O'HIGGINS tó conciencias hiz, o carne d e los alto sueños s y cristaliz laós espe-ranzas dormida...

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EUGENIO ORREGO YICUÑA O'HIGGINS TRILOGIA HISTORICA EDICIONES ORBE

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  • EUGENIO ORREGO YICUÑA

    O'HIGGINS TRILOGIA HISTORICA

    E D I C I O N E S O R B E

  • O'H I G G I N S

  • E S P R O P I E D A D D E L A U T O R

    SANTIAGO DE CHILE - 1942 I N S C R I P C I O N N9 9 1 3 3

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    QUE EDITA.

  • E U G E N I O ORREGO V ICUÑA

    O'H I G G I N 5 TRILOGIA HISTORICA

    E D I T O R I A L O R B E

    S A N T I A G O D E C H I L E

  • En 1817 y 18 el Libertador O'Higgins, en com-pañía de Saín Martín, ei gran Capitán de los Andes, nos (Mó la independencia nacional, hasta ahora conservada como el más sagrado patrimonio que los hijos de esta tierra sobera-na han recibido en su cuna.

    "¡Vivir con honor o morir con gloria!" fué el lema del fundador de la República, y a él han de ceñirse las mue-vas generaciones, conscientes de la responsabilidad de manir tener intacta, pese a- todo sacrificio, 'la independencia con-sagrada en los campos de Chacabuco y de Maipo.

    Con ocasión del primer centenario de la muerte de nuestro héroe máximo, dedico esta Trilogía Histórica, que recuerda los más grandes fastos de su vida, a mis ami-gos del Ejército y de la Armada de Chile.

    Santiago, Octubre 24 de 1942.

  • DRAMATIS PERSON/E

    LA SOMBRA DE MACKENNA

    DON BERNARDO O'HIGGINS, Director Supremo de Chile. LA SOMBRA DEL GENERAL MACKENNA. EL CAPITAN LARRAIN. MANUEL RODRIGUEZ. DOÑA ROSA O'HIGGINS, hermana del Libertador.

    La escena en el Palacio Directorial de Santiago.

    UN DIA DE ENERO

    DON BERNARDO O'HIGGINS, Director Supremo de Chüe. DON CASIMIRO ALB ANO. EL CORONEL DON LUIS DE LA CRUZ. UN ORDENANZA. DOÑA ISABEL RIQUELME, madre del Libertador. DOÑA ROSA O'HIGGINS.

    La escena en el Palacio Directorial de Santiago y en El Consulado, el 28 de Enero de 1823.

  • 8 EUGENIO ORREGO VICUÑA-

    O'HIGGINS EN MONTALBAN

    DON BERNARDO O'HIGGINS. DEMETRIO O'HIGGINS, su hijo. EL DOCTOR PEQUEÑO. EL NEGRO BERNABE. DOÑA ROSA O'HIGGINS. LA NEGRA TOMASA. PATRICIA.

    Trabajadores de Montalván.

    La escena en las casas de Montalván, en el Perú. Año de 1840.

    EPILOGO: LA MUERTE DEL LIBERTADOR

    DON BERNARDO O'HIGGINS. DEMETRIO O'HIGGINS. DOÑA ROSA O'HIGGINS. UNA HERMANA DE LA CARIDAD.

    La escena en Lima, en la mañana del 24 de Octubre de 1842.

  • P R O L O G O

    UN PERSONAJE QUE REPRESENTA AL AUTOR HABLA DETRAS DE LA CORTINA CERRADA

    Va de cuento. Hubo una vez un país en que la vida humana no se contaba en pesos ni se medía en placeres; un país en que los hombres servían a la colectividad austeramente; un país cuyos gobernantes todo lo daban a la patria, sin pedir nada para sí.

    Los habitantes de ese país ignoraban que llegaría un día en que ante el corazón silenciado las grandes palabras ocul-tarían los mezquinos sentimientos.

    Dicen cronistas e historiadores que aquel pueblo le-gendario, en que los héroes brotaban dé las piedras y el heroís-mo nacía de las almas, fué organizado por el hijo de un virrey irlandés, que le consagró los trabajos y las energías de una vida.

    Aquel hombre de tamaño gigante, cuyo volumen es-piritual desborda los mejores moldes, expulsó a los dominadores extranjeros del suelo de su tierra. Levantó legiones invencibles, creó escuadras, sembró ideas, dictó leyes, esgrimió espadas, agi-tó conciencias, hizo carne de los altos sueños y cristalizó las espe-ranzas dormidas y los ideales dispersos.

    Fué libertador, fué pacificador, fue constructor.

  • 12 EUGENIO ORREGO VICUÑA-

    DOÑA ROSA O'HIGGINS. (Joven todavía, de fisonomía dulce y enérgica a un tiempo).—Te traigo tu mate, hermano. La yerba acaba de llegar de Buenos Aires y el agua está hirviendo...

    O'HIGGINS. —Gracias, Rosa. DOÑA ROSA.—¿Te cebo uno? O'HIGGINS.—Yo lo cebaré luego. DOÑA ROSA.—La yerba del Paraguay calma los nervios.. . O'HIGGINS.—No los siento, hermana. DOÑA ROSA.—Pero estás preocupado... O'HIGGINS.—¿Y cómo no estarlo? Mañana, acaso, se decidirá

    la suerte de la Patria en los campos de batalla, y mi brazo está inútil. El destino se muestra hostil en la hora suprema. ¡Ah, y cómo hubiera deseado derramar mi sangre en esta jornada, para libertar a Chile de toda intervención extranjera. . . (Poniéndose en pie). Pero no importa. Si es necesario, y a pesar de mi herida, iré a confundir mis esfuerzos con los de San Martín, mi vida con la suya, en los campos en que nuestros com-patriotas de Chile y de las Provincias Unidas van a desafiar la muerte . . .

    DOÑA ROSA.—Me siento orgullosa de ti. Todos en Santiago estamos orgullosos de lo que haces y de lo que harás.

    O'HIGGINS.—Gracias, Rosa. Bendito sea el aliento que me vie-ne de las mujeres de Chile. Bien sé que si fallaran nuestros brazos y nuestras espadas, las mujeres ven-drían en nuestra ayuda, y se harían matar por nuestra causa. Los pueblos que tienen mujeres semejantes, no pueden dudar de su porvenir. El tiempo nos pertene-ce, hermana. Durante millares de años, nuestros paí-ses recordarán la gloria que vamos a alcanzar.

    DOÑA ROSA.—Así sea, Bernardo. O'HIGGINS.—¿Se han cumplido mis órdenes?

  • O ' H I G G I N S 13

    DOÑA ROSA.—Todas. El pueblo está en armas. La gente reco-rre las calles avivando a la Patria, a San Martín y a ti, que eres nuestra suprema esperanza.

    O'HIGGINS. —¿Ha venido Manuel Rodríguez? DOÑA ROSA.—Estuvo hace unos minutos, pero no quiso inte-

    rrumpir tus meditaciones. Dijo que andaba recorrien-do la ciudad para levantar los ánimos y exaltar los espíritus.

    O'HIGGINS.—Manuel es todo un valiente. Algo inquieto, un po-co díscolo, pero lleno de esos recursos que sólo da el genio cuando se pone al servicio del patriotismo.

    DOÑA ROSA.—Todos nos ayudan; nadie permanecerá indife-rente .

    O'HIGGINS. —¿Y mi madre? DOÑA ROSA.—Duerme ahora. O'HIGGINS.—Que no la despierten. Ella se da entera, pomo só-

    lo las madres saben darse. ¡Bendita sea! DOÑA ROSA.—Debes reposar un poco. Hace muchos días que

    no cierras los ojos. O'HIGGINS.—Sólo podré reposar después de la victoria. DOÑA ROSA.—Te dejo, Bernardo; no quiero interrumpir más

    tiempo tu trabajo. Pero es necesario que bebas algo caliente. Ese mate . . .

    O'HIGGINS.—Anda a descansar y no temas, que las fuerzas no han de faltarme.

    DOÑA ROSA.—¿Nada más necesitas? O'HIGGINS.—Nada más. Envíe a Larraín con un mensaje para

    San Martín; cuando regrese, a cualquiera hora de la noche, hazlo pasar.

    DOÑA ROSA—Así se hará. O'HIGGINS.—Y ahora duerme un poco, junto a mi madre, que

    harto lo necesitas. DOÑA ROSA.—Voy.

  • 14 EUGENIO ORREGO VICUÑA-

    O'HIGGINS. (A Doña Rosa, que se aleja).—Me dice el corazón que mañana será el gran día de Chile.

    DOÑA ROSA.—Así sea, Bernardo. (Mutis).

    E S C E N A I I

    (O'HIGGINS, SOLO. LUEGO LA SOMBRA DEL GENERAL MACKENNA).

    (Pausa. O'Higgins se pasea con lentitud).

    O'HIGGINS.—Estoy seguro de la victoria. La siento en mi cora-zón, canta en mi sangre. Pero los minutos corren con tanta lentitud.. . Cada hora me parece una eternidad... ¡Si estuviera conmigo el General Mackenna! Era mi sombra tutelar, mi padre, mi consejero... ¡Si estu-viera conmigo! ¡Si pudiese estrechar esa mano que me daba aliento, si pudiera escuchar su voz que nunca mintió. . . !

    (Mutación de luz. Aparece la Sombra del General Mackenna. Viste su gastado uniforme de 1814. Su fi-gura tiene el color y hasta el calor de la vida. O'Hig-gins, estupefacto, lo mira aproximarse, y luego sobre-poniéndose a su intensa emoción, avanza a encontrarlo con los brazos abiertos).

    O'HIGGINS.—¿Sueño acaso? ¿Es una visión de la fiebre que me consume, o es Dios que me envía a mi amigo más querido?

    LA SOMBRA DE MACKENNA.—No te asombres, Bernardo: Desde más allá de tus sentidos humanos, vengo a t i para reconfortarte en esta hora de tu vida.

  • O ' H I G G I N S 15

    O'HIGGINS.—¡Juan, mi amigo amado, déjame estrecharte con-tra mi corazón!

    LA SOMBRA DE MACKENNA.—No te acerques, porque no estrecharías sino una sombra. Una sombra soy, que viene del país del silencio a traerte un mensaje de gloria y de luz.

