste. Aldesembocar en l encontr un panoramanuevo. Estaba a la entrada de un vallecomo el anterior flanqueado de altsimasmontaas, pero con extensas manchas deverdura en diversos sitios. Al fondo,muy lejos, divis el cono nevado de unvolcn. El valle descenda en gradientebastante pronunciada. Supuse queaquellas manchas verdes deberanresponder a otros tantos manantiales,deduccin bastante satisfactoria para unsujeto como yo, presa de una sedtorturadora.

    Un descubrimiento no menos gratohice minutos despus; huellas y guano deanimales en el piso arenoso. Presum

  • que se tratase de cabras, o quizsvicuas o guanacos. Difcil me hubierasido determinarlo, dada mi totalignorancia en estas materias. De prontome encontr pisando tierra pantanosa, yluego un pastito verde y menudo, elpasto de las vegas. Y no tard en hallarel manantial causante de aquel pantano.Sin ningn remilgo me ech de bruces ysorb a grandes tragos, a la manera delos malos soldados de Geden, aquellaagua cristalina, sumamente helada y concierto sabor mineral.

    El sol haba desaparecido ya delfondo del valle; solo las montaas deloriente mostraban sus cimas inflamadaspor una barda de fuego. Mir el reloj,

  • eran las 6 de la tarde. Rendido, busquuna roca en donde abrigarme de la brisaque empezaba a refrescar, y me tend areposar un momento.

    Era ya de noche, noche sin luna,cuando me incorpor de nuevo. Lasestrellas, que me parecieron mscercanas que de ordinario, brillaban deun modo prodigioso. Me encaram sobrela roca para ver si en algn sitiodivisaba alguna luz, denunciadora deuna vivienda humana, un rancho deindios, un campamento de mineros o depastores, qu s yo.

    Un sobresalto: un tropel alado surgia pocos metros a mi derecha, y porsobre mi cabeza pas una bandada de

  • patos silvestres. Era la primeramanifestacin de vida que encontraba enaquellos parajes.

    Menos mal pens, recordando miStayer que bien me podra dar elsustento al otro da si encontraba algnpato u otro bicho ms o menoscomestible desprevenido y a tiro. Puesmi apetito empezaba a tomar loscaracteres inquietantes de un hambreimperiosa. Por primera vez en muchosdas.

    Se hacia ms espesa la vegetacin amedida que avanzaba, y varias vecesmis pies se hundieron en bruscasdepresiones y estuve a punto de caer.Estaba en verdad demasiado obscuro

  • para continuar la exploracin sin peligrode dar en algn barranco inesperado.Busqu de nuevo una roca en quponerme al reparo del viento. Con ramassecas que recog aqu y all encend unahoguera, me acurruqu junto a ella, y nos si mucho o poco tiempo despus mequed dormido.

    Cuando despert, transido yderrengado, ya era de da. La roca queme haba servido de respaldo era unimponente peasco de color, rojizo; elvalle estaba cubierto de rocas comoaquella: verdaderos islotes en medio deun mar de matorrales y altas hierbas.

    Me puse de pie, con una lenta

  • distensin de los msculos doloridos. Yme dispona ya a hacer unas cuantasflexiones para entrar en calor, cuandoalgo hiri mi olfato, que me paraliz, almismo tiempo que senta una actividadextraa en mis glndulas salivales. Eraun delicioso olor a carne asada. Mir atodos lados. Una leve humareda seelevaba con pereza, en el aire quieto,por encima de la roca.

    Iba a rodear la pea sin msceremonia en busca del origen deaquella humareda y aquel aromaapetitoso, pero, no s por qu, mepareci prudente hacer una investigacincon cierta cautela. Pues, sabia yo conquin iba a encontrarme? No habra por

  • all a lo mejor indios salvajes einhospitalarios, capaz de algunatrastada?

    Con el sigilo de un piel roja de mislecturas de infancia rept por el lomo dela roca, arrastrndome por centmetros,orientado por el humo tenue. Lo primeroque vi al lado opuesto no era como paratranquilizarme: una vieja canana cargadade cartuchos, y, en una funda bastantedeteriorada, un revlver de tamaodescomunal, empavonado de negro,como el que usaban los policas en elSur. La canana estaba como colgada alcuello de una piedra. Al pie de estarepar en diferentes prendas harapientasy sucias. Inmediatamente al pie de la

  • roca, debajo de m, haba un hombre, delque pude ver solamente los hombrospuntiagudos, un sombrero deformado ymuy viejo, y las piernas, muy largas,cubiertas por unos pantalones rotos enlas rodillas. El calzado, si tal nombrepoda drsele, dejaba ver los dedos.Aquel hombre estaba sentado en unapequea piedra, y se ocupaba en darlevueltas a un asador rstico sobre unahoguera de lea; en el asador, algo queme pareci un pato, y un animal queprobablemente era un conejo u otro desu tamao. Qu fue lo que me impuls,en aquel momento a echar mano a miStayer, antes de que aquel pobre diabloadvirtiera mi presencia? No s, pero el

  • hecho es que cuando l al fin se volvicon vivo sobresalto, me vio medioincorporado sobre la roca y pistola enmano. Solt en el acto el asador, dio unsalto instintivo, como para huir, y, porltimo, levant las manos.

    No me haga nada, seor oficial exclam con aire suplicante. Estoydado.

    Solo entonces me di cuenta de miapostura amenazante. Me re, y le dije,con acento tranquilizador:

    No tema nada, amigo. Baje lasmanos no ms.

    Salt de la roca al suelo, enfundandola pistola.

    No soy un polica le advert.

  • Soy aviador, y ando perdido. Miaeroplano qued ayer unas leguas msall. Dnde nos encontramos?

    El sujeto no pareci al principiomuy convencido. No abandon su airecauteloso, que me hizo recordar el de unzorro perseguido. Tena la barbacrecida, negra y rala, a trechos comochamuscada de blanco, y una miradaentre maliciosa y asustada. Los labios,tal vez demasiado cortos, mostraban unarecia dentadura de roedor en unapermanente semisonrisa de sarcasmo.

    Me mir a la cara, me examin de lacabeza a los pies.

    Hum hizo por toda reflexin.Ech una ojeada a su revlver, distante

  • unos pasos.Yo le dije:Ya le digo que no pretendo

    hacerle nada. Deje el revlver tranquilo.Y no permita que su desayuno sigarevolcndose ah en la tierra. Porquepienso hacrmele el convidado, sabe?No como nada desde ayer.

    Ha llegado a tiempo, entonces repuso l, y recogiendo el asador,limpi de tierra a grandes soplidos, ycon ayuda de los dedos, la caza a medioasar, y volvi a ponerla al fuego.

    Yo examin entonces la viviendade aquel sujeto. Era una especie decaletilla en el flanco de la roca. Un

  • rincn muy superior al que habautilizado yo. Haba en el suelo variaspilchas y un maletn cuadrangular muyliado con amarras. Pero no ofreca aquelsitio demostraciones de haber servidode albergue mucho tiempo. Era probableque fuese aquella la primera vez.

    Usted vive por aqu, ah? Cmose llama este sitio? le pregunt.

    No me contest inmediatamente, alparecer muy preocupado del fuego y elasador. Y al fin dijo, irnico,encogindose de hombros:

    Ojal yo lo supieraCmo! Entonces usted no es de

    por aqu? En qu anda entonces?Me ech una mirada de soslayo,

  • zorruna y desconfiada.Claro que por mi gusto no ha de

    ser dijo al cabo de una pausa. Andotan perdido como usted, mi teniente.

    Y cmo vino a parar a estossitios?

