Opus Spicatum

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INTRIGA HISTÓRICA OPUS SPICATUM Eugeni Verdú LA CRÓNICA PROHIBIDA

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novela histórica sobre el monasterio San Pere de Rodes

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Eugeni Verdú Guardiola, (Barcelona, 1957) estudió la

carrera de Derecho en la Universidad de Barcelona, al tiempo

que efectuaba las prácticas en el despacho de abogados

de su padre. Desde 1981 sigue plenamente en activo en su

bufete profesional (Verdú & Córdoba Abogados).

Aun convencido de que ese era su camino, no pudo

sustraerse a la atracción que ya desde muy joven le

provocaba la arqueología, la pintura y la música. Aprendió

a destinar el tiempo necesario para conjugar unas y otras

pasiones. Tuvo ocasión de desarrollar sus inquietudes

arqueológicas trabajando en algunos yacimientos;

posteriormente, realizó profundos estudios sobre las

culturas precolombinas y africanas. Como pintor cuenta

con una exposición individual organizada en el Hotel Juan

Carlos I de Barcelona. Puede también visitarse su web http://

eugeniverdu.com, o consultarse su monografía en el libro

Origens (Editorial Prueba de Autor, 2007). Su arte pictórico

es analizado y definido por la prestigiosa crítica María

Lluïsa Borràs --hoy tristemente fallecida-- como «una forma

moderna y única de expresionismo abstracto, impregnado

de simbología arcaica y vinculado a la arqueología de las

ideas y del espíritu». En cuanto a la música fue cofundador

y guitarrista, a principios de la década de 1980, del grupo

de rock ART600, con quienes ensaya semanalmente para

preparar sus conciertos.

Ahora, como escritor, nos presenta su novela en la que,

pese a no haber música, sí se advierte esa pasión por

la arqueología y la historia, así como una gran dosis de

pericia al tratar la documentación de forma exhaustiva;

algo muy propio de un abogado.

GAmbITo dE REINADiane A.S.StuckartDino, aprendiz de Leonardo da Vinci, se hace testigo

en una partida de ajedrez a escala humana y los dos

se ven obligados a desenmascarar al asesino.

¡No HAY PARA TANTo!BartomeuCruells

Una excelente novela de intriga, pero también

una mirada sobre los acontecimientos que han

caracterizado el siglo XX en España.

Colección: Intriga histórica

Colección: Volviendo al lugar del crimen

En el año 614 de nuestra era, un barco zarpó de Roma con las reliquias más valiosas de la Iglesia a fin de evitar su profanación por los infieles, pero antes de completar la misión naufragó frente a las costas de Armen Rodes. Tres siglos después, en ese lugar, cuando el monasterio de Sant Pere de Rodes afrontaba sus más importantes obras de reconstrucción, se produjo un hallazgo de suma importancia. Desde entonces, sus muros preservaron grandes secretos, entre ellos, varios manuscritos, que transgredían los textos sagrados, y una cripta cuyo enigmático contenido hizo del monasterio un centro de peregrinación tan relevante como Compostela o la misma Roma. Ya en la actualidad, un joven arqueólogo rescatará esos misterios del olvido y se enfrentará a las sombras del pasado, siempre bajo la atenta vigilancia de la Orden secreta de los Opus Spicatum.

ISbN 978-84-92872-01-5

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Eugeni Verdú

Opus SpicatumLa crónica prohibida

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[email protected]://opus-spicatum.blogspot.com/

Primera edición: Flamma Editorial, noviembre 2010

Derechos de autor: © Eugenio Verdú Guardiola, 2010Diseño de la portada e ilustraciones: © Utopikka, 2010La imagen de la portada posee como elemento principal un cuadro inspirado en la novela y realizado por el propio autor.Maquetación: Anglofort, S.A.Dirección editorial: Maria RempelImpreso en España

Colección: Intriga histórica

© de esta edición: Flamma Editorial – Infoaccia Primera, S.L., 2010http://flammaeditorial.com/

ISBN: 978-84-92872-01-5Depósito legal: B-43587-2010

No está permitida la reproducción total o parcial de esta publicación, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros medios, sin el permiso previo y por escrito de la editorial. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, http://cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

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Nota del autor

Este libro, inicialmente concebido como un guión cinematográfi-co, fue escrito en Port de la Selva (Alt Empordà, Girona) entre 1996 y 1998. No obstante, su adaptación como novela es de fecha posterior. Por otra parte, el largo periodo transcurrido hasta su publicación se debe a un compromiso: debía haberse producido el fallecimiento de uno de sus personajes, hecho que, tristemente, ha tenido lugar este mismo año de 2010.Quienes tuvieron la oportunidad de leer el manuscrito original y aquellos que decidieron su publicación siempre me formularon la misma pregunta: ¿qué hay de cierto en esa novela? Nunca me he pronunciado. Prefiero que la respuesta se la conteste el propio lector, que sea él quien interprete el texto y, en definitiva, decida si tras esas líneas se esconde la verdad o la fantasía.

No obstante, algo diré.Para aquél que no esté familiarizado con la comarca del Alt

Empordà (Girona), creo necesario comentar que el escenario don-de transcurre la historia es real. El cabo de Creus, la montaña de Verdera y el monasterio benedictino de Sant Pere de Rodes (Port de la Selva) son tal y como se describen: merecedores de una emo-cionante visita. Quien se interne en las cuevas de Les Cavorques podrá reconocer en sus paredes los mismos grabados que relata el protagonista; y quien descienda a la cripta de la basílica del monasterio podrá acariciar la reproducción del anverso de la lá-pida funeraria dedicada a Tassius. Sin embargo, he de advertir que si existió, hoy por hoy es imposible examinar su dorso, a cau-sa de sus múltiples fracturas.

Los personajes de la novela a los que se hace explícita referen-cia en los Libros I y II, tales como el papa Bonifacio IV, el empera-

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dor Focas, Cosroes, san Pablo Sergio y, por supuesto, Tassius y su hijo Hildesind, prior y abad respectivamente del monasterio, son todos ellos históricos, ubicados en la misma época en la que se sitúan los acontecimientos y actúan bajo las concretas circunstan-cias que les tocó vivir.

He tenido la prudencia de modificar la identidad de los perso-najes contemporáneos, en su mayoría reales, ya sea abrevian- do sus nombres o permutando alguna de sus letras. En ocasiones, ni siquiera eso. El protagonista del Libro III era, en su origen, un personaje anónimo. Ahora, en honor a mi primer sobrino, que acaba de nacer, ya tiene nombre: Álex.

Los libros consultados por este protagonista, así como los pa-sajes que se citan, son tan verdaderos como los hechos históricos que se apuntan sobre la llamada «época oscura» de la Iglesia, los papiros de Nag Hammadi, o la misma Crònica universal del princi-pat de Cataluny, que Jeroni Pujades escribió en 1606, sirviéndose para ello —en lo que refiere a Sant Pere de Rodes— de los anti-guos documentos que se custodiaban en los archivos de ese mo-nasterio. Así los copió el cronista y así se trascriben en la novela, sin omisión ni añadido alguno. Por su parte, las labores arqueoló-gicas propiciadas por el Vaticano en busca de la tumba de San Pedro son fácilmente contrastables, y las afirmaciones vertidas al respecto en la novela, aunque ese no es su objeto, se ciñen estric-tamente a los resultados de mi investigación.

Y por último, el anillo —emblema de los Opus Spicatum— fue, efectivamente, localizado por quien suscribe estas líneas, en el exacto lugar que se cita, y su descripción se atiene a la realidad: cinco bandas de oro y un claro de luna engarzado. Y aunque solo sea por dignificar cuanto escribo, doy fe de que en estos momen-tos adorna el dedo anular de mi mano derecha.

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Libro I

EL VIAJE DE LOS GUARDIANES DE RELIQUIAS

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Capítulo I

Roma, junio del año del señor de 614

—¡In nomine Christie!Un tedioso «amén» resonó en la sala.El papa, Bonifacio IV, esperó a que los ecos surcaran toda la

estancia y murieran entre los pasadizos de aquel enorme y labe-ríntico edificio.

La sala de reunión era tan espaciosa como penosamente ilu-minada. A pesar del calor, de la humedad y del sopor reinante, no había un ápice de calidez en su entorno. El ambiente era tan den-so que casi podía palparse. Aquel espacio subterráneo estaba en-teramente delimitado por una ingente masa pétrea, rudamente excavada en la roca. La uniformidad del color y la levedad de la luz hacían que no se distinguieran el suelo, las paredes y el techo, lo cual proporcionaba una sensación de vacío infinito. No estaba decorada; tan solo unas primitivas columnas talladas en la piedra y un pobre tapiz, con un motivo irreconocible, pretendían, sin conseguirlo, centrar el espacio. Los candiles, absolutamente insu-ficientes, chispeaban y desprendían una tenue luz roja y amarilla, que recreaba las sombras, desfiguraba los rostros e impedía que los allí reunidos pudieran reconocerse. Solo las aparatosas sillas de madera, arrimadas a los muros, permitían definir ese entorno como aposento.

Bonifacio IV había decidido que esa cita tuviera lugar por la noche, muy tarde, y en un sitio desacostumbrado, con el único fin de dificultar la labor de los espías que con tanta efectividad ha-bían conseguido introducirse en su séquito. Sabía muy bien que tras los muros de sus estancias oficiales se ocultaba un pequeño ejército de informadores. En esta ocasión era absolutamente nece-sario evitar filtraciones.

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Después de cerciorarse de que sus palabras se perdían en lo más profundo de las antiguas catacumbas cristianas, y tras un gran paréntesis, el pontífice, sentado en una pequeña mesa rica-mente tallada, prosiguió con voz grave y cansina.

—Príncipes, nobles y caballeros. Agradezco vuestra presencia y fidelidad en horas tan impropias, pero el motivo así lo requiere. Esta misma mañana he tenido ocasión de despachar largamente con alguno de los aquí presentes sobre diferentes cuestiones que afectan a la cristiandad en Britania. Pero no es la sabia labor del abad Agustín en aquella isla, ni la conversión del rey Etelberto de Kent, ni tampoco el conflicto entre los antiguos cristianos galeses y los recién convertidos sajones lo que ahora me preocupa. El motivo de haberos cursado yo mismo esta invitación trae causa de un problema mucho más grave.

El silencio más sombrío se apoderó de los allí reunidos, solo interrumpido por el eco del insistente goteo de agua que se filtra-ba por los dos túneles de acceso a la sala.

