Oralmente por la boca

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Faktoría K de libros. Narrativa

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© de Bypass, Téñome que me ir, Quebrantamento de condena, Impasse, Unha noite nos tellados: Xosé Cid Cabido, 1991; incluidos en la obra original en gallego Días contados, Edicións Xerais, 1991.© de Bingo Clandestino, Caixa forte y Pataghorobí: Xosé Cid Cabido, 1997;incluidos en la obra original en gallego Oralmente por la boca, Edicións Xerais, 1997. © de Nas moblerías, Falsa poesía, Iniciación criminal, Outra vida cotiá, Habitantes do lixo,Flaubert e a formiga, ¿¡Quen fixo ese disparo!?: Xosé Cid Cabido, 2003; incluidos en la obraoriginal en gallego Fálame sempre, Edicións Xerais, 2003. © de la traducción: Vitoria Ballesteros, 2009© de esta edición:Faktoría K de libros, 2009Urzaiz, 125 bajo – 36205 VigoTelf.: 986 127 [email protected]

Ilustración y diseño portada: Marc TaegerPrimera edición: octubre, 2009Impreso en C/A Gráfica, VigoISBN: 978-84-96957-74-9DL: PO 620-2009

Reservados todos los derechos

Esta obra recibiu a axuda da Consellería de Cultura e Deporte, Dirección Xeral de Creación

e Difusión Cultural, na convocatoria de axudas para o ano 2008.

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Oralmente por la boca

Xosé Cid Cabido

Traducción de Vitoria Ballesteros

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Quedaba una barra en el congelador pero era sábado y yano había más remedio que salir fuera de casa a buscar el pan.

–Coge por lo menos ocho barras, Roge. No me vengascon dos barritas, que luego no llegan a nada –me dijo Telle.

–Traeré lo que pueda –dije.–Ya sabes lo que pasa; igual salgo de la tahona con ocho

barras y llego aquí con tres, si llego. ¿O qué piensas?–Pues entonces coge doce, y así llegarás con ocho.–¿Tú sabes lo que pesa una docena de barras? Y si el pan

fuese lo único que tengo que cargar...–Venga, venga; no le des tantas vueltas y ponte a fun -

cionar.–Es muy fácil decir eso, pero tú no vas nunca. No sé por

qué tengo que ir yo siempre.–Porque eres el hombre, Roge, y además porque no vales

para otra cosa.–Ya empezamos. No tienes derecho a hablarme así.

Llevo toda la semana trabajando, llega un sábado y nisiquiera puedo descansar y estar tranquilo.

–¿Vas a buscar el pan o tengo que ir yo, Roge?Las niñas estaban revolucionadas: Telle atendía a una

mientras acababa de vestir a la otra. Ella sabe muy bien cómohacer para que esa ocupación con las niñas parezca un traba-

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OTRA VIDA COTIDIANA

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jo durísimo. Realmente no es para tanto. No tiene por quéestar todo el tiempo hablándoles a las dos. Cuando estánsólo conmigo yo no necesito pronunciar tantas palabras paravestirlas y darles el desayuno y que luego se pongan a jugarsin romper demasiado. Pero Telle representa muy bien supapel de trincheras de segunda guerra mundial. Supongo quenecesita montar ese follón con las niñas para dejarme claroque trabaja más que yo, y sobre todo para que no le cuestio-ne mi obligación de bajar por el pan un jodido sábado. Ella,que yo recuerde, desde que los sábados se han recrudecidono ha bajado por el pan ni siquiera una vez. Y los sábados sehan recrudecido hará más o menos año y medio. Desdeentonces, los viernes, que antes eran para mí la víspera dedescanso, se han vuelto peores que un domingo.

Cogí la charrasca, es decir, mi vieja TR-12 de fabricacióncheca, dos cajas de munición y la mochila. Les di un besode despedida a las niñas e incluso a Telle, que lo recibió sindejar de reñirle a la más pequeña (estaba intentando meter-le en un oído a la mayor la cola de un caimán), y me puseen camino.

