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Ontología del Lenguaje Capítulos 5 y 6 Rafael Echeverría Paper de Estudio · Guía nº 2 ACP 2016

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Ontología del LenguajeCapítulos 5 y 6

Rafael Echeverría

Paper de Estudio · Guía nº 2 ACP 2016

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CAPITULO 5: EL ESCUCHAR: EL LADO OCULTO DEL LENGUAJE"

La comunicación humana tiene dos facetas: hablar y escuchar. Generalmente se piensa

que es más importante el hablar, ya que éste parece ser el lado activo de la comunicación, mientras que al escuchar se le suele considerar como pasivo. Se supone que si alguien habla lo suficientemente bien (fuerte y claro) será bien escuchado. A partir de esta interpretación, el escuchar generalmente se da por sentado y rara vez se le examina como un asunto problemático.

Sin embargo, un nuevo sentido común acerca de la importancia del escuchar está emergiendo. Las personas están empezando a aceptar que escuchan mal. Reconocen que, a menudo, les es difícil escuchar lo que otros dicen y que tienen dificultades en hacerse escuchar en la forma que desearían. Este fenómeno ocurre en todos los dominios de nuestras vidas.

Por ejemplo, el tema del escuchar se ha convertido en una inquietud importante en nuestras relaciones personales. Es frecuente escuchar la queja: «Mi pareja no me escucha». Sin lugar a dudas, la comunicación inefectiva es una de las principales causas de divorcio. Cuando las personas hablan de «incompatibilidad» con su pareja, es el escuchar, nuevamente, el que está en el centro de sus inquietudes.

En el campo de los negocios, el escuchar efectivo ha llegado a adquirir la máxima prioridad. Peter Drucker, en un reciente libro escribió:

«demasiados (ejecutivos) piensan que son maravillosos con las personas porque hablan bien. No se dan cuenta de que ser maravillosos con las personas significa 'escuchar' bien».1

Tom Peters enfatiza que una de las principales razones del bajo rendimiento del

management norteamericano es el hecho de que el manager no escucha a sus empleados, ni a sus clientes, ni lo que está sucediendo en el mercado. Peters recomienda «obsesionarse con escuchar».2 El problema, por supuesto, radica en ¿cómo hacerlo?, ¿en qué consiste saber escuchar?

Sostenemos que mientras mantengamos nuestro tradicional concepto del lenguaje y la comunicación, difícilmente podremos captar el fenómeno del escuchar. Más aun, no seremos capaces de desarrollar las competencias requeridas para producir un escuchar más efectivo.

El escuchar como factor determinante de la comunicación humana Si examinamos detenidamente la comunicación, nos daremos cuenta de que ella

descansa, principalmente, no en el hablar sino en el escuchar. El escuchar es el factor fundamental del lenguaje. Hablamos para ser escuchados.

* Estoy agradecido al Dr. Fernando Flores y a Business Design Associates, propietarios de los derechos de autor de trabajos en los que se basa este segmento, por permitirme gentilmente hacer uso en este libro de largas secciones de tales trabajos.

1 Peter Drucker (1990) 2 Tom Peters (1987)

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El hablar efectivo sólo se logra cuando es seguido de un escuchar efectivo. El escuchar valida el hablar. Es el escuchar, no el hablar, lo que confiere sentido a lo que decimos. Por lo tanto, el escuchar es lo que dirige todo el proceso de la comunicación.

Es sorprendente darse cuenta de la poca atención que le hemos prestado al fenómeno del escuchar. Si buscamos literatura sobre éste, encontraremos que es muy escasa. Las pocas cosas que se han escrito son generalmente de dudosa calidad. Durante siglos hemos dado por sentado el escuchar. Normalmente suponemos que para escuchar a otras personas solamente tenemos que exponernos a lo que dicen —debemos estar con ellas, hablarles, hacerles preguntas. Suponemos que haciendo esto, el escuchar simplemente va a ocurrir. No estamos diciendo que esto no sea importante o necesario. Lo que decimos es que no es suficiente.

La falacia de la transmisión de información La comprensión prevaleciente en nuestros días de la comunicación está basada en la

noción de transmisión de información. Esta es una noción heredada de la ingeniería de la comunicación y desarrollada por C. Shannon, entre otros. Se ocupa de la comunicación entre máquinas —esto es, entre un transmisor y un receptor (como sucede en los procesos de transmisión radial). Este marco, a pesar de su utilidad en cuestiones técnicas de transmisión, demuestra su deficiencia cuando se utiliza para comprender la comunicación humana. La noción de transmisión de información esconde, precisamente, la naturaleza problemática del escuchar humano.

Esto sucede, a lo menos, por dos razones. Primero, porque nada dice acerca de uno de los principales aspectos de la comunicación humana —la cuestión del sentido. (Volveremos sobre este tema más adelante). Por el momento, digamos que cuando una máquina envía información a otra para lograr, por ejemplo, que se reproduzca un sonido o una imagen, o se ejecute una orden, no interesa lo que significa el mensaje enviado. Podemos hablar de una comunicación exitosa siempre y cuando la pantalla de nuestro televisor obtenga una imagen nítida y estable de lo que está sucediendo en el estudio. No nos preguntamos si tiene sentido para el televisor la imagen recibida.

Cuando nos ocupamos de la comunicación humana, el asunto del sentido se torna primordial. No podemos abocarnos a ella sin considerar la forma en que las personas entienden lo que se les dice. La forma como hacemos sentido de lo que se dice es constitutiva de la comunicación humana. Y es también un aspecto fundamental del acto de escuchar. La noción de transmisión de información sólo opera como una metáfora cuando se usa en la comunicación humana. Sin embargo, es una mala metáfora, que distorsiona el fenómeno que pretende revelar.

Segundo, nuestra forma tradicional de abordar la comunicación humana supone que los seres humanos se comunican entre sí de una manera instructiva. La comunicación instructiva se produce cuando el receptor es capaz de reproducir la información que se le está trans-mitiendo. Pero los seres humanos, como ha argumentado el biólogo Humberto Maturana, no tienen los mecanismos biológicos necesarios para que el proceso de transmisión de información ocurra en la forma descrita por la ingeniería de la comunicación. Los seres humanos, como todos los seres vivos, son sistemas cerrados. Son «unidades estructuralmente determinadas». Esto significa que lo que les sucede en sus interacciones comunicativas está determinado por su propia estructura y no por el agente perturbador.

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Los seres humanos no poseen un mecanismo biológico que les permita «reproducir» o «representar» lo que «realmente» está ocurriendo en su entorno. No tenemos un mecanismo biológico que nos permita decir que nuestra experiencia sensorial (ver, oír, oler, degustar, tocar) «reproduce» lo que está «allá afuera».

No vemos los colores que hay allá afuera; sólo vemos los colores que nuestros sistemas sensoriales y nerviosos nos permiten ver. De la misma manera, no escuchamos los sonidos que existen en el medio ambiente independientemente de nosotros. Los sonidos que escuchamos son aquéllos predeterminados por nuestra estructura biológica. Las perturbaciones del medio ambiente sólo seleccionan reacciones predeterminadas de nuestra estructura. Las perturbaciones ambientales sólo «gatillan» nuestras respuestas dentro del espacio de posibilidades que nuestra estructura humana permite.

Podemos señalar, por lo tanto, que existe «una brecha crítica» en la comunicación, entre decir (o hablar) y escuchar. Como dice Maturana: «El fenómeno de comunicación no depende de lo que se entrega, sino de lo que pasa con el que recibe. Y esto es un asunto muy distinto a 'transmitir información'».

Podemos concluir, entonces, que decimos lo que decimos y los demás escuchan lo que escuchan; decir y escuchar son fenómenos diferentes.

Este es un punto crucial. Normalmente damos por sentado que lo que escuchamos es lo

que se ha dicho y suponemos que lo que decimos es lo que las personas van a escuchar. Comúnmente no nos preocupamos siquiera de verificar si el sentido que nosotros damos a lo que escuchamos corresponde a aquel que le da la persona que habla. La mayoría de los problemas que enfrentamos en la comunicación surgen del hecho de que las personas no se dan cuenta de que el escuchar difiere del hablar. Y cuando lo que se ha dicho no es escuchado en la forma esperada, la gente llena esta «brecha crítica» con historias y juicios personales acerca de cómo son las otras personas, produciendo problemas todavía más profundos en la comunicación.

Escuchar no es oír Hasta ahora hemos diferenciado el hablar del escuchar. Ahora es necesario diferenciar el

oír del escuchar. Oír es un fenómeno biológico. Se le asocia a la capacidad de distinguir sonidos en nuestras interacciones con un medio (que puede ser otra persona). Oír es la capacidad biológica que poseen algunas especies vivas de ser gatilladas por perturbaciones ambientales en forma tal que generen el dominio sensorial llamado sonido.

Determinadas perturbaciones ambientales generan, en algunos organismos, lo que llamamos el fenómeno del oír. Y estas mismas perturbaciones podrían no generarlo en otros organismos. Sabemos, por ejemplo, que los perros oyen algunas perturbaciones que los humanos no oímos. Esto sucede porque poseen una estructura biológica diferente. Los organismos que pertenecen a una misma especie comparten la misma estructura biológica y son, normalmente, gatillados de una manera similar por una misma perturbación.

Escuchar es un fenómeno totalmente diferente. Aunque su raíz es biológica y descansa en el fenómeno del oír, escuchar no es oír. Escuchar pertenece al dominio del lenguaje, y se constituye en nuestras interacciones sociales con otros.

Lo que diferencia el escuchar del oír es el hecho de que cuando escuchamos, generamos un mundo interpretativo. El acto de escuchar siempre implica comprensión y, por lo tanto,

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interpretación. Cuando atribuimos una interpretación a un sonido, pasamos del fenómeno del oír al fenómeno del escuchar. Escuchar es oír más interpretar. No hay escuchar si no hay involucrada una actividad interpretativa. Aquí reside el aspecto activo del escuchar. Cuando observamos que escuchar implica interpretar, nos damos cuenta de que el escuchar no es la dimensión pasiva de la comunicación que se suponía que era.

El factor interpretativo es de tal importancia en el fenómeno del escuchar que es posible escuchar aun cuando no haya sonidos y, en consecuencia, aun cuando no haya nada que oír. Efectivamente, podemos escuchar los silencios. Por ejemplo, cuando pedimos algo, el silencio de la otra persona puede ser escuchado como una negativa. También escuchamos los gestos, las posturas del cuerpo y los movimientos en la medida en que seamos capaces de atribuirles un sentido. Esto es lo que permite el desarrollo de lenguajes para los sordos. El cine mudo también proporciona un buen ejemplo de cómo podemos escuchar cuando no hay sonidos. El oír y el escuchar, insistimos, son dos fenómenos diferentes.

Desde una comprensión descriptiva a una comprensión generativa del lenguaje Normalmente pensamos que escuchamos palabras. Nuestra capacidad de organizar las

palabras en unidades más grandes nos permite escuchar oraciones. Nuestra capacidad de organizar oraciones en unidades aún mayores nos permite escuchar relatos, narrativas, historias. Pero, en última instancia, todo pareciera reducirse a palabras.

En nuestra interpretación tradicional, las palabras rotulan, nombran o hacen referencia a un objeto, un acontecimiento/ una idea, etcétera.

Se nos dice que el significado de una palabra es su conexión con aquello a lo que se refiere. Como no siempre podemos señalar el objeto, acontecimiento, idea, etcétera, a que se refiere la palabra, el significado de una palabra se establece, comúnmente, por medio de una definición. La definición proporciona un significado a la palabra usando otras palabras que se refieren a ella. Si no conocemos el significado de una palabra, consultamos un diccionario. Allí cada palabra se muestra junto a otras palabras. En un diccionario, el significado vive en un universo de palabras.

La interpretación anterior es consistente con el antiguo supuesto de que el lenguaje es un instrumento pasivo para describir la realidad. Nosotros decimos que esta interpretación produce una comprensión estrecha del fenómeno del escuchar. Nosotros sustentamos una interpretación diferente del lenguaje. Para nosotros, el lenguaje no es sólo un instrumento que describe la realidad. Sostenemos que el lenguaje es acción.

Decimos que cuando hablamos actuamos, y cuando actuamos cambiamos la realidad, generamos una nueva. Aun cuando describimos lo que observamos, pues obviamente lo hacemos, estamos también actuando, estamos «haciendo» una descripción y esta descripción no es neutral. Juega un papel en nuestro horizonte de acciones posibles. A esto le llamamos la capacidad generativa del lenguaje —ya que sostenemos que el lenguaje genera realidad.

Basándonos en la premisa anterior, generamos una comprensión diferente de lo que es el fenómeno de conferir sentido. Ludwig Wittgenstein, dijo que «El significado de una palabra es su uso en el lenguaje». Pero apuntar al «uso» de una palabra es, desde ya, apuntar a las acciones en las cuales tal palabra es traída a la mano, de una forma que hace sentido. Sostenemos que si queremos captar el sentido de lo que se dice, debemos examinar las acciones involucradas en el hablar. Cuando escuchamos, no escuchamos solamente

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palabras, escuchamos también acciones. Esto es clave para comprender el escuchar. Las acciones comprendidas en el hablar Cuando hablamos, normalmente no ejecutamos una acción, sino tres tipos diferentes de

acciones relevantes para el proceso de la comunicación humana. Estos tres tipos de acciones fueron originalmente distinguidos por el filósofo británico J.L. Austin.

En un primer nivel, está el acto de articular las palabras que decimos. Esta es la acción de decir lo que decimos. Austin los llamó «actos locucionarios». Decir, por ejemplo, «Estaré ocupado mañana», constituye una acción diferente de decir «No tengo ganas». Estos no son sólo diferentes sonidos, ni son sólo diferentes palabras, sino también son acciones diferentes. Como tales, generan un escuchar diferente y consecuencias diferentes en nuestra coordinación de acciones con otros.

En un segundo nivel, está la acción comprendida en decir lo que decimos. Austin los llamó «actos ilocucionarios». Ambas expresiones mencionadas arriba pueden ser, por ejemplo, maneras de rehusar la petición «¿Podría asistir a nuestra reunión de mañana?» Ambas son negativas a esta petición y, como tales, implican una misma acción y son escuchadas como lo mismo (esto es, como negativas), sin perjuicio de que ambas negativas sean escuchadas en forma diferente, en razón de sus diferencias a nivel locucionario. Nuestra taxonomía de los actos lingüísticos básicos —a saber, afirmaciones, declaraciones, peticiones, ofertas y promesas—, opera en este segundo nivel.

Existe finalmente, según Austin, un tercer nivel de acción comprendido en el habla. Austin llamó a este tercer nivel «actos perlocucionarios». Aquí no nos preocupamos de lo que se dijo (primer nivel), ni de las acciones de formular una petición, una oferta, una declaración, etcétera (segundo nivel), sino de la acciones que tienen lugar porque se dijo algo, aquellas que se producen como consecuencia o efecto de lo que decimos. Así, por ejemplo, un determinado acto ilocucionario puede asombrar, convencer, fastidiar, etcétera.

Siguiendo a Austin, por lo tanto, podemos decir que cuando escuchamos, escuchamos los tres niveles de acción. Primero, escuchamos el nivel de lo que se dijo y cómo fue dicho. Segundo, escuchamos el nivel de la acción involucrada en lo que se dijo (sea esto una afirmación, una declaración, una petición, una oferta o una promesa). Tercero, escuchamos el nivel de las acciones que nuestro hablar produce. En esta interpretación del lenguaje, las palabras son herramientas que nos permiten mirar hacia todos esos niveles de acciones.

Sin embargo, todo esto es aún insuficiente para entender cabalmente el escuchar. Hasta

ahora hemos visto cómo las acciones del hablar repercuten en el escuchar. Hemos reconocido que el lenguaje es acción, basándonos en el reconocimiento de que hablar es acción. Sostenemos que esto aún corresponde a una comprensión parcial de la naturaleza activa y generativa del lenguaje. Lo que falta es ir más allá de la fórmula «hablar => acción» y descubrir la naturaleza activa del escuchar.

Examinemos algunos ejemplos. Si pregunto a un cliente, «¿Puedo llamarlo la próxima

semana para continuar esta conversación?» y él replica «De acuerdo», yo bien podría escuchar, además de su aceptación, «El está interesado en mi producto». Si pregunto a Emilia, «¿Qué vas a hacer la noche de Año Nuevo?» y ella responde «Me quedaré en casa», yo podría escuchar «Emilia quiere eludir las tensiones que le producen las actividades so-ciales». Si mi hijo pregunta, «Papá, ¿me puedes dar cincuenta dólares?» yo podría escuchar

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«Está planeando salir con su novia». Obviamente esto no fue lo que se dijo; pero sí fue lo que yo escuché. No nos olvidemos

que decimos lo que decimos y escuchamos lo que escuchamos. En todos estos ejemplos, lo que escuchamos simplemente no fue dicho, pero no por eso implica que escuchamos mal. Por el contrario, podríamos estar escuchando en forma bastante efectiva. Postulamos que esta parte del escuchar, que va más allá del hablar, es un aspecto primordial del escuchar efectivo. Es más, se trata de un aspecto fundamental del fenómeno del escuchar humano.

Ciertamente, lo que escuchamos puede a veces ser válido y otras no. ¿Dónde está la diferencia? ¿Cómo podemos aumentar nuestra capacidad para escuchar de un modo más efectivo? Para responder a estas preguntas debemos hacer algunas otras distinciones que nos llevarán más allá de las acciones directamente comprendidas en las interacciones comunicativas.

El supuesto de «intención» para dar sentido a nuestras acciones. Hemos dicho que cuando escuchamos, no solamente escuchamos las palabras que se

hablan; también escuchamos las acciones implícitas en el hablar. Y hemos visto recién que escuchar estas acciones es sólo una parte de lo que escuchamos. Escuchar las acciones implícitas en el acto de hablar no es suficiente para asegurar un escuchar efectivo. ¿Qué falta? ¿Qué más incluye el escuchar?

Cada vez que escuchamos una acción, normalmente nos hacemos dos preguntas básicas. La primera es: ¿Para qué está la persona ejecutando esta acción? La segunda es: ¿Cuáles son las consecuencias de esta acción? Según la forma en que respondamos a estas preguntas, la misma acción puede ser escuchada de maneras muy diferentes. Nos vamos a ocupar aquí y en la siguiente sección de la primera de estas preguntas.

Cuando escuchamos una acción, no sólo la identificamos, también respondemos, de una u otra forma, la pregunta «para qué» se está ejecutando la acción. O, dicho de otra forma, «qué» lleva a alguien a decir lo que dice. ¿Cómo hacemos esto? ¿Cuáles son las suposiciones que hacemos cuando respondemos la pregunta?

Tradicionalmente, nos hacemos cargo de la pregunta «para qué» se efectúa una acción, bajo el supuesto de que «tras» ella hay lo que llamamos «intenciones». Suponemos que normalmente encontraremos una intención tras la acción de una persona. Las acciones aparecen como respuestas a un propósito, un motivo o una intención. Y se supone que estas intenciones residen en nuestra conciencia o mente.

Este supuesto (que se remonta al tiempo de los antiguos griegos), es uno de los cimientos de la tradición racionalista. El racionalismo supone que generalmente hay una intención o una meta consciente tras toda acción. La tradición racionalista busca las «razones» de las perso-nas para actuar en la forma en que lo hacen. Una acción es considerada racional si corresponde a las intenciones conscientes que nos hemos fijado al ejecutarla. Desde esta perspectiva, uno de los factores básicos que hace que una acción tenga sentido es su intención. Por lo tanto, una de las formas en que damos sentido a una acción es descubriendo la «verdadera intención» que hay tras ella. Una acción que es coherente con su «razón» o «intención verdadera» es una acción racional. Pero, nos preguntamos, ¿tiene sentido postular la existencia de algo así como una «verdadera intención» tras una acción?

