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Presentación

Raúl Porras Barrenechea / José de la Riva Agüero / Emilio Romero / César AnCésar Antonio Ugarte / Víctor Andrés Belaúnde / José Carlos Mariátegui / LuVíctor Raúl Haya de la Torre / Antenor Orrego Espinoza / Luis Alberto Sán/ José de la Riva Agüero / Emilio Romero / César Antonio Ugarte / Víctor AnJosé Carlos Mariátegui / Luis Eduardo Valcárcel / Víctor Raúl Haya de la TorreAntenor Orrego Espinoza / Luis Alberto Sánchez / Aurelio Miró Quesada /Raúl Porras Barrenechea / José de la Riva Agüero / Emilio Romero / César AnCésar Antonio Ugarte / Víctor Andrés Belaúnde / José Carlos Mariátegui / LuVíctor Raúl Haya de la Torre / Antenor Orrego Espinoza / Luis Alberto Sán/ José de la Riva Agüero / Emilio Romero / César Antonio Ugarte / Víctor AnJosé Carlos Mariátegui / Luis Eduardo Valcárcel / Víctor Raúl Haya de la TorreAntenor Orrego Espinoza / Luis Alberto Sánchez / Aurelio Miró Quesada / Raúl Porras Barrenechea / José de la Riva Agüero / Emilio Romero / César AnCésar Antonio Ugarte / Víctor Andrés Belaúnde / José Carlos Mariátegui / Lu

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OJO PODRIAS HACER QUE LOS NOMBRES SE VEAN MEJOR

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Pensadores de la República

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Pensadores de la RepúblicaIdeas y propuestas vigentespara el Perú del siglo XXI

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Pensadores de la RepúblicaIdeas y propuestas vigentes para el Perú del siglo XXI

Centro Nacional de Planeamiento Estratégico - CEPLANAv. Canaval y Moreyra 150, Edificio Petroperú, piso 10, San Isidro, Lima, PerúTeléfono: 711-7300Correo electrónico: [email protected]ón URL: www.ceplan.gob.pe

Diseño de carátula e interioresLuis Valera

Diagramación e impresiónImprenta de la Universidad Alas Peruanas

Primera edición: Lima, junio de 20111900 ejemplares

Hecho el depósito legal en la Biblioteca Nacional del Perú N.º 2011-06760ISBN: 978-612-45549-8-8

Se puede reproducir total o parcialmente el contenido del libro siempre que se indique la fuente.

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Presentación

CONTENIDO

11Presentación

Dr. Agustín Haya de la TorrePresidente del CEPLAN

17Aportes para la reflexión sobre la peruanidad. Criterios de selección.

Hugo Vallenas Málaga

25Jorge Basadre

Panorama de la formación histórica del Perú Perú, problema y posibilidad, 1931

43Raúl Porras Barrenechea Oro y leyenda del Perú El legado quechua, 1935

79José de la Riva Agüero

Elogio del Inca Garcilaso,1916

131Emilio Romero

Primeros pasos del progresoHistoria económica del Perú, 1968

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149César Antonio Ugarte

Factores económicos de la independenciaBosquejo de la historia económica del Perú 1500-1899, 1926

173Víctor Andrés BelaúndeEl aporte de la República

Peruanidad, elementos esenciales, 1943

195José Carlos MariáteguiEl problema de la tierra

Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, 1928

245Luis Eduardo Valcárcel

La cultura del maíz y el horizonteMirador indio, 1937

255Víctor Raúl Haya de la TorreEl gran desafío de la democracia

Conferencia de 1945

291Antenor Orrego Espinoza

América, tercera dimensión de la cultura de occidentePueblo-continente, 1939

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309Luis Alberto SánchezCreadores y rapsodas

El Perú: retrato de un país adolescente, 1958

335Aurelio Miró Quesada

La que llaman garúa en esta tierra20 temas peruanos, 1966

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PresentaciónAgustín Haya de la TorrePresidente del CEPLAN

El Perú ha sido pródigo en pensadores con reflexiones de honda pers-pectiva. Desde el inicio de nuestra vida republicana hemos contado, dé-cada tras década, con valiosos estudiosos de nuestra realidad que a partir de distintas premisas y diversos ángulos de observación han contribuido a profundizar y enriquecer la noción de peruanidad. A través de ellos hemos aprendido a vernos a nosotros mismos como una comunidad activa con un origen, una historia y una misión de rasgos específicos.

Hemos tenido dos generaciones especialmente fértiles en lo que se re-fiere a figuras del pensamiento filosófico, social y cultural en el Perú. La llamada «generación del 900», que floreció intelectualmente con la llegada del siglo XX; y la «generación del centenario de la independencia», que inició su desempeño profesional en la segunda década del mismo siglo ya concluido. Se les identifica como las generaciones fundadoras del «pensa-miento social» peruano, es decir, aquellas que iniciaron el estudio sistemá-tico y multidisciplinario de lo que significa la peruanidad.

Ambas generaciones produjeron libros memorables, esencialmente vi-gentes, muchos de los cuales empezarán a cumplir su primer centenario en muy pocos años. Camino al bicentenario de la independencia, el Centro Nacional de Planeamiento Estratégico –CEPLAN considera indispensable rendir homenaje a los pensadores peruanos que hace un siglo trazaron las líneas maestras que hoy nos permiten hacer realidad el viejo sueño de un país libre, moderno y con igualdad de oportunidades para todos.

Los textos escogidos en el presente volumen dan fe de la alta calidad de una obra analítica que ha dado al Perú una presencia influyente en el

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quehacer intelectual del continente. Es una obra bibliográfica vigorosa que ha resistido la crítica de las generaciones siguientes y ha sabido imponerse con suficiencia intelectual frente al incisivo paso del tiempo. Libros como Perú, problema y posibilidad (1931) de Jorge Basadre; Por la emancipación de América Latina (1927) de Víctor Raúl Haya de la Torre y Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928) de José Carlos Mariátegui, siguen leyéndose y consultándose como si no hubieran sido publicados hace más de ocho décadas.

Nuestros más importantes estudiosos de la peruanidad nos enseñaron que si hay algo que ha caracterizado a los peruanos de todos los tiempos es saber articular distintas perspectivas en torno a un objetivo común. Y den-tro de esta articulación de puntos de vista e intereses, los peruanos siempre supieron planificar sus capacidades para dominar en forma organizada es-pacios geográficos con los más variados desafíos.

Vencer al desierto con «ojos de agua» subterráneos, cubrir de andenes áridas alturas, encauzar las crecidas de los ríos para ensanchar los estrechos valles cordilleranos, salvar de la precariedad los bosques húmedos de altura de ceja de selva, dominar mediante la navegación fluvial la llanura amazó-nica, son logros formidables de los peruanos de todas las épocas cuyo signo común ha sido la organización y la planificación.

Desde tiempos inmemoriales esta peruanidad creativa, habilidosa y pla-nificadora ha sido un centro irradiador de civilización en toda la región an-dina y ha ayudado a extender lazos fraternos a nivel continental. En Amé-rica Latina se yergue hasta el presente un entrelazamiento de tradiciones y sensibilidades donde el Perú sigue ejerciendo un rol influyente, incluyendo el terreno de las ideas y los planteamientos de vasto aliento acerca del de-sarrollo económico y social.

Estos grandes pensadores peruanos del siglo XX, no obstante las dis-crepancias que guardaron entre sí y que inclusive confrontaron unos con otros, guardaron ciertos rasgos intelectuales característicos que explican en gran medida su trascendencia y su vigencia frente a las nuevas situaciones e inquietudes que vemos surgir en el siglo XXI. Uno de estos rasgos funda-mentales ha sido saber moderar el impacto de las posturas y modas intelec-

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tuales venidas de ultramar y formular un pensamiento original y autónomo, sin que esto signifique no prestar atención a los aportes más valiosos de tales influencias.

Es bastante notorio que a partir de 1900, con la difusión del motor de combustión, el telégrafo, la radio y sobre todo la moderna tecnología edito-rial que permitió publicar libros y periódicos a una escala sin precedentes, la actividad intelectual de muchos estudiosos latinoamericanos tomó con-tacto en un grado mucho más directo con las corrientes de pensamiento influyentes en el quehacer internacional. Posturas intelectuales como el evolucionismo y el positivismo y otras netamente políticas como el nacio-nalismo, el radicalismo e incluso el socialismo, irrumpieron en las cátedras y los libros de índole académica en toda América Latina.

Tal es el caso de la llamada «generación del 900» o generación arielis-ta, que en América Latina siguió los pasos señalados por el uruguayo José Enrique Rodó en su célebre opúsculo Ariel (1900). El arielismo cobijó un despertar intelectual que en gran parte del continente tuvo un carácter rígidamente positivista y fenomenista, bajo el impacto de las ideas evolucio-nistas de Herbert Spencer, el empirismo de Alexander Bain y el utilitarismo de John Stuart Mill, todos ellos originarios de Gran Bretaña.

En el caso de José de la Riva Agüero y Víctor Andrés Belaúnde, los pensadores más representativos del 900 peruano, el fenomenismo no excluyó el espiritualismo de Bergson y la revaloración del pensamiento idealista de Kant, al mismo tiempo que se tomó contacto con el existencialismo religio-so de don Miguel de Unamuno y con los escritores hispanos representativos de la «generación del 98», como Vicente Blasco Ibáñez, Ramón Menéndez Pidal y Ramiro de Maeztu, más afines al naturalismo y la religiosidad del vasco-francés Francis Jammes que al positivismo. A esto hay que añadir, por supuesto, la perspectiva andina y el esfuerzo intelectual propio de los novecentistas peruanos.

Igualmente interesante, original y pletórica de paradojas fue nuestra llamada «generación del centenario» (del centenario de la independencia nacional: 1821), en la que destacan Jorge Basadre, Raúl Porras, Emilio Ro-mero, César Antonio Ugarte, Luis E. Valcárcel, Luis Alberto Sánchez, José

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Carlos Mariátegui, Víctor Raúl Haya de la Torre, Antenor Orrego y Aurelio Miró Quesada. Nuestros intelectuales de la generación de 1920 destacaron con sus propios puntos de vista en un contexto fuertemente sesgado hacia la politización y la esquematización del pensamiento económico y social.

El historiador Jorge Basadre resumió en sus textos una igual empatía con el funcionalismo de Émile Durkheim y con las ideas socialistas pa-cifistas de Bertrand Russell. Raúl Porras, hispanista afín a los principales exponentes peruanos de la generación del 900, no excluyó de sus prefe-rencias los textos de la escuela documentalista francesa de Lucien Febvre. Los economistas Emilio Romero y César Antonio Ugarte discrepaban sobre la actividad empresarial del Estado, pero coincidían bajo puntos de vista propios con las teorías sobre la regulación estatal de la oferta y demanda de John Maynard Keynes. Estudiosos y exponentes de la cultura peruanista, Luis E. Valcárcel y Luis Alberto Sánchez debatían sobre la autenticidad del indigenismo pero abogaban, para sorpresa de muchos latinoamericanos, por una cultura reivindicadora del élan vital, tal como la definió Bergson en La voluntad creadora (1907).

Mariátegui fue un marxista opuesto a todo dogmatismo que estudió con ahínco a Bergson y a Freud. Haya de la Torre era un entusiasta con-frontador de la escuela austriaca de economía fundada por Eugen von Böhm-Bawerk, las corrientes socialistas moderadas representadas por la Sociedad Fabiana de George Bernard Shaw y Sydney Webb y el relativismo de Einstein. Antenor Orrego postuló un ideario existencialista derivado de La genealogía de la moral (1887) de Nietzsche sin dejar de ser positivista spenceriano. Aurelio Miró Quesada nos relacionó con las ideas racionalistas y positivistas de José Ortega y Gasset sin que esto le impida rescatar la me-jor herencia de los peruanos del 900.

Sin embargo, más allá de afinidades o simpatías sorprendentes o apa-rentemente contradictorias, el rasgo que ha primado en todos estos pensa-dores peruanos ha sido el sentido de lo concreto y la preocupación por la realidad peruana y continental. Nuestros estudiosos, como se verá en los textos seleccionados, no se limitaron a postular una metodología abstracta ni fueron seguidores literales de determinada filiación intelectual y política.

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Su escrupulosa modernidad en el plano de las ideas estuvo dirigida al estu-dio apasionado de lo verdaderamente nuestro.

A ellos debemos una comprensión original y audaz del problema indí-gena, que rescata las raíces de nuestra identidad y ayuda a sentar las bases de una integración nacional basada en un mestizaje sin exclusiones. Ellos nos brindaron pautas para encontrar un modelo de desarrollo económico afín a las necesidades de unidad y progreso que son comunes a todo nues-tro continente. Igualmente nos orientaron hacia el redescubrimiento de la herencia emancipadora del siglo XIX y nos trazaron modelos renovados de reivindicación de la institucionalidad republicana.

Pero también representaron un ejemplo de integridad y honestidad a nivel intelectual y a nivel de su desempeño personal, ya que algunos de ellos fueron también protagonistas de nuestro quehacer político. Destaca-ron como ciudadanos ejemplares, como auténticos maestros de las genera-ciones que les siguieron.

Estando cerca el centenario de sus libros más representativos, el pre-sente volumen publicado por el CEPLAN les rinde homenaje como líderes de opinión, grandes creadores intelectuales y activos participantes en la tarea de trazar un camino original y auspicioso al Perú y a los peruanos.

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Aportes para la reflexión sobre la peruanidad. Criterios de selección.Hugo Vallenas Málaga.

La presente antología tiene la finalidad de ofrecer un panorama repre-sentativo de la reflexión intelectual sobre la realidad peruana realizada por las generaciones que iniciaron su desempeño profesional en 1900-1910 (la generación del 900) y 1920-1930 (la generación del centenario de la inde-pendencia).

El volumen comprende doce ensayos correspondientes a un número si-milar de los escritores más influyentes de tales generaciones, que animaron lo que hoy se considera el inicio del pensamiento peruano en los campos de las ciencias históricas y sociales: historia, arqueología, sociología, econo-mía, ciencias políticas, antropología cultural y crítica literaria.

En oposición a la usual presentación de estos pensadores haciendo des-tacar sus diferencias, el presente criterio de selección ha sido mostrar sin propósito polémico el desarrollo de sus puntos de vista en el proceso de aproximación concreta a los problemas estructurales de nuestra realidad.

El lector podrá comprobar con facilidad que, más allá de las induda-bles discrepancias que todos estos pensadores tuvieron en vida (y que se expresaron en conductas políticas muchas veces contrapuestas), los doce ensayos seleccionados revelan muchos puntos de contacto conforme se adentran en nuestra problemática específica.

Queda para un análisis ulterior desentrañar el significado de esta con-vergencia, que sin duda nos muestra en primera instancia la relatividad de ciertos dogmas y paradigmas. En todo caso, los ensayos reunidos testi-monian una constante coincidencia en el proceso de interpretación de los

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problemas básicos de la peruanidad. Lo cual nos enseña que, sin dejar de ser importantes las alternativas que estos pensadores defendieron, siempre ha sido posible encontrar un espacio de confluencia hacia los temas esenciales que tienen que ver con la identidad y el destino del Perú.

Para el presente libro se han considerado las ediciones más confiables de los textos seleccionados. Veamos brevemente cada uno de los textos que conforman la presente antología.

1- Jorge Basadre: «Panorama de la formación histórica del Perú» (Perú, problema y posibilidad, 1931). El texto seleccionado para este volumen corresponde al capítulo segundo de Perú, problema y posibilidad, libro que representa en nuestra bibliografía historiográfica el primer ejemplo de síntesis totalizadora del proceso formativo de nuestra nacionalidad y nuestras instituciones. El capítulo seleccionado presenta de mane-ra coherente y rigurosa el proceso conflictivo de fusión de la sociedad inca con la cultura de los conquistadores, precisando características peculiares, ventajas y limitaciones en cada componente y mostrando el proceso inicial de surgimiento de una sociedad diferente, de vocación mestiza y autonomista a pesar del contexto adverso.

2- Raúl Porras Barrenechea: «Oro y leyenda del Perú», 1935. El presente

ensayo de Raúl Porras tuvo como finalidad servir de Prólogo al libro de Manuel Mujica Gallo, Oro en el Perú. Obras maestras de orfebrería preincaica, incaica y de la época colonial (1959). En forma póstuma ha sido incluido en una colección de ensayos titulada Indagaciones peruanas. El legado quechua (1999). Este ensayo ofrece un admirable examen de los hechos e interpretaciones que crearon el mito áureo del Perú, cuyo principal efecto fue la prioridad que tuvo la minería aurífera y argentífera para los conquistadores y las autoridades coloniales. El agudo análisis de Porras nos permite percibir, a través de los datos e informaciones documentales, el tipo de sociedad y el tipo de conducta colectiva que caracterizó a los peruanos de distintas épocas en relación al tema de los metales preciosos.

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3- José de la Riva Agüero: Elogio del Inca Garcilaso (1916). La obra juve-nil de José de la Riva Agüero abrió caminos nuevos en el campo de la interpretación de nuestra historia cultural. En particular, su Elogio del Inca Garcilaso, discurso elaborado con esmerado rigor y ejemplar manejo del idioma, ofrecido en la Universidad de San Marcos el 22 de abril de 1916 con motivo del tercer centenario del deceso del gran autor de los Comentarios reales, significó la definitiva reivindicación de nuestro ilustre compatriota frente a los detractores hispanos del Inca, entre ellos Manuel González de la Rosa, autor, entre otros estudios, de uno muy despectivo: «Los Comentarios Reales son la réplica de Vale-ra a Pedro Sarmiento de Gamboa», publicado en la Revista histórica, órgano del Instituto histórico del Perú, Lima, 1908, 3(3). p. 296-306. Curiosamente, en medio del aplauso general que mereció este discurso, hubo un singular detractor en los diarios limeños. Un joven cronista de conocido estilo, firmando «X. Y. Z.», estampó en La Prensa del 30 de abril de 1916 una ácida crítica, que no estuvo centrada en los conteni-dos del discurso de Riva Agüero sino en la longitud, la ostentación de erudición y el empleo de ciertos arcaísmos en el estilo, haciendo mofa del abolengo y la robustez del expositor. El artículo se llamó «Un discur-so: 3 horas, 48 páginas, 51 citas» y la identidad del periodista era José Carlos Mariátegui. Respondió el ataque un leal amigo de Riva Agüero, el letrado y jurista José María de la Jara y Ureta, quien bajo la firma «A. B. C.», en las páginas de La Crónica del 1 de mayo de 1916 (reprodujo el mismo artículo El Comercio del 8 de mayo de 1916), defendió con só-lidos argumentos el contenido, la extensión, la erudición y las expresio-nes evocadoras de los antiguos cronistas del discurso de Riva Agüero.

4- Emilio Romero: «Los primeros pasos del progreso» (Historia económica del Perú, 1968). Este ensayo corresponde al Capítulo VI del tomo II de Historia económica del Perú, segunda edición de 1968. Emilio Romero, renombrado historiador económico y geógrafo, nos recuerda que el de-sarrollo de la sociedad no depende en forma exclusiva de la política. La tecnología y las oportunidades del mercado pueden influir pode-

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rosamente en la modalidad y los acentos de un determinado proceso de desarrollo. El autor hace un sagaz seguimiento de la relación entre el desarrollo de la inventiva, la tecnología y las comunicaciones en el mundo y su impacto en el aprovechamiento de los recursos naturales a lo largo de nuestra historia económica.

5- César Antonio Ugarte: «Factores económicos de la independencia» (Bosquejo de la historia económica del Perú 1500-1899, 1926). Abogado y economista que llegó a ser el primer superintendente del sistema ban-cario peruano en 1931, siguiendo las reformas propuestas por la misión Kemmerer de los EE UU. Publicó en 1926 el primer estudio de la evo-lución productiva y financiera de nuestro país. El texto seleccionado corresponde a una extensa sección del Capítulo III del Bosquejo de la historia económica del Perú 1500-1899 (1926), donde se describe el pro-ceso económico subyacente a los hechos más conocidos del período de la emancipación.

6- Víctor Andrés Belaúnde: «El aporte de la República» (Peruanidad, ele-mentos esenciales, 1943). Afamado educador, escritor y diplomático, Víctor Andrés Belaúnde viene a ser el más importante representante del pensamiento político basado en la doctrina social de la Iglesia Ca-tólica. El texto seleccionado, «El aporte de la República», forma parte de la colección de ensayos Peruanidad, elementos esenciales (1942). Su propósito es dar un relieve especial al componente hispano y al papel específico de la Iglesia Católica en el proceso formativo de la naciona-lidad, en oposición a las interpretaciones extremas que circunscriben lo hispano a lo más negativo del sistema colonial.

7- José Carlos Mariátegui: «El problema de la tierra» (Siete ensayos de in-terpretación de la realidad peruana, 1928). El texto seleccionado para la presente antología es el tercero de los célebres Siete ensayos de interpre-tación de la realidad peruana (1928), libro que es a su vez la reunión de una serie de artículos escritos y publicados en distintos medios desde

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1924. El ensayo que nos ocupa se publicó en la revista limeña Mundial en 14 entregas entre el 18 de marzo (Mundial Año I, No. 353) y el 24 de junio de 1927 (Mundial Año I, No. 367). Al igual que los demás ensayos del volumen tiene como finalidad hacer confluir en torno a un proceso de análisis distintos puntos de vista coetáneos, que en este caso pertenecen fundamentalmente a César Antonio Ugarte, Abelardo Solís y Víctor Raúl Haya de la Torre.

8- Luis Eduardo Valcárcel: «La cultura del maíz y el horizonte» (Mirador indio, 1937). El pensamiento indigenista tuvo un destacado lugar a lo largo del siglo XX desde que don Manuel González Prada iniciara la reivindicación del hombre andino y su cultura a fines del siglo XIX. Los textos seleccionados para la presente antología pertenecen a la colec-ción de ensayos breves Mirador indio. Primera serie. Apuntes para una filosofía de la cultura incaica (1937) y tienen como finalidad describir la particularidad del hombre andino atendiendo a sus raíces prehispá-nicas, demandando respeto y aceptación de la cultura milenaria que representa.

9- Víctor Raúl Haya de la Torre: El gran desafío de la democracia (1945). No obstante la amplia producción bibliográfica y periodística de Víctor Raúl Haya de la Torre, la presente antología incluye la transcripción de un discurso inédito, perteneciente a los archivos del diario La Tri-buna. Se trata de una importante conferencia realizada en Lima el 6 de octubre de 1945, titulada «El gran desafío de la democracia». En ella Haya de la Torre desarrolla un amplio marco conceptual sobre lo que es democracia y republicanismo, polemizando contra los extremismos totalitarios y ubicando los valores democráticos en la médula del ver-dadero progreso social y político.

10- Antenor Orrego Espinoza: «América, tercera dimensión de la cultura del continente» (Pueblo-continente, 1939). El gran filósofo y gestor cul-tural Antenor Orrego, fundador de la Bohemia de Trujillo y del aprismo,

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llama la atención por la originalidad de su pensamiento y su capacidad de asimilación de inquietudes intelectuales no siempre convergentes (Spencer, Bergson, Heidegger, existencialismo). El ensayo seleccionado corresponde al Capítulo 4 de Pueblo-continente. Ensayos para una inter-pretación de América Latina (edición revisada de 1957), donde el autor reflexiona sobre el aporte presente y futuro de Perú y América Latina dentro del nuevo proceso de universalización de la cultura occidental desarrollado en el siglo XX.

11-Luis Alberto Sánchez (Lima, 1900-1994): «Creadores y rapsodas» (El Perú: retrato de un país adolescente, 1958). El afamado «doctor Océano del siglo XX» (en alusión al «doctor Océano del siglo XVIII», Pedro Pe-ralta y Barnuevo, igualmente tres veces rector de la Universidad de San Marcos), fue infatigable político, periodista, tratadista y literato, pero sobre todo maestro. Sus libros se caracterizan por enfocar los temas más variados de la realidad nacional y continental desde distintos ángulos y disciplinas. El ensayo seleccionado, «Creadores y rapsodas», correspon-diente al capítulo séptimo de Perú, retrato de un país adolescente (1958), ensayo en el cual Sánchez disecciona con penetrante ironía los para-digmas y los lugares comunes acerca de la identidad cultural peruana.

12-Aurelio Miró Quesada (Lima, 1907-1998): «La que llaman garúa en esta tierra» (20 temas peruanos, 1966). El periodista e historiador Aure-lio Miró Quesada Sosa estableció con su laureado libro El Inca Garcilaso de la Vega (1945), un estilo biográfico que logra penetrar con acier-to en el detalle intimista y la actividad cotidiana de los personajes. El volumen 20 temas peruanos (1966) comprende una serie de artículos aparecidos en el diario El Comercio en setiembre de 1952. El ensayo «La que llaman garúa en esta tierra» hace una minuciosa investigación del origen de este vocablo y lo que representa para la vida diaria limeña desde los días de la conquista española.

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Estos ensayos enfocan la peruanidad desde distintas premisas y distintas disciplinas, pero coincidiendo en ayudarnos a profundizar sobre sus rasgos fundamentales.

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Jorge Basadre

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Jorge Basadre(Tacna 12-II-1903-Lima 29-VI-1980):

El más renombrado historiador del Perú republicano fue uno de los protagonistas del movimiento por la reforma universitaria en los claustros de San Marcos en 1919. Jorge Basadre Grohmann obtuvo el doctorado de Letras en 1928 con un trabajo notable: Contribución al estudio de la revolución social y política del Perú durante la República; obra retocada y ampliada para su publicación bajo el título Iniciación de la República (1929-1930).Aunque se graduó y tituló como abogado, su vocación fue siempre la investigación documental y la docencia. Inició en San Marcos su cátedra de Historia de la República en 1929, a los 26 años de edad. Colaboró brevemente con la revista Amauta de José Carlos Mariá-tegui (1926-1929) y en 1931 prestó apoyo al grupo Acción Republi-cana, que lanzó la candidatura presidencial de José María de la Jara y Ureta. Siguió estudios superiores de bibliotecología en los EE UU (1931); y de especialización en investigación histórica en Alemania y España (1932-1935).De regreso en el Perú, ejerció cátedras de su especialidad en San Marcos y la Universidad Católica y fue profesor de la Escuela Militar (1941-1945). Luego que un incendio destruyera la Biblioteca Nacio-nal el 9 de mayo de 1943, fue nombrado director y realizó una enco-miable labor de reorganización y modernización, incluyendo la fun-dación de una Escuela de Bibliotecarios. Fue ministro de Educación Pública del presidente Bustamante y Rivero (28-VII a 11-X-1945) y al concluir dicho gobierno fue nombrado director del Departamento de Relaciones Culturales de la Unión Panamericana (1948-1950). Durante el segundo gobierno de Manuel Prado fue nuevamente mi-nistro de Educación Pública (1956-1958).La obra histórica de Jorge Basadre dista mucho de ser solamente descriptiva. Aporta una preocupación por el ahondamiento de la

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identidad nacional y brinda una mirada optimista sobre su futuro en base a los valores que dicha identidad representa.Su obra principal es la Historia de la República, publicada en 1939 como un solo volumen, que llegó a tener 16 volúmenes (más uno de bibliografía) en 1968, que abarca los años 1822-1933. Otros libros importantes suyos son:-La multitud, la ciudad y el campo en la historia del Perú (1929, 1947 y 1981); -La iniciación de la República (1929-1930); -Perú, problema y posibilidad (1931; 1978 con “algunas reconsidera-ciones 47 años después”); -La promesa de la vida peruana (1943 y 1958); -El conde de Lemos y su tiempo (1945 y 1948); -La vida y la historia (1975 y 1981, revisado). El ensayo seleccionado para la presente antología, «Panorama de la formación histórica del Perú», es el capítulo segundo del libro Perú, problema y posibilidad (1931). En este texto Basadre entrega una sín-tesis del surgimiento del Perú como nación, con sus grandezas, debi-lidades y singularidades.

Jorge basadre

PanoraMa de la forMación Histórica del Perú

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PANORAMA DE LA FORMACIÓN HISTÓRICA DEL PERÚ1

Perú, problema y posibilidad, 1931Jorge Basadre

El terrenoDurante largo tiempo se vio en los Incas a los autores de la civilización

peruana. A principios del siglo XX ha venido recién a divulgarse por los descubrimientos hechos de restos, en gran parte subterráneos, de épocas anteriores, que mucho debieron los Incas a otras culturas. Fueron numero-sas estas culturas pre incaicas: probablemente, vinculadas a Centro Améri-ca, descendieron de norte a sur, si bien su orden de arribada y sus radios de expansión aún no pueden ser exactamente determinados. Las esculturas, los tejidos, los vasos revelan la habilidad de sus artífices; la riqueza de idio-ma, hace ver la cultura de sus clases superiores; los dibujos de los vasos y de las telas informan de una fuerte jerarquía social.

De esta época anterior sólo quedan ciertas formas de la economía a base de la colectividad agraria, asombrosos monumentos megalíticos, pe-queños cacharros con dibujos y representaciones a veces admirables por su colorido o su expresión, casi ninguna tradición. Periódicamente se re-nuevan las convicciones de los arqueólogos sobre dicha época: lo que se estudió un año resulta luego trasnochado y recientemente, por ejemplo, al elenco de las civilizaciones primitivas se ha incorporado la antiquísima Paracas, cuyas momias tienen telas que alcanzarían altísimos precios en las tiendas de París o Nueva York. De los Incas quedan muchas ruinas, entre ellas, según creen muchos, una parte de la población autóctona; bastantes

1 El ensayo seleccionado para la presente antología, «Panorama de la formación histórica del Perú», es el capítulo segundo del libro Perú, problema y posibilidad. Librería Francesa F. y A. Rosay, Lima, 1931; pp. 8 a 24. Las demás notas a pie de página pertenecen al autor.

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artefactos, aunque, por cierto, no los más ricos; una leyenda suntuosa en la que hay elementos míticos y providenciales y elementos auténticos (la minuciosa utilización administrativa del hombre, el socialismo de Estado) que hoy parecen igualmente inverosímiles.

Una superposición de comunidades agrarias, resultado de larga evo-lución, al lado de un socialismo de Estado creado por los hombres: tal la síntesis del Incario según el profesor francés Baudin. Sobre un territorio inmenso, heterogéneo, parcelado, abrupto, en gran parte pobre, favorable, en suma, al regionalismo y al conservadurismo, se construyó este Imperio centralizador. Ninguna civilización de la antigüedad tuvo a su disposición medios tan mezquinos. La dificultad de encontrar los elementos de vida creó los andenes, las terrazas, las obras de irrigación, el sentido de obedien-cia y de sobriedad en el labriego. Imperio singular donde el hombre era una simple pieza de la máquina estatal y, al mismo tiempo, era paternalmente protegido en su bienestar y en su salud; en las provincias sometidas queda-ban los mismos curacas y, a veces, la misma religión pero con la piel de los que se sublevaban se hacían tambores; se ignoraba la escritura y se llevaba una impecable estadística; el trabajo era un medio y no un fin; no había mi-seria pero tampoco había posibilidad para gran enriquecimiento; la produc-ción, el reparto y el consumo de la riqueza hallábanse controlados dentro de una población jerarquizada; estaban clausuradas las perspectivas para la ambición, la avaricia, y el espíritu de iniciativa. Imperio que evoca al Egipto y a la China por el funcionarismo, el agrarismo y el carácter divino del so-berano; a Persia por la suntuosidad monárquica; a Roma por el espíritu de predominio y de expansión; a Inglaterra por la capacidad de adaptación y asimilación; a Alemania pre-guerra por el carácter del emperador; a Rusia soviética por la obligación general de trabajo y por la supervigilancia del Estado en las relaciones sociales2.2 «La realidad peruana prehispánica esencialmente rural y las doctrinas socialistas nacidas del indus-

trialismo están separadas por poderosos factores de orden técnico y de civilización; el Incario era un gobierno de dominadores y el socialismo en sus más extremas formas quiere crear un gobierno de productores; el régimen incaico estaba basado en una diferenciación rígida y por ello en una desigualdad efectiva simbolizada en el hecho de que ningún súbdito podía presentarse ante el Inca sino llevando una carga al hombro, resultando el trabajo y el bienestar del pueblo, producto de conveniencias administrativas y políticas y no de una norma genérica de justicia como quiere el

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Dentro de la primitiva comunidad agraria que no era sino el clan fijado en el suelo, la casa y sus utensilios eran de propiedad individual; los bosques y pastales, bienes comunes; las tierras de cultivo se repartían cada año. Los Incas utilizaron esta organización y la generalizaron. Funcionarios especia-les avaluaban lo necesario para la subsistencia del labriego y su familia y el excedente en la tierra y sus productos lo dedicaban al Sol y al Inca, es decir a la Iglesia y al Estado. El consumo quedó limitado al mínimum de existencia. No se podía guardar una parte arbitraria de lo producido, ni agrandar la casa, ni tener joyas, ni hacerse llevar en hamacas, ni poseer una tropa de llamas sin autorización del Inca; eso era privilegio concedido por especiales servicios o favores. Para el Sol y el Inca no sólo había que dedicar el excedente de lo producido; había que cultivar las tierras a ellos asignadas y cumplir trabajos o impuestos previamente fijados. Los funcionarios distri-buían año a año las materias primas: pieles, lanas, algodón costeño, fibras de la «cabuja» forestal, para sandalias, vestidos, cuerdas, armas. Designa-ban también quiénes debían ir a las minas, servir a los nobles y funcionarios, construir o reparar los edificios públicos, hacer o limpiar los caminos.

El excedente de la producción servía para la manutención de la casta superior civil o religiosa y para la formación de un fondo de previsión social. A la vera de los caminos, almacenes especiales, albergaban este exceden-te. Las sequías, los incendios, los terremotos, las guerras atenuaban así su

socialismo; la casta de los Incas, de los orejones, de los curacas, de los sacerdotes formaban una gran cantidad de zánganos incompatibles con los ideales del socialismo; la absorción absoluta del individuo llegaba hasta a privarlo de su libertad para escoger su trabajo, libertad que es capital dentro del socialismo cuyo afán es la igualdad en la iniciación. La producción estaba entonces estacionariamente regida por leyes fijas, como la de los artesanos o de los siervos de la Edad Media, en tanto que ahora aumenta siempre con el cambio y la llamada libre concurrencia, que tantas ganancias inmoderadas da al capitalismo. Pero sobre estas diferencias hubo la de orden colectivo y psíquico; si el socialismo es un producto esencialmente científico y técnico, la mentalidad indígena estaba muy alejada de la mentalidad moderna a causa de aquella supervivencia de los rezagos pri-mitivos. Y abandonando la comparación engañosa entre un régimen exótico y lejano e ideologías aún inaplicadas íntegramente, es allí donde hay que buscar sobre todo el origen del fácil éxito de los españoles: en la supervivencia de la mentalidad primitiva. Y también en el carácter de yuxta-posición con que se extendió el Imperio y en el carácter absorbente que tuvo el Estado no tanto en el plano económico que era producto de una realidad muchas veces anterior a los Incas con vitalidad comprobada por la supervivencia del ayllu hasta nuestros días sino en el plano individual, estadístico, administrativo y político que fue derrumbado casi por entero con increíble facilidad». (J. Basadre. La multitud, la ciudad y el campo en la Historia del Perú. Imp. Rivas Berrio, Lima, 1929, p. 21.)

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maleficio. Con la moderación en los deseos del consumidor y con la acu-mulación de las reservas, la economía peruana tuvo una asombrosa solidez.

Tal organización es sólo posible dentro de una colectividad sin sed de libertad, de poder o de riqueza con un cuerpo numeroso de funcionarios concienzudos, premunidos de precisas estadísticas. Repartido el imperio en cuatro regiones, las familias se dividían en grupos de 5, 10, 50, 100, 500, 1000, 10 000, 40 000 con sus respectivos jefes de jerárquica gradación. Para mantener esta distribución y utilización de cada individuo, nadie podía via-jar sin permiso, existiendo en cambio la costumbre de los viajes forzosos para poblar o pacificar determinadas regiones; y en el vestido había señales para ubicar a cada sujeto. Ignorantes los Incas de la escritura, cordeles con nudos y de colores diferentes realizaban esa estadística extendida no sólo a los hombres sino a los animales, los productos agrícolas, los tributos, etc. Una red de caminos admirables a través de arenales, quebradas, cerros, bosques y ríos, con escaleras, muros y puentes cómodos, construidos no obstante de que los indios ignoraban la rueda y no tenían otro animal de transporte que la llama, servían para la rapidez en la interrelación dentro del Imperio.

Tal, el señorío de los Incas. Mejor que los chasquis que en uno de los tambos de los caminos recibían el mensaje sagrado para llevarlo fielmente hasta el otro confín del territorio, cada Inca había continuado y completa-do la obra del anterior. Emergido recién en el siglo XI, el Incario después de una etapa de lucha, de crisis, de avance había superado la mera dominación feudal sobre las comarcas vecinas y su expansión majestuosa, iniciada en el siglo XIV había llegado al apogeo en el siglo XV3.

El aluviónCuando la socialización incaica estaba en vías de consumarse y cuando,

al mismo tiempo, por la extensión desmesurada del imperio, se anunciaba el peligro de la división entre Cusco y Quito, análoga a la de Roma y Bizancio,

3 Han sido resumidos aquí los trabajos de Baudin, de Trimborn en la revista Anthropos y algunas constataciones de los mejores cronistas: Santillán, Polo de Ondegardo, Cieza de León.

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llegó Pizarro. Por su ignorancia del cristianismo, de la escritura, del dinero, del hierro, de la rueda, de la pólvora, de la monogamia, de muchas plantas y animales, los indios aparecieron como bárbaros ante los españoles. Por su destrucción de andenes, caminos, terrazas, templos, ciudades, graneros y tributos; por su rapiña, su crueldad, su lascivia y hasta su superioridad gue-rrera, los españoles aparecieron como bárbaros ante los indios. La victoria de los españoles fue fácil. La favorecieron la mentalidad semiprimitiva de las masas indígenas; la ignorancia en que vivían acerca de los blancos; el tipo absorbente del Estado incaico para el que fueron fatales la discordia intestina y la prematura prisión del Inca; la disciplina organizada de los soldados españoles; la superioridad de las armas de fuego, de las armadu-ras, de las espadas, de las lanzas y de los caballos; la conciencia nacional y religiosa que uniformaba a los conquistadores; y su finalidad resuelta y predeterminada. Tales factores lograron superar los obstáculos resultantes de un número irrisorio, de su ignorancia del territorio y de la extensión y dificultades de su empresa.

La destrucción del edificio político creado por los Incas, los postreros combates con sus defensores, el trato inhumano a los indios, las discordias entre los conquistadores para el mejor reparto del botín inaudito, la venida de aventureros ante la fama del Perú riquísimo, la fundación de ciudades, los primeros trasplantes de los cultivos y de los animales europeos marcan la fisonomía de la Conquista. Los hombres que se han impuesto sobre tanta gente y tanto territorio en tan breve tiempo, son súbditos fieles de un reino que acaba de unificarse bajo una coacción monárquica que ha suprimido la libertad en lo religioso, lo municipal y lo regional. Y ante los sangrientos episodios de las luchas entre los conquistadores, ante el trato a los indios, ante la consumación del entronizamiento español en el Perú, viene la in-tervención de la metrópoli limitando a los conquistadores políticamente con una finalidad absorbente, porque envía autoridades que ella escoge; y económicamente porque impone la supresión de las encomiendas y del ser-vicio personal. Intereses ávidos, vanidades exacerbadas, ambiciones impe-tuosas, exceso de gente alborotadora hacen que esta labor no se cumpla sin

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nuevas luchas (guerras de Gonzalo Pizarro y Girón). Vencido o aplastado el informe espíritu autonomista, la Corona realiza plenamente sus designios de predominio; pero hace una transacción con los intereses que pretendió mellar porque las encomiendas perduran tres vidas; el servicio personal no queda abolido; la suerte de los indios, tolerable sobre el papel, continúa siendo la triste suerte del siervo. El virrey marqués de Cañete realiza la la-bor de limpieza y profilaxia del terreno, preparando la obra posteriormente edificada definitivamente por el virrey Toledo después de atravesar punas, sierras, quebradas, villorrios, valles y ciudades con un cortejo de juristas y sacerdotes.

El comienzo de la siembraOtras regiones de América presentan, para ventura de ellas, la pobreza

laboriosa arrancando a la tierra con las propias manos del colono modesto el fruto sano; o muestran la actitud beligerante ante el indio temible que puede invadir la plaza de la ciudad y aún el hogar mismo. En el Perú sólo se oye entonces el rumor de fiestas, procesiones, prédicas, plegarias; retórica cortesana y solemne; chasquidos de látigos y jadear incesante del negro y del indio en la hacienda y la mina. Temblores y piratas marcan lo único extraordinario en aquella vida. Hay una consonancia simbólica entre ella y Lima, la capital del Virreinato, hecha de adobe con un cielo opalino que ignora las tempestades.

El siglo XVII, el siglo de la Austria fue religioso y sombrío. La golilla, el cabello en guedejas, el ferreruelo en los hombres y el guardainfante y el verdugado en las mujeres. Santos, milagros, apogeo de la Inquisición. Esplendor del Virreinato a causa de su extensión inmensa, del carácter cen-tralizador de Lima en relación con el comercio ultramarino, de la riqueza privada, pues la nobleza peruana aun está en posesión de las encomiendas y los corregidores realizan pingües negocios. En literatura, la influencia itá-lica y clásica y el gongorismo. Intelectualmente, preocupaciones teológicas y retóricas a base de engolamiento, de omnisapiencia, de servilismo. Espa-ñolismo rancio y odio a lo extranjero en las ideas y costumbres. Símbolo

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de este siglo podría ser el virrey conde de Lemos, suntuoso, austero, duro y piadoso.

En el siglo XVIII, el siglo de los Borbones fue distinto. Cabe subdividir en él el período de la lucha contra el comercio ilícito y el período de las reformas administrativas y territoriales que coinciden con los primeros atis-bos de la inquietud libertaria. En la moda, las pelucas, los rostros rasurados, el minué, los redingotes, los cabriolés, los sombreros a la Chamberg o a la Beauvau. En lo religioso, la expulsión de los jesuitas, el desprestigio de la Inquisición, el espíritu licencioso acentuado en el clero. El Virreinato divi-dido con la creación de Nueva Granada y Buenos Aires y con la creación de las Intendencias. Económicamente los navíos de registro, el contraban-do en gran escala, el libre comercio. En literatura, el afrancesamiento, el racionalismo, el prosaísmo, el incipiente cientificismo, los primeros perió-dicos. Decadencia en la nobleza y en la vida social por la extinción de las encomiendas y ascensión de enriquecidos, de burgueses, de comerciantes. Galantería en la vida intersexual: aparición de la «cortesana». Amor in-cipiente a lo extranjero, sobre todo a lo francés en las ideas y costumbres. Definición neta de lo criollo. Virreyes de menores blasones, de moralidad administrativa a veces sospechosa, de vida privada a veces «non sancta»: O’Higgins, antiguo tendero, Castelfuerte, Amat; simples militares o fun-cionarios.

En los últimos años del siglo XVIII surge la sublevación de Túpac Ama-ru que es la más importante de una serie de asonadas indígenas contra los abusos españoles. Túpac Amaru era inteligente y culto; pero por desgracia, para gran parte de las indiadas que lo secundaron, la rebelión no fue sino un acto reflejo, un producto de la desesperación, sin plan fijo, con crueles tendencias antiblancas y anticriollas, una rebeldía contra la civilización; y, lo que es peor, las diferencias bélicas de las huestes de Túpac Amaru dieron la victoria a los españoles, eficazmente secundados por algunos caciques indígenas y por los criollos.

Túpac Amaru y quienes lo antecedieron y le sucedieron en su gesto heroico tenían primordialmente un significado campesino e indigenista;

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la Emancipación fue la resultante de una obra urbana y criolla. Se anun-ció este movimiento con ciertas inquietudes nacionalistas y culturales en la «elite» intelectual y cortesana de los virreyes; fue ganando terreno a medida que se supo lo ocurrido en Francia y en Norte América; se redujo a charlas de conciliábulo, a planes vagos, a descontento sordo que el es-pionaje, las represiones y las delaciones hicieron más taimado; ejércitos salidos del Perú, en tanto, defendían a veces victoriosamente a la metró-poli combatiendo contra los «insurgentes»; se impuso la energía y el tino del virrey Abascal. Por ingeniosos medios de claves, conductos indirectos y mensajeros heroicos, los patriotas de Lima, entre los que descuella el aristócrata Riva-Agüero, se ponen luego a pesar de todo, en contacto con San Martín.

Los americanos no se sublevaron en los años de la decadencia de la di-nastía de los Austria ni aún durante la guerra de la sucesión de la corona es-pañola. Tampoco apoyaron la campaña marítima que realizaron Inglaterra y Holanda contra España ni aprovecharon de ella. Es que, en primer lugar, el contacto con el resto del mundo les estaba vedado y la lejanía aumen-taba el relieve de la monarquía porque impedía conocer la degeneración o la estulticia de la familia real. Al rígido fidelismo político, trasplantado de España, se unía la influencia del catolicismo dentro de la sociedad y el Es-tado, en la vida privada y en la vida pública, predicando el respeto y la obe-diencia a la metrópoli y al rey. A fines del siglo XVIII comenzó a divulgarse entre los americanos ese contacto con el resto del mundo. Vino la crítica al sistema comercial vigente dentro del cual las colonias eran dependencias para enriquecer a la metrópoli y por eso no podían hacer competencia a ella; estaba dentro de la capacidad y el deber del rey regir el tráfico prescin-diendo del interés del comerciante; la riqueza se medía no por el volumen del comercio sino por la circunstancia de hacerse en barcos del país, con bandera nacional. El régimen liberal que implantó el gobierno de Carlos III aumentando el tráfico de libros, suscitando la reforma de los estudios en las colonias, expulsando a los jesuitas, contribuyó a abrir nuevas perspectivas. La independencia de los Estados Unidos vino a dar la elocuente lección

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de que era posible aplicar con éxito el principio de que los colonos tienen derecho a gobernarse y el principio de que el gobierno se basa en el bien de los gobernados. La Revolución Francesa y sus precursores divulgaron en forma más elevada y fascinante los mismos principios de libertad, igual-dad y fraternidad. Habían sido los criollos o blancos nacidos en América apartados cuidadosamente de todo cargo público, sintiéndose ellos muchas veces intrínsecamente superiores a quienes los gobernaban enviados desde Madrid; los mestizos eran tenidos como raza despreciable e inferior, mien-tras la suerte del indio era la triste suerte del siervo. Las visitas de muchos criollos a Europa contribuyeron también eficazmente a revisar las ideas tra-dicionales. Aparecía, sin embargo, como imposible la independencia; y aún en caso de poder vencer los obstáculos terribles que se oponían a ella, se vislumbraba el caos. Pero Inglaterra ofreció una base de apoyo económico y moral sobretodo al avanzar el siglo XIX cuando su industrialismo necesitó un campo de expansión por el exceso de productos a causa de los progresos de la técnica y de la aplicación del vapor. Y la crisis suscitada sucesivamente por la privanza de Godoy en la real familia, las querellas entre Carlos IV y su hijo Fernando, la intervención de Napoleón, la ocupación de España por las tropas francesas se unió decisivamente a todos estos factores tanto porque desprestigió, dañó e inutilizó a la monarquía como porque, empe-ñado el pueblo español en su lucha contra Napoleón, se hizo imposible el envío de ejércitos a América. Por otra parte, el triunfo de los criollos sobre los ingleses cuando éstos intentaron la ocupación de Buenos Aires en 1806, dio otro motivo de orgullo y de confianza a los americanos en general.

La Independencia de América fue así un solo hecho surgente en fechas iguales y dentro de condiciones análogas, modificado apenas por las carac-terísticas locales. Por el mayor enraizamiento de la tradición colonial, por la mayor abundancia de funcionarios, nobles y comerciantes prósperos dentro del régimen vigente, por las condiciones excepcionales que supo desple-gar el virrey Abascal, el Perú no sólo resultó el país menos movido por la conmoción libertadora sino el paladín de la resistencia colonial. Fueron necesarias las intervenciones argentina, chilena y colombiana para libertar

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al Perú. Ello no debe abochornar ahora porque evidentes circunstancias lo explican. Y así pudo evidenciar América que en sus grandes crisis y en sus grandes problemas, es necesaria la unidad continental.

Llega la expedición argentino-chilena. Desembarco, avances, infiltra-ción por la sierra, propagación vertiginosa de la nueva fe, negociaciones frustradas (San Martín, monárquico, sobre la base del Perú independiente con un príncipe español; pero la oligarquía de generales españoles, intran-sigente). Ocupación de Lima. Se jura la Independencia. Pero mientras la sierra ─¡simbólico hecho!─ no esté ocupada, la campaña no ha conclui-do; ocurren reveses para los patriotas; San Martín mira frustrado su ensue-ño monárquico, en peligro la disciplina e inminente la venida de Bolívar y se aleja, abnegado y sereno. En el Perú deben confluir las dos corrientes emancipadoras americanas, la rioplatense y la colombiana y viene Bolívar y vence a la anarquía interna y a los españoles. De un lado, es implacable con la aristocracia aún españolizante; de otro lado, detiene a la demagogia; ese es su rol político en el Perú. Con la capitulación de Ayacucho y del Callao, concluyen los hechos cuya conmemoración merece la fiesta; se suceden entonces hechos cuya conmemoración merece el duelo. Los héroes de la Ilíada emancipadora muestran las corruptelas de los personajes bizantinos. Al caudillaje de Bolívar que ansía crear una paz jerárquica y la Federación de los Andes, reemplazan y vencen en nombre de un nacionalismo limita-do, caudillajes menores.

Pero la república ha empezado. Júntase en ella, de resultas de una evo-lución parcial, supervivencias precoloniales, supervivencias coloniales y supervivencias de la Emancipación.

La topografía social peruana al concluir la IndependenciaSupervivencias coloniales. ─ Al impulso emancipador, tanto por la falta

de coherencia y de precisión en las miras de sus representantes, como por el predominio que tomó el aspecto militar de los acontecimientos, le faltó continuidad, energía, integridad. Al iniciarse la República, supervivieron por eso, en primer lugar, las bases generales de la vida social. Continuó la división de castas; si bien algunos españoles se retiraron a Europa, sus hijos

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peruanos fueron junto con los vástagos de la nobleza netamente criolla, los elementos más importantes de la vida de los salones; el régimen de la familia continuó sin alteración; los indios siguieron siendo «el barro vil con que se hace el edificio social»; los negros continuaron como gente anexa a las viejas casonas y a las grandes haciendas costeñas. El clero conservó su rol de dueño de la vida espiritual de las clases acomodadas como de las clases populares, premunido, además, de privilegios y fueros; aunque dismi-nuyó en mucho el afán misionero en la región amazónica y el boato de los conventos.

Los organismos políticos fueron modificados: ya no el Virrey sino el Pre-sidente, ya no las Audiencias sino la Corte Suprema, ya no las Intendencias sino los Prefectos, ya no los Cabildos sino las Municipalidades (salvo en las Constituyentes de 1834 y 1839). No eran exactamente idénticos en sus atribuciones los funcionarios mencionados; pero eran análogos. Lo que sí quedó con ese carácter idéntico fue la superioridad jerárquica de Lima, la predominante importancia de la costa. Además, como no había tradición de buena administración, el desorden se hizo más fácil en la República, al perderse el control que la metrópoli y sus directos mandantes representa-ban. Quedaron también el expedienteo voluminoso, la tramitación larga, la morosidad burocrática. Quedaron, por último, acentuándose, la em-pleomanía, la búsqueda de honores y sinecuras.

Desde el punto de vista legislativo, se nota que el esfuerzo de la Re-pública fue en la época inicial netamente constitucionalista, contrastando la exuberancia en lo que respecta a Constituciones, con la falta de codifi-cación. Por ello, ya que los proyectos presentados por el Presidente de la Corte Suprema, Vidaurre, no fueron aprobados y los Códigos trasplantados por Santa Cruz tuvieron la fugacidad de la Confederación Perú-Boliviana, la legislación colonial continuó prácticamente hasta 1852. Desde el pun-to de vista económico, hay que anotar que la agricultura continuó en el mismo estado, aunque desmejorada por el problema de los brazos; y que la minería, fuente primordial de la prosperidad colonial, entró en un período de franca decadencia por la destrucción de las minas de Pasco, por la aboli-ción de las mitas, por la falta de impulsos técnicos y por la carencia de bra-

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zos. El régimen de las contribuciones con las breves alteraciones impuestas por el cambio de régimen ─supresión de monopolios, etc.─ permaneció idéntico; porque apenas si para reformarlos hubo el decreto de San Martín pidiendo datos a los administradores regionales y estableciendo un premio para quien presentara el mejor plan de Hacienda Pública, decreto que no llegó a cumplirse.

Igualmente, cabe señalar de inmediato que no hubo solución de conti-nuidad entre la educación colonial y la educación republicana. Perduraron el analfabetismo en las masas, la tendencia clásica y formalista en la ins-trucción en todos sus grados, el alejamiento de la orientación técnica, el régimen de los colegios universitarios, el descuido en la preparación de la mujer.

Se ha visto anteriormente que, inmediatamente después de la conquis-ta, la corona española quiso limitar a los conquistadores privándolos de su intervención en el gobierno y de sus privilegios desmedidos sobre la tierra y los labriegos. Ante la formidable resistencia que por medio de la violencia opusieron los conquistadores, la corona o sus emisarios optaron por de-jarles el feudalismo económico, haciéndoles perder sólo el poder político. Este régimen de dominio económico ─latifundio, servidumbre─ perduró aún cuando al cabo de tres vidas, quedaron extinguidas las encomiendas. También perduró este régimen, dentro de la Emancipación y la República.

Supervivencias pre-coloniales.─ A pesar de las largas centurias de do-minación española, había aún algunos rezagos pre-coloniales. Ellos eran, sobre todo, de carácter rural en las comarcas del interior. No debe omitirse el ayllu o comunidad que, aunque sin el vínculo totémico, supervive como único testigo de todas las alternativas por las cuales ha pasado el Perú desde los más remotos tiempos. Por consecuencia, la inmovilización de la vida en parte ─hay que subrayar estas palabras «en parte»─ de la tierra peruana, implicaba así mismo la inmovilización del régimen de la familia.

Además, otras supervivencias precoloniales existían en la religiosidad indígena, cuyo catolicismo estaba teñido con elementos idolátricos y an-cestrales.

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Factores aportados por la Emancipación.─ La Emancipación había crea-do, sobre todo, un poderoso ejército. Se ha dicho, con razón, que la Inde-pendencia fue de ejércitos más que de pueblos y que la libertad fue una libertad de caudillos. El ejército implicaba la más poderosa de las fuerzas sociales. Implicaba, así mismo, un seguro germen de trastornos por la in-disciplina invívita en los elementos adventicios que lo constituían; por la prolongación de la guerra con España que había ya dado origen a tras-tornos y a rencillas; y por la idiosincrasia criolla. Además, la presencia en territorio peruano de fuerzas colombianas daba lugar a celos nacionalistas; sentimientos análogos debían surgir ante la creación de Bolivia cuyo terri-torio no reunía las condiciones que requiere un verdadero Estado y cuyos vínculos con el Sur del Perú eran muy hondos.

Otro factor aportado por la Emancipación que influyó en la República fue el carácter netamente urbano y no rural, burgués o criollo y no indíge-na que dicho movimiento tuvo.

En los aspectos relacionados con el comercio, los extranjeros, la ad-ministración y las ideas, no deben omitirse: la venida de ingleses y yan-quis ─sobre todo─ mediante la cual pronto, al amparo de la legislación republicana, que poco a poco fue destruyendo las barreras coloniales, los extranjeros asumieron el control del comercio y de las vías de transporte; la predominante influencia de las ideas francesas, muchas veces importadas a través de quienes las imitaban o trasegaban en España; la brusca decla-ración de todas las libertades, salvo la libertad de cultos; la división de poderes; la tendencia a seguir el sentido que tomaba la civilización europea en todas sus formas, con las limitaciones impuestas por las diferencias del medio y por la desfavorable posición en que geográficamente estaba colo-cado el Perú.

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Raúl Porras Barrenechea(Pisco 23-III-1897 – Lima 27-IX-1960)

Historiador y diplomático formado en la Universidad Nacional Ma-yor de San Marcos, en su juventud fue integrante del movimiento reformista de 1919 y del Conversatorio Universitario que junto con Jorge Guillermo Leguía, Luis Alberto Sánchez y otros estudiantes de Letras intentó sentar las bases de un nuevo enfoque de nuestra historia republicana. Siendo todavía universitario se incorporó al Ministerio de Relacio-nes Exteriores como secretario del ministro Melitón Porras (1919). Integró la delegación peruana que cauteló la realización del plebis-cito de Tacna y Arica (1924) y redactó la fundamentación de la po-sición peruana presentada a la Comisión Especial de Límites sobre las fronteras norte y sur del territorio de Tacna y Arica (4 tomos en 3 vols., 1926-1927).Graduado como doctor en Letras y Derecho ejerció la cátedra de Fuentes Históricas Peruanas e Historia de la Conquista en San Mar-cos y la Universidad Católica. Interrumpió por breves períodos su labor docente para cumplir misiones diplomáticas en el exterior. Fue nombrado embajador en España en 1948-1949 y a su regreso asumió la dirección del Instituto de Historia de la Facultad de Le-tras de la UNMSM, cargo desde el cual organizó con gran suceso el I Congreso Internacional de Peruanistas (1951). Elegido senador por Lima en 1956, ejerció la presidencia de su cámara antes de ser desig-nado ministro de Relaciones Exteriores (2-IV-1958 a 12-IX-1960). Presidiendo la delegación peruana en la Conferencia de Cancilleres Americanos efectuada en San José de Costa Rica (1960) que debía examinar la propuesta estadounidense de adoptar sanciones diplo-máticas contra el gobierno revolucionario cubano, defendió con bri-llantez e hidalguía el principio de no intervención.Su amplia obra como autor y como documentalista aportó un en-

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foque renovador del concepto de peruanidad, considerando parte de este proceso la rebeldía hacia la corona española y la vocación de mestizaje con la cultura indígena que caracterizó a los primeros conquistadores.Entre sus libros más importantes podemos mencionar:-Historia de los límites del Perú (1926), -El Congreso de Panamá, 1826 (1930); -Crónicas perdidas, presuntas y olvidadas sobre la Conquista del Perú (1951); -Mito, tradición e historia del Perú (1951); -Fuentes históricas peruanas (1954); -Tres ensayos sobre Ricardo Palma (1954); -El Inca Garcilaso en Montilla (1955);-Colección de Documentos Inéditos para la Historia del Perú 1529-1538 (1959).El ensayo escogido para la presente antología «Oro y leyenda del Perú», fue escrito por Porras como prólogo para un libro documental e iconográfico sobre metalurgia precolombina peruana publicado por Manuel Mujica Gallo, Oro en el Perú. Obras maestras de orfebrería preincaica incaica y de la época colonial (1959). En él dilucida con gran erudición y talento expositivo el origen del mito áureo del antiguo Perú y la importancia real que tuvo la explotación de este metal en cada etapa de la historia del Perú.

oro y leyenda del Perú

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ORO y LEyENDA DEL PERÚ4

El legado quechua, 1935Raúl Porras Barrenechea

La leyenda áureaUn mito trágico y una leyenda de opulencia mecen el destino milenario

del Perú, cuna de las más viejas civilizaciones y encrucijada de todas las oleadas culturales de América. Es un sino telúrico que arranca de las entra-ñas de oro de los Andes. Millares de años antes que el hombre apareciera sobre el suelo peruano, dice el humanista italiano Gerbi, el futuro histórico del Perú estaba escrito con caracteres indelebles de oro y plata, cobre y plomo, en las rocas eruptivas del período terciario. Los agoreros astrólogos egipcios, los shamanes indios o los sacerdotes taoístas de la China misterio-sa e imperial habían establecido ya, milenios antes, la supremacía del oro sobre los demás metales; y el propio desencantado poeta del Eclesiastés re-conoció la plata y el oro como «tesoro preciado de reyes y provincias». Los metales eran semejantes a seres vivos que crecían, como las raíces de los árboles bajo la tierra, y maduraban, diversamente, en las tinieblas telúricas, regidos por los astros y el cuidado de Dios. La plata crece bajo el influjo de la Luna, el cobre bajo el de Venus, el hierro bajo el de Marte, el estaño bajo el de Júpiter y el plomo, pesado y frío, bajo el de Saturno. Pero sólo el oro, que recibe del Sol sus buenas cualidades, que no se menoscaba, ni carco-

4 El presente ensayo de Raúl Porras no formó parte de una obra publicada en vida por el autor. Tuvo como finalidad servir de Prólogo al libro de Manuel Mujica Gallo, Oro en el Perú. Obras maestras de orfebrería preincaica incaica y de la época colonial (Recklinghausen. Verlag Aurel Bongers, 1959). En forma póstuma ha sido incluido en una colección de ensayos titulada Indagaciones peruanas. El le-gado quechua (UNMSM, Lima, 1999, pp. 321-364), perteneciente al tomo I de las Obras completas que publican el Instituto Raúl Porras Barrenechea y el Fondo Editorial de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.

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me, ni envejece, es el símbolo de la perfección y de la pureza y emblema de inmortalidad. El plomo y los demás metales que buscaban ser oro son como abortos, porque todos los metales hubiesen sido oro ─dice Ben Johnson─ si hubiesen tenido tiempo de serlo. Pero, el oro, a la par de su primacía solar y su poder de preservar del mal y de acercar a Dios, implica, en la hierofanía del Cosmos, un azaroso devenir en el que juegan los agentes de disolución y dolor y en que se retuerce un sentimiento agónico de muerte y resurrección. Es el destino azaroso de este «pueblo de mañana sin fin», de este «país de vicisitudes trágicas», que vislumbró el poeta español García Lorca cuando dijo: «¡Oh, Perú de metal y de melancolía!».

Todos los mitos de la antigüedad sobre riquezas fabulosas y las aluci-naciones de la Edad Media sobre islas afortunadas o regiones de Utopía y ensueño y todas las recetas arcanas y la experiencia mágico-religiosa de los alquimistas medioevales para trasmutar los metales en oro, se esfuman y languidecen en el siglo XVI, ante el hallazgo de asombro del imperio de los incas y de los tesoros del Coricancha. Pudo decirse que en la imaginación de los filósofos que soñaron la Atlántida o de los cosmográfos y pilotos que buscaban el camino de Cipango, hubo ya una nostalgia del Perú. Pizarro es el único argonauta de la historia que le tuerce la cabeza al dragón invenci-ble que custodia el Toisón de Oro y rompe en mil pedazos la redoma de la ciencia esotérica medioeval para obtener la Piedra Filosofal, ya innecesaria. El Perú sobrepasa, con sus tesoros, la fama de la Cólquida y de Ofir. Es el único Vellocino hallado y tangible de la conquista de América. El inca Atahualpa, avanzando en su litera áurea por la plaza de Cajamarca, entre el rutilante cortejo de sus soldados armados de petos, diademas y hachas de oro, o llenando de planchas y vasijas de oro el cuarto del rescate, es el único auténtico Señor del Dorado.

Se explica bien, entonces, las noticias escalofriantes de los cronistas, el asombro europeo de los humanistas, portulanos y gacetas y la hipérbo-le de los poetas e historiadores. Las noticias que llegan del Perú, escribe desde Panamá el licenciado Espinosa al rey, apenas apresado el inca en Cajamarca, «son cosa de sueño». Gonzalo Fernández de Oviedo, que ha visto y palpado durante veinte años, desde Santo Domingo y Panamá, para

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ponerlas en su Sumario de la natural historia de las Indias, todas las riquezas naturales halladas en el Nuevo Mundo, se admira de «estas cosas del Perú» al tocar con sus manos un tejo de oro que pesaba cuatro mil pesos y un grano de oro, que se perdió en la mar, que pesaba tres mil seiscientos pesos, o al ver pasar hacia España tinajas de oro y piezas «nunca vistas ni oídas». Y comenta, venciendo su desconfianza y escepticismo naturales: «Ya todo lo de Cortés parece noche con la claridad que vemos cuanto a la riqueza de la Mar del Sur». El tesoro de los incas del Cusco excede al de todos los botines de la historia: al saco de Génova, al de Milán, al de Roma, al de la prisión del rey Francisco o al despojo de Moctezuma ─dirá maravillado el cronista de los Reyes Católicos─, porque «el rey Atahualpa tan riquísimo e aquellas gentes e provincias de quien se espera y han sacado otros millo-nes muchos de oro, hacen que parezca poco todo lo que en el mundo se ha sabido o se ha llamado rico». Francisco López de Gómara diría: «Trajeron casi todo aquel oro de Atabalipa, e hinchieron la contratación de Sevilla de dinero, y todo el mundo de fama y deseo». Y el padre Acosta, con su seve-ridad científica y su don racionalista, nos dirá en su Historia natural y moral de las Indias: «Y entre todas las partes de Indias, los Reinos del Perú son los que más abundan de metales, especialmente de plata, oro y azogue». León Pinelo, que situaría el Paraíso en el Perú, escribe: «La riqueza mayor del Universo en minerales de plata puso el criador en las provincias del Perú». Y Sir Walter Raleigh, avizorando el Dorado español desde su frustrada ca-becera de puente sajón de la Guyana, en América del Sur, escribiría: Ipso enim facto deprehendimus Regem Hispanum, propter divitias et Opes Regni Peru omnibus totis Europae Monarchis Principibusque longue superiorem esse. [«De ello sabemos que el rey de España es superior a todos los reyes y príncipes de Europa por causa de la abundancia y las riquezas del reino del Perú»] Por las fronteras del imperio español de Carlos V, quien hubiera necesitado para sus guerras riquezas seis veces mayores aún, correría la voz de los tesoros del Perú, que servirían al César español para combatir más ardidamente a Francisco I, Lutero y el Turco y se urdiría el nuevo ensalmo de la fortuna, el nuevo mito del oro peruano, que cristaliza en la mente alucinada del europeo en frases que tientan imposibles o resumen desengaños. Será el

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súbdito francés de Francisco I, quien después de leer en un pequeño folleto titulado Nouvelles certaines des îles du Pérou, publicado en Lyon en l534, la lista de los objetos y planchas de oro traídos del Perú, gruñirá su sorpresa o su ironía en dichos como el de Gagner le Pérou que vale por una utopía o fortuna irrealizable, o el de Ce n’est pas le Pérou ante la mezquindad de un propósito defraudado. O será el epíteto de «perulero», aplicado por los pícaros de Sevilla y por el teatro del siglo de oro a los indianos enriquecidos a los que se iba a desplumar, o acuchillar la bolsa, al desembarcar en la ría; o el hiperbólico «Vale un Perú», que trasciende la euforia de un mediodía imperial en la historia del mundo y que ha recogido el poeta peruano J. S. Chocano en su estrofa altisonante:

¡Vale un Perú! Y el oro corrió como una onda ¡Vale un Perú! Y las naves lleváronse el metal;

pero quedó esta frase, magnífica y redonda, como una resonante medalla colonial.

Paisaje ascético, entraña del oroAmérica precolombina desconoció el hierro, pero tuvo el oro, en un

mundo regido, según Doehring, por el terror y la belleza. En toda Amé-rica hubo, en la época lítica y premetalúrgica, oro nativo o puro que no necesitaba fundirse ni beneficiarse con azogue, en polvo o en pepitas o granos que se recogían en los lavaderos de los ríos o en las acequias; pero se desconoció, por lo general, el arte de beneficiar las minas. «La mayor cantidad que se saca de oro en toda la América –dice el padre Cobo– es de lavaderos». Decíase que el oro en polvo era de tierras calientes. Pero la veta estaba escondida en las tierras frías y desoladas, en las que el oro, mezclado con otros metales, necesitaba desprenderse de la piedra y «abrazarse» con el mercurio, como decían los mineros, con simbolismo nupcial. El oro y la plata encerrados en los sótanos de la tierra se guardaban, según los antiguos filósofos —y según recuerda el Padre Acosta—, «en los lugares más ásperos, trabajosos, desabridos y estériles». «Todas las tierras frías y cordilleras altas del Perú, de cerros pelados y sin arboleda, de color rojo, pardo o blanque-

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cino ─dice el jesuita, padre Cobo─ están empedradas de plata y oro». Un naturalista alemán del siglo XVIII, gran buscador de minas, dirá que «las provincias de la sierra peruana son las más abundantes en minas y al mismo tiempo las más pobladas y estériles» (Helms). «Se puede considerar toda la extensión de la cordillera de los Andes, en mayor o menor grado, como un laboratorio inagotable de oro y plata». Y lo confirmará, con su estro vidente y popular, el poeta de la Emancipación al invocar en su Canto a Junín como dioses propicios y tutelares, dentro de la sacralidad proverbial del oro:

A los Andes..., las enormes, estupendas moles sentadas sobre bases de oro, la tierra con su peso equilibrando.

Puede establecerse, así, una ecuación entre la desolación y aridez del suelo y la presencia sacra del oro. Y ninguna tierra más desamparada y de soledades sombrías, que esa vasta oleada terrestre erizada de volcanes y de picos nevados, que es la sierra del Perú y la puna inmediata ─«el gran despoblado del Perú», según Squier─ que parece estar, fría y sosegadamen-te, aislada y por encima del mundo, despreciativa y lejana, en comunión únicamente con las estrellas. De ellas brota la tristeza y el fatalismo de sus habitantes ─la tristeza invencible del indio, según Wiener─ y sus vidas «casi monásticas», grises y frías como la atmósfera de las altas mesetas y en las que la felicidad es hermana del hastío. Es casi el marco ascético de renunciamiento y de pureza que, en los mitos universales del oro, se exige por los astrólogos y los hierofantes, para el advenimiento sagrado del metal perfecto, que arranca siempre de un holocausto o inmolación primordial.

El oro argentífero y la plata, su astral compañera, abundaron en todas las regiones de la América prehispánica, aunque no se descubriera sino aquella que arrastraban los ríos o estaba a flor de tierra. El oro asomó, por primera vez, ante los ojos alucinados del Descubridor, como una materiali-zación de sus sueños sobre el Catay y de la lectura del Il Milione en la Isla Es-pañola, ante las riquezas del Cibao, que se pudo confundir, por la obsesión de las Indias, con Cipango. Y surgió, luego, en la isla de San Juan, dando

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nombre a Puerto Rico, y en Cuba. Llegaron, entonces, los gerifaltes de la conquista, poseídos de la fiebre amarilla del oro, que, según el historiador sajón y el donaire de Lope:

So color de religiónvan a buscar plata y oro

del encubierto tesoro.

Surgió más tarde «la joyería» de México, que capturó Cortés, hasta dar con «la rueda grande con la figura de un monstruo en medio», que se robó, en medio del mar, el corsario francés Juan Florín. Sierras y cursos fluviales de la Nueva España estuvieron cargados de oro, por lo que dijo el cronista Herrera que en toda ella «no hay río sin oro». Y el oro surgió, en Veragua y en Caribana, custodiado no ya por toros que despedían llamas o por dientes de dragón sembrados en la tierra, que pudieran vencerse, como en el mito griego, con la ayuda de Medea, sino defendido por caribes an-tropófagos, con clavos de oro en las narices y con las flechas envenenadas, más mortíferas que los caballos y los arcabuces. Los espejismos dorados de Tubinama, de Dabaibe y del Cenú —donde el oro se pescaba con redes y había granos como huevos de gallina—, decidieron las razzias de Balboa y Espinosa contra los naturales de Tierra Firme, abrieron el camino de la Mar del Sur, reguero de sangre que esmaltan las perlas del golfo de San Miguel y las esmeraldas de Coaque. A las espaldas de las Barbacoas, de la región de los manglares y del Puerto del Hambre, donde los soldados de Pizarro cumplen la ascética purificación que exige el hallazgo de la piedra filosofal, según la liturgia del Medioevo, estaba el reino de los chibchas, que domi-naron la técnica del oro, lo mezclaron con el cobre y crearon el oro rojo de la tumbaga, inferior en quilates y en diafanidad al oro argentífero del Perú.

No hay río sin oroEn el Perú primitivo hubo también el oro de los ríos y de las vetas subte-

rráneas. Los primeros cronistas y geógrafos mencionan las minas de Zaruma

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en el Norte, detrás de Tumbes, y las de Pataz, que proveerían a los orfebres del Chimú; y hacia el interior, en Jaén de Bracamoros, Santiago de las Mon-tañas, el Aguarico célebre por sus arenas de oro, el Morona, la tierra de los jíbaros y la de los chachapoyas. En Huánuco, a diez jornadas de Cajamarca —dice la crónica de Xerez—, y en el Collao, hay ríos que llevan gran can-tidad de oro. En la región de Ica debieron existir yacimientos o criaderos de oro en Villacurí, en Guayurí, en Porum y en Nazca; y en la de Apurímac, los de Cotabambas, explotados más tarde. Las minas más ricas, según Xerez «las mayores», eran las de Quito y Chincha; y el cronista oficial Pedro San-cho habla, en 1534, de las minas de Huayna Cápac en el Collao, que entran cuarenta brazas en la tierra, las que estaban custodiadas por guardias del Inca. El oro más puro del Perú fue el del río San Juan del Oro, en Carabaya, que alaban el padre Acosta, Garcilaso y Diego Dávalos y Figueroa, por ser el más acendrado y pasar de veinte y tres quilates. Carabaya es la región aurífera por excelencia del Perú, el último trofeo de su opulencia milenaria. El cuadro geográfico de Carabaya se acomoda, por su adustez y hostilidad, a la mística metalúrgica, porque una inmensa muralla de cerros nevados y ventisqueros separa la altiplanicie, en que se hallan ciudades como Crucero —donde el agua se hiela en las acequias y se recoge en canastas, según don Modesto Basadre— de la región húmeda y tropical, hacia la que descien-den, casi perpendicularmente, por graderías, los ríos que van al Inambari y al Madera, afluentes del Amazonas y que llevan sus aguas cargadas de cuar-zo aurífero. En los valles de Carabaya, donde las lluvias torrentosas arras-tran árboles y tierra formando aluviones inmensos de agua y tierra rojiza, se hallan los lavaderos de oro Huari-Huari y de Sandia, de San Juan del Oro, de Aporoma, de San Gabán, de Challuma, Huaynatacoma, Machitacoma, Coasa, Marcapata y los cerros famosos de Cápac Orco y de Camanti, que alucinó éste último algunos espejismos republicanos. Esta región inmise-ricorde, azotada por el viento y las aguas y por las apariciones sorpresivas del jaguar, fue también arrasada por los indios selváticos que degollaron en 1814 a los mineros de Phara a golpes de maza, destruyeron las labores de oro de San Gabán, masacraron a los obreros de Tambopata y en el cerro

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de Camanti, famoso mineral de oro desde la conquista, mataron los indios chunchos a un capataz inglés, asaltándole a la salida de su casa y dejándole muerto, de pie y sostenido por las flechas que le enclavaron contra la pared.

Génesis de la metalurgia americana

La aparición de la metalurgia fue una hazaña cultural de la América del Sur, según Paul Rivet. En México sólo aparecen los metales hacia el siglo XI. El mundo maya tuvo una industria metalúrgica muy rudimentaria y sólo los del «segundo imperio» trabajaron el oro y conocieron el cobre, pero no el bronce. La utilización del oro nativo y del cobre es, en cambio, general en la región andina de Colombia, Perú, Ecuador y Bolivia y parece que se ge-neró en el interior de la Guayana y en la costa del Perú. El oro fue utilizado en el Perú antes que el cobre. En Nasca y Chavín se da el oro en los estratos más antiguos; el cobre era, en cambio, desconocido hasta el siglo IV, a la aparición de la civilización de Tiahuanaco y en el antiguo Chimú. La técni-ca de la tumbaga —aleación del oro con el cobre— llamada también guanin, es típica de toda la zona del Caribe, desde el comienzo de la Era Cristiana. «En las Antillas y Tierra Firme —escribe Oviedo— los indios lo labran y lo suelen mezclar con cobre o con plata y lo trabajan según quieren». Los Chibchas son los propagadores de ella y quienes perfeccionan las técnicas de la puesta en color, laminado del oro, soldadura autógena, soldadura por aleación y modelado a la cera perdida. Esta técnica se propaga al Ecuador y a la costa peruana según Rivet, muy afecto a una génesis caribe de la metalurgia americana.

Los chimús desarrollaron una de las más avanzadas técnicas del oro, el que trataron por fundición, al martillo, soldadura, remache y repujado. En la costa del Perú se desarrolló, esencial y originariamente, la metalurgia de la plata, desde la época de Paracas, la que sólo se conoce en la alta meseta Perú-boliviana en el segundo período de Tiahuanaco y en el Ecuador de la época incaica. El bronce, por último, proviene, según Rivet, del segundo período de Tiahuanaco y sólo aparece en la costa en el último Chimú y en el Ecuador en la época incaica. Los principales propagadores del bronce, son los incas, que lo llevan a todas las provincias sometidas a su imperio.

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Los mochicas y el oro lunarLos mochicas de la costa del Perú, radicados en los valles centrales de

ésta, teniendo como centro las pirámides del Sol y de la Luna en Moche, desarrollaron antes que los demás pueblos del Perú el arte de la metalurgia. Dominaron las técnicas de la soldadura, el martillado, fundido, repujado, dorado, esmaltado y la técnica de la cera perdida. Al mismo tiempo que de-coraban su cerámica en dos colores, ocre y crema, con dibujos ágiles y finos con escenas de cetrería o de guerra, de frutos y plantas, como también de seres monstruosos idealizados, perfeccionaron la orfebrería áurea forjando ídolos y máscaras, adornos e instrumentos, armas, vasos repujados, collares y tupus, brazaletes y ojotas, orejeras y aretes, tiranas para depilar, cetros, porras, cascos, tumis o cuchillos ceremoniales incrustados de turquesas y esmeraldas, vasos retratos de oro puro, rodelas de oro con estilizaciones zo-omorfas e ídolos grotescos coronados con una diadema semilunar. En todos ellos parece que el oro argentado del Perú recibe el pálido reflejo lunar; y la imagen de la luna, diosa nocturna del arenal y del mar, inspira a los artífices chimús formas decorativas y homenajes litúrgicos, que se materializan en la diadema semilunar de los ídolos o héroes civilizadores y en la predilec-ción por los símbolos de la araña y el zorro. Esta metalurgia ceremonial, religiosa o civil, reviste las formas más caprichosas y gráciles, con laminillas de oro en forma de rayos, campanillas o cascabeles en que el oro es hueco, o pesados objetos en los que se imita el arte lítico o la cerámica: vasos de oro y turquesas, huacos de oro como el ejemplar único exhibido por Mujica en los grabados de esta colección. Toda esta feérica bisutería dorada de los imagineros mochicas, como más tarde de sus sucesores los chimús —que acaso recibieran ya el influjo quimbaya— fue asimilada, en parte, en lo técnico, por el arte sobrio de los incas, pero se perdió el estilo y el alma de los orfebres de Moche, Lambayeque y Chanchán. Los incas, al conquistar el señorío de Chimú y su capital Chanchán, con Túpac Inca Yupanqui, por cuanto los yungas de la región —dice Cieza— «son hábiles para labrar metales, muchos dellos fueron llevados al Cusco y a las cabeceras de las provincias donde labraban plata y oro en joyas, vasijas y vasos y lo que más mandado les era».

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Profanidad de los huaquerosSi los incas borraron de sus anales la destreza y el adelanto del arte

metalúrgico de los vencidos yungas, éste quedó encerrado en las tumbas más tarde violadas por conquistadores, huaqueros y arqueólogos. Entonces empezó a resurgir para la historia cultural la maravillosa orfebrería chimú.

La primera revelación de los tesoros enterrados del Chimú la dio el caci-que de este pueblo Sachas Guamán, en l535, cuando obsequió al teniente de Trujillo, Martín de Estete, con un deslumbrante e irisado tesoro de objetos de oro, de plumas y de perlas, que fue extraído de la casa de ídolos o huaca de Chimú-Guamán, junto a la mar. Figuraban en el lote miliunanochesco, una almohada cubierta de perlas, una mitra de perlas, un collar de oro y per-las y un asiento en cuyo espaldar había borlas de perlas que ceñían cabezas esculpidas de pájaros. Equipo marfileño que acaso perteneciera a algún sa-cerdote del culto lunar, que era, según el cronista Calancha, el privativo de los yungas, en contraste con el andino culto solar. Se repitió después el áureo donativo hecho legendario de la huaca del Peje Chico a García de Toledo, que le dio 427,735 castellanos en 1566 y 278,134 en 1578, y volvió a rendir 235,000 castellanos en l592. De las huacas de la gran ciudad de Chanchán —llamadas popularmente de Toledo o del Peje Grande y Chico, del Obispo, de las Conchas, de la Misa, de la Esperanza— surgieron en la época colonial tesoros que se fundieron y dieron ríos de onzas deslumbrantes. De la huaca del Sol de Moche se extrajo, según Calancha, como 800,000 pesos. Y el desvalijo continuó por los huaqueros de la época republicana, como aquel empírico coronel La Rosa, que repartió sus trofeos arqueológicos con el via-jero Squier y confesó a Wiener que había hecho fundir más de cinco mil ma-riposas de oro, de apenas un miligramo de espesor, lindos juguetes con alas de filigrana, a los que se podía, por su levedad, lanzar al aire y ver revolotear alegremente venciendo la pesantez hasta caer en tierra. La mayoría de los objetos de oro encontrados en Chanchán y en otros lugares, fue fundida o emigró a los museos extranjeros, para constituir las innúmeras colecciones que poseen ejemplares y muestras que no tienen los escasos museos perua-nos y las colecciones particulares peruanas, torpemente prohibidas.

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Joyeles antiguos peruanosEl desfile del oro peruano continuó hacia Europa después de la inde-

pendencia, enriqueciendo joyeles y colecciones del Viejo Mundo. La colec-ción Macedo, peruana, fue vendida y forma parte de un museo alemán. Los excepcionales objetos de oro del Cusco, que Markham y Bollaert vieron en manos del general Echenique, Presidente de la República, antes de 1853 —frutos y hojas vegetales de oro, llautu tejido de oro, tupu o prendedor ri-camente ornamentado, con cruz de Malta, estrellas y animales en círculos, y por último la tincuya de oro o disco con 34 compartimientos a modo de zodíaco, con círculos, facciones humanas, ojos, boca y ocho agudos caninos y las caras del inca y la coya— se han repartido entre el Museo Indiano de Nueva York y don Matías Errázuriz en Chile. En Alemania existen las me-jores colecciones de cerámica y metalurgia peruanas, no bien identificadas e inventariadas. Se mencionan en ella como depositarias de objetos de oro: la colección Gaffron, en el Museo Etnográfico de Múnich, con vasos de oro repujado de Lambayeque, adornos femeninos de oro para el pecho, parejas de colibríes de oro, pájaros de oro para coserlos a la vestidura; la colección Schmidt, con tiranas de oro para depilar; la colección Alfredo Hirsch de vasos retratos de oro; la colección Ricardo W. Staudt, con vasos retratos de plata; la colección Gretzer, con vasos retratos de oro puro, repujados, de 17 cm. de alto, provenientes de Ica, mascarillas de oro, etc.; y la colección Suttorius, de Stuttgart, con puñetes, pinzas depilatorias, máscaras con liga de oro y cobre. Cítanse en el extranjero también las colecciones de Herget, con el disco del sol en oro purísimo, grandes vasos de oro, puños, brazaletes incrustados de turquesas y esmeraldas, tupus de gran tamaño con el sol fla-mígero, orejeras, etc.; la colección Allchurch, con un disco solar y cara hu-mana ensangrentada; la colección Ferris, que Squier vio en Londres y fue a parar al Museo Británico; la George Folsom, en la Historical Society of New York; la colección de Bliss, en Nueva York; la propia colección Squier, con ricos ejemplares; la colección Bandelier, en el Museo de Historia Natural de Nueva York; y el archivo Baessler, con sus trofeos del cerro de Zapame, en Lambayeque, y sus chapas de oro con representaciones de peces y bú-

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hos. Se citan, también, la colección del poeta argentino Oliverio Girondo, con objetos de oro de Nasca, máscaras funerarias, puños o brazaletes de oro laminado y estilizaciones fito-zoomorfas, y la del Museo Histórico de Rosario, en Argentina, con dos rodelas de oro con estilizaciones zoomorfas y adornos de turquesas. Charles Wiener menciona, como ejemplares que vio en el Perú y llevó a París, brazaletes, orejeras, sortijas y collares, y como ejemplares sugestivos, un pájaro de oro martillado llevando una hoja o fru-to en el pico, procedente de Pachacamac, una figurilla de oro encontrada en Chancay y un tupu de oro macizo de Recuay. Wiener confiesa que llevó de la región de Trujillo —antiguo Chimú— tres cajones conteniendo 652 números, entre los que figuraban collares, sortijas, brazaletes, aretes y otros adornos. Por último, se citan las magníficas colecciones del Museo Rafael Larco Herrera, de Chiclín, del coleccionista don Hugo Cohen y de Miguel Mujica, el autor de este libro. Orfebrería chimú

Los más sensacionales y reveladores hallazgos de oro precolombino en el Perú han sido en el presente siglo los del alemán E. Brüning, en el cerro de Zapame y los de Batán Grande e Íllimo en 1937, ambos cerca de Lamba-yeque. Los hallazgos de Brüning comprueban un arte metalúrgico refinado y primoroso. Al lado de los vasos negros, de la etapa Chimú, que revelan una decadencia de la cerámica, surgieron joyas como la araña de oro con huevos de perlas, con adorno emplumado de cabeza, que recuerda, según Doehring, figuras toltecas; chapas de oro con figuras humanas o cabezas humanas que salen de cabezas de animales, como los dioses Anahualli mexicanos, y figuras de peces y otros animales. En la huaca de la Luna, en Moche, halló don Manuel Pío Portugal otro tesoro, con tupus, pectorales, collares, campanillas, estólicas, flautas, máscaras de zorro y coronas con laminillas colgantes, que han integrado diversas colecciones. Los hallaz-gos de Batán Grande se incorporaron en parte al Museo de la Cultura, en Lima, y en ellos figura, como pieza del mayor valor artístico representativo del arte chimú, el tumi o cuchillo ceremonial de oro laminado, de 43 cm

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y 1 kg de peso, engastado con turquesas, que se exhibe en dos ejemplares extraordinarios: uno existente en el Museo Nacional de Antropología y Ar-queología, y otro, que se reproduce por primera vez en este libro, con brazos abiertos y ligeramente trunco. Es, posiblemente, el dios o señor principal de la región, con sus atributos jerárquicos. Algunos han querido ver en él al legendario caudillo NaymLap, que insurgió en la costa de Lambayeque, con un séquito oriental, en la época pre-inca, según el novelesco relato del clérigo trashumante.