    O'HIGGINS.—Pero eres t ú . . . ¡Tú mismo!... Como en los bue-nos días de nuestra amistad de camaradas, cuando se juntaban nuestros corazones al calor de los vivacs; ...como en las horas hermosas en que me enseñabas el arte de la guerra y el amor de la independencia.

    LA SOMBRA DE MACKENNA.—Yo soy, tu hermano de ar-mas, tu colaborador de El Membrillar.. . ¿Recuerdas?

    O'HIGGINS.—¡Y tánto! Nunca conocí a un hombre que fuera más hombre, a un soldado más gallardo, a un estrate-ga más profundo. Sólo a San Martín podría compa-rarte.

    LA SOMBRA DE MACKENNA.—Confía en él. San Martín es un hombre de genio, y su espada libertadora se pasea-rá con tus banderas y tu nombre por la mitad de esa futura patria grande que es para nosotros la Améri-ca del Sur.

    O'HIGGINS.—Dices bien, Juan. Confío en San Martín como sólo en ti he confiado en mi vida.

    LA SOMBRA DE MACKENNA.—El hombre del Plata dará ma-ñana a los americanos su victoria más espléndida. El sol que ha de iluminar la jornada de Maipo, verá con-firmada para siempre la independencia y la solidari-dad de dos pueblos llamados a los más altos destinos. La amistad que en lo futuro ha de consolidarse entre las Provincias Unidas y nuestro Chile, durará mile-nios, y a su amparo, el porvenir verá realizarse pro-gresos asombrosos.

  • 16 EUGENIO ORREGO VICUÑA-

    O'HIGGINS.—Así sea, hermano. LA SOMBRA DE MACKENNA.—Una cosa he querido adver-

    tirte y por eso vine a ti en esta noche de supremos au-gurios, en esta víspera de un día entre los días.

    O'HIGGINS.—A través de tus palabras, la Providencia me habla. LA SOMBRA DE MACKENNA.—Cuando Chile sea indepen-

    diente, cuando su suelo esté libre de enemigos y de pasiones extrañas, es necesario que San Martín y tú vuelvan los ojos al Perú.

    O'HIGGINS.—Lo hemos pensado. LA SOMBRA DE MACKENNA.—Con recursos chilenos, debes

    crear una escuadra que lleve a los ejércitos unidos a las playas en donde gobernó el Virrey O'Higgins. San Martín cree que la independencia sudamericana sólo se logrará cuando el último adversario haya rendido sus armas, cuando en ningún rincón de este mundo que fuera de España haya quienes prétendan sujetar-nos a tutela extraña, porque los pueblos sólo son libres en verdad cuando ningún Estado extranjero puede im-ponerles sus designios.

    O'HIGGINS.—Ese será nuestro mandato para la posteridad de la tierra chilena. Que nuestros hijos y los descendien-tes más remotos de nuestros hijos no toleren jamás que una voluntad extranjera guíe su política, que ja-más toleren en su suelo a otros soldados que a los sol-dados hermanos del Plata, cuando, como hoy, se aso-cien a ellos en la común defensa de su soberanía.

    LA SOMBRA DE MACKENNA.—¡Que no olviden nuestros com-patriotas ese mandato eterno legado por los libertado-res.

    O'HIGGINS.—Yo espero que los verdaderos chilenos de mañana y de siempre lo cúmplirán, y harán que todos lo res-peten por la razón o por la fuerza.

  • O ' H I G G I N S 17

    LA SOMBRA DE MACKENNA.—Aún debo pedirte otra cosa: que se trate sin odio al adversario. Los españoles nos dieron su cultura, su religión, sus viriles tradiciones, que yo conocí bien cuando con honra serví bajo sus banderas. Hoy están en contra nuestra, pero mañana serán nuestros amigos.

    O'HIGGINS.—Cuando el último estandarte del Rey se haya arriado en Sud América, sonará la hora de la reconci-liación y de la fraternidad.

    LA SOMBRA DE MACKENNA,—Adiós, General. Vuelvo al país de las sombras, a decir a los que allí nos aguardan que son dignos de su tarea y de su nombre el héroe de Chacabuco y el que ha de ganar la jornada decisoria de mañana.

    O'HIGGINS.—No te alejes aún . . . LA SOMBRA DE MACKENNA.—En la eternidad, más allá de

    las* envidias, más allá de toda injusticia y de toda mez-quina ingratitud, hemos de reunimos. ¡Es un minuto la vida!

    O'HIGGJNS.—¡Un minuto!

    LA SOMBRA DE MACKENNA.—¡Gloria a los que viven para servir a su Patria! ¡Honor a los que nunca se sirvieron de ella!

    O'HIGGINS.—Mi lema de ayer ha de ser el lema de todo buen chileno: ¡Vivir con honor o morir con gloria!

    LA SOMBRA DE MACKENNA. (Junto a la puerta).—¡Que en las horas supremas Dios y la Patria sean contigo!

    (Mutación de luz. La sombra desaparece. O'Hig-gins, que ha permanecido inmóvil, cerca de la mesa de trabajo, se restriega los ojos como quien vuelve de un sueño. Pausa).

  • 18 EUGENIO ORREGO VICUÑA-

    E S C E N A I I I

    (O'HIGGINS. DESPUES, DOÑA ROSA Y EL CAPITAN LA-RRAIN. LA VOZ DE MANUEL RODRIGUEZ. VOCES)

    O'HIGGINS.—¿He soñado? Verdad o sueño, Juan Mackenna vi-ve en mi alma. (Siéntese ruido creciente de muchedumbre).

    DOÑA ROSA. (En la puerta) .—¿Sientes, Bernardo? O'HIGGINS.—Es el pueblo, que se levanta en defensa de la Pa-

    tria. Es el pueblo en armas, que acude en nuestra ayuda.

    DOÑA ROSA.—El Capitán Larraín acaba de llegar. O'HIGGINS.—Que entre.

    (Doña Rosa hace una seña y aparece el Capitán Larraín, con el uniforme cubierto de polvo).

    DOÑA ROSA.—Adelante, capitán. O'HIGGINS.—¿Qué novedad hay? ¿Qué dice el General San

    Martín? CAPITAN LARRAIN.—Cumplí mi misión con toda fortuna,

    excelencia. Mi general San Martín dice que tenga usted confianza en él, que están tomadas todas las precauciones, de acuerdo con el plan extratégico com-binado con usted; que la batalla se dará mañana y la ganaremos.

    O'HIGGINS.—La ganaremos, dice bien San Martín. La certi-dumbre del triunfo llena mi corazón.

    CAPITAN LARRAIN.—En este papel están los cálculos sobre el enemigo obtenidos por nuestros espías. (Se lo ofre-ce) .

    O'HIGGINS. (Tomando el papel y hechándole una ojeada).— Es grande el número en relación con nuestras fuer-zas. Habrá que llevar a los cadetes militares.

    CAPITAN LARRAIN.—Están listos, excelencia.

  • O ' H I G G I N S 19

    O'HIGGINS.—Escoltado por ellos y por el pueblo en armas, iré mañana a reunirme con San Martín. Si nuestras tropas han vencido, lo abrazaré como al libertador de Chile; si la suerte nos fuera adversa, tendremos tiem-po de morir juntos, defendiendo el honor y la inde-pendencia de la patria.

    (Afuera ha crecido el rumor de muchedumbre. Se oyen gritos de "¡Viva O'Higgins!", "¡Viva San Mar-Martín!", "¡Viva Chile!").

    VOZ DE MANUEL RODRIGUEZ. (Afuera) .—Chilenos: os dije que aun teníamos patria. Y la tendremos siempre, porque mañana ganaremos una gran batalla y la in-dependencia de nuestro suelo quedará asegurada gra-cias al heroísmo de nuestro pueblo. ¡Confiad en nues-tros soldados, ciudadanos! ¡Confiad en el ilustre Ge-neral O'Higgins, padre de la Patria, y en el invencible General San Martín!

    (La muchedumbre renueva sus aplausos y víto-res) .

    O'HIGGINS. (Aproximándose al balcón, en medio de las acla-maciones populares).—Compatriotas; confiad en la victoria y no olvidéis nuestro lema: ¡Vivir con honor o morir con gloria!

    VOCES (Afuera).—¡Viva O'Higgins! ¡Viva el salvador de Chi-le!

    (TELON)

  • U N D I A D E E N E R O

    (LA ADBICACION)

    CUADRO PRIMERO

    Gabinete del General O'Higgins en el Palacio Directorial de Santiago. Es a media tarde, el 28 de Enero de 1823.

    E S C E N A I

    (DOÑA ISABEL RIQUELME, DOÑA ROSA O'HIGGINS)

    (Doña Isabel Riquelme, de edad muy madura, pe-ro bien conservada, está en un sillón, cerca de la mesa de trabajo del Director Supremo. Sus facciones acu-san nobleza, energía y orgullo. Su hija le da compa-ñía. La luz del sol, que entra por el balcón de la Pla-za, ilumina la escena).

    DOÑA ISABEL.—Aún no llega Bernardo. Está herido en su co-razón de patriota, pero triunfará. Estoy segura, hija mía. Los traidores no podrán doblegar la entereza de un O'Higgins.

  • 22 EUGENIO ORREGO VICUÑA-

    DOÑA ROSA.—Vencerá, madre, vencerá.

    DOÑA ISABEL.—Lleya mi sangre, la sangre de hombres que nunca se rindieron.

    DOÑA ROSA—Bernardo es incorruptible. Ni el soborno, ni el halago, ni las ambiciones que llenan las vidas medio-cres, han podido turbar su entereza.

    DOÑA ISABEL.—Todo lo ha dado a Chile. Todo. Hacienda, porvenir, amor. Le ha dado su sangre en cien bata-llas y su valor indomable ha sido más fuerte que la muerte misma. ¡Es un O'Higgins!

    DOÑA ROSA.—Vencerá, madre, vencerá. No lo dudemos. Ven-cerá.

    DOÑA ISABEL.—Dios está con nosotros. Dios estará siempre con los que aman a la Patria.

    DOÑA ROSA.—He mandado encender velas a Nuestra Señora la Virgen. En el Oratorio todos nuestros servidores están rezando.

    DOÑA ISABEL.—Los amigos nos abandonan. Nadie ha veni-do a palacio esta mañana.

    DOÑA ROSA—Aunque todos se retiren, aunque el mundo en-tero nos traicione, venceremos. ¡Tengo fe, madre, ten-go fe!

