Oñoro Fidel - El Aprendizaje del Silencio

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Retiro del Presbiterio de la Arquidiócesis de Tegucigalpa “Tus palabras son mi gozo” – El Presbítero como discípulo y maestro de la Palabra El Aprendizaje del Silencio Después del fuego, vino el susurro de una brisa suave” (1 Reyes 19,12) Al comenzar esta segunda jornada de nuestros ejercicios espirituales, quiero proponerles una imagen viva de cómo un hombre de la Palabra hace constituye como tal, esto es, cómo se hace verdadero profeta: un hombre que sabe “recibir” la Palabra de Dios, para luego poder “entregarla”. Coloquemos ante nuestros ojos este icono bíblico para que nos sirva de espejo, para que nos inspire en el ejercicio de “experiencia de la Palabra” que vamos a hacer hoy. Permítanme anticipar de una vez la síntesis: si queremos ser hombres de la Palabra lo primero que tenemos que aprender es el “silencio”, así como lo vivió Elías en el Monte Horeb. La historia espiritual del profeta Elías es maravillosa, por algo es el fundador de la profecía en Israel, uno que no escribió profecías con papel y lápiz sino con su propia vida. La historia completa la encontramos entre 1ª Reyes 17 y 2ª Reyes 1 (el llamado Ciclo de Elías). De manera especial detengámonos en el relato del encuentro con Dios en el Horeb en 1ª Reyes 19. Éste es un bello icono de los es ser “oyente” de la Palabra y nos puede ayudar en el ejercicio de “escucha” de estos días. Veamos el contexto, el texto y las consecuencias para nuestra vida, para nosotros que también estamos llamados a ser profetas del Señor en este nuevo milenio. 1. El contexto: el sacrificio del Carmelo.Cuando Elías fue a la montaña, tenía muchas ganas de orar pero en realidad estaba cansado, no sólo física sino también moralmente.

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Retiro del Presbiterio de la Arquidiócesis de Tegucigalpa“Tus palabras son mi gozo” – El Presbítero como discípulo y maestro de la Palabra

El Aprendizaje del Silencio

“Después del fuego, vino el susurro de una brisa suave” (1 Reyes 19,12)

Al comenzar esta segunda jornada de nuestros ejercicios espirituales, quiero proponerles una imagen viva de cómo un hombre de la Palabra hace constituye como tal, esto es, cómo se hace verdadero profeta: un hombre que sabe “recibir” la Palabra de Dios, para luego poder “entregarla”.

Coloquemos ante nuestros ojos este icono bíblico para que nos sirva de espejo, para que nos inspire en el ejercicio de “experiencia de la Palabra” que vamos a hacer hoy. Permítanme anticipar de una vez la síntesis: si queremos ser hombres de la Palabra lo primero que tenemos que aprender es el “silencio”, así como lo vivió Elías en el Monte Horeb.La historia espiritual del profeta Elías es maravillosa, por algo es el fundador de la profecía en Israel, uno que no escribió profecías con papel y lápiz sino con su propia vida.La historia completa la encontramos entre 1ª Reyes 17 y 2ª Reyes 1 (el llamado Ciclo de Elías). De manera especial detengámonos en el relato del encuentro con Dios en el Horeb en 1ª Reyes 19. Éste es un bello icono de los es ser “oyente” de la Palabra y nos puede ayudar en el ejercicio de “escucha” de estos días.Veamos el contexto, el texto y las consecuencias para nuestra vida, para nosotros que también estamos llamados a ser profetas del Señor en este nuevo milenio.

1. El contexto: el sacrificio del Carmelo.Cuando Elías fue a la montaña, tenía muchas ganas de orar pero en realidad estaba cansado, no sólo física sino también moralmente.