    Tard en contestar:Pse! Cosas de la vidaNo dijo ms. Una sonrisilla

    maliciosa se le esconda por entre labarba rala. Pero yo haca rato que estabacierto de hallarme en presencia de undelincuente, un fugitivo. De qu clasede crimen? Trat de inducirlo medianteun ligero escrutinio de su traza, de susprendas Mis ojos se detuvieron en elmaletn, en el que advert las iniciales

  • FCAB, pintadas con tinta negra. FC?Ferrocarril, me dije mentalmente. Yapenas hube dado con la significacinde las otras dos letras: AB,Antofagasta a Bolivia, ca en la cuentade quin era aquel curioso personaje.

    Lo descubr, ms que con sobresalto,con admiracin. Aquel sujetoesmirriado, incapaz, al parecer, de mataruna mosca, era nada menos que elasaltante solitario de un tren en mediodel desierto. El hroe de uno de losatracos ms temerarios perpetrados enel pas. Completamente solo, sin msarmas que su revlver y una audaciainaudita, haba intimidado a todo elpersonal de un tren pagador, para

  • desaparecer en seguida llevndose unmaletn con ms de 50 000 pesos. Yo lohaba ledo en los diarios, y ms de unavez, en las conversaciones del casino,habamos admirado el coraje de aquelhombre. Meses de pesquisas yexploraciones en su busca haban sidoridculamente intiles.

    Y estaba all, en cuclillas, hechouna lstima, astroso y consumido,sosteniendo mansamente un palito con supato y su conejo ensartados!

    Qu me corresponda hacer?Prevenirlo de mi descubrimiento o nodarme por advertido? Y an no habatomado una decisin clara, cuando, nos por qu, de modo casi maquinal brot

  • de mis labios esta pregunta:As que hace tres meses que anda

    por estos lados? Era ms o menos eltiempo transcurrido desde el asalto altren.

    Me lanz una ojeada rpida,temerosa y a la vez impaciente.

    Qu es lo que dice?No se inquiete le contest. Y

    sealndole el maletn: Ya s quin esusted prosegu. Pero no tengacuidado. Nada tengo que ver con lo queusted haya hecho!

    l movi la cabeza de un modovago. Y yo, en parte para tranquilizarlocambiando de tema, y en parteimpulsado quizs por las exigencias

  • miserables de mi estmago, le seal elasado:

    Uno de esos bichos es un pato,no es eso? El otro, es una liebre?

    Una vizcacha contest. Poraqu hay muchsimas. Vea, all est elcuero.

    En efecto: a orillas de un puquio, aalgunos metros, vi unas vsceras, sangre,plumas desparramadas y una piel decolor pardo grisceo.

    Esto parece que ya est listo aadi mi hombre. Tiene cuchilla?

    Una cortaplumas. Pero essuficiente.

    l sac de su cinturn un cuchillo dehoja recta y puntiaguda, y del bolsillo de

  • la chaqueta, un puado de sal.De esta hay tambin mucha por

    estos lados me explic. Unossalares que tienen leguas. Sin mayoresceremonias nos pusimos a comer. El medijo entre bocado y bocado:

    Esto, y algunas ensaladas de unahierba que parece romaza, muyabundante en las vegas, es lo que hecomido yo por aqu. Los patos los cazoa revlver, a las vizcachas les hagotrampas.

    Realmente son exquisitas. Quizses el hambre

    Con buena hambre no hay panduro, como dicen. Y lo que usted va aechar de menos aqu es el pan, le dir.

  • Yo a veces llego a soar conmarraquetas.

    Pero usted cree que tendr queestar por aqu mucho tiempo?

    Quin sabe, seor! Quin sabe!PeroYo creo que esto no tiene salida

    por ningn lado me dijo. Yo hacemeses que se la busco, y no la encuentro.Ni un cabro sera capaz de subir poresas barrancas. Y siguen iguales, igualespor leguas y leguas.

    Pero cmo entr usted al valle?Es lo que ni yo mismo s. Al

    principio, despus de aquel asunto,usted me entiende, todo lo que meinteresaba era alejarme de la lnea

  • frrea. Mi plan era irme a la Argentina;pero como en verano los pasos son muyfrecuentados, me vine hacia el surbuscando alguna pasada desconocidaentre Guatiquina y Socompa. A la orilladel salar de Atacama se me muri lamula. Segu a pie y botando cosas por elcamino, para alivianarme. Cuntasveces estuve tentado de dejar el maletn!Me pesaba ms de diez quintales a ratos.Dorma de da, metido en algunaboratera abandonada o en alguna rendijaentre dos piedras, y caminaba de noche,orientndome por los volcanes. Unanoche me met por una quebrada honda;perd de vista los volcanes, anduve,anduve Y baj a este valle no s por

  • dnde. Al aclarar me encontr en mediode l, me parece que algunas leguas msabajo de aqu. He tratado muchas vecesde dar con el paso por donde llegu.Pero ha sido intil.

    Y sus huellas?Tampoco las pude encontrar.

    Haba mucho pasto, tal vez, en el sitiopor donde desemboqu al valle.

    Diga, no ha visto rastros como decabras o guanacos?

    Y guanacos tambin. Y vicuas. Ytambin avestruces. Pero hasta ahora nohe podido saber dnde se meten. Porqueaparecen y desaparecen como si salierande debajo de la tierra. Si hasta heencontrado huellas de cristianos, seor!

  • Pero nunca he visto a nadie.Huellas de pata pelada o con

    zapatos?Ni una ni otra cosa, creo. Deben

    ser gente que usa chalailas, como losindios. Seguramente hay indios por aqucerca. Pero dnde diablos viven?

    Me qued cavilando un rato, y porltimo le propuse:

    Cuatro ojos ven ms que dos.Dediqumonos a explorar con cuidado,usted en una direccin, yo en otra, y devez en cuando nos juntamos, porejemplo, en este mismo sitio, quesealaremos con una bandera.Cualquiera de estas cosas nos puedeservir. Digamos esto

  • Mis ojos haban reparado en un granpauelo rojo, de esos que se llaman dehierbas, que yaca no lejos del maletn.

    Es el de aquel da, ah?Asinti, con su sonrisa cnica, no

    exenta de cierto gracejo. Con aquelpauelo mi hombre se haba cubierto elrostro al asaltar el tren.

    Bueno aad. Acabamos dealmorzar juntos y de hacer una especiede alianza. No nos presentaremos?

    Le dije mi nombre.Y usted, cmo se llama?Pens un segundo. Luego dijo:Froiln Froiln Vega me llamo,

    mi teniente.Era, sin duda, un nombre falso. Pero

  • al fin un nombre, y lo di por aceptado.Le tend la mano.

    Bien. Mucho gustoChupallas, mi teniente!

    exclam l, torciendo el gesto al sentirla presin de mi diestra. Eso se llamatener eque.

    El suficiente no ms le dije,satisfecho en mi interior de haberlehecho saber de aquel modo amistosocul de los dos era el ms fuerte.

    Pocos instantes despus, armadosambos y con algunos restos de vveresen las faltriqueras, nos ponamos enmarcha. Froiln Vega, mientras yocolocaba la bandera, bien acuada conpiedras, en lo alto de la roca, haba

  • tenido la precaucin de envolver en suspilchas el maletn, y esconderlo en unagrieta profunda, bien cubierto demalezas.

    Hay que ser precavido explic. Quin sabe si esto nos pueda servirms tarde!

    Me divirti y me conmovi al mismotiempo la naturalidad generosa con queel muy bandido, por medio de aquel measociaba al producto de su salteo.

    A poco andar nos separamos: lhacia la izquierda, yo hacia la derecha.Habamos quedado en juntarnos alatardecer en el mismo sitio dondehabamos pasado la noche, y darnosmutua cuenta de nuestras exploraciones.

  • El primer da fue enteramenteinfructuoso. Salvo un pato que cac enun pantano, disparndole de mampuestocon mi Stayer, nada traa conmigo quepudiera servirnos, al llegar a nuestrocuartel general, al atardecer. Froiln seme haba adelantado, y lo encontr juntoal fuego, asando un par de vizcachas.Tena la expresin preocupada.