    DOÑA ISABEL.—Tú también eres una O'Higgins... DOÑA ROSA. (Asomándose al balcón).—Hay grupos en la Pla-

    za de Armas. . . Gente que mira hacia acá con aviesa mirada.

    DOÑA ISABEL.—Acaso, algunos lo odian, porque es demasia-do grande. . .

    DOÑA ROSA.—Porque es demasiado valiente.. . DOÑA ISABEL.—Su energía irrita a los cobardes.

    DOÑA ROSA—Y su honradez enfurece a los mercaderes.

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    DOÑA ISABEL.—Ven a mi lado, hija, y aguardalo junto a mi. Velemos las dos y oremos por él. Oremos por el triun-fo, que es orar por la Patria. (Doña Rosa se va a sen-tar a su lado. Pausa). ¿En qué piensas, hija?

    DOÑA ROSA.—En él, madre. Siempre pienso en él en las ho-ras de peligro.

    DOÑA ISABEL.—Lucharemos junto a Bernardo con nuestras armas de mujer, con nuestra entereza, con nuestra fe, con nuestro amor, ya que no podemos emplear las espadas.

    DOÑA ROSA.—¡Con qué gusto empuñaría una! ¡Con qué pa-sión la hundiría en el pecho de los rebeldes!

    DOÑA ISABEL.—Sociega el ánimo, que él solo es capaz de en-frentar a un ejército.

    (Pausa. Golpean a la puerta).

    E S C E N A I I

    (DICHOS, DON CASIMIRO ALBANO)

    DOÑA ROSA.—Han golpeado.

    DOÑA ISABEL.—Ve quién es. DOÑA ROSA. (Entreabriendo la puerta).—Es el señor Albano. DOÑA ISABEL.—Que entre. Bienvenido sea el señor Albano.

    (Doña Rosa hace una seña y penetra el presbítero don Casimiro Albano, hombre de fisonomía inteligen-te y de mediana edad).

    DON CASIMIRO ALBANO.—Con su permiso, mi señora doña Isabel. Buena tardes, Rosita.

    DOÑA ISABEL.—Usted traerá algún alivio a nuestra inquie-tud. Tome asiento, que los amigos leales tienen siem-pre abierta nuestra puerta.

  • 24 EUGENIO ORREGO VICUÑA-

    DON CASIMIRO ALBANO.—Veo que ustedes conservan su entereza y que Dios las acompaña.

    DOÑA ISABEL.—Sé que triunfaremos. La Providencia no pue-de abandonarnos.

    DON CASIMIRO ALBANO.—La Providencia no abandona nunca a las personas como ustedes.

    DOÑA ISABEL.—Bernardo no regresa aún. Ha ido a someter a ciertos rebeldes y a aquietar los ánimos de las tro-pas, soliviantadas por los enemigos de Chile.

    DOÑA ROSA.—Y volverá vencedor, como siempre. DON CASIMIRO ALBANO.—En peores peligros, se ha encon-

    trado Su Excelencia. DOÑA ISABEL.—Hay mucha agitación en el populacho. DON CASIMIRO ALBANO.—Desgraciadamente es así. Los

    agitadores y los demagogos lo andan revolviendo to-do.

    DOÑA ISABEL.—¿Y qué dicen los anárquicos? DON CASIMIRO ALBANO.—Hablay de libertad. DOÑA ISABEL.—¿No se la hemos dado nosotros? ¿A quién,

    sino a Bernardo y a San Martín deben la libertad de que gozqn?

    DON CASIMIRO ALBANO.—Acusan al General de ser un dic-tador .

    DOÑA ISABEL.—¡Mienten! Lo que desean es usurpar el poder, para dar libre paso a sus apetitos inconfesables, a sus pasiones innobles.

    DON CASIMIRO ALBANO.—Los agitadores hacen mucho hin-capié en la forma én que fué elegida la Convención Preparatoria.

    DOÑA ISABEL.—Gracias a ella tenemos una constitución. DON CASIMIRO ALBANO.—Se quejan de que todo fué inven-

    ción y máquina del Ministro Rodríguez Aldea. DOÑA ISABEL.—Más se quejarían si no tuviésemos esa carta

    fundamental que todo el mundo pedía.

  • O ' H I G G I N S 25

    DON CASIMIRO ALBANO.— Los más audaces o los más inso-lentes recuerdan la muerte de Manuel Rodríguez.

    DOÑA ROSA.—¡Miserables!

    DOÑA ISABEL.—Bien saben ellos que el pobre Manuel fué ase-sinado por orden de la Logia, a espaldas de Bernar-do, y que nadie ha deplorado tanto ese crimen como nosotros. ¡Dios sabe el cariño que le teníamos!

    DON CASIMIRO ALBANO.—Hay confusión en los ánimos y en las ideas. El enemigo emplea grandes palabras a fin de levantar los bajos instintos. En las esquinas han puesto carteles invitando al pueblo a un cabildo abier-to para hoy. Cuando pasé junto al café de la calle Ahumada, Gandarillas y Errázuriz estaban peroran-do a un grupo de pelucones.

    DOÑA ISABEL.—También están en contra nuestra los peluco-nes. ¡Y nos lo deben todo!

    DON CASIMIRO ALBANO.—Es una confabulació-n general. Los pelucones y los pipiolos se han dado la mano. Los que temen el progreso y los que aman la anarquía se han puesto de acuerdo. Nadie piensa rectamente; nadie está en sus cabales. Parece que el propio Sata-nás estuviera atizando la hoguera.

    DOÑA ROSA.—Los ricos lo ambicionan todo, nada satisface sus apetitos, y los pobres no se dan cuenta de lo que ocu-rriría si Bernardo abandonase el poder.

    DON CASIMIRO ALBANO.—Se siente ruido en la Plaza. DOÑA ROSA. (Acercándose al balcón).—Las tropas avanzan

    frente al Palacio. Bernardo viene a la cabeza. (Doña Isabel y don Casimiro se acercan. Adviér-

    tese ruido de soldados en marcha). DOÑA ISABEL.—¡Gracias a Dios! DON CASIMIRO ALBANO.—Es el regimiento de la Escolta. DOÑA ROSA.—También vienen los de la Guardia de Honor.

  • 26 EUGENIO ORREGO VICUÑA-

    DON CASIMIRO ALBANO.—Es verdad. Y todos acatan al Di-rector Supremo.

    DOÑA ROSA. (Radiante).—¡Hemos vencido! ¡Hemos vencido! DOÑA ISABEL.—¡Gracias a Dios! DON CASIMIRO ALBANO.—Una diputación se acerca a Su

    Excelencia. Reconozco a don Fernando Errázuriz y a don José Miguel Infante.

    DOÑA ROSA.—¡También ellos! DON CASIMIRO ALBANO.—El Director los despide, después

    de haberlos oído un momento. DOÑA ROSA.—Se desprende de la tropa y viene hacia acá.. .

    S i . . . Entra al Palacio. Corramos. (Expectación. Todos se aproximan a la puerta.

    Pausa. De afuera viene ruido de armas en movi-miento) .

    E S C E N A I I I

    (DICHOS, O'HIGGINS; AL FINAL UN ORDENANZA)

    (Aparece O'Higgins, en uniforme dé Director Supremo, sereno a pesar de la agitación de las circunstancias.

    Todos lo rodean). DOÑA ISABEL.—¡Hijo mío! O'HIGGINS. (Besándole la mano) .—¡Madre! DOÑA ROSA.—Hermano mío. O'HIGGINS. (Dándole la mano y haciendo una señal amistosa

    a Albano).—Las tropas me obedecen incondicional-mente . La revolución civil de los politiqueros y de los demagogos está vencida.

    DOÑA ISABEL.—¡Gracias a Dios, hijo! DOÑA ROSA.—¡Hemos triunfado! DON CASIMIRO ALBANO.—La Providencia acompaña a nues-

    tro jefe.

  • O ' H I G G I N S 27

    DOÑA ISABEL.—Cuenta, hijo, cuenta. O'HIGGINS.—Apenas se me comunicó que había agitación en

    el Regimiento de la Escolta, corrí con mis edecanes al Picadero. La tropa estaba formada y a su frente el Coronel Merlo. Avance hacia él y le dije: "¿Por quién está usted?". Me contestó que estaba con el popula-cho rebelde. Le arranqué violentamente las charre-terras y le arrojé a empujones, haciendo reconocer por comandante a don Agustín López, que es hombre leaL Los soldados me aclamaron con patriótico entu-siasmo y la situación quedó dominada.

    DOÑA ISABEL.—¡Bendito seas, Bernardo! DOÑA ROSA.—Por tu patriotismo... O'HIGGINS.—Me dirigí después al regimiento de la Guardia de

    Honor, en el claustro de San Agustín. En la puerta, un soldado me cruzó su rifle, diciéndome que tenía la consigna de no dejar pasar a nadie. "Esa consigna no se entiende conmigo, le grité; soy el Director Supre-mo de la República". Y apartándolo, penetré al patio en que la tropa estaba formada, con su jefe el Coro-nel Pereira al frente. Pereira, que siempre me fué leal, vacilaba, perturbado acaso por las voces de la anarquía, pero pudo más el sentimiento del deber y se puso a mis órdenes. Me coloqué entonces a la cabe-z¿ del cuerpo y avancé con él a la Plaza, mandando que se me juntase la Escolta. Eso es todo.

    DON CASIMIRO ALB ANO.—Espléndida victoria, mi señor don Bernardo. La anarquía está en derrota.

    O'HIGGINS.—Y lo estará siempre. El día en que los demago-gos triunfen, en que la autoridad de los más dignos y los más aptos se vea supeditada por los audaces y los ambiciosos, Chile vacilará en sus cimientos y su exis-tencia misma se hallará comprometida... Pero el Ejérci-to es fiel a los ideales supremos de la Patria, y en su en-

  • 28 EUGENIO ORREGO VICUÑA-

    tereza y en su lealtad a los grandes principios ha de des-cansar la confianza de las generaciones futuras. Siem-pre que la Patria esté en peligro, siempre que el ene-migo exterior o interior la amenace, los soldados de Chile cumplirán el deber de dar la vida en su defen-sa. Yo los organicé para salvaguardiar el futuro, y han de cumplir el mandato supremo de su fundador hasta el término de las generaciones más remotas. Chile no puede morir y jamás prevalecerán quiénes atenten contra su soberanía y su destino.

    DON CASIMIRO ALBANO.—Mal deben sentirse los turbulen-tos que se hallan reunidos en el Consulado.