—He recibido una información —continuó Su Santidad— que, de ser fidedigna, se refiere a la alianza entre los babilonios y los persas; una alianza que tiene como única razón acabar con todo vestigio de la cristiandad. Su objetivo final es Roma y, por lo tanto, la destrucción de este santo edificio y de los teso-ros que guardan sus entrañas. Deseo contrastar esta noticia con todos los aquí reunidos. No habéis sido escogidos solo por vuestra probada fidelidad, sino, además y sobre todo, por vues-tra influencia política, vuestras acreditadas dotes de estrategas y, especialmente, por vuestras preciadas fuentes de informa-ción.

De nuevo el silencio se hizo tan elocuente que llegó a exacer-bar al papa. Aquel rostro grueso, de aire bondadoso, se infló has-ta estallar.

—¡No os he reunido para practicar un monólogo, sino para escucharos! Reservaos, si así lo deseáis, el origen e identidad de vuestros informantes, pero requiero de los datos suficientes para ponderar una cuestión tan delicada.

Unos y otros simulaban mirarse, ganando tiempo al tiempo, y deseaban que alguno pronunciara una palabra que sosegara

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aquella tensión. Pasaron unos instantes, que les parecieron eter-nos, hasta que, por fin, una figura se alzó y con tono decidido proclamó:

—Es cierto, eminencia, también yo he tenido noticia de que los persas están confabulando contra Roma y contra Bizancio. Roma y el emperador están en peligro.

Quien hablaba era Bernard de Reims, hijo de Roma, pero des-cendiente de la más alta nobleza franca. Su padre, que había falle-cido hacía apenas dos años, había sido uno de los más hábiles negociadores políticos. Bernard, pese a su juventud, había apren-dido mucho. Su prestancia, seguridad y destreza habían sido de-terminantes para mantener, e incluso incrementar, la excepcional red de informadores que habían trabajado a las órdenes de su padre.

Otra figura se levantó lentamente y, con una voz que eviden-ciaba estar curtida en guerras dialécticas, pretendió quitarle im-portancia al asunto.

—Es cierto que los babilonios y los persas han llegado a sellar algunos pactos secretos, y que el rey de Persia, el infame Cosroes, está hostigando la ciudad de Jerusalén. Pero a mi entender esa actitud es una simple provocación que no tendrá mayores conse-cuencias. Probablemente sea una maniobra de distracción para acabar abalanzándose sobre sus vecinos orientales. Por otra par-te, la alianza entre persas y babilonios se sustenta en falsas pro-mesas mutuas, lo cual, sin duda y en breve, acabará por provocar un enfrentamiento entre ellos.

Pero Bernard no le dejó terminar su medido discurso:—Creo que estáis mal informado. Esa alianza acaba de entrar

en Jerusalén. Ni el emperador Focas tiene constancia, pero así es. Han arrasado la ciudad y, junto con otras reliquias, han profana-do la Santísima Cruz de Cristo. Mis informadores han visto con sus propios ojos como Cosroes despacha con su séquito exhibien-do nuestra Santa Cruz tirada a los pies de su trono.

Aquella información conmocionó a todos los congregados. Era difícil de creer, pero la reconocida eficacia de la red de espio-naje de los Reims avalaba tal afirmación.

Una silueta se levantó al fondo de la estancia.

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—También yo puedo confirmar la caída de Jerusalén. Así me lo comunicaron ayer mismo mis emisarios. No tengo ninguna duda sobre la veracidad de tal profanación.

Se trataba del misterioso Armagh, un irlandés del que nadie tenía referencias completas pese a que era frecuente verlo en re-uniones y celebraciones. Su táctica habitual era ubicarse en un segundo plano, generalmente en los rincones peor iluminados. Pasaba el tiempo escudriñando a cuantos aparecían en escena, con-trolando sus movimientos y apetencias e intentando leer la mente de todos los que lo rodeaban. Se le encontraba hasta en los festejos a los que no había sido invitado, pero, por un inexplicable temor, nadie osaba impedirle su presencia. En esta ocasión, y quizá por vez primera, sí contaba con el sello-pasaporte del pontífice.

Se sucedieron las intervenciones hasta que Bonifacio IV tomó de nuevo la palabra.

—Parece pues del todo confirmada la amenaza que se cierne sobre nosotros —comentó lacónicamente el papa—. ¿Alguien más tiene algo que añadir?

Una nueva figura se irguió entre los reunidos.—De ser ello cierto, y así lo entiendo, creo llegado el momento

de que, aprovechando la buena relación entre Roma y el patriar- ca de Bizancio, unamos nuestras fuerzas contra los infieles. En-tiendo que Su Santidad debería mantener una entrevista urgente con el emperador Focas. Es nuestro deber hacer frente común, y, personalmente, me presto a ello.

La mayoría de los presentes se alzaron en señal de apoyo. El murmullo fue creciendo hasta que Bonifacio IV se incorporó. Su cólera se tornó en la viva imagen del abatimiento. Con voz suave, y casi inaudible, añadió:

—Agradezco vuestra colaboración y sinceridad. La gravedad de la situación me obliga a exigiros que esta reunión no haya exis-tido nunca.

El pontífice susurró unas pocas palabras más y otorgó la ben-dición en absoluto silencio. Los congregados, sorprendidos, se arrodillaron a destiempo. Cuando alzaron la vista el papa ya ha-bía desaparecido por el túnel lateral de aquella inmensa sala. Se oyeron algunos murmullos que, progresivamente, fueron ate-

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nuándose a medida que los reunidos abandonaban la estancia. Los pasos y su estruendoso eco fueron desapareciendo poco a poco. Las suaves sombras de los pasadizos se tornaron temibles dibujos de espectros sobre aquella fría y desgastada piedra. Las débiles llamas de las lámparas de aceite recuperaron la verticali-dad, y el silencio se hizo absoluto.

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Capítulo II

Durante la mañana siguiente, Bonifacio IV citó en secreto a tres de sus consejeros a fin de requerirles que prepararan un concilio a la mayor brevedad. Era necesario notificar oficialmente al cónclave los peligros que se cernían sobre Roma, a fin de que todos sus miembros iniciaran las aproximaciones y negociaciones políticas ante nobles y señores para garantizar la unidad de actuación. Era evidente que a él le tocaría parlamentar con el emperador Focas, pero para ello no podía presentarse desnudo y con las manos va-cías, sino que debía contar con el respaldo de la nobleza. Esa uni-dad era lo que más lo inquietaba, pero la formalidad para obtener la aprobación del concilio respecto al destino de las reliquias lo sacaba de quicio. Necesitaba para ello del cónclave, pero lo mor-tificaba pensar que la búsqueda de ese asentimiento haría que dejara de ser secreto. No era difícil imaginar que, más adelante, con Cosroes ya en Roma, la tortura, las rencillas entre los nobles y el oro podrían hacer hablar al más fiel de sus colaboradores, y eso suponía un gran peligro.

Simplemente solicitaría, pensó, el consentimiento y la autori-zación para reforzar la seguridad de los objetos y los lugares san-tos, y ni siquiera eso debería constar en acta. No añadiría ni una palabra, ni un detalle del que pudiera inferirse el alcance de sus verdaderas intenciones.

Pasados los días, después de un formidable despliegue de medios y de un inacabable ir y venir de los mensajeros, se celebró el concilio mediante el trámite de urgencia. Ese paréntesis le vino bien al pontífice para idear un sistema para ocultar las reliquias. Serían grupos muy reducidos, sin conexión entre sí, e ignorantes del contenido exacto de aquello que custodiaban. Solo él y su se-

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cretario conocerían la globalidad del plan, la identidad de cada una de las reliquias y su destino temporal.

El último lunes de junio, cuando ya hacía una semana de la celebración del concilio, Su Santidad, con el rostro demudado, requirió de su secretario personal que preparara una reunión de carácter confidencial.

—Deben estar presentes nuestro almirante y el mejor cartó-grafo de Roma, siempre y cuando goce de nuestra total confianza. Requiero también la asistencia del capitán Marius di Salvatore.

—¿Marius di Salvatore? Pero, eminencia, si es más desleal que el propio Cosroes —interrumpió con sobresalto el secretario.

—Lo sé. Ya he estudiado sus referencias, pero sus innumera-bles viajes al norte de África lo convierten en el navegante más avezado en las travesías por el Mediterráneo occidental. Ade-más es un mercenario al servicio del mejor postor, y ambos sa-bemos que la Iglesia paga bien. También necesito la presencia de aquellos dos caballeros que intervinieron en la reunión noctur-na y que demostraron ser los mejor informados.

El secretario abrió su libro de notas, encontró lo que buscaba y se interrogó:

—¿Tal vez Bernard de Reims y Armagh?—Sí, eso es. Lo que más aprecio en vos es que registráis hasta

lo que no ha existido —sonrió maliciosamente el papa.Dos días después se celebró aquella nueva audiencia. Era me-

diodía, poco antes del almuerzo. Los congregados llegaron de uno en uno. Fueron conducidos a la mayor y mejor iluminada sala del pabellón anexo a los aposentos del pontífice. Se acomo-daron alrededor de una gran mesa ovalada, espléndidamente ta-llada y embellecida con una policromía muy bien compensada. Al poco de llegar el último de los invitados se abrieron las dos amplias hojas de la puerta. Bonifacio IV entró con aire severo. Los presentes se levantaron de inmediato y se inclinaron con un gesto de manifiesta pleitesía. Tras un imperceptible saludo, el pontífice tomó asiento en la silla presidencial.

—¡Sentaos, os lo ruego! —Luego dirigió una mirada afectuosa a Bernard de Reims y a Armagh—. Antes de iniciar la reunión de-seo agradeceros vuestra valentía y sinceridad. Hemos contrastado

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todo cuanto dijisteis y, desgraciadamente, vuestros informadores estaban en lo cierto. Jerusalén ha caído, y ahora los persas tienen puestos sus ojos en Roma. En estos momentos tan difíciles para la cristiandad me complacería contar con vuestra colaboración.

A Bernard le cambió el semblante; su gesto de sobresalto evo-lucionó, con poco disimulo, hacia una sonrisa de gratitud. Ar-magh, en cambio, permaneció impertérrito.

Bonifacio IV pasó revista al resto de los presentes y tras unos breves prolegómenos, los informó detalladamente sobre los peli-gros que podrían cernirse sobre Roma y los advirtió de la impe-riosa necesidad de que lo sucedido en Jerusalén con la Santísima Cruz de Cristo no se repitiera con los sagrados restos que se con-servaban en las entrañas de aquel edificio. La decisión estaba to-mada: debía ordenar, no sin profunda tristeza, la evacuación de las reliquias y los tesoros más relevantes. Roma quedaría despo-jada de alma, al menos temporalmente, pero no podía arriesgarse a perderla para siempre.