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La solución ofrecida por Freud Este problema se le presentó también a Sigmund Freud y es quizás interesante, examinar

cómo lo encaró. Freud comenzó efectuando dos contribuciones importantes en relación a este problema. La primera fue el señalar que los seres humanos actúan, a menudo, sin intenciones conscientes —sin un conocimiento claro de lo que hacen y de por qué lo hacen. La segunda es que aun cuando ellos creen saber por qué están haciendo lo que hacen, las razones que esgrimen pueden ser legítimamente impugnadas. Esto es precisamente parte de la labor del terapeuta. Este se permite impugnar las «razones» del paciente y ofrecer «razones» diferentes.

Hasta aquí no tenemos problemas con Freud. Por el contrario, lo que nos está proponiendo nos resulta coherente y su posición, hasta ahora, la consideramos una importante contribución. Sin embargo, discrepamos con los pasos siguientes dados por Freud como forma de generar una interpretación que sea coherente con su postulado de que la conciencia que los individuos tienen de las razones de su actuar (sus intenciones) no es confiable.

Dado que no podemos apoyarnos en las intenciones conscientes para comprender el comportamiento humano, Freud sugirió la existencia de otra entidad—el inconsciente. Las intenciones inconscientes son aquellas que, supuestamente, residen en el inconsciente y logran ser «descubiertas» por el terapeuta.

Examinemos el carácter de la solución ofrecida por Freud. Este no impugna el postulado según el cual actuamos a partir de intenciones. Habiendo reconocido un problema en la interpretación tradicional procuró resolverlo dentro del marco de algunos de los supuestos aceptados en su época. Uno de ellos es el supuesto que llamamos de la primacía de la mente o la conciencia, que forma otro de los pilares del programa metafísico 3.

Como la conciencia, según Freud, no es capaz de explicar algunas de nuestras acciones, no hay más que suponer que tiene que existir otra entidad, de rango similar al de la conciencia, pero diferente de ella por cuanto no se asocia a los fenómenos conscientes. Qué mejor, entonces, que suponer la existencia de una especie de «otra mente», con la diferencia de que ésta no es consciente. Ahora en vez de una mente, sucede que tenemos dos: una consciente y otra inconsciente. Con ello nos mantenemos dentro de la tradición que utiliza la mente como principio explicativo de la acción humana.

Con esta solución, no hay tampoco necesidad de cuestionar el marco interpretativo del cual tradicionalmente se ha nutrido nuestro concepto de intención. En vez de cuestionar el concepto de intención, Freud lo expande. Postula que además de nuestras intenciones conscientes, tenemos también intenciones inconscientes. No coincidimos con la solución ofrecida por Freud a este problema.

Cuestionamiento del concepto de intención Uno de los problemas del supuesto de intenciones es que implica partir cada acción en

dos —la acción misma y la acción que nos lleva a actuar. Puesto que la acción que nos lleva a actuar es una acción en sí misma, ésta puede dividirse en dos nuevamente, la acción que nos lleva a actuar, por sí misma, y la acción que nos lleva a la acción, que nos lleva a actuar, y así sucesivamente en regresión infinita.

3 Ver, al respecto, R. Echeverría (1993), Págs. 270-272.

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Al procederse así, también se divide en dos a la persona que actúa —la persona revelada por las acciones que realiza y la persona que supuestamente está decidiéndose a actuar. Y entramos nuevamente en una regresión infinita, ya que el decidirse a actuar es, en sí mismo, una acción que supuestamente alguien hace. Esto se conoce como «la falacia del humunculus» (palabra en latín que quiere decir pequeño hombrecito), en que suponemos que tras cada persona hay otra personita manejando el timón.

La idea de que cada acción implica un yo que la hace ser similar a aquella que sostiene que, cada vez que vemos una flecha volando, debe haber un arquero que la disparó. Si hay una acción, suponemos que un agente o una persona (el arquero) la hizo. La humanidad ha estado atrapada en este supuesto desde hace mucho tiempo. Si algo sucedía, suponíamos que había por necesidad alguien que hizo que ello ocurriera. La lluvia, los truenos, las enfermedades y su recuperación, las cosechas — aun ganarse la lotería—, eran todas acciones ejecutadas por individuos invisibles. Gran parte de los dioses que los seres humanos se han dado en el curso de la historia, fueron inventados a partir de este supuesto.

El separar la acción de la persona (el yo), puede haberse originado en la forma en que hablamos. Normalmente decimos «Yo escribí esta carta» o «Yo acepto su oferta», denotando un «yo» tras la acción de escribir la carta o de aceptar la oferta. Las limitaciones de nuestro lenguaje a menudo ocasionan problemas filosóficos altamente sofisticados.

Es interesante observar que una de las fortalezas del pensamiento científico es que, desde sus comienzos, se liberó del supuesto de que hay una persona creando los fenómenos. Se cuenta la anécdota de que algún tiempo después de publicar su obra maestra acerca de la estructura del universo, el astrónomo francés Laplace se encontró con Napoleón. La anécdota señala que luego de felicitarlo por su obra, el emperador preguntó: «Sr. Laplace, ¿cómo pudo usted escribir esta obra tan larga sin mencionar, ni siquiera una vez, al Creador del Uni-verso?» A lo que Laplace contestó, «Sire, je n'ai pas eu besoin de cette hypothése» (Majestad, no tuve necesidad de tal hipótesis).

Friedrich Nietzsche fue, nuevamente, uno de los primeros pensadores en observar el hecho de que realizamos esta extraña operación de separación que hemos descrito arriba. Escribe Nietzsche:

«... [el lenguaje] entiende y malentiende que todo hacer está condicionado por un agente, por un 'sujeto'. (...) del mismo modo que el pueblo separa el rayo de su resplandor y concibe al segundo como un hacer, como una acción de un sujeto que se llama rayo. (...) Pero tal sustrato no existe; no hay ningún 'ser' detrás del hacer, del actuar, del devenir; el 'agente' ha sido ficticiamente añadido al hacer, el hacer es todo».

Al igual que Nietzsche, postulamos que «el agente es una ficción, el hacer es todo».

Sostenemos que la acción y el sujeto (el «yo») que ejecuta la acción no pueden separarse. En realidad, son las acciones que se ejecutan las que están permanentemente constituyendo el «yo». Sin acciones no hay «yo» y sin «yo» no hay acciones. La flecha, el arco y el arquero en este caso se generan simultáneamente. La flecha que vuela está constituyendo al arquero. Somos quienes somos según las acciones que ejecutamos (y esto incluye los actos de hablar y de escuchar).

-Albert Einstein adoptó una posición similar. En una conferencia que dictó en Inglaterra sobre la metodología de la física teórica, dijo que si queremos entender lo que hace un

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científico no debiéramos basarnos en lo que él nos diría acerca de sus acciones. Debiéramos limitarnos a examinar su obra. Esta es también una de las posiciones centrales de la epistemología desarrollada por el filósofo de las ciencias francés, Gastón Bachelard.

Cuando actuamos (y también cuando hablamos y escuchamos —esto es, cuando estamos en conversación) estamos constituyendo el «yo» que somos. Lo hacemos tanto para nosotros mismos como para los demás. Nuestras acciones incluyen tanto nuestros actos públicos, como los privados; tanto nuestras conversaciones públicas, como las privadas. Pero hacer una separación entre actos públicos y privados (o conversaciones públicas y privadas) es algo muy diferente de separar al «yo» de sus acciones.

La noción misma de intenciones se desmorona al oponernos a separar a la persona de sus acciones. No viene al caso, por lo tanto, buscar nuevas clases de intenciones para entender el comportamiento humano, como lo hiciera Freud. Es el supuesto mismo de intención el que debe ser sustituido. La pregunta es: ¿Podemos prescindir de él? ¿Podemos darle un sentido al comportamiento humano sin presuponer una intención tras la acción?

De intenciones a inquietudes Proponemos una interpretación completamente diferente. Decimos (inspirándonos en la

filosofía de Martín Heidegger), que cada vez que actuamos podemos suponer que lo hacemos para hacernos cargo de algo. Tal como lo señaláramos previamente, a este algo, sea ello lo que sea, le llamamos inquietud. Podemos decir, por lo tanto, que una acción se lleva a cabo para atender una inquietud. Decimos que una inquietud es la interpretación que damos sobre aquello de lo que nos hacemos cargo cuando llevamos a cabo una acción. Por lo tanto, es lo que le confiere sentido a la acción. Si no podemos atribuir una inquietud a una acción, ésta pierde sentido. Hasta ahora, esto se parece mucho a la vieja concepción racionalista que habla de intenciones. ¿No estaremos simplemente llamando inquietudes a las intenciones? ¿No estaremos usando nombres diferentes para hablar de lo mismo? Sostenemos que no. Lo que marca la diferencia entre inquietud e intención es lo siguiente: no estamos diciendo que haya una intención «tras» una acción, no estamos diciendo que sean las intenciones las que guían nuestras acciones, no estamos diciendo que la mente esté guiando nuestros actos.

Sostenemos que una inquietud es una interpretación que confiere sentido a las acciones que realizamos. Es un relato que fabricamos para darle sentido al actuar. En vez de buscar «razones» para actuar en la forma en que lo hacemos, tenemos relatos, «historias». Más aun, nuestras «razones» no son otra cosa que «historias» que nos construimos. Fabricamos algunas historias después de realizar las acciones y, otras, antes de hacerlo. Lo que llamába-mos intenciones no son más que historias, esto es, interpretaciones que le dan sentido a nuestras acciones.

Pero, una vez más, ¿cuál es la diferencia? En este momento, cobra importancia la cuestión del escuchar. Postulamos que el lugar en que debemos buscar las inquietudes no es «tras» la acción, ni en la mente de las personas, sino en el escuchar lo que esta acción produce. Cuando observamos las acciones de las personas y cuando las escuchamos hablar (y ahora ya sabemos que el hablar es una acción), les otorgamos un sentido construyendo historias acerca de qué es aquello de lo que las acciones se hacen cargo. Decimos que las inquietudes no están radicadas en la acción misma o en la mente o la conciencia de la persona que actúa, sino en cómo las interpretamos (o escuchamos).

Como tal, una inquietud es siempre un asunto de interpretación y de reinterpretación.

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Nadie es dueño de las inquietudes, nadie tiene autoridad final para dar con la «inquietud verdadera». Ni nosotros, cuando hablamos del sentido de nuestras acciones, ni el terapeuta cuando nos ofrece sus interpretaciones. Cada uno tiene derecho a sus propias interpretaciones, a sus propias historias sobre sus acciones y las de los demás. El hecho de que tengamos historias acerca de nuestras propias acciones no las hace verdaderas.

Ciertamente, algunas interpretaciones pueden estar mejor o peor fundamentadas, pueden ser más o menos válidas, o más o menos poderosas. Según sea la interpretación que sostengamos, se nos abrirán ciertas posibilidades y se nos cerrarán otras. Esto nos permite apoyar o refutar algunas interpretaciones. No estamos diciendo que, por ser interpretaciones, todas ellas sean iguales. Historias diferentes crean mundos diferentes y formas de vida diferentes. Nuestras historias no son, en modo alguno, triviales.

Las inquietudes son interpretaciones del sentido de nuestras acciones. Son historias que son capaces de conferir sentido por cuanto responden a la pregunta sobre el qué es aquello de lo que el actuar se hace cargo. Así como el sentido de las palabras remite a las acciones que realizamos con ellas, el sentido de las acciones remite a las interpretaciones que construimos a través del lenguaje, con el poder de la palabra. No hay salida de las redes del lenguaje.

El punto que deseamos enfatizar, sin embargo, es que estas interpretaciones —estas historias—, residen en el escuchar de las acciones. Las inquietudes son distintas de las intenciones, puesto que ellas no residen en el orador sino en el que escucha. Y puesto que somos capaces de escuchar y observar nuestras propias acciones, también podemos atribuirles un sentido. Puesto que somos capaces de escuchar posibilidades de acción, tam-bién podemos atribuir sentido a acciones que aún no han sido ejecutadas. Cuando hacemos esto, la gente comúnmente habla de intenciones. Nosotros proponemos hablar de inquietudes. Lo que hemos llamado intenciones se muestra, por lo tanto, como un caso particular, como un subconjunto, de lo que hemos designado con la distinción de inquietud.

Cuando escuchamos, por lo tanto, escuchamos las inquietudes de las personas. Escuchamos el por qué las personas realizan las acciones que realizan. Esto es lo que me permite escuchar que mi hijo quiere salir con su novia cuando me pide cincuenta dólares. Esto es lo que me permite escuchar que alguien desea hacerse rico cuando dice que quiere dedicarse a los negocios. Y esto es lo que me permite escuchar que mi esposa podría estar molesta cuando me dice que no tiene deseos de ir al cine conmigo. Nadie dijo lo que escuché; pero yo lo escuché de todos modos.

Cuando escuchamos no somos receptores pasivos de lo que se está diciendo. Por el contrario, somos activos productores de historias. El escuchar no es, como a menudo suponemos, el lado pasivo de la comunicación —es completamente activo. Las personas que saben escuchar son personas que se permiten interpretar constantemente lo que la gente a su alrededor está diciendo y haciendo. Quienes saben escuchar son buenos constructores de narrativas, buenos productores de historias.

Para escuchar debemos permitir que los otros hablen, pero también debemos hacer preguntas. Estas preguntas nos permiten comprender los hechos, emitir juicios bien fundados y elaborar historias coherentes. Los que saben escuchar no aceptan de inmediato las historias que les cuentan. A menudo las desafían. No se satisfacen con un solo punto de vista. Están siempre pidiendo otra opinión, mirando las cosas desde ángulos diferentes. Como tejedores, producen historias que, paso a paso, permitirán ir distinguiendo con mayor claridad las tramas del acontecer.

Al desplazarnos de las intenciones a las inquietudes cambiamos radicalmente el centro de

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gravedad del fenómeno del escuchar. Al alejarnos del supuesto de que el acto de escuchar es pasivo, podemos ahora observar el escuchar como una acción a realizar —como una acción que puede ser diseñada— y como una acción que se basa en competencias específicas que podemos aprender. Al reemplazar las intenciones por las inquietudes se realiza un vuelco copernicano. La búsqueda de las «verdaderas intenciones» de las personas ya no tiene ningún sentido.

Cuando escuchamos, también construimos una historia acerca del futuro Cuando escuchamos, no permanecemos como observadores neutrales e indiferentes.

Estamos reconstruyendo las acciones del orador e inventando historias acerca de por qué éste dijo lo que dijo (esto es, estamos respondiendo la pregunta «de qué se está haciendo cargo el que habla al hablar»).

Sin embargo, hay un aspecto adicional que también participa en nuestro escuchar. Los seres humanos estamos obligadamente comprometidos con el mundo en que vivimos. Sabemos que lo que nos será posible en la vida no sólo depende de nosotros, sino también de lo que acontezca en ese mundo al que estamos atados y que llevamos siempre con nosotros. Una de las grandes contribuciones de Heidegger ha sido el postular que no podemos separar el ser que somos, del mundo dentro del cual somos. El fenómeno primario de la existencia humana es «ser-en-el-mundo», o, como lo llama también Heidegger, Dasein. Es sólo a partir de este reconocimiento que podemos proceder a examinar cada uno de los términos (ser y mundo) de esta unidad primaria.

En función de nuestra relación indisoluble con un mundo, todo lo que acontece en él nos concierne. Una dimensión ontológica básica de la existencia humana es una inquietud permanente por lo que acontece en el mundo y por aquello que lo modifica.

Al reconocer que el hablar es actuar y, por lo tanto, un intervención que transforma el mundo, reconocemos también otro aspecto crucial del escuchar. En la medida en que el hablar es acción, todo hablar trae consecuencias en nuestro mundo. Todo hablar es capaz de abrirnos o cerrarnos posibilidades. Todo hablar tiene el potencial de modificar el futuro y lo que nos cabe esperar de él.

Cuando escuchamos, por lo tanto, lo hacemos desde nuestro compromiso actual con el

mundo. No podemos evitar preguntarnos «¿Cuáles son las consecuencias de lo que se está diciendo?» «¿De qué forma lo dicho altera el curso de los acontecimientos?» «¿De qué forma el futuro se ve afectado a raíz de lo que se dice?» «¿De qué forma el mundo se rearticula a partir de lo dicho?» Pero, por sobre todo, «¿De qué forma las transformaciones que genera el hablar afectan mis inquietudes?» «¿Qué oportunidades, qué peligros, conllevan estas transformaciones?»

A menudo estimamos que lo dicho no va a cambiar nuestro mundo en forma significativa. Cuando hacemos este juicio, podemos adoptar una actitud neutral frente a lo que se dijo. Pero nuestra capacidad de escuchar algo en forma neutral proviene siempre de nuestro grado de compromiso con el mundo. El compromiso es primario, la neutralidad es siempre un derivado.

El escuchar trasciende, va más allá de nuestra capacidad de reconstruir las acciones comprendidas en el hablar. Esto sucede no solamente porque inventamos historias acerca de las inquietudes del orador, como lo examináramos anteriormente, sino también porque emitimos juicios y construimos historias (acerca de esas acciones) en términos de sus

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consecuencias para nuestro futuro. No hay escuchar que no esté basado en el futuro del que escucha. Aquí la pregunta no es cuál es el futuro que visualiza el orador cuando habla. Esto se resuelve formulando una pregunta acerca de las inquietudes del orador. Lo que está en juego aquí es el modo como el oyente escucha que esas acciones afectarán su propio futuro.

Cuando conversamos, bailamos una danza en la que el hablar y el escuchar se entrelazan. Todo lo que uno dice es escuchado por el otro, quien fabrica dos clases de historias. Una, acerca de las inquietudes del orador cuando dice lo que dice y, la otra, acerca de la forma en que lo que se dijo afectará el futuro del que escucha (sus propias inquietudes). Ambas partes están haciendo esto al mismo tiempo. El filósofo alemán Hans-Georg Gadamer, discípulo de Martín Heidegger, le ha llamado «la fusión de horizontes». Gadamer escribió:

«...la fusión de horizontes que ocurre en el entendimiento es el real logro del lenguaje... la naturaleza del lenguaje es una de las interrogantes más misteriosas sobre las que el hombre puede reflexionar. El lenguaje está tan extrañamente cerca de nuestro pensamiento y cuando opera es un objeto tan minúsculo, que parece escondernos su propio ser»4

Lo que es interesante señalar, sin embargo, es que esta «fusión de horizontes» (o «fusión

de historias», como la llamaríamos nosotros) sucede en el escuchar de ambas partes. Cada parte aporta no tan sólo una historia a la conversación. Ambas contribuyen con dos —una sobre las inquietudes de su interlocutor y la otra sobre sí mismo. En el acto de escuchar, ambas partes producen esta «fusión de horizontes». La forma en que la fusión se realiza en cada una de ellas nunca es la misma.

La matriz básica del escuchar Es importante detenernos por un momento y hacer una recapitulación sobre el camino

recorrido. Ello nos dará U oportunidad de alcanzar una visión de conjunto, hacer algunas aclaraciones adicionales y mover la argumentación a un terreno diferente.

Lo que hemos sostenido hasta ahora es que el fenómeno del escuchar surge cuando, a partir de nuestra capacidad biológica de oír sonidos, somos también capaces de remitir esos sonidos a un dominio consensual en el que, para una comunidad determinada, ellos se ven iluminados de sentido. Dentro de una comunidad, esos extraños sonidos que sus miembros emiten abren la posibilidad de coordinar acciones conjuntamente y de coordinar la coordinación de sus acciones.

Los sonidos emitidos dejan de ser simplemente ruidos y pasan a ser palabras, oraciones, narrativas. Su intercambio constituye el mundo de las conversaciones. El escuchar, por lo tanto, implica ir más allá de la capacidad de oír los sonidos en cuanto sonidos y ser capaces de interpretar su sentido en virtud de su referencia al dominio consensual. Escuchar, hemos dicho, es oír más interpretar. El factor decisivo en esta ecuación es el de la interpretación.

4 H-G. Gadamer (1984), pág 340

La gran contribución de la lingüística ha sido el estudiar el lenguaje como un sistema de signos y, por lo tanto, de sonidos que remiten a determinados referentes y que están sujetos a

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determinadas normas de funcionamiento entre sí. La gran contribución de la filosofía del lenguaje ha sido el superar la tradicional concepción descriptiva del lenguaje y el reconocimiento del lenguaje como acción y, por tanto, con capacidad de transformar el mundo. La ontología del lenguaje busca llevar la comprensión de éste al ámbito de una comprensión diferente de la existencia humana. Su mirada, por lo tanto, es existencial. Es dentro de ese contexto que estamos analizando el fenómeno del escuchar.