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Por abril o mayo, no recuerdo cuándo dan las notas delsegundo trimestre, no tiene demasiada importancia. Fue enel año 1988, eso sí que puedo asegurarlo. Dos de la tarde,vaya, o dos menos cuarto, tampoco la hora exacta esimprescindible. En una casa de familia media, gente normal,todo muy normal. La madre está haciendo la comida. Doshermanos, perdón la madre está haciendo la comida, esemovimiento en la cocina, los fogones encendidos, tarteras,sartenes, humo, el ruido exasperante del extractor combi-nado con la voz hiriente del parloteo continuo modulaciónafectada timbre insoportable de un locutor de emisoralocal, propaganda de comercios que la madre lleva escu-chando toda la vida, en fin, ese ambiente en la cocina. Losdos hijos pequeños, una niña de siete u ocho años y un cha-val de once o doce, todavía no han llegado del colegio.Quien sí está en casa desde hace ya unos minutos es el pri-mogénito, un chaval moreno, pelo muy negro y abundante,ojos negros, quince años, tuvo hepatitis a los ocho, noimporta el nombre, por lo menos de momento no seránecesario decir ningún nombre. La madre muy atareada, elchaval colocando mantel y platos en la mesa del comedor lepregunta a la madre si hay sopa, acaso no ves que hay sopano sé para qué tenéis ojos en la cara, en fin, estas cosas des-

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BY PA S S

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pués de todo agradables y tranquilizadoras. Pero la madreestá buscando en los muebles de la cocina… eso es, se afanapor dar con esa cosa e incluso habla sola y dice algo que elchaval no entiende y piensa en la manía de los padres dehablar a distancia, sabiendo que uno no puede escuchar loque están diciendo; un pequeño placer que se conceden yque después de todo no deja de resultar tranquilizador,como otros tics y costumbres del microcosmos familiar. Lamadre está como distraída en el balcón cerrado que da a lacocina, perdón, está completamente distraída, de hecho lacomida empieza a oler un poco a quemado. Mamá no sé quédices, creo que huele… pero la madre sigue pensando eneso que no encuentra, ¿qué será? Por fin la madre consiguerecordar, pero ojo, no sabemos, yo personalmente no sé dequé se trata. Le dice al hijo que vaya al trastero a buscar esacosa. El chaval coge las llaves del trastero, cierra la puertade casa pese a la tentación de dejarla abierta unos minutosmientras sube y baja rápidamente; él tiene hambre, pero asu madre la pone enferma, lo sabe bien, que dejen la puertade casa abierta aunque sea para ir al portal un segundo arecoger el correo, así que cierra la puerta pero no se lleva lasllaves de casa, da igual, pronto llegarán los hermanos delcolegio y cuando él baje le podrán abrir y no tendrá quemolestar a su madre. Se mete en el ascensor, el edificio tieneseis plantas, perdón, ahora ya sé qué es lo que la madre bus-caba y después recordó que podría estar en el trastero (enrealidad ella tiene esa costumbre de comprar latas de con-servas en grandes cantidades cuando están de oferta en elhíper). Buscaba en la alacena del balcón cerrado que da a lacocina una lata de espárragos, ha estado echando cuentas yha llegado a la conclusión de que podía quedarle alguna lata

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de espárragos en el trastero, ya se sabe, estos pisos de ahorason tan pequeños que las madres tienen que guardar laslatas de conservas en los trasteros.

De paso que subía por una de espárragos, si es que toda-vía quedaban, le dijo al chico que bajase también una demelocotones, porque sí estaba convencida de que tenía quehaber varias latas de melocotones en almíbar. El chaval saliódel ascensor en el sexto piso, subió dos cortos tramos deescaleras, se paró un instante a echar una ojeada sobre losedificios del barrio, casas unifamiliares, los campos que tanbien conocía, a lo lejos calles, coches, fábricas, más lejos elbosque de pinos en la ladera del monte, el cielo. Siempreque subía al trastero se paraba en aquella ventana, en el des-canso entre los dos tramos de escaleras. Luego subió unúltimo tramo de cinco peldaños y abrió la puerta metálicade acceso al pasillo de los trasteros, repleto de puertas demadera, puertas numeradas que no tienen siquiera un tira-dor al que echar la mano, cosas del cutrerío de los construc-tores. Metes la llave grande de la puerta y, haciendo fuerzadespués de girarla un par de veces, empujas la puerta haciadentro, y por alguna razón física elemental la puerta siem-pre se resiste para luego abrirse de golpe temblequeando:así de incómodo es abrir una de estas puertas ligeras sintirador que los constructores, siempre atentos a las necesi-dades del vecindario, instalan en los trasteros.

