Opción por los pobres. Jon Sobrino

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OPCIÓN POR LOS POBRES Jon SOBRINO Koinonia Relat 251 La opción por los pobres ha surgido en América Latina, continente mayoritariamente pobre y cristiano. Puebla la remite a Medellín, “que hizo una clara y profética opción preferencial y solidaria por los pobres”, (n. 1134) y consagra la expresión «opción preferencial por los pobres” en el contexto de la misión evangelizadora de la Iglesia. Con esa opción se quiere indicar tanto el destinatario como el contenido de la evangelización: La opción preferencial por los pobres tiene como objetivo el anuncio de Cristo salvador que los iluminará sobre su dignidad, los ayudará en sus esfuerzos de liberación de todas las carencias y los llevará a la comunión con el Padre y los hermanos, mediante la vivencia de la pobreza evangélica (n. 1153). La fundamentación de la opción está en la evangelización del mismo Jesús (n. 1141) y en la defensa y amor de Dios hacia ellos por el mero hecho de ser pobres (n. 1142); históricamente está exigida «por la realidad escandalosa de los desequilibrios económicos en América latina” (n. 1154). En cuanto opción pastoral, esta opción es preferencial, no excluyente; no significa, por tanto, desatender la evangelización de otros, aunque se insinúa que incluso para la evangelización de los que no son pobres esta opción es muy importante y necesaria: El testimonio de una Iglesia pobre puede evangelizar a los ricos que tienen su corazón apegado a las riquezas, convirtiéndolos y liberándolos de esta esclavitud y de su egoísmo (n. 1156). Esta opción, por último, aunque formulada por la Iglesia latinoamericana, ha alcanzado validez universal. Así se reconoce en el sínodo extraordinario de obispos en 1985 o en la Congregación General XXXIII de la Compañía de Jesús en 1983. La opción por los pobres significa una importante novedad en la determinación de la misión de la Iglesia; su novedad e importancia, sin embargo, van más allá de lo misionero-pastoral. La determinación del destinatario preferencial de la misión de la Iglesia desencadena una lógica y un dinamismo que lo permea todo, de modo que la opción por los pobres no se reduce a determinar el destinatario de la misión, sino que configura todo el hacer y ser de la Iglesia, su fe, esperanza y caridad; se presenta incluso como una forma de vivir y actuar en este mundo y de ser simplemente un ser humano. Así se desprende ya del documento de Puebla. Alrededor de la opción por los pobres, Puebla menciona cómo el destinatario hace repensar lo que es su evangelización, repensar la vida interna de la Iglesia y sus estructuras, repensar la dirección del proceso evangelizador, pues una Iglesia que evangeliza a los pobres se encuentra evangelizada por ellos. Al fundamentar su opción en Dios y en Cristo, se ve objetivamente forzada a repensar quién es ese Dios y ese Cristo. La opción por los pobres es, pues, mucho más que la determinación del destinatario; tiene la virtualidad de hacer replantear la totalidad de lo eclesial, de la fe y de lo humano. La opción por los pobres es una opción por una vida y una fe. Y desde este punto de vista queremos enfocar estas páginas. Pero

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OPCIÓN POR LOS POBRES

Jon SOBRINO

Koinonia Relat 251

La opción por los pobres ha surgido en América Latina, continente mayoritariamente pobre y cristiano. Puebla la remite a Medellín, “que hizo una clara y profética opción preferencial y solidaria por los pobres”, (n. 1134) y consagra la expresión «opción preferencial por los pobres” en el contexto de la misión evangelizadora de la Iglesia. Con esa opción se quiere indicar tanto el destinatario como el contenido de la evangelización:

La opción preferencial por los pobres tiene como objetivo el anuncio de Cristo salvador que los iluminará sobre su dignidad, los ayudará en sus esfuerzos de liberación de todas las carencias y los llevará a la comunión con el Padre y los hermanos, mediante la vivencia de la pobreza evangélica (n. 1153).

La fundamentación de la opción está en la evangelización del mismo Jesús (n. 1141) y en la defensa y amor de Dios hacia ellos por el mero hecho de ser pobres (n. 1142); históricamente está exigida «por la realidad escandalosa de los desequilibrios económicos en América latina” (n. 1154). En cuanto opción pastoral, esta opción es preferencial, no excluyente; no significa, por tanto, desatender la evangelización de otros, aunque se insinúa que incluso para la evangelización de los que no son pobres esta opción es muy importante y necesaria:

El testimonio de una Iglesia pobre puede evangelizar a los ricos que tienen su corazón apegado a las riquezas, convirtiéndolos y liberándolos de esta esclavitud y de su egoísmo (n. 1156).

Esta opción, por último, aunque formulada por la Iglesia latinoamericana, ha alcanzado validez universal. Así se reconoce en el sínodo extraordinario de obispos en 1985 o en la Congregación General XXXIII de la Compañía de Jesús en 1983.

La opción por los pobres significa una importante novedad en la determinación de la misión de la Iglesia; su novedad e importancia, sin embargo, van más allá de lo misionero-pastoral. La determinación del destinatario preferencial de la misión de la Iglesia desencadena una lógica y un dinamismo que lo permea todo, de modo que la opción por los pobres no se reduce a determinar el destinatario de la misión, sino que configura todo el hacer y ser de la Iglesia, su fe, esperanza y caridad; se presenta incluso como una forma de vivir y actuar en este mundo y de ser simplemente un ser humano. Así se desprende ya del documento de Puebla. Alrededor de la opción por los pobres, Puebla menciona cómo el destinatario hace repensar lo que es su evangelización, repensar la vida interna de la Iglesia y sus estructuras, repensar la dirección del proceso evangelizador, pues una Iglesia que evangeliza a los pobres se encuentra evangelizada por ellos. Al fundamentar su opción en Dios y en Cristo, se ve objetivamente forzada a repensar quién es ese Dios y ese Cristo.

La opción por los pobres es, pues, mucho más que la determinación del destinatario; tiene la virtualidad de hacer replantear la totalidad de lo eclesial, de la fe y de lo humano. La opción por los pobres es una opción por una vida y una fe. Y desde este punto de vista queremos enfocar estas páginas. Pero

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para ello hay que determinar qué se entiende por pobres, qué pobres reales son aquellos por los que hay que optar, de tal manera que optando por ellos se desencadena un proceso no sólo pastoral sino totalizante, jerarquizante y salvífico, un proceso que configura todo lo eclesial, toda la fe y todo lo humano. Y el presupuesto último de este enfoque es -digámoslo desde el principio- que esta opción por estos pobres es lo que tiene mayor capacidad de planificar al ser humano y de humanizar la historia.

I. LOS POBRES POR QUIENES HAY QUE HACER LA OPCIÓN

En el lenguaje cristiano y teológico, también en el lenguaje de Puebla, el término “pobre” puede describir realidades muy diversas. Se puede hablar así, en positivo, de pobreza espiritual, de empobrecimiento para acompañar a los pobres. Ese significado de pobreza es real y es muy importantes que exista su realidad. Describe la subjetividad interior de los seres humanos que se abren a Dios o el proceso de intentar asemejarse a los pobres reales. Pero, siendo esto sumamente importante y necesario, esa pobreza no es aquella de que se habla en la opción por los pobres; y es peligroso si desde ella se quiere determinar a los pobres de la opción y a la opción por los pobres.

El analogatum princeps de pobres, y los pobres de los que se habla en la opción, son antes que nada y en directo aquellos seres humanos para quienes el hecho básico de sobrevivir es una dura carga, para quienes dominar la vida a sus más elementales niveles de alimentación, salud, vivienda, etc., es una ardua tarea y la tarea cotidiana que emprenden en medio de una radical incertidumbre, impotencia e inseguridad. Pobres son aquellos encorvados, doblegados, humillados (anaw) por la vida misma, automáticamente ignorados y despreciados por la sociedad. Estos son los pobres tal como de ellos se habla en los profetas y en Jesús. En lenguaje actual, «pobres» son en primer lugar los socio-económicamente pobres, lenguaje que no debiera sorprender ni ser tachado de ideologizado, pues lo que está detrás de lo socio-económico es el oikos, el hogar, y el socium, el compañero; es decir, las dos realidades fundamentales para todo ser humano: la vida y la fraternidad.

Junto a esta pobreza existe también la socio-cultural, que hace que la vida sea dura carga. Existe la opresión y discriminación racial, étnica y sexual. Muy frecuentemente, por el mero hecho de ser negro, indígena o mujer, la dificultad de la vida se agrava. Esta dificultad añadida es teóricamente independiente de la realidad socio-económica, pero con gran frecuencia, al menos en el Tercer Mundo, acaece dentro de la pobreza socio-económica, con lo cual estos seres humanos son doblemente pobres. Visto el mundo actual como un todo, no cabe duda de que la pobreza socio-económica es lo que mejor describe la pobreza en el mundo, agravada además por la opresión proveniente de determinadas discriminaciones.