Hasta el momento hemos postulado que el escuchar, una vez rescatado de una interpretación que lo circunscribe a una dinámica al interior de un sistema de signos, remite a tres ámbitos diferentes: el ámbito de la acción, el ámbito de las inquietudes (que le confieren sentido a la acción) y el ámbito de lo posible (definido por las consecuencias de las acciones del hablar). Volvamos brevemente la mirada sobre cada uno de estos tres ámbitos.

a) El ámbito de la acción Una primera forma a través de la cual conferimos sentido al hablar (y que, por lo tanto,

constituye el escuchar) guarda relación con identificar las acciones comprometidas en el hablar. A este respecto, utilizábamos la propuesta de Austin para hablar de tres tipos de acciones involucradas: las acciones locucionarias, las ilocucionarias y las perlocucionarias. Las acciones locucionarias, decíamos, son aquellas que tienen relación con lo que se dice. Las acciones ilocucionarias tienen relación con aquello que se ejecuta al decir lo que se dice (afirmar, declarar, pedir, ofrecer y prometer). Las acciones perlocucionarias, con los efectos en el otro que resultan del decir lo que se dijo (indignar, persuadir, enternecer, etcétera).

A estos tres tipos de acciones señalados por Austin, podemos añadir dos tipos más que también pueden estar involucrados en el hablar. Para ilustrarlos tomemos el ejemplo de alguien que dice, «Fernando, te pido que le pidas disculpas a Verónica».

La acción global involucrada. Más allá de las acciones indicadas por Austin, podemos

reconocer que esta petición puede, además de ser tal, formar parte de una acción más amplia. En este caso, esta petición podría ser parte de la acción de efectuar un reclamo, dentro del cual se le pide a Fernando que se disculpe frente a Verónica. Lo que importa reconocer aquí es que el hecho de que las acciones ilocucionarias pueden ser componentes de acciones globales más complejas. Si bien podemos reducir las acciones ilocucionarias a un número restringido de ellas, las acciones globales que se pueden realizar con ellas son infinitas. Depende de los juegos de lenguaje que se sea capaz de inventar.

La acción asociada. Este mismo ejemplo nos muestra la posibilidad de un quinto tipo de

acción que puede también estar involucrado al hablar, particularmente cuando ejecuto peticiones y ofertas y, por lo tanto, participo en el juego de las promesas. Se trata, obviamente, de la acción que es materia de promesa. En este caso la acción de pedirle disculpas a Verónica. Llamaremos a ésta, la acción asociada a la acción ilocucionaria. Tal como hemos dicho anteriormente, ésta es un acción que puede, como no puede, ser lingüística.

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b) El ámbito de las inquietudes Hemos sostenido también que además de escuchar los diferentes tipos de acciones que

hemos indicado arriba, al escuchar generamos una interpretación sobre aquello de lo que la persona que habla se está haciendo cargo al hablar. Es lo que hemos llamado inquietud.

Examinemos qué importancia puede tener el saber escuchar, en el ámbito de las inquietudes. La convivencia con otros descansa, en una medida importante, en nuestra capacidad de atendernos mutuamente, de hacernos cargo de las inquietudes que mutuamente tenemos. Ello guarda relación con la preocupación y cuidado por el otro. Una de las maneras de realizar esto es a través del cumplimiento de las peticiones que el otro nos hace.

Esta, sin embargo, no es la única forma. Una buena relación interpersonal (sea ésta de pareja/ de padre e hijos, de trabajo, con nuestros clientes, etcétera) descansa, en medida importante, en nuestra capacidad de hacernos cargo del otro antes de que éste lo pida. Esto lo logramos escuchando las inquietudes del otro y haciéndolas nuestras. Con ello procuramos evitarle a la otra persona que llegue al punto en que tenga que pedir. Sabemos que cuando se pide, de alguna forma ya se llega tarde. Usando una distinción que introduciremos más adelante diremos que ya se quebró la transparencia. Quien pide ya hizo el juicio de que algo faltaba, de que existe una insatisfacción que requiere ser satisfecha (lo que se manifiesta, precisamente, en pedir tales condiciones de satisfacción).

En toda relación basada en el cuidado y el esfuerzo por procurar la satisfacción del otro, el momento de la petición implica que llegamos tarde, que el otro ya alcanzó el punto de la insatisfacción. En muchas circunstancias ello no se puede evitar. No existe, por ejemplo, un matrimonio que sea tan perfecto que los cónyuges no se vean obligados a hacerse peticiones. Pero mientras menos tengamos que pedir para alcanzar satisfacción mejor será la relación.

Lo mismo podemos decir sobre la relación con nuestros clientes. Mientras menos el cliente tenga que recurrir a nosotros para encontrar satisfacción, mejor será el producto que le vendamos. Un buen servicio, por muy importante que sea, no sustituye un producto que no requiere del servicio. El saber escuchar las inquietudes del cliente, para luego poder hacernos cargo de ellas, es factor determinante en nuestra capacidad de producir calidad.

Cualquier labor que se caracteriza por brindar apoyo logístico al trabajo de otro (tomemos el de una secretaria), se alcanza no sólo a través del adecuado cumplimiento de las peticiones que se hacen. Por sobre todo, ello se logra a través de la capacidad de hacerse cargo de las inquietudes de quien se sirve, antes incluso de que ellas lleven a hacer peticiones. Lo más importante es la preservación de la transparencia en el funcionamiento del otro. Mientras menos se tenga que pedir, mejor.

En muchos casos, porque somos capaces de escuchar las inquietudes del otro podemos estar en condiciones de hacernos cargo de él, de maneras que ni siquiera a éste le son imaginables y, por lo tanto, ofrecerle condiciones de satisfacción que éste no sabría cómo pedir. Es lo que normalmente hace un buen vendedor. Este logra mostrarnos cómo un determinado producto se hace cargo de inquietudes nuestras que, antes de conversar con él, no teníamos. No es que no supiéramos que las teníamos, sino que estaban allí. (Cabe preguntarse, ¿dónde?). Sólo aparecerán cuando yo hago mía la interpretación que me propone el vendedor.

c) El ámbito de lo posible

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Si aceptamos que hablar es actuar, reconocemos que el hablar modifica el mundo, el

estado de las cosas, y que, por consiguiente, el hablar trae consecuencias. En otras palabras, el hablar rearticula el mundo como espacio de lo posible. Luego que alguien dice algo, nuevas posibilidades emergen y antiguas posibilidades dejan de existir. Lo que antes estaba cerrado se abre y lo que estaba abierto se cierra. Porque se tuvo, o quizás porque no se tuvo, una determinada conversación, nuestras vidas toman una u otra dirección. Porque alguien nos dijo —o quizás no nos dijo— algo; porque nosotros dijimos —o quizás no dijimos— algo, devenimos en una persona diferente.

Cuando escuchamos, por lo tanto, podemos observar cómo el mundo, y otros nosotros dentro de él, nos transformamos por el poder del lenguaje. Al escuchar podemos preguntarnos sobre las consecuencias que trae aquello que se dijo, sobre cómo ello se relaciona con nuestras inquietudes, sobre las nuevas acciones que a partir de lo dicho es ahora posible tomar. Nos podemos preguntar sobre las nuevas oportunidades que se generan a partir del hablar; sobre las nuevas amenazas que se levantan; podemos preguntarnos sobre las acciones que permiten hacerse cargo tanto de las unas como de las otras.

Los grandes políticos, los grandes empresarios, los grandes profesores, los grandes vendedores, los grandes negociadores, en una palabra, todos aquellos que tratan con personas y son efectivos en lo que hacen, saben escuchar cómo el hablar modifica lo posible. Es muy probable, sin embargo, que si les preguntamos qué entienden por lenguaje, sus respuestas no le reconozcan el carácter generativo. Pero en su quehacer concreto, ese reconocimiento existe. Son personas a quienes no se les escapa que a partir de que se dijo algo, emergen o se diluyen posibilidades.

Lo dicho nos lleva a reconocer el poder de las conversaciones. Todos hemos tenido la experiencia de salir de una conversación y reconocer que el mundo es otro, que se han abierto o cerrado puertas, que podemos entrar a espacios que antes nos estaban vedados o que algo muy valioso se rompió mientras se conversaba.

En una conversación, el hablar de uno modifica lo posible para el otro, permitiéndole a éste decir lo que antes no habría dicho. Este decir, a su vez, le modifica lo posible al primero quien descubre ahora la posibilidad de decir algo sobre lo que jamás antes había pensado, y así sucesivamente. En ello reside el gran poder de las conversaciones.

Los grandes seductores son maestros en el arte de modificar lo posible a través de la conversación. Lo mismo sucede con los grandes creadores. Ellos saben de la importancia de entrar en interlocución, personal o a través de sus obras, con aquellos que podrán estimular este proceso dinámico de apertura de lo posible. Lo que apuntamos nos permite entender cómo determinadas circunstancias sociales puedan generar microculturas virtuales en las que, en razón a las dinámicas conversacionales internas, se producen múltiples estallidos creativos en quienes participan en ellas.

Casos como éstos abundan en la historia de la humanidad. Lo vemos, por ejemplo, en la Grecia de Pericles, en el Renacimiento italiano, en la Viena de comienzos de siglo, etcétera. Lo observamos en círculos más reducidos, como el grupo de Bloomsbury, en Inglaterra, o alrededor de alguna figura o evento de importancia a partir del cual se genera alguna «escuela», etcétera. Muchas veces ello sucede en alguna institución académica, o en el contexto de una determinada corporación.

d) El ámbito del alma humana

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No cabe duda de que si alguien sabe escuchar en los tres ámbitos arriba indicados, el de

las acciones, el de las inquietudes y el de lo posible, podremos decir que tenemos una persona competente en el arte de escuchar. Sin embargo, los tres ámbitos mencionados no agotan todas las posibilidades relacionadas con él.

Queremos abrir un cuarto ámbito que resulta particularmente importante para la disciplina del «coaching ontológico», con cuyo nacimiento y desarrollo estamos comprometidos. Aunque no abordaremos el tema del «coaching ontológico», que excedería el propósito que nos hemos planteado en esta oportunidad, no podemos dejar de reconocer el ámbito al que haremos referencia.

Hemos sostenido a través del segundo principio de la ontología del lenguaje, que «no sólo actuamos de acuerdo a cómo somos (y lo hacemos), sino que también somos de acuerdo a cómo actuamos». De este principio vamos a quedarnos con lo que se sostiene en la primera parte: actuamos de acuerdo a cómo somos. Si además recordamos que hemos postulado que hablar es acción, podemos por tanto concluir que estamos también sosteniendo que hablamos de acuerdo a cómo somos. Estamos, en otras palabras, postulando una relación entre hablar y ser.

Al hacer esta relación es importante hacer una advertencia. No estamos señalando que el ser, el «sujeto» o el «yo», antecede y tiene prioridad con respecto al hablar.

Este es precisamente el supuesto que, como viéramos, Nietzsche fuertemente cuestiona cuando nos advierte que «el agente es una ficción, el hacer es todo». Lo que estamos sosteniendo es que en el hablar, como una forma importante del actuar, se constituye el ser que somos.

Ya tendremos oportunidad de indagar en el fenómeno de la persona humana y de examinar cómo nos constituimos como persona en el lenguaje. Por ahora, lo que nos interesa es reconocer esta relación entre hablar y ser y, a partir de ella, mostrar cómo ésta crea un ámbito particular del escuchar.

Al hablar revelamos quiénes somos y quien nos escucha puede no sólo escuchar lo que decimos, puede también escuchar el ser que se constituye al decir aquello que decimos. El hablar no sólo nos crea, sino también nos da a conocer, nos abre al otro, quien a través del escuchar, tiene una llave de acceso a nuestra forma de ser, a lo que llamamos el alma humana. Tal como dijéramos, éste es el tipo de escuchar que es propio del «coaching ontológico». Se trata de un escuchar que trasciende lo dicho y que procura acceder al «ser». Es precisamente en este sentido que se trata de un escuchar «ontológico».

Apertura: la postura fundamental del escuchar Hasta ahora hemos examinado lo que para nosotros son los componentes fundamentales

del fenómeno de escuchar. Decimos que éstos son los procesos básicos que tienen lugar cuando ocurre el escuchar. Hay, sin embargo, una cuestión que aún no hemos mencionado: ¿qué se necesita para que el escuchar ocurra?

Esta pregunta puede parecer extraña. Dado que postulamos que los seres humanos son seres lingüísticos — esto es, seres que viven en el lenguaje— reconocemos que es constitutivo de cada ser humano tanto el hablar (el lenguaje verbal es sólo una forma de hablar) como el escuchar. Si aceptamos que el lenguaje es constitutivo de los seres humanos, pareciera superfluo preguntarse acerca de las condiciones necesarias para escuchar. Bien

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podríamos decir: «simplemente sucede —los seres humanos son arrojados al escuchar». Tres razones, sin embargo/ hacen que esta pregunta sobre las condiciones para escuchar

sea interesante. En primer lugar, existe una razón empírica. A través de ella se reconoce que, además del hecho de que somos animales que escuchan, nuestra capacidad para hacerlo no es la misma. Hay personas que escuchan mejor que otras. Bien podría valer la pena, por lo tanto, indagar acerca de las condiciones que están detrás de esas diferencias.

En segundo lugar, esta pregunta tiene sentido a un nivel más profundo. Aunque estemos arrojados al escuchar, de todos modos podemos mirar el fenómeno del escuchar como algo que podemos intentar explicar — algo que podríamos querer comprender. Al hacer esto contribuimos a disolver uno de los muchos misterios que rodean el lenguaje.

En tercer lugar, al examinar las condiciones del escuchar, lo convertimos no sólo en un aspecto determinado de la vida humana, sino en un dominio para el aprendizaje y diseño. Por lo tanto, esto tiene un lado práctico. Al identificar las condiciones requeridas para escuchar, podemos intervenir a nivel de ellas y mejorar nuestras competencias para un escuchar efectivo.

Habiendo dicho lo anterior, nos damos cuenta de que esta misma pregunta acerca de las condiciones requeridas para escuchar puede ser contestada en dos niveles diferentes. Un nivel mira el fenómeno de escuchar como surgiendo de una disposición humana fundamental. El otro, divide esta disposición básica en varios segmentos o dominios que pueden ser tratados independientemente unos de otros. En esta sección vamos a examinar el escuchar como surgiendo de una postura humana fundamental en la vida.

Postulamos que el acto de escuchar está basado en la misma ética que nos constituye como seres lingüísticos. Esto es, en el respeto mutuo, en aceptar que los otros son diferentes de nosotros, que en tal diferencia son legítimos y en la aceptación de su capacidad de tomar acciones en forma autónoma de nosotros. El respeto mutuo es esencial para poder escuchar. Sin la aceptación del otro como diferente, legítimo y autónomo, el escuchar no puede ocurrir. Si ello no está presente sólo podemos proyectar en los otros nuestra propia manera de ser. En vez de hacer eso, cuando escuchamos nos colocamos en la disposición de aceptar la posibilidad de que existan otras formas de ser, diferentes de la nuestra.

Sosteníamos anteriormente que, al hablar, nos abríamos a la posibilidad de exponer el ser que somos. Que al hablar hacemos accesible nuestra alma. Que hay en ello una particular apertura hacia el otro. Pues bien, esta misma apertura debe estar también presente, aunque esta vez de manera diferente, en cuanto acogida, en quién escucha.

H-G. Gadamer ha visto, una vez más, la importancia de la disposición de la apertura hacia los otros como el aspecto fundamental del fenómeno del escuchar. Dice:

«En las relaciones humanas, lo importante es... experimentar el ´Tú' como realmente un 'Tú', lo que significa, no pasar por alto su planteamiento y escuchar lo que tiene que decirnos. Para lograr esto, la apertura es necesaria. Pero ella existe, en último término, no sólo para la persona que uno escucha, sino más bien, toda persona que escucha es fundamentalmente una persona abierta. Sin esta clase de apertura mutua no pueden existir relaciones humanas genuinas. El permanecer juntos siempre significa, también, ser capaces de escucharse mutuamente. Cuando dos personas se entienden, ello no significa que una «entiende» a la otra en el sentido de «escrutarla». De la misma forma, escuchar y obedecer a alguien no significa simplemente que nosotros accedamos ciegamente a los deseos del

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otro, A una persona así la llamamos esclavo. La apertura hacia el otro, por lo tanto, incluye el reconocimiento de que debo aceptar algunas cosas que van en mi contra, aun cuando no haya nadie que me lo pida».5

Humberto Maturana expresa este mismo punto de vista cuando sostiene que «la

aceptación del otro como un legítimo otro» es un requisito esencial del lenguaje. Si no aceptamos al otro como un legítimo otro, el escuchar estará siempre limitado y se obstruirá la comunicación entre los seres humanos. Cada vez que rechazamos a otro, sea un socio, un cliente, un empleado, un competidor, un país, etcétera, restringimos nuestra capacidad de escuchar. Producimos la fantasía de escuchar al otro mientras nos estamos, básicamente, escuchando a nosotros mismos. Al hacer esto, nos cerramos a las posibilidades que los demás están generando.

¿Qué circunstancias afectan esta apertura, considerada como un requisito fundamental para escuchar? Cada vez que ponemos en duda la legitimidad del otro; cada vez que nos planteamos como superiores al otro sobre la base de la religión, sexo, raza, (o cualquier otro factor que podamos utilizar para justificar posiciones de egocentrismo, de etnocentrismo, de chauvinismo, etcétera); cada vez que sostenemos tener un acceso privilegiado a la Verdad y a la Justicia; cada vez que presumimos que nuestra particular manera de ser es la mejor manera de ser; cada vez que nos olvidamos que somos sólo un particular observador, dentro de un haz de infinitas posibilidades de observación; cada una de estas veces, nuestro escuchar se resiente.

Uno de los grandes méritos de las prácticas democráticas reside en el hecho de que se fundan en el principio de la diferencia, la legitimidad y la autonomía del otro (sin importar cómo éste sea). Esto hace que una de las claves del éxito político sea la capacidad de escuchar de manera efectiva. Asimismo, las prácticas propias de mercados abiertos y competitivos, más allá de sus limitaciones, también colocan a la competencia del escuchar efectivo como condición del éxito.

El ser ontológico y la persona: una forma de ser que permite infinitas formas de ser Lo que hemos dicho hasta ahora debiera provocar una objeción. Al principio de este

documento nos opusimos tenazmente a la noción de que podríamos comprender el fenómeno del escuchar basándonos en el concepto de transmisión de información. Sostuvimos que esta noción desconoce el que los seres humanos son «unidades estructuralmente determinadas», sistemas cerrados, esto es, sistemas que no pueden representar lo que acontece en el medio en el que se desenvuelvan. Sin embargo, hemos llegado a plantear que una condición fundamental del escuchar es la actitud de «apertura». Por lo tanto, podríamos razonablemente preguntar, ¿cómo se puede producir esta apertura si se supone que somos sistemas cerrados?

5 H-G. Gadamer (1984), Pág.324.

En verdad, no podemos abrirnos en el sentido de que el escuchar a otro nos diga cómo

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ese otro es realmente. Nunca podremos saber cómo son realmente las personas y las cosas. Somos incluso un misterio para nosotros mismos. Tal como hemos estado insistiendo una y otra vez, solamente sabemos cómo las observamos y cómo las interpretamos. El escuchar es parte de esta capacidad de observación e interpretación. Cuando escuchamos a otros, nos abrimos a ellos inventando historias sobre ellos mismos, basadas en nuestras observaciones. Pero serán siempre nuestras propias historias. La distinción de apertura sólo tiene sentido dentro del reconocimiento que los seres humanos son sistemas cerrados.

¿Qué significa entonces «apertura»? Para contestar a esta pregunta debemos dar un corto rodeo. Ser humano significa compartir una forma particular de ser, la manera humana de ser. Esta forma de ser nuestra es lo que nos diferencia de otros seres, sean ellos animales, cosas, eventos, etcétera. Podemos decir, por lo tanto, que todos los seres humanos comparten una misma forma de ser, aquella que nos hace humanos.