El chaval ha encendido la luz del desván y ha echado unvistazo a todos los trastos que allí se han ido amontonandodurante años, una bicicleta estropeada de cuando él erapequeño, maletas viejas repletas de libretas y libros suyosde cursos anteriores, un sofá, un somier, unos muebles de

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cocina antiguos, un calentador inservible y un armario conestantes destinado a las conservas.

Efectivamente, mientras él estaba en el trastero llegaronsus hermanos del colegio y también llegó el padre, se sen-taron a la mesa, con hambre, y la madre preguntó variasveces por el primogénito, al tiempo que servía la comida,pero no tenía los espárragos para el salpicón, ¿dónde sehabría metido el condenado chaval? Mandó al pequeño, queera muy obediente y muy rápido, a ver qué rayos estabahaciendo el mayor. La niña se puso a comer la sopa, mien-tras el padre iniciaba con la madre –ella yendo y viniendo dela cocina al comedor– una pequeña discusión sobre cómoestaban siendo educados los hijos y enseguida salió a relu-cir el asunto, eterno por otra parte, del respeto a las horasde comer, y todo esto provocado porque el primogénitotodavía no había bajado del trastero con los espárragos.Pero en cosa de cuatro o cinco minutos, ya he dicho que eramuy rápido y muy obediente, regresó el pequeño con lainformación de que no había encontrado a su hermano enlos trasteros. El pequeño, como es de suponer, cogió otracopia de las llaves del desván, perdón, eso fue lo que le dijola madre que hiciese, pero como no las había encontrado ycomo pensaba que podría entrar en el trastero porque suhermano estaría allí distraído viendo cosas suyas de añosatrás o perdiendo el tiempo con no se sabe qué clase dechorradas, se metió en el ascensor sin las llaves. La puertade acceso al pasillo de los trasteros estaba abierta, como élhabía supuesto, pero la puerta del trastero no. El pequeñollamó al hermano desde fuera, pero allí no se oía nada. Elhermano, o no se encontraba dentro del trastero, o era un

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cabrón que pretendía asustarlo para, de golpe, abrirle lapuerta y dejarlo pálido, pero eso no llegó a suceder y elpequeño, que no recuerdo cuántos años he dicho que ten-dría, pero pocos, sintió algo de miedo por estar allí paradoen el pasillo, con todas aquellas puertas y en aquel silenciotan sospechoso. Poniendo el hambre como pretexto parasalir de allí muy apurado, ya que el hermano seguramenteandaría de golfo por la calle, el pequeño volvió a casa y rela-tó a sus padres lo que había visto. El padre y la madreseguían discutiendo, pero al saber que el mayor no habíaaparecido, el padre hizo eso que resulta tan espectacular enuna mesa: cogió la servilleta y la estampó entre los platos desopa al tiempo que se levantaba malhumorado con inten-ción de subir al trastero y comprobar qué cojones estabapasando. La madre se quedó en casa con los pequeños peroya un poco incómoda, como si le estuviese creciendo en lacabeza una idea siniestra. De hecho, algo desagradable teníala madre en la cabeza, de pie en el pasillo, esta vez la puer-ta de la casa había quedado abierta y la madre vio cómo sumarido entraba en el ascensor. La niña, sentada a la mesacon la cabeza baja, se quedó un poco absorta con la cucha-ra a punto de meter en la boca y luego ella fue la única, o laprimera, en notar que el padre había soltado la servilleta detan mala manera que una punta había caído dentro de suplato y se estaba empapando de sopa. Estas cosas, pensó laniña, solo pasan inadvertidas en una mesa, en una casa nor-mal de gente normal, cuando se cuece algo extraordinario;así que la niña, aun sin poder imaginar el pensamiento de sumadre, sintió que aquello no debía de ser muy tranquiliza-dor. El pequeño, sin embargo, aprovechó para cambiar elcanal del televisor. Ya que se estaba montando aquel follón