Hay que agradecer a Puebla que expresase esta realidad con sumo vigor y sin ninguna ambigüedad. Puebla describe los rostros concretos en que se expresa -«la situación de extrema pobreza generalizada» (n. 31)- de la siguiente manera: niños golpeados por la pobreza antes de nacer, jóvenes frustrados en zonas rurales y suburbanas, indígenas marginados y que viven en situaciones inhumanas, campesinos sin tierra y sometidos a la explotación, obreros mal retribuidos y privados de sus derechos, marginados y hacinados urbanos frente a la ostentación de la riqueza, ancianos marginados y abandonados... (nn. 32-39). Estos rostros concretos expresan “la situación de inhumana pobreza en que viven millones de latinoamericanos», lo cual es juzgado como «el más devastador y humillante flagelo» (n. 29). Este es el significado primario de pobres por los que hay que hacer la opción. Los pobres de la opción no son -como subrepticiamente se los quiere reinterpretar- el simple ser humano, metafísicamente limitado, carente, necesitado y sometido al sufrimiento. Nada de esto se niega, obviamente, en la opción por los pobres. Pero esos pobres no son los pobres de la opción. Pobre no es simplemente el homo doliens, sino aquel que más se parece al no-hombre. Dicho en lenguaje teológico, la pobreza de la que aquí se habla es aquella que va en contra de] primigenio plan de Dios en la creación, un mínimo o un máximo, según se mire: el mundo de la pobreza, mayoritario en el Tercer Mundo, significa que la creación de Dios no ha llegado a ser; que la vida no es lo que está in possessione en la humanidad.

Los pobres de la opción son, además, históricamente pobres; son los empobrecidos por otros. Pobreza no es mera carencia, no es mera dificultad de dominar la vida, sino dificultad de vivir causada por otros e ignominia añadida introducida por otros. Pobreza entonces es pecado, “clama al cielo” (Medellín, justicia 1), «es contrario al plan del Creador y al honor que se merece”, (Puebla 28). Y los pobres son

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dialécticamente pobres. Históricamente, pobre dice relación intrínseca a opresor; dialécticamente, dice relación intrínseca a rico. Puebla asienta la flagrante y creciente diferencia entre ricos y pobres: «La verdad es que va aumentando más y más la distancia entre los muchos que tienen poco y los pocos que tienen mucho» (Mensaje). Pero, además, da la razón: existen «ricos cada vez más ricos a costa de pobres cada vez más pobres» (n. 30). Hay pobres porque hay ricos, y hay ricos porque hay pobres. Pobreza es entonces no sólo carencia de vida, no sólo injusta carencia de vida causada por los opresores, sino que es también la negación formal y más radical de la fraternidad, del ideal del reino de Dios. Como las raíces de la opresión son estructurales, esta pobreza, histórica y dialéctica, se hace masiva y duradera; no es casual y exige cambios profundos de las estructuras (Puebla 30).

Los pobres de la opción son, por último, una realidad política, aspecto menos explicitado que los anteriores en la Escritura y el magisterio, pero no por ello menos real. Su masividad -pues se trata de pueblos enteros pobres-, lo objetivamente insostenible de su situación y la conciencia que van adquiriendo de la pobreza y sus causas, la esperanza que se va generando entre ellos de que la vida es posible y de que hay que luchar por ella, suponen un potencial político que se está actualizando en los países del Tercer Mundo. Pero en la medida en que se actualiza ese potencial, los pobres están sujetos no sólo a la opresión empobrecedora sino también a la represión, como afirma Puebla inmediatamente después de describir los rostros de los pobres (cf. nn. 40-43). De esta forma, pobreza adquiere otra connotación: los pobres que quieren dejar de serlo son frecuentemente reprimidos y asesinados- se asemejan al siervo de Yahvé que, por intentar implantar la justicia, sucumbe bajo la represión.

Los pobres por los que hay que hacer la opción se definen, por tanto, en relación a algo sumamente negativo: la ardua dificultad de dominar la vida en lo más elemental de ella. Esto hay que recalcarlo porque el lenguaje trata de ocultarlo y tiende a plantear la realidad de la pobreza desde otra perspectiva positiva. Se habla así de «países en vías de desarrollo», con lo cual -sea cual fuere la verdad histórica del desarrollo se relaciona pobreza con algo positivo. No se niega, por supuesto, que la pobreza exija éticamente el desarrollo, es decir, el salir de ella. Pero en su realidad histórica, la pobreza dice primariamente otra cosa: esta en vías de muerte. Quizás en lugares industrializados la pobreza pueda ser descrita en relación a lo positivo, en relación a un bienestar no alcanzado todavía, pero que se piensa posible y probablemente alcanzable. Pobreza apunta a lo positivo que se piensa poder conseguir. Pobres son los que todavía no han alcanzado el bienestar, pero están en vías de alcanzarlo. En el Tercer Mundo, sin embargo, pobreza apunta, antes que nada, a lo negativo de lo que hay que huir. En las conocidas palabras de G. Gutiérrez, «pobres son los que mueren antes de tiempo», aquellos que se acercan a la muerte lentamente, debido a estructuras injustas que privan de vida, en sí mismas «violencia institucionalizada” (Medellín, Paz 16), y aquellos sometidos a la muerte rápida y violenta cuando intentan liberarse de su injusta pobreza. Pobreza se relaciona entonces con muerte.

Esto es lo que significa pobreza cuando se habla de opción por los Pobres. No se niega que haya otros significados de pobreza, importantes y necesarios para la realización plena de la vida cristiana; pero se afirma que, cuando se habla de opción por los pobres, se habla de estos pobres. El añadir «preferencial” a la opción -añadidura que tiene sentido en la pastoral- no deja de ser una ironía en la humanidad actual en la que dos terceras partes o más de ella son ese tipo de pobres; y la mirada al futuro, desgraciadamente, los hace aumentar en número. El que se hable de «opción» tiene su importancia. Históricamente al menos supone que hacer de estos pobres el destinatario de la misión de la Iglesia para liberarlos de su pobreza no ha sido práctica habitual ni sigue siendo fácil ni evidente. Se intuye, además, que tomar en serio a ese destinatario es una exigencia grave, costosa y conflictiva; es por ello una decisión honda que hay que hacer en presencia de otras posibles decisiones más tradicionales, conocidas y fáciles; por ello tiene sentido hablar de «opción». Se intuye, por último, aunque esto se va comprendiendo en la medida en que se realiza, que la opción por estos pobres, si quienes optan se introducen en la dinámica histórica que genera esa opción, va mucho más allá de la determinación del destinatario de la misión y el contenido y método de ésta. La opción por estos pobres llega a abarcar todas las dimensiones del creyente y del ser humano; no sólo la dimensión eclesial, sino la dimensión de la fe y de la salvación. Esto es lo que queremos analizar a continuación.

II. DIMENSIÓN HUMANO-CREATURAL

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La opción por los pobres es antes que nada algo con que se confronta cualquier ser humano por el mero hecho de serlo; funge –lógicamente como preámbulo a cualquier fe explícita. Es una fe antropológica en el sentido que da al término Juan L. Segundo y en ese sentido es también una apuesta.

La opción por los pobres es un contenido de la revelación de Dios, pero para descubrirla como tal se necesita con anterioridad lógica -aunque históricamente eso siempre se realiza dentro del círculo hermenéutico- una opción al nivel humano-creatural. El hecho de que la revelación haya sido interpretada tan frecuentemente al margen de la opción por los pobres -y lo mismo ocurre con la liberación, declarada ahora como central al mensaje evangélico, pero tan ignorada en la historia- lo muestra claramente.

Con ello queremos decir que la opción por los pobres es necesaria para comprender la revelación, y lo es porque se realiza al nivel humano-creatural con necesidad, por acción u omisión. Detengámonos, por tanto, en el análisis humano-creatural de la opción. Para hacerlo de forma gráfica y breve, enunciaremos algunos textos de la Escritura como dirigidos a todo ser humano.

1. «La cólera de Dios se revela desde el cielo contra la impiedad e injusticia de los hombres que aprisionan la verdad en la injusticia» (Rom 1,18). Esta afirmación paulina dice que no es nada fácil ver la verdad de las cosas y que existe, más bien, una intrínseca concupiscencia a aprisionar esa verdad. Llegar a conocer la verdad de la realidad, respetar la verdad de lo que las cosas son es entonces conversión y conversión primaria ante la tentación de tergiversar y someter la verdad. En negativo afirma Pablo lo que ocurre cuando se da el sometimiento de la verdad. En lenguaje teológico, aparece la cólera de Dios, la realidad se opaca y no revela a Dios, el corazón del hombre se entenebrece y Dios le entrega a toda suerte de abominaciones. En lenguaje histórico, la realidad clama y protesta, pero se oculta su verdad más íntima, el ser humano se ciega y se deshumaniza. Y esto vale, en el fondo, para todos: gentiles y judíos.

En este contexto la opción por los pobres afirma en primer lugar que la verdad de la realidad de nuestra historia se transparenta más desde los pobres, tal como se les ha descrito, que desde ellos se llega a conocer lo que es más flagrante de la historia y la totalidad de nuestro mundo. Afirma por ello -aunque en un primer momento es una apuesta- que desde ahí hay que ver la realidad y que, históricamente al menos, el llegar a ver la realidad desde ahí es conversión, es hacer contra otras perspectivas desde las cuales llegar a conocer la verdad: poder, humanidad universalizada y abstracta, el más allá, etc.

Estas afirmaciones nada tienen de puramente teóricas. El mundo de hoy -y su propaganda- hace todos los esfuerzos posibles para que no aparezca la verdad de la realidad. Intenta hacer creer que el ser humano es el del Primer Mundo, del cual participarían analógicamente, para su propia humanidad, la mayoría de seres humanos en el Tercer Mundo. Intenta tergiversar la realidad de los pueblos crucificados convirtiéndolos en países en vías de desarrollo; situaciones inhumanas, como las de los países centroamericanos, en democracias incipientes. Intenta explicar en términos ideológicos el problema fundamental del mundo de hoy, cuando en la realidad es un problema de vida y muerte.