En este sentido, cada ser humano es la expresión total del fenómeno de ser humano. No podemos hablar de seres humanos que lo sean sólo a medias, parcialmente. Aun cuando se trate de individuos a los que les pueda faltar algunos de sus miembros, ello no los hace menos humanos. La condición humana no se constituye en el dominio de nuestra biología, sino en el del lenguaje. De allí que digamos que el lenguaje nos hace ser como somos, en cuanto seres humanos. Todo ser humano, por lo tanto, es un ser humano completo, en cuanto ser humano. Lo que no niega que, como parte de la propia condición humana, ser humano significa un tránsito por la existencia desde una fundamental y permanente incompletud.

Lo que la filosofía de Martin Heidegger ha hecho es, precisamente, explorar este modo común de ser que todos los seres humanos compartimos, a lo que llamara el Dasein. Su preocupación principal era revelar la manera particular de ser de los seres humanos. Gran parte de su filosofía está dirigida hacia esta indagación.

Vamos a llamar a esta manera de ser que comparten todos los seres humanos su «ser ontológico». Esta es una distinción arbitraria. Por lo tanto, cuando hablemos del «ser ontológico» estaremos hablando del modo de ser que todos los seres humanos tienen en común.

No vamos a desarrollar aquí lo que Heidegger sostuvo que era constitutivo del ser humano y, por lo tanto, constitutivo de su «ser ontológico». Esto nos llevaría más allá de los propósitos de este trabajo. Sin embargo, entre los elementos que Heidegger señaló, podemos reiterar su postulado de que los seres humanos son seres cuyo mismo ser es un asunto relevante para ellos. Ser humano significa hacerse cargo en forma permanente del ser que se es. Es en este sentido que sostenemos que el ser ontológico está siempre desgarrado por un sentido fundamental de incompletud.

Los seres humanos no tienen una esencia fija. Lo que es esencial en ellos (en el sentido de rasgo genérico y, por lo tanto, ontológico) es el estar siempre constituyéndose, estar siempre en un proceso de devenir. Esto hace que el tiempo sea un factor primordial para los seres humanos.

Al mismo tiempo, sin embargo, dentro de esta forma común de ser que nos hace humanos, tenemos infinitas posibilidades de realización. La forma en que cuidamos de nosotros mismos, la manera en que abordamos el sentirnos incompletos, nos hace ser individuos muy diferentes. Llamamos «persona» a las diferentes maneras en que los distintos individuos realizan su forma común de ser (como seres humanos). Como individuos somos, por un lado, todos iguales en cuanto a nuestro «ser ontológico» (genérico), ya que compartimos las formas básicas de ser que nos hacen a todos humanos y, por el otro, somos diferentes «personas». Todos resolvemos los enigmas de la vida de diferentes maneras.

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Postulamos que el fenómeno del escuchar está basado en estas dos dimensiones fundamentales de la existencia humana— «ser ontológico» y «persona». Somos capaces de escucharnos entre nosotros porque compartimos una forma común de ser y, a este respecto, todo otro es como nosotros. Nuestro «ser ontológico» nos permite entender a otros, puesto que cualquier otro ser humano es un camino posible de realización de nosotros mismos, de nuestro propio ser. Sin embargo, al mismo tiempo, somos «personas» diferentes. No nos hacemos cargo, no atendemos a nuestro ser común en la misma forma. Es porque somos diferentes que el acto de escuchar se hace necesario. Si no fuésemos diferentes, ¿para qué escuchar, en primer lugar? Si no fuésemos diferentes, el acto de escuchar sería superfluo. Pero, debido a que compartimos una misma condición ontológica, el escuchar se hace posible.

Estos son, decimos, los requisitos básicos para escuchar. Por lo tanto, dado que somos sistemas cerrados, se deben realizar dos movimientos fundamentales. Por una parte, debemos distanciarnos de «nosotros mismos», de esa manera particular de ser que nos diferencia de los otros individuos. Al hacer esto aceptamos la posibilidad de que existan otras formas particulares de ser, otras «personas», diferentes de la nuestra. A esto se refiere Gadamer cuando habla de «apertura».

Por otro lado, debemos afirmar el hecho de que compartimos una forma común de ser con la persona que nos está hablando. Debemos concedernos plena autoridad en cuanto somos una expresión válida del fenómeno general de ser humano. Esto es lo que nos permite comprender las acciones de otras personas, comprender a las personas que son diferentes de nosotros. A partir de este terreno común es que interpretamos al otro, que fabricamos nuestras historias acerca de las acciones que los otros realizan. Todo otro es el reflejo de un alma diferente en el trasfondo de nuestro ser común.

¿Por qué, cuando leemos buena literatura, comprendemos perfectamente a personajes tan diversos como Otelo, de Shakespeare; Erna Bovary, de Flaubert; el príncipe Mishkin, de Dostoievski; Jane Eyre, de Charlotte Bronté; Gatsby, de Scott Fitzgerald? ¿Por qué sucede esto si los personajes son tan diferentes de nosotros? Más aún, ¿cómo es posible que todos esos autores pudieran alcanzar tal dominio y comprensión de sus personajes? Para entenderlos y para ser capaces de escribir sobre ellos, nos distanciamos de la «persona» que somos para excavar en nuestro «ser ontológico», en nuestro ser compartido con otros. Nos despojamos de lo que nos hace ser un individuo particular y observamos a otros desde lo que tenemos en común con ellos. La literatura clásica es aquella que logra penetrar más profundamente en nuestro ser ontológico y que, por tanto, se eleva por sobre las dimensiones más contingentes del alma humana.

El fenómeno del escuchar, en consecuencia, implica dos movimientos diferentes. El primero nos saca de nuestra «persona», de esa forma particular de ser que somos como individuos. El segundo afirma y nos acerca a nuestro «ser ontológico», a aquellos aspectos constitutivos del ser humano que compartimos con los demás. Sólo podemos escuchar a los demás porque sus acciones son para nosotros acciones posibles, acciones que nosotros mismos podríamos ejecutar. Walt Whitman, señalo, apuntaba en esta dirección cuando escribía «Soy grande, contengo multitudes». Contenemos las posibilidades de cualquier otro ser humano. Terencio, en la época de los romanos, hacía decir a uno de sus personajes: «Homo sum: humani nihil a me alienum puto» («Hombre soy: nada de lo humano me es ajeno»).

Dominios de observación para desarrollar un escuchar efectivo

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Habiendo ya identificado la actitud fundamental y los requisitos necesarios para generar el fenómeno del escuchar, podemos ahora avanzar y examinar otros dominios concretos que están relacionados con la comunicación humana.

La interacción comunicativa es como una danza. Implica la coordinación de acciones con otra persona. Por lo tanto, tal como hacemos al ejecutar un paso de danza, cuando digo algo a alguien, ese alguien generalmente me responderá dentro del espacio de posibilidades que se ha creado por lo que dije. Por ejemplo, si pido algo, mi interlocutor normalmente responderá aceptando, rehusando o postergando su promesa, haciendo una contraoferta, etcétera. Sus acciones en esta danza conversacional están muy bien definidas por los movimientos ya ejecutados en esa conversación. A esto le llamamos el contexto de la conversación.

El contexto de la conversación es uno de los factores que condicionan nuestro escuchar. Cualquier cosa que se diga es escuchada dentro del contexto de la conversación que estamos sosteniendo. Usualmente, esto define lo que esperamos escuchar. Si hacemos una petición, escucharemos cualquier respuesta que se dé como una aceptación, rechazo, postergación del compromiso, etcétera.

Tomemos algunos ejemplos. Si pregunto a Carlos, «¿Me puedes pasar la pimienta?», y él responde «Estoy leyendo», probablemente escucharemos esa respuesta como «No». Pero si pregunto a Carlos, « ¿Qué estás haciendo?» y obtengo la misma respuesta, «Estoy leyendo», el significado de la respuesta será muy diferente. Un silencio, por ejemplo, puede ser escuchado algunas veces como rechazo, aceptación, ignorancia, timidez, etcétera, según el contexto de la conversación. Incluso un «no» puede a veces ser escuchado como «sí», dependiendo del contexto. Muchas personas tienen dificultades para observar el contexto de una conversación. Esto genera todo tipo de problemas en su comunicación.

Otro factor importante que afecta nuestro escuchar es el estado emocional de la conversación. El estado emocional es una distinción a través de la cual damos cuenta de una predisposición (o falta de ella) para la acción. Si sucede que estoy de mal humor, digamos que estoy enojado, probablemente no estaré disponible para ciertas conversaciones o para realizar ciertas acciones que esas conversaciones comprendan. Asimismo, si estoy resignado, probablemente no escucharé las posibilidades que una persona con otro estado emocional está en condiciones de escuchar.

Siempre estamos en un estado emocional u otro. Según ese estado el mundo y el futuro nos parecerán diferentes. Nuestro estado emocional tiñe la forma en que vemos el mundo y el futuro. Asimismo, también tiñe lo que escuchamos. En algunos casos, habrá acciones que nuestro estado emocional nos impide escuchar. En muchos otros casos, el significado que daremos a ciertas acciones y las posibilidades que veamos como consecuencia de ellas, serán completamente diferentes si el estado emocional es distinto.

Si nos interesa escuchar efectivamente, deberemos habituarnos a observar, en primer lugar, nuestro estado emocional cuando conversamos y, en segundo lugar, el estado emocional de la persona con quien conversamos. No importa cuan claramente nos hayamos expresado ni cuan claras sean todas las acciones que esa conversación implica: no seremos escuchados como esperamos si el estado emocional no es el adecuado para llevar a cabo la conversación. No olvidemos que decimos lo que decimos y escuchamos lo que escuchamos.

No sólo es importante observar el estado emocional de las personas cuando entablamos una conversación. La conversación misma está permanentemente generando cambios de estados emocionales en quienes participan en ella. Lo que decimos, cuándo lo decimos y cómo lo decimos provoca diferentes estados emocionales en la persona que escucha.

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Diferentes conversaciones tienen estados emocionales distintos, los podemos cambiar al cambiar de conversación. ¿Puede usted observar los diferentes estados emocionales en las conversaciones mencionadas arriba? («¿Me puedes pasar la pimienta?» —«Estoy leyendo»; versus: «¿Qué estás haciendo?» —«Estoy leyendo»). Diferentes estados emocionales producen un escuchar distinto. Para comunicarnos de manera efectiva, debemos llegar a ser buenos observadores del estado emocional de una conversación.

Hay muchas maneras de juzgar el estado emocional de las personas. Lo que dicen normalmente lo refleja. La forma en que hablan nos permite escuchar cómo están viendo el mundo y cuál es su posición respecto del futuro. No obstante, además de las conversaciones, también podemos juzgar el estado emocional de las personas observando su cuerpo. Hemos dicho que el estado emocional implica una disposición para la acción. Normalmente esta disposición se muestra en las posturas que adopta nuestro cuerpo. Un experto en trabajo corporal comentaba una vez que la forma en que nos paramos revela la forma como nos «paramos en el mundo». Nuestras posturas físicas son también formas en las que nuestra alma, nuestra forma de ser, se manifiesta.

Otro factor que debe ser mencionado es nuestra historia personal. La gente escucha aquello que se les dice, en forma diferente, según sus experiencias personales. Ustedes pueden haber hecho el ejercicio de leer un poema a un grupo de personas y preguntarles después qué han escuchado. Generalmente nos sorprendemos al observar cuan diferente ha sido el escuchar de cada uno, lo que el mismo poema fue capaz de evocar en diferentes individuos. Las mismas oraciones, las mismas palabras, leídas a todas ellas en un mismo momento, les evocan diferentes imágenes, diferentes recuerdos, diferentes emociones, diferentes mundos.

Nuestra historia personal desempeña un importante papel en determinar no sólo quiénes somos sino también lo que seremos en el futuro. Siempre escuchamos a partir de esa historia. El presente hereda del pasado inquietudes, posibilidades que aceptamos y que negamos, y mucho más. Nuestra historia de experiencias personales se reactualiza en la capacidad de escuchar que tenemos en el presente. Esta historia personal abre o cierra nuestro escuchar. Es uno de los principales filtros que siempre tenemos con nosotros cuando nos comunicamos.

Si queremos comunicarnos de manera efectiva, es importante que nos preguntemos cómo nuestra historia personal podría estar afectando la forma en que escuchamos, y cómo la historia personal de la persona con quien estamos hablando puede afectar su capacidad de escuchar. No olvidemos que hablamos para ser escuchados. Por lo tanto, debemos hablar siempre en una forma tal que nos permita juzgar que la persona con quien hablamos nos va a poder escuchar aquello que queremos decir.

Cuando hablamos no sólo coordinamos acciones con otros. También participamos en

crearnos una identidad con las personas que nos escuchan. Cualquier cosa que digamos contribuye a crear esta identidad en el dominio público. Al hablar, como ya lo apuntáramos, la gente no solamente escucha las acciones comprendidas en el discurso, sino que también emite juicios y desarrolla historias sobre la persona que habla. Estos juicios abarcan dominios muy diferentes. Pueden decir, por ejemplo, que esta persona es creativa, esta otra es egoísta, ésa es responsable, etcétera.

Hay un dominio, sin embargo, que, tal como fuera reconocido anteriormente, tiene especial importancia en el modo en que somos escuchados: el dominio de la confianza. Decimos que éste es un dominio importante, puesto que la confianza afecta directamente la credibilidad de lo que decimos y, por consiguiente, la forma en que somos escuchados. Si los

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otros no tienen confianza en nosotros, o si nosotros no confiamos en la persona con quien estamos hablando, la brecha crítica entre lo que decimos y cómo ello es escuchado se agranda. Cuando decimos, por ejemplo, «Te pagaré doscientos dólares el martes», vamos a ser escuchados en forma muy diferente según si confían o no en nosotros.

Lo que estamos diciendo, por lo tanto, es que cada vez que hablamos estamos construyendo nuestra identidad en el escuchar de los demás, y que esta identidad va a afectar la forma en que seremos escuchados en el futuro. De manera inversa, cada vez que escuchamos a alguien, nuestro escuchar también se ve afectado por la identidad que para nosotros tiene esa persona. La identidad mutua que las personas tienen entre sí afecta la forma en que se escuchan unas a otras.

Cuando escuchamos no sólo lo hacemos como individuos, también escuchamos desde nuestro trasfondo histórico. Los seres humanos somos seres históricos y, tal como apuntáramos originalmente, incluso nuestra propia individualidad es el producto de condiciones históricas particulares. Como individuos, somos la encarnación de nuestro trasfondo histórico. Cuando hablamos de nosotros como seres históricos, es conveniente hacer una distinción entre dos subdominios particulares: los discursos históricos y las prácticas sociales.

Los discursos históricos son esas metanarrativas, metarrelatos o metaexplicaciones, que generan identidades colectivas. Un discurso histórico normalmente precede al individuo que adhiere a él, está allí cuando nace. Podemos hablar, por ejemplo, de discursos históricos cristianos, budistas, islámicos, de la misma forma en que podemos hablar de los discursos franceses, norteamericanos o japoneses. Podemos hablar de discursos históricos regionales (gallego, andaluz, cordobés, porteño) o étnicos (coreanos, judíos, afroamericanos, hispanos, etcétera). También la ciencia, el amor romántico, la medicina, etcétera, permiten ser vistos como discursos históricos.

Los discursos históricos son importantes para entender el fenómeno del escuchar porque son campos de generación de sentido. Algo dicho es escuchado en forma muy diferente según los discursos históricos que somos. Las inquietudes y los problemas que tenemos como seres humanos, por ejemplo, normalmente se constituyen en los discursos históricos que las personas encarnan. Un mismo hecho puede constituir un problema para un musulmán y puede pasar inadvertido a un norteamericano. Algunos discursos históricos están contenidos en un texto o grupo de textos fundamentales (la Biblia, el Talmud, el Corán, la Declaración de los derechos del hombre, etcétera).

Cuando las personas provienen de discursos históricos similares o complementarios, ellos pueden llegar a ser completamente transparentes para ellos y pasan a formar parte de su sentido común, de aquel espacio de lo que nos parece obvio y donde dejamos de hacernos preguntas. Como tienden a escuchar en forma muy similar, normalmente no observan sus discursos históricos. Sin embargo, cuando se desarrolla una relación entre personas con discursos históricos muy diferentes, lo que antes era transparente se quiebra y muchas veces surgen severos problemas de comunicación.

A menos que reconozcamos que nuestro diferente escuchar proviene de nuestros distintos discursos históricos y que logremos establecer puentes de comunicación, terminaremos culpándonos mutuamente de algo que, en rigor, nos antecede en cuanto individuos y frente a lo cual tenemos escasa responsabilidad. No tenemos responsabilidad por ser la encarnación de aquellos discursos históricos que nos constituyen. Sin embargo, sí podemos tomar responsabilidad en reconocerlos, en aceptarlos en su particularidad, en reevaluarlos y en diseñar aquellos puentes que nos permitan aceptar la diferencia, legitimidad

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y autonomía de quien proviene de un discurso histórico diferente. El segundo componente de nuestro trasfondo histórico corresponde a nuestras prácticas

sociales. La principal diferencia entre los discursos históricos y las prácticas sociales es que, mientras los primeros asumen la forma de narrativas, las prácticas sociales son simplemente formas recurrentes de actuar de las personas. Son formas específicas de coordinar acciones que hemos llegado a usar recurrentemente en el curso de la historia. Una práctica social es una forma establecida de tratar de hacernos cargo de nuestras inquietudes.

Las prácticas sociales normalmente definen las entidades que son relevantes para tratar una inquietud. Ellas especifican las acciones que deben, pueden o no pueden ocurrir cuando nos ocupamos de una inquietud, así como también las condiciones de satisfacción que esas acciones deben cumplir, de modo que podamos juzgar que la inquietud fue tratada eficazmente.

En las diversas sociedades, los individuos se suelen saludar, como expresión de que se reconocen y se aceptan. Sin embargo, la forma como se hacen cargo de esta inquietud de reconocimiento y muestra de aceptación suele ser muy diferente. Esto sucede no porque haya una metanarrativa acerca del sentido de darse la mano, hacer una reverencia o besarse, sino debido a la existencia de diferentes prácticas sociales. No existe necesariamente un relato que explique por qué hay que hacer las cosas de una determinada forma. Se hacen de esa forma simplemente porque esa es la forma como en esa comunidad se hacen las cosas. Se trata del resultado de una particular deriva histórica que impuso una forma determinada de comportarse.

Si nos comportamos en una forma que no es aceptada por una sociedad determinada, la manera en que seremos escuchados podría ser muy perjudicial para nosotros. El novelista checo Milán Kundera nos relata en uno de sus libros cómo escuchó una declaración de amor de parte de una mujer que trabajaba en su casa editora de París. Esto era, sin embargo, el resultado del hecho de que la práctica social de cerrar una carta era muy diferente en Francia y en Checoslovaquia.

El escuchar no es un fenómeno sencillo. Muchos factores intervienen en la forma en que escuchamos y en la forma en que se nos escucha. A partir de nuestra antigua comprensión del lenguaje, es difícil, sin embargo, captar todo lo que está en juego cuando escuchamos. Sostenemos que en un mundo tan diversificado como el nuestro, el escuchar ha llegado a ser un asunto de vital importancia para asegurar no sólo la comunicación efectiva y el éxito personal, sino la convivencia misma. Hoy en día tenemos el imperativo de aprender a escuchar mejor para ser capaces de vivir juntos en armonía. Esto ha llegado incluso a ser una cuestión en la que está en juego la propia sobrevivencia de la humanidad

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CAPITULO 6: ACCIÓN HUMANA Y LENGUAJE *

Este capítulo versará sobre el tema de la acción o, más concretamente sobre la acción

humana. Dentro de él abordaremos diferentes tópicos. Todos ellos, sin embargo, tendrán como hilo conductor su referencia al tema de la acción.