    Usted baj la bandera? Fue loprimero que le pregunt, a pesar de queen realidad la seal no me haba hechomucha falta para dar con nuestra pea,ms grande que todas las del contorno.

    No, pues, y eso es lo que mepreocupa.

    Diablos! Y quin puede haber

  • sido?Indios, sin duda. Yo al principio

    pens que pudiera haberse cado, Perono. No haba ni humos de palo ni debandera. nicamente las piedrasdesparramadas.

    Y el maletn?Ah! Ese no lo olieron por suerte.Y no dejaron huellas?Muchas. Ve?En efecto. En diversos sitios

    haba rastros humanos que no podan sernuestros, y que cruzaban en todasdirecciones.

    Encontr tambin otra cosa dijoFroiln Vega. Venga a ver.

    Dej el asador sostenido por dos

  • piedras, y me gui a un sitio no distantede all ms de cuarenta metros. En unpequeo descampado haba una granmancha de sangre, las vsceras dispersasde un animal de gran tamao. Un joteenorme, o tal vez un buitre, emprendipesadamente el vuelo al aproximamosnosotros.

    Aqu han carneado un guanaco dijo Froiln. Y ha sido entre muchosla cacera. Vea la tupicin derastros Pero, fjese!

    Mir con cuidado. Haba unashuellas distintas de las otras. Las huellasde un pie calzado no con sandaliasindgenas, sino con zapatos, de suelacasi cuadrada en la punta y tacones

  • angostos que se hundan profundamenteen el suelo algo arenoso.

    Taco de huaso o de mujer medije, recordando los altos tacones denuestros hombres de campo en el Sur.Esto si que se est poniendointeresante.

    Volvimos a nuestra pea, y mientrasdevorbamos la cena, que fue epilogadapor un par de cigarrillos, nos dimos adivagar sobre el origen de lo queacabbamos de ver. Y estas conjeturasduraron hasta que nos sorprendi elsueo.

    Froiln fue el primero en dormirse.Yo permanec unos instantes entregado alos pensamientos ms confusos. Llevaba

  • ya varias semanas de sensacionesextraordinarias. Un accidente deautomvil, vulgar en apariencia, habacambiado por completo el sentido, elrumbo de mi vida. Y desde ese instantemis das haban sido una sucesin depesadillas

    ***

    Al despertar al da siguiente,encontr fija en m la mirada vulpina deFroiln Vega, que se dispona a ensartaren el asador el pato que yo habacazado.

  • Qu hay, mi teniente. Sali buenopara la pestaa, no?

    Es que me dorm tarde.Fui al manantial para hacer mis

    abluciones. Despus del desayuno nostrazamos un plan nuevo. Nos pareciprudente trasladar nuestro cuartelgeneral, desde luego; pero tambinestuvimos de acuerdo en que convenaobservar aquella regin desde algnescondite, por si los cazadores deguanacos reaparecan por all.

    Fue lo que hicimos. Emboscadosconvenientemente, montamos guardialargo rato. Pero nadie apareci, yresolvimos emplear el resto del da ennuevas exploraciones.

  • Partimos, pues, pero esta vez juntos;cosa que tambin nos pareci prudente.Tomamos en rumbo oblicuo en direccinal acantilado del oriente, peroavanzando siempre valle abajo, hacia elnorte. Habramos caminado un par dehoras, cuando sentimos a nuestraderecha un galope leve y rpido. Nosechamos a tierra, ocultndonos en lamaleza.

    Uno tras otro, con corto intervalo,tres animalitos grciles, de elegantesmovimientos, pasaron al trote antenuestra vista. Aminoraban visiblementesu andar, y a poco se detuvieron deltodo.

    Vicuas me dijo Froiln con

  • voz casi imperceptible.Estaban tal vez a cuarenta metros de

    nosotros. Oteaban el aire alzando elhocico tembloroso; sus orejas se movancomo antenas. Nosotros casi norespirbamos.

    Una de las vicuas, de un salto, seencaram en una roca, larga y aplanada,como el lomo de un cocodrilo, y sequed all, inmvil, tomando el viento.

    A que me le atrevo? murmurFroiln, desenfundando su enorme Coltcon infinita precaucin.

    A esta distancia?Estos trabuquitos hacen blanco a

    200 metros. Voy a hacerle empeo.Extendi un poco el brazo izquierdo,

  • apoy en l el can de su Colt, yapunt. Un segundo despus hizo fuego.

    La vicua dio un salto epilptico, yluego cay redonda. Las otras dosdesaparecieron valle abajo como unaexhalacin.

    Est despaletada dijo Froiln.Parti en direccin a la roca en que

    la vicua yaca pataleando e irguiendodolorosamente el cuello fino. Un instantedespus mi compaero caminaba por eldorso de la piedra, buscando puntera enla cabeza del animal para rematarlo. Yen ese instante algo como una sombrapas zumbando por sobre mi cabeza, atiempo que vea a Froiln vacilar, yluego caer de la roca, desplomado. Algo

  • se le haba enredado en las piernas.Antes de que yo lograra volver de

    mi sorpresa, dos individuos vestidos ala usanza indgena, armados de arco yflecha el uno, con una lanza corta elotro, se precipitaron sobre l. Yo nopoda vacilar. Saqu mi Stayer y disparsobre el indio que estaba ms prximo aFroiln. El indio solt la lanza y se tomel codo derecho, con un alarido dedolor. El otro qued como paralizado,sin verme todava.

    Prate! le gritincorporndome y apuntndole miStayer.

    Por toda respuesta, el indio tendihacia m su arco. Yo alcanc a ver la

  • punta de la flecha, su mano y su ojo enuna sola lnea dirigida hacia mi cuerpo.Pero no fui yo quien dispar. Unadetonacin se oy desde el pie de laroca, y el indio cay abriendo losbrazos. La flecha, disparada sindireccin, traz una loca parbola en elaire y vino a caer sin fuerza a diez pasosde m. Froiln acababa de pagarme sudeuda.

    Corr hacia donde l yaca. De pasopude ver que el indio de la flecha estabamuerto. El otro, al acercarme yo, tratde huir.

    Alto! le grit Froiln, mientrastrataba de desprenderse del enredo decueros trenzados que le trababa las

  • piernas. Era algo as como unaboleadora, con las pesas de cobre.

    Apenas lo hubo conseguido, nosprecipitamos ambos sobre el indio, que,probablemente vencido por el dolor, sehaba sentado en el suelo, sostenindoseel brazo. Pero su cara cobriza era de unaperfecta impasibilidad. A guisa deintroduccin, Froiln le dio un puntapipor las costillas.

    Qu hubo, mhijito? As que meibas a ensartar, pues, no?

    Pareca dispuesto a repetir el golpe.Aguarde, Froiln le dije.

    Mejor es que le interroguemos. Novamos a sacar nada con pegarle. Ymientras tanto, veamos si no andan ms

  • por ah.Un vistazo en rededor nos

    tranquiliz. No se vea a nadie, ni seescuchaba ningn ruido sospechoso. Mevolv, pues, al indio herido, y lepregunt del modo ms bondadoso quepude:

    De dnde vienes t?Silencio. Su cara, tpicamente

    quechua, de nariz recta en una mismalnea con la frente, ojos oblicuos ypmulos prominentes, no hizo el menorgesto. Miraba fijo delante de si. Letoqu el hombro.

    Eres sordo? Dime, de dndevienes?

    El mismo silencio.

  • No va a sacar nada, seor meprevino Froiln. Hay que aplicarle elsistema del inspector Achurra.

    Este nombre, sin duda para lfamiliar en sus tratos con la polica deSantiago, me hizo un efecto raropronunciado en aquel sitio.

    Froiln tena ya en la mano unvergajo, con el que se dispona a medirla espalda del indgena. Yo vi la cara deeste animarse como con un resplandorinterno, dentro de su impasibilidad depiedra. Me pareci que haba visto uodo algo que nosotros no advertamos.