    O'HIGGINS.—Me enviaron una diputación, para pedirme que me presentara ante la asamblea convocada por ellos. Yo les respondí: "El cabildo fuera de su sala no tiene re-presentación; el vecindario reunido tumultuosamente tiene menos derecho para entrar en arreglos con el jefe de la República".

    DOÑA ROSA.—Hermosa contestación. DON CASIMIRO ALBANO.—Y muy digna. O'HIGGINS.—La revolución está vencida.

    (Golpean a la puerta). DOÑA ROSA.—Han llamado. O'HIGGINS. —Adelante. ORDENANZA. (En la puerta, cuadrándose) .—Mi coronel de la

    Cruz solicita hablar con Su Excelencia. O'HIGGINS.—Hazlo pasar. (Hace una seña a los circunstantes). DOÑA ISABEL,—Te dejamos, hijo. DON CASIMIRO ALBANO.—Esperaré en la antesala, señor. O'HIGGINS. —Hasta la vista.

    (Mutis de doña Isabel, doña Rosa y Albano).

  • O ' H I G G I N S 29

    E S C E N A I V

    (O'HIGGINS, DON LUIS DE LA CRUZ)

    DON LUIS DE LA CRUZ.—Señor...

    O'HIGGINS.—Querido amigo, adelante. Veo que ha regresado usted.

    DON LUIS DE LA CRUZ.—Sí, mi general. Me llamaron con urgencia del Consulado.

    O'HIGGINS. —Esos revoltosos. DON LUIS DE LA CRUZ—Vengo de allí. O'HIGGINS.—Es una reunión de mozos de café. DON LUIS DE LA CRUZ.—Señor... O'HIGGINS.—Esa reunión no se compone más que de demago-

    gos y hombres perdidos. DON LUIS DE LA CRUZ.—Se engaña Vuestra Excelencia. Lo

    más notable del vecindario está allí. ¿Qué pierde Vuestra Excelencia con presentarse y escucharlo?

    O'HIGGINS.—Jamás iré. Tengo el deber de defender hasta el último trance'las prerrogativas del Estado.

    DON LUIS DE LA CRUZ.—Respetuosamente, debo hacer pre-sente la conveniencia de evitar la efusión de sangre.

    O'HIGGINS.—La fuerza está conmigo. El Ejército obedece fiel-mente al Director Supremo.

    DON LUIS DE LA CRUZ.—No lo dudo, señor, pero una parte de la población, la más influyente tal vez, desea mo-dificar la marcha del gobierno.

    O'HIGGINS.—¿De qué se quejan? ¿Qué pretenden?

    DON LUIS DE LA CRUZ.—El pueblo quiere modificar la situa-ción existente.

  • 30 EUGENIO ORREGO VICUÑA-

    O'HIGGINS.—¡El pueblo! ¿Quiénes lo componen? ¿Acaso los pelucones reaccionarios o los demagogos que sueñan sumir al país en la anarquía? El verdadero pueblo está conmigo.

    DON LUIS DE LA CRUZ.—Es duro decir la verdad al Padre de la Patria, pero soy soldado y tengo el deber de ma-nifestársela a mi jefe.

    O'HIGGINS.—Podéis hablar libremente. Nunca dejé de oír a mis amigos.

    DON LUIS DE LA CRUZ.—El pueblo se queja del exceso de autoridad. Pretenden que se ha aislado Vuestra Ex-celencia en su propia gloria.

    O'HIGGINS.—¡Pueblo ingrato! Todo lo di al país. Mi sangre y mi fortuna. ¿Acaso no es suficiente? ¿Debo también entregar mi cuerpo al puñal de los que quieran asesi-narme, para satisfacer libremente sus apetitos de man-do y sus viejos rencores?

    DON LUIS DE LA CRUZ—No, mi general. El primer acuerdo de la reunión que se celebra en el Consulado ha sido declarar que la persona y la vida de Vuestra Excelen-cia son sagradas para los chilenos.

    O'HIGGINS—Si es así, que se retiren en paz. No tomaré en contra de ellos ninguna represalia.

    DON LUIS DE LA CRUZ.—Quieren veros y desean oiros, se-ñor.

    O'HIGGINS—¡Ingratos! Les di la libertad, fundé la República, organicé la Expedición Libertadora del Perú, que ba-jo las banderas de Chile fué a rescatar al pueblo de los Incas de sus viejas cadenas, cubriendo de gloria eterna a nuestro país.

  • O ' H I G G I N S 31

    DON LUIS DE LA CRUZ.—Nadie ha olvidado lo mucho que se debe al padre de Chile, y conscientes del amor que Vuestra Excelencia les tiene, los chilenos desean recu-perar el derecho de influir directamente en el Go-bierno .

    O'HIGGINS.—Es decir que no están satisfechos con los progre-sos que se han realizado en mi administración. Los anarquistas pretenden derribar el edificio que cons-truímos con el sacrificio inmenso y con la generosa sangre de millares de soldados.

    DON LUIS DE LA CRUZ.—El pueblo anhela afianzar la demo-cracia . . .

    O'HIGGINS.—Así se lo hacen creer los ambiciosos. ¡Ah, mi que-rido de la Cruz, los demagogos serán los sepultureros de la democracia!

    DON LUIS DE LA CRUZ.—Yo no digo, señor, que tenga ra-zón. Lo-que creo es que hay necesidad de calmar la agitación que cunde en todo el país, por medio de un acto magnánimo, de un acto de generosidad digno del más alto ciudadano de Sud América. Debéis demos-trar que ni San Martín ni Bolívar os superan en des-prendimiento .

    O'HIGGINS.—¿Quieren que abdique? ¡Eso jamás! Sería entre-gar el país a la anarquía, sería comprometer el futuro de la Patria y tal vez la existencia misma de Chile. Bajo el manto de la reacción, tornarían los partida-rios del coloniaje, o bien los espíritus inquietos, qvo sueñan con utopías, se alzarían sobre las ruinas de la Revolución. ¡Eso jamás! ¿Lo oís, amigo? ¡Eso jamás!

    DON LUIS DE LA CRUZ.—Vuestra resolución cierra las puer-tas a las esperanzas de la paz y no evitará que se de-rrame sangre de hermanos .

  • 32 EUGENIO ORREGO VICUÑA-

    O'HIGGINS.—Ningún peligro, ningún riesgo personal puede atemorizarme. Estoy acostumbrado a mirar la muerte cara a cara, y no le volveré ahora la espalda.

    DON LUIS DE LA CRUZ.—Todos conocen vuestro heroísmo y por eso apelan a vuestra generosidad.

    O'HIGGINS.—Y si yo cediese, ¿qué sucedería?

    DON LUIS DE LA CRUZ.—Eso ha de resolverlo el pueblo.

    O'HIGGINS.—El pueblo no. El pueblo me comprende y me ama. Los que decidirán son los ambiciosos que usur-pan el nombre del pueblo.

    DON LUIS DE LA CRUZ.—La revolución está en marcha, Ex-celencia, y sólo un rasgo de vuestro corazón puede de-tenerla .

    O'HIGGINS.—La fuerza me obedece, bien lo sabéis.

    DON LUIS DE LA CRUZ.—Eso mismo añadirá mayor grande-za a vuestro sacrificio.

    O'HIGGINS.—Mi sacrificio sería contraproducente. DON LUIS DE LA CRUZ.—No lo creáis, señor. Chile os agra-

    decerá siempre el que hayáis evitado la guerra civil. La historia os colocará en su pedestal más alto y los nietos de nuestros nietos bendecirán vuestra memo-ria.

    O'HIGGINS.—Temo que se instauren en mi lugar, si renuncio, individuos ambiciosos y sin preparación.

    DON LUIS DE LA CRUZ.—Si así ocurriese, el pueblo los ex-pulsaría y, levantándose como un solo hombre, pedi-ría a su Libertador que viniera a gobernarlo de nuevo.

    O'HIGGINS.—Si tuviera la seguridad de dejar en buenas ma-nos los destinos de Chile. . .

    DON LUIS DE LA CRUZ. —Acceded, general. Al menos pre-sentaos en el Consulado para escuchar las peticiones de los ciudadanos reunidos. Nada se pierde con ir y todo puede ganarse.

  • O ' H I G G I N S 33

    O'HIGGINS.—Voy a reflexionar. (Pausa. La puerta se abre en silencio y penetra

    doña Isabel, seguida de doña Rosa, que permanecerá en el umbral).

    E S C E N A V

    (DICHOS, DOÑA ISABEL Y DOÑA ROSA)

    DOÑA ISABEL.—El señor Albano ha ido al Consulado y dice que los ánimos de los revoltosos comienza a vacilar.

    O'HIGGINS. (Volviéndose a de la Cruz) .—¿Oís?

    DON LUIS DE LA CRUZ.—He oído, señor; pero temo que el señor Albano se equivoque. Cuando estuve en la asamblea vi resolución inquiebrantable en los sem-blantes y en los ánimos.

    DOÑA ISABEL (a de la Cruz).—¿Venis a influir en el ánimo de Bernardo?

    DON LUIS DE LA CRUZ.—Y me atrevería a suplicaros, seño-ñora, que unáis vuestra voz a la mía, para convencer a Su Excelencia de que vaya al Consulado.

    DOÑA ISABEL.—Preferiría ver a mi hijo muerto antes que deshonrado.

    DON LUIS DE LA CRUZ.—La magnanimidad y el sacrificio nunca deshonran, señora.

    DOÑA ROSA. (En lá puerta).—¡El Director Supremo no cederá jamás!

    O'HIGGINS. —He reflexionado.

    DOÑA ISABEL.—¿No irás? DOÑA ROSA. (En la puerta).—¿Se despejará a los revoltosos? DON LUIS DE LA CRUZ.—Aguardo con respeto v esperanza

    vuestra decisión

  • 34 EUGENIO ORREGO VICUÑA-

    O'HIGGINS.—Iré al Consulado.

    DON LUIS DE LA CRUZ.—Gracias, señor. Gracias en nombre de vuestros amigos fieles y de Chile.

    DOÑA ISABEL.—No invoquéis el nombre de los amigos.

    DOÑA ROSA.—Ney invoquéis el nombre de Chile.