Desde los pobres se ve mejor el mundo como es, no se aprisiona su verdad. Pero como esa realidad es pecado y como el pecado busca siempre ocultarse, pasar desapercibido o incluso hacerse pasar por lo contrario, llegar a ver el mundo desde los pobres es también conversión; objetivamente, en contra de las apariencias, y subjetivamente, en contra del propio interés que busca hacer coincidir la realidad con lo deseable para uno. La opción por los pobres es, pues, antes que nada, una opción por la verdad, por ver la realidad de este mundo tal cual es, una conversión epistemológica radical y una apuesta -verificada después- de que desde los pobres se transparenta mejor la verdad del mundo.

2. «Un samaritano que iba de camino llegó junto al herido, y al verle tuvo compasión; y, acercándose, vendó sus heridas... » (Lc 10, 33ss). A la ultimidad de la visión de la realidad desde los pobres corresponde la ultimidad de la reacción hacia los pobres. Todo ser humano -Judíos ortodoxos o samaritanos herejes- se encuentran con un herido en el camino y ante él sólo hay dos reacciones posibles: o pasar de largo e ignorarlo o acercarse a él, curarle y llevarle a lugar seguro. Esto último es el contenido de la opción por los pobres. Sus mecanismos serán diversos, asistenciales, promocionales o estructurales, según el herido sea un individuo o pueblos enteros tendidos en el camino que esperan salvación. La

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opción por los pobres insiste en el Tercer Mundo en la perentoria necesidad de esto último por el carácter estructural de la pobreza. Pero lo que ahora interesa recalcar es la ultimidad de la reacción hacia el pobre.

Jesús menciona la parábola para explicar cuál es el mayor de los mandamientos, pero el contenido de la parábola no basa la reacción del samaritano en que quisiera o tuviera que cumplir un mandamiento, sino en algo más primigenio: en la compasión y misericordia que siente ante el herido. «Movido a compasión”, se dice de él. El ser movido por la miseria ajena interiorizada en lo más profundo de uno -esplaginzomai: reaccionar porque se revuelven las entrañas- y que esa miseria mueva a una acción salvadora es algo último que posee su propia evidencia o no la posee.

Opción por los pobres es, entonces, reaccionar con ultimidad a la miseria y reaccionar por la única razón de que ésta se ha hecho presente ante uno. No es un mandamiento, algo que hay que hacer porque está mandado, ni algo que se hace evidente sobre la base de otra realidad exterior a la miseria misma. Es, más bien, una forma primaria de reaccionar ante la realidad.

3. «Nadie puede servir a dos señores; porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro» (Mt 6, 24). Esta cita de Jesús muestra la necesidad de elegir y de elegir entre realidades objetivas que son en sí mismas excluyentes y duélicas. No se puede servir al pobre y a sus empobrecedores, a las víctimas y a sus verdugos. La razón última de que la opción sea de este tipo no está en la subjetividad de quien opta; la opción no se opone, por tanto, a una intención amorosa universal a todos, pobres y empobrecedores, aunque se deberá expresar en forma muy distinta. La razón está en lo objetivo de la opción. Pobres y empobrecedores son excluyentes unos de otros; más aún, coexisten en relación duélica, unos hacen contra otros. Es claro que los empobrecedores hacen contra los pobres, y es claro que los pobres -por su misma realidad y más cuando toman conciencia de ella- hacen contra los empobrecedores en cuanto empobrecedores, sea cual fuere su actitud hacia ellos como seres humanos.

Optar por los pobres significa entonces encarnarse en un conflicto objetivo de la historia, disponibilidad a aguantar las consecuencias del conflicto y a aguantar la sorpresa y el escándalo de que el verdugo triunfe o parezca triunfar sobre la víctima. Esto no se deduce necesariamente de una teoría que absolutice el conflicto, vea en él el motor de la historia y el camino para la planificación de ésta. Se deduce de la misma historia de la revelación y de la experiencia cotidiana. La opción por los pobres no es en sí misma conciliatoria, aunque se espera que lleve también a una verdadera reconciliación; no es algo pacífico, aunque se espera que lleve también a una verdadera paz. Es más bien una verdadera opción que lleva a quien la hace a encarnarse en el conflicto de la historia y exige de él disponibilidad a mantenerse en él y fortaleza para asumir las consecuencias.

4. «Entonces dirá el rey a los de su derecha: "Venid, benditos de mi Padre... porque tuve hambre y me disteis de comer..."» (Mt 25, 31-46). La opción por los pobres es un modo de ver la historia, de reaccionar hacia ella y de encarnarse en ella; pero es también la manera de llegar a vivir como ser humano. Es salvación. En la parábola del juicio final, en la que están presentes «todas las naciones», se afirma qué es lo que lleva a la salvación última. Pero si no se entiende ésta extrinsecistamente en discontinuidad con la vida presente, se afirma también lo que significa vivir ya como seres humanos salvados, vivir ya con sentido. La salvación de la propia vida y el sentido de la vida en el presente se decide en la opción por los pobres. La condenación futura y el sin sentido presente se decide en una opción al margen de los pobres que en el fondo es siempre contra ellos. Y no hay nada fuera de esa opción por los pobres en lo que en definitiva se decida la salvación. Hay salvación cuando se opta por los pobres en cuanto tales, sin que ninguna otra cualificación en ellos tenga que forzar la opción; se opta porque tienen hambre, sed, desnudez, enfermedad, cautividad. Y el hecho mismo de optar por ellos, de ayudarles y servirles, independientemente de la conciencia explícita con que se haga eso -«Señor, ¿cuándo te vimos hambriento...?»-, produce salvación y hace vivir como seres humanos salvados.

La opción por los pobres es salvación porque es amor y es un amor que descentra al ser humano. Según la afirmación de Jesús, el que quiere ganar su vida la pierde y el que la pierde la gana. Quien organiza su vida alrededor de sí mismo, de su grupo, partido, institución, Iglesia, por muy comprensible que eso sea, por muy importantes que sean las preguntas por la propia salvación y por las propias

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necesidades, no deja de tener una concepción egocéntrica -que frecuentemente degenera en egoísta- de la vida; quiere ganar la vida en directo, y la pierde. Pero quien organiza su vida alrededor del otro, olvidándose de sí mismo, la gana. El pobre es el prototipo del otro, al que se va simplemente porque representa alteridad y discontinuidad con respecto a uno mismo, al que se va sin esperar nada para uno -aunque después se reciba-. Ese amor realmente descentrado que exigen y posibilitan los pobres es, en último término, lo que hace que la opción por ellos pueda ser salvación.

Afirmar que la opción por los pobres es salvación es, además, afirmar que la salvación es posible; es apostar por la esperanza en la historia, que la última palabra de la historia es bendición y no condenación. Afirmar que de los pobres es el reino y que quienes optan por ellos entran en el reino es la forma de aceptar que en la historia hay un sentido último contra muchas apariencias; es una forma de fe que mueve a optar, fides qua, pero que posee también un contenido, fides quae, explícito o implícito: hay salvación.

La opción por los pobres es, pues, antes que nada, una opción con la que se confronta todo ser humano por el mero hecho de serlo; es una forma de ver la realidad, reaccionar ante ella, encarnarse en ella y vivir como ser humano con sentido, salvado. Esta opción, por ser humano-creatural, es lo que más radicalmente divide a la humanidad y también lo que genera comunión entre seres humanos. En palabras de monseñor Romero, divide porque «ahí se le presenta a la Iglesia, como a todo hombre, la opción más fundamental para su fe: estar en favor de la vida o de la muerte» (discurso de Lovaina, 2 de febrero de 1980). Pero monseñor Romero creyó también que alrededor de la vida de los pobres se genera comunión entre los seres humanos en cuanto tales y su argumentación para ello estaba al nivel de lo radicalmente humano. «Que no se olvide que somos seres humanos», decía para motivar a la solidaridad de todos. «Es preciso defender lo mínimo que es el máximo don de Dios: la vida”, decía para mencionar la tarea fundamental de todo ser humano.

III. DIMENSIÓN TEOLOGAL

Recalcar lo humano-creatural de la opción por los pobres nos parece importante para enfatizar su radicalidad y ultimidad. Lo humano, sin embargo, se da siempre también de forma historizada en tradiciones, religiones, ideologías. la reflexión sobre la opción por los pobres acaece, pues, en un círculo hermenéutico: desde lo humano y desde tradiciones en que se vive lo humano. Las religiones abrahámicas y ciertamente la fe cristiana tienen como contenido esencial la opción por los pobres, la justicia, la liberación, etc. Y lo fundamentan en la misma revelación y realidad de Dios. Comencemos, pues, analizando la dimensión teologal de la opción por los pobres como correlato más inmediato a su dimensión humano-creatural.

En la tradición bíblica Dios se revela en y a través de una opción. Para dar razón de la elección de un pueblo, de la encarnación o de la muerte de Jesús en la cruz, sólo se puede apelar al eterno designio de Dios, a la libre autodeterminación de Dios de mostrarse así y no de otra manera. Y en esto consiste la especificidad del conocimiento bíblico de Dios: en conocerle en la medida en que él se da libre y concretamente a conocer.