Ciertas joyas revelan la excepcional pericia y el gusto artístico finísimo de los orfebres del Chimú. Squier describe un grupo argentífero formado por un hombre y dos mujeres, en un bosque representado con gracia y dis-creción y sentido de la armonía, en el que la representación de un retorcido tronco de algarrobo, descubre el sentimiento del paisaje en el artífice indio. Otro grupo escultórico, en plata, visto por el mismo viajero, fue el de un niño meciéndose plácidamente en una hamaca, junto a un árbol, por el que sube, sigilosamente, una serpiente, mientras que al lado, arde una hoguera. Estos grupos, dice Squier, revelan pericia en el diseño, en el modelado y fundido y acaso el conocimiento del molde de cera. La araña de oro del cerro de Zapame, las chapas de oro, con figuras zoomorfas, las mariposas alígeras de Wiener y los tumis ceremoniales de Íllimo, representan el ápice de la joyería estilizada y barroca del arte aurífero peruano.

Todo el esplendor de la industria metalúrgica costeña fue anterior a los Incas. Es ya axioma arqueológico que los descubrimientos técnicos de los aurífices yungas —como la aleación del oro nativo y de la plata bruta y las aleaciones cuproargentíferas—, así como los primores de la orfebrería costeña, fueron asimilados tardíamente por los incas, en el siglo XV, al con-quistar el litoral. Arriesgados etnólogos y arqueólogos sostienen aún que el arte metalúrgico del Chimú se propagó a la región del Ecuador y alcanzó a Guatemala y a México, donde Lothrop ha hallado discos de oro del estilo Chimú medio y reciente en Zacualpa y una corona de oro emplumada con decoración chimú y discos del último período de esta cultura.

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El oro: mito incaicoLos incas no inventaron las técnicas del oro; pero el oro fulgura, desde

el primer momento de su aparición, en el valle de Vilcanota en los mitos de Tamputocco y Pacarictampu, como atributo esencial de su realeza, de su procedencia solar por la identificación de sol y oro en la mítica universal y de su mandato divino. Una fábula costeña, adaptada en la dominación incaica, relataba que del cielo cayeron tres huevos, uno de oro, otro de plata y otro de cobre, y que de ellos salieron los curacas, las ñustas y la gente común. El oro es, pues, señal de preeminencia y de señorío, de alte-za discernida por voluntad celeste. Los fundadores del imperio, las cuatro parejas paradigmáticas presididas por Manco Cápac, usan todavía la honda de piedra para derribar cerros, pero traen ya, como pasaporte divino, sus arreos de oro para deslumbrar a la multitud agrícola en trance de renova-ción. Los cuatro hermanos Ayar portan alabardas de oro, sus mujeres llevan tupus resplandecientes y en las manos auquillas o vasos de oro para ofrecer la chicha nutricia de la grandeza del imperio. La figura de Manco, el funda-dor del Cusco y de la dinastía imperial incaica, fulge de oro mágico solar y sobrenatural. Una fábula cusqueña refiere que la madre de Manco colocó en el pecho de éste unos petos dorados y en la frente una diadema y que con ellos le hizo aparecer en la cumbre de un cerro, donde la reverberación solar le convirtió ante la multitud en ascua refulgente y le consagró como hijo del sol. En los cantares incaicos el dios Tonapa, que pasa fugitivo y miserable por la tierra, deja en manos de Manco un palo que se transforma luego en el tupayauri o cetro de oro, insignia imperial de los incas. Manco sale en la leyenda de Tamputocco de una ventana, la Capactocco, enmar-cada de oro, y marcha llevando en la mano el tupayauri o la barreta de oro que ha de hundirse en la tierra fértil y que le ha de defender de los poderes de destrucción y del mal. Mientras sus hermanos son convertidos en pie-dra, él detiene el furor demoníaco de las huacas que le amenazan y fulmina con el tupayauri a los espíritus del mal que se atraviesan en su camino. En retorno, cuando Manco manda construir la casa del Sol —el Inticancha—, ordena hacer a los «plateros» una plancha de oro fino, que significa «que

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hay Hacedor del cielo y tierra» y la manda poner en el templo del Sol y en el jardín inmediato a éste, a la vez que hace calzar de oro las raíces de los árboles y colgar frutos de oro de sus ramas.

El oro se convierte para los incas en símbolo religioso, señal de poderío y blasón de nobleza. El oro, escaso en la primera dinastía, obtenido penosa-mente de los lavaderos lejanos de Carabaya, brilla con poder sobrenatural en los arreos del Inca —en el tupayauri, los llanquis u ojotas de oro, la chi-pana o escudo y la parapura o pectoral áureo— y se reserva para las vasijas del templo y la lámina de oro que sirve de imagen del sol colocada hacia el Oriente, que debe recibir diariamente los primeros rayos del astro divino y protector. La mayor distinción y favor de la realeza incaica a los curacas aliados y sometidos, será iniciarles en el rito del oro, calzándoles las ojotas de oro y dándoles el título de apu. Y los sacerdotes oraban en los templos para que las semillas germinasen en la tierra, para que los cerros sagrados echasen oro en las canteras y los incas triunfasen de sus enemigos.

Los triunfos guerreros de los incas encarecen el valor mítico del oro y su prestancia ornamental. El inca vencedor exige de los pueblos vencidos el tributo primordial de los metales y el oro que ha de enriquecer los palacios del Cusco y el templo de Coricancha. Todo el oro del Collao, de los Ayma-raes y de Arequipa, y por último del Chimú, de Quito y de Chile, afluye al Cusco imperial. Los ejércitos de Pachacútec vuelven cargados de oro, plata, umiña o esmeraldas, mulli o conchas de mar, chaquira de los yungas, oro finísimo del Tucumán y los Guarmeaucas, tejuelos de oro de Chile y oro en polvo y pepitas de los antis. El mayor botín dorado fue, sin embargo, el que se obtuvo después del vencimiento del señor del Gran Chimú, en tiempo de Pachacútec. El general Cápac Yupanque, hermano del inca y vencedor de los yungas de Chimú, reúne en el suelo de la plaza de Cajamarca —donde más tarde habría de ponerse el sol de los incas, con otro trágico reparto— el botín arrebatado a la ciudad de Chanchán y a los régulos sometidos al Gran Chimú y a su corte enjoyada y sensual, en el que contaban innumerables ri-quezas de oro y plata y sobre todo de «piedras preciosas y conchas coloradas que estos naturales entonces estimaban más que la plata y el oro».

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El Coricancha: cerco de oroDe la época de Pachacútec y sus sucesores proviene el esplendor áureo

del Cusco que deslumbró a los españoles. El templo del Sol se reviste de una franja de oro de anchor de dos palmos y cuatro dedos de altor, que des-tella sobre la traquita azul de la piedra severa. El disco del Sol era, según el inédito Felipe de Pamanes, «de oro macizo, como una rueda de carro». La estatua del Sol, llamada Punchao, con figura humana y tamaño de un hom-bre, obrada toda de oro finísimo con exquisita riqueza de pedrería, su figura de rostro humano, rodeada de rayos, era también maciza. De oro se hacen los ídolos pares del Sol, Viracocha y Chuqui-Illa, el relámpago, y las dos llamas o auquénidos de oro —corinapa—, que con las dos de plata —col-quinapa— recordaban la entrada de los Ayar al Cusco. De chapería de oro profusa —llamada llaucapata, colcapata y paucar unco— estaban cubiertas las imágenes áureas de las divinidades femeninas Palpasillo e Incaollo y las momias de los Incas, desde Manco a Viracocha, puestas en hilera frente al disco del Sol. Pachacútec manda guarnecerlas también con el metal divino: cúbreselas con máscaras de oro, medalla de oro o canipa, chucos, patenas, brazaletes, cetros a los que llaman yauris o chambis, ajorcas o chipanas y otras joyas y ornatos de oro.

Las paredes del templo del Sol, que según algunos cronistas tenían en las junturas de sus piedras oro derretido, se revisten enteramente como de tapicería, de planchas de oro y el inca, todopoderoso, manda que los queros o vasos sagrados, los grandes cántaros o urpus, los platos en que comía el sol o carasso y los wamporos o grandes odres o trojes de oro y plata para la chicha solar, se funden en oro. La feería mayor del templo —que pareciera relato de las mil y una noches, si la contaran únicamente cronistas tan parcos como Cieza y Cobo y no constase por inventarios del botín de Ca-jamarca—, era el jardín del Sol, en el que todo era de oro: los terrones del suelo, sutilmente imitados; los caracoles y lagartijas que se arrastraban por la tierra; las yerbas y las plantas; los árboles con sus frutos de oro y plata; las mariposas de leve y calada orfebrería, puestas en las ramas, y los pája-ros en árboles, que parecía —dice Garcilaso— como que cantaban o que estaban volando y chupando la miel de las flores; el gran maizal simbólico

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con sus hojas, espigas y mazorcas que parecían naturales; la raíz sagrada de la quinua y, para completar el ilusorio cuadro, veinte llamas de oro con sus recentales y sus pastores y cayados, todos vaciados en oro. El metal solar es, para los incas, el mayor tributo que puede ofrecerse a los dioses; y, «como en las divinas letras —dice el padre Acosta—, la caridad se semeja al oro», esta costumbre elimina la de los sacrificios humanos o la reduce al mínimo por el destino redentor del oro.

En el Cusco se cumple también el doble sino del oro que purifica y salva, pero que, a la vez, precipita el ritmo del tiempo, acorta el placer y la efusión de la vida y acelera el momento de la catástrofe liberadora. La canción del oro relaja las fuerzas vitales del Incario y enerva su energía guerrera. Rom-pe también la solidaridad social, porque el goce del oro, siempre esquivo, constriñe a crear restricciones y diferencias jerarquizantes. El oro, que fue, en los primeros tiempos, atributo mítico y divino de los incas y de los ho-menajes al Sol, se convierte en un privilegio de la casta militar y sacerdotal. El oro es requisado celosamente por el Estado, como perteneciente al inca y al Sol, y Túpac Yupanqui ordena prender a los mercaderes que traían oro, plata o piedras preciosas y otras cosas exquisitas, para inquirir de dónde las habían sacado y descubrir así grandísima cantidad de minas de oro y plata. Y, en pleno apogeo incaico, se dicta la ley que ordenaba «que ningún oro ni plata que entrase en la ciudad del Cusco della pudiese salir, so pena de muerte». El Cusco, con su templo refulgente y sus palacios repletos de oro, recibiendo cada año de las minas y lavaderos 15 mil arrobas de oro y 50 mil de plata y las cargas de oro y piedras preciosas de todos los ángulos del imperio, vino a ser, por obra del tabú imperial como un intangible Banco de Reserva de la América del Sur. Palacios y tesoros incaicos

Tanto como el esplendor del Coricancha fue, a medida que crecía el poderío incaico, el fausto y el derroche en los palacios incaicos. El Inca y sus servidores resplandecen de oro y pedrerías. El Inca y su corte visten con camisetas bordadas de oro, purapuras, diademas y ojotas de oro. La vajilla del inca y de los nobles es toda de oro. «Todo el servicio de la casa del rey

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—dice Cieza—, así de cántaros para su uso como de cocina, todo era de oro y plata». Beber en vaso de oro era hidalguía de señores y signo de paz. De oro eran los atambores y los instrumentos de música, engastados en pedre-ría. El inca Pachacútec dio en usar, después de su triunfo, en vez de la borla de lana encarnada de sus antepasados, una mascapaicha cuajada de oro y de esmeraldas. El asiento del Inca o tiana, escaño o silla baja, que era de oro macizo de 16 quilates «guarnecido de muchas esmeraldas y otras piedras preciosas» y fue el trofeo de Pizarro en Cajamarca, valió 25 mil ducados de buen oro, según Garcilaso. La litera del inca o andas cargadas por 25 hom-bres eran —según los cargadores del inca, con quienes Cieza habló— tan ricas, «que no tuvieran precio las piedras preciosas tan grandes y muchas que iban en ellas, sin el oro de que eran hechas».

La opulencia de los palacios incaicos tendía, además, a ser eterna. No perece, y se dispersa como la de los monarcas occidentales, con la muerte. Cada inca al morir deja intacto su palacio, con su vajilla y joyas que su su-cesor no podrá tocar. El nuevo inca deberá edificar nuevo palacio y mandar a los orfebres de todo el reino que le fabriquen nuevos cántaros y tupus y diademas. Cada palacio incaico queda, así, como un museo o joyel de los antiguos incas: en él se custodia, además, por su clan o panaca, su busto o quaoqui fundido en oro, mientras su momia hace guardia junto a sus ante-cesores en la capilla del Sol del Coricancha. En Písac, en «una bóveda de tres salas», estaba el tesoro fabuloso de Pachacútec; en Chincheros el de Túpac Yupanqui y los de Huayna Cápac, en Caxana y en Yucay. El oro del triunfo se convierte, así, en oro ritual y en prisionero del fatum incaico; por ello, según el cronista Pedro Pizarro, «la mayor parte de la gente y tesoros y gastos y vicios estaba en poder de los muertos», al punto de que el inca Huáscar, poseído de un demoníaco y fatídico propósito, anunció que habría de mandar enterrar a todos los bultos de los incas, porque los muertos y no los vivos «tenían lo mejor de su reino».

El imperio de Huayna Cápac y sus hijos de oroEl gran instante jubilar del imperio, en orden a la riqueza y el despliegue

de un lujo oriental, es el del inca Huayna Cápac. La plaza de Aucaypata,

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en el Cusco, resplandece de oro, plata, sederías de cumbi y de plumas y de piedras preciosas. Los palacios desnudos de los incas antiguos y patriarcales se llenan de decoraciones imprevistas, cercos de oro, puertas de jaspe y de mármol de colores, y motivos escultóricos de lagartijas y mariposas y cule-bras grandes y chicas que parecían «andar subiendo y bajando por ellas». El ejército incaico presenta sus cincuenta mil hombres armados de oro y plata. En el centro de la plaza se levanta un dosel o teatro «cubierto de paños de plumas llenos de chaquira y mantas grandes de tan fina lana, sembrados de argentería de oro y pedrería». Allí va a posarse, sobre un escaño de oro, la imagen del sol. «Tenemos por muy cierto —dice el cronista Cieza— que ni en Jerusalén, ni en Roma, ni en Persia, ni en ninguna parte del mundo, por ninguna república ni rey del se juntaba en un lugar tanta riqueza de meta-les de oro y plata y pedrería como en esta plaza del Cusco». Para rematar y circuir la gloria áurea de la plaza y del imperio, el inca Huayna Cápac manda forjar una maroma o cadena de oro de trescientos cincuenta pasos de largo, para que los indios bailen asidos de ella alrededor de la gran plaza del Cusco, al cantarse las hazañas y glorias de sus antepasados. Y, en los remotos confines del imperio mandó colocar dos «porras de oro y plata» en la raya de Vilcanota, como reto y defensa mágica contra los Collas, y en el Ancasmayo, en la frontera indómita de los Pastos, «ciertas estacas de oro», como alarde de soberbia y señorío.

Acaso si toda la lucha del mundo y de la historia, el surgir y caer de los imperios, no sea, como dijo el inglés Carlyle, sino una etapa de la inter-minable y gigantesca lucha de la fe contra la incredulidad. Parece que el incario se incorporara dentro de esta norma, porque su grandeza y poderío comienza con un acto de fe, en el momento en que la barreta de oro de Manco Cápac se hunde en la tierra fértil y promisoria del Cusco, donde habrían de surgir la urbe y el estado imperial; y su estrella se nubla y declina cuando los dos hijos bastardos del inca, Huáscar y Atahualpa, mandan, el uno destruir las huacas y las momias del Cusco, y el otro golpea y azota con una alabarda de oro al sacerdote de la huaca de Huamachuco, que le previene una catástrofe inevitable y cercana.

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El botín de oro de PizarroLa cruzada de sangre y oro de la conquista llegó con Pizarro a Caja-

marca y desbarató, en el espacio de cincuenta minutos, con ciento sesen-ta y ocho aventureros haraposos, al invicto ejército incaico de treinta mil hombres, que había conquistado toda la América del Sur, como tres siglos más tarde el imperio español, en que no se ponía el sol, sería desbaratado en cincuenta y cinco minutos de combate por ochocientos peruanos, en el campo de Junín. De la captura del inca, en medio de su corte enjoyada en lo alto de su litera impasible, cargada por los estoicos lucanas, arranca el río de oro alucinante que lleva el nombre del Perú a los confines del mundo occidental. Y no fue mentira el relato fabuloso de los cronistas, ni de los humanistas europeos o los comerciantes genoveses o venecianos que en Sevilla vieron el desfile del fantástico botín y lo divulgaron por Europa con cifras de envidia. Aquel día, en aquel rincón andino del Perú, la historia del mundo había dado un salto o un viraje: el oro americano, principalmente el del Perú, iba a transformar la economía europea, porque al aumentar el circulante y producir la repentina alza de los precios, iba a surgir el auge incontrolado del dinero y del capitalismo.

Xerez y Pedro Sancho, secretarios de Pizarro, describieron en sus cróni-cas —que se tradujeron y adaptaron en publicaciones europeas— el botín obtenido por Pizarro en Cajamarca y el Cusco. El primer botín de la cabal-gata sudorosa y jadeante, que recorre el campo de Cajamarca y saquea el campamento del inca, es de 80 mil pesos de oro y siete mil marcos de plata y 14 esmeraldas. «El oro y plata se hubo —dice, maravillado, el escribano Xerez, secretario de Pizarro, informando oficialmente al rey— en piezas monstruosas y platos grandes y pequeños y cántaros y ollas y braceros y copones grandes y otras piezas diversas». Atabalipa —el Inca preso— dijo a los españoles que todo esto y mucho más que se llevaron los indios fugitivos «era vajilla de su servicio».

El inca, astuto y sutil, en quien los españoles se espantarían «de ver en hombre bárbaro tanta prudencia», comprendió que el oro, buscado ansiosa-mente por la soldadesca era el precio y el talismán de su vida e hizo espec-tacularmente, el ofrecimiento fabuloso que llenó de asombro a su siglo y a

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la historia: llenar la sala de su prisión, de 22 pies de largo por 17 de ancho, de cántaros, ollas, tejuelos y otras piezas de oro y dos veces la misma ex-tensión de plata, hasta la altura de «estado y medio». Del Cusco, de donde debía traerse el oro a Cajamarca había, por lo menos, cuarenta días de ida y vuelta, con los que el inca había ganado una prórroga efectiva de su vida, plazo dentro del que sus generales de Quito y del Cusco podrían reaccionar y aplastar a aquella cohorte andrajosa de jinetes que, para custodiar al inca y el precario botín del día de su captura, tenían que velar todas las noches, con armaduras y sobre el caballo, en atisbo de la emboscada india.

El resplandor del oro alumbra, al par que los hachones nocturnos, a los actores de ambos bandos de aquella dramática pugna y zozobra. Por los caminos incaicos empiezan a llegar las acémilas humanas cargadas de oro y plata. Cada día llegan cargas de treinta, cuarenta y cincuenta mil pesos de oro y algunos de sesenta mil. Los tres comisionados de Pizarro que llegan al Cusco, ordenan deschapar las paredes del Templo del Sol y los palacios incaicos de sus láminas de oro. Y parten para Cajamarca la primera vez 600 planchas de oro de 3 a 4 palmos de largo, en doscientas cargas que pesaron ciento treinta quintales y, luego, llegaron sesenta cargas de oro más bajo, que no se recibió por ser de 7 u 8 quilates el peso. Más tarde llegó todo el oro recogido por Hernando en la «mezquita» de Pachacamac. El rescate de oro de Atahualpa

La mayor parte del oro fue fundido por los indios, «grandes plateros y fundidores que fundían con nueve forjas». El incentivo trágico del oro divi-día ya, no sólo a indios y españoles, sino a éstos mismos, porque los soldados de Almagro, llegados después de la captura del inca, no tenían derecho al enorme y resplandeciente botín que ingresaba todos los días a Cajamarca y que ellos ayudaban a custodiar. Hubo que apresurar el reparto, sin que la estancia aladinesca estuviera totalmente llena, porque Almagro y sus soldados y otros cuervos adiestrados y ansiosos de partir, exigían se termi-nase de una vez la comedia del rescate para que el oro fuera de todos. Para interrumpir la trágica espera no había solución más llana y segura, según los almagristas, que la muerte del inca. Para impedir la contienda y la explosión

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de la codicia de los doscientos advenedizos de Almagro hubo, a la vez, que eliminar al inca y cerrar la cuenta del botín de su prisión. Muerto el inca, el oro era ya no únicamente de sus captores, sino de todos. El oro había sido el can Cerbero de su vida y a la postre fue su talón de Aquiles. Llegaron juntos la condenación del Inca y el reparto del oro del Coricancha, cuyo dueño legítimo —el inca Huáscar— acababa de perecer por una orden de Atahualpa, en otro rincón hasta entonces incógnito del Imperio. El reparto del botín

En el fabuloso botín del inca en Cajamarca llaman la atención la ex-traordinaria suma de oro recogida y la calidad artística del oro pulido y exor-nado. La cantidad recogida fue, según el acta oficial del reparto, 1´326,539 pesos de buen oro, cada peso de cuatrocientos cincuenta maravedís. De éstos se sacó para el rey el quinto, ascendiente a 264,859 pesos y 2,245 por los derechos de fundición. Para «la compañía» de soldados quedaron líquidos, 1´059,435 pesos. A Pizarro, que tenía compañía universal de sus bienes con Almagro, le tocó 57,220 pesos de oro y 2,350 marcos de plata. A Hernando Pizarro, 31,080 de oro y 1,267 de plata; a Hernando de Soto, 17,740 de oro y 724 de plata; a Juan Pizarro 11,100 de oro y 407,2 de plata; a Pedro de Candia, 9,909 de oro y 407,2 de plata. A los capitanes inmedia-tos les correspondió alrededor de 9 mil pesos de oro. A los cronistas solda-dos Cristóbal de Mena, Miguel de Estete y Francisco de Xerez, les tocaron sumas iguales: 8,800 pesos de oro y 362 marcos de plata. A los 48 restantes hombres de a caballo, les entregaron entre 9 mil y 8 mil pesos de oro y 362 marcos de plata. Los de infantería recibieron un promedio de 4,500 a 2,200 pesos de oro y 180 a 90 marcos de plata. Aun la cuota otorgada al último peón era fortuna apreciable, porque con lo ganado por un hombre de a caballo, como Juan Ruiz de Albuquerque, pudo éste regresar a España para ayudar al rey con sus donativos, fincar 600 ducados de renta en juros perpe-tuos en Jerez en Sevilla, gastar tren de escuderos y esclavos negros, fundar mayorazgos y dedicarse a la montería de perros y volatería de azores en su pueblo natal y en su casa solar con un escudo de piedra en el frontis. Otros volvían «de ciudadanos labradores, de pobres, hechos señores» y, como Ro-

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drigo Orgóñez, mandaban fundar capellanías y entierros en San Juan de los Reyes en Toledo; o como Pedro Sancho se casaban con damas de la aristo-cracia, o como Francisco de Xerez, era elogiado en coplas porque:

Tiene en limosnas gastadosmil y quinientos ducados

sin los más que da escondido.

Es posible que la suma de oro reunida fuese mayor que la que da el acta oficial del reparto. Sumando la plata al oro lo recogido en Cajamarca fue, según León Pinelo, 3,130,485 pesos. Pero, dada la abundancia de metal, los repartidores veedores tuvieron mano larga para el peso y el «oro de catorce quilates lo ponían a siete y lo de veinte a catorce». No todo el oro fue regis-trado y mucho se evadió de la cuenta. En el hartazgo de oro de Cajamarca nadie reparaba en peso de más y de menos, y «era tenido en tan poco el oro y la plata así de los españoles como de los indios», que algunos conquista-dores ambulaban por las calles de Cajamarca con un indio cargado de oro, buscando a sus acreedores para pagarles, y entregaban por cualquier cosa un pedazo de oro en bulto, sin pesar. Otros, pordioseros de la víspera, juga-ban en una apuesta a los bolos o en una carta del naipe, miles de ducados. Los precios subieron fantásticamente: por un caballo se pagaba de 2 mil a 3 mil pesos, 40 pesos por un par de borceguíes, 100 pesos por una capa y 10 pesos de oro una mano de papel. El oro perulero en Sevilla

La crónica de Xerez explica, con su fría parsimonia y exactitud nota-rial, los objetos más notables del botín de Cajamarca que se salvaron de la fundición. Dice el cronista que, «aparte de los cántaros grandes y ollas de dos y tres arrobas, fueron enviados al rey, una fuente de oro grande con sus caños corriendo agua»; otra fuente donde hay muchas aves hechas de diversas maneras y hombres sacando agua de la fuente, todo hecho de oro; llamas con sus pastores de tamaño natural de oro; un águila o cóndor de plata, «que cabía en su cuerpo dos cántaros de agua»; ollas de plata y de

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oro en las que cabía una vaca despedazada; un ídolo del tamaño de un niño de cuatro años, de oro macizo; dos tambores de oro, y «dos costales de oro, que cabrá en cada uno dos hanegas de trigo». Pedro Sancho habla de que se fundieron «piezas pequeñas y muy finas», que se contaron más de 500 planchas de oro del templo del Cusco, que pesaban desde cuatro y cinco libras hasta diez y doce libras y que entre las joyas había «una fuente de oro toda muy sutilmente labrada que era muy de ver, así por el artificio de su trabajo como por la finura con que era hecha, y un asiento de oro muy fino —la tiana del Inca o del sol— labrado en figura de escabel que pesó diez y ocho mil pesos».

La hipérbole aparente de los cronistas se halla, esta vez, respaldada por los documentos fehacientes que obran en el Archivo de Indias. Toda la ciudad de Sevilla presenció la descarga del tesoro de los incas cuando se llevaron de la nao Santa María del Campo a la Casa de Contratación las vasijas y grandes cántaros del Templo del Sol a lomo de mulas y el resto en cajas conducidas por lentas carretas de bueyes, en veintisiete cargas. Pero los funcionarios del Consejo de Indias tomaron inventario minucioso de todo el oro y la plata llegados del Perú, el que coincide absolutamente con la relación sumaria y asombrada de los cronistas.

De la relación del oro y plata tomada en Sevilla, en el mes de febrero de 1534, por Luis Fernández Alfaro, tesorero de la Casa de Contratación, y publicada por José Toribio Medina, aparece, en la lista del oro del Perú, llevado por Hernando Pizarro, lo siguiente: 38 tinajas de oro de un peso medio de 60 a 25 libras; una figura de medio cuerpo de indio, metida en un retablico de plata y oro; dos atabales de oro; dos fuentes que pesaron 17 li-bras; un ídolo a manera de hombre, que pesó 11 libras; y en otro inventario una de las cañas de maíz de oro con tres hojas o mazorcas de oro, descritas por Xerez y por Garcilaso; una figura de indio, de veinte quilates; una alca-rraza de oro de 27 libras y un atabal de oro de 21 quilates y peso de cuatro marcos. En el inventario de la plata aparece, poco más o menos, el mismo arte orfebreril en 12 figuras de mujer, pequeñas y grandes, que pesaron 937 marcos, un «carnero y cordero de plata» —léase llamas—, que pesaron 347 marcos; y una tinaja con dos asas y una cabeza de perro y su pico, de

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27 libras. Mujeres de oro, un hombre enano, de oro, con su bonete y una corona y 3 carneros de oro, aparecen en otro envío al rey, entregado por Diego de Fuentemayor, en 1538. En el Perú, la historia supera en asombros a la leyenda. El botín del Cusco

El cronista Agustín de Zárate dice que en el Cusco se halló tanto como en Caxamalca. Gómara dice «que fue mas, aunque como se repartió entre más gente no pareció tanto». Pero Garcilaso afirma que en el Cusco «ovo mas». De las publicaciones hechas por el historiador peruano don Rafael Loredo sobre el acta inédita del reparto del Cusco, se deduce que el botín de esta ciudad ascendió a 588,226 pesos de oro de 450 maravedís, y a 164,558 marcos de plata buena a 2,110 maravedís y 63,752 marcos de plata mala a 1,125 maravedís, lo cual da un total de 793,140 080. En Cajamarca, según el mismo documento, se obtuvo 1’326’539 pesos de oro de 450 maravedís y 51’610 marcos de plata a su verdadera ley de 1’958 maravedís, lo que da un total de 697’994 930. Esto confiere, evidentemente, una ligera ventaja, en las cifras oficiales, al tesoro del Cusco sobre el de Cajamarca, aunque bien sabemos que en esta villa mucho no fue quintado ni fundido y hubo múlti-ples evasiones. Únicamente el escaño de Pizarro —que pesó 83 kilos de oro de 15 quilates y no fue contado— restablece la balanza a favor del botín cajamarquino. Por de pronto, el oro habido en Cajamarca fue más del doble del que se hubo en el Cusco. Es la plata la que predomina en este último reparto. La cuota asignada en el Cusco a cada soldado tuvo que ser menor, ya que era mayor el número de participantes. Se hicieron 480 partes, sobre las 168 de Cajamarca, y a cada soldado le tocó, según unos, 4’000 pesos y 700 marcos de plata. De las pocas cifras dadas por Loredo, se percibe que un soldado común, como Juan Pérez de Tudela, recibió 1’023 marcos de plata de diversa ley. Los de a caballo parecen haber recibido 1’126 pesos de buen oro y 2’553 pesos de oro de 22 1/2 quilates. En el quinto del Rey, se mencionan algunos objetos que no fueron fundidos, como «una mujer de 18 quilates que pesó 128 marcos de oro» o sea 29 kilos 440 gramos, lo que, según Loredo, corresponde a la suma actual de 736’000 soles oro; también

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figura, como en Cajamarca, «una oveja de oro de 18 quilates que pesó 5 750 pesos o sea 26 kilos 450 gramos, lo que equivaldría, según el mismo cálculo, a 661’000 soles. En el quinto hubo 11 mujeres de oro y 4 ovejas o llamas del mismo metal». Pizarro recibió lo que le correspondía «en piezas labradas de indios y en ciertas mujeres de oro». La pieza más extraordinaria del botín del Cusco fue, según el documento glosado por Loredo, una «plancha de oro blanco que no ovo con que pesalla», y que se presume fuera la imagen de la luna arrancada al Templo del Sol. El oro necrófilo

El oro recogido por los españoles en Cajamarca y el Cusco, no obstante su caudalosidad, no fue sino una mínima parte de la riqueza incaica. «No fue sino muy pequeña parte de lo que de estos tesoros vino en poder de los españoles», afirma el padre Cobo. «La mayor parte de sus riquezas —dice Garcilaso— la hundieron los indios, ocultándola y enterrándola de manera que nunca más ha parecido». Y Cieza refería que Paullo Inca le dijo en el Cusco que, «si todo el tesoro de huacas, templos y enterramientos se juntase, lo sacado por los españoles haría tan poca mella, como se haría sacando de una gran vasija de agua una gota della», o de una medida de maíz un puñado de granos. Los españoles se llevaron el oro de los templos y palacios que los indios no alcanzaron a esconder, pero no vislumbraron la enorme riqueza sepultada en las tumbas. El hombre del incario se preocupó tanto o más de la morada eterna que de la provisoria de la vida. En el Perú antiguo hubo más necrópolis que ciudades y estas ciudades estaban plenas de tesoros maravillosos. Los señores y caudillos se enterraban con todo su atuendo de mantas lujosas, vajilla de oro y plata, joyería de perlas, tur-quesas y esmeraldas, ollas y cántaros de barro y de oro. Se creía que quien no llevaba mucho a la otra vida, lo pasaría muy pobre y desabridamente. Había que pagar, como en el mundo clásico europeo, el pasaje a Carón, el barquero de las tinieblas.

Desde el día siguiente de la conquista surgen las leyendas de tesoros ocultos que alucinan a tesauristas empeñosos y a aventureros de la imagi-

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nación. Tras del resonante desentierro del tesoro del cacique de Chimú y de la huaca de Toledo, crece la fiebre funeraria de los conquistadores vacantes. Se habla de los tesoros enterrados en Pachacamac, del tesoro de Huayna Cápac enterrado en el templo del Sol, de los de Curamba y de Vilcas, de los tesoros de doña María de Esquivel y de la cacica Catalina Huanca en el cerro del Agustino, veinte veces perforado inútilmente por los huaqueros.

El poder moral de los frailes reacciona contra la profanación de tumbas y aparece la admonición de fray Bartolomé de las Casas, que defiende los cuerpos y las almas de los indios en De Thesauris qui reperientur in sepul-chrum Indorum, y el implacable papel «Duda sobre los tesoros de Caxamal-ca» que incita a los encomenderos y dueños de tesoros, minas y heredades, a recibir la ceniza sobre la frente y devolver lo arrebatado a los indios so pretexto de idólatras y enemigos de Dios. Está próximo el arrepentimiento y la baladronada póstuma del testamento de Mancio Serra de Leguísamo y las mandas contritas de Francisco de Fuentes en Trujillo, azuzado por su confesor, para devolver todo el oro manchado con la sangre de Atahualpa. Va llegando la hora prevista por Gómara para los que mataron al Inca, en que, castigados por el tiempo y sus pecados, acaben mal.

Ninguno de los tesoros famosos clamoreados en el siglo XVI apareció ante sus pesquisadores. No hallaron el tesoro de Huayna Cápac el tesorero de Arequipa, ni sus socios fray Agustín Martínez y Juan Serra de Leguísa-mo, autorizados por cédulas reales de 1607, 1608 y 1618, para excavar en el templo del Sol en pos de sus ilusos derroteros. Tampoco pudo nadie llegar a la cumbre nevada del Pachatusan, donde 300 cargas de indios antis, porta-dores de oro en polvo y en pepitas, fueron enterrados por orden de Túpac Yupanqui. Ni la plata y el oro sepultados por los indios de Chachapoyas o los de Lampa, que escondieron los caudales que conducían 10 mil llamas y que buscaba aún en la hacienda Urcunimuri, en 1764, un soñador autori-zado por el virrey. Hay una estampa de la época que podría iluminarse con la luz dudosa de un candil, en la que un individuo vendado es conducido a una cueva en que el oro está tirado por los suelos en tinajas, cántaros y alhajas de todo género, que un cacique generoso pone a su disposición.

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Las minas colonialesPasado el deslumbramiento de los botines del oro de Cajamarca y del

Cusco y de los entierros famosos, los economistas modernos tratan de en-friar aquella emoción única. Garcilaso y León Pinelo habían ya reacciona-do, enunciando la tesis de que las minas del Perú y el trabajo sistematizado de ellas habían dado a España más riquezas que las de la conquista. El inca Garcilaso asegura que todos los años se sacan, para enviarlos a España, «doce o trece millones de plata y oro y cada millón monta diez veces cien mil ducados».

En 1595, dice el mismo inca, entraron por la barra de San Lúcar treinta y cinco millones de plata y oro del Perú. Y León Pinelo, con los libros del Consejo de Indias en la mano, dice que en el Perú se labraban, a principios del siglo XVII, cien minerales de oro y que en ellos se habían descubierto dos minas de cincuenta varas, de otros metales. Es el momento del apogeo de la plata. Las minas de Potosí dieron de 1545 a 1647, según León Pine-lo, 1’674 millones de pesos ensayados de ocho reales. Cada sábado daban 150 ó 200 mil pesos, dice el padre Acosta. El padre Cobo escribía hacia 1650: «Hoy se saca cuatro veces más plata que en la grande estampida de la conquista». Las minas del Perú y Nuevo Reino dieron, en el mismo lapso, 250’000 000 pesos. La mina de Porco daba un millón cada año, la de Choclococha y Castrovirreyna 900 mil pesos ensayados, la de Cailloma 650 mil y la de Vilcabamba 600 mil. El oro prevaleció, en los primeros años, hasta 1532, en que se descubrieron las primeras minas de plata en Nueva España y, en 1545, las de Potosí. León Pinelo calcula que las minas de oro del Perú, Nueva Granada y Nueva España daban al rey un millón de pesos anuales. Desde la conquista hasta 1650 el oro indiano dio 154 millones de castellanos, o sea 308 millones de pesos de ocho reales, o sea quince mil cuatrocientos quintales de oro de pura ley. Según el economista Hamilton, el tesoro dramáticamente obtenido por los conquistadores fue «una bagatela» en comparación con los productos de las minas posteriores. Hasta el cuarto decenio del siglo XVII, el tesoro de las indias se vertió en la metrópoli con caudal abundancia. La corriente de oro y plata disminuyó considerablemente, pero no cesó por completo.

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Plateros colonialesEl Incario fue, según Gerbi, la época del auge del oro, la Colonia la de la

plata y la República la del guano. No cabe, en este estudio sobre el oro pre-colombino, seguir la trayectoria del oro en estas últimas épocas. En la época colonial el oro sigue siendo, sin embargo, como en el Incario, símbolo de majestad y de señorío. Se prodiga principalmente en los retablos barrocos, verdaderas ascuas de oro retorcido y flamígero —«galimatías dorados»—, en los cálices y en las custodias cuajadas de pedrería, en las coronas y en las joyas de oro de las vírgenes, en tanto que la plata abunda en los frontales, sagrarios y tabernáculos de los altares, los blandones y candeleros, andas y urnas de plata, pebeteros e incensarios, hisopos, azafates, palanganas y bandejas, hacheros y lámparas de los templos.

En los vestidos masculinos predomina el oro en los galones, bordados, trencillas y pasamanerías; abundan las joyas de oro y pedrería, las cadenas y las abotonaduras de oro, las sillas de filigrana de oro y los estribos y jaeces de oro y plata. Los negros y los zambos usan capas bordadas, sillas de mon-tar de plata, reloj y sortijas de oro, vestidos de tisú, lana y terciopelo.

La indumentaria femenina también incide en el amor ceremonial del oro; las mujeres de Lima, según Frezier, gustan de los encajes de oro, las cin-tas y los tisús de oro, los brocados y briscados y los adornos extraordinarios de alhajas, pulseras, collares, pendientes o sortijas de oro, perlas y pedrerías. Frezier dice haber visto bellísimas damas que llevaban sobre el cuerpo como 60’000 piastras, o sea 240’000 libras. Concolorcorvo apunta la riqueza de las camas, con colgaduras de damasco carmesí y galones y flecaduras de oro; y Terralla habla de cortinas imperiales, con catres de dos mil pesos. La vajilla de las casas es, en cambio, casi íntegramente de plata labrada, que trabaja con originalidad y maestría el gremio de plateros, tradicional en Lima y en el Cusco, en las calles que llevan sus nombres. Y como es el apogeo de la plata potosina, las calles de la ciudad virreinal se pavimentan para el paso de las procesiones o para la entrada del virrey con lingotes de plata. Para la entrada del duque de la Palata los comerciantes de Lima al-fombraron de barras de plata de 200 marcos, de 15 pulgadas de largo, cinco de ancho y 2 a 3 de espesor, las calles de La Merced y Mercaderes, echando

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por los suelos una suma que representaban 320 millones de libras. Lima, era, entonces, el núcleo del comercio sudamericano y el depósito de todos los tesoros del Perú.

La decadencia económica del Virreinato a fines del siglo XVIII se pro-duce por la segregación de Nueva Granada y Buenos Aires y la apertura del comercio por el Río de la Plata. Las minas decaen por las sublevaciones de los indios y la inseguridad económica y social. El vendaval revolucionario arrasa con la riqueza privada y la de los templos, cuyos joyeles desaparecen o son fundidos para necesidades de la guerra. Instaurada la República, se pospone la industria minera por falta de capitales. Abandonados minas y lavaderos de oro, la producción llegó al mínimo, según Gerbi, entre 1885 y 1895. El oro se explotaba en las primeras décadas del siglo XX como un subproducto del cobre. Se extraía de los lingotes de cobre que se exporta-ban de Cerro de Pasco. Hacia 1920 se exportaba un promedio de 840 kilos por año. En 1938 y 1939, reiniciada la extracción directa del oro, éste al-canzó a casi 8’000 kilos y a cuarenta y cincuenta millones de soles. Elevado el precio del oro, revivieron los lavaderos de oro de Carabaya y adquirieron repentino auge las minas de Parcoy y de Buldibuyo, acaparadas por la Nor-thern Peru, las de Nasca, de prestigio precolombino, la de Cotabambas, rui-dosamente frustrada, y la de Santo Domingo, de la Inca Mining Company. El fatum del oro

Otras riquezas sustituyen al oro en el siglo XIX, caudillesco y repu-blicano. Como en el Incario o en la Colonia, el Perú volvió a disfrutar de una riqueza fácil, corruptora de su disciplina social y política y extinguible a corto plazo. Como los conquistadores derrocharon el oro indio del botín y lo despilfarraron en el juego, en la rivalidad enconada y sangrienta, en la inercia destructora o en el boato imprevisor y ostentivo, los caudillos republicanos jugaron también el destino de la República en el tapete verde de las salas de Rocambor, en la estulticia y falta de plan gubernativo, en la guerra civil implacable y anarquizadora, en los derroches presupuestales y suntuarios de la Consolidación y en la megalomanía de los empréstitos y de las obras públicas, mientras en el horizonte se acentuaba una amenaza

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internacional. Llegamos incluso, en el país proverbial del oro y la plata, al absurdo paradojal del papel moneda. El guano, decía don Luciano Benja-mín Cisneros, ha sido acaso la maldición del Perú. «Sin esa riqueza fácil habríamos sido sobrios, laboriosos y fecundos, en vez de pródigos e imprevi-sores». Del guano provinieron, como del oro incaico o la plata virreinal, la fiebre del dinero y la hidropesía de la opulencia burguesa.

Pero, no obstante estas vicisitudes y contrastes, el oro no dejó tan sólo desconcierto y corrupción. El oro tiene, entre sus virtudes míticas, la de buscar la perfección y desarrollar un sentimiento de confianza y orgullo en el que se esconde un propósito egregio de prevalecer contra el tiempo y las fuerzas de destrucción.

El oro tuvo en el Perú, desde los tiempos más remotos, una función altruista y una virtualidad estética. En el Incario el oro libertó al pueblo creyente y dúctil de la barbarie de los sacrificios humanos y elevó el nivel moral de las castas, ofreciendo a los dioses, en vez de la dádiva sangrienta, el cántaro o la imagen de oro estilizados, fruto de una contemplación libre y bienhechora, con ánimo de belleza. El oro tuvo, también, una virtud mítica fecundadora y preservadora de la destrucción y la muerte. En la boca de los cadáveres y en las heridas de las trepanaciones colocaban los indios discos de oro para librarlos de la corrupción. El oro acumulado durante cuatro siglos en las cajas de piedra de seguridad del Coricancha, con un propó-sito reverencial y suntuario, fue a parar, a través de las manos avezadas al hierro, de soldados que se jugaban en una noche el sol de los incas antes de que amaneciese, a los bancos de Amsterdam, de Amberes, de Lisboa y de Londres. No fue nunca el dinero, el oro acumulado, inhumano, utilita-rio y cruel. Fue «el tesoro», conjunto mágico, cosa soñada e innumerable, suscitadora de aventuras y hazañas. En el Virreinato español la plata no se convirtió, tampoco, en negocio y dividendo, sino que afloró en el altar, en el decoro doméstico o en el alarde momentáneo de la procesión, en la cabalgata o el séquito barroco del Virrey o del Santísimo Sacramento. Por imposición de su medio, el Perú tuvo oro y esclavos —como denostó Bolí-var, en su carta de Jamaica—, que produjeron anarquía y servidumbre y el peruano de la República, como el indio fatalista y agorero y como el con-

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quistador ávido y heroico, no tuvo cuenta del mañana y se entregó al azar y a la voluntad de los dioses, con espíritu de jugador, hasta que la fortuna se cansó de sonreírle. Surgió entonces la comparación del humanista europeo, que llamó al Perú, un «mendigo sentado en un banco de oro».

El recuerdo legendario de su arcaica grandeza, que se trasunta en la imagen del cerco y los jardines de oro del Coricancha, o en las calles pavi-mentadas con lingotes de plata de la Lima virreinal, dejó en el ser del Perú, junto con la conciencia de una jerarquía del espíritu que, como el oro, no se gasta ni perece, una norma de comprensión y amistad que brota de la índole generosa del metal y es el quilate-rey de su personalidad y señorío.

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Presentación

José de la Riva Agüero(Lima 26-II-1885 – 25-X-1944)

Don José de la Riva Agüero y Osma, heredero de los títulos del mar-quesado de Montealegre y Aulestia y descendiente directo del pri-mer presidente del Perú, destacó como historiador y crítico literario desde su tesis de bachiller en Letras, Carácter de la literatura de Perú independiente (1905), reputación que confirmó con su tesis de doc-torado de Letras, La Historia en el Perú (1910). Antes de obtener el doctorado en Jurisprudencia en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, realizó un extenso viaje de investigación que le permitió incorporar el paisaje cultural y la geografía a su conocimiento de la historia peruana y dio lugar a una célebre colección de crónicas, pu-blicadas parcialmente por la revista Mercurio Peruano (1912) y luego reunidas bajo el título Paisajes peruanos (1955).Ejerció la cátedra en forma episódica pero dejando huella en cada una de sus intervenciones. Tal es el caso de su Elogio del Inca Garcila-so (1916), pronunciado en la Universidad de San Marcos al conme-morarse el tercer Centenario de su muerte del gran cronista; y el de sus lecciones sobre El Perú prehispánico (1919).Tuvo una breve y poco favorable participación como líder político al fundar el Partido Nacional Democrático en 1915, motejado como «partido futurista» por sus rivales y cuyas propuestas tuvieron escasa acogida. Optó por radicar en Europa durante el largo mandato de Augusto B. Leguía (1919-1930). Al volver dio un giro severo en sus convicciones políticas, al transitar del liberalismo racionalista y una postura de «centro», al conservadurismo de honda severidad religiosa y una postura de «extrema derecha». Fue alcalde de Lima (1931-1932) y durante el gobierno de Óscar R. Benavides ejerció como presidente del Consejo de Ministros y ministro de Justicia, Instrucción y Culto (24-XI-1933 a 18-V-1934), cargo al que renunció con indignación cuando el gobierno aprobó la ley de divorcio por

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mutuo disenso. Desde entonces redujo notoriamente su actividad pública. Fue director de la Academia Peruana de la Lengua (1934-1944) y decano del Colegio de Abogados de Lima (1935-1936). Legó todos sus bienes a la Universidad Católica. Después de 1919 la obra intelectual de Riva Agüero ahondó en eru-dición pero tendió a especializarse en temas descriptivos, disminu-yendo la gran perspectiva formativa de una identidad cultural nacio-nal que caracterizó a sus libros juveniles.Principales libros publicados:-Carácter de la literatura del Perú independiente (1905, 1961); -La Historia en el Perú (Lima, 1910; Madrid 1952); -El Perú histórico y artístico (Santander, 1921); -El primer alcalde de Lima, Nicolás de Ribera El Viejo, y su posteridad (1935); -Civilización peruana; época prehispánica (1937); -Por la verdad, la tradición y la patria (2 vols., 1937-1938).Principales libros de publicación póstuma:-Paisajes peruanos (1955). El texto seleccionado para esta antología, el Elogio del Inca Garcilaso, estableció un importante precedente de revaloración del escritor pe-ruano en los medios académicos hispanoamericanos, en momentos en que imperaba una apreciación despectiva liderada por el crítico español Manuel González de la Rosa.

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ELOGIO DEL INCA GARCILASO, 19165

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El Perú conmemora hoy al más grande y clásico de sus escritores anti-guos, al único genial entre todos sus analistas.

Hace trescientos años, y en vísperas de publicar su última obra, falle-cía el Inca Garci Lasso de la Vega, casi al propio tiempo que Cervantes y Shakespeare. No sin saludar nosotros estos egregios nombres, y parti-cularmente el incomparable de Miguel de Cervantes, que se aprestan a solemnizar ahora en España (con las forzosas limitaciones determinadas por la actual guerra europea) y que es suprema gloria de nuestra lengua, estábamos obligados aquí a dedicar acto especial y público a la memoria de nuestro insigne compatriota, que es el patriarca de la peculiar literatura peruana, y por la celebridad y el sentimiento, el indiscutible dominador de nuestra primitiva historia.

Cumpliendo con tal deber y secundando con entusiasmo la invitación del Instituto Histórico del Cusco, que tomó la iniciativa del homenaje al más famoso de los nacidos en esa ilustre y venerable ciudad, la Universidad de Lima decidió rememorar el centenario con la sesión presente; y me ha encargado hablar en ella a nombre suyo, tal vez por haber ocupado yo par-te de mi juventud en la necesaria y minuciosa vindicación de tan amable como injuriado cronista. Encargo sobremanera honroso y halagador el que se me ha conferido; porque Garcilaso no es sólo el primero de nuestros prosistas en tiempo y en calidad, sino la personificación más alta y acabada

5 Ponencia ofrecida en la Universidad de San Marcos el 22 de abril de 1916. Para esta antología ha sido transcrita la primera edición, publicada bajo el título «Elogio del Inca Garcilaso en el tercer centenario de su muerte» en la Revista universitaria, Lima, año XI, vol. I, abril de 1916, pp. 333-412. Las siguientes notas de pie de página pertenecen a dicha versión revisada por el autor.

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de la índole literaria del Perú, que logró desde el principio en éste su pri-mogénito un admirable y fidelísimo intérprete, y que ha continuado luego manifestándose, aunque con menos lucimiento, en las épocas posteriores. Todo en el Inca Garcilaso, desde su sangre; su carácter y las circunstancias de su vida, hasta la materia de sus escritos, y las dotes de imaginación y el inconfundible estilo con que los embelleció, concurre a hacerlo represen-tativo perfecto, adecuado símbolo del alma de nuestra tierra. El ciego afán de detracción y la envidia afirmaron y la ignorancia ha propalado después; que todos los conquistadores del Perú fueron gentes de baja extracción. Sin duda que los más tuvieron humilde origen, porque las aventuras coloniales no se emprenden con magnates; pero el que ha estudiado atentamente aquellos tiempos, sabe que entre los compañeros de Pizarro los hubo de tan noble alcurnia como Ribera el Viejo, Juan Tello de Sotomayor y Juan Tello de Guzmán. Atraídos por las mágicas noticias y las inverosímiles riquezas del botín, fueron viniendo sucesivamente segundones de los linajes más claros; y entre éstos hay que contar al capitán Garci Lasso de la Vega, el padre de nuestro autor6.

Era extremeño, como casi todos los principales ganadores de América; y nació en Badajoz hacia el año de 1500, hijo de Alonso Henestrosa de Vargas, señor de Valdesevilla y ascendiente de los posteriores marqueses de este nombre (siglo XVII), y nieto de Alonso de Vargas, el señor de Sierrabrava. Se preciaba de descender, por línea legítima y varonil, del hermano de Garci Pérez de Vargas, el mejor auxiliar del rey San Fernando en la reconquista de Andalucía. Entre sus abuelos figuraban el conde don Gómez Suárez de Figueroa, tronco de la casa ducal de Feria; don Lorenzo, el maestre de Santiago, antecesor de la misma; y la hermana del cultísimo Iñigo López de Mendoza, progenitor de la del Infantado. Por esta línea, y como si la historia se esmerara en acumular para su estirpe los más castizos y excelsos timbres de armas y letras, tuvo parentesco próximo con el exquisito y único Jorge Manrique; y con el caballero Garci Lasso, comendador de Montizón,

6 Consta haberse llamado Sebastián Garci Lasso de la Vega Vargas.

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muerto por los moros de Granada en 1458, tan celebrado por Hernando del Pulgar y cantado por Gómez Manrique en las hermosas coplas que dicen:

Así nos volvimos más tristes que cuando las troyanas gentes sin Héctor tornaron...

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De los fuertes rayos e casos turbados los valles e llanos son siempre seguros;

pero no, señora, las torres e muros que son en las cuestas e altos collados.

En esos siglos era costumbre general que el apellido paterno se reser-vara a los mayorazgos e hijos primeros, y que los restantes adoptaran los otros apellidos de la ascendencia, para mantener vivo el recuerdo de los más gloriosos enlaces. Conformándose con este uso, don García, que era el hermano tercero, dejó para los dos mayores el apelativo de Vargas; y recibió el de Lasso de la Vega, que le tocaba por el lado de su madre, doña Blanca de Sotomayor y Suárez de Figueroa.

Él trajo al Perú la prosapia y el nombre del esclarecido solar montanés que auténticamente se muestra en el almirante de Alfonso el Sabio; que con el corregidor toledano don Pedro, acababa de dar el primer jefe a la rebelión de los comuneros; que en la anterior centuria había producido con el gran marqués de Santillana, ya citado, hijo de doña Leonor de la Vega, al más elegante de los postreros poetas trovadorescos; que a la sazón res-plandecía y culminaba con el heroico amigo de Carlos V, el inmortal cantor bucólico; y que en nuestro país iba a engendrar un escritor no indigno de tales parientes. ¡Privilegiada raza a la verdad ésta de los Lasso de la Vega en las letras de Castilla! La sangre común de sus tres mencionados repre-sentantes artísticos se descubre en esas cualidades de blanda amenidad, de candorosa y apacible lozanía, de refinado y gentilicio buen gusto, de honda y sentidísima dulzura, que son sus prendas familiares, y hacen de ellos, con

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su deudo Jorge Manrique, un grupo aparte, afín de fray Luis de León, en la violenta, desgarrada y desigual literatura española.

Mientras don Alonso de Vargas y Figueroa militaba en Italia, Flandes y Alemania, y acompañaba al emperador en sus jornadas, los dos hermanos menores, Juan de Vargas y Garcilaso de la Vega, decidieron pasar al nuevo y espacioso campo que América brindaba. Es probable que por el año de 1525 se dirigieran ya a Méjico. A lo menos, no hay duda de que en 1531 se ausentaron definitivamente de España. Estuvieron en Guatemala; y acom-pañados de sus dos primos hermanos, don Gómez Tordoya de Vargas y don Gómez de Luna, arribaron al Perú con don Pedro de Alvarado, en la bizarra y brillante cuanto desdichada expedición que al cabo se redujo al servicio de Pizarro. Éste encomendó a Garcilaso (quien desde España tenía el título de capitán, muy poco prodigado entonces), la trabajosa conquista de la comarca de Buenaventura, al norte de Puerto Viejo. De allí, cuando el al-zamiento del Inca Manco, acudió al socorro de Lima y el Cusco; y fue luego con Gonzalo a someter el Collao y las Charcas, en donde le concedieron el extenso repartimiento de Tapacari. En los intervalos de sus campañas tuvo amores en el Cusco con una joven princesa incaica, la ñusta Isabel Chim-pu Ocllo, nieta del antiguo monarca Túpac Yupanqui, una de las tímidas flores indias que solazaron a los fieros castellanos. De estos amores nació, el 12 de abril de 1539, el mestizo Garcilaso de la Vega, al que impusieron también el nombre de Gómez Suárez de Figueroa, en honor de su afamado tatarabuelo.

Los conquistadores encumbrados no solían casarse con mujeres de raza india, por augusta que fuera la cuna de ellas, a no ser con hijas o hermanas de los últimos soberanos; y la pobre niña Isabel Chimpu Ocllo, vástago de una rama menor y arruinada desde Atahualpa, mera sobrina de Huayna Cápac, huérfana al parecer desde muy temprano del auqui o infante Huall-pa Túpac, desposeída por la invasión española de toda esperanza de recu-perar su patrimonio y jerarquía, no fue sino manceba del orgulloso Garcila-so, aunque es de suponer que la estimara y considerara excepcionalmente, pues leemos que hacía los honores de su casa, atendía a los huéspedes más calificados, y mantenía correspondencia de cumplimientos y cortesías con

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personajes como el obispo fray Juan Solano y el caudillo realista don Diego Centeno7. En el tumultuoso desarreglo de la Conquista, reciente aún el ejemplo de la desenfrenada poligamia de los príncipes autóctonos, el simple concubinato era muy aceptado y público, y casi decoroso a los ojos de to-dos, así españoles como indios.

El opulento capitán Garcilaso vivía con esplendidez extraordinaria. Por carta del virrey marqués de Cañete sabemos que un tiempo comían de dia-rio a sus manteles de ciento cincuenta a doscientos camaradas, fuera de algunos caballeros principales, invitados especialmente a su mesa, y de ami-gos y deudos pobres a quienes alojaba, vestía y proveía de las cabalgaduras de sus vastas caballerizas, con la más rumbosa hospitalidad. Era hombre afable, y muy humano y benigno con sus vasallos indios, hasta rebajarle considerablemente los tributos que le debían. En este medio de magnificen-cia y señoril boato se despertó el niño mestizo a la razón y al sentimiento. Los incas de su parentela, que con frecuencia iban a visitar a su madre, y la numerosa servidumbre indígena, lo entretenían en la infancia contándole fábulas y consejas. Hablábanle de las vagas hazañas y las remotas expedi-ciones de sus antepasados, los emperadores incaicos; de la aparición del dios Huiracocha, del ave sagrada corequenque, de los agüeros, conjuros y secretas hierbas medicinales. Su anciano tío abuelo, el inca Cusi Huallpa, relataba los hechos del invicto Huayna Cápac. Dos viejos casi decrépitos, que fueron capitanes de la guardia de este soberano, don Juan Pechuta y Chauca Rimachi, referian a menudo sollozando los misteriosos presagios que anunciaron la caída del imperio. Su madre doña Isabel y su tío carnal don Francisco Huallpa Túpac, recordaban a veces las tribulaciones y los terrores de sus primeros años, cuando las mortandades de Atahualpa. Por las noches, los criados le mostraban en las estrellas las figuras de la alpaca celeste, cuyos miembros forman la Vía Láctea, y en las manchas de la Luna las huellas de los abrazos de la zorra mitológica que se enamoró de la diosa Quilla. Y le decian cómo la lluvia proviene del cántaro de una doncella divina, a quien su hermano se lo quiebra con el fragor del trueno; y cómo

7 Comentarios reales, 1a. parte, libro IX, cap. XXIV; 2a. parte, libro V, cap. X; y para lo siguiente, la oración fúnebre inserta en el libro VIll, cap. II, de la 2da. parte.

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todas las tardes el Padre Sol desaparece en las remotas playas del occidente para zambullirse a manera de un valiente nadador y enjugar con su fuego las inexhaustas aguas del Gran Océano, sobre el que flota el ancho país del Tahuantinsuyu8.

Pusiéronle como ayo desde la más tierna niñez al castellano Juan de Alcobaza, hidalgo muy devoto y ejemplar. En las cuadras y corredores del palacio, los comensales de su padre disertaban sobre los pasados lances de la conquista, el tremendo cerco del Cusco por el Inca Manco; el asesinato del marqués don Francisco, sus dichos y costumbres; las batallas de Las Salinas y de Chupas; las tentadoras e inaccesibles tierras de la Canela y el Dorado, ocultas entre los arcabucos de los Antis; y las nuevas inquietadoras del atrabiliario virrey Núñez Vela y las recientes ordenanzas que, so color de aliviar a los naturales, arrebataban las encomiendas a los más esforzados conquistadores.

El aspecto del Cusco era entonces singular y pintoresco en sumo grado. Los indios conservaban sus vestidos especiales, sus peculiares divisas y sus tocados diversos, según las regiones y provincias de que procedían. Los de la sangre incaica, aunque empobrecidos, llevaban los listados mantos de suaves telas de vicuña y vizcacha. Todavía celebraban las fiestas mayores de su religión. En el Situa corrían blandiendo las lanzas y apagaban en los arroyos las antorchas de la gran purificación nocturna; y para barbechar el sacro andén de Collcampata, desfilaban entonando los cantares del haylli curiosos cortejos engalanados de plumaje y chaperías de plata y oro, imagen ya pálida de las suntuosidades rituales de antaño9. El primitivo caserío de la ciudad había sido quemado por los soldados de Manco, quienes no res-petaron sino cuatro palacios reales: Collcampata, Quishuarcancha, Ama-rucancha con su alta torre delantera, y Casana con el estanque sagrado, unida a la Yachahuasi de los amautas; y además el templo de Coricancha y el convento de las vírgenes o acllahuasi. Los españoles comenzaban a de-rruir estos pocos edificios públicos salvados de los estragos del asedio, para

8 Comentarios reales, 1a. parte, libro I,cap. XIX; libro II, caps. XXIII a XXVII; libro IX, cap. XIX.9 Comentarios reales, 1a. parte, libro V, cap. II; libro VII, cap. VII.

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labrar casas e iglesias en ellos, o ensanchar las estrechas calles. Pero en toda el área restante quedaban, fácilmente indemnes del incendio y los destrozos del cerco, largos y recios muros de sillería. Los conquistadores los aprove-chaban para sus moradas; y decoraban la formidable severidad de aquella desnudez granítica de las ciegas paredes, abriendo anchurosas puertas bla-sonadas y ventanajes de forjados hierros. Junto a los claveteados postigos, en los zaguanes oscuros y los espaciosos patios, aguardaban los caballos, aderezados a la jineta. Montaba algún hidalgo, duro y avellanado, como el Pero Martín de Sicilia que Garcilaso nos pinta; y enhiesto el lanzón, trotaba por los caminos que conducían a las otras remotísimas ciudades del inmenso virreinato.

Aún no había cumplido seis años el niño Garcilaso, cuando la guerra civil entre el virrey Núñez Vela y Gonzalo Pizarro vino a amenazar de muer-te a todos los suyos, y a grabarle la más viva y pavorosa de sus memorias de infancia. Los principales señores del Cusco, y entre ellos el conquista-dor Garcilaso, viendo el giro de insurrección que tomaba la empresa de Gonzalo, huyeron a Lima para ofrecer sus servicios al virrey. Sabedor de la defección Gonzalo revolvió furioso sobre el Cusco y entregó al saqueo las casas de los fugitivos. Encarnizáronse con la de Garcilaso, por haber sido el instigador y organizador de Ia huida. La soldadesca, tras de despojarla de todos los muebles, “sin dejar estaca en pared, ni cosa que valiese un maravedí”10, quiso prenderle fuego, y buscaba a la princesa Isabel y a sus dos hijos para matarlos. Fue menester la intervención de jefes y amigos notables para evitar el incendio y la matanza. Ahuyentaron a toda la servidumbre y prohibieron con pena de muerte la entrada en la mansión proscrita. Con el feroz Hernando Bachicao, que mandaba la artillería, no valieron ruegos ni intercesores. Colocando sus piezas junto a la Catedral, cañoneó desde allí la fronteriza fachada de Garcilaso, situada en Cusipata, porque entonces no existían las manzanas que dividen la plaza del Cabildo de la Mayor, y ambas componían una sola y enorme, atravesada por el Huatanay. Los tiros de los falconetes y culebrinas del tiempo hacían poca mella en la maciza cantería

10 Comentarios reales, 2da. parte, libro IV, cap. X; libro VIII, cap. XII.

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incaica; y antes de que lograran derribarla, hubo ocasión de que mediaran valedores y ordenaran suspender el bárbaro ataque. En las lóbregas salas del caserón desierto, quedó abandonada la infeliz concubina con sus dos hijos, Garcilaso y una niña de corta edad. Se atrevieron a acompañarla, con inmi-nente riesgo de la vida, el ayo Juan de Alcobaza con sus dos hijos pequeños y dos fieles criadas indias. Todos los demás desampararon a la familia en desgracia. Doña Isabel y Alcobaza temblaban que a cualquier momento volvieran a matarlos, según se rumoreaba. Así pasaron largas semanas de angustia y soledad. Como no tenían víveres, se mantuvieron con la escasa comida que los parientes incas y pallas podían enviarles en secreto, burlan-do la vigilancia de los guardias; hasta que el cacique feudatario de Garcila-so, don García Pauqui, consiguió con estratagemas en dos noches llevarles cincuenta fanegas de maíz, que les sirvieron de sustento por cerca de ocho meses que duró esta cruel prisión.

Cuando se relajó el aislamiento y fue posible salir de la reclusión abso-luta, el ayo sacaba al niño Garcilaso a la inmediata casa del caballero Juan de Escobar, para que comiera mejor en ella; pero antes de anochecer lo recogía y cerraba reciamente el portón, recelando siempre de algún nuevo asalto. Imaginémonos la impresión que debió de producirle a Garcilaso tan espantosa temporada, que era el primero de sus recuerdos definidos: el es-pectáculo de su madre, joven y desvalida, vagando sobresaltada y congojosa en las vacías y pétreas estancias del vasto palacio, escuchando a lo lejos los ruidos de la revuelta, la gritería de los soldados vagos en la semidesierta ciudad, sin más auxilio de fuera que el de unos pocos deudos y oprimidos vasallos indígenas, ni más compañía que un escudero viejo, cuatro criaturas y dos siervas. Es de admirar que con esto y con la persecución de Carbajal contra su padre en Lima, acertara Garcilaso en su historia a mostrar impar-cialidad y casi piedad a la causa de Gonzalo Pizarro.

El colérico e implacable Alonso de Toro, teniente del Cusco por Gon-zalo, moraba en una case vecina; y esta proximidad contribuyó mucho a empeorar la condición de los proscritos. Mas Alonso de Toro, en una re-yerta doméstica, fué asesinado por su propio suegro; y entonces consiguló

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la familia de Garcilaso salir a un repartimiento de indios, distante treinta leguas del Cusco, en donde se reunieron con su hermano Juan de Vargas y otros españoles amigos. A poco Centeno recuperó el Cusco para el rey; y regresaron todos, acompañados de Vargas, que iba a tomar servicio en el bando real, como lo hizo hasta morir meses después en el combate de Hua-rina. Nadie dudaba de la ruina de Gonzalo; pero de pronto llegó la noticia de la increíble derrota de Centeno, y aparecieron en el Cusco los fatiga-dos y polvorientos dispersos. Con ellos venía el batallador obispo fray Juan Solano, que sin tiempo para visitar siquiera su Catedral, se hospedó en la casa de Garcilaso; y a la mañana siguiente, muy temprano, huyendo de los vencedores y en particular del diabólico Carbajal, que acababa de ahorcar a su hermano Jiménez, cabalgó con su escuadrón de cuarenta caballeros frente a la iglesia de la Merced y se alejó a toda prisa por el camino de la ciudad de Los Reyes11.

Garcilaso, de grado o por fuerza, se había reconciliado con Gonzalo Pizarro. Lo seguía en sus campañas, vivía en su misma tienda, y más que prisionero parecía adepto. Cuando volvieron de Huarina, el mesticillo, que ya contaba más de ocho años, salió a recibir a su padre tres leguas hasta Quispicanchis, en hombros de los criados indios. El recibimiento que el capitán Juan de la Torre preparó en el Cusco a Gonzalo, fue de aparato triunfal, aunque éste pretendió en vano excusarlo. Entraron las tropas con banderas desplegadas, bajo arcos de follaje, entre el repique de los templos y la música de muchas trompetas y ministriles. Los indios, formados por orden de sus barrios y naciones, regaban de flores el suelo y entonaban sus antiguos cantares de alabanzas guerreras. Parecían resucitar los solemnes triunfos de los Incas. Gonzalo Pizarro venía después de su pequeño ejército, rodeado de la servidumbre de su casa y de los principales encomenderos. Se bajó a adorar el Santísimo Sacramento y a dar gracias a la Virgen en el monasterio de la Merced, donde reposaban los cuerpos de sus antiguos adversarios los Almagro y donde el destino le deparaba su próxima tumba12.

11 Comentarios reales, 2da. parte, libro V, cap. XXIII; El Palentino, 1a. parte, cap. LXXX.12 Comentarios reales, 2da. parte, libro V, cap. XXVII.

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Se había disipado por entero el enojo de Gonzalo para con Garcilaso, y revivieron sus afectos de comprovincianos y camaradas. Aún no le devolvió la confiscada encomienda; pero lo llamaba a sus consejos y le mimaba mu-cho al despierto chicuelo, a quien de ordinario invitaba a su casa para que jugara con otros dos mestizos nobles, su hijo Fernando y su sobrino Fran-cisco, el hijo del marqués y de doña Inés Huayllas Ñusta, y lo hacía asistir con ellos, no obstante la corta edad de los tres, a los grandes banquetes que daba a sus soldados. Mas a pesar de estas fiestas, un ambiente de terror pesaba sobre el Cusco. Arreciaban los preparativos de guerra contra Gasca. El corpulento y encarnado viejo Francisco de Carbajal recorría sin descanso la ciudad en su mula parda, cubierto con un albornoz morado a la morisca y un sombrero de tafetán lleno de plumas blancas y negras, disponiendo con infernal actividad los aprestos bélicos y los suplicios capitales. A cada ins-tante se escuchaba que había mandado dar garrote a personas conocidas. Su propia comadre, la señora española doña María Calderón13, venida de Arequipa, amaneció un día ahorcada de una ventana, por haberse atrevido a murmurar de los rebeldes. Cierta vez que el niño Garcilaso estaba como solía en el cuarto de Gonzalo, vio presentarse en la puerta al atroz anciano y hablar en voz baja con el caudillo, tal vez pidiéndole alguna muerte. Gonza-lo le respondía apaciguándolo con respetuoso comedimiento: Mirad padre... En la desolación de los campos, los rebaños de llamas perecían, atacados de peste; y las zorras hambrientas se entraban en los pueblos , y morían a montones en las calles y plazas del Cusco14.

Ocurrió por fin el último acto de la tragedia: el desbande y las ejecucio-nes de Jaquijahuana. El capitán Garcilaso fue el primero en pasarse al real de Gasca, quien por esto quiso honrarlo presenciando desde el balcón de su casa las fiestas de toros alanceados y los costosos juegos de cañas «con libreas de terciopelo de diversos colores», que solemnizaron en el Cusco la victoria de la causa del rey y la pacificación del país. Aquella animada tarde

13 Era mujer del capitán Jerónimo de Villegas; y también mataron los pizarristas al hijo de ambos, niño de corta edad, con malos tratos que le dieron en el Cusco.

14 Comentarios reales, 2a. parte, libro IV, cap. XLII; 1a. parte, libro VIII, cap. XVI.

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pudo el futuro cronista contemplar largamente, a su sabor, las feísimas fac-ciones y el ruin talle del clérigo, muy chico de cuerpo, deforme de busto y todo piernas, que con su maña y buen seso había deshecho la poderosísima rebelión, desbaratado a los mejores veteranos y restituido a la obediencia de Carlos V el reino del Perú, que medía 1,300 leguas de largo15.

Transcurrieron unos años algo tranquilos. El mozuelo Garcilaso, des-pués de haber recibido, con otros hijos de conquistadores, lecciones de cinco efímeros preceptores de latinidad, principió a seguir formalmente el curso del licenciado y canónigo Juan de Cuéllar, natural de Medina del Campo. En unión de sus condiscípulos, como él mestizos y progenie de los encomenderos más principales, y con uno que otro muchacho inca, reco-rría cantando bulliciosamente las calles y los alrededores del Cusco; en las excursiones a las afueras, iba a ver los trozos del cuerpo de Carbajal, que se pudrían colgados en las picotas de las cuatro grandes calzadas y acudía a admirar los primeros bueyes traídos de España, que araban ante una ató-nita muchedumbre de indios; vagaba por las bóvedas y subterráneos de la gran ciudadela de Sacsayhuaman, ya desplomada entonces; seguía tratando íntimamente a sus próximos deudos incaicos, a los príncipes Paullu y Titu Auqui, ahijados de su padre, y a la madre de ambos, la palla Añas; viajaba al regalado valle de Yucay, y a la encomienda paterna de Cotanera, junto al Apurímac, donde asistió a las exequias idólatras del curaca Huamampallpa, con grandes cantos plañideros y tremolar de pendones; y por los años de 1550 a 1554 recorrió gran parte del Alto Perú, pues cuenta que estuvo «en los últimos términos de las Charcas, que son los Chichas», o sea las actuales comarcas bolivianas de Porco, Tupiza y Cotagaita, y hay palabras suyas que indican casi con certeza que hacia la época referida debió de residir una temporada en Potosí y que conocía la provincia de Cochabamba16.

Con estos viajes y comunicaciones de su vivaz adolescencia, fué alle-gando las impresiones auténticas y directas sobre el territorio y las leyendas

15 Comentarios reales, 2a. parte, libro V, cap. ll; libro VI, caps. I y Xlll.16 Comentarios reales, 1a. parte, libro I, cap. 1; libro VlIl, caps. XXI, XXIV y XXV; libro III, caps.

XIV y XV; Libro Vl, cap. V.

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del antiguo Perú, que animaron en Ia edad madura sus palpitantes Comen-tarios reales, y que tan sin razón ni fundamentos atribuyó a un plagio absur-do nuestro erudito González de la Rosa, en horas de inexplicable desvarío.

Entre los señores del Cusco, relacionados y amigos de su padre, los que parecen haberle dejado más grato recuerdo son el magnífico Diego de Silva, de la casa de los condes de Cifuentes, su padrino de confirmación, hijo de Feliciano, el famoso autor de libros de caballerías satirizado en el Quijo-te; su primo Gómez de Tordoya, hijo del conquistador del mismo nombre, muerto en el combate de Chupas; su tio el festivo, ventrudo y glotón don Pedro Luis de Cabrera, que por la madre, doña Elena de Figueroa, perte-necía también a la casa de los condes de Feria, y que era hermano del des-venturado don Jerónimo, el segundo gobernador del Tucumán y fundador de la ciudad de Córdoba en el Río de la Plata; el capitán Gonzalo Silvestre con quien trabó amistad inalterable desde 1552, compañero de aventuras de Hernando de Soto en la Florida y de Diego Centeno en el Collao y Las Charcas; y entre sus condiscípulos, el malogrado Gonzalo Mejía de Figue-roa, por raro caso entre los de aquella generación blanco puro, como hijo de Lorenzo Mejía de Figueroa (el degollado por orden de Gonzalo Pizarro) y de doña Leonor de Bobadilla, hija natural del conde de la Gomera; y los vástagos de los célebres conquistadores Pedro del Barco, Pedro de Candia, Mancio Sierra de Leguízamo, Antonio Altamirano y Diego Maldonado el Rico.

Por San Juan y Navidad, los curacas llevaban al Cusco los tributos para los encomenderos; y el mancebo Garcilaso, por mandanto de su madre, cotejaba las cuentas asentadas en los quipos17. Esta circunstancia nos des-cubre todavía a Doña Isabel gozando del pleno ejercicio de su autoridad de ama en el hogar del conquistador; pero poco tiempo después tuvo que ceder el puesto a una afortunada rival española. El gobierno instaba de continuo a los encomenderos que se casasen, para atender a la estabilidad y moralidad de la colonia, y al incremento de la población blanca; y el capitán Garcilaso, ya mayor de cincuenta años, se resolvió a contraer pro-

17 Comentarios reales, 1a. parte, libro VI, cap. IX.

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porcionado enlace con una dama castellana, cuñada del valiente caballero leonés Antonio de Quiñones, que era deudo cercano del antiguo goberna-dor Vaca de Castro y del linaje de Suero de Quiñones, el del Paso Honroso en el Puente de Órbigo18.

El casamiento del padre hubo de afligir profundamente al hijo ilegíti-mo. Veía humillada y alejada a su madre, a quien parece haber amado con muy entrañable cariño. Viejo, en la Dedicatoria de la segunda parte de los Comentarios Reales, ha honrado su recuerdo enternecida y solemnemente, declarando que tenía por el colmo de los beneficios divinos que la Virgen le había otorgado, «la conversión a nuestra Fé de mi madre y señora, más ilustre y excelente por las aguas del Santo Bautismo que por la sangre real de tantos Incas peruanos». En el epitafio de la capilla de Córdoba hizo poner su nombre. De la madrastra, él, tan prolijo en memorias de familia, jamás dice palabra afectuosa; y es probable que aluda a ella y al ingrato ma-trimonio de su padre la anécdota epigramática de las damas de Guatemala, que se casaron con los conquistadores viejos «porque se habían de morir presto, para heredar sus indios y escoger luego un mozo, como suelen trocar una caldera rota por otra sana y nueva». Y añade con tono de amarga con-fidencia: «Pocos ha habido en el Perú que se hayan casado con indias para legitimar los hijos naturales y que ellos heredasen, y no el que escogiese la señora para que gozase de lo que él había trabajado, y tuviese a sus hijos por criados y esclavos. [...] Desde los hospitales en que éstos viven, ven gozar a los ajenos de lo que sus padres ganaron, y sus madres y parientes ayudaron a ganar»19.

Nuestro Garcilaso siguió viviendo en el hogar paterno, muy querido y atendido por el viejo guerrero, a quien servía de escribiente y que por este tiempo le hizo donación de una chacra de coca, llamada Havisca, en Pau-cartambo. Obedeció esta donación a haber nacido del matrimonio dos hijas legitimas, que murieron después en menor edad. Ignoramos qué fue de la

18 Doña Luisa Martel de los Ríos y Lasso de Mendoza, viuda de Garcilaso de la Vega, casó con don Jerónimo de Cabrera y Alvarez de Toledo, el fundador de la villa de Valverde en Ica y gobernador del Tucumán.

19 Comentarios reales, 2da. parte, libro II, cap. I.

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otra hija natural del conquistador, hermana entera del cronista, a la que no se vuelve a mencionar, pero que parece haber sobrevivido al padre20. Quizá fué a acompañar a doña Isabel.

No cesó el joven mestizo de visitar a su madre y sus parientes incaicos, ni de complacerse en el trato con los orejones y demás indios principales. Mirábanlo todos con la cariñosa consideración debida a un vástago de la estirpe imperial y de uno de los primeros entre los nuevos e invencibles viracochas. En aquellas juntas, nos refiere, «me dieron larga noticia de sus leyes y gobierno, cotejando el de los españoles con el de los Incas. Decían-me cómo procedian sus reyes en paz y en guerra, de qué manera trataban a sus vasallos y cómo eran servidos dellos. Demás desto me contaban como a propio hijo toda su idolatria: sus ritos, ceremonias y sacrificios, sus fiestas y cómo las celebraban. Decíanme sus abusos y supersticiones, sus agüe-ros malos y buenos. En suma, digo que me dieron noticia de todo lo que tuvieron en su república, que si entonces lo escribiera, fuera más copiosa esta historia». Un día, siendo él de dieciseis o diecisiete años, y estando sus parientes «en esta su conversación, hablando de sus reyes y antiguallas, el más anciano dellos», el Inca Cusi Huallpa, satisfizo su filial curiosidad narrándole, con acento tembloroso de emoción, a manera de una reve-lación sagrada, la suave y radiosa leyenda de Manco Cápac y su mujer, hijos del Sol, civilizadores del mundo peruano y fundadores del Cusco. Las remembranzas de los príncipes depuestos continuaban en coro, con fervor religioso y oculto, y desgarradora amargura indígena: «De las grandezas y prosperidades pasadas (son sus palabras textuales), venían a las cosas pre-sentes: lloraban sus reyes muertos, enajenado su imperio y acabada su repú-blica. Y con la memoria del bien perdido, siempre acababan en lágrimas y llanto, diciendo: trocósenos el reinar en vasallaje»21. Así, en este cuadro de desamparo y solemne melancolía, en la desolación patética y sublime de un crepúsculo misterioso, se depositaban en el alma del historiador las secretas tradiciones de su abatida patria.

20 Comentarios reales, 2da. parte, libro V, cap. XXII.21 Comentarios reales, 1a. parte, libro I, caps. XV y XIX.

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Entretanto que los Incas lamentaban sus desvanecidos esplendores, los españoles se preparaban a despedazarse en una nueva contienda civil. Los soldados ociosos, descontentos y levantiscos, residuo de las últimas guerras, pululaban en todo el Perú, y tramaban sin cesar conjuraciones y alborotos. No mucho después de la partida de Gasca, Francisco Hernández Girón, que reclutaba gente para su conquista de los chunchos, tuvo una grave desave-nencia con el corregidor del Cusco y acuarteló a sus secuaces, armados en son de ataque. El corregidor convocó en la plaza a los señores de vasallos, caballeros y mayores mercaderes; y ambos bandos estuvieron apercibidos y velando dos días y dos noches, a punto de romper, con gran zozobra de toda la ciudad. Hubo largas negociaciones, entrevistas en la Catedral y difíciles conciertos, por mediación del Deán, el capítulo y los encomenderos más notables. Se entregaron rehenes de una y otra parte, entre los que figuró el conquistador Garcilaso; y cuando al fin Francisco Hernández se dió preso, bajo seguro de pleito homenaje, algunos de sus soldados se hicieron fuertes en un redondo y elevado cubo de piedra que dominaba el Coricancha, y se resistieron allí varios días, y para evitar que el escándalo se repitiera, hubo que arrasar aquel torreón incaico. Francisco Hernández fué remitido a Lima, donde la Audiencia lo absolvió, y regresó con esto alentado en sus audacias. Prosiguieron los desasosiegos en el Cusco. El mariscal Alonso de Alvarado, nuevo corregidor, mató por conspiradores a Francisco de Miran-da, Alonso Hernández Melgarejo y Alonso de Barrionuevo, y a un caba-llero mozo sevillano, llamado don Diego Henríquez, por publicar afrento-samente las bastardías que deslustraban a ciertos linajes muy acreditados en el Perú. El adolescente Garcilaso presenció las referidas ejecuciones, y respiró esta atmósfera saturada de recelos y ferocidad.

Hubo una tregua con el breve gobierno del virrey don Antonio de Mendoza, el cual envió a su hijo don Francisco por visitador de todas las provincias de Arriba. Festejáronlo en el Cusco espléndidamente, con vistosas danzas, cañas y cuadrillas de caballeros. Una comparsa de tales cabalgatas lució en los turbantes morunos, esmeraldas y pedrerías por valor de más de 360,000 ducados. Esta vida, con sus contrastes de fausto y de inquietud, de magnificencia y de crueldad, parecía un reflejo de la de los condottieros italianos.