Comenzaremos, primero, por abordar algunos de los supuestos que encierra nuestra concepción tradicional sobre la acción humana, y examinaremos la crítica que a ellos dirige el filósofo alemán Martin Heidegger. En este contexto, introduciremos las distinciones de transparencia y quiebre y examinaremos el carácter lingüístico de los quiebres. Luego analizaremos la acción humana en cuanto ésta se relaciona con el lenguaje. Ello nos llevará a reconocer que toda acción humana posee un componente interpretativo que surge desde el lenguaje.

En seguida, tomaremos la acción como un dominio e introduciremos diversas distinciones en su interior que nos permitirán reconocer tipos de acciones diferentes. Por último tomaremos un tipo particular de acción humana, aquella que llamamos prácticas sociales, y —acercándonos a la interpretación propuesta por Wittgenstein— mostraremos cómo éstas permiten ser reconstruidas lingüísticamente.

Hemos sostenido que la ontología del lenguaje ofrece una interpretación diferente del fenómeno humano, al referirlo al lenguaje. Hemos advertido, sin embargo, que para entender cabalmente esta interpretación es necesario re-interpretar lo que entendemos por lenguaje y abrirnos a una comprensión que lo concibe como generativo y que postula que el lenguaje es acción. Pero hemos advertido también que nuestro círculo interpretativo no estará completo mientras no reinterpretemos la propia acción. Sólo entonces estaremos en condiciones de entender por qué decimos que la acción nos constituye como el tipo de persona que somos y que llegaremos a ser. El ser humano, el lenguaje y la acción son tres pilares fundamentales de la ontología del lenguaje. En este capítulo examinaremos el tercero de ellos: la acción humana.

Nuestra «concepción tradicional» sobre la acción humana Nuestra «concepción tradicional», nuestro sentido común, descansa, entre otros, en dos

supuestos que hemos heredado de la filosofía de Descartes, y que han servido de base al pensamiento moderno occidental. De una u otra forma, la interpretación ofrecida por Descartes en el siglo XVII ha sustentado la casi totalidad de nuestras interpretaciones parciales en el mundo occidental. Los postulados básicos de Descartes se transformaron en supuestos no cuestionados de nuestro sentido común. Los seres humanos occidentales devinimos cartesianos aun cuando no supiéramos quién era Descartes o no conociéramos su filosofía. Ello, por cuanto la cultura lingüística dentro de la cual nos constituimos como indi-viduos, asumió como válidos sus postulados. 1

Los dos supuestos a los que nos referimos son los siguientes: aquel que sostiene que todo sujeto se halla expuesto a la presencia e inmediatez del mundo de objetos que lo rodea

* Estoy agradecido al Dr. Fernando Flores y a Business Design Associates, propietarios de los derechos de autor de trabajos en los que se basa este segmento, por permitirme gentilmente hacer uso en este libro de largas secciones de tales trabajos.

1 Al respecto, ver Echeverría (1993), capítulos IV y XX.

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y aquel que define al ser humano como un ser eminentemente racional en su actuar en el mundo. Examinaremos cada uno de ellos por separado.

El primero de estos supuestos, se sustenta en un dualismo originario. Su punto de arranque supone que, al examinarse la existencia humana, debemos reconocer, desde el inicio, dos sustancias irreductibles: el pensamiento o la razón que nos constituye como sujetos (lo que Descartes llama la res cogitans) y la sustancia física que constituye los objetos (res extensa), dentro de la cual está nuestro cuerpo y la totalidad de los objetos naturales.

Ello permite interpretar la existencia humana como constituida original y primariamente por un sujeto dado, rodeado por un mundo de objetos también dados. La presencia de estos objetos no está cuestionada. Ellos están allí en el mundo, presentes naturalmente, capaces de ser percibidos directamente por los sentidos, en la medida en que no estén ocultos.

Esto no niega que la percepción que el sujeto tiene de los objetos del mundo deje de tener problemas y que, por ejemplo, tal percepción no esté libre de distorsiones. Por el contrario, nuestra concepción tradicional hace de la relación sujeto-objeto su principal obsesión, su gran problema. De allí que, para la filosofía moderna, hacer filosofía haya sido fundamentalmente hacer epistemología: determinar la posibilidad de que el sujeto pueda alcanzar una fiel representación de los objetos y, en la medida que tal posibilidad se acepte (hay quienes la niegan), determinar cuáles son las condiciones que la garantizan. El gran tema de la filosofía moderna ha sido, por lo tanto, el tema del conocimiento.

El segundo de los supuestos de nuestra concepción tradicional ha sido el sustentar que aquello que define al sujeto, aquello que nos caracteriza como seres humanos, es el pensamiento, la conciencia, la razón, nuestra capacidad de deliberación. El ser humano, se sostiene, es un ser pensante, un ser racional. Este segundo supuesto es particularmente importante para entender la acción humana, pues es precisamente en el dominio de la acción donde el concebirnos como seres racionales tiene quizás una de sus más importantes consecuencias.

El supuesto de que la razón es aquello que nos constituye y define en el tipo de ser que somos, nos lleva a una comprensión racionalista de la acción humana. Supone que la conciencia, la razón o el pensamiento, como quiera que nos refiramos a ello, antecede a la acción.

Asume que los seres humanos actuamos en conciencia, guiados por la razón. Se deduce, por lo tanto, que toda acción humana es acción racional. Ello implica que no hay acción que no tenga su razón y, en consecuencia, que no esté antecedida por la razón que conduce a ella. La razón, por tanto, conduce la acción.

El concepto de razón deviene tan importante dentro de los parámetros de esta

interpretación que, incluso cuando la experiencia pareciera mostrarnos que este supuesto es discutible, y pareciéramos observar acciones no conscientes, no racionales, donde no hubo deliberación previa, este supuesto no es puesto en duda y se buscan las razones inconscientes que nos llevan a actuar de la manera como lo hacemos. Con ello el supuesto se mantiene, salva las apariencias, y la primacía de la razón se mantiene: ella sigue conduciendo la acción humana.

El supuesto de la racionalidad ha sido extremadamente poderoso dentro de la cultura occidental y sin duda requiere ser visto como una innegable contribución histórica. Tras él se han desarrollado, por ejemplo, la ciencia y la tecnología y múltiples formas de vida que son

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expresiones del poder de la razón humana. Muy pronto, sin embargo, quizás por su propio éxito, la razón dejó de concebirse como

aquello que caracterizaba a los seres humanos, transformándolos en sujetos; la razón fue establecida como principio rector del universo. La ciencia parecía demostrar que la naturaleza se comportaba racionalmente, de acuerdo a leyes precisas que estaban allí, esperando ser descubiertas. Lo que la ciencia hacía era interpretado, por lo tanto, como un esfuerzo por encontrar las razones detrás de todos los fenómenos. Leibniz proclama «Todo tiene una razón» o, lo que es lo mismo, «Nada es sin razón». Hegel, algo más tarde, sostendrá la identidad de realidad y razón: todo lo real es racional y todo lo racional es real.

Razón y lenguaje Detengámonos aquí un momento y preguntémonos: ¿No estamos acaso frente a una

situación en la que, en el decir de Wittgenstein, el lenguaje pareciera haberse extraviado, y donde, en vez de procurar resolver los problemas que se han levantado, quizás sea necesario «disolverlos»?

Permítasenos reflexionar sobre lo que hemos estado diciendo. Lo haremos apoyados en la propia interpretación que hemos desarrollado hasta ahora. Hemos postulado que los seres humanos somos seres lingüísticos, seres que vivimos en el lenguaje. Hemos sostenido tam-bién que el lenguaje humano se caracteriza por su recursividad, por su capacidad de volverse sobre sí mismo. En esta mirada recursiva emerge para los seres humanos el dominio del sentido que cuestiona no sólo la vida en su fluir concreto, sino la propia existencia humana. El lenguaje nos transforma en seres éticos, en cuanto no podemos sustraernos del imperativo de conferir sentido a nuestra existencia.

Esta misma recursividad nos transforma en seres reflexivos, capaces de cuestionarse, de interpretarse, de buscar explicaciones. Como seres con capacidad de reflexión, somos seres que pensamos, que buscamos «razones» para dar cuenta de todo aquello que forma parte de nuestra experiencia. Como seres con capacidad de reflexión, también reflexionamos sobre la forma como reflexionamos y buscamos formas más efectivas de hacerlo. A esto último lo hemos llamado pensamiento «racional». Desde esta perspectiva, por lo tanto, tiene perfecto sentido el reconocernos como seres racionales. Lo que sigue sujeto a examen es el papel conferido a la razón y el tipo de relación que se establece entre ella y el lenguaje.

Algunas de las preguntas por el sentido general de la existencia permiten ser abordadas desde el pensamiento «racional»; otras aparentemente no, y respondemos a ellas a través de la fe, de la experiencia contemplativa, incluso desde el silencio. Siempre desde el lenguaje, en la medida en que lo que está en juego es el problema del sentido.

Lo que quisiéramos destacar es que, hasta ahora, no hemos separado las distinciones de razón y de racionalidad, de las capacidades que el lenguaje entrega a los seres humanos. Desde la ontología del lenguaje, la razón es un tipo de experiencia humana que deriva del lenguaje. El lenguaje es primario. En lo dicho, hemos mantenido una relación indisoluble entre lenguaje y razón. Dentro de esta perspectiva, la razón es un caso particular dentro del dominio general del lenguaje. La razón es uno de los juegos de lenguaje posibles de que somos capaces los seres humanos en cuanto seres lingüísticos.

Para el enfoque racionalista, sin embargo, y Descartes es un buen ejemplo, esto no es

así. En la medida en que no se pone atención en el lenguaje, la distinción de razón asume un

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significado diferente. Ya no se trata de una competencia particular de los seres humanos en cuanto seres lingüísticos, sino de una distinción que no sólo es vista con autonomía del lenguaje, sino que lo es también con respecto a los propios seres humanos. La razón se transforma en un principio autónomo que no sólo define como somos los seres humanos, sino que rige también el cosmos, que gobierna la realidad. Ello nos permite decir, por ejemplo, como lo hace Hegel, que todo lo real es racional.

La ciencia y la filosofía ya no son vistas sólo como racionales, por cuanto representan actividades interpretativas particulares efectuadas por seres humanos desde y dentro del lenguaje. La ciencia y la filosofía aparecen ser racionales porque están comprometidas con encontrar las razones de lo real, con la búsqueda de la verdad, del ser de las cosas, del propio Ser. La verdad aparece como la razón de lo real. Ambas, verdad y razón existen con independencia de los seres humanos. La razón, por lo tanto, ha dejado de ser un atributo de nuestra capacidad de interpretar (reflexionar) y de asegurarla coherencia de nuestras interpretaciones. Ella se ha disociado de la capacidad interpretativa de los seres humanos.

Desde nuestra perspectiva, no tiene sentido decir que el mundo es racional. Lo racional sólo pertenece al dominio de nuestras explicaciones. Los fenómenos naturales no «tienen razones». ¿Cómo podrían tenerlas si no «viven» en el lenguaje? La razón de un fenómeno no pertenece al fenómeno, sino a los seres humanos que forjan una explicación que procura dar cuenta de tal fenómeno. La razón guarda siempre relación con el observador y no con lo observado.

Así como cuestionamos la razón como principio oculto detrás de los fenómenos naturales, de la misma manera, desde nuestra perspectiva no tiene sentido alguno hablar de «razones inconscientes», pues ello nuevamente coloca a la razón detrás del fenómeno (esta vez detrás del fenómeno humano). La razón de un fenómeno, insistimos, no pertenece al fenómeno, sino a su explicación.

No hay razones detrás de los fenómenos. Sólo existe la capacidad de los seres humanos

de entregar explicaciones para conferir sentido al acontecer fenoménico al que están expuestos. Frente al principio postulado por Leibniz de que «Todo tiene una razón», replicamos: los seres humanos, por ser seres lingüísticos, poseen la capacidad de proveer razones para todo lo que acontece. La razón no alude a un atributo cósmico, sino a una capacidad de los seres humanos en tanto seres lingüísticos.

Crítica de Heidegger a Descartes Una de las críticas más profundas al pensamiento cartesiano desarrollada durante el siglo

XX ha sido la propuesta por Martin Heidegger. Según Heidegger, es equivocado proceder como lo hiciera Descartes, separando ser y mundo, sujeto y objeto, res cogitans y res extensa. El fenómeno primario de la existencia humana, según Heidegger, es lo que éste llama el Dasein, es ser-en-el-mundo. Como argumentáramos anteriormente, no hay un ser que no esté en el mundo, ni un mundo que no lo sea para un ser. En un sentido fundamental, ambos se constituyen en simultaneidad y por referencia al otro. La posibilidad misma de hablar de ser y de mundo, por separado, como de sujeto y de objeto, es derivativa de este fenómeno primario de ser-en-el-mundo.2

2 Para una presentación sintética del pensamiento de Heidegger, ver Echeverría (1993), capítulo XVII. Otras referencias

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se presentan en la bibliografía.

Heidegger cuestiona fuertemente los dos supuestos a los que acabamos de hacer referencia: el de la presencia natural del mundo y aquel que sustenta el carácter primario de la razón y, como consecuencia, su papel determinante para comprender la acción humana.

Según Heidegger, la interpretación racionalista tanto de los seres humanos como de la acción humana, representa una flagrante tergiversación de lo que efectivamente ocurre. Los filósofos, sostiene Heidegger, han tomado su propia práctica filosófica —que se caracteriza por ser consciente, pensante, reflexiva, racional, deliberativa, etcétera— como modelo general de la acción humana y han supuesto que toda acción humana es equivalente a la que realiza el filósofo cuando está haciendo filosofía. Ello, según Heidegger, produce una gran distorsión. La manera primaria de actuar de los seres humanos, incluyendo a los propios filósofos, no es la que tiene lugar en el quehacer filosófico. El quehacer filosófico representa un tipo de acción derivativa, que emerge como resultado de la dinámica de un tipo de acción primaria muy diferente.

La distinción de transparencia Heidegger postula que lo que llamaremos transparencia —la actividad no-reflexiva, no

pensante, no deliberativa, la acción con umbral mínimo de conciencia— constituye la base y condición primaria de la acción humana.

Cuando, por ejemplo, caminamos, subimos la escala, martillamos un clavo en la pared, escribimos en el computador, hablamos por teléfono, andamos en bicicleta, comemos en la mesa, cocinamos, etcétera, lo hacemos en transparencia. Ello implica que no tenemos la atención puesta en cada paso que damos al caminar o en cada movimiento que hacemos con las manos al escribir en el computador. Tampoco proyectamos por anticipado el movimiento que haremos a continuación. La acción transparente no sigue los supuestos ofrecidos por la interpretación de la acción racional.

Actuamos sin tener clara conciencia del pavimento en el que caminamos; de los escalones que subimos; del martillo, del clavo y de la pared; de la pantalla del computador y del teclado; del auricular del teléfono; del tenedor que tenemos en la mano al comer y del plato que contiene la comida; de la olla en la que revolvemos al cocinar. Nuestra atención suele estar puesta en otra parte.

Si vamos en la mañana manejando nuestro automóvil, camino a la oficina, el manubrio, los pedales, incluso los demás autos que se mueven alrededor, parecieran ser transparentes para nosotros. Casi tan transparentes como el parabrisas que tenemos por delante y que no vemos en cuanto parabrisas. La mente no está puesta en ellos, pensamos, más bien, en la conversación tenida pocos minutos antes con nuestra pareja en la mesa del desayuno, en la llamada por teléfono que haremos una vez que lleguemos a la oficina o en la reunión fijada para después de almuerzo. Pasamos una bocacalle tras otra, un semáforo tras otro, como si no los viéramos. Si al llegar a la oficina, tratáramos de recordar el recorrido, muy probablemente no podríamos hacerlo o sólo recordaríamos algunos detalles.

¿Implica esto que no los estamos viendo? Obviamente que no. De no haber visto los semáforos, no nos habríamos detenido, como lo hicimos cada vez que hubo una luz roja. Es evidente que no cometimos ninguna infracción. Nos desplazamos en sintonía con el mundo alrededor, sin detenernos a pensar en él. Fluíamos en él, como cuando bailamos sin prestar mayor atención a los pasos que estamos dando.

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Cuando nos encontramos en este estado, en la transparencia del fluir de la vida, no sólo no estamos pensando en lo que hacemos, tampoco estamos en un mundo que se rige por la relación sujeto-objeto. Estamos en un estado que es previo a la constitución de esa relación. ¿Cuándo, entonces, emerge el pensamiento sobre lo que hacemos? ¿Cuándo entramos en una relación con el mundo en la que nos concebimos a nosotros mismos como sujetos y percibimos objetos?

La distinción de quiebre Sostenemos que sólo emerge la deliberación, la conciencia de lo que estamos

ejecutando, cuando este fluir en la transparencia, por alguna razón, se ve interrumpido: cuando se produce lo que llamamos un quiebre. Un quiebre, diremos, es una interrupción en el fluir transparente de la vida.

Volvamos a algunos de los ejemplos anteriores y examinemos algunas situaciones en las que la transparencia se quiebra. Si al estar caminando tropezamos, súbitamente observaremos aquel pavimento que antes nos era transparente. Si al subir la escala, uno de los escalones hace un crujido extraño o cede, tal escalón se nos aparecerá como objeto. Si al escribir en nuestro computador una de las teclas no ejecuta lo que esperamos de ella, el teclado emergerá también como objeto que convoca nuestra atención. Si al tomar un pedazo de carne con mi tenedor ésta salta del plato, posiblemente dejaremos de prestar atención a la conversación que tiene lugar en la mesa para preocuparnos por el pedazo de carne, del tenedor y del plato. Si en nuestro manejar hacia la oficina resulta que al acercarnos a cada semáforo lo encontramos con luz roja, es muy posible que luego de detenernos en los primeros, los que sigan nos serán muy visibles y comenzaremos a pensar en cómo es posible que no los sincronicen.

Aquello que antes nos era transparente emerge ahora en nuestro campo de atención, tomamos conciencia de ello y concita nuestro pensamiento. Sólo entonces nuestra acción se rige por los padrones de la acción racional. A partir del quiebre de la transparencia, constituimos la relación sujeto-objeto y comenzamos a pensar en cómo reestablecer la transparencia perdida. El modelo de la acción racional, por lo tanto, es un puente que une situaciones de transparencia y surge cuando se produce un quiebre en la acción transparente.

Condiciones de generación de un quiebre Aquí nos encontramos con un fenómeno interesante: ¿Qué es aquello que «produce» el

quiebre? ¿Cómo se produce? ¿Cuándo, por ejemplo, una luz roja adicional en el semáforo produce un quiebre en nuestro manejar hacia la oficina? ¿Y por qué esa luz roja y no la anterior? ¿O dos luces rojas más adelante?

Sostenemos que todo quiebre involucra un juicio de que aquello que acontece, sea ello lo que sea, no cumple con lo que esperábamos que aconteciera. Un quiebre, por lo tanto, es un juicio de que lo acontecido altera el curso esperado de los acontecimientos. Detengámonos a examinar lo que hemos dicho. Lo primero que destacamos es nuestra interpretación de que todo quiebre se constituye como un juicio. Por lo tanto, si no tuviésemos la capacidad de hacer juicios, no tendríamos quiebres.

Tomemos un ejemplo. Estamos manejando, llevamos a nuestro perro en el asiento de atrás, y se nos pincha un neumático. Esto representará un quiebre. Cuando manejamos no lo

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hacemos esperando que un neumático se nos pinche, aunque obviamente esa posibilidad no está excluida. Pero lo que esperamos es poder desplazarnos de un lugar a otro usando los neumáticos en buenas condiciones. Mientras ello suceda los neumáticos nos serán transparentes. Pero he aquí que uno de ellos se pincha y nos vemos obligados a detener el auto y preocuparnos del cambio del neumático. Esto que obviamente es un quiebre para nosotros, no lo es, sin embargo, para el perro que nos acompaña. Y no lo es por cuanto el perro no tiene un juicio sobre el sentido de lo que ha acontecido, como tampoco tiene juicios sobre lo que era esperable que sucediera.

La transparencia se quiebra, por lo tanto, en razón de los juicios que hacemos sobre lo que acontece, teniendo en el trasfondo un juicio sobre lo que es normal esperar. El quiebre, por lo tanto, puede ser reconstruido lingüísticamente como un juicio que dice: «Lo que ha acontecido no era lo que esperaba», aunque lo que realmente digamos cuando nos damos cuenta de que el neumático se pinchó sea algo diferente. Como tal, todo quiebre está asociado con una transformación de nuestros juicios sobre lo que es posible.