La teología cristiana acepta este hecho y tiene necesariamente que aceptarlo, pues ella misma está basada y centrada en un libre designio de Dios. Quizás pueda, por ello, estar dispuesta a aceptar la terminología de “opción» de Dios; pero es más reacia a aceptar la «opción por los pobres» del mismo Dios, la parcialidad de Dios en su revelación, el que se revele a unos y no a otros, incluso en favor de unos y en contra de otros. La universalidad de la revelación y del amor de Dios -y, en la práctica, otros intereses- parecen peligrar si se habla de parcialidad de Dios, aunque no peligraría al mencionar el concreto designio de DIOS. La parcialidad de Dios en su revelación es, sin embargo, algo fundamental en la Escritura. Dios se revela como quien hace una opción por los pobres y esa opción es mediación esencial de su revelación. En el hecho fundante del pueblo de Dios está un acto parcial, la liberación de Egipto, a través de la cual Dios se muestra como él es. No se puede separar revelación del nombre de Dios -como revelación «universal»- y voluntad concreta liberadora de Dios. Este acto fundante es parcial. Dios no se revela a todos por igual, a los israelitas y al faraón. Y la razón de esa parcialidad está en el sufrimiento y opresión de un pueblo. Que Dios quiera además elegir a ese pueblo, que haga una alianza con él, que le exija que le dé culto, son todas cosas verdaderas. Pero la razón por la que se revela a ese pueblo es otra:

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Bien vista tengo la aflicción de mi pueblo en Egipto y he escuchado el clamor que le arrancan sus capataces; pues ya conozco sus sufrimientos. He bajado para liberarle de la mano de los egipcios y para subirle de esta tierra a una tierra buena y espaciosa (Ex 3, 7ss).

Esta parcialidad de Dios permanece una constante en el AT, aunque unas tradiciones la subrayen con más fuerza que otras. En los profetas Dios llama “mi” pueblo a los oprimidos dentro de Israel, no a la totalidad del pueblo. En los salmos se dice: «Padre de huérfanos y viudas es Dios» (Sal 68, 5). Oseas dice: «En ti el huérfano encuentra compasión» (Os 14,3), lo cual ha sido reconocido como la confessio veri Dei en el AT. Yahvé es el Go'el de Israel porque defiende al pobre. En el NT Jesús anuncia la buena noticia del reino de Dios a los pobres y únicamente a los pobres. Así lo afirma en las bienaventuranzas (versión de Lc), en el discurso inaugural en la sinagoga de Nazaret; y así lo defiende en las parábolas contra sus detractores.

Esa parcialidad de Dios es un hecho, pero es además un hecho revelatorio de la misma realidad de Dios, no sólo ocasión para que Dios se revele. Dios no sólo hace una opción por los pobres, sino que a través de ella se muestra como Dios, de modo que si desaparecieran de la Escritura los pasajes sobre esa opción quedaría una imagen desleída y muy distinta de la realidad de Dios. La capacidad revelatoria de la opción de los pobres se muestra tanto en el contenido de lo que es Dios como en su dimensión de misterio trascendente. La opción por los pobres concretiza el «amor» de Dios -su última definición- como justicia que sale en favor del oprimido y como ternura que se deja afectar por el sufrimiento causado a lo débil, pequeño e indefenso. Y la opción por los pobres es una forma de mantener el misterio de Dios, el que así es Dios por ser Dios. Ese ser así de Dios es lo impensado por la razón natural y lo no querido por la razón pecaminosa-opresora. El así de Dios trasciende las expectativas del hombre natural e incluso la de los pobres -recuérdense los afanes de Jesús por convencer a los pobres de la bondad de Dios- a quienes se les ha introyectado otra idea de Dios. Ese ser así de Dios muestra el misterio de Dios porque para ello no hay ninguna razón que pudiera inventar la razón lógica. La opción de Dios por los pobres no encuentra su justificación, como lo pretende la razón lógica, en la calidad personal, ética o religiosa de los pobres, como recuerda Puebla (n. 1142), sino simplemente en que son pobres y en que así reacciona Dios. La opción de Dios por los pobres -análogamente a la visión paulatina de que Dios se revela en la cruz- es una forma -e históricamente una forma muy eficaz- de expresar la trascendencia de Dios. Tiene, pues, una capacidad revelatoria. “La pasión de Dios por los pobres» (L. Boff) le revela como Dios, y desde ahí, y no al margen de esa parcialidad, habrá que conocerlo como el Dios universal.

IV. DIMENSIÓN CRISTOLÓGICA

Cristo, definitivo mediador de Dios y definitivo hombre, historiza y lleva a plenitud lo dicho en los dos apartados anteriores. Historiza la opción de Dios por los pobres y lleva a plenitud la opción que todo ser humano debe hacer por ellos. La opción por los pobres está en el comienzo de su actividad: su misión consiste en anunciar la buena noticia del reino de Dios a los pobres; y al final de su vida pronuncia el discurso sobre la salvación definitiva que se juega en la opción y sólo en la opción por los pobres. El contenido de esa opción y lo que tiene de opción proporciona lógica interna a la vida, actividad y destino de Jesús. Recordemos brevemente la estructura fundamental de la opción de Jesús llevada a cabo por él mismo, exigida a sus seguidores y que posee valor permanente para el cristiano a lo largo de la historia.

Jesús presenta una visión de la historia desde los pobres que trastrueca visiones tradicionales y convencionales: de los pobres, de los despreciados, de los indefensos, de las víctimas es el reino de Dios; no de sus opresores y verdugos. Esa es la buena noticia que hay que anunciar como la verdad última de la historia contra todas sus apariencias. Al servicio de esa buena noticia Jesús pone signos que la muestran como verdad: realiza curaciones, expulsa demonios y acoge a pecadores y despreciados. Estos son signos -aunque sólo signos- de que el reino se acerca a los pobres. Son signos benéficos que salvan de necesidades concretas a los débiles y despreciados. No son la salvación -término técnico en singular que se fraguará después en el NT-, sino salvaciones plurales de necesidades plurales que afectan al cuerpo y al alma. Y son signos no solo benéficos sino liberadores, pues las enfermedades, las posesiones diabólicas y, ciertamente, la pobreza y la Indignidad social se atribuyen a fuerzas opresoras que todo lo permean, sea que esa opresión se exprese en conceptos mitológicos -hoy no científicos- o históricos. Ante esas

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necesidades, Jesús reacciona con misericordia y hace ella de algo central y último: ante las necesidades, sean de la índole que sean, y por ello también ante las necesidades fundamentales de la vida, hay que reaccionar con misericordia, sin más justificación que el hecho mismo de las necesidades. Esa misericordia, escandalosa para muchos de sus oyentes, es la que tiene que esclarecer una y otra vez sobre todo en sus parábolas sin poder ofrecer otra justificación más que «así es Dios, tan bueno con los débiles». Jesús, por último, celebra los signos del advenimiento del reino; sienta a una mesa a los despreciados de este mundo y así afirma que ha comenzado la fraternidad.

Junto a estas actividades que son “signos» del reino, Jesús lleva a cabo otras actividades que pueden denominarse, aunque análogamente en relación al uso actual del término, una praxis. Esta tiene como objeto la transformación de la sociedad como tal en favor de los pobres. No es que Jesús proponga teóricamente cómo deba ser la sociedad para que llegue a convertirse en el reino de Dios, ni que proponga mecanismos técnicos para ello; de hecho sólo exige la conversión.

Pero la denuncia del antirreino, de la sociedad como totalidad, es una forma sub specie contrarii de apuntar a un mundo que en su totalidad se haga más afín al reino de Dios. Esa praxis se realiza en las controversias, denuncias y desenmascaramientos de una sociedad opresora religiosamente y, a través de ello, económica, social y políticamente. Con esa praxis Jesús quiere defender a los oprimidos y por ello se dirige formalmente contra los grupos opresores: ricos, fariseos, escribas, sacerdotes y, en menor medida, dirigentes políticos. Esa praxis -aunque ya el anuncio de la buena noticia a los pobres y los signos de su liberación causasen escándalo- explica el destino de Jesús, la persecución que se convirtió en clima de su vida y su ajusticiamiento en la cruz por subversivo y blasfemo. La cruz de Jesús es el argumento más claro para mostrar que Jesús hizo una opción por los pobres y el carácter conflictivo de la opción. La cruz de Jesús muestra que en verdad hay pobres y empobrecedores, oprimidos y opresores, reino y antirreino, Dios de vida e ídolos de muerte, mediadores históricos de la vida y de la muerte; que ambos tipos de realidades están en conflicto y en lucha, y que la opción por uno es opción contra otro. La cruz de Jesús muestra el hecho, y también el escándalo, de que el opresor vence en el conflicto, de que los dioses «rivales” parecen tener más fuerza que el Dios de la vida y de que sus mediadores son capaces de dar muerte al mediador del verdadero Dios. La cruz deja pendiente la respuesta a la pregunta por qué muere Jesús, pero queda claro por qué le matan. Lo primero no obtiene una respuesta apodíctica en el NT, sigue escándalo y sólo queda decir: “así es el designio de Dios». Con la resurrección de Jesús, al no desaparecido escándalo se añade la esperanza: al menos en el caso de Jesús, el verdugo no triunfó sobre la víctima, Dios hizo justicia a los crucificados de la historia. Lo segundo, sin embargo, es muy claro: Jesús muere en la cruz no sólo porque ayuda o sirve a los pobres sino porque hace una opción por ellos. Y en esta historia en que los dioses están en lucha, optar por los pobres es hacer contra sus opresores.