—Hemos estudiado detenidamente nuestra posición y creo que todos los presentes convendrán en que, a pesar de la pirate-ría, tanto este primer viaje como los venideros deberán efectuarse por mar. La vía terrestre alberga demasiados peligros. Pero, una vez descartadas todas las regiones orientales, la pregunta es: ¿qué lugar de occidente ofrece garantías para depositar de manera transitoria los restos sagrados?

El interrogante quedó sobre la mesa, pero evidentemente iba dirigida al almirante, a Bernard de Reims y a Armagh. El primero, temeroso de quedar en ridículo ante quienes gozaban de la ma-yor red de informadores cedió con la mirada la palabra a Bernard.

—En nuestras proximidades, los lombardos, los hunos e in-cluso los eslavos pueden llegar a ser un problema. Reconozco, a pesar de mi condición, que los líderes francos todavía mantienen ciertas rencillas internas. El norte de África también es inestable. ¿Quizá Britania o Hispania?

—¿Britania? —interrumpió Armagh—. ¡Pero si galeses y sajo-nes están prácticamente en pie de guerra!

Bernard advirtió su desliz, ya que Armagh conocía mejor que nadie lo que, en definitiva, era su territorio.

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—En este caso, creo que no hay otra opción que Hispania —propuso Bernard.

Tras unos instantes en los que aprovechó para frotarse la bar-billa, Bernard añadió:

—En realidad, los visigodos son ya prácticamente un Estado; de ello se precian e, incluso, pretenden rivalizar con Bizancio. En mi opinión, hoy por hoy, es el lugar que ofrece mayor seguridad y estabilidad.

—Cierto —interrumpió Armagh—. El rey Recaredo abrazó el catolicismo y con él todos sus súbditos. Si no estoy equivocado —comentó dirigiéndose a Bonifacio IV—, vuestro predecesor, Gregorio, incluso lo obsequió con un lignum crucis.

El pontífice asintió.—Bien —confirmó Bonifacio IV—. Hispania parece ofrecer

suficientes garantías; garantías que llegado el caso me veo capaz de reforzar. Además las costas de Hispania están próximas. Pero ¿qué lugar es el más indicado?

—La costa norte —contestó Bernard con decisión.El Almirante tomó por vez primera la palabra.—Esa zona es conflictiva, porque ¿quién puede garanti-

zar que los francos no arremeterán de nuevo contra los visi- godos?

—Nadie puede garantizar eso —señaló Armagh—. Pero pare-ce poco probable, pues fallecido Leovigildo, acabado el arrianis-mo y asentado el cristianismo gracias a Recaredo, francos y visi-godos abrazan la misma fe. Nadie podrá evitar que unos y otros se internen en territorios vecinos, pero siempre, y en el peor de los casos, será una guerra política, nunca religiosa. Las reliquias po-drán cambiar de manos, pero jamás serán profanadas y, llegado el caso, siempre podremos negociar, por las buenas o por las malas, su devolución.

—Estoy de acuerdo —asintió Bernard—. Considero, además, que la costa norte ofrece otras ventajas secundarias.

—¿Cómo cuales? –cuestionó el pontífice.—¡Dios nuestro señor lo impida! —exclamó Bernard—. Me

estoy refiriendo al caso de que unos de esos pueblos rechazara la fe cristiana.

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—Os insto a que seáis más concreto —rogó el pontífice.—Es fácil adivinar que el bando que se mantenga al lado de

Roma podrá fácilmente arrebatar ese territorio fronterizo al ene-migo. Creo que en este momento todo debe dirigirse a prever el peligro y anticiparse a él.

Bonifacio IV parecía plenamente convencido. Además, en su fuero interno, se felicitaba por la elección de Bernard y Armagh. La información y la habilidad táctica de ambos hacían que todo resultara un poco más fácil. Tras meditar unos instantes, llamó la atención del cartógrafo:

—¿Que podéis decirnos de la costa norte?El cartógrafo desplegó varios mapas.—Son las estribaciones de los Pirineum. Una frontera natural

y, por lo tanto, un lugar de paso obligado hacia la península de Hispania. Es más que probable que los movimientos de tropas, en cualquiera de los sentidos, pase por esa zona. Creo que debería evitarse. Yo me inclinaría por las islas que hay enfrente de esa costa y al sur de ella.

El almirante saltó, dolido en su amor propio:—¡Acaso desconocéis que esas islas están continuamente aco-

sadas por la piratería!El cartógrafo contestó:—Sí, pero también la costa sufre el mismo acecho.—Cierto —añadió el almirante—, pero el continente posee

tropas y destacamentos para rechazar de inmediato cualquier ataque. Por esa razón las incursiones piratas en tierra firme son esporádicas y breves, al contrario de lo que ocurre en las islas, donde los ataques se prolongan durante semanas; tantas como tardan en llegar los refuerzos. Y a fe mía que el mar en esa zona no siempre lo permite.

El geógrafo enmudeció y el almirante retomó la palabra:—Si la decisión pasa por las costas de Hispania, me inclino

por Tarraco. Conozco su puerto y sus fortificaciones, y tenemos buenos aliados ahí.

La idea les pareció bien a todos menos al propio pontífice. La negativa del papa propició que el secretario se aproximara a Bonifacio IV y le musitara al oído:

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—Santidad, Tarraco es sede episcopal. Una tierra regada por la sangre de nuestros mártires. El obispo Fructuoso y sus diáco-nos, Augurio y Eulogio, murieron por Jesucristo nuestro Señor.

Pero el pontífice siguió negando con un leve movimiento de cabeza. Quizá los remotos orígenes paganos de la ciudad le cau-saban animadversión hacia ella.

—Emporiae también merece ser considerada —terció el cartó-grafo al comprobar el gesto de desagrado de Bonifacio IV.

—¿Y qué aliado tenemos allí?Nadie supo darle respuesta al pontífice. Bernard se ofreció

para efectuar las consultas necesarias acerca de las familias domi-nantes de esa ciudad, pero su comentario pasó inadvertido. El papa parecía ensimismado en los planos que el cartógrafo había dispuesto sobre la mesa. Luego, jugando con el anillo, espetó:

—Debo recordaros que nuestro objetivo no es entregar las reliquias a una abadía o a una catedral, porque eso sería lo mis-mo que proclamar su traslado a los cuatro vientos. Nuestro de-ber es ocultarlas en algún lugar remoto hasta que el peligro se desvanezca, y ese lugar tan solo debe cumplir un requisito: que sea tierra sagrada. Volvamos por un momento al Pirineum; ¿no hay ningún lugar en esa costa que quede al margen de todas las rutas?

El cartógrafo volvió a examinar sus mapas. Tras un prolonga-do silencio finalmente se pronunció:

—Tal vez sí. Existe un cabo en el extremo más oriental que aparentemente queda apartado de las rutas usuales.

Bonifacio IV tomó el plano. Efectivamente un gran cabo sur-gía de la costa configurándose prácticamente en una pequeña península.

—¿Qué conocéis de esa zona? —preguntó el pontífice.—Es, como ya he dicho, la última montaña del Pirineum. Por

las anotaciones que tengo, las cotas se elevan muy altas sobre el nivel del mar.

—¿Conocéis esa zona, capitán?Marius di Salvatore se incorporó, miró primero el plano y

luego al papa.—Sí, la conozco...

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—¿Y? — inquirió Bonifacio IV, en un signo evidente de ner-viosismo y cansancio.

—Al pie de la montaña, y a un lado de la bahía, se encuentra un pequeño puerto. Se llama Armen Rodas. En la cima hay una fortificación, seguramente un puesto de vigilancia. Junto a ella creo recordar unas construcciones en ruinas y una pequeña ermi-ta abandonada y en muy mal estado. Dicen que ahí hizo vida eremítica Pablo Sergio, y que en el interior de ese pequeño san-tuario elevó un altar.

El papa alzó la voz:—¿El bienaventurado Pablo Sergio, que luego fue obispo de

Narbona?Su secretario asintió.—Un momento capitán. Habéis dicho que recordáis el lugar,

¿acaso habéis estado allí?—Así es, Santidad.—Contadnos por favor —exigió alterado el pontífice.—Hará unos diez años —comenzó Salvatore mientras señalaba

con su índice el mapa—, al doblar el Caput Crucis sufrimos un pe-queño incendio a bordo. No fue importante y afortunadamente pudo ser controlado de inmediato. No obstante, se hizo necesaria su reparación, y fondeamos en la primera bahía que encontramos tras el cabo. Era una ensenada profunda y bien resguardada. En tierra había un poblado de pescadores, pequeño pero rudimentariamente fortificado. Los mapas lo identificaban como Kadachers, aunque sus habitantes lo llaman Cap de Quers o algo similar. Fuimos bien recibidos en tierra, y dado que nada podía hacer en la nave mientras la reparaban, seguí la costumbre del lugar y, acompañado del maes-tre y del contramaestre nos dirigimos a caballo al referido Caput Crucis con la intención de agradecer a la gente del faro de aquel lu-gar su abnegado oficio. Unas gallinas, aceite y vino fueron nues- tros presentes. A fe mía que aquellas gentes bebían como espon- jas de mar, pero tuvimos a bien disculparlos, pues la soledad y el frío viento del invierno difícilmente pueden ser soportables sin vino. De ellos depende caer o no en manos de los corsarios de tierra...

—¿Corsarios de tierra? —interrumpió el pontífice con gesto alarmado.

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—Sí, Santidad, es habitual que en las costas los bandoleros, y a veces simples menesterosos, enciendan durante la noche ho-gueras a modo de falsos faros, a fin de atraer las embarcaciones y hacerlas embarrancar en los escollos. Los tripulantes que sobrevi-ven son luego pasados a cuchillo. Es la más vil de las artes de la piratería. De ahí que sea indispensable contar a bordo no solo con expertos en rutas y mapas, sino también con marinería que haya navegado por todas esas costas.

Los presentes se quedaron consternados, pues, a excepción del almirante, nada sabían sobre tan miserables actividades cor-sarias. Tras una breve pausa, el papa le indicó al capitán que con-tinuara.