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Los ochenta encomenderos, que exclusivamente se denominaban vecinos del Cusco, constituían una aristocracia cerrada, opulenta y belicosa. Desde ellos y los caballeros, por vía de imitación, se difundió el prurito de los desafíos hasta los mercaderes y tratantes y los ínfimos pulperos, sin que aprovecharan nada las conminaciones de los justicias y las prohibiciones eclesiásticas. Los asesinatos por casos de honra y venganza eran casi cotidianos. La procesión del Corpus competía con las más lujosas de España; y a ella concurrían de las provincias comarcanas innumerables cantidades de indios, con las máscaras, galas y ornamentos del tiempo de los Incas.

Sobrevino en 1553 el sanguinario levantamiento de don Sebastián de Castilla y Vasco Godínez en Chuquisaca. Los señores del Cusco se dispo-nían a salir a campaña contra los rebeldes, cuando se supo que ellos mis-mos se habían despedazado y entregado. Pero entonces, con pretexto de la abolición del servicio personal de los indígenas, estalló la conjuración de Francisco Hernández, de la que fue nuestro Garcilaso excepcional testigo de vista.

Celebrábase el 13 de noviembre de 1553 una boda de rumbo, como que el novio era Alonso de Loaysa, sobrino del arzobispo de Lima, fray Jerónimo, y del cardenal de Sevilla don García de Loaysa y Girón, que fue presidente del Consejo de Indias; y la novia era doña María de Castilla, hija del hazañoso Nuño Tovar, teniente de Hernando de Soto, y nieta del conde de la Gomera. Por la tarde se corrieron alcancías, que el mancebo Garcilaso miró desde un grueso muro de cantería incaica, frontero a la casa de los velados; nos relata que vió asomar a Francisco Hernández en una ventana de la sala «los brazos cruzados sobre el pecho, más suspenso e imaginativo que la misma melancolía». Fué de noche a la gran cena, para recogerse con su padre y su madrastra, después de un auto escénico que como término de la fiesta se preparaba. Don Baltasar de Castilla, tío de la novia, encomendero muy galán, prominente y acaudalado, hacía de maestresala, con un riquísimo paño terciado al hombro. No bien había entrado nuestro autor en el ancho aposento en que cenaban los numerosos caballeros invitados, y acercándose al corregidor don Gil Ramírez Dávalos, que lo llamaba para agasajarlo, cuando oyeron descompasados aldabonazos en la puerta de calle,

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y penetró Francisco Hernández con la espada desnuda y una rodela, vestido de cota de malla y capa, y asistido por doce compañeros bien armados22. La concurrencia estupefacta se levantó, y se dió a huir hacia las habitaciones interiores, y la antecámara y la cuadra en que cenaban aparte las damas, saltando por las ventanas y atrancando las puertas. Uno de los convidados que había quedado en la sala del banquete, tiró de los manteles para apagar las velas y escaparse mejor en la oscuridad; pero, a la luz de un candelero que permaneció encendido, los agresores lo cosieron a estocadas. Mataron asimismo al antiguo conquistador Juan Alonso Palomino; y derribando las puertas de la cuadra en que estaban las señoras, obligaron a que se rindiera el corregidor, que allí se había refugiado. Garcilaso con su padre y un grupo de treinta y seis caballeros salvaron por los tejados. Advertidos de que el corregidor estaba determinado a entregarse, recorrieron por los techos buena parte de la ciudad, subiendo y bajando en las esquinas de las calles por medio de una escala de mano. Iba delante el muchacho Garcilaso, haciendo oficio de centinela, y silbaba en cada encrucijada para advertirles si podían descender con seguridad. Así llegaron a refugiarse en las casas de Antonio de Quiñones, y acordaron con éste partir a Lima, para militar bajo la Audiencia. Nuestro Garcilaso fué a traer el mejor caballo de campaña de su padre. En las puertas de los principales conjurados vió tropel de cabalgaduras y bullir de negros esclavos, que eran ya por facinerosos el espanto en las luchas civiles del Perú. El capitán Garcilaso, con su cuñado y algunos parientes y amigos, logró evadirse del Cusco dando muchos rodeos. Su hijo, con la curiosidad de los pocos años, salió a la Plaza Mayor a ver los sucesos. Estaba desierta. La rebelión no cundía; y de los ochenta señores de vasallos, sólo tres se presentaron inmediatamente a servirla, a caballo y con lanza. Los sublevados, viéndose tan pocos en el inmenso espacio de la antigua plaza y que el vecindario noble no tomaba partido por ellos, se sintieron desfallecer en tal vacío, y para aumentar su exiguo número soltaron y armaron a los delincuentes de la cárcel. Pero si la población no los seguía, tampoco osaba resistirles, asombrada de su arrojo, privada de cabeza

22 Comentarios reales, 2a. parte, libro Vll, caps. II y Ill; El Palentino, 2a. parte, cap. XXIV.

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con la prisión del corregidor, e incierta de los alcances, recursos y ocultas connivencias del movimiento. Fue algo muy parecido a lo que aconteció en Lima cuando el asesinato de don Francisco Pizarro. Los conjurados comprendieron el sobrecogimiento de la capital, y se impusieron por el terror. Dieron garrote a dos personajes muy calificados, don Baltasar de Castilla y el contador Juan de Cáceres, y tendieron sus cadáveres desnudos en el rollo de la Plaza; exhibieron al verdugo cargado de cordeles y con un siniestro alfange a la turquesca; convocaron a cabildo abierto y arrancaron a los cabildantes las resoluciones que quisieron; publicaron cartas llenas de bravatas a las otras ciudades del reino, convidándolas a la libertad; y con todo esto, consiguieron afirmarse y levantar un ejército. En las inimitables páginas de Garcilaso, henchidas de aguda observación, desbordantes de fuerza plástica, creemos leer (salvas las diferencias de mérito literario y detalle de indumentaria) el relato de un pronunciamiento republicano del siglo XIX, un capítulo de las revoluciones de Arequipa por el incorrecto pero vivísimo Valdivia.

Cuando Girón avanzó sobre Lima, el mariscal Alonso de Alvarado, ba-jando de las Charcas, ocupó el Cusco con su lucida hueste. Girón la deshizo en Chuquinca; y envió sus tenientes a saquear la metrópoli incaica, en don-de desenterraron las muchas y grandes barras de plata ocultas por los ricos encomenderos, robaron hasta las alhajas y vestidos de las mujeres, y para fundir artillería descolgaron las campanas de los templos, sin cejar por más que el obispo y su clerecía acudieron en procesión a defenderlas con exco-muniones y anatemas. Temiendo el súbito regreso de los sublevados cierta noche, cuando ya estaba cerca el ejército real, los principales vecinos veni-dos del campamento de la Audiencia, se parapetaron en las casas fuertes de Juan de Pancorbo, inmediatas a Sapi, con reparos y troneras; y emplearon como mensajero y corredor al joven Garcilaso, que contaba quince años. A los pocos días desfilaron por la ciudad las tropas de los oidores. Conducían la artilleria pesada 10,000 indios, que la arrastraban de unas gruesas vigas a manera de palanquines y se remudaban a cada doscientos pasos.

La dispersión de los insurrectos en Pucará tuvo, a pesar de los perdones de la Audiencia, su séquito ordinario de castigos; y por lo pronto enviaron

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al Cusco nueve cabezas de rebeldes, que colgaron en las antiguas casas de Alonso de Hinojosa (cerca del actual Montero Tambo y de los derruidos Baños del Inca) a donde todos iban a verlas. Quedó nombrado el conquis-tador Garcilaso corregidor del Cusco; y desempeñó el cargo tres años, hasta fines de junio de 1556. Por aquel tiempo fue la ceremonia de la fundación del gran hospital de indios; y poco después las de la jura real de Felipe II, y del recibimiento y bautismo del Inca Sayri Túpac, que salido de su refugio de Vilcabamba, volvía de Lima reconciliado con el gobierno español y so-metido a la corona de Castilla. El mestizo Garcilaso refiere con orgullo que él fue a pedirle audiencia particular para su madre, que el Inca lo acogló con las más honoríficas fórmulas de la etiqueta imperial y que se dignó ade-lantarse a visitar a la palla doña Isabel.

Con la paz y con el auge de Potosí, aumentó extraordinariamente la pompa de las fiestas eclesiásticas y profanas. Construíanse los grandes mo-nasteries. Todas las semanas había galanísimas carreras a la jineta. Menu-deaban los juegos de toros, cañas y sortijas, con vistosas gualdrapas y libreas recamadas de joyas inestimables. Mas por debajo del bullicio español, que estremecía la vetusta capital india, como algazara sacrílega en un hipogeo violado, los subyugados Incas, con tenaz tradicionalismo, guardaban sus sentimientos añejos y hasta los rencores de sus remotas discordias intesti-nas. Así leemos que los hijos de Atahualpa no osaban salir de la casa, para no sufrir los desaires y denuestos de la persistente facción de Huáscar23.

Garcilaso, en la flor de su mocedad, participaba como el que más de los señoriles deportes de sus deudos y amigos castellanos. Siempre fue en-tendidísimo en equitación y caza, y gustó mucho de armas, divisas, motes y arreos caballerescos. De tan alegre existencia vino a sacarlo la muerte de su padre. Las encomiendas pasaron a las hijas legítimas del conquistador, que murieron niñas a mediados de 156424; y entonces el virrey conde de Nieva, a pesar de las pretensiones de don Jerónimo de Cabrera, segundo marido de doña Luisa Martel de los Ríos (la viuda de Garcilaso), dió esos indios en

23 Comentarios reales, 1a. parte, libro IX, cap. XXXIX.24 Levillier. La Audiencia de Charcas,correspondencia del presidente y oidores, tomo I, pág. 145 (Madrid,

1919).

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parte a don Antonio Vaca de Castro; y la otra parte a don Melchor Vásquez Dávila, el que fue gobernador de Quito. Garcilaso, deseoso de mejorar la condición propia y la de sus hermanos mestizos y su madre, que aún vivía, se decidió a ir a España y solicitar en persona las mercedes reales. Mas an-tes de dejar la ciudad natal, tuvo ocasión de conocer las momias de cinco de los monarcas de sus antepasados. Acababa de descubrirlas el corregidor Polo de Ondegardo; y cuando Garcilaso fue a despedirse de él, lo hizo en-trar en la pieza en que estaban depositadas. Los cuerpos se conservaban intactos, con las manos cruzadas al pecho, la tez tersa y los ojos simulados de una telilla de oro. Los vió envueltos en sus suntuosas vestiduras, ceñidos los regios llautos. Uno solo de ellos mostraba descubierta la cabeza, blanca como la nieve. Garcilaso tocó la rígida mano de Huayna Cápac. En los días siguientes recorrieron la ciudad las sagradas momias, para que los caballe-ros de mayor calidad las miraran en sus casas. Las llevaban por las calles tapadas con lienzos blancos. Al pasar los bultos, los españoles se quitaban las gorras, como que eran cuerpos de reyes; y los indios se arrodillaban a su manera con grandes extremos de adoración, prorrumpiendo en gemidos y lágrimas. Tal fué la postrera, imponente y fúnebre sensación que imprimió en el historiador su paterno Cusco.

Con los recuerdos que nos trasmitió en diversos pasajes de los Comenta-rios y en la Dedicatoria de La Florida, se pueden fijar las etapas principales de su viaje. Descansó en los lozanos viñedos de Marcahuasi; recorrió los arenales y los algarrobales de Ica, y en unión de algunos amigos y compañe-ros examinó en las hoyas de Villacurí los lugares célebres de la última guerra civil: el paraje de la sorpresa de Lope Martín y de la derrota de Pablo de Meneses por Girón; en el valle de Huarcu lo alojó un antiguo criado de su casa, que era poblador de la recién fundada villa de Cañete; se detuvo en Lima, y admiró el trazo regular y simétrico de la capital costeña, que era la gran innovación urbana de aquellos tiempos; le complacieron el caserío y mobiliario, pero le desagradó con justicia el aspecto de nuestros barrosos te-rrados, y halló sobrado grande la Plaza de Armas, extraña tacha para quien venía del Cusco de entonces; padeció su navío una peligrosa calma en la Gorgona; se espantó de la barbarie de los indios de Pasau, que los Incas no

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tuvieron tiempo de civilizar: en Nombre de Dios se encontró con la comi-tiva del nuevo virrey, conde de Nieva, y habló con don Antonio Vaca de Castro, hijo del vencedor de Chupas, que en ella venía; visitó en Cartagena al gobernador de la plaza; tocó en las islas Fayal y Tercera de las Azores, siendo muy atendido y regalado por sus habitantes y los ministros reales; y desembarcó en Lisboa, habiendo salvado la vida milagrosamente de una tormenta o de alguna aventura. A principios de 1561 lo hallamos en Sevi-lla; y luego pasó a Montilla y Extremadura para conocer a su familia. De sus parientes próximos, el que le tomó más cariño fué su tió carnal el capitán don Alonso de Vargas. Este caballero se había retirado hacía poco de la milicia, en la que sirvió a Carlos V muy honrosa y aventajadamente por 38 años, como sargento mayor de los tercios españoles en Alemania y después capitán de caballos, apellidándose a veces como alias usual don Francisco de Plasencia. Fue muy camarada del maestre de campo Alonso de Vives (hermano del insigne filósofo); y tuvo el honor de acompañar, como uno de los dos jefes de la guardia, al entonces príncipe don Felipe en el viaje de Génova a Flandes. A la sazón residía sin hijos en Montilla, cabeza de los es-tados de su primo el marqués de Priego. Él debió de presentarlo al marqués. Grande de España de primera clase y antigüedad, señor de Aguilar de la Frontera, jefe y pariente mayor de la ilustre casa de Córdova como marqués consorte de Diego Alonso Fernández de Córdova y Suárez de Figueroa, acreditado general, veterano de Argel, San Quintin y Flandes, era uno de los primeros próceres del reino. Familiarizado, como todos los del linaje de la Cepa, con los vástagos naturales y aún bastardos, acogió afablemente a este simpático deudo suyo de la alcurnia de Feria, que venía de las Indias fabulosas y tenía sangre de los soberanos del Perú. Fue desde entonces su constante favorecedor; y para asegurarle la modesta hijuela que le había cabido, le colocó buena parte de ella en juros o censos irredimibles sobre los bienes del marquesado.

Alentado con estas protecciones e influencias, Garcilaso se encaminó, lleno de ilusiones, a la Corte de Madrid, donde ya estaba a fines de 156125. En

25 Comentarios reales, 2a. parte, libro IV, cap. XXIII.

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Madrid vió y trató a los más famosos indianos y peruleros; a fray Bartolomé de Las Casas; a Hernando Pizarro, recién libre de su larguísima prisión; al exgobernador don Cristóbal Vaca de Castro; al obispo de Lugo y consejero de Su Majestad, don Juan Suárez de Carbajal, cercano pariente del factor lllén, la víctima del virrey Núñez Vela, y del licenciado, su ultimador en Añaquito; y en esfera inferior, reconoció y frecuentó al revoltoso clérigo Baltasar de Loaysa, muy nombrado en las guerras civiles del Perú, y a Pero Núñez, el célebre espadachín de Potosí. Alcanzó en sus postrimerías y presenció fallecer a su decidor y epicúreo tío, el sevillano don Pedro Luis de Cabrera. Penetró hasta la antecámara del rey Felipe II, en la que halló muy temeroso y atribolado al caballero avilés Melchor Verdugo, encomendero de Cajamarca, porque sus émulos, reviviendo las ocurrencias de sus depredadoras campañas en Panamá y Nicaragua, procuraban despojarlo del hábito de Santiago.

Las probanzas de servicios del conquistador Garcilaso, adicionadas con una demanda de restitución de tierras a favor de la palla doña Isabel, se sus-tanciaban con lentitud española; pero llevaban buen giro y su hijo esperaba con fundamento alguna recompensa considerable, cuando de pronto, en el Consejo de Indias, el licenciado Lope García de Castro, que fué después gobernador del Perú y presidente de su Audiencia, sacó a relucir un texto de la crónica de Diego Fernández el Palentino, por el que aparecía que el difunto capitán Garcilaso había hecho con Gonzalo Pizarro en la batalla de Huarina, oficios, no de cautivo, sino de caluroso adicto, pues le había cedido su caballo para que se salvara en el más apretado y decisivo trance de la refriega, con lo cual le había dado la victoria. Garcilaso intentó con-tradecir, alegando que fué acto de amigo y no de partidario, y que su padre lo hizo cuando ya había cesado el combate; pero el consejero le replicó de-sabridamente, imponiéndole silencio y desahuciándolo en sus pretensiones. El gobierno de Felipe II, asediado de infinitos pedigüeños y tan escaso de recursos, necesitaba menos graves motivos que los propuestos por don Lope García de Castro, para despedir solicitantes26. De aquí le nació a nuestro autor la ojeriza contra la Historia del Palentino, que le había defraudado los 26 Comentarios reales, 2a. parte, libro V, cap. XXIII.

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ansiados premios, y a cuya detenida refutación dedicó él más tarde tan gran parte del segundo tomo de sus Comentarios.

Desechados así sus memoriales y desengañado de sus esperanzas corte-sanas, Garcilaso se alistó en el ejército. Debió de sentar plaza por los años de 1564, y servir como soldado hidalgo en las guarniciones de Navarra, donde asistía su protector y jefe el marqués consorte de Priego. Otro de los generales que más lo distinguió y favoreció en su carrera militar fué don Francisco de Córdova, hijo segundo del glorioso don Martín, el conde de Alcaudete y heroico defensor de Mazalquivir. Por lo que en varios pasajes dice, su arma, a lo menos en cierto tiempo, hubo de ser la de arcabuceros.

Fue Garcilaso el primer peruano conocido que guerreó en Europa, abriendo así la senda que en los dos siguientes siglos habían de ilustrar nuestros bizarros compatriotas: los marqueses de Mortara y Valdecañas, el duque de Montemar, y los condes de Brihuega y de la Unión. Es muy proba-ble que pasara a las posesiones de Italia, como parecen indicarlo su perfecto conocimiento del idioma toscano y su predilección por los escritores de aquel país. Quizá viajó en las galeras que mandaba don Francisco de Men-doza, hijo del segundo virrey fallecido en el Perú, el cual fue generalísimo de la armada del Mediterráneo, a quien volvió a tratar en España y del que hace muy encarecidos elogios27.

Mas sea lo que fuere de estas conjeturas, lo positivo es que, cuando estalló la sublevación de los moriscos de las Alpujarras, a fines de 1568, obtenía ya el grado de capitán, antes de cumplir los 30 años. Sucesivamente le expidieron cuatro conductas, o sea despachos de tal grado: dos directas del rey Felipe II, y las otras dos por el príncipe don Juan de Austria. En dicha campaña de Granada sirvió inmérito de sueldo real, porque sin duda estuvo al frente de una de las compañías que formaron la mesnada señorial de Priego. Don Juan de Austria le dió pruebas de estimación y, acabada la guerra, escribió a Felipe II recomendándolo.

Cuando el Inca Garcilaso combatía en estos pintorescos encuentros granadinos, que inspiraron a la musa popular, movieron los históricos pin-celes de don Diego Hurtado de Mendoza y Ginés Perez de Hita, y revi-27 Comentarios reales, 2a. parte, libro Vl, cap. XVII.

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vieron los lances medievales de la Reconquista, de seguro pensaba en las proezas de su glorioso y legendario pariente y homónimo, el Comendador del Ave María; pero nos place imaginar que él, que a fuer ya de buen peruano, tanto estimaba y alababa las virtudes de humanidad y clemencia, debió de recordar también a menudo, para no mancharse con las ferocidades de aquella inexpiable represión, su descendencia de una raza semejante de antiguos dominadores, avasallados entre iguales, abruptas y nevadas serra-nías, y que rememoró la insurrección del Inca Manco, tan parecida a la de Abén Humeya y Abén Abó.

Con la recomendación de don Juan de Austria, podían abrirse de nuevo para Garcilaso las perspectivas de premios y ascensos. Sus amigos le insta-ban a que resucitara sus pretensiones ante el rey y el Consejo de Indias. Pero estaba convencido de que para negociar con eficacia era indispensable la asistencia personal en la corte, que ya no le consentía su escaso caudal, muy quebrantado y reducido por las obligaciones de su andariega vida mi-litar y sus larguezas de americano. Escarmentado de las mercedes guberna-tivas, deseoso de tranquilidad, se quedó en Andalucía y Extremadura. El año de 1573 es probable que bajo su nombre de Gómez Suárez de Figueroa, presenciara en Córdoba el matrimonio de dos siervos suyos moriscos. El año de 1574 lo hallamos sin duda en Badajoz, cobrándole todavía parte de su haber a doña Isabel de Carbajal, viuda de su pariente Alonso de Henestrosa. Luego todo rastro de él se pierde por tres o cuatro años. Quizá siguió sirviendo bajo las banderas reales en los tercios. Por 1579 aparece en Sevilla, que hubo de ser en el siguiente período su favorita residencia y que llama encantadora de los que la conocen28.

Profunda transformación se operaba en su ánimo. Después de una ju-ventud dedicada a caballos y arcabuces, lo atraían en la edad madura las delicias del estudio y de las letras. En su primera mocedad fue afecto a los libros de caballerías; pero las amonestaciones que contra ellos trae Pedro Mejía en la Historia imperial, lo curaron completamente de tan frívola afi-

28 Comentarios reales, 1a. parte, libro VIII, cap. XXIII; 2a. parte, libro VIII, cap. IV.- Datos que hice tomar en el archivo parroquial del Sagrario de Córdoba, libro 2º de matrimonios de 1557 a 1586.- El testamento publicado en la Revista histórica por González de la Rosa.

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ción. Entre las lecturas de recreación y pasatiempo, hacía siempre gracia, en mérito de sus bellezas, a los grandes poetas y prosistas italianos, y muy en especial a Boyardo, el Ariosto y Boccaccio, cuyas obras repasaba con frecuencia; pero cada día se inclinaba más a las graves disciplinas históri-cas y filosóficas. Perfeccionó su latinidad, deficientemente aprendida en el Cusco, recibiendo ahora lecciones particulares del teólogo Pero Sanchez de Herrera, que era maestro de Artes en Sevilla. Estudiaba los escritos de Nebrija y del obispo de Mondoñedo, fray Antonio de Guevara29, de los historiadores clásicos de Roma y Toscana, sobre todo Plutarco, Julio César y Guicciardini; y también los del senés Piccolomini y del francés Bodin, y las antiguas crónicas inéditas de los reyes de Castilla, que le franqueó un hermano del célebre Ambrosio de Morales30. A los camaradas y veteranos militares, principiaron a suceder en su amistad los sacerdotes y religiosos de mayor virtud y ciencia. Consiguió bula del Papa para traer desde el Perú los restos de su padre, y les dió sepultura en la iglesia de San Isidro de Sevilla31. Su devoción se enfervorizó hasta el punto de que, despidiéndose de las ambiciones bélicas y profanas, de los propósitos de gloria guerrera y fortuna material, que tanto había acariciado, abrazó el estado eclesiástico y se hizo clérigo, aunque no consta la época ni si llegó a recibir las órdenes mayores.

Cuando no estaba en Sevilla, en Córdoba o en Granada (donde en 1596 fechó su manuscrito sobre la Genealogía de Garci Pérez), vivía en Montilla al lado de sus tíos don Alonso de Vargas y el marqués de Priego, atendiendo a la capellanía familiar fundada allí por el primero en la iglesia parroquial de Santiago. Sus principales consultores literarios eran el eru-dito y polígloto padre fray Agustín de Herrera, preceptor de los hijos del marqués; el jesuita Jerónimo de Prado, catedrático de Sagrada Escritura en Córdoba y comentador del profeta Ezequiel; y el agustino fray Fernan-do de Zárate, que enseñó en la universidad de Osuna, renombrado autor

29 Comentarios reales, 1a. parte, libro IX, cap. XXXI.- La Florida, libro II, 1a. parte, cap. XX, libro IIl, cap. X.

30 Comentarios reales, 2a. parte, libro I, caps. II, III y IV.- Carta al príncipe Maximiliano en los Preli-minares de la traducción de León el Hebreo.- La FIorida, libro Vl, cap. I.

31 Comentarios reales, 2a. parte, libro VIII, cap. Xll.

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de los Discursos de la paciencia cristiana, impresos en 1593. A veces acudía a visitarlo algún condiscípulo cusqueño, como el desterrado mestizo Juan Arias Maldonado, a quien hospedaba y avió para el regreso a América; o le llegaban semillas de nuestras plantas indígenas, como la quinua, que en vano procuró aclimatar en los campos andaluces32. Se trasladaba otras veces hasta la villa de las Posadas, más allá de Almodóvar, a charlar con su anciano amigo del Perú, el regidor y capitán Gonzalo Silvestre, y con el sobrino de éste, Alonso Díaz de Balcázar, y recoger de aquél datos orates sobre la expedición de Hernando de Soto a la Florida, que se disponía a redactar. No habiendo logrado inmortalizarse con la espada ni ser poderoso fundador de un mayorazgo, fiaba con razón en su pluma para vivir ante la posteridad, anhelo que ni la religiosidad ni la vejez pudieron ahogar en su alma generosa. En la resignada y fecunda quietud de su campesino retiro, saboreó la dicha que no le proporcionaron sus ambiciones y andanzas sol-dadescas; y aunque con tenue dejo melancólico, agradecía a la Fortuna sus rigores, se declaraba complacido de haber escapado «del gran mar de alas y tempestades (dice) que suele anegar a los que favorece y levanta en grande-zas este mundo», y se reconocía «consolado y satisfecho con la escasez de la poca hacienda, más envidiado de ricos que envidioso dellos»33. Esta áurea y tierna serenidad de otoño le dictó sus empresas históricas y literarias.

Cuando aún no se había ordenado y se titulaba solamente capitán de su majestad, se deleitaba y embebecía con los sutiles diálogos filosóficos so-bre el amor, refinado libro de metafísica platónica, compuesto por él judío Abarbanel de Nápoles, vulgarmente llamado León el Hebreo, que influ-yó tanto en la mística española, que luego citó y aprovechó en el Quijote Cervantes, que encerraba la cifra y quintaesencia de las delicadezas del humanismo, y que corría en texto italiano, al parecer original. Garcilaso nos refiere que para empaparse más de «la suavidad y dulzura de su filosofía y lindezas de que trata», dió poco a poco en traducir los diálogos íntegros. La hizo con tal amenidad y maestría, que el primer trabajo literario de este

32 Comentarios reales, 1a. parte, libro VIII, cap. IX; 2a. parte, libro VIll, cap. XVII.33 Proemio de La Florida.

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soldado nacido en Indias, superó y eclipsó sin disputa, según la autorizada opinión de Menéndez Pelayo, las demás versiones castellanas de tan famosa obra; y con tal exactitud y fidelidad de pensamiento que, dejando en todo su vigor y crudeza el iluminismo teosófico del pensador judío, obligó a la Inquisición a prohibirla años más tarde. Había presentado y dedicado su traducción, por intermedio del primogénito del alcaide de Priego, al prín-cipe don Maximiliano de Austria, entonces abad de Alcalá la Real y des-pués arzobispo de Compostela; y enviándola, sin duda, con el marqués don Alonso, al rey don Felipe II, que distrajo con ella el tedio de una velada en el Escorial34. Debemos reputar por consiguiente al Inca Garcilaso como al único representante peruano de la ontología neoplatónica. El propio Garci-laso nos asegura que León el Hebreo estaba traducido en lenguaje peruano o sea en quechua. ¿Acaso no sería él mismo el intérprete en su materno idioma del metafísico platonizante que tanto lo enamoraba y arrobaba?35

En un libro mío he dicho yo erradamente que nuestro Garcilaso fue un hombre de la Edad Media y que en él no influyó el Renacimiento de ma-nera apreciable. Con las noticias que hoy ofrezco se ve manifiesto mi error, y me alegra retractarme de él en esta ocasión pública y solemne. Por cierto que en Garcilaso, militar y clérigo, hijo de conquistador y capitán de don Juan de Austria contra los moros, tenía que persistir, como en todos los es-pañoles de su tiempo, en calidad de elemento predominante, el espíritu del cruzado medioeval, pero combinándose y adunándose con el humanismo renacentista en enorme proporción. Y era íntima y profundamente clásico, era hombre moderno, de su época y su radiante siglo, este mestizo del Perú que formó su delicado gusto en el Ariosto y los más insignes escritores flo-rentinos, y que se embelesaba en aquella platónica y petrarquesca metafí-sica, hija legítima de la Academia ateniense, hermana de la de Castiglione y Marsilio Ficino, especie de mágica escala esplendorosa que iba a verter sus luces estelares en las canciones del divino Herrera y en las odas de fray Luis, y que, como una nube de fragante incienso, ascendía a las más etéreas

34 Dedicatoria de la 2a. parte de los Comentarios.35 Prólogo de la 2a. parte de los Comentarios.

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disquisiciones entre el azul y los marmóreos pórticos de Italia. Filografía o filosofía de amor, es decir de paz, armonía y concierto, tan propia para ser apreciada y admirada por un entendimiento como el suyo, a la vez culto y medio incaico, prendado, como todos los de su sangre, de un ideal de or-den, regularidad y sosiego.

Así como la traducción de León el Hebreo es algo más que un alarde de señorío y destreza de lenguaje, y significa la honda comprensión y acep-tación de un sistema de idealismo sincrético, así La Florida es también algo más que el relato de una expedición conquistadora colonial. El ingenioso y finísimo crítico Ventura García Calderón, a quien ya tanto deben nuestras letras, la ha calificado con singular acierto de una Araucana en prosa36. Y eso es una epopeya real y efectiva que, desnada del aparato de la versifi-cación y de invenciones fabulosas (porque los reparos del mismo Bancroft versan simplemente sobre pormenores), obtiene, con la insuparable lim-pidez de su estilo, extraordinaria eficacia poética la llaneza sublime y el heróico candor de un cantar de gesta o de los libros de Herodoto.

Los largos y copiosos discursos, y la pintura de las batallas y de los lan-ces particulares, son de sabor homérico. Abundan en esta primera obra original del Inca Garcilaso, citas algo pedantescas, máximas y aforismos militares, que descubren las impresiones de sus campañas; y términos ya por entonces levemente arcaicos, como ca, aina, asaz, acaecedero y mesmo, todo lo cual desechó o empleó mucho menos en sus Comentarios. Aunque es digno de notarse, nadie ha reparado hasta hoy en que un capítulo de La Florida contiene alusiones severas a sucesos contemporáneos, que parecen ser los tumultos de Aragón por la fuga de Antonio Pérez, los que costaron la vida al Justicia Mayor Lanuza, al Conde de Aranda y al Duque de Villa-hermosa y muchos otros. A estas aleves ejecuciones, que tanto empañaron la fama de Felipe II, debe de aludir Garcilaso, cuando habla de «príncipes y reyes, que se preciaban del nombre y religión cristiana, los cuales, después acá, quebrantando las leyes y fueros de sus reinos, sin respetar su propio ser y

36 Ventura García Calderón, La literatura peruana, Nueva York y París, 1914, pág. 7.- Don Francisco Pi y Margall, incontestable autoridad americanista, reivindica en su Historia de la América preco-lombina, la veracidad de La Florida del Inca y la exactitud de su topografía.

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grado, con menosprecio de la fe jurada y prometida, sólo por vengarse de sus enojos y por baber los ofensores, han dado inocentes por culpados, cosa in-digna y abominable, considerada la inocencia de los entregados, y la calidad de alguno de ellos, como lo testifican las historias antiguas y modernas, las cuales dejaremos, por no ofender oidos poderosos y lastimar los piadosos»37. El tiro es indudable, por más que lo emboce y entrevere con reminiscencias de las proscripciones de los triunviros romanos. ¿A qué otro acontecimiento de la época que no sean las alteraciones de Aragón, podrían referirse las cir-cunstancias en que insiste?38 Admira que la censura dejara pasar invectiva tan vehemente, annque sorda y disfrazada; y por mucho que éste no sea el único ejemplo coetáneo de negligencia o lenidad en la materia, debemos atender, para explicárnoslo, a que La Florida se imprimió en 1605, largos años después de escrita, cuando un nuevo reinado y nuevas y ruidosas pri-vanzas disipaban o atenuaban las memorias del anterior, y que apareció en Lisboa, bajo los auspicios del poderosísimo y semiautonómico Duque de Braganza, D. Teodosio. Otra alusión contra la política de Felipe II, por quien se creía olvidado y pospuesto, insinúa en los Comentarios (Segunda Parte, libro III, cap. XIX) y apunta esta vez al excesivo rigor que provocó la rebelión de Flandes.

Hacia 1589, muertos ya sus tíos y favorecedores, don Alonso de Vargas y el marqués viudo de Priego, Garcilaso se mudó de Montilla a Córdoba. Vi-vió modesta y sosegadamente en una casa de la parroquia de Santa María la Mayor o el Sagrario, lejos del palacio de sus deudos los Suárez de Figueroa, llamado por el vulgo las Rejas de don Gómez. Tanto con el duque de Feria como con el marqués mozo de Priego, don Pedro, no hubo de mantener ígual cordialidad que con el marqués viejo, pues nunca los nombra ni les dedicó ninguna de sus obras; y hasta hay reflexiones suyas sobre el disfavor y desvío de los grandes señores, que se dirían quejas personales de servidor y familiar resentido39. Fue su mayor amigo en Córdoba otro ilustre caballero,

37 La Florida, 1a. parte del libro II, cap. IV.38 Quizá también a las de Francia, con las muertes del duque de Guiza y su hermano el cardenal de

Lorena.39 La Florida, 1a. parte del libro II, cap. XIV.

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el mayorazgo y veinticuatro (o sea regidor perpetuo) don Francisco del Co-rral, de la orden militar de Santiago, a quien al cabo nombró su albacea40. En 1598 apadrinaba Garcilaso el matrimonio del muy hidalgo don Luis de Aguilar, Ponce de León, Zayas y Guzmán. Según cumplía a clérigo tan devoto, frecuentaba principalmente la sociedad de sacerdotes, canónigos y regulares, como el cura de la Matriz, licenciado Agustín de Aranda; el maestrescuela don Francisco Murillo, que también había comenzado por la vida militar en calidad de veedor general de los ejércitos de España; el racionero Andrés Fernández de Bonilla (pariente del inquisidor y arzobispo de México, que murió en Lima de visitador regio); los presbíteros Andrés Abarca de Paniagua y Antón García de Pineda; los jesuitas Maldonado y Francisco de Castro, y los frailes franciscanos. En la gravedad de este mundo eclesiástico, transcurrió su larga y tranquila vejez. Mostró en una ocasión deseo de tentar nuevamente el favor de los príncipes, cuando en la Dedicatoria de La Florida pidió al duque de Braganza, que en Portugal obtenía ya casi la estimación y el estado de un soberano, lo admitiera en su casa y servicio. Las palabras de su petición exceden a los acostumbrados y metafóricos encarecimientos de cortesía y homenaje al dedicar un libro. Su demanda no tuvo al parecer los efectos que esperaba; y resignado, se entre-gó de lleno a sus recuerdos de infancia, tan consoladores y placenteros en la ancianidad que se acercaba.

La antigua capital de la Bética romana y de la España árabe, la destro-nada corte de los espléndidos califas Omiadas, Córdoba, casa de guerrera gente, como sus armas dicen; la muerta ciudad de sol radioso, de severos montes, de austera campiña, de las tapias enjalbegadas, de los patios flo-ridos y de las callejuelas serpenteantes, lo hacía pensar en su querido y semejante Cusco. De seguro que las ruinas y los restos de murallas en el Alcázar Viejo y la moruna fortaleza de la Calahorra, le traerían a la mente el paterno Sacsayhuaman y la Sunturhuasi o torre del Amarucancha; y que hallaría mezquinas las nieves de la Sierra de Cabra cuando las comparaba con las excelsas y canas cumbres de los Andes, que contempló en su niñez

40 El corresponsal de don Luis de Góngora. (Véase su Epistolario).

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desde el corredorcillo del palacio cusqueño. Con la doblada y profunda nostalgia que infunden el destierro y la senectud, revivía las imágenes de su patria y sus primeros años. Entonces se engolfaba lenta y dulcemente en las remembranzas, como quien, después de prolongada ausencia, remonta el manso curso del río nativo. Veía con los ojos del espíritu las anchas plazas y los sombríos callejones incaicos; rememoraba uno por uno los solares de los conquistadores, los nombres de sus compañeros de escuela, los barrios y los arrabales indios. De este íntimo añorar nacieron los Comentarios reales, que están por eso embebidos de ternura, y puede afirmarse que inician el género literario de los recuerdos infantiles, que creemos tan moderno.

Los compuso con atenta y pausada delectación. Desde 1586 los medita-ba y preparaba. En 1595 le comunicaba en la Catedral de Córdoba lo ade-lantados que los llevaba a don Martín de Contreras, sobrino del gobernador de Nicaragua. La misma crónica de La Florida fue como una introducción, por haber intervenido en aquella conquista gran número de capitanes y soldados que antes y después se distinguieron en el Perú, y porque en su narración Garcilaso diseminó muchas referencias a la historia y lenguaje peruanos. Posteriormente escribió a sus amigos y deudos indígenas y mes-tizos, pidiéndoles extensos datos. Con ellos, con los fragmentos del padre Valera donados por los jesuitas, y con los analistas españoles ya publicados, formó las bases de su obra, que animó y coronó con su ingenio y su exqui-sito sentimiento.

Publicada la primera parte en 1609, fue creciendo y dilatándose el re-nombre del autor. Los peruanos de tránsito no dejaban de visitarlo, como lo hizo en 1612 el criollo huamanguino fray Jerónimo de Oré, de la orden de San Francisco (obispo luego de La Imperial de Chile), a quien regaló con varios ejemplares de sus libros. A menudo lo trataba y acompañaba el hidalgo don Luis de Cañaveral, antiguo oficial de Hacienda en el Perú y en México, y avecindado en Córdoba. Mientras vivió su fiel y predilecto ami-go el capitán Gonzalo Silvestre, lo alojaba Garcilaso cuando venía de las Posadas a la ciudad. Su condiscípulo y compatriota Feliciano Rodríguez de Villafuerte, establecido en Salamanca, le obsequiaba con preciosos retablos de reliquias y complicados relojes de su invención. Todos los descendientes

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de los Incas lo nombraron apoderado común, en unión del príncipe don Melchor Carlos y de don Alonso de Mesa, para que negociara del rey en Valladolid exención de tributos; mas él se descargó de esta honrosa comi-sión en sus dos compañeros, por no interrumpir la redacción de los Comen-tarios41.

Sus más asiduos corresponsales del Perú fueron su tío carnal el Inca don Francisco Huallpa Túpac; el caballero Garci Sánchez de Figueroa, primohermano de su padre; y el cura Diego de Alcobaza, hijo de su buen ayo42. Por las cartas de éstos y otros, por sus amigos jesuitas y por los viajeros que iban a verlo, como cierto canónigo de Quito, se enteraba de las novedades de la lejana patria y las regiones comarcanas, del ensanche que tomaban las poblaciones del Cusco y Lima, y de los sucesos de guerra del Arauco. Recreaba su apacible y venerada soledad con el embeleso de sus estudios y lecturas, y con la viveza de las reproducciones de su memoria, que fue extraordinaria y privilegiadísima, y que, como él mismo dice, «guardaba mucho mejor lo que vió en la niñez que lo que pasó en mayor edad»43.

Los achaques de salud que padecía desde 1590 (Vid. La Florida, libro IV, cap. Xll; libro V, cap. Vll; libro Vl, cap. XXI), no le estorbaron la prosecu-ción y conclusión de su obra, cuya segunda y última parte estaba acabada en 1613, aunque se imprimió póstuma. Compró para su sepultura al obispo Mardones y reedificó la capilla de las Ánimas en la Catedral. Poseía fuera de otros censos pequeños, los juros sobre el marquesado de Priego; y tenía como administrador y recaudador de sus rentas, y encargado de su cape-llanía en Montilla, al presbítero y licenciado Cristóbal Luque Bernaldino. Se mantenía con el decoro suntuario que creía deber a su clase. Siendo un clérigo solo y retirado, por su testamento y codicilos vemos que lo servían seis criados, a algunos de los cuales otorgó señorilmente sus propios ape-llidos. Según sus inventarios lo prueban, usaba vajilla de plata sobredora-

41 Comentarios reales, 2a. parte, libro VII, caps. XXII y XXX; libro VIII, cap. XXI; 1a. parte, libro IX, cap LX.- Para lo demás, su testamento y el folio 85 del libro 4º de matrimonios del Sagrario de Córdoba, años 1594 a 1607.

42 Diego de Alcobaza, cura de Challabamba, Huallate y Capi en el obispado del Cusco.43 Comentarios reales, 2a. parte, libro V, cap. XXVII; 1a. parte, libro IX, cap. XXVL.

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da, y adornaban sus aposentos paños con dibujos de boscajes y lampazos, almohadas de seda carmesí, escritorios y bufetes de nogal. Y por sugestiva supervivencia de los hábitos militares, conservaba arcabuces de rueda, un alfanje morisco, celada y montera con casco, ballesta, corneta, y aparatos para hacer pólvora y balas. En el anciano sacerdote alentaba siempre el guerrero capitán de antaño.

Después de prolija dolencia, que le dejó intacta la razón hasta los pos-treros instantes, falleció tranquilamente el 22 de abril de 1616, habiendo cumplido la edad de 77 años.

En la cristianizada mezquita de Córdoba, prodigioso bosque de columnas de mármol, pórfido y jaspe, que se entrelazan y multiplican en naves innumerables, bajo arcos de herradura tan cimbreados como el follaje de las palmeras, y que avanzan en perspectivas misteriosas hasta el intruso centro plateresco y la recóndita filigrana de la Alquibla; entrando en la penumbra sagrada por la puerta inmediata a la de Santa Catalina, que abre al hermoso patio de los Naranjos, se halla, tercera en este lienzo norte de la iglesia, una capilla pequeña, que suelen visitor los pocos turistas peruanos, y que retiene todavía los nombres de capilla de las Ánimas o del Inca Garcilaso. La piedra sepulcral yace en el medio. Allí duerme nuestro compatriota su eterno sueño ante un devoto retablo y un crucifijo de talla, y a la perenne luz de una lámpara encendida de día y de noche en obedecimiento a sus últimas voluntades. A ambos lados del altar, en lápidas de jaspe negro y letras doradas, el epitafio celebra con grandes encomios su nobleza, piedad y literatura; y sobre la verja de la entrada y los orgullosos blasones de Vargas y Suárez de Figueroa, Saavedra y Hurtado de Mendoza, resaltan el llautu y el arco iris, las sierpes de azur, el sol y la luna, como armas de la casa imperial de los Incas44.

La índole amable y generosa del cronista Garcilaso quedó patente en todos los hechos de su vida y todos los rasgos de su pluma, sin que pasen de la categoría de despropósitos y vanas cavilosidades las acusaciones del pretenso plagio que contra su evidentísima honradez literaria se formularon

44 A más de mis recuerdos de viaje, he consultado en este punto el capítulo primero de Sir Clements R. Markham en su último libro, The Incas of Peru (New York, 1910).

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hace poco, según tuve la dicha de demostrarlo por dos veces. La influencia y autoridad de sus Comentarios en la historia peruana, fue durante doscien-tos años omnímoda, y por tanto excesiva; pues eclipsó y relegó las primi-tivas fuentes a que en sana crítica debe atenderse de preferencia. Mas, a mediados del siglo XIX, la reacción que era de esperar y aún desear, en vez de contenerse dentro de los límites de la serenidad y justicia indispensables en las investigaciones científicas, vino tan extremosa, desmandada y re-vuelta, que se ha hecho urgente obligación salirle al encuentro y combatir sus inícuas demasías. No he de repetir ni siquiera resumir aquí, señores, lo que largamente expuse en otra parte, porque no quiero fatigaros más; pero séame lícito recordar que, en vista de nuestras defensas, don Marcelino Menéndez y Pelayo, universal y supremo maestro de cuantos escudriña-mos los anales de la tierra castellana, templó mucho el insólito rigor de sus juicios en su definitiva Historia de la poesía hispanoamericana, y aún más terminantemente reconoció y rectificó sus exageraciones en carta particu-lar con que me favoreció pocos meses antes de morir45.

La rehabilitación de los Comentarios reales se consolida más cada día. Resulta ahora, en efecto, para escarmiento ejemplar de noveleros y pedan-tes, que de los estudios de los doctos peruanistas Max Uhle y Philip Means se desprende el acierto y completa razón de Garcilaso contra Cieza en asun-to tan esencial como el orden y rumbo de las conquistas incaicas; y que las leyendas de los milagros cristianos de la Cruz, la Virgen y Santiago, cuando la conquista y el cerco del Cusco, por los que tanto se ha decantado y fusti-gado la excepcional credulidad de nuestro autor, hubieron de estar unifor-memente difundidas en el Perú de entonces, pues las traen otros muchos cronistas y en especial el recientemente hallado Huamán Poma de Ayala46.

45 M. Menéndez y Pelayo. Véase lo que agrega en el texto y notas de las págs. 146 y 148 del tomo II de la Historia de la poesía hispanoamericana (Madrid, 1913), a lo que antes dijo en Orígenes de la novela, tomo I, págs. CCCXCI y CCCXCII (Madrid, 1905) y en la Antología de poetas hispanoamericanos, tomo III (1894), págs. CLXII y CLXIII.- La breve pero expresiva carta suya a que me refiero, se publicó en el periódico limeño La Prensa a principios de 1912.

46 Vid. La esfera de influencia del país de los Incas por Max Uhle, en el tomo IV (trimestres I y II de 1909) de la Revista histórica; el estudio de Philip A. Means, sobre las conquistas incaicas presen-tado en el Congreso de americanistas de Washington en 1916; y el resumen de Huamán Poma, presentado por Pietschmann al Congreso de americanistas de Londres en 1912. La Crónica y buen

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Lo curioso es que la implacable excomunión crítica de Garcilaso pro-vino de muy contrarios motivos, y en mucha parte antitéticos y de origen sentimental. Mientras los americanistas de profesión rechazaban con fun-damento sus efectivos pero tan disculpables vacíos y errores acerca de la religión indígena, y en la antigua metrópoli se apresuraban Jiménez de la Espada y Menéndez Pelayo a descalificarlo, ofuscados en su intemperan-te españolismo por la ardorosa apologia de la civilización y la prosperidad incaicas; en nuestro país y nuestro continente, eruditos muy estimables, pero de sobrada imaginación, y que ansiaban mayor ámbito y vuelo para sus errabundas fantasías, han acostumbrado inmolarlo en obsequio —¡in-creíble parece!— de Montesinos y del Jesuita Anónimo, padres de todas las quimeras y depositarios de todas las patrañas.

Tiempo hace que la autorizadísima voz de Raimondi falló, con peso inapelable, a favor de la exactitud geográfica de los Comentarios 47, y el mismo Señorío de los Incas de Cieza ha confirmado en más de un punto la pintura que del carácter e instituciones principales del imperio trazó nues-tro Garcilaso.

Todos los historiadores de genio, todos los que han superado las nimie-dades y minucias de la yerta erudición y, alzándose sobre el mudo polvo de los hechos, han resucitado con la divina e insustituible fuerza de la in-tuición evocadora la fisonomía de las edades muertas, han sido tachados de inexactos y novelescos, porque la mayoría de los lectores no acepta el expresivo y saltante relieve de la vida histórica, que contrasta con sus ha-bituales ideas, y no tolera que contradigan sus prejuicios nacionales o de raza, partido o secta. Así han sido acusados Tácito, Salustio y Tito Livio, Mariana, Saint Simon, Renan, Michelet y Taine; y en inferior jerarquía Mommsen y Herrero por sus contradictorias reconstrucciones romanas, y Bartolomé de Argensola por su galanísima Conquista de las Molucas. Gar-cilaso no podía eximirse de semejantes ataques, glorioso privileglo de sus hermanos mayores. Tampoco era él un frío y mediocre amontonador de

gobierno de este Felipe Huamán Poma de Ayala, acaba de publicarse en París, por el Instituto de Etnologia (1936).

47 Raimondi. El Perú, tomo II, («Historia de la Geografía del Perú»), págs. 185 y 186.

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datos; también descubría y realzaba las líneas capitales y dominantes de una cultura y de una época; también, bajo las apariencias materiales, reco-nocía el íntimo espíritu, y sabía expresarlo; también en su ánimo hablaban los profundos instintos adivinadores del misterio de las razas y las estirpes. ¿Cómo no había de reputársele displicentemente un soñador, un iluso, un caprichoso poeta en prosa?

Cuando leemos a Sarmiento de Gamboa, que ofrece a los ojos de los se-veros eruditos los méritos inapreciables de no tener estilo ni cariño al tema; cuando leemos al propio fidedigno y puntualísimo Cobo, nos queda una imágen a la vez recargada, truculenta y borrosa del régimen incaico, que se confunde con la de cualquier otro imperio conquistador, bárbaro y primiti-vo, con las de los mongólicos y caldeos, el antiguo persa y el azteca; y para apreciar las características morales del Tahuantinsuyu tenemos que acudir a Cieza, pero ante todo y sobre todo a Garcilaso. En él sentimos plenamen-te la eterna dulzura de nuestra patria, la mansedumbre de sus vicuñas, la agreste apacibilidad de sus sierras y la molicie de sus costeños oasis. ¡Cuán hondamente peruana es en los Comentarios la escena de la mamacona que intercede por los rebeldes de Moyobamba!48 Peruanas genuinas sus acllas y aquellas procesiones de mujeres y niños que, llevando en las manos ramas verdes y alfombrando el camino de hierbas olorosas, aclaman al Inca ven-cedor y magnánimo, al Huaccha Cúyac, el amante de los pobres. De entre las ciclópeas moles de cantería agobiadora, ceñudas e impenetrables como el rostro de Atahualpa, sabe hacer surgir la nota de la ternura indígena. En él y sólo en él reconocemos la integridad auténtica, el imborable sello de ese peculiarísimo estado conjuntamente sencillo y artificioso, refinado e infan-til, expansivo y benigno, guerrero y patriarcal, que desempeñó en la Ameri-ca autóctona del Sur el papel de la enorme e idílica China en el Asia y del solemne Egipto faraónico en el amanecer de la civilización mediterránea, al paso que el Anáhuac en el norte compendiaba los espectáculos de la India suntuosa y múltiple, de la Caldea astrológica y de la Asiria sanguinaria.

Son las suyas esas verdades generales, patrimonio de los historiadores con alma de poetas, que se equivocan y yerran en lo accesorio, pero que

48 Comentarios reales, 1a. parte, libro IX, cap. Vll.

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salvan y traducen lo esencial. Y es la entraña del sentimiento peruano, es el propio ritmo de la vida aborígen, ese aire de pastoral majestuosa que palpita en sus páginas y que acaba en el estallido de una desgarradora tragedia, ese velo de gracia ingenua tendido sobre el espanto de las catástrofes, lo dulce junto a lo terrible, la flor humilde junto al estruendoso precipicio, la sonrisa resignada y melancólica que se diluye en las lágrimas. Tan imperiosa y avasalladoramente predominó en Garcilaso el amor a su tierra y a su sangre materna, que a este hijo de conquistador, engreído de su noble prosapia castellana, a este capitán de los escuadrones españoles y panegirista de sus proezas, a este fiel y entusiasta vasallo de la corona católica, cuando habla de la conquista del Perú se le escapa, a pesar suyo, decir en tono desolado: «Cuando se perdió aquel Imperio; [...] cuando saquearon sus más preciadas riquezas y derribaron por el suelo sus mayores majestades [...] y sólo quedaron algunos de sus hechos y dichos encomendados a una tradición flaca y miserable enseñanza de palabra de padres a hijos, la cual también se va perdiendo con la entrada de la nueva gente y trueque de señorío y gobierno ajeno»49. Y tal contagio de añoranzas emana de su acento, que con muy buen acuerdo el Consejo de Indias a fines del siglo XVIII, después de la insurrección de Condorcanqui, prohibió la lectura de los Comentarios en el virreinato peruano y mandó recoger ocultamente los ejemplares, porque, como decía la real cédula, «aprendían en ellos los naturales muchas cosas inconvenientes», que removían y excitaban la conciencia de la nacionalidad.

Indudablemente truncada la obra de Valera, e incorporados y aprove-chados sus fragmentos en los Comentarios, este libro representa y contiene sólo con el Ollantay el reflejo literario de toda una civilización extinguida. Tanto en él como en la colonial refundición del pomposo drama incaico, se guardan los únicos ecos de una sumergida tradición, que no ha podido vivir luego sino subterránea e inconscientemente. Ahogados suspiros del irreparable secreto olvidado, últimos y tenues remolinos sobre las aguas de un insondable naufragio. Los demás indios y mestizos que recogieron leyendas y recuerdos, como el Luis Inca y el Ninahuillca, citados por el

49 Por ejemplo en el libro I, cap. I de La Florida, y en el libro Ill, cap. XVII de la misma obra.

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Jesuita Anónimo (si acaso existieron), los que suministraron la relación de Betanzos y Juan Santacruz Pachacuti Salcamayhua, el Inca Cusi Yupanqui y el curaca Huamán Poma de Ayala, no pueden pasar de modestos auxiliares, utilísimos para la investigación histórica, pero rudos, informes y confusos sobre toda ponderación, sin inteligencia, criterio, ni sintaxis.

El único digno rival de Garcilaso en toda América es el mejicano Luis de Alba Ixtlilxóchitl, el Tito Livio del Anáhuac, que por la perpetua analo-gía y paralelismo de nuestro país y México, ofrece extraordinarias semejan-zas con el cronista cusqueño: como él, descendiente de los reyes indígenas, de los monarcas de Tezcuco, de los esplendorosos y sabios Netzahualcóyotl y Netzahuilpilli, émulos de los mayores Incas; como él, pintoresco y ameno; como él, en demasía impugnado; y como él, venero inagotable de anécdo-tas, tradiciones y noticias de una cultura perdida.

Si queremos compararlo con un historiador de la antigüedad clásica, habrá que ascender hasta Herodoto. Así Herodoto como el Inca Garcilaso expresaron ante la Europa culta de sus respectivas épocas, la deslumbran-te y exótica poesía de los grandes países ignotos, de sus vagos y fabulosos anales y su opulenta barbarie; y compusieron obras narrativas de extraño encanto, de tono a la vez familiar y religioso, que sin perjuicio de la vera-cidad indudable ostentan un alto y sosegado volar épico, y en que infini-tas digresiones anecdóticas se anudan y entretejen en derredor de la idea central, que es el choque de dos civilizaciones y dos continentes. Hasta se han asemejado en la mala fortuna frente a las suspicacias eruditas, de que no bastó a defenderlos su evidente ingenuidad, y en su reivindicación por estudios posteriores; y el pleito sobre el aprovechamiento de los asenderea-dos papeles del padre Valera, recuerda mucho los cargos del orientalista inglés Sayce contra Herodoto, por imaginarse que éste pretendió disimular y usurpar los trabajos de Hecateo de Mileto. El estilo de nuestro compa-triota es, como el del padre de la Historia, el triunfo de la naturalidad y la soltura, de la claridad reposada que suele subir sin esfuerzo a la elocuencia patética, de la gracia noble y sin afeites, la tersura perfecta, la fresca y tran-quila abundancia, la floración y el perfume de la más dichosa adolescencia del ingenio. En el cronista incaico, del propio modo que en el griego, se

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caracteriza la frase por la fluidez transparente e inexhausta sobre la que el relato se desliza, como sobre la líquida pureza de un mar en calma; y en la copiosa dulcedumbre de sus cláusulas flotantes, creemos percibir aquella íntima y regalada música, aquella velada melodía, jucunditatem ut latentes numeros complexa videdtaur, que en el narrador de Halicarnaso admiraba Quintiliano.

Mas a pesar de ser tántas, tan amables y ostensibles las hermosuras de su elocución, no siempre se han aquilatado debidamente. Sirva de ejemplo de esta lastimosa incomprensión o indiferencia el buen Ticknor, cuyo libro es aún guía y principal consultor de nuestros estudiantes. Le dedica dos páginas desabridas y desdeñosas; lo halla difuso, poco elegante, lleno de chismografías y cuentos, y de episodios y discusiones inoportunas, aunque (se humaniza enseguida al agregar) siempre agradables y entretenidas, y en suma obra notable e interesante, escrita en el espíritu de las antiguas crónicas50. ¿Qué entendería por difusión e inelegancia donde reconoce que el interés y el agrado son continuos? Y es que Ticknor, reacio a la sincera y directa emoción estética, al halago personal de la belleza, invirtió largos años de su vida en catalogar las producciones literarias castellanas, con paciencia meritísima y óptima intención, pero con escaso arranque y gro-sedad extranjera y sajona, y apreció a los autores apoyándose sobre la fe y testimonio ajenos y la opinión común, admirando sumisamente a los de pri-mera línea, consagrados por la fama universal. Por eso cuando se topa con escritores de menos estrepitoso renombre, de gloria entonces controvertida o de méritos olvidados, cuando se ve obligado a emitir juicio de veras pro-pio y original, yerra desastradamente. Verbigracia, a Jorge de Montemayor, el dulcísimo novelista de La Diana, le concede apenas que en el estilo tiene cierta gracia y riqueza, y a su insigne continuador Gil Polo le otorga, con tacañería que ya frisa en risible ininteligencia, «que su prosa y algunas de sus poesías han sido admiradas con aprecio». Al maligno y emponzoñado cuanto agudo y sabrosísimo doctor Cristóbal Suárez de Figueroa, el de los diálogos de El pasajero, lo mira muy por alto; le regatea los más tasados y

50 Ticknor. Historia de la literatura castellana, (traducción de Gayangos), tomo 3, cap. XXXVIII.

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restringidos elogios al artificioso y rebuscado pero genial y penetrante Gra-cián, cuyo tratado El discreto desdeña abiertamente; y se pasma en cambio ante el lamido y remilgado Solís, cuyos acicalamientos venera. No es mara-villa con esto que no supiera estimar en su verdadero valor la sana juventud y la caudalosa y tersa diafanidad de estilo de nuestro Garcilaso. Basten para cumplida refutación las palabras de su propio admirado Solís, buen juez de primores de forma por su mismo excesivo atildamiento, y que proclama al autor de los Comentarios reales «tan suave y ameno, según la elegancia de su tiempo, que culparíamos de ambicioso al que intentase mejorarle, alabando mucho al que supiere imitarle para seguirle»51.

Últimamente, entre nosotros, han indicado su vivo sentimiento de la naturaleza Ventura García Calderón y José Gálvez52. ¿Quién como él, en efecto, ha sugerido con más valientes líneas la sublime visión de nuestros nevados? Aquella nunca jamás pisada de hombres ni de animales ni de aves, inaccesible cordillera de nieves53. En la arrogante entonación ponde-rativa, en el exultante ímpetu que acumula y escala aquí unos sobre otros los vocablos, diríase que esculpe las moles andinas; y sobre los revuelos de los cóndores, sobre los copos y las túnicas de las nubes, suscita y hace emerger la crestería de las cumbres intactas, serie de portentosas almenas que yerguen sus picos plateados como aras ideales, entre el sagrado silencio y el hondo azul turquí de los cielos más altos. Y bajo este imponente fondo, desfilan en sus capítulos breves y graciosas miniaturas campestres: ya es el plátano de Indias, «semejante a la palma en el talle, y en las hojas muy verdes y anchas»; ya la planta del maguey, con cuyo zumo las mujeres se alisaban y ennegrecían el cabello; ya las arboledas de molles, de menudo follaje y lozanía perpetua, que vió talar cuando su infancia en el valle de Cusco; ya los picaflores o quentis, de color azul dorado «como lo más fino del cuello del pavo real»; ya la heredad de Chinchaypuquiu, «con monte bravo de alisos por todo el arroyo arriba, que sube por tierra más y más fria;

51 Antonio de Solís. Historia de la Conquista de México, libro I, cap. II.52 Ventura García Calderón, opúsculo cit., pág. 8. José Gálvez, Posibilidad de una genuina literatura

nacional. (Tesis para el doctorado en Letras; Lima, 1915), p. 7.53 Comentarios reales, 1a. parte, libro I, cap. VIII.

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hasta donde hay nieve eterna, y desciende con más y más color hasta la región más cálida del Perú, que es la del río Apurímac», el cual corre «muy raudo y recogido entre altísimas sierras, que desde sus nevados tienen trece y quince leguas casi a plomo»54.

En la quebrada de Yucay nos dibuja los árboles grandes y espesos, que los indios veneraban porque los Incas se ponían a su sombra a presenciar las fiestas rituales; los paredones de antiguos edificios que por esa banda había; y los pajarillos y cernícalos que cruzan leves par el aire55.

Es un auténtico paisaje serrano aquél de los cerros elevadísimos, que «se aventajan de los otros como las torres de las casas», y las cuestas grandes en los caminos, «que las hay de cinco y seis leguas, poco menos derechas que una pared», «que ponen grima y espanto sólo mirarlas»; «las sendas que suben en forma de culebras, dando vueltas a una mano y a otra», y en cuyas apachetas o eminencias «tienen ahora puestas cruces». Todo el aterimiento del Altiplano y los hielos terribles de las noches en las punas, están con-centrados en esa observación que hace al pasar, de que «los indios tienen cuidado de meter debajo de techado sus cántaros y ollas, y cualquiera otra vasija de barro, porque si se descuidan y las dejan al sereno, las hallan otro día reventadas del mucho frío»56.

En estos yermos y asperezas, se mueve la mansa turba de los indígenas «simplicísimos en toda cosa, a semejanza de ovejas sin pastor [...]. Poco o nada inventivos de suyo, pero grandes imitadores, como lo prueba la ex-periencia». Algunas veces el cuadro se ensancha sobre el océano, y es una fresca marina de nuestras costas. Pasan las bandadas de pájaros acuáticos, «tantos y tan cerrados que no dejan penetrar la vista de la otra parte. En su vuelo van cayendo unos en el agua a descansar y otros se levantan della. Las alcatraces, a ciertas horas se ponen muchas juntas, y como halcones de altanería se dejan caer a coger el pescado, se zambullen, que parece que se han ahogado, y cuando más se certifica la sospecha, las vemos salir con el

54 Veanse principalmente en la 1a. parte, libro VIII, cap. XXII; libro IX, cap. XXI.55 Comentarios reales, 1a. parte, libro VIII, cap. XX.56 Comentarios reales, 1a. parte, libro II, cap. IV; libro IV, cap. XVI; 2a. parte, libro IC, cap. XXIX.

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pece atravesado en la boca, y volando en el aire lo engullen. Es gusto oir los golpazos que dan en el agua y ver otras que a medio caer se vuelven a levantar y subir, por desconfiar del lance. Bajan y suben como los martillos del herrero»57.

Otras veces son las leyendas de las titánicas piedras cansadas, que lloran sangre en los ciclópeos monumentos imperiales, hechos a fuerza de trabajos y servidumbre; y la augusta melancolía de las ruinas, el religioso pavor y la extraña traza de los grandes templos idólatras, como el de Huiracocha en Cacha: con dos pisos, tres misteriosas puertas tapiadas, el dédalo de los doce callejones que tenían que recorrer los devotos y en cuyos extremos bajo una ventana, un sacerdote vigilaba sentado en el tocco o nicho de pie-dra; en el centro la doble escalinata, el suelo de losas negras, lustrosas como azabache, y entre dos hornacinas vacías el tétrico altar y la estatua con lar-gas vestiduras, y el bulto de un animal simbólico atado a una cadena. Y con motivo de las incaicas expediciones al Amarumayu, aparecen la selvática magnificencia de la Montaña y sus inmensos ríos, «que tienen seis leguas de ancho, y tardan dos días las canoas» en pasarlos de una a otra banda; los tigres, que en aquellas espesuras eran adorados por los habitantes, quienes los reputaban primeros y legítimos pobladores de los bosques, en donde los hombres son advenedizos muy recientes; y las gigantescas boas, de las que contaban que fueron ferocísimas y las amansó con sus encantos una misteriosa maga58.

Mas toda esta materia poética, tan nueva e ingente la ha tratado con una discreción infalible, con una delicadeza, una lucidez y un buen gus-to nativos. Imaginémonos lo que habría sido bajo las desatadas plumas de Oviedo y Castellanos, o el estro arrebatado de Valbuena. En Garcilaso se halla armonizada y dispuesta obedeciendo a una inspiración de suavidad contínua, que arregla los contrastes, previene los descansos, agrupa y dis-tribuye reflexivamente los asuntos, y escoge y ordena las citas. Este arte oculto de composición vivifica sus libros. La escena del suplicio de Túpac

57 Comentarios reales, 1a. parte, libro VIII, cap. XIX.58 Comentarios reales, 1a. parte, libro V, cap. XXIl; libro VII, cap. XIV.

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Amaru, el disfavor y la muerte de don Francisco de Toledo y el asesinato de don Martín García de Loyola, sus verdugos, son el artístico y providencial desenlace de la clásica tragedia que ha venido escribiendo en los dos tomos de sus Comentarios.

La aparición del dios al príncipe heredero, la repentina invasión de los chancas al Cusco y la victoria de Yahuarpampa, aunque interrumpidas adrede y repartidas en dos lugares, están relatadas con maestría insupera-ble. Tienen algo del Ariosto en su deliberada suspensión. La entrevista del joven inca guerrero y el monarca fugitivo, parece un bajorrelieve monu-mental59. Y cuando de estas heroicidades vuelve a las bellezas apacibles, vale por todos los yaravíes de Melgar la indicación de «aquella flauta que desde el otero llama con mucha pasión y ternura»60. Una instintiva caden-cia rige y modula los giros de su candoroso hablar, y comunica a las palabras el preciso ritmo de los sentimientos. Oid con qué inflexiones nos describe la resignación de su vejez: «Pasó una vida quieta y pacífica, como hombre desengañado y despedido de este mundo y de sus mudanzas, sin pretender cosa dél, porque ya no hay para qué, que lo más de la vida es pasado, y para lo que queda proveerá el Señor del Universo, como lo ha hecho hasta aquí»61. ¿No os parece escuchar una plegaria religiosa en el recogimiento del crepúsculo vespertino?

Al lado de la emoción profunda y contenida, luce siempre su fina sonri-sa. Menudea y multiplica las anécdotas, los dichos graciosos, los detalles de costumbres, con una vena de amenidad, desenfado y donaire que presagia en todo las Tradiciones de Palma, de quien es indudable y principalísimo antecesor. Fue el cabal tradicionista de la primera generación criolla.

Por todo esto os decía, señores, desde las primeras palabras de mi largo discurso, que el Inca Garcilaso es el más perfecto representante y la más palmaria demostración del tipo literario peruano. Un mestizo cusqueño, nacido al siguiente día de la Conquista, primero y superior ejemplar de

59 Comentarios reales, libros IV y V de la 1a. parte.60 Comentarios reales, libro II, cap. XXVI.61 Comentarios reales, 2a. parte, libro V, cap. XXIII.

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la aleación de espíritus que constituye el peruanismo, nos descubre ya en sí, adultas y predominantes, las mismas cualidades de finura y templanza, sensibilidad vivaz y tierna pero discreta, elegante parquedad, blanda ironía, y dicción llana, limpia y donosa, que reaparecen en nuestros literatos más neta y significativamente nacionales, en Felipe Pardo y Ricardo Palma, para no mencionar sino a los de mayor crédito. Sin pretenderlo ni saberlo quizá, es como ellos un clásico, por la mesura y el delicado equilibrio. Y estas dotes son en el Inca Garcilaso tan naturales y espontáneas, que las emplea en los argumentos que de por sí menos podían sugerirlas al describir el pavoroso derrocamiento de un grande imperio, la caída lastimera de una gloriosa estirpe, que era la suya, y los heroicos tumultos de la Conquista resonante. Sin restar solemnidad y brío a estas escenas, las pinta con sobriedad tan expresiva y distinguida y tan ágil y feliz levedad de ejecución que anuncia a cuánto cabría aspirar, dentro del temperamento estético de nuestra gente, si persevera en su propio camino y no se extravía por sendas ajenas. Aquel armónico tipo literario que reconocemos en Garcilaso, es efectivamente peruano, y no sólo limeño, como lo imaginan o quieren darlo a entender algunos, a causa de haberse ido concentrando durante el período repu-blicano la actividad intelectual del país en Lima, tal vez con exceso. Es la adecuada síntesis y el producto necesario de la coexistencia y el concurso de influencias mentales, hereditarias y físicas que determinan la peculiar fisonomía del Perú.

La inteligencia peruana lleva ingénitas muy definidas tendencias al cla-sicismo. Para comprender y apreciar esto debidamente, es menester, ante todo, desechar la vulgarísima y mezquina acepción de clasicismo tal como se tomaba en 1830. La calidad de clásico no estriba esencialmente en estar atiborrado de latín y griego, ni menos en atenerse a caducas preceptivas retóricas y poéticas. El espíritu clásico, como aquí lo consideramos y debe concebírsele, consiste en la ponderación y concierto de las facultades, en la regularidad de las proporciones, en la claridad lógica llevada hasta los sentimientos, en la nitidez de las representaciones e ideas, en el predominio de la razón analítica y discursiva y de la imaginación plástica; y como con-secuencia, en el orden y aseo del lenguaje y en la pureza del gusto. Por regla

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general, el peruano literatu propende a la dirección clásica y se esfuerza por acercarse a aquel dechado, rehuyendo las tenebrosas vaguedades, las difluentes e imprecisas visiones de lo que aún llamaremos romanticismo, re-novando así un anticuado término. Nuestras aptitudes, por conformación y coincidencia espirituales, mucho más que por derivación de sangre, se avienen sorprendentemente con la tradicional cultura mediterránea que denominamos latinismo. Puede esto producir, como en realidad prepara, ciertas graves limitaciones y deficiencias en el carácter y en los hábitos de la mente, que importa evitar y corregir con justo celo; pero para ello mismo debemos darnos perfecta cuenta de nuestras innatas disposiciones, porque en el arte, como en la moral y en todos los aspectos de la vida, es factible y conveniente mejorar y enriquecer, pero insensato violentar y falsear la íntima naturaleza, y porque sería empeño tan estéril como ridículo el afán de torcer la manifiesta vocación de un pueblo. Por infalible resultado se obtendría el más triste fracaso, el más monstruoso aborto.

La idiosincrasia literaria española es compleja y, cuando menos, do-ble. Es quizá la única no exclusivamente clásica entre las nacionalidades neolatinas; porque junto a la solidez de la herencia romana, se precipita el torrente de la más romántica anarquía, y entre Cervantes y Lope, supremas encarnaciones respectivas de los dos impulsos contrarios, la mayoría opta por Lope. Mas entre los criollos y mestizos americanos, por extraño que parezca, han prevalecido decididamente las condiciones latinas, o mejor dicho, las nativas propensiones al clasicismo, a pesar de la escasez e inte-rrupción de la cultura verdadera62. Y no es ésta la menor de las razones de la extremada imitación francesa, cuya literatura viene a significar en conjunto la mayor aproximación moderna al ideal clásico. Cuando los hispanoame-ricanos han intentado evadirse de la disciplina clásica, no han acertado a reproducir los irregulares prodigios del drama y del realismo castizos, ni siquiera los visumbres y relampagueos de Góngora, y han solido quedarse en pobres remedos y engendros caricaturescos. Y al revés, casi todas las

62 Por lo que a los mexicanos se refiere pueden hallarse observaciones contordantes con las nuestras, en la sugestiva conferencia de mi inteligente amigo Pedro Henríquez Ureña, sobre don Juan Ruiz de Alarcón, pronunciada el 6 de diciembre de 1913 en la Librería General de México.

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producciones que son legítimo orgullo de la historia literaria americana, tienen alma y temple clásicos .

En ninguna parte la comprobación de mi tesis es tan completa y defi-nitiva como en la literatura peruana. Tres movimientos anticlásicos han penetrado en ella: el gongorismo, el romanticismo y el modernismo; y la infecundidad e inferioridad general de sus resultados saltan a la vista. En cambio, desde el Inca Garcilaso y el padre Diego de Hojeda (español éste de nacimiento, pero enteramente peruano de educación y vida), el río del clasicismo, salvando de los transitorios pantanos de amaneramiento y de las vertiginosas y efímeras caídas de la desmandada inspiración, lleva sus límpidos meandros hasta nuestros más célebres representativos del siglo XIX ya nombrados. Su corriente se delata aún en los que podrían imaginar-se muy alejados de ella. González Prada por las bruñidas metáforas, por el estilo objetivo, es un parnasiano; y el parnasianismo fue la escuela moderna más afín de la clásica. Me objetareis de seguro con el grande cuanto enma-rañado, tempestuoso y frenético Chocano. Pero Chocano es una excepción y las excepciones, por altos y geniales que sean, no invalidan el carácter permanente de una literatura. Y este mismo extraordinario Chocano, que es ante todo una fuerza retórica incalculable, ¡cuántas claras muestras de conversión al clasicismo, de refulgencia serena y precisa, nos ha dado en los últimos años!63.

El tradicional instinto literario que reconocemos en el Perú, no está reñido con la grandeza, ni se reduce al criollismo burlón y travieso y la ma-licia epigramática. La mejor prueba es la obra del insigne escritor a quien hoy rememoramos. Puede crecer y desarrollarse ese instinto, aspirando a la fina y airosa elegancia, o a la noble y maciza robustez, o a la sobria pureza, según que en el espíritu o la sangre predomine la gracia costeña, hija del salado andaluz y del liviano yunga, o la fuerte severidad del extremeño,

63 Ya lo advirtió Ventura García Calderón en el citado folleto La literatura peruana, (New York, 1914),pág. 85. (En el tomo de las Obras completas de RivaAgüero dedicado a sus estudios sobre historia virreinal aparecerán los articulos de la polémica con don Manuel González de La Rosa, sobre la originalidad y autenticidad del Inca Garcilaso.- Nota de los editores de las Obras comple-tas, tomo II, Lima, 1962).

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del castellano o del Inca. Lo que parece vedado a la común contextura de nuestros compatriotas es cosechar fruto en las inciertas regiones de la penumbra, la indecisión y la exorbitancia que a otras razas proporcionarán bellezas inestimables, pero que no dejan a los nuestros, según lo acredita una experiencia tres veces secular, sino la palabrería más vana y hueca y los más torpes balbuceos. Cuando tras la cultura contemporánea o española de nuestros autores, asomen en la mayoría los innegables atavismos indígenas, éstos traerán sin duda, con la tierna tristeza elegíaca, la simetría y precisión de líneas y la regular ordenación que sus antiguas artes y su antiguo idioma revelan; y habrá que estimar unidas estas concordes cualidades, que tien-den a integrar el tipo literario peruano, así como en el suavísimo estilo de Garcilaso el cronista, descubrimos a la vez el parentesco evidente con el homónimo poeta castellano de las Églogas y las Canciones, las huellas de sus propias lecturas neoplatónicas, y la insinuante dulzura de su materna raza quechua.

Señores:

La educación literaria no debe ser la primera, pero sí una de las más principales e importantes atenciones de la opinión pública y de esta ilustre Universidad. Las letras están llamadas a ser gala y blasón de nuestra vieja tierra. Cuando los estudios mejoren y logremos levantarlos del deplorable abatimiento en que yacen, estoy cierto de que nuestros jóvenes, compene-trados con la tradición del país e impregnados de ella, sabrán continuar y profundizar las tendencias y direcciones patrias, y afirmarán así el original matiz peruano. Y como las esperanzas, para no ser baldías, han de nacer y sustentarse en los recuerdos, saludemos y veneremos, como feliz augurio, la memoria del gran historiador en cuya personalidad se fundieron amorosa-mente Incas y conquistadores, que con soberbio ademán abrió las puertas de nuestra particular literatura y fué el precursor magnífico de nuestra ver-dadera nacionalidad.

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Emilio Romero(Puno 16-II-1899 – Lima 26-V-1993)

Se formó profesionalmente las universidades San Agustín de Are-quipa y San Marcos de Lima, obteniendo en esta última los docto-rados en Derecho (1924) y Ciencias Políticas y Económicas (1931). Sin embargo, su mayor pasión intelectual estuvo en el campo de la geografía económica.Ejerció la cátedra en la facultad de Ciencias Políticas y Económicas en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, llegando a ser decano (1961-1964). Fue también director del Instituto de Geogra-fía de la Facultad de Letras (1954-1955), presidente de la Sociedad Geográfica de Lima (1944, 1965-1979); y decano fundador de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad Particular Inca Garcilaso de la Vega.Tampoco estuvo ajeno a la política. Fue elegido diputado por Puno al Congreso Constituyente (1931-1936); durante el gobierno del mariscal Óscar R. Benavides fue director general de Hacienda (1936-1942); luego fue elegido senador por Puno (1945-1948); y durante el gobierno del general Manuel A. Odría fue embajador en Ecuador (1948-1949) y Uruguay (1949-1950), ministro de Hacienda y Comercio (1950-1952) y embajador en México (1952-1955). Durante el segundo gobierno constitucional de Manuel Prado fue embajador en Bolivia (1958-1959) y ministro de Educación Pública (1959-1960).Aportó al estudio de la economía y la geografía peruanas una visión pragmática y de alto rigor técnico, sin excluir una preocupación por nuestras raíces culturales y nuestra identidad cono nación.Principales libros publicados: -Monografía del departamento de Puno (1928); -Geografía económica del Perú (1930, 1936, 1940, 1953, 1966 y 1968); -El descentralismo (1932);

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-Balseros del Titicaca (1934), cuentos; -Geografía del Pacífico sudamericano (1947); -Historia económica del Perú (1949; y en 2 vols., 1968); -El pensamiento económico latinoamericano (1955).El texto seleccionado en la presente antología corresponde al Capí-tulo VI del tomo II de Historia económica del Perú, segunda edición de 1968. El autor hace un sagaz seguimiento de la relación entre el desarrollo de la inventiva, la tecnología y las comunicaciones en el mundo y su impacto en el aprovechamiento de los recursos naturales a lo largo de nuestra historia económica.

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PRIMEROS PASOS DEL PROGRESO64

Historia económica del Perú, 1968Emilio Romero

La quina y la coca La explotación de la cascarilla es uno de los capítulos más interesan-

tes de la historia económica peruana, porque, gracias a ella, se expandió el horizonte geográfico de la Nación con nuevos descubrimientos y con exploraciones de zonas desconocidas en las selvas. Anónimos traficantes y explotadores rapaces abrieron las trochas por donde, más tarde, hicieron sus recorridos las expediciones científicas.

Cierto es que su descubrimiento data de la época de Luis Fernández de Cabrera, IV Conde de Chinchón, entre 1629 y 1638; pero su extracción fue muy limitada dentro del sistema de privilegio que regía en la Colonia, y, solamente cuando el Perú proclamó su independencia, los famosos polvos de la Condesa de Chinchón para curar las tercianas fueron entregados al tráfico mundial, a costa del esfuerzo y de la vida de muchos peruanos que se aventuraron en los bosques de la Montaña en busca de las especies de chinchona, calisaya y otras.

Durante el siglo XVII España había prohibido su empleo. La Univer-sidad de Salamanca, por boca de su catedrático doctor Colmenares, había declarado que el número de muertes repentinas en Madrid se debían al uso de la cascarilla. En 1789 el doctor Manuel Joaquín Ortiz sostuvo una tesis contra la quina, declarándola más perniciosa que la misma enfermedad. En Inglaterra misma se prohibió su uso hasta que el doctor A. Thompson

64 Los textos seleccionados de Emilio Romero corresponden al Capítulo VI del tomo II de Historia económica del Perú, Segunda edición, Editorial Universo, 1966, pp. 115-129. Las demás notas a pie de página pertenecen al autor.

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proclamó sus excelencias. Honroso es, en cambio, recordar que, en 1778, el Rey de España don Carlos III mandó al Perú a los naturistas Hipólito Ruiz y José Pavón, con el fin de estudiar la cascarilla científicamente. En 1790 el mismo Rey envió la expedición de Alejandro Malaspina y en ella viajó el naturalista Teodoro Haencke, nacido en Bohemia. Este científico volvió al Perú en 1794 y fue él quien con más dedicación estudió la cascarilla, reco-nociendo los bosques del sur y los del norte de Bolivia.

Según Humboldt, la exportación de cascarilla en el siglo XVII fue de 12 a 14 mil quintales al año, de los cuales dos mil correspondían al Virreinato de Santa Fe, 110 a Loja, y el resto, o sea la mayor parte, a las provincias al-tas del Perú. Los españoles exportaban este producto a casi todos los países de la Europa central y occidental, Rusia y los Estados Unidos.

Durante la República se reglamentó su explotación, con el propósito de conservar los bosques de quina que estaban menguando. En 1839 se gravó su exportación y en 1845 se declararon libres los negocios de quina, supri-miendo privilegios que regían desde la Colonia. Los envíos a Inglaterra, en el año 1938, se valuaron en 164,000 pesos y a partir de ese año excedieron de 200,000.

En esa época el Estado peruano protegió expediciones científicas para el estudio de los valles productores de quina. El prefecto de Puno, Mariano Riquelme, fue uno de los más entusiastas impulsores de la penetración en los valles de Tambopata e Inambari. La expedición francesa del Conde de Castelnau, en la que estaba Weddel volvió al Perú y publicó la obra más completa que se conoce sobre la cascarilla. Años después el italiano Antonio Raimondi recorrió las mismas zonas que los expedicionarios españoles Ruiz y Pavón exploraran en el siglo anterior. Por esa misma época Pablo Marcoy recorrió el valle de Marcapata y salió por el de San Gabán, dejando un precioso libro sobre el viaje. Finalmente, Clemente Markham, en 1860, extrajo muestras de la planta, la que ya en 1877 aparecía aclimatada en Java y en Ceilán, universalizando el uso del producto, aunque descapitalizando a la América del Sur, en especial al Perú, Ecuador y Bolivia65.

65 Nazario Pardo Valle. Cinchona versus Malaria. La Paz, Bolivia, 1951.

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En cuanto a la coca, estudiada por el gran humanista peruano Hipólito Unanue, primero en señalar sus cualidades, explotada desde los tiempos preincaicos y fomentado su cultivo por los españoles en forma perjudicial para la población nativa, fue estudiada científicamente en el período de que nos ocupamos, mereciendo una opinión benévola de Antonio Raimondi, que divulgó, además, sus procedimientos de cultivo y tratamiento, con-virtiéndose asimismo en artículo de comercio general incrementando la economía de los indios y mestizos de Bolivia y el Perú.

La navegación a vapor y William Wheerlright Como dice Dávalos y Lisson, «realizada la conquista, los españoles

aprovecharon las vías incaicas de comunicación convirtiéndolas en caminos de herradura, sin grandes modificaciones en las gradientes ni en el trazo». El ensayo de la carreta con tiro de bueyes, acometido en los terrenos de la Costa, no dio resultado a causa de las arenas movedizas de esa región. Al abrirse los puertos marítimos, después de implantada la República, la vieja vía terrestre entre Bogotá, Quito, Lima, Chuquisaca y Buenos Aires fue perdiendo tráfico, reemplazada por la vía marítima. A medida que la minería y las industrias decayeron en la Sierra, sus viejos caminos sufrieron de abandono. Cuando la Costa cobró predicamento, al descubrirse el guano, no parecieron aquellos necesarios. «Caminos que antes de 1821 eran limpiados y arreglados todos los años con gran prolijidad, los hemos conocido desde hace 34 años —escribió Dávalos en 1921— en el más completo abandono. La extraordinaria facilidad con que se movían los ejércitos beligerantes durante la guerra separatista de América, pudo realizarse, entre otras causas, por la existencia de caminos limpios, casi sin una piedra sobre la vía». La falta de conocimientos técnicos, la carestía del acero y la ineficacia de la pólvora para volar grandes rocas —sigue diciendo el mismo autor— se unieron a la poca necesidad de mejorar los caminos andinos. Las sinuosidades de los cerros, la agresividad de sus espolones, el declive pronunciado de las costas no pudieron ser vencidas antes de la segunda mitad del siglo XIX, cuando los progresos de la ingeniería y el uso de la dinamita lo permitieron. En 1884 se construyó en las inmediaciones

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de Macate, Ancash, la primera carretera del país propiamente dicha, por una compañía inglesa que fracasó por la escasez de pastos y la imposibilidad de alimentar las 200 mulas puestas en servicio para atender el tráfico. Por la misma razón fracasó la carretera abierta entre Tambo Colorado y Cerro de Pasco, y la utilización de la de Sicuani al Cusco fue siempre escasa.