El valor permanente de la opción de Jesús por los pobres es, pues, claro: hay que ver la historia desde ellos y, escandalosamente, como esperanza para ellos; hay que poner signos de todo tipo en su favor, benéficos y liberadores; hay que denunciar y atacar el antirreino desde su raíz. Y hay que optar por los pobres, introducirse en el conflicto de la historia por salir en su defensa, aunque en ello surja la persecución y la muerte.

En la actualidad, hay que pensar cuáles sean las mejores mediaciones para acabar con el antirreino y dirigir la totalidad histórica y social hacia el ideal del reino de Dios. De ahí, la obvia necesidad de mediaciones analíticas. Pero, además, hay que recalcar la necesidad de hacer la opción por los pobres con un determinado espíritu para que la siga inspirando y potenciando y para que la sane de los inevitables subproductos negativos que siempre amenazan a cualquier tarea, por necesaria, justa y buena que sea, que llevamos entre manos los seres humanos.

Ese espíritu no es otro que el espíritu de Jesús tal como aparece en su vida y enseñanzas . En un breve resumen sistemático podemos decir que la opción por los pobres debe ser hecha, en primer lugar, con espíritu de cercanía hacia ellos. La cercanía es necesaria para conocer la realidad de los pobres, pero en sí misma es ya algo salvífico, un superar barreras y de ese modo devolver la dignidad perdida de los pobres. Esa cercanía debe hacerse como empobrecimiento y abajamiento. En lenguaje trascendental afirma Pablo que “Cristo, siendo rico, se hizo pobre” (2 Cor 8,9); en lenguaje histórico Jesús exige de sus seguidores -y él mismo lo ejemplifica- el dejarlo todo. Con ello quiere indicar la radicalidad con la que hay que servir al reino, pero recalca también la necesidad de llevar a cabo la misión en pobreza intuición que

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Jon Sobrino

siempre han recogido los grandes santos, sobre todo los reformadores. Cercanía y empobrecimiento generan ya fraternidad -no avergonzarse de llamarles hermanos, cf. Heb 2,11- y expresan la intuición cristiana de que en lo que está abajo en la historia hay un tipo de fuerza insustituible y no encontrable en ningún otro lugar.

En segundo lugar, la opción hay que realizarla con el espíritu del que habla Jesús en el sermón del monte y las bienaventuranzas de Mateo, entendidas no para determinar el destinatario de la opción sino el espíritu con que debe hacerse. Puede hablarse así de un espíritu «paradójico» que pareciera restarle importancia a la seriedad de la opción por los pobres pero que, a la postre, la potencia: la mansedumbre que sana la prepotencia, el amor a la paz que impide hacer una mística de la violencia aunque ésta pudiese llegar a ser necesaria y justa, la disponibilidad al perdón y a la reconciliación, la limpieza de corazón para mantener la verdad de las cosas y para que no se introduzca la tendencia a aprisionarla y al dogmatismo, la fortaleza e incluso el gozo en la persecución para que no decaiga la esperanza en medio de las pruebas.

En tercer lugar, la opción hay que realizarla con espíritu de gratuidad y de agradecimiento. Mantener la gratuidad, recordar que todo tiene su origen en quien nos amó primero, en quien optó por nosotros antes que nosotros por él, que nos perdonó -también nuestros pecados contra los pobres- por amor, que nos ha concedido ojos nuevos para ver, oídos nuevos para escuchar v manos nuevas para actuar, es importante para que en la opción por los pobres no se introduzca la hybris que todo lo amenaza y la opción por los pobres no degenere, sutil o burdamente, en opción por el propio yo, el propio grupo, la propia organización o la propia Iglesia. El espíritu de agradecimiento es de justicia para reconocer lo que los pobres devuelven a quienes optan por ellos, con lo cual la opción por los pobres y sus costos se convierten en algo más que en pura exigencia ética-, se convierte también en gozo, en el tesoro escondido por el que merece la pena venderlo todo.

V. DIMENSIÓN ECLESIOLÓGICA

Proseguir la opción de Jesús por los pobres y con el espíritu de Jesús es necesario para la vida cristiana hoy. Pero es también necesario -y fructífero- para la Iglesia como tal. La opción por los pobres es lo que hace hoy a la Iglesia verdaderamente cristiana y por ello verdaderamente Iglesia, y la hace crecer en todas sus dimensiones.

Por lo que toca a la vida ad extra de la Iglesia, su misión en la cual consiste su identidad más profunda, los pobres la concretizan. Pobres, en la Escritura, son correlativos a eu-aggelion, buena noticia. De ahí que la misión de la Iglesia se convierta formalmente en evangelización, pero con unas características bien precisas debido a que elige como destinatarios de su misión a los pobres antes descritos. 1) La misión comienza con el anuncio de lo que produce gozo y esperanza, la buena noticia, desde la cual -y no a la inversa- habrá que entender los necesarios Componentes doctrinales de la misión. 2) El anuncio tiene que ir acompañado de la denuncia: pues -como en tiempo de Jesús- existen los opresores que producen la mala realidad para los pobres, tiene que ser también mala noticia para los opresores. 3) La buena noticia tiene que ser proclamada no sólo como salvación, sino como estricta liberación, pues se anuncia en medio del antirreino opresor. 4) La liberación tiene que ser correlativa a los pobres, y por ello liberación integral que hace central aunque no se reduzca a ello- la liberación de la injusta pobreza, de todos los males que genera y de las estructuras injustas de opresión. 5) La buena noticia, por tanto -como aparece en la concepción de Is y Lc-, tiene que hacerse buena realidad, no sólo anuncio verbal de esperanza, sino práctica concreta de la caridad. 6) La evangelización tiene que dirigirse también a generar espíritu en los pobres para que concienticen su pobreza, trabajen por salir de ella e imbuyan sus luchas con el espíritu descrito. 7) Por último, la evangelización debe llevarse a cabo con credibilidad -y de ahí la importancia del testimonio- para poder comunicar como verdad lo que históricamente es hartas veces infrecuente y suena escandaloso: que de los pobres es el reino de DIOS.

Por lo que toca a la vida ad intra de la Iglesia, la opción por los pobres la fuerza a, pero también le facilita, resolver el problema del estar y del ser de la Iglesia. Dónde debe estar la Iglesia es problema difícil de responder, pues debe simultanear el estar en el mundo, el hacerse carne en la historia real, sin ser del mundo, sin dejarse llevar por los valores del mundo que desde el comienzo tentaron a su fundador. Este dificilísimo problema -y la historia lo recuerda a cada paso- se resuelve cuando la Iglesia esta realmente en

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el mundo, pero en el mundo de los pobres, y en ellos se encarna. La Iglesia está entonces en el mundo real, pero sin los peligros del poder, la riqueza y los halagos a los que es proclive estando en otro lugar de este mundo y que la mundanizan. Está a los pies de la cruz, sin que la resurrección -símbolo tan frecuentemente utilizado para justificar omnisciencia, autoritarismo y distanciamiento del mundo real- se le convierta en tentación, sino más bien en horizonte que anima a bajar a los pueblos crucificados de su cruz. En el mundo de los pobres la Iglesia se hace mundanal pero no mundana.

Qué debe ser la Iglesia en su interior es cuestión teóricamente resuelta desde el Vaticano II, pero no en la práctica: el pueblo de Dios. Lo que pueblo de Dios expresa de igualdad y fraternidad, de peregrinaje histórico, de caminar con humildad y esperanza, se hace realidad histórica de mejor manera cuando la Iglesia hace de los pobres su principal sujeto y centro inspirador. Los pobres son los que hacen crecer a la Iglesia en cuanto tal y por la razón que enunció Puebla: su potencial evangelizador (n. 1147). Por lo que ellos son en cuanto pobres materiales, socioeconómicos, históricamente empobrecidos, son el recuerdo permanente del pecado del mundo, interpelación constante a la Iglesia y exigencia automática de conversión. Por esta razón es ya absolutamente necesario para la Iglesia que los pobres, no aunque sean cuestionantes sino precisamente por serlo, estén en aquel lugar de la Iglesia que los haga inocultables y los haga permanente palabra profética de Dios a la Iglesia. Pero, además, como prosigue Puebla, por los positivos valores evangélicos que expresan los pobres: solidaridad, servicio, sencillez y disponibilidad para acoger el don de Dios. De esa forma se realiza la sustancia eclesial, la fe, la esperanza y la caridad de la Iglesia. «Los pobres con espíritu» (1. Ellacuría), los que unifican pobreza material y el espíritu que con más connaturalidad surge de ella, son los que hacen crecer una Iglesia evangélica.

Esta Iglesia de los pobres tiene la capacidad de potenciar y cristianizar -no de ignorar o rechazar, como suele criticársele- todo lo que la Iglesia es. Se muestra creativa en la liturgia, pastoral y catequesis; produce teología -la teología de la liberación, como la más afín a ella-; genera magisterio eclesial, como lo muestran las cartas pastorales de monseñor Romero o de los obispos brasileños- genera también arte y cultura, cantos y pinturas populares, poemas como los de don Pedro Casaldáliga o de Ernesto Cardenal. Esa Iglesia acepta y respeta los ministerios tradicionales dentro de la Iglesia y genera otros nuevos. Para nada es antijerárquica, desea más bien la cercanía de los obispos y la colaboración con ellos; pero desea que sean, antes que nada, como el buen pastor que defiende y da la vida por sus ovejas.