—Por recomendación de los hombres del faro, nos desplaza-mos a una población que denominaban Mata a fin de pasar la noche. Es un pequeño poblado situado en el interior, muy cer- cano a Armen Rodas, en la falda de la montaña donde vivió el comentado Pablo Sergio. De hecho, pese a encontrarse tierra adentro, es una población marinera, y sus embarcaciones están amarradas en Armen Rodas. Desde allí, y a la mañana siguiente, antes de regresar a Kadachers, decidimos ascender la montaña, zigzagueando como haría una culebra. Los caballos quedaron exhaustos, por lo que ya en la cima, tras darles de beber en la fuente que allí manaba, debimos esperar hasta mediodía para emprender el regreso. Allí arriba, en lo más alto del pico, se eleva-ba una pequeña fortificación encarada al mar. Era una vista es-pléndida, la mejor que puede desear un marinero. Los muros de la fortificación, parecían caer a plomo sobre las aguas, como si fuera la proa de un barco. A izquierda y derecha se abría también el mar, y a la espalda se dominaba una espléndida vista sobre tierra, que alcanzaba a ver todo cuanto la vista podía abarcar. Detrás de nosotros, y a muy poca distancia, advertí las menciona-das ruinas de aspecto pagano y junto a ellas una pequeña ermita, la de Pablo Sergio, en pie en su mayor parte, si bien su estado era de total abandono.

—No hay duda, ese es el lugar —exclamó el pontífice.—Pero, eminencia —señaló el almirante—, volvemos a estar

ante el mismo problema. Ese pequeño puerto, aunque quede más

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cercano, no tiene defensas. Su puesto de vigilancia no albergará a más de una docena de soldados. Las reliquias quedarán a merced de cualquiera que las codicie.

Marius di Salvatore mostró su acuerdo con la tesis del almi-rante; el resto simplemente asintió. Bonifacio IV miró entonces a todos los presentes y tras un largo silencio tomó la decisión.

—Bien, concluimos pues que, previo informe de Bernard de Reims respecto de los nobles de la zona, sea Emporiae la nueva sede temporal de las reliquias. No obstante, y para el caso de que las tormentas o la piratería impidan alcanzar ese punto, designo Armen Rodas como sede alternativa.

El pontífice, a la vista del desconcierto de alguno de los pre-sentes, se frotó el mentón y continuó:

—No quiero hacer cuestión de algo que, en definitiva, tendrá una provisionalidad de unos pocos meses. Dispondré lo necesario.

Bonifacio IV se levantó, y aproximándose al almirante y a Marius di Salvatore les indicó:

—Debéis trabajar juntos. Haced lo preciso para partir de in-mediato. Almirante, dispondréis dos naves para custodiar la em-barcación del capitán durante todo el trayecto. Para el caso de que por diferentes avatares no pudierais alcanzar ninguno de los des-tinos acordados, deberéis igualmente prever, además de Armen Rodas, un nuevo destino alternativo en territorio franco. Me pre-ocupan mucho más los peligros del viaje que la adecuación del lugar elegido. Respecto a vuestra retribución, ruego que la esta-blezcáis con mi secretario.

Cuando ya parecía acabada la conversación, el papa mirando a los dos marinos, retomó la palabra:

—Ni que decir tiene que responderéis con vuestros bienes y vuestra vida de la salvaguarda de aquellos que designe para que lleven a efecto la operación. Tratadlos como si fueran mi persona, pues deben regresar a Roma e informar de todos los pormenores de su misión.

Dirigiéndose a la concurrencia, agradeció a todos su colabora-ción y dio por finalizada la reunión.

Tras una breve bendición, Bonifacio IV abandonó la sala y, mediante un gesto, indicó a Bernard de Reims y Armagh que lo

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siguieran. En la sala contigua, y una vez cerradas las puertas, el papa, mirando a uno y otro, sentenció:

—Si Marius di Salvatore, pese a las monedas de oro que perci-birá, nos traicionase, vos Armagh, os encargareis de poner fin a su vida, y vos, Bernard, de evidenciar cuán frágil es su flota: hundi-réis hasta la más pequeña de sus chalupas.

El irlandés asintió con un leve movimiento de cabeza y Ber-nard hizo lo propio cerrando levemente los párpados.

El pontífice giró sobre sí mismo y recorrió todo el pasillo hasta la estancia final. Allí lo esperaba su secretario, que parlamentaba solemnemente con otro alto cargo de la marina. A Bonifacio IV le quedaban aún varias reliquias y peculios que salvaguardar.

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Capítulo III

Roma, julio del año del señor de 614

Aquella noche, poco antes del amanecer, una pequeña procesión recorrió los barrios y callejones más inhóspitos de Roma. Las nu-bes absorbieron la luna y la ciudad se impregnó de una total os-curidad. Bonifacio IV y su escolta personal encabezaban el grupo. Solo el movimiento de unos escuálidos candiles, algunas velas y el leve susurro de los cánticos revelaba el lento peregrinar de aquellos hombres. Muy pocos romanos pudieron percatarse de lo que estaba sucediendo en la calle, y los que algo advirtieron si-mularon ser sordos y ciegos. Era tal el temor reverencial al blasón papal y el miedo a ver aquello que no debían conocer, que nadie, ni un alma, se atrevió a espiar la escena desde las ventanas.

Tras el pontífice y su escolta, caminaban pesadamente doce clérigos ataviados con una gruesa vestimenta negra portando bultos cubiertos de un paño oscuro y tosco. Pronto llegaron hasta el puerto, rodeados por el humo de las antorchas, los candiles y los incensarios, mientras la luna seguía ahogada en el firmamen-to. Nueve de los doce monjes se embarcaron en una nave sin mediar palabra y se mezclaron con una tripulación fantasma. Los otros tres permanecieron junto a las amarras, hasta que el sumo pontífice les susurró unas palabras y con las manos dibujó una bendición. Tres soldados de la escolta quedaron de guardia en el puerto, y el resto acompañó a Bonifacio IV de regreso hasta la Santa Sede.

Poco antes del alba, la embarcación soltó amarras y se deslizó por las suaves aguas del Tíber. Los marineros seguían apenas vi-sibles. Toda la atmósfera revestía un ambiente etéreo, en el que sombras y reflejos estaban inmersos en un silencioso movimien-to, puntualmente alterado por el leve crujir de las maderas. Pero

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aquel mágico espejismo se deshizo cuando, sutil, el río abrazó el mar; allí donde las aguas se entremezclaban creando un desagra-dable color grisáceo. Entonces, y de forma imprevista, aquel bar-co fantasma cobró vida. Los marineros empezaron a subir a cu-bierta y, a voz en grito, empezaron a izar las velas mayores. Pero por más que redoblaban los esfuerzos todos los movimientos re-sultaron inútiles. El viento no quiso hacer aparición, y la embar-cación volvió a quedar en silencio, suspendida en el agua.

Debió pasar mediodía antes de que una ligera brisa acabara por transformarse en el deseado viento del sur. Las voces, hasta entonces calmas, se tornaron en chillidos y órdenes absolutamen-te desconocidas para aquellos clérigos, que subían por primera vez a una nave. Poncio, Feliu y Epicinio veían como se izaban y arriaban al compás las velas cuadradas de la embarcación, todo al son de unas voces de mando que los marineros ejecutaban con rapidez y precisión inusitada.

De todas las palabras que se oían, para desgracia de los reli-giosos, solo podían identificarse las esporádicas blasfemias que surgían de las gargantas de los marineros. Después de una infini-dad de carreras por cubierta, la tripulación pareció aquietarse. El viento hinchaba por fin las velas, y el rumbo se mantenía firme.

Con el pasar de las horas, y al ver arreciar el viento, los religio-sos empezaron a sentir temor. Ya no tenían referencia alguna en tierra, y por primera vez experimentaron no ser nada ni nadie; tan solo la sensación de formar parte de un mísero aglutinado de maderos que desafiaba al mar de cara. Afortunadamente, la rela-jada tranquilidad de la tripulación les devolvió cierta serenidad. Los clérigos deambulaban con cuidado por la cubierta, con el co-razón en un puño, estupefactos por cuanto estaba sucediendo. Presentían el peligro de la misión, pero jamás habían sospechado que el riesgo los alcanzara tan pronto. Para colmo de males, no atinaban a entender que cuanto más se evidenciaba ese peligro, más ufana se mostraba la tripulación. A aquellos hombres de tie-rra adentro, acostumbrados a su jardín y a su huerto, les resultaba incomprensible que cuando más fuerte soplaba el viento y más escorada andaba la embarcación, mayores eran los gritos de satis-facción de los marineros.

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Pasaron las horas, y poco después del rancho, el vigía dio la voz de alarma:

—¡Dos barcos a estribor!—¡Dos barcos de guerra!Los tripulantes se miraron consternados, presentando autén-

ticos síntomas de pavor. Aquel inusitado miedo caló hondo en los clérigos, hasta tal punto que en un ingenuo acto reflejo de super-vivencia, o quizá, por el simple deseo de acabar su vida abraza-dos a las reliquias, se internaron en la bodega. Aquella sensación de peligro, compartida plenamente por los marineros, llegó a su fin tras oír la tranquila voz del capitán.

—¡Son nuestra escolta! Mantened firme el rumbo.En un par de acertadas maniobras ambos barcos se aproxima-

ron al mercante, flanqueándolo por babor y estribor en una posi-ción ligeramente retrasada.

Los doce clérigos suspiraron con alivio y se intercambiaron sonrisas de complicidad que disimulaban el miedo que todavía se dibujaba en sus rostros. Se mantuvieron en cubierta durante bastante tiempo, pero aquel aparente bienestar se vio truncado de nuevo cuando el barco empezó a cabecear de forma brusca e ines-perada. Todos ellos intentaron refugiarse una vez más en la bode-ga, creyendo que ahí encontrarían su paz espiritual. Si se les hu-biese permitido odiar, hubieran maldecido el mar con la misma intensidad que pronunciaban sus jaculatorias. Allí, en las tripas de la embarcación, sentados en círculo, parloteaban mientras se iban pasando unos mendrugos de pan y la jarra de agua. Pero al poco rato, el mareo hizo estragos en todos ellos. Entre las risas contenidas de los marineros, los clérigos salieron de su guarida de dos en dos y fueron desfilando hacia popa conteniéndose inú-tilmente los vómitos. Tal era el espectáculo, que uno de los ma- rineros, apiadándose de ellos, les aconsejó que abandonaran la popa.

—¡La primera regla del grumete es aprender a vomitar a sota-vento! —les aconsejó el mismo marinero, entre las risotadas de sus compañeros.