    O'HIGGINS.—No quiero que se diga, más tarde, que fui insen-sible a la voz de mis conciudadanos, aunque sea a la de aquéllos que no me aman ni me han comprendido nunca. No quiero que se me pulpe jamás de haber hecho derramar sangre chilena por mi causa. Hay al-go más grande que el poder, algo mayor' que las ambiciones de los hombres por altas que sean, algo más permanente, y ese algo es la Patria. Los hombres pasan y la Patria permanece. Tenéis razón en pen-sar que nada podría destruir a Chile, ni aún los ma-los gobiernos, ni aún los mandatarios inescrupulosos o ineptos. ¡Chile es eterno!

    (Doña Isabel y doña Rosa bajan la cabeza, anona-dadas ante la resolución).

    DON LUIS DE LA CRUZ.—Nunca os he visto tan grande como ahora, señor. Ni en Rancagua, ni en El Roble, ni en Chacabuco. Ni aún el día en que se hincharon las velas de la Expedición Libertadora.

    O'HIGGINS.—No me elogies, de la Cruz. Entonces, ahora y siempre sólo seré una cosa: Chileno.

    DOÑA ISABEL.—¡Que Dios te ilumine, hijo mío!

    O'HIGGINS.—Me iluminará, madre. DOÑA ROSA.—¡Que Dios confunda a los rebeldes! O'HIGGINS.—(A de la Cruz).—Iré a enfrentarme con los que

    consideráis representantes del pueblo y a luchar por mis principios.

    DON LUIS DE LA CRUZ.—Os acompañaré, Excelencia.

  • O ' H I G G I N S 35

    O'HIGGINS. (A doña Rosa).—Rosa, dame las insignias del man-do y avisa a mis edecanes. (Doña Rosa abre un cofre y le pasa el bastón de mando y la banda directorial). (Poniéndosela). Gracias. ¡Que la Providencia sea conmigo! (Se dirige a la puerta).

    DON LUIS DE LA CRUZ. (Siguiéndolo) .—La historia no ha de olvidar este día.

    M U T A C I O N

    CUADRO SEGUNDO

    En sombra. Se destaca, en único término, poderosamente iluminado, don Bernardo O'Higgins, con la banda puesta

    y el bastón de mando en la mano derecha.

    E S C E N A U N I C A

    (O'HIGGINS, VOCES).

    O'HIGGINS.—He oído vuestras quejas, he escuchado la petición que me hacéis, y preguntó: ¿Quiénes os han comisio-nado para hablarme de esta manera?

    VOCES—Nosotros... Nosotros... O'HIGGINS.—No me atemorizo. (Llevando las manos al pecho

    y ofreciéndolo al pueblo invisible, frente al especta-dor). Desprecio ahora la muerte como la he despre-ciado en el campo de batalla.

    (Pausa. Se oye vasto murmullo). UNA VOZ.—La asamblea aguarda respetuosamente la decisión

    de Vuestra Excelencia. OTRA VOZ.—Todos confiamos en la magnanimidad del Direc-

    tor Supremo. OTRA VOZ.—Chile, señor, os aclamará siempre como al más

    grande de sus hijos. (Pausa solemne).

  • 36 EUGENIO ORREGO VICUÑA-

    O'HIGGINS.—Voy a abdicar el mando supremo, para estable-cer, con mi sacrificio, la unión de los chilenos. (Se despoja de la banda). "Siento no depositar esta insig-nia ante la asamblea nacional de quien últimamente la había recibido: siento retirarme sin haber consoli-dado las instituciones que ella había creído propias para el país, y que yo había jurado defender, pero llevo al menos el consuelo de dejar a Chile indepen-diente de toda dominación extranjera, respetado en el extranjero, cubierto de gloria por sus hechos de armas. Doy gracias a la Divina Providencia que me ha elegido para instrumento de tales bienes y que me ha concedido la fortaleza de ánimo necesaria pa-ra resistir el inmenso peso que sobre mí han hecho gravitar las azarosas circunstancias en que he ejerci-tado el mando. Al presente soy un simple particular. Mientras he estado investido de la primera dignidad de la República, el respeto, sino a mi persona, al me-nos a ese ajto empleo, debía haber impuesto silencio a vuestras quejas. Ahora podéis hablar sin inconve-nientes; que se presenten mis acusadores. Quiero co-nocer los males que he causado, las lágrimas que he he hecho derramar. Acusadme. Si las desgracias que me hecháis en rostro han sido, no el efecto preciso de la época en que me ha tocado ejercer la suma del poder, sino el desahogo de mis malas pasiones, esas desgracias no pueden purgarse sino con mi sangre. Tomad de mí la venganza que queráis. Aquí está mi pecho".

    (Se obscurece la escena).

    VOCES.—¡Viva O'Higgins! ¡Viva O'Higgins!...

    M U T A C I O N

  • O ' H I G G I N S 37

    GUADRO TERCERO

    Decoración del Cuadro Primero. Es de noche. La escena está iluminada por candelabros.

    E S C E N A U N I C A

    (DOÑA ISABEL, DOÑA ROSA; LUEGO O'HIGGINS)

    (Al alzarse el telón, doña Isabel y doña Rosa se hallarán junto al balcón).

    VOCES. (Afuera).—¡Viva O'Higgins! ¡Viva O'Higgins!...

    (Pausa. Se abre la puerta y penetra O'Higgins, sin las insignias del mando).

    O'HIGGINS. (Deteniéndose en el umbral. Su madre y su her-mana se aproximan a él).—¡El sacrificio está consu-mado!

    DOÑA ISABEL.—¡Chile te hará Justicia, hijo! DOÑA ROSA.—El pueblo te aclama, Bernardo. ¿No sientes su

    voz? UNA VOZ. (Afuera).—¡Viva O'Higgins! ¡Viva el padre de Chi-

    le! . . . VOCES. (Afuera).—¡Vivaaa!... O'HIGGINS.—Me aclaman, porque ya no me temen. Mañana

    se habrán olvidado de cuanto hice por ellos, de todo lo que sacrifiqué a la Patria. Cuando haya muerto, me levantarán estatuas y pondrán mi nombre a las avenidas y a las plazas.

    DOÑA ISABEL.—Así son los hombres. O'HIGGINS.—¡Así son, madre! VOCES. (Afuera).—¡Viva O'Higgins!... ¡Vivaaa!

  • 38 EUGENIO ORREGO VICUÑA-

    O'HIGGINS.—Partiremos al extranjero, y es posible que no siempre podamos ganarnos el pan . . . Más los enemi-gos continuarán envidiándonos.".. No saben que esta gloria postuma es como el sol de los muertos.

    DOÑA ISABEL.—Olvídate de los hombres; olvídate de la in-gratitud chilena... Sólo mi cariño no te faltará. Acér-

    cate a mi corazón, Bernardo.. . ¡Mis brazos te volverán a acunar!

    O'HIGGINS.—¡Abrázame, madre! . . . ¡Abrázame!... ¡Abráza-zame!. . .

    (Afuera se oyen voces de ¡Viva O'Higgins!, que continúan sintiéndose mientras cae lentamente la cor-tina).

    ( T E L O N )

  • O'HIGGINS EN MONTALVAN

    Salón en la residencia de O'Higgins, en Montalván. Dos ventanas, al fondo, abren sobre un paisaje se mi tropi-cal. A la izquierda, gran chiminea encendida. Muebles en el estilo de 1820; una mesa con papeles y libros. Es

    al atardecer de un día de Agosto, en 1840.

    E S C E N A I

    (EL DOCTOR PEQUEÑO, EL NEGRO BERNABE Y LA NEGRA TOMASA)

    El Doctor Pequeño, hombre que ha alcanzado la cincuentena y luce favoritos y bigotes a la moda, arre-gla papeles sobre el escritorio del Libertador. Suena una campana. Pausa ligera. Se oye llamar a la puerta).

    DOCTOR PEQUEÑO —¿Quién llama? NEGRO BERNABE. (Afuera) .—Soy yo, su merced El negro

    Bernabé. NEGRA TOMASA. (Afuera).—Somos nosotros, su merced. DOCTOR PEQUEÑO.—Pueden entrar.

    (Tímidamente aparecen el negro Bernabé y la negra Tomasa, viejos trabajadores, de habla humilde).

    NEGRO BERNABE.—Yo, sú merced... NEGRA TOMÁS A.—Nosotros, su merced... DOCTOR PEQUEÑO.—Que hable uno solo, para que podamos

    entendernos..

  • 40 EUGENIO ORREGO VICUÑA-

    NEGRO BERNABE.—Tomasa, habla tú . . . NEGRA TOMASA.—Tú, Bernabé, tú . . .

    DOCTOR PEQUEÑO.—A ver si despachan de una vez, que es-toy muy ocupado.

    NEGRO BERNABE Y NEGRA TOMASA. (A un tiempo) .—Ve-níamos, señor...

    E S C E N A II

    (DICHOS Y DON BERNARDO O'HIGGINS)

    (Aparece el Libertador, de súbito, por la izquier-da. Está ya viejo y su andar no conserva la antigua firmeza; pero se mantiene erguido, sin embargo, y su mirada es clara y su ademán no exento de energía. Es el m!ismo hombre cuyos rasgos conservó el pincel de José Gil. Viste a la moda de la época, en traje de paisano).

    O'HIGGINS.—Buenas tardes, Pequeño. DOCTOR PEQUEÑO.—Buenas tardes, mi señor Don Bernardo. O'HIGGIN. (A los negros).—Adelante, hijos; ¿desean algo? NEGRA TOMASA. (Haciendo señas a Bernabé para que calle).

    —Sí, nuestro amito... O'HIGGINS—Habla, hija. NEGRA TOMASA.—Si su merced fuera tan buenito.. . NEGRO BERNABE.—Si fuera tan buenito, su merced.. . NEGRA TOMASA. (Imperativa) .—Calla, Bernabé. (A O'Higgins,

    humilde). Hemos tenido un nuevo nieto, mi amito. . . Es un negrito que nos dió anoche mi hija Rosario del Carmen, que es la ahijada de mi señora doña Rosita.

    O'HIGGINS.—Otro nieto. ¡Y van cinco! NEGRA TOMASA.—El Señor nos lo manda. NEGRO BERNABE.—¡Hágase su voluntad!

  • O ' H I G G I N S 41

    O'HIGGINS.—Ha nacido en mi aniversario y en mi casa. Le pondremos Bernardo, y yo seré su padrino.

    NEGRO BERNABE Y NEGRA TOMASA. (Hechándose a sus pies y apoderándose de sus manos, que cubren de be-sos) .—¡Amito!... ¡gracias!... ¡gracias... nuestro amito!.. . ¡El Señor lo bendiga.. .!