Esta Iglesia unifica al cuerpo eclesial desde dentro y le da carácter de cuerpo en el que todos se lleven en solidaridad y todos aporten sus variados carismas. Divide también y causa conflictos intraeclesiales, pero aquellos conflictos previstos y protagonizados por el mismo Jesús, inevitables y saludables. Esta forma de ser Iglesia origina persecución y martirios sin cuento porque expresa la fe en el Dios de la vida y defiende y lucha por la vida justa que Dios quiere. Se hace entonces una Iglesia santa y con la santidad específicamente cristiana: «Nadie tiene un amor mas grande que el que da la vida por el hermano». Esta Iglesia adquiere o recobra credibilidad social; no ofrece opio al pueblo ni justifica la terrible denuncia de la Escritura: «por vuestra causa el nombre de Dios es blasfemado entre las naciones”. Los pobres de este mundo -quienes optaron por la Iglesia antes que la Iglesia por ellos- se identifican y alegran con esta Iglesia, mientras que los opresores la atacan y buscan cómo hacerla desaparecer. En el mundo de la increencia -al menos de aquella originada por la alienación de la Iglesia y su desinterés salvador- se recobra el respeto hacia la Iglesia y hacia la misma fe, cuando no se vuelve a replantear la misma cuestión de la fe. Esta Iglesia, por último, tiene fuerza para unificar lo que durante mucho tiempo han sido magnitudes separables y con frecuencia separadas: realidad cristiana y realidad del Tercer Mundo. Para ser cristiano no hace falta ya dejar de ser, de alguna manera, el ser humano específico del Tercer Mundo; y a la inversa. Fe y mundo de pobreza se remiten el uno al otro y se potencian el uno al otro.

La dimensión eclesial de la opción por los pobres va mucho mas allá, por tanto, de una opción pastoral. Si la Iglesia se introduce de veras en la dinámica de esa opción, los pobres por los que opta se le convierten en gran riqueza para su ser y estar en el mundo y para su hacer en el mundo. Lo que hay que añadir es que eso se percibe en la medida en que se va haciendo real. A la Iglesia le cuesta apostar por la opción por los pobres, pues antes de realizarla no se sabe a dónde la va a llevar. Pero si hace la opción por los pobres, éstos le devuelven con creces los iniciales servicios en su favor.

VI. DIMENSIÓN TRASCENDENTE

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Jon Sobrino

La opción por los pobres, en el tratamiento sistemático que aquí se le ha dado, es una opción por los pobres reales, socio-económicos, para que dejen de serlo. Esta opción es necesaria para la fe cristiana y es también importante para concretar cristianamente lo que es Dios, Cristo y la Iglesia.

Este enfoque suele ser criticado o, al menos, se suele avisar de su peligrosidad pues con ello se operaría una reducción de la fe cristiana -y si así fuera la crítica estaría justificada-. Pero creemos más bien que lo que opera la opción por los pobres es una concentración desde la cual puede desarrollarse el todo de la fe cristiana. El todo a lo que siempre hay que tender no puede abarcarse en directo, sino -consciente o inconscientemente- desde algún punto de partida; y según sea este punto de partida, así será también el camino que conduce a la totalidad y, normalmente, la comprensión de la totalidad que se alcanza.

Hablamos de concentración y no de reducción porque los pobres y la opción por ellos llevan en sí mismos siempre un más. Los pobres son más que pobres; la liberación de su pobreza lleva a un más de liberación. La opción por los pobres introduce en un proceso con una dinámica que lleva al más, si no se la detiene voluntarista o pecaminosamente; abre a la trascendencia. La opción por los pobres, si se le deja dar de sí lo que exige y posibilita, es también una forma de caminar hacia la trascendencia; y en el mundo actual la forma más urgente, histórica y éticamente, y la más afín a la revelación bíblica de Dios

Analicemos, en primer lugar, el más que existe en los pobres por quienes hay que optar; más que permanece en la historia porque el definitivo reino de Dios no les ha llegado. Lo queremos mostrar con la fenomenología del pan, como símbolo de la vida de los pobres. El pan es lo que los pobres necesitan y la opción debe comenzar por proporcionarles ese pan. Pero, una vez y en la medida en que haya pan, surge la exigencia a que sea compartido -lo ético y lo comunitario-, surge la tentación a no compartirlo -el pecado- y la necesidad de celebrarlo por el gozo que produce. El pan conseguido por unos es en sí mismo una pregunta por el pan de otros, de otros grupos, de otras comunidades; por el pan de todo un pueblo -y surge la pregunta por la liberación que los mismos pobres deben llevar a cabo para que haya pan para todos-. Y, entonces, conseguir pan para todo un pueblo significa práctica, reflexión, ideologías funcionales, riesgos, amenazas. Y puede surgir la exigencia de arriesgar hasta la propia vida para que el pan no se convierta en símbolo de egoísmo sino de amor. Y el pan es más que pan y es más que exigencia ética. Y así se celebra -en Centroamérica- la fiesta del maíz; y los que se juntan no sólo comen y reparten fraternalmente el pan, sino que cantan y recitan poemas, y el pan se va abriendo al arte y a la cultura. Y nada de esto acaece mecánicamente, sino que en cada estadio de la realidad del pan, aparece la necesidad de espíritu: espíritu comunitario para compartir y celebrar, espíritu de valentía para luchar por él y espíritu de fortaleza para mantenerse en esa lucha; espíritu de amor para que sea el pan de otros; espíritu de reconciliación para que el conflicto y la lucha por el pan no enturbie la utopía de la fraternidad universal. Y la buena noticia del pan lleva a agradecer al Dios que lo ha hecho, a confesarlo como el verdadero Dios de la vida, o puede llevar a la pregunta de por qué permite que no haya pan para todos. Lleva a comprender a aquel que multiplicó los panes, a confesarlo como el hermano mayor y el mediador, y a preguntarse también por qué lo mataron. Lleva a sentirse Iglesia cuando el cuerpo eclesial se desvive por el pan de los pobres o a cuestionarse cuando ocurre lo contrario. Lleva también a preguntarse si hay algo más que pan, el pan de la palabra, un pan del espíritu, necesario y buena noticia también incluso cuando falta el pan material; a preguntarse si al final de la historia habrá pan para todos, si la verdadera y universal fraternidad será una realidad, si Dios será todo en todos.

Con esta fenomenología, sea cual fuere la fortuna de su descripción, quiere recalcarse que los pobres son más que pobres. No se afirma esto para quitar necesidad y urgencia a su necesidad de pan, a su liberación histórica, sino para mostrar que desde ahí se va desdoblando en más su propia realidad. La liberación integral -tal como se ha formulado en terminología abstracta y poco dicente- viene exigida por la misma realidad de los pobres. No haya miedo, pues, a que la opción por los pobres se concentre en un primer momento en lo que los pobres tienen de pobres reales, socio-económicos. En ellos se concentra, no se reduce la realidad; y se concentra de tal modo que la misma realidad se va desdoblando en más.

Y algo análogo hay que decir de quienes hacen la opción. Esta es, en un primer momento, la respuesta ética y práxica a una exigencia inacallable, pero que introduce en la misma fe. En y a través de esa opción, el ser humano se ve confrontado radicalmente con la esperanza y el amor. La opción puede convertirse en óptima posibilidad de responder positivamente a estas dos cuestiones últimas o, por el contrario, en retirada y desengaño. La opción es un hacer que pudiera degenerar en hybris o, por el

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contrario, estar transida de gratuidad, porque los pobres por quienes se opta regalan ánimo, esperanza, sentido. El vivir para otros puede ir acompañado del vivir de otros y así formular el último sentido de la vida como un vivir con otros. De todas estas cosas, de esperanza y amor, de gratuidad y solidaridad, se va haciendo la fe en Dios o, por el contrario, estas cosas pudieran ser la mayor tentación para la fe. La opción por los pobres es entonces el lugar de la fe o de su cuestionamiento. En cualquier caso confronta al creyente con su Dios.

La opción por los pobres y la dinámica que desencadena es un modo -histórica y bíblicamente necesario- de insertarse en la historia y de corresponder a lo que de trascendente hay ya en la historia. Para el creyente es el modo de caminar hoy en la historia con Dios, que nada quita a lo que de tanteo y oscuridad hay en el caminar, pero que nada quita tampoco a la luminosidad de caminar con Dios. Y ese caminar con Dios, respondiendo al más en la historia, es la experiencia creyente de caminar hacia Dios. En la tenacidad en poner siempre los signos del reino de Dios para los pobres, en configurar la historia según el corazón de Dios, se cree y espera que la historia se dirige al definitivo reino de Dios.

La opción por los pobres es, pues, algo parcial; pero esa parcialidad se abre a la totalidad y desde esa parcialidad se alcanza, creemos, una totalidad más plena y más cristiana. Dios es el Dios de todos, pero no de la misma manera. Es en directo el Dios de los pobres, es también el Dios de los empobrecedores en cuanto les exige una radical conversión y es el Dios de los no-pobres en cuanto exige que éstos se pongan al servicio de los pobres. De estas diversas formas Dios se muestra como el Dios salvador de todos. Y lo mismo ocurre con el ser humano. En lo humano hay algo universal; pero la realización correcta y salvífica de eso universal comienza con la opción por el que es pobre, y termina en la solidaridad de unos con otros. Lo humano universal se realiza salvíficamente en la solidaridad y la fraternidad, pero en aquella que comenzó con un primer movimiento de optar por los pobres de este mundo. En este sentido, la opción por los pobres -con todas las analogías y mediaciones que haya que especificar- es exigencia y salvación para todos, en el Tercer Mundo y en todo el mundo.