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por el hermano, quizás inconscientemente, se refugió en laque parecía una buena ocasión de cambiar a un canal másapetecible; estaba seguro de que cuando volviese el padrecon su hermano nadie le iba a prestar demasiada atención altelevisor y así él podría evitar la pesadez del telediario. Lamadre, al poco tiempo de haber subido el padre en el ascen-sor, reaccionó, posiblemente abandonó aquella idea extrañaque la había embargado por unos segundos tal vez demasia-do largos y le dijo a los niños que siguiesen comiendo. Elpequeño pensó que de seguir nada, pues en realidad aún nohabía probado la sopa que tenía en el plato y que, por cier-to, ya estaba más bien templada. Se lo insinuó con unamirada a su madre que lo entendió perfectamente; ella leretiró el plato, echó la sopa fría en la sopera, la removió y lesirvió en el mismo plato varias cucharadas de sopa tranqui-lizadora y humeante; quizás el instinto culinario de lamadre se había encargado, pese a todo, de ponerle la tapa ala sopera.

El padre llegó al desván y encontró la puerta cerrada,pero él sí llevaba otra copia de las llaves; efectivamente, lasllaves que no se había parado a buscar el hijo pequeño lasencontró él rápidamente, con mucha más facilidad de loque haría suponer uno de esos ridículos momentos en losque la cosa más necesaria se empeña en no aparecer. Qui-zás había sido que la madre, antes de hacer aquella paradaen medio del pasillo y antes de padecer aquel pensamientosiniestro, quizás la madre, ya que siempre son las madresquienes mejor saben en una casa dónde están las cosas, sehabía encargado de darle la copia de las llaves al marido. Locierto es que él llevaba esas malditas llaves.

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El padre no tenía miedo, por supuesto, como sí habíatenido el hijo pequeño, de estar solo en silencio en aquelpasillo polvoriento. Abrió la puerta del trastero, y al hacer-lo advirtió que algo metálico caía al suelo. Sin duda era laotra llave que estaba puesta por dentro, pero como el padreya tenía un buen cabreo no se detuvo a examinar la cerra-dura, y cuando abrió la puerta y casi pisó la otra llave, tam-poco le prestó demasiada atención, porque lo que leocupaba la cabeza era el hecho de que su hijo mayor nohubiese quedado despistado hojeando libros viejos, su hijomayor, era evidente, no se encontraba allí. La puerta de ladespensa estaba abierta, él no se detuvo a comprobar si que-daban espárragos, pero lo cierto es que allí había una lata deespárragos, varias de melocotones, varias de piña, varias desardinas en aceite, bonito, mejillones. Pero él no reparó enestas existencias que demostraban el buen hacer de sumujer en materia de aprovisionamiento. Lo que sí le causóuna extrañeza, que en los días sucesivos habría de recordar,fue el hecho de que aquel trastero no estuviese en el presu-mible desorden. No se veían telarañas ni polvo sobre nin-gún objeto, estaba todo impecable y reluciente, exactamenteigual que en una casa donde vive una familia y se hace lim-pieza con cuidado cada día. Pero en aquel momento no separó a explicar semejante grado de limpieza, sino que cadavez más enfadado, y quizás ya con cierta preocupación,intentó imaginarse en qué tonterías estaría su hijo perdien-do el tiempo. Cerró el desván, ahora sí recogió antes desalir la llave que su hijo había usado para entrar y mientrasbajaba en el ascensor, entonces sí, mientras bajaba desde elsexto hasta el segundo, a su casa, entonces sí que la cabezale sirvió en bandeja un enigma verdaderamente incómodo.

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Si la llave que acababa de recoger del suelo se había caídocuando él abrió, si aquella era la llave con la que su hijohabía entrado en el trastero, ¿cómo era posible que estuvie-se puesta por dentro, puerta cerrada y el chaval… ¿el cha-val dónde?