Cuando hablamos de nuestros juicios sobre lo que es posible, es conveniente introducir una distinción. Obviamente el que se me pinchara un neumático no era algo que concibiera como imposible. Ello está dentro del rango de las cosas que sé que pueden suceder cuando manejo. Sin embargo, dentro de lo que sé posible, hay también un rango menor de posibilidades que guarda relación con aquello que espero que acontezca. Ello define lo posible en el dominio de mis expectativas inmediatas y en función de lo cual proyecto mi existencia y defino mis acciones. Opero en la vida apostando a que dentro del rango más amplio de posibilidades suceda lo esperado. Cuando alguien, por ejemplo, nos hace una promesa, sabemos que ésta podría ser revocada antes de llegar a la fecha de cumplimiento o que podría suceder que, incluso, no nos cumplieran. Sin embargo, a menos que tenga motivos fundados para desconfiar de quien me prometió, normalmente definimos nuestras expectativas contando con que tal promesa nos será cumplida. De no suceder así, aunque la posibilidad de incumplimiento no estuviese excluida, tendremos un quiebre.

Quiebres negativos y positivos Todo quiebre, por lo tanto, modifica el espacio de lo posible y transforma nuestro juicio

sobre lo que nos cabe esperar. Esta transformación puede tomar dos direcciones. En algunas ocasiones, como sucediera en los ejemplos dados, los quiebres restringirán lo que es posible. Porque se nos pinchó el neumático, perderé la posibilidad de estar al comienzo de la fiesta a la que me dirigía. Como podemos apreciar, además de hacer el juicio de que lo acontecido es un quiebre, haremos un juicio negativo sobre el propio quiebre. Lo vivimos como un quiebre negativo.

Sin embargo, la transparencia se quiebra también porque algo sucede que expande nuestras posibilidades. Ello nos permite hablar de quiebres positivos. Si me llega la noticia de que mi propuesta fue seleccionada como la mejor de todas las presentadas, ello evidentemente interrumpirá la transparencia en la que me encontraba y constituye, por tanto, un quiebre. Lo que será posible ahora se expandirá. Pero este será un quiebre muy diferente del anterior. Lo será también mi experiencia de la situación.

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Los quiebres habitan en el observador Una pregunta habitual que se nos hace es por qué hablamos de quiebres y no decimos

problemas. Después de todo, casi todo lo que hemos dicho pareciera referirse a problemas. No todo, sin embargo. Una de las ventajas de la distinción de quiebre es que nos permite reconocer que ellos pueden ser tanto negativos como positivos. El término problema suele asumir una carga negativa. Normalmente eludimos tener problemas. No eludiremos necesariamente tener quiebres.

Sin embargo, la razón principal para optar por la distinción de quiebre se refiere a que, al introducir un término nuevo, éste nos evita la contaminación con los supuestos de nuestra concepción tradicional. Esto no sucede con la distinción de problema. Al introducir la distinción de quiebre hacemos explícito y enfatizamos el reconocimiento de que éste habita en el juicio de un observador. Cuando hablamos de problemas, en cambio, normalmente suponemos que ellos existen por sí mismos, independientemente del observador. La distinción de quiebre, por lo tanto, nos permite diferenciarnos de esa tradición.

Lo dicho implica, por ejemplo, la voluntad de marcar una diferencia con aquellos enfoques basados en modelos de «resolución de problemas». Para estos enfoques, dado que los problemas existen «fuera» del observador, el único curso de acción que le queda a éste es el de hacerse cargo de «resolverlos». Por lo tanto, escasa atención se le presta a las condiciones que «definen» un problema como tal. En múltiples oportunidades, más importante que resolver un problema resulta examinar su proceso de definición. Muchos problemas, como hemos insistido, no requieren ser «resueltos», sino más bien «disueltos».

Todo problema es siempre función de la interpretación que lo sustenta y desde la cual se le califica como problema. Esta interpretación no siempre debe ser dada por sentada y cabe considerar discutirla. Al hacerlo, lo que antes aparecía como problema bien puede desaparecer. De la misma manera, aquello que originalmente se definía como problema, al modificarse la interpretación que lo sustenta, puede ahora aparecer como una gran oportunidad.

Con ello se abre la posibilidad de observar del observador que emite un juicio sobre el juicio que genera el quiebre como quiebre. No hay por qué dar tal juicio por sentado. Podemos preguntarnos, por ejemplo, «¿Por qué este problema es un problema para mí?» Con ello deja-mos de estar poseídos por nuestros juicios espontáneos. Podemos también preguntarnos, «¿De qué forma sería posible transformar este problema en oportunidad?»

Pero también podemos hacer algo más. Puesto que el observador, lo sepa éste o no, es quien constituye una situación en quiebre y, por lo tanto, quien lo genera, no es necesario esperar que nos «ocurran» quiebres, aunque ellos nos van a ocurrir, querámoslo o no. Ahora podemos también diseñar la declaración de quiebres. Dado que los quiebres son juicios —y los juicios, como sabemos, son declaraciones— tenemos la opción de poder declarar algo como un quiebre. No tenemos que esperar que nos sucedan.

Podemos declarar, por ejemplo, «Esta relación de pareja en la que estoy, así como está,

no da para más. O la cambio o la termino». O bien, «Las notas que está obteniendo mi hija en el colegio no me son aceptables. Conversaré con ella para ver qué podemos hacer para mejorarlas». Cada vez que declaramos «¡Basta!» estamos de hecho declarando un quiebre. Diferencias importantes en nuestras vidas resultan de que hay quienes, enfrentando una situación similar, la declaran un quiebre, mientras hay quienes no lo hacen. Hay quienes lo

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hacen más temprano que otros. La declaración de quiebre es un recurso fundamental en nuestro diseño de vida. Según cuan competentes o incompetentes seamos en hacerla, nuestro futuro será diferente, como lo será también nuestro mundo y nosotros mismos.

Esto podemos hacerlo en cualquier dominio de nuestra vida y no sólo en el ámbito de la vida personal. En la empresa, por ejemplo, el gerente general puede declarar un quiebre al decir, «En el futuro, ya no será satisfactorio recibir el 10% de retorno sobre la inversión, al que nos hemos acostumbrado. De ahora en adelante no nos conformaremos con menos del 15%», o «Declaramos que el diseño actual de nuestro producto debe ser considerablemente modificado para satisfacer mejor a nuestros clientes», o «En vez de seguir empeñados por obtener un mayor segmento del mercado, nos concentraremos en disminuir los costos y aumentar las utilidades».

En todos estos ejemplos, algo que no era un «problema» en el pasado; fue declarado como tal en la actualidad, o bien, algo que era un «problema» (conseguir un mayor segmento del mercado) dejó de serlo a través de una declaración.

Dos fuentes en la declaración de los quiebres Nosotros declaramos nuestra satisfacción o insatisfacción con el curso de los

acontecimientos. Lo hacemos gatillados por algún acontecimiento externo o como una acción autónoma, de diseño. Al declarar nuestra insatisfacción con las cosas tal como están, tenemos ahora la opción de cambiarlas, de hacerlas diferentes. Los quiebres generalmente implican el juicio de que las cosas podrían haber sido diferentes. Se basan en no aceptar el curso normal de los acontecimientos —o bien no estamos satisfechos con las cosas como están, o visualizamos maneras de hacerlas mejor.

Lo dicho nos permite identificar dos formas de ocurrencia de los quiebres. La primera, quizás la más habitual, se refiere a situaciones en las que el quiebre aparece como tal; sin que nos demos cuenta emerge de un juicio que nosotros hacemos. Se trata de situaciones dentro de las que, en nuestra comunidad, existe el consenso, muchas veces ni siquiera explícito, sobre lo que cabe esperar. De ello que resulta, por lo tanto, que determinados acontecimientos son automáticamente considerados como quiebres. Por lo tanto, cuando estos acontecimientos tienen lugar, parecieran no necesitar que hagamos juicio alguno. El juicio antecedía el acontecimiento.

Lo mismo sucede con el signo positivo o negativo de lo que solemos considerar como quiebre. Si, por ejemplo, alguien cercano fallece o si nos ganamos la lotería, tenemos la impresión de que lo negativo en un caso o lo positivo en el otro, va acompañado de lo que sucedió y pareciera no haber espacio para que nosotros emitamos juicio alguno. Un acontecimiento es negativo, el otro positivo, punto. Lo que sucede en este caso es que el observador es portador de un juicio de quiebre que pertenece al discurso histórico de su comunidad y, por lo tanto, lo hace de manera automática, sin siquiera escoger hacerlo.

La segunda forma de ocurrencia es aquella en que el quiebre no surge como expresión espontánea de un determinado discurso histórico que afecta a los miembros de una comunidad, sino, precisamente, porque un individuo resuelve declararlo. Dentro de los condicionamientos históricos a los que todos estamos sometidos, el individuo tiene la capacidad y autonomía de declarar distintos grados de satisfacción o de insatisfacción. Aque-llo que puede ser perfectamente aceptable para uno, puede ser declarado inaceptable para otro. Y las vidas de uno y otro serán diferentes de acuerdo a cómo hagan uso de la capacidad

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que cada uno tiene de declarar quiebres. Una circunstancia típica que nos permite apreciar el poder de declarar un quiebre se da cuando decidimos aprender algo. Las cosas pasan como pasan, y nosotros juzgamos que nos iría mejor si tuviésemos algunas competencias que no tenemos. Por lo tanto, declaramos como un quiebre para nosotros el curso normal de los acontecimientos y nos comprometemos a aprender, a adquirir nuevas competencias que nos permitan ser más efectivos en el futuro. Bajo las mismas circunstancias, otra persona podría perfectamente seguir desempeñándose como lo ha hecho siempre. Al declarar el quiebre creamos un nuevo espacio de posibilidades para nosotros.

A partir de lo dicho es conveniente mirar para atrás y examinar de qué forma lo que hemos sostenido afecta aquellos dos supuestos de nuestra concepción tradicional. Si aceptamos la interpretación propuesta, resulta que no podemos suponer la presencia natural del mundo de objetos. Este mundo en cuanto mundo de objetos y nosotros en cuanto sujetos en ese mundo, sólo nos constituimos como tales al producirse un quiebre en el fluir transparente de la vida. Bajo la condición primaria de la transparencia, el mundo no se nos revela como un mundo de objetos por el solo hecho de estar allí, frente a nuestros ojos. Tampoco nosotros nos concebimos como sujetos operando en un mundo.

Lo mismo podemos decir con respecto al supuesto de que la acción humana es acción racional. Sin que neguemos la experiencia de tal tipo de acción, ella constituye un tipo de acción derivativa. La forma primaria de actuar de los seres humanos es la acción transparente, donde el papel de la conciencia, el pensamiento o la razón, como «guía» de la acción que realizamos no se cumple. Sólo cuando esta acción transparente se ve interrumpida, emerge la acción racional.

El modelo racionalista también supone que mientras mayor es nuestro nivel de competencia, mayor será el papel de la razón en nuestro desempeño. Hubert L. Dreyfus, siguiendo a Heidegger, nos señala que tal relación es en realidad la contraria. Mientras más competentes somos en lo que hacemos, mayor será nuestro nivel de transparencia. La competencia se ve asociada no con la expansión del dominio de la razón, sino con la expansión de la transparencia. Con lo que llamamos la capacidad de «incorporar» (embody) competencias en nuestro desempeño.

Ello, nuevamente, tampoco niega el papel de la razón, pero lo reevalúa, lo resitúa. Desde esta perspectiva, no puede sorprender la respuesta que diera Pete Sampras cuando, luego de ganar el campeonato de tenis de Wimbledon, le preguntaran «¿En qué piensa cuando está jugando?». Sampras respondió: «Cuando juego no pienso. Sólo reaccióno».

Lenguaje y acción Uno de nuestros temas recurrentes ha sido reiterar que nuestra concepción tradicional

ofrece una interpretación estrecha y restrictiva del lenguaje. Hemos planteado que el lenguaje no es pasivo ni descriptivo, hemos sostenido que el lenguaje es acción. No es sorprendente, entonces, que la acción parezca compartir el centro del escenario en la ontología del lenguaje. De una forma u otra, la referencia a la acción ha impregnado muchos de los temas que hemos tratado.

Así, por ejemplo, hemos hecho referencia constante a la acción al tratar los diferentes actos lingüísticos. En un dominio diferente, hemos sostenido también que nuestras acciones nos hacen ser como somos. Abundando en esta dirección, hemos señalado que los humanos no son seres ya constituidos, con propiedades fijas y permanentes, sino seres que están en

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permanente cambio y que éste, en medida importante es el resultado de las acciones que llevan a cabo. Hemos concluido, por lo tanto, que al cambiar nuestra forma de actuar, cambiamos nuestra forma de ser. Somos según cómo actuamos.

Es sorprendente, sin embargo, que cuando examinamos la relación entre la persona y la acción, normalmente atendemos sólo al aspecto de ella que considera a la persona como el agente que produce la acción y no exploramos la relación en el sentido inverso —desde el punto de vista de las acciones que están produciendo a la persona. Nuestra identidad depende de las acciones que realicemos.

Lo que deseamos destacar aquí es la importancia que le hemos conferido a la acción al

colocar tanto al lenguaje, como al ser humano, en referencia a ella. Ello ha sido una de las operaciones centrales de nuestra argumentación. A través de ella, hemos ampliado y transformado nuestra concepción del lenguaje y hemos desarrollado nuevas formas de discernimiento en relación al fenómeno humano. Sin embargo, visualizamos dos problemas a partir de esto y de ellos queremos hacernos cargo.

En primer lugar, cuando hablamos de acción, normalmente damos la acción por sentada. Suponemos que sabemos lo que ella es. ¿Necesita alguien que se le explique qué es la acción? Por supuesto que no. Todos pareciéramos saber perfectamente de qué estamos hablando. Al menos, es lo que suponemos. A un cierto nivel, ésta es una presunción válida. Todos tenemos una determinada comprensión, gracias al sentido común, de qué es la acción.

Pero no olvidemos que también teníamos, al iniciar nuestra indagación, una comprensión sobre el lenguaje dada por el mismo sentido común. Sin embargo, esperamos que a estas alturas y como resultado de la propia indagación, estemos de acuerdo en que nuestra concep-ción anterior del lenguaje permitía ser cuestionada. ¿No podríamos decir lo mismo acerca de la acción? Esto es parte de lo que quisiéramos explorar en esta sección.

En segundo lugar, al referir el lenguaje a la acción, se podría suponer que nos hemos creado un camino que nos permite salimos de la esfera del lenguaje. Al convertir el lenguaje en acción, podría surgir la ilusión de que hemos encontrado una «medida de conversión» del lenguaje que lo transforma en algo no-lingüístico. De ser así, cabría pensar que nos es posible situarnos fuera de él. La acción aparecería como la referencia final de lo que estamos diciendo y ella podría ser usada ahora para negar nuestro primer y fundamental postulado: los seres humanos vivimos en el lenguaje. De ser este el caso, la nuestra sería más bien una ontología de la acción.

Sostenemos que no hay forma de escapar del lenguaje, no hay salida posible. Los seres humanos vivimos atrapados en el lenguaje. Y cuando nos preguntamos qué es la acción, encontramos al lenguaje por todas partes. Existe una circularidad hermenéutica entre el lenguaje y la acción. El lenguaje es acción pero, al mismo tiempo, como veremos más adelante, la acción es lenguaje.

La acción como una distinción lingüística ¿Qué es la acción? Lo primero que debemos admitir al preguntarnos por el significado de

la acción, es qué acción es una distinción lingüística. Antes que nada, acción es una distinción que hacemos en el lenguaje.

Cada vez que hacemos una distinción, separamos un determinado fenómeno del resto de nuestras experiencias. Por lo tanto, cuando hablamos de acción estamos efectuando

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distinción —esto es, estamos distinguiendo o separando algo del trasfondo de la experiencia humana. La acción vive como una distinción que hacemos en el lenguaje.

Es importante observar nuestras distinciones como tales y no meramente como nombres de cosas. Las cosas no tienen nombres. Nosotros se los damos. Y el proceso de darles nombres a menudo las constituye en las cosas que son para nosotros. Al observar nuestras distinciones como tales, estamos destacando la operación de hacer la distinción. Toda distinción es siempre el resultado de una operación de distinción. Las distinciones son obra nuestra. Al hacerlas, especificamos las unidades y entidades que pueblan nuestro mundo. No podemos observar algo para lo cual no tengamos una distinción. Es por esto que decimos reiteradamente que, aunque vemos con nuestros ojos, observamos con nuestras distinciones. La gente con diferentes conjuntos de distinciones vive en mundos diferentes.

Ciertamente nuestros sentidos juegan un papel importante en lo que observamos. Si nuestra estructura biológica no detecta ciertos sonidos, es poco probable que podamos generar las distinciones que nos permitan observarlos. Para poder observarlos, debemos traerlos, directa o indirectamente, al terreno de nuestra experiencia. Algunos instrumentos, como el microscopio o el telescopio, tienen precisamente esa capacidad de ampliar el alcance de nuestras experiencias y de permitir a nuestros sentidos captar lo que en circunstancias normales no podrían.

Al mismo tiempo, nuestra estructura biológica nos proporciona ciertas experiencias perceptuales que nos estimulan a generar distinciones. Al observar un destello de luz contra un fondo negro —como sucede en el examen médico que verifica la amplitud de nuestro campo visual— necesitamos algo más que la distinción de un destello de luz. El tener la distinción de un destello de luz no nos es suficiente para observarlo. Se necesita una experiencia perceptual. Al mismo tiempo, no podemos observar un destello de luz sin tener la distinción de un destello de luz. Podemos ver algo, pero aquello que ese algo es para nosotros va a depender de nuestras distinciones. Nuestra estructura biológica y nuestras distinciones lingüísticas a menudo colaboran mutuamente en nuestras observaciones.

Un ejemplo interesante acerca del papel que desempeñan nuestras distinciones lingüísticas es aquel sobre la manera en que los seres humanos observaban el firmamento en la antigüedad. Aunque podamos decir que los antiguos estaban viendo lo mismo que nosotros desde el punto de vista de la estructura biológica, sus diferentes distinciones producían mundos diferentes a los nuestros. Para algunos, lo que nosotros llamamos estrellas eran unas especies de lámparas encendidas colgando de un techo oscuro. Para otros, eran pequeños agujeros en un techo oscuro desde los cuales se podía observar la luz que había más allá del techo. Y otros tantos observaban objetos luminosos en un universo abierto e infinito. Diferentes distinciones, mundos diferentes.

Muchas distinciones no tienen una base biológica, esto es, no corresponden a percepción biológica alguna. Están generadas sobre la base de facilitar y estructurar la experiencia de vivir con otros y de dar sentido a nuestras vidas. Estas distinciones son completamente lingüísticas. La mayor parte de nuestras distinciones morales, políticas, religiosas y metafísicas pertenecen a esta categoría. Las distinciones que usamos al emitir juicios son de esta clase. Cuando decimos «Benito es un visionario» o Natalia es extremadamente hacendosa», las distinciones «visionario» y «hacendosa» no tienen base biológica alguna. Es una distinción lingüística de construcción enteramente social.

Aunque toda distinción significa desde ya una primera intervención del lenguaje sobre aquello de lo que se habla, no basta apuntar al hecho de que algo es una distinción lingüística para concluir que aquello a lo que se apunta con la distinción es de carácter lingüístico. Ello

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sería como sostener que porque «perro» es una distinción lingüística/ ello demuestra que los perros son lingüísticos. Al proceder así, desconocemos la necesidad de distinguir la referencia de sentido, connotación de denotación, signo de significado, etcétera. Confundimos, por lo tanto, lo que pertenece a la esfera de los nombres, con lo que pertenece a la esfera de lo que ellos especifican. Así como la distinción lingüística de azúcar no hace lingüística al azúcar, tampoco el que el azúcar sea dulce hace dulce a la distinción azúcar. Lo que importa, por lo tanto, no es sólo el reconocimiento de que la acción es una distinción hecha por un observador, sino el tipo de distinción que implica la acción.