LA MESA COMPARTIDAJon Sobrino, San Salvador

Con el cambio de siglo es frecuente que a uno le pregunten por las cosas más importantes de nuestra vida, de nuestra Iglesia, de nuestra historia. Tratando de responder a estas preguntas, yo suelo empezar, como nos enseña san Ignacio de Loyola en su meditación sobre la encarnación en los Ejercicios Espirituales, mirando al mundo. Muchas cosas veo, pero voy a comenzar diciendo que éste se parece a la mesa "del rico Epulón y el pobre Lázaro". La conclusión es que hay que "revertir la historia", como decía Ignacio Ellacuría. Y la esperanza es que podamos sentarnos a "otra mesa", como quería Jesús. La utopía para esta humanidad actual es "la mesa compartida".

Dicho esto, y ya que esta Agenda Latinoamericana es "mundial", quisiera recordar que nuestro mundo es dual, pero en un sentido preciso, y olvidado, en el sentido de dialéctico y conflictivo, de antagónico y duélico. Por ello para hablar de nuestro mundo hay que decir "dos cosas": una al Norte y otra al Sur, realidades ambas que no son sólo ni primariamente geográficas, sino históricas y teológicas. Y son, sobre todo, realidades que generan pecado (más el Norte que el Sur) y gracia (más el Sur que el Norte). Quizás estamos simplificando, pero de alguna manera hay que volver a nombrar históricamente qué es gracia y qué es pecado.

Visto desde El Salvador y el tercer mundo en general, el Norte, los países en abundancia, las democracias industriales, o como quiera que se les llame, ofrecen una imagen insultante con respecto al tercer mundo. "Un ciudadano de Estados Unidos vale lo que 50 haitianos", dice Mario Benedetti. Y se pregunta -para sacudir una conciencia, al parecer, insacudible- "qué pasaría si un haitiano valiera lo que 50 estadounidenses". Y esa abismal y aberrante diferencia no es casual, sino que, en lo fundamental, es producto de la opresión, de un proceso de depredación del tercer mundo que

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comenzó, en serio, con la venida a América de los europeos. Hace un siglo, en Berlín, las potencias europeas también se repartieron África. Y en 1997, en la cumbre del G-7 en Denver, los gobiernos de las grandes potencias, especialmente los de Estados Unidos y Francia, acordaron una política común para continuar con esa depredación del continente africano. Y el secretario de comercio de Estados Unidos se quejaba de que su país sólo se beneficiaba del 17% del comercio con África.

Esto queda, prácticamente, encubierto en la conciencia colectiva del Norte, aunque a veces se escuchen palabras fuertes, como estas de Juan Pablo II en Canadá en 1985: "en el día del juicio los pueblos del Sur juzgarán a los del Norte". Pero todo parece seguir igual, y bien se encargan los medios de comunicación de que nos enteremos de todo menos de lo esencial de nuestro mundo. Por eso creemos imperiosa la necesidad de "despertar". Paradójicamente, en el Norte ha sido muy importante la exigencia kantiana de "despertar del sueño dogmático", para que la ciencia y la democracia fuesen posibles. Pero ese mismo Norte todavía no ha escuchado la exigencia de Antonio Montesinos en La Española, en 1511, de despertar de otro sueño: "el sueño de cruel inhumanidad". En el tercer domingo de adviento, ante los encomenderos españoles, comenzó su homilía con estas conocidas palabras: "Todos estáis en pecado mortal, en él vivís y en el morís". La razón para tan grave acusación es el maltrato y la muerte que infligían a los indios. Lo más importante para nuestro propósito, sin embargo, son las palabras finales: "Estos, ¿no son hombres... No sois obligados a amarlos como a vosotros mismos... Esto no entendéis? ¿Cómo estáis en tanta profundidad de sueño tan letárgico dormidos?". Palabras absolutamente necesarias también hoy, pero desoídas y encubiertas.

El Sur, por su parte, para un cristiano remite a la cruz, de modo que bien puede ser descrito como "el pueblo crucificado", citando de nuevo a Ignacio Ellacuría y a Monseñor Romero. Y si el cristiano se ha enfrentado en serio con Cristo crucificado y con el misterio del siervo doliente que carga con nuestros pecados, entonces el Sur debe ser visto como producto de nuestras manos y víctima, al que -por justicia- tenemos que bajar de la cruz. Pero tiene que ser visto también como luz, salvación y perdón, cosas, todas ellas -escándalo y bienaventuranza de la fe cristiana-, que con dificultad se encuentran en el Norte. Dicho con mayor precisión, el primer mundo no está "en la línea del siervo", y sí lo está el tercer mundo; no lo están las clases ricas y opresoras y sí lo están las clases oprimidas... Con devoción debiéramos mirar al pueblo crucificado del tercer mundo.

Todo esto lo produce el Sur por el mero hecho de ser "el pueblo crucificado". Pero, además, ofrece una utopía -que la vida y la dignidad sean posibles-, cuando, a pesar de todo, mantiene su esperanza. Y hablamos de "mantener" la esperanza, porque eso es precisamente -más que sus materias primas- lo que se le quiere arrebatar. Con esa esperanza el Sur muestra, ante todo, que la esperanza es posible y, por ello, que "se puede vivir de otra manera". Esa esperanza es la gran amenaza para el Norte, y por ello se libra hoy una batalla para que no la mantenga. Se quiere imponer una geopolítica de desesperanza y resignación, y una conciencia de inevitabilidad.

Sin esa esperanza de los pobres, sin embargo, no hay salvación para la humanidad. El progreso seguirá siendo, en lo sustancial, deshumanizante. La especie humana sobrevivirá bien, muy bien -aunque el sentido de la vida esté amenazado- en unos pocos, pero morirá la muerte del hambre o de la exclusión en los muchos. Y nada de mesa compartida. Por ello es crucial "mantener la esperanza de los pobres".

¿No será lo que acabamos de decir exageración, simplismo o derrotismo? Si así es, límense las exageraciones y complétese lo dicho con otras cosas de las que hoy tanto se alardea: globalización, aldea planetaria.... Pero no dudamos de que un mundo de "epulones y lázaros" es una creación que no le ha salido muy bien a Dios. Para decírnoslo envió a su Hijo Jesús, quien compartió la mesa con los marginados de su tiempo, pobres, mujeres, pecadores y publicanos. Y para cambiarlo nos dejó fuerza, viento huracanado, que eso es su Espíritu.

Una Iglesia que viva y se desviva por esa mesa de todos será una Iglesia de los pobres, y tendrá que volver a Medellín . Así llevará a cabo su misión histórica: el anuncio del reino de Dios. Algo ayudará esta tarea para cumplir también con su misión trascendente: hacer presente a Dios en nuestro mundo. Negativamente, evitará que "por nuestra causa se blasfeme el nombre de Dios entre las naciones", cosa que parece no ser ya problema, pues poco se preocupan en serio de Dios. Y, positivamente, será la mejor iniciación al misterio de Dios, Padre y Madre, bondad y ternura, hacia el que caminamos humildemente, pues caminamos "en la historia". Pero caminamos también con gozo, por caminar con los demás "compartiendo la mesa", una única mesa para todos, sin epulones ni lázaros, sino de hermanos y hermanas, hijos e hijas de Dios.

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JON SOBRINOCON MEDELLÍN DIOS PASÓ POR AMÉRICA LATINA.

¿CON QUIÉN PASA AHORA?Reflexión para la Cuaresma 2012

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SAN SALVADOR (EL SALVADOR).

ECLESALIA, 23/02/12.-

Los diez años de Medellín (1968) a Puebla (1979) fueron únicos en la época moderna de la Iglesia católica en América Latina. Después comenzó un declive al que Aparecida (2007) quiso poner freno, aunque hasta ahora queda mucho por hacer.

Al hacer este juicio, no nos fijarnos en la iglesia tal como la analizan los sociólogos, sino que nos fijamos en “el paso de Dios”. Sin duda es más difícil de calibrar, pero toca la dimensión más honda de la Iglesia, y al servicio de qué debe estar. En definitiva qué aporta a los seres humanos y al mundo como un todo. Y obviamente hay que preguntarse “qué Dios” es el que pasa por la historia en un momento dado.

Medellín

Fue un salto cualitativo. Irrumpieron los pobres, y en ellos irrumpió Dios. Fue un hecho fundante que penetró en la fe de muchos y configuró a la Iglesia.

Sorprendentemente, para la asamblea de obispos la prioridad no la tuvo la Iglesia en sí misma, sino el mundo de pobres y víctimas, es decir la creación de Dios. Sus primeras palabras proclaman la realidad del continente: “una pobreza masiva producto de la injusticia”. Los obispos actuaron, ante todo, como seres humanos, y dejaron hablar a la realidad que clamaba al cielo. Son los clamores que Dios escuchó en el éxodo, le hicieron salir de sí mismo y entró decididamente en la historia. De igual modo, con Medellín Dios entró en la historia latinoamericana.

Desde esa irrupción de los pobres, y de Dios en ellos, Medellín pensó qué es ser Iglesia, cuál es su identidad y misión fundamental, y cuál debe ser su modo de estar en un mundo de pobres. La respuesta fue “una iglesia de los pobres”, semejante a la ilusión que tuvo Juan XXIII y el cardenal Lercaro. En el concilio no prosperó, en Medellín sí. La Iglesia sintió compasión por los oprimidos y decidió trabajar por su liberación. Por muchos, con mayor o menor conciencia explícita, fue acogida como bendición. Por otros, fue percibida, con razón, como grave peligro.