Como consecuencia de la desaparición cada vez másalarmante del primogénito, aquella comida normal de unafamilia normal un día normal de abril o mayo, no recuerdocuándo acaba el segundo trimestre, se abortó por completoy únicamente los hijos pequeños pudieron comer a mediasy regresar al colegio por la tarde. Pero aquellas dos o treshoras, que cualquier otro día serían normales y tranquiliza-doras antes de llegar a casa y descansar viendo programasinfantiles y tomando una abundante y nutritiva meriendapreparada con infinito cariño por su madre, las vivieron, sinembargo, afligidos pensando en la desaparición de su her-mano, imaginando cosas muy raras y desagradables, recor-dando cada vez con más fuerza lo simpático y cariñoso quesiempre había sido su hermano con ellos, las constantesbromas y juegos que ideaba para divertirlos, los casos en losque había intercedido por ellos frente a los padres por algu-na travesura. Ante la posibilidad remota de que le fuese apasar algo malo a su hermano, los dos niños aguantaroncallados y sin atender en clase, pero al sonar el último tim-bre salieron como un rayo, ansiosos por llegar a casa y des-cubrir con alivio que su hermano había vuelto, que ya lehabían echado la bronca por hacer el indio y ya todo habríarecobrado su habitual normalidad.

Cuando el padre volvió del trastero aquel mediodía y ledijo a su mujer lo que acababa de comprobar, la puerta del

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desván cerrada, la llave por dentro y el chaval por ningúnlado, la madre pensó que no se trataba de que el hijo deci-diese bajar a la calle por alguna tontería, porque a sus quin-ce años (casi dieciséis) ya no era un niño como para olvidarun recado y despistarse por el barrio con travesuras mien-tras la comida estaba esperando, eso no encajaba, lo sabía lamadre, en la forma de ser de su primogénito. Por otra parte,a la madre no le hizo ninguna gracia el hecho de que la llaveestuviese por dentro de la puerta.

Pese a esto, el padre, procurando no alarmarse, le pidióque siguiese comiendo, que él bajaba a ver si el chaval anda-ba por allí, cerca del edificio, en algún bar del barrio, en elparque, entretenido con algún amigo tan irresponsablecomo él, y salió a buscarlo. La madre no fue capaz decomer, pero disimuló delante de los pequeños, y les dio elpostre y los mandó al colegio y les dijo que estuviesen tran-quilos por su hermano e incluso fingió más enfado que otracosa, en absoluto alarma, eso por supuesto.

El padre, con los ojos cargados de mal humor, sintiendoen el estómago un latido de preocupación, más el vacío porno haber comido, dio una vuelta por los bares del barrio, unpar de campos donde su hijo acostumbraba a jugar cuandoera más pequeño, buscó por el parque al otro lado de la ave-nida, la madre lo vio cruzar y lo vio regresar del parque,solo. Cuando volvió a pasar ante el edificio, bajaban lospequeños camino del colegio y les dijo que mucho ojo conlos coches al cruzar y les dio un beso y ellos al verlo conmala cara no preguntaron nada, porque estaba claro que elhermano aún no había aparecido. Subió a casa y habló consu mujer, y tomaron todas las decisiones que ya podéissuponer y que desembocaron, al anochecer, después de

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hablar con cada vecino del barrio y llamar a toda cuanta casatenía un teléfono que ver con la familia, en la terroríficadecisión de presentarse en la comisaría, hundidos, a comu-nicar la desaparición de su hijo, intentando conservar lacalma suficiente para contestar a todas las preguntas sinolvidar el menor detalle.

Un año después, por abril o mayo, ya sabéis que no con-sigo recordar cuándo finaliza el segundo trimestre, la fami-lia normal ya no lo era tanto. Difícilmente habían aprendidoa vivir con la inexplicable ausencia de aquel chaval morenode ojos negros, pelo muy abundante, su hijo y hermano queahora debería tener dieciséis años (casi diecisiete), al quepreferían, por supuesto, imaginar vivo en alguna parte, y delque, no podría ser de otra forma, conservaban como en unacto religioso cada prenda y pertenencia. Volvían a ser lasdos de la tarde, vaya, o las dos menos cuarto. La madrehaciendo la comida, ese movimiento en la cocina, los fogo-nes encendidos, tarteras, sartenes, humo, el ruido exaspe-rante del extractor combinado con la voz hiriente, parloteocontinuo modulación afectada timbre insoportable de unlocutor de emisora local, propaganda de comercios que lamadre lleva escuchando toda la vida, en fin, ese ambiente enla cocina. Los dos hijos más pequeños, una niña de ocho onueve y un chavalote de doce o trece, aún no han llegadodel colegio. Quien acaba de llamar a la puerta es un chavalmoreno, pelo muy negro abundante, ojos negros, quinceaños, tuvo hepatitis a los ocho, no importa el nombre, porlo menos de momento no será necesario decir ningún nom-bre, que trae en la mano una lata de espárragos y otra demelocotones en almíbar.