Los clérigos echaron, uno tras otro, hasta la primera leche ma-terna, y quedaron postrados, sin aliento. Ni siquiera los que por

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turno debían custodiar los bultos pudieron permanecer en la bo-dega. Feliu, el que tenía mayor ascendencia sobre ellos, les repro-chó su conducta; pero en cuanto el vértigo volvió a apoderarse de él, se vio obligado a aceptar aquella fatal circunstancia.

Llegó la noche y los clérigos rechazaron la cena que les fue servida. Intentaron conciliar el sueño pero les fue imposible acos-tumbrarse al balanceo del barco. Decidieron quedarse en cubier-ta, acurrucados unos junto a otros, deseando que aquel tormento acabara lo antes posible. Rezaron durante toda la noche y queda-ron en duermevela.

El amanecer sorprendió a los monjes, y las primeras luces re-velaron unos rostros ojerosos y pálidos. Los marineros les ofrecie-ron los restos de la cena, pero ninguno de los clérigos aceptó la comida; se limitaron a ingerir enormes cantidades de agua y al-gunos trozos de queso. Con el pasar de las horas, el viento empe-zó a manifestarse de manera más uniforme. Dado que el rumbo era estable y que el barco se mantenía escorado sobre el mismo ángulo, el crujir de los costados se hizo constante. Esa matemática reiteración de los movimientos hizo que los religiosos empezaran a dar señales de mejoría. Poncio organizó de nuevo los turnos en la bodega, pero fue el propio capitán quien les aconsejó que se quedaran en cubierta. Poncio replicó, pero el capitán hizo valer su condición de forma contundente:

—¡En el cielo manda Dios, en la Tierra vuestro pontífice, pero en este maldito barco mando yo!

Luego el capitán bajó el tono de su voz.—Mis instrucciones son que alcancéis el destino encomenda-

do en las mejores condiciones. Obedeced todas y cada una de las órdenes que os dé. He mandado cerrar la bodega y nadie os des-pojará de la mercancía.

Al cabo de unas horas Epicinio vislumbró una silueta oscura en el horizonte.

—¡Mirad! —exclamó—. Es tierra.Los demás clérigos giraron su vista hacia donde señalaba Epi-

cinio, mientras Poncio corría hacia el marinero más próximo.—¿Es tierra, verdad?—Sí, lo es —contestó reposadamente el marinero.

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—¿Dónde estamos?—En la costa sur del territorio franco.—¿Y cuánto queda hasta nuestro destino?—No sé cual es el destino —contestó secamente el marinero.Vista la contundencia de aquella respuesta, Poncio se dirigió

al capitán.—¿Cuánto falta para llegar a puerto?—Depende —respondió Salvatore.—¿De qué depende? —preguntó Poncio con cierta desazón.—Debo revelaros que únicamente tengo un destino para vo-

sotros. No obstante, mis órdenes incluyen otros dos enclaves al-ternativos en el caso de que el estado del mar o los piratas nos impidan llegar hasta el final. Me complace deciros que la prime- ra opción ya la hemos rebasado, y a la segunda llegaremos al anochecer. Creo posible, gracias al viento y a nuestra escolta, que podamos concluir nuestro viaje tal y como me lo encomendaron.

Los barcos de guerra seguían flanqueando la embarcación como dos rémoras. Los marineros, que sabían de los peligros del mar, en especial, de la crueldad y del empeño de los piratas del norte de África, se mostraban excepcionalmente tranquilos ante aquel despliegue de medios. Uno de ellos se aproximó a Poncio.

—¿Quiénes sois?—Clérigos temerosos de Dios.—Eso ya lo sabemos, ¿pero acaso sois el mismísimo pontífice

o uno de sus obispos?—No, por la caridad divina. ¿Cómo os aventuráis a preguntar

eso?—¿Entonces cuál es la razón de la escolta? Ni un rey gozaría

de tanta protección. Esas naves son las más rápidas y mejor arma-das que jamás haya visto.

—Somos simples clérigos. Ya os lo he dicho.—Entonces, ¿son los fardos que lleváis los que merecen tal

protección?Poncio calló, pero ante la insistencia de aquel marinero deci-

dió desviar la conversación.—¿Por qué vuestros compañeros tienen un trato tan distante

con nosotros? ¿Acaso os parecemos leprosos?

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El marinero sonrió de oreja a oreja.—Veo que desconocéis las leyes del mar.—¿Y qué regla es esa?—No se debe navegar con clérigos ni con mujeres.—¿Y por qué motivo?—Atraen la mala suerte —sentenció el marinero, escupiendo

al mar—. Solo Dios y su Santísima Madre pueden viajar con no-sotros. Ya podéis rezar para que nada suceda. De lo contrario uno a uno seréis arrojados por la borda.

Poncio encajó mal la tosquedad del marinero; en el mismo momento en que iba a reprocharle el comentario, el capitán, que se encontraba muy próximo, terció en la conversación de forma violenta agarrando al marinero por el cuello.

—De esos capellanes y clérigos dependen vuestras familias y también vuestra soldada.

—Lo sé —dijo balbuceando el marino.—Pues deberéis saber igualmente que si desembarcamos a

estos religiosos sanos y salvos vuestra paga será doble y satisfe-cha en monedas de oro. Así que olvidaos de tanta superchería estúpida y volved al trabajo.

El marinero marchó cabizbajo hacia la proa, murmurando unas palabras ininteligibles. El capitán, Marius di Salvatore, apo-dado Mare, conocía a su tripulación como si los hubiera parido y sabía que la posibilidad de que la paga se cobrara en piezas de oro se propagaría a bordo como un reguero de pólvora. Fue entonces cuando aprovechó para conversar más íntimamente con aquellos abrumados religiosos. Se dirigió a Poncio:

—Tengo órdenes que transmitiros, pero esperaré hasta maña-na por la noche para comunicároslas. Por otra parte quiero mani-festaros que si bien los marineros y yo mismo poco o nada tene-mos en común con vosotros, vuestras vidas están a salvo.

—Ya hemos notado ese recelo hacia nosotros —dijo Poncio—, pero no atinamos a saber la razón.

—Mi gente se juega la vida para ganarse el jornal y no entien-de que otros hombres puedan vivir sin trabajar. Esa es la única razón de que mantengan un trato tan brusco. Pero pese a la hosti-lidad de mis hombres nada debéis temer de ellos.

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Pasaron un día y una noche eternos sin que la embarcación perdiera de vista la costa. Feliu había sido nombrado el principal responsable de la misión, una tarea parcialmente compartida con Poncio y Epicinio. Los tres se sentaron junto a una barrica de agua y empezaron a plantearse seriamente la tarea que se les había encomendado. Solo ellos conocían las instrucciones y estaban informados sobre la naturaleza de lo que transportaban y su ca-rácter sagrado. Pero a ninguno de ellos se les había revelado el destino. Y solamente el capitán sabía dónde debía dirigir el rum-bo, aunque parecía ignorar lo que habían cargado en su bodega; al menos, si sospechaba algo, simulaba traerle sin cuidado.

Poncio salió a la cubierta y llamó a todos sus compañeros, que, progresivamente, y ya en la bodega, fueron formando un reducido círculo. Iniciaron conversaciones banales hasta que, en-tre palabras y algunas risas los sorprendió la tercera noche, y con ella un brusco cambio de viento. Era mucho más fresco y seco. Aquel vendaval del norte hizo su aparición sin previo aviso. Toda la tripulación dejó repentinamente la cena para acatar las vocife-rantes órdenes del capitán. Mare mantuvo una postura reposada, pero no exenta de cierta preocupación. En cubierta, los gritos y las acciones se desarrollaron en un abrir y cerrar de ojos. Al constatar que el barco parecía ingobernable, aquella tranquila charla entre los clérigos dio paso a escenas de pánico. Los allí reunidos se asustaron y empezaron a orar. Tras un largo rato el mar se hizo calma y el viento remitió. Era el primer aviso. Los barcos que los seguían ejecutaron más hábilmente que la nave principal la mis-ma maniobra y volvieron a navegar a sus costados, pero esta vez estaban tan próximos unos de otros, que si no fuera por la oscuri-dad, podrían haberse visto por primera vez las caras.

El capitán mandó llamar a Poncio.—Estamos frente al puerto de Armen Rodes. No podemos

entrar porque el viento nos lanzaría contra la costa. Debemos es-perar aquí hasta el amanecer. La luz del día nos facilitará cual-quier nueva maniobra.

—¿Y qué es Armen Rodes? —preguntó Poncio.—El puerto más oriental de Hispania. Justo al pie de los mon-

tes Pirineum.

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—¿Y ese es nuestro destino?—No, esa es la segunda opción. El destino final, si es factible,

queda a un día de navegación.—¿Y este viento? —preguntó Poncio.—Este viento siempre está aquí.Poncio suspiró ante el aparente control de la situación de que

hacía gala el capitán. Se despidió amablemente de Mare y corrió a parlamentar con Feliu y Epicinio. Los tranquilizó saber que su destino estaba próximo. A pesar del viento, aquel refugio les per-mitió por primera vez conciliar el sueño durante gran parte de la noche.

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Capítulo IV

Armen Rodes, julio del año del señor de 614

Amaneció, y a pesar de que en el cielo se adivinaba un sol esplén-dido, el viento no daba tregua y arreció todavía con más furia. Los marineros, sentados en la borda, seguían con la mirada aque-llas gruesas olas que venían de mar adentro y lenta, pero impla-cablemente, se estrellaban contra la costa. No se vislumbraba una sola vela, ni en el horizonte ni en el pequeño puerto que tenían junto a ellos. Nadie era tan osado ni tan loco como para surcar aquel mar embravecido.

El capitán había decidido no fondear en el puerto de Armen Rodes, sino en una pequeña bahía contigua. Un abrigo natural cuya rocosa bocana daba al sureste, a resguardo del rigor del viento. Por vez primera las tripulaciones de cada nave pudieron verse la cara, saludarse, reírse, mofarse unos de otros y rivalizar por ver quién tiraba el ancla con más destreza y en mejor fondo. Otros, los más vagos, competían por ver quién lanzaba el escupi-tajo a mayor distancia.