Muy pronto reaccionó el poder. En 1968 Nelson Rockefeller escribió un informe sobre lo que estaba ocurriendo, y esa Iglesia, nueva y peligrosa, tenía que ser debilitada y frenada, y lo mismo ocurrió al comienzo de la administración Reagan. Oligarquías con el capital, ejércitos, escuadrones de la muerte, desencadenaron una persecución contra la Iglesia, desconocida en la historia de América Latina. La persecución, y el mantenerse firme en ella, dejó en claro lo novedoso y evangélico que estaba ocurriendo: la Iglesia de Medellín estaba con el pueblo pobre y perseguido, y corrió su misma suerte. Miles fueron asesinados, entre ellos media docena de obispos, decenas de sacerotes, religiosos y religiosas, y multitud de laicos, mujeres y varones. Con limitaciones, errores y pecados, era una Iglesia mucho más casta que meretriz, mucho más evangélica que mundana.

Al interior de la Iglesia católica, Pablo VI propició y animó esta nueva Iglesia, pero altos personeros de la curia romana, y de otras curias locales, la descualificaron, trataron mal e injustamente a sus representantes señeros, también a obispos, y diseñaron una iglesia alternativa, diferente y aun contraria, más devocional, intimista, de movimientos, sumisos a y defensores de la jerarquía. Y lo que había que evitar era que la Iglesia volviese a entrar en conflicto con los poderosos. La iglesia popular, nacida alrededor de Medellín, creyente y lúcida, de comunidades de base, que vivía la pobreza del continente, sufrió la doble persecución del mundo opresor, y, con alguna frecuencia, de la propia iglesia.

Una Iglesia así fue testigo y seguidora de Jesús de Nazaret. Encarnada, defensora y compañera de los pobres, cargaba con la cruz y con frecuencia moría en ella. Anunció una Buena Noticia como Jesús en la sinagoga de Nazaret. Tuvo sus “doce apóstoles”, los Padres de la iglesia latinoamericana con don Hélder Camara uno de los pioneros, con Enrique Angelelli, don Sergio Mendez Arceo, Leonidas Proaño, con monseñor Romero, pastor y mártir del continente, y otros. Llegó a ser ekklesia,

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Jon Sobrino

en la que mujeres y varones, religiosas y laicos, latinoamericanos y venidos de fuera, llegaron a formar cuerpo eclesial, una gran comunidad de vida y misión. Entre los de casa y los de lejos se generó una solidaridad nunca vista: se llevaban mutuamente. Creció la esperanza y el gozo. Y del amor de los mártires nació una brisa de resurrección, ajena a toda alienación, que volvía a remitir a la historia para vivir en ella como resucitados.

En esa Iglesia soplaba el Espíritu, el espíritu de Jesús y el espíritu de los pobres. Ese espíritu inspiraba oración, liturgia, música, arte. Y también inspiraba homilías proféticas, cartas pastorales lúcidas, textos teológicos de casa, no textos simplemente importados que no habían pasado por el crisol de Medellín.

En el centro de todo estaba el evangelio de Jesús. Lucas 4, 16: “He venido a anunciar la buena noticia a los pobres, a liberar a los cautivos”. Mateo 25, 36-41: “Tuve hambre y me dieron de comer”. Juan 15, 13: “Nadie tiene más amor que el que da la vida por los hermanos”. Y Jesús de Nazaret, el crucificado resucitado, Hechos 2, 23: “A quien ustedes dieron muerte Dios le devolvió a la vida”.

¿Y ahora?

Encuestas, estudios sociológicos y antropológicos, económicos y políticos, ofrecen datos y suministran explicaciones sobre la Iglesia católica y otras iglesias cristianas. Nos dicen si subimos o bajamos en número y en influjo en la sociedad. Desde esa perspectiva nada tengo que añadir. Y estrictamente hablando, tampoco es mi mayor preocupación cuál será el futuro de lo que llamamos “Iglesia”, aunque en ella he vivido y vivo, y me he acostumbrado a pertenecer a la familia.

Lo que me interesa, y me alegra, es que “Dios pase por este mundo”. Y la razón es sencilla. El mundo está “gravemente enfermo”, decía Ellacuría, “enfermo de muerte”, dice Jean Ziegler. Es decir, necesita salvación y sanación. Por ello, como creyente y como ser humano, deseo que “Dios pase por este mundo”, pues ese paso siempre trae salvación a las personas y al mundo en su conjunto. Tuvimos la dicha de sentir ese paso de Dios con Medellín, con Monseñor Romero, con muchas comunidades populares. Con muchas personas buenas, sencillas en su mayoría. Con una pléyade de mártires. Y también, aunque eso solo se puede sentir “en un difícil acto de fe”, como decía Ellacuría al explicar la salvación que trae el siervo sufriente de Isaías, con el pueblo crucificado.

¿Cómo estamos hoy? Sería cometer un grave error caer en simplismos en cosas tan serias. Sería injusto no ver lo bueno que, de muchas formas, existe en las iglesias. Y sería arrogante no intentar descubrirlo, aunque a veces se esconda tras una corteza que no remite con claridad a Jesús de Nazaret. En cualquier caso, el paso de “Dios” siempre será misterio inescrutable, y sólo de puntillas y con máximo respeto a todos los seres humanos podemos hablar sobre ello. Pero con todas estas cautelas algo se puede decir. Mencionaremos las realidades de los fieles y sus comunidades, pero tenemos en mente sobre todo a las instancias, altas en jerarquía, históricamente muy responsables de lo que ocurre, y a las que no se puede pedir cuenta con eficacia. Con sencillez doy mi visión personal.

De diversas formas abunda el pentecostalismo, como forma de iglesia distante de los problemas reales de vida y muerte de las mayorías, aunque trae ánimo y consuelo a los pobres, lo que no es desdeñar cuando no tienen dónde agarrarse para que su vida tenga sentido -distinta es la situación en clases más acomodadas. Prolifera un gran número de movimientos, docenas de ellos, proliferan los medios de comunicación de las iglesias, emisoras de radio y televisión, sumisos en exceso a ideales y normas que provienen de curias, sin dar sensación de libertad para tomar ellos mismos en sus manos un evangelio que anuncia la buena nueva para los pobres, en forma de justicia, y sin sospechar la necesidad de un estudio, reflexivo, mínimamente científico, de la Palabra de Dios, y en general de la teología que propició el Vaticano II y Medellín. Proliferan devociones de todo tipo, las de antes y las de ahora. Jesús de Nazaret, el que pasó haciendo el bien y murió crucificado, es dejado de lado con facilidad en favor del niño Jesús, sea de Atocha, de Praga, el Dios niño, dicho con gran respeto. Con facilidad se diluye el Jesús recio de Galilea, del Jordán, el profeta de denuncias alrededor del templo de Jerusalén, en favor de devociones, basadas en apariciones con un trasfondo sentimental y melifluo en exceso. Por decirlo con sencillez, la divina providencia puede atraer más que el Padre de Jesús, el Hijo que es Jesús de Nazaret, el Espíritu Santo, que es Señor y dador de vida, y Padre de los pobres como se canta en el himno de Pentecostés.

En su conjunto cuesta hoy encontrar en la Iglesia la libertad de los hijos e hijas de Dios, la libertad ante el poder, que no por ser sagrado deja de ser poder. Se nota excesiva obsecuencia y sumisión hacia todo lo que sea jerarquía, lo que llega a convertirse en miedo paralizante. Desde las instancias de poder eclesial apunta el triunfalismo, y lo que he llamado la pastoral de la apoteosis, multitudinaria,

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mediática. En muchos seminarios el discurrir y pensar es sustituido por el memorizar. En las reuniones del clero, por lo que sabemos, las preguntas, la discusión y el debate son sustituidas por el silencio. Las cartas pastorales de los años setenta y ochenta -verdadero orgullo de las iglesias, que reverdecen en ocasiones, en Guatemala por ejemplo- son sustituidas por breves mensajes, modosos y comedidos, con argumentos tomados de las últimas encíclicas del papa. El centro institucional no parece estar ya en América Latina, sino en la distante Roma. Todo esto está dicho con respeto.

Cómo será el paso de Dios por América Latina y con quién pasará está por ver, y en definitiva es cosa de Dios. Pero es cosa nuestra anhelarlo, trabajar por ello, y aprender de cómo ocurrió en el pasado alrededor de Medellín.

Bueno es saber y analizar los vaivenes de la membresía y el influjo de las Iglesias en la sociedad. Por lo que dicen los datos, en ambas cosas la Iglesia católica va a menos. Pero más presentes hay que tener las raíces de cuya savia ha vivido el paso de Dios. Y regarla humildemente, con aguas vivas.

Qué le ocurrirá a nuestra iglesia, y a todas las iglesias, está por ver. Mi deseo es que, ocurra lo que ocurra en lo exterior, sea por ponerse al servicio del paso de Dios por este mundo, el Dios de Jesús, compasivo, profeta y crucificado. Y el Dios dador de esperanza.

Estas son preguntas que podemos hacerlas siempre. Pero quizás es bueno hacerlas al comienzo de cuaresma. Este tiempo nos exige reciedumbre para caminar a Jerusalén. Y nos ofrece esperanza de encontrarnos allí con Jesús crucificado y resucitado. (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).

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