Sólo después de 1830 se intensificó el movimiento marítimo de cabo-taje. Rosendo Melo, en su Historia de la Marina del Perú, expresó que, en 1838, entraron a El Callao 49 naves y salieron 32. De 1841 a 1860 las en-tradas de veleros ultramarinos al mismo puerto ascendieron a 3,735, con 4’283,848 toneladas y un promedio de 186 buques para cada año. De 1861 a 1867 arribaron a El Callao 2,237 veleros transatlánticos, con 2’520,103 toneladas y el consiguiente promedio de 319 barcos anuales, aumento cuya causa radica en el comercio del guano. Ese proceso de desarrollo continuó. En 1868 los arribos sumaron 438 y el promedio de entradas en las tres anua-lidades siguientes se cifró en 507. De 1870 a 1879 los arribos ascendieron a 9,367 veleros con 5’427,907 toneladas, no sólo por la causa antes dicha sino por las introducciones de chinos, el comercio de trigo con Chile y el de madera y otros productos con Ecuador, Colombia y Centro América.

En 1860 la marina mercante peruana contaba con 15 fragatas, 33 bar-cas, 33 bergantines y 29 goletas, o sea, en conjunto, 110 naves y 24,234 toneladas.

Un acontecimiento importante en la historia económica peruana fue el de la inauguración de la navegación a vapor en el Pacífico, propuesta y organizada por William Wheerlright, natural de Massachusetts. Interesando al comercio peruano y al chileno, con el apoyo oficial del gobierno de Inglaterra, representado por el cónsul británico, se realizó en Lima una reunión el 12 de agosto de 1836, que apoyó el proyecto de fundar una compañía para llevarla a cabo. El 8 de diciembre del mismo año una asamblea de comerciantes de Santiago ratificó asimismo su adhesión. Wheerlright, que encontró capital de Inglaterra con el apoyo de Lord Abinger, Lord Cochrane y el capitán Fitzroy, constituyó en Londres la referida sociedad, el 6 de septiembre de 1838, instalando su oficina en Barge Yared, Bucklesbury, siendo designado presidente de la empresa George Brown. Se construyeron dos barcos, de 700

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toneladas cada uno, bautizados con los nombres de «Perú» y «Chile», ambos de madera, forrados en cobre, con ruedas a vapor y con dos máquinas de 90 HP cada una. El 27 de junio zarpó de Falmouth el «Chile» y el 4 de julio el «Perú» lo hizo de Plymouth, con destino a la América del Sur. Ambos vapores llegaron a Río de Janeiro el 30 de agosto, tocaron en Puerto del Hambre el 18 de septiembre, sufrieron una terrible tempestad al pasar por Magallanes, arribaron a Talcahuano y el 15 de octubre llegaron a Valparaíso ante el júbilo de la población, después de recorrer 8,500 millas. El «Perú» zarpó con carga general y cuarenta pasajeros, inaugurando un servicio que dura hasta nuestros días, y el 4 de noviembre de 1840 entró en El Callao, donde esa llegada fue muy celebrada, con la concurrencia de Wheerlright y del Presidente el general Gamarra66.

Poco después vino al Pacífico el «Ecuador» para encargarse del servicio postal hasta Panamá, inaugurando esa carrera en mayo de 1846. El cuarto fue el «Nueva Granada» y luego el «Bolivia» de 773 toneladas, casco de fierro y propulsión a ruedas. Posteriormente se completó la flota con una nueva serie de barcos de mayor tamaño y más comodidades, con los nom-bres de «Santiago», «Lima», «Bogotá» y «Quito», los cuales empezaron a servir desde 1851.

El establecimiento de la línea a vapor en el Pacífico trajo como con-secuencia importantes progresos en los países sudamericanos de la región andina occidental. La explotación de las minas de carbón de piedra, el co-mercio de exportación, la producción de nuevos elementos útiles a la ali-mentación, así como la instalación de servicios técnicos, mecánicos y auxi-liares en los distintos puertos, influyeron notablemente en el progreso de la costa del Pacífico, estimulando el desarrollo del comercio y la construcción de los primeros ferrocarriles.

William Russell Grace en el Perú A fines del año 1849 salió de Waterford, Irlanda, el barco «Buisa» con

algunos inmigrantes deseosos de establecerse en el Perú. El doctor John

66 Hipólito Unanue. Obras científicas y literarias. Barcelona 1914.

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Gallagher, en su afán de auxiliar a sus compatriotas y ofrecerles mejor porvenir que en su tierra nativa, les ofreció trabajo en una hacienda vecina de Lima de su propiedad. A la cabeza de los irlandeses llegó un hombre enérgico y de carácter, el señor James Grace, acompañado de su hijo, de 19 años, William Russell Grace. Los colonos irlandeses no prosperaron y regresaron a su país natal, incluso James Grace, pero su hijo William se quedó en el Perú empleado en una tienda de El Callao, fundada por Pablo de Vivero y de propiedad de John Bryce, para vender artículos navales. El joven Grace tomó como principal actividad el proveer de víveres a los barcos en El Callao. Más tarde, cuando comenzó el tráfico guanero, concibió la idea de equipar un buque almacén cerca de las Islas Chincha para negociar víveres y entonces mandó traer a su hermano Michael Grace como ayudante. Muy pronto figuró en El Callao como razón social la firma Bryce-Grace y Compañía. Era costumbre entonces que los veleros fueran conducidos por sus capitanes, acompañados de sus familiares. Así llegó un día del año 1850 a El Callao un elegante velero de propiedad del americano George Gillchrist. En esa oportunidad William conoció a la hija del capitán, la señorita Lillian Gillchrist, contrayendo matrimonio poco después en Thomastown, Maine. Entre tanto murió el principal Bryce, pasando el negocio a ser solamente Grace, es decir W. R. Grace y Compañía, en El Callao.

En 1862 dos cruceros americanos anclaron en la bahía de El Callao. Eran tiempos de la guerra civil norteamericana y la tripulación del barco estaba impaga y sin víveres, y, lo peor de todo, sin crédito ni esperanzas de mejoramiento. William Grace tuvo fe en la victoria de los partidarios del gran Lincoln, con quienes simpatizaba, y prestó todo su auxilio a los dos bu-ques americanos. Este hecho hizo a Grace conocido en los Estados Unidos. Años más tarde, víctima de grave enfermedad viajó a la gran República del Norte y se curó, decidiendo establecerse en Nueva York, entregando los negocios de la casa principal de El Callao a su hermano. Por su parte fundó en Wall Street una sucursal de su casa peruana y adoptó la ciudadanía nor-teamericana. Pronto triunfó su talento financiero. Lo vemos como Director del Banco Lincoln, de la Pacific Steam Navigation Co., de la New York Life

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Assurance y Presidente de la Ingersoll Rand, asegurando el éxito de todas las empresas en que tomaba parte como un mago financiero.

En 1874 se hizo armador y estableció una línea de veleros ligeros de carga entre Nueva York y Perú, dando la vuelta por el Cabo de Hornos.

Años más tarde se lanzó su nombre como candidato a la alcaldía de Nueva York, ante la oposición sorda de toda la prensa, que lo acusaba de ser un advenedizo irlandés que había pasado su vida en el Perú, sin cono-cer nada de la vida americana. Entonces surgió el capitán de uno de los famosos barcos americanos que atracaron en El Callao durante la guerra civil, Mr. Eldridge, a la sazón contador general de la Armada Americana, y dio a conocer por la prensa la actuación de Grace en El Callao. La opinión pública se volteó violenta y apasionadamente a su favor y obtuvo un triunfo electoral sin precedentes. En 1894 fue otra vez elegido alcalde de Nueva York.

William Russell Grace concibió la idea de la apertura del Canal intero-ceánico por Nicaragua y la presentó al Presidente Mc Kinley.

Ese gran hombre de negocios murió el año 1904, habiendo fundado una dinastía de hombres de gran empresa, como su hijo Joseph Grace y sus suce-sores. William Grace creó también un equipo de hombres de primera línea y de gran empuje en las finanzas norteamericanas, como Stewart Iglehart, Luis Schaefer, Maurice Bouvier y otros, que continuaron engrandeciendo a W. R. Grace y Cia., organización colosal. Iglehart residió muchos años en el Perú y dio un gran impulso a la navegación marítima, estableciendo además la organización llamada de las «Santas» (1928).

La industria mineraDesde la creación de la República, los esfuerzos efectuados por el Perú

en el campo de la industria no dejan de ser interesantes, aunque lentos y difíciles. Muchas industrias del tipo colonial, como la de obrajes, permane-cieron funcionando casi durante todo el siglo pasado, pero principalmente en la primera etapa republicana. Los obrajes suministraban telas y frazadas a los ejércitos y en las ciudades el artesanado abastecía a la población, pese

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a la cada vez mayor internación de productos manufacturados de Europa y Estados Unidos. Los Anales de la República están llenos de concesiones y privilegios de carácter industrial, pero la mayor parte fueron letra muerta. El Perú continuó manteniendo por mucho tiempo el ritmo del país produc-tor de materia prima minera. Las guerras de la independencia paralizaron los trabajos de las minas, después de tres siglos de actividad. Por este he-cho surgió la creencia de que bajo el régimen republicano la minería había entrado en una etapa de decadencia. Nada más lejos de la realidad. La explotación minera a fines del coloniaje había llegado a su último grado de decadencia. Las minas de azogue de Huancavelica se habían paralizado, principalmente las minas de plata.

A partir de 1821 la industria minera fue la preocupación más importan-te de los legisladores y gobernantes peruanos, aun con el abandono de los demás ramos de la producción nacional. La base de la minería era todavía el tratamiento de minerales de plata con azogue. La explotación clandes-tina de los minerales de azogue de Huancavelica, llamada «pallaqueo», no era suficiente, pues el Perú requería cerca de 5,000 quintales de azogue al año. El colapso minero de Huancavelica fue seguramente un rudo golpe para la minería peruana, que San Martín trató de amenguar ofreciendo a España el monopolio para la importación de azogue. El general Santa Cruz ofreció el año 1837 primas a la importación de azogue en lotes no meno-res de 10 quintales y declaró libre la explotación de Huancavelica. Pero el estancamiento de la minería peruana no fue solamente debido a la falta de azogue sino a la quiebra del sistema de tratamiento que se había inventado en México y perfeccionado en el Perú. En España la ciencia no había hecho nada por adelantar los sistemas metalúrgicos, los que se encontraban en inferior situación con respecto a México y Perú67.

Además de las causas de orden técnico había otra de orden económico. Los precios del mineral bajaron mucho debido a la explotación que hacían los bolicheros o rescatadores. El primer Director de Minas del gobierno republicano, don Dionisio de Vizcarra, durante el régimen de San Martín,

67 Paul Marcoy. Viaje al país de la quina y de la coca. Colección Austral. Calpe. Buenos Aires.

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aconsejó la fundación de Bancos de Rescate como único medio para conte-ner la especulación de los habilitadores.

Sin embargo, el interés de los gobiernos por la minería no desmayó. Desde el año 1832 el Estado emprendió la obra del socavón del mineral de Pasco y contrató la instalación de una bomba de vapor para desaguar la mina. La minería peruana requería nuevos métodos que fueron puestos en práctica desde que se organizó el primer gobierno, pues ya se podía contar con el auxilio de la maquinaria y los progresos del comercio libre.

Como prueba del progreso de la minería en el pasado siglo pueden citarse los esfuerzos del capital privado en 1836, cuando Domingo Olavegoya trató de reiniciar la explotación de azogue de Huancavelica: la formación de la Compañía Metalúrgica en 1839; la Sociedad Flores y Compañía, para introducir nuevos sistemas metalúrgicos en el Perú. El año 1848 don Pedro Hurgón estableció la primera planta de lixiviación en Cajatambo. En 1860 la firma Davelouis lo hizo en Chilete, implantando una fundición de reverberos. Más tarde, por los años 1874 y 1875, los ingenieros Malinowsky y Durand establecieron altos hornos en Huánuco. Los viejos sistemas coloniales habían sido pues totalmente desterrados durante la República, venciendo las enormes dificultades de transporte a lomo de mula, de maquinarias y planchas de acero por las colosales cimas de los Andes. A la vez, puede decirse que la época del oro y de la plata había sido reemplazada por la explotación de nuevas materias primas que la industria europea reclamaba.

En esa etapa de la minería peruana, que sin embargo no es la científica, pues ella comienza años más tarde después de la fundación de la Escuela de Ingenieros en Lima, se dio preferencia a la explotación del cobre, cuya exportación más apreciable se inicia a partir del año 1836, es decir durante la Confederación Perú-Boliviana, alcanzando a 83,000 quintales a 9 pesos el quintal. La plata se explotó desde 1821 a 1855 en la cantidad de 4,925 tns., y el oro en la cantidad de 28,600 kgs., demostrando que su auge toda-vía estaba en pie.

A raíz del establecimiento de la navegación a vapor en el Pacífico em-pezó la explotación del carbón, iniciándose desde 1841 su búsqueda en todo el territorio nacional. En 1884 ya se producían 2,000 toneladas anua-

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les hasta aumentar luego considerablemente. La exportación de salitre se hizo desde 1820. El bórax fue exportado de Tarapacá desde 1864, pero el año 1890 se descubrió las grandes borateras de la laguna de San Juan de Salinas de Arequipa, por unos arrieros argentinos.

Al mismo tiempo, el Perú estaba siendo objeto de una serie de explora-ciones científicas que irían preparando su porvenir. El Presidente Echenique fundó la primera Escuela de Ingenieros, contratando una misión francesa, en la que figuraba Emilio Chevalier. La Escuela organizó sus reglamentos y preparó su local en la calle de la Caridad de Lima lista para recibir alumnos, cuando la revolución encabezada por Ramón Castilla dio fin a tan magnífi-ca obra, que no volvió a acometerse sino años más tarde.

La primera época de la minería republicana fue de esfuerzos singulares y de exploraciones de primer orden. Los franceses, encabezados por el Conde Francis de Castelnau y luego por Alcides D’orbigny, los alemanes como Tschudi y Middendorf, italianos como Antonio Raimondi y otros estudiaron la naturaleza peruana. Este último recogió muestras minerales de todo el Perú y estudió las bases geológicas y geográficas de la nación en forma tal que hoy resulta su obra monumental. Los peruanos no estuvieron a la zaga de los europeos, pues Mariano Eduardo de Rivero fue el verdadero iniciador de los estudios del guano. Tradujo las memorias de Humboldt publicadas en Alemania y gracias a él se conocieron las experiencias europeas sobre ese fertilizante. Rivero descubrió muchas fuentes termales, estudió las carboneras de Junín y efectuó varios estudios, sin apoyo de gobierno alguno, dejando su monumental obra Memorias científicas, que no han sido todavía debidamente apreciadas en el Perú por el afán de dar más importancia a los estudios de los sabios extranjeros. Esa obra de larga preparación requería la fundación de un Instituto Técnico y la preparación de ingenieros como único medio de orientar los estudios y las actividades mineras, cosa que se logró con singular éxito en posteriores etapas de la vida del país, que en su momento serán tratadas.

Merece especial mención en la historia económica el redescubrimiento de la más grande cuenca aurífera del Perú, en los valles de Challuma e Inam-bari, en la provincia de Carabaya (Puno) durante el gobierno del general

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Castilla, realizado por carteadores indígenas de minas de Puno. Durante el gobierno siguiente del general Echenique se organizó la explotación minera de esa zona en gran escala, creando una institución que fue antecedente de las actuales corporaciones de fomento. Se encomendó por primera vez al ejército la apertura de caminos, destinándose a ese fin el batallón «Yun-gay». En esa época José Domingo Choquehuanca formuló un proyecto de creación de una Escuela de Minas y de un Laboratorio de Investigaciones mineras en Puno, con un estudio anexo sobre la historia del tratamiento de los minerales en el Perú, realmente notable. Ese proyecto fue el que sirvió de base para la creación de la Escuela de Ingenieros en Lima, del tiempo de Echenique. (Archivo Histórico del Ministerio de Hacienda).

La agricultura y la ganadería Para completar el estudio de la primera etapa de la vida republicana,

es necesario revisar el estado en que la agricultura y la ganadería se encon-traban poco antes del advenimiento del guano en la historia nacional. Ya manifestamos cómo la mentalidad colonial que creía en la minería como única base de la economía peruana estaba basada en datos falsos. El Perú tenía una agricultura tan valiosa como su minería al comenzar su vida in-dependiente. La costa del Perú tenía en el cultivo de la caña una base de exportación importante. También señalamos el hecho de que durante el gobierno de Santa Cruz comenzó la exportación de azúcar y algodón a Inglaterra, pero estaban todavía muy lejanos los días en que el Perú iba a tener en esos dos productos las bases de su economía en la costa perua-na. El año 1849 apareció un estudio en El Comercio titulado «Ensayo de Economía Política», por Juan M. Casanova, en el que trata principalmente del porvenir del algodón en el Perú y con mucho optimismo y entusiasmo anunciaba que el Perú no estaba lejos de producir 30,000 quintales al año, sin sospechar el camino que todavía tenía por andar el país.

Sin embargo, una de las principales preocupaciones peruanas de la épo-ca que nos ocupa fue el problema del abastecimiento del trigo, siempre en déficit sobre todo para Lima. El trigo fue provisto por Chile en sus tres cuartas partes. No obstante que Chile requería azúcar del Perú y el Perú

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trigo de Chile, en el siglo pasado no lograron ajustar convenios equitativos, dejando siempre la solución al arbitrio de los gobiernos pasajeros, provo-cando frecuentes fricciones, a tal punto que puede decirse que la historia de las relaciones diplomáticas de esa época es la historia del trigo y del azúcar, productos que nos pusieron varias veces en peligro de invasiones y agre-siones, sin que el Perú hubiera podido llevar adelante una política triguera que le permitiera abastecerse del preciado cereal. El año 1828 se dio una ley de 11 de junio, prohibiendo la importación de harinas, para favorecer la molienda en los molinos del país. Esa medida ocasionó grandes protestas de Chile y preparó el primer camino de la invasión. El año 1836 se reguló el arancel aduanero de trigo, con igual consecuencia, y el año 1837 dictó el gobierno una disposición haciendo obligatorio el cultivo del trigo en los nueve valles de Lima, en el número de fanegadas que una comisión especial debería determinar. Se dispuso también que los hacendados venderían trigo a crédito a los abastecedores de pan de Lima, fijándose el precio en 5 pesos fanegada, pagaderos en tres plazos.

En abril de 1841 se derogó esa disposición después de haber reducido los derechos de importación a un peso de dos reales por fanegada de 135 libras. El año 1847 se dictó la resolución de 22 de marzo autorizando la compra por el Estado de 25 fanegas de trigo llamado «Siete Espigas» para distribuir-lo como semilla entre los agricultores de Lima, Junín, Ancash y otras pro-vincias, siendo ese el primer intento oficial de fomento y mejoramiento de producción del trigo, no repetido en lo restante del siglo XIX. El año 1852 se planeó el establecimiento de primas para la producción de trigo, abonán-dose 12 reales por cada fanegada de semilla de trigo que se importara para ese fin. El año 1864 se dejó libre el comercio de trigo con un gravamen de seis reales por fanega, y posteriormente no se hizo otra cosa que jugar con el arancel de aduanas, como medio de facilitar el aprovisionamiento de trigo, sin penetrar en la solución de la producción triguera peruana.

La misma política arancelaria y proteccionista se trató de aplicar sin éxito al arroz. El año 1836 el arroz pagaba 4 pesos por quintal y en el año 1840 se rebajó a tres pesos y el 1864 a dos pesos, pero se acabó por abolir

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el impuesto, en vista de que la producción nacional no abastecía al consu-mo, que el año 1865 estaba calculado en 20,000 toneladas. Igual política arancelaria se estableció con las viñas estableciendo primas y facilidades a la exportación (22 de mayo de 1847).

El primer intento oficial de dar impulso sistemático a la agricultura fue dado el año 1852 cuando el ministro de Gobierno J. M. Tirado propugnó una reunión de hacendados de Lima para fundar una Sociedad de Agricul-tores, de acuerdo con el decreto de 9 de octubre de 1840. El gobierno de Echenique deseaba crear una Escuela de Agricultura y para ese fin nece-sitaba crear ambiente entre los agricultores de Lima. Todos esos proyectos y esos tanteos a favor de la agricultura peruana tuvieron fin al iniciarse la posterior prosperidad guanera.

En cuanto a la ganadería, tampoco la primera época de la historia pe-ruana se encuentra sin haberla impulsado. Felizmente en el Perú no alcanzó a establecer el «Honrado Consejo de la Mesta» la odiosa Junta que Jove-llanos no vaciló en condenar como a la causante del atraso de España en ganadería. La recopilación de Leyes de Indias (Ley I, Título V, Ley 5) or-denó su establecimiento en Indias, pero en el Perú no llegó a instalarse. La ganadería se extendió pues en todo el país sin trabas, pero tampoco recibió una sola mano de mejoramiento racial.

Simón Bolívar dictó importantes disposiciones a favor del rebaño na-cional de auquénidos. Un decreto firmado en Cusco, en julio 5 de 1825, estableció premios para los que alcanzaran a lograr la domesticación de la vicuña, presentando un rebaño. En la misma fecha estableció una escala de multas y otras sanciones para los que se dedicaran a la caza de lanares nativos, como alpacas, llamas y vicuñas. Esas disposiciones tuvieron esplén-dido efecto, pues estimularon los primeros intentos de domesticación de la vicuña y conservación de la alpaca. El año 1848 el cura Pablo Cabrera de Carabaya demostró la posesión de un gran rebaño de vicuñas domesticadas, habiéndole el Congreso acordado un premio. Más tarde (1890) don Faus-tino Belón en Lampa y un señor Dianderas en Huancayo lograron iguales resultados. Las disposiciones de Bolívar fueron tan acertadas que conti-

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núan en todo su vigor, después de haber sido confirmadas y ratificadas por Ramón Castilla en 1851 y por Augusto B. Leguía en el siglo actual. Ramón Castilla prohibió la extracción de alpacas y vicuñas del país por decreto de 1º de abril de 1851. Los ensayos para aclimatar esos animales en otros lugares del Perú fueron intensos: a principios del siglo XIX se sacaron 100 parejas de vicuñas por la ruta de Buenos Aires, pero se dice que llegaron durante el asedio de esa ciudad por Beresford, muriendo más de la mitad. El resto pereció en Vigo, al llegar a España, víctimas también de balas inglesas, y por el clima, salvando dos, que fueron a dar a algún Jardín Zoológico. Con la alpaca también se hicieron ensayos de aclimatación en otros paisajes. El científico peruano Rivero cita en sus Memorias científicas que el Rey de Ho-landa hizo llevar algunas parejas de alpacas para obsequiarlas a la sociedad de aclimatación de Francia a principios del siglo XIX. Muchas personali-dades europeas como el marqués de Breadalbane, el duque de Montrouge y el abate de Melis (Bélgica) trabajaron con tesón por aclimatar alpacas y vicuñas en otros paisajes, pero sin éxito.

La introducción de la lana de alpaca en Europa comenzó pocos años después de declarada la Independencia del Perú, y fue la casa inglesa Mohens y Cía., establecida en Arequipa la que inició embarques de lana a Liverpool. Años más tarde Titus Salt, fabricante inglés, presentó a la Reina Victoria los primeros tejidos con lana de alpaca que llamaron la atención por sus preciosos colores naturales. La Reina de Inglaterra premió a Salt por su labor a favor de la industria. El comercio de lanas de alpaca fue exclusivamente con Inglaterra, iniciándose en el año de 1834, con regularidad, embarques que empezaron con 5,700 libras pero que en 1939 llegaban a 1’325,000 libras de peso neto, por valor de 115,800 dólares. A partir de 1846 un promedio de dos millones de libras fueron exportadas. La lana de oveja en cambio no fue mejorada. En esa época sólo se esforzaron los Olavegoya en Junín y los Costa en Puno por mejorar las razas ovinas.

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César Antonio Ugarte(Cusco 26-XII-1896 - Lima 1933)

El economista César Antonio Ugarte Ocampo obtuvo los doctora-dos de Jurisprudencia, Letras y Ciencias Políticas en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos en 1917. Tras un breve desempeño en la carrera diplomática partió a los EE UU para especializarse en Ciencias Económicas en la Universidad de Yale.De regreso en el Perú, ejerció la cátedra de Historia Económica y Fi-nanciera en la Universidad de San Marcos y trabajó como consultor privado en temas de su especialidad.La experiencia docente lo llevó a publicar un libro pionero: Bosquejo de la historia económica del Perú 1500-1899 (Lima, 1926), el primer estudio especializado sobre la características generales de nuestra evolución económica.Ugarte Ocampo colaboró en forma notable con la misión económi-ca de los EE UU, conducida por Edwin W. Kemmerer (noviembre 1930-abril 1931), que debía facilitar una reforma monetaria y ban-caria que establezca un mecanismo de paridad entre el sol y el dólar. Entretanto, en marzo de 1931, Ugarte formó parte de la comisión convocada por la Junta Nacional de Gobierno de David Samanez Ocampo para la redacción de un anteproyecto de Estatuto Electo-ral, al lado de Jorge Basadre, Carlos Manuel Cox, Luis E. Valcárcel, Federico More, Carlos Telaya, Alberto Arca Parró y Luis Alberto Sánchez. Ugarte también se vinculó con el grupo político Acción Republicana, que lanzó en las elecciones generales de 1931 la candi-datura de José María de la Jara y Ureta. El 23 de mayo de 1931, la Junta Nacional de Gobierno nombró a Cé-sar Antonio Ugarte el primer Superintendente de Bancos. Su cargo fue ratificado por el Congreso en febrero de 1932 y lo ejerció hasta enero de 1933. Luego de dejar la Superintendencia falleció en forma repentina.

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Principales libros publicados:-Los antecedentes históricos del régimen agrario peruano (1918)-Bosquejo de la historia económica del Perú 1500-1899 (1926)El texto seleccionado para esta antología, «Factores económicos de la independencia» aporta una visión de dicho proceso que relega a un segundo plano a los grandes caudillos militares y pone el acento en los problemas financieros y productivos para explicar los motivos de ese desenlace. El texto ofrece también un documentado perfil de los rasgos fundamentales del modelo de crecimiento de los primeros años del Perú republicano. Resalta en su análisis la contradicción entre el ideal de modernidad y el conservadurismo práctico de los protagonistas del quehacer agrícola, uno de cuyos aspectos más dra-máticos fue el fomento de la inmigración de agricultores foráneos.

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Bosquejo de la historia económica del Perú 1500-1899, 1926César Antonio Ugarte

La revolución de la Independencia americana está ligada a factores económicos que han tenido influencia predominante en su origen y desa-rrollo. Más que en ningún otro orden, en el orden económico, se sintió en las colonias desde fines del siglo XVIII ese contraste entre la realidad inmó-vil y el ideal renovado, que es la causa de las grandes revoluciones. Desde mediados de ese siglo las ideas económicas se habían renovado en España aún más que en otros países. Castro, Campillo, Ward, Romá, Moncada, Martínez de Mata, Osorio, el padre Mariana, entre otros ignorados eco-nomistas españoles, hacían críticas muy acertadas al anticuado organismo económico y financiero de la metrópoli, algunas de las cuales se referían también al sistema colonial. A fines del siglo las críticas tenían un carácter más amplio y se propagaban subterráneamente ideas francamente revolu-cionarias bajo el impulso de las doctrinas filosóficas de Montesquieu, Rous-seau y los Enciclopedistas. En Lima, José Baquijano y Carrillo (1802), el padre Diego Cisneros, el presbítero Muñoz, el canónigo Toribio Rodríguez de Mendoza se inician en las nuevas doctrinas y las propagan.

Al lado de estos factores ideológicos debemos considerar los siguientes hechos económicos que contribuyeron a la independencia:

1) Reacción de las clases sujetas a una desigualdad injusta: criollos, mestizos e indígenas. Túpac Amaru en 1770, Aguilar y Ubalde en 1805, Pumacahua en 1814.

68 El texto seleccionado de César Antonio Ugarte corresponde a gran parte del Capítulo III de Bos-quejo de la historia económica del Perú 1500-1899. S/e, Lima, 1926, pp. 53-73.

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2) La influencia y cooperación de los intereses extranjeros, perjudica-dos por el monopolio comercial de la metrópoli: Inglaterra, Francia, Estados Unidos.

3) El ejemplo de las colonias inglesas en Norte América y de las ven-tajas económicas que su independencia les dio.

4) La penuria económica y fiscal de los últimos años del Virreinato.

Política agraria y desarrollo agrícolaLa situación de la agricultura al comienzo de la época republicana era

deplorable. Abandonada a manos mercenarias e ignorantes, bajo la tiranía de los caciques provinciales, mientras que la gente culta se consagraba en las ciudades a las profesiones liberales y a las luchas políticas, no era tarea fácil la de impulsar su renacimiento y progreso.

El primer problema de política agraria que planteaba lógicamente el tránsito del régimen colonial al republicano, bajo la inspiración del libe-ralismo económico y político de la Revolución; era la desamortización de la propiedad rural, problema que tenía gran trascendencia principalmente en la Sierra. Más tarde, la escasez de brazos en las haciendas de la Costa, determinada por la abolición de la esclavitud, acentuó la necesidad de pro-teger la inmigración. Cuando se vio la posibilidad de fecundar con el agua que baja de las cordilleras los áridos desiertos del litoral, se iniciaron los planes de irrigación y colonización de esa zona de nuestro territorio. En fin, primero por intuición romántica y después por necesidad económica, se planteó el problema de la colonización de la hoya amazónica. Conjunta-mente con esos problemas se acentuó cada día la importancia del fomento de la agricultura.

En los párrafos siguientes estudiaremos los diferentes aspectos de la po-lítica agraria nacional.

La desamortización de la propiedad ruralEl régimen agrario de la República se inspiró en las ideas liberales

de la Revolución Francesa. Además del prestigio romántico de este gran hecho histórico, había motivos poderosos que justificaban esa imitación.

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La revolución del 89 había sido, principalmente, contra el feudalismo que oprimía a los pueblos con sus absurdas instituciones económicas. Desde 1750 los fisiócratas, con Quesnay a la cabeza, en Francia, así como Hume y Adam Smith en Inglaterra, habían interpretado la aspiración general hacia la libertad del individuo y hacia la supresión de las trabas económicas del feudalismo. La situación del Perú, al constituirse la República era semejante a la de Francia antes de 1789, y era natural que se adoptaran análogos remedios.

Una de las primeras declaraciones constitucionales de la República fue la de que todas las propiedades eran enajenables aún cuando pertenecieran a manos muertas y de que se abolían las vinculaciones de dominio. Las leyes abolieron también el tributo y el servicio personal en sus diferentes formas (mitas, pongos, encomiendas, yanaconazgos, etc.), instituciones estrecha-mente vinculadas al régimen agrario de la Colonia.

Como aún subsistían en el país, el amparo de las leyes coloniales, las an-tiguas comunidades de indígenas, aunque reducidas y desmembradas, nues-tros primeros gobernantes, considerándolas incompatibles con el régimen democrático, decretaron también su disolución. El decreto de 8 de abril de 1824, en el que Bolívar dictó esa medida, se funda en que «la decadencia de la agricultura peruana depende en mucha parte del desaliento con que se labran las tierras, por hallarse las más de ellas, en posesión precaria o en arrendamientos».

El decreto citado contiene también disposiciones referentes a las tierras públicas. Fundándose, entre otras cosas, en «que por la constitución políti-ca de la República radica el progreso de la hacienda en el fomento de ramos productivos a fin de disminuir las imposiciones personales», dispone que se vendan de cuenta del Estado todas las tierras de su pertenencia por una tercera parte menos de su tasación legítima.

Para hacer efectiva la venta de las tierras públicas y el reparto de las tierras de comunidades indígenas, debían nombrarse visitadores en todas las provincias.

Un año después, Bolívar hubo de expedir otro decreto, el de 4 de julio de 1825, modificando las disposiciones del anterior que habían quedado

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incumplidas. Ordenaba el nuevo decreto: que se incluyeran en la masa repartible las tierras de que se hubieran aprovechado los caciques y recaudadores por razón de su oficio; que los caciques desprovistos de tierras recibieran por su mujer y cada uno de sus hijos cinco topos de tierra; que cada indígena recibiera un topo en los lugares «pingües y regados», o bien dos topos en los lugares privados de riego y estériles; que el reparto se hiciera por personas de probidad e inteligencia designadas por el Prefecto a propuesta de la Junta Departamental; y, por último, y esta es la disposición más importante, «que la propiedad absoluta declarada a los denominados indios» tenga la limitación de no poder enajenarse las tierras hasta el año 50 y jamás a favor de manos muertas, so pena de nulidad. Bolívar creía que el progreso de la cultura del país daría a los indios el año 50 la capacidad e independencia de que carecían, y que, mientras tanto, la prohibición de enajenar sus tierras los libraría de los engaños y abusos de que se les hacían víctimas, por los hacendados y caciques de provincia.

La ley de 23 de marzo de 1828, dictada por el Congreso Constituyente, ratificó en lo substancial los decretos de Bolívar; pero declaró que las tierras de indígenas podían enajenarse libremente, siempre que sus dueños supie-ran leer y escribir. Según esta ley, las Juntas Departamentales debían formar la estadística de sus respectivos territorios, para hacer luego la asignación de las tierras a sus respectivos poseedores.

Las disposiciones citadas son las más importantes que se dictaron en materia agraria durante las primeras décadas de la República. Salvo la abo-lición legal de las vinculaciones de dominio, todas las demás carecieron de aplicación práctica, porque no pudieron cumplirse las medidas administra-tivas necesarias para su vigencia real.

Después de estos ensayos legislativos, vino el Código Civil de 1852 que satisfacía el anhelo de tener un derecho propio. El código, en cuanto al régimen de la propiedad, mantuvo los principios clásicos del derecho adoptados tanto en la legislación española precedente como en el Código de Napoleón que le sirvió de modelo; confirmó la abolición legal de las comunidades indígenas y de las vinculaciones de dominio; innovando la legislación precedente, estableció la ocupación como uno de los modos de

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adquirir los inmuebles sin dueño; en las reglas sobre sucesiones, trató de favorecer la formación de la pequeña propiedad.

Las reformas jurídicas implantadas en el Código Civil han sido desarro-lladas por algunas leyes posteriores. Las constituciones últimas han recono-cido a los extranjeros el derecho de adquirir bienes inmuebles en la Repú-blica, que solo las leyes especiales de colonización de la Montaña les habían reconocido expresamente. La ley de Registro de la Propiedad Inmueble, en 1888, y la ley de Bancos Hipotecarios de 1889 han establecido las bases del crédito territorial. La ley de 1901, declarando que las congregaciones religiosas tienen pleno dominio y administración de sus bienes, y la ley de 1811 sobre redención de enfiteusis han completado las primeras disposi-ciones constitucionales que tendían a la desvinculación de la propiedad. La ley de 14 de noviembre de 1907, inspirada en el propósito de facilitar la circulación de la propiedad territorial, ha simplificado el procedimiento de enajenación de bienes inmuebles pertenecientes a las Universidades, Cole-gios, Sociedades de Beneficencia y cofradías o hermandades.

En todas las disposiciones citadas se ve el propósito de favorecer la democratización de la propiedad rural, pero por medios puramente negativos, aboliendo las trabas legales más bien que prestando a los agricultores una protección positiva. Quizás la única ley que contempla este aspecto positivo de la protección de la pequeña propiedad es la de 14 de noviembre de 1900, sobre sociedades industriales destinadas a la venta de inmuebles por mensualidades. Aunque esta ley no ha tenido ninguna aplicación respeto de la propiedad rural, es digna de anotarse por sus disposiciones relativas a la extensión de impuestos y de embargo a favor de los inmuebles rústicos cuyo valor no pasa de mil libras y que sean cultivados por el comprador, su cónyuge o sus hijos.

El predominio de la gran propiedad Toda la política desamortizadora de la propiedad territorial, cuyo de-

sarrollo hemos bosquejado, ha tenido por resultado impedir que se acre-cienten los daños derivados de las vinculaciones coloniales; pero no ha impedido el predominio de la gran propiedad tanto en la Costa como en la

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Sierra. Un ligero análisis de la evolución de la propiedad rural durante la República nos revela ese hecho.

En la Costa, los cultivos más importantes son los de caña de azúcar y algodón, y en ambos ha habido un progreso notable en la técnica y en la producción. Pero este progreso ha determinado una mayor concentra-ción de la propiedad, principalmente en las haciendas cañaverales. Estas se han convertido durante las últimas décadas en grandes empresas indus-triales con enormes extensiones de terrenos y fuertes capitales, pasando las más importantes a manos extranjeras. En un memorial elevado en 1917 a la Cámara de Diputados por los productores de azúcar, se atribuye esta concentración de la propiedad al elevado costo de las maquinarias para el beneficio de la caña, a las bajas del azúcar en el mercado mundial a causa del aumento constante de la producción y a la elevación de los salarios y jornales en el Perú. «En estas condiciones sólo las grandes empresas han sido suficientemente poderosas, desde el punto de vista financiero, para soportar los efectos de las bajas del mercado, así como para reducir el costo de la producción por medio del cultivo y beneficio en gran escala. Por eso casi todos los pequeños fundos han desaparecido y se han refundido en las grandes negociaciones. Como los pequeños cultivadores han sido general-mente deudores de los grandes, lo más frecuente ha sido que las haciendas pasen de los primitivos dueños a sus acreedores».

La propiedad está menos concentrada en la industria algodonera que en la azucarera debido a que la producción del algodón es más simple y económica; pero tampoco está muy dividida. En los últimos años esta in-dustria ha adquirido una importancia excepcional en la economía peruana: los altos precios del algodón en el mercado mundial han determinado un notable incremento de la producción y un mejoramiento progresivo en la calidad de los productos cultivados y exportados.

Este predominio de la gran propiedad ha hecho que la condición de los pequeños cultivadores y de los trabajadores agrícolas, no mejore mucho durante la República; pues subsisten hasta ahora los sistemas coloniales de arrendamiento y locación de servicios fundados en la desigualdad y el

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abuso. Para atraer trabajadores de la Sierra los hacendados de la Costa han acostumbrado desde lejanos tiempos dar a los indios tierras conforme al sistema colonial del yanaconaje, esto es en arrendamiento por trabajo, en condiciones siempre muy ventajosas para el propietario. Esta costum-bre semifeudal, que ha permitido la subsistencia de los latifundios, está en cierta armonía con el bajo nivel de vida y la ignorancia de nuestra pobla-ción indígena; pero más que un efecto es una causa del atraso de dicha población, pues si los colonos indígenas recibieran adecuada remuneración por su trabajo tendrían más estímulos y facilidades para progresar social e intelectualmente.

En la Sierra hay tres clases de haciendas: las de valle, que se dedican principalmente al cultivo de la caña, la coca, el tabaco, el café y demás frutos tropicales; las de quebrada, de las zonas templadas, que cultivan maíz, trigo, cebada y otros cereales; y las de pampa, situadas en las mesetas y punas, que son principalmente ganaderas. Hay muchos latifundios que abarcan terrenos en las tres zonas. En general, las haciendas de valle y las ganaderas son grandes propiedades en las que poco se ha progresado desde la Colonia. Gran número de ellas están en manos de administradores igno-rantes y los mismos propietarios no toman gran interés en impulsar su pro-ducción. El trabajo lo realizan los peones, esto es los pobladores indígenas que viven en ella y los indios de las comunidades vecinas, sujetas de hecho a la tutela de hacendado. Generalmente los indios poseen las tierras desde tiempo inmemorial a título de arrendatarios con la obligación de trabajar ciertos días en servicio del hacendado.

El problema de la inmigración para la Costa Al terminar la dominación española, los valles de la Costa estaban ocu-

pados por latifundios en que el trabajo agrícola se hacía por esclavos. Como la República prohibió la trata de negros, el número de esclavos disminuía gradualmente y comenzó a sentirse la falta de brazos para la agricultura. Tan apremiante llegó a ser esta necesidad, que los hacendados obtuvieron que Salaverry expidiera el decreto de 1º de mayo de 1835 en el que, «para

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fomentar la agricultura», se permitía la internación de esclavos de Améri-ca, libre de derechos. Este decreto dio lugar a muchos abusos.

Hacia el año 50, el criterio optimista de los fundadores de nuestra na-cionalidad que se “lisonjeaban con la esperanza halagüeña de que la su-perabundancia de población de la Europa iba a desbordarse sobre nues-tras playas y cubrirlas de enjambres de labradores, comenzó a modificarse. «Veintitrés años los hemos esperado inútilmente, y aún está el primero por aparecer», decía en 1846 don José Gregorio Paz Soldán. En 1847, don Ma-nuel E. de la Torre presentó en la Cámara de Diputados un proyecto muy interesante para proteger la inmigración, que no llegó a aprobarse. En ese proyecto se autorizaba al Poder Ejecutivo a celebrar contratos por diez años con los capitalistas y propietarios que quisieran introducir colonos extran-jeros, gratificándolos con cuatro toneladas de guano por cada colono. Los colonos quedarían exceptuados de toda pensión y del servicio militar y, concluidos sus contratos, los que prefiriesen quedarse en el país recibirían en propiedad cinco fanegadas de terrenos baldíos y 20 a 25 pesos cada uno según fueran con o sin familia.

El año siguiente, 1848, el Gobierno intentó reunir datos sobre los recursos de los diferentes departamentos para preparar un plan de inmigración. El Gobierno envió un cuestionario a los Prefectos, así como a la Sociedad de Agricultura de Lima. La respuesta de esta última es digna de conocerse porque refleja con mucha claridad la situación y las ideas de la época respecto de la cuestión agraria nacional. Según ella: la disminución de la esclavitud y la falta de brazos en los campos eran un hecho; el jornal de esclavo podía estimarse en 8 pesos al mes, incluyendo el interés de su valor y gastos que causa; eran muchos los inconvenientes del trabajo de los jornaleros, por su inseguridad y la pérdida a que están expuestas las sementeras por falta de oportuno beneficio; el trabajo del jornalero era de 7 horas y de ningún modo convenía dividir con él el producto de las tierras; el uso de yanaconas era un arbitrio de la necesidad y había que darle un pequeño capital para hacer frente a los gastos que les correspondían; era difícil evitar conflictos entre blancos y negros esclavos; el precio del

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jornal que convenía pagar al peón libre era de 3 reales, a lo más, dándole habitación. Son igualmente interesantes las respuestas de algunos de los departamentos. Trujillo contestó que recibiría hasta mil inmigrantes, dándoles tierras arrendadas o en partido, debiendo trabajar tres días a la semana para el propietario, con tres reales de jornal y recibiendo gratis semillas y herramientas para su propio cultivo. Algunos departamentos manifestaron que no necesitaban brazos, y otros que los necesitaban, pero que nada podían hacer.

La ley general de inmigración, de 17 de noviembre de 1849, respondió al clamor de los agricultores de la costa y particularmente a la influencia de un personaje de esa época, don Domingo Elías. Su objeto principal era el de favorecer la inmigración china y por eso don J. G. Paz Soldán la llamaba ley chinesca. Conforme a ella se concedía «a todo introductor de colonos extranjeros de cualquier sexo, cuyo número no baje de 50, y cuyas edades sean de 10 a 40 años» una prima de 30 pesos por persona, y se reconocían a los primeros introductores de colonos, don Domingo Elías y don Juan Rodríguez, el privilegio exclusivo de introducir chinos en los departamen-tos de Lima y La Libertad, por el término de cuatro años. En 1851 se votó la suma de 50 mil pesos para el pago de las primas y luego se distribuyó la suma votada en dos partes: 25 mil pesos para la inmigración europea y 25 mil pesos para la de cualquiera otra procedencia.

Desde el 25 de febrero de 1850 hasta el 5 de julio de 1853, según la Memoria del Ministro de Gobierno de éste último año, se introdujeron al Perú 3932 colonos, de los cuales fueron chinos 2516; irlandeses 320; y ale-manes 1906. Los irlandeses y alemanes fueron llevados a la montaña. En cuanto a los chinos, su introducción, guiada por un propósito simplemente mercantil, se hizo en condiciones desastrosas, sin examen alguno de sus costumbres, moralidad y aptitud física. «El traficante, dice Sacchetti, cedía esta mercancía humana a los hacendados al precio medio de 500 pesos por cada individuo. Este estaba obligado a trabajar por ocho años, y su trabajo teniendo en cuenta la amortización del capital, interés, salario mensual de cuatro pesos, vestido, etc., costaba al hacendado 70 centavos al día».

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La inmigración china dio lugar a innumerables abusos de los especu-ladores y algunos incidentes sangrientos en las haciendas y poblaciones rurales de la Costa, debidos a la hostilidad de los nativos hacia los nuevos colonos. Estos hechos determinaron la derogatoria de la ley de 1849 y más tarde, en 1856, la prohibición del tráfico de asiáticos.

Por ley de 14 de mayo de 1861 se derogó el decreto de 1856 que prohi-bía el tráfico de chinos, y desde entonces se reanudó, en gran escala, esta inmigración, hasta el año 1875, en que se firmó con la China el Tratado de Tientsin, suprimiendo de común acuerdo toda emigración que no fuera enteramente voluntaria. En los 25 años que duró esta inmigración, bajo el amparo oficial, llegaron al Perú 87,393 chinos. Resumiendo los resultados de esta inmigración decía un escritor de la época, que fue «un mal nece-sario». Los chinos, según Juan de Arona, «resolvieron la cuestión brazos. Hinchieron de una población laboriosa y flotante los valles y las haciendas de la Costa» y «determinaron el gran auge agrícola que por varios años disfrutó el Perú».

En cuanto a la inmigración europea, el único ensayo fue el de 1860 en que llegó un contingente de 300 colonos vascongados para la hacienda «Talambo», de don Manuel Salcedo, quien había irrigado terrenos y quería aplicarlos al cultivo del algodón en gran escala. Los colonos se comprome-tían a trabajar ocho años y el empresario a mantenerlos durante dos años, a auxiliarlos con animales y aperos de labranza y a pagarles un salario men-sual de un peso de plata a los menores de 12 años y de dos a los que pasaran de esa edad. A los tres años esta tentativa fracasó, a consecuencia de un incidente sangriento determinado por la rivalidad entre los colonos y los nativos. Conocidas son en nuestra historia diplomática las consecuencias internacionales que trajo ese episodio.

Planteado el problema agrario desde el punto de vista de las ideas con-servadoras de esa época, no se puede negar que habría sido imposible con-seguir mejores obreros rurales que los asiáticos y que, efectivamente, los inmigrantes europeos no dieron resultados satisfactorios porque no podían contentarse con el nivel de vida y con la sujeción a que están acostumbra-

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dos nuestros obreros indígenas y los obreros asiáticos. Pero el interés de los agricultores de esa época, ¿estaba en armonía con el interés nacional? Afir-mamos resueltamente que no. Lo que el Perú necesitaba no era «brazos» sino «hombres», y hombres selectos que vinieran a elevar nuestro nivel de vida, a mejorar nuestra raza, a dar impulso a nuestras industrias: hombres independientes que se establecieran en nuestro suelo, vincularan a él su porvenir y el de sus hijos y se convirtieran en ciudadanos peruanos. Para eso hubiera sido necesario orientar en una forma radicalmente distinta la política agraria nacional; pero semejante orientación suponía un grado de cultura y un estado de opinión en nuestras clases dirigentes, que, por des-gracia, no existían, ni existe todavía.

El gobierno de don Manuel Pardo comprendió el error de los planes de inmigración precedentes, inspirados sólo en intereses momentáneos y pri-vados; vio que no podían venir verdaderos inmigrantes si no habían tierras para ofrecerles la expectativa de una vida independiente, y se dio cuenta de que la colonización debía comenzar en el litoral, cerca de los centros de cultura, y no en las zonas menos accesibles de la Montaña. El ministro de Gobierno don Francisco Rozas presentó el 21 de diciembre de 1872 un proyecto de ley sobre inmigración, en el cual se autorizaba al ejecutivo para invertir 100 mil soles al año en fomentar la inmigración, para distribuir a los inmigrantes terrenos irrigados de propiedad fiscal, para irrigar los que no lo estuvieran y para expropiar los de particulares con el objeto de venderlos a los inmigrantes, a plazos más o menos largos según las circunstancias.

Explicando su plan, decía el ministro, que el Gobierno no se proponía realizar una inmigración en gran escala, ni colonizar de buenas a primeras todos nuestros territorios desiertos, sino hacer un ensayo o más bien pre-parar el camino y que con el mismo propósito había enviado comisiones técnicas para hacer estudios de irrigación en el Sur y Norte de la Costa.

Después de prolongadas discusiones en las dos cámaras legislativas, el proyecto fue aprobado y promulgado como ley el 28 de abril de 1873: pero con una supresión que desmejoraba su eficacia y fue la relativa a la ex-propiación de terrenos particulares para venderlos a los inmigrantes. Es

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evidente que sin esta cláusula, muy avanzada para una época en que se desconocía el carácter y la misión social de la propiedad, el plan perdía su eficacia.

La Comisión Consultiva de Inmigración que había constituido el Go-bierno en 1872, se transformó en la Sociedad de Inmigración Europea, y tuvo a su cargo la tarea de dirigir la aplicación de la ley de 1873. En toda la administración Pardo, según Juan de Arona, alcanzaron a introducirse como tres mil inmigrantes; pero lo curioso es que, a pesar que el plan del Gobierno era el de colonizar primero la Costa, una gran parte de esos inmi-grantes fueron internados en Chanchamayo. En la memoria de Gobierno, de 1876, se expresa que «los ensayos realizados para adaptar el trabajo de los inmigrantes europeos a las faenas agrícolas de los fundos de la Costa, manifiestan de un modo indudable que únicamente puede ser útil para todos bajo el sistema de colonos en participación o como arrendatarios».

Después de la guerra, las tentativas de inmigración para la costa han sido menos frecuentes a causa de la penuria fiscal. Hacía fines de 1897 se hicieron dos tentativas de inmigración japonesa, con el apoyo oficial: la primera promovida por el cónsul del Perú en Yokohama y la segunda por la casa Morioka y Compañía de Tokio. Los hacendados convinieron, entre otras cosas, en dar alojamiento y asistencia médica, y en pagar dos y medias libras mensuales a los hombres por 10 horas de trabajo diario en los campos y 12 en las fábricas y una libra y media a las mujeres ocupadas en las faenas agrícolas. El primer envío de 1200 japoneses no dio los resultados que se esperaban. Las rivalidades continuas con la población nativa determinaron su dispersión en las ciudades.

El problema de la irrigación de la Costa Aunque antes de la guerra se hicieron algunos estudios para irrigar la

Costa, especialmente bajo el gobierno de don Manuel Pardo, no fue sino en virtud de la ley general de irrigación de 9 de octubre de 1893 que se inició el apoyo oficial a las empresas de irrigación. Esta ley autorizaba al Poder Ejecutivo para hacer concesiones o contratos de irrigación para el

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aprovechamiento de las aguas de dominio público; concedía a las empresas de irrigación, entre otras ventajas, la propiedad de los terrenos eriazos del Estado o municipales que llegaran a ser irrigados suficientemente y el uso gratuito de los terrenos de dominio público que fuesen necesarios para las obras hidráulicas.

La ley de 4 de enero de 1913 sobre colonización e irrigación está inspi-rada en una política más amplia y constructiva: autoriza al Poder Ejecutivo para contratar un empréstito de dos millones de libras esterlinas, en bonos hasta del cinco y medio por ciento de interés anual, cuyo producto se de-dicará exclusivamente a obras de irrigación y colonización y para adquirir por convenio, o expropiar las tierras eriazas de propiedad particular que queden comprendidas dentro del plan de los terrenos irrigables; y una vez realizadas las obras, para vender las tierras con la dotación de agua que les corresponda por lotes que en ningún caso excederán de sesenta hectáreas cada uno, debiendo cuidar de que reunido el precio de los lotes, éste cubra el valor invertido en la irrigación y colonización, junto con sus respectivos intereses. Los colonos, según la misma ley, deberán ser de raza blanca, no pudiendo admitirse a los que no traigan el capital necesario que el gobierno fijará de antemano, para hacer por su propia cuenta los gastos que exija la preparación y el cultivo de los terrenos, hasta obtener la primera cosecha.

El empréstito autorizado por la ley citada no se ha levantado, pero du-rante la última década se han hecho importantes progresos en los estudios y trabajos de irrigación. Según datos del cuerpo de ingenieros de minas y aguas, en 1914 habían nueve proyectos de irrigación estudiados en los va-lles de Chira, Chancay, Chilca, Cañete, Chimbote, Coayllo, Ica y Cayma. La ley 2674 de 4 de enero de 1918 estableció nueve zonas de irrigación, correspondientes a cada uno de los departamentos de la Costa, con sus respectivas comisiones técnicas. Los últimos estudios y trabajos de irriga-ción se han hecho directamente por comisiones técnicas dependientes del Ministerio de Fomento, y en algunos casos por contratos de irrigación con concesionarios particulares. Se han iniciado también en las dos últimas dé-cadas algunas otras obras hidráulicas de importancia, siendo especialmente

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digna de mención la de represamiento de las lagunas de Huarochirí para regular la distribución del agua en los valles del Rímac.

La colonización de la Montaña Desde los primeros lustros de nuestra vida independiente fue un an-

helo nacional la colonización de las regiones tropicales del Amazonas y de Madre de Dios, y para satisfacerlo se inició una legislación agraria especial inspirada en el más absoluto liberalismo.

La primera ley de este carácter fue la de creación del departamento de Amazonas, de 21 de noviembre de 1832, en la cual se autoriza a los subprefectos a conceder «a los extranjeros que se avecindasen en las nue-vas reducciones» las tierras que puedan labrar, gozando los colonos de los privilegios y exenciones que conceden las leyes a los pobladores de tierras eriazas. Estas disposiciones se hicieron extensivas, por ley de 24 de mayo de 1845, «a todas las misiones, reducciones y poblaciones existentes o que en adelante se formaren emprendieran o promovieran en la República». Por su carácter especial, continuaron en vigencia después de la promulgación del Código Civil, y posteriormente fueron confirmadas y ampliadas por resolu-ciones legislativas y decretos supremos diversos.

El primer intento de colonización se puso en práctica en conformidad con la ley de inmigración de 1849, que ya hemos citado. Se trajeron al Perú 1096 colonos alemanes, y con ellos se intentó iniciar el año 53 la coloni-zación de Loreto. El resultado fue desastroso. Sólo unos cuantos llegaron hasta Moyobamba, y poco tiempo después, los colonos «reducidos a la más completa miseria, pedían caridad en las calles de Lima». Más tarde, según Duval, llenaron «ambos mundos con el ruido de sus quejas y de sus quere-llas».

En el mismo año 53 el gobierno celebró un contrato con don Cosme Schultz para la colonización de la zona del Pozuzo, en los lugares que se pre-pararía con anticipación o en otros que fueran aparentes. El contrato daba a los empresarios y a los colonos numerosos beneficios y concesiones. La primera y única partida de colonos llegó en 1857 y se componía de 302 ale-

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manes y tiroleses. Después de una odisea lamentable, de los 294 que habían llegado al Perú, llegaron 267 al término de su viaje, para encontrarse sin recursos y completamente aislados del mundo habitado. El gobierno tuvo que gastar fuertes sumas en sostener esta colonia hasta 1860, en que, por fin, cubría ya fácilmente sus necesidades.

En 1867 el gobierno de Prado celebró un contrato con don Juan P. Martín, en el que se obligaba éste a traer 5,000 colonos alemanes. Al año siguiente llegaron 315 colonos que fueron enviados al Pozuzo. De éstos, el año 1891, ocho colonos más o menos, descontentos con las condiciones de vida de la colonia del Pozuzo, resolvieron abrirse una trocha para llegar a me-jores tierras, y después de algunos meses de trabajo, llegaron a Oxapampa. Esta colonia encontró campo propicio y con un nuevo grupo desmembrado del Pozuzo, se estableció en ese valle y en el de Chontabamba, continuando desde entonces en estado floreciente.

Entre las tentativas posteriores de colonización de la Montaña, pode-mos citar la de 1874 en Chanchamayo, que fracasó y la de 1892 en las orillas del Perené, cuyo éxito ha sido también muy relativo.

Hacia el año 1862 comenzó en Loreto la industria del caucho, que debía ser más tarde la base del desarrollo económico de la región oriental; pero era la época del salitre y del guano, y nadie daba mucha importancia a las riquezas acumuladas en nuestros bosques y en las fecundas pampas tropicales del Oriente. Fue necesaria la catástrofe del 79, que nos arrebató la fuente principal de la riqueza privada y pública del país, para que los hombres de trabajo y de iniciativa se dieran cuenta de las perspectivas que ofrecía el Oriente peruano para desarrollar sus esfuerzos. Adquirió enton-ces algún desarrollo la industria del caucho en Loreto. Y se hizo necesaria una legislación más amplia.

Las leyes de 4 de noviembre de 1887 y de 26 de noviembre de 1888 modifi-caron las disposiciones anteriores sobre adquisición de terrenos de monta-ña. Según estas leyes, se podían hacer adjudicaciones gratuitas de terrenos de montaña a los pobladores nacionales o extranjeros que tuvieran elemen-tos de trabajo proporcionados a la extensión del suelo que pretendieran ad-

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quirir, y bajo la condición para conservar el título de propiedad de cultivar la quinta parte, cuando menos, en el plazo de dos años.

El mismo año 88, la firma Landi, Canessa y Compañía, pidió la adju-dicación de 500,000 hectáreas de terrenos cultivables o irrigables de libre disposición, ofreciendo colonizarlos con europeos. La solicitud fue acep-tada en los términos pedidos. Conforme a ellos, el valor de los terrenos adjudicados quedaría compensado con los beneficios de la colonización con familias europeas que los concesionarios quedaban obligados a introducir y a establecer en esos terrenos a su costa y sin gravamen del fisco. Los con-cesionarios no adquirirían la propiedad de los terrenos, sino a medida que los colonizaran, estableciendo una familia de agricultores compuesta por lo menos de dos adultos por cada quince hectáreas. Pero el contrato no llegó a perfeccionarse porque, según parece, el Gobierno de Italia recibió informes desfavorables de sus agentes en el Perú, respecto a las condiciones del país para recibir esa inmigración.

El sistema de la donación condicional que prevaleció en nuestras pri-meras leyes de colonización fue modificado en la ley de 21 de diciembre de 1898. Según esta ley, se podían adquirir terrenos de montaña: por compra, a razón de 5 soles por hectárea; por concesión, mediante el pago del canon anual de un sol por hectárea en los tres primeros años, y de dos soles por cada hectárea no cultivada y un sol por la parte cultivada, en lo sucesivo; por contrato de colonización mediante convenio especial con el Gobierno; y por adjudicación gratuita de no más de dos hectáreas.

La ley vigente de terrenos de montaña, promulgada el 31 de diciembre de 1909, reconoce, con distintos nombres, los mismos modos de adquirir que la anterior. Según el art. 2º, esos modos son: venta, denuncio, adjudi-cación gratuita y concesión. Por la venta, a razón de un sol por hectárea, se concede el dominio perpetuo y absoluto de los terrenos, pero si a los diez años de celebrado el contrato no estuviese cultivada cuando menos la quinta parte, la porción no cultivada queda sujeta al pago de una contri-bución anual de un centavo por hectárea. Por denuncio se puede adquirir hasta 50 mil hectáreas, pagando al Estado una contribución semestral de cinco centavos por hectárea. Por adjudicación gratuita, puede el Gobierno

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conceder hasta cinco hectáreas de terreno por persona con la obligación de que se cultive en el plazo de tres años cuando menos la quinta parte del terreno cedido. Por concesión para obras públicas o para colonización se puede ceder los terrenos a razón de un sol por hectárea, en las mismas condiciones que por venta si se trata de colonización.

La vida económica de la Montaña adquirió gran desarrollo en la primera década de este siglo, teniendo por eje la explotación del caucho. Desgracia-damente, el sistema imprevisor de extraer el producto natural de las selvas, sin reponer ni cultivar los árboles explotados, agotó pronto el manantial de esa pasajera prosperidad y la industria del caucho decayó enormemente ante la competencia de las plantaciones inglesas de la India. De otro lado, el sistema del «enganche» para llevar a esas lejanas regiones colonos indíge-nas y mestizos dio lugar a inhumanos abusos al amparo de la impunidad de las selvas. La falta de un ferrocarril de penetración y de adecuadas vías de comunicación ha hecho que la Montaña sea todavía después de cien años de vida republicana lo que fue en la Colonia: tierra virgen y libre, donde el Perú del porvenir encontrará nuevas fuentes de expansión.

Otros problemas agrarios Fuera de las leyes generales inspiradas en el ideal de democratización

de la propiedad rural, y fuera de las tentativas y estudios de colonización de la Costa y de la Montaña que hemos enumerado en los párrafos anteriores, apenas hay, en toda la historia de la política agraria de la República, algunas medidas legislativas o gubernativas que merezcan mención especial.

El gobierno de Balta adquirió la Hacienda Santa Beatriz para fundar allí un Instituto Nacional de Agricultura; pero sólo mucho tiempo después se ha fundado la Escuela de Agricultura cuyas enseñanzas tanto han contri-buido ya al progreso técnico de la agricultura nacional. La ley de instrucción contempla un vasto plan de educación agrícola. El Código de Comercio se ocupa en algunos artículos de los Bancos y sociedades agrícolas; pero hasta ahora no existen tales instituciones. La ley sobre prenda agrícola de 13 de diciembre de 1916, tiende a facilitar el crédito a los pequeños agricultores y establece el Registro Agrícola en las oficinas del Registro de la Propie-

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dad Inmueble. En mayo de 1917, el Ministro de Hacienda García Lastres formuló un plan para el establecimiento de un Banco Nacional Agrícola, a cuyo capital se suscribiría el Estado con la tercera parte de las acciones.

Existe la Sociedad Nacional de Agricultura, que sirve al Gobierno de cuerpo consultivo y recibe su protección oficial como instituto representa-tivo de la industria agrícola del país; pero esta sociedad representa los inte-reses de los grandes agricultores. La pequeña agricultura carece de órganos representativos y vive aislada y sin protección eficaz. La ley de irrigación de 1913 determina que el Gobierno reglamentará la organización de las cooperativas rurales y controlará sus operaciones; pero nada se ha hecho en esta materia.

Con motivo de la carestía de las subsistencias que se produjo a raíz de la guerra, se discutió en el parlamento y en los periódicos la intervención del Estado en la producción y en el comercio agrícola; pero lo único que se hizo fue prohibir la exportación de ciertos artículos y reglamentar los precios, medidas incompletas, transitorias e ineficaces. En la Memoria de Hacienda de 1917 el Dr. Víctor Maurtua decía, refiriéndose a la escasez de produc-ción nacional de frutos alimenticios, que: «habría demandado dos acciones enérgicas y radicales del Estado: la de reglamentar el cultivo imponiendo severamente la obligación de producir una cantidad determinada de frutos alimenticios y la de fomentar por primas y otros medios análogos el cultivo de productos como el trigo, por el cual estamos pagando una fuerte contri-bución al agricultor extranjero».

La única medida adoptada para la protección del cultivo del trigo ha sido el envío de comisiones agronómicas a las principales regiones produc-toras con la misión de dirigir a los agricultores en sus trabajos y, de este modo, procurar la intensificación del cultivo.

Crítica de nuestra política agraria Una apreciación de conjunto sobre la política agraria de la República

nos revela en ella falta de visión del problema cardinal, que es la división forzosa de la propiedad. Además, en nuestra política agraria los intereses privados han predominado sobre los intereses públicos, las consideraciones

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políticas sobre las exigencias económicas, el espíritu conservador sobre el espíritu de reforma; y su mayor defecto ha sido la falta de continuidad. Casi nunca un gobierno ha seguido la política y secundado los planes del ante-rior. Cada uno ha pretendido comenzar de nuevo y realizar en su efímero período, proyectos que requerían preparación más larga y mayor tiempo de ejecución. La consecuencia ha sido la esterilidad de las mejores iniciativas y la ineficacia de las leyes. Nuestra política agraria puede resumirse en un catálogo de leyes incumplidas.

Todavía ninguno de los grandes problemas agrarios del país ha sido re-suelto. Las condiciones actuales de la vida rural en la Sierra y en la Monta-ña apenas difieren de las de hace cien años, mientras que en la Costa, por la acción espontánea de las fuerzas económicas del país, se han modificado en una dirección técnica y comercialmente favorable, pero llena de peligros e inconvenientes de orden político y social.

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Víctor Andrés Belaúnde(Arequipa 15-XII-1883-Lima 14-XII-1966)

Intelectual emblemático de la generación intelectual del 900, Víctor Andrés Belaúnde Diez Canseco destacó en la filosofía, las ciencias políticas, la política parlamentaria y la diplomacia. Aportó una pre-ocupación por la religiosidad y la metafísica al positivismo imperante en sus años universitarios.Se formó profesionalmente en Lima, en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, defendiendo en 1908 una reforma del sis-tema de estudios. Obtuvo los doctorados en Derecho y en Ciencias Políticas en 1910. Ejerció la cátedra en la facultad de Letras de San Marcos desde 1911 e ingresó al servicio diplomático en 1903, inte-rrumpiendo su labor docente mientras tuvo cargos oficiales en Ale-mania (1914), Bolivia (1915) y Uruguay (1919). En 1921 fue deste-rrado por oponerse al gobierno de Augusto B. Leguía. Se desempeñó profesionalmente en los EE UU y de regreso en el Perú, en 1931, representó a Arequipa en el Congreso Constituyente (1931-1933) y se incorporó a la docencia en la Universidad Católica, donde fue vicerrector (1942) y rector interino (1946-1947). Reincorporado al servicio diplomático, integró la delegación encar-gada de negociar las diferencias limítrofes con Colombia en 1934 y con Ecuador en 1938. Presidió la delegación peruana ante las Nacio-nes Unidas (1945), fue Presidente de la Asamblea General de dicho organismo (1959); y ministro de Relaciones Exteriores (1957). En el campo intelectual, tuvo el mérito de fundar la revista Mercurio Peruano en 1918. Fundó igualmente el Instituto Riva Agüero, escue-la de altos estudios de la Universidad Católica, en 1947. Fue miem-bro destacado de la Academia Peruana de la Lengua, de la Academia Nacional de la Historia, de la Sociedad Geográfica de Lima y de la Sociedad Peruana de Filosofía.

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Principales libros publicados:-La vida universitaria (1917); -Nuestra cuestión con Chile (1919); -The Hispanic-American Culture (Washington, 1925); -La realidad nacional (París 1931; Lima, 1957 y 1964); -Meditaciones peruanas (1932 y 1963); -El debate constitucional (1932 y 1966); -El Cristo de la fe y los Cristos literarios (1936); -Peruanidad, elementos esenciales (1942);-Discursos en la Asamblea de las Naciones Unidas (3 vols., 1952-1953); -Memorias (3 vols., 1960-1962; 2 vols., 1967).El texto seleccionado para la presente antología, «El aporte de la República», forma parte de la colección de ensayos Peruanidad, ele-mentos esenciales (1942). En él Víctor Andrés Belaúnde expone los fundamentos de su oposición a las interpretaciones radicales del sur-gimiento de la nación peruana, que excluyen de este concepto el período de la conquista española. En el prólogo a la primera edición define la peruanidad como «síntesis viviente», en la cual «no conce-bimos oposición entre hispanismo e indigenismo», cumpliendo una función aglutinante la religión católica.

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Peruanidad, elementos esenciales, 1943Víctor Andrés Belaúnde

Aunque nos falta la perspectiva histórica que hemos tenido para apre-ciar el legado del Imperio y los valores de la cultura hispánica, podemos señalar los aportes principales de la República. No entraremos en el exa-men de puntos esencialmente controvertibles que por otra parte han sido materia de especiales estudios nuestros llevados a cabo en los libros La crisis presente, La realidad nacional, Meditaciones peruanas y El debate constitucio-nal. Nuestro propósito en este capítulo es señalar los aportes de consenso general.

La nación peruana como entidad moral ha precedido a la constitución del Estado peruano; éste ha contribuido a su vez, a definir, desarrollar y consolidar a la Nación misma. Tal es el papel de la libertad y de la soberanía y por consiguiente el máximo valor de la Emancipación.

Una vez que se constituye con carácter autónomo la energía que se llama poder, es difícil mantener el equilibrio entre la comunidad espiritual formada por las instituciones libres y la estructura coactiva del Estado. Hay siempre el peligro de que el Estado tienda a absorber a la Nación. El justo equilibrio entre la comunidad espiritual y la estructura política ha sido el gran problema de la evolución humana en el siglo XIX y ha tenido que manifestarse en forma aguda en Hispanoamérica.

Este equilibrio encarna el enigma del futuro de la cultura cristiana. Dentro de la concepción occidental de la vida hay en realidad una triada en

69 El texto seleccionado corresponde al Capítulo 9 de Víctor Andrés Belaúnde: Peruanidad, elementos esenciales (primera ed. 1942). Obras completas de Víctor A, tomo V, Ed. Lumen, Lima, 1987, p. 265-282. Edición a cargo de la Comisión Nacional del Centenario de Víctor Andrés. Las siguien-tes notas de pie de página pertenecen al autor.

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cada Nación: comunidad espiritual o institucional, individuo (persona hu-mana) y estructura política o estatal. Por desgracia el pensamiento político desde el siglo XVIII ha tratado de disminuir, y aun descartar a la comunidad espiritual o Sociedad como se llamaba antes, dejando a los pueblos en la trágica disyuntiva de un régimen rígidamente estatal o de un orden jurídico menguadamente subjetivo o individualista.

Pero hay que reconocer, a pesar de las profundas crisis por las que el Perú ha atravesado, que la Nación como entidad espiritual ha sabido con-servar hasta ahora, atenuada por desgracia en los últimos tiempos, su per-sonalidad moral frente a los avances del poder político.

Es difícil definir la comunidad espiritual: desde el punto de vista ob-jetivo hay que considerar las instituciones o sea los grupos sociales; desde el punto de vista subjetivo, los valores espirituales que esas instituciones o grupos cultivan. Pero siempre quedará un residuo muy considerable, masi-vo en muchos casos, de elementos individuales no definitivamente incor-porados a las instituciones. Sin embargo, sobre éstos se ejerce la acción del Estado. Sin pertenecer a la comunidad espiritual caen bajo la estructura política. Igual dificultad habría naturalmente en señalar, en un momen-to dado, cuáles son los elementos representativos o directivos de la co-munidad espiritual. En el medioevo, en que las instituciones eclesiásticas representaban la religión y la cultura y disponían de grandes recursos eco-nómicos, correspondió a la Iglesia aquella dirección. En la época moderna la cultura en cierto modo se independiza y el Estado asume funciones de importancia en el terreno cultural. Al lado de la influencia de las institucio-nes culturales distintas de las religiosas, hay que considerar el surgimiento de fuerzas de influencia política, que son las que aparecen al extenderse las ideas democráticas. Adquieren también autonomía las fuerzas económi-cas. La sociedad queda estructurada en clases. A la aristocracia de sangre corresponde en determinados momentos el poder económico. El adveni-miento de la burguesía introduce la influencia de factores principalmente materiales. Pero en ambas clases, aristocracia y burguesía, hay que conside-rar la influencia cultural de elementos que pueden pertenecer a una u otra

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y capaces de apreciar los valores que van más allá de los intereses de clase; lo que podríamos llamar, consideración del bien común.

Todavía no se ha estudiado, por nuestros historiadores, la emancipa-ción desde el punto de vista clasista e institucional. Se afirma de un modo general que la clase dirigente de funcionarios hispánicos fue reemplazada por la aristocracia criolla. No se ha precisado la participación de elemen-tos que propiamente podrían llamarse burgueses, aunque se ha destacado por algunos la influencia de los elementos intelectuales o profesionales. En ciertas partes, como en Buenos Aires, se dibujó una rivalidad entre la aristocracia tradicional y los intelectuales, de formación en cierto modo jacobina. En el Perú los intelectuales tuvieron una participación muy im-portante en el movimiento. Podían pertenecer a viejas familias, más de la burguesía que de la aristocracia, pero su posición se debió principalmente a su formación intelectual. Puede decirse en la independencia destaca pri-mariamente la influencia del elemento profesional e intelectual, porque los eclesiásticos tienen influencia por su carácter de intelectuales. En el Perú los casos típicos son Rodríguez de Mendoza, Moreno, Arce, Luna Pizarro, Rivero, Pedemonte70.

Puede decirse que al iniciarse la República se realiza un cambio en la dirección intelectual y en la influencia política, felizmente unidas en ese momento. El primer aporte de la República es el advenimiento de una cla-se media intelectual a la dirección de la política. El resto de la clase me-dia, principalmente burocrática o dedicada a las pequeñas industrias y al pequeño comercio sigue la dirección de ese grupo intelectual. Pero como la independencia se obtiene y se consolida por el esfuerzo militar, surgirá pronto el Ejército, no sólo como elemento coactivo del Estado y al servicio de éste, sino como elemento preponderante frente a la quiebra económica

70 Basadre, Jorge. La Iniciación de la República. Lima, 1929-1930; 2 t.- Id. Perú Problema y Posibilidad. Lima, 1931.- Id. Meditaciones sobre el destino histórico del Perú. Lima. 1947.- Leguía, Jorge Guiller-mo. Estudios Históricos. Santiago de Chile, Ediciones Ercilla, 1939, 1941.- Porras Barrenechea, Raúl. Mariano José de Arce. Lima, 1927.- Id. Carlos Pedemonte (Estudio inédito). El problema del caudillaje militar ha sido estudiado con detenimiento por Jorge Basadre en el libro primeramente citado en esta nota, en el cual analiza las tesis de Bunge. Ingenieros, García Calderón. Ayarraga-ray, etc.

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de la vieja aristocracia, las rivalidades de los intelectuales y la falta de inde-pendencia de la clase media.

Se ha censurado mucho la hegemonía militar de los primeros años repu-blicanos y creemos que con justicia. Pero vista desde las vivencias políticas, el Ejército representó dos aportes nuevos: el caudillo, en ciertos momentos necesario, y en veces como en el de Castilla, en consonancia con los senti-mientos y las conveniencias nacionales, y la masa que pertenecía a la clase media o al elemento popular. La famosa carta de Bolívar en que oponía al grupo de letrados de la aristocracia intelectual, el verdadero pueblo in-corporado al Ejército por la independencia, tiene tal vez aplicación a toda América71. Al iniciarse la república y teniendo en cuenta las imperfeccio-nes y dificultades del sufragio y del funcionamiento democrático institucio-nal, la influencia verdaderamente popular (clase media y trabajadores), no pudo manifestarse sino a través del Ejército. Naturalmente había el peligro de la consolidación de una burocracia militar sin el espíritu y la intuición de los grandes caudillos y lejos de los instintos generosos y heroicos de la masa en la gesta y en los años próximos a la independencia.

La correspondencia de Bolívar prueba que hasta el año 1825 quiso dar al Perú un gobierno propio, encabezado por La Mar, con Luna Pizarro como Ministro de Gobierno. Pero al año siguiente adoptó el plan de la Federa-ción de los Andes, cuyo instrumento constitucional debería ser la Carta Vitalicia, quedando el Perú bajo la hegemonía colombiana. Tarapacá, bajo la influencia de Castilla, votó en contra de esa Constitución. El proyecto vitalicio complicó la formación de nuestras nacionalidades, y la reacción, así en Colombia como en el Perú, debería traer repercusiones desfavorables para la paz y armonía entre los diversos países. La intervención peruana en Bolivia el 28, la guerra del 29 —contiendas civiles más que guerras nacio-nales— los proyectos de desmembrar a favor de Bolivia los departamentos del sur del Perú, y por último la intervención de Santa Cruz y su plan de federación, en que Bolivia conservaba su unidad y el Perú quedaba dividi-

71 Carta de Bolívar a Santander, del 13 de junio de 1821. Cfr. Bolivar and the political thought of Hispanic American Revolution. John Hopkins University Press, Baltimore, 1938, p. 402. [Libro antológico donde es coautor V. A. Belaúnde. N del E.]

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do, constituyen un proceso único, cuyas raíces debemos encontrar en el proyecto de Bolívar y Pando del año 1826.

La consolidación institucional y la personalidad de Castilla

No es del caso examinar la Confederación Perú-Boliviana pero nadie podrá negar sinceridad y honradez en la convicción y el heroísmo de los hombres que la combatieron, como Castilla, Andrés Martínez, Felipe Pardo y Juan Manuel Polar. La caída de la Confederación tuvo otra repercusión que tal vez pudo evitarse: nuestra intervención en Bolivia, que termina trágicamente. Ingavi es el símbolo y el remate de una trayectoria histórica de debilitamiento, de crisis y casi de desintegración. El desastre militar es acompañado por la sombra de una doble amenaza internacional, al norte y al sur. Y lo que es más grave, de una desoladora anarquía militar y política. Esos años que atraviesa el Perú, sólo tienen paralelo en el período del 20 al 26 en Buenos Aires y del 26 al 30 en Chile, con la agravante de la derrota y de la amenaza internacional. No es exagerado decir que, sin el surgimien-to de la figura genial de Castilla, de sus cualidades de militar, de caudillo, de estadista, de su intuición patriótica, de su profunda conciencia de una misión histórica, el Perú no habría podido salir del abismo en que se encon-traba. Las lumbradas de los fuegos de Carmen Alto son el anuncio de un nuevo día para el Perú, porque iba a consolidarse el orden, iba a intentarse un gobierno de capacidad y de trabajo y, por último, iba a seguirse una po-lítica de armonía y unidad nacional. Hay episodios que tienen el carácter de una categoría, porque dominan toda una época. Tal es, en mi concepto, el diálogo que conocemos en sus detalles, entre Valdivia y Castilla, por el relato del primero en su famoso libro Las Revoluciones de Arequipa72. Oiga-mos lo que Valdivia dijo a Castilla: «Usted nada tiene de cobarde; y con la confinación de tantos jefes y oficiales, daría Ud. motivo para que se juzgue que el temor de ellos obliga a Ud. a guarecerse de su venganza. Se halla Ud. próximo a ser el jefe de la República. Haga Ud. que su primer escalón sea

72 Valdivia, Juan Gualberto. Memorias sobre las Revoluciones de Arequipa desde 1834 hasta 1866. Lima, 1874, p. 287-289.

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un acto de generosidad». Y agrega Valdivia: «Castilla oyó en silencio cuan-to se le dijo, y en contestación se limitó a decir: Yo solo no puedo resolver sobre el particular. Me ha dejado Ud. impresionado. He sufrido mucho y sé compadecerme de los desgraciados». Luego Castilla dirige a Valdivia esta carta: «Mi querido doctor: Puede Ud. hacer llegar noticia a los que se ha-llan ocultos o prófugos por haber pertenecido a la causa de Vivanco, que pueden ocuparse libremente de sus negocios, que no sufrirán reconvención o molestia de parte de las autoridades». Y añade Valdivia: «Castilla marchó con su ejército por tierra hasta Lima. Fue después elegido Presidente de la República. Empleó sin distinción de partidos a los que, a su juicio, tenían aptitudes. Nombró ministro al mismo doctor Pardo, que fue uno de los más adictos de Vivanco; y en los seis años de su mando, reinó la paz, se rehizo el Perú en todas sus ramas, protegió la instrucción como ningún mandatario y principió a conocerse lo que era la riqueza del Perú, cuando sus hijos se entregan, en tranquilidad y con entera confianza, a sus especulaciones».

Hay otros rangos que conviene ahondar en la personalidad de Castilla. Se trata de un sentimiento peruanista. Cabe señalar varios factores: la feliz mezcla de la raza hispánica, italiana e indígena; el amor y la constante vi-sión del paisaje peruano; el conocimiento profundo del territorio nacional recorrido por Castilla palmo a palmo, en viajes y hazañas que recuerdan a las de los conquistadores del siglo XVI; y su celo por el honor nacional y por la grandeza patria.

La psicología de Castilla, aparece en un interesante artículo publicado en El Comercio en 1859; en él se encuentran trazos de verdadera impor-tancia: «Quiere ser servido al momento y es desconfiado. No tiene afecto al dinero; lo gasta sin pena. Su cariño tiene algo de dureza; las empresas le salen mejor que él las ha pensado; por tener autoridad y perseverancia, con que las lleva a cabo. Quiere con firmeza, sin interrupción… Su carácter le impide descender a intrigas y estratagemas. Sus rivales le tiemblan. Su trato arisco le separa aun de sus amigos. Su locución es algo brusca y desdeña la política minuciosa. Como enemigo, es formidable. Es a propósito para fun-ciones gubernativas. Su alma ardiente exige que se le sirva con celo y abne-gación. Ama a los niños y al bello sexo. Su estilo conciso respira vigor, con

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asombrosa rapidez, desdeñando los pensamientos indecisos o bajos». Estos rasgos psicológicos de personas que le trataron íntimamente y que revelan una fina inteligencia, una voluntad enérgica y verdaderos sentimientos de humanidad, son confirmados por las declaraciones de su mortal enemigo Echenique, cuando dijo que Castilla no era sanguinario.

Un estudio psicológico moderno del gran caudillo tendría que agregar el análisis del sentido de autoridad, necesario en todo hombre de acción, unido a la conciencia de una misión histórica, fundamental atributo de todo gran hombre de Estado73.

La tragedia política se explica por el predominio de voluntad de poder que, de medio, llega a ser un fin, convertida en la voluptuosidad del po-der, en la concupiscencia de sus ventajas económicas, sin la visión de un destino superior y sin el sentimiento de responsabilidad. En cambio, en las figuras de los grandes caudillos, de los grandes jefes de los hombres repre-sentativos, el elemento fundamental es la clara y, a veces, dolorosa con-ciencia de una misión histórica que deben realizar no sólo con la entrega de su actividad incansable sino con el sacrificio de su propia vida. En algunas figuras de la historia peruana, se destaca la voluntad de poder, en todo el sentido peyorativo de la palabra. Pero en Castilla aparece como el atributo necesario, hipostasiado, inseparable de la cualidad suprema de la concien-cia de una misión o destino histórico, Y no cabe duda de esa conciencia, en medio de los contrastes y las luchas, cuando se ve una línea lógica, desde la oposición a la Constitución Vitalicia y a la hegemonía santacrucina, hasta

73 El Comercio, Lima, 1859.Los principales estudios sobre Castilla son los de Jorge Basadre en su Historia de la República del Perú. Lima, ed. Cultura Antártica, 1949; 4ª. ed., 2 t. y La Formación de la Figura Histórica del Libertador Castilla, en: Mercurio Peruano Nº 331, octubre de 1954, pp. 721 a 751; el de Dulanto Pinillos, Jorge; Castilla, Lima, 1954; 4ª. ed., y los de Mujica Gallo: Castilla Soldado de la Ley, Lima, 1952; Nuestro Castilla, Lima, 1955, y el último tomo de Mi país de Luis Alayza Paz Soldán (Lima, 1955), que contiene documentación nueva sobre Castilla y anécdotas muy significativas. Para ampliaciones sobre el tema consúltese el Ensayo de una bibliografía castillis-ta de Sara Ráez Patiño, en: Fénix, Nº 10. Lima, 1954, pp. 157 a 187. Como aportes documentales contemporáneos hay que considerar la Biblioteca de la República que dirigen Jorge Basadre y Félix Denegri Luna, de cuyos volúmenes interesan para esta época Dos documentos sobre Castilla, Lima, 1953; y las Memorias para la Historia del Perú (1908-1878) de José Rufino Echenique, Lima, 1952: 2 t. y el Archivo de Castilla cuyo primer tomo ha editado el Centro de Estudios Histórico-Militares, Lima, 1956.

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la culminación de un régimen de orden, de trabajo y de armonía naciona-les. Esa conciencia histórica aparece con relieves trágicos en el exilio y en su muerte casi sobre el caballo.

A esta extraordinaria figura debería corresponder, en consonancia de destino, el coronamiento de la obra de la independencia, o sea, la abolición del tributo y de la esclavitud. Desde los inicios de la Independencia se dictaron medidas para la abolición gradual de la esclavitud, pero el paso definitivo debía darlo Castilla. La abolición en el Perú precedió en muchos años a la de otros países de América, incluso los Estados Unidos.

En cuanto al tributo, podría censurase a la República el haberlo conservado tantos años y el haberlo convertido paradójicamente en título electoral.

¿Servirá de excusa la situación económica deplorable a raíz de la independencia? Por desgracia, el tributo tuvo un subtítulo desfavorable: la contribución del alcohol, que, como lo he probado, convirtió al Gobierno en agente interesado en la propagación del consumo, que en ciertos momentos determinó un impuesto cuyo valor representó un monto semejante al del tributo en la época colonial74.