Los clérigos se sorprendieron al contrastar la diferencia entre la tranquilidad de las aguas en el lugar donde fondeaban y las que, poco más allá, fuera de la ensenada, se agitaban violenta-mente. Frente a ellos, detrás del puerto se recortaba un enorme macizo montañoso. Mare se acercó parsimoniosamente hacia los monjes y les comentó, señalándolo con la mirada, que aquello que admiraban era la última estribación del Pirineum. Su caída vertical sobre el mar y el verde exuberante de la montaña los ma-ravilló. Más arriba, en la cima, advirtieron el perfil de un peque- ño puesto de vigilancia. Preguntaron sobre uno y otro detalle al capitán, que con tono despectivo y resiguiendo con su mano el paisaje, les indicó:

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—Las pequeñas edificaciones que se divisan junto al puerto son los refugios de los pescadores de la villa, que está un poco más elevada; desde aquí prácticamente no puede distinguirse pues queda sumergida en la hondonada que hay sobre la bahía. La fortificación que veis más arriba, ya en la cima, es una torre de vigilancia, y a su derecha, un poco más abajo, aunque desde aquí tampoco puede apreciarse con claridad, quedan los restos de un templo muy antiguo, donde ahora se alza una pequeña ermita que, según dicen, erigió un santo, un tal Pablo Sergio.

—Sí, sabemos de él –dijo Poncio.—Pues entonces sabréis que vivió allí entregado a la vida ere-

mítica. En su interior está el altar que levantó con sus propias manos. Esa es, precisamente, la segunda opción, y a fe mía que la única vez que la visité, me pareció en muy mal estado, por no decir ruinosa. Lamentablemente no tengo más datos que ofre-ceros.

Los clérigos quedaron en silencio, algo consternados por las parcas indicaciones que les había dado el capitán, pero, al mismo tiempo, felices por tener ante sí un paisaje solemne, lleno de vege-tación, y por contemplar por fin piedras cristianas.

Pasaron tres días, y el viento no amainó. La marinería y tam-bién el propio capitán mostraban síntomas de cierta inquietud. Al amanecer el capitán, con toda discreción, reunió por vez primera a los clérigos en su camarote.

—El tiempo no cambia y necesitamos víveres. Voy a mandar unos marineros a que se provean de agua y comida, por lo que en breve lanzarán los chinchorros. Os aconsejo, por vuestra seguri-dad, que aguardéis el segundo turno para desembarcar. Proveeré lo necesario para que os lleven a tierra.

Tras un breve paréntesis, que los monjes aprovecharon para sonreír y alabar a Dios, el capitán continuó su explicación:

—No son muy buenas las noticias que debo expresaros, pues intuyo que ese viento nos impedirá avanzar hasta nuestro desti-no final. Por lo tanto, y siguiendo las instrucciones recibidas del pontífice, debo ordenaros que inspeccionéis la montaña y locali-céis la ermita y el altar del que os he hablado. Os puedo asegurar, no sin tristeza, que el mal tiempo puede durar más de una sema-

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na, y muy probablemente empeorará y traerá consigo lluvias y tormentas.

Aquella manifiesta contrariedad se tornó en ansiedad por pi-sar tierra firme. La escasa distancia que los separaba de la monta-ña de Armen Rodes ilusionó a los clérigos. Correspondió a Pon-cio notificarles que todos, a excepción de tres de ellos, que se quedarían a custodiar los sagrados restos, partirían a tierra.

Al poco, Poncio, Feliu y Epicinio, junto con seis de los clérigos llegaron a tierra firme salvando el escaso tramo que separaba la nave de las rocas. Al pisar una gran losa, impregnada de algas y pequeños mejillones, se arrodillaron, y ante las risas y la mirada atónita de la tripulación, empezaron a besar el suelo y a loar de nuevo al Señor. Luego, tras incorporarse se unieron al grupo, y después de rodear por unos instantes la orilla, se adentraron en el bosque, camino de la montaña. En un punto determinado del trayecto, los marineros, entre sonoros cánticos y risotadas, se separaron de ellos, tomando la dirección del puerto de Armen Rodes. Más tarde supieron, que al igual que hicieran los soldados de las otras dos embarcaciones, además de víveres y agua, busca-ban mujeres y vino.

Los religiosos se quedaron solos en la falda de la montaña. Ninguno de ellos supo disimular su temor. Estaban en tierras extrañas y nada sabían sobre aquel territorio ni sus habitantes. Ya no tenían escolta y tampoco iban armados. Desconocían, además, que Mare, aunque fuera intermitentemente, los vigilaba a través de su catalejo y disponía de un pequeño retén de soldados para acudir en su ayuda si fuera preciso. Ascendieron muy lentamente la montaña en línea vertical, intentando no perder la visión de los barcos ni del puesto de vigilancia que se levantaba en la cima de la montaña. Pero aún así, el relieve los obligaba en muchas oca-siones a perder de vista sus dos únicos puntos de referencia. Se internaron en los espesos bosques de la montaña, repletos de ro-bles, encinas, castaños, y otras especies, que conformaban una densa y exuberante vegetación. Durante la ascensión se arañaron todas las extremidades. El sudor, y en ocasiones la sangre, llega-ron a empapar sus toscas ropas. Las ligeras sandalias no sirvieron para impedir que los pies se les llagaran y quedaran cubiertos de

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espinas. A ratos se sentaban en círculo para quitarse los pinchos y las astillas, limpiarse las heridas y recobrar el resuello. Tal era su estado de excitación y temor que prácticamente no pronunciaron palabra alguna. Solo rompieron el silencio para recordarse mu-tuamente que desde hacía días no pronunciaban los salmos ni practicaban los oficios a los que su condición los obligaba.

Poco después del mediodía alcanzaron la cima, a los pies de una elevada construcción, que, como bien había dicho el capitán, solo constaba de una alta torre de vigilancia. Entraron temerosa-mente en el recinto, pero no encontraron nadie en su interior. Aquellas enormes piedras, negras y enmohecidas que ascendían hacia el cielo en forma cilíndrica custodiaban un simple carro desvencijado y un chamizo. El suelo, de tierra gris, estaba motea-do por el amarillo oro de la paja.

Mientras unos y otros tomaban posiciones hasta cerciorarse de que, efectivamente, el lugar estaba abandonado, Poncio apro-vechó para preparar un breve refrigerio junto a la muralla norte, a resguardo del viento. Los clérigos fueron tomando sus raciones sin quitar ojo a todo cuanto los rodeaba. Poco después, tras unos sorbos de agua decidieron internarse en la torre y ascendieron por las escaleras de piedra, simples losetas hincadas en los mu- rallones. Pese al vértigo, los dolores musculares y los restos de espinas que todavía les herían los pies, finalmente alcanzaron el puesto de vigía. Una vez arriba, quedaron boquiabiertos ante el impresionante paisaje que se les ofrecía. Veían los barcos a sus pies, el puerto de Armen Rodes y, a su derecha, dos pequeñas poblaciones. Pero lo que les resultó más impresionante fue la ex-tensísima porción de mar que quedaba frente a ellos, y la inmen-sidad de tierra incógnita que se revelaba a sus espaldas. La visibi-lidad era portentosa. No había ni una sola nube ni ningún otro elemento que enturbiase el paisaje. El viento y el sol ofrecían una claridad incomparable, una atmósfera límpida que brillaba de forma especial. Ninguno de ellos albergó duda alguna sobre el valor estratégico de aquella torre enclavada sobre aquella peque-ña península. Desde ahí se dominaba tierra y mar, y se abrazaban unos horizontes tan vastos y lejanos como la vista les permitía imaginar.

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Uno de los clérigos se percató de que en la misma atalaya, sobre una gran mesa de piedra, había restos de una hoguera. Pon-cio se acercó. Las cenizas estaban frías pero todavía polvorientas.

—Es muy reciente —señaló Poncio.—O simplemente no ha llovido desde que fue prendida

—añadió Feliu, con ánimo tranquilizador.Aquel breve comentario los dejó sumidos de nuevo en un

profundo desasosiego ante la incógnita de quiénes pudieran ser sus verdaderos ocupantes. Tenían prisa por bajar, pero Feliu los retuvo para advertirles sobre la existencia de otras construccio-nes próximas. En efecto, algo más a la izquierda se divisaban los restos de una edificación: algunos muros, casi derruidos, se alter-naban con trozos desperdigados de columnas. Bajaron apresu- radamente y se dirigieron a la zona indicada por Feliu. Era un sendero corto, estrecho y muy inclinado, que desembocaba direc-tamente sobre las ruinas. Los clérigos se dispersaron para recono-cer el terreno. Les llamó la atención la infinidad de piedras, mu-ros, pilares y columnas que se encontraban por toda la zona. La alerta cundió entre ellos cuando en un área muy reducida empe-zaron a tropezarse con innumerables fragmentos de capiteles, cuyas formas y decoración en modo alguno podían ser cristianas. Feliu los reunió y sin ocultar su consternación, enunció lo que los demás ya presentían.

—Son restos de templos paganos. ¿Por qué razón nos han enviado aquí?

Nadie se aventuró a contestar. Rebuscaron en toda la zona hasta que por fin uno de los religiosos detectó un gran agujero en la tierra tras el muro que se encontraba en mejor estado. Llamó a voz en grito a los demás. Todos acudieron en una veloz y frenéti-ca carrera, que les hizo olvidar, por un momento, las heridas de sus pies. La boca se abría sobre la roca natural y por él descendían unos peldaños toscamente tallados. Uno a uno fueron descen-diendo hacia el interior de la gruta, hasta percatarse de que, en el centro, e iluminado por un haz de luz, se levantaba un primitivo altar.

—¡El altar de san Pablo Sergio! —exclamó Feliu—. Entonces, todo cuanto nos dijeron era cierto.

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Los clérigos se arrodillaron ante el altar y dieron gracias a Dios por guiar sus pasos hasta el destino encomendado. Luego, tras alzarse miraron a su alrededor. Era una cueva con dos estan-cias naturales, parcialmente talladas en la roca. No había más detalles que observar, salvo aquel altar y una pequeña pila bau-tismal.

—Aquí es donde debió de vivir san Pablo Sergio. ¡Qué humil-dad y qué grandeza de espíritu! —murmuró Poncio.

Todos asintieron, pero pronto aquella expectación por pisar el lugar santo se desmoronó. Los congregados cayeron en la cuenta de que aquel lugar resultaba inútil para sus propósitos. Ninguno de los presentes concebía que aquella cueva pudiera servir como escondite de los restos sagrados que tan celosamente preserva-ban. Su entrada era demasiado evidente y, a buen seguro, perfec-tamente conocida por la gente del lugar. Todos ellos empezaron a hablar desordenadamente en una vana discusión sobre la solu-ción que podían dar a aquella grave situación.