Los usos de la distinción de acción ¿Qué clase de distinción es la distinción de acción? Como veremos, esta pregunta no

tiene una respuesta simple. Para llegar a ella, necesitamos examinar la forma en que la distinción de acción es usada. Recordemos la sentencia de Ludwig Wittgenstein, «el significado de una palabra es su uso en el lenguaje». Si queremos descorrer el velo del significado de la distinción acción, tenemos que examinar la forma en que se usa esta distinción.

El primer uso que detectamos, se caracteriza por utilizar la distinción de acción en relación a fenómenos naturales. En este sentido hablamos, por ejemplo, de los afectos de «la acción de una tormenta o un terremoto», <la acción o reacción producida por determinados productos químicos». Así como se habla de acción, al factor que se le atribuye el desencadenamiento de tal acción se e suele llamar «agente». Se habla, por lo tanto, de determinados «agentes químicos».

Sostenemos que cuando la distinción de acción se utiliza para describir fenómenos naturales, —como los indicados anteriormente, cuyo uso es metafórico— trata-IOS al supuesto factor que produce la acción como si fuera un ser humano. Cada vez que se observa un cambio y se alude a una causa que lo produjo, se suele llamar a la causa «agente» y al cambio «acción». Pero con ello, al extender la distinción a los fenómenos naturales, se os-curece la distinción cuando la usamos para dar cuenta del comportamiento humano.

Examinemos, por lo tanto, los usos que se da a la distinción cuando ésta se usa en relación a los fenómenos de comportamiento humano. De hecho, cuando hablamos de acción humana los dos factores apuntados arriba están presentes: algún cambio observable y la intervención de un agente. Esta vez, sin embargo, el término «agente» no se usa para referirse a una causa, sino para apuntar a seres humanos que operan individual o colec-tivamente, provistos de voluntad.

Esto ha permitido la existencia de dos significados diferentes para la acción humana (dos formas de la distinción de acción cuando se la usa con referencia a fenómenos humanos) —acción como movimiento y acción como comportamiento intencional o con un propósito. El primer significado enfatiza el cambio; el segundo enfatiza la intervención deliberada del agente.

Basándonos en el primer significado, usamos la distinción de acción cuando vemos a alguien corriendo, caminando, moviendo las manos, respirando, etcétera. Aquí aparece la acción independientemente de las intenciones involucradas e incluso independientemente del hecho que podamos incluso atribuirle alguna intención o propósito.

Basándonos en el segundo significado, hablamos de acción cuando podemos señalar la intención del agente, aun cuando no haya movimiento perceptible. Aquí, podemos hablar de

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las acciones de «perseguir a alguien» «casarse», etcétera, pero también acerca de acciones como «esperar a alguien», «pensar», «recordar» u «olvidar». En estos últimos ejemplos es, a veces, difícil asociar la acción con el movimiento.

Cabe, por último, mencionar el uso de la distinción de acción aplicado esta vez a agentes sobrenaturales (dioses, fuerzas divinas, etcétera). En estos casos, los mismos factores comprometidos en la acción humana, aparecen también presentes: un cambio observable y un agente interviniente. Se trata, por lo tanto, de la misma estructura que reconocíamos en el caso de la acción humana, transplantada a supuestos agentes sobrenaturales o so-brehumanos.

Actividad versus acción Habiendo identificado cuatro usos diferentes de la distinción de acción, nos

concentraremos en aquellos dos que guardan relación con la acción humana. Descartaremos el primero por considerarlo, tal como lo señaláramos, un uso metafórico, y descartaremos también el último por considerarlo fundado en las mismas condiciones que emergen al hablar de la acción humana. De aceptar la existencia de seres sobrenaturales, lo mismo que diremos con respecto a la acción humana les sería aplicable a ellos.

Nos quedamos, por lo tanto, con dos significados de la acción humana: la acción como movimiento y la acción como intervención intencional o con un propósito. De hecho, el economista austriaco Ludwig von Mises, uno de los grandes pensadores sobre el tema, inicia su obra sobre la acción humana proclamando «La acción humana es comportamiento con propósito». Para von Mises, es el propósito lo que define a la acción humana. La acción humana es acción racional.

Suponemos que, llegados a este punto, no sorprenderá al lector el que declaremos que esta distinción de la acción humana (acción como movimiento y como comportamiento con propósito) nos parece problemática. Ello por dos razones. Primero, porque al aceptar la ac-ción como movimiento, en la medida en que podemos hablar de movimiento con respecto a los fenómenos naturales, dejamos nuevamente abierta la puerta para hablar de acción en un sentido metafórico. Segundo, por cuanto al aceptar la acción como comportamiento con propósito volvemos a quedar atrapados en el tema de la intencionalidad y en una interpretación racionalista de la acción humana.

A la vez, debemos reconocer que el esfuerzo de trazar una distinción entre dos tipos de fenómenos diferentes, que se expresa en las ideas de movimiento y de comportamiento con propósito es válido. Para mostrar por qué nos parece válido daremos un ejemplo. Imaginemos que, como sucede frecuentemente, me estoy paseando frente a un grupo de alumnos hablándoles sobre la ontología del lenguaje. En un determinado momento le pregunto a Amalia, una de mis alumnas, «Amalia, ¿qué importancia tiene lo que estoy diciendo?» Si en ese momento alguien me preguntara qué estoy haciendo, existen dos maneras diferentes de responder.

Una de ellas se rige por el lenguaje de las afirmaciones y entrega aseveraciones con las que cualquier persona que hubiera estado presente en la sala estaría de acuerdo. Al responderse de esta manera, podrían hacerse las siguientes aseveraciones:

— estoy caminando; — estoy moviendo mi brazo en dirección a Amalia, — estoy hablando;

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— estoy mirando a Amalia; — le hice una pregunta a Amalia; — pregunté «Amalia, ¿qué importancia tiene lo que estoy diciendo?»; — etcétera. Todas estas afirmaciones son descripciones precisas de lo que alguien observaría que yo

estaba haciendo, y cualquiera que estuviese allí estaría de acuerdo en que todas ellas eran acciones que yo estaba ejecutando. Sugiero que usemos la distinción de actividad y no de acción cuando una acción se puede circunscribir al lenguaje de las afirmaciones.

Pero hay otra forma en la que también se puede responder a la pregunta acerca de lo que

yo estaba haciendo. Se podría decir, por ejemplo: — estaba enseñando a un grupo de alumnos; — me estaba ganando la vida como profesor; — estaba preocupado de que me entendieran; — estaba ampliando la concepción del lenguaje de los estudiantes; — me estaba haciendo cargo de que Amalia entendiera la importancia de lo que había

dicho; — etcétera. Esta es una manera muy diferente de hablar acerca de mis acciones. Todas estas

aseveraciones están más cerca del lenguaje de los juicios, puesto que las personas pueden legítimamente impugnarlas. ¿Es esto realmente enseñar? ¿Cabe decir realmente que lo que obtengo con hacer eso puede llamarse «ganarse la vida»? ¿Estaba realmente preocupado de que me entendieran? ¿Estaba realmente ampliando la concepción del lenguaje de los alumnos? ¿O los estaba, tal vez, confundiendo? ¿Me estaba realmente haciendo cargo de que Amalia entendiera? ¿O no estaba, tal vez, exponiéndola a que quedara en ridículo? La gente puede tener opiniones diferentes acerca de cada una de estas respuestas sobre la acción que estaba ejecutando.

Examinemos estas aseveraciones con mayor detención. Sostenemos que lo que las caracteriza es el hecho que le da sentido a lo que yo estaba haciendo. Ello tiene lugar al referir aquello que yo hacía al dominio de las inquietudes. Todas estas aseveraciones interpretan lo que yo estaba haciendo y, para hacerlo, suponen que al actuar, me estoy haciendo cargo de algunas inquietudes. Puesto que le confieren sentido a lo que yo estaba haciendo, las llamaremos aseveraciones semánticas.

Lo que las caracteriza y diferencia de las actividades anteriores es el hecho de que

además de reconocer una actividad, le añaden un componente interpretativo que justifica o explica la actividad y, para hacerlo, hacen referencia implícita a las inquietudes. Efectuando una operación que hemos utilizado ya varias veces en el transcurso de nuestra argumentación, diremos que la acción humana es una actividad que es interpretada al referirla al dominio de las inquietudes 3. La acción humana es actividad más interpretación.

Proponemos limitar la distinción de acción a las aseveraciones semánticas y, por lo tanto, distinguir actividad de acción. Postulamos que las aseveraciones semánticas son diferentes

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de las afirmaciones de actividad. Cada vez que hablamos de acción nos podemos preguntar «¿Qué mueve a esa persona a hacer lo que está haciendo?»

Sin embargo, no estamos diciendo que una afirmación de actividad no pueda ser también, en muchos casos, una aseveración de acción. Muy frecuentemente decimos, por ejemplo, «Alejandro me miró y se sentó», y dentro del contexto de lo que se está diciendo, podemos identificar explícita o implícitamente alguna inquietud de Alejandro al hacer esto. En este caso, como en cualquier otro en que podamos atribuir inquietudes al hacer, vamos a hablar de acción.

Desde el punto de vista de la distinción de actividad, podríamos decir, por ejemplo, «Juanita está corriendo». Esto es lo que ella está haciendo y supondremos que no le podemos atribuir ninguna inquietud a este hecho. Entramos en el campo de la acción cuando, al verla correr, decimos «Juanita estaba escapando del perro», «Juanita estaba persiguiendo el volantín», «Juanita estaba haciendo ejercicios», etcétera. En todas estas circunstancias, estamos dándole un significado a «correr» y, por lo tanto, estamos produciendo aseveraciones semánticas.

Lo interesante de esta forma de observar la acción es el hecho de que sea el observador quien hace que la acción tenga sentido. Por lo tanto, distintos observadores pueden formular aseveraciones semánticas muy diferentes al hablar sobre una misma situación. Esto sucede porque llevan a cabo sus observaciones desde sus propias y distintas inquietudes. Según las inquietudes desde las cuales hacemos nuestras observaciones, adjudicaremos distintas inquietudes a los demás.

El propósito, la intención o la motivación, postulados por la concepción tradicional sobre la acción, no son sino, reiteramos, las interpretaciones que sobre su propio actuar realiza el agente. Y como señaláramos con anterioridad, tales interpretaciones no excluyen la posi-bilidad de otras, efectuadas por otras personas, que puedan demostrar ser incluso más poderosas que las del mismo agente.

Pero existe otra ventaja adicional para aceptar el enfoque que proponemos. Esta es que

ya no es necesario postular razón, conciencia o pensamiento, como una pre-condición de la acción. Con ello damos cabida dentro de la acción humana a todas las formas transparentes del actuar. Con las acciones transparentes podemos seguir interpretando que al actuar nos estamos haciendo cargo de alguna o algunas inquietudes y podemos simultáneamente aceptar la ausencia de deliberación previa.

Fernando Flores, en su tesis doctoral, nos proporciona un ejemplo interesante que ilustra lo que estamos diciendo. Flores se imagina a alguien escribiendo a máquina un determinado día en la noche. En eso lo llama por teléfono un colega y le pregunta «¿Qué estás hacien-do?». El personaje responde «En este momento estoy redactando una nueva versión del capítulo tres». El teléfono vuelve a sonar y esta vez se trata de su editor, quién hace la misma pregunta «¿Qué estás haciendo?». El personaje de Flores responde ahora «Estoy dictando un curso acerca de la mente y escribiendo dos libros sobre intencionalidad, en los que propongo una nueva noción que creo va a modificar el diseño de máquinas». Más

3 La operación que acabamos de efectuar es equivalente a la que realizamos cuando distinguimos el emitir sonidos del hablar, el oír del escuchar, el dolor del sufrimiento humano, incluso el ver del observar.

adelante, aparece la esposa de su personaje y le dice, «Siento llegar tarde, el auto tuvo un

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desperfecto y no te pude avisar. Espero que no estés enojado». Esta vez el personaje de Flores responde: «Está bien, te estaba esperando pero había empezado a preocuparme por ti».

El ejemplo ofrecido por Flores nos muestra que un mismo observador, al estar en conversación con otros, puede conferirle distintas interpretaciones a su propio quehacer en función de la interpretación que tenga sobre las inquietudes del otro. Todas las respuestas dadas por su personaje son respuestas válidas y cada una de ellas re-interpreta de manera diferente lo que se estaba haciendo. Sólo al comprender el papel de la interpretación en la especificación de la acción, comprendemos el carácter profundamente lingüístico de la acción humana.

Acción directa y reflexiva Una de las formas en que nuestro sentido común usa la distinción de acción es oponiendo

acción a «hablar sobre las cosas» o a «pensar sobre las cosas», como si hablar o pensar no fueran acciones en sí. De la mima forma, se contrapone la teoría a la práctica y se separa el ámbito de las ideas del ámbito del hacer. Nuestro lenguaje ordinario está lleno de expresiones en las que esta distinción se manifiesta. Se dice, por ejemplo, «¡Hechos y no palabras!», «¡Deja de hablar y haz algo!», «¡Son sólo palabras!», etcétera.

Al hablar de este modo, nuestro sentido común apunta a una distinción que es evidentemente válida y que procuraremos recuperar en esta sección. Sin embargo, la forma como el sentido común realiza la distinción refuerza el ocultamiento de que el lenguaje es acción. Es más, se oculta también con ello las importantes consecuencias prácticas que a menudo resultan del hablar o pensar «sobre» algo. Y, por lo tanto, se esconde la res-ponsabilidad que nos cabe al hablar.

A veces escuchamos frases como «Yo sólo decía», como si en el decir no se comprometiera nada. Repitamos nuevamente: nuestro hablar no es trivial, cambia nuestro mundo y da forma a nuestra identidad. Nuestro hablar no es tampoco inocente, somos responsables de las consecuencias de lo que decimos y de lo que no decimos. Nuestros éxitos y fracasos se configuran en nuestras conversaciones.

Por lo tanto, cuando separamos el hablar o pensar acerca de algo del actuar sobre ello, nos cegamos a las consecuencias prácticas que pueden derivar del hablar y del pensar. Con frecuencia nos damos cuenta de que hablando y pensando «acerca» de algo, terminamos actuando «sobre» ello de una manera mucho más efectiva o incluso distinta de la intención original. Las prácticas de hablar o pensar «acerca de» son parte integrante de la estructura general de la acción humana.

Sosteníamos, sin embargo, que al separar hablar de actuar, nuestro sentido común nos revela algo que no deberíamos descartar. Hay evidentemente una importante diferencia entre hablar acerca de algo y hacerlo. La diferencia no es, sin embargo, la que entiende nuestro sentido común que atribuye no acción, por un lado, y acción, por el otro. La acción se encuentra en ambos lados. La diferencia consiste en que se trata de dos clases de acciones diferentes.

Hemos señalado que el lenguaje humano se caracteriza por su recursividad, por su capacidad de volverse sobre sí mismo. En razón de ello nos es posible actuar sobre nuestro actuar. Y dado que hablar es acción, ello incluye, hablar (que es actuar) sobre nuestro actuar, actuar sobre nuestro hablar (que es actuar) y hablar (que es actuar) sobre nuestro hablar (que

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también es actuar). Esta capacidad recursiva, como hemos dicho, está en la raíz de los fenómenos mentales. La conciencia, la razón, el pensamiento, la reflexión se sustentan en ella.

Habiendo cuestionado la interpretación racionalista de la acción humana, nos interesa ahora rescatar la importancia de los fenómenos mentales y no subsumirlos en un noción plana de la acción humana que no reconoce los diferentes niveles del actuar que resultan de la capacidad recursiva del lenguaje. Nuestra crítica a la interpretación racionalista de la acción humana, no nos conduce a una crítica de la racionalidad, ni a la defensa de la irracionalidad. Sólo nos lleva a redimensionar el papel que tradicionalmente le hemos asignado a la razón o a la reflexión.

No es una coincidencia que asociemos el término reflexión al pensamiento. Hablamos también de reflexión cuando vemos nuestra imagen reflejada en un espejo o en el agua. Al ver su propia imagen, el observador puede observarse a sí mismo. Esto es precisamente lo que puede hacer el lenguaje gracias a su capacidad recursiva. Se puede volver sobre sí mismo y puede hablar sobre su propio hablar. Permite al observador observarse a sí mismo. Esta es una capacidad humana fundamental y única. Aquí es donde, como especie, nos diferenciamos de todas las demás. Esto es lo que hace al lenguaje humano diferente, sea ésta una diferencia cualitativa o cuantitativa, de las capacidades lingüísticas de los demás seres vivos.

A partir de lo dicho, podemos hacer una distinción entre dos clases de acciones: las acciones directas y las reflexivas. Estas son distinciones funcionales o relacionales —solamente tienen sentido dentro de una determinada relación. No hay acciones directas o reflexivas de por sí. Hablamos de acción reflexiva cuando fijamos la acción en un determinado nivel y actuamos sobre esa acción.

Tomemos un ejemplo. Estamos volcados en la acción de esculpir sobre una roca. Esta es

una acción dirigida hacia la roca. Si descubrimos que no podemos hacer un determinado corte, podemos suspender lo que estamos haciendo y replegarnos para especular sobre otras maneras de hacerlo. Esta segunda acción no está dirigida hacia la roca sino hacia la acción de esculpir en ella. En este ejemplo, esculpir en la roca constituye la acción directa y especular acerca de otras formas de hacerlo (actuar sobre la acción de esculpirla), constituye la acción reflexiva.

Puede suceder, sin embargo, que no logremos descubrir una mejor manera de hacer el corte en la roca. Podemos entonces decir: «Eh, quizás no estoy reflexionando de manera efectiva. No me estoy concentrando bien, etcétera.» Puedo decidir entonces reflexionar, ya no en la acción de esculpir en la roca sino en la acción de reflexionar sobre la acción de esculpir en la roca. Como podemos ver, esto puede dar infinitas vueltas. Al hacer esto, el reflexionar sobre la forma en que previamente estaba reflexionando se convierte en acción reflexiva. Más aún, mi reflexión previa (que constituía acción reflexiva en el ejemplo anterior) toma el papel de acción directa de esta segunda reflexión.

La recursividad nos permite una progresión infinita. Podemos convertirnos en el

observador del observador que somos, y en el observador del observador del observador que somos, y así sucesivamente, en una recursividad sin fin. Cada vez que nos trasladamos a un nivel superior transformamos en acción directa la que antes era una acción reflexiva. Por ello es que decimos que éstas son distinciones funcionales o relacionales. Cada una de ellas tiene sentido en función de la otra o en relación a ella.

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Al recurrir a la acción reflexiva podemos incrementar nuestra efectividad a nivel de la acción directa. Esto constituye el gran beneficio de la acción reflexiva y puede ocurrir de varias maneras. Mencionaremos tres formas diferentes en las cuales la acción reflexiva puede servir a la acción directa.

En primer lugar, la acción reflexiva interviene en el sentido de lo que estamos haciendo y, en consecuencia, puede contribuir, por ejemplo, a expandirlo o simplemente modificarlo. Cuando actuamos, muchas veces lo hacemos a partir de una determinada narrativa dentro de la cual le conferimos sentido a nuestra acción. Esta narrativa pertenece, con respecto a la acción a la que confiere sentido, al nivel reflexivo.

Nuestra capacidad de acción es dependiente de aquella narrativa desde la cual actuamos y las podemos tener más o menos poderosas, más o menos coherentes con otras narrativas que tenemos. Por lo tanto, al reflexionar podemos incrementar el poder de nuestras narrativas y, consecuentemente, el sentido de nuestras acciones.

En segundo lugar, también reflexionamos para examinar y, eventualmente, ampliar el horizonte de posibilidades en el cual actuamos. Siempre actuamos dentro de un determinado horizonte de posibilidades. Y es desde nuestros horizontes que vemos un mayor o menor número de alternativas para nosotros. No perdamos de vista que cuando hablamos de posibilidades estamos siempre pablando del rango de acciones posibles. La posibilidad siempre se refiere a acciones posibles. El reflexionar acerca de nuestros horizontes de posibilidades constituye otra manera de intervenir en nuestras acciones. La reflexión permite inventar lo posible.