    O'HIGGINS.—Id en paz, hijos Para el próximo Domingo dis-pondremos la fiesta del bautizo. Pequeño transmitirá mis órdenes.

    (Los negros se retiran reculando). NEGRO BERNABE.—¡Qué el señor ló bendiga! NEGRA TOMASA.—¡Que Santa Rosa lo proteja! NEGRO BERNABE.—Y San Tadeo, y santa Martina y Nues-

    tra Señora.. . (Afuera ya la voz).

    E S C E N A I I I

    (O'HIGGINS, EL DOCTOR PEQUEÑO

    O'HIGGINS.—Estos buenos negros me hacen pensar en las gen-tes de la Biblia. Así debieron ser un día los hombres, mansos y humildes.

    DOCTOR PEQUEÑO.—Pero son soberbios y malos en todas partes.

    O'HIGGINS.—Por eso hay guerras, por eso corre la sangre, y se desnudan las espadas.

    DOCTOR PEQUEÑO.—Así es, mi señor Don Bernardo. O'HIGGINS.—¿No hemos tenido correo, hoy? DOCTOR PEQUEÑO.—Deben haberlo retrasado las lluvias. O'HIGGINS.—En este día de San Bernardo, tuve siempre carta

    de mi amigo San Martín. DOCTOR PEQUEÑO.—Verdad, señor.

  • 44 EUGENIO ORREGO VICUÑA-

    los harán venturosos. Hay que fundar una gran ciu-dad en el estrecho de Magallanes y colonizar esas vas-tas regiones con gente nórdica. Yo llevaría, también, una corriente de mis buenos irlandeses, duros en el trabajo, y patriotas como ningún otro pueblo.

    DOCTOR PEQUEÑO.—Hermosa idea, mi señor don Bernardo. O'HIGGINS.—Fundaría ciudades, puertos y colonias en las cos-

    tas y tierras australes. ¡Ah!, si hubiese tenido tiem-po, si Freire no me hubiese sublevado las tropas del Sur que yo le confié, ¡qué de cosas grandes hubiera podido hacer!

    (Un reloj da las tres de la tarde: "cú-cú... cú-cú"). DOCTOR PEQUEÑO.—Es hora de ir a inspeccionar las faenas.

    Si no manda otra cosa mi señor don Bernardo. O'HIGGINS.—Vaya usted, amigo Pequeño. Yo me entretendré

    en la corrección de algunos borradores (Lo despide con la mano).

    DOCtOR PEQUEÑO.—Con su permiso. (Mutis).

    E S C E N A I V

    (O'HIGGINS, DOÑA ROSA)

    (El Libertador, sentado ante su mesa de trabajo, ojea papeles. Pausa ligera. Doña Rosa penetra silenciosa-mente, llevando un ramo de flores que dejará sobre la

    mesa).

    DOÑA ROSA O'HIGGINS. (Los años le han puesto su sello de nieve).—Tus flores, Bernardo.

    O'HIGGINS. (Tomándolas y poniéndose de pie).—Gracias, Ro-sa. . . ¡Que bien huelen!

    DOÑA ROSA.—Son el primer anuncio de la Primavera. Yo las llamo flores de San Bernardo.

  • O ' H I G G I N S 45

    O'HIGGINS.—¿No hay noticias de Demetrio? DOÑA ROSA.—Vino un expreso, anunciando su próxima lle-

    gada. Dice que tus encargos lo retuvieron en Lima más tiempo del que pensaba, pero que hará lo impo-sible por llegar esta tarde a besar tu mano.

    O'HIGGINS.—Estoy satisfecho del muchacho. Será un buen O'Higgins.

    DOÑA ROSA.—Así lo espero. O'HIGGINS.—Veo que "estás contenta, hermana. Lo noto en tus

    ojos, lo percibo hasta en el tono de tu voz.

    DOÑA ROSA.—Es verdad, mi Bernardo.¿ Y cómo no había de estarlo en tu día?

    O'HIGGINS.—Día de recuerdos, hora de balance cuando la tar-de cae. Y la tarde está cayendo en el paisaje y en mi vida.

    DOÑA ROSA.—Sentimientos de poeta más que de soldado. O'HIGGINS.—En el fondo de un verdadero soldado siempre hay

    un poeta que duerme. DOÑA ROSA.—Nuestro San Martín era algo filósofo... O'HIGGINS.—¿Pero es que los filósofos no son poetas? DOÑA ROSA.—Es cierto, hermano. O'HIGGINS.—Acerquémonos a la chimenea. Voy a avivar el

    fuego. (Remueve los leños y aproxima un sillón para doña Rosa). ¡Qué bien se siente uno junto al fuego!

    DOÑA ROSA.—Como que estás acostumbrado a no temerlo. O'HIGGINS.—Y llueven los recuerdos. No sé por qué he so-

    ñado estas últimas noches con todos mis viejos com-pañeros. Los he visto pasar junto a mí con sus figu-ras y sus miradas de otro tiempo, y ha resonado el eco de sus voces en mis oídos, como si ayer nos hubié-ramos separados.

    DOÑA ROSA.—Yo también los recuerdo. Nunca se olvida a los amigos leales...

  • 46 EUGENIO ORREGO VICUÑA-

    O'HIGGINS.—Los veía pasar uno a uno y casi todos desfilaban sonriendo, junto a mí, como en nuestras lejanas re-cepciones de La Moneda, ¿recuerdas?

    DOÑA ROSA.—Recuerdo. O'HIGGINS.—Veía al héroe de Membrillar, hermoso y fuerte

    como un guerrero ateniense. A San Martín. A todos los que aún viven y a tantos otros que la muerte ha silenciado.

    DOÑA ROSA.—Todos eran amigos. O'HIGGINS.—Al pobre Manuel Rodríguez, sacrificado tan

    cruelmente por la Logia Lautarina. . . DOÑA ROSA.—¡Pobre Manuel, era muy gentil con las damas! O'HIGGINS.—Sus ojos, bañados en dolor, parecían clavarse en

    los míos, como para preguntarme porqué lo sacrifi-caban. . .

    DOÑA ROSA.—¡Esas infames razones de estado que suelen inventarse para daño de la gente de corazón...!

    O'HIGGINS.—También recordé al General Carrera. . . DOÑA ROSA. (Un poco dura).—¿También? Era un espíritu al-

    tivo y levantisco. Nadie nos ha odiado tanto. O'HIGGINS.—Pero tenía un corazón magnánimo y una escla-

    recida inteligencia. Fué la suya una espada sin mie-do ni tacha.

    DOÑA ROSA.—¡Con qué injusticia te acusaron de su muerte!

    O'HIGGINS.—Ese suele ser el lote de las revoluciones. Los que gobiernan en medio de la tempestad nunca pueden dominar todos los resortes.

    DOÑA ROSA.—No pensemos en ello; no pensemos hoy en nada que pueda entristecernos.

    O'HIGGINS.—Pensemos en Chile, en nuestro Chile tanto más amado cuanto más lejano. . .

    DOÑA ROSA.—Y cuanto más ingrato. . . O'HIGGINS.—Nos han olvidado, Rosa, pero nosotros no, y esa

    ventaja llevamos a nuestros compatriotas.

  • O ' H I G G I N S 47

    DOÑA ROSA.—Sin embargo, nuestro regreso a la tierra chile-na se aproxima. Pronto estaremos en Valparaíso.

    O'HIGGINS.—Y satisfaceré el deseo más grandes de estos años. ¡Volver a Chile! Volver a respirar de nuevo el olor de sus campos, pasearnos a la sombra de los árboles de la Cañada, ver cómo el sol dora las cumbres de los Andes en la paz del crepúsculo.

    DOÑA ROSA.—Y habitar de nuevo en nuestra casona del Con-ventillo. ¿Recuerdas?

    O'HIGGINS.—Recuerdo, ¡y tanto! DOÑA ROSA.—Nos sentiremos jóvenes al respirar de nuevo el

    aire de Santiago.

    O'HIGGINS.—Iré a decir adiós a los amigos y a los compañeros de armas que aún sobreviven, y con ellos galoparé otra vez por los antiguos campos de batalla.

    DOÑA ROSA.—Dios nos debía esta recompensa. O'HIGGINS.— Y no sólo a mis amigos he de ver. Mi caballo se

    detendrá ante la puerta de mis enemigos, aún de los más encarnizados, y mis brazos estarán abier-tos para todos.

    DOÑA ROSA. —¿ Para todos? O'HIGGINS.—Para todos, hermana; para aquéllos que por no

    haberme comprendido, acaso, fueron mis enemigos. Y a los que hice daño, sin quererlo, les pediré que me perdonen y daré mi mano a los que me combatie-ron y hasta a los que me calumniaron...

    DOÑA ROSA.—El corazón galopa... O'HIGGINS.—Dices bien, hermana. Cuando ía rendición de

    cuentas se avecina, el corazón debe galopar, procu-rando el bien que no hicimos, borrando con palabras de bondad el mal que nos hicieron.

    DOÑA ROSA.—Acaso tengas razón.

  • 48 EUGENIO ORREGO VICUÑA-

    O'HIGGINS.—Tu compañía siempre me ha traído buenas ins-piraciones. Las ideas generosas, los pensamientos jus-tos brotan cuando estás a mi lado, porque en ti se jun-tó toda la ternura que faltó en mi vida. Hermana y amiga a un mismo tiempo, no hubo para mí, fuera de nuestra propia madre, mujer que la llenase como tú la has llenado...

    DOÑA ROSA.—¡Hermano mío! O'HIGGINS.—Cuando suene la hora de partir, en el viaje que nos

    aguarda, en el "otro" viaje, los nombres de mi madre y de ti, junto al de Chile, han de ser los últimos que broten de mis labios...

    DOÑA ROSA.—¡Bernardo!

    O'HIGGINS.—Verás... (Se dirige a la mesa de éscritorio y abre un cajón). He aquí un paquete de cartas que comprometería muchas reputaciones. (Arrojándolo al fuego de la chimenea)? ¡El fuego y el olvido han de lavarlas!

    DOÑA ROSA.—Si otros hubieran sido como t ú . . . O'HIGGINS.—Esperemos que Demetrio lo sea y eso me basta. DOÑA ROSA.—¿Por qué tardará tanto el muchacho. O'HIGGINS.—Oigo el galope de un caballo; acaso sea él.