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El texto 1 Reyes 18 nos pone en contexto: Elías huye después de la matanza de los 450 profetas de Baal. El evento había terminado bien para el pueblo, ya que se había reconocido el señorío de Yahvé y se había acabado la sequía, pero había terminado mal para el profeta: la malvada reina Jezabel amenazó de muerte al profeta (ver 19,1-2).Elías, entonces emprende su fuga por el desierto en dirección de la montaña santa. Dice el texto: “Él tuvo miedo, se levantó y se fue para salvar su vida” (19,3).¿Por qué precisamente allá, a la montaña que tantos recuerdos le trae al pueblo de Israel? Porque el Horeb (también “Sinaí”, según algunas tradiciones) es el lugar de los orígenes, el lugar donde Dios y el pueblo sellaron Alianza. En ciertos momentos-clave de la vida es necesario retornar a lo básico, simple y fundamentales, volver a la raíz y retomar todo desde el principio. Ése es el ejercicio espiritual de Elías, el profeta exitoso en su misión y, sin embargo, en crisis. De repente el profeta, otrora seguro de sí mismo y de su misión, se siente desorientado e inseguro frente a su futuro. ¿Qué sucede entonces? El profeta necesita volver a “escuchar” la Palabra de Yahvé. Sigámosle los pasos.

1.2. La peregrinación al Monte Horeb.El relato del capítulo 19 del primer libro de los Reyes se toma su tiempo para describir el itinerario del profeta que busca la Palabra: “Él caminó por el desierto una jornada de camino…” (19,4). Nos parece verlo: en la estepa desolada, entre las piedras reventadas por el sol, Elías va avanzando. Se tambalea cuando sus energías vitales se le van agotando por el calor implacable del desierto.El itinerario exterior –el viaje- se va mezclando poco a poco con un itinerario interior. Veamos el drama:

(1) El grito de desesperación en medio del camino: ¿Será que esto vale la pena?En medio del camino, de repente, aparece una especie de milagro, ve a lo lejos un árbol solitario de una retama. Entonces el viajero se recoge sobre su sombra y se abandona a la “dulce muerte” en el desierto, sin fuerzas y con la garganta consumida por la aridez. Entonces, de lo profundo brota un grito adolorido: “¡Basta ya, Yahvé! ¡Toma mi vida, porque no soy mejor que mis padres!” (19,4). El profeta se lamenta de su mediocridad e insuficiencia. Claudica. Decide ponerle fin a una brillante carrera. El panorama áspero y desolado del desierto parece confundirse con su malestar interno.Es así como Elías entra en la soledad áspera del Horeb. Es verdad que se trata inicialmente de una fuga “para salvar la vida”, pero no olvidemos que lo que más aprieta en la garganta de Elías es su soledad personal, nadie lo entiende y, por lo visto, tampoco él a sí mismo. El profeta siente que se ahoga, en medio de la mezcla de sentimientos quiere reorientar su opción hacia espacios más placenteros, haciendo cosas que valgan la pena, “para salvar la vida”.El dolor del profeta toca fondo, Dios entonces le tiende la mano. El profeta sufre intensamente, pero no es el fin; hay un momento de luz y de gracia que lo sostiene.Inicialmente el profeta es quien a salido en búsqueda de Dios, pero de repente vemos que es Dios quien viene a su encuentro. En la figura de un ángel, Dios lo fortalece con el alimento y lo guía en el resto de la peregrinación: “Y con la fuerza de aquella comida caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte de Dios, hasta el monte de Dios” (19,8).

(2) El profeta se “encueva”: ¡hay que “salir” de sí mismo!.El profeta sube la montaña y allí encuentra no solo la vocación que las circunstancias adversas le han puesto en crisis, sino también a su Dios, el Dios por el cual arde de pasión.Sin embargo, aparece una nueva eventualidad. Cuando ya está en el Horeb se repliega: “Allí entró en la cueva, y pasó en ella la noche” (19,9). El gesto inicialmente remite a lo que hizo Moisés cuando la esplendorosa teofanía de Éxodo 32,18-34,29. Con todo, para Elías toma otro sentido: a la hora de encontrarse con Dios, el profeta ya no está dispuesto a dar la cara, prefiere quedarse encerrado en sí mismo, en el lamentarse continuamente por su propio dolor (ver 19,10). Comienza a dar vueltas en círculo, no consigue despegar.Entonces Dios interviene. Una pregunta y una orden de parte de Yahvé movilizan al profeta:- “¿Qué haces aquí Elías?” (19,9b): una pregunta aparentemente obvia y sin embargo da en el meollo del asunto. El profeta ha venido para que suceda algo, sin embargo debe clarificar sus sentimientos.- “Sal y ponte en el monte ante Yahvé” (19,11ª): es la misma palabra de Dios que escuchó el profeta por primera vez el día de su vocación (ver 18,3), pero a diferencia de la primera, el profeta ahora no sólo debe darle la cara al pueblo sino a Dios.Elías entra así en una etapa decisiva de su existencia trabajada. Llegamos así al momento más sublime de la vida del profeta Elías: el profeta hace en la santa montaña una profunda experiencia de Dios, en medio de las piedras de aquella región quemada por el sol, su vida y su misión profética es trasfigurada. Para ello hay que superar las resistencias interiores y dar el paso para ver la vida desde un nuevo ángulo. El imperativo “¡Sal!” (de la cueva) es el punto de partida de lo que viene, ¡es el impulso que el profeta ha estado necesitando hace tiempo!