    En efecto. Tend la oreja y escuchvoces lejanas. Algo as como laalgaraba de un rodeo o de una pelea

  • A tierra! le orden a Froiln. Esa roca puede ser nuestra trinchera.

    Arrastramos hasta aquel sitio elcadver del indio, llevamos tambin connosotros al prisionero, las flechas, lalanza, y tambin el cuerpo expirante dela vicua, y nos parapetamos enobservacin.

    All lejos, al pie de los acantilados,se mova gente. Brillaban armas. Peroqu trajes eran aquellos? A la distanciasolo poda advertir que eran de coloresvivos, rojos unos, amarillos otros, de unverde brillante algunos Haba tambinindios armados de lanza o flecha. Unode los bandos avanzaba, retroceda elotro lentamente La batalla, silo era, se

  • desplazaba, pues, en direccin anosotros.

    Pero todo se desenvolvi a lo lejos,fuera del alcance de nuestras armas, y,casi, de nuestras miradas. La algarabadel combate fue cesando poco a poco, ytoda aquella escena distante fueborrndose de nuestra vista como en elcine se disfuminan gradualmente, hastadesaparecer del todo, las imgeneslejanas. Se hizo el silencio, y las figurasque habamos divisado al pie de losacantilados desaparecieron como si latierra se las tragara.

    Mir a mi compaero. Froiln, conlos ojos fijos y su eterna sonrisa decoipo, estaba como alelado, en un

  • esfuerzo por seguir viendo lo que ya nopoda ver. El indio, al pie de la pea,segua impasible, inmovilizado en laactitud en que le dejramos, con subrazo roto sostenido por la manoizquierda.

    Qu hacemos? le pregunt aFroiln, que al or mi voz parecidespertar de un sueo.

    Vamos a verParece que ser lo mejor le

    dije.Organizamos nuestra expedicin del

    modo que nos pareci ms estratgico.Con un par de puntapis, Froiln hizoincorporarse al indio herido, y loempuj hacia adelante. Nosotros le

  • seguimos. El indio camin silencioso,sin volver la vista una sola vez, como unsonmbulo.

    Solo entonces pude examinarle a misabor. Llevaba la cabeza cubierta conuna especie de bonete o caperuza delana roja, de tejido burdo, con dossalientes que le cubran las orejas. Pordebajo de aquel casco de lana lesobresala en recios mechones negros, elcabello. Una camiseta de lana le cubrael cuerpo hasta ms abajo de la cintura.Seguan unos calzones cortos, amplios,de color indefinible, en plieguesrecogidos hacia el centro del cuerpo,como un chirip. Llevaba las piernasdesnudas, y calzados los pies con

  • chalailas u ojotas de cuero sin curtir,sujetas por delgados correonesamarrados encima del tobillo. Caminabaderecho, como si cumpliera una orden,en direccin al sitio donde se habalibrado el combate, y en donde todavaflotaba, disolvindose en el aire, unatenue nubecilla de polvo.

    Al cabo de una media hora demarcha encontramos la primera huelladel combate. El filo de una espada rota,con huellas de sangre fresca todava.Nos pusimos a escudriar por entre losmatorrales. El pomo de aquella arma talvez no estaba lejos. Y, en efecto, muypronto Froiln exclam:

    Aqu est el mango, mi teniente.

  • Me lo trajo. Tena todo el aire deuna pieza de museo. El pomo de unatizona del ms clsico estilo toledano.La guarnicin semiesfrica brillaba conreflejos de oro puro. Y del mismo metalpareca ser la cruz de la espada.

    Estbamos examinndola, cuando derepente vimos al indio desaparecer trasun matorral, al mismo tiempo que leoamos decir algunas palabras conlastimero acento. Corrimos en la mismadireccin, y el cuadro ms extrao seofreci a nuestra vista. Al pie de aquelmatorral, que era una enorme mata dechilca, yaca un personaje de aspectovenerable, que contrastaba de un modoque me pareci casi grotesco con el

  • traje que vesta. Una indumentaria deteatro. Jubn de cuero, de color pardo,calzones de pao azul, y una golilla queme record instantneamente la de losretratos tantas veces vistos en lossalones de la familia Cisneros. Surostro, circundado de una barba blanca,terminada en punta, me record,asimismo, la cara del retrato antiguo dedon Rodrigo.

    El indio se haba precipitado sobrel, y por cierto que en aquel momento surostro no mostraba la impasibilidad depiedra que tanta impaciencia nos habaproducido. Era la suya una expresin dedolor inmenso. Con la mano izquierda,el indio trataba de enderezar al cado,

  • mientras le miraba el rostro conansiedad. El caballero, muy plido,tena los ojos cerrados.

    A mi vez me inclin hacia l, yapliqu mi odo en su pecho, en la zonadel corazn. Lata dbilmente.

    Haba que hacer algo por aquelinfeliz, y grit en el acto:

    Froiln!Qu hay mi teniente?No hay agua por ah cerca?Debe haber.A ver si traes un poco, aunque sea

    en tu sombrero.No s por qu, empec a tutear a

    Froiln como si se tratar de unsirviente mo. Y l no pareci extraar

  • el tratamiento. Parti Froiln como unaexhalacin, y yo me dispuse a drmelasde cirujano.

    El caballero haba abierto los ojos,y me miraba con extraeza.

    No tema nada, seor le dije.Voy a ver modo de auxiliarle.

    l movi vagamente la cabeza,mientras yo lo tomaba en mis brazos,para conducirle a un sitio menosasoleado que aquel. Una vez que le hubetendido a la sombra de un arbusto, ledespoj de un pesado tahal chapeado deoro que le cruzaba el pecho ydesabroch con no poco trabajo losgruesos botones de cuero del jubn.Debajo llevaba una camisa de lana, en

  • la que se extenda una manchita desangre. La desgarr con mi cortaplumasy una herida apareci. Seria de no msde unos tres centmetros, pero parecaprofunda.

    En aquel momento volva Froilncon su sombrero rebosante de aguafresca. Yo me despoj de mi abrigo decuero, de mi chaqueta de servicio, y atirones arranqu entera una manga de micamisa. El caballero me miraba hacercon ojos espantados, mientras yo,despus de hacer tiras la manga, lelavaba la sangre. Una vez vendado decualquier modo, le abroch de nuevo eljubn y volv a ponerme mis prendas.

    Gracias, caballero murmur el

  • herido, con voz desfalleciente. Diosse lo pagar.

    Y dirigindose al indio, quepermaneca inmvil, le dijo algunaspalabras en un idioma desconocido param.

    El indio ponindose la manoizquierda delante de los ojos, parahacerse sombra, explor con la vista entodas direcciones.

    Hizo un gesto afirmativo.Alerta, Froiln dije, mientras

    desenfundaba mi Stayer. Parece quevan a volver.

    En efecto. Vi que el indio seinclinaba, a tiempo que una flechapasaba silbando por sobre nuestras

  • cabezas y algunas voces se dejaban oren direccin al acantilado.

    Un sujeto apareci, con una espadaen la mano. Vesta de manera semejantea la del caballero, pero su faz era hartodistinta. La cara de un mestizo, desubido color moreno, con los pmulossalientes, que son comunes entre loshijos del antiguo Alto Per, el pelocayndole sobre los hombros en negrascrenchas, y en los ojos tirantes hacia lassienes, hundidos bajo las cejas, unamirada llena de odio le fulguraba.

    Dio un grito y luego una orden param ininteligible. Varios indiosaparecieron por diversos sitios. Eltrabuco policial de Froiln comenz a

  • funcionar. Alcanc a divisar a micompaero con una expresin en la fazque no le conoca: la ferocidad gozosadel hombre de pelea, del que gusta dela rosca por la rosca. Ya no era elpobre diablo flacuchento, encogido, queyo haba encontrado al pie de una pea,con un aire de zorro acosado. Disparabasu revlver con una risa terrible yacompaando cada disparo de unachilenada insultante. Pero no era elmomento de detenerse encontemplaciones. A mi vez hube dedisparar contra un gran diablo cobrizoque se me venia encima, blandiendo unalanza. Lo vi caer con una pirueta rara,doblndose, cual si una flecha invisible

  • le atravesara el abdomen.Y no recuerdo ms. Creo haber

    sufrido un golpe por la espalda. Sentalgo as como un sacudimiento elctrico,y luego todo se me obscureci derepente.