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Llevo recorridos cientos de kilómetros por toda la ciu-dad, son las ocho menos cuarto y me falta una farmacia paracompletar la treintena. No soy un vendedor profesionalpero sí autodisciplinado, así que decido invadir la zona deMarta, que es débil y comprensiva y que ya me ha invitadoa cenar en su casa de Moaña unas mil veces en lo que va demes. Supongo que acabaré aceptando cualquier día, paracompensarla, y me dejaré seducir por sus ciento veinte kilosde cadera si consigo olvidar esas endodoncias penosamenteennegrecidas, obra de una dentista argentina que tiene a sanAntonio presidiendo la consulta pero cuando se le pregun-ta por los desaparecidos de su país, declara con iniquidadcantarina: Sho de política no entiendo. Pero sho me digo: sidesaparesen eh que algo habranecho.

Estoy en la Puerta del Sol y la farmacia más próxima esla de Príncipe. Echo una carrera, comienza a llover (o vice-versa). En la farmacia tres clientes. Un tipo que me recuer-da a otro que he visto por la tarde en el autobús, arrimadocomo un perro al culo de una chavala espléndida que no secanteaba del sitio porque el autobús iba hasta los topes, esdecir, la chica, turbadísima, así con una mirada grave, ardién-dole la cara, hacía como que movía los pies hacia adelante

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M E T E N G O Q U E M E I R M E

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quince o veinte milímetros pese a la falta de espacio y auto-máticamente el guardaculos, con todas sus pudendas enca-jadas entre las nalgas de ella, aprovechaba esa negativaradical, ese desplazamiento frustrado, para incrustarse mása fondo con toda libertad sin escatimar esfuerzos, y así con-tinuaron en aquel intercambio de estímulos hasta que pasa-mos O Calvario. No creo que se conociesen ni de vista –élle veía el cabello a ella, ella le veía la nuca al chófer, que alu-cinaba por el retrovisor–, pero cuando me bajé sólo queda-ban los dos en el autobús y juro que no serían suficientescuatro buenos caballos ingleses para separarlos.

En la farmacia, además, dos viejas encorvadas cogidas delbrazo como si ya no tuviesen brazo, formando un compac-to Cuerpo de Baile, es decir, capaz de girar sobre un centroimaginario y avanzar en bloque bajo dirección única.

Situación enrarecida: el tipo le cede la vez a las viejasempecinadas en respetar el turno porque el joven estabaprimero y no tienen prisa. Él hace como que busca en lacartera y en los bolsillos una receta que no existe, decidecoger del expositor una bolsa de caramelos balsámicos, exa-mina unos Keltons, cambia de parecer ante la mirada aten-ta e impertérrita del Cuerpo de Baile y termina por meterveinte pavos en la máquina de controlar la tensión.

En un ángulo claro de la farmacia, preocupado por com-pletar mi trabajo, simulo tardar unas décimas de segundoen fijarme en la dependienta, una chica con cara de ser muyinteligente, con su bata abotonada por atrás y un «pelopre-cioso» y no voy a entrar en si es teñido porque acepto lasbuenas imitaciones, rubio clarito, digamos un Pantone128-U, y que tiene a todas luces un pronto considerable.