En tercer lugar, también existe la reflexión que llamamos diseño. Diseñar es una acción que busca mejores vías de utilización de medios para lograr nuestros fines. Apunta a la confección de una pauta que guíe nuestras acciones para asegurar niveles de efectividad más altos en la consecución de nuestras metas. Existen dos tipos principales de diseño —la planeación y la estrategia.

Cuando hablamos de planeación aludimos al diseño de acciones al interior de un espacio relativamente protegido en el que lo central es el uso eficiente de los recursos, para alcanzar un objetivo determinado. Por lo general, el objetivo está dado y lo que interesa es la mejor forma de usar los medios disponibles, o por disponer, para alcanzarlo. Su carácter es tecnológico y es tarea habitual de los ingenieros.

Al hablar de estrategia las condiciones son muy diferentes. Esta emerge como forma de diseñar nuestras acciones bajo condiciones de acción recíproca. Esta vez el centro de atención no es el uso eficiente de los medios, sino las acciones que pueden tomar otros agentes con capacidad de acción autónoma, afectando la eficacia de nuestras propias acciones. Ello implica que nuestras acciones requieren poder anticipar las acciones de otros y ser diseñadas en consecuencia, a la vez que las acciones de los otros también procuran anticipar las nuestras y son diseñadas en consecuencia. Si la planeación es un tipo de diseño de acciones fundamentalmente tecnológico, la estrategia es esencialmente política. En el diseño estratégico, el problema del poder está siempre en el centro de lo que se define como posible.

Estas tres formas de reflexión apoyan e incrementan nuestra capacidad de acción directa. Y cada vez que emitimos el juicio de que no estamos siendo todo lo efectivos que quisiéramos, que algo anda mal, surge la oportunidad de reflexionar. Cuando esto sucede, debiéramos preguntarnos —¿Tiene suficiente fuerza mi historia sobre por qué estoy haciendo lo que estoy haciendo? —¿Podría introducir nuevas posibilidades que aún no he considerado?— ¿Existirá una mejor forma de utilizar mis recursos (medios) para lograr mis

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metas (fines)? La acción reflexiva, por lo tanto, tiene sentido porque aumenta el poder de la acción

directa. Es una acción que siempre, tarde o temprano, debe regresar al nivel de la acción directa en la cual se originó, pues es allí donde logra validarse. Este es su valor e importancia. Al final, siempre podemos cuestionar la acción reflexiva desde el nivel de la acción directa y preguntarnos: ¿Y, qué? o ¿qué importancia tiene realmente esto?

Uno de los problemas que detectamos en la acción reflexiva es que ésta corre el riesgo de perder su vínculo de eficacia con el nivel de acción directa a la cual debiera servir. Muchas veces la acción reflexiva se autonómica de tal forma que se pierde de vista qué es lo que ella alimenta. O bien, se traduce en inmovilismo al nivel de la acción directa y, en último término, al nivel del sentido de la vida. Esto es lo que a menudo se quiere decir cuando desde el sentido común se exclama, «¡Deja de hablar (o de pensar) y actúa!». Cuando decimos esto, se suele implicar que tenemos el juicio que la reflexión ha dejado de servir a la acción directa.

Acción contingente y recurrente Al hablar de acción (además de la acción directa y reflexiva) podemos hacer otra

distinción. Esta es la distinción entre acción contingente y recurrente. Los seres humanos a menudo actúan de acuerdo a las circunstancias y responden de

manera inespecífica a los sucesos que se presentan en sus vidas. Llamaremos acción contingente a la acción que se genera cuando no disponemos de forma establecida de actuar, por lo tanto, cuando no hay cánones establecidos para actuar. Esta acción es contingente a la naturaleza de las circunstancias existentes. Muchas de las acciones que ejecutamos pertenecen a esta categoría.

Sin embargo, también desarrollamos formas recurrentes de hacernos cargo de aquellas inquietudes y quiebres que son permanentes. Institucionalizamos determinadas maneras de enfrentar algunos acontecimientos, de hacer las cosas, de ocuparnos de ciertas inquietudes y quiebres. Para hacer esto, las comunidades humanas crean una serie de estructuras de acción que ejecutan recurrentemente. Estas acciones recurrentes difieren de las acciones contingentes. Por de pronto, las podemos prever. En una determinada sociedad podemos esperar que la gente se comporte de una determinada manera cuando enfrenta cierto tipo de quiebres. Damos el nombre de prácticas sociales a estas acciones recurrentes.

Las prácticas sociales son históricas. Esto significa que no han existido siempre y que pueden variar de un período histórico a otro y de una sociedad a otra. Las prácticas sociales se producen dentro de una deriva histórica particular. Algunas veces las prácticas sociales son diseñadas; alguien las inventa y los demás las aplican. Muchas otras veces son generadas por accidente y se mantienen simplemente porque funcionan y porque no aparece nadie con una alternativa mejor.

Una de las características de las prácticas sociales es que a menudo se hacen transparentes. La gente hace las cosas en la forma establecida sin siquiera pensar en las acciones que realiza. Muy a menudo, por lo tanto, ellas se ejecutan como acciones no deliberativas (no conscientes). Esto trae ventajas significativas y también algunas desventajas.

En su aspecto positivo, las prácticas sociales nos permiten alcanzar un determinado nivel de efectividad, al tiempo que permanecen en el trasfondo de nuestras acciones. Su transparencia nos permite construir sobre ellas sin prestarles demasiada atención y

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concentrarnos en los aspectos contingentes del acontecer o en aquellas áreas que nos pueden permitir una expansión de nuestra capacidad de acción. Uno de los objetivos de «practicar» determinadas competencias es precisamente poder pasarlas a transparencia para dejar libre nuestra capacidad de atención a un nivel de acción diferente.

Cuando todos en una comunidad encarnan las mismas prácticas sociales, aumenta el nivel de coordinación de acciones, puesto que todos actúan desde un trasfondo compartido. Hay muchas cosas que no necesitan ser explicitadas. La gente se mueve como en una danza, conociendo todos los pasos que van con la música.

La danza es, en realidad, un buen ejemplo de prácticas sociales. Cuando la gente sabe bailar, sus acciones y sus pasos se desenvuelven en forma transparente. Pueden «dejarse llevar», disfrutar la danza y concentrarse en otras cosas. Lo mismo sucede en los deportes. Es sólo cuando conocemos el juego, sus reglas y cómo efectuar los movimientos básicos, que nos podemos «olvidar» de nosotros mismos y obtener resultados. Esto sucede en todos los dominios de nuestras vidas. Existen prácticas sociales para saludar a alguien en la calle, para hablar por teléfono, para escuchar una conferencia, para manejar en la carretera, etcétera.

El aspecto negativo de las prácticas sociales radica en el hecho de que, como ellas se tornan transparentes, solemos perder nuestra capacidad de observarlas. Nos acostumbramos tanto a hacer las cosas en la forma establecida que suponemos que ésa es la forma obvia, única y natural de hacerlas. Simplemente no nos damos cuenta de que otra gente puede abordar los mismos quiebres de manera muy diferente. Podemos perder la oportunidad de tratar nuestros quiebres de manera, quizás, mucho más eficiente.

Nuestras prácticas sociales se convierten en hábitos —en el lugar desde donde miramos al mundo y desde donde actuamos— llegando algunas veces al punto de dejar de verlas. Están tan cerca de nosotros que dejamos de percibirlas. Las prácticas sociales generan ceguera. No olvidemos, entonces, que el estar enclavados en las prácticas sociales puede a menudo debilitarnos y disminuir nuestra capacidad de crecer, aprender e innovar.

Las organizaciones se benefician del poder que tienen las prácticas sociales. El hecho de tener a muchos individuos operando transparentemente de una manera consistente conlleva muchas ventajas. Una organización con pocas prácticas sociales (con pocos sistemas establecidos) gastará una mayor cantidad de tiempo en hacer lo que otra ejecutará casi sin esfuerzo. Hay mucho que ganar diseñando prácticas sociales que permitan una más fluida coordinación de acciones entre los que trabajan juntos.

Pero, al mismo tiempo, la organización también se va a beneficiar al observar y reflexionar acerca de sus propias prácticas sociales. De otro modo, puede convertirse en una poderosa fuerza conservadora que resista el cambio y puede impactar negativamente sobre la capacidad competitiva de la organización. Las tecnologías de «reingeniería» o diseño de procesos, tan de moda en estos días en el ámbito de la consultoría de empresas, tienen como objetivo precisamente el analizar, evaluar y rediseñar las prácticas habituales de una organización que, por habituales, se ocultan y dejan de ser objeto de evaluación y diseño.

La reconstrucción lingüística de las prácticas sociales Otra forma interesante en que aparece la conexión entre acción y lenguaje es a través del

hecho de que podemos proceder a una reconstrucción lingüística de las prácticas sociales. Al hacerlo, tratamos cada práctica social como si se tratara de un juego con determinados objetivos y reglas que lo especifican. Podemos, por lo tanto, decir que las prácticas sociales

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permiten ser tratadas como juegos de lenguaje. Debemos a Ludwig Wittgenstein el haber postulado esta relación entre lenguaje y juego y

el habernos planteado la posibilidad de examinar el lenguaje como juegos lingüísticos y, por tanto, como prácticas sociales 4. Lo que nosotros haremos, sin embargo, es utilizar la propuesta de Wittgenstein a la inversa. Para Wittgenstein, la distinción de juegos de lenguaje permitía una comprensión del lenguaje por referencia a prácticas sociales. Para nosotros, la misma distinción de juegos de lenguaje nos permitirá una mejor comprensión de las prácticas sociales por referencia al lenguaje. Es en este sentido que hablamos de una reconstrucción lingüística de las prácticas sociales.

Los juegos son útiles para ampliar nuestra comprensión de las prácticas sociales, puesto que son en sí prácticas sociales simplificadas y tienen una estructura lingüística explícita que normalmente utilizamos cuando le enseñamos el juego a quien no lo conoce. Otro fenómeno similar es el de las recetas de cocina. Ellas también representan un excelente ejemplo de una reconstrucción lingüística de una determinada práctica social conducente a producir tal o cual alimento.

Como vemos, la reconstrucción lingüística de prácticas sociales no representa nada nuevo. La efectuamos permanentemente en múltiples dominios de acción. Es lo que hace cada manual de instrucciones: utiliza el lenguaje para introducirnos en una determinada práctica. Nos guía, paso a paso, a través del lenguaje, en el aprendizaje de un juego. En ello se encierra, por lo tanto, toda una concepción del aprendizaje, toda una pedagogía. Pero esto es ya materia de otro libro.

Lo que no es tan habitual, sin embargo, es utilizar este mismo procedimiento en sentido contrario. No para introducirnos en una determinada práctica que nos resulta nueva, sino como una forma de poder evaluar y rediseñar aquellas prácticas que permanentemente ejecutamos y, por lo tanto, como un mecanismo de transformación de prácticas existentes.

Suele haber quienes consideran que al tratar las prácticas sociales como juegos las estamos trivializando. No hay nada de trivial en ello. Los juegos son prácticas sociales. La gran ventaja que tienen es que nos proporcionan un modelo que podemos utilizar como expresión generalizada de toda práctica social. Esta ventaja surge del hecho de que, dado que los juegos normalmente se diseñan, su estructura lingüística aparece en forma explícita en el proceso de diseño. Y dado que muchos juegos requieren ser enseñados, esta misma estructura lingüística, también se explicita durante el proceso de enseñanza.

Una crítica que frecuentemente se nos hace guarda relación con la «no realidad» de los juegos. «Un juego es sólo un juego, se nos dice. Las prácticas sociales que nos interesan tienen que ver con la vida, no con mundos virtuales». Si algo fundamental aprendemos de aquel eje que une a Heráclito con Nietzsche es precisamente, parafraseando a Calderón de la Barca, que la vida es un juego.

Sólo al comprender lo anterior, entramos en el umbral de lo que Nietzsche llama «la inocencia del devenir». Sólo entonces podemos superar el peso insoportable que, nuevamente en las palabras de Nietzsche, provienen del «espíritu de la gravedad». Si algo

4 A este respecto, ver Echeverría (1993), Págs.223-231.

nos enseña la ontología del lenguaje es desconfiar de aquellos conceptos que constituyen el

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corazón de la metafísica: la Verdad, la Realidad, la Materia, la Idea. Si algo aprendemos de ella, al entender la relación que postulamos entre lenguaje y existencia, es que la virtualidad rige la realidad.

Habiendo dicho lo anterior, concentrémonos ahora en el proceso de reconstrucción lingüística de las prácticas sociales y en cómo los juegos nos son útiles a este respecto.

Cuando jugamos un juego podemos identificar diferentes clases de reglas. Toda regla, es necesario advertirlo, representa una declaración. Este es su status en cuanto acto lingüístico. Estas reglas se pueden clasificar en cinco categorías.5

Podemos distinguir un primer tipo de reglas o declaraciones constitutivas. Estas declaran lo que los jugadores persiguen al actuar en él y, por lo tanto, definen el objetivo o propósito del juego. Toda práctica social existe como una forma de satisfacer un determinado propósito y éste permite ser reconstruido como una regla o declaración particular.

Normalmente, el objetivo del juego nos permite identificar aquella inquietud de la que el

juego, como toda práctica social, se hace cargo. Pero tal inquietud, en el contexto del juego, asume una expresión concreta y guarda relación con un determinado resultado que se busca alcanzar. Tomemos el ejemplo del juego de fútbol. El objetivo del juego, al nivel de la inquietud de la que se hace cargo, es ganar el partido. Pero existe una determinada forma de hacerlo. Para tal efecto es necesario, al término del partido, haber metido más goles que el equipo contrario. Este es, por lo tanto, el objetivo específico del juego de fútbol.

En seguida, cabe distinguir un segundo tipo de reglas o declaraciones constitutivas de

toda práctica social. A éstas las llamaremos declaraciones de existencia. Como tal, ellas especifican las entidades necesarias para jugar el juego, así como el ámbito espacial y temporal dentro del cual se lleva a cabo la acción.

Una vez que sabemos cuál es el objetivo del juego, es importante determinar el mundo en

el que tal juego se va a llevar a cabo y, por lo tanto, las entidades que pueblan tal mundo, como asimismo sus parámetros espaciales y temporales. Ello implica efectuar un conjunto de actos declarativos que generan tal mundo, sus entidades, su espacio y su tiempo. En el juego de fútbol, para seguir con el mismo ejemplo, definimos, por lo tanto, una cancha de determinadas dimensiones y con determinadas áreas, los arcos y sus dimensiones, dos tiempos de 45 minutos cada uno, la existencia de dos equipos con once jugadores cada uno, la existencia en cada uno de estos equipos de un arquero, una pelota, un arbitro y dos guardalíneas, el gol, etcétera.

Por último, cabe distinguir un tercer tipo de reglas o declaraciones constitutivas. Ellas

corresponden a lo que normalmente reconocemos como las leyes de acción del juego y, como tal, definen, como toda ley, lo que a los jugadores les está prohibido, permitido o lo que les es obligatorio hacer al actuar.

5 A continuación nos apoyaremos en una propuesta realizada por el filósofo Michael Graves durante el período en que trabajaba para Fernando Flores.

En nuestro ejemplo del fútbol estas reglas incluyen, por ejemplo, que sólo el arquero

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puede tocar la pelota con la mano cuando ésta está en juego y sólo dentro de su área, que no se puede golpear a un jugador del equipo contrario, que el árbitro es quien tiene autoridad para declarar cuando hubo un gol, etcétera. Las reglas de acción normalmente incluyen las sanciones que guardan relación con su incumplimiento.

Todo juego o práctica social no puede prescindir de estos tres tipos de declaraciones

constitutivas. Ello implica que toda práctica social permite ser reconstruida en términos de su objetivo o propósito, el mundo de entidades que trae a la mano y las leyes de acción que regulan su desenvolvimiento. Estas declaraciones constitutivas dan cuenta de la estructura lingüística fundamental de toda práctica social. Cuando hay cambios en alguna de ellas estamos frente a una práctica social diferente. En otras palabras, al cambiar las declaraciones constitutivas de una práctica social existente, generamos nuevas prácticas. Este es un procedimiento habitual en los procesos de innovación de nuestras prácticas sociales.

Además de estas declaraciones constitutivas, podemos distinguir dos tipos de

declaraciones adicionales. Estas son las reglas estratégicas y las reglas para la resolución de conflictos.

Tal como lo hemos señalado, las reglas estratégicas no forman parte de las declaraciones

constitutivas de un juego. Ello significa que el juego (o la práctica social que estamos reconstruyendo) puede jugarse prescindiendo de ellas. La importancia que ellas poseen guarda relación con el hecho de que nos permiten jugar mejor y, por lo tanto, nos ayudan a ser más efectivos para alcanzar el objetivo que persigue una determinada práctica social. Las reglas estratégicas normalmente son el resultado del aprendizaje que resulta de experiencias pasadas en las que pudimos observar las consecuencias (tanto positivas como negativas) de una determinada acción o modalidad de acción.

En el caso del fútbol, habrá por ejemplo equipos que prefieran jugar el juego de acuerdo a

las reglas del 4-3-3, otros optarán por el 4-2-4, otros por el 4-4-2, etcétera. Dentro del espacio definido por las reglas constitutivas puede haber infinitas modalidades estratégicas de jugar el juego.

Las reglas de resolución de conflictos, sin ser imprescindibles, suelen ser requeridas por

dos razones diferentes. En primer lugar, por cuanto toda regla o declaración constitutiva puede ser interpretada de manera distinta por los diferentes jugadores y ello plantea la necesidad de alguna modalidad que permita resolver estas diferencias. En segundo lugar, porque pueden surgir situaciones no previstas por las reglas constitutivas, situaciones que los jugadores no sepan cómo resolver, y que requieran de alguna instancia a la que puedan recurrir y a la que aquéllos, de antemano, le hayan conferido autoridad para intervenir.

En el caso del fútbol, esto se suele resolver a través de la creación de un Tribunal de

Disciplina, dependiente de un organismo rector (Asociación Nacional de Fútbol, Confederaciones Regionales, FIFA, etcétera) que tiene autoridad por sobre los equipos que participan en el juego del juego (campeonatos de fútbol).

Podemos usar ahora las distinciones mencionadas para reconstruir las prácticas sociales.

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R a f a e l E c h e v e r r í a O n t o l o g í a d e l L e n g u a j e

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El objetivo del juego nos permite especificar las inquietudes o quiebres de los que se ocupa esa práctica social. Las declaraciones de existencia nos permiten identificar los elementos y el espacio que son relevantes para abordar estos quiebres e inquietudes dentro de esa práctica social. Las leyes de acción nos dicen lo que «se puede», lo que «no se puede» y lo que «se debe» hacer en su interior. Haciendo uso de estas distinciones, podemos reconstruir cualquier práctica social.

Al hacer esta reconstrucción lingüística de las prácticas sociales se abre un nuevo dominio de acción —el dominio de la innovación y del diseño. Ahora podemos reconstruir prácticas sociales existentes. Una vez hecho esto, podemos jugar libremente con cada uno de sus componentes y examinar si, al cambiar uno o varios de ellos, podemos encontrar formas más efectivas de abordar las inquietudes y quiebres de los que se ocupa esa práctica social. Cuando hacemos fisto estamos innovando en las prácticas sociales existentes.

Ahora sabemos que, para diseñar prácticas completamente nuevas, debemos establecer con claridad cuál es el objetivo del juego (la inquietud o quiebre del que nos estamos haciendo cargo), sus declaraciones de existencia y sus leyes de acción. Una vez que una práctica social ha sido diseñada, debiéramos observar cuan efectivamente opera y juzgar qué se necesitaría corregir para aumentar su efectividad.

Cada vez que nos enfrentamos a un quiebre recurrente, si no se ha establecido una

práctica social que se ocupe de él, podemos escuchar un llamado a diseñar una. Al hacer esto dejamos de hacernos cargo de los quiebres recurrentes con acciones contingentes, que demandan mayores esfuerzos y son más onerosas. Ahora podemos hacernos cargo de los quiebres recurrentes con acciones recurrentes.