  • 4El despertar en elpasado

    Cuando volvieron a abrirse mis ojosencontraron otra luz que la del soldeslumbrante del valle. Una luz que mspareca una sombra. Mi primerasensacin fsica que me recorra la cara.Quise llevar una mano al sitioadolorido, entre el ojo derecho y la

  • boca. Pero me encontr que tenavendada la cabeza entera, como la deuna momia. Sent tambin un dolor sordoen el occipital. Record entonces elmazazo que recibiera en el combate, yque me privara del conocimiento. De ungolpe acudieron a mi mente las extraasimgenes vistas aquel da. Habasoado yo todo eso? Soaba todava eiba a despertar?

    Me hallaba en una cama amplia ymullida, sobre la cual se suspendanespesos cortinajes. Dos altas columnasde madera la remataban por los pies.Camas semejantes haba visto en losgrabados histricos, y tambindnde? No poda haberlo olvidado: en

  • casa de don Rodrigo Cisneros. Sinmoverme, pase mi vista por elaposento. Era alto, de paredesenyesadas. Advert algunos muebles,tambin de corte antiguo. Por la ventana,invisible para m, a la derecha, entrabala luz de la luna, que proyectaba en elsuelo la sombra de los laboreadoshierros de una reja colonial. Pero algoms iluminaba el resplandor lunar: laforma clara y casi incorprea de unamujer, vestida con una amplia falda decolor celeste, una mantilla sobre loshombros, y con un peinado alto,coronado por una peineta de grandesdimensiones. Estaba sentada en un sillncolonial, con los pies recogidos bajo la

  • falda, cuyo borde no tocaba el suelo, yesto es probablemente lo que la hacadar la impresin de hallarse suspendidaen el aire. Era una joven de peregrinabelleza, y dorma con la cabezalevemente inclinada hacia la derecha yapoyada en el respaldo.

    Detuve la vista en aquella faz que laluz de la luna envolva en un haloinmaterial, y estuve a punto de lanzar ungrito. Era propiamente el rostro deMara Cisneros el que yo tena delante!No las facciones solo; tambin el aire,tambin la gracia delicada con que, alechar el rostro hacia el hombro, doblabael cuello fino. Era el mismo rictus de loslabios grciles, tan expresivos, que

  • solan insinuar la sonrisa o el desdn sinhacer ningn movimiento

    Deliro me dije. O yo estoyloco.

    La nia abri los ojos. Yo cerr losmos, sintindome prximo a perder larazn. La sent poner los pies en elsuelo, acercarse muy quedo Micorazn lata, loco, y me pareci que suslatidos llenaban con sus ecos elaposento. Su mano se pos sobre lasvendas de mi frente. Un escalofrorecorri mi cuerpo. Iba a gritar Peroyo no s qu me contuvo. Ces lapresin de aquella mano adorable, y yoescuch el ruido levsimo de sus pies ysus faldas alejarse. Entreabr los

  • prpados. La dama desapareca en esepreciso instante por una puerta.

    Me incorpor. Mis doloresinstantneamente se multiplicaron. Tenala cabeza pesada, y los brazos,incomprensiblemente dbiles, senegaban a sostenerme. El zumbido deodos caracterstico de la fiebre mellenaba el crneo.

    No cabe duda, estaba delirando,me dije de nuevo, despus de mirar unosinstantes el hueco de la puerta por dondela joven acababa de desaparecer.

    Sin embargo, el silln donde ladescubriera estaba all, baado por laluz de la luna. Vi sobre un muebleprximo dos enormes candelabros

  • dorados. Ms all, colgada del respaldode otro silln, advert mi gorra deservicio, cubierta de polvo todava. Nolejos de l, mis zapatos, mis polainas, yen el asiento, mi chaqueta y mi abrigocon una manga colgando. Del mismorespaldo penda mi cinturn con la fundade la pistola, vaca.

    Esta bizarra mezcla de cosasvulgares y cotidianas, que me eran tanconocidas, y de imgenes y sucesos deotro mundo y otras pocas, aumentaba laconfusin de mis pensamientos.

    Pero senta un gran cansancio almismo tiempo, y me dej deslizar bajolas cobijas en un doble abandono de losmsculos y las ideas. La fiebre y la

  • fatiga me dominaron de nuevo, y,cerrando los ojos, me hund en laobscuridad.

    En ese mismo instante un sonprolongado y lastimero hiri el silencionocturno. Eran los gemidos de una quenaindgena. Lloraban quin sabe quobscuros dolores, rimando con los mos.Y fueron lo ltimo que o de aquellanoche extraordinaria.

    ***

    Cristalina msica de campanaspoblaba el aire difano cuando recuper

  • la conciencia de m mismo. Cuntosdas haban pasado? No sabra decirlo.Me encontraba en el mismo aposento,inundado de claridad matinal. Losvendajes en torno a mi cabeza habandesaparecido, salvo una tira adheridacon alguna substancia pegajosa a todo lolargo de mi mejilla derecha, dondepersista vagamente el escozor de unaherida. Me palp el rostro: me lo habanrasurado cuidadosamente, y tuve elagrado de verificar que la poda no habaincluido el bigote, el orgullo de misveinticinco aos.

    Todo malestar haba desaparecido.Me senta liviano de cuerpo y deespritu. Hice el inventario del aposento.

  • Todo estaba igual. Mis prendas habandesaparecido del silln. En las paredesvi cuadros religiosos, ingenuamentepintados al leo: una imagen de laConcepcin y algunas escenas del vacrucis.

    Las campanas, entretanto, seguanrepicando. Sus sones eran vibrantes yalegres. Las campanas de oro, medije, sin saber por qu. Y me puse aesperar, seguro ya de que ocurriran milcosas maravillosas de que era anunciomi visin de la ltima noche. Senta enla boca un sabor a hierba medicinal, quese corresponda perfectamente con elaroma que picaba mis narices. Mir auna pequea mesa colocada junto al

  • lecho, y advert en ella una copa demetal amarillo, semejante a un cliz deiglesia. La tom. Cmo pesaba! Estabamedio llena con un lquido verdoso, queexhalaba un olor muy agradable, como ahierbabuena. La iba a apurar de un trago,cuando una voz engolada y algoimperiosa se dej or en la puerta:

    Aguarde vuesa merced! Ha deesperar hasta el medioda para tomarotra vez ese cocimiento.

    Me qued lelo al ver al personajeque se acercaba, caminando con aireimportante y con una sonrisa bondadosay superior en la mofletuda faz. Uncaballero de unos cincuenta aos, debigote y barba entrecanos, y el cabello,

  • partido en dos, cayndole en rizos sobrelos hombros. Vesta jubn color degrana, con un ancho cuello blanco, alestilo de los que les ponan Velsquez yFranz Hals a sus modelos; calzonesnegros, medias grises y zapatones depunta cuadrada, con grandes hebillas deoro. Se haca preceder de una panzabastante regular, y pisaba con la energapropia de quien se siente bien instaladoy seguro en este mundo.

    Y cmo est hoy vuesa merced?Veo que bien, veo que bien A ver,dignese vuesa merced mostrarme lalengua

    Lo hice, mudo de sorpresa todava,mientras l me tomaba el pulso.

  • No se imagina vuesa mercedcunto me dio que pensar ese artificio!me dijo, indicndome el reloj depulsera.

    Ah, el reloj!Reloj, dice vuesa merced! Y es

    un reloj que puede llevarse y marcar lahora aun cuando no est al sol?

    Indudablemente; vea: son las 10 y25 minutos.