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En esto que las viejas salen de la farmacia confirmando,en la práctica, la paradoja de Zenón sobre la imposibilidaddel movimiento. El tipo, pasando ampliamente de los resul-tados del tensiómetro, se acerca al mostrador como inten-tando recordar alguna última chorrada sin importancia yfinalmente recita a toda máquina una frase muy estudiada:«Déme una caja de preservativos, cualquier marca que nosea Control». Pero lo dice tan rápido que la dependienta nolo entiende, así que vuelve a repetir exactamente la mismafrase. El Cuerpo de Baile, que en el último instante se haolido el desenlace, lo escucha todo a placer estúpidamenteparalizado en la puerta: satisfacción y retirada. La depen-dienta le pregunta al tipo si le vale SRC y él dispara unaráfaga afirmativa, menos Control le vale cualquiera. Rápi-damente guarda la caja sin envolver, paga y sale disparadodejando la bolsa de caramelos, que también ha pagado,encima de la mesa. La dependienta se queda unos segundosabsorta, como pasmada, luego repara en la bolsa y mecáni-camente vuelve a ponerla en el expositor.

Yo procuro aparentar que estoy muy enfrascado en mispapeles y cuando ella me pregunta qué deseo no puedodejar de pensar que lo que realmente deseo es inconfesable.Le coloco la perorata del cuestionario para facilitar la intro-ducción del producto y anoto sus respuestas, que sonobvias y están implícitas en las preguntas. Pero antes dehaber llegado a la historia de la nueva marca de antihistamí-nicos que garantiza estar libre de efectos secundarios comosomnolencia y pérdida de reflejos, va ella y me advierte(señor, y cómo advierte) que ya ayer, probablemente por latarde, ha estado aquí alguien ofreciendo el mismo pro -

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ducto. Asaltado por una terrible sospecha le regalo unasonrisa prolongadísima, le pido disculpas y me voy con elrabo entre las piernas (como he llegado).

Casi por instinto, entro en la primera cafetería queencuentro a unos pasos de la farmacia. Pido una cerveza yreviso mis notas: efectivamente alguien estuvo ayer en lafarmacia de Príncipe. Yo mismo en persona. Pero me habíaatendido una tipa mayor, sin duda la farmacéutica. Estáclaro que merezco dejar este curro cuanto antes o acabarécon un descontrol irreversible.

Sigue lloviendo. Guardo la mierda de los cuestionarios ypido otra cerveza y un Camel. Americano, nada. Acaba deentrar una tía con un chubasquero transparente como unpreludio una desnudez relativa una predisposición. Es midependienta, que echa una ojeada, rodea la barra y acabaponiéndose a un metro, qué digo, a medio metro escaso demí y aunque no me saluda no es casual, sobra barra por untubo. Pide un café. Las tías siempre piden un café con leche.Aún hoy estoy esperando ver entrar a una tipa en una cafe-tería, ponerse a mi lado y pedir un whisky. Como si meleyese el pensamiento, la dependienta saca un paquete deCamel del bolso. Le filmo la operación de encendido. Es deesas personas que se tiran media hora golpeando la puntadel pitillo contra el paquete o cualquier objeto duro, unaestupidez masculinoide. Ella, de todas formas, sigue siendoencantadora. En el momento de encenderlo levanta la vistapero sin mover la cabeza, truco de manual, y me pilla obser-vándola fijamente, como un necio. Es muy duro estar unasemana sin probar Camel de batea. Me ofrece el paquete sindecir nada. Qué tía, está buenísima, no es normal ¡y además

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tiene el detallazo de no ponerse a hablar de mi metedura depata en la farmacia!

Durante las primeras veinte o treinta horas intercambia-mos cretineces sobre la influencia del contrabando en lavida del fumador, y de cómo cuanto más escasea más sefuma y se busca y se paga, y cómo esto acaba por determi-nar el aumento de precios en el tabaco legal, y cómo losfumadores y los no fumadores, y cómo el cáncer y el infar-to, y cómo lo mejor es dejarlo y hacer deporte y bebermuchos zumos y doparse con guaraná Tamoyo. Pero ya noaguanto más porque no deja de mirar la hora continuamen-te, y no hay nada que me joda más en el mundo que unadependienta de farmacia mirando la hora todo el tiempomientras uno se desvive por resultarle simpático. Hagocomo que no me doy cuenta y pido otra cerveza y mepongo pesadísimo para que se tome el cuarto café, pero yano hay remedio: se le está haciendo tarde, tiene que irse.¡Pasión! Llevo toda la vida tratando de evitar a esa clase demujeres que siempre tienen que irse, pero estoy condenadoa tropezar con ellas, me huelen a kilómetros. Me es impo-sible aceptarlo pero se está yendo, así que pago y salgodetrás. No hay nada más absurdo que abandonar una cerve-za entera para ir detrás de una tía que ya ha decidido dejar-te plantado. Me precipito en el abismo de los cien ganchos:que si llueve, que si ella tiene coche, que si hacia dónde va,que si no le importaría llevarme, que no se niega pero esdemasiado evidente que le estoy dando la paliza.