    (Pausa breve. Ha caído la noche).

    E S C E N A V

    (DICHOS, EL DOCTOR PEQUEÑO, DEMETRIO O'HIG-GINS, PATRICIA; NEGROS Y BLANCOS, EMPLEA-

    DOS DE MONTALVAN)

    PATRICIA. (Criada de confianza. Afuera).—¡El amito viene, mi señor!.. . El amito viene. . . ¡El amito!. . . (Entra).

    DOÑA ROSA.—Es Demetrio que llega.

  • O ' H I G G I N S 49

    DOCTOR PEQUEÑO.—He aquí al ausente, mi señor don Ber-nardo. El hijo pródigo golpea las puertas del hogar paterno.

    O'HIGGINS. (Avanzando).—Que entre. (Entra Demetrio O'Higgins, joven y apuesto man-

    cebo de veinte años, con los ojos llameantes de ilusión. Detrás penetran los servidores portando antorchas)

    DEMETRIO O'HIGGINS.—(Precipitándose a saludarlo).- Se-ñor...

    O'HIGGINS.—Bienvenido, hijo. DOÑA ROSA.—Te esperábamos con inquietud. Esos caminos

    suelen verse asaltados en la noche. DEMETE!9 O'HIGGINS. (Saludándola) .—Llegué con el cre-

    púsculo, señora. Fué un loco correr, a través de los campos, para llegar a tiempo a presentar mis respetos al señor General.

    O'HIGGINS.—Y el señor general te llama su hijo y te abre los brazos.

    DEMETRIO O'HIGGINS.—¡Padre! (Se estrechan. Pausa emo-cionada) .

    O'HIGGINS.—Eres todo un buen mozo. DOÑA ROSA.—Tu retrato, Bernardo. Tu propio retrato cuando

    tenías veinte años. DEMETRIO O'HIGGINS.—Señor... C^HIGGINS.—Llámame padre. Desde hoy sólo has de llamar-

    me padre. DEMETRIO O'HIGGINS.—¡Qué dulce es pronunciar esa pala-

    bra! . . . ¡Padre!... ¡Padre! O'HIGGINS.—Si fui severo y hasta pude parecer un jefe, duro

    en muchas ocasiones, era porque deseaba hacer de ti un hombre perfecto.

    DOÑA ROSA.—Espero que lo hayamos logrado. DEMETRIO O'HIGGINS.—Haré lo imposible por ser digno del

    nombre ilustre que ustedes me dan.

  • 50 EUGENIO ORREGO VICUÑA-

    DOÑA ROSA.—No te lo damos, hijo. La naturaleza quiso con-cedértelo .

    O'HIGGINS—Y tú sabrás honrarlo. DEMETRIO O'HIGGINS.—Con mi sangre, con mi vida, con to-

    do lo que en mí han puesto ustedes de más noble, yo juro que sabré honrar la tradición de los O'Higgins.

    O'HIGGINS.—No sabes el placer que me causan tus palabras, en este día de recuerdos.

    DOÑA ROSA.—El muchacho se te parece realmente. O'HIGGINS.—Para que nunca olvides este día, voy a hacerte

    un don, el don de lo mejor que aún poseo. DEMETRIO O'HIGGINS.—¡ Señor! O'HIGGINS. (Señalándole su espada, que pende de la pared).—

    Ahí está la espada de tu padre, hijo mío, "solitaria co-mo mi vida, y tal vez oxidada como mi alma. Voy a dártela, porque mis pasos se aproximan al sepulcro, y tú, que entras a la vida por la dulce puerta de la juventud, acaso un día la necesites. Pueden llegar horas de peligro para Sud América y tú tendrás el deber de usarla. No olvides que yo nunca la desen-vainé sin justicia ni la guardé sin gloria. (Tomándola). Consérvala, hijo, mientras vivas, como lo más valio-so que poseyó tu padre. Es la espada de Rancagua y del Roble, la espada de Chacabuco; la llevé ceñida en el abrazo de Maipo, esa tarde en que el corazón de San Martín y el mío parecían uno solo, y mi mano la apretaba cuando en Valparaíso revisté la Escuadra Libertadora. Aquí la tienes; su filo está mellado como mi cuerpo y su hoja cubierta de herrumbe, como la gratitud de los chilenos. Guárdala, hijo, y nunca ol-vides que nadie amó tanto a Chile, como este viejo soldado que un día la empuñó.

    DEMETRIO O'HIGGINS. (Tomándola, una rodilla en tierra).— Señor, os prometo que sabré honrarla. (Besa la mano del Libertador).

  • O ' H I G G I N S 51

    O'HIGGINS. (Alzándolo).—A mis brazos, hijo. Esta es hora de intimidad y mis palabras, dichas de corazón a cora-zón, han de resonar en tu vida. (Rodea con su brazo izquierdo la cintura del muchacho, que tiene en la mano derecha la espada augusta. Señalando las ven-tanas). Ha caído la noche en el paisaje familiar de tu infancia y están cayendo sobre mi vida las sombras de la muerte. Tú verás días mejores y acaso para los nietos de tus nietos, brille una luz mayor y más pura que la de estas antorchas. Ellos verán a la América del Sur unida y fuerte, sin odios ni guerras. ¡Felices ellos!

    DEMETRIO O'HIGGINS.—¡Felices, padre! O'HIGGINS.—Y sus glorias, más grandes que las nuestras, pero

    no más puras, serán las glorias de la paz y del trabajo.

    ( T E L O N L E N T O )

  • E P I L O G O

    LA MUERTE DEL LIBERTADOR

    Alcoba de O'Higgins. El héroe se encuentra sentado en un billón. Es en la mañana del 24 de Octubre de 1842.

    E S C E N A U N I C A

    (O'HIGGINS, DEMETRIO O'HIGGINS, DOÑA ROSA, UNA HERMANA DE CARIDAD)

    (Al levantarse el telón, el Libertador dormita. Pau-sa. Suenan lentamente diez campanadas. Una herma-na de caridad se acerca y toma el pulso al enfermo. Aparece doña Rosa y se acerca con semblante angus-tiado. Pausa. Ambas mujeres hablan en silencio. En-tra Demetrio y va a colocarse frente a su padre, aba-tido el ánimo hondamente. Pausa).

    O'HIGGINS. (Abre los ojos. Se incorpora un poco en el sillón y parece mirar más allá de las gentes que lo rodean).— He soñado con montañas cubiertas de nieve, sobre cuyas cimas resbala el sol de la t a rde . . . el sol de Chile. . . Y con mares azules, con esos mares sobre los cuales cruzaron mis barcos un d ía . . . Eran cuatro tablas de las que dependió el destino de Sud Améri-ca . . . (Pausa). ¿Estás ahí, Demetrio?

  • 54 EUGENIO ORREGO VICUÑA-

    DEMETRIO O'HIGGINS.—Aquí estoy, padre. O'HIGGINS.—Ya solo veo bien con los ojos del alma. (Tose)

    Mi corazón galopa, galopa... Pero no me duele. . . ¡Me duele el alma!

    DOÑA ROSA.—¡Hermano! O'HIGGINS.—Ante mí se abren las puertas del más al lá . . . DEMETRIO O'HIGGINS.—Aún le quedan largos años. O'HIGGINS.—Demetrio. Dile a mis compatriotas que se unan

    estrechamente con los argentinos... que se federen, como nosotros deseábamos... y que se junten con los peruanos en una gran familia. . . Sólo así serán respe-tados por los fuertes. (Pausa entrecortada). ¿Me ha-brán perdonado mis paisanos el bien que les hice?. . . Me expulsaron... me negaron el pan, que sólo debo a la generosidad peruana, pero no importa. Cuando, se ama no se espera recompensa... Dile a los chilenos que muero bendiciéndolos

    DOÑA ROSA.—Reposa un poco Bernardo. O'HIGGINS.—¡He pensado tanto en Chile, tanto! Durante este

    largo destierro . . . cada mañana, al despertar, creía ver la Cañada.. . Yo quería volver para señalarles su por-venir. . . El porvenir de nuestro país está en el Sur . . . ¿Comprendes, Demetrio?... En el Su r . . . Hay que colonizar todo el Sur, desde Chiloé a Magallanes... En esa región se formará la raza más fuerte de la tierra.

    DOÑA ROSA.—Descansa, hermano. O'HIGGINS.—Gracias, Rosa... Gracias por todo el amor que te

    debo... No te casaste, por acompañarme en el destierro... ¡Bendita seas, hermana! (Doña Rosa esconde "n sus manos la cabeza sollozante). ¿Quién está ahí?... ¡Ah! Eres tú, Demetrio. Dame la mano. (La toma). F. -v un O'Higgins!... ¡Un verdadero O'Higgins!... (Pausa). Cuando haya muerto, que me pongan el hábito fran-

  • O ' H I G G I N S 55

    ciscano... Me iré sin vanidad ninguna... Nunca envi-dié a nadie... Nunca usurpé la gloria de nadie... Las sombras me envuelven... ¡Ya pasó la vida!. . .

    DEMETRIO O'HIGGINS.—¡Padre!... O'HIGGINS. (Animándose).—Ahí está mi madre. (Señalando

    un punto vacío). ¿La ves, Rosa?... Es mi madrecita que viene a visitarme... Madre, acércate... ¡Qué hermosa es-tás!... Los hombres te hirieroh en el corazón... pero tú respondías al odio con una suave sonrisa... ¡ Cuánto te debo, madre, cuanto te debo!... Acércate... junto a mi corazón... ¡Siempre junto a mi corazón!... (Pausa. Alzando la voz). ¡Ah!... Vienen los amigos... Rosa, re-cíbelos. Salúdalos, Demetrio... Ahí está Juan Mac-kenna, mi maestro> mi segundo padre . . . Veo al Lord Cóchrane y a Blanco Encalada, mis leales almirantes... A ellos confié la Escuadra Libertadora... El noble Zenteno se cuadra, junto a la puerta... Adelante, mi buen colaborador... (Exaltándose). Los edecanes y los oficiales abren paso... ¡Es San Martín!... ¿Lo veis? Mi amado amigo San Mart ín. . . Con él libertamos la mitad de Sud América.. . ¡A mis brazos, compañero, a mis brazos! (Pausa. Los ojos fijos, los brazos abier-tos, parece contemplar visiones extrahumanas. Luego cierra los ojos y hecha atrás la cabeza. Doña Rosa y Demetrio se precipitan a él).