    Me puse a rer con cierta risilla deconejo, pues sospechaba que aquelrollizo seor, a la par que me curaba, secomplaca en tomarme el pelo.

    Se re vuesa merced observel galeno. Y la risa no le causamolestia?

  • No, por qu?Porque tiene vuesa merced un tajo

    en la mejilla que por poco le dejadesfigurado para siempre. Gracias aDios, Nuestro Seor, y a mi maravillosoblsamo de yerba crespa, ha sanadovuesa merced en un abrir y cerrar deojos. Ya no necesitaremos ms vendajesaadi el cirujano despus dequitarme la venda y examinarmeatentamente. Solamente voy a lavarle.Dgnese vuesa merced esperar unmomento.

    Sali. Dos minutos despus volvacon una gran aljofaina de metal amarilloy una toalla blanca.

    En ese instante, las campanas, que

  • haban enmudecido haca un rato,empezaron a doblar pausadamente.

    El mdico dej sus trebejos sobre lamesa de noche, se arrodill mirandohacia la ventana y se persigndevotamente.

    Estn consagrando me advirti.Yo hice tambin la seal de la cruz.

    Despus l tom la aljofaina y se meaproxim con ella en la mano.

    Esas campanas, doctor le dije qu sonido ms lindo tienen! Sedira que son de oro

    Me mir con la misma extraeza conque hubiera mirado yo a quien mehiciera notar que los muebles eran de

  • madera:Pues de qu querra vuesa

    merced que fuesen? De oro son, comoesta copa, y esta aljofaina, y aquelloscandelabros, y como todo. El oro es,puede decirse, el nico metal de quedisponemos en Pacha Pulai. Y a Diosgracias, tenemos bastante para nuestrasnecesidades!

    Termin su tarea. Luego se repantigen el silln ms cercano, ycontemplndome con satisfaccin, medijo:

    Ya quisiera mi seor donGonzalo, a quien Dios guarde, poderalabarse de la salud de vuesa merced.Su herida era ms pequea que la de

  • vuesa merced, pero an no logramos quecierre. A su edad es difcil criar carnesnuevas

    Don Gonzalo? Es el caballeroque

    Eso es. El caballero a quien vuesamerced defendi de manera tancaballeresca. Seor tan noble comodesdichado, y Gobernador de este reinopor Su Majestad el Rey de las Espaas.

    Me qued pestaeando, y del cmulode preguntas que afluy a mis labios noalcanc a formular ninguna. Una figurahaba aparecido en la puerta y me dejmudo. Sent fro en la raz de loscabellos.

    La dama de aquella noche estaba

  • all, tocada con una mantilla negra quedaba un soberano realce a sus faccionesfinas y a sus ojos obscuros. Al vermesonri levemente: iba a hablar Y yotena la certeza de que su timbre de vozsera el mismo de Mara Cisneros!

    El cirujano advirti su presencia enla expresin embobada y atnita que yosin duda puse al verla. Se levantrpidamente y le hizo una profundareverencia.

    Ella se ruboriz levemente alreparar en m, incorporado en la cama.Solo entonces not yo que vesta unacamisa que no me haba visto nunca, deun tejido finsimo de vicua o alpaca ycon unos vuelos en las mangas, que, me

  • pareci, que daban un ridculo aspectofemenino. Y tambin me confund. Nohubiera sido capaz de articular unapalabra.

    Fue el doctor quien habl primero,para comunicarle a la recin llegada minotable mejora.

    Dios sea alabado! dijo ella porfin. Y su voz tena el mismo timbresuave, apagado por levsima ronquera,que por espacio de dos aos escucharada a da, y que desde haca unassemanas era para m solo un eco deultratumba.

    A mi vez insinu una reverencia deagradecimiento. Ella prosigui,dirigindose al doctor:

  • Y mi padre, maese PeroSnchez?

    Maese Pero hizo un gesto vago,como diciendo: Regularcillo, no ms.

    Ella estuvo dudando unos segundos,y por fin, decidindose, penetr en elcuarto y se acerc a dos pasos de micama.

    Caballero me dijo con un tonoafable que no exclua una firme dignidad, querra hacerme la merced dedecirme con quin tengo el honor dehablar, y a quin he de agradecerle suvalerosa actitud en defensa de mi padre?

    Le dije mi nombre y mi ttulo.Del Ejrcito de Chile, dice vuesa

    merced? me replic visiblemente

  • sorprendida. Mucho he odo hablar deese reino. Parte de nuestra familia seradic en l, segn he odo decir a mipadre.

    Su seor padre, el Gobernador? Mesera profundamente grato aad,asimilndome el tono ceremoniosoimpreso por ella a la conversacindisfrutar del alto honor de significarlemis agradecimientos por la generosahospitalidad y los cuidados de que hesido objeto en esta casa.

    Es l quien tiene verdadera ansiade poder manifestarle su reconocimientoreplic ella. Y creo que no ha detardar mucho en tener ese placer. Nocree, seor fsico prosigui

  • interpelando a maese Snchez, que elseor podr levantarse pronto?

    Creo que ser cuestin de un dams, si Dios quiere fue la respuesta.

    Pues, queden ustedes con l concluy la dama, inclinandograciosamente la cabeza; voy a ver ami padre. Tras una luminosa sonrisaabandon el cuarto con paso ligero ycimbreante. Maese Pero la despidi conuna flexin de su enorme tronco.

    Yo debo de haber tenido unaexpresin muy alterada, pues elexcelente fsico me observ:

    Muy impresionado veo a vuesamerced. Y no es para menos. En laExcelentsima seora doa Isabel estn

  • concentradas todas las bellezas, todaslas gracias de la pinta de los Cisneros.

    De los Cisneros!Qu? Le choca a vuesa merced

    el apellido? Corresponde al ms altolinaje de estas tierras y uno de los msnobles de todas las Espaas.

    Lo s dije casimaquinalmente. Pero esto ya excedede todo lo creble agregu comohablando conmigo mismo.

    Ruido de pesados pasos, como losde una tropa en marcha, entr por laventana abierta.

    Relevo de guardia me explicmaese Pero.

    De guardia? Entonces

  • Ah! Verdad es que vuesa mercedno est al tanto de lo que ocurre. Estacasa est sitiada por los insurgentes.Han dado ya varios asaltosinfructuosos

    Los mismos que atacaron alseor Gobernador?

    Eso es, seor teniente.En un relmpago, mi memoria

    reconstruy la ltima escena que misojos vieron el da del combate en elvalle.

    Entonces tuve el primer recuerdopara mi bravo compaero, a quien mepareca an estar viendo, con su trabucoy su cara de coipo, ferozmentetransfigurado por el ardor de la pelea.

  • Y dgame, doctor pregunt,qu ha sido de mi compaero? No estherido?

    Vi la cara del fsico ensancharse conuna sonrisa de satisfaccin y simpata.

    Vlgame Dios! Pero qu admirablecompaero tiene vuesa merced! Norecibi un rasguo, y al decir de losindios leales que acompaaban a donGonzalo, se port como un valiente. lfue quien puso en fuga a esosmalandrines, despus de haber tumbadoa varios. Y es terrible el arma queesgrima! Cul es su nombre?

    Se refiere usted al hombre o alarma?

    Ya s que l se llama Froiln

  • Vega.Pues, el arma es un revlver.Es semejante a las pistolas que

    usaron nuestros antepasados, y que hoyson enteramente intiles aqu.

    Y cul es la causa?No tenemos plvora. Solo por las

    referencias de nuestras crnicassabemos de la utilidad de las armas defuego. En la armera de esta gobernacinhay muchos arcabuces, mosquetes ypistolas. Pero no son ms que reliquias.Ni siquiera sabemos cmo se usaban. Yqu preciosas nos habran sido en estosdas de zozobras y peligros!

    Yo haba tomado ya una resolucin.Doctor, me siento tan bien que

  • creo que voy a levantarme. EstarFroiln por ah cerca? Deseopreguntarle por mi traje. Acaso l sepadnde est.