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(3) Entra en crisis la imagen de Dios“Y he aquí que Yahvé pasaba” (19,11b).Por fin Dios se manifiesta. Pero, ¡vaya ironía!, Elías no recibe una manifestación contundente de la Gloria de Dios como le sucedió a Moisés cuando recibió las renovadas tablas de la Ley (ver Éxodo 34). Justamente en la noche oscura de su vida como profeta, Elías experimenta un nuevo revés: también se tropieza con su imagen de Dios. El Dios que encuentra en la montaña no es el que esperaba, el que quizás le habría traído alguna consolación enviando fuego sobre sus enemigos. El profeta no se encontró allí en la montaña con Dios de la victoria, del poder, del triunfo sobre los adversarios, al cual estaba acostumbrado, sino con un Dios de silencio y de paz.Elías se imaginaba que el Señor estaba “en el viento impetuoso, un huracán tan violento que hendía las montañas y quebrantaba las rocas... Pero el Señor no estaba en el huracán” (19,11c). Él lo busca en las imágenes tradicionales del universo simbólico del pueblo y no lo encuentra. Viene el desconcierto: ni en el huracán violento (¡difícil no sentir un huracán!), ni en el terremoto (¡difícil no percatarse de un terremoto!), ni en el fuego (¡difícil no percibirlo!) (Ver 19,11-12ª). Se descartan tres imágenes de lo indudablemente perceptible. Como puede verse, el profeta llega al Horeb buscando algo que lo sacuda, lo estremezca y cambie de una vez por todas, y sin embargo Dios no se le manifiesta de manera sensible, de forma “indudable”. Le pide algo más hondo y exigente.

(4) Primera lección para el oyente de la Palabra: el aprendizaje del “Silencio”Es en este momento que se revela el misterio de Dios de una forma inesperada. “Después del fuego, vino el susurro de una brisa suave” (19,12). Entonces, dice el texto, “Elías se cubrió con el manto”.Permítanme una pequeñísima anotación. La frase que traducimos como “brisa suave”, es la frase hebrea QOL DEMAMAH DAQQAH (hQ'd; hm'm'D> lAq). Puesto que la citamos con frecuencia en nuestras conferencias sobre oración, creo que vale la pena una mínima profundización. Estas tres palabras hebreas no significan propiamente “brisa suave”. El sentido es otro:

• Qol quiere decir, voz, sonido.• Demamah, silencio• Daqqah, sutil.

Por lo tanto, Dios es una “voz silenciosa”. Esta es la revelación de Dios que lo deja a uno estupefacto. Esto es importante, si entendemos esto entenderemos también el silencio de Dios en la cruz de Jesús.Y ustedes me preguntarán, ¿Pero porqué no aparece así en las Biblias que tenemos en la mano? La explicación es ésta: la antigua versión griega de la LXX, seguida por muchas versiones modernas de la Biblia, le disminuyó la fuerza grandiosa al original hebreo traduciendo: “vino el susurro de una brisa suave” (fwnh. au;raj lepth/j = “voz de brisa ligera”; así traduce la Biblia de Jerusalén y la mayoría de las Biblias). Pero en sintonía con el texto hebreo notamos que Dios es más bien al contrario, es una voz que tiene su expresión no en el clamor sino en el silencio, en el misterio, en la trascendencia. Silencio no es mudez. Una imagen tomada de la física nos puede ayudar: el negro es ausencia de luz y por tanto de color, en cambio el blanco es la luz plena y la síntesis de todos los colores (hagamos la prueba alguna vez con un vaso de agua cristalina puesto en contraluz y veremos todo el haz de colores del arco-iris). El silencio de Dios no es un silencio-ausencia (como el color negro) sino un silencio-presencia (como el color blanco). Dicho de otra forma, así como el blanco recoge en sí todos los colores, así el silencio divino es la síntesis de todas las palabras. Dios se le dio a conocer a Elías en el Horeb mediante “la voz sutil del silencio” (o “silencio que habla”), lo cual no es ausencia de comunicación sino, al contrario, plenitud de ella: es la entrega de “la palabra” que es la síntesis de “todas las palabras”. Y si damos un salto hasta la plenitud de la revelación, entenderemos que esta “Palabra” es una persona: Jesús de Nazaret con todos los ricos matices de su personalidad y de su misión descrita ampliamente en los Evangelios.Suena paradójico, pero es una maravillosa realidad. San Juan de la Cruz lo resumió este tipo de silencio así:

“La música callada / la soledad sonora / la cena que recrea y que enamora”

(Cántico Espiritual).

En correspondencia, el silencio del oyente consiste en ponerse ante Dios para acoger su Palabra que tiene tantos matices, tantas voces, tantos efectos. Esto supondrá “atención” continua, lo cual pide constante salida de sí mismo y vivir en permanente “tensión” espiritual hacia Dios.

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3. Conclusión

El profeta Elías bajó del Horeb como un profeta nuevo, con una nueva comprensión de Dios, pero también de su vida, de su misión y de la complejidad de acontecimientos en medio de los cuales se mueve. Ahora aprende una nueva visión global del conjunto y sabe lo que tiene que hacer.

Un profeta es verdaderamente profeta, no cuando actúa por sus propias intuiciones e iniciativas, sino cuando lo hace en sintonía con Dios: con su ser y su querer. El diálogo que comenzó con la pregunta “¿Qué buscas Elías?”, continúa con la pregunta “¿Qué quieres que haga, Señor?”.

En el centro de este diálogo está la realidad del “Silencio”.

La expresión hebrea “Qol demamah daqqah” o “voz sutil del silencio” nos ha enseñado la manera de comunicarse de Dios y también la actitud que se espera de nosotros. Con pocas –y quizás insuficientes- palabras vamos captando que la comunicación de Dios no es un simple traspaso de datos sobre Él sino, en última instancia, una entrega progresiva que hace de sí mismo.

Tengámoslo presente, el “silencio” no consiste solamente en evitar pronunciar palabras sino ante todo en abrirse a la voz de Dios. Es la actitud de la “receptividad”, lo cual implica el esfuerzo de salir de nosotros mismos, de nuestros habituales soliloquios para entablar un diálogo salvífico. Sucede, a veces, que en la oración nos la pasamos escuchándonos a nosotros mismos, pero poco escuchamos la voz de Dios.

Este salto cualitativo en la manera de vivir la oración, hacia una oración que trasfigura (ver a Elías “trasfigurado” en el relato de la Transfiguración de Jesús en Lucas 9,30-31), es la que realiza la verdadera ascesis. Este es el icono del “oyente de la Palabra” que les propongo para este retiro. Este icono se hará más radiante cuando lo veamos (esta noche) en todo su esplendor en la personalidad espiritual de María de Nazaret.

No lo perdamos de vista: el Señor nos ha llamado y es por Él que estamos aquí. Somos buscadores de uno que viene a nuestro encuentro. El drama espiritual de Elías nos ayuda a releer nuestra propia experiencia de ser llamados, de ser enviados como profetas en un mundo necesitado de transformación y testimoniar ante todos que somos hombres y mujeres “de Dios”.

El profeta, que es por excelencia el hombre de la palabra, aprende que el punto culminante de la revelación divina está en la intimidad mística. Esa es la fuente de donde proviene todo lo que tenemos para entregarle como fuerza de vida y de salvación a nuestro pueblo.

Con Elías, pongámonos amorosamente a la escucha de la Palabra y pidamos:

¡Enséñanos, Señor, el silencio que aprendieron los verdaderos profetas,para poder ser auténticamente hombres de la Palabra!

P. Fidel Oñoro, cjmTegucigalpa, 15 de Noviembre de 2005