La situación económica que luego se agrava con la Guerra del Pacífico, revive el tributo bajo la forma de una contribución personal que fue abolida por el movimiento revolucionario nacionalista de 1895.

La educación popularEn el balance de la República tenemos que considerar como uno de sus

aportes más valiosos el relativo a la Instrucción Pública.Soñaron sinceramente nuestros padres en generalizar de inmediato

después de la independencia la educación popular. Así lo revelan las suce-sivas prórrogas del término desde el cual debería aplicarse la exigencia del alfabetismo como título electoral.

La realidad no correspondió a esos generosos anhelos. Se dio mayor importancia a la educación secundaria con los peligros de una orientación

74 Távara, Santiago. Abolición de la esclavitud en el Perú. Lima 1855. Id. Emancipación del Indio decre-tada por el Libertador Ramón Castilla. Lima, 1956. Cfr. t. II de estas Obras Completas.

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académica, que a la instrucción primaria con un sentido vocacional. No obstante, no cabe desdeñar el esfuerzo realizado en la administración de Castilla por centralizar la educación pública como atribución principalísi-ma del Estado. Se inicia un movimiento de descentralización en la época de Manuel Pardo. Pero la esperanza de que los municipios atendieran mejor a la educación pública, quedó desvanecida.

Debemos al gobierno de don Manuel Pardo la creación de las escuelas de Ingenieros y Militar; así como la facultad de Ciencias Políticas de la Uni-versidad de San Marcos. En la época de Piérola se reforma la Escuela Mili-tar de Chorrillos y luego se creará la de Agronomía. El gobierno de don José Pardo creó la Escuela Normal y restableció la de Artes y Oficios y se dio un enorme impulso a la educación primaria y secundaria. En los últimos tiem-pos se ha intentado la creación de Unidades Escolares para autonomizar la educación secundaria dándole la misión de preparar directamente a la vida y se han hecho ensayos también de extender en la instrucción primaria la educación vocacional. Desgraciadamente, no han quedado abolidos los numerosos colegios de instrucción media que mantienen la mentira con-vencional de una educación seudoacadémica sin una orientación práctica para la vida.

El gran reto del Perú es orientar a nuestra clase media hacia el trabajo libre y a las ocupaciones que le den independencia económica, evitar el profesionalismo que conduce fatalmente el proletariado intelectual y al de-sarrollo burocrático con sus trágicas consecuencias en el orden económico y su trascendencia nefasta en el orden político75.

Es evidente que el programa básico de la independencia estaba cons-tituido por la asimilación de la clase aborigen comenzada en el Virreinato por la obra educativa de las órdenes religiosas, y de la Iglesia en general. Esta magna empresa es el destino histórico del Perú. Faltaríamos a un deber de sinceridad si dijéramos que tal conciencia de esa misión histórica inspiró de un modo intenso nuestra vida política republicana y por ende, la orien-

75 Además de los estudios de Javier Prado, Alejandro Deustua y Manuel Vicente Villarán puede citarse los trabajos de Reyna M. Bazán: Contribución a la Historia de la Educación en el Perú, Lima 1942; y de David Cornejo Foronda: Don Manuel Pardo y la Educación Nacional, Lima. 1953, que ofrecen datos útiles, y los estudios de Carlos Salazar Romero sobre Pedagogía Nacional.

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tación del Estado. En el enjuiciamiento de la República no puede señalarse un esfuerzo denodado y constante para resolver el problema indígena como la necesidad primaria y fundamental de la nacionalidad. No puede servirnos de excusa que tampoco, a excepción de la obra misionera y eclesiástica en el siglo XVI, el Virreinato (sobre el cual pesó la misma misión histórica), des-cuidara la situación de la población indígena, pues precisamente uno de los motivos o causas de la Independencia fue el de atender a la plena asimilación de esa población aborigen que constituía en el momento de la Independen-cia el sector mayoritario de nuestra población. Comprendemos las enormes dificultades y deficiencias que se presentaron. La crisis económica, la anar-quía política, la disminución del sentimiento religioso y por ende del fervor apostólico, sobre todo en las épocas en que predominó, si no una racha radi-cal, el igualmente pernicioso indiferentismo en materia de moral y religión. Habría que agregar además el desconocimiento de procedimientos técnicos que se han desarrollado después. No puede señalarse en el Perú un verdadero movimiento de la conciencia nacional hacia la educación popular como el que encarnó Sarmiento en la Argentina. Nuestras palabras no se inspiran en un afán crítico, sino, más bien, en un propósito de enmienda o si se quiere de estímulo. La situación en esta materia tiene su valoración en cifras que hablan por sí mismas: todavía el 42% de la población peruana es analfabeta76.

Incorporación del Perú a la economía mundialLa Independencia exhibió el programa de libertad comercial y de vin-

culación económica con los otros países, en contraste con el régimen de monopolio y aislamiento establecido durante el Virreinato. Esa libertad de comercio fue no solamente el programa de la revolución sino, en concep-to de algunos historiadores, la causa profunda del movimiento libertador, como impulso interno y como colaboración externa.

76 El censo de 1940 reveló que de los 7’023.111 habitantes del Perú 3’593.830 era población post-escolar y de ésta, sólo 1’523.560 tenían instrucción o sea, el 42.39 por ciento. Los analfabetos llegaban a 2’070.270 o sea el 57.61 por ciento de la población post-escolar; respecto de la población total censada, los analfabetos constituían el 33.35 por ciento.La población del país calculada para 1955 es de 8’850.000 habitantes. La población escolar: a) ni-ños que asisten a la escuela 945.948; b) niños sin escuela 1’122.231. En 1954 la población analfabe-ta de los 14 a 16 años era de 2’072.240 y la población alfabeta de esa misma edad era de 3’595.800.

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La república realiza un cambio profundo en la fisonomía económica y comercial del país. La exclusiva influencia del capital y del comercio espa-ñol fue reemplazada por el comercio libre con el natural predominio, en esa época, del comercio y capital británicos. El Perú entró de lleno a las ventajosas corrientes de la economía mundial. Nuestros productos pudie-ron desarrollarse en vista del mercado extranjero y el capital foráneo pudo invertirse en nuestra industria, en la minería y más tarde en la agricultu-ra. Más, poco a poco esta situación de ventajas innegables debía producir una curiosa paradoja. El aislamiento económico de la época colonial, sólo atemperado por nuestra vinculación con España, produjo nuestra autar-quía económica. Como lo hemos recordado en el capítulo cuarto, en el período virreinal el Perú se bastaba a sí mismo, produciéndose en el país todo lo que consumían sus habitantes, dentro, naturalmente, de un bajo nivel de vida. El régimen de vinculación a la economía mundial aumentó nuestra riqueza nacional levantó el nivel de vida general, pero poco a poco fue creando en el orden comercial, en la minería, en la industria y aun en la agricultura, una situación de dependencia que llamé, desde el año 1914, nuestro vasallaje económico y que fue también indicada quince años después por Mariátegui, y reexaminada por mí en La realidad nacional. El estudio estadístico de este problema rebasa nuestras aptitudes y el tiempo que po-demos dedicar a él, y constituye uno de los objetos a que puede consagrar todo su afán de investigación nuestro Seminario de Peruanidad.

¿Hasta qué punto está comprometida nuestra independencia económi-ca? ¿Cuáles son las medidas que, sin comprometer nuestra productividad y nuestra necesaria vinculación a la economía mundial, pueden tomarse para lograr una efectiva independencia económica? ¿Podemos mantener hoy la posición crítica y pesimista que reflejan los estudios antes aludidos?

Dejando la palabra a los técnicos y a los investigadores, podemos ob-servar sin embargo que ha habido una reacción favorable en el sentido de afirmar nuestra autarquía en el orden económico.

Recordamos con entusiasmo peruanista la reconstrucción de la riqueza nacional por obra de los propietarios peruanos, a raíz de la guerra de 1879. La agricultura a pesar de las crisis del mercado mundial ha permanecido,

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en su mayoría, en manos peruanas. En la minería la proporción actual del capital peruano respeto del extranjero llega a un tercio.

Una legislación previsora ha establecido la proporción en todas las em-presas del capital peruano y de los empleados peruanos. No puede hoy ha-blarse ya de un colonialismo efectivo no sólo por el mayor desarrollo de la iniciativa peruana en el orden de la agricultura, de la industria y del comer-cio, sino por otro fenómeno alentador: la adaptación y en cierta forma ab-sorción, del elemento foráneo por las fuerzas nacionales. El capital extran-jero en cierto modo tiende a peruanizarse y nuestra política se tiene que orientar en este sentido, creando tales condiciones para que las utilidades del capital extranjero reviertan por inversión sucesiva a su origen nacional.

Según la opinión de Ricardo Madueño, en 1950 el orden de la pro-ductividad de las industrias hace veinte años era el siguiente: agricultura, minería y muy lejos a la industria manufacturera. Al cabo de ese plazo y debido a la iniciativa privada y en parte al programa realizado por el Banco Industrial esa proporción ha cambiado radicalmente. La primera industria en productividad es hoy la manufacturera, la segunda la agrícola y la tercer a la minería.

Y contamos hoy todavía con la expectativa del inmenso desarrollo que puede tener la industria pesada y semipesada en el Perú.

Estrechamente unido al nuevo régimen económico republicano está el desarrollo de los transportes. Hay que considerar en el balance de la Repú-blica la vinculación definitiva de la sierra y de la costa por los grandes ferro-carriles de penetración que acentuando la acción gubernativa han creado lazos económicos e intensificado la Interdependencia entre esas dos zonas del territorio nacional, garantía de nuestra unidad. La obra de los ferrocarriles ha sido completada por las carreteras que en magnífica continuidad histó-rica reviven hoy la política de los Incas afirmando la unidad nacional así como ellos lograron afirmar la unidad imperial.

Aptitud para superar la crisisEn la visión panorámica de la República y como compensación al re-

lativo fracaso de la obra educativa y al ritmo de anarquía y dictadura y a

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nuestra inferioridad económica, o diré mejor productiva, se destaca una cualidad innegable en nuestra psicología colectiva, una prodigiosa virtua-lidad para afrontar situaciones al parecer insolubles y vivir superando las crisis por más graves que hayan sido.

Nos referimos al principio de este capítulo a la situación de debilita-miento en que se encontró el Perú al iniciarse la Independencia, y a la crisis económica y a la anarquía política subsecuente. El que observara con imparcialidad la vida peruana desde 1824 al 45 no habría podido predecir la relativa época de estabilidad y de progreso que, en contraste con la si-tuación de otros países de América, se extienden desde el año 1845 hasta el año 1864.

Fue el renacer vigoroso de las energías nacionales. El Perú parece que vuelve a ocupar esa posición de primacía o de prestancia que tuvo durante el Imperio Incaico y que conservó en el siglo XVI y aún hasta mediados del XVIII, durante el Virreinato. Hemos aludido varias veces a un documen-to confidencial del distinguido diplomático brasileño Duarte Da Ponte y Ribeyro que a su retorno a su tierra después de su primera misión al Perú, aconsejaba a su Cancillería elevar la representación del Brasil a la categoría de ministro plenipotenciario manteniendo simplemente la de encargado de negocios en otros países de América, en homenaje a la tradición histórica y el papel que desempañaba el Perú en ese momento en el Pacífico.

La nacionalidad había superado una crisis que duró veinte años, agra-vada por la presión, que he llamado periférica, de nuestras cuestiones de fronteras.

La equivocada política de España el año 1864 que, junto con la invasión de México, fue parte del programa intervencionista europeo en América aprovechando las graves circunstancias por las que atravesaban los Estados Unidos durante la Guerra de Secesión, pudo determinar igualmente una crisis grave que habría comprometido no solamente nuestra vida política sino también nuestra propia independencia. Reaccionó el espíritu público por la actitud del propio Castilla en el Senado, por la revolución de Arequi-pa encabezada por el coronel Mariano Ignacio Prado y por la ocupación de Lima por el ejército revolucionario que, bajo las órdenes del vicepresidente

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Pedro Diez Canseco, se movilizó desde Ayacucho. El gobierno dictatorial que presidió el general Prado con la colaboración de las brillantes figuras de Pardo, Pacheco, Simeón Tejeda, Químper y José Gálvez, acentuó un movi-miento de solidaridad americana que culminó en la victoria del 2 de mayo, consagrada por la heroica muerte del Ministro de la Guerra, José Gálvez.

Más honda aún que la crisis de la Emancipación fue la que sufrió el Perú a consecuencia de la guerra del 79 y de la ocupación del territorio nacional hasta 1884. No sólo quedaron comprometidas nuestras fuentes de riqueza, aisladas unas provincias de otras, dividida nuestra política, herido de muer-te el crédito nacional y perdido la fuente principal de nuestros recursos financieros, sino que el espíritu público tuvo que experimentar la depresión espiritual que acompaña y que acentúa el debilitamiento de todos los re-cursos nacionales.

En compensación providencial de la catástrofe en que parecía sucumbir el Perú, como nacionalidad, se destacó el heroísmo del ejército y de la ma-rina del Perú. Las hazañas de Grau y la resistencia de Bolognesi, el sacrificio de la juventud peruana, desde San Francisco a Huamachuco, pusieron un nimbo de gloria insuperada sobre la magnitud al desastre y revivieron para el Perú los días de la gesta del comienzo de la nacionalidad y de la indepen-dencia. La opinión universal señaló nuestra defensa como uno de los más altos ejemplos de heroísmo humano.

La organización de la resistencia después de los desastres en el mar y en tierra parecía absolutamente imposible o una loca y temeraria aven-tura, «perdida como se hallaba virtualmente la guerra del Pacífico por la conquista de Tarapacá, la desaparición de lo mejor de nuestra escuadra, el bloqueo de nuestros puertos, la extenuación de nuestro ejército regular, la extinción de las principales rentas fiscales y por ende del crédito externo». Se imponía un inmenso esfuerzo colectivo que Cornejo comparó con el francés después de Sedán; pero en peores condiciones. Dice Rafael Belaún-de refiriéndose a Piérola: «Hizo para ello verdaderos prodigios, que resulta-ron infructuosos a pesar suyo por la inferioridad insuperable de los factores técnicos y por el juego fatal de funestísimos complejos pero salvó el honor

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del país y especialmente el de la capital peruana, que cumplió con oponer improvisada resistencia a la invasión extranjera»77.

Y después del desgraciado desenlace de este admirable intento, co-mienza la heroica resistencia de Cáceres y sus conmilitones en la famosa campaña de la Breña que nos ha descrito con rasgos palpitantes la pluma patriótica de Luis Alayza y Paz Soldán78. Terminada la paz, fue necesario comenzar de nuevo en todos los sectores de la vida nacional, liquidar la crisis monetaria, poner en pie de producción los fundos costeños inicua-mente arrasados, entregar los ferrocarriles a la administración extranjera, restaurar en forma eficaz el régimen tributario y defender en situación de inferioridad los derechos peruanos en el Marañón, en el Amazonas y en el Madre de Dios. Después de un período que podíamos llamar de liquidación, se inicia la obra del propio Nicolás de Piérola en su gobierno de 1895, que con justicia ha llamado García Calderón el renacimiento peruano. Los testi-gos de la catástrofe del 79 y que llegaron a vivir hasta el siglo XX miraban con asombro ese renacimiento. Piérola llevó a la administración la síntesis admirable de intuiciones geniales, disciplina y poder de organización. In-tentó contra tantos obstáculos realizar el programa demócrata de 1889, el más realista, el mejor inspirado y el más sobrio en promesas de todos los programas políticos que se habían presentado en el Perú. En Piérola se juntaban en raro maridaje, el economista y el caudillo político, el revolucio-nario y el organizador. Su primer empeño fue suprimir la contribución per-sonal que recordaba el tributo, y, sin crear nuevos impuestos, aumentar los recursos fiscales a mérito de una austera y acertada recaudación. Previendo lo que podíamos llamar ahora las teorías del neocapitalismo, confiaba en la eficiencia de la iniciativa individual, no entrabada por la acción del Estado. Convencido de que el desarrollo económico interno y los buenos resultados del comercio exterior, exigían la estabilidad monetaria, fue valerosamente el patrón de oro, base de nuestra prosperidad económica a principios de

77 Belaúnde, Rafael. En La Prensa, Piérola y la juventud. Lima 23 de junio de 1956.78 Alayza Paz Soldán. Luis. La Breña 1881. Gloria, sangre e infamia en los Andes del Perú. Lima, 1954;

1882. Cáceres el emperador, Lima, 1954; La Breña 1883, Lima, 1955.

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este siglo. En política internacional siguió la línea de digna intransigencia, sin alardes y sin demagogias, que exigían nuestro honor y el sentimiento pú-blico, sobre el problema del sur; y una actitud amistosa y comprensiva res-pecto de los otros países, sin apresurar soluciones que sólo podían venir en mejor oportunidad, fortalecido el organismo nacional. Proclamó y respetó la independencia del Poder Judicial, buscó la colaboración de las Cámaras sin deponer en un punto las prerrogativas del Poder Ejecutivo. Nadie fue más celoso de la autoridad presidencial y del carácter presidencialista de nuestra Constitución, basando precisamente en esa autoridad el régimen jurídico peruano.

Respetó igualmente la libertad de la prensa buscando su eficacia en la conciencia de la responsabilidad profesional.

Contemplado a la distancia, el régimen de Piérola no sólo está marcado por aciertos administrativos, fiscales y económicos y la estabilidad políti-ca, sino por su trascendencia educativa. Fue la suya una administración ejemplar. En el gobierno Piérola no sólo fue un gran estadista, sino un gran maestro. Dejó ejemplos y enseñanzas que perduraron a la influencia de su partido y que vibraron en el ambiente muchos años después, en contraste con las tendencias al cesarismo burocrático y a la propaganda demagógi-ca. He juzgado la etapa que encarnaron esas tendencias en las páginas de historia reciente de mi libro La realidad nacional y no es del caso volver a ellas. Lo que nos ha interesado es hacer resaltar la aptitud nacional para superar todas las crisis, como una fuerza recóndita pero efectiva que palpita en el espíritu peruano y que nos hace contemplar el porvenir con aliento de esperanza79.

Podemos indicar, en forma sintética, como aportes incuestionables de la República los siguientes:

1) Culminación de la personalidad nacional por la efectividad de la soberanía;

79 Las dos biografías sobre Piérola son las de Jorge Dulanto Pinillos: Nicolás de Piérola, Lima, 1974 y, muy superior, la de Alberto Ulloa: Don Nicolás de Piérola. Una época de la Historia del Perú, Lima, 1949.

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2) Advenimiento de una élite intelectual a la política, en que estuvo representada la clase media; aunque de influencia intermitente;

3) Abolición del tributo y de la esclavitud;4) Difusión y obligatoriedad de la educación popular;5) Incorporación del Perú a la economía mundial;6) El ejercicio de las libertades públicas, principalmente de la libertad

de la prensa;7) Incorporación definitiva de la Amazonía a la nacionalidad80.

En el pasivo de este balance cabría considerar el cargo hecho por el Pre-sidente Billinghurst en su mensaje de 1913 acerca del no aprovechamiento de la suma fantástica producida por el guano y el de semejante política negativa en los períodos de enriquecimiento posteriores a las dos grandes Guerras Mundiales. Nuestros economistas historiadores tienen la palabra81.

80 Los aportes 6º y 7º, por su importancia, los desarrollamos en sendos capítulos.81 Jorge Basadre en sus artículos de la crónica nacional publicados en la revista Historia, que él fun-

dara, presenta consideraciones interesantes sobre la historia contemporánea del Perú. Los grandes errores de la concepción liberal del Estado y nuestras recientes crisis políticas, especialmente del cesarismo burocrático, han sido estudiadas por mí en La crisis presente 1914-1939, Lima, 1940. 2ª ed., 256 pp. y en La realidad nacional, edición de París, 1931. Cfr. tt. II y III de estas Obras comple-tas.

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José Carlos Mariátegui(Moquegua 14-VI-1894-Lima 16-IV-1930)

Se formó como escritor en forma autodidacta. Antes de cumplir 20 años ya era un periodista de opinión afamado que firmaba con el seudónimo de Juan Croniqueur y formaba parte de la bohemia perio-dística convocada por Abraham Valdelomar. Escribió en 1915, en colaboración con Julio Baudoin, la obra teatral en verso Las tapadas (estrenada sin éxito en enero de 1916), y en 1916, en coautoría con Valdelomar, publicó el drama histórico La mariscala. En 1918 se interesó por los problemas sociales y por las ideas sindi-calistas y socialistas. Fundó con el periodista César Falcón la revis-ta Nuestra Época (que sólo tuvo dos números: 22-VI y 6-VII-1918), desde cuyas páginas renunció a su seudónimo. Igualmente fundó con Falcón el diario La Razón, que se publicó entre mayo y agosto de 1919.Imposibilitados de seguir publicando La Razón por la presión adversa del nuevo gobierno, Mariátegui y Falcón aceptaron viajar a Europa bajo un exilio disimulado que los ubicaba como colaboradores perio-dísticos de consulados peruanos en Italia y España, respectivamente. Mariátegui formó en Italia una familia y regresó al Perú en 1923, decidido a fundar una corriente intelectual y política de filiación marxista.Invitado por Víctor Raúl Haya de la Torre a formar parte de los do-centes de las Universidades Populares González Prada, pronto fue su colaborador más destacado y asumió la dirección interina de su órgano de prensa Claridad cuando el primero fue deportado en oc-tubre de 1923. Una antigua dolencia ósea que afectaba una de sus piernas se agravó en 1924 y sufrió una amputación. Sin embargo, se sobrepuso a sus limitaciones físicas y retomó con entereza sus actividades. Fundó en

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1926 la revista Amauta, inicialmente formando alianza con el na-ciente aprismo, para luego formar su propia agrupación en 1928, el Partido Socialista Peruano. Ese mismo año fundó la revista sindical Labor.Murió tempranamente, en 1930, cuando su obra intelectual esta-ba en plena maduración. Sus deudos organizaron la edición de su numerosa producción periodística y algunos homenajes y estudios biográficos en una serie popular de 20 tomos y 2 tomos de corres-pondencia. Esta colección fue reunida en un gran tomo bajo el título Mariátegui total, con motivo de la conmemoración de su centenario (1994).Libros publicados:-La escena contemporánea (1925);-Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928).Algunos libros póstumos:-El alma matinal y otras estaciones del hombre de hoy (1950);-La novela y la vida (1955);-El artista y la época (1959);-Defensa del marxismo (1959);-Ideología y política (1969).El texto seleccionado para la presente antología, «El problema de la tierra» es tercer ensayo perteneciente al libro Siete ensayos de inter-pretación de la realidad peruana (1928), que es a su vez la reunión de una serie de artículos escritos y publicados en distintos medios desde 1924. El ensayo que nos ocupa se publicó en la revista limeña Mun-dial en 14 entregas entre el 18 de marzo (Mundial Año I, No. 353) y el 24 de junio de 1927 (Mundial Año I, No. 367)

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Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, 1928José Carlos Mariátegui

El problema agrario y el problema del indioQuienes desde puntos de vista socialistas estudiamos y definimos el

problema del indio, empezamos por declarar absolutamente superados los puntos de vista humanitarios o filantrópicos, en que, como una prolon-gación de la apostólica batalla del padre de Las Casas, se apoyaba la anti-gua campaña pro-indígena. Nuestro primer esfuerzo tiende a establecer su carácter de problema fundamentalmente económico. Insurgimos primera-mente, contra la tendencia instintiva —y defensiva— del criollo o «misti», a reducirlo a un problema exclusivamente administrativo, pedagógico, ét-nico o moral, para escapar a toda costa del plano de la economía. Por esto, el más absurdo de los reproches que se nos pueden dirigir es el de lirismo o literaturismo. Colocando en primer plano el problema económico-social, asumimos la actitud menos lírica y menos literaria posible. No nos conten-tamos con reivindicar el derecho del indio a la educación, a la cultura, al progreso, al amor y al cielo. Comenzamos por reivindicar, categóricamente, su derecho a la tierra. Esta reivindicación perfectamente materialista, de-bería bastar para que no se nos confundiese con los herederos o repetidores del verbo evangélico del gran fraile español, a quien, de otra parte, tanto materialismo no nos impide admirar y estimar fervorosamente.

Y este problema de la tierra —cuya solidaridad con el problema del indio es demasiado evidente—, tampoco nos avenimos a atenuarlo o adel-82 «El problema de la tierra» es el tercero de los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana,

colección de textos periodísticos publicados como un libro orgánico por José Carlos Mariátegui en 1928. Para esta antología se ha transcrito el texto correspondiente a la trigésima octava edición popular: Biblioteca Amauta, Emp. Ed. Minerva, Lima, 1978, pp. 50 a 104. Las siguientes notas de pie de página pertenecen al autor.

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gazarlo oportunistamente. Todo lo contrario. Por mi parte, yo trato de plan-tearlo en términos absolutamente inequívocos y netos.

El problema agrario se presenta, ante todo, como el problema de la liquidación de la feudalidad en el Perú. Esta liquidación debía haber sido realizada ya por el régimen demo-burgués formalmente establecido por la revolución de la independencia. Pero en el Perú no hemos tenido en cien años de república, una verdadera clase burguesa, una verdadera clase capi-talista. La antigua clase feudal —camuflada o disfrazada de burguesía repu-blicana— ha conservado sus posiciones. La política de desamortización de la propiedad agraria iniciada por la revolución de la Independencia —como una consecuencia lógica de su ideología—, no condujo al desenvolvimien-to de la pequeña propiedad. La vieja clase terrateniente no había perdido su predominio. La supervivencia de un régimen de latifundistas produjo, en la práctica, el mantenimiento del latifundio. Sabido es que la desamortiza-ción atacó más bien a la comunidad. Y el hecho es que durante un siglo de república, la gran propiedad agraria se ha reforzado y engrandecido a des-pecho del liberalismo teórico de nuestra Constitución y de las necesidades prácticas del desarrollo de nuestra economía capitalista.

Las expresiones de la feudalidad sobreviviente son dos: latifundio y ser-vidumbre. Expresiones solidarias y consustanciales, cuyo análisis nos con-duce a la conclusión de que no se puede liquidar la servidumbre, que pesa sobre la raza indígena, sin liquidar el latifundio.

Planteado así el problema agrario del Perú, no se presta a deformacio-nes equívocas. Aparece en toda su magnitud de problema económico-so-cial —y por tanto político— del dominio de los hombres que actúan en este plano de hechos e ideas. Y resulta vano todo empeño de convertirlo, por ejemplo, en un problema técnico-agrícola del dominio de los agrónomos.

Nadie ignora que la solución liberal de este problema sería, confor-me a la ideología individualista, el fraccionamiento de los latifundios para crear la pequeña propiedad. Es tan desmesurado el desconocimiento, que se constata a cada paso, entre nosotros, de los principios elementales del socialismo, que no será nunca obvio ni ocioso insistir en que esta fórmula —fraccionamiento de los latifundios en favor de la pequeña propiedad—

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no es utopista, ni herética, ni revolucionaria, ni bolchevique, ni vanguar-dista, sino ortodoxa, constitucional, democrática, capitalista y burguesa. Y que tiene su origen en el ideario liberal en que se inspiran los Estatutos constitucionales de todos los Estados demo-burgueses. Y que en los países de la Europa Central y Oriental -donde la crisis bélica trajo por tierra las últimas murallas de la feudalidad, con el consenso del capitalismo de Oc-cidente que desde entonces opone precisamente a Rusia este bloque de países anti-bolcheviques-, en Checoslovaquia, Rumania, Polonia, Bulgaria, etc., se ha sancionado leyes agrarias que limitan, en principio, la propiedad de la tierra, al máximum de 500 hectáreas.

Congruentemente con mi posición ideológica, yo pienso que la hora de ensayar en el Perú el método liberal, la fórmula individualista, ha pa-sado ya. Dejando aparte las razones doctrinales, considero fundamen-talmente este factor incontestable y concreto que da un carácter pecu-liar a nuestro problema agrario: la supervivencia de la comunidad y de elementos de socialismo práctico en la agricultura y la vida indígenas. Pero quienes se mantienen dentro de la doctrina demo-liberal —si buscan de veras una solución al problema del indio, que redima a éste, ante todo, de su servidumbre—, pueden dirigir la mirada a la experiencia checa o ru-mana, dado que la mexicana, por su inspiración y su proceso, les parece un ejemplo peligroso. Para ellos es aún tiempo de propugnar la fórmula liberal. Si lo hicieran, lograrían, al menos, que en el debate del problema agrario provocado por la nueva generación, no estuviese del todo ausente el pen-samiento liberal, que, según la historia escrita, rige la vida del Perú desde la fundación de la República.

Colonialismo-feudalismoEl problema de la tierra esclarece la actitud vanguardista o socialista,

ante las supervivencias del Virreinato. El «perricholismo» literario no nos interesa sino como signo o reflejo del colonialismo económico. La herencia colonial que queremos liquidar no es, fundamentalmente, la de «tapadas» y celosías, sino la del régimen económico feudal, cuyas expresiones son el ga-monalismo, el latifundio y la servidumbre. La literatura colonialista —evo-

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cación nostálgica del Virreinato y de sus fastos—, no es para mí sino el me-diocre producto de un espíritu engendrado y alimentado por ese régimen. El Virreinato no sobrevive en el «perricholismo» de algunos trovadores y algunos cronistas. Sobrevive en el feudalismo, en el cual se asienta, sin im-ponerle todavía su ley, un capitalismo larvado e incipiente. No renegamos, propiamente, la herencia española; renegamos la herencia feudal.

España nos trajo el Medioevo: inquisición, feudalidad, etc. Nos trajo luego, la Contrarreforma: espíritu reaccionario, método jesuítico, casuismo escolástico. De la mayor parte de estas cosas, nos hemos ido liberando, penosamente, mediante la asimilación de la cultura occidental, obtenida a veces a través de la propia España. Pero de su cimiento económico, arraiga-do en los intereses de una clase cuya hegemonía no canceló la revolución de la independencia, no nos hemos liberado todavía. Los raigones de la feudalidad están intactos. Su subsistencia es responsable, por ejemplo, del retardamiento de nuestro desarrollo capitalista.

El régimen de propiedad de la tierra determina el régimen político y administrativo de toda nación. El problema agrario -que la República no ha podido hasta ahora resolver- domina todos los problemas de la nuestra. Sobre una economía semifeudal no pueden prosperar ni funcionar institu-ciones democráticas y liberales.

En lo que concierne al problema indígena, la subordinación al proble-ma de la tierra resulta más absoluta aún, por razones especiales. La raza indígena es una raza de agricultores. El pueblo inkaico era un pueblo de campesinos, dedicados ordinariamente a la agricultura y el pastoreo. Las industrias, las artes, tenían un carácter doméstico y rural. En el Perú de los Inkas era más cierto que en pueblo alguno el principio de que «la vida viene de la tierra». Los trabajos públicos, las obras colectivas más admirables del Tawantinsuyo, tuvieron un objeto militar, religioso o agrícola. Los canales de irrigación de la sierra y de la costa, los andenes y terrazas de cultivo de los Andes, quedan como los mejores testimonios del grado de organización económica alcanzado por el Perú inkaico. Su civilización se caracterizaba, en todos sus rasgos dominantes, como una civilización agraria. «La tierra

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—escribe Valcárcel estudiando la vida económica del Tawantinsuyo— en la tradición regnícola, es la madre común: de sus entrañas no sólo salen los frutos alimenticios, sino el hombre mismo. La tierra depara todos los bienes. El culto de la Mama Pacha es par de la heliolatría, y como el sol no es de nadie en particular, tampoco el planeta lo es. Hermanados los dos conceptos en la ideología aborigen, nació el agrarismo, que es propiedad comunitaria de los campos y religión universal del astro del día»83.

Al comunismo inkaico —que no puede ser negado ni disminuido por haberse desenvuelto bajo el régimen autocrático de los Inkas—, se le desig-na por esto como comunismo agrario. Los caracteres fundamentales de la economía inkaica —según César Ugarte, que define en general los rasgos de nuestro proceso con suma ponderación—, eran los siguientes: «Propiedad colectiva de la tierra cultivable por el ‘ayllu’ o conjunto de familias empa-rentadas, aunque dividida en lotes individuales intransferibles; propiedad colectiva de las aguas, tierras de pasto y bosques por la marca o tribu, o sea la federación de ayllus establecidos alrededor de una misma aldea; coopera-ción común en el trabajo; apropiación individual de las cosechas y frutos»84.

La destrucción de esta economía -y por ende de la cultura que se nutría de su savia- es una de las responsabilidades menos discutibles del coloniaje, no por haber constituido la destrucción de las formas autóctonas, sino por no haber traído consigo su sustitución por formas superiores. El régimen colonial desorganizó y aniquiló la economía agraria inkaica, sin reempla-zarla por una economía de mayores rendimientos. Bajo una aristocracia indígena, los nativos componían una nación de diez millones de hombres, con un Estado eficiente y orgánico cuya acción arribaba a todos los ámbitos de su soberanía; bajo una aristocracia extranjera, los nativos se redujeron a una dispersa y anárquica masa de un millón de hombres, caídos en la servi-dumbre y el «felahismo».

El dato demográfico es, a este respecto, el más fehaciente y decisivo. Contra todos los reproches que —en el nombre de conceptos liberales, esto 83 Luis E. Valcárcel. Del Ayllu al Imperio, p. 166. 84 César Antonio Ugarte. Bosquejo de la Historia Económica del Perú, p. 9.

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es modernos, de libertad y justicia— se puedan hacer al régimen inkaico, está el hecho histórico —positivo, material— de que aseguraba la subsis-tencia y el crecimiento de una población que, cuando arribaron al Perú los conquistadores, ascendía a diez millones y que, en tres siglos de dominio español, descendió a un millón. Este hecho condena al coloniaje y no desde los puntos de vista abstractos o teóricos o morales -o como quiera calificár-seles- de la justicia, sino desde los puntos de vista prácticos, concretos y materiales de la utilidad.

El coloniaje, impotente para organizar en el Perú al menos una econo-mía feudal, injertó en ésta elementos de economía esclavista.

La política del coloniaje: despoblación y esclavitudQue el régimen colonial español resultara incapaz de organizar en el

Perú una economía de puro tipo feudal se explica claramente. No es posible organizar una economía sin claro entendimiento y segura estimación, si no de sus principios, al menos de sus necesidades. Una economía indígena, orgánica, nativa, se forma sola. Ella misma determina espontáneamente sus instituciones. Pero una economía colonial se establece sobre bases en parte artificiales y extranjeras, subordinada al interés del colonizador. Su desarro-llo regular depende de la aptitud de éste para adaptarse a las condiciones ambientales o para transformarlas.

El colonizador español carecía radicalmente de esta aptitud. Tenía una idea, un poco fantástica, del valor económico de los tesoros de la naturale-za, pero no tenía casi idea alguna del valor económico del hombre.

La práctica de exterminio de la población indígena y de destrucción de sus instituciones —en contraste muchas veces con las leyes y providencias de la metrópoli— empobrecía y desangraba al fabuloso país ganado por los conquistadores para el Rey de España, en una medida que éstos no eran capaces de percibir y apreciar. Formulando un principio de la economía de su época, un estadista sudamericano del siglo XIX debía decir más tarde, impresionado por el espectáculo de un continente semidesierto: “Gobernar es poblar”. El colonizador español, infinitamente lejano de este criterio, implantó en el Perú un régimen de despoblación.

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La persecución y esclavizamiento de los indios deshacía velozmente un capital subestimado en grado inverosímil por los colonizadores: el capital humano. Los españoles se encontraron cada día más necesitados de brazos para la explotación y aprovechamiento de las riquezas conquistadas. Recu-rrieron entonces al sistema más antisocial y primitivo de colonización: el de la importación de esclavos. El colonizador renunciaba así, de otro lado, a la empresa para la cual antes se sintió apto el conquistador: la de asimilar al indio. La raza negra traída por él le tenía que servir, entre otras cosas, para reducir el desequilibrio demográfico entre el blanco y el indio.

La codicia de los metales preciosos —absolutamente lógica en un siglo en que tierras tan distantes casi no podían mandar a Europa otros produc-tos—, empujó a los españoles a ocuparse preferentemente en la minería. Su interés pugnaba por convertir en un pueblo minero al que, bajo sus inkas y desde sus más remotos orígenes, había sido un pueblo fundamentalmente agrario. De este hecho nació la necesidad de imponer al indio la dura ley de la esclavitud. El trabajo del agro, dentro de un régimen naturalmente feudal, hubiera hecho del indio un siervo vinculándolo a la tierra. El traba-jo de las minas y las ciudades, debía hacer de él un esclavo. Los españoles establecieron, con el sistema de las mitas, el trabajo forzado, arrancando al indio de su suelo y de sus costumbres.

La importación de esclavos negros que abasteció de braceros y domésti-cos a la población española de la costa, donde se encontraba la sede y corte del Virreinato, contribuyó a que España no advirtiera su error económico y político. El esclavismo se arraigó en el régimen, viciándolo y enfermándolo.

El profesor Javier Prado, desde puntos de vista que no son naturalmente los míos, arribó en su estudio sobre el estado social del Perú del coloniaje a conclusiones que contemplan precisamente un aspecto de este fracaso de la empresa colonizadora: «Los negros —dice— considerados como mercancía comercial, e importados a la América, como máquinas humanas de trabajo, debían regar la tierra con el sudor de su frente; pero sin fecundarla, sin de-jar frutos provechosos. Es la liquidación constante siempre igual que hace la civilización en la historia de los pueblos: el esclavo es improductivo en el trabajo como lo fue en el Imperio Romano y como lo ha sido en el Perú; y

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es en el organismo social un cáncer que va corrompiendo los sentimientos y los ideales nacionales. De esta suerte ha desaparecido el esclavo en el Perú, sin dejar los campos cultivados; y después de haberse vengado de la raza blanca, mezclando su sangre con la de ésta, y rebajando en ese contubernio el criterio moral e intelectual, de los que fueron al principio sus crueles amos, y más tarde sus padrinos, sus compañeros y sus hermanos»85.

La responsabilidad de que se puede acusar hoy al coloniaje, no es la de haber traído una raza inferior —éste era el reproche esencial de los so-ciólogos de hace medio siglo—, sino la de haber traído con los esclavos, la esclavitud, destinada a fracasar como medio de explotación y organización económicas de la colonia, a la vez que a reforzar un régimen fundado sólo en la conquista y en la fuerza.

El carácter colonial de la agricultura de la costa, que no consigue aún li-brarse de esta tara, proviene en gran parte del sistema esclavista. El latifun-dista costeño no ha reclamado nunca, para fecundar sus tierras, hombres sino brazos. Por esto, cuando le faltaron los esclavos negros, les buscó un sucedáneo en los culis chinos. Esta otra importación típica de un régimen de «encomenderos» contrariaba y entrababa como la de los negros la for-mación regular de una economía liberal congruente con el orden político establecido por la revolución de la independencia. César Ugarte lo recono-ce en su estudio ya citado sobre la economía peruana, afirmando resuelta-mente que lo que el Perú necesitaba no era «brazos» sino «hombres»86.

El colonizador españolLa incapacidad del coloniaje para organizar la economía peruana sobre

sus naturales bases agrícolas, se explica por el tipo de colonizador que nos tocó. Mientras en Norteamérica la colonización depositó los gérmenes de un espíritu y una economía que se plasmaban entonces en Europa y a los cuales pertenecía el porvenir, a la América española trajo los efectos y los métodos de un espíritu y una economía que declinaban ya y a los cuales

85 Javier Prado, «Estado Social del Perú durante la dominación española», en Anales Universitarios del Perú, tomo XXII, pp. 125 y 126.

86 Ugarte, ob. citada, p. 64.

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no pertenecía sino el pasado. Esta tesis puede parecer demasiado simplis-ta a quienes consideran sólo su aspecto de tesis económica y, supérstites, aunque lo ignoren, del viejo escolasticismo retórico, muestran esa falta de aptitud para entender el hecho económico que constituye el defecto capital de nuestros aficionados a la historia. Me complace por esto encontrar en el reciente libro de José Vasconcelos Indología, un juicio que tiene el valor de venir de un pensador a quien no se puede atribuir ni mucho marxismo ni poco hispanismo. «Si no hubiese tantas otras causas de orden moral y de orden físico —escribe Vasconcelos— que explican perfectamente el espec-táculo aparentemente desesperado del enorme progreso de los sajones en el Norte y el lento paso desorientado de los latinos del Sur, sólo la compa-ración de los dos sistemas, de los dos regímenes de propiedad, bastaría para explicar las razones del contraste. En el Norte no hubo reyes que estuvie-sen disponiendo de la tierra ajena como de cosa propia. Sin mayor gracia de parte de sus monarcas y más bien en cierto estado de rebelión moral contra el monarca inglés, los colonizadores del norte fueron desarrollando un sistema de propiedad privada en el cual cada quien pagaba el precio de su tierra y no ocupaba sino la extensión que podía cultivar. Así fue que en lugar de encomiendas hubo cultivos. Y en vez de una aristocracia guerrera y agrícola, con timbres de turbio abolengo real, abolengo cortesano de abyec-ción y homicidio, se desarrolló una aristocracia de la aptitud que es lo que se llama democracia, una democracia que en sus comienzos no reconoció más preceptos que los del lema francés: libertad, igualdad, fraternidad. Los hombres del norte fueron conquistando la selva virgen, pero no permitían que el general victorioso en la lucha contra los indios se apoderase, a la manera antigua nuestra, ‘hasta donde alcanza la vista’. Las tierras recién conquistadas no quedaban tampoco a merced del soberano para que las repartiese a su arbitrio y crease nobleza de doble condición moral: lacayuna ante el soberano e insolente y opresora del más débil. En el Norte, la Repú-blica coincidió con el gran movimiento de expansión y la República apartó una buena cantidad de las tierras buenas, creó grandes reservas sustraídas al comercio privado, pero no las empleó en crear ducados, ni en premiar servicios patrióticos, sino que las destinó al fomento de la instrucción po-

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pular. Y así, a medida que una población crecía, el aumento del valor de las tierras bastaba para asegurar el servicio de la enseñanza. Y cada vez que se levantaba una nueva ciudad en medio del desierto no era el régimen de concesión, el régimen de favor el que privaba, sino el remate público de los lotes en que previamente se subdividía el plano de la futura urbe. Y con la limitación de que una sola persona no pudiera adquirir muchos lotes a la vez. De este sabio, de este justiciero régimen social procede el gran poderío norteamericano. Por no haber procedido en forma semejante, nosotros he-mos ido caminando tantas veces para atrás»87.

La feudalidad es, como resulta del juicio de Vasconcelos, la tara que nos dejó el coloniaje. Los países que, después de la Independen-cia, han conseguido curarse de esa tara son los que han progresado; los que no lo han logrado todavía, son los retardados. Ya hemos vis-to cómo a la tara de la feudalidad, se juntó la tara del esclavismo. El español no tenía las condiciones de colonización del anglosajón. La crea-ción de los EE. UU. se presenta como la obra del pioneer. España después de la epopeya de la conquista no nos mandó casi sino nobles, clérigos y villa-nos. Los conquistadores eran de una estirpe heroica; los colonizadores, no. Se sentían señores, no se sentían pioneers. Los que pensaron que la riqueza del Perú eran sus metales preciosos, convirtieron a la minería, con la prác-tica de las mitas, en un factor de aniquilamiento del capital humano y de decadencia de la agricultura. En el propio repertorio civilista encontramos testimonios de acusación. Javier Prado escribe que «el estado que presenta la agricultura en el virreinato del Perú es del todo lamentable debido al absurdo sistema económico mantenido por los españoles», y que de la des-población del país era culpable su régimen de explotación88.

El colonizador, que en vez de establecerse en los campos se estableció en las minas, tenía la psicología del buscador de oro. No era, por consiguiente, un creador de riqueza. Una economía, una sociedad, son la obra de los que colonizan y vivifican la tierra; no de los que precariamente extraen los te-soros de su subsuelo. La historia del florecimiento y decadencia de no pocas

87 José Vasconcelos. Indología.88 Javier Prado, ob. citada, p. 37.

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poblaciones coloniales de la sierra, determinados por el descubrimiento y el abandono de minas prontamente agotadas o relegadas, demuestra amplia-mente entre nosotros esta ley histórica.

Tal vez las únicas falanges de verdaderos colonizadores que nos envió España fueron las misiones de jesuitas y dominicos. Ambas congregaciones, especialmente la de jesuitas, crearon en el Perú varios interesantes núcleos de producción. Los jesuitas asociaron en su empresa los factores religioso, político y económico, no en la misma medida que en el Paraguay, donde realizaron su más famoso y extenso experimento, pero sí de acuerdo con los mismos principios.

Esta función de las congregaciones no sólo se conforma con toda la política de los jesuitas en la América española, sino con la tradición misma de los monasterios en el Medioevo. Los monasterios tuvieron en la sociedad medioeval, entre otros, un rol económico. En una época guerrera y mística, se encargaron de salvar la técnica de los oficios y las artes, disciplinando y cultivando elementos sobre los cuales debía constituirse más tarde la industria burguesa. Jorge Sorel es uno de los economistas modernos que mejor remarca y define el papel de los monasterios en la economía europea, estudiando a la orden benedictina como el prototipo del monasterio-empresa industrial. «Hallar capitales —apunta Sorel— era en ese tiempo un problema muy difícil de resolver; para los monjes era asaz simple. Muy rápidamente las donaciones de ricas familias les prodigaron grandes cantidades de metales preciosos; la acumulación primitiva resultaba muy facilitada. Por otra parte los conventos gastaban poco y la estricta economía que imponían las reglas recuerda los hábitos parsimoniosos de los primeros capitalistas. Durante largo tiempo los monjes estuvieron en grado de hacer operaciones excelentes para aumentar su fortuna». Sorel nos expone, cómo «después de haber prestado a Europa servicios eminentes que todo el mundo reconoce, estas instituciones declinaron rápidamente» y cómo los benedictinos «cesaron de ser obreros agrupados en un taller casi capitalista y se convirtieron en burgueses retirados de los negocios, que no pensaban sino en vivir en una dulce ociosidad en la campiña»89.

89 Georges Sorel. Introduction à l’economie moderne, pp. 120 y 130.

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Este aspecto de la colonización, como otros muchos de nuestra econo-mía, no ha sido aún estudiado. Me ha correspondido a mí, marxista con-victo y confeso, su constatación. Juzgo este estudio, fundamental para la justificación económica de las medidas que, en la futura política agraria, concernirán a los fundos de los conventos y congregaciones, porque es-tablecerá concluyentemente la caducidad práctica de su dominio y de los títulos reales en que reposaba.

La “comunidad” bajo el coloniajeLas Leyes de Indias amparaban la propiedad indígena y reconocían su

organización comunista. La legislación relativa a las «comunidades» indí-genas, se adaptó a la necesidad de no atacar las instituciones ni las costum-bres indiferentes al espíritu religioso y al carácter político del Coloniaje. El comunismo agrario del «ayllu», una vez destruido el Estado Inkaico, no era incompatible con el uno ni con el otro. Todo lo contrario. Los jesuitas aprovecharon precisamente el comunismo indígena en el Perú, en México y en mayor escala aún en el Paraguay, para sus fines de catequización. El régimen medioeval, teórica y prácticamente, conciliaba la propiedad feudal con la propiedad comunitaria.

El reconocimiento de las comunidades y de sus costumbres económicas por las Leyes de Indias, no acusa simplemente sagacidad realista de la polí-tica colonial si no se ajusta absolutamente a la teoría y la práctica feudales. Las disposiciones de las leyes coloniales sobre la comunidad, que mante-nían sin inconveniente el mecanismo económico de ésta, reformaban, en cambio, lógicamente, las costumbres contrarias a la doctrina católica (la prueba matrimonial, etc.) y tendían a convertir la comunidad en una rueda de su maquinaria administrativa y fiscal. La comunidad podía y debía sub-sistir, para la mayor gloria y provecho del Rey y de la Iglesia.

Sabemos bien que esta legislación en gran parte quedó únicamente es-crita. La propiedad indígena no pudo ser suficientemente amparada, por razones dependientes de la práctica colonial. Sobre este hecho están de acuerdo todos los testimonios. Ugarte hace las siguientes constataciones:

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«Ni las medidas previsoras de Toledo, ni las que en diferentes oportunida-des trataron de ponerse en práctica, impidieron que una gran parte de la propiedad indígena pasara legal o ilegalmente a manos de los españoles o criollos. Una de las instituciones que facilitó este despojo disimulado fue la de las ‘Encomiendas’. Conforme al concepto legal de la institución, el encomendero era un encargado del cobro de los tributos y de la educación y cristianización de sus tributarios. Pero en la realidad de las cosas, era un señor feudal, dueño de vidas y haciendas, pues disponía de los indios como si fueran árboles del bosque y muertos ellos o ausentes, se apoderaba por uno u otro medio de sus tierras. En resumen, el régimen agrario colonial determinó la sustitución de una gran parte de las comunidades agrarias indígenas por latifundios de propiedad individual, cultivados por los indios bajo una organización feudal. Estos grandes feudos, lejos de dividirse con el transcurso del tiempo, se concentraron y consolidaron en pocas manos a causa de que la propiedad inmueble estaba sujeta a innumerables trabas y gravámenes perpetuos que la inmovilizaron, tales como los mayorazgos, las capellanías, las fundaciones, los patronatos y demás vinculaciones de la propiedad»90.

La feudalidad dejó análogamente subsistentes las comunas rurales en Rusia, país con el cual es siempre interesante el paralelo porque a su pro-ceso histórico se aproxima el de estos países agrícolas y semifeudales mu-cho más que al de los países capitalistas de Occidente. Eugéne Schkaff, estudiando la evolución del mir en Rusia, escribe: «Como los señores res-pondían por los impuestos, quisieron que cada campesino tuviera más o menos la misma superficie de tierra para que cada uno contribuyera con su trabajo a pagar los impuestos; y para que la efectividad de éstos estuviera asegurada, establecieron la responsabilidad solidaria. El gobierno la exten-dió a los demás campesinos. Los repartos tenían lugar cuando el núme-ro de siervos había variado. El feudalismo y el absolutismo transformaron poco a poco la organización comunal de los campesinos en instrumento de explotación. La emancipación de los siervos no aportó, bajo este aspecto, 90 Ugarte, ob. citada, p. 24.

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ningún cambio»91. Bajo el régimen de propiedad señorial, el mir ruso, como la comunidad peruana, experimentó una completa desnaturalización. La superficie de tierras disponibles para los comuneros resultaba cada vez más insuficiente y su repartición cada vez más defectuosa. El mir no garantizaba a los campesinos la tierra necesaria para su sustento; en cambio garantizaba a los propietarios la provisión de brazos indispensables para el trabajo de sus latifundios. Cuando en 1861 se abolió la servidumbre, los propietarios encontraron el modo de subrogarla reduciendo los lotes concedidos a sus campesinos a una extensión que no les consintiese subsistir de sus propios productos. La agricultura rusa conservó, de este modo, su carácter feudal. El latifundista empleó en su provecho la reforma. Se había dado cuenta ya de que estaba en su interés otorgar a los campesinos una parcela, siempre que no bastara para la subsistencia de él y de su familia. No había me-dio más seguro para vincular el campesino a la tierra, limitando al mismo tiempo, al mínimo, su emigración. El campesino se veía forzado a prestar sus servicios al propietario, quien contaba para obligarlo al trabajo en su latifundio —si no hubiese bastado la miseria a que lo condenaba la ínfima parcela— con el dominio de prados, bosques, molinos, aguas, etc.

La convivencia de comunidad y latifundio en el Perú, está, pues, perfec-tamente explicada, no sólo por las características del régimen del Coloniaje sino también por la experiencia de la Europa feudal. Pero la comunidad, bajo este régimen, no podía ser verdaderamente amparada sino apenas to-lerada. El latifundista le imponía la ley de su fuerza despótica sin control posible del Estado. La comunidad sobrevivía, pero dentro de un régimen de servidumbre. Antes había sido la célula misma del Estado que le aseguraba el dinamismo necesario para el bienestar de sus miembros. El coloniaje la petrificaba dentro de la gran propiedad, base de un Estado nuevo, extraño a su destino.

El liberalismo de las leyes de la República, impotente para destruir la feudalidad y para crear el capitalismo, debía, más tarde, negarle el amparo formal que le había concedido el absolutismo de las leyes de la Colonia.

91 Eugéne Schkaff. La Question Agraire en Russie, p. 118.

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La Revolución de la independencia y la propiedad agrariaEntremos a examinar ahora cómo se presenta el problema de la tierra

bajo la República. Para precisar mis puntos de vista sobre este período, en lo que concierne a la cuestión agraria, debo insistir en un concepto que ya he expresado respecto al carácter de la revolución de la independencia en el Perú. La revolución encontró al Perú retrasado en la formación de su burguesía. Los elementos de una economía capitalista eran en nuestro país más embrionarios que en otros países de América donde la revolución contó con una burguesía menos larvada, menos incipiente.

Si la revolución hubiese sido un movimiento de las masas indígenas o hubiese representado sus reivindicaciones, habría tenido necesariamente una fisonomía agrarista. Está ya bien estudiado cómo la revolución francesa benefició particularmente a la clase rural, en la cual tuvo que apoyarse para evitar el retorno del antiguo régimen. Este fenómeno, además, parece pecu-liar en general así a la revolución burguesa como a la revolución socialista, a juzgar por las consecuencias mejor definidas y más estables del abatimien-to de la feudalidad en la Europa central y del zarismo en Rusia. Dirigidas y actuadas principalmente por la burguesía urbana y el proletariado urbano, una y otra revolución han tenido como inmediatos usufructuarios a los campesinos. Particularmente en Rusia, ha sido ésta la clase que ha cose-chado los primeros frutos de la revolución bolchevique, debido a que en ese país no se había operado aún una revolución burguesa que a su tiempo hubiera liquidado la feudalidad y el absolutismo e instaurado en su lugar un régimen demoliberal.

Pero, para que la revolución demo-liberal haya tenido estos efectos, dos premisas han sido necesarias: la existencia de una burguesía conscien-te de los fines y los intereses de su acción y la existencia de un estado de ánimo revolucionario en la clase campesina y, sobre todo, su reivindicación del derecho a la tierra en términos incompatibles con el poder de la aris-tocracia terrateniente. En el Perú, menos todavía que en otros países de América, la revolución de la independencia no respondía a estas premisas. La revolución había triunfado por la obligada solidaridad continental de los pueblos que se rebelaban contra el dominio de España y porque las

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circunstancias políticas y económicas del mundo trabajaban a su favor. El nacionalismo continental de los revolucionarios hispanoamericanos se jun-taba a esa mancomunidad forzosa de sus destinos, para nivelar a los pueblos más avanzados en su marcha al capitalismo con los más retrasados en la misma vía.

Estudiando la revolución argentina y por ende, la americana, Echeverría clasifica las clases en la siguiente forma: «La sociedad americana —dice— estaba dividida en tres clases opuestas en intereses, sin vínculo alguno de sociabilidad moral y política. Componían la primera los togados, el clero y los mandones; la segunda los enriquecidos por el monopolio y el capricho de la fortuna; la tercera los villanos, llamados ‘gauchos’ y ‘compadritos’ en el Río de la Plata, ‘cholos’ en el Perú, ‘rotos’ en Chile, ‘leperos’ en México. Las castas indígenas y africanas eran esclavas y tenían una existencia extrasocial. La primera gozaba sin producir y tenía el poder y fuero del hidalgo. Era la aristocracia compuesta en su mayor parte de españoles y de muy pocos americanos. La segunda gozaba, ejerciendo tranquilamente su industria o comercio, era la clase media que se sentaba en los cabildos; la tercera, única productora por el trabajo manual, componíase de artesanos y proletarios de todo género. Los descendientes americanos de las dos primeras clases que recibían alguna educación en América o en la Península, fueron los que levantaron el estandarte de la revolución»92.

La revolución americana, en vez del conflicto entre la nobleza terrate-niente y la burguesía comerciante, produjo en muchos casos su colabora-ción, ya por la impregnación de ideas liberales que acusaba la aristocracia, ya porque ésta en muchos casos no veía en esa revolución sino un movi-miento de emancipación de la corona de España. La población campesina, que en el Perú era indígena, no tenía en la revolución una presencia directa, activa. El programa revolucionario no representaba sus reivindicaciones.

Mas este programa se inspiraba en el ideario liberal. La revolución no podía prescindir de principios que consideraban existentes reivindicacio-

92 Esteban Echeverría. Antecedentes y primeros pasos de la Revolución de Mayo.

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nes agrarias, fundadas en la necesidad práctica y en la justicia teórica de liberar el dominio de la tierra de las trabas feudales. La República insertó en su estatuto estos principios. El Perú no tenía una clase burguesa que los aplicase en armonía con sus intereses económicos y su doctrina política y jurídica. Pero la República —porque este era el curso y el mandato de la historia— debía constituirse sobre principios liberales y burgueses. Sólo que las consecuencias prácticas de la revolución en lo que se relacionaba con la propiedad agraria, no podían dejar de detenerse en el límite que les fijaban los intereses de los grandes propietarios.

Por esto, la política de desvinculación de la propiedad agraria, im-puesta por los fundamentos políticos de la República, no atacó al latifun-dio. Y —aunque en compensación las nuevas leyes ordenaban el reparto de tierras a los indígenas— atacó, en cambio, en el nombre de los postu-lados liberales, a la «comunidad».

Se inauguró así un régimen que, cualesquiera que fuesen sus principios, empeoraba en cierto grado la condición de los indígenas en vez de mejo-rarla. Y esto no era culpa del ideario que inspiraba la nueva política y que, rectamente aplicado, debía haber dado fin al dominio feudal de la tierra convirtiendo a los indígenas en pequeños propietarios.

La nueva política abolía formalmente las «mitas», encomiendas, etc. Comprendía un conjunto de medidas que significaban la emancipación del indígena como siervo. Pero como, de otro lado, dejaba intactos el poder y la fuerza de la propiedad feudal, invalidaba sus propias medidas de protección de la pequeña propiedad y del trabajador de la tierra.

La aristocracia terrateniente, si no sus privilegios de principio, conser-vaba sus posiciones de hecho. Seguía siendo en el Perú la clase dominante. La revolución no había realmente elevado al poder a una nueva clase. La burguesía profesional y comerciante era muy débil para gobernar. La aboli-ción de la servidumbre no pasaba, por esto, de ser una declaración teórica. Porque la revolución no había tocado el latifundio. Y la servidumbre no es sino una de las caras de la feudalidad, pero no la feudalidad misma.

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Política agraria de la RepúblicaDurante el período de caudillaje militar que siguió a la revolución de

la independencia, no pudo lógicamente desarrollarse, ni esbozarse siquiera, una política liberal sobre la propiedad agraria. El caudillaje militar era el producto natural de un período revolucionario que no había podido crear una nueva clase dirigente. El poder, dentro de esta situación, tenía que ser ejercido por los militares de la revolución que, de un lado, gozaban del prestigio marcial de sus laureles de guerra y, de otro lado, estaban en gra-do de mantenerse en el gobierno por la fuerza de las armas. Por supuesto, el caudillo no podía sustraerse al influjo de los intereses de clase o de las fuerzas históricas en contraste. Se apoyaba en el liberalismo inconsistente y retórico del demos urbano o el conservantismo colonialista de la casta terra-teniente. Se inspiraba en la clientela de tribunos y abogados de la democra-cia citadina o de literatos y rétores de la aristocracia latifundista. Porque, en el conflicto de intereses entre liberales y conservadores, faltaba una directa y activa reivindicación campesina que obligase a los primeros a incluir en su programa la redistribución de la propiedad agraria.

Este problema básico habría sido advertido y apreciado de todos modos por un estadista superior. Pero ninguno de nuestros caciques militares de este período lo era.

El caudillaje militar, por otra parte, parece orgánicamente incapaz de una reforma de esta envergadura que requiere ante todo un avisado crite-rio jurídico y económico. Sus violencias producen una atmósfera adversa a la experimentación de los principios de un derecho y de una economía nuevas. Vasconcelos observa a este respecto lo siguiente: «En el orden eco-nómico es constantemente el caudillo el principal sostén del latifundio. Aunque a veces se proclamen enemigos de la propiedad, casi no hay cau-dillo que no remate en hacendado. Lo cierto es que el poder militar trae fatalmente consigo el delito de apropiación exclusiva de la tierra; llámese el soldado, caudillo, rey o emperador: despotismo y latifundio son términos correlativos. Y es natural, los derechos económicos, lo mismo que los políti-cos, sólo se pueden conservar y defender dentro de un régimen de libertad.

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El absolutismo conduce fatalmente a la miseria de los muchos y al boato y al abuso de los pocos. Sólo la democracia a pesar de todos sus defectos ha podido acercarnos a las mejores realizaciones de la justicia social, por lo me-nos la democracia antes de que degenere en los imperialismos de las repú-blicas demasiado prósperas que se ven rodeadas de pueblos en decadencia. De todas maneras, entre nosotros el caudillo y el gobierno de los militares han cooperado al desarrollo del latifundio. Un examen siquiera superficial de los títulos de propiedad de nuestros grandes terratenientes, bastaría para demostrar que casi todos deben su haber, en un principio, a la merced de la Corona española, después a concesiones y favores ilegítimos acordados a los generales influyentes de nuestras falsas repúblicas. Las mercedes y las concesiones se han acordado, a cada paso, sin tener en cuenta los derechos de poblaciones enteras de indígenas o de mestizos que carecieron de fuerza para hacer valer su dominio»93.

Un nuevo orden jurídico y económico no puede ser, en todo caso, la obra de un caudillo sino de una clase. Cuando la clase existe, el caudillo funciona como su intérprete y su fiduciario. No es ya su arbitrio personal, sino un conjunto de intereses y necesidades colectivas lo que decide su po-lítica. El Perú carecía de una clase burguesa capaz de organizar un Estado fuerte y apto. El militarismo representaba un orden elemental y provisorio, que apenas dejase de ser indispensable, tenía que ser sustituido por un or-den más avanzado y orgánico. No era posible que comprendiese ni consi-derase siquiera el problema agrario. Problemas rudimentarios y momentá-neos acaparaban su limitada acción. Con Castilla rindió su máximo fruto el caudillaje militar. Su oportunismo sagaz, su malicia aguda, su espíritu mal cultivado, su empirismo absoluto, no le consintieron practicar hasta el fin una política liberal. Castilla se dio cuenta de que los liberales de su tiempo constituían un cenáculo, una agrupación, mas no una clase. Esto le indujo

93 Vasconcelos, conferencia sobre «El nacionalismo en la América Latina», en Amauta Nº 4, p. 15. Este juicio, exacto en lo que respecta a las relaciones entre caudillaje militar y propiedad agraria en América, no es igualmente válido para todas las épocas y situaciones históricas. No es posible suscribirlo sin esta precisa reserva.

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a evitar con cautela todo acto seriamente opuesto a los intereses y princi-pios de la clase conservadora. Pero los méritos de su política residen en lo que tuvo de reformadora y progresista. Sus actos de mayor significación histórica, la abolición de la esclavitud de los negros y de la contribución de indígenas, representan su actitud liberal.

Desde la promulgación del Código Civil se entró en el Perú en un pe-ríodo de organización gradual. Casi no hace falta remarcar que esto acusaba entre otras cosas la decadencia del militarismo. El Código, inspirado en los mismos principios que los primeros decretos de la República sobre la tierra, reforzaba y continuaba la política de desvinculación y movilización de la propiedad agraria. Ugarte, registrando las consecuencias de este progre-so de la legislación nacional en lo que concierne a la tierra, anota que el Código «confirmó la abolición legal de las comunidades indígenas y de las vinculaciones de dominio; innovando la legislación precedente, estableció la ocupación como uno de los modos de adquirir los inmuebles sin dueño; en las reglas sobre sucesiones, trató de favorecer la pequeña propiedad»94.

Francisco García Calderón atribuye al Código Civil efectos que en verdad no tuvo o que, por lo menos, no revistieron el alcance radical y absoluto que su optimismo les asigna: «La constitución —escribe— había destruido los privilegios y la ley civil dividía las propiedades y arruinaba la igualdad de derecho en las familias. Las consecuencias de esta disposición eran, en el orden político, la condenación de toda oligarquía, de toda aris-tocracia de los latifundios; en el orden social, la ascensión de la burguesía y del mestizaje». «Bajo el aspecto económico, la partición igualitaria de las sucesiones favoreció la formación de la pequeña propiedad antes entrabada por los grandes dominios señoriales»95.

Esto estaba sin duda en la intención de los codificadores del derecho en el Perú. Pero el Código Civil no es sino uno de los instrumentos de la política liberal y de la práctica capitalista. Como lo reconoce Ugarte, en la legislación peruana «se ve el propósito de favorecer la democratización de

94 Ugarte, ob. citada, p. 57.95 Le Pérou Contemporain, pp. 98 y 99.

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la propiedad rural, pero por medios puramente negativos aboliendo las trabas más bien que prestando a los agricultores una protección positiva»96. En ninguna parte la división de la propiedad agraria, o mejor, su redistribución, ha sido posible sin leyes especiales de expropiación que han transferido el dominio del suelo a la clase que lo trabaja.

No obstante el Código, la pequeña propiedad no ha prosperado en el Perú. Por el contrario, el latifundio se ha consolidado y extendido. Y la propiedad de la comunidad indígena ha sido la única que ha sufrido las consecuencias de este liberalismo deformado.

La gran propiedad y el poder políticoLos dos factores que se opusieron a que la revolución de la indepen-

dencia planteara y abordara en el Perú el problema agrario —extrema in-cipiencia de la burguesía urbana y situación extrasocial, como la define Echeverría, de los indígenas—, impidieron más tarde que los gobiernos de la República desarrollasen una política dirigida en alguna forma a una dis-tribución menos desigual e injusta de la tierra.

Durante el período del caudillaje militar, en vez de fortalecerse el de-mos urbano, se robusteció la aristocracia latifundista. En poder de extran-jeros el comercio y la finanza, no era posible económicamente el surgi-miento de una vigorosa burguesía urbana. La educación española, extraña radicalmente a los fines y necesidades del industrialismo y del capitalismo, no preparaba comerciantes ni técnicos sino abogados, literatos, teólogos, etc. Estos, a menos de sentir una especial vocación por el jacobinismo o la demagogia, tenían que constituir la clientela de la casta propietaria. El capital comercial, casi exclusivamente extranjero, no podía a su vez hacer otra cosa que entenderse y asociarse con esta aristocracia que, por otra parte, tácita o explícitamente, conservaba su predominio político. Fue así como la aristocracia terrateniente y sus ralliés resultaron usufructuarios de la política fiscal y de la explotación del guano y del salitre. Fue así también como esta casta, forzada por su rol económico, asumió en el Perú la función

96 Ugarte, ob. citada, p. 58

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de clase burguesa, aunque sin perder sus resabios y prejuicios coloniales y aristocráticos. Fue así, en fin, como las categorías burguesas urbanas -pro-fesionales, comerciantes- concluyeron por ser absorbidas por el civilismo.

El poder de esta clase —civilistas o «neogodos»— procedía en bue-na cuenta de la propiedad de la tierra. En los primeros años de la Inde-pendencia, no era precisamente una clase de capitalistas sino una clase de propietarios. Su condición de clase propietaria —y no de clase ilustrada— le había consentido solidarizar sus intereses con los de los comerciantes y prestamistas extranjeros y traficar a este título con el Estado y la riqueza pública. La propiedad de la tierra, debida al Virreinato, le había dado bajo la República la posesión del capital comercial. Los privilegios de la Colonia habían engendrado los privilegios de la República.

Era, por consiguiente, natural e instintivo en esta clase el criterio más conservador respecto al dominio de la tierra. La subsistencia de la condición extrasocial de los indígenas, de otro lado, no oponía a los intereses feudales del latifundismo las reivindicaciones de masas campesinas conscientes.

Estos han sido los factores principales del mantenimiento y desarrollo de la gran propiedad. El liberalismo de la legislación republicana, inerte ante la propiedad feudal, se sentía activo sólo ante la propiedad comunita-ria. Si no podía nada contra el latifundio, podía mucho contra la «comu-nidad». En un pueblo de tradición comunista, disolver la «comunidad» no servía a crear la pequeña propiedad. No se transforma artificialmente a una sociedad. Menos aún a una sociedad campesina, profundamente adherida a su tradición y a sus instituciones jurídicas. El individualismo no ha tenido su origen en ningún país ni en la Constitución del Estado ni en el Código Civil. Su formación ha tenido siempre un proceso a la vez más complicado y más espontáneo. Destruir las comunidades no significaba convertir a los indígenas en pequeños propietarios y ni siquiera en asalariados libres, sino entregar sus tierras a los gamonales y a su clientela. El latifundista encon-traba así, más fácilmente, el modo de vincular el indígena al latifundio.

Se pretende que el resorte de la concentración de la propiedad agraria en la costa ha sido la necesidad de los propietarios de disponer pacífica-mente de suficiente cantidad de agua. La agricultura de riego, en valles

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formados por ríos de escaso caudal, ha determinado, según esta tesis, el flo-recimiento de la gran propiedad y el sofocamiento de la media y la pequeña. Pero esta es una tesis especiosa y sólo en mínima parte exacta. Porque la razón técnica o material que superestima, únicamente influye en la con-centración de la propiedad desde que se han establecido y desarrollado en la costa vastos cultivos industriales. Antes de que estos prosperaran, antes de que la agricultura de la costa adquiriera una organización capitalista, el móvil de los riegos era demasiado débil para decidir la concentración de la propiedad. Es cierto que la escasez de las aguas de regadío, por las dificultades de su distribución entre múltiples regantes, favorece a la gran propiedad. Mas no es cierto que ésta sea el origen de que la propiedad no se haya subdividido. Los orígenes del latifundio costeño se remontan al ré-gimen colonial. La despoblación de la costa, a consecuencia de la práctica colonial, he ahí, a la vez que una de las consecuencias, una de las razones del régimen de gran propiedad. El problema de los brazos, el único que ha sentido el terrateniente costeño, tiene todas sus raíces en el latifundio. Los terratenientes quisieron resolverlo con el esclavo negro en los tiempos de la colonia, con el culi chino en los de la república. Vano empeño. No se puebla ya la tierra con esclavos. Y sobre todo no se la fecunda. Debido a su política, los grandes propietarios tienen en la costa toda la tierra que se puede poseer; pero en cambio no tienen hombres bastantes para vivificarla y explotarla. Esta es la defensa de la gran propiedad. Mas es también su miseria y su tara.

La situación agraria de la sierra demuestra, por otra parte, lo artificioso de la tesis antecitada. En la sierra no existe el problema del agua. Las llu-vias abundantes permiten, al latifundista como al comunero, los mismos cultivos. Sin embargo, también en la sierra se constata el fenómeno de concentración de la propiedad agraria. Este hecho prueba el carácter esen-cialmente político-social de la cuestión.

El desarrollo de cultivos industriales, de una agricultura de exporta-ción, en las haciendas de la costa, aparece íntegramente subordinado a la colonización económica de los países de América Latina por el capitalismo occidental. Los comerciantes y prestamistas británicos se interesaron por

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la explotación de estas tierras cuando comprobaron la posibilidad de dedi-carlas con ventaja a la producción de azúcar primero y de algodón después. Las hipotecas de la propiedad agraria las colocaban, en buena parte, desde época muy lejana, bajo el control de las firmas extranjeras. Los hacenda-dos, deudores a los comerciantes, prestamistas extranjeros, servían de in-termediarios, casi de yanacones, al capitalismo anglosajón para asegurarle la explotación de campos cultivados a un costo mínimo por braceros escla-vizados y miserables, curvados sobre la tierra bajo el látigo de los «negreros» coloniales.

Pero en la costa el latifundio ha alcanzado un grado más o menos avan-zado de técnica capitalista, aunque su explotación repose aún sobre prácti-cas y principios feudales. Los coeficientes de producción de algodón y caña corresponden al sistema capitalista. Las empresas cuentan con capitales poderosos y las tierras son trabajadas con máquinas y procedimientos mo-dernos. Para el beneficio de los productos funcionan poderosas plantas in-dustriales. Mientras tanto, en la sierra las cifras de producción de las tierras de latifundio no son generalmente mayores a las de tierras de la comunidad. Y, si la justificación de un sistema de producción está en sus resultados, como lo quiere un criterio económico objetivo, este solo dato condena en la sierra de manera irremediable el régimen de propiedad agraria.

La «comunidad» bajo la RepúblicaHemos visto ya cómo el liberalismo formal de la legislación republicana

no se ha mostrado activo sino frente a la «comunidad» indígena. Puede decirse que el concepto de propiedad individual casi ha tenido una función antisocial en la República a causa de su conflicto con la subsistencia de la «comunidad». En efecto, si la disolución y expropiación de ésta hubiese sido decretada y realizada por un capitalismo en vigoroso y autónomo cre-cimiento, habría aparecido como una imposición del progreso económico. El indio entonces habría pasado de un régimen mixto de comunismo y ser-vidumbre a un régimen de salario libre. Este cambio lo habría desnaturali-zado un poco; pero lo habría puesto en grado de organizarse y emanciparse como clase, por la vía de los demás proletariados del mundo. En tanto, la

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expropiación y absorción graduales de la «comunidad» por el latifundismo, de un lado lo hundía más en la servidumbre y de otro destruía la institución económica y jurídica que salvaguardaba en parte el espíritu y la materia de su antigua civilización97.97 Si la evidencia histórica del comunismo inkaico no apareciese incontestable, la comunidad, órga-

no específico de comunismo, bastaría para despejar cualquier duda. El «despotismo» de los inkas ha herido sin embargo, los escrúpulos liberales de algunos espíritus de nuestro tiempo. Quiero reafirmar aquí la defensa que hice del comunismo inkaico objetando la tesis de su más reciente im-pugnador, Augusto Aguirre Morales, autor de la novela El Pueblo del Sol. El comunismo moderno es una cosa distinta del comunismo inkaico. Esto es lo primero que necesita aprender y entender, el hombre de estudio que explora el Tawantinsuyo. Uno y otro comunismo son un producto de diferentes experiencias humanas. Pertenecen a distintas épocas históricas. Constituyen la elabora-ción de disímiles civilizaciones. La de los inkas fue una civilización agraria. La de Marx y Sorel es una civilización industrial. En aquélla el hombre se sometía a la naturaleza. En ésta la naturaleza se somete a veces al hombre. Es absurdo, por ende, confrontar las formas y las instituciones de uno y otro comunismo. Lo único que puede confrontarse es su incorpórea semejanza esencial, dentro de la diferencia esencial y material de tiempo y de espacio. Y para esta confrontación hace falta un poco de relativismo histórico. De otra suerte se corre el riesgo cierto de caer en los clamorosos errores en que ha caído Víctor Andrés Belaúnde en una tentativa de este género. Los cronistas de la conquista y de la colonia miraron el panorama indígena con ojos medioevales. Su testimonio indudablemente no puede ser aceptado, sin beneficio de inventario.Sus juicios corresponden inflexiblemente a sus puntos de vista españoles y católicos. Pero Aguirre Morales es, a su turno, víctima del falaz punto de vista. Su posición en el estudio del Imperio Inkaico no es una posición relativista. Aguirre considera y examina el Imperio con apriorismos liberales e individualistas. Y piensa que el pueblo inkaico fue un pueblo esclavo e infeliz porque careció de libertad.La libertad individual es un aspecto del complejo fenómeno liberal. Una crítica realista puede definirla como la base jurídica de la civilización capitalista, (Sin el libre arbitrio no habría libre tráfico, ni libre concurrencia, ni libre industria). Una crítica idealista puede definirla como una adquisición del espíritu humano en la edad moderna. En ningún caso, esta libertad cabía en la vida inkaica. El hombre del Tawantinsuyo no sentía absolutamente ninguna necesidad de libertad individual. Así como no sentía absolutamente, por ejemplo, ninguna necesidad de libertad de imprenta. La libertad de imprenta puede servirnos para algo a Aguirre Morales y a mí; pero los indios podían ser felices sin conocerla y aun sin concebirla. La vida y el espíritu del indio no es-taban atormentados por el afán de especulación y de creación intelectuales. No estaban tampoco subordinados a la necesidad de comerciar, de contratar, de traficar. ¿Para qué podría servirle, por consiguiente, al indio esta libertad inventada por nuestra civilización? Si el espíritu de la libertad se reveló al quechua, fue sin duda en una fórmula o, más bien, en una emoción diferente de la fórmula liberal, jacobina e individualista de la libertad. La revelación de la libertad, como la reve-lación de Dios, varía con las edades, los pueblos y los climas. Consustanciar la idea abstracta de la libertad con las imágenes concretas de una libertad con gorro frigio -hija del protestantismo y del renacimiento y de la revolución francesa- es dejarse coger por una ilusión que depende tal vez de un mero, aunque no desinteresado, astigmatismo filosófico de la burguesía y de su democracia.La tesis de Aguirre, negando el carácter comunista de la sociedad inkaica, descansa íntegramente en un concepto erróneo. Aguirre parte de la idea de que autocracia y comunismo son dos térmi-nos inconciliables. El régimen inkaico —constata— fue despótico y teocrático; luego —afirma— no fue comunista. Mas el comunismo no supone, históricamente, libertad individual ni sufragio

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popular. La autocracia y el comunismo son incompatibles en nuestra época; pero no lo fueron en sociedades primitivas. Hoy un orden nuevo no puede renunciar a ninguno de los progresos morales de la sociedad moderna. El socialismo contemporáneo —otras épocas han tenido otros tipos de socialismo que la historia designa con diversos nombres— es la antítesis del liberalismo; pero nace de su entraña y se nutre de su experiencia. No desdeña ninguna de sus conquistas inte-lectuales. No escarnece y vilipendia sino sus limitaciones. Aprecia y comprende todo lo que en la idea liberal hay de positivo: condena y ataca sólo lo que en esta idea hay de negativo y temporal. Teocrático y despótico fue, ciertamente, el régimen inkaico. Pero este es un rasgo común de todos los regímenes de la antigüedad. Todas las monarquías de la historia se han apoyado en el senti-miento religioso de sus pueblos. El divorcio del poder temporal y del poder espiritual es un hecho nuevo. Y más que un divorcio es una separación de cuerpos. Hasta Guillermo de Hohenzollern los monarcas han invocado su derecho divino.No es posible hablar de tiranía abstractamente. Una tiranía es un hecho concreto. Y es real sólo en la medida en que oprime la voluntad de un pueblo o en que contraría y sofoca su impulso vital. Muchas veces, en la antigüedad, un régimen absolutista y teocrático ha encarnado y repre-sentado, por el contrario, esa voluntad y ese impulso. Este parece haber sido el caso del imperio inkaico. No creo en la obra taumatúrgica de los Inkas. Juzgo evidente su capacidad política, pero juzgo no menos evidente que su obra consistió en construir el Imperio con los materiales hu-manos y los elementos morales allegados por los siglos. El ayllu —la comunidad—, fue la célula del Imperio. Los Inkas hicieron la unidad, inventaron el Imperio; pero no crearon la célula. El Estado jurídico organizado por los Inkas reprodujo, sin duda, el Estado natural pre-existente. Los Inkas no violentaron nada. Está bien que se exalte su obra; no que se desprecie y disminuya la gesta milenaria y multitudinaria de la cual esa obra no es sino una expresión y una consecuencia. No se debe empequeñecer, ni mucho menos negar, lo que en esa obra pertenece a la masa. Agui-rre, literato individualista, se complace en ignorar en la historia a la muchedumbre. Su mirada de romántico busca exclusivamente al héroe.Los vestigios de la civilización inkaica declaran unánimemente, contra la requisitoria de Aguirre Morales. El autor de El Pueblo del Sol invoca el testimonio de los millares de huacos que han des-filado ante sus ojos. Y bien. Esos huacos dicen que el arte inkaico fue un arte popular. Y el mejor

Durante el período republicano, los escritores y legisladores nacionales han mostrado una tendencia más o menos uniforme a condenar la «comu-nidad» como un rezago de una sociedad primitiva o como una superviven-cia de la organización colonial. Esta actitud ha respondido en unos casos al interés del gamonalismo terrateniente y en otros al pensamiento indivi-dualista y liberal que dominaba automáticamente una cultura demasiado verbalista y estática.

Un estudio del doctor M. V. Villarán, uno de los intelectuales que con más aptitud crítica y mayor coherencia doctrinal representa este pensa-miento en nuestra primera centuria, señaló el principio de una revisión prudente de sus conclusiones respecto a la «comunidad» indígena. El doc-tor Villarán mantenía teóricamente su posición liberal, propugnando en principio la individualización de la propiedad, pero prácticamente aceptaba

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la protección de las comunidades contra el latifundismo, reconociéndoles una función a la que el Estado debía su tutela.

Mas la primera defensa orgánica y documentada de la comunidad in-dígena tenía que inspirarse en el pensamiento socialista y reposar en un estudio concreto de su naturaleza, efectuado conforme a los métodos de investigación de la sociología y la economía modernas. El libro de Hilde-brando Castro Pozo, Nuestra comunidad indígena, así lo comprueba. Castro Pozo, en este interesante estudio, se presenta exento de preconceptos li-berales. Esto le permite abordar el problema de la «comunidad» con una mente apta para valorarla y entenderla. Castro Pozo, no sólo nos descubre que la «comunidad» indígena, malgrado los ataques del formalismo liberal puesto al servicio de un régimen de feudalidad, es todavía un organismo viviente, sino que, a pesar del medio hostil dentro del cual vegeta sofocada

documento de la civilización inkaica es, acaso, su arte. La cerámica estilizada sintetista de los indios no puede haber sido producida por un pueblo grosero y bárbaro.James George Frazer —muy distante espiritual y físicamente de los cronistas de la colonia—, es-cribe: «Remontando el curso de la historia, se encontrará que no es por un puro accidente que los primeros grandes pasos hacia la civilización han sido hechos bajo gobiernos despóticos y teocráti-cos como los de la China, del Egipto, de Babilonia, de México, del Perú, países en todos los cuales el jefe supremo exigía y obtenía la obediencia servil de sus súbditos por su doble carácter de rey y de dios. Sería apenas una exageración decir que en esa época lejana el despotismo es el más grande amigo de la humanidad y por paradojal que esto parezca, de la libertad. Pues después de todo, hay más libertad, en el mejor sentido de la palabra —libertad de pensar nuestros pensamientos y de modelar nuestros destinos—, bajo el despotismo más absoluto y la tiranía más opresora que bajo la aparente libertad de la vida salvaje, en la cual la suerte del individuo, de la cuna a la tumba, es vaciada en el molde rígido de las costumbres hereditarias» (The Golden Bough, Part 1).Aguirre Morales dice que en la sociedad inkaica se desconocía el robo por una simple falta de imaginación para el mal. Pero no se destruye con una frase de ingenioso humorismo literario un hecho social que prueba, precisamente, lo que Aguirre se obstina en negar: el comunismo inkaico. El economista francés Charles Gide piensa que más exacta que la célebre fórmula de Proudhon, es la siguiente fórmula: «El robo es la propiedad». En la sociedad inkaica no existía el robo porque no existía la propiedad. O, si se quiere, porque existía una organización socialista de la propiedad.Invalidemos y anulemos, si hace falta, el testimonio de los cronistas de la colonia. Pero es el caso que la teoría de Aguirre busca amparo, justamente, en la interpretación, medioeval en su espíritu, de esos cronistas de la forma de distribución de las tierras y de los productos.Los frutos del suelo no son atesorables. No es verosímil, por consiguiente, que las dos terceras par-tes fuesen acaparadas para el consumo de los funcionarios y sacerdotes del Imperio. Mucho más verosímil es que los frutos que se supone reservados para los nobles y el Inka, estuviesen destinados a constituir los depósitos del Estado.Y que representasen, en suma, un acto de providencia social, peculiar y característico en un orden socialista.

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y deformada, manifiesta espontáneamente evidentes posibilidades de evo-lución y desarrollo.

Sostiene Castro Pozo, que «el ayllu o comunidad, ha conservado su natural idiosincrasia, su carácter de institución casi familiar en cuyo seno continuaron subsistentes, después de la conquista, sus principales factores constitutivos»98.

En esto se presenta, pues, de acuerdo con Valcárcel, cuyas proposicio-nes respecto del ayllu, parecen a algunos excesivamente dominadas por su ideal de resurgimiento indígena.