    DOÑA ROSA.—¡Vive!...

    DEMETRIO O'HIGGINS.—Su pulso se anima de nuevo. . . (Pausa. El Libertador mira a Demetrio y a doña

    Rosa, y alza una mano, señalando un objetivo dis-tante) .

    O'HIGGINS .—¡Magallanes!... ¡Magallanes!...

    ( T E L O N )

  • TEATRO DE EUGENIO ORREGO VICUÑA

    "LA RECHAZADA", drama en tres actos. "El AMO DE SU ALMA", adaptación dramática en tres actos, "TRAGEDLA INTERIOR", drama en un acto, estrenado por don Enrique

    Borrás. "VIRGENES MODERNAS", comedia dramática en cuatro actos. "EL LOBO" drama en tres actos (edición agotada). "SALOME", adaptación dramática en un acto del drama de Wilde (Edicio-

    nes de la "Revista Americana de Buenos Aires). "CARRERA", drama histórico en cinco actos estrenado por la Compañía

    Alejandro Flores (1? y 23 ediciones, Universidad de Chile). (Agotadas). "SAN MARTIN", drama histórico en cinco actos estrenado por Margarita

    Xirgu en el Teatro Municipal de Santiago. (1® y 29 ediciones, Univer-sidad de Chile; edición, Editorial Cultura).

    "O'HIGGINS" trilogía histórica. (Ediciones Orbe). "CAMINO ADELANTE" comedia poemática en trece cuadros, escrita en

    colaboración con Max Jara. (19 y ediciones, Universidad de Chile). "EL ALBA DE ORO", cpmedia en cuatro actos (1^ y 2^ ediciones, Univer-

    sidad de Chile).

    OBRAS SOBRE O'HIGGINS

    "EL ESPIRITU CONSTITUCIONAL DE LA ADMINISTRACION O'HI-GGINS".—Un volumen. (Agotado).

    "ICONOGRAFIA DE O'HIGGINS".—Un volumen. (Universidad de Chile). "O'HIGGINS" Trilogía histórica—Un volumen (Ediciones Orben).

  • LO QUE LA PRENSA DE SANTIAGO HA DICHO DE

    "SAN MARTIN"

    "San Martín' ' es una obra histórica de una suprema sencillez y de una ex-quisita elegancia de estilo. ¡En qué tono más propio y más sobrio se expresan todos esos hombres héroes, que en lo que dicen y en la íorma como ,1o dicen, revelan ser inteligentes y precisos. Para mi tiene una sobriedad ática aqu,el Cuadro VI, "La Logia de Lautaro", y además una rara solemnidad. He sentido en ese cuadro una especie de soplo antiguo, como lo sentía en "Carrera", que venía de allá muy lejos, de la sombra húmeda y aromada de los mirtos y laureles helénicos.

    " Se hablaba anteanoche en los pasillos del Municipal del intérprete de tan sonora inteligencia que había encontrado San Martín en Juan Carlos Crofaaré. La sensibilidad de este actor, que ha ido cogiendo poco a poco nuestra atención, está muy de relieve en el San Martín, que hace con gran autoridad.

    " La obra fué montada en forma magnífca en trajes, decorados y utilería." — N. Yáñcz Silva. ("Las Ultimas Noticias")

    "Los héroes del "San Martín' ' aparecieron ante mis ojos como semidioses . . . y por eso, cuando oía de sus labios palabras vibrantes de patriotismo, sentía un im-pulso secreto de oírlas de pie ' ' Hortensia A. de Roca. ("El Jmparcial")

    "Con teatro rebosante se llevó a efecto anteanche en el Municipal el esperado debut de la compañía que dirige la eximia actriz Margarita Xirgu, y en la que figura como primer actor Juan Carlos Croharé.

    "San Martín" supera a "Carrera" . . . En el drama de anoche influyó el talento de la Xirfiu para buscar una nueva técnica y hacpr "una bella y moderna creación de esta pieza histórica; las fanfarrias tras los telones, la sucesión rápida de cuadros sugerentes y el tono de los parlamentos dieron a la obra visos de ¡tragedia clásica.

    " El mérito profundo de esta obra es el gran sentido histórico que involucra y que llega a conmover. Orrego Vicuña comfo buen descendiente del noble tronco de don Benjamín Vicuña Mackenna, ha vaciado su corazón de americano en el pozo de luz de su talento. Es la historia viva lo que han desenterrado Eugenio Orrego y Margarita Xirgu anteanoche.

    " Felicitamos emociona dameirte a Eugenio Orrego Vicuña y a Margarita Xirgu, y Juan Carlos Croharé, que en un magnifico trío de talentos nos han dado una abrti

  • 60 EUGENIO ORREGO VICUÑA-

    que hará época y perdurará en el recuerdo de los americanos especialmente." — Francisco Coloane. ( " l a Critica")

    "Pocas veces el acierto teatral ha sido llevado a una expresión más certera que la alcanzada por Eugenio Orrego Vicuña con su drama "San Martin". Este drama es el drama exacto de la vida de San Martín. Y es curioso e interesante comprobar que una vida tan llena de acontecimientos haya sidío posible encuadrarla dentro del marco de escenas vivas y animadas que no cansan y que, seducen, con una exauisita selección de forma, para cobrar corporación real y calidad humana.

    ' ' Estamos ciertos de que su presentación, además, en Argentina no sólo sería recibida con verdadero entusiasmo, sino ciue marcaría una época. En Perú también ocurriría lo mismo. Mientras tanto, debemos comenzar por la obra en casa: hacer que estas representaciones

  • O ' H I G G I N S SI

    la escena teatral con su vena literaria, enriqueciendo el repertorio chileno cota sus obras de calidad.

    ' 'Después de su "José Miguel Carrera", Orrego Vicuña ha querido realizar otra incursión por el difícil campo de la escena histórica, y ha presentado su drama "San Martín", obra de gran espectáculo y de estampas artísticas, en las cuales desfilan, con brillo, con delicadeza y emoción, distintos aspectos y episodios de la vida del Libertador.

    ' ' Ha vibrado anteanoche el público con las escenas de esta obra que exalta el patriotismo y que tiene una escrupulosa verdad histórica en todos sus episodls. Muchos años de constante trabajo significa la facturación de tina obra teatral de esta Índole y especialmente la estilización escénica de -una existencia tan rica en enseñanzas heroicas, tan pletórica de brillo arrogante, de nobleza y hasta tristes desengaños.

    " Todo esto ha sabido sintetizar Eugenio Orrego Vicuña en sucesión de cua-dros muy bien tratados y llenos de color, de vida y de verdad.

    " La presentación de la obra en todas sus lineas, generales, tiene el sello de la experiencia de Margarita Xirgu, ave no ha descuidado sus detalles, obteniendo cali-ficados resultados artísticos y actuando, en su papel, con su arte conocdo.

    " La obra de Eugenio Orrego Vicuña no tes solamente un éxito de nuestra escena nacional: creemos que está destinada a un triunfo teatral americano. — Luis Tagle. ( 'Xa Nación")

    "No creo que pueda hacerse nada comparable a este hermosísimo drama histó-rico de Eugenio Orrego Vicuña. Es la vida del Libertador dohi José de S£n Martin, llevada al teatro con una riqiíeza de interpretación psicológica y un conocimiento del tema y del personaje que son admirables.

    " El autor, en una serie de cuadros c¡ue parecen frescos de Goya por su rea-lismo escueto y directo, exhibe al héroe en todas sus fases. Es comb un drama he-lénico en que no falta nada, ni el coro, para dar la sensación de la grandeza antigua.

    " En los diversos actos se suceden las escenas dramáticas, alternadas con anéc-dotas llenas de gracias, y de muy interesante evocación. La obra es espectacular y tie-ne cuadros de un enorme aparato escénico que electrizan al público. No se podría exagerar la suntuosidad de la presentación escénica, que no se habia igualado en Chile hasta hoy.

    " E n cuanto a la interpretación, ella es la más perfecta que yo recuerde. Mar-garita Xirgu hace en su papel de doña Gregoria Matorras una créación perfecta. En el primer cuadro es la madre llena de ilusión, que va en busca de los prosagios piara saber el destino que aguarda a su hijo amado: en el cuadro segundo-es la madre que ha cargado con su cruz y lucha para retener al hijo predilecto, para arrebatarlo a los peligros de la guerra. Pero acaba convenciér.dose de que no sé puede luchar contra el Destino, y cede; su actitud final, cuando bendice al hijo con la mano en alto, recuerda las más dramáticas y conmovedoras escenas del teatro de Garcia Lor-ca.''—A. Bozas C. ("La Nación").

    " Todo un magno acontecimiento artístico fué el estreno realizado eu la noche del sábado, de este drama protagonizado por el general San Martín.

    " La figura del prócer argentino se destaca con ta'res relieves, que se diría que la obra fué escrita para ser representada en Buenos Aires.

    " En la obra, que lleva un número récord de representaciones consecutivas, se advierte de inmediato el genio creador de Margarita Xirgu.

  • 62 EUGENIO ORREGO VICUÑA

    " En pleno proscenio del Teatro Municipal, se ueproduce sobre animales vivos, uno negro y otro blanco, el histórico abrazo de San Martin y O'Hlggins.; La esteena es magnífica. Ningún niño que la vea, olvidará nunca ese episodio fundamental de nuestra emancipación. Por ese solo abrazo escénico, espectacular, estaría justificada toda la obra. Cae el telón en medio de una cerrada ovación de la concurrencia." — Ismael Edwards Matte ("Hoy").

    "El escenario del Teatro Municipal se ha convertido en un álbum compuesto de veinte láminas primorosas, a través de las cuales se veril desfilar, como jen una película, la vida heróica y la muerte serena del General San Martín.

    " Los veinte episodios son interesantes y pintorescos y con el sabor exótico que les dá la pátina de los ciento treinta años transcurridos. Se destacan,: "Después de San Lorenzo" triunfal y patético, "La Logia Lautaro", esotérico y emocionante; "La batalla de Malpo", brillante, pintoresco y grandioso. Ese abrazo que se dan O'Hlggins y San Martín, montados en s o s Ociosos corceles, vale por toda una obra.

    ' ' L a obra, verdadera cátedra de SMStto t̂». merece ser conocida por el mayor número de nuestros conciudadanos bebiera ir al Caupolicán y, si fuera posible, al Estadio Nacional."—Carlos Zeda. ("Las Ultimas Noticias")