    Muy pronto tendr vuesa merceduno a su medida, pero a nuestro estilo.Las ropas que vuesa merced traa estnen ese bal. Yo le aconsejara a vuesamerced no ponrselas.

    Pero voy a vestirme a la usanzade hace tres siglos?

    Nunca un hidalgo se ha vestido eneste reino de otra manera. Y en la tierraa que fueres

    Un nuevo personaje apareci en elhueco de la puerta. Yo lo examin unsegundo, y no pude reprimir una

  • carcajada:Froiln!Froiln, en efecto, pero en una

    facha! Con un jubn de cuero, que lecaa algo ancho, con mangas de colorverde oscuro y un ancho cuello de linoblanco. Los calzones eran tambinverdes. Mostraba las delgadas zancasenvueltas en medias de color limn. Unpar de zapatones hebillados remataba sunuevo indumento. Del tahal de cueropenda una larga tizona, y a la cintura,sin ninguna consideracin a la unidad dela poca, se haba ceido la canana, casivaca ya de cartuchos, y con lavoluminosa funda de su Colt policaco.

    Se haba afeitado la barba, y

  • conservado sus cuatro pelos de bigote,largos y cerdosos. Traa en la diestra unsombrero de pao, de anchas alas, yapoyaba la otra en el pomo de la espada.

    Me alegro de verlo, mi teniente.Y de verlo tan bueno y sano.

    Gracias, Froiln. Y yo te felicito.S que te portaste como un valiente. A laaltura de ese traje de hroe de novela decapa y espada.

    Ah, mi teniente! La rosca fuebuena, la pura verdad. Y si no es poreste trabuquito Pero oiga, est buenoque se levante si puede Usted nos esthaciendo mucha falta. Y supiera ustedtodo lo que hay que ver aqu!

    Es lo que pienso hacer.

  • Con un impulso enrgico pos lospies en un piso de lana extendido en elsuelo, paralelamente al lecho, y que porsu tejido me hizo recordar los choapinosde nuestros mapuches. Sent las piernasalgo dbiles todava, pero comprobque poda sostenerme y an caminar.

    A ver. Froiln. Algo en quelavarme.

    Como se pide. Y voy adiligenciarme tambin un traje.

    Media hora despus, y con la ayudasolcita y experta del fsico, Froiln,improvisado valet, le daba los ltimostoques a mi nueva indumentaria. Meech una ojeada en un enorme espejo demetal bruido, a lo que me pareci que

  • haba en un rincn, y debo confesar queno dej de admirarme un poco. Era todoun galn muy siglo XVII el que tena alfrente. Echando un poco al ojo elsombrero con plumas, apoyando laizquierda en la cintura, me encontr todoel aire de cualquiera de los TresMosqueteros.

    Creers, Froiln? Yo he usadoantes un traje como este.

    Pal Carnaval, tal vez?No, precisamente. Para un baile

    de fantasa.En efecto. En una traza semejante me

    haba presentado yo a un baile dedisfraces en casa de los Cisneros. Marahaba escogido un traje de la misma

  • poca. Y ahora, aquella humorada serepeta, con los ms inverosmilesrasgos de exactitud, en la vida real. Peroera real, efectivamente?

    Di algunos pasos. El cuerporesponda. Una flexin de piernas mehizo comprender que los msculosrecobraran muy pronto su vigor y losmiembros su firmeza y elasticidadnormales.

    Estoy como lechuga, doctor dije.

    De todas maneras, el remedioMe pas la copa de oro, y yo apur

    de un sorbo su contenido.Y ahora les dije a entrambos,

    me acompaarn a ver esas maravillas?

  • 5Frente a la Ciudad delos Csares

    Salimos los tres a un pasadizoembaldosado. Delante de nosotros, aunos quince pasos, caminaba IsabelCisneros. La segua una indiecita muyrepolluda, que llevaba en el brazo unaalfombra de iglesia, en todo igual a laque usaban nuestras abuelas coloniales,

  • y que, por lo general, un negrito lesconduca.

    Isabel torci hacia la derecha,pareci fundirse en un rayo de sol quede aquel lado vena. Antes dedesaparecer lanz una ojeada furtiva ycuriosa hacia nosotros. Un centinela quehaba al final del pasadizo, al verlapasar, hizo un movimiento que en elcuartel habramos llamado tomarposicin firme.

    Al mismo tiempo, el centinela lanzuna gran voz, y acto continuo reson acorta distancia un toque de corneta,vibrante y marcial. Se oy un tropel depasos, ruidos de armas, y un hombre con

  • la espada desnuda apareci por laizquierda, a tiempo que nosotrosllegbamos al final del pasadizo.

    Salud con la espada, mirndome.Yo llev instintivamente la mano al aladel sombrero y junt los talones.

    Hay orden del Gobernador derendirle honores y presentarle a laoficialidad me explic en voz baja elfsico.

    Capitn Nuo Garci-Fernndez dijo aquel personaje, a quien el soliluminaba de lleno.

    Pareca venir saliendo de un cuadrode Velsquez. Tendra unos 49 aos.Usaba bigote erguido y una perilla

  • mosquetera. La nariz aguilea y la fieramirada completaban admirablemente suaire militar. Una pluma curva yesponjada de avestruz, a lo que mepareci, realzaba el ala del chambergo.

    Me present, saludando de nuevo. Yme dispuse a seguir a aquel pintorescohombre de guerra.

    Desembocamos, bajando unas pocasgradas, en un amplio patio, circundadopor murallas almenadas, y que formabanun ngulo en cuyo vrtice se alzaba unatorre de piedra. En lo alto de la torreflameaba al viento una gran banderaamarilla, en la que me pareci advertir,bordadas en ocre, las armas de Castillay Len. Al pie del asta un centinela

  • escrutaba el horizonte.Unos veinte hombres armados de

    picas y alabardas se haban formado enel patio, en dos filas. El trompeta y eltambor tocaban arrebatadamente en unextremo. En frente de ellos cuatrooficiales jvenes, vestidos de idnticamanera que el capitn. Tenan la espadadesnuda apoyada en el suelo, y a unaseal del capitn saludaron, con unrelmpago de las hojas bruidas.

    Yo contest y fui saludndolos deuno en uno, sin hallar qu decirles. Puesconfieso que me senta bastanteimpresionado y un poco ridculo enaquella facha y en medio de tantafaramalla.

  • El cirujano y Froiln Vega habansequedado atrs. Yo recorr a todaconciencia, como en una revista dereclutas, las dos filas de soldados,contemplando un instante a cada uno.Caras atezadas y bigotudas, reciosmiembros, el aspecto firme y varonil.Cuando volv para revisar la segundafila di frente a la casa alta, imponente,con todo el aire de un castillo y con losmuros cubiertos de enredaderas. En unbalcn estaba Isabel Cisneros,contemplando la escena con grancuriosidad.

    Cuando llegu al ltimo soldado,tambor y corneta enmudecieron. Volv aponerme al frente. A una seal del

  • capitn, el trompeta dio un toque breve yla tropa rompi filas. Los soldados sedispersaron. Casi todos se dirigieronhacia las almenas. Y yo los imit converdadera prisa, pues arda encuriosidad por conocer el paraje en queme encontraba.

    La fortaleza aquella estaba en unaeminencia, dando la espalda a unaaltsima montaa. Desde las almenas sedominaba el ms maravilloso panoramaque mis ojos vieran jams.

    A mis pies, ms all de unaextensin cubierta de huertas y prados yque una alta y espesa murallacircundaba, divis una vasta ciudad,deslumbrante bajo el sol. Todo en ella

  • destellaba como si fuera de oro. Lasrejas de las ventanas, las veletas, lascpulas y torres de los templos. Aqu yall, masas verdes indicaban laubicacin de numerosos parques yhuertos. Por las calles transitabanpeatones y jinetes, indgenas y gentevestida a la europea.