¿Qué son y cómo funcionan las «comunidades» actualmente? Castro Pozo cree que se les puede distinguir conforme a la siguiente clasificación: «Primero.-Comunidades agrícolas; Segundo.- Comunidades agrícolas ga-naderas; Tercero.- Comunidades de pastos y aguas; y Cuarto.- Comunida-des de usufructuación. Debiendo tenerse en cuenta que en un país como el nuestro, donde una misma institución adquiere diversos caracteres, según el medio en que se ha desarrollado, ningún tipo de los que en esta clasifi-cación se presume se encuentra en la realidad, tan preciso y distinto de los otros que, por sí solo, pudiera objetivarse en un modelo. Todo lo contrario, en el primer tipo de las comunidades agrícolas se encuentran caracteres correspondientes a los otros y en éstos, algunos concernientes a aquél; pero como el conjunto de factores externos ha impuesto a cada uno de estos grupos un determinado género de vida en sus costumbres, usos y sistemas de trabajo, en sus propiedades e industrias, priman los caracteres agrícolas, ganaderos, ganaderos en pastos y aguas comunales o sólo los dos últimos y los de falta absoluta o relativa de propiedad de las tierras y la usufructua-ción de éstas por el ayllu que, indudablemente, fue su único propietario»99.

Estas diferencias se han venido elaborando no por evolución o degene-ración natural de la antigua «comunidad», sino al influjo de una legislación dirigida a la individualización de la propiedad y, sobre todo, por efecto de la expropiación de las tierras comunales en favor del latifundismo. Demues-

98 Castro Pozo. Nuestra comunidad indígena.99 Ibid., pp. 16 y 17.

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tran, por ende, la vitalidad del comunismo indígena que impulsa invaria-blemente a los aborígenes a variadas formas de cooperación y asociación. El indio, a pesar de las leyes de cien años de régimen republicano, no se ha hecho individualista. Y esto no proviene de que sea refractario al progreso como pretende el simplismo de sus interesados detractores. Depende, más bien, de que el individualismo, bajo un régimen feudal, no encuentra las condiciones necesarias para afirmarse y desarrollarse. El comunismo, en cambio, ha seguido siendo para el indio su única defensa. El individualismo no puede prosperar, y ni siquiera existe efectivamente, sino dentro de un régimen de libre concurrencia. Y el indio no se ha sentido nunca menos libre que cuando se ha sentido solo.

Por esto, en las aldeas indígenas donde se agrupan familias entre las cuales se han extinguido los vínculos del patrimonio y del trabajo comunita-rios, subsisten aún, robustos y tenaces, hábitos de cooperación y solidaridad que son la expresión empírica de un espíritu comunista. La comunidad co-rresponde a este espíritu. Es su órgano. Cuando la expropiación y el reparto parecen liquidar la comunidad, el socialismo indígena encuentra siempre el medio de rehacerla, mantenerla o subrogarla. El trabajo y la propiedad en común son reemplazados por la cooperación en el trabajo individual. Como escribe Castro Pozo: «la costumbre ha quedado reducida a las min-gas o reuniones de todo el ayllu para hacer gratuitamente un trabajo en el cerco, acequia o casa de algún comunero, el cual quehacer efectúan al son de arpas y violines, consumiendo algunas arrobas de aguardientes de caña, cajetillas de cigarros y mascadas de coca». Estas costumbres han llevado a los indígenas a la práctica —incipiente y rudimentaria por supuesto— del contrato colectivo de trabajo, más bien que del contrato individual. No son los individuos aislados los que alquilan su trabajo a un propietario o contra-tista; son mancomunadamente todos los hombres útiles de la «parcialidad».

La comunidad y el latifundioLa defensa de la «comunidad» indígena no reposa en principios abs-

tractos de justicia ni en sentimentales consideraciones tradicionalistas, sino en razones concretas y prácticas de orden económico y social. La propiedad

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comunal no representa en el Perú una economía primitiva a la que haya reemplazado gradualmente una economía progresiva fundada de la propie-dad individual. No; las comunidades han sido despojadas de sus tierras en provecho del latifundio feudal o semifeudal, constitucionalmente incapaz de progreso técnico100.

En la costa, el latifundio ha evolucionado —desde el punto de vista de los cultivos—, de la rutina feudal a la técnica capitalista, mientras la comunidad indígena ha desaparecido como explotación comunista de la tierra. Pero en la sierra, el latifundio ha conservado íntegramente su carác-ter feudal, oponiendo una resistencia mucho mayor que la «comunidad» al desenvolvimiento de la economía capitalista. La «comunidad», en efecto, cuando se ha articulado, por el paso de un ferrocarril, con el sistema co-mercial y las vías de transporte centrales, ha llegado a transformarse espon-táneamente, en una cooperativa. Castro Pozo, que como jefe de la sección de asuntos indígenas del Ministerio de Fomento acopió abundantes datos sobre la vida de las comunidades, señala y destaca el sugestivo caso de la parcialidad de Muquiyauyo, de la cual dice que presenta los caracteres de las cooperativas de producción, consumo y crédito. «Dueña de una magní-fica instalación o planta eléctrica en las orillas del Mantaro, por medio de la cual proporciona luz y fuerza motriz, para pequeñas industrias a los distritos de Jauja, Concepción, Mito, Muqui, Sincos, Huaripampa y Muquiyauyo, se ha transformado la institución comunal por excelencia; en la que no se han relajado sus costumbres indígenas, y antes bien han aprovechado de ellas para llevar a cabo la obra de la empresa; han sabido disponer del dinero que poseían empleándolo en la adquisición de las grandes maquinarias y aho-rrado el valor de la mano de obra que la parcialidad ha ejecutado, lo mismo que si se tratara de la construcción de un edificio comunal: por mingas en las que hasta las mujeres y niños han sido elementos útiles en el acarreo de los materiales de construcción»101.100 Escrito este trabajo, encuentro en el libro de Haya de la Torre Por la emancipación de la América

Latina, conceptos que coinciden absolutamente con los míos sobre la cuestión agraria en general y sobre la comunidad indígena en particular. Partimos de los mismos puntos de vista, de manera que es forzoso que nuestras conclusiones sean también las mismas.

101 Castro Pozo, ob. citada, pp. 66 y 67.

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La comparación de la «comunidad» y el latifundio como empresa de producción agrícola, es desfavorable para el latifundio. Dentro del régimen capitalista, la gran propiedad sustituye y desaloja a la pequeña propiedad agrícola por su aptitud para intensificar la producción mediante el empleo de una técnica avanzada de cultivo. La industrialización de la agricultura, trae aparejada la concentración de la propiedad agraria. La gran propiedad aparece entonces justificada por el interés de la producción, identificado, teóricamente por lo menos, con el interés de la sociedad. Pero el latifundio no tiene el mismo efecto, ni responde, por consiguiente, a una necesidad económica. Salvo los casos de las haciendas de caña —que se dedican a la producción de aguardiente con destino a la intoxicación y embrutecimien-to del campesino indígena—, los cultivos de los latifundios serranos son ge-neralmente los mismos de las comunidades. Y las cifras de la producción no difieren. La falta de estadística agrícola no permite establecer con exactitud las diferencias parciales; pero todos los datos disponibles autorizan a soste-ner que los rendimientos de los cultivos de las comunidades, no son, en su promedio, inferiores a los cultivos de los latifundios. La única estadística de producción de la sierra, la del trigo, sufraga esta conclusión. Castro Pozo, resumiendo los datos de esta estadística en 1917-18, escribe lo siguiente: «La cosecha resultó, término medio, en 450 y 580 kilos por cada hectárea para la propiedad comunal e individual, respectivamente. Si se tiene en cuenta que las mejores tierras de producción han pasado a poder de los terratenientes, pues la lucha por aquéllas en los departamentos del Sur ha llegado hasta el extremo de eliminar al poseedor indígena por la violencia o masacrándolo, y que la ignorancia del comunero lo lleva de preferencia a ocultar los datos exactos relativos al monto de la cosecha, disminuyéndola por temor de nuevos impuestos o exacciones de parte de las autoridades políticas subalternas o recaudadores de éstos; se colegirá fácilmente que la diferencia en la producción por hectárea a favor del bien de la propiedad individual no es exacta y que razonablemente, se la debe dar por no exis-tente, por cuanto los medios de producción y de cultivo, en una y otras propiedades, son idénticos»102.102 Ibíd., p. 434.

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En la Rusia feudal del siglo pasado, el latifundio tenía rendimientos mayores que los de la pequeña propiedad. Las cifras en hectolitros y por hectárea eran las siguientes: para el centeno: 11.5 contra 9.4; para el trigo: 11 contra 9.1; para la avena: 15.4 contra 12.7; para la cebada: 11.5 contra 10.5; para las patatas: 92.3 contra 72103.

El latifundio de la sierra peruana resulta, pues, por debajo del execrado latifundio de la Rusia zarista como factor de producción.

La «comunidad», en cambio, de una parte acusa capacidad efectiva de desarrollo y transformación y de otra parte se presenta como un sistema de producción que mantiene vivos en el indio los estímulos morales necesarios para su máximo rendimiento como trabajador. Castro Pozo hace una obser-vación muy justa cuando escribe que «la comunidad indígena conserva dos grandes principios económico sociales que hasta el presente ni la ciencia sociológica ni el empirismo de los grandes industrialistas han podido re-solver satisfactoriamente: el contrato múltiple del trabajo y la realización de éste con menor desgaste fisiológico y en un ambiente de agradabilidad, emulación y compañerismo»104.

Disolviendo o relajando la «comunidad», el régimen del latifundio feu-dal, no sólo ha atacado una institución económica sino también, y sobre todo, una institución social que defiende la tradición indígena, que conser-va la función de la familia campesina y que traduce ese sentimiento jurídico popular al que tan alto valor asignan Proudhon y Sorel105. 103 Schkaff, ob. citada, p. 188.104 Castro Pozo, ob. citada, p. 47. El autor tiene observaciones muy interesantes sobre los elementos

espirituales de la economía comunitaria. «La energía, perseverancia e interés -apunta- con que un comunero siega, gavilla el trigo o la cebada, quipicha (Quipichar: cargar a la espalda. Costumbre indígena extendida en toda la sierra. Los cargadores, fleteros y estibadores de la costa, cargan sobre el hombro) y desfila, a paso ligero, hacia la era alegre, corriéndole una broma al compañero o sufriendo la del que va detrás halándole el extremo de la manta, constituyen una tan honda y decisiva diferencia, comparados con la desidia, frialdad, laxitud del ánimo y, al parecer, cansancio, con que prestan sus servicios los yanaconas, en idénticos trabajos u otros de la misma naturaleza; que a primera vista salta el abismo que diversifica el valor de ambos estados psicofísicos, y la prime-ra interrogación que se insinúa al espíritu, es la de ¿qué influencia ejerce en el proceso del trabajo su objetivación y finalidad concreta e inmediata?»

105 Sorel, que tanta atención ha dedicado a los conceptos de Proudhon y Le Play sobre el rol de la familia en la estructura y el espíritu de la sociedad, ha considerado con buida y sagaz penetración

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El régimen de trabajo. Servidumbre y salariadoEl régimen de trabajo está determinado principalmente, en la agricul-

tura, por el régimen de propiedad. No es posible, por tanto, sorprenderse de que en la misma medida en que sobrevive en el Perú el latifundio feudal, sobreviva también, bajo diversas formas y con distintos nombres, la servi-dumbre. La diferencia entre la agricultura de la costa y la agricultura de la sierra, aparece menor en lo que concierne al trabajo que en lo que respecta a la técnica. La agricultura de la costa ha evolucionado con más o menos prontitud hacia una técnica capitalista en el cultivo del suelo y la trans-formación y comercio de los productos. Pero, en cambio, se ha mantenido demasiado estacionaria en su criterio y conducta respecto al trabajo. Acer-ca del trabajador, el latifundio colonial no ha renunciado a sus hábitos feu-dales sino cuando las circunstancias se lo han exigido de modo perentorio.

Este fenómeno se explica, no sólo por el hecho de haber conservado la propiedad de la tierra los antiguos señores feudales, que han adoptado, como intermediarios del capital extranjero, la práctica, mas no el espíritu del capitalismo moderno. Se explica además por la mentalidad colonial de esta casta de propietarios, acostumbrados a considerar el trabajo con el criterio de esclavistas y «negreros». En Europa, el señor feudal encarnaba, hasta cierto punto, la primitiva tradición patriarcal, de suerte que respecto de sus siervos se sentía naturalmente superior, pero no étnica ni nacional-mente diverso. Al propio terrateniente aristócrata de Europa le ha sido dable aceptar un nuevo concepto y una nueva práctica en sus relaciones con el trabajador de la tierra. En la América colonial, mientras tanto, se ha opuesto a esta evolución, la orgullosa y arraigada convicción del blanco, de la inferioridad de los hombres de color.

«la parte espiritual del medio económico». Si algo ha echado de menos en Marx, ha sido un insu-ficiente espíritu jurídico, aunque haya convenido en que este aspecto de la producción no esca-paba al dialéctico de Tréveris. «Se sabe —escribe en su Introduction a l’economie moderne— que la observación de las costumbres de las familias de la plana sajona impresionó mucho a Le Play en el comienzo de sus viajes y ejerció una influencia decisiva sobre su pensamiento. Me he preguntado si Marx no había pensado en estas antiguas costumbres cuando ha acusado al capitalismo de hacer del proletario un hombre sin familia». Con relación a las observaciones de Castro Pozo, quiero recordar otro concepto de Sorel: «El trabajo depende, en muy vasta medida, de los sentimientos que experimentan los obreros ante su tarea».

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En la costa peruana el trabajador de la tierra, cuando no ha sido el indio, ha sido el negro esclavo, el culi chino, mirados, si cabe, con mayor desprecio. En el latifundista costeño, han actuado a la vez los sentimientos del aristócrata medioeval y del colonizador blanco, saturados de prejuicios de raza.

El yanaconazgo y el «enganche» no son la única expresión de la sub-sistencia de métodos más o menos feudales en la agricultura costeña. El ambiente de la hacienda se mantiene íntegramente señorial. Las leyes del Estado no son válidas en el latifundio, mientras no obtienen el consenso tácito o formal de los grandes propietarios. La autoridad de los funcionarios políticos o administrativos, se encuentra de hecho sometida a la autori-dad del terrateniente en el territorio de su dominio. Este considera prác-ticamente a su latifundio fuera de la potestad del Estado, sin preocuparse mínimamente de los derechos civiles de la población que vive dentro de los confines de su propiedad. Cobra arbitrios, otorga monopolios, establece sanciones contrarias siempre a la libertad de los braceros y de sus familias. Los transportes, los negocios y hasta las costumbres están sujetos al control del propietario dentro de la hacienda. Y con frecuencia las rancherías que alojan a la población obrera, no difieren grandemente de los galpones que albergaban a la población esclava.

Los grandes propietarios costeños no tienen legalmente este orden de derechos feudales o semifeudales; pero su condición de clase dominante y el acaparamiento ilimitado de la propiedad de la tierra en un territorio sin industrias y sin transportes les permite prácticamente un poder casi incontrolable. Mediante el «enganche» y el yanaconazgo, los grandes propietarios resisten al establecimiento del régimen del salario libre, funcionalmente necesario en una economía liberal y capitalista. El «enganche», que priva al bracero del derecho de disponer de su persona y su trabajo, mientras no satisfaga las obligaciones contraídas con el propietario, desciende inequívocamente del tráfico semiesclavista de culis; el «yanaconazgo» es una variedad del sistema de servidumbre a través del cual se ha prolongado la feudalidad hasta nuestra edad capitalista en los pueblos

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política y económicamente retardados. El sistema peruano del yanaconazgo se identifica, por ejemplo, con el sistema ruso del polovnischestvo dentro del cual los frutos de la tierra, en unos casos, se dividían en partes iguales entre el propietario y el campesino y en otros casos este último no recibía sino una tercera parte106.

La escasa población de la costa representa para las empresas agrícolas una constante amenaza de carencia o insuficiencia de brazos. El yanaconaz-go vincula a la tierra a la poca población regnícola, que sin esta mínima ga-rantía de usufructo de tierra, tendería a disminuir y emigrar. El «enganche» asegura a la agricultura de la costa el concurso de los braceros de la sierra que, si bien encuentran en las haciendas costeñas un suelo y un medio ex-traños, obtienen al menos un trabajo mejor remunerado.

Esto indica que, a pesar de todo y aunque no sea sino aparente o par-cialmente107, la situación del bracero en los fundos de la costa es mejor que en los feudos de la sierra, donde el feudalismo mantiene intacta su omnipo-tencia. Los terratenientes costeños se ven obligados a admitir, aunque sea restringido y atenuado, el régimen del salario y del trabajo libres. El carác-ter capitalista de sus empresas los constriñe a la concurrencia. El bracero conserva, aunque sólo sea relativamente, su libertad de emigrar así como de rehusar su fuerza de trabajo al patrón que lo oprime demasiado. La ve-cindad de puertos y ciudades; la conexión con las vías modernas de tráfico y comercio, ofrecen, de otro lado, al bracero, la posibilidad de escapar a su destino rural y de ensayar otro medio de ganar su subsistencia.

Si la agricultura de la costa hubiera tenido otro carácter, más progresis-ta, más capitalista, habría tendido a resolver de manera lógica, el problema de los brazos sobre el cual tanto se ha declamado. Propietarios más avisados, se habrían dado cuenta de que, tal como funciona hasta ahora, el latifundio

106 Schkaff, ob. citada, p. 135.107 No hay que olvidar, por lo que toca a los braceros serranos, el efecto extenuante de la costa cálida

e insalubre en el organismo del indio de la sierra, presa segura del paludismo, que lo amenaza y predispone a la tuberculosis. Tampoco hay que olvidar el profundo apego del indio a sus lares y a su naturaleza. En la costa se siente un exiliado, un mitimae.

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es un agente de despoblación y de que, por consiguiente, el problema de los brazos constituye una de sus más claras y lógicas consecuencias108.

En la misma medida en que progresa en la agricultura de la costa la técnica capitalista, el salariado reemplaza al yanaconazgo. El cultivo cien-tífico —empleo de máquinas, abonos, etc. — no se aviene con un régimen de trabajo peculiar de una agricultura rutinaria y primitiva. Pero el factor demográfico —el «problema de los brazos»—, opone una resistencia seria a este proceso de desarrollo capitalista. El yanaconazgo y sus variedades sirven para mantener en los valles una base demográfica que garantice a las negociaciones el mínimo de brazos necesarios para las labores permanentes. El jornalero inmigrante no ofrece las mismas seguridades de continuidad en el trabajo que el colono nativo o el yanacón regnícola. Este último repre-senta, además, el arraigo de una familia campesina, cuyos hijos mayores se encontrarán más o menos forzados a alquilar sus brazos al hacendado.

La constatación de este hecho, conduce ahora a los propios grandes propietarios a considerar la conveniencia de establecer muy gradual y pru-dentemente, sin sombra de ataque a sus intereses, colonias o núcleos de pequeños propietarios. Una parte de las tierras irrigadas en el Imperial han sido reservadas así a la pequeña propiedad. Hay el propósito de aplicar el mismo principio en las otras zonas donde se realizan trabajos de irrigación. Un rico propietario inteligente y experimentado que conversaba conmigo últimamente, me decía que la existencia de la pequeña propiedad, al lado de la gran propiedad, era indispensable a la formación de una población rural, sin la cual la explotación de la tierra, estaría siempre a merced de las posibilidades de la inmigración o del «enganche». El programa de la Compañía de Subdivisión Agraria, es otra de las expresiones de una política agraria tendiente al establecimiento paulatino de la pequeña propiedad109.

108 Una de las constataciones más importantes a que este tópico conduce es la de la íntima solidaridad de nuestro problema agrario con nuestro problema demográfico. La concentración de las tierras en manos de los gamonales constituye un freno, un cáncer de la demografía nacional. Sólo cuando se haya roto esa traba del progreso peruano, se habrá adoptado realmente el principio sudamericano: «Gobernar es poblar».

109 El proyecto concebido por el Gobierno con el objeto de crear la pequeña propiedad agraria se inspira en el criterio económico liberal y capitalista. En la costa su aplicación, subordinada a la

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Pero, como esta política evita sistemáticamente la expropiación, o, más precisamente, la expropiación en vasta escala por el Estado, por razón de utilidad pública o justicia distributiva, y sus restringidas posibilidades de desenvolvimiento, están por el momento circunscritas a pocos valles, no resulta probable que la pequeña propiedad reemplace oportuna y amplia-mente al yanaconazgo en su función demográfica. En los valles a los cuales el «enganche» de braceros de la sierra no sea capaz de abastecer de brazos, en condiciones ventajosas para los hacendados, el yanaconazgo subsistirá, pues, por algún tiempo, en sus diversas variedades, junto con el salariado.

Las formas de yanaconazgo, aparcería o arrendamiento, varían en la costa y en la sierra según las regiones, los usos o los cultivos. Tienen también diversos nombres. Pero en su misma variedad se identifican en general con los métodos precapitalistas de explotación de la tierra observados en otros países de agricultura semifeudal. Verbigracia, en la Rusia zarista. El sistema del otrabotki ruso presentaba todas las variedades del arrendamiento por trabajo, dinero o frutos existentes en el Perú. Para comprobarlo no hay sino que leer lo que acerca de ese sistema escribe Schkaff en su documentado libro sobre la cuestión agraria en Rusia: «Entre el antiguo trabajo servil en que la violencia o la coacción juegan un rol tan grande y el trabajo libre en que la única coacción que subsiste es una coacción puramente económica, aparece todo un sistema transitorio de formas extremadamente variadas que unen los rasgos de la barchtchina y del salariado. Es el otrabototschnaia sistema. El salario es pagado sea en dinero en caso de locación de servicios, sea en productos, sea en tierra; en este último caso (otrabotki en el sentido estricto de la palabra) el propietario presta su tierra al campesino a guisa de salario por el trabajo efectuado por éste en los campos señoriales». «El pago

expropiación de fundos y a la irrigación de tierras eriazas, puede corresponder aún a posibilidades más o menos amplias de colonización. En la sierra sus efectos serían mucho más restringidos y du-dosos. Como todas las tentativas de dotación de tierras que registra nuestra historia republicana, se caracteriza por su prescindencia del valor social de la «comunidad» y por su timidez ante el latifundista cuyos intereses salvaguarda con expresivo celo. Estableciendo el pago de la parcela al contado o en 20 anualidades, resulta inaplicable en las regiones de sierra donde no existe todavía una economía comercial monetaria. El pago, en estos casos, debería ser estipulado no en dinero sino en productos. El sistema del Estado de adquirir fundos para repartirlos entre los indios ma-nifiesta un extremado miramiento por los latifundistas, a los cuales ofrece la ocasión de vender fundos poco productivos o mal explotados, en condiciones ventajosas.

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del trabajo, en el sistema de otrabotki, es siempre inferior al salario de libre alquiler capitalista. La retribución en productos hace a los propietarios más independientes de las variaciones de precios observadas en los mercados del trigo y del trabajo. Encuentran en los campesinos de su vecindad una mano de obra más barata y gozan así de un verdadero monopolio local». «El arrendamiento pagado por el campesino reviste formas diversas: a veces, además de su trabajo, el campesino debe dar dinero y productos. Por una deciatina que recibirá, se comprometerá a trabajar una y media deciatina de tierra señorial, a dar diez huevos y una gallina. Entregará también el estiércol de su ganado, pues todo, hasta el estiércol, se vuelve objeto de pago. Frecuentemente aún el campesino se obliga ‘a hacer todo lo que exi-girá el propietario’, a transportar las cosechas, a cortar la leña, a cargar los fardos»110.

En la agricultura de la sierra se encuentran particular y exactamente estos rasgos de propiedad y trabajo feudales. El régimen del salario libre no se ha desarrollado ahí. El hacendado no se preocupa de la productividad de las tierras. Sólo se preocupa de su rentabilidad. Los factores de la produc-ción se reducen para él casi únicamente a dos: la tierra y el indio. La propie-dad de la tierra le permite explotar ilimitadamente la fuerza de trabajo del indio. La usura practicada sobre esta fuerza de trabajo “que se traduce en la miseria del indio”, se suma a la renta de la tierra, calculada al tipo usual de arrendamiento. El hacendado se reserva las mejores tierras y reparte las menos productivas entre sus braceros indios, quienes se obligan a trabajar de preferencia y gratuitamente las primeras y a contentarse para su sustento con los frutos de las segundas. El arrendamiento del suelo es pagado por el indio en trabajo o frutos, muy rara vez en dinero (por ser la fuerza del indio lo que mayor valor tiene para el propietario), más comúnmente en formas combinadas o mixtas. Un estudio del doctor Ponce de León, de la Univer-sidad del Cusco, que entre otros informes tengo a la vista, y que revista con documentación de primera mano todas las variedades de arrendamiento

110 Schkaff, ob. citada, pp. 133, 134 y 135.

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y yanaconazgo en ese vasto departamento, presenta un cuadro bastante objetivo —a pesar de las conclusiones del autor, respetuosas a los privile-gios de los propietarios— de la explotación feudal. He aquí algunas de sus constataciones: «En la provincia de Paucartambo el propietario concede el uso de sus terrenos a un grupo de indígenas con la condición de que hagan todo el trabajo que requiere el cultivo de los terrenos de la hacienda, que se ha reservado el dueño o patrón. Generalmente trabajan tres días alter-nativos por semana durante todo el año. Tienen además los arrendatarios o ‘yanaconas’ como se les llama en esta provincia, la obligación de acarrear en sus propias bestias la cosecha del hacendado a esta ciudad sin remune-ración; y la de servir de pongos en la misma hacienda o más comúnmente en el Cusco, donde preferentemente residen los propietarios». «Cosa igual ocurre en Chumbivilcas. Los arrendatarios cultivan la extensión que pue-den, debiendo en cambio trabajar para el patrón cuantas veces lo exija. Esta forma de arrendamiento puede simplificarse así: el propietario propone al arrendatario: utiliza la extensión de terreno que ‘puedas’, con la condición de trabajar en mi provecho siempre que yo lo necesite». «En la provincia de Anta el propietario cede el uso de sus terrenos en las siguientes condicio-nes: el arrendatario pone de su parte el capital (semilla, abonos) y el trabajo necesario para que el cultivo se realice hasta sus últimos momentos (cose-cha). Una vez concluido, el arrendatario y el propietario se dividen por par-tes iguales todos los productos. Es decir que cada uno de ellos recoge el 50 por ciento de la producción sin que el propietario haya hecho otra cosa que ceder el uso de sus terrenos sin abonarlos siquiera. Pero no es esto todo. El aparcero está obligado a concurrir personalmente a los trabajos del propie-tario si bien con la remuneración acostumbrada de 25 centavos diarios»111.

La confrontación entre estos datos y los de Schkaff, basta para persua-dir de que ninguna de las sombrías faces de la propiedad y el trabajo preca-pitalistas falta en la sierra feudal.

111 Francisco Ponce de León. Sistemas de arrendamiento de terrenos de cultivo en el departamento del Cusco y el problema de la tierra.

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«Colonialismo» de nuestra agricultura costeñaEl grado de desarrollo alcanzado por la industrialización de la agricultu-

ra, bajo un régimen y una técnica capitalistas, en los valles de la costa, tiene su principal factor en el interesamiento del capital británico y norteame-ricano en la producción peruana de azúcar y algodón. De la extensión de estos cultivos no es un agente primario la aptitud industrial ni la capacidad capitalista de los terratenientes. Estos dedican sus tierras a la producción de algodón y caña financiados o habilitados por fuertes firmas exportadoras.

Las mejores tierras de los valles de la costa están sembradas de algodón y caña, no precisamente porque sean apropiadas sólo a estos cultivos, sino porque únicamente ellos importan, en la actualidad, a los comerciantes ingleses y yanquis. El crédito agrícola “subordinado absolutamente a los intereses de estas firmas, mientras no se establezca el Banco Agrícola Na-cional”, no impulsa ningún otro cultivo. Los de frutos alimenticios, des-tinados al mercado interno, están generalmente en manos de pequeños propietarios y arrendatarios. Sólo en los valles de Lima, por la vecindad de mercados urbanos de importancia, existen fundos extensos dedicados por sus propietarios a la producción de frutos alimenticios. En las haciendas algodoneras o azucareras, no se cultiva estos frutos, en muchos casos, ni en la medida necesaria para el abastecimiento de la propia población rural.

El mismo pequeño propietario, o pequeño arrendatario, se encuentra empujado al cultivo del algodón por esta corriente que tan poco tiene en cuenta las necesidades particulares de la economía nacional. El desplaza-miento de los tradicionales cultivos alimenticios por el del algodón en las campiñas de la costa donde subsiste la pequeña propiedad, ha constituido una de las causas más visibles del encarecimiento de las subsistencias en las poblaciones de la costa.

Casi únicamente para el cultivo del algodón, el agricultor encuentra facilidades comerciales. Las habilitaciones están reservadas, de arriba a abajo, casi exclusivamente al algodonero. La producción de algodón no está regida por ningún criterio de economía nacional. Se produce para el mercado mundial, sin un control que prevea en el interés de esta economía,

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las posibles bajas de los precios derivados de períodos de crisis industrial o de superproducción algodonera.

Un ganadero me observaba últimamente que, mientras sobre una cose-cha de algodón el crédito que se puede conseguir no está limitado sino por las fluctuaciones de los precios, sobre un rebaño o un criadero, el crédito es completamente convencional o inseguro. Los ganaderos de la costa no pueden contar con préstamos bancarios considerables para el desarrollo de sus negocios. En la misma condición, están todos los agricultores que no pueden ofrecer como garantía de sus empréstitos, cosechas de algodón o caña de azúcar.

Si las necesidades del consumo nacional estuviesen satisfechas por la producción agrícola del país, este fenómeno no tendría ciertamente tanto de artificial. Pero no es así. El suelo del país no produce aún todo lo que la población necesita para su subsistencia. El capítulo más alto de nuestras importaciones es el de «víveres y especias»: Lp. 3’620,235, en el año 1924. Esta cifra, dentro de una importación total de dieciocho millones de libras, denuncia uno de los problemas de nuestra economía. No es posible la su-presión de todas nuestras importaciones de víveres y especias, pero sí de sus más fuertes renglones. El más grueso de todos es la importación de trigo y harina, que en 1924 ascendió a más de doce millones de soles.

Un interés urgente y claro de la economía peruana exige, desde hace mucho tiempo, que el país produzca el trigo necesario para el pan de su población. Si este objetivo hubiese sido alcanzado, el Perú no tendría ya que seguir pagando al extranjero doce o más millones de soles al año por el trigo que consumen las ciudades de la costa.

¿Por qué no se ha resuelto este problema de nuestra economía? No es sólo porque el Estado no se ha preocupado aún de hacer una política de subsistencias. Tampoco es, repito, porque el cultivo de la caña y el de al-godón son los más adecuados al suelo y al clima de la costa. Uno solo de los valles, uno solo de los llanos interandinos —que algunos kilómetros de ferrocarriles y caminos abrirían al tráfico— puede abastecer superabundan-temente de trigo, cebada, etc., a toda la población del Perú. En la misma

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costa, los españoles cultivaron trigo en los primeros tiempos de la colonia, hasta el cataclismo que mudó las condiciones climáticas del litoral. No se estudió posteriormente, en forma científica y orgánica, la posibilidad de establecer ese cultivo. Y el experimento practicado en el Norte, en tierras del «Salamanca», demuestra que existen variedades de trigo resistentes a las plagas que atacan en la costa este cereal y que la pereza criolla, hasta este experimento, parecía haber renunciado a vencer112.

El obstáculo, la resistencia a una solución, se encuentra en la estructura misma de la economía peruana. La economía del Perú es una economía colonial. Su movimiento, su desarrollo, están subordinados a los intereses y a las necesidades de los mercados de Londres y de Nueva York. Estos mercados miran en el Perú un depósito de materias primas y una plaza para sus manufacturas. La agricultura peruana obtiene, por eso, créditos y transportes sólo para los productos que puede ofrecer con ventaja en los grandes mercados. La finanza extranjera se interesa un día por el caucho, otro día por el algodón, otro día por el azúcar. El día en que Londres puede recibir un producto a mejor precio y en cantidad suficiente de la India o del Egipto, abandona instantáneamente a su propia suerte a sus proveedores del Perú. Nuestros latifundistas, nuestros terratenientes, cualesquiera que sean las ilusiones que se hagan de su independencia, no actúan en realidad sino como intermediarios o agentes del capitalismo extranjero.

Proposiciones finalesA las proposiciones fundamentales, expuestas ya en este estudio, sobre

los aspectos presentes de la cuestión agraria en el Perú, debo agregar las siguientes:

1º- El carácter de la propiedad agraria en el Perú se presenta como una de las mayores trabas del propio desarrollo del capitalismo nacional. Es muy elevado el porcentaje de las tierras, explotadas por arrendatarios grandes o

112 Los experimentos recientemente practicados, en distintos puntos de la costa por la Comisión Impulsora del Cultivo del Trigo, han tenido, según se anuncia, éxito satisfactorio. Se ha obtenido apreciables rendimientos de la variedad «Kappli Emmer», inmune a la «roya» aun en las «lomas».

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medios, que pertenecen a terratenientes que jamás han manejado sus fun-dos. Estos terratenientes, por completo extraños y ausentes de la agricultu-ra y de sus problemas, viven de su renta territorial sin dar ningún aporte de trabajo ni de inteligencia a la actividad económica del país. Corresponden a la categoría del aristócrata o del rentista, consumidor improductivo. Por sus hereditarios derechos de propiedad perciben un arrendamiento que se puede considerar como un canon feudal. El agricultor arrendatario corres-ponde, en cambio, con más o menos propiedad, al tipo de jefe de empresa capitalista. Dentro de un verdadero sistema capitalista, la plusvalía obteni-da por su empresa, debería beneficiar a este industrial y al capital que finan-ciase sus trabajos. El dominio de la tierra por una clase de rentistas, impone a la producción la pesada carga de sostener una renta que no está sujeta a los eventuales descensos de los productos agrícolas. El arrendamiento no encuentra, generalmente, en este sistema, todos los estímulos indispensa-bles para efectuar los trabajos de perfecta valorización de las tierras y de sus cultivos e instalaciones. El temor a un aumento de la locación, al venci-miento de su escritura, lo induce a una gran parsimonia en las inversiones. La ambición del agricultor arrendatario es, por supuesto, convertirse en propietario; pero su propio empeño contribuye al encarecimiento de la pro-piedad agraria en provecho de los latifundistas. Las condiciones incipientes del crédito agrícola en el Perú impiden una más intensa expropiación capi-talista de la tierra para esta clase de industriales. La explotación capitalista e industrialista de la tierra, que requiere para su libre y pleno desenvolvi-miento la eliminación de todo canon feudal, avanza por esto en nuestro país con suma lentitud. Hay aquí un problema, evidente no sólo para un criterio socialista sino, también, para un criterio capitalista. Formulando un principio que integra el programa agrario de la burguesía liberal francesa, Edouard Herriot afirma que «la tierra exige la presencia real»113. No está demás remarcar que a este respecto el Occidente no aventaja por cierto al Oriente, puesto que la ley mahometana establece, como lo observa Charles Gide, que «la tierra pertenece al que la fecunda y vivifica».

113 Herriot. Créer.

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2º- El latifundismo subsistente en el Perú se acusa, de otro lado, como la más grave barrera para la inmigración blanca. La inmigración que podemos esperar es, por obvias razones, de campesinos provenientes de Italia, de Europa Central y de los Balcanes. La población urbana occidental emigra en mucha menor escala y los obreros industriales saben, además, que tienen muy poco que hacer en la América Latina. Y bien. El campesino europeo no viene a América para trabajar como bracero, sino en los casos en que el alto salario le consiente ahorrar largamente. Y éste no es el caso del Perú. Ni el más miserable labrador de Polonia o de Rumania aceptaría el tenor de vida de nuestros jornaleros de las haciendas de caña o algodón. Su as-piración es devenir pequeño propietario. Para que nuestros campos estén en grado de atraer esta inmigración es indispensable que puedan brindarle tierras dotadas de viviendas, animales y herramientas y comunicadas con ferrocarriles y mercados. Un funcionario o propagandista del fascismo, que visitó el Perú hace aproximadamente tres años, declaró en los diarios loca-les que nuestro régimen de gran propiedad era incompatible con un pro-grama de colonización e inmigración capaz de atraer al campesino italiano. 3º- El enfeudamiento de la agricultura de la costa a los intereses de los capitales y los mercados británicos y americanos, se opone no sólo a que se organice y desarrolle de acuerdo con las necesidades específicas de la eco-nomía nacional —esto es asegurando primeramente el abastecimiento de la población— sino también a que ensaye y adopte nuevos cultivos. La mayor empresa acometida en este orden en los últimos años —la de las planta-ciones de tabaco de Tumbes— ha sido posible sólo por la intervención del Estado. Este hecho abona mejor que ningún otro la tesis de que la política liberal del laisser-faire, que tan pobres frutos ha dado en el Perú, debe ser definitivamente reemplazada por una política social de nacionalización de las grandes fuentes de riqueza. 4º- La propiedad agraria de la costa, no obstante los tiempos prósperos de que ha gozado, se muestra hasta ahora incapaz de atender los problemas de la salubridad rural, en la medida que el Estado exige y que es, desde luego,

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asaz modesta. Los requerimientos de la Dirección de Salubridad Pública a los hacendados no consiguen aún el cumplimiento de las disposiciones vigentes contra el paludismo. No se ha obtenido siquiera un mejoramiento general de las rancherías. Está probado que la población rural de la costa arroja los más altos índices de mortalidad y morbilidad del país. (Exceptúa-se naturalmente los de las regiones excesivamente mórbidas de la selva). La estadística demográfica del distrito rural de Pativilca acusaba hace tres años una mortalidad superior a la natalidad. Las obras de irrigación, como lo observa el ingeniero Sutton a propósito de la de Olmos, comportan posible-mente la más radical solución del problema de las paludes o pantanos. Pero, sin las obras de aprovechamiento de las aguas sobrantes del río Chancay realizadas en Huacho por el señor Antonio Graña, a quien se debe también un interesante plan de colonización, y sin las obras de aprovechamiento de las aguas del subsuelo practicadas en Chiclín y alguna otra negociación del Norte, la acción del capital privado en la irrigación de la costa peruana resultaría verdaderamente insignificante en los últimos años. 5º- En la sierra, el feudalismo agrario sobreviviente se muestra del todo inepto como creador de riqueza y de progreso. Excepción hecha de las negociaciones ganaderas que exportan lana y alguna otra, en los valles y planicies serranos el latifundio tiene una producción miserable. Los ren-dimientos del suelo son ínfimos; los métodos de trabajo, primitivos. Un órgano de la prensa local decía una vez que en la sierra peruana el gamo-nal aparece relativamente tan pobre como el indio. Este argumento —que resulta completamente nulo dentro de un criterio de relatividad— lejos de justificar al gamonal, lo condena inapelablemente. Porque para la eco-nomía moderna —entendida como ciencia objetiva y concreta— la única justificación del capitalismo y de sus capitanes de industria y de finanza está en su función de creadores de riqueza. En el plano económico, el señor feudal o gamonal es el primer responsable del poco valor de sus dominios. Ya hemos visto cómo este latifundista no se preocupa de la productividad sino de la rentabilidad de la tierra. Ya hemos visto también cómo, a pesar de ser sus tierras las mejores, sus cifras de producción no son mayores que las

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obtenidas por el indio, con su primitivo equipo de labranza, en sus magras tierras comunales. El gamonal, como factor económico, está, pues, comple-tamente descalificado.

6º- Como explicación de este fenómeno se dice que la situación econó-mica de la agricultura de la sierra depende absolutamente de las vías de comunicación y transporte. Quienes así razonan no entienden sin duda la diferencia orgánica, fundamental, que existe entre una economía feudal o semifeudal y una economía capitalista. No comprenden que el tipo patriar-cal primitivo de terrateniente feudal es sustancialmente distinto del tipo del moderno jefe de empresa. De otro lado el gamonalismo y el latifundis-mo aparecen también como un obstáculo hasta para la ejecución del propio programa vial que el Estado sigue actualmente. Los abusos e intereses de los gamonales se oponen totalmente a una recta aplicación de la ley de cons-cripción vial. El indio la mira instintivamente como un arma del gamona-lismo. Dentro del régimen inkaico, el servicio vial debidamente establecido sería un servicio público obligatorio, del todo compatible con los principios del socialismo moderno; dentro del régimen colonial de latifundio y servi-dumbre, el mismo servicio adquiere el carácter odioso de una «mita».

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Luis Eduardo Valcárcel(Ilo 8-II-1891-Lima 26-XII-1987)

La obra intelectual del antropólogo e historiador Luis Eduardo Val-cárcel se identifica hondamente con Cusco, la antigua capital de los incas. Sin embargo, él nació en Ilo, en la costa moqueguana. Trasla-dado al Cusco, siguió allí la educación secundaria y la superior. Fue un inquieto líder universitario y al concluir su doctorado e incorpo-rarse a la cátedra (1916) destacó como el más importante exponente intelectual del indigenismo.Dirigió el diario El Comercio del Cusco (1916-1923) y fue un colum-nista destacado en los diarios El Sol y El Sur. También fue notable su participación en la revista Amauta dirigida por José Carlos Mariáte-gui (1926-1930).Con motivo del centenario de la independencia formó parte de una «misión peruana de arte incaico» que viajó a Bolivia y Argentina ofreciendo conferencias y exposiciones artísticas. Desde 1930 residió en Lima ejerciendo la cátedra universitaria y dirigiendo instituciones culturales. Fue director del Museo Bolivariano (1930) y director del Museo de Arqueología Peruana (1931). Fundó el Museo de la Cultu-ra Peruana (1945) y fue ministro de Educación Pública (1945-1947).Formó parte de la Academia Nacional de Historia desde 1963. Fue presidente fundador de la Asociación Nacional de Escritores en 1940. Organizó y presidió el Comité Interamericano de Folklore (1948) y fundó su órgano de prensa continental, Folclor Americano (1953). El pensamiento de Luis E. Valcárcel se caracteriza por describir y valorar las características culturales de los antiguos hombres del Tawantinsuyu y definir cómo subsisten en el hombre andino actual. Su noción del Inkario, largamente sustentada en diversos libros, entre ellos Historia del Perú antiguo (3 tomos en 1964; 6 tomos en 1971) es fundamental para todos los estudiosos que ven en dicha

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civilización una organización más eficiente y éticamente superior a la cultura europea conquistadora.Entre sus principales obras están:-De la vida inkaica (1925); -Tempestad en los Andes (1927 y 1978); -Cusco, capital arqueológica de Sudamérica (1934); -Mirador indio (2 vols. 1937-1941; y selección, 1958); -El virrey Toledo, gran tirano del Perú (1940); -Ruta cultural del Perú (1945); -Etnohistoria del Perú antiguo (1959, 1964 y 1967); -Historia del Perú antiguo, a través de la fuente escrita (3 vols., 1964; y 6 vols., 1971 y 1979).Los textos seleccionados para la presente antología pertenecen a la colección de ensayos breves Mirador indio. Primera serie. Apuntes para una filosofía de la cultura incaica. Talleres gráficos del Museo Nacio-nal, Lima, 1937. Originalmente se publicaron en forma de artículos en el diario La Prensa de Buenos Aires.

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LA CULTURA DEL MAÍZ y EL HORIZONTE114

Mirador indio, 1937Luis Eduardo Valcárcel

Cultura del maízLos paleoandinos, dominadores de la puna domesticaron la papa, la ki-

nua, la kañawa.Los neoandinos, keswas del Cusco, inkas, dominaron el valle templado

y después las otras regiones del antiguo Perú. La base de su alimentación fue el maíz y su cultivo juega un papel tan principal que absorbe todas las otras influencias en lo económico, que es como decir en todos los aspectos de las actividades sociales.

La predominante ocupación agraria de los hijos de Tawantinsuyu debe atribuirse a la naturaleza del cultivo de su planta alimenticia fundamental. El cosechador del maíz sabe lo que le cuesta en continuo trabajo obtener el fruto codiciado. Las labores son múltiples y sostenidas y el esfuerzo debe desplegarse en tal medida que sólo poderes superiores, de orden sobrenatu-ral, pueden arrancar de lo previsible el legítimo resultado Granizo, helada, sequedad, inundación son los únicos accidentes que el hombre no puede evitar, por mucho que haya puesto la habilidad técnica al servicio de una óptima utilización de las aguas para el regadío.

La helada misma pudo ser limitada cultivando de preferencia en el flan-co de las montañas, para lo cual habían de construir aquella maravilla del mundo que son los andenes o terrazas agrícolas.

Diestros agrónomos, comprobaron que el hielo hacía mayores destrozos en los campos abiertos, en la planicie, que en el talud de las andenerías.

114 Los textos seleccionados pertenecen a la colección de ensayos breves Mirador indio. Primera serie. Apuntes para una filosofía de la cultura incaica. Talleres gráficos del Museo Nacional, Lima, 1937; pp. 25 a 39.

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Multiplicáronse entonces los jardines colgantes del maíz que son obra ex-clusiva de los inkas.

El modelo que debe ser contemplado es el sistema de Yukay, en el valle del Willkamayu o Río del Sol. Esta agricultura de macetería no sólo con-sulta la defensa metereológica sino, además, las ventajas de la formación artificial del “campo de cultivo” y el regadío en condiciones más seguras y fáciles, tomando el líquido de canales que captan las aguas del deshielo de las cumbres. La terraza construida con perfecto conocimiento de las leyes físicas posee admirable sistema de avenamiento. La tierra vegetal no es arrastrada por la lluvia, y el parapeto de la montaña, esta armadura de piedra que la cubre, impide los deslizamientos.

El hombre debió ocuparse sin interrupción en conservar esta obra maestra de tectónica agraria, luchando con la naturaleza que se empeña en recuperar su imperio. Descuidada por el dominio español que sustituyó al gobierno del inka, la jardinería vertical del maíz desapareció en sus nueve décimas partes.

La tierra respondía a esta incitación a la productividad con abundantes frutos de calidad insuperable y en numerosas variedades. El maíz del Perú, hoy mismo y sobre todo el de las regiones castizas como el valle de Urubam-ba, en su tramo intertropical, es el primero del mundo y quienes lo cultiva-ron bajo Tawantinsuyu pueden ser proclamados los mayores agrónomos de todos los tiempos.

Nunca la cultura, en sus dos acepciones: cultivo de la tierra y cultivo del espíritu, presenta tan extraordinaria unidad. El agro es el marco natural del hombre que no inventó el espacio cerrado de la urbe. Los núcleos que podían llamarse urbanos no son sino momentáneas y reducidas concentraciones de las altas clases que, como el pueblo entero, viven gran parte del tiempo bajo el dosel del firmamento, al aire libre. La cultura inkaica no define la civitas, y el hombre del Inkario en ningún instante se sintió ajeno a la existencia campesina. La arquitectura es de refugio, nocturno o bélico.

El tawantinsuyano seguramente se evadía, con gusto, del encierro de piedra, llámese casa, palacio o templo. Su placer no era completo sino en el

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ambiente libre de la naturaleza.En la organización económico-social, el cultivo del maíz explica el sis-

tema del trabajo colectivo. Hombres, mujeres, ancianos y niños copartici-pan en las labores de la siembra y la recolección, cada uno según sus capaci-dades. Todos son miembros activos en la común tarea, sin más excepciones que los inválidos inutilizables para el más leve esfuerzo. Clasifícanse los grupos de trabajadores por edades y a cada uno cabe un género distinto de ocupación que se relaciona directamente con sus posibilidades de eficacia. Nada que sobrepase a sus fuerzas, nada que signifique un doloroso exceso contrario a la alegría de la labor.

El turno y la clasificación del trabajo aligeraban las cargas en forma tal que puede sostenerse que en el Perú inkaico el pan que comía el hombre era con muy poco o ningún sudor de su frente, y así el trabajo no podía ser considerado como una maldición. El maíz requiere para su cultivo el concurso de muchas gentes; es una labor colectivista por excelencia. Sin cooperación, el hombre solo no conseguirá hacer que la tierra produzca tan preciado alimento. Un para todos y todos para uno, será la regla de oro de la organización.

En el reparto periódico de las tierras, la sabiduría del inka adjudicaba un lote por cada cabeza de varón y la mitad de esa medida para cada mujer. Estaba calculado que el maíz producido en tal área era suficiente para su manutención personal durante el año.

El maíz no solo daba el alimento sino la bebida, y la manera de confec-cionarlo era tan variada que la inventiva culinaria pocas veces debió sacar, tanto partido de un solo producto.

El maíz influyó en la religión no sólo consagrando el culto de la Sara Mama (la Madre Maíz), sino sirviendo de base su cultivo para la formación del calendario. La fecha magna corresponde a la de la cosecha del dorado grano, el Inti Raymi.

Todos los meses se relacionan con las distintas faenas rurales a base del primordial producto.

Los dioses y los muertos reciben la ofrenda de las primeras mazorcas, y en el altar y la tumba el licor de oro, el akja, se vierte ritualmente.

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El guerrero lleva como provisión esencial el grano tostado o reducido a polvo. El trabajador lo carga en su bolsa.

No cabe mayor compenetración entre el hombre y el producto vegetal de que se nutre. No cabe mayor intervención de una planta en la vida de la sociedad humana, a punto de determinar muchas de sus estructuras principales.

El maíz provoca la conformación cultural de Tawantinsuyu.

El horizonteNo era el desierto uniforme y sin límites visibles la materialización del

espacio para el hombre del Tawantinsuyu.Páramos y llanuras del Perú festonados están del sinuoso lindero que

forman las montañas; no se pierde jamás esta línea ponderable, a la cual se llega antes del término del día.

La cultura de los incas aparece y se desarrolla en el ambiente de los valles andinos; es su horizonte el perfil orográfico de los Andes; primero el de los cerros próximos, después el de los collados intermedios, enseguida el de la alta y nevada cordillera. El caminante que sale del valle hacia la puna no solo realiza el prodigio de un viaje del trópico al polo, sino que cumple cotidiana experiencia sobre el engañoso término de la ascensión. (Cada vez más alto, después de una cumbre otra cumbre, son desalentadas frases del hombre de nuestro tiempo que se aventura por el laberinto de las serranías peruanas).

La sensación espacial debió ser para el hombre de Tawantinsuyu un ba-lance entre subidas y bajadas, trasuntable en la línea quebrada, en la greca o el meandro que decoraban vasos y tejidos, en la ornamentación escale-riforme heredada de Tiawanaku, en el estilo arquitectónico que construye en terrazas, en la agricultura vertical, en el arte militar de las fortalezas y en el arte eclesiástico de los adoratorios. El hombre de la cultura inca no se mueve bien en la llanura; en cambio, vedle trepar la montaña, acogerse a sus repliegues, dominar la cúspide, construir en la oblicuidad del precipicio verdaderos nidos de cóndor. Templos, ciudadelas, palacios, graneros, cuel-gan sobre el abismo; caminos serpean por el talud como simples bordes del

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acueducto que lleva el líquido vital a estas ciudades fantásticas de la altura. El inca no siente el vértigo; es un baquiano de los picachos que contempla fríamente el vacío a sus pies; con igual indiferencia trabaja a uno como a mil metros sobre el nivel del suelo. Las vías troncales de su portentosa red de comunicaciones eran conducidas por lo alto de las montañas, no impor-ta que para conseguirlo hubieran de cegar profundas hendiduras o tallar en roca la ruta vencedora. La montaña está presente en todo momento en el espíritu del aborigen; ayer como hoy, fue objeto de culto preferencial; nada bebe sin ofrecerla antes el primer trago; no masca la sagrada yerba, panacea de sus males, sin dedicar al apu las hojas mejores. La montaña es su refugio; cuando las enfermedades y la vejez comienzan a agotar sus energías, el in-dio huye a la cumbre.

Pasa largos días sólo alimentado de raíces y baja reconfortado y puro.El ayllu incaico —célula del Imperio— tenía el horizonte limitado por

sus montañas familiares. Franquear esos límites conocidos, romper la lonta-nanza, era algo extraordinario y desacostumbrado para pueblos de inmemo-rial sedentarismo. Cuando los planes imperialistas de los Incas introdujeron el sistema de colonización llamado de los mitmak o esparcidos, destruían una de las más fuertes raigambres del espíritu andino, extirpaban el vínculo entre Hombre y Tierra. Desaparecido Tawantinsuyu, los ayllus actuales se apegan, a través de cuatro siglos de opuesta fortuna, a la montaña ma-ternal; prefieren los regnícolas todas las servidumbres al abandono de la tierra en que basan su existencia y razón de ser. Largos, dispendiosos litigios sostiene el indio en defensa de su parcela; gasta en el pleito diez veces su valor. Porque él no sólo vive de lo que la tierra produce en frutos comes-tibles; vive también y principalmente porque nutre su alma con los jugos imponderables de la tradición. Y nada le habla tanto de la sangre que man-tiene el milagro de las generaciones, como el trozo de tierra que cultivaron amorosamente sus mayores.

Pero la montaña no sólo es la madre próvida que alimenta y protege: es también la tumba. En su seno guarda al mallki protector.

No era para el tawantinsuyano un simple accidente geográfico; jamás faltó nombre para cada cerro, para cada abra, para cada cumbre. Y fueron

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éstas veneradísimas. Sallkantay, Yllampu, Sorata, Jankokawa son dioses mayores de América.

La contemplación del horizonte era beatífica, porque trasportaba al ambiente místico de los apus y los aukis, divinidades domésticas, protecto-res omnipresentes de la comunidad, custodios y vigías del desconocido, del misterio «ultramontano».

En los glifos incaicos, todavía muy poco estudiados aparece nítida la representación del horizonte. Es la dentada línea de los andes, detrás de la cual aparece el disco solar. El signo de la lejanía está marcado por una expresión geométrica proclive al sentido del espacio propio de un pueblo montañés.

Surge también de aquí el recurso pictórico del artista inca que sustituye en la perspectiva la profundidad por la altura. Escenas de segundo y tercer plano se sobreponen gradualmente.

Esta técnica la aprendió el pintor, caminando. En el mundo de Tawan-tinsuyu, penetrar, avanzar, ir hacia delante es ascender. Un ribazo y detrás de éste uno más alto, y enseguida otro aun mayor, y así hasta la cumbre máxima coronada de perpetua nieve, hito del universo, mirador supremo sobre el cosmos.

Avanzar resultaba para el hombre del Inkario una conquista tras otra; ganaba una cúspide sólo como un peldaño. ¿No era un incentivo para la expansión política? El horizonte móvil fue la gran atracción de los espíritus audaces que concibieron el plan del Imperio. Cada valle, cada hoyada, los innúmeros repliegues de la cordillera, eran otros cantos horizontes supera-dos. Los ejércitos cusqueños sólo detuvieron su marcha triunfadora a las orillas del Pacífico y a las lindes de la manigua, ahí donde el horizonte es una línea apenas perceptible.

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Víctor Raúl Haya de la Torre(Trujillo 22-II-1895-Lima 2-VIII-1979)

Considerado el líder político peruano más influyente del siglo XX, Víctor Raúl Haya de la Torre formó parte de la llamada «Bohemia de Trujillo» (al lado de César Vallejo, Antenor Orrego, Alcides Spelu-cín y otros), mientras estudiaba Letras en la Universidad de Trujillo. Trasladado a Lima en 1917 para estudiar Derecho en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, inició una trayectoria política am-pliamente conocida. Lideró el apoyo estudiantil a la campaña obrera por la jornada de ocho horas (diciembre 1918-enero 1919) y la re-forma universitaria (julio 1919). Fundó y dirigió las Universidades Populares González Prada (1921-1923) y durante el destierro que sufriera entre 1924 y 1931, fundó el APRA (Alianza Popular Revo-lucionaria Americana) como movimiento democrático antiimperia-lista a escala continental y en 1931, ya fundado el Partido Aprista Peruano, fue candidato a la presidencia de la República.Sufrió prisión en 1932-1933 acusado de instigar al pueblo a la insur-gencia popular contra el gobierno de Luis M. Sánchez Cerro. Lideró el aprismo peruano durante una larga clandestinidad (1934-1945) y auspició las aperturas democráticas de 1945-1948 y 1956-1962. Pro-tagonizó una exitosa defensa del derecho de asilo desde la embajada de Colombia en Lima (1949-1954) y dio ejemplo de hidalguía en 1962 al renunciar a la posibilidad de acceder a la presidencia de la República para evitar una interrupción de la democracia.Durante la dictadura militar del general Velasco Alvarado (1968-1975), Haya de la Torre sostuvo, a pesar de sus años, el liderazgo de la oposi-ción democrática. Derrocado el general Velasco por el general Francis-co Morales Bermúdez (1975), fue el personaje central de la transición a la constitucionalidad, presidiendo una Asamblea Constituyente elegida por voto popular (1978) y propiciando la reconciliación nacional. Falle-

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ció en 1979 siendo presidente de la Asamblea Constituyente, pocos días después de firmar el original de la nueva Constitución.Víctor Raúl Haya de la Torre dejó una indeleble imagen como ideó-logo y conductor de grandes multitudes y como inspirador y articu-lador de partidos políticos democráticos en América Latina. Sin em-bargo, posee también una importante obra intelectual que enmarca y da sustento a su labor como ideólogo.Haya de la Torre publicó entre otros libros los siguientes:-Por la emancipación de América Latina (1927); -Política aprista (1933); -¿A dónde va Indoamérica? (1935, reedición: 1936 y 1954); -El antiimperialismo y el APRA (1936, reedición: 1970 y 1972); -La defensa continental (1942); -¿Y después de la guerra, qué? (1946); -Espacio-tiempo-histórico (1948); -Treinta años de aprismo (1956); -Mensaje de la Europa nórdica (1956);-Toynbee frente a los problemas de la Historia (1957). No obstante su abundante obra escrita, la producción intelectual más conspicua de Haya de la Torre no se ubica en sus textos sino en sus disertaciones y discursos. Por este motivo, para la presente antología ha sido escogida la transcripción de una importante conferencia rea-lizada en Lima el 6 de octubre de 1945, titulada «El gran desafío de la democracia». En ella Haya de la Torre argumenta extensamente contra los extremismos totalitarios y ubica los valores democráticos en la médula del verdadero progreso social y político. Las abundan-tes notas de pie de página pertenecen a la presente edición.

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EL GRAN DESAfíO DE LA DEmOCRACIA, 1945Conferencia de 1945115

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También esta conferencia lleva un lema: «El pueblo debe defender la ley como su muralla», dijo Heráclito de Éfeso.116 Quizá ninguna sentencia más propicia para la iniciación de este tema profundo y ancho de la demo-cracia, porque para hablar de ella hay que remontarse tan lejos como es la primera época de la Grecia luminosa. Antes de la Hélade, la democracia sólo fue, tal vez, ciencia de buen gobierno en China, extraída de aquellas sentencias memorables de Mencio el Viejo, de aquellas sentencias pedagó-gicas como la que nos dice: «El corazón y la misericordia están en el hom-bre; el sentido de la vergüenza está en el hombre; el sentido de la crítica está en el hombre; el sentido de la cortesía está en el hombre; el sentido de lo justo y de lo injusto está en el hombre»117. Pero Mencio, los chinos y los

115 Transcripción taquigráfica de una conferencia ofrecida por Haya de la Torre en el Teatro Munici-pal de Lima el sábado 6 de octubre de 1945. Las notas de pie de página pertenecen a los editores del presente libro. El texto de esta conferencia fue recuperado por el equipo del diario La Tribuna, cuya tercera época de legalidad empezó el 29 de setiembre de 1945, una vez concluida la larga clandestinidad aprista. Esta fue la segunda de un ciclo de tres conferencias. La primera fue dada el jueves 4 de octubre, titulada «Sinopsis filosófica del aprismo», cuyo texto pasó a formar parte del libro Espacio-tiempo histórico (1948). La tercera conferencia tuvo como título «El plan económico del aprismo» y fue ofrecida el 9 de octubre.

116 Heráclito (Herakleitos), filósofo presocrático de la escuela jónica, llamado «el oscuro» o «el enig-mático» (ho skoteinos), vivió entre los años 544 y 484 aC en Éfeso, Asia Menor. Dejó a la posteri-dad una serie de enunciados aforísticos. Creía en la eterna transformación de la vida natural y la vida social (panta rei, «todo cambia y nada es») y en la existencia de un logos o razón en ese conti-nuo devenir («una armonía invisible, mejor que la visible»). Su pensamiento anticipa la dialéctica de Hegel y Marx.

117 El filósofo chino Ji Mèngke llamado en occidente Mencio, vivió entre los años 370 y 289 aC. Continuó las ideas de Confucio o Kong Tse (551-479 aC). La cita sobre los «cuatro sentidos» (o «cuatro sentimientos» según otras traducciones) pertenece al libro Meng Tse («del maestro Meng»), el cuarto de Los cuatro libros clásicos de Confucio y Mencio.

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hindúes quedan lejos. La democracia surge con Grecia. Surge como decía-mos la noche pasada118, como un hecho lógico. Surge, quizá, como un resul-tado mítico, y el mito fue la premisa universal en la filosofía de Dios. Surge, quizá, en el Olimpo mismo, porque el Olimpo es la divinización simbólica de la democracia. En el Olimpo no hay un Dios, sino hay muchos, hay un Congreso de dioses bajo un Poder Ejecutivo que es el viejo creador Zeus. Pero el Congreso Olímpico de los dioses representa comarcas de la concien-cia; representa pasiones, representa virtudes; representa todo lo múltiple y diverso del corazón humano. Hay diosa para la sensualidad y dios para la guerra; hay diosa para la inteligencia y dios para el comercio y los ladrones; hay dios para los artesanos; hay diosa para la castidad y diosa para el amor sin límites; Dionisos es el dios de la embriaguez. Y en esta olímpica concep-ción del universo moral de los griegos, todo está representado. La igualdad democrática entre los dioses del Olimpo es la inmortalidad; pero entre ellos hay pasiones y hay guerras que podríamos llamar el interés de sus electores, que son los hombres. (Aplausos)

Este hecho simbólico representa la más luminosa e interesante alego-ría de la concepción moral y política del mundo olímpico. Los que hayan leído bien La Iliada, recordarán la rapsodia XXI. Los dioses están en guerra porque los hombres están peleando también. Tirios y troyanos se disputan la victoria y los dioses también están divididos. Aquiles ha sido persegui-do; pero en cuanto se ha cansado de cargar tantos cadáveres, se alza y amenaza al semidios que le persigue y que lo va a ahogar. Janto ordena que se detenga, porque Atenea y Poseidón no han podido calmar las furias del río sublevado; y entonces llama a Picio, el dios cojo representante de la fealdad en el Olimpo, y le dice, «anda con tu fuerza y aplaca al río que persigue a Aquiles». Picio cumple la orden. Aquiles se libra; pero entonces, dice Homero, que se produce una tremenda querella entre los dioses que hace retemblar la ancha tierra. Entonces Ares, el dios de la guerra, ataca a Atenea la diosa de la inteligencia, quiere herirla con su lanza y Atenea coge

118 Se refiere a la conferencia «Sinopsis filosófica del aprismo», que ofreció dos días antes, el 4 de octubre.

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una roca y la arroja sobre el Dios de la guerra que cae abatido; entonces Atenea victoriosa insulta al dios caído. Afrodita, la diosa del amor toma el cuerpo de Ares inconsciente y lo arrastra para que Céfiro le dé de nuevo vida. Y entonces Eros, le dice a Atenea: «Allí va Afrodita cargando con el cuerpo abatido de Ares». Y Atenea, entonces, se lanza sobre Afrodita y hay entre las dos un verdadero campeonato; ellas ruedan sobre las rocas. Atenea golpea fieramente y, con lo que podríamos llamar los conocedores de la terminología moderna un knock-out técnico, cae Afrodita al lado del dios Ares. Luego surge la cólera de Poseidón, quien desafía a Apolo y éste le rehuye. Artemisa se siente herida y se lo enrostra a Apolo, quien al ver así a Artemisa, la llama con una voz potente y en un arranque la abofetea. Artemisa sale inmediatamente a refugiarse bajo Zeus. Todo esto nos dice Homero y con esto nos demuestra que los dioses riñen, que los dioses se disputan, que los dioses se dividen y que este incidente que acabo de referir podría transportarse a cualquier escenario parlamentario de nuestros días. (Risas y aplausos)

Son las pasiones humanas divinizadas y llevadas a un armonioso equi-librio. Pero son las pasiones humanas erigidas como un símbolo de libertad. Lo que palpita en el fondo de la cosmogonía griega, en el fondo de su filoso-fía y de su metafísica, en el fondo de su política y de su arte, es el anhelo su-premo de la libertad. Por eso decía muy bien Hegel que la historia de Grecia comienza y termina con dos símbolos admirables: con la leyenda de Aquiles y con Alejandro Magno, héroe de juventud también. Es allí donde surge la democracia; la democracia erigida sobre una concepción de libertad que no es universal, que tiene su limitación y su negación en aquello que ya se ha llamado el sentido racista de los griegos. Los griegos no pudieron abarcar el sentido universal de un imperio democrático, porque tenían la limitación nacionalista de llamar al extranjero vago; también porque en el fondo de su organización vivía oprimida y sin derechos la inmensa masa de la escla-vitud. Pero dentro sus limitaciones, dentro de su espacio-tiempo histórico, la democracia griega es una realización armoniosa que tiene sus más altas expresiones en Solón, el legislador religioso, y en Pericles, de quien se ha di-cho que abre el periodo culminante de la historia griega, que cierra después

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Aristóteles, aquél de quien Hegel dijo que es el ave de Minerva que abre sus alas y se lanza a volar en la hora del crepúsculo. La Historia de Grecia nos presenta así la primera definición de la democracia. Pericles la da en su maravillosa «Oración fúnebre», que Tucídides recoge, y dice: «Llamamos gobierno de la democracia al nuestro, porque en ella no gobiernan unos pocos sino gobiernan los más».119 Y añade Pericles que en esa democracia no importa el solar, el linaje; quien tenga virtud y tenga bondad, tiene el paso abierto para los altos puestos del Estado. Describe cómo es la vida de Atenas y después de exaltar la gloria de los muertos, que son los penates120, digamos así, en lenguaje romano, del Estado político ateniense, nos dice que la adversidad jamás abatió a los atenienses porque supieron resistirla y enfrentarse a ella; la sobrellevaron como si hubieran estado acostumbrados a sus rigores. Nos habla, también, como atisbo de la ciencia del Gobierno, de que el pueblo necesita distracciones; y nos dice que en la vida griega el espíritu de organización y la libertad tenían su expresión en la garantía de la voluntad de todos. Pericles es el amigo de Anaxágoras, el filósofo de la sentencia conocida: «El hombre es la medida de todas las cosas». Pericles es el gran enrumbador, como ha dicho muy bien Jaeger121 de la cultura griega convertida en política y de la política griega convertida en cultura. Y por eso Pericles dice en su propio discurso fúnebre: «Grecia es una escuela de doctrina». Y habla siempre de la escuela de la Hélade. Acaso este sea el primer anuncio de lo que tiene que ser la gran política de nuestros días, la gran democracia de nuestra época. Queremos libertad, justicia; pero tam-bién cultura. (Aplausos prolongados)

Así asoma la democracia en la vida armoniosa de los griegos, repre-sentada por el Olimpo moral donde los dioses discuten y riñen, pero son

119 Se refiere a la «Oración fúnebre», ofrecida por Pericles el año 430 aC, en honor de los atenienses muertos en el primer año de la guerra contra Esparta, que Tucídides incluye en su Historia de la Guerra del Peloponeso, Libro II, acápites 35 a 46. La cita pertenece al acápite 37.

120 Dioses domésticos protectores.121 Se refiere al investigador alemán Werner W. Jaeger, autor de Paideia: Los ideales de la cultura griega

(Berlín, 1933). Tras emigrar a los EE UU en 1936, Jaeger publicó una segunda parte de esa obra (Harvard, 1943). En 1945 era considerado el más claro conocedor de la cultura grecorromana.

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todos inmortales. Eso en la vida de Grecia se expresa en lo que se llama hoy, dentro de la clasificación moderna de la democracia, la democracia directa; porque el griego gobierna por sí mismo, directamente, en las asam-bleas del Ágora, que se llama la ecclesia, y es allí donde eligen sus consejos, donde ejercen su voto público, levantando la mano, o secreto cuando es preciso escribir la voluntad. Es allí en la ecclesia donde el pueblo griego va gobernando su organización democrática. Y es allí donde surgen también los peligros de la democracia, los peligros que Platón discute en el libro VIII de su República, dónde dice: «El riesgo y la ruina de las democracias puede ser el exceso de amor a su supremo bien». ¿Cuál es?, le pregunta el interlocutor. La libertad, le dice, porque si se abusa de ella la democracia engendrará la tiranía. (Aplausos) Es así como Grecia sigue su proceso de enseñanzas al mundo. Nos enseña con Aristóteles que el hombre es un animal político; que el Estado es un hecho natural; que solo está fuera del Estado y entonces Aristóteles recuerda los versos de Homero: «Aquel que no tiene corazón, que no tiene ley y que no tiene tribu»; que es un hecho natural que el hombre forme parte de la colectividad; y que es Estado mejor aquel que beneficia a la totalidad y no a una parte. Por eso divide Aristó-teles, conservador, el Estado entre ciudadanos y no ciudadanos. Pero dice algo más, acaso adivinando el sentido perenne de la democracia; dice que la democracia no es sólo el gobierno de los más, sino también el gobierno de los pobres y de los ricos. Y aunque no crea tanto como Platón, que la demo-cracia pueda siempre expresarse en un exceso, él en su más severa división de los Estados separa aquellos que sólo benefician a los grupos reducidos y a aquellos que proporcionan mayor bienestar a la comunidad.

De esta concepción democrática directa de Grecia pasan las ideas al Imperio Romano; pasan las ideas al prolegómeno republicano y consular de la Roma imperial; y entonces ya vemos que la ecclesia se transforma en el comicio y que no es como en Atenas una democracia directa que todo lo delibera y que todo lo dirige por el voto de la mayoría. El comicio romano se organiza mejor; el comicio romano recibe o deniega aquello que viene elaborado por el Gobierno. La democracia romana establece, tam-

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bién, la magistratura de la dictadura. Por primera vez esta concepción y esta institución aparecen en el mundo. La dictadura que dura seis meses; la dictadura que surge en los casos de riesgo interno o externo, de medidas extremas en las que se suprimen todas las libertades y un hombre asume la responsabilidad de dirigir y la responsabilidad, también, de dar cuenta de lo que ha hecho después de seis meses. (Aplausos prolongados) A pesar del Imperio, Roma sigue arquitecturando su maravilloso edificio jurídico, cimentador de la democracia, exaltador del derecho natural. Con Cicerón aparecen las primeras concepciones de la igualdad. Y así se prepara la tre-menda transición del mundo romano al mundo medieval, en el que incide ya el pensamiento cristiano. Y entonces con la filosofía patrística, con los luminosos precursores del pensamiento cristiano, con San Ambrosio y Gre-gorio Magno, surgen las primeras voces contra la esclavitud, contra el ham-bre; recordando las vibrantes voces paulinas proclaman la igualdad de los hombres y coordinan así los principios del mundo medieval y la estructura de su cultura con tres grandes elementos históricos: la tradición de Grecia; el universalismo de Roma; y el cristianismo naciente. (Aplausos)

El lenguaje común llama a la Edad media, como dicen los ingleses, la época sombría, la medianoche de la historia. Empero, en ese aspecto, He-gel es muy claro cuando nos hice que durante la edad media la cultura se desplaza hacia otra dimensión; se tecnifica la tierra: van surgiendo los conceptos estaduales122. En aquella lucha entre feudalistas y realistas, que acaso pudiera juzgarse infecunda, se ilustró el pensamiento y se preparó la mente del hombre al polemus mental.123 Durante la Edad Media no sólo surge como un símbolo la obra comunitaria que se expresa en la arquitec-tura de sus grandes catedrales, sino que de la entraña de la noche medieval salen dos inventos estupendos: la imprenta y la pólvora. De allí surgen los gérmenes de la gran transformación que prepara la mente del hombre al deslumbrante amanecer del Renacimiento. De allí, también, en la Edad Media, aparecen pensadores como Santo Tomás de Aquino, que asienta el

122 Estadual es palabra portuguesa equivalente a «estatal». Neologismo de Haya de la Torre. 123 El polemus mental o la crítica. La frase evoca a Polemus, deidad griega que inspira la confrontación

en la mente de los hombres, contraria a Eirene, que inspira la calma.

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principio democrático de que: «Alzarse contra la autoridad es pecado; pero que alzarse contra una mala autoridad no es alzarse». (Aplausos)

Burckhardt, en un libro magnífico sobre la cultura del Renacimiento italiano124, ha escrito un capítulo profundo cuyo solo título es una belleza: «El Estado como obra de Arte». Y analiza allí ese fluir del nuevo sentido político europeo que va surgiendo de las ciudades italianas. La democracia tiene sus movimientos precursores en la Edad Media. En Castilla, en el siglo XII; en Inglaterra, Carta Magna, en el siglo XIII. Pero acaso nunca mejor organizada o por lo menos más perceptible que en las ciudades italianas, donde afloran los primeros ensayos de la nueva polis. «Polis» fue la ciudad griega; politega fue la palabra que podría expresarse como política, pero que abarcaba más. Jaeger nos recuerda que en griego moderno, cultura se llama politegma, y que en estas reminiscencias políticas hay algo que explica bien el sentido educacional, remoto y tradicional del espíritu político griego. En Italia resurge el sentido de la polis. Las ciudades italianas inician el mo-vimiento libertador y democrático. La alternativa entre la dictadura y la libertad, entre la democracia y la tiranía, se perfila muy bien en la Italia turbulenta del Quatrocento. Pero de allí surge el primer espíritu rector de la política nueva. De allí surge Maquiavelo, para sentar las bases del Estado Moderno125. Maquiavelo ha sido un poco calumniado. Es un caso de relati-vismo: habría que observarlo desde distintos ángulos para apreciarlo mejor. En los Discorsi sobre Tito Livio, Maquiavelo es demócrata. Maquiavelo dice que es fácil al príncipe equivocarse; pero mucho más difícil al pueblo. En sus Discorsi, Maquiavelo sienta las bases de un Estado democrático. Los grandes partidarios maquiavelistas nos dicen que El Príncipe no es sino un terrible y escarnecedor sarcasmo contra los que lo combatían. Pero hay que pensar en aquello que José Ingenieros llamaba en una famosa tesis: «La hi-

124 Se refiere al historiador alemán Jakob Burckhardt, autor de La civilización del Renacimiento en Italia (1860).

125 Se ha corregido en el original «Machiavello» por Maquiavelo. El jurista, político y literato floren-tino Nicolás Maquiavelo (en italiano Niccolo Macchiavelli), vivió entre 1469 y 1527. Sus libros más célebres, El Príncipe (1513), Discursos sobre la Décadas de Titi Livio (1517) y El arte de la guerra (1521), fueron dados a la imprenta en 1532, después de la muerte de su autor. Maquiavelo antici-pó la idea de considerar como finalidad del Estado el «bien común».

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pocresía de los filósofos». Hay que recordar, que algunas veces los hombres están cohesionados por la fuerza. Ingenieros, en aquella famosa tesis, nos dice: «pocos son los Sócrates, los Giordanos Bruno»126; ante la tiranía y el rigor muchos hombres de pensamiento tienen que doblegarse, el ambiente de la época acaso impuso a Maquiavelo es muy claro. Y de todos modos allí queda sentada la norma del Estado moderno. Claro está que es él quien inventa la famosa voz de que tanto se ha abusado después: ragione di Stato, o sea «razón de Estado». Claro está que Maquiavelo ha podido ser inter-pretado desde distintos ángulos; pero más allá de su tendencia despótica o democrática, él sentó las bases del Estado moderno. Con él se inicia el gran proceso que debía adquirir tanta magnitud después, proceso que fluctúa entre las dos teorías que por más de un siglo apasionan a Europa: Despo-tismo o Libertad. Entonces se recuerda que desde el siglo II de nuestra era, Ulpiano ya anota que los reyes y los gobernantes sólo ejercen su poder por consenso de los pueblos127. Acaso en eso se funda la teoría del Despotismo. Su más alto adalid, Hobbes, debía precisarla casi como una necesidad. Es, sin duda, el precursor del totalitarismo en su Leviatán128. La imagen que él presenta en la carátula misma de su obra, nos ofrece el espectáculo del Estado poderoso cuyo cuerpo está formado por millones de pequeños hom-bres. Pero la polémica se hace general. El rey Jacobo I de Inglaterra se lanza también a invocar el derecho divino de los reyes. El viejo Milton toma su posición al lado de la libertad. Hobbes se hace ecléctico; pero Locke apa-rece como el verdadero precursor de la libertad de nuestro tiempo. Vive la Europa un proceso de profunda agitación ideológica. La Reforma la ayuda; pero en esta vasta contienda de conceptos, en esta vasta batalla de ideas,

126 El napolitano Giordano Bruno (1548-1600) fue teólogo, filósofo y científico. Consideró igualmen-te equivocadas las interpretaciones teológicas de católicos y protestantes. Defendió el carácter infinito del universo y que el sol era de mayor tamaño que la tierra. Sufrió prisión y torturas por parte de las dos grandes corrientes eclesiales. Finalmente la Inquisición de Roma lo condenó a morir en la hoguera, tras haberse rehusado a abjurar de sus creencias.

127 Domicio Ulpiano (170-228), jurista romano de origen fenicio, que fue colaborador del emperador Alejandro Severo. Publicó legislaciones anotadas y comentadas donde proponía reformas.

128 El libro Leviatán, del filósofo inglés Thomas Hobbes (1588-1679), fue escrito en 1651. El nombre alude a un monstruo marino legendario que el Antiguo Testamento relaciona con Satanás. Según Hobbes, la sociedad sin orden ni autoridad respetada equivale a dicho monstruo.

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acaso flota permanentemente como una perenne aspiración aquel postula-do griego, que después había de precisar Hegel: «La libertad es el espíritu del mundo. La libertad mueve las ideas del universo. El hombre sin libertad se acerca mucho al rebaño».

Este es el pensamiento que los filósofos agitan, hasta que culminando el siglo XVII aparecen los grandes precursores de la Revolución Francesa y entonces va definiéndose mejor el concepto de la nueva democracia. Ya no de la democracia directa o griega, sino de la democracia indirecta o representativa. Y es Montesquieu quien por primera vez la organiza y cla-sifica en su división de Poder Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Así llegamos a la Revolución Francesa. Antes de ella se había producido la Revolución Americana, influida por el pensamiento de Rousseau y Locke. Antes de la Revolución Americana se había producido la Revolución Inglesa. Pero iba ya desembocando el mundo hacia el concepto de la democracia que debía culminar con la Carta de los Derechos del Hombre. Se acercaba rá-pidamente la conciencia universal a una nueva forma de interpretación política. Por ella avanzaba la máquina: con ella avanzada la producción tecnificada. Lejos estaban ya los telares a mano de la Edad Media; lejos estaba ya el artesanado; lejos estaba ya el feudalismo. El vapor movía los telares. Se cumplía aquel sueño de Aristóteles que, defendiendo la esclavi-tud en su Política, nos dice: «Podrá ser la esclavitud suprimida cuando los telares caminen solos, cuando los carros no necesiten quienes los muevan. Entonces, dice, no habrá necesidad ni de siervos, ni de esclavos». En dos mil años se cumplió la profecía. Los telares comienzan a marchar solos. La música debía, también, como soñó Aristóteles, transmitirse mecánicamen-te. La democracia advenía con un nuevo orden económico; con un nuevo orden científico. El siglo XIX nos presenta el panorama extraordinario del mundo transformado y que no presintió D’Alambert en el gran prólogo de su Enciclopedia. Este creía que la civilización había llegado a un tope, que todo se había cumplido. Consideró que el hombre no podía ir más lejos; que el mundo no podía avanzar. Estaba tan deslumbrado con los descubri-mientos del hombre, que en realidad consideró que no podía irse más lejos. Le faltó aquel espíritu irónico francés de Voltaire que, cuando supo que

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Copérnico había dicho que la tierra giraba en torno al sol, él en su ensayo apunta: «Nos dicen que ahora la tierra gira alrededor del sol. ¿Qué nos dirán dentro de mil años?».

Pero la democracia representativa, que se afirma en Inglaterra con el movimiento de reforma de 1832; que se consolida en Francia; que adquiere sobre todo la consistencia de un movimiento solucionador del gran pro-blema político mundial, iba aparejada de un veloz desarrollo económico y técnico y no había de prolongarse mucho. Su equilibrio es sólo equilibrio del siglo XIX. Mientras la máquina va produciendo aceleradamente mer-cancías, el mundo económico y financiero se transforma. El Estado político concebido a la manera de Montesquieu, no puede subsistir. La nueva eco-nomía va rebasando los linderos de esa institución político-jurídica inspi-rada en moldes clásicos, pero superada por los adelantos contemporáneos, por la nueva economía, por la nueva forma de producción en el mundo. Por ende capital, veloz industrialismo, crecientes frente a una democracia que había necesitado ser el auspicio de tal desarrollo económico, pero que podía verse envuelta por el inmenso impulso de esas nuevas formas de produc-ción. Sin embargo, en la cronología un tanto arbitraria de los hombres al dividir la historia por acontecimientos culminantes, el siglo XIX comienza con la Revolución Francesa y termina con la Primera Guerra Europea. Y es que este periodo en el que la democracia afirma su sentido político-jurídico de clase gobernante de aquel tipo de democracia que Aristóteles temía, porque beneficiaba y se proyectaba sólo a favor de una minoría. Surgió por eso la tesis antidemocrática de Marx, que la llama la dictadura de una clase sobre otra y surgió con el progreso de la técnica, con la incorpora-ción de millones y millones de hombres a la vida de responsabilidad, de participación en el Estado; surgió el problema de una institución rebasa-da multitudinariamente por aquello que Ortega y Gasset ha llamado «la rebelión de las masas». La guerra de 1914-1918 nos presenta el problema y nos lo ha legado. Y entonces surge la gran interrogante: ¿No nos basta la democracia, está institución concebida en nombre de la libertad, de la igualdad y de la fraternidad en la Revolución Francesa? Ella deviene em-pequeñecida ante la realidad de un nuevo mundo económico. El marxismo

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nos decía que la democracia no resolvía el gran problema social y económi-co del hombre que había planteado el capitalismo. Y se presenta, una vez afirmada la Rusia Soviética, la primera forma antidemocrática de dictadura llamada «del proletariado». Surge después, como una antítesis de esa tesis, otra dictadura, la dictadura totalitaria que ya no se inspira en un principio de clases sino en una reivindicación de raza. (Aplausos) Y entonces fren-te a una democracia institucional y jurídicamente vacilante, frente a una democracia que verdaderamente no había respondido a los intereses de la clase dominadora, democracia burguesa, como podría denominarse usando el vocablo del siglo XIX, surge como su negación y como tesis el princi-pio de la dictadura proletaria. Se dice que la democracia no ha resuelto los problemas vitales de la economía de nuestra época. Nosotros vamos a resolverlos con esta dictadura. Se va a cumplir así lo que Marx llamaba el salto colectivo de la necesidad hacia la libertad. Y sólo así, suprimiendo la libertad del Estado burgués, podemos nosotros conducir a la sociedad al soñado reino del Estado sin clases. Pero cuando parecía que una moder-na aurora estaba anunciando ya un amanecer que acaso podría salvarnos de las oscuridades de la post-guerra de 1918, apareció por el otro lado su contradicción. Yo hago esta imagen, porque recuerdo que una noche en Moscú, hace varios años, vi algo que no había visto nunca. Situado sobre el puente del río Moscova, a las 11 de la noche, vi por el oriente la aurora y, por occidente, la marcha del crepúsculo. Y esto es acaso la mejor expre-sión de lo que ocurrió en el mundo después de la Primera Guerra Mundial: frente al comunismo que anunciaba la aparición de una dictadura de clase, apareció el totalitarismo, que anunciaba la exaltación de una dictadura de raza. (Aplausos) Ambas doctrinas tenían un fundamento. La primera, por-que en realidad los problemas del mundo capitalista e industrial no estaban resueltos; la segunda, porque como reacción a esa forma de solución se pro-puso otro planteamiento. El problema consistía en que grandes cantidades de masas iban incorporándose a la vida política, a la vida social, a la vida económica. Es la hora de la rebelión de las masas que por la técnica misma de la economía capitalista van en aumento. Por ende, el aparato jurídico del Estado no tiene listos los cauces para orientar y canalizar esa tremenda

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energía social que representa la creciente y progresiva incorporación de las masas de la vida del Estado. Luego, si el aparato jurídico del Estado democrático no satisfacía esa necesidad, casi todos los de un lado y los de otro estuvieron de acuerdo en un momento en el mundo en que la demo-cracia había envejecido, en que la democracia había perdido su vigencia. Y entonces pudo oírse con satisfacción y repetirse hasta en la lejana América aquella insolente frase de Mussolini que decía que «el fascismo avanzaba sobre el cadáver putrefacto de la diosa Libertad». Tesis y antítesis de la gran oposición de contrarios de nuestra época. Pero aquí de nuevo surge para quienes están siguiendo la serie de estas conferencias, la posición nuestra. Desde nuestro espacio-tiempo histórico, nosotros tenemos derecho a decir: Tesis y antítesis sí para la Europa industrializada, capitalista, saturada ya de la técnica moderna de la producción. Pero nosotros, ubicados acá en América, que no hemos vivido el proceso del continente europeo, ¿dónde quedamos frente esta gran oposición de contrarios? ¿Estamos llamados a ser colonos de uno o de otros, o estamos llamados a encontrar también nuestro propio camino? (Aplausos prolongados)

Coincidiendo con esta profunda crisis política se había producido en el mundo una crisis espiritual e intelectual mucho más honda. Al terminar mi conferencia anterior yo apliqué la mejor definición que conozco sobre ella, dada a esa crisis por el profesor Mannheim, en un libro breve, penetrante y exhaustivo: Crisis de la estimativa129. El mundo había llegado a una crisis de la estimativa. Ya habíamos rebasado el sentido orientador y sistemático del pensamiento del siglo XIX. En este mundo de libertad y de avances cien-tíficos, y técnicos, la mente humana había virado en muchas direcciones. Y entonces, dice Mannheim, todas las cosas tienen su pro y su contra. El crimen puede ser para unos un delito y para otros una enfermedad; la dic-tadura puede ser un bien para unos y la libertad puede resultar un crimen para otros. Los conceptos más encontrados adquirieron vigencia y oposi-ción. Y el mundo de los observadores, ante esta controversia creciente e

129 El húngaro Karl Mannheim (1893-1947), teórico de la «sociología del conocimiento», vivió en Alemania hasta 1934, viéndose obligado a emigrar a Inglaterra. La obra aludida es Die Geistige Krise im Lichte der Soziologie (Stuttgart, 1932).