Tiene un Opel. Una dependienta con un Opel, no esnormal. Seguro que la farmacéutica es su madre, eso loexplica todo. Ella coge hacia la plaza de España, yo manten-

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go un silencio absolutamente ridículo y relativamente tras-cendental esperando una señal de los dioses, por ejemplo,parados en un semáforo se pone a observarme con descaro(no soporto a la gente que te examina en un sitio cerrado ytienes que permanecer inalterable mientras deciden si valesla pena), me invita a cenar y acepto.

Entramos en su casa, la puerta del salón está abierta yhay un tipo con barba, en bata (color naranja intenso) y conlas piernas muy peludas al aire, que no saluda, sentadodelante del televisor y comiendo pavo asado. Ella desapare-ce hacia el fondo del pasillo y el tipo sigue sin parar decomer y de mirar la televisión y le dice gritando no sé quéde un taladro. Reparo en que el tipo le llama Merce y des-conecto del resto. La dependienta se llama Mercedes, peroeso me recuerda que el nombre que figuraba como titularde la farmacia de Príncipe, confirmado cuando revisé misnotas, es Mercedes no sé qué más. Así que la tipa mayorque me atendió ayer debía ser la dependienta, y esta, Mer-cedes, la farmacéutica; o sea Opel, barbudo comiendo pavoasado, opulencia, piso céntrico grande y bien montado.Seguro que leen a Tom Wolf. Descarto por intuición que,siendo madre e hija, las dos se llamen Mercedes, aunque esono cambiaría nada. Sin embargo, me produce más morbopensar que esta Mercedes es la farmacéutica.

«Siéntate, dice Mercedes, tardo un minuto», y me reco-ge la gabardina.

El tipo sigue tan tranquilo, me encajo en uno de lossofás individuales y me concentro en el partido de la NBA.Mercedes vuelve con una cerveza (y un vaso). Me sirve y

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me dedica una sonrisa alucinante, la hostia de acogedora.Empieza a preocuparme el momento en que tenga que decirquién soy, cómo me llamo, aunque no parecen ser muyceremoniosos con eso de las presentaciones, nombres,identidad (tampoco en la cafetería, como bien se deduce,nos dijimos los nombres: cosas de la modernidad contrariaa toda corrección y cortesía).

Mientras cenamos (se supone que Mercedes lo ha prepa-rado todo en la cocina, ha traído platos y cubiertos, ensala-da de berros y el resto del pavo) termina el partido de laNBA. Como era previsible perdieron los Lakers, pero elcomentarista repite cinco mil veces que los Lakers son muybuenos y cuando por fin deja de vociferar es como despuésde un terremoto, tengo los nervios destrozados pero estoyfeliz de seguir vivo. Nos tragamos una película. Mercedes yel tipo tampoco hablan entre ellos, no es muy divertido.Sigo sin saber qué va a pasar exactamente cuando acabemosnosotros dos de cenar, porque el tipo ya ha terminado y selimita a tenernos contentos liberando eructos sin ningunacompasión. Parece como si Mercedes no oyese nada, yotambién disimulo, aunque en mi caso apenas tiene ningúnmérito porque carezco completamente de olfato y en cuan-to al ruido de un eructo, ni siquiera me resulta desagradable,siempre lo he asociado con el croar de las ranas.

Seguimos viendo la película en absoluto silencio, tengola impresión de ser un mero observador de lo que estos dosharían estando solos cualquier noche. Probable que no ten-gan habitualmente nada que decirse, incluso por costum-bre. Probable que esperen las variables a una noche normalprovocadas por el hecho de estar yo aquí.

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