    Al fondo, en todas direcciones, uncerco de montaas cerraba el horizonte,y tres volcanes eran como los torreonesde aquel cerco.

    Veo por all mucha gente armadale dije al capitn, sealndole algunosgrupos que se divisaban a unosquinientos metros, a medio camino entrela muralla y los arrabales de la ciudad.

  • Los insurgentes del mestizoPancho me explic. No estenterado vuesa merced? Ese hombre, aquien Dios confunda, ha sublevado amedia ciudad contra el Excelentsimoseor Gobernador, y tiene a la otramitad intimidada. Hasta ahora nada halogrado contra nosotros, fuera de perdermucha gente y de tenernos sitiados entoda regla desde hace un mes.

    Y cules son sus pretensiones?Nada menos que el gobierno y la

    mano de doa Isabel dijo el capitncon una sonrisa de sarcasmo. Losdesdenes de ella y la paliza con que elseor Gobernador le hizo pagar suinsolencia lo llenaron de odio y

  • despecho. No ha encontrado mejormanera de vengarse que promover lasedicin entre la indiada, el mestizaje yaun entre los artesanos blancos.

    Yo mir hacia el balcn. IsabelCisneros estaba all todava; pero enaquel mismo instante desapareci, acasoal advertir que yo la miraba. Me injurimentalmente.

    Ser pregunt el mismosujeto que atac en el valle a donGonzalo?

    El mismo, caballero. DonGonzalo, que a pesar de sus aos es ungran cazador, haba salido, como otrasveces, a darles una batida a losguanacos y vicuas en los llanos de

  • Pulai, que fue donde encontraron con tanbuena fortuna a vuesa merced. Es elnico medio que tenemos de proveemosde carne fresca. Y Pancho, advertido poralguno de sus espas, se dirigi all atenderle una emboscada. Hiri al seorGobernador, nos mat a un oficial y acinco soldados y dispers a losyanaconas, que eran diecisis. En talcoyuntura la Providencia Divina hizoaparecer a vuesa merced como cado delcielo.

    Esto es mucho ms cierto de lo quevuesa merced se imagina, dije yo paramis adentros.

    Vena vuesa merced del reino deChile, segn me han dicho?

  • Le contest afirmativamente, pero nome pareci prudente darle detalles. Algome deca que si les revelaba a aquelloshombres tan autnticamente del sigloXVII la forma en que haba llegado porall, me tomaran por un loco o unhechicero.

    S, seor capitn. Me extravi enel desierto y fui a ese valle, dondeencontr a mi compaero, que tambinandaba perdido.

    Pues s que son extraascasualidades murmur el capitn.Dios sabe lo que hace Si no es por laprovidencial intervencin de vuesamerced y de su compaero, otro gallonos cantara en estos momentos.

  • Un coro de carcajadas que vena delpatio nos hizo volver la cabeza. EraFroiln Vega que entretena con su verbaa los soldados. Y tambin con una graciaque yo no le conoca, pero que mepareci muy propia de l: los juegos demanos. Lanzaba al aire el largoinstrumento del trompeta y los dospalillos del tambor y los reciba, paralanzarlos nuevamente, en las posturasms raras. Todo un malabarista de circo.Los soldados lo miraban embobados,cuando de improviso un grito de alertareson en lo alto de la torre.

    Todo el mundo, incluso muchosindios que aparecieron por diversossitios en el patio, trep a las murallas.

  • Algunos soldados prepararon susballestas, y los indios, sus arcos yflechas.

    Al frente de nosotros, doscientosmetros ms all de la muralla quecircundaba el parque, empezaba aformarse el enemigo. Un hombre acaballo circulaba delante de las filas.Adivin en l al mestizo Pancho. Sucabeza obscura sobresala por encimade un bosque de picas, largas lanzasindgenas, alabardas.

    El capitn orden al trompeta untoque, y de entre los rboles del huertoaparecieron ms soldados y yanaconas.Todos suban a apostarse en las almenasde la muralla exterior, con las armas

  • listas.Lstima no disponer de algunas

    armas de fuego! dije.Es la plvora lo que nos falta

    me explic el capitn. Aqu tenemosen grandes cantidades dos de los treselementos que, segn las crnicas,entran en la composicin de la plvora:el sulfuro y el carbn. Pero de dndepodramos obtener nitrato?

    Yo pens en la infinita extensin dela pampa que, a pocas leguas de all,esconda millones y millones detoneladas de nitrato.

    Las armas que nuestrosantepasados nos legaron estn en laarmera, intactas, y probablemente en

  • buen estado de uso, porque ha sido unatradicin entre nosotros conservarlasas.

    Yo me qued cavilando. Una de esasvagas y absurdas asociaciones de ideasque le acometen a uno, favorecidas aveces por el simple sonido de unapalabra, o por un olor, se habaapoderado de m. Era a propsito de lasvoces nitro, nitrato, que meanduvieron dando vueltas en la cabezadurante todo el desarrollo de laescaramuza que se iniciaba en aquelmomento.

    Froiln haba volado a mi cuarto enbusca de mi Stayer. Y ambos, con elcapitn, bajamos por una escalera

  • interior al huerto, y de ah nos fuimoscorriendo a la muralla.

    Los sitiadores se haban acercado atiro de flecha. Pancho, a caballo, losanimaba desde retaguardia.

    Acrcate un poco, maldito mascullaba Froiln. La del diablo esque no me quedan ni doce tiros!

    Yo examin el cargador de miStayer. Le quedaban seis cartuchos.

    No hay que perder uno, Froiln le advert.

    Por eso digo. Es al de a caballo alque le tengo ms ganas.

    Algunas flechas pasaban por sobrenuestras cabezas con zumbido leve eiban a caer en los cuadros de legumbres

  • que se cultivaban al abrigo de lamuralla.

    El capitn Garci-Fernndez nos dejun momento para recorrer la lnea.Nosotros, tumbados junto a las almenas,esperbamos una oportunidad para hacerblanco. Pero el prudente Pancho nopareca tener mucha prisa en colocarseal alcance de las ballestas. Sin embargo,siguiendo a sus hombre acortaba poco apoco la distancia.

    Ya est bueno dijo Froiln.No espero ms.

    Apunt con cuidado, apoyando elcan en la cresta de una almena. Sonel disparo, y fue como si paralizara lavida en todo el campo. Las filas que

  • avanzaban se detuvieron en el acto. Ylos nuestros, que se aprestaban adisparar sus flechas, se quedarontambin inmviles. Era probablementela primera vez, en siglos, que seescuchara all el trueno de un arma defuego.

    El caballo de Pancho alz las manosy luego se clav, como si fuera aenterrar en el suelo la cabeza. Elmestizo sali proyectado como por unacatapulta para caer entre sus hombres. Yaquel percance marc el trmino delcombate. Los atacantes retrocedieron sinorden y a poco se perdieron entre lasprimeras casas de la ciudad. El caballoqued en medio del campo pataleando.

  • Acudi el capitn, lleno decuriosidad por el arma que habaoperado aquel milagro. Yo senta en lasnarices el picor del humo de plvora. Yotra vez repar en que an me perseguala cantinela del nitro, nitrato quedesde haca media hora me golpeaba losodos.

    Los hombres volvieron a sus sitiosde descanso, y nosotros emprendimos elregreso a la casa-fortaleza delGobernador, que se ergua imponentesobre grandes terrazas almenadas. Mepregunt mentalmente si aquellasterrazas seran macizas ocorresponderan a departamentossubterrneos Y entonces,

  • espontneamente, acudieron a la caja deresonancia interior de mi cerebro laspalabras que desde haca rato pugnabanpor hacerse presentes. Era algorelacionado por cierto, con el nitro,nitrato, y yo lo haba ledo, dnde?Al fin di con ello. Se me habaarchivado en algn rincn de lamemoria, y lo conservo todavaexactamente igual. He aqu esaspalabras, encontradas en uno de loslibracos que don Rodrigo tena en