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insólita, el mundo de la opinión pública, sintió como que había perdido la línea. Es este el momento de la post-guerra, después de la Primera Guerra Mundial, momento coincidente, como dijimos la noche pasada, con una época de transformación de los conceptos básicos de la ciencia misma. Lo que creíamos ayer materia, ya no es materia. Creíamos que el átomo era la unidad más pequeña de la materia, y la ciencia nos descubrió que cada electrón del átomo de hidrógeno, por ejemplo, tiene un radio que medido sería la 250 millonésima parte del radio del átomo, y que el electrón mismo puede ser 100 mil veces más chico. Por último, el matemático y filósofo James Jeans dice que existe nada de lo que vemos130. Todo está existiendo en nuestra mente. Luego, la idea platónica de la caverna resulta revestida con los atributos de la ciencia contemporánea. Y cuando se pregunta a los científicos de nuestro tiempo, qué es la materia, nosotros encontramos muchas respuestas. Para unos, es irradiación; para otros es energía; para otros es mente. Y estas conjeturas no son sólo conjeturas, sino que pueden convertirse en tremendas realidades, como lo demuestra la bomba atómica. (Aplausos) La bomba atómica, basada justamente en la divisibilidad del átomo, tópico que habrá hecho dar muchas vueltas en sus tumbas a los físicos y químicos del siglo XIX. (Risas).

Pues bien, frente a estas nuevas fórmulas anunciadoras de una diferen-te sistematización del pensamiento humano; frente a este perder el piso en la inmensidad de un nuevo océano de verdades descubierto por los cientí-ficos, nosotros encontrábamos que todos los demás conceptos normativos del pensamiento humano, de la política, de la sociedad, de la conducta, estaban también en revisión. Y entonces, frente a esta gran crisis, ¿qué es nuestra crisis?, ¿qué es nuestra angustia, qué es nuestra incertidumbre? ¿Qué es este marcado impulso en que estamos viviendo? Surge por fin el choque de dos fuerzas que en el escenario europeo estaban ofreciendo su creciente oposición. Mannheim había dicho, no puede solución sin una

130 Se trata del físico y filósofo inglés James Hopwood Jeans (1877-1946), defensor de la tesis de la «creación continua de materia en el universo». Esta tesis, que considera un universo sin principio ni fin, fue refutada por la teoría del «big bang». La alusión corresponde al libro Physics and Philo-sophy (1943).

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guerra, porque el conflicto es profundo, es definitivo, es abismal, porque tanto la tesis como la antítesis levantan la bandera de la violencia como solución de los problemas de los pueblos; porque la sombra gigantesca de Hegel está presidiendo desde lejos la tesis de la dictadura de clase y la antí-tesis de la dictadura de la raza. (Aplausos) Y porque, más lejos que Hegel, la sombra alada de Heráclito de Éfeso puede sonreír desde su cielo olímpico y recordar que él lo dijo: «La lucha, el polemus, es el padre de todas las cosas». Nada puede resolverse sin la lucha. El mundo, pues, avanzaba a esa trágica desembocadura y la guerra venía. Pero de esta guerra, de esta lucha entre la tesis y la antítesis, surge una síntesis, surge dialécticamente y hegeliana-mente una síntesis, surge aún negando al marxismo, una síntesis. Frente a la oposición de contrarios, a la dictadura de la clase y a la dictadura de raza, surge la nueva concepción superada y renovada de la democracia. (Aplau-sos prolongados) La «diosa putrefacta de la Libertad» no había perecido. Cuando la diosa Atenea celosa por el cariño de Zeus a su hijo Dionisos lo hace perseguir, y el perseguido se transforma en toro, llama a la bestia, y para que no pueda conservar ninguno de los atributos inmortales de los habitantes del Olimpo, lo parte en mil pedazos. Atenea toma el corazón palpitante de la bestia, lo lleva donde Zeus y le dice: Padre aquí está. Re-vístelo de nuevo de su poder y de su fuerza divina, porque no ha muerto. Y Dionisos vive. Así, el cadáver putrefacto de la diosa Libertad no había dejado perecer su corazón. Y la nueva concepción de la democracia lo llevó en la punta de una bayoneta y la libertad volvió. (Aplausos prolongados)

Viene la nueva guerra, expresión tecnificada y acelerada del poder des-tructivo de la ciencia. La ciencia y la técnica me prueban que no solamente aceleran sus posibilidades mecánicas para la producción, sino que acaso mucho más rápidamente pueden acelerar esas mismas posibilidades para la destrucción. El hombre vale poco del mismo modo que la masa es lo único que prevalece. El individuo parece haber perdido ya su significación, su validez. Ya no es el fusil que mata a un hombre; son las bombas atómicas que destruyen a miles. La guerra adquiere proporciones tremendas. Sólo la sabiduría de Homero pudo darnos idea de esta contienda estupenda de gi-gantes. Pero por fortuna la guerra lleva un sentido, comporta una dirección.

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En la guerra se salva y se baña con sangre, se reivindica y se supera el senti-do nuevo de la democracia. La guerra demuestra que es verdadero el paso, el ritmo, el sentido procesional del mundo hacia la libertad. Y la guerra demuestra que quienes se opongan a ese ritmo de libertad, están haciendo contra-historia. Y quien hace contra-historia perece. El totalitarismo esta-ba políticamente llamado, pues, a desaparecer. La democracia no vive por sí. La democracia no vive por su nombre, sino vive por su esencia de Liber-tad. La democracia traía, ya no una sola libertad que era la libertad políti-ca; traía cuatro libertades. Y en esas cuatro libertades estaba incorporado aquello que le faltó a la democracia burguesa y clasista del siglo XIX, que es la libertad económica, o sea, la justicia social131. (Aplausos prolongados)

Parece que esta nueva concepción de la democracia ya no surgiera de Europa. ¿Qué iba a surgir de Europa, escenario de la tesis y de la antítesis, de las dos formas de violencia, la de clase y la de raza? El sentido nuevo de la democracia tenía que salir, como en 1776, de América; América devol-viéndole a Europa en un lema, en un enunciado, en un blasón, aquello que había recibido en doctrina, en enseñanza, en experiencia. Rousseau y Mon-tesquieu tuvieron su expresión realizadora en el Acta de la Independencia de Estados Unidos. Todas las luchas de Europa por la nueva libertad tenían que expresarse en el lacónico y sajón lenguaje del presidente Roosevelt. (Aplausos) Pero el problema apareció de nuevo palpitante. Los enunciados estaban ya: libertad de expresión; libertad de conciencia religiosa; libertad de vivir sin temor; libertad de la miseria. Las tres primeras indispensables para la realización de la cuarta. Sin libertad de expresión, sin libertad de

131 Se refiere a las «Cuatro Libertades» (Four Freedoms) proclamadas el 6 de enero de 1941 por Franklin D. Roosevelt (presidente de los EE UU por cuatro mandatos, entre 1933 y 1945) como base esencial de la democracia, en oposición al eje totalitario alemán-italiano-nipón. Estas eran: «libertad de palabra y expresión en todo el mundo» (Freedom of speech and expression, everywhere in the world); «libertad de cada persona para adorar a Dios a su manera, en todo el mundo» (Freedom of every person to worship God in his own way, everywhere in the world); «libertad de la necesidad […] que asegure a cada nación una vida pacífica y saludable para sus habitantes, en todo el mundo» (Freedom from want, […] which will secure to every nation a healthy peacetime life for its inhabitants, everywhere in the world); y «libertad del miedo […] hasta el punto […] que ninguna nación esté en posición de cometer un acto de agresión contra un vecino, en todo el mundo» (Freedom from fear, […] to such a point […] that no nation will be in a position to commit an act of physical aggression against any neighbor, anywhere in the world).

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conciencia, sin libertad de vivir sin temor, no hay libertad de la miseria, porque la tesis totalitaria y nacional-socialista nos dice que no son nece-sarias las otras libertades para que el pueblo coma. Pero la democracia res-ponde que comer sin libertad es el destino de un prisionero. (Aplausos pro-longados) Desde América surge la voz, surge el anuncio. Por eso un autor francés, en 1941, en su libro The Making of Tomorrow (Haciendo el mañana) decía: «Este conflicto del mundo es un conflicto que es a la vez vertical y horizontal. En esta guerra hay el conflicto vertical de las naciones claves; pero hay el conflicto horizontal de las ideologías»132. (Aplausos) Y después de un análisis brillante, con ese claro modo de expresarse de los franceses, llegaba a la conclusión que entre todos los ismos que Europa había dado, había un ismo de respuesta a todos, el americanismo, que había de señalar al mundo las formas de organización democrática; que había de abarcar, también, los problemas sociales. (Aplausos)

Y así hemos llegado al minuto crucial en que la democracia tiene que cumplir su destino. Pero de nuevo aquí aflora como una necesidad histó-rica la tesis formulada en nuestra conferencia anterior. La democracia y la libertad son principios universales como el de la justicia; pero cumplirlos impone cauces particulares, centros de gravitación, coordenadas. La liber-tad es tan útil aquí como en los Estados Unidos; en Francia como en la Patagonia; pero la manera de realizarla, la manera de vitalizarla, la manera de convertirla en una libertad no sólo teórica, no sólo política, sino tam-bién económica y social, impone que ella adapte su programa a la realidad de cada espacio-tiempo histórico. (Aplausos) El nuevo significado de la democracia consiste, frente a la tesis de los que aún en el mundo quieren marchar al lado de la democracia, pero mirándola irónicamente, como se mira a un enfermo grave de plazo corto, consiste en que la democracia esté capacitada para resolver íntegramente los problemas económicos y sociales. Y no tiene por qué ser un fenómeno de transición. Este es el hecho impor-tante. Si miramos a la democracia como un pasaje transicional hacia otro

132 El autor aludido es Raoul de Roussy de Sales (1896-1942), periodista francés que radicó en los EE UU antes de la II Guerra Mundial y publicó enérgicas denuncias contra el nazismo.

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estado social o económico, entonces seremos los transeúntes o turistas de la democracia, pero no la sentiremos como una solución vital de los pro-blemas y estaremos conspirando de nuevo para la victoria de la teoría de la violencia, que es la única solución posible frente y contra el planteamiento social de la democracia. (Aplausos prolongados)

Queda hoy, una vez liquidado el nacional-socialismo, la tesis que nos siguen repitiendo, que la salvación económica del mundo sólo podrá ga-narse por la dictadura de una clase. Y las cuatro libertades, frente a esta tesis, ¿qué nos dicen? Que la libertad de la miseria debe ser para todas las clases. (Aplausos) Porque, como tuve oportunidad de señalarlo en mi con-ferencia anterior ¿cuál sería el destino de los pueblos cuando la clase pro-letaria industrial todavía no se ha formado? Si solamente pueden cumplir su misión libertadora las clases proletarias industriales de esa industria que hace máquinas, que forja acero y que determina el respaldo del gran capi-talismo, ¿qué diremos nosotros los pueblos de industrialismo incipiente?… ¿hacia dónde vamos?… ¿vamos a pasar del coloniaje de unos al coloniaje de otros?… ¿o vamos a resolver por nosotros mismos el gran problema, considerando que la solución o la respuesta a la gran interrogante de si el mundo puede ser libre no la va a dar una clase sino la va a dar el mundo mismo? (Aplausos) Para oponer a esa tesis de la violencia y de la clase un sentido democrático integral, es imperativo darle a la democracia un dinamismo social integral también; porque sólo así podremos con ventaja demostrar que la democracia no es un período de transición, sino que es en sí un objetivo; es en sí una dirección relativa; que se puede concebir la solución de los problemas del mundo en otra dimensión. Pero que nosotros no podemos concebirla sino dentro de la dimensión de la libertad. Y esta es la voz de América, porque América tiene viva y permanente una tradición de libertad. (Aplausos prolongados) Porque en nuestros pueblos del norte o del sur surge por la idea de patria el concepto de democracia. Nosotros no hemos vivido el proceso de los pueblos europeos. Para nosotros la historia de la independencia nos está enseñando que luchar contra el poderío mo-nárquico español, era luchar al mismo tiempo para tener patria y para tener una democracia. (Aplausos prolongados) No hay, pues, confusión posible.

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Por eso es que, desde América, surge esta nueva concepción de la demo-cracia y la libertad; esta nueva concepción que incorpora al concepto de democracia el de justicia social; porque es inconcebible para nosotros los americanos ninguna forma de dictadura que nos traiga libertad. De abajo o de arriba la dictadura es muy conocida en nuestra historia. Fue siempre la negación de la libertad, la negación de la dignidad y hasta la negación de la patria. (Aplausos prolongados)

Es sobre estos conceptos que el aprismo erige su concepción de la de-mocracia. Partiendo de los enunciados discutidos aquí en la conferencia anterior, nosotros, ubicados desde nuestro espacio-tiempo histórico y no mirando las cosas desde Europa hacia América sino de América hacia Europa, descubrimos mejor nuestra propia realidad. Y ese es el punto de partida de esta concepción, de este movimiento, de esta ideología, que es democrática en su esencia y desde su punto de partida; que no abdica y no puede abdicar del concepto de libertad, porque cree, precursoramente, que puede renovarse a la democracia, para resolver así el problema de la justicia sin inmolar la libertad. Esta es la esencia filosófica del programa aprista incomprendido hace 15 años, porque se anticipó un poquito a las cuatro libertades. (Aplausos prolongados)

Enfocada la realidad histórica americana, no con retina europea, ni con periscopio europeo, que también ocurre con mucha frecuencia mirar desde acá con ojos de allá, nosotros descubrimos este panorama, estos dos centros de gravitación, estas dos coordenadas históricas: la América máquina, in-dustrializada velozmente, aceleradamente, y la América campo, la América agrominera, la América productora de materias primas, ambas unidas in-contrastablemente, e inexorablemente unidas, surgiendo cada una con una tradición de diferente magnitud, procedencia y extracción, creando ambas problemas de descoordinación y marcando ambas la necesidad de resolver con sentido hemisférico y sin abdicar de una clara visión de las coordenadas de este problema, de armonizarse y de integrarse, ya que tenemos que ser vecinos mientras el planeta exista. Es distinto plantear los problemas desde acá que desde allá. Yo los miré hace ocho años desde allá y sé que si se ve desde allá, se aprende a contemplar y apreciar la unidad de los problemas.

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Es sólo una cuestión de lejanía, porque siendo cuestión de lejanía, quien pretenda desde allá hacer el análisis, se va a equivocar siempre. Había, pues, que acercarse, hundir bien los pies en nuestro suelo, para realizar un movimiento de emancipación mental y darle a esa actitud una solvencia filosófica. Había, pues, que proclamar muy alto que estábamos maduros ya; que éramos adultos, que podíamos, dando las gracias a las andaderas, le-vantarnos un poquito y pedir nuestra llave de la puerta de calle. (Risas) Esa es la actitud de mi generación desconcertada, confundida, pero jamás asus-tada. Frente al gran problema que tenía que plantearse, preferimos romper con los modos de mirar la realidad peruana; y sintiéndola desde otro ángulo más nuestra y mirándola desde acá, planteamos en este movimiento que tan pronto arraigó en la conciencia, en la intuición de nuestro pueblo, una nueva forma de enfocar no sólo la realidad peruana, sino también la reali-dad continental, ya que ambas son innegables e inseparables como nos los enseña nuestra historia.

Yo aprendí en Europa, donde se aprenden muchas cosas, una lección política de un niño de 15 años. Viajaba desde Bruselas a Basilea mirando muy cerca la frontera alemana. Iba un niño francés de 15 años discutien-do con su madre que era briandista. Entonces el pensamiento pacifista de Briand133 ocupaba mucho la mente de cierto sector de la opinión mundial. La mamá trataba de convencer a su hijo y éste, en el coche restaurant, mirando a través del ancho cristal de la ventana, le decía: «No mamá, yo seré pacifista cuando los que están al otro lado de la frontera también lo sean». Y entonces, cuando la madre le objetaba, el chico le hizo este ra-zonamiento, que para mí fue deslumbrante: «¿Tú sabes por qué existe la Francia?» La madre le dijo: Pour l’sprit («Por el espíritu»). No, le dijo el niño: Pour l’Armée («Por el ejército»). (Aplausos) Y le dijo después: «El día que no tengamos el ejército esos entran acá». Con este pensamiento fui a Inglaterra y al primer chico de 15 años con quien me encontré en Oxford, le dije: «¿Por qué es libre Inglaterra?» Y él me dijo: «Por la marina». (Aplau-

133 Aristide Briand (1862-1932) político pacifista francés que tuvo un rol destacado en la formación de la Sociedad de Naciones en 1925 y en la firma del Pacto de Locarno con Alemania, que lo hizo merecedor del Premio Nobel de la Paz en 1926. En 1929 propuso la Unión Federal Europea.

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sos) Si aquí detenemos a un niño de 15 años en la calle, es posible que no nos sepa responder por qué somos libres. (Risas y aplausos) Porque, como la guerra europea lo ha demostrado dentro de la arquitectura política del viejo mundo, la fuerza es la única ley. Y la existencia de cada Estado fue precedida por la existencia de un buen ejército. Esa es la tradición de Euro-pa mientras no resuelva sus problemas. Pero, en realidad, en estos 20 países latinoamericanos la pregunta no podría contestarse del mismo modo. No vivimos con esa sensación de peligro; lo tuvimos cuando la independencia, por eso andábamos juntos. Después el peligro se hizo cada vez más lejano, a excepción de México por la invasión francesa, y del Perú, Chile y Ecuador por la recrudescencia134 de la invasión española. Pero una vez limpiados los mares, vivimos holgada y reposadamente. Nosotros no tenemos, como el inglés, la preocupación de que si la marina no está en la puerta, el otro se mete dentro de la casa. (Risas y aplausos)

Nosotros no nos hacemos nunca esta pregunta del peligro, porque nues-tra existencia está custodiada, bien custodiada desde su comienzo. En di-ciembre de 1826, Canning decía, como primer ministro de Inglaterra, con cierta arrogancia: «Yo hice la independencia del nuevo mundo, para balan-cear el equilibrio del viejo»135. Feliz resultado del balance de poderes euro-peos con el que se completa después el balance de poderes anglo-america-nos. Nuestros 20 países han podido realizar el caso único en el mundo de que siendo países que no constituyen potencia militar, tienen libertad polí-tica. Ni Australia, ni Canadá, ni ningún pueblo débil de la tierra, durante el siglo XIX, gozaron de esta ventaja. El mundo había dado una sentencia: si no tienes cómo defender tu libertad, no mereces tenerla, y serás colonia o protectorado. Pero aquí en América se realizó la venturosa paradoja; y fuimos políticamente libres y pudimos ejercer nuestros derechos de Estados soberanos, sin necesidad de constituirnos en potencias militares. Nuestra

134 Sinónimo poco usual de recrudecimiento. 135 George C. Canning (1770-1827) político inglés de línea conservadora que fue canciller (1823-

1827) y primer ministro (1827). Estuvo en este último cargo sólo 119 días, por el súbito quebran-tamiento de su salud.

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vigilancia fue de acuerdo con nuestros recursos; pero evidentemente una Doctrina Monroe y un equilibrio de intereses ayudaron a América a mante-ner su independencia del Estado. Pero esta gran ventaja histórica provocó en nosotros una desviación. No pensamos que esto era para la América La-tina o Indoamérica una suerte; que éramos la excepción. No adquirimos el sentido de nuestra propia ubicación. Nosotros sabemos perfectamente que durante los 100 años pasados cualquier contingencia de fuerza habría aca-bado con nuestra libertad. La habríamos peleado con heroísmo y con deci-sión, pero frente a los grandes poderes del mundo, habríamos caído segu-ramente. Fuimos pues en nuestro origen el resultado de un feliz equilibrio. No hemos vivido el proceso de los Estados europeos. Cuando estuvimos en peligro nos juntamos, sintiendo que era la única manera de defendernos. Pero cuando el peligro se alejó, nos sentimos separados unos de otros; nos miramos por encima del hombro. Ahora, con esta guerra totalitaria, cuan-do los alemanes se acercaron al África, entonces hemos dicho de nuevo: «Las Américas unidas, unidas vencerán». (Aplausos prolongados)

De aquí la pregunta: ¿Hemos acaso perdido el tiempo? El mundo marcha a nuevas expresiones nacionales. El mundo, como el universo einsteniano, también se va expandiendo. De los grupos feudales se desplaza en Estados nacionales; el Estado nacional crece y se expande en el pueblo-continente. La cuestión espacio geográfico es evidentemente un asunto de gran importancia. Es el escenario de los Estados. Son los grandes y anchos países los que tienen el porvenir seguro: son los pueblos-continentes. No pueblo-continente en el estricto significado de la limitación geográfica, de acuerdo con lo que aprendemos en la escuela, de la división continental de la geografía física; pueblo-continente, en el sentido de una dimensión dada, por ejemplo Rusia, que es un país que abarca dos continentes, es un pueblo-continente; China en sí misma, que es un gran país metido dentro del continente geográfico asiático, es un pueblo-continente. Estados Unidos y los otros países geográficamente de sus dimensiones, hasta el propio Brasil, están en la categoría, por su extensión, de pueblos-continente. Tenemos, también, señaladamente, al Imperio Británico, que es una nueva forma

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dimensional de varios pueblos-continente. Pero Europa tiene que aspirar a convertirse también en pueblo-continente136.

El mundo se va expandiendo; la técnica así lo impone, hay que coor-dinar las bases de una nueva dinámica político-social. Aquí en América nosotros tuvimos la visión precursora y profética de Simón Bolívar, como si hubiera adivinado el destino futuro del mundo y de la historia. Simón Bolívar nos señaló el camino de la unidad continental como secreto para nuestra defensa común, como forma de afianzamiento de nuestra sobera-nía estadual, como garantía de nuestra función prevalente137 en el mundo del futuro. Ese pensamiento también fue recogido por nosotros. Al anun-ciar nuestro nuevo programa tuvimos en cuenta estos hechos, recordamos la misión histórica del Perú, más aún, su destino geográfico. ¿No fuimos dentro de los países de este continente, escenario focal en la época pre-colombina, con el Imperio de los Incas, centro u ombligo el Cusco, de la coordenada imperial del Tahuantinsuyo? Después, en el virreinato, centro y foco también. Y después, en el drama de la Independencia, el continente no puede libertarse mientras el Perú no se independice. Y es en el prócer escenario peruano de Ayacucho donde la libertad se sella. ¿Por qué abdicar de estos destinos? Por qué, si la dirección de la historia, si la dirección de la geografía, si la dirección de los problemas evolutivos nos están marcando el destino del Perú, ¿por qué no trabajar para que él siga constituyendo así la coordenada focal de un movimiento de coordinación americana?… (Aplausos prolongados)

Esa fue la gran interrogante inicial del aprismo. Por eso surge nues-tro movimiento haciendo estas invocaciones que parecieron insólitas y desconcertantes en la hora, acaso anticipada, en que fueron formuladas. Nuestro programa de 1931 plantea así, esa función del Perú, que acaso

136 El filósofo cajamarquino Antenor Orrego Espinoza (1892-1960), inspirador de la Bohemia de Trujillo y fundador del APRA, introdujo la tesis sobre los pueblos-continente en su libro Pueblo-continente, ensayos para una interpretación de América Latina (Santiago de Chile, 1939). Dicha tesis mereció la aprobación de Haya de la Torre, quien desde entonces la incorporó al corpus doctrinal del aprismo.

137 Neologismo de Haya de la Torre. En este caso prevaler no equivale al galicismo prevalecer (sobre-salir), sino que retorna a su raíz latina praevalere («predominar» o «imponerse»).

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Piérola, con penetrante mirada, en el primer programa de su partido la señala también; y que el año 1889 lo repitió, cuando dijo: «No queremos hacer del Perú una federación, sino pensar en una federación de Estados del Pacífico»138. (Aplausos) Pero el problema se complicaba con la tremenda situación mundial. Íbamos a pasos gigantes hacia la guerra, que veíamos llegar como una sombra siniestra.

Por otra parte, debido a la rapidez de las comunicaciones, fue posible que el mundo se confundiera y se perturbara como resultado de una falta de organización dimensional de su responsabilidad. La noticia que viene de Europa y que nos llega con la velocidad de la luz por la radio, antes de poder ser oída a mil metros del sitio donde se emite, de acuerdo con la velocidad del sonido, a veces nos ilusiona y nos desconcierta, haciéndonos creer que podemos sentirnos también en Europa o confundir nuestros problemas con los europeos. El afán de ciertos hombres, que también perdieron acá la brú-jula de su ideario político, de seguir importando ideas, de asirse de una u otra tabla para salvarse, porque sentían que habían perdido el piso. Aumen-tó la confusión de una clara orientación de lo que debe ser para nosotros la democracia, el que se usaran las armas vedadas de confundir un enfoca-miento139 sincero, patriótico, honrado y realista con una posición negativa y renegada. Todo esto ahondó la perturbación y fuimos perdiendo el tiempo en un momento en que había que ganarlo, en que era preciso, sin embargo, a toda costa, realizar un esfuerzo para conformar la doctrina democrática nuestra. Y ese fue nuestro planteamiento. En primer término, nuestro siste-ma de relaciones con la otra América, formulado en términos de igualdad, formulado en términos de necesidad, porque era error creer que nosotros la necesitábamos más de lo que ella nos necesita a nosotros. Había que equi-

138 Nicolás de Piérola (Arequipa 1839-Lima 1913), el primer caudillo popular de la historia republi-cana del Perú, fundó el Partido Demócrata en 1882. Haya de la Torre se refiere a la Declaración de Principios del Partido Demócrata, breve y a la vez valioso documento firmado en Lima el 30 de marzo de 1889, donde Piérola señala: «El pensamiento demócrata no fue nunca dar al Perú aisladamente forma federativa, sino prepararlo a la constitución de los Estados Unidos del Sud-Pacífico, compuesto por la repúblicas en éste situadas; confederación que la funesta guerra de 1879 ha retardado quién sabe por cuánto tiempo; pero que vendrá indefectiblemente».

139 Acción de enfocar. Neologismo de Haya de la Torre.

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librar este problema de la necesidad. Lo dijimos también con anticipación y cuando llegó el peligro de la guerra, fue Norteamérica la que dijo que necesitaba de nosotros más que nosotros de ella, sobre todo para su defensa militar. (Aplausos) Poco a poco fuimos teniendo, pues, las victorias que satisfacen tanto a los que amanecen muy temprano. (Aplausos) Y hemos visto cumplida al fin la posibilidad de una realización democrática en esta nuestra coordenada peruana y continental. Para nuestras relaciones con la América-máquina, con la América-industria, con la América realizadora de la democracia, con la América que ya formuló, en el nuevo lenguaje, con las palabras de Lincoln, lo que es el «gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo»; con la América que se había independizado140.

Resplandece claramente que en América también valía el principio fundamental de las democracias sajonas, que es el derecho de rebelión cuando el Gobierno no responde a sus deberes. (Aplausos) Porque ese el sentido del equilibrio de la democracia inglesa y de la democracia sajona, fijada en el Acta de la Independencia de los Estados Unidos, cuando dice que si el Gobierno no responde a su obligación de asegurar la libertad, la solidaridad y la felicidad de los habitantes del país, debe ser cambiado. Y Lincoln, en su primer discurso al tomar el poder de los Estados Unidos, confirma este derecho, que es el derecho de protesta, que es el derecho prevalente y vital de la democracia inglesa, que es el derecho que señala un límite al Rey a tener su gobierno y su oposición, que es la obligación de discutir y de no asustarse con las críticas de la discusión. (Aplausos) Que es en buena cuenta el ejercicio pleno y educador de la libertad. Por eso como norma realizadora y coordinadora de la vecindad de estas dos Américas, la que había realizado la democracia y la que estaba recién cumpliéndola, surge nuestro lema aprista que dice: «Interamericanismo democrático, sin imperio». (Aplausos)

Y ya dentro de nuestra realidad, dentro de los límites de nuestra coorde-nada, nosotros tenemos que encarar nuestros problemas de la democracia

140 Frase de Abraham Lincoln (presidente de los EE UU 1861-1865) de la «Oración de Gettysburg», del 19 de noviembre de 1863, discurso en honor de los soldados caídos en la Guerra de Secesión.

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ubicados en nuestro espacio-tiempo histórico. No es la misma realización democrática la de Francia o la de Estados Unidos, que la de una realidad como la nuestra. La libertad es la victoria común, es el tesoro común, es la solvencia común, es el principio común; pero la realización de esta libertad tiene expresiones diferentes. Hay derechos garantizados, afirmados y legi-timados en la democracia sajona que recién entre nosotros están fortale-ciéndose y aún se bambolean, porque todavía no son fuertes. Hace muchos siglos que el ciudadano inglés puede decir: «Mi casa es mi castillo. A ella entra el aire, el fuego, la lluvia; pero no el Rey». (Aplausos) Hace muchos siglos que los principios elementales del derecho humano, de la dignidad del hombre, están ya conquistados y asegurados en aquellas democracias que nos han demostrado que a base de libertad tienen garantizadas la su-pervivencia y la cultura. Pero en nuestro espacio-tiempo histórico, lo que allá era consumación, todavía acá era prolegómeno. Esa era la diferencia. Necesitábamos afirmar las bases mismas de nuestra democracia. Pero no siendo nuestra realidad la de aquellos pueblos, nuestra democracia tenía que comportar diferentes expresiones, otros lemas, nuevas invocaciones políticas. Si un líder político de Estados Unidos dijera: Yo llevo como pro-grama eliminar el analfabetismo en los Estados Unidos, posiblemente iría a un manicomio muy pronto. (Risas). Aquí es una realidad; es un imperativo. Como éste hay muchos otros lemas que harían imposible trasladar un pro-blema político de nuestro espacio-tiempo histórico a otro espacio-tiempo histórico. Lo que aquí resulta necesidad, allá puede resultar locura. Del mismo modo las medidas que allá se aplican, cuando se quieren trasplantar acá, aquí también pueden ser locura. (Aplausos)

Cuando, por ejemplo, pretendemos imitar la ley de impuestos de los Estados Unidos, porque se usa en Estados Unidos, cometemos una locura. Y es que existe una confusión. Uno se puede poner un sombrero o un par de zapatos norteamericanos; pero no trasladar una idea, que es distinto. (Aplausos)

Ideas políticas, conceptos políticos, sistematizaciones políticas, tienen que emerger de cada realidad; tienen que aflorar de cada coordenada polí-

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tica y económica. El error nuestro siempre fue la importación de ideas, por la pereza mental, por la incapacidad para concebirlas. (Aplausos) Nuestra base democrática, pues, asumió una dirección diferente, repito, subrayo, porque forma parte de mi argumentación anterior. Tenemos como norma el mismo espíritu democrático. Tucídides decía que «la historia se repite, porque la naturaleza humana es siempre la misma». Pero nosotros respon-demos que la historia se repite siempre superada, siempre modificada por el espacio-tiempo histórico en que la historia se desenvuelve. (Aplausos)

Sobre esa tesis, nuestro enfocamiento de la democracia tenía pues que adquirir dimensiones propias conforme a nuestra realidad. ¿Qué habría sido nuestra democracia en sus mejores épocas? Un poco como una imitación de la democracia griega: libertad para unos cuantos asentada sobre una in-mensa plataforma de esclavos. (Aplausos) No había penetrado nuestra de-mocracia a las raíces mismas de nuestra organización social. Sus principios eran franceses. Habíamos dividido el país hasta en departamentos, como Francia está dividida en departamentos. Casi toda nuestra legislación ini-cial fue calco. Quisimos ser franceses nosotros, para ser de Chile los alema-nes. Era el calor de los países jóvenes que tenían garantizada su seguridad, y que, como todos los jóvenes, podían jugar imitando a los grandes. Pero eso forma parte de nuestra infancia nacional. El tiempo da saltos. Dialéc-ticamente es así. Esos saltos se llaman, según Hegel, los saltos cualitativos, los saltos de calidad. Cuando la guerra europea se produce, el Perú da un primer salto de calidad. Con esta nueva guerra, con esta incorporación del continente americano a la categoría de país rector de la política mundial, de todos modos, nuestra patria, con todas las patrias de este continente, han dado un gran salto de calidad. Asumen un nuevo destino histórico y, por ende, una nueva dimensión de responsabilidad. Ya no podemos seguir imitando. Ya no podemos seguir jugando a lo que hacen los grandes. Ya no podemos seguir siendo colonos mentales de cualquiera. La libertad, la independencia y la soberanía no son sólo palabras. Responden a concep-tos, responden a actitudes mentales, responden a Estados de conciencia nacional. Somos adultos; portémonos como adultos. Es la hora, pues, de abandonar las andaderas; porque como lo ha dicho Luis Alberto Sánchez,

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«ya estamos con pantalones largos». (Aplausos y risas) Y ahora tenemos que responder al llamado universal de la democracia con la respuesta que diga cómo vamos a resolverla en nuestra patria: No a la francesa. No a la norteamericana. Vamos a resolverla a la peruana. (Aplausos prolongados)

Esta posición nos plantea una primera cuestión, la cuestión del escép-tico, la cuestión del hombre que no quiere pensar, la cuestión del hombre que a pesar de los pantalones largos quiere que lo lleven de la mano toda-vía sus libertadores políticos. Y entonces él nos dice: no, no estamos listos para la democracia. Y cuando se conquista un gran paso a la democracia, se sienten tan mal, porque la gente respira, conversa y critica, vale decir, comienza a dar señales de lo que podría llamar Aristóteles «animales po-líticos», con el adjetivo. (Aplausos) Y dice: ya ve usted qué peligrosa es la democracia; todo el mundo habla, todo el mundo protesta, todo el mundo critica. Y entonces, hay que cantarles el canto aquel de La Ilíada, e invitar-los a que lean la rapsodia XXI de Homero, y a que recuerden que, en una democracia, se puede disputar hasta en la misma forma como disputaron Afrodita y Atenea, sin perder el signo de la igualdad, que es la libertad de disputar. (Aplausos)

Nuestra democracia enfoca, pues, una realidad de sentido común fren-te al hombre que cree tener el sentido común. Cuando nos dice: no esta-mos listos para la libertad, no estamos listos para la democracia. Nosotros le respondemos: ¿Para qué democracia? ¿Para la democracia inglesa? No estamos listos. ¿Para la democracia norteamericana? No estamos listos. Pero, para una democracia que contenga esencia de almas y que aplique pragmáticamente normas de realización propias, para ésa sí estamos listos. (Grandes aplausos)

Y aquí de nuevo volvemos hacia Pericles; dijo él: «La democracia de la Hélade es escuela». En el Perú el lema es mismo. Dos mil quinientos años después podemos enarbolar como un signo de eternidad, de postulado de la libertad humana, que para realizar acá la democracia, tenemos que hacer una democracia que haga del país una vasta escuela. (Aplausos prolonga-dos) Yo he dicho alguna vez que, como regla general, en estos países del continente ha habido, en su primera etapa, dos tipos de Estado: El Estado

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dictatorial del hombre de mando, que consideró a todos los ciudadanos como reclutas; y el Estado dictatorial del hombre de hacienda, que consi-deró a todos los hombres como peones. En algunos países de América ha habido una distinta concepción del Estado, de otro tipo, ya más financiero, que consideró al hombre como mercadería. (Risas) Pero nuestro punto de partida es el enfocamiento de la realidad del Estado como escuela, como educación, como cultura. Como escuela no sólo de lecciones teóricas, sino de enseñanza de ejemplaridad en la conducta viva, ostensible y sujeta a la crítica de la opinión. (Aplausos) Escuela con buenos maestros, aque-llos maestros que hacen causa en los países que realmente quieren tomar rumbos civilizadores; maestros cuya biografía se pueda leer entera. (Aplau-sos) Democracia que eduque para la libertad, sin tenerle miedo a la liber-tad. Porque sólo tienen miedo a las conquistas sociales y políticas aquéllos que no se han tomado el cuidado de abrir un poco los libros de Historia. (Aplausos)

Más que nunca ahora necesitamos educarnos para aprender a mirar con otros ojos un mundo en rápida transformación. Y más que nunca ahora ne-cesitamos educarnos para marchar al compás, al ritmo de todos los pueblos del mundo que han obtenido ya con la victoria de la guerra, el triunfo de las normas democráticas. «No estamos listos para la democracia», pues a prepa-rarnos para estar listos. Porque no van a subsistir pueblos bajo dictaduras en el mundo futuro; porque cada dictadura, por lejana que esté, es un germen peligroso de renacimiento del nacional-socialismo; y el nacional-socialismo es guerra, porque es negación de la libertad. Luego, nuestra tarea democrá-tica es imperativa. Salto atrás no va a ser posible dar ya en este mundo que lloró lágrimas de sangre para derrotar a los enemigos de la democracia. Salto atrás no va a dar ya la tierra, no va a dar ya la historia, porque eso sería el triunfo de Hitler más allá de la tumba. La contra-historia ha fracasado, la tremenda frustración del fascismo, es la respuesta a la invocación arrogante de que la libertad debía ser suprimida en el mundo. El mundo ha contestado con la sangre de su sangre: la libertad tiene que prevalecer. Si no sabe usted usarla, aprenda a usarla. (Aplausos prolongados) Más fácil es gobernar a los pueblos con la tiranía, porque en la tiranía basta tener un buen aparato

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policial, que imponga el silencio y la obediencia. Existe una comparación con el sistema pedagógico: el tirano trabaja menos, como trabaja menos el maestro de palmeta. Pero el maestro que quiere auscultar la personalidad del alumno, tiene que conocer sus anhelos, descubrir su vocación, orientar sus deseos, conocer sus inquietudes, educarlo; en una palabra, ese maestro trabaja más, como trabaja más el gobernante democrático que tiene que escuchar, que tiene que orientar, que tiene que explicar, que tiene que su-frir, que tiene que padecer la incomprensión, el apresuramiento o la falta de sentido de responsabilidad frente al uso prematuro de una libertad recién conquistada. (Aplausos prolongados)

El aprismo enfoca, pues, así, la democracia: como una enseñanza que encauza la democracia como una escuela; la democracia como una cultura. Pero la filosofía de esta democracia se apareja con el ritmo de los tiempos, con los problemas palpitantes de este minuto de la historia. No queremos sólo democracia política, queremos democracia social; queremos democra-cia que incorpore al hombre no sólo como ciudadano, sino también como trabajador manual e intelectual. Queremos democracia que haga valer los derechos del número y de la calidad cuantitativa y cualitativa. Que no sola-mente cuente los votos del electorado, sino que sepa qué categoría mental y qué responsabilidad tiene ese electorado. (Aplausos) No es la democra-cia que entienden algunos, de igualdades rasantes y destructoras de todo estímulo personal. Es la democracia de la igualdad en la oportunidad; de la igualdad en el punto de partida; de la igualdad, diremos con el lenguaje juvenil, de la igualdad en la chance. (Aplausos)

Pero no una democracia que sea tirada y arrastrada como quienes no saben marchar con sus propios pies. No una democracia de privilegios para nadie. Ni privilegios arriba, ni privilegios abajo. La igualdad de oportuni-dad, la igualdad en el punto de partida, la igualdad en las posibilidades. Esa es la base y la esencia de una democracia social. Su filosofía, funcio-nalmente hablando, se basa en la dignificación de todos los trabajos sobre el principio de que todos los trabajos son útiles y necesarios, que no hay que establecer categorías de trabajo, sino darles a todos el mismo rango de dignidad. Voy a poner un ejemplo sencillo de la dignidad de todos los tra-

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bajos, de la utilidad de todos los trabajos: ¿Qué haríamos si no existiera el zapatero? ¿Qué haríamos si no existiera el sastre o el maestro, el médico o el ingeniero, el arquitecto, la enfermera, el obrero que trabaja en la fábrica o el barrendero que nos deja limpias las calles al amanecer? ¿Qué haríamos si no existiera el buen farmacéutico? ¿Qué haríamos si no existiera el hombre que en cualquier rango de actividad humana algo aporta como trabajador del músculo o del cerebro? Andaríamos desnudos o descalzos, o ignorantes o enfermos, o no tendríamos las calles limpias, o no leeríamos el diario por la mañana. Y todo eso es trabajo; trabajo que muchas veces creemos que basta con pagarlo, pero cuya importancia reconocemos, por ejemplo, cuan-do se declara una huelga general. (Aplausos prolongados)

Entonces la filosofía de una democracia funcional o social se basa en la dignificación de todos los trabajos. Ya el capitalismo en muchos aspectos ha cumplido una obra de dignificación. Alguna vez he recordado que el doctor en odontología de hoy se confundió en el pasado con el solícito barbero que desempeñaba las dos funciones al mismo tiempo; los Wunderdoktor de los alemanes141, los mágicos, los curanderos, son los precursores de los médicos. Cuando al trabajo manual y empírico se le da la dignificación del cono-cimiento, de la ciencia y de la cultura, el sacamuelas de ayer es el doctor en odontología de hoy; y el curandero de otrora es el médico cirujano tan necesario en nuestros días. Generalicemos la obra de dignificación por la cultura de todos los trabajos y daremos a cada una de las labores su rango social de dignidad y de utilidad. En Estados Unidos a un maquinista de lo-comotora se le llama ingeniero y es muchas veces ingeniero142. Y a medida que la técnica progresa e incorpora más al hombre a la vida del Estado, la técnica exige de cada trabajador mayor capacidad, mayor cultura. El obrero de la industria elemental es muy distinto del obrero calificado de la gran industria. La siderurgia y la fabricación de armamentos, de aviones, de ra-dios, de refinadísimos aparatos de la técnica moderna, exige obreros que

141 Wunderdoktor (“doctor maravilloso”) es un término irónico. Es más usual Wunderheiler (“curador maravilloso”).

142 En inglés, el término engineer (“maquinista”), que desde el siglo XVIII se aplica al operario de máquinas complejas, es el mismo que identifica al moderno ingeniero titulado.

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muchas veces saben más, mucho más, que algunos de nuestros patrones por razón de técnica. Así es el proceso de la dignificación de la cultura. Así es el proceso de la dignificación de la democracia. Entonces, el nuevo Estado no incorpora al hombre simplemente porque es ciudadano, si no porque realiza una función en la vida colectiva. Esta es una democracia que hace del ciudadano un trabajador; la democracia de la función, la democracia social, la democracia inseparable de los nuevos propios de justicia integral; la democracia que se confunde con el gran problema económico contem-poráneo; la democracia que ya no es sólo derecho político; la democracia que ya no es sólo arquitecturación143 política, sino planificación económica; organización estadual de la función social de la producción, de la distribu-ción y del consumo de la riqueza, dentro de un plan de libertad.

Así, desde nuestro ángulo, nosotros podemos enfocar esta realidad y decir: aquí, en nuestro espacio-tiempo histórico la democracia tiene una nueva dimensión; la democracia puede cumplir muy bien el rol integral de solucionar los problemas sociales en todos sus aspectos. No va a ser un Estado de transición. Es un nuevo camino de dirección, es una nueva forma de expresión vital y dinámica de la libertad del hombre, de las necesidades del hombre y de las satisfacciones de las necesidades del hombre, sin sacri-ficar la libertad. (Aplausos prolongados)

Y así, desde este punto de vista, podemos responder algunas preguntas a quienes desde otro mundo, desde otro continente y por encima del mar, nos digan: «Nosotros podemos indicarles a ustedes los caminos para resol-ver sus problemas de justicia». Ya no, papacitos. Ya no, señores. Nos faltaba la libertad; pero teniéndola, estamos abocados a encontrar nuestro propio camino para cumplir la justicia. (Grandes aplausos). Que ya no vengan de allá. Basta. Recogemos el legado de los Derechos del Hombre de la Revo-lución Francesa, y recién a los cien años vemos que vamos a comenzar a aplicarlos efectivamente. No vamos a esperar otros cien años para aplicar el experimentado ruso. Vamos a aplicar el nuestro. (Grandes aplausos) El pro-blema de la justicia social forma, pues, parte del problema de la democracia

143 Neologismo de Haya de la Torre.

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de nuestra época. No tenemos por qué recurrir a otras fórmulas. Encontre-mos las nuestras, recusando las otras. Acaso nuestro escenario geográfico, nuestro espacio-tiempo histórico, nos ofrezca dimensión económica o geo-económica que signifique un factor verdadero e innegable del enfocamiento de nuestra propia realidad. La democracia tiene que cumplirse económica-mente. La democracia tiene que realizarse económicamente. ¿Cómo va a realizarse económicamente? Ese es el tema de la conferencia del próximo día. (Prolongada ovación)

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Antenor Orrego Espinoza(Montán, Cajamarca 22-V-1892-Lima 17-VII-1960)

Fue desde muy joven destacado periodista y promotor cultural. Tuvo a su cargo la publicación de los diarios La Reforma (1915), La Liber-tad (1917) y La Semana (1918).Desde esa posición ayudó a formar el grupo intelectual conocido como La Bohemia de Trujillo, dando a conocer a jóvenes talentos como César Vallejo, Alcides Spelucín, Francisco Xandóval, Carlos Valderrama, Macedonio de la Torre y Víctor Raúl Haya de la Torre. Asociado con Alcides Spelucín, Orregó fundó el diario El Norte en 1923, que sirvió de base al nacimiento del aprismo en esa región hasta su clausura por las autoridades en 1932.Orrego fue colaborador habitual de publicaciones culturales de van-guardia de Lima y provincias como fue el caso de Amauta, la revista fundada en 1926 por José Carlos Mariátegui. Fue defensor y promo-tor del talento poético de César Vallejo, cuyos primeros libros fueron denostados por la crítica literaria limeña.En mérito a su trayectoria literaria la Universidad de Trujillo le otor-gó el doctorado honoris causa en 1946. Fue asimismo rector de esta Universidad entre 1946-1948.Su actividad como escritor es tan notable como su actividad polí-tica. Tuvo un rol protagónico en el movimiento universitario y sin-dical que dio origen al aprismo. Fue diputado constituyente aprista en 1931-1932, director de La Tribuna y La Antorcha en 1933-1934 y senador en 1945-1948. Por su invariable militancia en el Partido Aprista tuvo que experimentar la tensión y el peligro de la clandes-tinidad y sufrió prisión en dos oportunidades, la segunda de ellas por ocho años, entre 1948 y 1956.Antenor Orrego fue un filósofo de honda mirada, interesado en los temas éticos y el misterio de la creación artística, así como estudio-so de la personalidad y la sensibilidad características de las grandes

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colectividades. Intelectualmente siempre estuvo atento a diversas vertientes filosóficas y tuvo especial sensibilidad hacia las culturas orientales.Entre sus principales obras se encuentran: -Notas marginales. Ideología poemática (1922); -El monólogo eterno (1929); -Pueblo continente. Ensayos para una interpretación de América Latina (1939 y 1957),Fueron publicados en forma póstuma:-Estación primera. Artículos publicados en Amauta (1961);-Discriminaciones (1965); -Hacia un humanismo americano (1966).Para la presente antología ha sido seleccionado el ensayo «América, tercera dimensión de la cultura de occidente», capítulo 4 de Pueblo continente. Ensayos para una interpretación de América Latina (edición revisada de 1957), donde el autor reflexiona sobre el aporte presen-te y futuro de Perú y América Latina dentro del nuevo proceso de universalización de la cultura occidental que caracterizó al siglo XX.

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AMÉRICA, TERCERA DIMENSIÓN DE LA CULTURA DE OCCIDENTE144

Pueblo-continente, 1957Antenor Orrego Espinoza

1. La absorción del mundoEl espíritu humano no puede expresarse sino apropiándose, absorbien-

do el contorno material y psíquico en que opera, incorporando en su do-minio la sustancia neutra de la naturaleza. En términos racionalistas, el yo, no es sino en no-yo, el mundo exterior, aplacado, vencido, subyugado por la inteligencia. Comprender es tanto como aprehender y absorber, y la eficacia del cerebro, como instrumento de creación, depende de su capacidad res-ponsiva ante los impactos de la realidad.

La cultura no es otra cosa que esa capacidad dinámica de aprehensión que el hombre pone en juego en el acto de conocer. Capacidad absorbente de esponja que incorpora dentro de su conciencia, es decir, dentro de su ser, la vasta y rica multiplicidad del Universo. Por eso, la cultura consiste, esencialmente, en la mayor o menor sensibilidad para sentir como Una, como propia e individual, la existencia total del Cosmos. Por eso, también, el hombre culto frente al paisaje lo profundiza y se lo apropia, lo hace carne de su conciencia y de sí mismo, mientras el salvaje o el hombre primiti-vo, se desliza, resbala sobre él, como sobre una superficie impermeable, sin comprenderlo ni aprehenderlo. Todo el proceso íntegro de la vida, desde el mineral hasta el hombre, es una gradación de respuestas, cada vez más agudizadas y afinadas, ante los impactos del mundo. La conciencia no es

144 Este es el Capítulo 4 de la segunda sección «Buceando en el abismo» del libro de Antenor Orrego: Pueblo-continente. Ensayos para una interpretación de la América Latina. Corresponde a las pp. 79-93 de la segunda edición: Ediciones Continente, Buenos Aires, 1957; edición que estuvo a cargo de Alcides Spelucín y Julián del Águila Valera.

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sino una concatenación de respuestas al Universo, el diálogo que el hombre entabla con las cosas. Este diálogo comienza con lo que se conoce en biolo-gía por la irritabilidad de los organismos inferiores y remata con el canto, la música, la poesía, la filosofía en el hombre.

Cultura es, pues, sinónimo de sensibilidad y, por eso, el cerebro se cons-tituye como una antena fina y vibrátil y aprehende y traduce en pensamien-to y en acción los mensajes múltiples del Cosmos. Desde que hay una sensi-bilidad actuante, cesa el caos porque ella aglutina, a la manera del imán, las fuerzas dispersas y heterogéneas que antes carecían de congruencia; porque ella liga, en una síntesis, las cosas y los hechos más lejanos que, de súbito, se acercan y encuentran su conexión y su sentido. El fiat lux bíblico es la aprehensión de las cosas por la conciencia. Sólo entonces es posible la luz porque está es, ante todo, y sobre todo alumbramiento interno.

En este respecto, podemos definir, genéricamente, la cultura, como la congruencia de un determinado orden de cosas ante la conciencia del hom-bre. Empero, esta congruencia selectiva que agrupa cosas, hechos y fuerzas afines, no es una clausura absoluta e intransferible, como lo quiere Spengler en su concepción de los ciclos y organismos culturales. Si la forma cultural muere —ya lo dijimos en otra ocasión— el espíritu cultural, la vibración anímica que la forma expresó, persiste y se transfiere a la vida total de la historia.

Más, la captación de la naturaleza por la conciencia, tiene, también, como las cosas, una realidad dimensional. Conocemos en longitud, en lati-tud y en volumen. Es decir, como punto geométrico, como línea geométrica y como espacio geométrico. Cuando la inteligencia ha captado el mundo en su tercer aspecto o de profundidad, entonces comienza, también, a aprehen-derlo como función, como sustancia móvil y fluida, como actividad conti-nua, como conjugación y fluencia perennes. De aquí, igualmente, tres for-mas de pensar. Por la primera, las cosas son, sin relación ni choque posible; es decir, sin discernimiento y sin dubitación, sin investigación comparativa. Manera primitiva, simplista e ingenua. Por la segunda, las cosas son y no son en absoluto, se establece una dualidad irreductible, una negación in-transitiva, sin transferencia posible. Por la tercera, las cosas son y no son a la

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vez, están haciéndose y deshaciéndose continuamente; es el sentido de la fluencia y del devenir perpetuos. Manera dialéctica, viva, conocimiento en volumen y en profundidad.

2. La concepción monodimensionalComo fenómeno o hecho experimental completo hasta el estadio ac-

tual de su desarrollo, no conocemos sino un ciclo de cultura, el cielo histó-rico llamado de Occidente. Es también el más inmediato a nosotros y, por ello, el más accesible a nuestro análisis. La cultura árabe no es una realiza-ción tan vasta y universal como la nuestra. Las culturas griega y romana no podemos precisarlas todavía en toda su rigurosa significación, y de las otras culturas antiguas: la asirio-babilónica, la egipcia, la china, las indostanas, las culturas americanas y africanas, apenas tenemos de ellas meras referen-cias literarias, arqueológicas y geográficas. Y si es que hubo una cultura o varias culturas atlánticas que alcanzaron, tal vez, mayor universalidad que la nuestra, sólo poseemos la vaga y lacónica alusión del Timeo platónico.

El campo experimental sobre el cual van a operar estas meditaciones es, pues, la cultura europea, tanto por su proximidad, cuanto porque nosotros mismos, en cierta manera, somos actores de ella. Esto, que es una enorme ventaja subjetiva, es, también, una desventaja, por aquello de que no se puede conocer el bosque en su integridad objetiva estando dentro, sumer-gido en la espesura. Empero, al conocer, no podemos prescindir de nosotros mismos y debemos sufrir las limitaciones inherentes a nuestra naturaleza.

Cuando decimos que una cultura se desarrolla en tres estadios geomé-tricos, y deducimos de tal afirmación conclusiones generales, somos abso-lutamente conscientes del compromiso demostrativo que asumimos con nuestros lectores. Pero, esta labor que supone tiempo, documentación y referencias precisas no podemos realizarla en estos ensayos que están desti-nados a trazar, a grandes rasgos, el perfil esquemático de América Latina, la visión rápida y lacónica de sus destinos. No se trata de un apresuramiento inmotivado. Buscamos un objetivo pragmático: el planteamiento ante la inteligencia de las juventudes latinoamericanas de un vasto campo de me-ditación y de acción inmediata.

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El hombre de la cultura occidental, aun en sus ejemplares más eminen-tes, ha solido ser el sujeto de una sola dimensión. El filósofo, criatura espe-culativa, encerrábase en su gabinete de estudio y clausurábase para la vida: hombre de entelequias abstractas, se dedicaba a generalizar a costa de las realidades concretas, y deshumanizaba su corazón a costa de las realidades del amor. El hombre de acción, sujeto del poder político y de las realidades inmediatas y tangibles, desmesurábase en las actividades externas y superfi-ciales, tornábase egocentrista, despótico, frío, cruel y estrechaba su razón y su sensibilidad hasta el nivel inferior del homínido geológico. El hombre de ciencia, sujeto de una disciplina particular, cuando la vida es toda una dis-ciplina unitaria y total, no veía más allá del hecho experimental y del fenó-meno, y ahogaba en su especialización el resto de sus posibilidades y demás potencias de sí mismo. El hombre del apostolado o del amor, solía conver-tirse en el sujeto ritualista y dogmático de una confesión mística y religio-sa, y trocaba su razón, su cerebro y su pensamiento en el hecho simplista, ingenuo y nativista de la infancia, rehusándose a toda explicación, a toda expresión racional y trascendente de la vida. Todo esto puede sintetizarse como la monocultura o deformación del hombre en sus partes. El hombre ha nacido para ser una criatura integral, ya que es un ser integral en la esencia más íntima de su naturaleza. Estamos destinados a conocer, a obrar y a vivir en tres dimensiones. No significa esto un sueño ni es imposible o utópico, porque está dentro de nuestra naturaleza, porque es inherente a la conformación privativa de nuestro ser, porque, inclusive como excepción, se ha producido en ciertos espíritus —muy raros por cierto— que nos reve-lan la extensión y la potencialidad del hombre y que, como adelantados de la humanidad, marcan su camino futuro.

3. La función del mitoLos hombres de las culturas primitivas solían condensar en narraciones

simbólicas, en leyendas alegóricas, en apólogos significativos, en parábolas docentes la sabiduría colectiva de su progenie, los conocimientos y descu-brimientos científicos de sus mayores, el acervo de su experiencia política

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y religiosa, la dirección y el sentido de sus destinos. Los mitos han sido, por mucho tiempo, los conductores y maestros supremos de la humanidad. Ellos guiaban a las diversas agrupaciones humanas y les señalaban la tarea que les tocaba realizar en el curso de la historia. Alumbraron el camino del hombre y definieron, consciente o supra-conscientemente, el significado de su trayectoria vital.

Cuando al latinoamericano le toca iniciar su misión histórica, el nivel general del hombre ha alcanzado un extraordinario desenvolvimiento de conciencia intelectual. Las condiciones del mundo han cambiado radical-mente. La infancia de América no es la misma infancia del mundo primiti-vo, así como la infancia de un niño civilizado, no es la misma que la de un niño salvaje. La humanidad ha tenido y tiene muchas infancias. Tras de un período de involución ha comenzado siempre un proceso de desenvolvi-miento evolutivo. No podemos explicarnos de otra manera los florecimien-tos y los eclipses de las grandes civilizaciones. Como en las leyes cósmicas, en la historia, también, de la inadaptabilidad y de la vejez se marcha al caos o a la nebulosa, y de ésta a un nuevo nacimiento y a una nueva infancia. El nuestro ocupa el piso más alto de la espiral evolutiva de los pueblos. Somos los sucesores de todas las culturas precedentes y los herederos directos de la cultura europea, cuyo tercer estadio dimensional estamos destinados a desarrollar en su plenitud.

Queremos decir que los medios y los instrumentos antiguos no pue-den ya servirnos. Nuestros mitos, si es que preferimos seguir llamándolos así, tienen que ser mitos racionales, intelectuales, científicos. Tenemos que crear instrumentos apropiados que definan, de un modo preciso, el sentido de nuestros pasos presentes y que iluminen el sentido de nuestros pasos futuros. Debemos forjar los vehículos necesarios de nuestras intuiciones generales, debemos perfilar los lineamientos que definan el carácter y la esencia específica de la tarea que habremos de desarrollar en la historia del mundo. Es preciso poner a contribución los esfuerzos de los guías presentes de América, de aquellos espíritus conductores que entrevén el camino y que son capaces de precisarlo. Los pueblos no pueden vivir sin tener una

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tarea por delante. Ésta fue antiguamente la función de las profecías, de las leyendas y de los mitos. Ellos estructuraban su pensamiento y su acción co-tidianos y, en torno de ellos, como en torno de un sistema vertebral, adqui-rían dirección y sentido los acontecimientos, los sucesos y las acciones de los pueblos. De allí surgieron, como de una fuente común, las costumbres, los códigos morales, la esencia, el arte, los sistemas religiosos y las legisla-ciones. En suma, todo aquello que constituye la vida total de un pueblo en el lapso de un ciclo histórico.

4. El punto geométrico y la línea geométrica de la cultura occidental

Al trazar la trayectoria de América Latina ya hicimos notar las nacio-nalidades modernas se originan de la célula política, que es el feudo o pa-rroquia medieval, y cómo los organismos nacionales de hoy están destina-dos, por impulsión dialéctica, por la energía inherente a su crecimiento, a desenvolverse en vastas agrupaciones continentales. Política y económi-camente, el feudo es el punto geométrico de la cultura de Occidente, es la restricción localista llevada a sus máximas consecuencias. El castellano o el señor se comportan como un pequeño soberano independiente. Hace la guerra, concierta alianzas, verifica cesiones de tierras, preside la economía de su comarca, administra el derecho y la justicia de los siervos. La mo-narquía —ya lo dijimos, también—, es una entidad puramente jurídica y moral, débil, militar y económicamente. El monarca es sólo el primer señor feudal y su dominio efectivo sólo se ejerce sobre sus tierras feudales, como los otros señores, sus iguales. Para el caso, recordemos la forma ritual y significativa con que la nobleza ungía a los reyes francos. La monarquía me-dieval anuncia y es la precursora de la nacionalidad moderna, tanto como la Liga de las Naciones —débil, abstracta, jurídica y moral, como la monar-quía de entonces— anuncia y es la precursora de las vastas agrupaciones continentales del futuro.

La economía y la producción son de carácter esencialmente local y comarcano. Se produce sólo para consumir e incidentalmente para cambiar. Economía de consumo, de trueque y de intercambio de especies. La

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economía no tiene significación periférica sino centrípeta, no se universaliza sino que se restringe. Sólo cuando aparece la manufactura se produce, también, la segunda dimensión de la economía, la línea geométrica de la producción comercial. Entonces, se produce no ya para consumir y trocar sino para vender. La moneda y la máquina son los factores principales de este segundo plano económico. La célula de producción se ha convertido, dialécticamente, en un organismo de producción. El productor individual y aislado se ha diluido en el compañero y en el artesano. El punto señero del individuo se dilata en la agrupación de puntos económicos, en la línea gremial de producción. Estamos ante la alborada de las nacionalidades modernas.

La ciencia, el arte y, sobre todo, la filosofía, son eminentemente teológi-cos en el Medioevo. Es sintomático que Santo Tomás de Aquino escribiera una Summa filosófica desde el aspecto exclusivamente teológico. Se decía que la Teología era la madre de las ciencias y, desde el plano biohistórico, es absolutamente cierto que la Teología y la Metafísica constituyen la célu-la generadora, el punto geométrico de la mentalidad occidental. La Summa tomística fue el intento poderoso de reducir el conocimiento humano a la Teología, de centralizarlo en un punto, de reducirlo a una dimensión espe-culativa. La Iglesia es la administradora y el guardián celoso de la ciencia medieval. El sacerdote y el convento son los mejores vehículos de las ac-tividades culturales en aquella época, y en medio de la ignorancia general de los pueblos bárbaros son los únicos maestros que fundan y sostienen escuelas, que ilustran y adoctrinan a los hombres.

Para el hombre medieval, la Cristiandad era el centro y el ombligo del mundo; los demás eran pueblos paganos, indignos de la gracia divina y del ingreso al Paraíso de los justos. Las Cruzadas fueron vastas empresas teo-lógicas; se sostuvo que el indio de América no tenía alma, y el más serio obstáculo que encontró Colón a su paso fue que la redondez de la tierra era contraria a las enseñanzas de la Biblia. Galileo, por su parte, tuvo que abjurar públicamente de sus teorías sobre la rotación de la tierra, y muchos investigadores eminentes fueron las víctimas del concepto monodimensio-nal del mundo que entonces imperaba. Astronómicamente, la tierra era el centro del universo; el Sol y los planetas giraban alrededor de ella.

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El descubrimiento de América y los viajes de los navegantes dan a la Geografía una segunda dimensión, y el concepto de la lejanía se incorpora a la mentalidad general del hombre medio. El punto se hace horizonte y perspectiva. Es el momento en que se inicia el movimiento renacentista, cuya expresión prototípica es la enciclopedia, visión panorámica y en su-perficie del conocimiento, de la ciencia, del arte, del hombre, de las cosas y del mundo. Pico della Mirandola es un mar pleno de erudición y de saber y Leonardo de Vinci es escultor, dibujante, pintor, naturalista, ingeniero, mecánico, arquitecto y filósofo.

La ciencia militar comienza fundándose en la célula de combate en el individuo, en el caballero armado de punta en blanco. Los escuderos o asistentes no entran en la lucha y son simples auxiliares de los guerreros. El valor individual es decisivo de la batalla, y la Edad Media está llena de los hechos hazañosos de los caballeros. Don Quijote sale solo a la conquista y a la redención del mundo. El torneo, el combate singular es la forma típica que define la guerra medieval y la batalla no es sino la lucha de millares de parejas individuales y aisladas. No era raro el caso de que el combate de una selección de caballeros decidiera la suerte de los pueblos. Era una lucha ce-lular en que la batalla se desenvolvía en innumerables torneos particulares. El concepto del honor y de la cortesía personal llega a un desmesuramiento increíble. Tirad primero, señores ingleses, dice un capitán francés a sus adver-sarios. Por mi honor, por mi Rey y por mi dama, era la fórmula sacramental del juramento caballeresco.

Sólo algunos siglos después los ejércitos se organizan en grupos, en ma-sas movibles de combate. La táctica y la estrategia de los capitanes, co-mienzan a cobrar una importancia de primer plano. El valor individual es reemplazado por la organización y la eficiencia colectiva del grupo. El punto militar se ha convertido en la línea militar, la célula en organismo. Es el brote primigenio de la guerra moderna. No insistiremos más, en esta rápi-da sinopsis, porque rebasaríamos el carácter esquemático de estos ensayos. Bástanle al lector las ideas apuntadas para orientarlo en el sentido de nues-tras conclusiones generales.

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5. El volumen geométrico o la dimensión de profundidadHacia fines del siglo XIX y principios del XX, se inicia el movimiento

de profundidad o de volumen geométrico en la cultura de Occidente. Ya no se toman las cosas, los hombres, los sucesos, los pensamientos y las acciones en su aspecto dualístico, en sus antinomias intransferibles e irreductibles, sino en su movimiento y en su función, en su fluencia viva y en su moción dinámica. Nada existe aislado y señero, todo existe como relación funcio-nal, como congruencia orgánica, como devenir constante y perpetuo. Cada ser es con respecto a otro un simple punto de referencia, un eslabón que lo une al todo, lo explica y lo define. Entre cosa y cosa, entre ser y ser no hay muros inabordables e insalvables; todo está en contacto perenne, en correspondencia mutua y recíproca. Todo puede ser centro y periferia del universo a la vez, según la función que desempeñe en la realización y ex-presión total de la vida.

Conocer la vida en volumen es conocerla en su complejidad, en su pro-fundidad y en su actividad funcional. Ni el chofer, ni el motor, ni las ruedas, ni la carroza son el automóvil, sino la correlación dinámica, la congruencia funcional, el ajuste preciso y matemático de todas las piezas enmarca. El automóvil es una expresión orgánica e imponderable, cuyo cerebro reside en el piloto y cuya moción integral surge de una perfecta concordancia mecánica. Si nosotros sólo lo conocemos en sus múltiples piezas o resortes, o si sólo establecemos dualidades irreductibles entre el motor y el chofer, entre las ruedas y la carroza, jamás llegaremos a aprehender su sentido vital. Es la misma dualidad que estableció la filosofía racionalista entre el bien y el mal, entre la verdad y la mentira, entre el espíritu y la materia, entre el pecado y la virtud, entre la libertad y el destino, entre la vida y la muerte, entre Dios y el mundo, seccionando la vida en sus partes, reduciéndola a resortes o ruedas aislados, sin su íntima trabazón o concordancia funcional.

El conocimiento aislado de las piezas separadas es lo que hemos llama-do el punto geométrico de una cultura, el conocimiento incompleto y uni-lateral de las dualidades es lo que hemos denominado su línea geométrica. Cuando una cultura comienza a conocer en volumen, cuando comienza a

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aprehender las cosas y los seres en su función, es entonces cuando penetra en su estadio de profundidad, en su tercera dimensión. En el primero, la cul-tura es analítica o anatómica; en el segundo, es deductiva o fisiológica; en el tercero, es sintética o vital.

Conocer las cosas en función, es conocerlas dentro de una perspec-tiva, desde un determinado punto de vista que está presto, sin embargo, a transmutarse, inmediatamente en uno nuevo. Lo absoluto, lo fijo y lo inmutable como valoración arquetípica está fuera del conocimiento actual del hombre. Conocemos por relación, y cada ser o cada cosa es una simple referencia al universo. La mentalidad del hombre contemporáneo, no con-trapone ya la cultura y la vida, la razón y la realidad, como valías separadas y distintas. Constituyen un solo proceso y, de esa suerte, conocemos la vida en función de la cultura y ésta en función de la vida.

6. La tercera dimensión de OccidenteLa expresión positiva y de mayor plenitud hasta hoy en esta etapa

que podíamos llamar también la etapa funcional de la cultura, se produce con el pensamiento de Einstein, que representa la tercera dimensión del conocimiento científico europeo, así como el de Newton representó, de manera acabada y conclusa, la etapa anterior, la segunda dimensión, la que hemos llamado cultura de línea geométrica y que corresponde, en su expresión última, a la etapa racionalista. En la filosofía, Spinoza, Descartes y Kant representan esta etapa.

En correlación simultánea, la filosofía de la historia y la investigación arqueológica, inician esta misma expresión relativista en el pensamiento y en los trabajos de Spengler y Frobenius. Las culturas pasadas surgen así, a la vez, como organismos conclusos, como facetas de un todo fluyente y como puntos de referencia en la expresión del espíritu universal. De idén-tica manera, las ciencias naturales y biológicas abandonan las irreductibles dualidades anteriores y avanzan una explicación más sintética, cabal y pro-funda de la vida.

La genial teoría de Marx nos da, por primera vez, una concepción bio-lógica y dialéctica de la historia. Como prolongación y consecuencia de

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sus estudios comprendemos, claramente, que la economía capitalista entra en su etapa de imperialismo monopolista, que Lenin estudia con certera precisión. El capital rebasa los mercados nacionales hacia las «zonas de influencia». Aparecen las contradicciones internas del sistema, es decir, las dualidades irreductibles entre producción y distribución, entre capital y trabajo, entre circulación y cambio; se acentúa, dentro del Estado, la beligerancia de las clases económicas que está llegando, en estos días, a su máxima virulencia. Ha desaparecido la producción individual y aislada del artesano, es insostenible la producción social y de grupo frente a la apro-piación individualista y privada de la plusvalía; la interdependencia econó-mica del mundo, lucha contra la dictadura financiera de la gran industria. Desde distintos ángulos, es el alborear de la etapa revolucionaria, es decir, de la tercera dimensión de la economía en que la producción debe entrar en función de la distribución y ésta en función de aquella.

A la perspectiva geográfica que amplió el mundo por el descubrimien-to de América, los viajes de los navegantes y la navegación a vapor, su-cede el sincronismo geográfico del mundo contemporáneo por el empleo del teléfono a larga distancia, de la radio, del telégrafo, de la navegación aérea. Lo que ocurre en Londres, Addis Abeba o Buenos Aires, repercute, inmediatamente, en la conciencia de todos los hombres de la tierra. Cada país vive en función del globo entero científica, artística, económica y po-líticamente. Un crack en la Bolsa de Nueva York, un golpe de Estado en Serbia, la formulación de una teoría científica en Alemania, el auge de una escuela literaria en Francia, una guerra civil en España y un movimiento revolucionario en Rusia, tienen repercusión e influencia mundiales145. En rigor del término, no hay ya acontecimientos locales sino acontecimientos de una extensa proyección universal. Cada hombre de hoy, cualquiera que sea su raza o su país, va siendo moldeado, en cierto modo, por el planeta entero. El pensamiento, la emoción y la acción del hombre se realizan en la dimensión de todas las razas y, por consecuencia, en la plenitud de su profundidad funcional.

145 Esto se escribió en 1936.

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Y si nos hemos de referir al aspecto negativo de este estadio de la cultu-ra de Occidente, la guerra actual es del todo diferente a la guerra medieval y a la guerra de la llamada época moderna en los siglos XVIII y XIX. Ya no sólo la constituyen las masas del ejército, sino, también, las poblaciones civiles, la población industrial, el equipo de la ciencia, la potencia económi-ca, los tanques, la radio, las ferrovías, las escuadras marítimas, el aeroplano, los gases químicos, las ondas eléctricas. Todos los recursos de la civilización concurren al efecto destructivo de las masas armadas. Ha desaparecido completamente el factor individual del soldado aislado y la lucha se ha socializado. La guerra es ahora una actividad eminentemente funcional, como todas las otras actividades en la vida de los pueblos contemporáneos.

7. América en la corriente históricaPodemos vislumbrar ya las ingentes consecuencias para el hombre del

futuro de esta etapa de la cultura que apenas empieza y que está destinada a un amplio y maravilloso desenvolvimiento. Sería demasiado complejo si nos detuviéramos a examinar los multifacéticos aspectos de este desarrollo. Bástenos indicar las valoraciones de proyección capital:

1º Dimensión intelectual e histórica, que resolverá en una totalización uni-taria como fuerza vital y pragmática, la dualidad hasta ahora irreductible entre el enciclopedismo renacentista y la especialización técnica del siglo XIX, energías ambas que hasta hoy se chocan, se contraponen y que, sin embargo, rigen el metabolismo psíquico, si se permite la expresión, de la historia y de la mente contemporáneas. Se trata del conflicto entre el hom-bre de la generalización y el de la especialidad, entre la capacidad panorá-mica de la inteligencia y su capacidad concreta y específica, entre el filósofo y el experto, entre el estadista y el técnico.

2º Dimensión fisiológica y étnica, que ha de realizarse por el abrazo y la fusión universal de las razas humanas, surgiendo, así, un nuevo tipo de hombre ecuménico que constituya un vehículo o instrumento humano más flexible, apto y permeable a la expresión multidimensional del espíritu.

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3º Dimensión política y social, que resuelva en vastas unidades jurídicas y económicas, las antinomias o antagonismos indeclinables que existen hoy entre los nacionalismos aislados, negativos y atómicos del mundo, que im-piden las vastas síntesis políticas a las que se encamina la historia contem-poránea.

4º Dimensión ética, que vengan a romper los patrones rígidos, dogmáticos y antivitales de las morales de tribu, que desempeñaron una función discipli-nadora en la infancia de los pueblos, pero que ahora obstruyen y embarazan la superación espiritual del hombre. Instauración de una moral amplia, en función de la vida contemporánea, que haga de la conducta una actividad móvil, libre, fluyente y espontánea, y no un código de inhibiciones en el que la prohibición desempeña el principal rol de la existencia ética. En suma, una moral positiva del «obrar» y del «hacer», reemplazando a las morales negativas del «no hacer» y de la represión.

5º Dimensión estética, que ha de realizar la expresión total del hombre y de la vida, no ya a través de los cartabones clásicos de las razas aisladas, de los cánones preceptivos, de la agrupaciones celulares, sino, a través de una estética libre que actúe en función de todas las estéticas particulares, en función de todos los temperamentos y climas espirituales de las razas; de una estética que por ser profunda y por haber buceado los estratos primor-diales y comunes del hombre, sea accesible a la comprensión, a la emoción, al entendimiento y a la sensibilidad de todos los hombres del planeta.

Por lo menos, dos de estas valoraciones se hallan en trance de reali-zación en América de modo visible e indiscutible: la que hemos llamado dimensión fisiológica y étnica y la que hemos denominado dimensión política y social. Ambas constituirán el receptáculo material, el aparato o vertebra-ción tangible y sustancial de las otras valoraciones inmateriales e imponde-rables que deben sustentarse en ellas.

América ha sido el lugar de cita de todas las sangres. Los innumerables vertederos de las razas han venido a juntarse en esta fuente católica, en esta

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cuenca ecuménica del planeta. La fusión se ha realizado o está realizándose en parte en los Estados Unidos y, de una manera completa y absoluta, en los países de la América Latina.

De idéntica suerte, los nacionalismos restrictivos y atomizantes de Eu-ropa se han resuelto en Estados Unidos en la vasta coordinación federal de veinte estados, que pudieron disgregarse individualmente, como en el Viejo Mundo, y que han constituido una unidad económica, política, cultural y social. Es la primera agrupación continental que ha tenido éxito en la his-toria en toda su plenitud orgánica. A ésta seguirá una segunda agrupación, de carácter continental también, en los pueblos de América Latina que van salvando, con un forcejeo inaudito, los escollos atávicos de la influencia europea.

Estos dos hechos capitales bastan para perfilar el futuro destino de América, sobre todo, entre los pueblos indoamericanos, que surgen de una más plenaria integración universal. Los pensadores no han solido valuar, en la amplitud de sus proyecciones humanas, estos dos fenómenos, exclusiva y típicamente americanos, que son, sin embargo, los indicios evidentes de una nueva etapa en la historia del mundo.

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Luis Alberto Sánchez(Lima 12-X-1900; 06-II-1994)

Se inició como escritor siendo apenas un adolescente en el Boletín Escolar del Colegio de los Sagrados Corazones de La Recoleta. Sin haber concluido todavía la secundaria, participó en revistas litera-rias universitarias como Lux y Ariel, donde trabó precoz amistad con Abraham Valdelomar, José Carlos Mariátegui, Ladislao Meza y otros escritores que colaboraban con los jóvenes. Se formó profesional-mente en Letras y Derecho en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, donde fue uno de los protagonistas de la lucha por la reforma universitaria (julio de 1919) al lado de Manuel Seoane y uno de los animadores del Conversatorio Universitario (setiembre de 1919), que pretendió renovar el estudio de nuestra historia repu-blicana, al lado de Raúl Porras y Jorge Guillermo Leguía. Sin haber concluido sus estudios universitarios publicó estudios li-terarios desafiantes e innovadores como Los poetas de la Revolución (1919); La literatura peruana. Capítulo de ensayo preliminar (1920), tesis de bachiller de Letras publicada por entregas en los diarios La Prensa de Lima entre el 5-VIII y 7-VIII de 1920 y El Comercio de Cus-co entre el 19-VIII y 6-IX; y Los poetas de la Colonia (1921). Fundó el estudio cultista de la vida y obra del autor de Páginas libres con la tesis Elogio de don Manuel González Prada (1922) y durante sus pri-meros años como catedrático sanmarquino publicó el primer estudio sistemático del quehacer literario nacional con La literatura peruana, d Derrotero para una historia espiritual del Perú (Tomo 1, 1928; tomo 2, 1929). Dio inicio en América Latina al género de la biografía no-velada con Don Manuel (1930), tres años antes que el cubano Jorge Mañach con Martí, el apóstol (México, 1933).En 1931 Sánchez se afilió al aprismo y será desde entonces uno de sus dirigentes más característicos. En las seis décadas siguientes fue tres veces rector de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos;

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catedrático en diversas universidades del continente; diputado, se-nador, constituyente y vicepresidente de la República; prolífico pe-riodista y autor de más de un centenar de obras de diversos géneros, algunas de ellas de varios volúmenes. Un tema en el cual Sánchez ha destacado de manera especial, como autor y como político, ha sido el fortalecimiento de la identidad cultural que hermana a los pueblos del continente, expresada en sus obras El pueblo en la revo-lución americana (1942); Historia general de América (1ª ed. 2 tomos, 1942; 12ª ed. 4 tomos, 1985); ¿Existe América latina? (1945); Escrito-res representativos de América (9 tomos; 1971, 1972, 1976); e Historia comparada de las literaturas americanas (4 tomos; 1973-1976). Dentro de este mismo temperamento se inscribe uno de sus libros más ca-racterísticos El Perú, retrato de un país adolescente (1958; reedición: 1963, 1973, 1987), que tuvo dos secuelas: El Perú, nuevo retrato de un país adolescente (1981) y Flash de un país a punto de dejar de ser adoles-cente (1987). Se trata de un libro de interpretación de la realidad y la identidad peruana en el contexto continental desde diversos ángulos de observación y combinando distintas metodologías, partiendo de la sociología, la historia y la crítica literaria hasta llegar a la crónica de viaje y el simple anecdotario personal. Para la presente colección de ensayos ha sido seleccionado el texto «Creadores y rapsodas», correspondiente al capítulo séptimo de Perú, retrato de un país adolescente (1958). En este ensayo Sánchez hace gala de su fina ironía y se rebela contra los lugares comunes acerca de la identidad cultural peruana.

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CREADORES y RAPSODAS146

El Perú: retrato de un país adolescente, 1958Luis Alberto Sánchez

El crear, el recrear y el no-crear¿Es el Perú un país de creadores? Toda nación lo es, en cierta medida

y durante determinados períodos. Pero, ¿ha creado algo el Perú, ahora, o sigue creando como antes?

En las letras, han sonado, con indistinto volumen, los nombres de Va-llejo, Eguren, Chocano, González Prada, Palma, Garcilaso. No me refiero a los rapsodas o recreadores, entre los cuales podrían estar algunos de intere-santes relieves como Pardo, Segura, Alegría y otros. De aquellos primeros separemos a Vallejo, Chocano, Garcilaso y en parte, González Prada; los cuatro (el último por diverso modo) desarrollados bajo otro clima o en pug-na con el medio ambiente.

¿Querría decir que un peruano, para crear, debe vivir fuera del Perú?Detesto las generalizaciones por falsas. Mas, tienta el caso. La idolatría

por Vallejo es posterior a su muerte; la estimación a Chocano, comienza ahora; Garcilaso fue un extraño por siglos; González Prada vivía desterrado de los medios dispensadores de fama y hasta se organizó una fiesta, un día de 1912, frente a su hogar, destinada a zaherirle indirectamente, muy a la limeña.

Eguren y Palma crearon en Lima. Pero, Eguren, hasta muy entrada su adultez, era un genio exótico. La justipreciación de José María comienza hacia 1916 y se acentúa en 1929 por obra de los heterodoxos de las letras. Para entonces, ya había producido lo más característico y decantado de su

146 Ensayo correspondiente al Capítulo 7 de Perú, retrato de un país adolescente (1958). La selección hecha proviene de la segunda edición (Ed. UNMSM, Lima, 1963, pp. 213-240). Las notas de pie de página son de los editores del presente libro.

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obra: Simbólicas y La canción de las figuras. Mientras Chile pese a explica-bles controversias, rinde homenaje en vida a Gabriela, a Vicente y a Pablo, nosotros esperamos el otoño o el invierno de una existencia para tributarles el consuelo de nuestra adhesión cuasi póstuma. Nos caracteriza el regateo, no la generosidad.

Palma fue el único vencedor viviente. Pero, es que él encarnaba el as-pecto descriptivo, exterior (en parte también Chocano), grato al peruano, su picardía cierra el paso a todo acento patético.

No se busque ninguna explicación en el pretenso clasicismo del que ha-blaba Riva Agüero en su Elogio del Inca Garcilaso. Podría ponerse en tupida tela de juicio el clasicismo de Palma y de Eguren, y aún habría generosidad para admitir su posibilidad tan siquiera. Búsquese más bien en nuestra su-perficialidad que, llegada a extremos transcendentales, debería denominar-se «epidermicidad».

Alegría y Roca de Vergallo crean, lo que crean, fuera del país147.

Tocante a temas políticos, ¿cabe mayor prueba que la de Haya de la Torre, padre de un modo de interpretación americana, respetado en el con-tinente entero, creador a quien, sin embargo, el sector que dispensa famas en el Perú trata de negarle, no sólo el pan y el agua, sino el eco y su aureola?

Podríamos ir más allá.