Tras esperar unos instantes, Feliu tomó la palabra:—Desgraciadamente hermanos, parece que los consejeros de

Su Santidad desconocían los detalles de esta cueva, o, en su caso, del estado ruinoso del templo que se edificó en ella. El lugar es bello, pero lo cierto es que no reúne ninguna de las condiciones necesarias para llevar a cabo el encargo que personalmente recibí de Su Santidad.

Tras un breve respiro y después de observar nuevamente su alrededor, añadió:

—Definitivamente, no es apta para dejar las sagradas reli-quias. Creo que todos estáis de acuerdo conmigo.

—Y tampoco –añadió Poncio—, debemos considerar adecua-do que las reliquias queden dentro de un recinto pagano, donde solo Dios sabe que ídolo debían de venerar. Así pues, bajemos hasta la costa y comuniquemos al capitán que este lugar no es el conveniente para los propósitos de Su Santidad.

—Es cierto –concluyó Feliu—. Él debe llevarnos al destino definitivo, que, a buen seguro, reunirá mejores condiciones que las presentes. Por fortuna, y tal como dijo el papa, este no es más que un destino intermedio.

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—¿Pero cuál es el destino final? —preguntó uno de los reli- giosos.

—Solo el capitán lo sabe. Es evidente que estamos llevando a cabo una misión secreta, y así fuimos avisados por Su Santidad. Pero debo confesar, hermanos, que ese secretismo me confunde. Por un lado, solo nosotros sabemos el sagrado contenido de los fardos. Por otro, únicamente el capitán, y quizá su ayudante, sa-ben los lugares en los que debemos depositar las reliquias. En mi opinión, ni los marineros ni las naves que nos custodian tienen la menor idea de nuestra misión ni de nuestro destino. Nadie, ex-cepto el pontífice conoce toda de la operación. Así que creo llega-do el momento de parlamentar seriamente con el capitán.

Abandonaron la cueva apesadumbrados y bajaron por la montaña siguiendo un camino estrecho y tremendamente revira-do. Al poco, la senda se bifurcaba; a su izquierda nacía una nueva vereda. Feliu, que iba al frente, se internó por ella y los demás lo siguieron. Para alegría de todos ellos tropezaron con una fuente de agua fresca donde los pobres religiosos se hartaron de beber. Su frescura les hizo beber mucho más de lo que realmente necesi-taban, y quedaron tan encharcados que aprovecharon para sen-tarse y lavarse las numerosas heridas de pies, tobillos, manos y brazos, que en muchos de ellos ya presentaban un aspecto tume-facto.

Luego, y tras dar de nuevo gracias a Dios, volvieron sobre sus pasos hasta llegar al camino que habían abandonado. Desde ahí tomaron una senda que los perdió en lo más profundo del bosque. Intentaron buscar de nuevo la pista, pero fue en vano. Siguieron bajando absolutamente desorientados, con el temor y la prudencia propios de quien anda hacia lo desconocido. Solo el mar, en el horizonte, les proporcionaba de forma intermitente su situación en aquella frondosa arboleda. El nerviosismo se apode-ró de ellos. Los únicos vestigios humanos que encontraron a su paso fueron unas grandes piedras verticales hincadas en el suelo. Los clérigos conocían el origen pagano de aquellos monolitos, y de su relación con la brujería y los ritos diabólicos. Nadie hizo comentario alguno, pero todos se persignaron ante aquella pre-sencia.

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La bajada se hizo larga y penosa, pero, cuando menos lo espe-raban, se encontraron frente a la costa y muy cerca de allí pudie-ron divisar los barcos. Al llegar, tras relevar a los clérigos que custodiaban las reliquias, Feliu, Poncio y Epifanio entablaron una dificultosa conversación con el capitán. Lo pusieron en antece-dentes de todas sus andanzas, para finalmente advertirle que la cueva de san Pablo Sergio no reunía las condiciones mínimas para abandonar allí las reliquias. Insistieron entonces en la nece-sidad de proseguir el viaje por mar, hasta llegar al destino final que tenían encomendado.

—Eso es imposible —dijo enojado el capitán—. Ese viento nos impide movernos. No podemos navegar ni hacia atrás ni hacia adelante. Si aquí sopla ese viento del diablo, imaginaros como encontraremos el mar cuando doblemos el cabo.

El capitán se tomó un respiro para cavilar. Mostraba por pri-mera vez un miedo inusitado.

—¡No, no! —exclamó el capitán señalando hacia el este—. Nada podemos hacer y el tiempo está agotándose. La única posi-bilidad, y muy remota, es que mañana el viento desaparezca. De lo contrario, y siguiendo las instrucciones recibidas, deberéis dar por finalizada aquí la misión.

El capitán dio la espalda a los religiosos y se marchó, absolu-tamente contrariado, ante la mirada resignada de los clérigos. Todos sabían que nada conseguirían de aquel oficial, por lo que, uno tras otro se internaron en la bodega del barco para servirse el rancho de la noche.

Para desesperación de todos, el día siguiente amaneció con el mismo viento huracanado. Tras el desayuno, Poncio, Feliu y Epi-cinio se reunieron en la bodega. La charla duró lo justo para ad-mitir que nada más podían hacer. Esa era sin duda la voluntad divina.

No se atrevieron a discutir con el capitán, por lo que simple-mente le pidieron que les facilitara uno de los botes. En silencio, los doce religiosos, con las reliquias en brazos, ocuparon sus luga-res en la chalupa. Finalmente, la tripulación les entregó algunas de las herramientas que habían solicitado: palas, sogas, picos, cuñas y mazos. Dos de los marineros los acompañaron hasta la

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orilla. Una vez allí encaminaron sus pasos en la misma dirección por la que habían descendido el día anterior, para acabar inter-nándose en el primer bosque, todavía próximo a la costa.

Enzarzados entre arbustos y lianas pasaron frente a una pe-queña oquedad en la roca. Nadie le prestó atención a excepción de Feliu, que mandó parar, se aproximó y miró en su interior. Comprobó con satisfacción que aquel agujero, inicialmente muy estrecho, una vez dentro, se agrandaba de forma imprevista. Fe-liu desapareció por unos momentos para examinar detenidamen-te todos los recovecos, y al poco salió al exterior. Llamó a Poncio y Epicinio y se sentaron junto a la entrada de la cueva. Feliu que-dó pensativo durante unos momentos.

—Creo que debemos reconsiderar nuestro objetivo.—¿En qué sentido? —preguntó Epicinio.—Si nuestra misión es preservar temporalmente estas reli-

quias, a la espera de que Roma vuelva a ser una ciudad segura, creo que estamos obligados a modificar los planes. Serán algunas semanas, máximo unos pocos meses, el tiempo que transcurrirá hasta que volvamos aquí para recuperar las reliquias. Si la cima de la montaña no nos merece tal confianza, soy partidario de de-jar los sagrados restos en esta cueva.

Todos se sorprendieron ante esa posibilidad. La reacción de Poncio y Epicinio fue internarse en ella. Salieron, y tras sentarse de nuevo en la entrada quedaron pensativos unos instantes.

—Quizá tengas razón —manifestó Poncio—, no cabe duda de que parece un refugio mucho más seguro que la cueva de Pablo Sergio.

—Es cierto —asintió uno de los religiosos—, pero esta gruta no es un lugar sagrado. Es tierra pagana, al igual que todo lo que nos rodea.

Un breve silencio se hizo entre ellos, hasta que Feliu reaccionó con su habitual agudeza.

—Cierto, Ubertino, pero nada ni nadie nos impide santificarlo ahora.

Feliu se levantó y preso de una gran agitación exclamó:—¡La santificaremos con los restos más sagrados de la cris-

tiandad!

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El propio Feliu organizó a los religiosos en dos grupos. El pri-mero se dedicó a terraplenar y adecentar el interior de la cueva, mientras que el segundo se encargó de inspeccionar los alrede- dores en busca de tres grandes losas para erigir un improvisado altar en el interior de la cueva. Las ideas bullían en la mente de Feliu de forma impetuosa, y ya nadie dudaba de su acierto.

El conjunto guiado por Poncio, acabó rápidamente la tarea encomendada.

—Ya está preparado —exclamó Poncio.—No, no lo está —contestó Feliu con decisión—. Ahora de-

béis cavar cinco agujeros y después localizar cinco losas para ta-parlos.

Poco a poco, y tras grandes esfuerzos, el segundo grupo, el más numeroso, fue transportando las tres piedras solicitadas, haciendo uso de las cuerdas y picos que les había entregado la tripulación.

Cuando la cueva quedó modestamente dispuesta según lo pre-visto por la ágil mente de Feliu, los religiosos se vieron obligados a abandonarla ante la gran cantidad de polvo levantado, que hacía que el ambiente fuera irrespirable. Mientras esperaban a que la polvareda se asentase, se prestaron para ayudar al resto de los reli-giosos. Todos ellos se dedicaron a la lenta y ardua tarea de trabajar las piedras. En primer lugar se dispusieron para labrar una gran cruz sobre la piedra que debería servir de altar. Luego se emplea-ron en dar forma rectangular a las cinco pequeñas losas. Las acaba-ron de tallar y procedieron a dibujar las inscripciones que Feliu les iba indicando. Las piezas eran toscas y las inscripciones muy pri-mitivas, pero perfectamente aptas para la finalidad perseguida.

Pasó mucho tiempo hasta que, por fin y aunque de forma ru-dimentaria, quedó todo dispuesto. Feliu se arrodilló justo en la entrada de la cueva y los demás lo imitaron. Después de unos breves cánticos, se inició una misa igualmente abreviada, y luego, muy lentamente, depositaron los restos en cada una de las oque-dades abiertas, respetando escrupulosamente el orden estableci-do por Feliu. Más tarde cubrieron las reliquias con las losas.

Tras una larga bendición salieron de la cueva y fueron en busca de una gran piedra para tapar la entrada. Aquella tarea les llevó

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mucho más tiempo de lo previsto, pues la roca adecuada distaba un buen trecho. Su transporte se hizo extraordinariamente pesado y duro. Deslizaron desde arriba la piedra sobre la entrada y, ayu-dándose de troncos, consiguieron cegarla. Luego tiraron tierra so-bre ella, y la cubrieron de ramas y matorrales. Todos estaban exte-nuados, pero su gozo evitó que el cansancio hiciera mella en ellos.