¿Quién, sino Francisco de Paula Vigil, mal o bien, nos llevó a primer plano en el debate de ese gran tema que es el problema de los jesuitas y el del patronato eclesiástico, recibiendo el anatema directo y público del Papa? ¿Y no le tuvimos arrinconado en la Biblioteca Nacional los últimos treinta años de su existencia? ¿Y no se le silencia hasta hoy?

147 Ciro Alegría (1909-1967) escribió sus célebres novelas La serpiente de oro (1935), Los perros ham-brientos (1939) y El mundo es ancho y ajeno (1941) exiliado en Chile; el poeta Nicanor della Roca de Vergallo (1846-1919) escribió y publicó en Europa y en idioma francés la mayoría de sus libros, como Les Méridionales (1871), Feuilles du coeur (1877) y Livre des Incas (1879).

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Ignacio Merino, el pintor representativo de nuestro siglo XIX, se refugia en asuntos europeos y vive en la propia Europa para defender su vocación.

Claro que por razones de aprendizaje y de ámbito, Daniel Hernández y Carlos Baca Flor exprimen las ubres del arte en París y Nueva York. El último nos da tema a una larga meditación. Después de haberse iniciado en Chile y de haber sido el retratista de los grandes capitalistas; se extinguió en París. Yo propuse en 1946 al gobierno de mi patria adquirir a título gratuito más de treinta obras de Baca Flor que guardaban sus dos discípulas predi-lectas en Neuilly. Ellas sólo pedían pasaje de ida y vuelta a Lima para llevar e instalar el tesoro dejado por el artista, y disfrutar, mientras viviesen, de la pequeña propiedad dejada por aquél. El caso tuvo resonancia periodística y parlamentaria. Lo plantée en la Cámara de Diputados y en el diario La Tri-buna. Nueve años más tarde, se adquiría algo menos que aquello a cambio de sesenta mil dólares, sin la tierna espontaneidad que se requería y sin la gratitud que se ofreciera. Baca Flor sigue siendo autor ignoto para la mayoría de los peruanos. No para los norteamericanos ni para los franceses.

Un día de 1919 ó 1920 llegó de Europa, África y Argentina, un pin-tor recio, de talante muy castellano y pincel muy mestizo y hasta indio. Se llamaba José Sabogal. Revolucionó la pintura del país. Tuvo discípulos. Después de largos debates se le empezó a hacer justicia. Más tarde, no sólo le atacaron los rivales de su estilo —que eso pudiera ser comprensible—, sino que le arrebataron la dirección de la Escuela donde ejercía estimulante influencia, y se le negó las tres veces de Pedro, y la cuarta de otro apóstol casi sin nombre, el peor de todos: Judas.

A cambio de tales rechazos ¡qué garrulería para elogiar los bailes de la sociedad Equis, la oratoria del maestro Zeta, los dengues ideológicos del diplomático I griega, los poemas del poeta-diplomático o burócrata Jota!

Ya sé, ya sé que Saint John Perse es decir Alexander Léger-Léger es también diplomático, pero ¡de qué laya! Y, ¡qué soledad la que se ha la-brado como atmósfera de su poesía! Sí, ya sé que Archibald Mac Leish fue director de la Biblioteca del Congreso, mas ¡qué modo de desempañarla y de tirarla por la borda cuando surgió un conflicto de conciencia!

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Ya sé que D’Annunzio fue príncipe de Fiume, aunque después de haber-se quemado entero en la pira del arte y el patriotismo estético.

Nosotros tenemos capacidad de crear, desde luego. No en la plástica, quizá, tanto como en las letras, pero siempre más que en la música, en la cual andamos en no buen traer.

Además debemos distinguir entre las capacidades populares y las dis-torsiones aristocráticas.

México, por ejemplo, es un país fundamentalmente musical. Por mucho que su pintura sobresalga tanto como sobresale, ella es fruto de academia y genio, quizás más de lo primero que de lo segundo, o, si se quiere, de una inspiración deliberada. Su música es, en cambio, espontánea. Vibra porque sí. Igual en su raíz india que en su versión mestiza. México canta: título de una realidad, antes que de una película.

Nosotros también somos pueblo musical en nuestros cantos indios. Curioso: nuestro negro carece del ritmo pimpante, contagioso y febril del antillano. Nuestro español, aunque andaluzado, se enternece menos con el canto que en México y Venezuela. A punto de que cuanto de música nos queda viene del hondón incaico. Los d’Harcourt, en sus célebres, aunque ya algo anticuado, estudios filarmónicos, se complacen en otorgarnos lo que nos corresponde: sentido melódico, sin que lo estorbara la escala pen-tatónica, la cual al decir del maestro Policarpo Caballero, es heptatónica o universal.

Más todo lo dicho sobre la música apenas sobrepasa el tema del yara-ví, del contemporáneo «triste» y hasta del jaranero «valse» criollo. Música seria, como se dice, composición de orden superior, eso nos falta. Se men-cionará al maestro José María Valle Riestra y su Ollanta; a Daniel Alomía Robles, su magnífico Himno al Sol y el yaraví de El Cóndor Pasa; a ciertos complicados jarawis de Teodoro Valcárcel; algunos tonos criollos de Carlos Sánchez Málaga, o los compases del Presbítero Chávez Aguilar, o qué sé yo. Entre el folklore y la rapsodia se halla casi todo, salvo lo de Robles, que cala algo más propio. ¿Por qué un pueblo musical de raíz no musicaliza en la flor? ¿Dónde la falla de esta rapsodia pertinaz, temerosa de ser creación? ¿No es

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cierto que, superando jingoísmos innecesarios pudiéramos empinarnos so-bre nuestras imitaciones y, oteando horizontes y sondeando dramas, llegar a un justo ritmo, a un preludio creador?

Los plásticos de nuestro incario, con logros patentes en telas y alfarería, llegaron a maravillosas combinaciones cromáticas. Las casas de modas de Nueva York y París, entre 1940 y 1945, se encarnizaron en nuestros tesoros coloristas para enriquecer sus telas de venta. ¡Qué maravillosa concepción la de los hilanderos! ¡Qué estupenda policromía la de los ceramistas! ¡A qué suavidades, a qué negros múltiples, a qué tonalidades de blanco, azul y rojo, llegaron, y qué estupenda curva de figuras y precisión de grecas la de nuestros huacos!

Antes del expresionismo europeo, nuestros artistas indios lo practica-ban. ¿No ha dicho Gauguin que sus ojos quedaron para siempre heridos de lo que vieron en Cusco, siendo el muy niño?

Colores planos, combinaciones inesperadas de violento contraste, plu-ralidad de matices de cada color simple, audaces dibujos puramente geomé-tricos como los artepuristas de hoy, ausencia de representaciones ideográ-ficas, o sensibles a cambio de formas puras, ¿no son esos principios de la pintura mochica y nazca los que inspiran la pintura contemporánea? Y, en lo referente a la forma, ¿no hay un realismo más que larvado, realizado en los huacos, donde la expresión humana, sana o enfermiza, cobra perfiles y esguinces de un naturalismo sorprendente?

Empero, nuestra pintura décimonónica fue por sobre todo calcadora de coloridos europeos, combinaciones mediterráneas, grises de París, con-trastes españoles; nuestros indios de escultura fueron a buscar tórax y brazo de Praxíteles, sin pensar que nuestra morfología es diversa, y que los viejos alarifes coloniales ya habían demostrado la riqueza de captar la fantasía propia en vez de ir a la rastra de ideaciones forasteras ¿O no es Condori, el de Potosí, una especie de larva inmortal de independencia estética?

La tremenda división entre una capa y otra de la sociedad trajo como consecuencia, en los aspectos musicales y plástico, la muerte del arte corres-pondiente, y la extinción o empalidecimiento de sus paralelos folklóricos.

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En poesía fue casi igual.

Se constituyeron dos órdenes, con la diferencia de que, al menos, lo popular quedó en desventaja de lo académico, al revés de cuanto ocurría en el campo musical y plástico. De toda suerte, se produjo un divorcio esencial entre el tema y su tierra, y entre la tierra y la expresión, a punto de que na-die resulta tan criollo, tan genuino como Ricardo Palma, en quien se da una mezcla curiosa de refranero hispánico y picardía de zambo, con predominio de aquello sobre esto, aunque sin los perfiles seudo-clásicos que le asigna el brasileño Josué Montelho.

Nuestros ensayistas, de tremenda fantasía y agudeza, hubieron de sufrir más que nadie por el enrarecimiento cívico de la atmósfera de que debían nutrirse. Un manejador de ideas sin libertad para escogerlas es como un prestidigitador sin manos. Por mucha originalidad original (pleonasmo vi-tando) que hubiese, la falta de ambiente castraba al viril fecundador de sistemas doctrinales. Nos hallamos, pues, como millonarios sin tener en qué gastar; galanes sin doncellas a mano; viriles Casanovas, sin queridas; pistolas sin pólvora; en un forzado renunciamiento del que nace la erudi-ción engorrosa y estéril, en vez de la cultura prolífera y ejemplar.

Mal hacen quienes culpan a éste o aquél, y señalan como casos perso-nales lo que, en realidad, resulta de una dramática carambola del destino, más que de la voluntad de nadie.

Ni criollistas (es decir, descriptivistas), ni existencialistas (es decir, sin-esencialistas), ni historicistas (es decir, a-presentistas), ni frívolos (es decir sin trascendencia), hemos visto desenvolverse nuestra cultura en su as-pecto creador al margen de las posibilidades creativas de sus protagonis-tas. Y nos hemos enredado en patéticas y estériles polémicas, en torno de cuestiones generales o principistas, cuando lo importante era elucidar casos concretos, inmediatos, en una inmensa casuística cultural.

Ni menos ni más que nadie, atrasados, sí, por culpa de un atraso mayor: el de la vida colectiva. De ahí el endiosamiento pertinaz y hasta histérico de ciertos héroes muertos: Vallejo, Eguren, González Prada, Chocano, Ma-

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riátegui, que escaparon a la rutina; de ahí el debate ardiente en derredor de otros héroes vivos que resisten a lo consabido: Haya de la Torre, Sa-bogal, Robles. Como en todo, el Perú sigue quemándose en involuntaria pero intransferible hoguera. Un pueblo creador obligado a rapsoda por una élite rapsódica, inhábil para crear. Mayor desgarramiento no se da con fre-cuencia. Por lo mismo, nadie dude de la inminencia de una solución feliz. Como en las películas del peor de los Hollywoods, en el mejor de los Perús, tenemos ad portas un inevitable happy end.

* * *

Los creadores literarios peruanos tienen perfiles sui generis.

Desde luego, el Inca Garcilaso, aparte de su elegancia y precisión posee un intransferible don de melancolía. Quien haya visto en eso «clasicismo» se equivoca. Garcilaso posee la libertad lingüística del señor de un idioma «particular», con sus dejos insondables de la «lengua general» o quechua, de que está impregnado su estilo; mas, aparte el sentimiento de orgullo, la nostalgia le gana de tal suerte que todo cuanto escribe se resiente de una inadecuación vehemente, propia del romanticismo. Garcilaso es un «ro-mántico esencial». Pertenece a la estirpe de que se jactará siglos más tarde Juan Jacobo y cuyo primer abuelo se llama Jean de Lery, el introductor de la policromía taína en la corte de Francia y, por tanto, de la teoría del bon sauvage. Garcilaso posee el don de la narración. Cuenta como nadie. Y cuenta con profundo sentimiento. Es, digámoslo ya, un sentimental a la vez un secreto ironista para disfrazar aquello.

Que es lo mismo ocurrente en Vallejo. A éste se le sube el pathos indio y del paupérrimo criollo acribillándolo a truenos. Sin el contrapeso de la sorna mestiza, Vallejo habría sido lamentoso. Pero, hay cierta dosis de equilibrio racionalista (no clasicismo) para atemperar nuestras cuitas; cierta caballerosidad emotiva, que nos impide dar rienda suelta a la pena o exhibir la lágrima. Es una actitud viril, propia de quienes rozaron la

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angustia en su hueso mismamente. Y es así cómo ni en Garcilaso se luce la saudade, sino que se adivina; ni en Vallejo, el desgarramiento, sino que se descubre.

O sea que una frustración íntima actúa en estos dos grandes peruanos como elemento básico de sus respectivos genios.

Sigamos la pista de Eguren, juguete lujoso de una sociedad sin muchas preocupaciones. El se ajusta al compás de aquel devaneo. No obstante, a poco que uno se habitúa a su manera, encuentra un desasosiego evidente, disfrazado de burlas y entretenimientos. Los duendes y trasgos, endriagos y hadas de la poesía egureniana reemplazan a ciertas fuerzas naturales, cuya confesión obligaría a decirse vencido o penoso, extremos al que no acepta llegar jamás un buen peruano.

Es un orgullo de la impasibilidad, cuya máxima expresión, casi exenta de contrapeso, se ostenta en Chocano. Por eso le dicen tan español, y no lo es. Los españoles, aunque grandilocuentes, poseen un sentido del matiz lingüístico, propio de dueño de casa grande, acostumbrado a la cortesía de los vocablos. Chocano grita, ulula, proclama, tratando de mostrarse fuerte a costa del idioma. Cuando tiene un dolor lo diluye en tanta palabra y lo vocea a tan alto diapasón, que parece ajeno. A los peruanos les place la suave tristeza, pero no la angustia vital, desgarradora. Vallejo, en quien se trasluce, trata de velarla con raros vocablos y una aspereza familiar, de que uno sale sorprendido antes que contagiado o compartiente.

En el relato, nada es distintivo. Valdelomar vierte su experiencia, tam-bién envuelta en una tierna nébula de melancolía. López Albújar trascribe con ajena angustia las preocupaciones de terceros. Ventura García Calde-rón, aprendiz de brujo galo, sabe hallar el tono de una pena literaria desleí-da en sonrisas irónicas, amables. Alegría trascribe, como un memorialista cuanto vieron sus ojos niños, sin pena ni goce, tal cual, acumulando hechos y detalles, como si requiriese muchos testigos para una verdad explayada que se delata por sí sola.

A Mariátegui, la originalidad se le vuelve también resonancia de sueños y expresiones ajenas, dejándole de propio la ironía y la callada angustia. En Haya de la Torre, el tema intransferible y propio se reboza a veces de expre-

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siones exóticas, pudiendo, como ha podido cada vez que ha puesto interés y atención, alcanzar notas de una pureza virilmente lírica, sin sarcasmos ni blanduras. Es de los creadores que, por mejor entonados, se discuten más en donde menos se debiera. Luchar es palabra disonante en un pueblo de aquiescentes. Da patente de ciudadanía exótica, aunque lo natural sería elevar la originaria.

Mientras la pintura mexicana se sobrepasa en abstracciones y símbo-los, requirientes de traductores versados, y sólo en los últimos tiempos se refugia en el espléndido cromatismo que alcanza Rivera en sus murales del Palacio del Zócalo, la nuestra impresiona más con sus figuras que con sus colores. Estampas realistas, descarnadas, de un Greco sin estrabismo, de un Zurbarán sin mística celeste; personas dolorosas y humana, en paisajes desolados, por mucho que el color vista de fiesta el duelo esencial de un mundo injusto.

Todavía no hemos hecho el balance de nuestros rasgos definitorios en la creación estética. No es la ironía, sin embargo, el más fuerte. Cuando se observa bien, en el fondo, y no muy al fondo, crispa una desazón indescifra-ble, una angustia sin solución y sin consuelo.

«Cristo a la Jineta», algo sobre nuestro destinoHe oído decir: en el Perú hay muchos católicos, pero pocos cristianos.

Ingeniosa frase. Quizá hasta gráfica. Lo cual está muy lejos de significar que sea exacta. Al menos ningún católico de veras la admitiría. Sin embargo, nos impele a reflexión. Si por católico se entiende, como ocurre tan a me-nudo, aquél para quien el ritual o liturgia representa lo más importante de la religión, pudiera admitirlo hasta el más cerrado catecúmeno. El quid con-siste en diferenciar o identificar el modo de vivir y el modo de practicar: la solidaridad humana con liturgia o la liturgia exenta de solidaridad humana. Si así fuere, habría que aceptar amargamente la vigencia de la frase aquélla. Triste comprobación: mejor será pensarla falsa.

Un amigo chileno, excelente escritor y excelente católico, comentaba conmigo sus experiencias entre peruanos de religiosidad practicante. Me dijo: «Sus compatriotas practican más bien un catolicismo para la muerte

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que para la vida». Se me grabó la expresión. «Catolicismo para la muerte». Recordé a un antiguo líder espiritual de la entonces intransigente juventud católica de Lima, hoy tan evolucionada y alerta. Uno de sus autores predi-lectos era Eça de Queiroz, sin excluir El primo Basilio ni La Reliquia. Es de los misterios todavía para mí inextricables. ¿No pertenece acaso a Queiroz aquel sarcasmo según el cual conviene a todo mortal tener una devoción, es decir, «un compadre en el cielo» para que interceda por él en caso nece-sario? ¿Estaría aludiendo el portugués a la religiosidad de ciertos católicos que tratan de asegurarse la salvación post mortem, sin cuidarse mucho —o nada— de la responsabilidad terrenal? ¿Sería éste el modo de que se acusa-ba a ciertos peruanos?

Hace años leí —y releí hace poco— un libro de M. Amédée-François de Frézier, ingeniero de S. M. el Rey de Francia. Fue publicada su primera edición en 1712. Se titula Relation du Voyage a la Mer du Sud. Creo haber tenido en mis manos la edición de 1720. Frézier, hombre culto, muy con-servador, describe las costumbres de Chile y Perú. Al referirse a Lima, anota que en esta ciudad se producían más «divorcios» que en Francia, algo no muy seguro a nuestro saber; y que, tocante a manifestaciones de fe, las damas acudían con grande y hasta ostentosa devoción a las procesiones y festividades eclesiásticas, mas no cumplían con igual rigor los mandamien-tos sobre ayuno, abstinencia, oración y retiro.

El doctor John A. Mackay, ministro presbiteriano, insigne exégeta de Unamuno, doctor en Letras de la Universidad de San Marcos, ex director del Colegio Angloperuano de Lima, decano de la Escuela de Teología de la Universidad de Princeton, revela en su nutrido libro The Other Spanish Christ, (MacMillan, New York, 1933), diversas opiniones de connotados latinoamericanos acerca del espíritu religioso. La de José Gálvez, poeta, po-lítico y maestro peruano, es muy indicativa. Según ella, el librepensamiento puede coexistir con el catolicismo en una misma persona; sin pronunciarse por un neto ateísmo, acentúa el laicismo en forma muy semejante a la de mediados del siglo XIX, hija del positivismo.

Varias veces y en diversos libros y folletos he tratado este asunto que me parece descuidado y, empero, vital. Un pueblo es no sólo como lo retrata su

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economía o lo refleja su historia, sino que en su destino ejercen poderosa presión sus reacciones espirituales, sobre todo las religiosas. Aun cuando resuelva «abolir a Dios», como en el famoso y ya retocado mural de Diego Rivera, el «suprimido» Ser y su escuela continúa desempeñando su estu-pendo y significativo rol sobre el alma del pueblo.

El Perú es un país católico. Juzgado desde el ángulo de la historia, ello es indudable. Posiblemente somos los más activos y mayores proveedores de santos, beatos e inspirados de la grey latinoamericana. Nadie nos dispu-ta ese puesto. Disponemos, como en un milagroso abanico, de nombres y proezas como las de Santo Toribio de Mogrovejo (aunque español), Santa Rosa de Lima, San Francisco Solano, el Beato Martín de Porras, el Beato Juan Masías, el celestial Padre Urraca, la Beatita de Humay, y contamos con efigies cargadas de exvotos, símbolo de la fe popular, como la Virgen de Caima, el Señor de Luren, el Señor de los Milagros, el Señor del Mar… Conmovedora constelación, testimonio de una actividad litúrgica y cre-yente de la que debiera alzarse un pueblo con fe capaz de cualquier hazaña divina o humana. Pero, observemos…. La frivolidad, representada por una inusitada «moda», suele preferir en determinados ciclos a este o aquel santo o beato, y, si hoy están «de moda» el Padre Urraca y el Beato Martín de Porras, ayer no tenían competidores Santa Rosa o San Francisco Solano. Podría interpretarse esto como una extensión de la proclividad caudillesca a un terreno incompatible con ella; a un ejercicio de «la gana» de que ha-bla Keyserling, y a la «novelería», tan criollas, ingenuamente irrespetuosas de las jerarquías, incluso de las celestes. De toda suerte, tales trivialidades forman parte constitutiva de la liturgia y la fe religiosa en el Perú.

No debo aquí omitir una impresión personal. Se trata del Señor de Los Milagros, cuya procesión puede compararse a la del Señor del Gran Poder sevillano, a la de la Macarena u otra de análogo arrastre multitudinario.

La del Señor de los Milagros es una vieja devoción. Data de 1746. Ocu-rrió entonces, como es sabido, un espantoso terremoto que destruyó Lima. En una cofradía de negros angolas, vecina del barrio de las Nazarenas, que-dó, empero, erguida, desafiante, una pared: en ella estaba pintada una ima-gen de un crucifijo singular, algo moreno, cruelmente llagado. Por aquello

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de color trigueño hace pensar en el de la Virgen de Guadalupe y la Caridad del Cobre, ritos característicos de México y Cuba. No es más claro de tez «Taytacha Temblores», a quien adoran de especial manera los devotos del Cusco, y a quien han consagrado tan reiterado esfuerzo e inspiración los pinceles de José Sabogal y Jorge Vinatea Reinoso. Pues bien, la forma cómo, en medio del desastre, resistió intacta aquella imagen, fue causa de que se la convirtiera en objeto de ardiente adoración; y, como los miembros de la Cofradía de negros angolas le confiaban sus cuitas, y ella les escuchaba, y devolvía en milagros las preces de que era objeto, he aquí que se volvió el «Señor de los Milagros», primero capitán de las esperanzas de los negros, luego de mulatos y mestizos, y, al fin, de blancos y de todos los creyentes de Lima, y hasta de los no creyentes que, en Octubre, regresan al regazo de la fe, ateridos de arrepentimiento ante el Señor, que avanza bamboleante y so-lemne sobre los numerosos y potentes hombros de los «hermanos», vestidos de hábito morado, entre la densa humareda de enormes velones exornados de cerosos encajes violeta.

Un mar, un auténtico e inmenso mar humano sigue tras las andas, so-bre las que se yergue la estampa, agobiada por tantos corazones y exvotos de plata, de todo tamaño y ley. Desde la Iglesia de las Nazarenas, donde descansa durante el año, sale a visitar a sus feligreses que se esparcen por la ciudad entera. El recorrido tarda los días 18 y 19 de octubre, y hubo años en que se prolongó hasta el 20. Una quejumbrosa banda de músicos precede el lento desfile. Los «hermanos» entonan con desgarrada y ronca voz sus cansinas oraciones. Se mezclan en el cortejo amos y criados, beatas y pros-titutas, jóvenes y viejos, negros y blancos, indios y mulatos, sedas y percalas, mantillas de encaje y mantas de «vapor». Vista desde lo alto, la masa oscila como un enorme animal soñoliento, en pausado vaivén. El Señor «desa-yuna» en El Sagrario, «almuerza» en la Buenamuerte, «duerme» en Santa Clara o en Cocharcas, vuelve a «almorzar» en Santa Catalina, regresa a «dormir» a Nazarenas. De ahí saldrá, después de la Novena, el 28 de octu-bre, a un corto recorrido, acompañado por más reducido y selecto cortejo, razón por la cual a la de tal día suelen llamarla «procesión de los blancos».

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Durante todo este tiempo, en las Nazarenas y alrededores (y durante la procesión, en las plazas del tránsito), se instalan «puestos de vivanderas», cuyos fogones y mesitas despiden los más provocativos y variados aromas. La cocina y la repostería criolla despliegan sus galas, para goce del paladar del consumidor y la bolsa del cocinero. Ahí, los humeantes y olorosos an-ticuchos, las vistosas y sonreídas butifarras, los choncholíes crepitantes, los amarillentos cau-cau o mondonguitos acompañados del fiel arroz blanco y graneado, las tiernas papas a la huancaína y, como bebida, parecido a México, pero sin recurrir a ficciones de falso colorido, las chichas de todos los sabores y matices, en vasos enormes, donde de cuando en cuando se lanzan, sin éxito, porque la higiene se ha puesto hoy muy alerta, golosas moscas, dispuestas a suicidarse báquicamente, saturadas de fermentado alcohol casero. Mientras el alma eleva sus plegarias y quejas al dolorido Señor, la carne se derrite en tentaciones; la gula y el amor, porque circulan por ahí unas mocitas muy taconeantes y pizpiretas luciendo todo su aquello como tributo a la festividad de tal fecha. ¡Ay, Procesión de los Milagros! Yo conservo cabal en la retina y el olfato, ese tu señorío pecaminoso y místico. Me moriré en olor de sahumerio y de fogón, de su monótona salmodia, de sus dengues y solemnidades; me moriré de su nostalgia y de su azote, de su devoradora grandeza, de su desnuda popularidad.

¡Devoción limeña! Y ¿no es acaso semejante, la del Señor de Luren en Ica, la de Taytacha Temblores en Cusco, la noche de Pascua de Resurrec-ción, doquiera, cuando la Virgen sale, entre la escueta luz de los hachones, antes de que se encienda el día, a buscar a su Hijo, por las apretadas calles de los villorrios?

Somos un pueblo litúrgico, y litúrgicamente católico. Como gran parte de América. Los Papas nos entendieron a maravilla cuando nos eximieron de ayunos y abstinencias, dizque por mor del clima aunque se me hace que en tal respecto el clima que contaba era el de adentro, la imbatible sensua-lidad del criollo.

No se adelante, empero, nadie pensando que, entre nosotros, puede más el escepticismo que la fe. De ninguna manera. No obstante de existir

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en la raíz de nuestro siglo XIX una profunda corriente laica, somos una na-ción religiosa. El día que nos faltara el catolicismo, florecería otra religión de Iglesia o sin ella, pero algo que “religara” al hombre con lo Absoluto. Este es el caso: tenemos gran déficit de absoluto y una superabundancia de relativismo. Aquel vacío no se llena sino con fe. Con religiosidad celeste o terrena. Con algo por encima de una existencia cuya falta de compensación y confort aleja del bajo materialismo y facilita el acceso de la mística.

Ya oigo: el indio sigue siendo pagano… El negro sigue siendo fetichis-ta… El descendiente de español sigue siendo, en conducta, musulmán, blandiendo el espadón de la guerra santa. Todo esto es verdad, y no lo es. Por ser el Perú como los mayas, los aztecas y tlascaltecas, país de vieja y vigorosa organización social y política, Roma y España tuvieron que guar-darse de realizar aquí una política de «tierra arrasada» o de «alma venci-da». Fue preciso contemporizar. Muchas formas idolátricas pervivieron. El súbdito de Huayna Cápac y del Inti entendía la religión como una parte de la vida diaria, anexa al gobierno y a lo cotidiano. Supo el catequista que llegó con su Evangelio, algo ya aprendido al norte, entre aztecas y mayas: la religión para el indio es objetiva. Nos refiere el Inca Garcilaso, en una página memorable, cómo los parientes de su madre, quechuas, le enseñaron canciones del Imperio. Un día, entrando en la catedral del Cusco, siendo él muy mozo, le sorprendió escuchar, bajo las altas bóvedas de las cinco naves, pavimentadas de grandes y gruesas piedras, la misma chanzoneta pagana oída en labios de sus tías y tíos maternos. ¿Profanación? No, nada de eso. Si la música, la tonada era incaica, profana, la letra, en cambio, estaba en latín y alababa a Jesús y a su Santísima Madre. Simbiosis táctica y eficaz, a cuyo amparo se puede descifrar el misterio del alma religiosa del peruano… Más allá, afanosos obreros indios, españoles y ya mestizos se ocupaban en levan-tar, sobre los muros de piedra del Templo de las Vírgenes del Sol y el del Sol mismo, la mampostería cuasi medieval del Templo de Santo Domingo, convirtiendo en monumento cristiano la sede de la paganidad incaica. Los Catecismos preguntaban muy a menudo por los problemas del alma y por el número de corderos, por el pecado de la gula y por la extensión de los cam-pos, sin desligarse de la tierra, sí, principio fundamental que la República

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no ha comprendido, pero que los catequistas del Virreinato desentrañaron con acierto. Fruto de ese mestizaje espiritual, datante de los primeros años de la Colonia, son la insigne condición de escritores y predicadores, o de historiógrafos y misioneros, o de recoletos y meditativos, que lucen el Inca Garcilaso, el P. Blas Valera, el P. Juan de Espinoza Medrano, el P. Adriano de Alecio, éste ya fruto de cruzamiento italiano, hijo de un discípulo de Miguel Ángel.

Con la Independencia ocurrió un fenómeno que ha vuelto a destacar en estos días el Obispo de Talca, Chile, don Manuel Larraín Errázuris, en su libro La hora de la acción católica (1956). «Al llegar la Revolución de la Independencia —escribe el citado obispo—, el Episcopado, a pesar de ser muchos de ellos ‘criollos’, hizo, por regla general, causa común con España. Tampoco Roma reconoció en un principio la Independencia… Eso explica como carácter común en las nuevas repúblicas que se han independizado de España, el que encuentran conjuntamente en los comienzos de su vida libre un sentimiento cristiano y cierto sentido anticlerical».

Mientras (añadimos por nuestra cuenta) los curas Miguel Hidalgo, José Morelos, en México; Muñecas, Béjar, en Perú; Funes, en Argentina; más tarde el que sería Arzobispo de Lima, Luna Pizarro, presidente de nues-tro primer Congreso Legislativo, se colocan de parte de los revolucionarios patriotas, el alto clero, el que imparte órdenes, la jerarquía, se opone. Ofi-cialmente, Roma prefería la alianza con Madrid, corona digna de todas sus complacencias. Cuando, ya andando el segundo cuarto del siglo XIX, Roma decide reconocer a las nuevas repúblicas, en éstas ha crecido la actitud anticlerical, si bien las bases cristianas se han mantenido inconmovibles. Porque la masonería, tan próspera entonces, no ataca estas bases, sino a sus personeros, en una como visible disputa temporal, de la que será eco una vasta literatura ideológica. Lo prueban en Perú dos hombres, ambos salidos de la Iglesia, voceros del liberalismo y conservadorismo, respectivamente. Francisco de Paula Vigil (1792-1875) y Bartolomé Herrera (1808-1886). El juego de doctrina crece en torno de ambos. Discípulos de Herrera, los Gálvez se le pondrán al frente. Como el Seminario es la mejor organización docente, por él pasan hombres destinados a mantener las más antagónicas

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ideas. Seminarista (y vestirá sotana un tiempo, cuasi hasta contraer matri-monio) será don Nicolás de Piérola (1839-1913), dos veces Jefe del Estado Peruano y fundador del Partido Demócrata. Seminarista (y escapará de sus aulas, como también de las de la Universidad) será don Manuel González Prada (1844-1918), fundador del Partido Radical, campeón del anticlerica-lismo y de una nueva actitud social y política. El laicismo peruano fue así, más bien una actitud biológica que doctrinal; se nutrió de protesta política, no de escepticismo. Si alguien creyó desesperadamente en la libertad de todos los peruanos, fue Vigil; si alguien aboga hasta la desesperación por la igualdad de los pobres y los ricos, es González Prada. No son escépticos. Llegan a la negación, en ciertos casos, con Prada, pero apasionadamente. Donde hay pasión no es difícil rastrear el aún no extinto rescoldo de una hoguera, de una fe. Uno puede discrepar de Vigil o Herrera; nunca negarles su capacidad espiritual, de contagio idealista. A Vigil le veremos asomado al mundo de lo cotidiano, desde su atalaya de insobornable dignidad, sin importarnos al fin si fue amigo o adversario del Papado, ni partidario o censor de los jesuitas. Se le sabe ejemplar, y eso basta. Herrera, conservador ultramontano, es leal a sí mismo. Se discrepará de su alambicada teoría sobre la Soberanía de la Inteligencia, germen de una aristarquia a menudo apócrifa; o de su ingeniosa y persuasiva manera de explicar la forma en que el poder republicano también viene de Dios, ya que Dios se despoja de su arbitrio de señalar al gobernante y traspasa al pueblo su prerrogativa, de donde la Providencia de Bossuet en vez de encarnar unipersonalmente en un rey, se vacía pluralmente en la masa y ésta delega sus poderes en un presidente. Nos interesa que en Herrera se ve una línea recta; hay fuego, hay fe. Por eso, mientras muchos que proclaman programas, pasan, Vigil y Herrera quedan, como quedarán Piérola, González Prada, en quienes el pensamiento es consustanciación vital, conducta, inclusive en el primero, tan obligado por la política a tantas concesiones.

En verdad, si Piérola hubiese sido menos demagógico, habría substitui-do con ventaja a Herrera, con cuya esencia aristárquica coincidía plena-mente y de quien fuera discípulo. Por otro lado, si González Prada hubiese

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sido algo —nada más que algo— demagógico, habría substituido a plenitud a Piérola y hecho inútil o excesiva la tarea de tres generaciones subsiguien-tes. Aquellas mermas explican ciertas fallas, mas no la ausencia de fe; que, de un modo y otro, la tal ausencia de fe «no es sino una paradójica fe en no-creer», es decir, en no-creer en lo ultraterreno. Todos vivieron y viven después de muertos a expensas de la fe que conocieron y de la que desperta-ron. Por lo demás, el duelo ideal entre ambos hombres —Piérola y González Prada— llevado al extremo de que este quiso o empezó a publicar mientras el primero tenía autoridad, no se explica sólo por la discrepancia doctrina-ria, sino muy principalmente, por la actitud moral, nacida de un dogma y de una ética. El actor y el fiscal no se concilian casi nunca.

Piérola, discípulo de Herrera, será defensor de la Iglesia, aunque, por otra parte, se presente con cierto tinte librepensador: Prada, remoto admirador de Vigil («Solitaria columna a orillas de un río cenagoso»), atacará a la Iglesia sin tregua. Empero, llegado el año 1917, cuando un periodista, Félix del Valle, pregunta a Prada si cree en Dios, éste le responde: «Hay días que creo y hay días que no creo, pero… generalmente, no creo». La pregunta estuvo mal planteada. Como dice el Obispo de Talca ya citado, el problema no era en Prada el cristianismo, puesto que a menudo da pruebas de su inmensa piedad, sino el clericalismo. Punto de Iglesia temporal, no eterna.

Tanto es así, que don Ricardo Palma, otro de los grandes de la literatura peruana, será, no obstante la predilección de que disfruta entre las altas esferas sociales, un inconfundible anticlerical y pro-masón. Aparte del tono de sus Tradiciones Peruanas, bastará recordar el episodio de la segunda ex-pulsión de los jesuitas del Perú, en 1886, que fue promovido por Palma. La oportunidad la proporcionó el P. Ricardo Cappa, historiador, de la Compa-ñía de Jesús, quien en su historia de América atacó a los indígenas y exaltó unilateralmente a los conquistadores españoles. Palma denunció el hecho públicamente. Numerosas algaradas, ataques y, al fin, un decreto, cancela-ron las actividades jesuitas en Perú durante años.

Sin embargo, el Perú seguía venerando a Santa Rosa y al Beato Martín, rindiendo pleitesía a sus devociones, siguiendo lleno de piedad la procesión

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del Señor de los Milagros y, con traje negro y rostro compungido, la del Lignum Crucis, cada Viernes Santo.

Se dice, y yo con ellos, que el nuestro, a diferencia del chileno, es un catolicismo a la española, queriendo significar su carácter intransigente, a machamartillo, mientras el de Chile, más a la francesa, es de tipo tolerante, espiritual y hasta intelectual. Convendría detenerse en este rasgo. El propio González Prada, en su libro póstumo El tonel de Diógenes, nos proporciona elementos para la comparación. A través de una larga lista de refranes, nos muestra, empero, un pueblo tan católico como el de España, utiliza, em-pero, multitud de sentencias irreverentes y hasta sacrílegas en las que Dios anda poco respetado. Por ejemplo: «A Dios rogando y con el mazo dando», que encierra una crítica profunda y relampagueante al ritualismo, propio de nuestra gente. Habría pues, una relación de paralelidad entre ambos modos de creer y no venerar. Cuando José de la Riva Agüero, que había sido entu-siasta defensor de González Prada (1905) y del liberalismo (1910 y 1915), declaró públicamente su reingreso al redil de la Iglesia (1932), usó palabras que evocan algunas de las de Menéndez y Pelayo en su Historia de los Hete-rodoxos; luego su conducta política que sería intolerante y hasta implacable, muestra cierta delicia en vocear esos dos caracteres, ufano de lucir su abier-ta intemperancia, promulgando la «guerra santa» contra el «infiel» adicto a otra ideología que no fuera la suya. Esto, sin embargo, de ocurrir en el por muchos tenido como representativo del catolicismo peruano, no es típico del pueblo, dado a la tolerancia antes que a la cerrazón en materia religiosa.

Durante seis lustros se llevó a cabo una dura campaña a favor del in-dio peruano. Puede decirse que desde la guerra del pacífico. Se constituyó una sociedad Pro-indígena a la que pertenecían hombres tan eminentes como Joaquín Capelo, Manuel Yarlequé, más tarde Pedro Zulen. Según, esa gente, la trinidad fatídica del indio peruano la constituían el subprefecto, el Juez y el cura. Una escritora, doña Clorinda Mato de Turner, publica en 1889 la novela Aves sin nido, donde se ocupa de la tragedia de dos indios, un varón y una hembra que se enamoran el uno del otro, pero se frustran al descubrir que son hijos de un mismo padre, un señor Obispo de la serranía.

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No es pieza aislada. En los escritos de Abelardo Gamarra «El Tunante», re-petimos que en los de Palma, en los de Mariano Amézaga, Germán Leguía y Martínez, Mariano Lino Urquieta, Francisco Mostajo, surgen censuras y ataques contra el clero, sobre todo el de la sierra, a propósito del indio. Pero, no se debe generalizar respecto a los resultados de esta campaña, inspirada por una tendencia de reivindicación social (si se considera al cura serrano ligado a la explotación del indio) y no por falta de fe religiosa. Cuando uno comprueba el evidente avance realizado por las iglesias protestantes en las zonas indígenas de Puno y Cusco, se da cuenta de que el quid de la supuesta irregularidad es muy deleznable y hay más bien una cuestión de necesidad de creer y esperar en algo que permita el imperio de la justicia en la Tierra.

Por eso fácilmente se malinterpreta un hecho en cierto modo reciente: la acción del Frente Único de Estudiantes y Obreros, el 23 de mayo de 1923, contra la propuesta consagración del Perú al Corazón de Jesús de la que tratara de valerse Leguía para apuntalar su propósito de ser «reelecto» Presidente de la República en 1924. Aquella campaña no fue ataque a la religión católica. Quizás, algo contra el Arzobispo de entonces. Pero, el objetivo de ella fue, primero, evitar que se repitiera, con medio siglo de re-traso, en Perú, lo que ocurriera en Ecuador bajo García Moreno; segundo, denunciar la maniobra política que, so capa religiosa, pretendía cohonestar el deseo de un hombre de perpetuarse en el gobierno; tercero, evitar la complicación de motivos religiosos en asuntos políticos y sociales. De ahí que, con el Frente Único, se alinearan no sólo masones, sino representantes de la burguesía liberal y del «civilismo» clásico, defensor del catolicismo, pero más enemigo de Leguía que… del Demonio.

Es entonces cuando empieza a madurar una conciencia dinámica entre los católicos. La antigua cepa litúrgica de las asociaciones de caballeros devotos abre paso a la nueva de misioneros civiles y catequistas sociales. Desde 1915 se organiza en el Colegio de la Recoleta (Sagrados Corazones) la A. S. I. (Acción Social de la Juventud), núcleo del cual saldrá en 1917 la Universidad Católica de Lima, dirigida por el fundador de aquélla, el P. Jorge Dintilhac SS. CC. Más tarde, surge la A. C. J. (Acción Católica

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de la Juventud), cuyo objetivo principal parece fue enfrentarse a la Y. M. C. A. (Asociación Cristiana de Jóvenes), a la que se atribuye motivos protestantes. Seguirán algunos ensayos para fundar un Partido Católico, que la jerarquía desalienta. Mucho más tarde se echarán los cimientos de un Partido Demócrata-Cristiano, de índole más regional que nacional, y mucho más política que social y religiosa. Todo lo cual indica la aparición de una nueva mente católica, de una nueva manera de encarar el problema que todo hombre conlleva en lo más profundo de su espíritu y en lo más urgente de su actividad diaria: el de religarse, vincularse, explicarse o expresarse con respecto a aquello intangible, pero activo, que agita al hombre; sea que atañe a la religión, sea a la ética, sea a la psicología: de toda suerte, algo más allá de las comprobaciones inmediatas.

La educación desempeña, a mi juicio, menos influencia en esto que el trasfondo místico del indio, el fetichismo del mestizo, la religiosidad a la jineta del español. De hecho, la educación era más apegada a normas reli-giosas ayer que hoy. Ciertamente, existen numerosos colegios confesionales y ya no sólo aristocráticos, sino algunos de tipo popular y de tendencia más deportiva y humana, dentro de lo católico. Pero se han fundado otros de tipo laico y con financiamiento privado, debido a la acción de los criollos y las colonias extranjeras. Con todo, se acentúa lo que nos atreveríamos a llamar «hambre mística» del peruano medio, pese a la desorientadora ac-ción de un materialismo impaciente e inmediatista. Oficialmente, el Estado «profesa la religión católica» pero «permite el ejercicio de otros cultos». Aunque, «protegida» por el Estado y con un volumen no inferior al 90% de la población, la religión católica es menos practicante que en otros países; su ejercicio se deja más a las mujeres que a los hombres. Empero, estos realizan otro tipo de prácticas semirreligiosas, sobre todo vista la pasión con que a veces defienden ciertas abstracciones, en un aparente juego de irrealidades. En la política se le reconoce con nitidez. El peruano escéptico, laicizante, descreído, inmediatista, ha demostrado una rara tenacidad y un estoicismo lindante con lo heroico al defender ciertas ideas, sobre todo en 1930 y nuestros días de 1956. Un editorial del diario Intermedio, de Bogotá (sucesor del silenciado El Tiempo) expresa en su editorial del 22 de junio

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de este año (1956), que la reacción popular del Perú, en los comicios del 17 de junio, demostró: la impermeabilidad ciudadana a la propaganda de la fuerza y la riqueza, y la fidelidad a sus principios y líderes, por parte de los perseguidos apristas, o sea que el pueblo peruano está capacitado para seguir una doctrina, sin importarle los hombres ni amedrentarle los casti-gos, siempre que respondan a ideas y necesidades fehacientes. En otras pa-labras, la presencia de una mística laica, si se quiere, en todo caso, superior al interés mezquino y a las provocaciones materiales, a la sensualidad del apresurado éxito.

Tal vez sea aquí, en el campo de las aspiraciones generosas en pro del mejoramiento humano, donde se encuentre más vigorosa fe y mayor perse-verancia entre los peruanos. Los indios y los españoles son razas realistas. Realistas, digo, no materialistas: reaccionan ante los hechos bien sea en un sentido idealista, bien sea en el sentido contrario. Pero, de toda suerte, son los hechos los que cuentan en una como compleja y vasta casuística tras-cendental. De los hechos deriva el peruano sus grandes decisiones; de ellos, su fe; de ellos, su esperanza a llenar el agobiador vacío de absoluto que una historia demasiado unilateral y flagrante ha abierto en el cuerpo ancho y el alma ansiosa de este ser perenne, cruel y fino que se llama Perú.

Para pensar así media una circunstancia no siempre notoria en otros países, pero que en el Perú parece una regla: las grandes pasiones populares y los grandes prestigios literarios se han formado y duran a pesar del mal éxito material, de los sacrificios, los aparentes fracasos y la ninguna coope-ración de los elementos que disponen de medios para facilitar o incremen-tar cualquier buen resultado.

Los mayores caudillos del siglo anterior y comienzos de éste —Sa-laverry, Piérola, Durand, hagamos excepción de Castilla, aunque su fi-nal tiene la aureola del martirio—, vivieron duramente perseguidos. No disfrutaron de publicidad oficial Vigil, González Prada, Matto de Turner, Chocano (durante parte de su existencia), Eguren (sólo al término de su existencia), Vallejo. El dolor de Santa Rosa y la humildad de Martín de Porras atraen mucho más al peruano que la fecunda y laboriosa vida de Santo Toribio.

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Esta característica se conserva hasta nuestros días, testimoniada en re-cientísimos sucesos políticos y literarios, religiosos y sociales.

¿Cómo un pueblo así, que se siente atraído por el sacrificio de los otros, aunque rehuya el propio mientras puede, será considerado un «clásico», es decir, un racionalista? ¿No se advierten, acaso, y muy a primera vista, los rasgos de un “romántico”, como ya hemos dicho que sucedió en el Inca Garcilaso?

Mientras en otros países, de sólida cultura, la derrota destruye, en el Perú se convierte en germen de futuras y más amplias victorias, siempre que en ella subsistan elementos de abnegación, desinterés, gallardía, per-severancia. Hasta Lima, la reilona y acomodaticia Lima, comparte aquí los comunes caracteres del resto del Perú, de todo el Perú.

De ahí la convicción de que, bajo apariencias de una frivolidad, que tal vez no sea sino una manera de encubrir graves cavilaciones, subyazga una gravedad precursora de quién sabe qué fecundas cosechas.

El Perú es así, y, por eso, afirmar que está rebosante de fe y que ha bus-cado largamente dónde y en quién o en qué depositarla, no es una mera figura retórica. La mística suele ser patética, pero también disfrazarse de sonrisas solicitando disculpa por la amargura y la tensión que bajo ellas tratan de hallar su cauce. El Perú, en trance de encontrarse, equilibra ins-tintivamente su regusto por la forma con una inescapable preocupación por su destino. En última instancia, tal vez su fe ande en crisis, ciertamente la esperanza no.

L. A. S.Santiago, Chile, 9 de julio de 1956

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Aurelio Miró Quesada (Lima 15-V-1907; 26-IX-1998)

Aunque se formó como abogado en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Aurelio Miró Quesada Sosa nunca pudo permanecer lejos del quehacer periodístico. Siendo hijo de Aurelio Miró Quesa-da de la Guerra, integrante del clan familiar propietario del diario El Comercio, fue desde muy joven entusiasta colaborador de dicho diario matutino y pronto adquirió notoriedad como agudo tratadista de temas culturales, históricos, geográficos, bibliográficos e incluso lingüísticos.Aurelio Miró Quesada Sosa destacó de manera singular en el cam-po de la historia por la delicadeza de sus biografías, donde el juicio comprensivo hacia sus personajes y la eficiente descripción de los contextos de época, permiten al lector contextualizar adecuadamen-te la vida y la obra del biografiado. Tal es el caso de El Inca Garcilaso (1945, reedición: 1948 y 1994), obra laureada con el Premio Nacio-nal de Cultura de 1945 conferido a los ensayos; y El primer virrey-poe-ta en América: Don Juan de Mendoza y Luna, marqués de Montesclaros (1962), obra que mereció el Premio Nacional de Cultura de 1962 conferido a los ensayos. Tampoco estuvo ajeno al quehacer universitario. Tuvo a su cargo la cátedra de Historia de la Literatura Castellana en la facultad de Letras de la Universidad Mayor de San Marcos entre 1935 y 1956. Fue decano de la facultad entre 1948 y 1956 y rector por un año en la misma universidad en 1956.Además de su presencia habitual en las páginas del diario El Comer-cio, editó la revista cultural Mar del Sur entre 1948 y 1953.En 1947 fue incorporado a la Academia Nacional de la Historia y a la Academia Peruana de la Lengua. Presidió la primera entre 1962 y 1967 y la segunda entre 1967 y 1979. También perteneció a la So-

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ciedad Geográfica de Lima, siendo uno de sus directivos durante el período 1955-1957. Además, fue editor de la revista Mar del Sur (30 números, 1948-1953) y director del diario El Comercio junto con Alejandro Miró Quesada Garland entre 1980 y 1998, año de su sentido deceso. Entre sus obras más importantes están:-Costa, sierra y montaña (2 vols., 1938-1940), crónicas de viaje (la obra fue reeditada en un solo volumen en 1947, 1964 y 1969); -El Inca Garcilaso (1945, reedición: 1948 y 1994), obra que obtuvo el Premio Nacional de Cultura de 1945 otorgado a los ensayos; -Lima, tierra y mar (1958); -El primer virrey-poeta en América: Don Juan de Mendoza y Luna, mar-qués de Montesclaros (1962), obra que obtuvo el Premio Nacional de Cultura de 1962 otorgado a los ensayos; -20 temas peruanos (1966); -Tiempo de leer, tiempo de escribir (1977); -Historia y leyenda de Mariano Melgar (1978, reedición: 1998); -Nuevos temas peruanos (1982). El talento descriptivo de Aurelio Miró Quesada adquiere su mayor esplendor en 20 Temas peruanos (1966), colección de ensayos breves donde examina al detalle la peculiaridad de las costumbres y expre-siones peruanas y la bibliografía relacionada con vivencias perua-nas. El ensayo escogido en esta antología de pensadores peruanos, «La que llaman garúa en esta tierra», publicado en El Comercio en setiembre de 1952, hace un minucioso seguimiento de los orígenes del vocablo y su sentido en la vida diaria limeña desde los días de la conquista española.

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20 temas peruanos, 1966Aurelio Miró Quesada

Una vez más el invierno limeño ha tendido sobre la ciudad su velo gris y persistente, que han roto por fortuna algunos días brillantes de sol. En ocasiones, de la cortina opaca y terca se ha desprendido una humedad difu-sa, que ha oscurecido el día y ha anublado las noches, para perderse luego como un ala impalpable. Otras veces ha llegado a caer una llovizna, que ha enturbiado los vidrios y ha hecho espejear el pavimento, pero sin fuerza suficiente para requerir alcantarillas, para que se suspenda un acto público o que se abra un paraguas.

Los limeños, y en general los habitantes de la costa peruana —ya ve-remos también de qué otras partes— llaman a esta llovizna garúa; pero no se detienen a indagar de dónde viene, cómo se ha podido formar, desde cuándo se usa esta palabra que es hoy cotidiana.

Primeras referenciasLos primeros cronistas españoles, que consignaron no sólo los sucesos

sino las novedades de clima o de paisaje de la tierra entonces descubierta, coinciden en señalar el hecho evidente de que en casi toda la costa del Perú, o región de los llanos, puede decirse que no llueve nunca. «En aque-lla tierra no llueve» —escribe precisamente Hernando Pizarro en su carta a los Oidores de la Audiencia de Santo Domingo, de 23 de noviembre de 1533—, y añade, «en toda ella, ni en doscientas leguas que se tiene noticia

148 Serie de artículos publicados en El Comercio los días, 16, 17, 18 y 19 de setiembre de 1952. Con adiciones y correcciones del autor hechas en 1955. Ver: 20 temas peruanos, Lima, 1966, pp. 203-222. Los subtítulos corresponden a la versión de 1955.

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de la costa adelante, no llueve». «No nace en ella yerba, ni llueve sino poco», afirma por su parte Pedro Sancho; quien agrega, como para corrobo-rarlo, que «pocas casas tienen techos». «Así son todas las casas de aquella tierra, que como jamás llueve —declara más explícitamente la Relación de Miguel de Estete–, no usan de otra cobija» (la estera). (Véase Biblioteca de Cultura Peruana, tomo 1, Los cronistas de la Conquista; París, 1938, pp. 260, 173 y 231).

Los historiadores y autores de libros posteriores repiten, como es inevi-table, estos conceptos; pero hay entre ellos dos que, con la habitual exacti-tud de visión y la admirable precisión descriptiva que se patentizan en sus obras, añaden algunos aspectos de interés: Pedro Cieza de León y Agustín de Zárate.

Para Cieza de León en la Parte primera de la Crónica del Perú (Sevilla, 1553), es noticia sabida que en la costa peruana, en las partes «cercanas a la mar no llueve», si no es «algún rocío que caía del cielo» (Cap. 58, fs. 75 r. y v. En la primera edición, por errata, aparece el capítulo como 59). «Desde principio de Octubre para adelante —insiste luego— no llueve en todos los llanos, si no es un tan pequeño rocío que apenas en alguna parte mata el polvo» (cap. 59; f. 76 r. columna a). «Y el llamar invierno en los llanos no es más de ver unas nieblas muy espesas, que parecen que andan preñadas para llover mucho, destilan como tengo dicho una lluvia tan liviana que apenas moja el polvo»; «no llueve más en los seis meses ya dichos (abril a octubre) que estos rocíos pequeños por estos llanos» (ibid. col. b).

Agustín de Zárate, por su parte, acude a una imagen familiar y a un ejemplo nostálgico al recordar las nieblas de Valladolid: «Es (Lima) de muy apacible vivienda por causa de su templanza, que en todo el año no hay frío ni calor que dé pesadumbre; los cuatro meses del estío de España hace en ella alguna más diferencia de frío que en el otro tiempo. Estos cuatro meses cae en ella hasta el mediodía un rocío menudo como las nieblas de Vallado-lid, salvo que no es dañoso para la salud; antes los que tienen enfermedad de cabeza la lavan con este rocío» (Historia del descubrimiento y conquista del Perú, Amberes, 1555, Libro 1, cap. 7).

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La palabra «garúa»Señalado el fenómeno, había que llegar también a darle nombre. No

se sabe con exactitud desde qué momento, o por qué circunstancias, la locución explicativa de «rocío menudo» se cambia en una palabra concreta «garúa». La cita más antigua hasta hoy encontrada es del Oidor Licencia-do Juan de Matienzo en su Gobierno del Pirú, que aunque publicado sólo en este siglo (Buenos Aires, 1910), estuvo terminado alrededor del año de 1568. Matienzo no sólo emplea la palabra garúa, sino la señala expre-samente como un localismo del Perú. «En los llanos —escribe en Parte I, cap. 45— nunca llueve aunque en algunos cabos a tiempo cae una poca de agua, a manera de niebla, que llaman acá garúa».

Algunos años después, Miguel Cabello Balboa, en su Miscelánea antár-tica terminada en versión manuscrita en 1586, señala también que en la costa peruana «no se ha visto jamás llover» y reitera que sólo cae «un me-nudo rocío a quien —por acá— llaman garúa, que apenas acaba de matar el polvo» (Parte III, cap. 4).

Por el mismo tiempo el padre Joseph de Acosta refrenda la localización de la palabra en su Historia Natural y Moral de las Indias (Sevilla, 1590) «Al mismo tiempo —de abril a agosto— en los llanos hay niebla, y la que llaman garúa, que es una mollina o humedad muy mansa con que se encu-bre el sol» (Libro II, cap. 5). «En la costa o llanos nunca llueve, aunque a veces cae un agua menudilla que ellos llaman garúa, y en Castilla mollina, y ésta a veces llega a unos goteroncillos de agua que cae; pero en efecto no hay tejados ni agua que obligue a ellos» (Libro III, cap. 20). A pesar de su precisión fundamental, Acosta, como se ve, vacila en lo que debe entender-se por «garúa», pues más que a esos goteroncillos de lluvia menuda parece inclinarse después a la simple niebla: «Mas aunque no llueve (Libro III, cap. 21), aquella neblina es maravilla provechosa para producir yerba la tierra y para que las sementeras tengan sazón, (...) y lo que más es de admirar, es que los arenales secos y estériles, con la garúa o niebla se visten de yerba y flores que es cosa deleitosísima de mirar y de gran utilidad para los pastos de los ganados...»

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Luis Jaime Cisneros, en un serio estudio publicado en la revista Orbis (Lovaina, tomo III, n° 4, 1954), añade otras citas de importancia de fines del siglo XVI. Baltasar Ramírez, por ejemplo, en su Descripción del Reyno del Pirú, dice que en los llanos no llueve nunca y «solamente cae un rocío del cielo muy menudo, que los indios llaman garúa». El italiano Francesco Carletti, que navegó por la costa peruana a principios de 1595, afirma que de diciembre a marzo el cielo se cubre de niebla «y destila una especie de continuo rocío, que los naturales llaman garúa» (Las Indias Occidentales, crónica 4). El padre Annello Oliva, en su Historia del reyno y provincial del Perú (Libro 1) describe las «neblinas raras y sutiles», que «llaman garúas». Y fray Reginaldo de Lizárraga, en su Descripción del Perú, reitera estos mismos datos pero añade una nueva explicación «desde Mayo comienzan unas ga-rúas, llamadas así de los marineros» (Libro 1, cap. 1°); lo que, como anota Cisneros, es la primera vinculación de la palabra con el léxico marino.

«Garúa», «garuoso», «garuar»Sin embargo, la indicación del vocablo como peruanismo recibe una

confirmación muy importante, al comenzar el siglo XVII, en el ilustre poeta Pedro de Oña, quien, aunque nacido en el sur de Chile, pasó su juventud y estudió en Lima y por lo tanto aquí pudo formarse una opinión correcta sobre la zona de uso de garúa. Oña no sólo conoce y emplea el sustantivo —garúa—, sino un derivado que no ha hecho fortuna: el adjetivo garuoso (Octubre, «acá tan garuoso y añublado»). Y explicando el fenómeno, y acentuando la localización de la palabra, dice en el Temblor de Lima (Lima, 1609, octava 35, fol. 9 v):

Porque como aun, hyvierno entonces fuesse, y embuelto en sus neblinas toda vía el Sol por estos valles anduviesse,

agua menuda sin cessar caya,.......................................................no dexava de hazerles blanda guerra la que llaman garúa, en esta tierra.

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Un paso más, y se documenta un nuevo derivado el verbo garuar; y asi Bernabé Cobo, en su Historia del Nuevo Mundo, puede hablar de «las nubes o ñeblinas que toda la noche estuvieron garuando» (Libro I, cap. 16).

«Garúa» en el siglo XVIIDurante el siglo XVII, al que la obra del Padre Cobo pertenece, la voz

garúa se hace de curso común en el Perú y aun hay referencias documenta-das de su uso en otros lugares del continente americano; como en la región de Panamá, tan vinculada al Perú política y económicamente en aquella época, (Miguel Amado, El lenguaje en Panamá. Siglo XVII; en Boletín de la Academia Argentina de Letras, XVIII, pág. 369).

Fray Martín de Murúa, en su Historia general del Pirú (ms. La Plata, 1613), explica que «aunque dizen que en el Perú en los llanos no llueve, es porque sólo cae una garúa y agua mansa no bastante ni suficiente, a que con ellas los fructos y sementeras lleguen a sazón» (Libro III, cap. 2).

Diego Mexía de Fernangil no llega a usar la palabra en la Epístola y de-dicatoria con que antecede su Égloga del Dios Pan, en la Segunda Parte del Parnaso Antártico (1615; manuscrito en la Biblioteca Nacional de París):

El mes de julio, quando de pluvioso velo, en Lima y sus valles está el cielo cubierto; y no da luz el sol hermoso...

Pero en cambio, desde unos años antes, en el Coloquio XXXV de su Miscelánea Austral (Lima, 1602), la utiliza Diego Dávalos y Figueroa en la respuesta de Delio a Cilena sobre la elevación de los vapores (dato pro-porcionado por Luis Jaime Cisneros): «Se van condensando poco a poco —escribe— hasta hacerse nubes y dellas espessandose más se engendra una niebla, o garúa, y yendo esta en crescimiento, viene a hazer pluvia».

También aplican la palabra los autores de vocabularios de lenguas in-dígenas. Así, González Holguín, en su Vocabulario de la lengua qquichua (Lima, 1608, I, 371), traduce Yppu como «lluvia menuda, o garúa». El pa-dre Ludovico Bertonio, en su Vocabulario de la lengua aymara (Juli? 1612,

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p. 149), dice que garúa es «phuphu»; y luego (p. 301) da el equivalente de «lluvia menuda o garúa» «phuphu hallu». Por su parte, las Adiciones de un religioso de la Compañia de Jesús al Arte y vocabulario de la lengua quichua, del padre Diego de Torres Rubio, iban a decir más tarde (edición de Lima 1754, f. 227) que en la lengua del Chinchaysuyo «tamia» es «garúa».

Niebla, rocío, lloviznaDescrito el fenómeno, y utilizada cada vez más una palabra especial

para expresarlo, era frecuente sin embargo —como se ve por los textos cita-dos— la imprecisión sobre el grado de intensidad con que debía entenderse la garúa. Unas veces, parece simplemente la humedad de la niebla; otras, el rocío; en ocasiones, la lluvia menuda; en otras, alternativamente, es la neblina o el agua que cae. A la postre, parece ser este último concepto el que predomina, y en el agustino Antonio de la Calancha se encuentra ya un intento de clasificación y distinción. «La (causa) material (por la que no llueve en la costa del Perú) —escribe— es que todos estos llanos son sequí-simos arenales, a cuya causa no hay vapores gruesos que se levanten, y por esto no son suficientes a engendrar lluvia que se engruese, sino niebla, que llega a ser garúa o rocío grueso». «Cuando llueve (en Lima), que es media-dos del otoño y el invierno, caen algunos rocíos ligeros, cuando crecen, lle-gan a lluvias menudas, que llaman garúas» (Crónica moralizada del Orden de San Agustín en el Perú, tomo I, Barcelona, 1639, Libro I, cap. 38, pág. 242).

Hay así una gradación que va de la niebla al rocío ligero, y de éste al rocío grueso o lluvia menuda. El ya citado padre Cobo, en su Historia del Nuevo Mundo (prólogo 1653; ed. Sevilla, 1890, tomo I), se inclina a este último fenómeno como el más representativo de «garúa». «Digo no llover en estos llanos, por ser esto lo general, dado que en cierta parte dellos cae algún rocío, que llamamos en esta tierra garúa» (Libro II, cap. 13, p. 172). «En cierta parte de los llanos cae una agua menuda o rocío, que en España llamamos mollina y en esta sierra garúa» (p. 183). «Suelen comenzar las garúas por el mes de Mayo y duran seis meses poco más o menos; caen muy desiguales, porque en los valles que se forman entre las Lomas y en las lla-nadas de arenales de las riberas de la mar, son más tenues y escasas que en

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los cerros y lomas, donde son tanto más gruesas y copiosas cuanto los cerros son más altos» (pp. 184185). «No es tan menuda esta lluvia como escriben algunos de los que della tratan» (p. 185). «Las nubes o neblinas que desti-lan estas garúas son tan continuas, que de cuatro partes del Invierno tienen las tres cubierto el cielo sin salir el sol muchos días» (Libro II, cap. 15, p. 189). «Este es el rocío y garúas tan nombradas» (Libro II, cap. 16, p. 190).

Es en cierto modo también la interpretación de los cronistas de conven-to del siglo XVII, que, aunque de órdenes religiosas distintas y con rivalida-des humanas frecuentes, presentan un cuadro homogéneo en general y se aprovechan y aún copian a menudo.

Así, el carmelita Antonio Vásquez de Espinoza, en su Compendio y des-cripción de las Indias Occidentales (1629), dice que «en algunas partes cae un rocío muy menudo que en aquel Reyno llaman garúa» (Libro IV, cap. 48). El franciscano Fray Diego de Córdova y Salinas, en su Crónica de la religiosí-sima provincia de los Doce Apóstoles (Lima, 1651, Libro I, cap. 1), vuelve a la vacilación, porque en una parte confunde «garúa o niebla» y en otra aclara que «en la costa o llanos nunca llueve, ni graniza, ni nieva, ni truena, aun-que suele caer un agua menudilla, que llaman garúa». El dominico fray Juan Meléndez, en sus Tesoros verdaderos de las Yndias (tomo II, Roma, 1681, Li-bro II, cap. 1), confirma que «Las lluvias de Lima raras vezes corresponden a su nombre; porque las más se quedan en rocío. No padece tempestades ni experimenta el enojo de las nubes en aguaceros, nieves o granizos, siendo una suabe llubia lo que los naturales llaman garúa».

La observación se halla entre los capítulos dedicados a contar la vida de Santa Rosa, que el padre Meléndez declara haber tomado de fray Andrés Ferrer de Valdecebro. Con lo que nos quedamos sin conocimiento exacto de su origen, porque encontramos casi las mismas palabras en El Sol del Nuevo Mundo de Francisco Antonio de Montalvo, que, publicado en Roma en 1683, se hallaba terminado tres años antes y fue ampliamente aprove-chado por el padre Meléndez, según ha puntualizado modernamente Riva Agüero (La Historia en el Perú, Lima, 1910, pp. 281282): «Las lluvias de Lima raras vezes corresponden a su nombre... siendo una suave mollina, lo que los naturales llaman garúas» (El Sol del Nuevo Mundo, Libro I, cap. 4).

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«Garúa» en el siglo XVIIIEn el siglo siguiente, los marinos españoles Jorge Juan y Antonio de

Ulloa insisten en considerar la palabra «garúa» como peruanismo y avanzan en la tendencia a distinguir entre niebla y llovizna y a precisar que, para ellos, la garúa no es el rocío grueso, sino por lo contrario el rocío menudo. «En esta sola estación (invierno) se experimenta, que deshaciéndose aque-llos Vapores en una Mollizna, o rocío muy menudo, a la qual llaman Garúa, humedece con igualdad toda la tierra»… (Relación histórica del viaje a la América Meridional, tomo III, Madrid 1748, Libro I, cap. 6, parágrafo 152). Y más adelante aclaran: «Aunque nunca se experimenta en Valles lluvia formal, hay Lloviznas menudas que es a lo que llaman Garúa; (...) la mis-ma Neblina es la que se convierte en Garúa, empezando por un ambiente húmedo, y poco a poco va haciéndose más sensible la humedad hasta que llegando aquella a su mayor condensación, dexa distinguir las menudas go-tas que se separan de ella» (ibid. pág. 156).

Hay algún retroceso en la precisión en otra obra de Antonio de Ulloa, las Noticias americanas (Madrid 1772), donde en el Entretenimiento IV, parágrafo 19, escribe solamente: «En los más de los días (octubre 1764) se experimentaban todavía lo que llaman garúa de invierno, que son lluvias menudas, o más propiamente niebla, que llega a reunirse y se precipita». Menos detallado aún es Antonio de Alcedo en su Diccionario geográficohis-tórico de las Indias Occidentales o América, donde cuenta al hablar de Lima (tomo II, Madrid, 1787, pág. 580) que «nunca llueve más que una especie de rocío abundante que llaman garúa»... Y no aclara mucho la explicación posterior de su Vocabulario: «garúa.- Nombre que dan en el Perú a la lluvia menuda, y quasi imperceptible que no incomoda, como la niebla cuando cae» (id. tomo V, Madrid, 1789, pág. 86).

Pero todos estos son autores científicos. Para observar mejor el panorama conviene señalar también ejemplos tomados del campo literario. Así Grego-rio de Cangas, en su Compendio histórico, geográfico, genealógico y político del Reino del Perú (manuscrito en el Museo Británico de Londres y en el Archivo de Indias de Sevilla), pone en boca del Peruano, en su diálogo con el Cha-petón, que en la costa «la niebla o vapores se combierten en una menuda

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quasi indistinguible lluvia a la que llaman garúa». Por su parte, Esteban de Terralla y Landa, «Simón Ayanque», en Lima por dentro y fuera (Lima, 1797, Descanso Primero, romance 2, versos 5256), dice burlonamente:

Verás muchos nubarrones y garuas, en ymbierno, cuyos lodazales grandes

son de andar impedimento.

Y en una nota explica: «Es cosa bien triste el Ynvierno, mayormente cuando cae la garúa –lluvia casi invisible–, porque se llenan las calles de tanto loco, que cuesta trabajo andar».

Las observaciones de UnanueAl comenzar el siglo XIX, el insigne Alejandro von Humboldt elude a

la «garúa» en su Memoir über Meeresstrome, pero sólo la describe como «una capa de niebla (que) cubre el sol».

En cambio, como es de suponer, quien recoge la tradición científica de los cronistas y viajeros es el criollo Hipólito Unanue, cuyo nombre aparece vinculado a casi todos los aspectos de la vida del Perú en esa época. Como Calancha y Cobo en el siglo XVII, como Jorge Juan y Antonio de Ulloa en el XVIII, Unanue intenta en el XIX la caracterización de los fenómenos, dentro del marco crítico y los supuestos mentales de su tiempo. En sus Ob-servaciones sobre el clima de Lima (Lima, 1806 –obra notable por la penetra-ción, por la aplicación de nuevos métodos, por los atisbos en el campo que se llamaría más tarde sociológico y por la limpieza del estilo–, Unanue no sólo describe la garúa y gradúa su intensidad, sino avanza una explicación de la diferencia entre la garúa ligera y la garúa gruesa, cuya causa atribuye a la dirección en que sopla el viento.

«Mucho se ha escrito —expresa en la Sección I, cap. IX, párrafo I de sus Observaciones— sobre la causa de no llover en Lima y esta costa del Perú, sino una ligera garúa o mollizna... Entre abril y mayo empiezan las garúas en Lima y siguen con más o menos interrupción hasta noviembre».

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«Los vientos suaves que corren por la mañana del ocaso (ibid. párrafo 2) y por la tarde del sur son los que traen las neblinas, y cubren de ellas el horizonte. Entonces la lluvia que se siente es propiamente un rocío copio-so, o unos mal formados vapores, que conforme los empuja el aire sobre la tierra y colinas las van humedeciendo. Los nortes cuando soplan con viveza levantan aquellas neblinas a alguna altura del suelo, y reuniéndolas en nubes espesas llueve una garúa gruesa. Cuanto más frecuentes los sures en invierno y primavera, mas neblinas y molliznas; cuanto más activos los nortes, menos nieblas, y más gorda la garúa».

Quiere decir que en la línea de gradación: nieblarocío menudorocío grueso, donde para Calancha por ejemplo la garúa es rocío grueso y para Juan y Ulloa rocío menudo, para Unanue la palabra garúa se puede aplicar a ambos, desde que se trata de un mismo fenómeno, con diferente intensi-dad según sea la orientación del viento.

«Garúa» en la lexicografíaEn la segunda mitad del siglo XIX, el interés por la «garúa» se debilita un

tanto en el terreno de la observación del clima, para iniciar nuevas preocu-paciones en el campo lingüístico. Podría decirse que, generalizado el uso y conocido con detalle el fenómeno, lo que queda aún por conocer es el origen del vocablo. Matienzo, Cabello Balboa, Acosta, Ramírez, Carletti, Anello Oliva, Oña, Calancha, Cobo, Diego de Córdoba Salinas, Meléndez, Mon-talvo, Juan, Ulloa, Alcedo, Terralla —lo hemos visto— lo señalaban como neologismo y, desde el punto de vista de su localización, como peruanismo; pero no se arriesgaban a opinar sobre el proceso de formación de la palabra.

En su Diccionario de Peruanismos (LimaBuenos Aires, 18831884), Pedro Paz Soldán y Unanue, «Juan de Arona», intenta una explicación, aunque bastante imprecisa en los términos y escasa de noticias, puesto que consi-dera a garúa como un «provincialismo sin suerte», con olvido de su larga historia, que ya entonces pasaba de tres siglos.

«Garúa –Llovizna menuda, o como decían nuestros escritores del siglo pasado, mollizna (sin duda del latín mollis, blando, suave) rocío, que puede

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caer en cualquiera parte y que constituye la única lluvia del litoral perua-no (...). El americanismo garúa es uno de esos provincialismos sin suerte, que tardan en aparecer, como ya lo hemos notado en otros de la laya; y lo llamamos americanismo, porque no lo creemos peruanismo ni hispanismo de América». Arona cita a Cieza, a Zárate, a Thomson (traductor al inglés del Diccionario de Alcedo, en cuya versión equipara a la garúa con el mist o rocío de Escocia) y al Diccionario de voces cubanas de Pichardo; y al final de su Diccionario, en la clasificación de las voces incluidas, señala entre las de origen no conocido a «garúa, que si por designar cosa propia de la costa del Perú “dice” pudiera creerse voz quichua, ni la hemos hallado nunca en los diccionarios de esa lengua, ni procedente de ella, parece que hubiera podido llegar hasta Cuba, entre cuyos provincialismos la trae Pichardo... Además los escritores argentinos que se han dedicado a esta clase de estu-dio –concluye con cierta aparente contradicción–, convienen unánimes en que garúa es quichua».

La hipótesis del origen quechua de garúa fue recogida en esos mismos años por Ricardo Palma, quien en sus Neologismos y americanismos (Lima, 1896, pág. 33) incluye la palabra entre las que considera provenientes de la lengua de los Incas. Verdad es que su propósito esencial en esa obra no era fijar etimologías, sino emprender una nueva ofensiva en la batalla que sostenía con denuedo, y con intenso fervor regionalista, por la incorpora-ción de voces americanas en el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua. Su triunfo en este sentido fue completo; y así en sus Papeletas lexicográficas (Lima, 1903) se jacta de que la publicación de su anterior opúsculo tuvo más eficacia que su intervención personal en las Juntas de la Academia madrileña en 1892 y 1893; y en la página IV del prólogo cita a garúa como una de las 141 palabras aceptadas en la décimotercera edición del Diccionario.

«Garúa» en los DiccionariosEfectivamente, desde entonces la voz ha quedado incorporada al léxico

oficial de la lengua española, con la mención del origen quechua que Palma

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indicaba y con la referencia a su doble zona de uso: la América española y el lenguaje marino: «garúa (Voz quichua) f. Amér. y Mar. Llovizna.– garuar. (De garúa). Intr. Amér. Lloviznar».

Más detalladas, aunque siempre incompletas, son las definiciones del Diccionario Enciclopédico HispanoAmericano y de la Enciclopedia universal ilus-trada de Espasa. El primero dice de garúa: «Neblina muy húmeda que deja caer gotitas muy finas de agua, pero que no llegan a correr por el suelo como las de lluvia. Es una voz usada por los marinos y en las Repúblicas del Sur de América» (tomo IX; Barcelona, 1892, p. 189). El segundo insinúa una inte-resante distinción entre la garúa considerada como neblina (interpretación que atribuye a los marinos) y la considerada como llovizna (que juzga que es el significado americano): «garúa. (Voz quechua). f. Amér. Llovizna. Molliz-na.–Mar. Neblina muy húmeda, que deja caer gotitas muy finas, pero que no llegan a correr por el suelo»... (tomo XXV, Barcelona, p. 912).

Por su parte, los vocabularios de americanismos, como los del puerto-rriqueño Augusto Malaret y el mexicano Francisco J. Santamaría, incorpo-ran, además de garúa y garuar, algunas derivaciones especiales. Santamaría, por ejemplo (Diccionario general de americanismos, tomo II; Méjico, 1942, p. 197) y Malaret (Diccionario de Americanismos, 3a. edición; Buenos Aires, 1946, p. 33), citan garuada, como acción de garuar, y las epéntesis garuga, garugar y garugada, recogidas en Chile y la Argentina. El área geográfica de garúa abarca la América del Sur, con excepción al parecer de Colombia pero con inclusión del Brasil (véase el Grande e novissimo Diccionario de lin-gua portuguesa organizado por Laudolino Freire, vol. III, Río de Janeiro s. f., pp. 2692 y 2694, que da garua o garoa como peruanismo); se extiende por la América Central y el Caribe, con excepciones observadas en la República Dominicana y en Honduras; y se detiene al cabo en México.

La hipótesis quechuistaLa tendencia frecuente a considerar la voz garúa como proveniente del

quechua o runasimi de los Incas —que tal vez puede remontarse a la ya cita-da Descripción de Baltasar Ramírez—, se debe principalmente a dos razones una de carácter general, sustentada en el hecho de que el Perú ha sido el

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centro de irradiación de la palabra, lo que ha hecho pensar en su origen indígena; y otra, particular, constituida por el alegato vehemente de Palma, que determinó que se incorporara la palabra, con su presunta etimología, en el Diccionario de la Real Academia, de donde la han copiado algunos de los demás vocabularios.

Sin embargo, como ya lo observaba «Juan de Arona» en 1883-1884, garúa no aparece en ninguno de los vocabularios quechuas antiguos o mo-dernos, ni aún en una forma próxima que pudiera haberse castellanizado en algún tiempo. Sólo en el Lexicon o Vocabulario de la lengua general del Perú de Fray Domingo de Santo Tomás (Valladolid, 1560, fol. 116; edición fac-similar; Lima, 1951, p. 250), figura la voz carua con el significado de «cosa mustia o amarilla»; pero parece demasiado forzado querer hallar allí una relación con la neblina. Teodoro Meneses ha hecho notar una interesante trasposición en el quechua de Ayacucho: jarhua ñahui, por ojo no amarillo sino de color anublado o acuoso «ojo humano que no es azul ni verde, pero sí claro». El ecuatoriano Julio Paris (citado por Malaret) ha señalado tam-bién garauna como voz quechua por llovizna. Pero, o se trata de un loca-lismo limitado sin uso en el Perú, o el proceso se debe considerar en forma inversa, como una indigenización del español garúa.

Tampoco se ha encontrado garúa en el dialecto del Chinchaysuyo, ni en los vocabularios de la lengua aymara; ni aún en la lengua yunga, que como hablada antiguamente en la costa peruana podía haber reflejado un fenó-meno tan habitual en su campo geográfico. La hipótesis del indigenismo, y no solamente del quechuismo, se ha visto así debilitada en los últimos años. Más aún en el estado actual de la investigación, es muy posible que se elimine la mención de ese origen en las próximas ediciones del Diccionario académico.

La hipótesis de la procedencia vascaHay otra teoría, de la que Cisneros encuentra un curioso antecedente

en el Tratado único y singular del origen de los indios, de Diego Andrés Rocha (Lima, 1681): «Garua es vascuence, significa niebla y rocio y en los indios garua es lluvia que la equiparan al cristal».

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La hipótesis de la oriundez vasca ha sido vigorosamente sostenida por el padre Resurrección María de Azkue y ha sido difundida por el Suplemento de Malaret (Boletín de la Academia Argentina de Letras, X, pp. 819820). Se-gún el Padre Azkue, garúa viene del localismo vasco garo, «rocío», o con el artículo «garoa», «el rocío», pronunciado por algunos garúa. Corominas, al comentar la hipótesis, advierte que se trata de un localismo restringido (la significación más común de garo en vascuence es «helecho») y que la pala-bra no aparece en los vocabularios vascuences, con excepción del Dicciona-rio vascofrancésespañol del mismo Azkue, donde además figura como de uso local en Vizcaya. Esta última limitación podría ser en verdad corroborante, desde que ha sido frecuente la presencia de los vizcaínos en América y, si se trata de un término marino, no se puede olvidar a grandes navegantes de Vizcaya, como el ilustre Sebastián Elcano que fue el primero en com-pletar la vuelta al mundo. Coincidentemente, Harri Meier cree que «todo habla en favor de la proveniencia vasca del término marítimo español y de la palabra hispanoamericana»; Miguel Amado señala entre las influencias del vascuence en el lenguaje panameño del siglo XVII la palabra garúa con el significado de «lluvia rápida»; y Augusto Malaret, en la tercera edición de su Diccionario de Americanismos, abandona la hipótesis quechuista pare afirmar que garúa «indudablemente es palabra vasca».

Sería no obstante más exacto decir localismo o provincialismo de Viz-caya. Por otra parte, según las más recientes investigaciones lingüísticas (reforzadas en el trabajo de Julio Caro Baroja: Materiales para una Historia de la lengua vasca en su relación con la latina; Madrid, 1945), el número de palabras vascuences derivadas del latín es mucho más crecido de lo que se suponía anteriormente. Así puede ocurrir por ejemplo con garo, para la que Meier propone un étimo latino: la forma posible carugo, que supone exis-tente en el latín vulgar, con proveniencia de caligo, caliginis.

La hipótesis románicaEsta suposición de Meier se emparenta, por tanto, con la hipótesis que

ahora se acentúa con más fuerza y que hasta hace unos años se hubiera con-

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siderado inesperada: la del origen románico de garúa, sostenida sobre todo con vigorosos argumentos por Joan Corominas y refrendada entre nosotros por Luis Jaime Cisneros en su valioso estudio Garúa románico.

Para Corominas, que ha fundamentado especialmente su teoría en su artículo Indianorománica, en la Revista de Filología Hispánica (tomo VI, Buenos Aires, eneromarzo, 1944, pps. 115), garúa viene del portuguesismo dialectal carujo, por orvalho, rocío; voz, a su vez, procedente del latín caligo, caliginis (niebla espesa), ya sea directamente o a través de una forma hipo-tética: caluginem. «En el Diccionario portugués de Figueiredo –escribe– no figura la voz que nos interesa pero sí su derivado carujeira, de igual signi-ficado, sin nota de provincialismo, y además carujeiro, “nevoeiro, nebrina espessa”, como término de Lamego (entre Beira y TrasosMontes), carujo “tempo de nevoeiro espesso; chuva miuda”, como provincialismo duriense, y carujar, “chuviscar, cair orvalho”, como provincialismo sin mayor preci-sión”. Por otra parte, “el Léxico de Gran Canaria de los Millares, recoge garuja, llovizna, y garujar, lloviznar».

La relación entre estos tres vocablos próximos (Port. caruja; Canar. ga-ruja; Amér. garúa), usados en tierras tan distantes y de lenguas originales tan diferentes, la encuentra explicada Corominas por un gran lazo de unión geográfico: el Océano Atlántico. Su hipótesis es, por lo tanto, la siguiente: caruja es una voz del habla de los navegantes portugueses, transmitida por éstos a los marinos españoles con el significado de «neblina» o «rocío», en la época de los grandes descubrimientos, y traída por los españoles al Perú, donde al principio designó a la variedad de neblina típica de la costa y luego se confundió con la llovizna, que iba aparejada a la neblina y que, como be-neficiosa para la agricultura, llamaba más la atención del poblador. «Desde el Perú –concluye–, o directamente desde el uso náutico, se difundió luego la palabra a toda América en la nueva acepción (“llovizna”), aunque sin perder enteramente la primera».

La teoría es evidentemente impresionante, y a sus bases lingüísticas une razones históricas y geográficas que la hacen aún más valedera. Sin embargo, no le han faltado algunos reparos; como el de Amado Alonso,

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que aclara que el ensordecimiento de la «j» sólo se definió a fines del siglo XVI, cuando hacía ya tiempo que se conocía la palabra garúa; y el de Max Leopold Wagner, que acepta la influencia del portugués caruja sobre la for-ma canaria garuja, pero no sobre garúa. (Véanse el artículo de Wagner en la Revista de Filología Española, XII, Madrid, 1925, p. 78 y el de J. Pérez Vidal, Nombres de la lluvia menuda en la isla de La Palma (Canaria), en Revista de Dialectología y Tradiciones Populares, V. Madrid 1949, p. 193; citados ambos por Harri Meier en la nota Esp. Garúa, Port. Caruja, publicada en Nueva Revista de Filología Hispánica, IV, México 1950, pps. 270274).

Cisneros aduce en cambio en su favor el viejo testimonio de fray Regi-naldo de Lizárraga: garúa en el léxico marino.

ConclusiónTal es el estado actual de las investigaciones sobre la etimología y la

historia de garúa. Desvanecido el posible origen quechua, acentuada por lo contrario la creencia en una derivación remota del caligo, caliginis latino, coincidentes tal vez en ese origen el provincialismo portugués caruja y el lo-calismo vizcaíno garo (si es que éste tiene verdaderamente un étimo latino), la palabra española garúa puede haber venido a América en realidad como término marino, con el significado de «niebla muy húmeda» o «rocío»; y en ese caso no ser americanismo. Pero en la costa del Perú pasó a designar tam-bién la típica, habitual y menuda «llovizna», compartiendo –y a veces su-plantando– la significación anterior; y en ese caso, sin duda, es peruanismo.

En una u otra forma, el Perú ha sido, desde hace cuatro siglos, el gran centro del uso y, con la vasta resonancia de América, el mayor foco de difu-sión de la palabra. Y así, aunque se compruebe su proveniencia de fuentes lejanas, garúa se seguirá considerando un peruanismo. Y habrá que dar la razón a Pedro de Oña cuando designa a la blanda llovizna del apacible in-vierno de la costa peruana:

La que llaman garúa en esta tierra.

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Presentación

Este libro se terminó de imprimir en junio de 2011 en los talleres gráficos de la Universidad Alas Peruanas,

Los gorriones 264, Chorrillos.Lima - Perú

Diagramación a cargo de Gino Jara Alejandro

agustín Haya de la torre

3589 7 8 6 1 2 4 5 5 4 9 8 8

ISBN: 978-612-45549-8-8