Regresaron a los barcos ufanos y satisfechos. Se dirigieron al capitán y le confirmaron que habían procedido según sus instruc-ciones. El capitán mostró discretos signos de complacencia; oca-sión que los clérigos aprovecharon para interesarse sobre el futuro inmediato. El capitán les pidió calma ya que el viento era todavía demasiado potente para zarpar y los instó a que esperaran a la ma-ñana siguiente. Feliu y el resto se hicieron cargo de la situación. No obstante, y dentro de aquel excepcional marco de afabilidad, los religiosos exigieron del capitán un deseo que necesariamente de-bía serles concedido. El capitán los miró con sorpresa y cierta in-dignación, pues no estaba acostumbrado a atender solicitudes.

—¿Cuál es ese deseo?—Cenar en tierra firme y dormir sobre las piedras —contestó

con ironía Feliu.—Bien, si como decís ya habéis cumplido con lo ordenado por

el pontífice, la solicitud os es concedida. Pero con la condición de que os quedéis en la orilla, justo frente al barco, pues desconozco qué tipo de alimañas habitan este lugar.

Los religiosos partieron en una chalupa hacia la costa, acom-pañados por dos marineros. Una vez allí cenaron, se lavaron las heridas con el agua del mar y se tumbaron esperando que el sue-ño los alcanzara. Pero a pesar de estar agotados no pudieron sosegarse hasta muy entrada la noche. Víctimas de un extraño hechizo, y por mucho que se agarraron a las rocas, su cuerpo y su mente seguía a merced del oleaje.

Despertaron al amanecer mucho más relajados. Después de asearse y lavarse nuevamente las heridas, fueron recogidos por la marinería y volvieron al barco.

El viento había amainado notablemente. Tras el desayuno, se vieron en condiciones de solicitar del capitán, una vez más, que les revelara cuál era el destino final.

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—Me ordenaron que jamás y bajo ningún concepto desvelara los destinos de forma anticipada. Solo puedo deciros que estamos a una jornada en dirección sur. Pero a pesar de su proximidad nunca tomaremos ese rumbo.

Feliu protestó firmemente y, tras amenazar al capitán con po-nerlo en conocimiento de Su Santidad, exigió que los llevara has-ta aquel oculto destino. El capitán pareció no inmutarse, desapa-reció de la cubierta y entró en su camarote. Feliu y su séquito siguieron al capitán.

—¿Qué piensa hacer? —preguntó Feliu al oficial.—Esperar al mediodía y zarpar de regreso a Roma.—Pero y si al mediodía amaina el viento ¿se compromete a ir

hacia el sur?El capitán sonrió tomándolos por locos.—Mucho debe amainar para que así sea. Volver a Roma con

este tiempo es osado, pero intentar doblar ese cabo es una locura que a Dios gracias no comparto con vosotros. Estas aguas son traicioneras, y bordear esa punta requiere de una mar en total calma, y eso es imposible que ocurra hoy.

—Rezaremos para que así sea —contestó Feliu.El tiempo fue transcurriendo y la actividad sobre el barco era

cada vez más febril. Ya se habían cargado los víveres en cada uno de los navíos y los marineros se entretenían desdoblando y revi-sando las velas, mientras esperaban la orden para zarpar.

Al poco, y tras los gritos e improperios del capitán, el barco empezó una suave maniobra que dispuso la proa hacia el norte. Era una maniobra delicada que apenas requería de velamen. La tripulación era consciente de que la mayor dificultad radicaba en que, una vez tomado el rumbo, había que desplegar las velas manteniendo un orden escrupuloso. El barco salió del refugio y empezó a acusar las cabezadas del mar. Por un error de la mari-nería de popa, las velas se abrieron al unísono, sin respetar el or-den establecido. El barco se escoró tanto que fue necesario arriar varias velas. La nave recuperó su estabilidad pero quedó a mer-ced de las olas que la arrastraban contra la costa. El capitán dio una vez más las órdenes precisas para izar debidamente las velas, pero la embarcación ya no tenía espacio para virar y volver al

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punto de partida. Los barcos que la flanqueaban, mucho más ági-les, acometieron bien la maniobra, pero se vieron obligados a suspender la acción ante el inminente peligro de colisionar unos con otros. El capitán chillaba enfurecido golpeando a todo aquel que se le ponía por delante; no podía aceptar haber caído en aque-lla trampa mortal. El pánico cundió entre la tripulación. Mare comprobó que solo le quedaba una posibilidad, y ordenó izar nuevamente las velas y salir a mar abierto. La maniobra fue difícil y peligrosa, ya que se vieron obligados a pasar a muy poca dis-tancia de los escollos. Finalmente los barcos salieron a mar abier-to. Una vez allí, el capitán se percató de que el viento del norte y el oleaje eran mucho más fuertes de lo que nadie podía imaginar. Mare, que ya se había quedado afónico de gritar a la tripulación, se dirigió a los clérigos, y les chilló como nunca antes lo había hecho:

—¡Sois unos malditos! No sé qué diabólicas oraciones habéis pronunciado, pero ya no nos queda más remedio que seguir ha-cia el sur, es imposible ir contra el viento. A lo mejor tenéis suerte y podréis ver el que era vuestro destino. ¡Situaos en la proa, aquí molestáis a la tripulación!

El barco consiguió alejarse de la costa, y se preparó para al-canzar aquel temible cabo. Pese a que el viento soplaba violenta-mente y que navegan muy escorados, lo cierto era que el rumbo se mantenía firme. Pasó algún tiempo, lo suficiente para que pa-reciera que las condiciones adversas pudieran estar controladas, pero aquella ilusión duró solo un instante. Cuando estaban a punto de doblar el cabo, el oleaje empezó a venir de todas las di-recciones, como si el mar deseara estrangular aquel navío. Era tal la fuerza del viento que el mar rebotaba contra la costa originan-do nuevas olas que se internaban en el mar. Los barcos estaban atrapados entre dos fuerzas opuestas. El viento rolaba y su velo-cidad aumentaba hasta lo imposible. El capitán no pudo disimu-lar su incapacidad para salir de aquella encrucijada. Era conscien-te de que si seguía hacia el sur el oleaje los llevaría hasta las rocas y el naufragio estaba asegurado; si, por el contrario, ponía proa al norte, el barco se desarbolaría. Solo le quedaba la posibilidad de internarse en el mar.

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En aquellos instantes la proa del barco empezó a rebasar el cabo. Fue entonces cuando el capitán ordenó cambiar el rumbo hacia el este. Mandó arriar las velas durante un instante, esperan-do que el propio barco virara, para, inmediatamente después, izar las velas y tomar el rumbo definitivo. La maniobra fue co-rrecta, pero el viento y el oleaje impidieron que el velamen ascen-diera por los mástiles con la debida celeridad. El barco quedó a merced de las olas antes de lo previsto, y cuando, por fin, queda-ron las velas desplegadas ya era tarde. El barco se estrelló contra las rocas y se quebró en tres trozos. Tal era la furia del viento y de las olas que no se oyó ni un grito. Solo el crujir de los mástiles y de la quilla. El barco se inclinó hacia babor y fue golpeado por varias olas que acabaron por dejarlo medio hundido, de tal manera que solo la proa quedó por encima de la superficie. Estaban emba-rrancados sobre los escollos. Poco después, una nueva ola se precipitó sobre la embarcación, y las cuadernas de la proa se hi-cieron añicos. El mascarón, un ángel, se volteó como si cobrara vida propia y quedó mirando al cielo. Los otros restos de la em-barcación se precipitaron contra las rocas para que, posterior-mente, las olas los escupieran de nuevo al mar.

Las naves que los custodiaban vieron el desastre desde lejos. Afortunadamente para ellos, el hecho de navegar algo rezagados les permitió proceder a tiempo. Aquellos barcos, mucho más lige-ros y rápidos, pudieron a duras penas maniobrar y, para su fortu-na, poner rumbo mar adentro hasta perderse en el horizonte.

Los escollos quedaron cubiertos de velas, cabos, maderos, as-tillas y, también, de cuerpos humanos. Solo los pocos miembros de la tripulación que quedaron en proa mantenían esperanzas de salvación. El resto se ahogó irremediablemente. Parte de la tripu-lación de popa salió a flote e intentó llegar hasta las rocas, pero, poco a poco, aquellos escollos que inicialmente podrían ofrecer la salvación de muchos resultaron ser un suplicio eterno. Los hom-bres eran arrancados de las rocas y devueltos al mar, la masa de agua los engullía ávidamente, para acabar lanzándolos de nuevo contra las cortantes rocas de los acantilados. Era como si el mar deseara su alma y luego rechazara los cuerpos. La visión era apo-calíptica.

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En proa solo se encontraban tres de los doce religiosos. Ni Feliu, ni Poncio, ni Epicinio estaban entre ellos. Afortunadamente para los tres supervivientes, el mástil de proa quedó enganchado en los acantilados. Presos del pánico, se sujetaron a la vela y fue-ron trepando por el mástil hasta llegar a las primeras rocas del acantilado. Habían conseguido quedar fuera del alcance de la violencia del mar, pero estaban aterrorizados y absolutamente agotados. A su alrededor solo había cadáveres flotando en el agua o trabados entre las afiladas rocas.

Los tres clérigos ascendieron penosamente por el precipicio, agarrándose con manos y pies a las peñas hasta que perdieron el conocimiento. Quedaron entre aquellas rocas durante dos días, hasta que la tempestad amainó, esperando en vano que alguna de las otras embarcaciones acudiera a rescatarlos. Desesperados, decidieron ascender a la cima, rodeando la montaña, y se instala-ron en la torre de vigilancia que días atrás habían contemplado. Tenían la esperanza de que, desde allí, podrían divisar los barcos de la escolta, que acudirían a su rescate. Pero eso no ocurrió nun-ca. Pasados los días, y con la mente ya trastornada se quedaron en aquellos parajes haciendo vida eremítica, igual que antaño hicie-ra san Pablo Sergio. Encontraron cuevas, las rehabilitaron, vivie-ron y oraron en ellas. Ocasionalmente, durante breves destellos de lucidez, exploraron la zona a fin de recuperar las reliquias, pero nunca dieron con ellas. Entristecidos, decidieron quedarse en aquel paraje para siempre, viviendo bajo la presencia invisible de los restos sagrados.

Los barcos de guerra llegaron a Roma. Sus noticias fueron tan tristes como escuetas: el barco, el capitán, los tripulantes y los re-ligiosos habían naufragado, pero la misión se había cumplido exitosamente. Las santas reliquias estaban a salvo lejos de Roma.

Meses más tarde, los barcos regresaron a Armen Rodas y los enviados ascendieron por la montaña, hasta encontrar el altar de Pablo Sergio, pero nunca hallaron las reliquias que buscaban.

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